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Un espia para el redentor candace robb

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Esta séptima novela de la aclamadaserie de misterios medievalesprotagonizada por Owen Archer nossitúa a principios del verano de 1371en Gales, donde el famoso capitánde arqueros y ocasional espía debesupervisar la construcción delmausoleo dedicado a su suegro.Pero, cuando Archer intenta agilizarel trabajo para volver a casa yconsolar a su esposa de la pérdidade su padre, tropieza con un viejoconocido, el mercenario Wirthir,quien le propone trabajar para elinfame Owain Lawgoch, supuesto

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Redentor de Gales, deseoso de quesu familia escape al control delarzobispo de York. Mientras tanto,Lucie, su mujer y boticaria de York,está descorazonada por la largaausencia de su marido, y cuando lapropiedad de su difunto padre esbrutalmente atacada, emplea comomayordomo a un desconocido.¿Será éste digno de confianza, oformará parte de la lucha políticaque oculta la niebla de York?

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Candace Robb

Un espía para elredentor

ePub r1.0ultrarregistro 14.01.14

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Título original: A Spy for the RedeemerCandace Robb, 2002Traducción: Servanda María de HagenDiseño de portada: Salamandra

Editor digital: ultrarregistroePub base r1.0

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Para Patrick y Evan, mis queridosamigos, que me representan ante el

mundo

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PrólogoUn rayo de sol matinal brilló sobre laefigie y animó la tela tallada en piedra,que formó graciosos pliegues sobre eltorso de la estatua. Parecía tan real bajoaquella luz, que Ranulf de Hutton pensóque si fijaba la vista en ella el tiemposuficiente, los pliegues de piedra seelevarían y descenderían al ritmo de larespiración de la escultura. Dios habíabendecido a su compañero el albañilCynog con un envidiable talento. PeroRanulf era igual de hábil o más. ¿Porqué no lo habían elegido a él paratrabajar en la tumba?

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Era el maestro albañil y trabajaba enel claustro y la capilla de la catedral deSan David, siempre lo elegían a él parahacer el trabajo decorativo. ¿Por qué nole habían concedido el honor de decoraraquella tumba? El caballero inglés habíamuerto durante una peregrinación,después de ser bendecido con una visiónen la fuente sagrada de Santa Non.Cynog no merecía el honor de trabajaren la tumba de semejante hombre. El añoanterior había sido lento en su trabajo,se había tomado mucho tiempo en lareparación de un muro en el sótano de unarcediano, trabajo que podría haberrealizado un aprendiz, e incluso había

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vuelto tarde de las visitas a la granja desus padres, fuera de la ciudad.

Igual que aquella mañana. Losaprendices y los jornaleros ya estabantrabajando en la casa de los albañiles,alisando, cascando la piedra, envueltosen el polvillo de tierra que caía enespirales bajo la luz del sol que entrabapor los laterales abiertos. Pero ni rastrode Cynog. Ranulf observó la tumba. Elrostro todavía no había sido talladosobre la piedra; los brazos y las manos,tampoco. Aún quedaba mucho por hacer.

Recorrió con la mano la losa ásperade la que surgiría la cara, recordandolos pómulos del viejo caballero, su

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sonrisa amable.—¿Qué dices? ¿Te gusta?Ranulf se volvió, sobresaltado.—¡Cynog!La túnica del impuntual albañil

estaba manchada de lodo por un lado,igual que sus botas. El día anterior habíallovido hasta entrada la noche.

—¿Has dormido fuera de los murosde la ciudad? —preguntó Ranulf.

—En el bosque, sí. Sin querer, meaparté de mi capa, y mira el resultado.—Cynog se refregó la túnica con susmanos delicadas, de dedos largos. Susmanos eran de artista, igual que sus ojos,pozos profundos de un color pardo

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suave que siempre parecían tener unamirada maravillada. Aunque el añoanterior habían adoptado una luzmelancólica.

La envidia de Ranulf se suavizó,reemplazada por el alivio de ver a suamigo antes de que el maestrodescubriera su ausencia.

—Has llegado a tiempo, de todasmaneras. ¿Y Glynis? ¿Se reunió contigoen las puertas de la ciudad el sábado porla tarde, tal como te prometió?

Cynog bajó la cabeza.—Vino, sí. Pero me dijo que no hará

el viaje conmigo. —Lanzó el puño haciaun lado y golpeó un poste—. Ese

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marinero no puede amarla como yo.Sacrifiqué mi honor por ella. ¡Es mivida!

Ranulf había pensado que la recienteamistad de la joven era sólo una burla.

—Te dejó en otoño, amigo. Ahoraestamos a finales de primavera. ¿Cómopuedes seguir teniendo esperanzas? —Y, sin embargo, aunque no erarazonable, Ranulf también lo envidiabapor ese motivo. Nunca había estado tanperdidamente enamorado de una mujercomo Cynog lo estaba de Glynis. Sólopodía imaginar la pasión que sentía y suvitalidad—. Pero no has perdido elhonor porque ella te haya abandonado.

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No pienses en eso.Cynog pasó los dedos sobre la

tumba sin terminar.—Ya hay muchos peregrinos ante la

puerta de la catedral —dijo, cambiandode tema; ése era otro irritante hábito quehabía adquirido recientemente—.Pensaba que querías reparar la pilabautismal antes de que entraran. —Elflujo de público durante el díadificultaba el trabajo en las zonaspúblicas de la iglesia.

—Ah, sí, tengo que hacer eso, sí. —Ranulf cogió su bolsa de herramientas yse la ató alrededor de la cintura—.Ponte un delantal. No hay necesidad de

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provocar al maestro albañil. —Asió aCynog por el hombro—. Hoy trabaja enel rostro. No puedes pensar en ella, o entu dolor, mientras haces aparecer elrostro de sir Robert en la piedra. Y,quién sabe, el santo caballero podríainterceder por ti, o pedir a la Reina delos Cielos que lo haga.

—¿Que Glynis me ame?—No, amigo, que sane tu corazón.

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Capítulo 1

Demasiado lejosEra un día de mayo que anunciaba elverano, un día en que la gente de Yorkse regocijaba al abrir las puertas pararecibir el aire cálido y fresco yencontraba excusas para caminar juntoal río bajo el sol o salir a pasear por losStrays para echar un vistazo a susanimales mientras pastaban. LucieWilton y su hijo adoptivo, Jasper,estaban encerrados en la botica yobservaban las semillas que una dienta

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acababa de devolver. La tensión quehabía entre la boticaria y su jovenaprendiz parecía consumir el aire. Elgato de Jasper rasguñó el postigocerrado, rogando que lo soltaran.

Jasper miró a Crowder y se dirigióhacia el postigo. Lucie le sujetó la mano.

—Crowder puede esperar. Tedistraes con mucha facilidad, ése es elproblema. Si mantuvieras la mente en tutrabajo en vez de en las intenciones delos vecinos amables, no habríascometido ese error.

Jasper se soltó violentamente deLucie y se apartó el pelo liso colorarena de la frente con un gesto nervioso.

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—Granos de pimienta en lugar desemillas de mastuerzo. Es un error quecualquiera podría cometer. —Su tonoera insolente.

Lucie reprimió el impulso deabofetearlo.

—Cualquier tonto puedediferenciarlos por su aroma y su dureza.No se me ocurre cómo pudiste cometersemejante error. Mírame cuando tehablo.

Jasper levantó la mirada hasta la deella; luego bajó los ojos y encorvó loshombros.

—No volverá a suceder.—Nunca debió suceder. Un

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boticario no puede cometer errores. ¿Note he dicho que si alguna vez no estásseguro…?

—Pensé que había cogido el tarrocorrecto…

—Porque estabas pensando en otracosa en lugar de en la tarea que teníasdelante. Coger el tarro equivocado… Yasabes qué hay en cada uno. Tú loslimpias. Tú los llenas.

—Juro que no volverá a suceder.—Si pasara una vez…—¡Lo juro! —gritó Jasper.«Santo cielo, ojalá Owen estuviera

aquí.» Desde que Jasper había cumplidodoce años, se había alejado cada vez

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más de Lucie, al mismo tiempo que seacercaba a su marido, Owen Archer. Sibien Owen reprendía al niño con másfrecuencia que Lucie, Jasper parecíarespetar sus críticas, pero considerabaque las de Lucie eran injustas.

—Si Owen… —comenzó ella, peroterminó meneando la cabeza.

Jasper apretó los puños y levantó elmentón. Estaba sonrojado.

—Si el capitán estuviera aquí, ¿quédiría sobre Roger Moreton?

—¡Jasper!—O sobre tu error… —Él se detuvo

y bajó la mirada.—La ictericia de Alice Baker —dijo

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Lucie en voz baja—. ¿Era eso lo queestabas a punto de decir?

Aunque los mechones lisos del niñole caían sobre la cara, Lucie pudo verque estaba sonrojado.

—Quería decir…—Mejor que no digas nada. —Lucie

no necesitaba que nadie alimentara susentimiento de culpa por el estado de lamujer.

Alguien golpeó la puerta. Temerosade que María de Skipwith ya hubierahablado del error del niño, Lucie tomóel pergamino lleno de semillas y se loentregó a Jasper.

—Lleva esto al taller y separa los

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granos de pimienta.Jasper miró la mezcla con horror.—¿Cómo voy a encontrarlos todos?—No es para dárselos a la señora

Skipwith —dijo Lucie—. Es para quefijes en tu mente el aspecto, el sabor, elaroma y la textura de un grano depimienta.

Jasper se encogió de hombros y sedirigió al taller arrastrando los pies.Crowder lo siguió pisándole los talones.

Lucie se acercó a la puerta y deseóencontrar al otro lado a un mensajerocon noticias que le anunciaran el regresode Owen. A últimos de enero, su maridohabía viajado al sur para reunirse con

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Geoffrey Chaucer en una misión enGales para el duque de Lancaster. Elanciano padre de Lucie, sir Robertd’Arby, había acompañado a Owen.Quería peregrinar a San David en acciónde gracias a Dios por haberlos salvadode la reciente peste. Ninguno de elloshabía regresado a York. Desde que sehabían casado, Owen nunca habíapasado tanto tiempo lejos de ella. Lucieno previó las dificultades que unaausencia tan prolongada podía causar. Yque lo más difícil iba a ser Jasper… Fueuna sorpresa desagradable.

Lucie maldijo por lo bajo alencontrar la puerta cerrada con llave.

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No quería que algún cliente la oyerareñir a Jasper, pero la tienda cerradapodría provocar rumores. La señoraSkipwith había dicho que no sepreocupara por el error, entendíaquejasper era simplemente un aprendiz,y además no había sufrido dañosmayores, sólo algunos estornudos; no selo diría a nadie, y el muchacho novolvería a hacerlo. Pero las lenguashablaban a pesar de las mejoresintenciones.

Afuera había un monje, con la túnicanegra de un benedictino, la cabezainclinada debajo de su cogulla.

—Benedicte —dijo Lucie.

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El monje levantó la cabeza. Era elhermano Michaelo, secretario delarzobispo de York y compañero deperegrinación de su padre. ¿Quésignificaba que apareciera solo? Elrostro patricio del monje estaba ojeroso;los ojos, tristes. «Santo Dios, por favor,que Owen esté bien.»

—Hermano Michaelo… No sabíaque habíais vuelto. —Lucie se apartópara que pudiera entrar en la tienda.

—Benedicte, señora Wilton. —Elmonje se inclinó al tiempo que entrabaen la habitación.

Lucie echó un vistazo a la calle antesde cerrar la puerta.

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—Venís solo.—Sí. —Michaelo sacó un fajo de

cartas de su bolsa—. El capitán Archerme las confió.

—¿Mi marido está bien?El monje asintió.—Lo dejé bien.—Que Dios os bendiga por

traérmelas —dijo Lucie, aunque sintióque el corazón se le encogía al tomar lascartas—. Entonces, ¿mi marido sigue enGales?

—El capitán se propone salir estosdías. Dios mediante, debería estar aquíantes de Corpus Christi.

Un mes. Aún tendría que esperar

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mucho. Pero ella ya había logradoaguantar mucho.

—¿Y mi padre? —Al partir, sirRobert d’Arby no gozaba de muy buenasalud.

El hermano Michaelo bajó los ojos yse santiguó.

—Padre —susurró Lucie. Habíacreído que estaba preparada paraaquello—. ¿Cuándo?

—El tercer día de la Pascua, señoraWilton.

Hacía más de un mes. Lucie tambiénse santiguó. Comenzó a temblar.¿Cuándo se había vuelto tan frío elcuarto?

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—Siento mucho traeros semejantenoticia —dijo Michaelo al tiempo que laagarraba del brazo y la ayudaba a llegara un banco.

«No tendría que sorprenderme»,pensó Lucie mientras oía cómoMichaelo se deslizaba detrás delmostrador y le servía agua de la jarra.Se sentó junto a ella y sostuvo la tazahasta que ella pudo cogerla.

—No debí alentarlo —dijo Lucie—.No estaba recuperado y hacía muchofrío cuando partieron a caballo, y luegola primavera fue muy húmeda. —SirRobert se había resfriado el veranoanterior y, a pesar de los cuidados de su

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hermana, no se había recuperado deltodo. Lo peor había sido aquella tosincontrolable y la ronquera que lasiguió.

—No podíais prever el clima,señora Wilton. —El monje extrajo unpañuelo aromatizado de su manga—. Asir Robert le resultó difícil el viaje. —Michaelo se llevó la mano a los ojos—.Pero nunca se quejó.

—¿Esas lágrimas son por mi padre?—preguntó Lucie. «¿Será posible que elensimismado Michaelo derrame unaslágrimas por la muerte de mi padre?»,pensó.

Michaelo levantó los ojos.

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—He sentido una profunda desdichatodo el camino desde Gales. Sé que esegoísta por mi parte sentir lástima de mímismo por la pérdida de mi amigo.Vuestro padre recibió la muerte congozo y alivio. —La voz de Michaelonavegó por las olas de sus emociones—.Cuando hayáis leído las cartas, oshablaré sobre los últimos días devuestro padre. Podríais encontrarconsuelo al oírlo. Venid a verme cuandoestéis lista. Estaré con Jehannes,arcediano de York. —Se puso en pie—.¿Queréis que mande venir a alguien?

—Jasper está aquí.—Estáis muy pálida.

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La compasión del monje le llenó losojos de lágrimas.

—Iré a veros a casa de Jehannes loantes posible, mañana, si puedo. —Elsecretario del arzobispo hizo unainclinación, se volvió y partió ensilencio.

«Si puedo.» Lucie se acercó hasta untaburete que había detrás del mostrador.Alice Baker y su ictericia, María deSkipwith y el error de Jasper, ladesconfianza que Jasper sentía haciaRoger Moreton. Y además había perdidoa su padre. Le ardían los ojos. SantoDios, estaba tan cansada…

Necesitaba un hombro en el que

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apoyarse. Alguien que la consolaramientras lloraba por su padre.Necesitaba a Owen. Pero él no estabaallí. Su primera reacción fue ir a ver asu amable vecino, Roger Moreton, peroel tonto de Jasper había decidido queRoger estaba cortejándola. No se dabacuenta de que Roger era amable contodos, no sólo con ella.

Su padre ya no estaba. Tenía que ir aFreythorpe Hadden y darle la noticia aFilipa, hermana de su padre y ama dellaves desde hacía tiempo. ¿Podríacerrar la tienda por unos días? ¿AcasoAlice Baker comenzaría a hacer correrrumores acerca de la incompetencia de

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Lucie mientras ella no estaba paradefenderse? La ictericia de Alice no eraculpa de Lucie; la mayoría de la gente losabría. Durante la mayor parte de suvida de casada, Alice se había quejadode falta de sueño y palpitaciones. Nopasaba una semana sin que apareciera enla tienda a comprar ingredientes nuevospara los remedios que ella misma sepreparaba. Lucie suponía que había sidola escutelaria comprada recientemente,que, mezclada con algo más de losabarrotados estantes, había causado unexceso de los humores equivocados y lehabía puesto la piel y los ojos amarillos,y la orina del color pardo de la turba. La

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comadrona Magda Digby estaba deacuerdo con Lucie: escutelaria yvaleriana no debían mezclarse. Magdaprescribió una infusión de diente de leóny verbena. Lucie le había hecho lamezcla a Alice, pero ¿quién sabía si lamujer la estaba bebiendo y lo que lehabría agregado?

Sir Robert estaba muerto. Lucie notólas cartas que tenía en las manos. Lashabía olvidado. Tinta y pergamino.Quería que estuviera con ella Owen, nosus cartas.

—¿Quién era? —Jasper estaba depie detrás de ella y volvía la cabeza a unlado y otro para ver qué tenía ella en el

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regazo.—El hermano Michaelo. —Lucie

notó que el muchacho tenía la narizenrojecida y los ojos llorosos.Recordaría el castigo—. ¿Hasencontrado todos los granos depimienta?

—Me han hecho estornudar. —Selimpió la nariz.

—Qué bien. A la señora Skipwith lepasó lo mismo. ¿Te has esmerado?

Él asintió.—¿Y él, qué quería?Jasper despreciaba al hermano

Michaelo. El secretario del arzobispo,en una ocasión, había puesto en peligro

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la vida de alguien a quien el niño habíaamado profundamente, el hermanoWulfstan, el viejo enfermero de laabadía de Santa María.

—El hermano Michaelo ha traídocartas de Owen —dijo Lucie—. Y… lanoticia de la muerte de mi padre.

—¿Sir Robert? —susurró Jasper. Sesantiguó—. Que Dios le conceda paz.

Lucie también se santiguó.Contrito, Jasper dijo:—Ve, lee las cartas. Yo puedo

ocuparme de la tienda.Lucie le apretó la mano, sintiéndose

contenta por poder disfrutar de unatregua, por efímera que fuera.

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—Tengo que leerlas y pensar en loque debo hacer. Puedes buscarme en eljardín si me necesitas.

Él le dedicó una sonrisa ladeada.—Si la señora Skipwith habló con

alguien sobre mi error, habrá poco quehacer.

—A mí me dijo que no lo haría.Cuando Lucie se puso de pie, Jasper

dijo:—Lo siento por ella. No volverá a

suceder. Lo juro.Lucie asintió y volvió a apretarle la

mano. Él era joven e inevitablementecometería equivocaciones. Quizá erademasiado dura con él. Pero el gremio

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no iba a tolerar errores más graves.Incluso ése podría ser castigado.

—Ahora mezcla las hierbas yespecias correctas para la señoraSkipwith. Cuando cerremos la tienda,puedes llevárselas. Por supuesto, no lecobraremos nada. Y sería sensato que ledieras las gracias. Puede haber habladocon el jefe del gremio y ponerte enapuros.

* * * * *

El jardín de la botica, que estaba detrásde la tienda, había sido la obra maestra

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del primer marido de Lucie, NicholasWilton. Allí no sólo crecían las hierbasque uno esperaba encontrar en semejantejardín, sino también muchas plantasexóticas nacidas de semillas queNicholas había recogido. Lucie escogióun lugar entre las rosas, cerca de latumba de Nicholas, lejos del ruido delos niños que jugaban. Pero no pensabaen su primer marido al mirar fijamentelas cartas. Pensaba en Owen y sus dudasacerca de que sir Robert hiciera laperegrinación a San David. Owen habíaseñalado las dificultades que planteabasemejante viaje, a la parte más lejana deGales, incluso para un hombre joven y

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saludable. Habían partido cuando elinvierno todavía les congelaba elaliento. ¿Acaso ella no había visto loppeligroso que podía resultar un viajeasí para un hombre de casi ochenta añosy con la salud debilitada? Lucie sabíaque los argumentos de Owen eransensatos. Pero cuando se enfrentó a supadre y vio el anhelo en sus ojos, nopudo prohibírselo. Y, a decir verdad,¿tenía derecho a hacerlo? Lo único quequería sir Robert era llegar a San David.Lucie se dio cuenta con una punzada dedolor de que no sabía si su padre habíallegado a la ciudad santa. El hermanoMichaelo había dicho que sir Robert

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había fallecido en paz. Seguramente esosignificaba que había logrado concluirla peregrinación. Fue esta pregunta sinrespuesta la que por fin le hizo verter unmar de lágrimas. Lucie las dejó caer. Nisiquiera notó la presencia de Kate, lacriada, hasta que le habló.

—He visto al hermano Michaelo —dijo Kate, de pie junto a Lucie, con unacopa de cerveza—. Parecía muysolemne. Y luego he visto que llorabais.Espero que no le haya sucedido nada alcapitán Archer.

Lucie tomó la copa.—Se trata de sir Robert. Al final se

lo llevó el frío.

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—Oh, lo siento, señora. Era unhombre bueno. —La joven cambió elpeso de su cuerpo de un pie al otro—.¿Esas cartas son del capitán? —Kateadmiraba enormemente a la gente culta.

—Así es.—¿Vendrá pronto?—El hermano Michaelo dice que el

capitán espera estar en casa para elCorpus.

Kate hizo una mueca.—Aún falta mucho tiempo. Pero es

bueno recibir sus cartas, ¿verdad?—Lo es, Kate. Iba a leerlas ahora.—Ah, claro. Debo regresar a mis

tareas.

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—No le digas nada a tu hermanasobre sir Robert delante de los niños.

La hermana mayor de Kate, Tildy,estaba con Gwenllian y Hugh cerca de lapuerta de la cocina.

—Oh, no, señora Lucie. Vos debéisdecírselo. Ni siquiera se lo contaré a mihermana.

Lucie suspiró al mirar cómo Kate seiba deprisa. ¿Por qué últimamente todoparecía tan complicado? ¿Cuánto hacíaque no se reía?

Roger Moreton la había hecho reír lanoche anterior, durante la cena…, hastaque Jasper lo insultó. La animosidad delmuchacho era injustificada. Ciertamente,

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Roger era viudo. Su mujer habíafallecido al dar a luz —un bebé muerto— el otoño anterior. Pero su riqueza ysu buena reputación lo convertían en laesperanza de todos los padres dejóvenes casaderas. La pregunta de quiénsería su siguiente esposa era un tema quesuscitaba grandes conjeturas en laciudad. Roger no tenía necesidad decortejar a una mujer casada.

Lucie bajó la mirada hacia las cartasque tenía en las manos. ¿Por dóndedebía empezar? Desató el cordón quelas mantenía juntas. Owen había puestoen cada una el lugar y la fecha para queella pudiera leerlas en orden y, así,

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seguir su viaje. En la primera carta,mencionaba la tos de sir Robert y susmareos. Cruzar los ríos había sido unaempresa difícil a principios de laprimavera, desde el país vecino hastaCarreg Cennen. En la carta había muchosobre los sentimientos encontrados deOwen al regresar a su tierra, pero Luciela leyó por encima hasta hallar noticiasde su padre. Su marido escribía sobreconstantes discusiones entre el hermanoMichaelo y sir Robert, en las que elmonje había participado con buenhumor. Otra carta mencionaba lostiernos cuidados que el hermanoMichaelo brindaba a su padre. El

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religioso asombraba a Lucie cada vezmás. Desde que lo conocía, habíasufrido una gran metamorfosis: habíapasado de ser un sibarita interesado aconvertirse en el servidor de confianzadel arzobispo de York. Cambiosprácticos, pensaba ella; seguía siendo uninteresado. Pero aquella ternura hacia supadre era una transformación mucho másprofunda. Dios había velado por sirRobert y le había concedido aquelcompañero en su postrero viaje terrenal.En la última carta, Lucie encontró porfin las noticias que la calmaron. Supadre no sólo había llegado a SanDavid, sino que había tenido una visión

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en la fuente de Santa Non. Esa visión lehabía concedido la absolución que habíabuscado a lo largo de muchasperegrinaciones. Sir Robert habíamuerto en paz, feliz. Gracias a Dios.

Durante un largo rato, Luciepermaneció sentada, con la cabezainclinada y el montón de cartas en elregazo, recordando a su padre.Melisenda, su vieja gata, se acurrucó asus pies. A lo lejos, Lucie oyó las vocesde sus hijos.

Las campanas de la iglesia quellamaban a nonas arrancaron a Lucie desus recuerdos. Debía regresar a latienda. Reunió las cartas, las llevó al

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taller y las guardó en un estante quealguna vez había contenido platos ycucharas de madera. Lucie y Nicholas y,más tarde, Owen habían ocupado lavivienda que estaba detrás de la tienda.Pero en aquel momento habitaban en lapreciosa casa del otro lado del jardínque sir Robert les había regalado en unintento de enmendar su anteriorabandono. Lucie esperaba que su padrehubiera sabido, al final, lo mucho queella lo había amado.

Jasper levantó la cabeza cuandoLucie entró en la tienda.

—¿Dice el capitán cuándo va aregresar?

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—En su última carta decía queesperaba estar en casa dentro de un mes.Eso fue hace más de un mes. —Ellaseñaló con la cabeza el paquete que élestaba envolviendo—. ¿Es para laseñora Skipwith?

—¿Quieres examinarlo?—Debería.Jasper lo desenvolvió. Lucie lo

examinó con un palo de mezclar, noencontró nada inadecuado y se lodevolvió a Jasper.

—De todas maneras, para cuandoella haya cocido esto en grasa, seráinútil —dijo Jasper con tristeza mientrasvolvía a doblar el pergamino y lo

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depositaba en el mostrador.—Ella cree que si se pone un poco

sobre las sienes, la ayuda a dormir.Jasper bajó la cabeza.Lucie detestaba verlo así.—Voy a cerrar la tienda el tiempo

que esté en Freythorpe Hadden. Deboinformar a Filipa sobre la muerte de suhermano.

—Yo podría ir a Freythorpe.—Tú te quedas aquí. Hace falta la

delicadeza de una mujer.Y necesito que te ocupes de la tienda

y el jardín.—Pero los caminos…—¡Lleva el remedio a la señora

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Skipwith!Jasper tomó el paquete.—Y date prisa en volver. Tenemos

mucho que hacer.

* * * * *

A la mañana siguiente, Lucie caminabahacia Davygate cuando una figuraencapuchada salió de detrás de lasombra que proyectaba el piso superior.

—¿Habéis encontrado la cura parami ictericia? —le preguntó Alice Baker.

Lucie sintió que la sangre le subía ala cara y el corazón le latía con fuerza.

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Por carácter, no disfrutaba de losenfrentamientos.

—Ya os dije lo que pienso que laprovoca y lo que deberíais hacer paracuraros. —Le repitió el consejo con laesperanza de que aquella vez Alice looyera—. Tomad una infusión de verbenay raíz de diente de león. Nada más.Luego, ayunad durante dos días,bebiendo sólo agua y sin comer nada.Después de eso, comed moderadamentey no toméis medicinas.

—No habéis encontrado ningúnantídoto. —Aquello era, por el tono quehabía empleado, una afirmaciónconvertida en una acusación.

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—Ese régimen es el remedio. Creoque habéis mezclado valeriana conescutelaria.

—Tened cuidado, Lucie Wilton.Podría arruinaros.

«Maldita desagradecida», pensóLucie. Pero se limitó a decir:

—No puedo creer que queráis hacereso, Alice.

Lucie levantó la mirada al oír unapuerta que se abría y se cerraba al otrolado de la calle.

—Que Dios os acompañe, señoraBaker, señora Wilton. —Roger Moretonsonrió al cruzar la calle desde su casa.Otro hombre lo seguía. Lucie devolvió

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la sonrisa a Roger; ¿cómo era posibleque lograra estar allí cuando lonecesitaba?

—Señor Moreton. —Alice Bakerlanzó una risita tonta, luego recordó suestado y se dio la vuelta para que sucara con ictericia quedara en sombras.

Roger era un hombre guapo,corpulento, con rasgos definidos.Siempre parecía estar encantado con lavida, sus ojos lanzaban chispas, erarubicundo.

—¿Podréis creerlo? —dijo Rogersin aliento—. Acabo de mencionarvuestro nombre, me he girado, y aquíestáis. ¿No es así, Harold?

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—Así es.—Que Dios os acompañe,

caballeros, señora Wilton. —Alice sealejó deprisa.

Lucie no había reparado en elcompañero de Roger. Miró al extraño alos ojos. Cielo santo, eranespecialmente azules. Él le dedicó unareverencia extrañamente formal.

—¿Hablabais de mí? —le preguntóa Roger.

—Mentí. Esa terrible mujer…Insiste en culparos por su estupidez.

—Es difícil aceptar que uno esestúpido —dijo Lucie—. Pero os loagradezco. Y a vos —dijo al extraño.

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Este, a su vez, lanzó una miradainsegura a Roger.

—Perdonad mi descortesía, señoraWilton —dijo Roger enseguida—. EsHarold Galfrey. Va a ser el mayordomode mi casa cuando me mude a SanSalvador. —Aunque vivía solo, Rogeracababa de comprar una gran casa enotra parroquia de la ciudad. Ello habíaaumentado los frenéticos rumores conrespecto a su elección de la nuevaseñora Moreton.

Lucie nunca habría imaginado queaquel hombre era un mayordomo. Con supiel morena y su pelo aclarado por elsol, no parecía alguien que pasara los

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días encerrado, organizando una casa.Su físico tampoco concordaba con unhombre semejante. Sin embargo, suatuendo era apropiado para unmayordomo. Su ropa había sidoescogida con ojo experto: con aquelloscolores tan apagados no ofendería anadie ni llamaría la atención hacia supersona.

—Sois afortunado de encontraros enla casa del señor Moreton —dijo.

—Sin duda, señora Wilton —replicóHarold.

—Debo irme ya. Tengo mucho quehacer antes de viajar al campo. —Necesitaba tiempo para hablar con el

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hermano Michaelo y también paradisponer una misa de réquiem por supadre. Y, aunque había cerrado latienda, esperaba que Jasper repusieratodo lo que faltaba. De modo que habíamucho que discutir—. Gracias porrescatarme. Que Dios os bendiga en estedía.

—¿Iros al campo? —preguntó Roger—. ¿Qué os lleva tan lejos?

Lucie se sintió culpable por habermencionado el viaje, pues, conociendo aRoger, sabía que él querría enterarse detodo y ofrecerle su ayuda.

—Ayer recibí la noticia de la muertede mi padre mientras estaba de

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peregrinación en Gales. Debo ir aFreythorpe Hadden a decírselo a mi tía.

—Que Dios lo tenga en su gloria —dijo Roger—. Debo hacer algo. Osacompañaré.

—Sois muy amable. Pero mequedaré varios días. No podéis dejarvuestros asuntos durante tanto tiempo.

Él asintió, frunciendo el entrecejo.—Pero necesitáis alguien que os

acompañe. —Se le iluminó el rostro—.Harold no tiene nada que hacer hastaque yo ocupe la casa nueva. Él irá convos. —Roger parecía satisfecho con suidea.

Harold estaba perplejo.

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Lucie no tuvo tiempo de quejarse.—Gracias, señor Moreton.

Consideraré vuestra oferta.

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Capítulo 2

Plegarias sin respuestaEn lo alto de un acantilado que caíasobre el mar encrespado, los peregrinosse protegían contra la lluvia y el viento.Avanzaban a lo largo de un sendero quecruzaba una hondonada cubierta dehierba y rodeada por piedras bajas yantiguas, en medio de las cuales seerguía una pequeña capilla. Llevaban lascabezas inclinadas contra la tormenta, ylas capas empapadas envolvíanpesadamente sus cuerpos, mientras

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esperaban su turno frente a un pozocubierto con un techo de piedra ysituado en el punto más bajo de lavaguada. Uno a uno, los desaliñadosperegrinos se arrodillaban, juntaban lasmanos para beber el agua o verterlasobre alguna llaga o malformación yrezaban a santa Non para curarse. Luegocorrían hacia la capilla para descansarun momento sin dejar de rezar contra latempestad.

Owen Archer observó a un hombreque se alejaba tambaleándose sobre laspiedras bajas y resbaladizas que habíaen el borde del prado. Otro se inclinópara ayudarlo. El peregrino caído meneó

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la cabeza al levantarse, sin duda paraexpresar su vergüenza. A Owen lepareció raro que el hombre se sacudierala ropa, pesada por el agua de lluvia. Sitenía tanto frío y estaba tan mojadocomo Owen —¿cómo no iba a estarlo?—, era imposible que notara que elcésped le había mojado más las ropas.

Owen luchó contra la arrogante ideade que el Todopoderoso habíapreparado aquella tormenta para él, parareñirlo por pensar que podría sumergirla mano en la fuente de Santa Non,ddecir una plegaria y, con esa facilidad,recobrar la vista de su ojo izquierdo,como le sucedió al ciego que sostuvo a

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san David bajo el agua en su bautismo.Sin embargo, ¿acaso no era un signo desu fe que buscara el agua que habíacurado a muchos otros peregrinos condolencias en los ojos? Seguramente,Dios escogería otra forma de enseñarlehumildad.

El viaje de Owen al pozo de SantaNon era inoportuno, con toda seguridad.Había concebido el plan el día anterior,mientras se regocijaba bajo el climacálido y soleado que había secado loscharcos de los caminos y permitido quesu pequeña comitiva avanzara ligeradesde el castillo de Cydweli. Sus tresacompañantes habían hecho apuestas

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sobre cuántos días les habría llevadohacer el mismo viaje a sus camaradas,Jared y Sam, que habían partido deCydweli dos semanas atrás bajo unalluvia torrencial que duró varios días.Los dos iban a arreglar los pasajes deOwen y sus hombres en un barco quesaldría de Porth Clais, el puerto de SanDavid. Un barco que zarparía rumbo aInglaterra.

En realidad tenía pocas esperanzasde que sucediera un milagro. Nuncahabía dudado de la presencia de la manode Dios en su ceguera parcial. Aquéllahabía sido su lección de humildad másdifícil. Se había sentido muy orgulloso

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de su habilidad con el arco y de sucapacidad para juzgar a los hombres. Deesa manera se había equivocado con elmalabarista bretón cuya amante lo habíadejado ciego. Su propio orgullo lodespojó de su habilidad y su confianzaen su juicio con un solo movimiento decuchillo. No podía recordar nada quehubiera hecho en los años siguientespara ganarse el perdón por sus pecadospasados, con excepción de su servicio alarzobispo. Quizá debió quejarse menos,practicar más humildad. Sin embargo,¿quién era él para pensar que podíapredecir el juicio de Dios?

La lluvia había empezado a caer

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cuando la comitiva se acercaba a SantaNon. Pero como aquélla podía ser suúltima oportunidad de visitar la fuente,Owen insistió en quedarse. Desmontó,entregó sus riendas a Iolo y le ordenóque siguiera hasta la ciudad junto a Tomy Edmund. Él haría el camino a pie,como un verdadero peregrino. La lluviaentonces era sólo una llovizna.

Aquélla era una fuente sagrada.Había surgido de la tierra para marcarel lugar donde Non había dado a luz aDavid, el mayor santo de Gales. Suvenida había sido predicha por sanPatricio. San David había nacido allí, enaquella pradera, en medio de una

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terrible tempestad que protegió a sumadre de las garras de Sant, el tiranoarrogante que la había violado. Owen norecordaba si la leyenda decía que Santdeseaba reclamar el niño o si seguíadeseando a la madre. En medio deldolor del parto, Non aferró una piedraen la que se había quedado grabada lahuella de sus manos. La roca, partida endos trozos, estaba enterrada detrás de lacapilla.

¿Acaso era un buen augurio queOwen hubiera llegado al pozo en mediode una tempestad? ¿En un día comoaquél su suegro había sido bendecidocon una visión en las aguas sagradas?

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A Owen le costó mantener la menteen san David y santa Non. Se preguntabacómo estarían sus hombres en la ciudad.¿Habrían encontrado los tres a Jared y aSam? ¿Los esperaba un barco ancladoen Porth Clais? Sin duda, ésa sería unabuena noticia. Owen necesitaba tiempopara inspeccionar la tumba que habíaencargado para su suegro en la catedralde San David y asistir al funeral.

No era el único que estabaimpaciente por regresar a Inglaterra.Tom y Edmund casi no habían habladode otra cosa en el viaje desde Cydweli.Owen nunca había oído tantas alabanzasa York.

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Iolo, el cuarto miembro de sucompañía, se había mantenido calladotodo el viaje. Era galés y se quedaría enGales. Se había unido a la compañía deOwen en febrero, en el castillo deKenilworth de Lancaster, adonde habíasido enviado por Adam de Houghton,obispo de San David, el otoño anterior.El joven había estado encantado deencontrar una compañía que viajarahacia el oeste. Owen iba a echar demenos a Iolo, que tenía la extrañahabilidad de aparecer cuando lonecesitaba. Era un buen luchador ymantenía su palabra.

Como si lo hubiera conjurado, Iolo

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apareció delante de él. Se elevó unmurmullo de las personas que estabandetrás de Owen, que pensaban que elrecién llegado estaba intentando colarse.

—Paz —les dijo Iolo en galés—.Vengo a ver a mi capitán y servirle en suregreso a la ciudad. —Al tiempo queIolo se volvía hacia Owen se sacudió lalluvia de la capa.

—Podrías estar seco y caliente sihubieras obedecido mi orden de esperaren el palacio —dijo Owen.

—Algo parece no marchar bien,capitán. Pensé que podríais necesitarme.

Owen conocía a Iolo lo suficientepara aceptar su explicación.

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—¿Encontraste a Sam y a Jared?—Sí. Tienen malas noticias. El

albañil Cynog se ha ahorcado.Owen agachó la cabeza y se

santiguó, aunque también murmuró unamaldición. Había contratado al albañilpara que esculpiera la tumba de sirRobert.

Un anciano peregrino amonestó aOwen por maldecir en aquel sitiosagrado.

—Y la tumba de sir Robert está sinterminar, sin duda —gruñó Owen conuna mirada oscura hacia el peregrinoque lo había reñido.

—No sé hasta dónde llegó Cynog —

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dijo Iolo—. Perdonadme. No era miintención apartaros de vuestra plegaria.Puedo esperar. —Inclinó la cabeza.

Owen tenía todavía a nueveperegrinos por delante. Todos estabanchorreando y en fila, y sus ropasformaban charcos a su alrededor.Después de todo, podría haber esperadoa un día sin lluvia… Quién sabía lo queiba a tardar en encontrar a otro albañil.Podría quedarse algún tiempo en SanDavid. La cola adelantó un paso. Elagua caía a chorros por la espalda deOwen. Se agachó hacia delante. El gestole recordó a Cynog.

¿En quién estaría pensando? Cynog,

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un hombre amable con un don de Diospara convertir una piedra fría en algobello. Owen recordó haberse preguntadosi Cynog sentía el alma de la piedra, siera así como le daba vida. Se habíaahorcado. Había hombres cuya muertepocos lloraban, hombres que no habíanddejado una gran marca en esta tierramortal. Pero no Cynog. Muchos lollorarían. Aquellos que habían sidotestigos de su don. ¿Qué le habríacausado tanta desesperación parallevarlo a cometer un pecado quecondenaría su alma a los fuegos delinfierno para toda la eternidad?

Por fin le llegó el turno a Owen de

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descender a la fuente con techo depiedra. Se arrodilló, rezó por su alma ylas de su familia. Y por el alma deCynog. Luego, después de quitarse elparche de cuero del ojo izquierdo,Owen cogió agua clara y gélida con susmanos ya frías y se la llevó al párpadoarrugado.

* * * * *

Tom, Sam, Jared y Edmund observarondecepcionados el parche de Owencuando Iolo y él entraron en el granvestíbulo del palacio del arzobispo.

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—No he merecido un milagro —dijosimplemente—. Dadme una cerveza yhacedme sitio junto al fuego. Estoyempapado. Y no hay nada que mostrar.

Cuando Owen hubo saciado su sed ycalentado su estómago con la cerveza, sesintió preparado para oír las noticiasacerca de la muerte de Cynog.

—Encontraron a Cynog demadrugada, hace cuatro días, colgado deun roble entre las tumbas —dijo Jared.Alto, delgado, con pelo castañosalvajemente rizado, Jared era elchismoso del grupo.

—¿Qué pudo haber impulsado a unhombre como él a ahorcarse? —se

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preguntó Owen en voz alta.—Algunos dicen que su dama se

había buscado a otro —dijo Jared.—Muchos dicen que no se mató —

intervino el tímido Sam, con su vozsuave—. En realidad, la mayoría así locree. —Mantuvo la mirada apartada deJared al decirlo.

Owen se colocó más cerca del fuegoe inclinó la cabeza hacia el muchacho.

—¿Por qué dicen eso?—La cuerda estaba atada al árbol

con un nudo marinero —dijo Sam—.Cynog no era un hombre de mar.

Iolo lanzó un resoplido.—Estamos cerca del mar. Muchos

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por aquí saben hacer un nudo como ése.Yo sé hacerlo.

—Eres una maravilla —murmuróJared.

La devoción de Iolo hacia Owen nohabía pasado inadvertida al resto de lacompañía. Tampoco las conversacionesque ambos mantenían en galés y que losdemás no entendían. Owen habíapensado que Iolo acompañara a Jared aSan David, por si hubiera sido necesariollevar a cabo en galés las negociacionespara obtener los pasajes en el barco.Pero no había valido la pena.

Jared acercó bruscamente su cara ala de Iolo.

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—Si eres tan…Owen se retiró del fuego para

apartar a Jared.—Estamos hablando de la muerte de

un hombre. Si murió por su propia mano,ahora está ardiendo en el infierno.Pensad en ello. —Owen se volvió haciaSam—. ¿Acaso Cynog estaba trabajandoen la tumba de sir Robert cuandosucedió?

—Estaba prácticamente terminada—dijo Sam—. Pero os estaba esperandopara que le aconsejarais sobre el rostroy las manos.

¿Qué había sucedido? Owen sehabía equivocado al perder el tiempo en

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Cydweli.—Entonces tendré que encontrar

otro tallador. ¿Cuándo zarpa nuestrobarco?

—Pronto —dijo Jared—. El capitánSiencyn espera noticias de vuestrallegada.

Vuelta a casa. Tan cerca y, sinembargo… ¿Cómo podría enfrentarse aLucie si no se quedaba a ver cómo seterminaba la tumba de su padre? Owense desplomó en un banco junto al fuego.

—Dios no me sonríe hoy. —Era undía de penitencia.

Owen se había quedado en elcastillo de Cydweli para esperar a un

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grupo proveniente del convento de Usk,con la esperanza de que su hermana,Gwenllian, estuviera en él. No la habíavisto desde su partida de Gales, hacíaveinte años. Había observado conansiedad la llegada del grupo, corriendodesde la torre para darles la bienvenidaen el patio exterior. Detrás del sacerdotehabía una monja alta y pecosa, sonriente,esperando que él notara su presencia.Cuando Owen encontró su mirada, ellaextendió los brazos y corrió a suencuentro.

—Dios es misericordioso —dijoentre lágrimas la hermana Gwenllian alabrazarlo.

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—Gwen.Más tarde, encontraron un momento

para hablar.Owen se sintió lleno de gozo al

mirarla. Su hermano Morgan era muydébil, pero Gwen no. La amplia sonrisade su hermana exhibía unos dientessanos, su piel era inmaculada; su andar,erguido y desembarazado; su abrazo, tanfuerte como siempre.

—Pareces feliz, Gwen.—Hermana Gwenllian, no lo

olvides. —Ella rió—. ¿Te sorprende?¿Creíste que me habían enviado a unconvento contra mi voluntad?

En realidad, él lo creía así. Siempre

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había pensado que ella sería la clase demujer que se casaría y llenaría la casade niños pecosos.

—Morgan sólo me dijo que estabasen el convento. ¿Así que fuiste tú quieneligió dedicar la vida a Dios?

—Elegí la vida cómoda en unconvento, en honor a la verdad. Midevoción a Dios llegó más tarde.

—¿Y el convento es cómodo?—No tanto como había imaginado,

pero es una buena vida. Me siento bien.¿Y tú, hermano? ¿Y tu pobre ojo? ¿Vesalgo con él? ¿Fue una flecha enemiga?¿O una disputa por una belleza? —Rió—. Oh, por supuesto, es lo que todos te

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preguntan. —Lo miró de arriba abajo—.El uniforme de Lancaster y una barbanormanda… Sólo eres galés en la formade hablar.

—En mi corazón, también.—¿Te alegras de volver?—Me alegra verte tan bien, Gwen. Y

feliz.Los días que siguieron se los

pasaron conversando. Owen disfrutabade los relatos de Gwen sobre la familiaque él había dejado atrás hacía tantotiempo. Y ella lo acosó con preguntassobre su vida desde que se había idopara convertirse en arquero al serviciodel viejo duque.

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Había pensado que valía la penaretrasar el viaje, pero en aquel momentose maldecía por ello. Rogaba para quepor lo menos el hermano Michaelohubiera llegado a York con las cartasque había escrito. Pero ¿cómo habríarecibido Lucie las noticias? ¿Cerraría latienda y se permitiría un tiempo parallorar a su padre? Confiaba en que lascartas la hubieran encontrado bien. Ytambién a los niños.

Un sirviente estaba en el extremo delgrupo con la actitud de alguien queespera que lo noten. Owen le preguntóqué buscaba.

El joven le rogó que lo perdonara

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por interrumpirlo, pero había sidoenviado por el arcediano Rokelyn.

—Mi señor, el arcediano de SanDavid, invita al capitán Archer a cenarcon él.

Rokelyn era el segundo en mando enaquella ciudad santa. Owen dudó de queel arcediano deseara gozar de sucompañía. ¿Qué debía hacer?

—Iré a verlo —contestósuavemente. El muchacho no tenía porqué pagar por el mensaje que traía.

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Capítulo 3

Freythorpe HaddenAl final, el nuevo mayordomo de RogerMoreton acompañó a Lucie a lapropiedad de su padre. York era unhervidero de rumores sobre forajidosque asaltaban los caminos, y Lucie tuvoque aceptar que, aunque Harold Galfreyno tenía un entrenamiento militar, suaspecto era lo bastante imponente pararesultar amenazador. Su presenciatranquilizó a Tildy, que nunca viajaba debuena gana, pero que estaba decidida a

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ayudar a su ama en aquella difícilsituación. Lucie le había confiado quetemía que Filipa sufriera un colapso alrecibir la noticia. Aunque su tía siemprehabía sido una mujer robusta, estabaenvejeciendo y adoraba a su hermano.Lucie podía confiar en que su criada ibaa mantener el orden en la casa deFreythorpe mientras ella se ocupaba desu tía. El grupo que partió de Yorktambién incluía al hermano Michaelo,que amablemente se había ofrecido aexplicarle a Filipa todo lo que le habíadicho a Lucie. Su oferta no requería nisacrificio ni permiso del arzobispo,puesto que desde Freythorpe Hadden

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podía seguir su camino a Bishopthorpe,donde residía el arzobispo Thoresby.

Era un precioso día de primavera.Lucie deseaba poder disfrutar de lacabalgata. Ese pequeño viaje supondríaun momento de descanso en medio desus obligaciones. Ya habría suficienteslágrimas en Freythorpe. Desde que lehabían dado la triste noticia, habíadespertado en ella un anhelo de ver a supadre una vez más para poderexpresarle cuánto había disfrutado de succompañía en sus últimos años. Se lohabía dicho al partir, pero se preguntabasi habría sido suficiente. Giró la carahacia el sol que brillaba sobre

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nubecillas redondas. Una suave brisahizo temblar las hojas primaveralescontra el cielo azul y blanco. Laspraderas ya estaban floreciendo. Loslabriegos cantaban en los campos.

—El día de hoy trae la bendición deDios —dijo.

—Ciertamente Dios está sonriendoen la tierra —dijo Harold junto a ella.

Lucie se sobresaltó. No se habíadado cuenta de que cabalgaba tan cerca.

—¿Teméis que me caiga delcaballo?

Él exhibió una sonrisa vacilante,como inseguro de que fuera apropiadapara un mayordomo.

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—En realidad, señora Wilton,parecíais tan absorta en vuestrospensamientos, que temí que prestaraispoca atención a vuestra montura.

—¿Acaso parezco una amazonainexperta?

—En absoluto. Disculpadme.Cabalgaron en silencio durante un

rato.—Yo soy la que debe disculparse —

dijo Lucie—. Estaba preparándome parala tarea que tengo por delante. Serádifícil para mi tía.

—Todo ello será más difícil con lapresencia de un extraño.

—No debéis pensar de esa manera.

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Estáis aquí a petición mía, y os loagradezco.

—Os he sido impuesto.—Soy perfectamente capaz de

rechazar un ofrecimiento del señorMoreton.

Harold sonrió, más tranquilo. Lucievolvió a centrar sus pensamientos en sutía. Filipa había enviudado a los pocosaños de haberse casado. Llegó aFreythorpe Hadden como resultado deuna invitación de su hermano, queentonces era soltero y necesitaba aalguien que lo representara en una fincaque rara vez visitaba. Había sido unamujer de espalda recta y fuerte, con los

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pies firmes en el suelo y ladeterminación de ordenar a su gusto elmundo que la rodeaba. Por lo que Luciesabía, a Filipa no le había quedado nadade su matrimonio. Recordaba que sirRobert había mencionado al esposo desu hermana sólo una vez, refiriéndose aél como un hombre demasiadoaficionado a la cerveza. El único hijo deFilipa había muerto el mismo año que suesposo. Pero Dios había cuidado deella. Cuando sir Robert llevó a la madrede Lucie a Freythorpe Hadden, Amelieno arrebató el control de la propiedadde las manos de Filipa. Durante cuarentay cinco años, Filipa había administrado

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la propiedad y, si ella lo deseaba ypodía, Lucie no pensaba cambiar lasituación. No tenía ninguna intención deabandonar su botica ni su casa en laciudad para vivir en Freythorpe, y suhijo Hugh, heredero de la propiedad,sólo era un bebé.

En efecto, Lucie esperaba que su tíaquisiera seguir ejerciendo de señora deFreythorpe. Sería difícil encontrar a otrapersona en quien ella pudiera confiartanto. Pero por otra parte tenía queaceptar cualquier decisión que su tíatomara. Tenía mucho que agradecer a lahermana de su padre, incluyendo su vidaen York. Filipa había alentado el

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matrimonio de Lucie con el boticarioNicholas Wilton, ya que creía que laesposa de un respetado miembro de ungremio de York, capacitada para ayudara su marido en la tienda, tendría unaviudez más segura que la de uncaballero, que probablemente hubierasido el futuro de Lucie.

Envuelta en un manto de melancolía,Lucie observó que Harold adelantaba sucaballo y se inclinaba para hablar conTildy. Era un hombre considerado.Roger Moreton había sabido escoger.

Poco antes de que el grupo llegara alas tierras de sir Robert, el hermanoMichaelo preguntó si Lucie necesitaba

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descansar y refrescarse. Ella declinó suofrecimiento, ansiosa por llegar a lafinca.

El hermano Michaelo le echó unamirada a Harold.

—¿Qué sabéis de ese hombre?—Sólo que Roger Moreton lo ha

contratado como mayordomo de su casapor recomendación de John Gisburne.

—¿John Gisburne? ¿El hombre quecree que una persona debe ser juzgadapor sus hechos y no por sus lazos defamilia? ¿De modo que ha visto trabajara este hombre?

Gisburne era miembro de la clase demercaderes ricos de York, que luchaba

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por arrebatar el gobierno de la ciudad alas antiguas familias gobernantes. Estabademostrado que la pelea iba a ser larga.Trece años atrás, la elección deGisburne como gobernador había sidovetada por el alcalde, John Langton,miembro de las familias antiguas. Con eltiempo, la animosidad entre los dosgrupos había ido en aumento, y enocasiones algunos de sus encuentros enlas calles habían acabado con violencia.Después de cada estallido, las dospartes radicalizaban más sus posturas.El partido de Gisburne, por razonesobvias, predicaba que un hombre debíaser juzgado por lo que hacía, no por a

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quién conocía o de quién era pariente.—Supongo que John Gisburne vive

según el credo que profesa —dijo Lucie.Michaelo parecía dudar.—A pesar de su discurso sobre el

hombre común, Gisburne prefiere cenarcon nobles y clérigos influyentes. Esperallegar a ser elegido alcalde, comosabréis.

—Lo había oído.—Roguemos por que, en efecto,

juzgue a los hombres por sus acciones.Por una vez sería útil.

—¿Encontráis alguna razón paradesconfiar de Harold Galfrey?

—Quizá sea una queja insignificante,

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pero no tiene aspecto de mayordomo.Hubiera dicho que era un soldado.

—Mejor para nuestros propósitos.—Tenéis razón, por supuesto. Pero

observadlo cuando volváis a la ciudad,cuando yo no esté con vos.

—¿Acaso mi padre os pidió quecuidarais de mí?

—Él hubiera querido que expresarami preocupación.

—Os lo agradezco. Pero os aseguroque la opinión del señor Moreton es deconfianza.

—Perdonadme, no era mi intenciónarrojar dudas sobre el juicio de RogerMoreton.

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Para cuando el grupo llegó a la casadel guarda en la entrada de FreythorpeHadden, ya habían alertado almayordomo, Daimon, que estaba listopara desafiar o recibir a los cuatrorecién llegados. El alivio de su rostrojoven e imberbe alarmó a Lucie.

—¿Esperabas problemas?El muchacho mencionó que hacía

poco una banda de forajidos habíaasaltado una granja cercana y habíaherido a varios de sus habitantes.

—Deus juva me —murmuróMichaelo, santiguándose.

—No me mostraría tan receloso sino fuera porque hace dos días algunos

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trabajadores del campo vieron en unárbol a un hombre que observaba lacasa. Huyó cuando se vio descubierto.Tenía un caballo rápido atado cerca —explicó Daimon—. Sí, esperoproblemas, señora Wilton.

El rostro agradable de Daimon no seprestaba a una mirada amenazadora,pero era un hombre musculoso ysostenía la espada en la mano con unaire de fiera tranquilidad. Serviría,pensó Lucie. Se parecía mucho a supadre, Adam, el antiguo sargento de sirRobert y mayordomo de la finca hasta elfinal de sus días. Los problemas, engeneral, se habían alejado de Adam.

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—Sois afortunada por tener hombrestan alerta que os cuidan, señora Wilton—dijo Harold.

Daimon lanzó una mirada a Harold yasintió lacónicamente.

—Dicen que, desde la peste, lasbandas de forajidos han aumentado —dijo Tildy.

Daimon le ofreció una pequeñainclinación.

—No ha sido muy sensato salir en lasituación actual. Pero sed bienvenida aFreythorpe, señora Matilda. —Y lededicó una sonrisa.

—Bueno… —murmuró el hermanoMichaelo, viendo cómo estaban las

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cosas entre Tildy y Daimon.Lucie sintió deseos de imitar al

hermano Michaelo, pero se contuvocuando el joven mayordomo se volvióhacia ella.

—Señora Wilton, por favor, entrad ydad una agradable sorpresa a vuestra tía.

Cuando Tildy desmontó en el patiodelantero de la casa, Daimon le hizo ungesto para que se apartara del resto. Conlos ojos fijos en el suelo y la vozdemasiado baja para ser oídos, hablócon urgencia a la joven. Tildy, tambiéncon la cabeza gacha, la meneó una vez.Lucie los observó con interés,preguntándose qué era lo que había

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sucedido entre ellos el verano anterior,cuando había enviado a su criada a lafinca con Gwenllian y Hugh paraprotegerlos de la peste. Cuando Tildy seapartó de Daimon, Lucie notó que otropar de ojos la seguía. Bueno, Haroldtambién podía encontrarla atractiva,¿no? Tildy tenía unos enormes ojospardos, la frente alta, los labios comocapullos y la piel del color de la rosamarfil del jardín de Lucie. Para ser unajoven de veinte años que había nacidoen la pobreza, era sorprendente queconservara todos los dientes y, exceptopor una marca de nacimiento color rojovino que tenía en la mejilla izquierda, su

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cutis era perfecto. Pero Daimon no tuvonecesidad de enfurecerse con Haroldcuando éste dirigió la vista hacia Tildy.La criada no se había sonrojado tanencantadoramente como cuando él lahabía mirado.

Lucie se acercó al jovenmayordomo.

—Traigo noticias tristes, Daimon.¿Se encuentra mi tía lo bastante bienpara oírlas?

Daimon se sonrojó.—La señora Filipa está lo bastante

bien para mantener ocupados a lossirvientes —dijo y bajó la voz—.Hablaré con vos más tarde, señora

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Wilton. Cuando lo dispongáis.—Ya me he imaginado que querrías

hablar conmigo —dijo Lucie, y sedirigió a la casa, tomando a Tildy por elcodo y empujándola hacia delante.

Para cuando el grupo de Lucie entróen el salón, los sirvientes ya habíaninstalado una mesa plegable cerca delfuego y habían llevado para los viajerosjarras de cerveza y vino y una comidafría. Lucie miró a su alrededor buscandoa su tía.

—Iré a avisar a la señora —dijo unacriada, con una reverencia.

—No —dijo Lucie—, será mejorque yo hable con ella a solas. —La

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criada le indicó que se dirigiera a unaesquina alejada de la sala y protegidacon un biombo.

—¿Ya no duerme en el piso dearriba?

—No, señora —contestó la joven.Lucie se detuvo a mitad de camino.

El tapiz de la sala se había roto, yalguien lo había reparado con laspuntadas inexpertas de un niño que estáaprendiendo a coser. El desgarro teníael largo de un brazo desde un lado deltapiz hacia adentro.

—¿Qué ha sucedido aquí? —dijoLucie para sí.

Junto a ella, Daimon dijo en voz

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baja:—Debo advertiros, señora, de que

la señora Filipa no se ha encontradomuy bien últimamente.

—¿Lo desgarró ella? ¿O lo reparó?—Ambas cosas, creo.¿A qué se debían aquellas puntadas

tan torpes? Y en el tapiz preferido deFilipa, una de las pocas cosas que lequedaban de su dote.

La alcoba era un espacio ampliorodeado de mamparas de maderatallada. Lucie golpeó el biombo máscercano a la pesada cortina que hacíalas veces de puerta.

—¿Tía? Soy Lucie.

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Se oyó un pequeño grito, y luegounos pies que se arrastraban. Lucieabrió la cortina. Filipa estaba allí, conun brazo extendido para abrazar a susobrina.

—¡Mi adorada niña!—Tía Filipa… —Lucie se

sorprendió al ver los hombros huesudosde su tía. Retrocedió un paso y vio quela ropa le colgaba muy suelta en sucuerpo alto. Y se apoyaba en un bastón—. No estás bien. No lo sabía.

—Siempre estás deseando probartus remedios conmigo, niña. —Filipa lepalmeó la mano—. Pero no creo quetengas un remedio para la vejez, ¿no es

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así? ¿Ha venido mi hermano contigo?Lucie sacudió la cabeza.La sonrisa de Filipa se desvaneció.—Cuéntame —susurró.Lucie miró a su alrededor. El

ambiente estaba iluminado por doslámparas de aceite a cada lado de lagran cama de Filipa. A los pies había unarcón y en una esquina que formaban lasmamparas, un banco. Lucie llevó a su tíahasta este último y le repitió el relato deOwen sobre la muerte de sir Robert.

Filipa se santiguó con una manotemblorosa y suspiró como si estuvieraagotada.

—El hermano Michaelo está aquí —

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dijo Lucie—. Él estuvo con mi padrehasta el final. Se ha ofrecido a contartetodo lo que desees saber acerca delviaje y de su muerte.

Filipa bajó la mirada hasta lasmanos, que tenía como sin vida sobre elregazo.

—Tantos años de peregrinación —dijo con tristeza—. Bueno, así es comoquería morir. —Sollozaba en silencio,con la cabeza gacha.

Tildy apareció en el umbral con unacopa de vino. Ante un asentimiento deLucie, la puso entre las manos de Filipa.La anciana mujer levantó la copa, perose detuvo antes de llevársela a los

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labios y volvió a bajarla.—Padre tuvo una visión en la fuente

de Santa Non —dijo Lucie—. Vio a mimadre y ella le sonrió.

Filipa dejó a un lado la copa, sinhaber llegado a beber de ella, extrajo unpañuelo de su manga y se secó los ojos.

—Estoy agradecida de que Dios porfin haya concedido el deseo a Robert.Quizá yo también tendría que ir deperegrinación. —Lucie estaba a puntode preguntarle qué favor queríaconseguir con ello, pero su tía dijo derepente—: Me gustaría hablar con elhermano Michaelo.

—¿No necesitas descansar un rato?

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—Eso es lo que yo deberíapreguntarte a ti, querida —dijo Filipa.Entregó la copa a Lucie—. Estoy segurade que lo necesitas más que yo.

Lucie estaba cansada. Y sedienta.Aceptó la copa de buena gana.

—Tu padre no esperaba regresar —dijo Filipa—. Debí recordarlo y nopreguntarte si él te acompañaba. —Tomó el bastón. Lucie la ayudó aponerse en pie—. He sufrido unaapoplejía —añadió Filipa—. No es tanmala como otras, gracias a Dios, perome obliga a apoyarme en este bastón.

Caminaba lentamente, empujando lapierna izquierda hacia delante en lugar

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de levantarla, y se negaba a aceptar elbrazo de Lucie para apoyarse.

Cuando se reunieron con los demásviajeros en el salón, Lucie presentó aHarold Galfrey. Filipa le dio labienvenida, luego se volvió hacia elhermano Michaelo y lo invitó a reunirsecon ella y Lucie junto al fuego. Encuanto los tres estuvieron sentados,Filipa preguntó:

—¿Sufrió mucho mi querido Robert?Con suavidad, Michaelo le habló de

los últimos días de sir Robert. Filipa loescuchó en silencio, haciéndole unapregunta de tanto en tanto. Lucie laencontró extrañamente tranquila. Pero

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cuando el relato del monje terminó,Filipa, con voz tan baja que Lucie casino pudo oírla por encima delchisporroteo del fuego y el murmullo delos sirvientes, dijo:

—¿Qué voy a hacer sin él? ¿Adóndeiré? —Filipa parecía anciana, frágil,asustada.

Lucie abrazó a su tía.—Esta es tu casa. Pero también

puedes quedarte conmigo en York. Eltiempo que quieras.

No hubo respuesta. Filipa nolloraba. Aceptó con rigidez el abrazo desu sobrina, pero mantuvo las manos ensu regazo. Cuando Lucie se apartó,

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Filipa permaneció sentada muy quieta,observando fijamente el fuego.

* * * * *

Lucie despertó en un cuarto oscuro yextraño. Alguien susurró suavemente. Seincorporó y poco a poco fue recordandodónde se encontraba. Estaba durmiendoen la alcoba con su tía Filipa y Tildy,todas en la gran cama, Lucie en elmedio.

—Señora —susurró Tildy junto aella—, es vuestra tía. Murmura ensueños. El verano pasado también

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caminaba dormida. Gwenllian me dijoque su tía abuela también era sonámbula.

—¿Qué está murmurando?—No lo sé, no he podido oírlo. Los

tablones del suelo crujen demasiado allíarriba. Pero algunos de los sirvientesesta tarde comentaban que habla con suesposo muerto, Douglas Sutton.

—¿Hay que despertarla? —preguntóLucie.

—Mi madre siempre decía que nodebemos despertar a los que caminandormidos. Muchas veces mueren cuandose los arranca del mundo de los sueños.

Lucie lo dudaba, pero decidió nodespertar a su tía. La noche siguiente se

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mudaría al piso de arriba. No habíaquerido dejar sola a su tía después dedarle tan tristes noticias. Pero al parecersu presencia no le ofrecía ningúnconsuelo.

Filipa había comentado que ladebilidad la había sorprendido despuésde la partida de sir Robert.

—¿Por qué no me hizo saber queestaba enferma?

—Es una mujer orgullosa —dijoTildy.

Lucie sabía que, aparte de consolara su tía, había poco que ella pudierahacer. Nicholas, el primer esposo deLucie, también había sufrido una

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repentina apoplejía. Tenía terriblesdolores de cabeza. Pero Dios, por lomenos, parecía haberle ahorrado aFilipa aquel sufrimiento. Aquello era lomás difícil de soportar: ver padecer a unser querido y ser incapaz de ayudarlo.

* * * * *

Por la mañana, recordando elcomentario de Tildy sobre los sirvientesque murmuraban, Lucie logró hablartranquilamente con Daimon.

—¿Acaso mi tía está provocandohabladurías entre los criados?

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Daimon cambió el peso de su cuerpoal otro pie y frunció el entrecejo.

—No me gusta decirlo, señora, perola señora Filipa ha estado últimamentemuy extraña. Murmura para susadentros, se niega a comer, fija los ojosen un punto en el aire como si viera algoque nosotros no vemos…

—Tildy sabía que ella se paseaba ymurmuraba de noche, pero el resto…¿llegó con la enfermedad?

Daimon asintió.—¿Qué hay de lo que murmura?

¿Podéis entender algo de lo que dice?—Yo no. Pero la cocinera dice que

habla con un hombre llamado Douglas y

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a veces lo llama esposo. —Daimonlevantó los hombros, los dejó caer ysacudió la cabeza—. Mi madre hablabade esa manera durante su enfermedad,pero con una hermana suya que habíamuerto hacía tiempo.

—¿Su comportamiento molesta a losdemás?

—Nos preocupamos por ella, eso estodo. Ella es una señora estricta, perojusta.

—¿Creéis que lo ve?Daimon se miró las manos.—Ella le habla, señora. Si lo ve, no

puedo saberlo.—Gracias, Daimon.

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Él volvió a cambiar el peso de sucuerpo.

—Señora Wilton, debo explicar miconducta en el patio cuando llegasteis.

—Me he estado preguntando qué hayentre tú y Tildy.

—Me gustaría casarme con ella.Pero ella no me acepta.

—¿De verdad?¿Y los rubores de Tildy? ¿Y la

calidez de su voz cuando hablaba de él?—Dice que vuestros hijos son muy

jóvenes, y su familia está demasiadolejos. Y que no es lo suficientementebuena para ser la esposa de unmayordomo.

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Demasiados argumentos. Podían darun respiro a Tildy, pero ¿lograrían ponera una joven en contra de los impulsos desu corazón? Lucie supuso que la verdadera otra completamente distinta.

—¿Estás seguro de que la amas?—Sí, señora. No pienso en otra

mujer. De verdad.Daimon parecía tan triste que Lucie

lo creyó.—¿Quieres que hable con ella? ¿Que

la convenza de que es libre de seguir loque le dicte su corazón?

—No, señora, aunque os agradezcola buena intención. Pero podría tomarloa mal si pensara que alentáis mi deseo.

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No creo que Tildy fuera feliz a menosque se acercara a mí por su propiavoluntad.

El pobre joven se alejó como uncondenado. Lucie lo observó cruzar elpatio hacia los establos. Debía haberalgo que ella pudiera decirle a Tildy.

—¿Vuestro mayordomo ha estadopreocupándoos? —dijo Harold a sulado.

—Dios misericordioso —dijoLucie, sobresaltándose—. ¿Cómopodéis aparecer tan silenciosamente?

—Me resulta muy útil cuando deseosorprender a algún criadocomportándose de forma indebida.

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Ella se volvió a mirarlo, no legustaba cómo sonaban sus palabras.Creía que si se trataba a los sirvientescon justicia, se podía confiar en ellos.

—El hermano Michaelo dice quesalisteis de madrugada. ¿Habéis ido avisitar a algún arrendatario? ¿Conocéisa alguien por aquí?

Harold negó con la cabeza.—Me gusta pasear por la mañana.

¿Os ha dado Daimon una mala noticia?—No. Nada de eso. Simplemente

tiene un corazón roto que podría curarsecon algunos cuidados.

—Ah. ¿Vais a perder a vuestraniñera?

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—Puede que no. Ella lo harechazado.

—¿Ha prometido su corazón a otro?—No lo sé. Me pareció que estaba

claro que amaba a Daimon.—Quizá está jugando con él.—No va con ella. No, aquí hay algo

que no está bien. Debo descubrir elmotivo con discreción. No digáis nada anadie.

Harold hizo una reverencia, otro desus gestos extrañamente formales.

—No diré nada.—Sois un hombre bueno, Harold. El

señor Moreton es afortunado.

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* * * * *

Por la tarde, cuando las sombras sealargaban y una brisa agradable agitabalos árboles, Lucie estaba dando unpaseo por el jardín. Encontró a Filipasentada en un banco a la entrada dellaberinto de tejos. Era extraño ver a sutía tan ociosa. Lucie se acercó a ella.

—Ven a York para la misa deréquiem de mi padre en la catedral, tía,y quédate conmigo un tiempo.

Filipa no contestó enseguida, aunquetomó la mano de Lucie y se la apretó.

—¿Has oído algo sobre el extraño

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que espiaba la casa? —preguntó Filipade repente.

—Daimon me lo contó. Piensa quefuimos imprudentes al venir cabalgandocon tantos salteadores sueltos.

—Ha habido peores tiempos.Cuando el rey de Escocia, Robert Bruce,usó el norte para tratar de obligar anuestro rey a que abandonara elterritorio escocés. Escoceses pordoquier. Y franceses, dijeron, ansiosospor usar a nuestros enemigos paradebilitarnos.

—¿Acaso tu Douglas luchó contralos escoceses?

Filipa cambió de postura en el banco

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y se volvió para poder ver el rostro deLucie. Bajo la luz clara, Lucie vio que lapiel de su tía parecía un arrugadopergamino. Siempre había tenido losojos profundos, pero en aquel momentoparecían hundidos.

—¿Por qué me preguntas sobreDouglas Sutton?

«Porque está en mi mente», pensóLucie.

—Nunca me has hablado mucho deél. Siento curiosidad. Los escocesesarrasaron toda la tierra. ¿No vivíasentonces más al norte, en los vallescercanos a Escocia?

Filipa estudió el rostro de Lucie

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durante un rato más, luego dejó caer lamirada sobre sus manos inmóviles.

—Me estoy haciendo vieja, Lucie,querida. Me vuelvo inútil. Sería unacarga para tu atareado hogar.

—En absoluto. Kate tiene mucho queaprender y Tildy está ocupada con losniños.

—Quizá…Lucie tomó las manos de su tía y le

giró las palmas hacia arriba.—Aún están encallecidas. No creo

que seas inútil. —Besó a su tía en lamejilla, luego se puso de pie—. No tequedes mucho rato aquí fuera. La tardeya enfría las sombras.

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Capítulo 4

La voluntad delarcediano

Owen salió por la noche temprano. Hizouna pausa en el gran porche del palaciodel obispo, sorprendido por la crecientepenumbra. Había esperado un cielo deun suave color gris, un resto de luz deldía. Pero aunque la tormenta habíaamainado hasta convertirse en unallovizna, las nubes cargadas de lluvia seacurrucaban cerca del horizonte, listas

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para engancharse en las torres delpalacio o la catedral y dejar caer untorrente en el valle. El mundo olía a lanamojada, piedra húmeda, lodo, moho ymusgo. Todo aquello encajaba con elestado de ánimo de Owen.

El guardián de la entrada se leacercó.

—Capitán, la casa del arcediano deSan David…

—… está al otro lado de la puerta—gruñó Owen innecesariamente. Elhombre quería ser útil.

—Sí. Entonces conocéis el camino.—El guardián volvió a su rincón.

—Excusad mi descortesía —dijo

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Owen. El hombre era galés, habíahablado su propia lengua. Sin duda porello no era más que un guardián y no unarcediano. O arzobispo—. Hecabalgado mucho y estoy empapado.Pensaba descansar cómodamente juntoal fuego con mis camaradas.

—Seguro que el arcediano Rokelynos dará bien de comer —dijo elguardián con una sonrisa amable.

Engordarlo como un favor. Oh, sí.Eso lo sabían hacer los ingleses. SiOwain Lawgoch, sobrino nieto deLlywelyn el Último, llegara a aquellatierra para arrebatar el país del controlinglés, ¿acaso aquel guardián galés lo

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apoyaría? ¿Abandonaría su librea ypelearía del lado de su gente? ¿O estabademasiado cómodo en aquel granporche, dando órdenes a los peregrinosricos y comiendo la comida del obispo?¿Temería terminar en una choza contecho de hierba durmiendo con susovejas si apoyaba al príncipe de losgaleses?

Las botas de Owen resonaroncuando cruzó el patio enlodado. Susropas secas no evitaron que su pielrecordara cuánto se había mojado aquelmismo día. Arrebujado en su capa,avanzó encorvado contra el vientoneblinoso. No tenía que ir lejos, sólo

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unos pocos metros, pero su capa, elcuello y los hombros de su túnicaestaban húmedos cuando golpeó la granpuerta de roble de la casa de AdamRokelyn, arcediano de San David. Unsirviente abrió la puerta y, con unainclinación, indicó a Owen que entrara.Un criado galés, supuso Owen. Lo pusoa prueba con el idioma. El criado lerespondió en la misma lengua, conaspecto complacido, acompañó a Owenhasta una silla en el salón, cerca de unfuego humeante, y le sirvió una copa devino. Por lo menos, podría volver acalentarse. Aunque no podíaemborracharse. Había demasiadas cosas

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que no debía mencionar. Era unalástima. El exquisito vino se deslizócomo seda por su garganta.

Le llegaron voces desde detrás deuna puerta cubierta por un tapiz quetenía cerca. Pensando que podríaresultarle beneficioso oír de lo que sediscutía, acercó la silla.

—No sois la ley aquí.—En ausencia del obispo, lo soy. Id

a ocuparos de vuestro rebaño enCarmarthen. Y llevaos a esa comadrejavuestra, Simon, con vos.

—¿Quién sois para hablarme de esamanera? —A medida que la voz subíade tono por la furia, Owen identificó al

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que hablaba: William Baldwin,arcediano de Carmarthen.

—Silencio, por el amor de Dios.Estoy esperando a alguien. —Aquéldebía de ser el arcediano Rokelyn.

Baldwin aceptó la advertencia ybajó la voz hasta que se convirtió en unmurmullo. Rokelyn hizo otro tanto.

Como no deseaba que losorprendieran escuchando, Owen no seacercó más. Pero la discusión leinteresaba. Los arcedianos eran allípolíticamente poderosos, mucho másque en York. Aquélla no sólo era unaimportante ciudad eclesiástica, sino quela Iglesia la gobernaba por completo. El

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obispo Houghton era la ley, y en suausencia, gobernaban los arcedianos.Owen supuso que Rokelyn tenía razón alconsiderarse el segundo del obispo,como arcediano del área, igual queBaldwin era el segundo en Carmarthen.

—Benedicte, capitán Archer. —Rokelyn apareció en la puerta,sosteniendo el tapiz para que Baldwinpasara. Rokelyn era un hombre robusto,con una cara muy común a excepción desu calvicie total: ni pestañas, ni cejas, nicabello. Algo en su semblante lo hacíaparecer un hombre carente de malicia.Owen sabía que era una falsa impresión;aunque no conocía bien a Rokelyn, sí

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sabía que un hombre sin malicia no seconvertía en arcediano de San David.

Baldwin pasó junto a Rokelyn ysaludó con un gesto a Owen.

—Espero que hayáis cumplido convuestra tarea en Cydweli, capitánArcher. —Su profunda voz sonabauniforme. Era lo opuesto a Rokelyn: detez olivácea, con una gran cantidad depelo oscuro.

Intercambiaron cortesías, y luegoBaldwin se excusó y salió. Owen no sesorprendió después de lo que habíaoído.

—Me han dicho que hoy habéisestado en la fuente de Santa Non —dijo

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Rokelyn, aún con una sonrisa agradable.¿Tenía espías en la fuente? ¿O se

trataba de un simple chisme? Owendecidió que él también podía hacerse elperfecto inocente.

—Así es. Y si me hubiesen juzgadodigno, esta noche podría estar delante devos sin un parche. Pero como veis, no herecibido esa bendición.

Rokelyn puso una cara triste, peroluego su semblante se iluminó.

—Dicen que, incluso con un ojomenos, vuestro disparo es firme ycertero. Quizá Santa Non no ha visto lanecesidad de interceder por vos.

—En realidad, no había puesto

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ninguna esperanza en ello, pero mepareció absurdo no intentarlo.

Rokelyn le indicó con un gesto aOwen que se sentara junto al fuego. Dossillas profusamente labradas, derespaldo recto, estaban allí medioenfrentadas, medio mirando al hogar.Unos almohadones bordados las hacíanmás cómodas. En medio de ambas habíauna mesa con bebidas. Rokelyn seinstaló en una de las sillas con unsuspiro de satisfacción.

—Cenaremos en un momento. Hepensado que antes podríamos compartireste excelente vino mientras hablamosde asuntos fáciles, de vuestra familia.

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¿La habéis encontrado bien?—Una hermana y un hermano, sí. El

resto está con Dios.El arcediano expresó su compasión,

habló de la misteriosa voluntad de Diosy luego pasó a explorar muchos otrostemas, mientras Owen luchaba contra unpeligroso sopor producto del largocamino de aquel día, la repentinacalidez, el vino y las jarras de cervezaen el palacio. Se sintió agradecidocuando un criado los llamó a pasar a unamesa cargada de comida. Aún mejor,Owen se sentó lejos del fuego. Pronto,una corriente de aire enfrió sus botasempapadas. Eso bastó para mantenerlo

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despierto y alerta.Rokelyn no fue al grano hasta que las

galletas, las nueces y las frutasconfitadas estuvieron sobre la mesa.

—Habréis oído que un albañil fueasesinado.

Owen casi se atragantó con unaalmendra confitada.

—¿Asesinado? Oí que se habíaahorcado.

—Cynog —dijo Rokelyn—. ¿Acasono estaba trabajando en una tumba parael padre de vuestra esposa?

Si podía hacer aquella pregunta,también conocía la respuesta. Owentomó algunas galletas y se reclinó en su

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silla. Tenía que parecer sereno, aunqueno le gustaba el rumbo de laconversación.

—Así es. Por ello mis hombresdecidieron informarme de su muerte. —Rokelyn había mojado una servilleta ensu vino y se limpiaba el mentón y ellabio superior. Owen dejó que uno delos dulces finos y crujientes se ledisolviera en la boca y luego observó:

—Ahora debo encontrar a otroalbañil para terminar el trabajo.

Rokelyn se limpió las manos y dejóla servilleta a un lado.

—Habíais escogido el mejor albañilde San David.

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—Sí. No encontraré a otro como él,creo. —Owen tragó otra galleta—.¿Asesinado, decís? —Sacudió lacabeza.

—¿Quién os recomendó a Cynog?¿Qué era aquello? ¿Acaso el

arcediano también conocía la respuestaa aquella pregunta? Owen deseó que no.

—No lo recuerdo. ¿Fuisteis vos? —No tenía la menor intención de decirleque había sido Martin Wirthir, un viejoamigo cuya lealtad cambiaba cuando leconvenía. Martin era a la sazón un espíaal servicio del rey Carlos de Francia,que apoyaba la causa de OwainLawgoch, el que debía ser el redentor de

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los galeses.—Dejadme preguntároslo de otra

manera —dijo el arcediano—. ¿Por quéCynog?

—¿Existe alguna razón por la que nodebiera escoger a Cynog?

—Alguien lo ahorcó, capitán. Unono cuelga a otro por razones personales.Cuando se ahorca a un hombre, se hacepara dar un escarmiento, unaadvertencia… Si hacéis esto, vosotrostambién seréis castigados. ¿Quién estabausando a Cynog como ejemplo, y porqué? ¿Qué había hecho?

—Sí, ¿qué? —dijo Owen—. Megustaba Cynog. Admiraba su trabajo.

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Nunca habría imaginado semejantemuerte para él.

—¿Os sorprendería si os dijera queesta tarde los guardias han prendido alasesino de Cynog, y que está encerradoen la cárcel del obispo?

—¿Sorprenderme? Sí, e interesarme.¿Qué tiene que decir en su favor?

—Afirma ser inocente. Eso no locreo, pero sí que quizá es un ignorante…—Rokelyn meneó la cabeza—. Esposible. En realidad, no creo que sea unasesino, sino un verdugo. Y el verdugopocas veces es quien tiene el propósito.

A Owen no le gustaron ni laexpresión ni el tono del arcediano.

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Rokelyn lo estaba involucrando.—Habéis pensado mucho en ello. —

Rokelyn asintió, y Owen prosiguió—.Sin embargo, me resulta difícil imaginarpor qué razón tendría alguien que mataro ejecutar a Cynog. Quizá porque todolo que yo conocía del hombre era sumagnífico trabajo sobre la piedra. —Locual era verdad. Martin Wirthir no habíadicho nada sobre Cynog excepto quepodría realizar una tumba digna de sirRobert.

El arcediano observó a Owen através de sus párpados entornados.

—Piers el Marinero, el hombre quetenemos encerrado, es hermano del

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capitán Siencyn, con quien navegaréisdentro de poco.

De modo que aquélla era laconexión.

—Ha sido un día de malas noticiaspara mí.

—Noticias. —Rokelyn exhibió unamueca de desdén—. Me lo pregunto.

—¿Perdón?El arcediano inclinó la cabeza hacia

un lado.—Un hombre que trabaja para vos

es asesinado por el pariente de otrohombre con quien tenéis negocios.Desde donde estoy sentado, parecéisestar directamente implicado en todo

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esto. —Su tono era desapasionado, enabsoluto emotivo, ni siquiera parecíaemitir un juicio.

—Si estáis insinuando que he tenidoalgo que ver con todo esto, os recuerdoque he estado en Cydweli por orden demi rey.

—Dos de vuestros hombres hanestado aquí, en la ciudad —dijo Rokelynrazonablemente.

—¿De qué me estáis acusando? —preguntó Owen, dejando el juego delado.

Rokelyn se inclinó hacia delante conlos ojos completamente abiertos.

—Cynog apoyaba a Owain

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Lawgoch. ¿Lo sabíais?—¿Cynog? —Owen lo ignoraba,

pero pudo haberlo supuesto—. ¿Y creéisque fue ejecutado por ese motivo?

—Quiero que lo averigüéis.—Debéis excusarme, pero no puedo

hacerlo. He estado mucho tiempo lejosde mi hogar y de mis obligaciones con elaarzobispo Thoresby. Debo encontrar aalguien que termine el trabajo de latumba de sir Robert, enterrarlo y luegotomar un barco a Inglaterra.

—De repente estáis ansioso porvolver a vuestro hogar. ¿Por qué?

—No es repentino.—Yo digo que sí. —Rokelyn

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chasqueó los dedos. Dos guardias delpalacio entraron en la sala. Dios santo,¿acaso el arcediano pretendía obligarloa cooperar? Owen se puso en pie. Loshombres se le acercaron, con las manossobre las dagas que llevaban al cinto.Owen dio un paso hacia ellos, pero sedetuvo. ¿En qué estaba pensando? Erandos contra uno. Ah, disfrutaríaderribando a uno de ellos, pero acabaríatirado en el suelo, herido y humillado.Con la edad llega también cierto gradode sensatez. Se resistiría a Rokelyn deun modo más sutil. Levantó las manoscon las palmas hacia delante, rió, meneóla cabeza y volvió a su asiento. Los

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guardias comenzaron a retroceder.—Quedaos un momento —les dijo

Rokelyn—. No me fío de esa manera dereír.

—Me río de mí mismo —dijo Owen—. Hace mucho tiempo ya que fuisoldado, y sin embargo sigoolvidándolo.

—Ayudadme de buen grado oconoceréis de cerca a Piers, el acusado.¿Qué preferís, capitán?

—A decir verdad, no parecéisnecesitarme. Si Cynog apoyaba a OwainLawgoch como decís, ¿acaso no resultaobvio que el marinero Piers lo ejecutópor traición contra el rey de Inglaterra?

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Rokelyn se sonrojó violentamente.—Esto no es un juego, capitán. Si os

negáis a ayudarme, tendré todos losmotivos para sospechar que estáisvinculado con la gente que está detrás dela muerte de Cynog. Al pueblo no lesería difícil creerlo.

Lo sería si conocieran lossentimientos de Owen hacia la causa deOwain Lawgoch.

—¿Por qué habría de contratarlo ydespués mandarlo matar antes de quehubiera terminado su trabajo? —Owenlevantó una mano para detener larespuesta de Rokelyn—. No estoyjugando con vos, como tampoco he

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dicho que voy a ayudaros. Pero decidmealgo: si Cynog era hombre de OwainLawgoch, y vos sois hombre del rey,¿por qué habría de importaros el motivode su asesinato? Tenéis un traidor menosoculto en la ciudad.

—Nadie tiene derecho a imponerjusticia en esta ciudad, sólo el obispo deSan David o quienes actúan en sunombre. No me importa de qué ladoestaba Cynog. Quiero a la persona quecree que puede tomar la ley por supropia mano. Debe ser detenido.

—Tenéis razón, desde luego. —Aldía siguiente, Owen podría pensar enuna forma de evitar todo aquello.

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Mientras tanto, pondría a Rokelyn atrabajáis—. Si acepto asistiros,¿encontraréis un albañil que termine latumba?

—Lo haré.—Y si pierdo el barco de Siencyn,

¿encontraréis una forma, una formacómoda, de viajar a Inglaterra?

—Cuando me hayáis satisfecho. Silo hacéis.

Owen pasó por alto la últimaobservación.

—Entonces estamos de acuerdo. Yahora debería marcharme mientras mequeden fuerzas para caminar hasta elpalacio. Ha sido un día largo y agotador.

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—Se puso de pie.—No intentéis dejar la ciudad —le

advirtió Rokelyn.—¿Y cómo podría hacerlo? —Owen

hizo una pronunciada reverencia, luegose dirigió a la puerta. Al pasar junto alos guardias, éstos comenzaron aseguirlo. Owen se volvió de repente,con su pequeño cuchillo de comer en lamano—. No. Tenemos un trato sólo si notengo escoltas. —Disfrutó de la sorpresaque vio en sus rostros. Un cuchillo tanpequeño no era algo que produjeratemor y podrían quitárselo rápidamente.Pero era divertido haberlossorprendido.

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—Dejadlo ir —ladró Rokelyn.Owen esperaba que el arcediano

ordenara a los guardias que lo siguieranuna vez que hubiera salido. Dio alsirviente galés las buenas noches en supropia lengua y salió a la noche delluvia fría y viento. El sopor que habíasentido se esfumó en un instante.Parpadeando una y otra vez, se puso lacapucha y avanzó inclinado contra latormenta. Luego se detuvo. A suderecha, debajo de los aleros quechorreaban agua, sintió, más que vio,una sombra que le resultaba familiar.

—Silencio, nos están siguiendo —susurró, acercándose a Iolo.

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Acababan de salir de la luz del farolcuando apareció el primer guardia,bizqueando en la noche húmeda. Elhombre miró a ambos lados,murmurando para sí. Owen no podíaoírlo por encima del viento y la lluvia.

—¿Cuántos? —susurró Iolo.—Dos.Apareció el segundo, y enseguida

comprendió que habían perdido a suhombre. Los dos comenzaron a discutir.

—¿Los atacamos? —preguntó Iolo,—¿Para qué? Mejor será que nos

quedemos detrás de ellos.

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* * * * *

Era tarde y la mayoría de los huéspedesalojados en el gran salón se estabadisponiendo para pasar la noche. Iolo yOwen se quitaron sus capas empapadasy se abrieron camino hasta el fuego quehabía en el centro de la sala paraextenderlas y secarse un poco antes dedirigirse a sus jergones. Los demás leshicieron sitio, porque estaban mojados opor sus rostros sombríos, Owen no losabía. Sam debía de estar

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observándolos. Avanzó entre la multitudsoñolienta, con una bota de vino llena.

Iolo se la arrebató y bebió conansiedad. La túnica húmeda le colgabade forma desigual y las calzas le caíansobre los tobillos. Su pelo, que yaraleaba, parecía aún más escaso echadohacia atrás, lo cual hacía que su rostroanguloso y sus ojos pálidos tuvieran unaspecto siniestro. Owen se preguntócuánto tiempo habría pasado debajo deaquellos aleros. Meneó la cabezacuando Iolo le entregó la bota de vino.

—Ya he tenido bastante esta noche.Una matricaria con agua caliente mesentaría mejor.

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Sam se desplomó, decepcionado.—No sé dónde podría encontrar

semejante bebida.—Agua es lo único que necesito —

dijo Owen. Cuando Sam salió abuscarla, Owen se volvió hacia Iolo—.Has sido un poco idiota al seguirme estatarde, debes tener cuidado de no echar aperder tus oportunidades de conseguirun puesto en esta ciudad.

—Tengo otros planes para mi futuro.No os vendrá mal una sombra. Iré aYork con vos.

—¿Cuándo lo has decidido?—Hoy. Aunque llevo mucho tiempo

pensándolo.

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—Ah, York no es ningún paraíso.Espantosamente frío en invierno. Laciudad está atestada y apesta a gente y abestias.

—He estado en Londres. No puedeser peor.

—Es más fría.Iolo no parecía impresionado.—Iolo, me honras con tu oferta. Pero

eres joven. Puedes forjarte una vidapropia aquí, en tu país.

—Estoy decidido.¿Cómo habría inspirado tanta lealtad

en el muchacho? Era joven, a pesar delos ángulos cincelados de su rostro y susafiladas habilidades.

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—En York siempre serías unextranjero, igual que yo. Aunque sólosea eso, nuestra forma de hablar nosaparta del resto. Lo sé. Y por eso te loadvierto.

—He estado entre los ingleses —lerecordó Iolo—. Sé cómo es.

—Pero sólo fue durante un tiempo.Siempre lo supiste. Mira con cuántarapidez te ofreciste para nuestra misión,ansioso por una oportunidad de volver atu hogar. ¿Qué ha sucedido?

—He encontrado a un hombrehonorable a quien servir.

Si pensaba así, era un hombreafortunado. Y para Owen representaba

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una gran carga poder demostrarlo.—Pero deseabas volver a Gales.—El obispo me ordenó que

regresara a la primera oportunidad quese me presentara, aunque no antes detomar nota de todo lo que pudiera de lacasa del duque.

A Iolo podría irle bien al serviciodel ambicioso Adam de Houghton.Owen no dudaba de que aquel obispadono era la mejor posición que Houghtonpodía alcanzar.

—¿Deseaba que siguieras a suservicio?

—Si yo estaba de acuerdo. —Iolo seechó atrás su escaso pelo con su mano

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de dedos largos.—¿Y te gustaría abandonar esto para

servirme a mí?—Sí. Y con mucho placer. Vos me

necesitáis. Deseo serviros.Ciertamente, a Owen le sería de

mucha utilidad allí. Y, en ocasiones, enYork, cuando Thoresby lo involucraraen negocios complicados. Pero lamayoría de las veces llevaba una vidatranquila, dedicado a ayudar a Lucie enla botica, supervisar las reparaciones enel palacio de Bishopthorpe y buscarcosas en que ocupar el tiempo de loscriados del arzobispo. ¿Qué haría Owencon Iolo? ¿Acaso Thoresby lo aceptaría

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como criado? Si Thoresby no lo hacía,Owen no era lo bastante importante paratener un escudero. ¿Qué pensaría Lucie?

Y luego estaba el asunto de la sed desangre de Iolo. El joven tenía tendenciaa la agresividad. Owen habíadescubierto enseguida que debió dejarbien claro que deseaba que sus víctimasvivieran.

—La mayor parte de mi tiempo encasa es aburrida.

—Mantendría a raya a sus criados.Sin duda. Y en una constante

rebelión. ¿Qué pensaría Alfred al serdesplazado de su posición comosegundo de Owen?

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—¿Y Owain Lawgoch? Es unapersona a la que sí que le vendría bienun hombre como tú. Si yo tuviera lalibertad de optar por él, lo haría.

Los pálidos ojos de Iolo buscaron elrostro de Owen.

—¿De verdad? Yo diría que si deverdad pensarais de esa manera,encontraríais los medios para hacerlo.

—Eres joven y libre. Yo tengoresponsabilidades.

—Luchar por nuestro príncipelegítimo sería un orgulloso legado paravuestros hijos.

—Si ganáramos.Iolo sacudió la cabeza.

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—Palabras de un tendero y asistentedel arzobispo. Nunca creí que iba a oíruna cosa semejante de vos.

Owen tampoco había pensado quepudiera decir semejante cosa. ¿Acaso suamor por Lucie y los niños lo habíaablandado?

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Capítulo 5

Seis jinetesLas campanas de la catedral de Yorktronaban en lo alto cuando Lucie searrodilló en la nave, con la cabezainclinada, tratando de oír la ceremoniaque tenía lugar en el coro. El repiqueteoy la mampara lo dificultaban. Y supropio llanto. ¿Por qué se habríanllevado el cuerpo de su padre al altarmayor, al que tenía prohibida laentrada? Y Jasper, ¿qué estaba haciendoallí adentro?

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—Está haciendo sus votos, porsupuesto —dijo su padre.

Lucie se volvió y encontró a supadre sentado junto a ella. Llevaba sumortaja como una túnica con capucha.

—Pero tú estás muerto. Yaces en elféretro junto al altar mayor.

Sir Robert le tomó la mano. La suyaestaba fría y seca.

—Te he oído llorar. Queríareconfortarte. Es bueno que tu hijoadoptivo tome sus votos. ¿Por qué nocompartes su alegría?

—No me lo dijo. ¿Y por qué hoy?—Espera unirse a Owen en San

David. Va a acompañarme.

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—San David. Tú has muerto en SanDavid.

Sir Robert asintió.—Así es.—No puedes estar aquí. ¿Y por qué

Jasper habría de ir allí? No lo entiendo.—A Jasper le pareció que no te

importaría. Tienes a Roger Moreton.—¡Eso no es verdad! —gritó Lucie,

despertándose.Se incorporó, empapada en sudor,

temblando cuando la manta se deslizó desu cuerpo y su piel húmeda entró encontacto con el frío aire matinal. ¿O fueel sueño lo que la hizo estremecerse?Hablar con el cadáver de su padre…

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¿habría sido un sueño o una visión?¿Acaso había hecho a Jasper tan infelizque él se había decidido a hacer losvotos? ¿O todo aquello no tenía nadaque ver con el error de él, la reprimendade ella y las sospechas del muchachocon respecto a Roger? ¿Acaso ella nohabía estado escuchando a Jasper?¿Quería realmente tomar los votos? Enlos últimos días estaba muy difícil,siempre dispuesto a acusarla deentrometida cuando ella le preguntaba enqué estaba pensando o adonde había ido.Lucie se arrodilló en el suelo frío y orópidiendo comprensión.

Más tarde, ya vestida, recordó las

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últimas palabras de su padre en elsueño. Roger Moreton. Con toda certeza,eso sí era parte de un sueño, no unavisión. Sin embargo, la presencia de supadre había sido muy real. ¿Y SanDavid? ¿Acaso Owen no iba a regresarde allí?

Aún temblorosa por el sueño, Luciecorrió hacia el hogar, junto a su tía, queestaba sentada ante una pequeña mesaplegable colocada frente al fuego.

Lucie se acurrucó cerca de lachimenea para calentarse las manos.

—¿Te has levantado hace mucho? —preguntó.

Filipa no contestó.

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—Está ausente, señora —dijo Tildy,colocando un cuenco de caldo sobre lamesa—. Daimon dice que sucede confrecuencia. Venid, calentaos con esto.

Los ojos de Filipa parecíannublados. Sus manos estaban comomuertas sobre su regazo. Sonrió apenas,como divertida.

Tildy se retiró.Lucie sorbió su caldo y esperó. Por

fin, preocupada por la mirada tanimperturbable de su tía, pronunció sunombre.

Filipa parpadeó y lentamente dirigiósu atención a Lucie.

—Espero que mi inquietud no te

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impidiera dormir anoche. —Parecía nodarse cuenta de que Lucie llevabasentada allí algún tiempo. Siguiócharlando y le comunicó a Lucie quehabía rresuelto regresar a York con ellaal día siguiente, para asistir a la misa deréquiem por sir Robert, y luegopermanecer un tiempo en la ciudad—.Hasta que me sienta más en paz.

—Me alegro.—Pero me preocupa cómo se van a

comportar los criados sin su ama en lacasa. ¿Permitirías que Tildy se quedaray se ocupara de las cosas?

—¿Tildy? ¿Quedarse? —Lucie seobligó a concentrarse—. Pero ya has

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estado de viaje antes para visitarnos, ylos criados se las han arreglado bien enesas ocasiones.

—Por unos días. Sin embargo, estavez es posible que esté ausente durantemás tiempo, a menos que hayascambiado de idea. —Al terminar, Filipadejó caer la mirada del rostro de Lucie,como si temiera lo que pudiera ver allí.

—¡No he cambiado de idea, tía!Sólo se trata de… de Tildy. —Permitiría a la joven tratar de vivir lavida que Daimon le proponía. Peropodría dar a Daimon falsas esperanzas.¿Y la responsabilidad moral que Lucietenía hacia Tildy? ¿Debía dejarla sola

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con un joven que la pretendía?—. Nosabes lo que me pides —dijo.

—No. Supongo que no.¿Y cómo podría? Lucie le contó a

Filipa la historia de Daimon y Tildy.Filipa se animó, parecía ser la

misma de siempre cuando se llevó lasmanos a las caderas y meneó la cabeza.

—No veo el problema. Pregúntaseloa Tildy, ella es lo bastante mayor paradecidir por sí misma.

* * * * *

En la cocina, detrás de la sala, Tildy

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estaba sentada en un banco alto yexaminaba el tapiz que había extendidosobre una mesa plegable. Dabagolpecitos en el suelo con un pie,irritada, y murmuraba para sí, enocasiones soplándose un mechón depelo suelto de la cara. Por las mangasarremangadas y la cofia torcida, Luciesupuso que a Tildy le había costadotrabajo bajar la pieza de la pared. Tildylevantó la mirada, vio a Lucie allí ysacudió la cabeza.

—Da pena ver algo tan preciosoroto como si fuera un harapo. ¿Cómopudo Daimon pensar que su señora hizosemejante cosa? —Levantó una esquina

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—. Muchas veces habéis hablado de loscolores de este tapiz.

A Lucie siempre le había parecidoun tapiz alegre, por la risa de las tresdoncellas mientras fabricaban susguirnaldas.

—¿Puedes remendarlo bien? ¿Losuficiente para que no se note en lapenumbra?

Tildy hizo una mueca con su bonitacara.

—Podría reemplazar la pieza desostén para que lo sujete, pero con eltiempo se volverá a estropear. No meimagino qué aspecto tendrá cuando elseñor Hugh traiga a su novia al salón.

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¿Al cabo de veinte años? ¿Treinta?—Quizá debería llevármelo a la

ciudad y ver si hay una forma mejor deremendarlo.

—Yo lo haría, señora. Es algodemasiado bonito para echarlo a perder.

—Me lo llevaré por la mañana. Mitía ha decidido regresar a Yorkconmigo, ¿lo sabías?

—Me alegro. Su corazón revivirácon los niños.

—Pero está preocupada por dejar lacasa sin un ama.

—Aquí tiene a buena gente.—Ella esperaba que tú te quedaras y

lo supervisaras todo.

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—¿Yo? ¿Quedarme? —Tildysacudió la cabeza—. Pero no puedohacerlo. ¿No sabe que estoy a cargo delos niños? La última vez que me quedéaquí, lo hice por ellos.

—Lo sabe. Sólo te lo pide como unfavor. Pensé que tendrías que decidirlotú misma.

Tildy parecía sorprendida.—¿Yo?—Es una petición razonable.Tildy bajó la mirada hacia el tapiz

desgarrado durante un rato y siguiómoviendo el pie. Un mechón de pelo sedeslizó por debajo de la cofia y se rizósobre su mejilla. Intentó apartárselo de

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la cara con un soplido, pero fue en vano.Se quitó la cofia, echó atrás la cabeza,la sacudió, volvió a ponérsela, se la atódebajo del mentón y miró a Lucie.

—¿Qué haríais vos?—En realidad, no puedo decirlo. No

quiero que sientas que tienes quehacerlo por mi tía. Y tampoco, si deseasintentar llevar adelante una casa, que tesientas responsable por Gwenllian yHugh. Filipa, Kate y yo nosarreglaremos hasta que regreses. Debesconsultarlo con tu corazón, Tildy.

—Es una casa muy grande, señoraLucie. Una gran responsabilidad paraalguien como yo.

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—No dudo de que te las vas arreglarmuy bien. Pero ¿quieres hacerlo?

Tildy no dijo nada, pero el golpeteode su pie se volvió más insistente.

—También podrías tener más tiempopara conocer mejor a Daimon —dijoLucie—. O familiarizarte con él.

Tildy se ruborizó.—¿Lo sabéis?—Sé lo que vi en el patio, lo que

veo en vuestros ojos. —Lucie sacudió lacabeza cuando Tildy quiso hablar—.Confío en ti, Tildy. Y quiero que túmisma elijas lo que quieres hacer.

—Podría intentar administrar lacasa.

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—Habla con la señora Filipa,entonces. Está impaciente por decirte loque le gustaría que hicieras. Quizá eso teayude a decidirte.

* * * * *

Después de la cena, Filipa llamó a Tildyy a Daimon. Era hora de dar lasinstrucciones finales referentes algobierno de la propiedad mientras ellano estuviera. Lucie, que estaba sentadacerca con el hermano Michaelo yHarold, notó la frecuencia con que la

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conversación de Filipa cambiaba delasunto que estaban tratando a recuerdosde su hermano. En aquel momento,Filipa relataba las historias de sirRobert sobre el sitio de Calais. Luciesonrió al oír la forma en que exagerabael papel de su padre.

De pronto, la puerta del salón seabrió con violencia.

—Se acerca una tormenta —dijoFilipa. Se volvió hacia Tildy y comenzóa indicarle cómo asegurar la casa en unatempestad de viento.

Pero no era una tormenta. Unsirviente entró tambaleándose yjadeando.

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—Jinetes armados. Seis. En la casadel guarda.

—Dios misericordioso —exclamóLucie—. ¡Daimon!

El joven mayordomo ya se habíapuesto de pie de un salto y había cogidosu cinturón con la espada. Luchó porabrochárselo mientras se dirigía a lapuerta. Tildy se levantó para seguirlo,pero Lucie la sujetó. Ya se oían gritosen el patio.

También Filipa se había levantadocon un grito y se dirigía arrastrando unpie hacia la puerta trasera de la casa. Elhermano Michaelo fue tras ella.

—Venid, señora Filipa —exclamó

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por encima del ruido de los gritos de loshombres en el exterior—. Estaréis mejoraquí dentro, junto al fuego. Los hierroscandentes son buenas armas, si hicierafalta.

—Debo ocuparme de otras cosas —gritó Filipa, tratando de deshacerse deél.

Lucie envió a Tildy a reunir a lassirvientas en la despensa. Vio queHarold había sacado la espada y estabade pie junto a la puerta de la casa.

—No hace falta que os quedéis aproteger la puerta —dijo Lucie—.Nosotras ya nos las arreglaremos.Ayudad a Daimon.

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Harold hizo una seña haciaMichaelo y Filipa.

—Vuestra tía está muy angustiada.—¡Como es normal! El hermano

Michaelo la calmará.—¿Tenéis una daga?—Tenemos una cocina llena de

armas. ¡Id!—Atrancad la puerta detrás de mí —

dijo Harold mientras levantaba laespada y se internaba en la oscuridad.

Cuando Lucie llegó a la puerta, viohumo más allá del patio. ¿Qué estabaardiendo? ¿La casa del guarda? Doshombres luchaban cerca de la puerta.Lucie la empujó y la atrancó. Dios santo,

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¿qué habría pasado si ellos no hubieranestado aquella noche allí? Observó aFilipa, que aún discutía con el hermanoMichaelo. ¿Adónde pensaba ir?

—Son los espías —siseó Filipa—.Ellos lo saben.

Lucie encontró la miradapreocupada de Michaelo.

—¿Los forajidos se han enterado deque sir Robert ha muerto? Es posible.Pero ¿y nuestro mayordomo? ¿Por quéiban a atacar una casa ocupada?

Algo golpeó contra la puertaexterior. Un hombre gritó. Tildy saliócorriendo de la despensa.

—¡Es Daimon!

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—El salón no es seguro —dijoMichaelo—. ¿Hay sótano en la casa?

—El laberinto —exclamó Filipa—.Debemos ir al laberinto.

—La criada de la cocina ha vistojinetes cerca del laberinto —dijo Tildy.

—La capilla —dijo Lucie—.Vamos, tía. Tildy, ve a buscar a losdemás. Hermano Michaelo, tratad dellegar al patio para ver si Daimonnecesita ayuda. —Lucie tomó a su tíafirmemente de la mano y se dirigió a lacapilla, en el extremo opuesto de lacasa. Aunque sentía las rodillas débiles,estaba decidida a mantener a Filipa tan asalvo como pudiera.

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* * * * *

—Por vos, sir Robert. No haría esto pornadie más —murmuró Michaelomientras se aseguraba de que su dagaestuviera floja en su vaina. Luego tomóuna antorcha de la pared y se dirigió a lapuerta de la casa, que chirrió—. SantaMaría, madre de Dios, tenedmisericordia de este pecador —susurróMichaelo mientras trataba de quitar latranca a la puerta; pero la presión delotro lado dificultaba su movimiento. Siponía la antorcha en el aplique junto a la

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puerta y usaba ambas manos para aflojarel seguro, estaría momentáneamentedesarmado cuando cayera el que estabahaciendo fuerza del otro lado. Seencogió al pensar en el peso de la puertay el cuerpo contra ella. El cuello se lebañó en sudor. Razonó consigo mismodiciéndose que tenía su daga; pero ésaes un arma de astucia y no de fuerza. Sinembargo, ¿qué opción tenía?

Michaelo dejó la antorcha, llevóambas manos a la tranca, la empujócontra la puerta y trató de desplazarlahacia un lado. No se movió. Dio un pasoatrás, se restregó las manos, inspiróprofundamente, aferró la tranca y volvió

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a intentar desplazarla. Se movió algunoscentímetros, luego se detuvo. Puso todosu cuerpo para contrarrestar la fuerzaejercida contra la puerta, pero derepente el peso aflojó, y la cerradura sedeslizó con facilidad. El monje inspiróprofundamente para aquietar losfortísimos latidos de su corazón, dejó latranca a un lado, tomó la antorcha yabrió la puerta. Un cuerpo cayó adentro.Michaelo pensó que iba a ahogarse consus propios latidos. Se obligó a acercarla antorcha al cuerpo que tenía a suspies.

Daimon. La sangre le cubría lacabeza. Parte de su túnica estaba

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quemada. Michaelo sujetó al jovenmayordomo con su mano libre por unhombro de su túnica y lo arrastró alinterior del salón. Luego se arrodillójunto a él y le tomó el pulso. Deogratias. Estaba vivo. En aquel momento,Daimon trató de abrir los ojos, parpadeóante la brillante luz de la antorcha ymurmuró algo ininteligible.

—No trates de moverte —dijoMichaelo—. Debo ocuparme de lapuerta, luego iré a buscar ayuda.

Echó un vistazo al exterior. La luchaparecía haberse detenido. Hizo unapausa con la puerta a medio cerrar. Unaespada brillaba en el lodo del patio.

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¿Para qué dejar un arma a los forajidos?Michaelo corrió a buscarla. Pero fuedemasiado lento. Alguien se acercó pordetrás y lo golpeó. Michaelo cayó debruces y soltó la antorcha. Alcanzó a verunos pies con botas que pasabancorriendo, una mano que arrebató laantorcha, y otra, la espada. Luego lasbotas continuaron hacia los establos.

Se incorporó sobre un brazo y miróel patio a su alrededor. Al encontrarsesolo, se atrevió a ponerse de pie. DiosSanto, le dolía mucho la cadera. Volviócojeando a la puerta del salón ydescubrió que se había cerrado tras él.Estaba seguro de que Daimon no había

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podido hacerlo. Empujó. Volvió aempujar con más fuerza. No podíacreerlo. Atrancada desde el interior.Golpeó la puerta, gritando:

—¡Señora Wilton! ¡Tildy! Soy elhermano Michaelo. ¡Dejadme entrar! —Pegó el oído a la puerta, no oyó nada.Quizá estaban muy ocupadas asistiendoa Daimon. Oró por que así fuera. Sinembargo, ¿por qué no respondían?

Se volvió, se apoyó en la puerta,inspiró profundamente y dejó que susojos se acostumbraran más a laoscuridad. Sobre la casa del guarda seelevaban nubes de humo. No debía ir enaquella dirección. ¿Por la parte de

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atrás? ¿Debía comprobar si habíanatrancado la puerta trasera de la casa?

* * * * *

Lucie y Tildy habían logrado llevar aDaimon a la capilla antes de que losextraños entraran corriendo por lapuerta de la casa. Mientras Luciecerraba el portón de la pequeña iglesia,vio a tres figuras que entraban en lacasa; una llevaba un farol no del todocerrado.

—¡Van a incendiar la casa! —anunció una criada.

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—Lo han matado —gimió Tildy,inclinándose sobre Daimon.

Lucie las hizo callar y se apoyó en lapuerta, en un intento por saber haciadónde se habían ido las tres figuras.Pero los muros eran demasiado gruesos.

—Déjame ir a verlos —susurróFilipa al lado de Lucie—. Les daré loque quieren.

—Ayuda a Tildy con Daimon.—Pero…Lucie se cruzó de brazos y se colocó

delante de la puerta de la capilla.—Encárgate de Daimon.

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* * * * *

Cuando Michaelo dio la vuelta a la casa,oyó el relincho de un caballo. Entoncesse aplastó contra la pared y escudriñó laoscuridad. Pero no vio a nadie. Demodo que esperó. De pronto aparecióuna línea de luz que se ensanchó eiluminó a un hombre con tres caballos.Dos hombres llegaron desde la casa y seapresuraron a reunirse con él. Sin cruzarpalabra, todos montaron y se alejaron.

Michaelo se santiguó y corrió hacia

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la puerta. Cuando llegó a ella, estabacerrada. Intentó abrirla y lo logró confacilidad. La luz de las antorchas le diola bienvenida. Atravesó la casacorriendo y llegó a la capilla, dondeencontró a todas las mujeres a salvo ensu interior. Y a Daimon, que respiraba,aunque con dificultad.

Enseguida, Harold y los criadosentraron, todos ellos sucios, sudando, lamayoría con heridas leves y todosparloteando a la vez.

Michaelo les explicó que había vistoa los jinetes en la parte trasera.

Harold propuso rastrear losbosques.

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Lucie aceptó que aquello haría quetodos se sintieran más seguros, aunquesospechaba que los forajidos no iban aser tan tontos como para quedarse allí.

Hizo una mueca, se volvió aMichaelo y lo llevó a un lado. El monjeolió en ella la sangre del jovenmayordomo. Su vestido y su pañueloestaban manchados. Esperó que nodeseara que ayudara a Daimon. Comoenfermero era un inútil.

—He visto que tres hombresentraban en la casa —dijo Lucie—. Perovos habéis mencionado sólo a dos.

—¿Teméis que uno de ellos se hayaquedado en el interior?

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—Quizá.Michaelo no había pensado en ello.

Los tres hombres no habían vaciladoesperando a otro antes de marcharse.Tres hombres. Por supuesto.

—El que estaba esperando con loscaballos… era uno de ellos. Debió desalir antes.

Lucie no parecía convencida.—Me llevaré a algunos criados y

registraré la casa.—Os acompaño.—Prefiero que os quedéis cuidando

a Filipa. Y, cuando vayáis aBishopthorpe, ¿llevaréis una carta a sueminencia en mi nombre?

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He ahí un servicio queproporcionaría de buena gana.

—Os la escribiré si así lo deseáis.—Sé escribir. —La voz de Lucie

expresaba la frialdad del orgullo.—También su eminencia sabe

escribir. Como la mayoría de loshombres que emplean a secretarios.Pero tengo buena letra. Es la únicahabilidad en la que sobresalgo.

Lucie sonrió.—Perdonadme. Creí que dudabais

de mi capacidad. ¿Queréis que nosreunamos mañana por la mañana?

—Tendré listas la tinta y misplumas. —Sentía mucha curiosidad

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sobre lo que ella podría decirle alarzobispo Thoresby.

Michaelo, Filipa y Tildypermanecieron en la capilla atendiendoa Daimon, mientras Lucie escogió aalgunos criados para registrar la casa.La puerta del salón había resistido bien.Se habían llevado parte de la vajilla deplata y un tapiz, el estropeado, que Tildyhabía enrollado y guardado en unarmario. Pobre Filipa. Primero eldesgarro, luego aquello. Los ladronesdebieron de pensar que el rollo conteníaalgo de valor. El tapiz podría venderse aun buen precio a no ser por el roto.Luego Lucie se dirigió al tesoro, un

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pequeño cuarto sin ventanas dentro de ladespensa, donde se guardaban en un grancofre las cuentas de la propiedad y lacaja con dinero. La puerta estabaentreabierta. Permaneció inmóvil,tratando de oír algún sonido revelador.Nada. Habían entrado en la despensa yluego en el tesoro. Habían arrancado elcerrojo del cofre. La caja con dinero noestaba, y las cuentas, que en general seguardaban ordenadamente en un estantesobre el cofre, estaban desparramadas,como si los ladrones hubieran esperadodescubrir más tesoros entre ellas. Lasordenaría más tarde. Antes deseaba verel resto de la casa. Lo que más la

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inquietaba, mientras seguía adelante, eraque el tesoro era un cuarto que sólo losmiembros de la casa conocían. Lossirvientes, por supuesto, sabían de suexistencia porque uno debía atravesar ladespensa para llegar a aquel cuarto.Pero los huéspedes de la casa no teníanconocimiento de él, y los extrañostardarían un buen rato en encontrarlo.Los ladrones habían estado en la casamuy poco tiempo. Y el farol cerrado…habían necesitado poca luz para abrirsepaso. Lo cual significaba que tenían unaliado en la casa, o que uno de ellos omás habían vivido o trabajado algunavez allí. Michaelo le había preguntado si

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temía que uno de los ladrones pudieraestar todavía en la casa. Sin embargo,¿cómo podría identificar a aquellapersona si era parte del personal?

La partida de Harold regresó muchodespués de la medianoche. Faltaban uncaballo y varios corderos, el incendioen la casa del guarda estaba bajo controlpero había destruido el techo. Deberíanesperar hasta el día siguiente para haceruna evaluación del resto de los dañoscausados al edificio. No encontraronextraños en la propiedad, pero comoprecaución se organizó una guardianocturna.

Lucie dio las gracias a los hombres

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y los envió a la cocina para que tomarancerveza.

Harold se quedó con ella.—Tenéis sombras bajo los ojos —le

dijo a Lucie—. ¿Qué puedo hacer paraque os vayáis a descansar?

—Ayudar a Daimon a ir al salón.Tildy y yo le hemos puesto un jergónjunto al fuego. —Cuando Harold sealejó, Lucie vio un desgarro en suscalzas, un borde de su túnica quemado.Caminaba con dificultad, como siestuviera mortalmente cansado—.Harold —le dijo suavemente. Él sevolvió—. Dios os bendiga por todo loque habéis hecho esta noche —dijo. Él

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le sonrió, agotado, y reanudó lo queestaba haciendo. Lo observó mientrasayudaba a Daimon a ponerse de pie. Elpobre joven estaba demasiado mareadopara caminar. Harold lo levantó y cargócon él hasta el jergón. El musculosoDaimon parecía ser ingrávido paraHarold.

—Es fuerte —dijo Tildy al lado deLucie.

Lucie, que ya tenía otras cosas en lacabeza, confió a su criada sus sospechasde que los forajidos pudieran tener uncómplice en la casa.

—No lo comentes con nadie.Advierte a Daimon.

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—¿Creéis que podrían regresar?—No lo sé. ¿Por qué unos ladrones

se arriesgan tanto por un caballo, doscorderos, parte de una vajilla de plata,un tapiz desgarrado y una cantidadmodesta de dinero?

—¿Se han llevado el tapiz?—Estaba cerca de la vajilla.Tildy hizo una mueca.—Bueno, me gustaría ver la cara que

ponen cuando vean el desgarro.Tenía la manga y la falda manchadas

de la sangre de su amado y los hombrosencorvados por el cansancio. Tildy erauuna joven fuerte que podía ver el ladohumorístico de algo aquella noche.

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Lucie lo apreció, pero no pudo sonreír,porque tenía la certeza de que seguían enpeligro.

—Estoy cansada. Y tú tambiéndebes de estarlo. Encárgate de Daimon,luego trata de dormir un poco. Mañanatendrás que ser tanto señora de la casacomo mayordomo.

—¿Todavía tenéis la intención decabalgar hasta York por la mañana?

—Sí. ¿Preferirías volver conmigo?—Tildy debía escoger. Lucie no iba aobligarla a quedarse allí si tenía miedo.

—No. Aquí me necesitan. Debocuidar de Daimon hasta que se pongabien.

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Lucie observó a la joven alejarseapresurada. Con sus tiernos cuidados, eljoven mayordomo se recuperaría pronto,pensó Lucie. Sin embargo, ¿estaría Tildya salvo en esa casa? Si bien Daimonhabía contestado a sus preguntas consentido, no podría protegerla. Decía quecuando levantaba la cabeza vendada,sentía algo extraño en el estómago, locual era preocupante aunque nosorprendente con una contusión en lacabeza. Además de la herida, tenía elhombro izquierdo dislocado e hinchado,un profundo corte en la palma de lamano izquierda y algunas quemadurasleves. Si el arzobispo Thoresby le

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concedía lo que pedía, los dos podríanestar a salvo allí. Sin embargo, ¿y si senegaba?

Pero por el momento tenía queacostar a su tía. La pobre mujer estabasentada con el mentón sobre el pecho yroncaba suavemente. Cuando Lucie ladespertó, Filipa se aferró a su manga.

—¿Cómo está? ¿Quieres que mequede sentada a su lado?

—Tildy está ahora con Daimon.Filipa parecía confundida.—¿El hijo de Adam, el mayordomo?

¿Está mal?—¿Con quién creías que estaba, tía?—Nicholas. ¿No has estado con él?

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¿No hay nadie con él?Michaelo, que estaba rezando,

levantó los ojos y dirigió a Lucie unamirada compasiva.

Filipa había ido a ayudar a Lucie acuidar a su primer esposo durante elfinal de su enfermedad.

—Nicholas murió hace tiempo, tía.Estás en Freythorpe Hadden. Daimon estu mayordomo.

—Por supuesto que sí. Ya lo sabía—replicó bruscamente Filipa, ycomenzó a juguetear con su toca torciday arrugada.

—Vamos a dormir, tía. Tenemosmucho que hacer mañana. Esta noche

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Tildy se ocupará de Daimon.—Es una buena muchacha, Tildy.La sonrisa calmada de Filipa

preocupó a Lucie más que su confusión.Su tía había estado a cargo de aquellacasa durante tantos años… No eranatural que sonriera así después de losacontecimientos de aquella noche.

Cuando cruzaron el salón, Tildyestaba inclinada sobre el jergón deDaimon, cubriéndolo con más mantas.

—Tildy, esta noche me quedaré aquíabajo con la señora Filipa. Podré oírtesi me llamas.

Tildy asintió, pero no desvió lamirada de Daimon.

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Lucie despertó hacia el amanecer,sorprendida por haberse dormido. Filipano estaba en la cama. Se vistió a todaprisa y corrió al salón. Tildy dormitabaen una silla junto a Daimon. Michaelodormía sobre un jergón más allá de laluz del fuego. Dos criados estabantumbados junto a él. Harold debía deestar de guardia. Lucie examinó lacapilla. Vacía. ¿Dónde estaría su tía?Cuando Lucie era una niña, su tía lehabía dicho que corriera al laberinto sialgún extraño la asustaba. Se perderíanentre los altos tejos, y ella tendríatiempo de correr en dirección opuesta.Había hablado del laberinto la noche

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anterior. Lucie se internó deprisa en elpálido amanecer. El olor a cenizashúmedas le recordó la casa destruidadel guarda. Hizo una pausa, aguzando eloído. Lentamente caminó hacia ellaberinto, aún prestando atención. Alacercarse a la entrada, oyó vocesprovenientes del interior. O de más allá.Contuvo la respiración. De niña solíapararse allí, de aquella manera, tratandode oír a su madre. Sintió un escalofrío.Las voces se volvieron más altas.

—Os lo prometo, señora Filipa —estaba diciendo Harold—. Será nuestrosecreto. Pero ahora debéis descansar. Elaire matinal no os va a sentar bien.

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Lentamente, Harold y Filipaemergieron del laberinto, la mano deella apoyada en el brazo de él. Ver a sutía no consoló a Lucie. Su tocado estabatorcido y roto. Su cabello fino y blancole caía alrededor de la cara en mechonesgrasientos. Tenía los ojos desorbitadosy oscuros, como los de un gato que llegade una caza nocturna. Unas manchas desuciedad en las mejillas y la narizhacían juego con su dobladillo retorcidoy enlodado. Aquélla no era la Filipa quehabía criado a Lucie.

—¡Tía Filipa! ¿Qué ha sucedido?—Me he caído en el laberinto —

dijo Filipa, levantando la mirada hacia

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Harold.Él asintió.—La he oído gritar.—¿Por qué estabas en el laberinto?

—preguntó Lucie.—Quería ver si aún es posible

atravesarlo por el camino correcto.—¿Por qué no iba a serlo? El verano

pasado enseñaste a Gwenllian aencontrar la salida.

—Lo había olvidado.Cuánto de su olvido sería actuación,

se preguntó Lucie mientras los seguía alsalón. Agradeció que Filipa quisierarecostarse. Lucie necesitaba un momentopara cerrar los ojos y calmar su corazón.

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Capítulo 6

El cuento del capitánOwen y Jared salieron del valle quecobijaba San David, un lugar tanprofundo que la torre del campanario dela catedral era invisible desde el mar ydesde otros muchos puntos a excepciónde las colinas más altas que rodeaban laciudad. Caminaron lentamente,deteniéndose aquí y allá, esperandodespistar a eventuales perseguidorestorpes. Iolo, Sam, Edmund y Tom ibanseparados, dos delante, dos detrás,

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atentos a cualquier agitación detrás delseñuelo. Cuando llegaron a la cimarocosa de la colina, Owen se sintióvigorizado por un viento cortante,cargado de sal. Las gaviotas chillabanen lo alto, las olas rompían contra losacantilados. A medida que los dosdescendían hacia Porth Clais, el puertode San David, el rumor y el crujido devarios barcos anclados en la marea altase unían a la general armonía.

Lo que más apremiaba a Owen erahablar con Martin Wirthir, averiguar quésabía sobre Cynog y cuán involucradohabía estado el albañil en las maniobrasde Lawgoch. La última vez que Owen

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había necesitado a Martin Wirthir, sehabían encontrado en Clegyr Boia, unmonte situado más allá de los muros deSan David. Martin tenía un esconditedentro de las ruinas del antiguo fuerteque dominaba la cima del monte. Owendudaba de que el flamenco fuera a estarallí entonces. La mejor defensa de suamigo era la invisibilidad y pocas vecespermanecía en un mismo sitio muchotiempo; pero mantenía vigilado ClegyrBoia para poder saber si alguien lobuscaba allí. Y quién lo buscaba. Elproblema era que si los guardias deRokelyn estaban tras Owen, él podríaconducirlos sin saberlo a una de las

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personas más buscadas. ¿Podría creerRokelyn que Owen y Martin eran sóloamigos y no secuaces políticos?

De aquel modo, comprobando si elarcediano lo hacía seguir a Porth Clais,Owen estaba poniendo a prueba lapalabra de Rokelyn. Luego decidiría sibuscaba a Martin Wirthir o no.

El capitán Siencyn no estaba en lazona de los muelles. De hecho, para seruna mañana tan clara, todo estaba muytranquilo. En la parte más occidental dela cala, algunos pescadores trabajabanen sus redes. Dos niños jugaban bajo lamirada atenta de un anciano que esquivólos ojos de Owen. Cerca de allí, una

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mujer estaba de pie, en silencio,mirando el mar. Llevaba una pesadacapa con la capucha echada hacia atrás.Tenía el pelo trenzado fuertementealrededor de la cabeza.

—Es Glynis —dijo Jared—. Se diceque es la amante de Piers el marinero.

—El Señor os acompañe, señora —dijo Owen en galés, esperando queaquello la tranquilizara. Tuvo quelevantar la voz para que pudiera oírlopor encima del rugido del mar—.¿Sabríais decirme dónde puedoencontrar al capitán Siencyn?

La mujer se volvió y señaló hacia lacima de la roca. Al principio, Owen no

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vio nada, luego sus ojos divisaron unaedificación de piedra incrustada en unsaliente.

—El sendero comienza a vuestrasespaldas —dijo la mujer. Sin esperar aque él le diera las gracias, se recogió lafalda y se alejó corriendo hacia lospescadores.

—Se diría que nos han salidocuernos —dijo Jared—. La gente eramás cálida hace algún tiempo.

—Antes de que yo llegara.—Sí —dijo Jared, distraído. Estaba

mirando la cima del acantilado—. ¿Esacabaña? ¿Es ahí donde nos ha indicadoque vayamos? —Él no entendía el galés.

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—Así es. —Owen estudió elsendero pronunciado y sinuoso. Desdeque había perdido la vista del ojoizquierdo, no le gustaba caminar porsenderos estrechos sobre acantilados. Supprecisión para calcular la profundidady la distancia había mejorado enaquellos diez años, pero la duda seguíapresente. ¿Cuándo se conformaría conno ser perfecto? ¿Por qué Dios lo poníaconstantemente a prueba?

—¿Capitán? —Jared, que se habíaadelantado, lo llamó desde arriba.

Owen comenzó el ascenso. Elsendero no era tan precario comoparecía desde abajo. Estaba bien

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marcado, con lugares de apoyo para lospies. Evitó mirar hacia abajo y, en unosmomentos, llegó a un saliente donderalas briznas de hierba se erguíanvalientemente contra la brisa salada. Lacabaña era una estructura vacilante, tresparedes de rocas sueltas apiladascercando la ladera de la colina, y untecho de tierra herbosa que parecía ir adesplomarse sobre ellos. Un hilo dehumo salía por la puerta baja de lacasucha y por las numerosas grietas enlas rocas.

Jared se inclinó y espió por lapuerta.

—Capitán Siencyn —llamó.

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—¿Quién me busca? —gruñó unhombre como respuesta.

Jared dio un paso al interior. Owenlo siguió.

El cuarto estaba apenas iluminadopor un fuego humeante y un farol cercade la puerta. Parpadeando contra elhumo y la repentina oscuridad, Owensintió que era un blanco perfecto paracualquiera cuyos ojos estuvieranacostumbrados a la penumbra. Poco apoco distinguió a un hombre corpulentoque estaba sentado en medio del cuarto,con los pies descalzos apoyados sobreuna piedra tan cerca del fuego que era unmilagro que sus medias no se hubieran

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achicharrado. A un lado tenía un enormegato y al otro, los restos de una comida.Detrás de él había una cama de maderacubierta con una sábana. Cómo la habríasubido por el sendero, se preguntóOwen. El capitán Siencyn levantó lacabeza lentamente y asintió con pereza.La luz del fuego confería a sus pesadosrasgos un aspecto amenazador. La muecaque le dedicó a Jared como saludo nohizo nada por suavizar aquel efecto,pero cuando, repentinamente, sonrió, seprodujo una drástica transformación.Parecía casi infantil.

—Jared, muchacho. Me has evitadola molestia de la subida y la bajada. —

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Hablaba en inglés, sin acento galés. Conaquel nnombre flamenco, probablementefuera de los alrededores deHaverfordwest.

—Capitán Siencyn, éste es el capitánArcher —dijo Jared, dando un paso a unlado.

—¿Ah, sí? —Siencyn estiró elcuello hacia delante y miró a Owen conojos entrecerrados—. El parche, sí, melo han comentado. —Retiró los pies dela piedra, enganchó con un pie un bancocercano y lo arrastró hacia el fuego—.Sentaos. Tengo algo que deciros.

Owen se sentó cerca de su anfitrión,pero evitó la proximidad del humeante

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fuego. Jared se retiró a la puerta.Siencyn miró a Jared y sacudió la

cabeza, luego volvió a acomodar lospies para que les llegara el calor.

—¿Cuándo zarpamos? —preguntóOwen, atrayendo la atención de Siencynotra vez hacia él.

—No zarparemos —dijo Siencyn—.Tendréis que buscaros otro barco.

—Queréis más dinero —supusoOwen.

El hombre meneó la cabeza.—No tiene nada que ver con el

dinero. No viajaré durante un tiempo. —Levantó el mentón como si provocara aOwen a protestar.

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—¿Se trata de vuestro hermano? —preguntó Owen.

Los pies de Siencyn golpearon elsuelo.

—¿Por qué preguntáis por mihermano?

—Lo acusan de asesinato. Es lo quese dice en la ciudad.

Siencyn resopló.—No soy el guardián de mi

hermano.—Me alegro de oír eso. Aun así,

quizá podamos llegar a un arreglo.—¿Para quién trabajáis?—Aceptasteis llevarnos.—¿Por qué habría de navegar con

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alguien que no responde a mispreguntas?

—El arcediano Rokelyn quieresaber por qué Cynog fue ejecutado. Peroyo preferiría viajar a Inglaterra.

Siencyn gruñó.—Esos religiosos con ojos

pequeños como cuentas… Pensé queseríais la clase de hombre a quien esostipos le gustan menos que a mí. Sí, hanencerrado a Piers. Necesitan un chivoexpiatorio.

—¿Decís que vuestro hermano esinocente?

Siencyn sonrió con afectación.—No es una palabra que se use con

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frecuencia para describir a mi hermano.Pero no se me ocurre por qué iba acolgar a un hombre, y mucho menos aese albañil.

—Entonces, ¿por qué lo hanescogido como chivo expiatorio?

—Porque está loco por una mujer.Pero esta vez se ha comportado mástontamente que de costumbre. Lo vieronen el cuarto del muerto un día o dosantes del asesinato.

—¿Con Cynog?Siencyn lanzó un resoplido que hizo

que el gato levantara la cabeza.—Piers estaba registrando el cuarto

de Cynog en busca de una prueba de que

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su dama había estado con el albañil. Noiba a invitar a Cynog para que loacompañara. —Siencyn acarició al gatopara calmarlo.

Owen notó que la mano del hombretemblaba levemente.

—¿Cynog era el rival de vuestrohermano? —preguntó Owen.

—Él considera que todos loshombres lo son.

—Pero registró el cuarto de Cynog.—¿Y cuántos otros debe de haber

registrado sin que lo pillaran?A Owen el comportamiento de

Siencyn le pareció incoherente. Primero,hostil; luego, colaborador. Primero,

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específico, y luego, vago. Arrastrabaalgunas palabras para dar la impresiónde estar bebido, pero sus ojos eranagudos, y su respiración, firme. La manoera la que parecía nerviosa.

—De modo que vuestro hermano fueatrapado en el cuarto de Cynog. ¿Quésucedió entonces?

—Fue y se emborrachó hastaquedarse dormido, eso sucedió.Mientras el ojo que le habían puestonegro y la nariz ensangrentada adquiríancolores encantadores. Es sutil, mihermano.

—¿Pudo demostrar que ella le habíasido infiel?

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—No. Y él tenía un aspecto tanpenoso que ella le perdonó ladesconfianza con una caricia y un beso.

—Alguien no lo perdonó. Alguiendebió de contarle al arcediano laintromisión de vuestro hermano.

—Sí. También dicen que el asesinoató la soga al árbol con un nudomarinero, lo cual demuestra que Piers esculpable. Aquí estamos prácticamenterodeados de agua. ¿Se supone que mihermano es el único navegante de lazona? ¡Bah!

—Si Piers no mató a Cynog, ¿quiénlo hizo? ¿Lo sabe? ¿Sospecha dealguien?

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Siencyn meneó la cabeza.—No puede salvarse con eso, es una

lástima.—¿Tiene enemigos? ¿Alguien quiere

que sufra?—Eso sería muy complicado para la

gente sencilla.Owen abandonó el hilo de la

conversación.—¿Tenéis un plan para liberar a

Piers?—Es posible. Mientras tanto, no le

empeoraré las cosas. Rokelyn os haprohibido embarcaros antes dedescubrir al asesino de Cynog.Ayudaros a partir pondría a Piers en

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peligro.—Fingisteis no saber para quién

trabajo.—En según qué momentos, es sabio

poner a prueba la honestidad de unhombre.

—¿En según qué momentos?—¿Quién se está haciendo el tonto

ahora? Owain Lawgoch está reuniendoun ejército de galeses infelicesfinanciado por el rey de Francia.Cualquiera de vosotros podría sertraidor al rey Eduardo.

—¿Y vos no?—El rey Eduardo de Inglaterra

recibió de buena gana a mis

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compatriotas en esta bella tierra. ¿Porqué habría yo de traicionarlo?

—Los hombres tienen sus propiasrazones para apoyar estas causas.

—La traición se castiga con lamuerte. Para mí, ésa es razón suficientepara evitarla. —Siencyn miró a Owencon ojos entrecerrados—. Pero tal vez,como sois galés, lo veis de otra manera.

—Mis preguntas os cansan —dijoOwen, poniéndose de pie—. Enviad abuscarme si cambiáis de opinión.

—¿Sobre la traición? —preguntóSiencyn con una mueca.

Owen no iba a permitir que loprovocaran.

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—Sobre el viaje —dijo llanamente.Siencyn se rió.—Adiós, capitán Archer.Jared tuvo el buen criterio de

guardarse sus pensamientos mientrasbajaban a la playa.

Owen había estropeado la discusiónal permitir que Siencyn la controlara, yse sentía muy decepcionado. Habíaesperado encontrar a Glynis antes deque ella hablara con Siencyn, pero noestaba por ninguna parte y, al parecer,nadie en Porth Clais sabía dónde seencontraba. Algunos incluso negaron quehubiera estado en la playa horas antes.

—Estoy seguro de que no están

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mintiendo por Piers —murmuró Owencuando subían la cuesta hacia SanDavid.

Edmund se reunió con ellos, conaspecto igualmente descorazonado.

—Entonces, ¿qué has visto? —preguntó Owen, sin esperar nada.

—Un cura nos ha seguido durante untiempo, pero ha regresado a la ciudadcuando habéis desaparecido en lacabaña del capitán.

—Bien. —Por fin tenía algo desuerte.

Edmund se rascó la cabeza.—¿Bien? Pensaba que os

preocuparíais.

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—Rokelyn sabrá que estoytrabajando en ello. ¿Has reconocido alvicario curioso?

—Era Simon, el secretario delarcediano Baldwin —dijo Iolo, que seles había acercado tan silenciosamenteque los tres se dieron la vueltasorprendidos y sacaron sus dagas. Hizouna mueca—. No creía que fuera unamala noticia.

Jared lo maldijo.Owen se detuvo en la cima del

acantilado, mirando hacia el valle deSan David, recordando la discusión quehabía oído la noche anterior.

—¿Qué le puede importar al

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arcediano Baldwin adónde voy?—Quizá no tenga nada que ver con

el arcediano —dijo Iolo—. El padreSimon se nombró a sí mismoemplazador de San David. El obispoHoughton no se ha molestado endestituirlo.

Lo cual significaba que observaba lamoral de las comunidades clerical ylaica. Y por ello Rokelyn decía que erauna comadreja.

Edmund rió.—De modo que pensó que os

atraparía en una cita con una belladoncella, capitán.

—Sería muy tonto por mi parte

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pensar eso. —Owen se arrepintió de suspalabras en cuanto las hubopronunciado. Edmund inclinó la cabezay desvió la mirada. Una disculpaempeoraría las cosas. Llegaron a lapuerta de San Patricio—. ¿Sólo el padreSimon? —preguntó Owen—. ¿Ningunaotra sombra acechaba? Iolo y Edmundnegaron con la cabeza.

—Iré a hablar con el marinero Piers—dijo Owen—. ¿Qué habéis averiguadosobre él?

—Teníais razón sobre el criado deRokelyn —dijo Iolo—. Está ansioso porayudar a un compatriota. Dice que hacealgún tiempo a Piers lo hicieron bajar de

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un barco por ladrón. El jura que eldelito lo cometió otra persona, peronadie quiere contratarlo. Excepto suhermano.

—¿Y ahora ha sido injustamenteacusado otra vez? Sin duda, debe depensar que lo maltratan.

—Tenemos a nuestro hombre, ¿eh?—Edmund parecía esperanzado. Todosdeseaban emprender el viaje.

—Ésa no es la cuestión —dijoOwen, esta vez con suavidad—. Elarcediano Rokelyn quiere saber quiéndio la orden de ejecutar a Cynog.Buscad a Tom y a Sam. Averiguad sinos ha seguido alguien más.

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* * * * *

El marinero Piers no estaba en la cárceloficial del obispo Houghton, en lamazmorra del castillo de Llawhaden, aun día de distancia desde San David. Lohabían confinado en un cuarto sinventanas en la cripta del ala este delpalacio del obispo. No era unamazmorra, aunque sí un lugar oscuro,húmedo y desagradable de todasmaneras. Piers se parecía mucho a suhermano, pero era menos corpulento ymás greñudo, esto último sin duda como

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resultado de su cautiverio. Estabasentado cruzado de piernas en un rincón,pasándose una cuchara de una mano aotra. En el suelo, junto a él, había unalámpara de aceite.

—Me gusta ver llegar a las ratas —gruñó a modo de saludo. En inglés.

Owen lo saludó en galés y le explicópor qué deseaba ayudarlo si erainocente. Piers maldijo, nuevamente eninglés.

—¿No habláis galés? —preguntóOwen, todavía en su propia lengua.

—¿Por eso estoy aquí? ¿Porqueprefiero hablar inglés? Por el amor deDios, sé que podéis hablar inglés. He

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oído cosas sobre vos, ¿sabéis? Ibais aviajar en el barco de mi hermano paravolver a vuestro hogar.

Owen se inclinó contra la puerta,después de decidir que era la superficiemás limpia de la celda, y cruzó losbrazos.

—¿Poniéndoos cómodo? —gruñóPiers—. ¿Queréis un refresco?

Owen percibió el olor a cerveza enla mezcla apestosa de sudor, humedad,orina y rata, y dijo:

—Ya habéis tomado algún refresco,¿no es así?

—El padre Simon es generoso conla bebida, aunque eso sea lo único.

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—Pensé que quizá vuestra díscoladama habría estado por aquí.

—¿Díscola? ¿Lo es? —Piers tratóde mostrarse indiferente, pero no lologró.

Owen eludió la pregunta.—Habéis registrado el cuatro de

Cynog.—Y por eso seré recordado. —La

risa de Piers sonó hueca.—¿Por qué sospechasteis que Glynis

había estado con Cynog?—Él me odiaba por haberla alejado

de él. Era un hombre desesperado.Aquello era una novedad.—¿Cynog era amante de Glynis?

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—Seguramente os dijo eso la nocheen que desnudasteis vuestra alma con él.

Owen sintió que una lluvia deaguijones se clavaba en su ojo ciego.

—¿Cuándo?Piers parecía divertido.—¿De modo que no sabíais que se

ufanaba de haberse emborrachado convos y de que le habíais contado todavuestra vida? Veo que no. ¿Es unadesagradable sorpresa que toda laciudad se haya enterado de vuestrainsatisfacción con el arzobispoThoresby? ¿De vuestra bella esposa?¿De lo tedioso que es trabajar en subotica? ¿De cómo…?

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—¡Silencio! —gritó Owen—. No hevenido aquí para ser aguijoneado poralguien como vos.

—¿Para qué habéis venido?—Para averiguar si el arcediano

Thoresby os ha acusado injustamente delasesinato de Cynog. ¿Qué esperabaisencontrar en el cuarto de Cynog?

—Alguien lo había visto con Glynis.—¿Quién os descubrió en la

habitación?—Ojalá lo supiera. Mi daga podría

haber detenido todo esto. —Piers pinchóel aire con la cuchara.

—Entonces, ¿cómo supisteis que oshabían visto?

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Owen pensó que Piers vacilaba,pero fue algo tan breve que no estabaseguro.

—Al día siguiente se difundió elchisme.

—¿Qué esperabais encontrar?—Su olor, por supuesto.—¿Quién os dijo que Glynis había

estado con él?—No lo recuerdo.—Seguramente…—En una taberna, uno escucha con

los ojos en el vaso, capitán. Alguienhabló de ello, todos empezaron aburlarse de mí. Ahora me vendría bienun trago. Podríais haberme soltado la

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lengua con una jarra.—¿Es eso lo que hizo el padre

Simon? ¿Os soltó la lengua?—No. Se regodeó al decirme que

nadie había dado un paso paradefenderme y que van a colgarme. —Lavoz de Piers se acalló cuando pronunciólas últimas tres palabras.

—¿Y qué dijisteis a eso?—Le pregunté por la posibilidad de

que me juzguen mis iguales. Él sonriópor mi petición.

—Pero ¿no dijisteis más? ¿Suamenaza no provocó una confesión? ¿Ouna sugerencia de cómo podríaencontrar pruebas de vuestra inocencia?

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—Yo no tenía motivos para hacerdaño a Cynog. Si Glynis pensabaregresar con él, que así fuera.

—Podéis decir esas cosas y aun asíser culpable.

—Nadie desea investigar. Pero hayalguien que va a defenderme.

—¿Quién podría ser?—Ya lo veréis. Todos lo verán.—Pero ¿no diréis quién es?—Soy un hombre de honor.Owen se incorporó.—¿No tenéis nada más que decir en

vuestra defensa?—No.—Entonces que Dios os acompañe.

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—Últimamente el Señor se haacordado poco de mí.

Owen tampoco estaba pensando enPiers cuando atravesaba el ala delobispo hacia el gran salón del palacio.Pensaba en Cynog. ¿Lo habríatraicionado? ¿Habría revelado laconversación que mantuvieron? ¿De quéotra manera podía Piers conocer tantosdetalles? Owen había creído que Cynogera un hombre de honor. ¿Acaso sehabía equivocado?

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Capítulo 7

CaosLucie no pudo conciliar el sueñodespués de la aventura matutina de sutía. Y cuanto más tiempo estaba junto aella, mirando fijamente la vela que habíadejado encendida para calmarlas aambas, más se preocupaba. Finalmente,se dio por vencida y pensó que serviríamás si relevaba a Tildy para quepudiera descansar. Al buscar su ropa,Lucie vio por primera vez las manchasde sangre de su vestido y su pañuelo. Le

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dio la vuelta a este último y trató deocultar las partes manchadas; luego secubrió el vestido con un delantal.Guardaría la ropa limpia para el viaje.

El salón estaba en silencio,iluminado sólo por el fuego y unapequeña lámpara sobre la mesa, junto aljergón de Daimon. La gente aún estabaen la cama. Tildy se encontraba sentadajunto al joven mayordomo, hablándoleen voz baja, explicándole el daño quehabían causado los asaltantes y lo quehabían robado.

—Me suplicó que se lo contara —dijo con una mueca culpable cuandoLucie se acercó a ellos.

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—Por supuesto que querríasenterarte —dijo Lucie a Daimon—. Séque te enorgulleces de la función quetienes aquí. Ahora Tildy debe descansarun poco, ¿verdad?

Daimon estuvo de acuerdo.Aunque Tildy se tambaleó del

cansancio al ponerse de pie, se alejó aregañadientes.

—No me dejaréis dormir todo eldía, ¿no?

—No puedo prescindir de ti tantotiempo —dijo Lucie.

Aquella mañana, Daimon no parecíatan bien como la noche anterior. Teníafiebre, aunque no era alarmante. La

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herida de la mano se le había hinchadodurante la noche y no olía bien. Luciepasó un largo rato abriéndola para quesupurara, y luego la cubrió con una pastade glasto que Filipa siempre tenía amano para reducir las hinchazones.

Mientras Lucie trabajaba, lepreguntaba a Daimon sobre personasque se habían marchado de la propiedado habían sido recientemente castigadas.

—Aquí nadie ha sido tratado tan malpara que tome represalias. —La voz deDaimon era débil.

Lucie se sintió culpable por tenerque hacerlo hablar, pero ¿en quién máspodía confiar?

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—No puedes estar seguro deconocer los sentimientos de todos,Daimon. Dime quién podría estardescontento.

Una vez que Daimon entendió quecualquier desaire podría causar que unapersona se volviera contra su amo, lalista de personas resultó bastante larga.Dos mozos de cuadra que noconvencieron a sir Robert; el joven hijode Nan, la cocinera, y su novia, unacriada de la cocina, cuyas bromas sehabían vuelto maliciosas y peligrosas;un techador que creía que lo habíanengañado; varios criados menores queno resultaron lo suficientemente buenos

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para Filipa.—El techador no podía saber dónde

se encontraba el tesoro —dijo Lucie.—Los sirvientes hablan. Él

coqueteaba con todas las mujeres.—¿Alguna de esas personas sigue

aquí?—La criada de la cocina. Uno de los

mozos. El techador aún trabaja en laregión.

—¿Y el hijo de Nan?—Nadie lo sabe con certeza. Si la

cocinera lo sabe, no lo dirá.—No recuerdo que tuviera un hijo.—Ninguno de nosotros lo sabía

hasta que se presentó aquí un día.

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Señora Wilton, si tenéis razón, ¿estáMatilda a salvo aquí? No puedoprotegerla.

—Buscaré ayuda hasta que estésbien, Daimon. Te lo debo. —Le hablóde su plan—. Lo único que necesitas esdescansar y recuperarte.

—¿Habéis pedido a Matilda que sequede conmigo?

—La señora Filipa le pidió que seocupara de la casa en su ausencia. Tildyaceptó. Lo decidió ella misma.

—¿Planeaba quedarse antes de queme hirieran?

—Sí. ¿No te lo dijo?—No.

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—Sé bueno con ella, Daimon.—Si tengo la oportunidad.El hermano Michaelo entró en el

salón con una de sus alforjas. Un criadoinstaló una mesa debajo de una de lasgrandes ventanas del lado sur del salón,luego procedió a limpiarla bajo lasupervisión de Michaelo.

—Debo dejarte un momento —dijoLucie a Daimon—. Pero estaré aquí enel salón si me necesitas.

Él se dejó caer sobre las almohadasy cerró los ojos. Había una leve sonrisaen su rostro.

Michaelo tenía listos el papel y latinta.

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—No necesitáis redactar la carta,señora Wilton. Si simplemente me decíslo que deseáis transmitir…

Lucie asintió, pero no comenzó hastaque no hubo criados cerca. Luego leexplicó su objetivo. A juzgar por lamirada sorprendida del monje, supo quea éste le parecía una petición exagerada.Pero aun así él se abocó a la tarea.

Lucie comenzó a ponerse de pie.—Os lo ruego, quedaos un momento

—dijo Michaelo—. Tendré preguntas.Lucie se sentó en silencio y se quedó

observando la cabeza inclinada deMichaelo y escuchando cómo su plumaraspaba lentamente el papel. En aquel

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momento, Harold entró en el salón; sutabardo y sus calzas estaban cubiertosde lodo. Se inclinó ante ella y se dirigióhacia la cocina.

Michaelo levantó la cabeza.—¿Cómo advertisteis que los

asaltantes estaban familiarizados con lacasa?

Ella se lo explicó. Él asintió.—Tengo lo que necesito. —Volvió a

inclinarse sobre la carta. Al cabo de unrato, le pidió que la leyera y la firmara.Ella lo hizo, satisfecha de su tacto y lagracia de sus palabras.

Lucie estaba sentada junto al fuego,arreglando jarros y cuencos de

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medicinas en una bandeja, cuandoHarold regresó. Tenía la piel rosada dehabérsela refregado, el pelo echadohacia atrás, y había reemplazado sutabardo enlodado por una camisa sueltade lino.

—¿Tengo ahora menos aspecto dealguien que retoza con los cerdos?

Lucie no estaba preparada para lossentimientos que su aspecto suscitó enella, el destello de su pelo rubio sobreel cuello moreno, la forma en que serizaba, húmedo, en la nuca.

—Parecéis… limpio. Que Dios osbendiga por todo lo que habéis hecho.

—No podía hacer menos. —Sus

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ojos sostuvieron la mirada de elladurante un momento, aquellos ojosterriblemente azules, y Lucie sintió unaoleada de calor bajo la mirada de él.Sólo fue un momento. Luego él hizo ungesto con la cabeza en dirección al sitiodonde estaba acostado Daimon—.¿Cómo está esta mañana?

—No tan bien como esperaba.Lucie comenzó a ponerse de pie con

la bandeja en las manos. Harold selevantó para ayudarla. Sus manostocaron brevemente las de ella, susmiradas se encontraron, luego él lecogió la bandeja.

—¿Dónde la pongo?

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Lucie indicó una pequeña mesacerca de Daimon y comenzó a alejarse.Deseaba romper aquella tensión quehabía entre ellos y que empezaba aahogarla.

Harold se le acercó y caminó a sulado mientras ella se dirigía hacia ladespensa.

—Perdonadme por sobrepasar mislímites, pero teniendo en cuenta elestado de Daimon, ¿puedo sugeriros queme dejéis quedarme para organizar laguardia de la propiedad hasta que él serecupere?

«¿Y perderte un viaje por el campoconmigo?» El solo hecho de haber

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pensado aquello tendría que haberlallevado a decir que sí. «Manteneos lejosde mí.» Pero aquélla no era la forma detomar semejante decisión. Ya habíaresuelto cómo proteger la propiedad.

—No hay necesidad. —No pensóque fuera necesario hablarle de su plan.

—Como queráis.¿Y si Thoresby se negaba? Se volvió

hacia Harold cuando llegaron a la puertade la despensa.

—Habéis sido de gran ayuda. Y osagradezco vuestra oferta. Es posible quetodavía os necesite.

—Sólo tenéis que pedírmelo.Ella se llevó el dorso de la mano a

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la mejilla mientras lo miraba alejarse ysintió que el rubor seguía allí. Quéaspecto de tonta debía de tener.

Prendió una pajita en la lámpara dealcohol de quemar de la despensa paraencender, a su vez, la lámpara deltesoro. El pequeño cuarto parecía igualque la noche anterior. Nadie habíapuesto orden en él. Lucie se dedicó aordenar los libros de cuentas. Prontodescubrió que faltaba uno. Encendió unasegunda lámpara y buscó en el suelo,detrás del cofre. Del exterior llegó unfuerte estruendo. Alguien gritó. Lucieoyó gente que corría. Se levantó la falday apagó las lámparas.

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—Es la casa del guarda —le dijoMichaelo cuando ella corrió junto a élcruzando el salón y salió por la puerta—. Que Dios nos ayude. El pisosuperior se ha hundido.

Era peor que eso. A un lado del arcode entrada, la pared externa se habíaresquebrajado debajo del techoquemado y la grieta se estabaensanchando, lo que hacía que la paredde adobe y cañas se inclinara haciadentro. Dos hombres trataban deempujar un carro inestable lejos de allí,pero cuando la pared se estremeció ycrujió, abandonaron el carro y echaron acorrer. Con un gran temblor, una enorme

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sección de la pared se desplomó en elpatio. Los escombros cayeron comolluvia sobre el carro e hicieron queperdiera su precario equilibrio. Sevolcó de lado, y, con la fuerza, sillas,barriles, una cama y utensilios caserossalieron volando hacia Jenny, la esposadel guarda, que luchaba por coger enbrazos a su pequeño hijo y arrastrar unsaco fuera del camino. Lucie corrió alpatio, gritando una advertencia, peroJenny estaba demasiado lejos para oírlapor encima del estruendo. Luego, derepente, milagrosamente, Haroldapareció en el lado opuesto del patio,junto a los establos, y levantó a la madre

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y al niño justo a tiempo, a la vez queapartaba el saco a un lado con unapatada. Lucie corrió a reunirse con ellosen los establos, esquivando un barril querodaba. Tomó al niño de los brazos deJenny mientras Harold depositaba a lamadre en el suelo. Ella se desplomócontra él, sollozando.

Para entonces, el patio estaba llenode sirvientes y arrendatarios que corríande aquí para allá, recogiendo lo quepodían de la casa de Jenny y Walter,chocando unos con otros mientras iban abuscar ganchos y palos para echar abajola tambaleante pared. Al otro lado delpatio, en la puerta del salón, Filipa se

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retorcía las manos.Lucie llevó al niño a su tía y se lo

entregó.—Llévalo adentro. Traeré a Jenny.—¡Mi cama! —sollozó Jenny

mientras cruzaba el patio dando tumbos.Lucie la llevó al interior, susurrándolecon palabras tranquilizadoras que iba atener una cama nueva, una mucho mejor.

El pequeño, que aullaba en losimpacientes brazos de Filipa, extendiólos suyos hacia su madre. Ella corrióhacia su hijo, se lo arrebató a Filipa y sesentó en un banco junto al fuego paraamamantarlo.

—Mujer desagradecida —murmuró

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Filipa.Lucie deseó poder arreglar un poco

a su tía, pero no había tiempo. Loscriados necesitaban que los calmaran,que les dieran instrucciones.

—Seguramente habrá heridos, tía.Necesitarás tus medicinas, traposlimpios, agua caliente.

Filipa caminó con dificultad hacia lacocina.

Lucie se volvió hacia Daimon, queestaba incorporado tratando de llamar laatención de alguien.

—¿Qué ha ocurrido?Ella se lo explicó.—Jenny, Walter y el niño están a

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salvo. Descansa, Daimon. Tenecesitamos entero.

* * * * *

Por la tarde, Lucie se sentó con Daimon,agradecida por tener un momento detranquilidad. Había enviado a Tildy, aquien le resultaba imposible descansar,a encargarse de la preparación de unalojamiento para Jenny y Walter.Daimon había sugerido una casucha,desocupada desde el verano anterior,donde había vivido una anciana quehabía muerto de la peste. No podrían

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mudarse hasta unos días después.Primero tenían que disipar lospeligrosos aires de la plaga mediante unfuego de junípero y luego habría queairearla.

El momento tranquilo de Lucie fueeso: un momento. Estaba preparando unatisana para Daimon cuando éste mirópor encima del hombro de ella y cerrólos ojos con un suspiro.

—¿Qué tienes? ¿Te duele? —preguntó Lucie.

—Mamá. Esperaba que no seenterara de que estaba herido.

Lucie había olvidado a la madre deDaimon. Después de la muerte de su

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padre, su madre se había mudado a unacabaña a cierta distancia de la finca.Lucie no había pensado en avisar aWinifred de las heridas de su hijo.

—Señora —dijo Winifred con vozsuave, inclinando apenas la cabeza; suimpecable griñón blanco crujió con elmovimiento—. Que Dios os bendiga porel cuidado que habéis brindado a mihijo. —Era una mujer pequeña, de pielpálida y ojos grandes y oscuros. Uncriado cargaba con su lana y su rueca.

—Lo hirieron cuando defendía lapropiedad —dijo Lucie—. Era…

—Era su obligación. —Winifred searrodilló junto a su hijo y le revisó el

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vendaje de la frente. Entonces levantó lamirada hacia Lucie con un gestoacusador y dijo que estaba húmedo.

—Mamá, la señora Wilton sabe loque hace —gimió Daimon.

—He apretado la herida para bajarla hinchazón —dijo Lucie—. ¿Osgustaría estar un rato a solas? —Selevantó de su asiento y se lo ofreció aWinifred, que se sentó. Se alisó la faldade su vestido gris, le dio las gracias aLucie y siguió examinando a su hijo.

Lucie pensó en emplear el tiempo enbuscar algo que comer y se dirigió a ladespensa. Algo de pan, queso y cervezale sentaría bien.

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Sarah, la criada de la cocina, estabaen el cuarto, ocupada en colgar hogazasfrescas en un armazón de mimbre fueradel alcance de los ratones. Parecía tenerprisa por terminar su trabajo cuandoLucie llegó. Sarah era la que se divertíacon las bromas del hijo de la cocinera.Era una joven corpulenta y pesada, quesudaba y resollaba continuamente. Lasgracias que la salvaban eran una risacontagiosa y sus manos de dedos largos,que parecían pertenecer a otro cuerpo.No era mucho para robar el corazón a unhombre. ¿Qué habría visto en ellaJoseph, el hijo de Nan? Daimon decíaque era guapo, aunque no joven. La

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presencia de Sarah en la despensarecordó a Lucie que tanto Sarah comoJoseph debían de conocer la situacióndel tesoro.

—No te des prisa por mí —dijoLucie—. ¿Ha podido la cocinerahornear algo esta mañana?

—Dijo que tendríamos algo paracomer —murmuró Sarah.

—¿Su hijo Joseph se parece a ella?—preguntó Lucie.

Las mejillas rubicundas de Sarah seoscurecieron y ocultó la cabeza detrásde uno de los armazones.

—Es moreno como ella, señora.—¿Durante cuánto tiempo lo han

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despedido?—No lo han despedido. Se fue él

para convertirse en soldado. —Sealejaba lentamente hacia la puerta.

—¿Lo has visto desde entonces?Sarah sacudió la cabeza al tiempo

que extendía la mano a sus espaldaspara abrir el pestillo y liberarse. Elsudor oscurecía el pañuelo que llevabaen la cabeza.

—No hay motivos para que tengasmiedo —dijo Lucie mientras se movíahacia la puerta y arrinconaba a Sarah—.Háblame de Joseph.

Sarah volvió a sacudir la cabeza.—No debo hablar de él. La cocinera

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me lo hizo jurar.—Yo soy tu señora, Sarah. Y la de

la cocinera.Lucie insistió, haciéndole preguntas

pacientemente, hasta que la jovencomenzó a hablar. Joseph había sidocriado por el primo de Nan, untabernero que entrenó al joven comomozo de cuadra. Pero el muchacho noaceptaba la crítica de sus superiores. Devez en cuando, las correas de lasmonturas aparecían rotas, o los caballosrecibían purgas. Joseph decía que eranbromas. Su tío le ordenó abandonar losestablos. Llegó a Freythorpe pensandoen convertirse en mozo de la propiedad.

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Pero pronto descubrió que sólo Sarah sereía de sus bromas. Adam, elmayordomo, le dejó bien claro que no leconfiaría los caballos y se propusoaveriguar por qué el hombre habíadejado la taberna.

—¿Por qué crees que no debeshablar de él?

—No lo sé.—¿Intentó gastarle alguna broma a

Walter, el guarda? —A Lucie se leocurrió que Walter podría haber sido elblanco del daño que habían causado a sucasa.

Sarah sacudía la cabeza.—¿No tenía problemas con Walter?

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—No, señora. Su madre, Adam, elmayordomo, los otros mozos… Conellos bromeaba, no con los demás.

Su madre, el mayordomo y lospobres muchachos que trabajaban conél. Lucie se apartó de la puerta.

—Ya puedes irte. Y no temas, Sarah,no le mencionaré esto a la cocinera.

Cuando Lucie volvió al salón, oyó aWinifred que agradecía a Tildy loscuidados que había prestado a su hijo.No era el momento de entrar. Se deslizópor la puerta trasera y fue al jardín de lacocina. El hermano Michaelo estabasentado en el borde de un banco hacia elque se dirigió Lucie, respirando con

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dificultad. Tenía un balde de agua a lospies.

—Debo limpiarme el polvo y lascenizas —explicó cuando Lucie seacercó a él. Tenía hollín en la tonsura yolía a cenizas húmedas.

—¿Habéis estado ayudando en lacasa del guarda?

—Sí. Aunque no puedo decir si hesido de gran ayuda.

La modestia le sentaba bien.—Os agradezco todo lo que habéis

hecho, hermano Michaelo. Mi padre fuebendecido con los amigos que tenía.

Él inclinó la cabeza.—¿Habéis visto a Harold?

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—Todavía está en el patio,ayudando a despejar los escombros. —Michaelo comenzó a ponerse de pie,luego cambió de idea—. Perdonadme siparezco entrometido, señora Wilton,pero ¿qué pensáis hacer? ¿Os iréis talcomo estaba planeado?

—No puedo quedarme. Mis hijos ymi trabajo están en la ciudad. Ruegopara que los criados y los arrendatariosentiendan que no estoy huyendo de losproblemas. De buena gana me quedaríahasta que todo estuviera en orden, pero¿cómo puedo hacerlo?

—Vuestra gente lo entenderá. Pero,si puedo sugeríroslo, podríais pedir a

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Harold que regresara una vez que oshaya escoltado hasta la ciudad. Hatrabajado mucho junto a los hombres yparecen confiar en él. No encuentrodefectos en las decisiones que hatomado o la forma en que ha procedido.

—Habéis cambiado vuestra opiniónsobre él.

—Antes no estaba seguro conrespecto a él. Dios me ha dado laoportunidad de juzgarlo por sus actos.Es la mejor forma de conocer a unhombre. Y ahora no le haré la guerra.Simplemente creí…

—Os agradezco vuestro consejo,hermano Michaelo. Hablaré con Harold.

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Michaelo parecía aliviado.—Por mi parte, instaré a su

eminencia a que envíe por lo menos ados hombres armados de inmediato.

* * * * *

El hermano Michaelo se marchó a lamañana siguiente con gratitud y recelo.La casa del guarda, sin techo, quemada ydestrozada, arrojaba un manto depenumbra sobre el patio. Aquellomarcaría los días de los habitantes deFreythorpe Hadden hasta que fuera

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reparada o demolida. Era un recuerdoindeleble del horror de dos noches atrásy del día anterior, cuando el pisosuperior había cedido. ¿Quién no daríagracias a Dios por haber sido llamado aotro lugar? ¿Acaso su alivio almarcharse era la causa de su recelo?¿Una sensación de culpa? ¿O era laimagen de sir Robert que se lepresentaba todo el tiempo, con su manosobre la cabeza de Michaelo, pidiéndoleque incluyera a la señora Wilton en susplegarias? Incluirla en sus plegarias erafácil. Sin embargo ¿tendría que haceralgo más? Llevaba la carta para elarzobispo en la que le pedía protección;

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aquello era algo más. ¿En quién más sepodría confiar para que convenciera alarzobispo Thoresby del peligro evidentedel ataque? ¿Y qué significaba dejar a laseñora Wilton en manos de HaroldGalfrey? ¿Acaso un hombre solo podríallevarlos a salvo a York? Michaelo notenía ningún tipo de duda de que, unavez en la ciudad, ella se encontraría asalvo, pero rogaba para que losforajidos no atacaran a los tres viajerosen el camino.

Agregó una plegaria por sí mismo.Viajar solo era temerario en el mejor delos casos.

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* * * * *

Después de dos días de sol y buentiempo, el cielo se nubló; la brisa erafría y amenazaba lluvia. Lucie se refrególas manos para calentárselas mientrasesperaba en el establo a Ralph, el mozoal que su padre había castigado. Aúntenía que ensillar su caballo. Por finapareció el chico; estaba puliendo unahebilla con un trapo suave y murmurabapara sí. Cuando vio a Lucie, seincorporó y le aseguró que su caballoestaría ensillado de inmediato.

Ella había resuelto hablarle como lo

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había hecho con Sarah, con la esperanzade poder averiguar, por sus reacciones alas preguntas de ella, si aún albergabamalos sentimientos hacia su familia. Ohacia la de Walter.

Lucie hizo un gesto con la cabeza endirección a la hebilla.

—Sir Robert habría estadocomplacido con ese lustre.

—Oh, sí, al amo, que en pazdescanse, le gustaba que su montura ysus riendas brillaran.

—Lo echas de menos, ¿no?—Sí, señora.—Pero no siempre ha sido así.Ralph desvió la cabeza.

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—Ya lo habéis oído. Sí, al principiotodo lo que yo hacía estaba mal. Huí deaquí. Envió a Adam, el mayordomo, trasde mí. Me dio unos buenos latigazos.Luego me preguntó si me interesabaaprender a hacer las cosas bien. Dicenque no muchos amos se habríanmolestado por mí.

Lucie le creyó.—Siento mucho todo el problema,

señora —dijo.—Que Dios te bendiga. —No

parecía un hombre con motivos paraatacar a su familia, estaba contento conla vida que llevaba.

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* * * * *

Cuando el pequeño grupo saliócabalgando del patio de Freythorpe,Lucie se volvió una y otra vez paramirar la casa del guarda destruida.Había pedido al hermano Michaelo querezara por ella, para que Dios lerevelara el pecado por el que lacastigaba tanto, y a todos sus inocentesarrendatarios con ella. Los forajidos noeran los sargentos de Dios, le habíaasegurado él. No atacaban siguiendo unaorden divina. Entonces, ¿por qué lehabía sucedido todo aquello en medio

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de los muchos problemas que ya tenía?Quizá porque había sentido la

aflicción de Lucie, Filipa se habíalevantado en silencio y vestido consensatez y, después de dar algunasinstrucciones a Tildy, habíaempaquetado sus cosas y se habíasubido al asiento del carro para esperara sus acompañantes. Su postura eraerguida y alta y mantenía a sus demoniosalejados. Cuando Lucie fue a subir a sulado, ella negó con la cabeza.

—Tú siempre has preferido el lomode un caballo. Yo también lo preferiríasi mis huesos me lo permitieran.Prometo permanecer atenta y controlar

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al burro.Lucie sintió los ojos de Harold

sobre ella cuando el mozo la ayudó amontar. ¿Se preocuparía por ella comoella se preocupaba por Filipa? Era unpensamiento desagradable.

La casa del guarda la siguióacechando al salir y, de hecho, Haroldtenía razón cuando le dijo:

—Debéis mirar hacia delante,señora Wilton. La casa del guarda puedevolver a construirse. Daimon va arecuperarse. Y el gobernador podríademostrar que sirve para algo ydevolveros lo que perdisteis.

Los ojos azules y la sonrisa cálida

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de Harold no fueron suficientes paraalegrarla. Pero le resultabareconfortante pensar que él supervisaríalas reparaciones y se lo dijo. Dios no lahabía abandonado por completo.

Cabalgaron juntos la mayor parte deltrayecto en un silencio afable.

* * * * *

A pesar de todo, para Lucie fue un felizregreso a casa. El jardín resonó con losgritos alegres de los niños cuando lavieron a ella y a su tía abuela Filipa.Jasper declaró que la había echado de

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menos.Mientras Lucie contaba a un

asombrado Jasper todos los problemasque había tenido en los días anteriores,Harold cruzó la calle y se dirigió a lacasa de Roger Moreton para discutir suregreso a Freythorpe Hadden. Rogervolvió corriendo con Harold tras él. Nose quedaría satisfecho sólo con prestar aHarold, también se ofrecía paracontratar a un albañil para quereconstruyera la casa del guarda, a susexpensas.

—Conozco a un excelente albañil.Una casa de piedra es lo que necesitáis.Que sea mi regalo para vos y Owen.

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Lucie se negó. No podía aceptarsemejante oferta. Pero aceptaría sucompañía de buen grado cuandoofreciera su informe al gobernador aldía siguiente.

Una vez que Roger se hubo ido,Filipa empezó a quejarse de un polvoinvisible sobre la mesa hasta que Luciele preguntó qué la afligía.

—Pensé que eras audaz al cabalgartan afablemente con el mayordomo. Peroahora veo que no es nada encomparación con la forma en que tecomportas con su amo.

Lucie envió a Jasper a la tienda ahacer un ungüento para Harold, que tenía

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una dolorosa ampolla en la pierna.Cuando el joven se fue, Lucie se volvióhacia su tía.

—Decir semejante cosa delante deJasper… ¿Cómo has podido?

—Tiene edad suficiente para oíresas cosas.

—¿Qué? ¿Mentiras? ¿Cosas queimaginas? ¿No se te ha ocurridopreguntarme primero qué sentía porambos hombres?

—Están claros tus sentimientos. Unvecino no ofrece esos regalos.

—Cuando la esposa de RogerMoreton estaba enferma, Tildy y yo nosturnamos para cuidarla. Vi lo mal que

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estaba y mandé llamar a Magda. Rogerestaba destrozado, no sabía qué hacer.Él no olvida, tía. —Lucie se dio cuentade que estaba demasiado furiosa, casiescupía las palabras, y se volvió,tratando de calmarse—. Has abierto unaherida entre Jasper y yo que acababa decurarse con mucho esfuerzo —dijo consuavidad—. No sé por qué querríashacer una cosa así.

Filipa no contestó enseguida. Luciela oyó quitarle el polvo al banco,arreglarse la falda y sentarse.

—Kate descuida este cuarto. El aireestá viciado; los bancos, llenos depolvo, y abajo… mira las telarañas.

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Lucie se volvió hacia su tía, pero alinstante distinguió en su cara aquellamirada lejana. Parecía inútil discutir conella, pero, por Dios, ¿cuánto más podríasoportar? Las personas eran amablescon Lucie en ausencia de su esposo;¿tenía que rechazarlas? Se escapó a latienda. Jasper estaba envolviendo elungüento.

—¿Estás demasiado cansado parallevar un mensaje a Magda Digby? —lepreguntó Lucie. La Mujer del Río vivíaen una pequeña isla de pleamar ríoarriba, más allá de la abadía de SantaMaría. Jasper le aseguró que nuncaestaba cansado para visitar a Magda,

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aunque la marea estuviera alta y tuvieraque remar—. Explícale todo lo que te hecontado sobre el ataque y las heridas deDaimon. Pregúntale si estaría dispuestaa viajar para verlo. De ser así, iré averla mañana para decirle lo que hehecho por él. —Jasper tomó el ungüentopara Harold y salió alegremente a labulliciosa calle.

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Capítulo 8

En el bosqueEra una mañana de niebla y aroma atierra húmeda, y Owen se encaminó a lacatedral. Rokelyn había enviado unmensaje en el que le recomendaba alalbañil Ranulf de Hutton para terminarla tumba de sir Robert. Owen deseabahablar con él antes de aceptarlo.

El alojamiento de los albañilesestaba en el extremo norte de lacatedral, más allá del área trazada paralos claustros y el colegio de Santa

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María. Ranulf no estaba allí; sólo habíados oficiales que preparaban piedraspara el claustro. Su charla se detuvocuando Owen se acercó. Asintieron amodo de saludo, pero permanecieron ensilencio y sin sonreír, claramenteincómodos con su presencia. CuandoOwen les preguntó, uno de ellosrespondió:

—Encontraréis al señor Hutton en lanave, está reparando un ornamento cercade la tumba del obispo Gower.

Owen les agradeció la información ylos dejó en paz. La comunidad era muycerrada para trabajos como el queestaba realizando Owen. Todos

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conocían la misión con la que él llegaba.Y, que Dios lo ayudara, quizá se habíanenterado de las insignificantes quejas deOwen sobre su vida privada. ¿Por quéCynog había hablado de él?

Las botas de Owen susurraron en laslosas de color marrón y marfil cuandoentró en la catedral, mientras seapartaba de la línea de peregrinos queavanzaban hacia el santuario de SanDavid. Las losas eran preciosas, hechasy colocadas tan artísticamente como lasde las magníficas abadías cisterciensesde Fountains y Rielvaux, en Yorkshire.

En la nave, cerca del coro, el albañilestaba de pie en un andamio bajo que

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tenía dos lámparas a cada lado de lalabor en piedra en la que estabatrabajando. Se encontraba muy cerca dela pared y tenía la cabeza inclinada,mientras pasaba los dedos a lo largo dela superficie de algunas moldurastalladas con sencillez. Sus manos erananchas y de dedos chatos y le faltaba unafalange del índice de la mano izquierda.

—Esta iglesia está construida sobreun pantano —dijo el albañil cuando notóla presencia de Owen abajo—. Eshúmeda y se hunde continuamente,siempre hay que reemplazar piezas.

Owen apenas pudo distinguir una delas juntas de la piedra, aunque sí los

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límites de la sección que estabaexaminando Ranulf.

El albañil se volvió hacia Owen altiempo que se sacudía el polvo de lasmanos. Cynog había sido un hombredelgado, de mediana edad, con cara yojos expresivos que siempre parecíanestar bien abiertos por una sorpresa.Tenía manos de huesos finos y delicadoscon los dedos largos y afilados de unmúsico. Ranulf era patizambo ybarrigón, con unas enormes orejas que lesobresalían de la gorra y parecíanagrietadas por el frío húmedo de lacatedral.

—No debo quejarme. Es un trabajo

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bueno y abundante, sin apuros. Pero aveces me pregunto quién fue el necioque la construyó aquí.

—Pensé que la historia era que Diosdijo a san David que la edificaraprecisamente en este lugar —dijo Owen.

—Sí, bueno, eso dicen. El buenSeñor estaba pensando en los albañiles,supongo. Nunca nos faltará trabajo. —Ranulf se rascó la gorra—. Pero nohabéis venido aquí a discutir elemplazamiento, ¿verdad? —Bajó delandamio y resultó ser una cabeza másbajo que Owen. Se quitó la gorra y serascó el pelo graso con el muñón de sudedo índice.

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—No es tan inconveniente comovuestra cicatriz, capitán Archer —dijo,al ver la dirección de la mirada deOwen—. Es sólo parte de un dedo quedesapareció.

—Perdonadme. —Owen se sintióincómodo. Él mismo detestaba que lagente le mirara mucho su cicatriz.

—Y no, no obstaculiza mi trabajo.—Ranulf se rodeó el cuerpo con losbrazos y se estremeció dramáticamente—. Por la sangre de Cristo, hace fríoaquí dentro. Si tenemos que hablar,salgamos donde los muchachos estánmezclando la argamasa. Tienen un fuegoencendido que me revivirá los dedos de

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las manos y los pies. Soy un hombre másagradable cuando tengo el cuerpocaliente.

Pero resultó que sólo era agradablecuando hablaba de la tumba, y lo hacíacon verdadera ansiedad. No teníamuchos deseos de alejarse de ese tema.

—Conocí a sir Robert, sí. —Miró aOwen a través de los ojos entrecerradosy meneó la cabeza—. Estáissorprendido. Un albañil y un caballero,¿qué tenemos en común? —Se refrególas manos sobre el fuego—. Magníficosmentón y mejillas. Nariz agradable,larga y fina. Puedo sacar algo de eso. —Sonrió como si ya estuviera admirando

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el fruto de su trabajo.—¿Cómo conocisteis a sir Robert?—Me observó trabajar en los

florones de un techo. Admiró mi trabajo.¿Veis? Debisteis elegirme a mí desde elprincipio. Él me habría elegido a mí.

A Owen le gustó.—Y la tumba ya estaría terminada

—añadió Ranulf con un resoplido desatisfacción.

—Acerca de Cynog…Ranulf lo silenció con una mueca y

sacudió la cabeza.—No hablaré de él. Está muerto.

Dejadlo en paz.—Sólo me preguntaba…

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Ranulf volvió a sacudir la cabeza.—Nada de Cynog. Mirad, capitán

Archer, al arzobispo Rokelyn no leimporta Cynog. Esta investigaciónsatisface la ambición del arcediano, nola memoria de Cynog. Él deseaorganizar una gran captura, quizá la deuno de los traidores. Entonces el obispoHoughton lo recordará cuando loascienda a su siguiente puesto y estarásatisfecho de llevarse al arcediano conél. Dejemos descansar en paz a Cynog.

—Hay gente que cree que un hombreasesinado no descansa en paz hasta quese conoce quién lo asesinó.

—Tenéis a Piers. No se me ocurre

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otra persona que pueda ser másculpable.

—Entonces decidme. ¿Por qué lohizo Piers? ¿Es un traidor?

Ranulf movió los pies y sacudió losbrazos para entrar en calor.

—No sé nada. Y no seguiréhablando de los muertos.

Owen no deseaba insistir tanto ylograr que Ranulf perdiera la paciencia.Hizo al albañil algunas preguntas mássobre su trabajo, luego se declarócomplacido con la recomendación deRokelyn. Con un apretón de manos,Ranulf aceptó comenzar a trabajar al díasiguiente. Acordaron que si tenía algún

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problema, enviaría un mensaje a Owencon el guardián del palacio.

—¿Me haríais un favor con respectoa Cynog? —preguntó Owen.

Ranulf murmuró una maldición.—Quisiera saber cómo encontrar a

sus padres.El albañil hizo una mueca.—¿Con qué fin?—Para oír de ellos cualquier motivo

que puedan imaginar para la muerte desu hijo.

—¿Iréis solo?—Con uno de mis hombres, eso es

todo.Ranulf meditó un momento, al

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parecer hablando consigo mismo. Porfin dijo:

—No veo problema en ello. —Describió a Owen una granja nodemasiado distante de la ciudad, a undía de distancia si salían temprano—.Aunque a pie sería más fácil. A loscaballos no les va muy bien en lascolinas rocosas.

Owen se lo agradeció.—¿Diréis a sus padres que oramos

por ellos? —preguntó Ranulf cuandoOwen se alejaba.

Owen asintió. ¿Cuál debía ser supróximo paso? Era demasiado tardepara ir a la granja de los padres de

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Cynog. Debería dejarlo para el díasiguiente. También consideró laposibilidad de ir a Clegyr Boia a buscara Martin. Cruzó Llechllafar mientrasmeditaba sus siguientes movimientos.Pero Dios decidió por él. Entre losperegrinos que se arremolinaban en laentrada sur de la catedral había unhombre por el que Owen sentía cada vezmás curiosidad: el padre Simon. Elvicario alto y rubio estaba apartado delos demás y observaba a Owen mientraséste se acercaba. Era un hombreapuesto.

—El Señor esté con vos, maestroemplazador —dijo Owen al llegar junto

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a él.Las rubias cejas del padre Simon se

unieron en un gesto de confusión.—¿Emplazador? No tenemos

ninguno en San David.—Os ruego que me perdonéis.

Pensaba que vos teníais ese título aquí.El vicario se ruborizó y sus pálidos

ojos se achicaron cuando se alejótodavía más de la multitud deperegrinos.

—Creo que queréis insultarme,capitán, pero no logro entender elporqué. ¿De qué manera os he ofendido?

—Ayer me seguisteis a Porth Clais.Hoy habéis intimidado al marinero Piers

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después de llenarlo de cerveza.—¿Eso os ofende? —Simon

extendió los brazos y sonriótorcidamente—. Muy bien, ayer temíaque intentarais escaparos. Sabía que elarcediano Rokelyn os había ordenadoquedaros.

—Estoy cada vez más confundido.¿Sois o no el secretario del arcedianoBaldwin más que del arcedianoRokelyn?

La sonrisa desapareció.—¿Qué queréis de mí, capitán?—¿Con qué autoridad interrogasteis

a Piers?—Con la mía. —Simon se puso tieso

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al decirlo—. El marinero es unaabominación en nuestra sagrada ciudad.Como lo es el demonio que ordenó laejecución.

—Sin duda. Por ello, el arcedianoRokelyn desea que investigue. No haynecesidad de que vos lo hagáis.

—Sólo deseo agilizaros las cosas.—Os lo agradezco. Podéis asistirme

ocupándoos de vuestro trabajo ydejándome a mí ocuparme del mío —dijo Owen—. Piers podría habercolaborado más conmigo de haber sidoyo su primer visitante hoy.

—Os hacéis ilusiones.El arcediano Baldwin apareció en la

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puerta de la catedral precedido de doscriados que apartaban a los peregrinos.

—¿Debo esperar toda la mañana? —preguntó Baldwin a Simon. Echó unvistazo a Owen y su expresión seendulzó—. Benedicte, capitán Archer.¿Estáis bien?

Owen hizo una inclinación alarcediano.

—Sí, padre. Benedicte. No me hedado cuenta de que estaba distrayendo alpadre Simon de sus obligaciones.

—Sería difícil hacerlo, capitán —dijo Baldwin, elevando los ojos al cieloy meneando la cabeza.

Simon se ruborizó y apartó la

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mirada.—Vamos, Simon. —Cuando los dos

clérigos desaparecieron dentro de lacatedral iluminada con velas, losperegrinos avanzaron corriendo hacia lapuerta abierta.

Owen tomó el sendero hacia lapuerta de San Patricio. Aquel momentono parecía peligroso para buscar aMartin. Pensó en la incomodidad deSimon. Desdeñaba la piedad presumidadel vicario, pero Owen no era mejor queél, ocupado en descubrir asesinos y enhacer durante todo el día preguntas quenadie se dignaba contestar.

Ojalá Owen tuviera la edad de Iolo

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y fuera libre. Servir a Owain Lawgoch,luchar por una causa justa, apoyar a unhombre de linaje antiguo y noble. Nohabía mentido a Iolo al decirle que lohubiera hecho. Podría ser útil aLawgoch, ya que, por más que ledisgustara conocer las maquinacionesdel arzobispo Thoresby, le habíanenseñado mucho sobre la corte y lavasta casa del duque de Lancaster. PeroLucie, Gwenllian, Hugh… ¿Cómo podíaabandonarlos? ¿Sería posible que ellosse fueran con él, que Lucie entendiera sunecesidad de sentir que él habíaescogido su propio camino?

Una vez fuera del portón, caminó a

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lo largo de los muros de la ciudad hastaque éstos doblaron hacia la puertanoroeste, luego se desvió a través de lamaleza hacia la colina en donde el jefeirlandés, Boia, había construido sufuerte. Como llevaba en ruinas muchotiempo, sus endebles cimientos y sussótanos llenos de maleza atraían a losamantes y a otras personas que nodeseaban ser vistas. Owen subió a lacolina y encontró un lugarsuficientemente alto donde sentarsedurante un rato para alertar al vigía deMartin.

¿Sería posible que pudiera cambiarsu existencia? ¿Que Dios lo hubiera

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llevado hasta allí, en aquel momento,para mostrarle la tarea para la que sehabía estado preparando durante toda suvida? ¿Acaso el Señor lo habíaconducido hasta allí? ¿O había elegidoel desvío equivocado en algún punto delcamino? ¿Tendría que haber escogido aJuan de Gante, que sucedió a Enrique deGrosmont como duque de Lancaster?¿Debió seguir siendo capitán dearqueros después de perder el ojo? Élhabía querido dejar aquella vida porquepensaba que no era segura. ¿Había sidoun acto cobarde?

Una gaviota voló cerca paraestudiarlo mientras estaba sentado. Un

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cuervo llegó para declarar intrusa a lagaviota.

Owen permaneció mirando alinfinito. Se preguntaba cómo podríaenterarse de los propósitos de Dios.

* * * * *

Con el permiso del arcediano de SanDavid, Iolo y Owen salieron tempranola mañana siguiente. Rokelyn no habíatratado de ocultar su decepción al verque Owen aún no tenía ningunarespuesta para él.

—Ésta es una comunidad pequeña.

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Habréis tenido tiempo de hablar contodos.

—Si hubieran querido hablar. Todossaben qué busco. Cuando me acerco aellos, bajan la mirada y se quedanmudos.

—¿No sucede lo mismo en York?—York es mucho más grande. Pero

nunca es fácil.—¿Y creéis que sus padres hablarán

con vos?—Si hubieran asesinado a mi hijo,

yo cooperaría con cualquiera queintentara encontrar a su asesino.

A Rokelyn no le pareció suficiente.—Sin duda los padres de Cynog son

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personas sencillas. No estaránacostumbradas a confiar en extraños.

—Creo que confiarán en mí.Con el mentón apoyado sobre la

mano, Rokelyn meditó un momento.—Entonces id —dijo después de un

largo silencio—. Y que el Señor osproteja. Venid a verme en cuantoregreséis.

Edmund, Tom, Jared y Sam sequedaron en San David con los oídosalerta. Sabían la ruta que Iolo y Oweniban a tomar para llegar a casa de lospadres de Cynog y cuándo era razonableque regresaran. Había habido algunosmurmullos sobre la elección de Iolo

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hasta que Owen les dijo que los padresde Cynog sólo hablaban galés.

* * * * *

Tom estaba sentado en el patio delpalacio del obispo, observando a losperegrinos de alta alcurnia que sereunían para hacer los recorridosdiarios de santuarios y pozos. Algunosvestían atuendos oscuros pero elegantes;otros, túnicas ordinarias de peregrino.Muchos hablaban galés. Trató deentender las pocas palabras que habíaaprendido durante su viaje, pero el

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idioma era demasiado escurridizo paraél. Jared estaba sentado a su lado,ocupado en extraer lentamente un clavode la suela de una de sus botas. Unmovimiento en los escalones queconducían al ala este del obispo llamóla atención de Tom. ¿Alguien quevisitaba al prisionero? Un hombreceñudo y de aspecto tosco hablaba conel padre Simon. El extraño asentía yasentía, el padre Simon inclinaba lacabeza, como si no creyera lo que ledecía. De pronto, un movimiento bruscodel hombre obligó al padre Simon aretroceder un paso. Un guardia se lesacercó. El padre Simon lo despidió con

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un gesto, se inclinó apenas ante elextraño, luego comenzó a subir losescalones. El otro permaneció en sulugar un momento, el mentón sobre elpecho, luego levantó la cabeza y sellevó una mano a los ojos para examinarel patio.

Tom le dio un codazo a Jared parallamar su atención.

—¿Quién es?Jared lanzó una maldición cuando su

bota se le resbaló y el clavo lo lastimó.—Mira lo que has hecho. —Levantó

un dedo—. ¡Está sangrando!—No veo más que suciedad. —El

extraño había descendido los escalones

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y se estaba abriendo paso a través de lamultitud hacia su posición privilegiadacerca de los establos—. ¿Conoces a esehombre que se dirige hacia nosotros?

Jared se metió el dedo mugriento enla boca y levantó la mirada.

—Es el capitán Siencyn. Dudo queesté buscándonos.

Pero Siencyn fue directamente haciaJared.

—Tengo que ver a tu capitán,muchacho. Llévame a donde seencuentre.

—El capitán Archer no estará en laciudad durante todo el día.

—¿Por qué hoy? ¿Por qué ha tenido

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que irse hoy?—Es igual que cualquier otro día. Le

diré que queréis hablar con él.Siencyn murmuró una maldición y

comenzó a alejarse, pero de repente segiró con una expresión feroz.

—Asegúrate de recordarlo,muchacho.

—Parecía preocupado —dijo Tommientras observaba al hombre, que seabría paso hacia la casa del guarda—.Me pregunto qué habrá descubierto en lacárcel. O de qué se habrá enterado porel padre Simon.

—¿El emplazador?—Sí. Estaban hablando.

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—Simon sólo es un entrometido.Más bien creo que el capitán no debe desentirse muy contento con la situación desu hermano, y Piers no debe de estarprecisamente muy amable en estemomento.

* * * * *

Iolo y Owen viajaron hacia el este desdeSan David y se internaron en las tierrasmás altas y boscosas. A pesar de laadvertencia de Ranulf acerca de loscaballos en las partes más empinadas,

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Owen prefirió cabalgar. Por lo menos,los animales cargarían con parte de lacomida y las capas que llevaban por siel tiempo cambiaba. Y, si sufrían unaccidente, con alguno de ellos.

—Esperáis problemas —habíadicho Iolo cuando conducían loscaballos desde los establos del palacio.

—Así es.Aun así, al alejarse de la ciudad e

internarse en un robledal al pie de unasuave colina, Owen se encontrócanturreando entre dientes. Era buenoescapar de los ojos de San David.Estudió a Iolo mientras cabalgaban porel campo abierto. Había una tensión en

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su cara angulosa que nunca desaparecía,ni siquiera mientras dormía. De no serpor la rapidez con que Iolo se movía,habría pensado que se tratabasimplemente de una ilusión óptica. Y,sin embargo, hasta un gato se relaja aveces. Era como si siempre estuvieralisto para atacar. Insistía en su decisiónde regresar a York con Owen. ¿Quépensaría Lucie de él?

Al poco tiempo de salir comenzarona ascender, esta vez a través de unasrocas sobre las cuales decidieron haceravanzar a sus caballos. Ambos estabanincómodos, tratando de protegerse laespalda. Cuando cruzaron y llegaron

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otra vez al bosque, se detuvieron junto aun arroyo.

Iolo se quitó el gorro y se refregó lacalva mientras su caballo bebía. Su pelocastaño claro estaba húmedo donde elgorro lo había cubierto, y sudaba aunquehacía frío en las colinas.

—Una vez me quedé dormidocuando debía estar atento a la llegada deun zorro en la granja de mi tío —dijoIolo—. El zorro me despertó al pasarjunto a mí a tanta velocidad que no lo vi,pero lo olí, apestaba a muerte. Durantemucho tiempo después de aquello,cualquier cambio en el olor de un cuartome despertaba. —Cayó de rodillas,

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juntó las manos y bebió un gran trago,luego sumergió la cabeza y se sacudiócomo un perro.

Owen se arrodilló y se mojó la caracon agua fresca.

—¿Me estás diciendo que huelesproblemas?

—No estoy seguro. Quizá estoyoliendo mi propio miedo. O el vuestro.—Iolo lanzó un gruñido al ponerse depie y tomó sus riendas—. Dios no nosdio el conocimiento del zorro; debemosaprenderlo.

—Dios nos pone constantemente aprueba.

Iolo montó.

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—Y no nos atrevemos a quejarnos,por temor al fuego eterno del infierno.

Owen también montó.—Tu vida no es para quejarse.—Últimamente no.Cabalgaron hacia los árboles.Aunque el sendero era lo bastante

ancho para que pasara un carro modesto,los árboles, frondosos a mediados demayo, oscurecían el camino. Ladistancia entre los claros era mayor.Donde las ramas eran más bajas, tantoque les tocaban los sombreros, ambosvolvieron a desmontar.

Iolo miró a su alrededor, cauteloso.Owen lo imitó. Sentía que los

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miraban. La sensación era mucho másfuerte que antes.

Iolo levantó la mano para advertir aOwen que no se moviera, luegolentamente se acurrucó para noconvertirse en un blanco por encima dellomo de su caballo. Owen hizo otrotanto.

—¿Cuánto falta hasta que podamosvolver a cabalgar? —susurró Iolo.

—No estoy seguro.—¿Nos retiramos?—No.Iolo asintió. Estaba con él.Se acurrucaron allí durante un largo

rato, escuchando. Pero no oyeron nada.

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Por fin se pusieron de pie y siguieronadelante, llevando a sus caballos de lasriendas.

Owen estaba a punto de sugerir quevolvieran a detenerse a escuchar,cuando sintió una presencia detrás de él.Extrajo su cuchillo y se giró. Levantó elbrazo izquierdo para desviar el arma desu atacante, pero su embestida atravesóel aire. Alguien dijo algo en galésacerca de los caballos. El atacante deOwen volvió a desaparecer entre lassombras. ¿Debía ir tras él? Iolo gritó.Owen se dio la vuelta bruscamente. Loscaballos habían desaparecido. Su amigoy un hombre con las piernas

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descubiertas luchaban en el camino, losdos trataban de alcanzar un cuchillo queIolo debía de haber lanzado a suadversario. Owen lo agarró, pero suatacante, que había regresado, hizo otrotanto por atrás. El hombre dio un tiróndemasiado fuerte. Owen gritó de dolor yse volvió pensando en asesinarlo. Perose encontró con dos hombres. Tenía elbrazo derecho herido y retorcido, y no lerespondía con rapidez. Owen sintió undolor agudo y caliente en un costado yluego cayó.

Con la misma velocidad con que loshabían atacado, los hombresdesaparecieron. Alguien gritó a lo lejos.

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Owen esperaba haber herido a uno deellos. Pero lo dudaba.

Giró sobre su cuerpo y se tocó ellado derecho debajo de las costillas.Estaba pegajoso de sangre, al igual queel brazo derecho. Pero el dolor eramucho peor casi a la altura del hombro.Rezó para que no estuviera roto.

Iolo gimió.—¿Estás herido?Iolo no contestó.Owen se sentó, maldiciendo de

dolor.Iolo estaba tirado en el camino.—Mi pie o mi tobillo, algo allí

abajo arde. Y no tenemos caballos. —Se

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incorporó y se apoyó sobre los codos.Owen se levantó, presionándose el

brazo derecho contra el costado paratratar de detener la sangre de la heridapor encima de la cintura y mantener laarticulación inmóvil. Se dejó caer juntoa Iolo.

—Podrían habernos matado.—¿Tenéis una herida en el brazo?—Y otra en el costado, pero no es

tan grave que me impida caminar. —Owen puso la mano sobre el tobilloderecho de Iolo—. ¿Éste?

—No, el otro.Cuando Owen lo tocó, Iolo se

estremeció.

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—Si lo que querían era retrasarnos,lo han logrado —murmuró Iolo—.¿Cómo voy a caminar así?

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Capítulo 9

El gobernadorLa casa del arzobispo en Bishopthorpeestaba muy ajetreada con las actividadesde la primavera. Los hombres searrastraban por las alcantarillas parahacer reparaciones. Un vidriero y suasistente se estaban ocupando de una delas ventanas del salón. Varios criadostrabajaban de rodillas en el jardín derosas, agregando grava nueva a lossenderos. Otro equipo de trabajadoresplantaba lentisco en el jardín de la

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cocina.John Thoresby había salido para

calentarse las entumecidasarticulaciones bajo el sol. No habíaesperado encontrar tanta actividad,aunque era cierto que él mismo habíaordenado que todas las tareascomenzaran cuando el clima amainara.Pero resultaba aburrido que se hicierantodas a la vez cuando él estaba en casa.Ya era hora de que Owen Archerregresara de Gales y reanudara susobligaciones como mayordomo deBishopthorpe. Aquel hombre sabíallevar las tareas del puesto con lógica ycortesía. Thoresby sospechaba que el

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obispo de San David había descubiertolos talentos de Archer. Adam deHoughton era muy codicioso. Sólo habíaque ver la forma en que coqueteaba conLancaster, incluyéndolo en sus ardidespiadosos para reunir a los vicarios en uncolegio con el fin de poder tenerloscontrolados. Houghton tenía intención deque algún día lo nombraran lordcanciller. Ojalá se conformara con eso yno intentara quedarse con Archer.Thoresby había enviado a un mensajeroa Gales para reclamar a su hombre entérminos muy claros diciéndole queAlice Baker había causado problemas yotras cosas que lo llevarían a casa. La

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petición del duque de que Archerreclutara arqueros para su campaña deFrancia había sido razonable y, enrealidad, ¿cómo podía Thoresbynegárselo cuando su propósito era ladefensa del reino? Pero seguramenteArcher ya habría llevado a cabo aquellatarea. No era posible que fray Hewald,su mensajero, ya le hubiera entregado lacarta, pero por lo menos ya debía deencontrarse de camino a Cydweli.

Thoresby gruñó ante el molestomartilleo. Quizá estuviera más tranquiloen los jardines junto al río. Se alejó dela casa. Al pasar por el cobertizo deljardinero, oyó un ruido extraño, un

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resuello. Simon, el jardinero, habíasufrido varios ataques de catarro durantela húmeda primavera. El último le habíadurado mucho y le había provocado unafiebre que los había tenido a todos muypreocupados. Thoresby empujó la puertapara abrirla porque se le ocurrió que eljardinero podía haberse puesto enfermootra vez.

Simon levantó la mirada y unamaldición murió en sus labios alreconocer al intruso. Estaba enterradohasta los codos en un baño hediondo delodo y estiércol, y lo amasaba como unpan.

—¡Eminencia! —Comenzó a retirar

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los brazos. El barro se le quedabapegado a ellos—. El lodo apestosoproporciona rosas fragantes.

—No te detengas, Simon. —Por unmomento, Thoresby se imaginó queaquel hombre iba a llevarse aquellasinmundas manos al rostro. El olor eramuy intenso. El arzobispo se protegió laboca y la nariz con el antebrazo—.Simplemente me llamó la atención elruido. No quería molestarte.

—Vuestra eminencia es siemprebienvenido —dijo Simon—. Pero no osculpo por retiraros. Mi buena esposanunca ha logrado acostumbrarse al olordel estiércol. Esta tarde me enviará al

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río a lavarme antes de dejarme poner unpie en casa.

—¿No calienta agua para ti?Simon lanzó una risita.—Mi buena mujer tiene muchas

bocas que alimentar y vestir, y no máshoras en el día que nosotros, ¿no?

—No, por supuesto que no. —Siconocieran la moderación, quizá notendrían tantos niños—. Que Dios osproteja a todos —dijo Thoresby almarcharse.

Una vez fuera, el hombre se detuvo arespirar una bocanada de aire fresco, yen esas oyó que un caballo entraba altrote en el patio. El día anterior, un

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caballo al galope le había llevado lanoticia de que una banda de forajidoshabía atacado Freythorpe Hadden.¿Habría más malas noticias? Un setoalto le bloqueaba la visión. Curioso,Thoresby retrocedió hasta la parte másalta del camino. El jinete era el hermanoMichaelo. Su secretario regresaba porfin. Excelente. Sin duda, desearía hablarcon Thoresby de inmediato, pero elarzobispo quería disfrutar del día.Reanudó su búsqueda de un lugartranquilo bajo el sol. Aquella nochesería perfecta para hablar con Michaelo.

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* * * * *

Después de mucho pensarlo, Lucie envióuna nota a Roger Moreton en la que lesugería que su mayordomo, en lugar deél mismo, la acompañara a ver algobernador al día siguiente. Haroldactuaría como testigo de su relato yluego podría volver a la casa. Rogerexpresó decepción en su respuesta, peroaceptó que Harold era la mejor opción.Informaría a su mayordomo de sumisión.

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* * * * *

La tarde era lo suficientemente fría paraencender un fuego en el salón, pero elaire seguía siendo tan dulce queThoresby dio instrucciones a los criadospara que pusieran una mesa y sillascerca de una ventana abierta. Elhermano Michaelo no llevaba muchotiempo sentado cuando pidió permisopara acercar su silla al fuego, lejos delaire vespertino. Thoresby hizo una señalal criado que estaba detrás de él paraque lo hiciera. No dudaba de la queja de

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su secretario. Estaba en los huesos. Elanterior secretario de Thoresby,Jehannes, a la sazón arcediano de York,pensaba que el hermano Michaeloestaba muy afectado por su viaje aGales. Jehannes había cenado con elarzobispo el día anterior.

—Durante su breve estancia enYork, lo encontré muy apagado, ypasaba la mayor parte de su tiemporezando —había dicho Jehannes.

Pero Thoresby notó que Michaeloaún se arreglaba sus mangascuidadosamente confeccionadas,asegurándose de que estuvieran biencolocadas sobre los brazos de la silla.

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Estaba delgado, y parecía que lamentabala muerte de sir Robert d’Arby. PeroThoresby no veía un hombre santodelante de él.

—Os habéis tomado vuestro tiempopara regresar —dijo el arzobispo.

El hermano Michaelo echó unvistazo al criado, luego a la jarra devino y las copas.

—Sería un honor para mí servir avuestra eminencia. —Levantó una cejaen dirección al criado.

Interesante. Tendría algo que decirque no deseaba que los criados oyeran.Thoresby despidió al hombre con ungesto.

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—Acompañé a la señora Wilton aFreythorpe Hadden para que hablara conla señora Filipa sobre los últimos díasde sir Robert. —Michaelo hizo unapausa con una mirada interrogante, comosi estuviera pidiendo permisotardíamente.

Thoresby le hizo una seña para quecontinuara.

—Tuvimos dificultades —comenzóMichaelo, y procedió a explicarle todolo que había pasado con los forajidos deFreythorpe Hadden. Con razón Michaeloparecía exhausto.

—La señora Wilton tiene laintención de denunciar el hecho ante el

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gobernador —concluyó el monje.—¿Decírselo a Chamont? —dijo

Thoresby—. ¡Ja! Bien poco hará él.Puede que ni siquiera esté en suresidencia del castillo de York.

El hermano Michaelo le entregó unacarta.

—De la señora Wilton.Thoresby la leyó rápidamente,

preocupado por lo bien que los ladronesconocían la casa. Se alegró de que ellatuviera la sensatez de regresar a York.Unos cuantos criados era una peticiónlógica. Por supuesto, se lo concedería ala madre de sus ahijados.

—Enviaré a algunos hombres de

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inmediato —dijo, dejando la carta a unlado—. ¿Está a salvo ella en York?

Michaelo hizo una mueca ante lapregunta.

—Eso supuse, pero si vuestraeminencia lo duda… Quizá debiéramoshablar con el alguacil. —Se levantópara servir vino.

—Los alguaciles reaccionan cuandoel daño ya está hecho. Necesito a Archeraquí.

—Estoy seguro de que la señoraWilton piensa lo mismo, eminencia.

¿Sarcasmo? Thoresby levantó lamirada hacia su secretario cuando éstele entregó una copa de vino. Miraba

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hacia abajo con una expresióninescrutable. ¿Qué importaba? Elarzobispo depositó la copa sobre lamesa, se levantó y se dirigió a laventana. Qué dulce era el aire de latarde; qué efímero era aquel momento.Permaneció allí un rato, respirando,pensando. El relato de Michaelo y lacarta de Lucie lo preocupaban. El asaltono parecía un delito común. Se volvió yvio que Michaelo se servía otra copa devino.

—Lo que me preocupa es la casa delguarda —dijo Thoresby.

Michaelo levantó la mirada con unaexpresión sorprendida.

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—Con la muerte de sir Robert, laseñora Wilton es ahora dueña de lapropiedad, y después de ella, lo seráHugh. No hay dudas acerca de ello, ¿noes verdad? ¿Acaso sir Robert mencionóalgún problema? Parientes que puedanreclamar la propiedad, antiguosenemigos…

—Ninguno, eminencia. —Michaeloextrajo un pañuelo de la manga y se secóla alta frente—. Pero no pensé enpreguntarlo. —Su cara tenía unaexpresión de preocupación.

Thoresby restó importancia a suinquietud.

—En realidad, no es algo que uno

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pregunte a un amigo moribundo. —Teníauna incómoda sospecha sobre lapreocupación de Michaelo por lafamilia de sir Robert d’Arby—. Habéiscambiado mucho con respecto a sirRobert.

—Sentía el mayor respeto yadmiración por él.

—Pocas veces habíais mostradotanto afecto hacia un anciano. —Jóvenesapuestos u hombres que pudieranfavorecer sus ambiciones, sí.

Michaelo se levantó bruscamente desu silla; la indignación teñía susmejillas.

—¡Eminencia! No he roto mis votos.

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¡Y cómo se puede pensar semejante cosade sir Robert!

—Volved a sentaros, Michaelo. Noha sido mi intención ofenderos, aunqueno puede pareceros extraño que enocasiones me lo pregunte. La carne no esinsensible. Sin embargo, se puede lucharcontra el demonio. Pero simplemente mepreguntaba qué esperabais ganar convuestra devoción. —Suspiró cuando vioque el monje se movía, inquieto, llenode indignación—. ¡Sentaos!

Michaelo lo hizo.—Ha sido una opinión poco

meditada. Perdonadme. —Michaelo nodijo nada—. ¿Estamos en paz? —

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preguntó Thoresby—. ¿Podemoscontinuar?

Michaelo levantó apenas la cabeza yvolvió a dejarla caer con el mentónsobre el pecho.

Thoresby lo tomó como unasentimiento poco entusiasta ymelodramático. Algunas cosas no habíancambiado.

—Enviaré a Alfred y a Gilbert aFreythorpe Hadden. Archer les enseñó apensar, lo cual es útil en estascircunstancias, aunque inconveniente enotras.

Michaelo levantó la cabeza.—¿Deseáis que vaya con ellos?

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—No. Enviaré a uno de los criadoscon el mensaje. Tenemos cartas queescribir. Al gobernador y a Archer. Yahabía mandado llamar al capitán, peroesto debería hacerlo venir antes.

Michaelo se relajó.—¿Vuestra eminencia ha mandado

llamar al capitán?—¿Se os ocurre un momento peor

para que esté lejos de su familia?Michaelo inclinó la cabeza, como si

estuviera meditando.—Es muy amable de vuestra parte.—La amabilidad no tiene nada que

ver con ello. —Thoresby se adelantó—.¿Quién es ese Harold Galfrey? Decís

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que ha sido mayordomo. ¿De tierras tanextensas? Freythorpe Hadden es unagran responsabilidad. Ese hombredeberá desempeñar muchas másfunciones que Archer como mimayordomo. ¿Es competente?

—Sé poco sobre él, eminencia. Unrespetable mercader de York, RogerMoreton, lo contrató como sumayordomo, con la recomendación deJohn Gisburne.

—Gisburne. Su recomendación notiene peso para mí. Todo lo contrario, adecir verdad.

—He oído rumores con respecto aGisburne. Pero la señora Wilton confía

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en la opinión del señor Moreton. Deverdad es muy respetado.

—Quizá lo sea, pero si acepta larecomendación de Gisburne,probablemente sea un idiota cuando setrata de contratar hombres. No creo quela señora Wilton hiciera suficientespreguntas cuando aceptó la oferta deMoreton. Debo investigar a HaroldGalfrey.

Michaelo puso expresión de dolor.—¿Qué sucede?—Fui yo quien instó a la señora

Wilton a que considerara a Galfreycomo su mayordomo temporal,eminencia. Soy yo quien hace

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demasiadas pocas preguntas.—Una bonita cortesía, Michaelo.

Comamos, luego nos ocuparemos de lascartas.

* * * * *

La mañana llevó el caos a la casa deLucie. Gwenllian temía que Luciepensara desaparecer durante unoscuantos días más y se aferró a su faldacuando quiso salir de la casa a reunirsecon el gobernador. Filipa regañó a Luciepor no poner límites a la niña. Jasperanunció demasiado tarde que el jefe del

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gremio los había visitado mientras Lucieestaba de viaje. Deseaba discutir lasacusaciones de Alice Baker. Quería vera Lucie cuanto antes. Harold llegó a lacasa mientras Lucie estaba en la cocinaintentando que Jasper repitiera lo quehabía dicho el jefe del gremio. Filipadijo que el niño simplemente estabatratando de protegerla de lashabladurías. Jasper insistió en que no leestaba ocultando nada, sólo que norecordaba todo lo que el jefe delgremio, Thorpe; había dicho. Harold sellevó a Gwenllian al jardín.

Cuando por fin Lucie se reunió conellos allí, Gwenllian estaba provocando

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a Crowder con una cuerda a la que habíaatado un ramito de nébeda. Haroldestaba repantigado en un banco, tratandode hacer cunas con una cuerda. Parecíadescansado y alegre.

Lucie trató de no notar la calidez desus sorprendentes ojos azules cuando sesentó a su lado.

—Creo que voy a volverme locaantes del atardecer —dijo.

—He visto a la esposa del panaderoy oí los chismes —dijo Harold—. Nadiecree que os hayáis equivocado. Todossaben que Alice Baker piensa que esalquimista.

—Lo que importa es lo que crea el

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gremio. Hay miembros que piensan quenunca debí ser aceptada, y queciertamente no merezco el honor de serllamada maestra. Para ellos no basta conno permitirme entrar en las reuniones yceremonias por ser mujer. —¿Por quéestaba confiándole todo aquello a unmayordomo? Lucie se puso de pie y sesacudió la falda—. ¿Vamos a ver algobernador? —Estaba a mitad decamino de la casa cuando se dio cuentade que Harold no la había seguido. Sevolvió y lo encontró de pie junto albanco, con las manos tras la espalda,observándola con aire incierto. Lucieretrocedió—. ¿Qué sucede?

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Con expresión incómoda, sin mirarlaa los ojos, él dijo:

—Os ruego que no os ofendáis, perohe pedido al señor Moreton que lleveuna carta al gobernador de mi parte.

¿Acaso Harold deseaba evitarla?Sintió que una oleada de calor leinvadía el rostro y se alegró de que él nola viera. ¿Se daría cuenta de que ella sehabía vestido con cuidado, para él? ¿Yde que esperaba ansiosa la caminata através de la ciudad, con él?

—¿Por qué? —preguntó, y su vozfue un susurro inapropiado.

Él la miró a los ojos.—Deseo irme cuanto antes a

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Freythorpe Hadden. Estoy intranquilo…Desperté con la sensación de que teníaque regresar lo antes posible.

Lucie escudriñó su rostro para ver siestaba disimulando. Parecía sincero, locual la hizo estremecerse.

—¿Qué teméis que haya sucedido envuestra ausencia?

—Espero que no haya pasado nadamás, pero me he dado cuenta, tarde, delpeligro al que nos enfrentamos. Tuvepoco tiempo de pensar en ello hastaanoche. Y luego… —Se pasó la manopor el pelo—. Pensé en lo que podríahaber sido, ¿lo veis? Si el guarda y sufamilia hubieran estado en la casa

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cuando los forajidos provocaron elincendio…

—¿Dónde estaban Walter y sufamilia?

—En la cocina, cenando.—Dios los protegió.—Pensad en cómo se sentirán hoy

los que se quedaron allí. Deben desobresaltarse cada vez que oyen unruido.

—Debéis ir, por supuesto. Yo… —Lucie le tocó la mano, conmovida por supreocupación—. Os lo agradezco.

El puso la otra mano sobre la deella, se la apretó, se acercó un paso, lelevantó la mano y se la besó, mirándola

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profundamente a los ojos todo el tiempo.El calor que invadió el cuerpo de

Lucie con el beso de Harold le advirtióque diera un paso atrás, que recordaradónde estaba, quién era. Ella retiró lamano.

—Y ésta es la otra razón por la quedebo marcharme rápidamente —dijoHarold—. Perdonadme. —Se volvióhacia Gwenllian, llamándola.

La niña se acercó corriendo. Haroldla alzó en el aire y le dio vueltas,haciendo que sus rizos bailaran. Ella loabrazó cuando él la dejó en el suelo.

—Tengo que irme. Tu madre me haordenado que vaya a defender su

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castillo.—¿Qué castillo?—Freythorpe Hadden. Es un enorme

castillo.Gwenllian parecía decepcionada.—¿Volverás?—¡Por supuesto que sí!Lucie acercó a Gwenllian hacia ella

y la abrazó mientras observaba a Haroldalejarse del jardín y se recordaba queaquel hombre no era rival para Owen.

* * * * *

Roger Moreton apareció unos momentos

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después, vestido con el uniforme de sugremio, para impresionar al gobernadorcon su posición, supuso Lucie. Despuésde todo, para ella podría ser más útilque Harold. Quizá, lo que era másimportante, ella no tendría que cuidar sucomportamiento hacia Roger.

—¿Os importa el cambio de planes?—preguntó Roger, que obviamenteestaba leyendo algo en la expresión deLucie.

—En absoluto. —Con un abrazo y unbeso, Lucie se apartó de Gwenllian, quese alejó corriendo en busca de Crowder.Lucie se puso de pie, sonriendo.

—Es muy amable de vuestra parte

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que dejéis el trabajo para acompañarme.—Me alegro de hacerlo. —Extrajo

una carta de su bolsa—. Harold escribiólo que advirtió, cosas que vos no visteis.Esperaba que resultaran útiles.

—Entonces estamos bienpreparados. ¿Salimos?

Hablaron poco mientras atravesabanlas multitudes en Thursday Market, porFeasegate; cruzaron Coney y Ousegatehasta Nessgate. Lucie estaba preocupadapor Filipa; la había dejado paseando porla sala, murmurando para sí, sin notar lapresencia de Lucie o de Roger. ¿Acasosu deterioro había empeorado con elimpacto de los acontecimientos

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recientes, o había estado igual durantetodo el invierno? Los criados no se lohabían dejado muy claro.

—Parece que Harold os ha prestadoun gran servicio —dijo Roger, mirandoa Lucie con una expresión extraña, quizáde preocupación. ¿Acaso podía leer sumente?

—Sin duda, sí. Que Dios os bendigapor ofrecérmelo.

—Umm.¿Qué estaba pensando él? ¿Quizá se

daba cuenta de lo que ella sentía? ¿De loque sentía Harold? Tenía que saberlo.

—Estáis muy lejos.—Perdonadme, yo… —Roger se

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detuvo en medio de Nessgate—. Esperoque no os ofendáis, pero me tomé lalibertad de hablar con Camden Thorpesobre las acusaciones de Alice.

Aquella intromisión había ido muchomás lejos de lo que Lucie jamás sehubiera imaginado. Se quedó muda unmomento, empapándose de sus palabras.El enojo pronto reemplazó a lapreocupación.

—¿Habéis hablado con el jefe de migremio? —Dos hombres que pasabanpor allí la miraron. Lucie se dio cuentade lo alto que había hablado y bajó lavoz—. ¿Qué derecho teníais? ¿Creéisque soy una niña que no puede hablar

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por sí misma?Roger miró a su alrededor, nervioso

por la escena que había provocado.—Quizá deberíamos seguir

caminando.—No. No hasta que me deis una

explicación.—Estáis enojada. Camden dijo que

así sería. Me aconsejó que no os dijeranada y me prometió no comentar nada.Pero yo quería que lo supierais. Sientohaberme inmiscuido. No estuvo bien. Ospido que me perdonéis.

—¿Qué os hizo defenderme ante eljefe de mi gremio? ¿Qué podríais decir?¿Acaso sois boticario, habéis adquirido

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el conocimiento necesario para discutirmi inocencia?

—Sólo pensé que una palabra de unmercader colega…

—¿Una palabra? —Lucie no podíacreer su ingenuidad.

Roger bajó la cabeza.—A él le pareció tan inapropiado

como a vos.—¿Vais a hacer lo mismo con el

gobernador?—Os juro que no abriré la boca.¿Qué pensaría el jefe del gremio

sobre su relación con Roger? Santocielo, qué hombre tan tonto. Pero al versu pesar, Lucie contuvo su ira.

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—Vuestra intención era ser un buenamigo, lo sé. Pero ahora habéis puestolas cosas más difíciles para mí.

—Os lo repito, él sabe que vos nosabíais nada sobre mi visita.

Lucie sacudió la cabeza. No lequedaba la energía necesaria paradiscutir.

—¿Estáis seguro de que podréismanteneros callado durante estareunión?

—Lo juro. Esperaré fuera si así lopreferís.

—No será necesario. —Su iraestaba desapareciendo. Alice Bakerhabía causado el problema de Lucie con

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el gremio, no Roger—. Pero nunca osperdonaré si rompéis vuestra promesa.

Con expresión de alivio, Roger hizouna reverencia y le ofreció el brazo paraque ella se lo cogiera.

—Castlegate se inundó con laslluvias. Va a estar resbaladizo.

Hablaron poco mientras se abríanpaso por la calle enlodada hacia elcastillo de York. Lucie se preguntó sitodos los castillos estarían tan atestadosde gente. Este albergaba a numerososoficiales del rey, incluyendo al jefe dela Casa de la Moneda, a los doscustodios del Cambio, a los doscustodios del Real Sello Mercante en

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York, al custodio del Fossfishpond, alcustodio del bosque de Galtres y algobernador, que era el representantereal en el condado. También albergabauna cárcel. Lucie siempre se sentíaobservada por algún agraviodesconocido cuando accedía a aquelpatio interior. Trató de no hacer caso atodo el ajetreo que se desarrollaba a sualrededor, en un intento de ordenar suspensamientos. Pero se dio por vencidacuando Roger la condujo a través de unamultitud que observaba un azotamiento,junto a guardias armados que rodeabanvarios carros que eran descargados en elTesoro Público, a través del humo de

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los hornos de acuñación, hasta la saladel gobernador, que otrora habíapertenecido a los templarios. En lapuerta, Lucie retiró su mano del brazode Roger y se acomodó el velo. Deseabacausar una buena impresión en JohnChamont, el gobernador, para que vieraque no se estaba quejando por un simplerobo de baratijas.

El asistente del gobernador escuchósu breve relato con rostro solemne, locual la alentó. Luego la hizo pasar a lacámara del gobernador.

En el instante en que Lucie entró,supo que estaba perdiendo su tiempo.John Chamont estaba sentado tras una

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gran mesa exquisitamente labrada sobrela cual se paseaban un niño y uncachorro. Una mujer elegantementevestida con sedas y terciopelos y unvelo de gasa estaba sentada en el rincón,detrás del gobernador, discutiendo algocon una criada. La señora Chamont,supuso Lucie.

El asistente anunció a Lucie y aRoger. La señora Chamont siseó unaorden. La criada cogió al niño con unbrazo y al cachorro con otro y saliódeprisa de la sala pasando junto alasistente y a los visitantes. Luego laseñora Chamont se puso de pie, saludócon la cabeza a Lucie y a Roger y siguió

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a la criada con paso lento y majestuoso.John Chamont frunció el entrecejo al

mirar hacia la puerta y luego a Lucie.—¿Señora Wilton, boticaria? —

Llamó a su asistente a su lado. Este seacercó corriendo. Después de muchointercambiar susurros, dio un paso atrásy Chamont levantó la mirada—. Ah. —Asintió mirando a Lucie—. Venís porlos forajidos que atacaron FreythorpeHadden. —Expresó su pesar—. Sueminencia el arzobispo me escribiósobre esto, expresando su preocupación.Sois afortunada por los amigos quetenéis.

—He venido a deciros lo que sé. Y

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el hombre que me está ayudando con lasresponsabilidades de mi mayordomo meha proporcionado información quepuede ser útil. —Le entregó la carta deHarold y el gobernador se la pasó alasistente, que esperaba detrás de él.

—Os informaremos si los forajidosson arrestados —dijo Chamont con unasonrisa benigna.

El asistente se inclinó ante elgobernador y luego rodeó la mesa endirección hacia Lucie y Roger.

—¿No deseáis oír mi informe?—Mi asistente os tomará

declaración. —El gobernador hizo unaseña a su asistente indicándole la puerta

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y se alisó su elegante túnica al tiempoque se ponía de pie.

—¿Es éste el alcance de vuestrasobligaciones? —estalló Lucie—.¿Recibir cartas y hacer promesas vanas?

—Señora Wilton, ¿qué más puedoprometeros? No creo que se deba temerotro ataque. Esos forajidos nuncaregresan.

Roger dio un paso adelante con elrostro rojo de ira.

—Si me perdonáis, señor, unossimples ladrones no causan tantosdaños. —Lucie nunca había oído tantafrialdad en su voz.

Chamont no lo notó.

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—Muy desafortunado. Pero fue unaccidente, estoy seguro. Con el incendioquerían asustaros, aunque causó másdaños de los previstos.

—¿Esos incendios son comunes? —preguntó Lucie.

Chamont sacudió la cabeza.—Los cobertizos muchas veces se

incendian para crear confusión. Loimportante es que vuestras pérdidaspudieron haber sido mucho peores.Vuestras criadas no fueron violadas,vuestro mayordomo va a recuperarse.Otros no han sido tan afortunados.

—Afortunados —repitió Lucie conincredulidad.

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El gobernador, de pronto, se fijó enella; su mirada era sorprendentementeintensa y nada cordial.

—Me maravilláis, señora Wilton.Tratáis este tema como si temierais quehubiera un enemigo en particular detrásdel ataque a Freythorpe Hadden. ¿Esasí? ¿Tenéis algún problema?

Aquel cambio brusco la habíatomado desprevenida, y supuso queaquélla era la intención de Chamont.

—No tengo enemigos. —Seguramente, Alice Baker no seatrevería a tanto.

Él la miró un momento como sitemiera su respuesta, pero dijo:

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—Entonces no hay nada que temer,puesto que uno siempre conoce a susenemigos.

Lucie había visto su agudeza, sabíaque no era tan simple. Sólo era unconsuelo conveniente.

Chamont sacudió la cabeza.—En cuanto a los bienes, vajilla de

plata y oro, joyas, sedas costosas,ganado, tapices de todo el condado…¿Cuántos hombres necesitaría pararecuperar todos esos tesoros? Porsupuesto, si apreso a los forajidos.Estoy seguro de que se trata del trabajode una banda pequeña. Es posible quedescubra su guarida. Y si lo hago, lo

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sabréis de inmediato. Os lo prometo,señora Wilton.

—Es un gran consuelo —dijo Lucie.No veía la necesidad de ser cortés.Fuera amable o no, a Chamont no leimportaba.

Como si estuviera de acuerdo, elgobernador le dedicó una inclinación.

Lucie y Roger se retiraron. Cuandosalieron al patio del castillo, Rogersugirió que caminaran hasta el prado deSan Jorge, donde convergían los ríosFoss y Ouse.

Lucie, que se sentía oprimida por laexperiencia y el desagradable vapor delos hornos de acuñación y por el agobio

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de la multitud que volvía a reunirsealrededor de otro azotamiento, aceptó debuen grado la caminata. Los ríos nosiempre olían bien al bajar de la ciudad.Transportaban los desechos que éstaproducía junto con los de las curtiduríasy las carnicerías, pero en ocasiones, ensu confluencia, el aire era más fresco. Yel cielo abierto con toda certeza lelevantaría el ánimo.

—Cuando semejante hombre aceptael título de gobernador, sólo piensa en elprestigio, no en la responsabilidad —dijo Roger.

—Me gustaría estar en silencio,Roger —dijo Lucie.

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—Por supuesto. Pero… ¿os habéisvuelto a enfadar porque he habladodurante la reunión?

Lucie le apretó el brazo.—En absoluto. Vuestro enojo quizá

no lo haya conmovido, pero yo lo heapreciado. —Al pasar ante los molinosy el campo donde Owen entrenaba a loshombres del lugar en la práctica delarco, Lucie meditó sobre la pregunta delgobernador acerca de posiblesenemigos. ¿Sería posible que sir Roberttuviera enemigos de los que ella nosupiera nada? ¿Y Owen? Seguramente,en su trabajo para el arzobispo, Owenhabría encolerizado a alguien alguna

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vez. Pero ¿cómo podía descubrir asemejante enemigo? El río la hizopensar en Magda Digby. La Mujer delRío había aceptado ir a FreythorpeHadden. En aquel momento, Lucie teníaotro motivo para visitarla.

Pero antes debía vérselas conCamden Thorpe y las acusaciones deAlice Baker.

Estaban en el límite de los campos,como en la proa de un barco, con laexcepción de que el agua fluía junto aellos en la dirección contraria. La brisadel río era fresca y húmeda, el solcalentaba ya un poco allá arriba, y abajola tierra aún estaba húmeda. Lucie se

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sintió atrapada entre el invierno y elverano. Cerró los ojos y levantó la carahacia el cielo.

—Parecéis contenta —dijo Roger.—En este momento siento la gracia

de Dios —dijo Lucie—. Ruego para quesea una señal de que prontocomprenderé lo que ha ocurrido.

* * * * *

El jefe del gremio, Camden Thorpe,tenía una sólida casa de piedra en lapuerta de San Salvador. Lucie y Owenconocían bien a la familia: Gwenllian

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llevaba el nombre de la señora Thorpe,su madrina. Los almacenes de Camdenestaban a un lado de la casa y en elmedio había un pequeño patio dondeGwen Thorpe lograba convencer avarios árboles para que crecieran.También había conseguido que la hiedratrepara por las paredes de losalmacenes. Era un ambiente encantador.

Lucie se separó de Roger enThursday Market, ya que preferíaenfrentarse sola al jefe del gremio.

Una criada abrió la puerta y, alreconocer a Lucie, corrió a buscar a suseñora antes de que Lucie pudierapreguntar por Camden.

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Una mujer corpulenta y guapa llegóruidosamente a la puerta; uno de sushijos menores iba correteandotorpemente tras ella.

—Que Dios te bendiga, Lucie.Debes perdonar a Mary. No sabe queéstas no son horas de que vengas asentarte a charlar conmigo. Porsupuesto, buscas a Camden. Está en elalmacén del otro lado del patio. —Pusouna mano sobre la de Lucie—. Lamuerte de tu padre es una gran pérdida.Que Dios le dé paz. Asistiré al réquiemmañana.

El hecho de que la señora Thorpe setomara la molestia de salir de su casa

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era un signo de su buena amistad. Teníamuchos hijos y mucho personal, asícomo dos aprendices de su esposo yvarios criados que trabajaban en elalmacén, y a todos les tenía que dar decomer. Y como jefe del gremio yregidor, el señor Thorpe recibíainvitados con frecuencia.

—Será un consuelo tenerte allí —dijo Lucie.

—Ve, entonces, dile lo tonta que esAlice Baker. Todos lo sabemos. Luego,si tienes tiempo, regresa para que te déalgunos pasteles para mi ahijada y suhermanito.

El trato amistoso de Gwen suavizó

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el humor de Lucie. Al cruzar el patiohacia los almacenes, sintió menos queiba a reunirse con un adversario.

Su buen humor se desvaneció cuandooyó que la voz de Camden se elevabairacunda. Dos criados estabanacurrucados sobre un tonel y el olor avino llenaba el ambiente. Lucie comenzóa retroceder, pensando que sería másfácil si lo encontraba de mejor humor.Pero Camden notó que uno de loscriados levantaba la mirada al verla y sevolvió para ver quién había presenciadosu arranque.

—¡Señora Wilton! —Camden sonriómientras caminaba hacia ella—. ¿Qué

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pensaréis de mí? Mi humor tienejustificación, os lo aseguro. Pero noquisiera que pensarais que soy ungruñón. —Era un hombre del tamaño deun oso con cejas espesas y narizaguileña.

—Siento mucho interrumpiros eneste momento. Pero Jasper me ha dichoesta mañana que habíais estado ennuestra casa.

—No me molestáis, señora. Venid,alejémonos de este par de torpes yescapemos del triste perfume del vinoderramado. —La condujo hasta unpequeño cuarto separado del área másamplia con paneles de madera. El olor

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del vino no era tan penetrante allí, peroaun así era fuerte. Camden hizo una señaa Lucie para que se sentara en la únicasilla de respaldo alto de la habitación.Él se instaló en un banco y se tomó unmomento para calmarse, refregándose lafrente y tocándose el mentón, un antiguohábito de cuando llevaba barba—. Esculpa mía, me temo. Soy impaciente.Mis aprendices lo habrían logrado sinproblemas. Pero tuve que pedirles quecambiaran el tonel de posición.

—¿Es una gran pérdida? —preguntóLucie.

—¿Sabéis? La causa de mi pesar noes ésa, sino la calidad. Un magnífico

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vino francés que estaba guardando parala boda de mi Celia. Dios santo, soy unviejo tonto.

No era tan viejo y en absoluto tonto,pero Lucie entendió que la pérdida eramucho mayor que simplemente el vino.Era un padre amoroso que deseaba queel día de la boda de su hija mayor fueraperfecto. Y sólo faltaba un mes para laceremonia.

—¿No hay tiempo parareemplazarlo?

Camden se tocó el mentón.—Conseguiré otro buen vino

francés. De hecho, tengo otros. Peroése… —Sacudió la cabeza y luego, de

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repente, se enderezó y se palmeó losmuslos—. Basta de quejas. Desearéisoír mi opinión sobre las acusaciones deAlice Baker. —Bajó la mirada yobservó el suelo durante un momento.Respiraba profundamente; era unhombre de gran tamaño.

Lucie escuchó sus inspiracionesmedidas, preguntándose si eran más omenos agitadas que de costumbre. Sintióque estaba de regreso en el convento,esperando un castigo por una travesura.

—Creo que sé lo que sucedió —dijocon voz demasiado débil.

Camden la miró a través de lascejas.

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—Yo también. Y el resto de laciudad. Alice Baker piensa que si unapizca basta para curar a la mayoría de lagente, lo que ella necesita es una palada.Cree que es una criatura delicada,acechada por demonios en cada órganoy articulación. Oh, sí, conozco a AliceBaker.

—Es posible, pero la ictericia no seproduce por una dosis superior de algo—dijo Lucie—. Ella mezcló cosasequivocadas. —Le explicó la teoría deMagda Digby y el remedio que habíarecomendado—. Pero no puedo forzarlaa que me obedezca. —Oyó el tonodefensivo en su propia voz.

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Y también Camden, que le hizo ungesto para que se calmara.

—No os acuso de nada.Simplemente quería conocer los detallespara poder saber cómo defenderos sialguien trata de acusaros.

—¿Todavía no lo ha hecho nadie?—Hubo algunos rumores entre los

miembros del gremio, peroprincipalmente los que viven fuera de laciudad y no conocen a la señora Baker.Y, por supuesto, hubo muchasdiscusiones sobre su color. —Lebrillaron los ojos—. En realidad, no esun tono tan malo.

Lucie se mordió el labio, temiendo

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echarse a llorar.—No puedo deciros lo aliviada que

estoy.—Lo veo en vuestros ojos, amiga

mía. Vamos, tomemos algún refrescocon Gwen. Siento náuseas por el aromade ese vino precioso.

* * * * *

De camino hacia su casa, Lucie sedetuvo en la iglesia de San Salvador. Searrodilló delante de la capilla deNuestra Señora, apoyó la cabeza sobresus manos y por fin, bajo la tenue luz de

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las velas, se sintió lo suficientementesola para permitirse llorar. Eran unaslágrimas de alivio, dolor, temor yremordimiento, no importaba. Se sintiópurgada cuando por fin se puso de pie ycogió su paquete de pasteles para losniños.

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Capítulo 10

Math y EnidUna perra pastor de patas cortas lesladró cuando subieron renqueando hastala gran casa de piedra de la granja.Owen trató de recordar lo que Ranulf deHutton le había dicho acerca de la casade los padres de Cynog. ¿Acaso todoaquello se parecía a lo que él habíadescrito? ¿O sólo era que Owenesperaba que así fuera? No habíancaminado mucho, pero sentía que estabaarrastrando a Iolo, no sólo

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sosteniéndolo. La cadera de Owenestaba empapada en sangre por la heridadel costado, y sentía fuego en el brazo.

Una mujer salió de la casa mientrasse limpiaba las manos con un trapo. Seprotegió los ojos del sol para ver quiénse acercaba y luego corrió hacia ellos.La perra la siguió, describiendo grandescírculos alrededor de los dos hombresmientras ladraba. La cabeza de Owen leestallaba.

—Le he dicho a Math que había oídogritos en el bosque —dijo la mujer engalés—. ¡Estáis heridos!

—Hemos sido atacados por treshombres —dijo Owen—. íbamos de San

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David a la casa de la familia de Cynog,el albañil.

—¿Y qué queríais de ellos?—Deseo averiguar quién mató a su

hijo.—Entrad. —Hizo alejarse a la perra

y los condujo al interior de la casa,hasta una gran cama encajonada.

Iolo se dejó caer sobre ella.Owen se sentó en el borde.—Si me acuesto, creo que no me

levantaré nunca.—Entonces me ocuparé de vos

mientras os sentáis junto al fuego —dijola mujer—. Vuestro amigo… Está muycallado.

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—No quiero maldecir delante devos. —La voz de Iolo sonó ronca.

Owen se levantó con un esfuerzo ycolocó un banco junto a la pared parapoder sentarse y apoyar la cabeza.Pensó que podría cerrar los ojosmientras la mujer curaba a Iolo. Sedespertó cuando ella le tocó la manga.

—Debéis sacar el brazo de ahídentro. —Ayudó a Owen a quitarse susropas de cuero y lino. Él hizo una muecade dolor cuando la tela se despegó delas heridas del antebrazo y del costado,pero lo que más dolor le provocó fuelevantar el brazo derecho, aun con ayudade la mujer. Un brazo roto lo volvería

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inútil con un arco, por segunda vez en suvida. Buscó algo que lo distrajera—.¿Conocéis a la familia de Cynog? —preguntó Owen.

—Soy su madre —dijo la mujersuavemente—. Que Dios os bendiga porpreocuparos por cómo murió mi hijo.

—Era un hombre bueno y contalento.

Ella recorrió una larga cicatriz quehabía en el hombro de Owen.

—Por vuestras cicatrices, veo queésta no es la peor herida que habéissufrido.

Después de pasar tanto tiempo sinuna mujer, Owen encontró turbador su

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contacto.—¿Y el brazo? ¿Está roto?Recorrió la parte superior con las

manos, presionando aquí y allí,moviéndolo suavemente.

—Está hinchado, pero no notoningún hueso fuera de lugar. —El rostrode la mujer estaba iluminado desdeabajo por el fuego, y el pañuelo blancocon que tenía recogido el pelo arrojabasombras desde arriba. Owen no le vioarrugas; su cara era lisa y agradable. Noparecía tener edad suficiente para ser lamadre de Cynog. Ella apartó la ropasucia y acercó una lámpara paraexaminarle las heridas—. No son

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profundas. —Volvió a tocarle el brazo—. Torcerse un brazo en el sentidocontrario puede doler tanto como unarotura, lo sé. Os limpiaré las heridas, lasvvendaré y luego os ataré el brazocontra el cuerpo para inmovilizarlo. Esocontribuirá a la recuperación. —Seapoyó sobre los talones, se puso de piey revolvió dentro de un gran arcón juntoa la cama.

—¿Iolo duerme? —preguntó Owencuando ella regresó con tiras de tela.

—Sí. —Ella permaneció un rato ensilencio, empapando en agua uno de lostrapos—. Iolo —dijo, mientras untabaotro paño con un ungüento aceitoso—.

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¿Y cuál es vuestro nombre?—Owen.—Yo soy Enid. Mi marido es Math.

Lo siento, pero tendréis que levantar elbrazo para que pueda limpiar la heridadel costado.

Owen contuvo la respiraciónmientras trataba de hacerlo. No podíamantenerlo arriba. Enid arrastró la únicasilla con respaldo y lo ayudó a levantarel brazo y apoyarlo sobre él. Su tactoera suave.

—¿De qué conocíais a mi hijo?—Cynog estaba tallando una tumba

para el padre de mi esposa. En SanDavid.

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Enid sonrió con tristeza.—Mi hijo me habló de ello. Estaba

muy orgulloso de esculpir la tumba deun hombre bendecido con una visión desanta Non. ¿La terminó?

—No.Enid no dijo nada por un momento,

su respiración era desigual, como siestuviera llorando.

De no ser por sus heridas, Owen lahabría tomado en sus brazos. Pero Dioslo protegía. No iba a insultar a aquellamujer amable de aquella manera y encasa de su esposo. ¿Y dónde estaba elesposo? Como estaban dentro de la casaoscura y llena de humo, Owen no tenía

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ni idea de qué hora podía ser.—¿He dormido mucho?—No mucho. Le he vendado el

tobillo a Iolo y le he dado una bebidapara aliviarle el dolor. Sostened estocontra la herida. —Owen sostuvo untrapo con ungüento mientras Enid loaseguraba con una larga tira alrededorde la cintura—. Es una ssuerte que seáisdelgado. —Metió el extremo. Le ayudóa bajar el brazo y alejó la silla. Sedijeron poco mientras ella le limpiaba yvendaba el brazo, luego se lo sujetó alcostado. Cuando terminó, le puso unaáspera camisa de lana—. Debo lavar lavuestra.

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—Por favor, puedo hacer esocuando regrese a San David.

—¿Tenéis caballos?—Los teníamos. Nuestros atacantes

se los llevaron.—Entonces vuestra camisa se

arruinará si no se lava antes de quevolváis a San David. Pasará un tiempoantes de que vuestro amigo puedarecorrer esa distancia.

—Tengo amigos en la ciudad quesaben que debo estar de vuelta mañana amediodía. Vendrán a buscarnos.

—A menos que vuestros atacantestambién los esperen.

Owen ya había pensado en eso.

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Enid estaba frente al fuego, donderevolvía algo que estaba dentro de unagran olla. Owen, al oler hierbas ypotaje, se dio cuenta de que estabahambriento.

—¿Conocíais a los hombres que osatacaron en el bosque? —preguntó ella.

—No.Un hombre entró en la casa. Tenía el

pelo blanco y profundas arrugasalrededor de la boca y los ojos.

—Math, mi esposo —dijo Enid.Math acercó la silla a Owen y se

sentó con un suspiro cansado.—¿Qué hizo Cynog para que alguien

lo colgara y tratara de matar a su amigo?

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—Parecía mucho mayor que su esposa,desde luego, lo bastante para ser elpadre de Cynog, y sus ojos eran muyparecidos a los de su hijo.

—No lo agotes —dijo Enid.—He venido aquí con la esperanza

de que pudierais nombrarme a susenemigos.

Math meneó la cabeza.—No conocimos a ninguno.

Estábamos muy complacidos cuando seconvirtió en aprendiz en San David.Nuestro único hijo, tan cerca denosotros. Ahora pienso que hubiera sidomejor que se hubiera marchado lejos…—Inclinó la cabeza sobre sus manos

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cruzadas, que estaban llenas de nudos ehinchadas—. Que lo hayan colgado… esuna forma deshonrosa de morir. Como sifuera un criminal. Mi hijo era un hombrehonesto, un hombre pacífico.

Owen permaneció en silenciodurante un rato.

—¿Venía con frecuencia por aquí?—No sé lo que es con frecuencia —

dijo Math con la voz de alguien que estácansado de pensar.

—Durante un tiempo vino todos losmeses —dijo Enid—. Pensé que debíaagradecérselo a Glynis, al consejo deuna mujer. Pero incluso después de queella le rompiera el corazón, siguió

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viniendo todos los meses, el díasiguiente a la luna llena.

—Ella no lo merecía —dijo Math.—Lo mataron dos días antes de una

visita —dijo Enid en voz baja.—Siento mucho pediros que

recordéis todo esto —dijo Owen.Math se inclinó para rascar a la

perra, que se había tumbado a sus pies.—Nunca dejamos de pensar en

nuestro hijo, capitán Archer.Owen se sintió reprendido, aunque

entendía que no era la intención deMath.

—¿Por qué Cynog venía después dela luna llena?

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Enid sacudió la cabeza.—Nunca hablamos de ello.—¿Traía a Glynis con él? ¿O a

alguien?—Glynis. —Enid siseó el nombre

—. Nunca la conocimos. Ni tampoco aninguno de sus amigos. ¿Creéis quealguien lo mató para impedirle queviniera aquí?

—No digas tonterías. —Math semasajeó las hinchadas articulaciones desu mano derecha—. ¿A quién le iba apreocupar que un albañil visitara a suspadres?

—¿Creéis que tenía algo que ver consus visitas? —preguntó Owen a Enid.

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—Creo que tiene que ver con esehombre a quien la gente llama elRedentor —contestó ella.

—¡Mujer!—¿Owain Lawgoch? ¿Cynog habló

de él?—Hubo un tiempo en que lo hizo. —

Enid pasó por alto la cara de su esposo—. Pero últimamente sólo hablaba de sutrabajo. Y de la traición de Glynis. Laamaba con toda el alma. —Desvió lamirada, ahogada en sus propiaspalabras.

—Era demasiado sensible, elmuchacho —dijo Math—. Cuando leahogué los cabritos no me habló durante

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días. —Sacudió la cabeza al recordar—. Pasión. Pasión insensata. Eso sentíapor esa mujer.

—¿Cómo lo sabéis?—Por la forma en que hablaba de

ella. —Math miró a Owen con ojoscansados—. «No puedo vivir sin ella»,decía. Es pecaminoso pensar esas cosas.

El viaje podría ser la clave. ¿Quizálo mataron por algo que había hecho,porque se encontró con alguien en elcamino, a la luz de la luna?

—Cuando el tiempo era lluvioso yno había luna, ¿seguía viniendo?

—Sí —dijo Enid.—¿Y no tenía problemas en el

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bosque? ¿Nunca llegó herido? —preguntó Owen.

—¿Por qué iba alguien a atacar a losviajeros cerca de nuestra granja? —Math sacudió la cabeza—. Poca gentepasa por aquí.

—Entonces, ¿qué estaban haciendohoy tres hombres armados en el bosque?

—Debieron de seguiros a vos y aIolo —dijo Enid—. Vamos, tenéis quecomer algo y luego descansar.

* * * * *

La perra pequeña y robusta que se creía

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guardiana estaba echada junto a Owencon sus cortas patas encogidas,disfrutando del calor del fuego cubiertode ceniza. Enid y Math estabanacostados en unos jergones frente aOwen. Iolo seguía dormido en la camaencajonada en la esquina más alejada.La lluvia caía suavemente sobre el techoy lo hacía en ritmos discordantes pordos puntos invisibles sobre ellos. Lapálida luz que se colaba por lasaberturas de las puertas sugería queestaba amaneciendo. El dolor consumíaa Owen. Los cardenales habían idoapareciendo poco a poco. Eranprofundos dolores que convertían cada

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movimiento en un recuerdodesagradable de la emboscada. El hechode que pudiera seguir dormitando era untributo a lo agotado que había estado aunantes de esa última desventura. Owen seestaba quedando dormido cuando laperra levantó la cabeza, con las orejastiesas y los ojos en la puerta, y comenzóa gruñir.

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Capítulo 11

RumoresLa nave de la catedral de York estabailuminada con velas y en su interiorretumbaban las voces del capítulo quecantaba el réquiem en el coro. Lucie nohabía esperado que tanta gente asistieraa la misa. Su padre había hecho másamigos en la ciudad de lo que ella sabía.Filipa observaba nerviosamente lamultitud, pidiendo a Lucie queidentificara a quienes no conocía o nodistinguía con su vista deteriorada.

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—No te preocupes —murmuró Luciepalmeándole la mano con la queaferraba su brazo—. No he invitado atoda esta gente para que venga a casadespués.

—Nada de extraños —dijo Filipa.—Por supuesto que no. ¿Por qué

habría de invitar a extraños?Filipa desvió la mirada y murmuró

algo para sí.Lucie rogó para que se le pasara

aquel humor. Filipa entraba y salía deestados de lucidez y confusión.

Bess y Tom Merchet, propietariosde la Taberna de York, que estaba juntoa la tienda de Lucie, habían notado los

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cambios de carácter impredecibles deFilipa. Tom decía que todos terminaríanigual. Bess opinaba que debía ponerla atrabajar. El trabajo era la mejorsolución de Bess para todas lasconductas extrañas, como si una personanecesitara el ocio para volverse rara.

Pero el ocio no era el problema deFilipa. Lucie deseó que así fuera.Cuando Filipa estaba lúcida, se ocupabade las cosas de la casa. Criticaba lacocina de Lucie, la crianza de sus hijosy su forma de limpiar; le decía que noera lo suficientemente estricta con losniños y, sin embargo, malcriaba aGwenllian y a Hugh cuando su madre se

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daba la vuelta, insistía en hacer cambiosen la dieta de los críos para «hacerlosmedrar» y censuraba a Lucie por lacantidad de tiempo que pasaba en labotica. En cambio, en sus momentos deconfusión, permanecía sentada,moviendo las manos nerviosamente ymurmurando para sí, o se paseabalentamente y sin destino de cuarto encuarto.

Lucie se arrepentía de haber llevadoa su tía a la ciudad. Y no sólo porqueperturbaba la casa. Su temor hacia losextraños alimentaba la preocupación deLucie. Había pensado mucho en lapregunta del gobernador con respecto a

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los enemigos. ¿Cómo iba a saber quiénpodía albergar resentimientos contra lafamilia por algo que su padre habíahecho durante su carrera militar o porlas investigaciones de Owen? Temía porla casa y por su familia. Prefería tenerque enfrentarse a una Alice Baker, quela acusaba abiertamente, a luchar contraun enemigo invisible y desconocido.¿Cómo podía proteger a su familiacontra aquella persona?

Lucie trató de controlar un bostezo,pero la mandíbula se le abría, tensa. Lapreocupación la mantenía despierta, nosólo por Filipa, sino también por la casay por Owen. Y en realidad, se tomaba a

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pecho parte de las críticas de su tía. Enel fondo de su mente siempre estaba eltemor de que, a causa de la botica,estaba muy poco con los niños, aunqueno conocía a ninguna madre que pasaracon sus hijos todo el tiempo que quería.La noche anterior, mientras arropaba alos niños, había sentido un nudo en elestómago. Temía las horas largas yoscuras que pasaba lo más quietaposible para no despertar a Filipa oescuchando cómo se movía inquieta ymurmuraba dormida. Lucie trató de noesforzarse por comprender las palabrasde su tía, demasiado confusas para tenersentido, gemidos que le daban

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escalofríos. Le venían ganas de llevar asu cuarto a Gwenllian y a Hugh y mudara Filipa al cuarto de Jasper, peroentonces despertaría al pobre muchacho.Además, Lucie sin duda seguiríadespierta la mayoría de las noches.Tenía la mente demasiado ocupada.

Unos crujidos arrancaron de suspensamientos a Lucie, que seguía derodillas cuando todos los demás ya sehabían puesto de pie. Se levantó, inclinóla cabeza y dirigió sus pensamientos alas oraciones por el alma de su padre.

Después de la misa, el hermanoMichaelo preguntó a Lucie si podíanhablar un momento. Lucie vio la

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profundidad de los sentimientos delhermano, tenía los ojos rojos ehinchados de llorar.

Michaelo no quería hablar sobre sirRobert. Llevaba una invitación delarzobispo Thoresby para cenar con él enla casa del arcediano Jehannes la nochesiguiente. Su eminencia deseaba ofrecersus condolencias y saber más sobre lasituación en Freythorpe Hadden,averiguar si podía hacer algo más.Michaelo alegró a Lucie con la noticiade que Thoresby ya había enviado a dosasistentes a la propiedad y también alsaber quiénes eran: los hombres enquien Owen más confiaba. El hecho de

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que también hubiera enviado a unmensajero a buscar a Owen hizoacelerar los latidos de su corazón. Sesentiría muy agradecida de tenerlo devuelta.

Lucie se apresuró a volver a su casacon el fin de estar lista para recibir a losinvitados. Muchos miembros del gremioasistieron a la reunión y le ofrecieronamables condolencias, ansiosos porenterarse de más detalles sobre elataque a Freythorpe Hadden y curiosospor tener noticias de Owen. Tambiénasistieron miembros del Consejo yalgunas personas a las que ella mismahabía invitado por ser demasiado

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influyentes para excluirlas. Entre ellasse encontraba John Gisburne, cuyointento por hablar amablemente conFilipa fue rechazado de un modoincómodo.

Filipa se había mantenido cerca deLucie o Jasper y les había pedido queidentificaran a la gente. Cuando losinvitados hablaban sobre sir Robert,Filipa respondía amablemente yagradecida, pero si se mencionaba elasalto a Freythorpe Hadden, se quedabamuda y adquiría una mirada perturbadaque inquietaba a la gente. CuandoGisburne expresó su preocupación porel incidente, Filipa no pudo soportarlo

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más y salió del cuarto a toda prisa.Lucie trató de desviar las preguntas

curiosas mostrando interés por lossacerdotes del coro y alabando laapología del arcediano Jehannes. Nadiehabló directamente de Alice Baker,aunque Lucie vio que algunas personasjuntaban las cabezas y se separaban conexpresión culpable cuando ella seacercaba. En voz alta para que todospudieran oírlo, Thorpe, el jefe delgremio, y su esposa, Gwen, seaseguraron de invitar a Lucie a cenarcon ellos la semana siguiente. Fue unaamable muestra de apoyo que Lucieagradeció mucho.

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Las preguntas sobre Owencomenzaban a molestarla. Demasiadasaveriguaciones de la gente significabandudas de que Owen fuera a volver. Laprimera vez que alguien preguntó si «éliba a regresar pronto», ella lo interpretócomo si fuera una afirmación. Perodespués de dos o tres de esos deslices,ella ya no pudo pasarlo por alto. ¿O erasimplemente su preocupación naturalcuando Owen no estaba la quecoloreaba su percepción?

Notó lo que parecía una discusión ensilencio entre el regidor Bolton y JohnGisburne. Le pareció que era hora dedemostrar a este último su gratitud por

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haber asistido al funeral. Cuando Lucielo vio alejarse de Bolton y terminar sucopa de cerveza al hacerlo, se acercó aél.

—Señor Gisburne, os ruego queperdonéis el comportamiento de mi tía.No ha estado bien, y temo que estareunión no ha sido muy acertada.

Gisburne se inclinó ante Lucie yjuntó sus manos enjoyadas al ponerse depie. Era un hombre elegante. Su túnicaera azul oscuro; su gorro, de seda colorámbar.

—Quizá ya sepáis que HaroldGalfrey ha estado ayudando a misempleados en Freythorpe Hadden.

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—¿De verdad? Pensé que era elmayordomo de Roger Moreton.

—El señor Moreton no lo necesitabatodavía…

—Qué amable es Roger. Soisafortunada de contar con su amistad. Mipadre y vuestro tío eran buenos amigos,¿lo sabíais?

—¿Mi tío, Douglas Sutton?Gisburne asintió.Lucie se avergonzó mucho más por

el comportamiento de su tía hacia aquelhombre.

—No recuerdo a mi tío.—Yo tampoco a mi padre. Lo

mataron durante los ataques de los

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escoceses a Yorkshire.Gwen Thorpe se les acercó para

preguntar por la esposa de Gisburne,Beatrice. Lucie aprovechó para ir a vercómo estaba Filipa. Su tía se habíasentado en la cocina y dormitaba en unasilla junto al fuego. Lucie volvió con elgrupo de gente y se propuso hablar conel regidor Bolton para que no se sintieradesairado.

Cuando los invitados se marcharon,Lucie se encontró sin tener nada quehacer el resto de la tarde. Jasper habíaido a la abadía de Santa María, que erasu escape acostumbrado cuandonecesitaba consuelo. Filipa estaba

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durmiendo arriba con la ayuda de uncalmante. Gwenllian y Hugh tambiénestaban en sus cunas. Kate no necesitabaayuda para limpiar: Bess Merchet habíaenviado una criada de la cocina paraayudarla. A Lucie le pareció que era unmomento perfecto para ir a ver a MagdaDigby.

* * * * *

El sol calentó a Lucie y mejoró suestado de ánimo. Sus problemas leparecieron menos aterradores. Laverdad es que el ataque podría haber

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sido peor. A excepción de Daimon,nadie tenía lesiones de gravedad.Habrían perdido mucho más si losladrones hubieran sabido dónde estabanguardadas las joyas de su madre o lasarmas de su padre. Pero para sus otrosproblemas no halló consuelo en el sol.Quizá el estado de confusión de Filipa ysu debilidad nunca mejoraran. QuizáLucie nunca llegara a saber qué sentíaJasper.

Magda estaba sentada sobre untronco de madera y cortaba raíces conun hacha pequeña. Tenía el pelocubierto con un pañuelo y un delantalprotegía su colorido vestido.

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—Me alegro de que estés bien —ledijo Lucie.

Magda asintió, pero siguió con sutrabajo. Lucie se instaló en un banco quele permitió recostarse contra la viejacasa y considerar la cabeza de dragónque la miraba con furia desde lo alto. Eltecho de Magda era un viejo barcovikingo al que le habían dado la vuelta.La mujer le había explicado una vez queaquel rostro aterrador había protegido alos marinos de los mmonstruos marinosy pensó que era sensato proteger su casaen la isla en caso de que aquellosmonstruos se aventuraran alguna vez ríoarriba. Los gusanos habían carcomido la

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cara del dragón y el clima había hechohendiduras en la pintura. En aquelmomento parecía tan viejo como Magda.

—Os estáis convirtiendorápidamente en buenos amigos, ¿no esasí? —dijo Magda mientras guardabalas raíces cortadas dentro de un tarro.Limpió el hacha con el delantal y sereunió con Lucie en el banco.

—Freythorpe Hadden necesita undragón. Pero de momento me conformocon aceptar a algunos de los hombresdel arzobispo.

—Es generoso.—Igual que tú.—Magda ya tiene planeado

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marcharse mañana a una granja cerca deFreythorpe para hacer salir a un niño delvientre de su madre. En un día o dos,debe ir a ver a Daimon a Freythorpe, encuanto el bebé esté de acuerdo. AunqueMagda duda que pueda hacer por elmuchacho más de lo que vos hicisteis.

—No fui la mejor enfermera —dijoLucie—. Sucedieron demasiadas cosas ala vez. Temo haber pasado algo por alto.Envié a Harold Galfrey ayer conmedicinas que no tenía en aquelmomento, pero aún ahora no estoysegura de haber pensado en todo.

—¿Ese Harold es el mayordomo deMoreton?

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—Sí. —Lucie le contó a Magda loútil que había resultado.

—¿Es verdad que John Gisburne selo recomendó a Moreton?

—Sí. ¿Por qué?—Gisburne es amigo de los

forajidos, eso lo sabéis…—Rumores.Magda guiñó.—¿De verdad? Pero Harold… —

Lucie se detuvo. ¿Qué sabía exactamentedel hombre excepto sus acciones?—. Nolo creo de él.

—Bien. No necesitáis másproblemas.

—El gobernador me preguntó acerca

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de posibles enemigos.—Hay muchos que temen el ojo de

vuestro esposo, pero hasta donde sabeMagda, nadie es tan tonto como paraprovocar a Ojo de Ave con semejantehecho.

—Él no está, y quizá por eso sesienten confiados.

Magda miró hacia el sol y entrecerrólos ojos.

—¿Tenéis noticias de él?—Una pregunta muy repetida hoy.Magda se puso de pronto de pie y se

encaminó hacia el borde de la piedrasobre la que estaba apoyada su casa,luego permaneció con las manos cogidas

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en la espalda, mirando hacia la ciudad.Lucie se acercó a ella. El sol bailoteabasobre el agua poco profunda, un perroladró en alguna parte entre las casuchasen la lejanía, repicaron las campanas deuna iglesia, unos niños chillaronmientras jugaban en el agua corrientearriba, un barquero gritó. Pero Magdapermaneció en silencio.

—¿Qué sucede? —preguntó Lucie.—¿Cómo respondéis a los rumores

sobre vuestro esposo?—¿Qué rumores?Magda observó el surco que trazó

una gaviota al pasar rozando el río y sevolvió hacia Lucie.

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—¿No los habéis oído?—No.—Estas preguntas… ¿La gente las

hace sin explicar por qué? —Magdasacudió la cabeza ante el asentimientode Lucie—. ¿Incluso Bess Merchet?

—¡Decídmelo, por Dios!—Owain Lawgoch, Owen de la

Mano Roja. ¿Habéis oído los cuentos?—Sí. ¿Qué tiene que ver él con

Owen?—Se dice que Ojo de Ave podría

ver en el principito una causa noble.—¿Quién acusa a mi marido de

traición?—Magda supone que nadie lo acusa,

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sólo se lo preguntan.—¿Quién pensaría semejante cosa

de Owen?—Aunque sea vuestro esposo, es un

extraño del oeste.Lucie sintió que las piernas se le

aflojaban. Se retiró al banco, en unintento por recordar si Bess tambiénhabía hecho preguntas sin explicar porqué. ¿Y Gwen y Camden Thorpe? ¿Porqué no habían dicho nada de aquello?Dios santo, ¿y Jasper? ¿Cómo recibiríasemejante rumor? ¿Respondería a eso lainvitación a cenar de su eminencia elarzobispo? ¿Quería interrogarla acercade la lealtad de Owen?

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Magda se sentó y cogió con fuerzauna de las frías manos de Lucie entre lassuyas, cálidas.

—Mirad a Magda.Con desgana, Lucie levantó la

mirada.—Magda no deseaba decíroslo.

Debe de pasar lo mismo con todosvuestros amigos. Quizá algunos creanque sabéis lo que dice la gente y preferísno hacer caso. Que es lo que ahoradebéis hacer.

Pero los pensamientos de Luciehabían regresado a las cartas de Owen.

—Debo hablar con el hermanoMichaelo.

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—¿Sospecháis que detrás de todoesto hay algo de verdad?

—No puedo creer que Owen seacapaz de traicionar a su rey. Pero encada carta ha escrito algo sobre elmaltrato que sus compatriotas recibieronde los señores ingleses y sus hombres.No ha podido quedarse callado.

—¿Mencionó al principito?—No. No iba a arriesgarse tanto.

Las cartas podrían haber ido a caer enmanos equivocadas. ¿Acaso losladrones oyeron esos rumores? ¿Fue esolo que los envalentonó?

—Vuestro padre también teníaenemigos, eso es seguro.

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—Es posible que nunca sepa laverdad de esto.

—Quizá.Lucie regresó a su jardín con la

esperanza de no ver a más gente. Supequeño rastrillo no estaba en sugancho, en el cobertizo. Al buscar en losestantes entre los cestos, se topó con elviejo sombrero de fieltro de su padre.Lo levantó y lo giró en sus manos, y losojos se le llenaron de lágrimas. El sudory la lluvia lo habían oscurecido; todavíase podía ver una mancha en la coronilladonde sir Robert se lo había quitado conuna mano llena de tierra para limpiarsela frente. Lucie apretó el sombrero

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contra su cuerpo, dijo una plegaria porel alma de su padre y luego lo colgó deun clavo para que no estuviera en mediode nada, pero para que fuera visible a laluz de la puerta abierta.

Se arrodilló junto a las rosas de labotica que rodeaban la tumba de suprimer esposo, Nicholas. Aunque legustaba todo el jardín, aquel lugar habíasido su favorito. En la estación decultivo, trabajaban allí antes de abrir latienda, Nicholas le enseñaba conpaciencia la forma correcta de podarcada planta, cómo fertilizarla, cómodarse cuenta de cuando estaba enferma,cómo cosecharla y, a la vez, dejar

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suficiente planta para que creciera ylograr otra cosecha. Habían sido felices,y él siempre estuvo allí. No comoOwen. Aunque sentía por Owen unapasión que por Nicholas nunca habíaexperimentado, Lucie echaba de menosel compañerismo de su primermatrimonio. Una oleada de tristeza lainvadió. Después de la muerte deNicholas, había corrido a los brazos deOwen. Pero su primer esposo había sidoun hombre bueno y amable. Con estospensamientos, se inclinó sobre sutrabajo y empezó a remover la tierrapara extraer la maleza.

Al oír pasos detrás de ella, levantó

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los ojos. Era Roger Moreton, que sedetuvo y la miró con una expresión depreocupación. Lucie se limpió los ojoscon el borde de la chaqueta suelta quetenía puesta sobre el vestido y se pusode pie para saludarlo. Inesperadamente,él la tomó en sus brazos y le apretó lacabeza contra su hombro. Aquello cogióa Lucie por sorpresa, pero al recordarsu agonía por el beso de Harold,rápidamente se alejó.

—¡Roger!Él tenía las mejillas ruborizadas.—Os ruego que me perdonéis. Es

que… al veros de rodillas allí, llorandosobre la tumba de Nicholas, me he dado

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cuenta de lo que estaríais sintiendo. Yotambién lloro por Isabel. Y ahoravuestro padre también se ha ido. YOwen está lejos… —Roger se cogió lasmanos en la espalda y desvió la miradahacia el sendero.

—¿Por qué no termináis lo queestabais diciendo? ¿Que Owen estálejos en una aventura traicionera? ¿QueOwen se ha ido para siempre?

Él la miró a los ojos.—¡No pensaréis que creo esos

rumores!—¿Por qué no me lo habíais dicho?—¿No lo sabíais?—Magda me lo ha dicho.

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—Entonces vuestros amigos se hancuidado de no decíroslo.

—¿Cuánto hace que empezó?Roger hizo una mueca.—Hace tiempo, pero comenzó

solamente con la sorpresa de que elhermano Michaelo regresara solo.Luego, después de que pasara la noticiade la muerte de vuestro padre, dirigieronsu atención al capitán.

Lucie notó que el pelo de Rogerestaba húmedo de sudor, como si sehubiera apresurado para ir a verla.

—Pero no me habéis contado larazón de vuestra visita —dijo—. ¿Hayalguna novedad?

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—No, no, simplemente quería vercómo estabais. —Se mostraba cada vezmás incómodo—. Vendré otro día.

—¿Deseáis hablar de HaroldGalfrey?

Roger vaciló, luego dijo:—Hablaremos de él otro día. —Y

con eso, se volvió y se alejó deprisa. Aldesaparecer detrás del seto queconducía a la puerta, lanzó unaexclamación.

Lucie no podía ver a través de losarbustos, pero oyó la voz de BessMerchet con toda claridad.

—Qué prisa, señor Moreton. No hayperros en el jardín. ¿Acaso el diablo os

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está pisando los talones?Roger murmuró algo. Lucie oyó que

la puerta se abría y se cerraba.—¿Bess?Con su característico paso decidido,

Bess apareció al principio del sendero yse acercó a buen ritmo. Se había puestolo que ella llamaba su traje de fregar, unsimple bombasí sin mucha forma, y unade sus cofias viejas sin lazos. Lucie seimaginó que estaban instruyendo aalguna criada de servicio sobre lospuntos más importantes en la limpiezade la posada. Bess llevaba una jarra.

—Pareces ocupada. ¿Qué te trae poraquí? —preguntó Lucie.

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Bess se acomodó un mechón rojizosuelto dentro de la cofia y luego levantóla jarra.

—Aguardiente. Pensé que podíasnecesitar consuelo, al quedarte depronto sola, pensando en tu padre. Peroveo que Roger Moreton ha tenido lamisma idea. Otra clase de consuelo.

Lucie sintió que se ruborizaba, locual era algo desafortunado al estar bajola atenta mirada de Bess.

—Ya veo —dijo Bess, y entrecerrólos ojos.

—¿Qué es lo que ves?—Te ha abrazado y no te has

alejado. Eso sí que lo he visto.

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—Me encontró llorando y quisoconsolarme. Sí me he alejado. Y él se hadisculpado.

Bess parecía dudarlo.—Tenía la cara ruborizada cuando

salía. Supongo que sabe que os hepescado.

—No has pescado nada, Bess. Unamigo que consuela a una amiga. Eso eslo único que has visto.

—No te entiendo, Lucie. Estáscasada con el hombre más apuesto quehe visto jamás, que te ama con locura, ycoqueteas con un mercader y unmayordomo mientras él está ausente.

—¿Qué?

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—¿O Jasper estaba equivocado?¿No fue Harold Galfrey sino RogerMoreton el que te besó la mano el otrodía?

Aquello era peor que si Filipa lohubiera presenciado todo. Además,Jasper ya sospechaba de RogerMoreton. ¿También de Harold Galfrey?

—¿Cuándo te ha dicho eso Jasper?Bess apoyó la jarra en el suelo junto

a sus pies y se refregó las manos.—Esta mañana. Mientras arreglaba

las cosas para tus huéspedes. Parecíatriste. Le dije que seguramente echaríade menos a sir Robert. Pero me dicuenta de que eso no era lo único. Insistí

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un poco y me lo dijo. —Bess sacudió lacabeza—. ¿Fue Harold?

—Harold Galfrey me besó la mano,es verdad.

—¿Qué está sucediendo? ¿Hace yatanto que se fue Owen?

La pregunta sobresaltó a Lucie.Bess asintió.—Siempre me he preocupado por ti

cuando Owen ha emprendido una de susaventuras.

—Amo a Owen. Nunca le seríainfiel.

—¿Pero?—Me siento muy sola.La irritación de Bess se disolvió en

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compasión. Recogió la jarra y rodeó aLucie con un brazo.

—Escúchame, lamento regañartecuando últimamente has estado afligidacon una cosa u otra. Lo que te ha pasadopondría a prueba incluso la paciencia deJob, y no se me ocurre la perseveranciade quién. Lo que vio Jasper no lodestrozará… Dile que amas a Owen, eslo único que quiere oír. Vamos,necesitas tranquilidad. Entra en casa ycompartamos una buena copa que tealegre un poco.

* * * * *

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El hermano Michaelo caminó lentamentede regreso a casa del arcediano, turbadopor lo que acababa de oír. El arzobispoThoresby había sugerido que Michaelose dirigiera a Bedern, el área dondevivían los clérigos de la catedral, yestuviera atento a cualquier chisme. Nole había resultado difícil hacer hablar alos empleados; todos sabían que habíaacompañado a Owen Archer y a sirRobert d’Arby a Gales, y queríannoticias del viaje. Cómo había muertosir Robert, dónde estaba enterrado,quién iba a vivir en Freythorpe Hadden,si Gales era tan salvaje como decían, si

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los franceses estaban en la costa, porqué el capitán seguía allí.

Lo que desasosegaba a Michaeloeran las preguntas acerca del capitán.Necesitaba pensar cómo decírselo a sueminencia de manera que no revelara lamisma inquietud de sir Robert haciaOwen. Pues sir Robert estabapreocupado por su yerno. La conductade Owen había empezado a cambiarcuando la compañía cruzó el río Severny entró en la zona fronteriza galesa.Entonces había empezado a ponersecada vez más a la defensiva cuando setocaba el tema de los galeses y seenfurecía por cómo los trataban los

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ingleses. También estuvo en contactocon un viejo amigo, un flamenco quetrabajaba para el rey Carlos de Franciay en aquel momento estaba colaborandocon la causa de Owain Lawgoch. AMichaelo le parecía que había pocasprobabilidades de que Owenabandonara a su familia para unirse auna de las marionetas del rey deFrancia. El capitán había pasado granparte de su vida luchando contra losfranceses. Sin embargo, ¿cómo se debíainterpretar su ira por que los ingleses sesintieran conquistadores en Gales?Michaelo se contuvo; él también seestaba dejando influir por los rumores

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aunque había estado recientemente conel capitán en Gales.

* * * * *

Lucie se quedó más tiempo en la mesacon Bess, agradecida por el calor que labebida le producía en el estómago. Perosu compañera no parecía cómoda.

—No debo robarte más tiempo —dijo Lucie.

Sus palabras parecieron despertar aBess de un ensueño.

—El polvo seguirá allí, si en algoconozco a mis criadas. —La queja era

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hueca.—¿Qué sucede?Bess hizo una mueca y sirvió un

dedo más de brandy en ambas copas, sinhacer caso de las protestas de Lucie.Pero Bess no bebió, más bien se quedómirando fijamente su copa.

—No deseo causarte máspreocupaciones. Pero debes saber loque dice la gente.

—¿Sobre Owen? Ya lo sé, Bess.Bess pareció desinflarse del alivio.—Alabado sea Dios, no deseaba ser

yo la primera que te lo dijera. ¿Quién hasido?

—Magda. No entiendo cómo alguien

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puede pensar eso de Owen.—En mi opinión, nadie piensa mal

de Owen, simplemente disfrutanhablando. Cuando una cabezachismorrea, no piensa. —Bess se pusode pie, se dirigió rápidamente hasta lapuerta de la cocina y la abrió—. Ah,aquí estás, Kate. ¿Cómo se ha portado lanueva criada esta mañana? ¿Te haayudado?

Lucie no pudo oír la respuesta deKate por encima de los sonidos de losniños que se despertaban en la plantaalta.

—Bess, pídele a Kate que traiga aGwenllian y a Hugh.

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Bess lo hizo y luego regresó a lamesa al tiempo que Kate se dirigíarápidamente al piso de arriba.

—¿Crees que estaba escuchando? —preguntó Lucie.

Bess introdujo firmemente el corchoen la jarra y se estiró la falda.

—Kate es honesta y trabajadora, losé, pero no es lo suficientementeinteligente para darse cuenta de lomucho que podrían lastimarte loschismes. —Se puso de pie cuandoGwenllian bajó corriendo ruidosamentedel dormitorio. Kate la seguía, con Hughen los brazos. Parecía preocupadacuando se lo entregó a Lucie.

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—¿Qué sucede?—Será mejor que suba, señora

Lucie. La señora Filipa está recogiendosu ropa. Dice que se va.

Santa María madre de Dios, ¿en quéestaba pensando aquella mujer? Lucie lepasó Hugh a Bess y corrió a suhabitación, donde, en efecto, la ropa deFilipa estaba amontonada en desordendentro del pequeño arcón que habíatraído de Freythorpe. La anciana sepaseaba y murmuraba para sí. Llevabapuesta la pequeña cofia de hilo con laque dormía y el pelo gris le caía sobrela espalda en mechones finos yenmarañados. Su enagua estaba

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arrugada, y tenía las piernas y los piesdesnudos. La ropa que había usadoaquel día todavía estaba colgada de ungancho en la pared.

—¿Tía? —dijo Lucie suavemente,sin saber si Filipa estaba despierta odormida. La valeriana podía seguirhaciéndole efecto, pero Kate habíadicho que Filipa le había hablado yalguien tenía que haber metido toda laropa en el arcón. Lucie llamó a su tía envoz más alta.

Filipa notó su presencia, se detuvo,miró su arcón y luego otra vez a Lucie.

—Fuiste muy amable al pedirme queme quedara, pero debo regresar a mi

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casa.—¿Por qué? Tildy, Harold y todos

los criados están allí. He enviado aMagda para que se ocupe de Daimon.¿Qué más se puede hacer, tía?

—Tengo que estar allí.A Lucie le dolía ver así a la en otro

tiempo indómita Filipa. Le puso un chalde lana sobre los hombros.

—Ven a sentarte. Te cepillaré elpelo y te ayudaré a vestirte.

—¿Y luego nos iremos?—Ya veremos. —Allí, junto a la

cama, Lucie encontró el motivo por elque Filipa estaba despierta. Su taza detisana seguía medio llena. Lucie la

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levantó y se la ofreció a su tía—. Bebeesto. Te calmará.

—No lo entiendes.—Entonces dímelo.—Olvido demasiadas cosas.—Como has olvidado tomar esto.Filipa cogió la taza y se bebió la

valeriana con miel.—¿Por qué no duermes hasta que

estemos listas? —le sugirió Lucie.Ayudó a su tía a recostarse en la cama,la cubrió y salió silenciosamente delcuarto. Más tarde, volvería a sacarlotodo del arcón.

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Capítulo 12

El secreto de CynogOwen oyó un relincho, luego otro. Mathy Enid no tenían caballos. La perra selevantó y comenzó a ladrar. Owen seesforzó por ponerse de pie. Math lo hizode un salto y cogió un cuchillo y unahorquilla que había apoyado junto a lapuerta.

—¿Dónde están mis cuchillos? —exclamó Iolo desde el rincón.

—No desperdiciéis vuestras fuerzasa menos que yo grite —dijo Math—. Y

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eso va por ambos. Enid, mantén calladaa Llar.

Enid agarró a la perra y le tapó elhocico con un trozo de tela de losvendajes.

El granjero apoyó una oreja contrala puerta, prestando atención.

—Jinetes. No muchos.—Uno es suficiente si es el

equivocado —murmuró Enid.Especialmente, si era el asesino de

su hijo.Math abrió la puerta sin hacer ruido

y salió a la húmeda mañana.Un caballo volvió a relinchar. Math

gritó.

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Owen se sobrepuso a su dolor y selevantó. Pero Math apareció en la puertaantes de que Owen la alcanzara. Elgranjero rió al sacudirse la lluvia delpelo.

—¿Amigos? —preguntó Enid.—Sí. El amigo de Cynog. El

flamenco manco. Y otros dos. Se estánocupando de sus caballos.

—Alabado sea Dios. —Enid soltó ala perra, que salió de la cabaña,corriendo y ladrando, y dijo—: Tengoque añadir verdura al potaje.

—¿Le echáis ese diablo pequeño yladrador a un amigo? —preguntó Iolo.Se estaba sentando. Tenía el aspecto de

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haber pasado la noche debajo de lamesa de una taberna.

—Conoce a Martin —dijo Enid—.Y no es ningún diablo, sino la mejorperra guardiana que podría desear ungranjero.

—Martin Wirthir —dijo Owen.Math asintió con entusiasmo.—Dice que ha venido a coronaros

rey de los tontos.—Iré a saludarlo. —Owen esperó

que caminar le aliviara elendurecimiento de las piernas. Susheridas le hicieron caminar másdespacio, pero no lo detuvieron. Afuera,levantó la cara hacia la fría llovizna e

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inspiró el aire fresco. La expansión desus costillas le provocó dolor, pero suspulmones se sintieron limpios. Sedirigió a la maleza para aliviar lavejiga. Cuando regresó al patio, MartinWirthir salía del granero con suequipaje sobre el hombro izquierdo, y laperra trotaba contenta junto a él. Llarlanzó un ladrido cuando vio a Owen.Martin se detuvo y se agachó aacariciarla. Se parecía tanto a Owen quese les habría podido tomar porhermanos, la única diferencia era que elpelo de Martin era apenas un poco másclaro y más lacio. Como Owen, teníauna terrible cicatriz, aunque no en la

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cara. Le faltaba la mano derecha. Enaquel momento estaba sucio ydesaliñado.

—Veo que has cabalgado muchoesta mañana —dijo Owen.

—Caminamos. Acampamos al otrolado del bosque. —Martin rió cuandoLlar tiró de su equipaje. Con la manoizquierda, cogió una ramita y la lanzólejos, hacia el otro lado del patio. Laperra salió corriendo tras ella con suscortas patas—. Llar cree que escazadora de ciervos —dijo Martin alponerse de pie y sacudirse las rodillasenlodadas—. No es un lanzamiento tanmalo para alguien que, hace no muchos

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años, sólo podía hacerlo con la manoderecha, ¿no es verdad? —Luegoobservó detenidamente a Owen—. Porsan Sebastián, esta mañana no parecesun arquero.

—Mi arco no me habría servido demucho en el bosque —dijo Owen—. ¿Tedijeron mis hombres dónde estaba?

—No.—¿Te lo dijeron tus espías?La perra dejó caer la rama a los pies

de Martin y luego corrió hacia lacabaña.

Martin se cargó el equipaje alhombro.

—Vámonos dentro. —Hizo una

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inclinación a Owen y se alejó. En lapuerta de la cabaña, Martin lanzó unamirada a Owen, que seguía observandoel bosque—. No hay necesidad de que tequedes ahí parado. Mis hombres estánvigilando.

Owen lo siguió, aunque no a causade la lluvia. Habitualmente, el flamencoviajaba solo. Para que llevaraacompañantes y montara una guardiatenía que haber algo que lo preocupara.¿Quizá temía a los mismos hombres quehabían atacado a Owen?

Enid y Math recibieron a Martin conmucho afecto. Owen se enteró por suconversación de que Martin había sido

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quien les había llevado la terriblenoticia del asesinato de Cynog. No lohabían mencionado la noche anteriorcuando Owen los había interrogado.

Martin se inclinó sobre el pie heridode Iolo.

—Pensé que eras mejor luchador,amigo.

—Fueron tres contra dos, treshombres que conocen el bosque —protestó Iolo—. Tenían la ventaja denuestra sorpresa.

Martin se irguió.—¿Puedes cabalgar?—Cabalgar sí. Pero montar y

desmontar… —Iolo sacudió la cabeza

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mirando su pierna.—Podemos ayudarte. —Martin se

volvió hacia Owen—. ¿Y tú?—Mañana —dijo Enid,

interponiéndose entre ellos.—Hoy sería mejor —dijo Martin.—Mañana ya es una locura —dijo

ella—. Se le va a abrir la herida delcostado y va a desangrarse todo elcamino hasta San David.

—Podría sufrir mucho más si seacurruca a dormir hasta que se leaparezca su problema.

La inquietud de Martin recibió todala atención de Owen.

—¿Quieres que hablemos acerca de

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ese problema? —preguntó.—Primero comeremos —dijo Enid

—. Luego os dejaré a los tres a solas.A Owen le resultaron molestas sus

órdenes maternales. Pero Martin se loagradeció gentilmente.

El potaje espeso y la fuerte sidra deEnid pronto calmaron a Owen, que sesintió con más confianza para podercabalgar. Pero no pensaba lo mismo deIolo. Podrían montar durante gran partedel camino hasta San David. A travésdel bosque podría inclinarse contra sumontura, pero sería peligroso que sequedara sobre el caballo en los tramosde rocas más empinadas. Sin embargo,

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¿podría caminar? Owen le preguntó aMartin si tenía en mente una rutadistinta.

Dándose por aludidos, Enid y Mathse levantaron de la mesa, se pusieronsus capas y salieron para dedicarse asus tareas. Ya iban retrasados en susobligaciones matinales, dijo Math aEnid para que se diera prisa.

Martin apoyó los codos sobre lamesa, jugueteando con un cerco de sidraque había quedado en la madera.

—¿Quieres regresar a San David?¿No sería más sensato viajar hacia el sury luego hacia el este, hacia tu casa?

—No es buen momento para eso.

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Martin levantó los ojos de su manopara mirar a Owen a la cara.

—Yo diría que es precisamente elmomento.

—Con mis hombres en San David, latumba sin terminar… —La expresiónsombría de Owen no cambió—. Mathdijo que habías venido a coronarme reyde los tontos. ¿A qué se refería?

—¿Qué sacas con regresar a laciudad? Si le pagaste al albañil,terminará la tumba. ¿Por qué no habríade hacerlo? Será un monumento a su artey a la vida de sir Robert.

—¿Y el asesino de Cynog? ¿Deboabandonar su búsqueda?

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—¿Qué ganarás con encontrarlo parael arcediano? ¿Un barco? Puedoconseguirte un pasaje.

—Aún no he terminado aquí.—¿Cuánto tiempo perderías en San

David?—Tiene razón —dijo Iolo.A Owen le pareció una locura

siquiera considerarlo.—¿Y el resto de mis hombres?

¿Cómo voy a abandonarlos en SanDavid?

—Ellos no son importantes —dijoMartin ligeramente—. Rokelyn no va adetenerlos. Deberían tener papeles. Túno tenías papeles cuando te atacaron,

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¿verdad? ¿O es que eres el emperadorde los tontos?

Aquella discusión podía continuartodo el día. Owen quería saber de quéestaba huyendo.

—Piensas que nuestros atacantes vana regresar, y pronto. ¿Por qué? ¿Paraterminar su trabajo? Pudieron matarnosayer. ¿Quiénes son? ¿Qué quieren denosotros?

Martin levantó los brazos.—Son muchas preguntas a la vez,

amigo. —Se inclinó hacia delante—. Nosólo tus atacantes podrían regresar. ¿Yel arcediano Rokelyn? Sabes que no meatrevo a mostrarme ante nadie leal al rey

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Eduardo. No puedo quedarme.—Ah. Tú eres quien debe irse

rápidamente.—¿Te estoy interpretando mal?

¿Disfrutas siendo la marioneta de losclérigos?

Owen lo detestaba. Pero cuandoregresara a York, estaría en las manosde Thoresby. ¿Acaso era mejor queRokelyn? Martin tenía razón. Owendebía irse de inmediato. Quizá deberíamarchar a caballo. Podría pasar por Usky visitar a su hermana de nuevo. ¿Porúltima vez? ¿Qué probabilidades teníade volver a verla?

Martin se reía.

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—Tu precaución es sabia. Peroahora vámonos.

Owen se sintió tentado. Pero nuncahabía abandonado a sus hombres. Era elacto de un cobarde, de un hombre sinhonor.

—No voy a dejar atrás a mishombres.

Martin desvió la mirada. Su mentóny su mano apretada expresaron sufrustración.

—Entonces déjame enseñarte algo.Nos iremos nosotros dos.

—¿Y nuestros atacantes? —preguntóIolo.

—Mis hombres se quedarán aquí —

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dijo Martin—. Te ayudarán a ocultartesi se acerca el peligro.

—¿Y vosotros dos?—Lo más probable es que estén

vigilando el camino a San David. —Martin se puso de pie—. Vamos, Owen.Quiero que comprendas a Cynog.

* * * * *

Como Iolo y el capitán no habíanregresado por la mañana, Tom, Edmund,Sam y Jared se prepararon para ir abuscarlos. Pero fueron rodeados en lacasa del guarda del palacio y escoltados

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a la casa del arcediano de San David.Al parecer, Rokelyn creía que era unardid, que tenían la intención deescapar.

Edmund había tratado de razonar conel hombre.

—Esto no es una discusión —dijo elarcediano con la mirada fría—. Estejoven, Thomas, cabalgará con mishombres. —Las rodillas de Tomempezaron a temblar—. Prefieromanteneros separados. —El arcedianobajó los ojos al hablarles y en ningúnmomento los miró directamente a lacara.

Edmund y Jared recibieron la tarea

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de vigilar a Piers el Marinero en sucelda. Sam debería sentarse en la casade vigilancia con el guarda de palacio.Tom salió por Bonning’s Gate con lacabeza gacha, esperando que nadie loreconociera en compañía de losguardias del arzobispo. Era un esfuerzoinútil, puesto que la gente que a él leimportaba ya conocía la humillación deTom: Sam, Edmund, Jared. Y prontoIolo y, el peor de todos, el capitánArcher, entenderían las cosas.Seguramente el capitán se imaginaríapor qué el arcediano Rokelyn lo habíaelegido para que acompañara a losguardias. Edmund se lo explicó a Tom

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mientras recogía sus cosas.—Eres joven y experimentado, pero

dudan que tengas el estómago preparadopara mentirles —dijo Edmund.

A lo largo de todo el viaje en lacompañía del capitán Archer, elestómago de Tom lo había traicionado.Se había puesto verde dos veces alcruzar aguas agitadas. Se habíaavergonzado durante una sesión deentrenamiento en el castillo de Cydweli,cuando vomitó tras recibir un golpe enel estómago. Había dejado de contar lasocasiones en que había salidotambaleándose de la casa con arcadasdespués de beber demasiado. Los otros

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hombres se reían y le decían que algúndía se convertiría en soldado. Pero Tomtenía sus dudas. Tenía la voluntad, perono el estómago. Y aquellos guardiaspensaban que no tenía estómago paramentir. Le rezó a san Osvaldopidiéndole valentía para engañarlos. Noveía cómo podría hacerlo. Ellosconocían el plan del capitán. Archer lehabía dicho al arcediano Rokelynadónde se dirigía; en efecto, habíarecibido la bendición del arcediano.

* * * * *

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Owen y Martin salieron del patiocabalgando lentamente. Owen se volvióuna última vez y vio a Enid aúnmirándolos. Él la saludó. Ella siguióallí, inmóvil. Owen supuso que temíaque él estuviera abandonando labúsqueda del asesino de su hijo.

—El asesinato de su hijo ha puesto aprueba su confianza —dijo Martin.

—Me vigilas demasiado. No teinvité a entrar en mis pensamientos.Hasta el Señor Dios nos hace el favorde fingir que necesita oír nuestraconfesión a través de sus sacerdotes.

Martin miró fijamente hacia delante.El sendero por el que pasaban

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estaba cubierto de maleza y rocas y, alparecer, lo habían escogido para seguirel terreno más difícil. No lo era losuficiente para tener que desmontar,pero los caballos avanzaban a la mismavelocidad que lo hubieran hecho loshombres a pie, de no haber estado Owenherido. Al tambalearse sobre el caballo,sentía una punzada en las heridas cadavez más fuerte. El hombro le dolíacuando trataba de mantener el equilibrioen la montura. Rogaba para que notuvieran que ir muy lejos; de locontrario, no iba a estar en condicionesde volver a cabalgar al día siguiente.

A mitad de camino por un sendero

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que subía por un terreno árido y rocoso,bajaron a una pequeña depresiónformada por un arroyo con algunosárboles jóvenes. Dos senderosconducían en diferentes direcciones.Martin indicó una parada y desmontó.

Owen lo imitó, con cuidado.Martin se agachó donde el arroyo

hacía una curva hacia él, alrededor deuna roca sobresaliente cubierta de tojo.En la curva había un montículo depiedras lisas. Después de las lluviastorrenciales el agua debía de bajar delas tierras altas con fuerza y velocidad,depositando algunas de las piedrasatrapadas en el torrente. En aquel

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momento, estaban secas porque el aguafluía lentamente. Martin parecía moverlas rocas lisas ociosamente, dándoles lavuelta y luego volviéndolas a colocar enel montículo. Todas eran blancas.

—¿Lees signos en las rocas? —aventuró Owen.

Martin se inclinó sobre el arroyo,levantó una piedra y se la entregó aOwen. Alguien la había marcado conlíneas y ángulos.

—He visto escritura como ésta encruces al borde del camino, pero nopuedo leerla.

—No tienes por qué. Hasta unexperto en esta escritura pensaría que

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ésta es un acertijo.—¿Las ha dejado Lawgoch?—Cynog —dijo Martin—. Las talló

y las puso en este lugar.Si había un hombre a quien Owen

había juzgado mal, era Cynog.—¿Qué significan?—Direcciones. Caminos seguros.—¿Para quién?—Hablaremos cuando regresemos a

la granja.Owen observó las otras rocas

blancas del arroyo. Cynog había habladode Lawgoch a Math y Enid. Si habíaestado trabajando para la causa deLawgoch, su asesino bien podía haber

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sido, como había supuesto Rokelyn, unhombre del rey, alguien que quería hacerde Cynog un ejemplo para otrostraidores. ¿Alguien que lo habíasorprendido tallando las piedras?

¿Un albañil compañero? Pero ¿porqué a un hombre semejante le importaríatanto si Cynog traicionaba al rey?¿Acaso el gremio habría decretadoaquel acto? ¿Para proteger suslibertades? Ciertamente, los gremios deYork se preocupaban mucho por elcomportamiento de sus miembros.

¿Quizá el marinero Piers registró elcuarto de Cynog en busca de pruebas deuna traición? ¿Habría resultado tan

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obvio para un espía del rey? Aun así,Eduardo era el rey allí, más allá de lossentimientos de la gente. Seguramente, siPiers fuera el hombre del rey, alguienaparecería en su defensa. Pero ¿acasoalguien habría entendido lo que veía,piedras lisas sobre las que Cynog habíatallado algunos símbolos? ¿No era másprobable que lo hubieran atacadomientras las colocaba?

—Varias de ellas tienen símbolos —dijo Martin al ver que Owen seguíaobservando las piedras—. No todas.

Owen se concentró completamente.—¿Cuántos aprenden estos

símbolos?

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—Los suficientes para que alguienpiense que vale la pena el esfuerzo. —Los ojos oscuros de Martin estudiaron aOwen—. Ahora ves las complicaciones.Cynog no fue la víctima de un amanteceloso.

—Nunca pensé que lo fuera. —PeroOwen había creído que era inocente.

—Esto significa ingleses contragaleses —dijo Martin—. Tú eresvulnerable. Ninguna de las partes sabesi puede confiar en ti.

—¿Crees que no me doy cuenta deello? No busqué involucrarme en todoesto.

—Podría sacarte de aquí. Hacerte

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volver con Lucie y tu buena vida enYork.

—Deberías querer que me quedara.Que trabajara para Lawgoch, como tú.

Martin rió.—Trabajo para el rey Carlos. Si él

me dijera mañana que debo cortarle elcuello a Lawgoch, bueno, lo sentiríamucho, pero dudo que vacilara.

—¿Has visto a Owain?—Varias veces.—Háblame de él. Ahora que

estamos lejos de Enid y Math.Martin miró a Owen y asintió.—De modo que no son tus hombres

los que te mantienen aquí, es Lawgoch.

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—¿Cuestionas mi honor?—En absoluto. —Martin miró a su

alrededor—. No podemos hablar aquí.Está demasiado abierto.

—Entonces vayamos a otra parte.Owen dio la espalda a Martin,

condujo su caballo hasta una elevacióndel terreno y la usó para montar. Unavez instalado, hizo una seña con lacabeza a Martin, que seguía junto a sucaballo, sacudiendo la cabeza.

Owen hizo girar a su montura y bajópor la senda hacia la granja.

—Vamos, Martin, ve tú delante —dijo.

Lo oyó montar.

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Owen notó que tenía el costadomojado. El vendaje que debía mantenersu brazo y su hombro inmóviles habíacomenzado a soltarse. Pero por fin habíaaveriguado algo.

Martin se adelantó. Poco después, seapartó del sendero y se metió debajo deunas ramas bajas. A Owen le pareció oíragua que corría. Lo siguió, sujetándoseel costado al inclinarse sobre lamontura. Los árboles empezaron aescasear a medida que el sonido delarroyo aumentaba. A Owen le parecióuna mala elección para su propósito;nadie podría oírlos, era verdad, peroellos tampoco podrían oír si alguien se

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acercaba. Sin embargo, Martin no sedetuvo junto al agua sino que la cruzó ycabalgó por una ladera hasta una lomacon árboles.

—Desde aquí podremos observartodos los flancos —dijo Martindesmontando.

* * * * *

Salía humo de la chimenea de la granja.Los gansos graznaron a los tres quesalían a caballo desde el bosque. Unhombre espió desde el granero y luegodesapareció.

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—Venid conmigo —ordenó uno delos guardias a Tom—. Registra elgranero —dijo a uno de suscompañeros.

Estaban desmontando cuando unapequeña perra llegó corriendo desde elgranero, ladrando.

Una mujer salió de la casa, gritandoalgo en galés. Si era una orden para quela perra desistiera, no funcionó. Elhombre salió caminando del granero.Era joven, quizá de la edad de Tom,pero con un mechón de pelo blancosobre la oreja derecha. Habló en galés ala mujer, que asintió y volvió a entrar.

Uno de los guardias trataba de alejar

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a la perra de su bota. El otro preguntabaa los demás qué había dicho la mujer,pero ninguno parecía dominar el galés.Tampoco Tom. Pero sabía cómo hacerseamigo de un perro. Se agachó y llamó alanimal. No quería que resultara heridapor las patadas cada vez más furiosasdel guardia. Cuando la perra trotó paraolisquear la mano de Tom, los guardiasse alejaron. Tom le rascó detrás de lasorejas e hizo una seña al hombre de peloextraño, que se acercaba.

—¿Queréis decirme quiénes sois yqué queréis? —preguntó el hombre aTom, en inglés.

Tom se presentó como hombre del

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capitán Archer; los otros, como guardiasde San David.

El hombre asintió.—Yo soy Deri. Hermano de Cynog.

Vuestro capitán estuvo aquí ayer. ¿Seolvidó de preguntar algo?

Al parecer, Iolo y el capitán habíandejado la granja lo suficientementetemprano para llegar a San David antesdel toque de queda. A Tom no legustaron las noticias. ¿Dónde estaban?Los guardias se habían acercado a oír laconversación.

—¿La mujer no habla inglés? —preguntó uno de ellos a Deri.

—Mi madre sólo habla su lengua —

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dijo Deri—. Lo mismo que mi padre. Amí me echaron a perder cuando salí almar.

Con razón tenía más confianza queTom. Ya había salido al mar. Y habíasobrevivido.

—¿Así que el capitán se hamarchado?

—Sí.—Nos gustaría comprobarlo. El

granero. La casa.—Haced lo que queráis. Estoy

seguro de que no podría impedirloaunque quisiera —dijo Deri.

Los guardias no encontraron nada.Pero Tom sí. En un canasto arrojado

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debajo de un banco había una camisaenlodada y empapada en sangre con unremiendo en el cuello que él reconoció.Tom le había cosido aquel desgarro alcapitán. En el bosque, habían pasadopor un área donde el lodo estabaremovido y la maleza pisoteada. ¿Acasoel capitán había estado allí?

—¿Han herido al capitán? —preguntó Tom a la mujer, olvidando queella no hablaba inglés. Pero con todacerteza reconocería su nombre—. Es delcapitán Archer —dijo, levantando lacamisa y enseñándosela. Ella asintió,empujándola hacia él. Tom pensó queella quería que se la quedara.

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Él corrió con ella hasta Deri. Losguardias estaban hablándole. Tom learrojó la camisa ensangrentada a la cara.

—¿Qué le ha pasado al capitán?Deri meneó la cabeza de lado a

lado, como si toda aquella sangre nosignificara nada.

—Llar lo mordió —dijo. Hizo unaseña hacia la perra, que estaba sentadatranquilamente a su lado.

Uno de los guardias se rió.Deri lo miró con expresión de

disgusto y luego dirigió su atención otravez hacia Tom.

—Mamá limpió al capitán y le diouna de mis camisas.

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Tom no lo creyó. La perra era losuficientemente dócil si uno se leacercaba con buenas intenciones. Y elcapitán sabía cómo acercarse a un perroguardián. Deri hizo una mueca y seencogió de hombros. Pero la forma enque miró fijamente a Tom obligó aljoven a cerrar la boca.

* * * * *

Owen estaba sentado bajo los árboles.Martin acercó el odre que colgaba de sumontura. Enid lo había llenado con una

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mezcla de hierbas y sidra eficaz paracalmar el dolor. Owen bebió, pero muypoco. Quería mantenerse bien alerta.

Martin se sentó junto a Owen, peromirando hacia la dirección opuesta.

—¿Qué sabes de Yvain de Galles, elprincipito que iba a redimir este país delos ingleses? —Había llamado a OwainLawgoch por su nombre francés.

—Poco.—Yvain es un hombre de honor. La

primera vez que lo vi fue aquí, en Gales.Su padre había muerto hacía dos años,pero Yvain acababa de enterarse, ytambién de que le habían confiscado sustierras. Había venido de Francia a

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elevar una petición al rey para que ledevolviera su propiedad.

—¿La recuperó?—Gran parte de ella. Luego vendió

algunos bosques para preparar elregreso a Francia con su dinero.

Owen gruñó.—Quiere el dinero. No es el héroe

que la gente cree.—Te equivocas. Hasta un héroe

necesita dinero para vivir. Cuandoregresó a Francia, Ieuan Wyn, otrogalés, se unió a él. Quizá has oídohablar de él.

—Debe de haber un error. Ieuan esel agente de policía de Lancaster en

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Beaufort y Nogent.Martin se rió.—Ya no. Yvain y Ieuan se unieron a

Bertrand du Guesclin en Castilla…contra tu duque. Yvain es nieto deLlywelyn el último, Ieuan pertenece a lafamilia del senescal de Llywelyn. Al reyCarlos le gusta el eco del pasado en suasociación: príncipe y senescal otra vez.Es la clase de eco en el que el reydeposita mucha fe. Y es la pérdida deLancaster. Eso también lo complace.

—¿Cómo sabía Cynog dóndecolocar las marcas?

—¿Ha mencionado alguien en SanDavid a Hywel?

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—No —dijo Owen—. ¿Por quéhabrían de hacerlo? ¿Quién es?

—Los indicadores son cosa suya —dijo Martin—. Tus caballos los tiene él,estoy seguro.

—¿Es un ladrón de caballos?—No un ladrón común. Es lo que

entre tu gente pasa por un noble —dijoMartin—. Rico, ambicioso, generosocon quienes lo ayudan, despiadado conquienes se oponen a él.

Dice que es hombre de Yvain y queestá reclutando un ejército para apoyarlocuando desembarque. Pero Hywel estárobando dinero para sus preparativos, yese dinero debería llegarme a mí, para

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el príncipe. De hecho, Hywel ya va depríncipe. Pronto olvidará que debeapoyar a Yvain y va a proclamarseRedentor de Gales él mismo.

—Me gustaría hablar con Hywel.—No quieres conocerlo a él. Deseas

conocer a Yvain de Galles. Hywel noestá a su altura. Quizá te encuentres conun señor feudal que te disgustará tantocomo el duque de Lancaster.

—Me causaría un agradable placerluchar por mi propia gente.

—Yvain se alió con los franceses.Perdiste el ojo luchando contra ellos. Esposible que él haya estado en el campode batalla contra ti. ¿Has pensado en

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eso?—He pedido hablar con Hywel, no

luchar para Owain Lawgoch.Martin se rió.—Ah, amigo, si te vieras la cara…

Ya estás imaginando actos heroicos queliberarían a tus compatriotas. Basta deesto. Debes descansar si vas a cabalgarde regreso a San David por la mañana.

—¿Cabalgar? ¿Vas a conseguircaballos?

—Pensaba que podrías montar tuspropios caballos para atravesar elbosque. Te lo dije: Hywel debe detenerlos. Mis hombres Deri y Morgan tellevarán hasta él.

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—¿No vas a acompañarnos?—Me mantengo alejado de Hywel.

No nos queremos mucho.—Entonces Deri y Morgan me

llevarán hasta él.

* * * * *

Llar anunció su llegada ladrando ycorreteando como si pensara quellevaban un plato de carne para ella.Deri y Morgan la seguían y, en cuanto seencontraron, les explicaron todo sobrelos visitantes.

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—Iolo los oyó acercarse antes quenosotros. Se escondió bien. Eran tres:dos de los criados del obispo y Tom,vuestro hombre. —Deri hizo una seña aOwen.

—¿El joven Tom estaba con laguardia del arcediano? —preguntóOwen.

—A disgusto —dijo Deri—.Mantuvo la boca cerrada para ayudarmea mentir. —Explicó lo que habíasucedido—. Regresarán cabalgandolentamente, os buscan por el camino.Supongo que piensan encontraros tiradopor alguna parte entre la maleza, heridopor el ataque de Llar.

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Enid se disculpó por no haberpensado en la camisa. Math estabafurioso con el arcediano porque habíaenviado a sus hombres a buscar a Oweny, en cambio, jamás se habíapreocupado por su hijo.

—Todo esto es por Cynog —dijoOwen, tratando de calmarlo.

—Todo esto es por Owain Lawgoch—dijo Enid—. Maldigo el día en que oísu nombre.

* * * * *

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El arcediano Rokelyn arrojó la camisaensangrentada de Owen sobre la mesaque estaba delante de él.

—Primero encuentro a vuestrosamigos dormidos durante la guardia yahora esto. ¿Dónde está el capitánArcher?

Tom abrió y cerró la boca sin emitirsonido. Volvió a intentarlo.

—No lo sé. Como dijeron los otros,Iolo y el capitán salieron a tiempo parallegar aquí anoche, antes del toque dequeda.

Rokelyn miró a los dos guardias quehabían cabalgado con Tom. Ellosasintieron.

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—Vete entonces. Encontrarás a tusamigos junto a los establos del palacio.En uno de los bebederos de loscaballos.

Tom hizo un movimiento como parallevarse la camisa.

—¡Déjala! —ladró Rokelyn.—Pero es una buena camisa —

protestó Tom.—Si el capitán regresa, se la daré

—dijo el arcediano.Sam lo esperaba fuera de la casa del

guarda de palacio.—Tengo permiso para regresar a los

establos contigo. Afortunadamente. Noquiero soportar más el genio de ese

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hombre. —Echó un vistazo al guardia.—¿Es verdad que Edmund y Jared

están en uno de los abrevaderos de loscaballos?

—Eso he oído. Los encontrarondormidos durante su guardia, apestandoa cerveza.

—No es típico de ellos hacer algosemejante.

—No —dijo Sam, pasando deprisajunto al guardia. En cuanto estuvieron enel patio del palacio, Sam se volvió ypreguntó—: ¿De quién era la camisaensangrentada? ¿Dónde está el capitán?

Tom le contó lo poco que sabía.—¿Atacado por una perra? ¿El

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capitán Archer? —Sam sacudió lacabeza.

—Yo no me lo creo —dijo Tom—.Pero el hombre pareció aliviado cuandofingí hacerlo.

—Entonces, ¿dónde está el capitán?—No lo sé. Los caballos no estaban

allí. Tampoco Iolo. Es todo lo que sé.Las sombras de la tarde enfriaban el

patio del establo. Los bebederos estabandesiertos. Tom y Sam encontraron a suscompañeros roncando en un rincón delos establos, envueltos en mantas, con suropa colgada de una soga, secándose.Alguien había sido amable con ellos.

Sam, que era hijo de una comadrona,

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se arrodilló y les olió el aliento.Hizo una seña a Tom para que se

acercara.—Huélelos.Tom se arrodilló junto a él.—Amargo —dijo.—Sí. Han bebido más que una

simple cerveza. Una pócima paradormir, creo.

Tom deseó que el capitán estuvieraallí.

—El capitán se iría ahora a avisar alos hombres que vigilan a Piers elMarinero.

—Sí, eso haría.—Entonces vayamos.

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Tom tuvo una sensación deintranquilidad en el estómago al cruzarel patio corriendo, pero trató de pasarlapor alto. Sam iba delante, subiendo losescalones del porche del arcediano dedos en dos. El portero les bloqueó elcamino.

—No se me ha informado de que osdeba dejar entrar.

—Tenemos que advertir a losguardias —dijo Tom.

El portero meneó la cabeza.—Debéis hablar con el arcediano.—¡Eso nos llevará demasiado

tiempo, hombre! —exclamó Sam.—Esas son mis órdenes. —El

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portero se mantuvo firme.

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Capítulo 13

AcertijosEl viejo carro destartalado tirado por unburro crujió y avanzó ruidosamente porel camino. Magda Digby dormitaba bajoel sol en el asiento junto a Matthew elhojalatero, sonriendo para sí cada vezque extendía un brazo para no caerse.Siempre era un placer que un pacienteaún la valorara después de untratamiento particularmente doloroso, yel diente del cacharrero, por muy picadoque estuviera, había tardado en salir.

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Magda emitió un ruido al despertarsecuando Matthew detuvo el carro frente ala casa quemada del guarda.

—Hemos llegado a FreythorpeHadden —dijo el hojalatero—. Hubo unterrible incendio. Unos forajidos fueronlos responsables.

El sol se filtraba a través de losagujeros del techo e iluminaba un ladoderruido. Varios hombres lanzabanganchos, para echar abajo partesennegrecidas del techo de paja y losmuros manchados de hollín.

—¿Forajidos? —Magda se preguntóqué habrían pensado obtener consemejante destrucción. La casa

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principal, de piedra, estaba intacta. Ytambién los establos, de piedra ymadera.

—La señora Wilton se alegrará deoír que han comenzado las reparaciones—dijo Matthew.

Un hombre salió del arco de entradaen sombras de la casa del guarda, secubrió los ojos para mirar en direccióna ellos, lluego se volvió y regresócorriendo a los establos, cerca de lacasa principal.

Magda no deseaba tener problemas,pero le pareció bien para la propiedadde Lucie que hubieran notado la llegadade extraños.

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—El mayordomo prestado hacolocado vigilantes y ha comenzado lasreparaciones. Quizá sea sensato. —Magda se sorprendió por lo poco queLucie había dicho de todo aquello. Lehabía contado que la casa del guardahabía sufrido daños, y que habíanrobado el tapiz preferido de su tía, partede una vajilla de plata, algo de dinero…La casa del guarda no era tan valiosapara ella como el tapiz. Pero taldestrucción debería haberle enfriado elcorazón. No le gustaba que Lucie nohubiera querido hablar de ello.

—No me siento cómodo cuando memiran como si fuera un peligroso

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intruso. Pero es prudente poner unavigilancia —dijo Matthew—. Losforajidos podrían regresar.

—¿En un carro destartalado tiradopor un burro?

La risa estruendosa de Magdasobresaltó al hojalatero, que también serió.

—Los forajidos, con un heraldo —murmuró él, secándose los ojos; luego levolvió el dolor, y se tuvo que sostener lamandíbula.

—Magda os pide perdón. Olvidóvuestro diente.

—Una buena carcajada justifica eldolor —dijo Matthew.

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Era un hombre sensato si sabía eso.Magda bajó del carro y cogió su bolsade la parte trasera.

—Habéis sido amable. —Miró conojos entrecerrados la mejilla hinchadadel hojalatero—. Sin el diente podrido,la hinchazón desaparecerá. No olvidéisdejar en la boca un rato el brandy queMagda os dio, antes de tragarlo.

Matthew asintió.—Que Dios os acompañe, Mujer del

Río.—¿No vais a vender vuestra

mercancía en Freythorpe Hadden?—No quiero molestar a gente que ha

tenido tantos problemas.

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—Tienen que vivir.—No quiero líos. —Tenía los ojos

fijos en algo que había detrás de Magda.—Entonces, marchaos —dijo

Magda.Ella se volvió. Un hombre rubio se

acercaba, caminando con autoridad.Otros dos lo seguían de cerca.

—¿Harold Galfrey? —gritó Magdapor encima del ruido del carro deMatthew, que se alejaba a sus espaldas.

El hombre que iba delante asintiócuando se acercó a ella. Entornó losojos contra el sol, pero Magdaconsideró que el hombre hacía aquellamueca para ocultar sus pensamientos.

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—¿Quién sois? ¿Por qué os hadejado aquí el hojalatero? —quiso saberHarold.

Uno de los hombres dijo:—Es Magda Digby, la Mujer del

Río. Es una curandera.Magda le quitó el polvo a la bolsa

que llevaba.—La señora Wilton está preocupada

por el mayordomo herido. Podéis llevara Magda con él.

—¿Y el hojalatero?—¿Acaso no lo habéis visto

marcharse?—¿No desea hacer trueque por aquí?—Magda lo desvió de su camino.

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¿Cómo está Daimon?—Venid adentro y lo veréis.Magda entró en la sala. Tildy dejó

una olla que llevaba y corrió a recibir ala recién llegada con el rostro inquieto.

—Dios os bendiga por venir, señoraDigby. —Los ojos de la joven estabanojerosos y enrojecidos por falta desueño. Tenía un nudo en la garganta alhablar.

—No se encuentra como querríais,¿no es así? —dijo Magda.

—Duerme la mayor parte del tiempoy, cuando se despierta, no puede hablarcon claridad.

—¿Cuánto tiempo lleva así?

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—Un día. Quizá un poco más. Hasido gradual. Estaba bien, luego empezóa empeorar.

Sobre un jergón cerca del hogaryacía el pobre hombre, sudoroso einquieto. Cuando vio a la mujer, tratócon esfuerzo de centrar su mirada enMagda, pestañeando, sacudiendo lacabeza.

—Daimon, Dios nos ha enviado aMagda Digby —dijo Tildy consuavidad.

—Lucie Wilton envió a Magda —corrigió la Mujer del Río al levantar elvendaje que cubría la cabeza de Daimonpara examinar la herida—. La habéis

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limpiado bien —le dijo a Tildy, querevoloteaba a sus espaldas. Magdalevantó la mano herida y deshizo elvendaje—. ¿Podéis cerrar la mano? —preguntó Magda a Daimon. Él lo hizolenta, débilmente; al volver a abrirlapuso un gesto de dolor—. Va a sanar.Lentamente. Tildy lo ha hecho bien. —Volvió a vendarle la mano. Le retiró lamanta y tocó suavemente el hombrohinchado del joven mayordomo—. ¿Lehabéis hecho friegas con aceiteremojado en consuelda, suave peroprofundamente? —preguntó Magda aTildy.

—Lo intenté.

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—Y él gimió o trató de apartaros, yeso os preocupó. —Magda le sonrió—.Debéis tener más confianza.

Magda se inclinó y olió el sudor deDaimon. Lo cubrió, tomó a Tildy delcodo y la alejó del jergón de Daimon.

—Habéis sido muy generosa con losmedicamentos.

Tildy parecía sorprendida.—He seguido las instrucciones de la

señora Wilton.Magda sacudió la cabeza.—Su sudor apesta a medicina. Quizá

habéis seguido las instrucciones al piede la letra y Daimon no puede tomar lomismo que otros. Cuando Magda haya

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bebido y comido algo, os dirá qué darley cuánto. —Puso un dedo sobre loslabios de Tildy cuando la jovencomenzó a disculparse por no haberleofrecido algo antes—. No sois la criadade Magda. Ella puede pedir lo quenecesite.

Tildy llamó a una criada y la empujóhacia la cocina, siguiéndola de cerca.

Magda se instaló en una silla conrespaldo alto junto al fuego, se colocóen la espalda una almohada que habíavisto en un banco y apoyó los pies en untaburete que había arrastrado para ello.Estaba empezando a dar cabezadascuando Tildy regresó con compota de

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frutas, queso y pan. Una criada la seguíacon una jarra de vino.

Cuando la sirvienta se hubo retirado,Tildy se acurrucó junto a Magda; subonita cara estaba desfigurada por unamáscara de angustia.

—Observé cuidadosamente a laseñora Wilton —susurró—, y estoysegura de haber dado a Daimon lasmismas cantidades de medicamentos.

—Dejad de preocuparos. Quizá sucuerpo lo soportó durante un tiempo.

—¿Acaso demasiada medicinapodría matarlo?

Pronunció la última palabra en voztan baja que Magda pensó que no la

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habría entendido de no haber estadomirándola a los labios.

—Sí, es verdad que muchasmedicinas también son un veneno. Perono lo habéis matado.

—Yo no. Estoy segura de ello. Perohay alguien que estaría contento dedeshacerse de Daimon.

—¿Un enemigo?—Un rival. ¿Qué pensáis del señor

Galfrey?—¿El mayordomo prestado?

Deberíais llamarlo Harold. No esvuestro señor.

—Pero ¿qué os parece?El sujeto de su conversación

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susurrada acababa de entrar en el salón.—Magda os agradece la comida —

dijo en voz alta—. Podríais traer unacopa para el señor Galfrey. La señoraWilton también oirá su informe cuandoMagda regrese.

Tildy se puso de pie lentamente, sevolvió y saludó al mayordomo con sunombre de pila.

Harold vaciló, luego le dirigió unainclinación. Volviéndose hacia Magda,dijo:

—Os ruego que me disculpéis pormi anterior comportamiento.

Tildy, que estaba pálida, aprovechóla oportunidad para desaparecer. Magda

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tomó nota de su partida al tiempo querestaba importancia a la disculpa deHarold.

—Sois cauteloso, y con razón.Él se puso cómodo cerca de ella,

como si estuviera en su casa.—Habéis comenzado las

reparaciones en la casa del guarda —notó Magda—. ¿Hubo muchos daños?

Él hizo una seña a la criada, quetrajo otra copa. Se puso de pie y sesirvió vino, luego levantó la copamirando a Magda, como brindando.Bebió un poco y la dejó a un lado.

—Me pareció mejor comenzar lasreparaciones de inmediato, mientras

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Dios nos bendice con buen tiempo. Hayque cambiar todo el techo. Reconstruirla pared derrumbada y arreglar las otras.Y la mayoría de las tablas del suelosuperior fueron dañadas por el fuego oel agua.

—La lluvia regresará antes de quepodáis terminar tanto trabajo.

—No nos queda más remedio queintentarlo y rezarle a Dios para que seapiade de nosotros.

—Sería mejor que encontrarais unaforma de proteger vuestro trabajo enlugar de rezar.

Harold hizo una mueca, pareció apunto de decir algo, pero luego echó

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atrás la cabeza y rió. Magda observó susmovimientos mientras tomaba un largotrago y vaciaba la copa. Notó que laobservaba con mucho detenimiento ydesviaba los ojos, luego la miró con laexpresión de un niño que quieredemostrarle a un adulto que no leimportan sus críticas. ¿Y por qué nohabría de pensar eso después desaludarla tan groseramente?

—¿Cómo está Daimon? —preguntóél súbitamente.

Magda meneó la cabeza de lado alado.

—Se curará. Demasiada medicina loatonta y lo hace dormir. Magda va a ver

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cómo le sienta una dosis menor.—Pobre Tildy. Ella lo ama, ¿sabéis?Magda estudió la cara bronceada.

Las líneas alrededor de la boca decíanque fruncía el entrecejo más de lo quereía.

—Magda no ha sugerido que laculpable sea Tildy.

—No he querido decir que lo sea.Simplemente, que sufre con él. —Haroldfijó la vista en el fuego, apoyando laspalmas de las manos sobre las rodillas,como si las estuviera aliviando.

—¿Os duelen las rodillas?—Sí. No estoy acostumbrado a tanto

trabajo físico. Un mayordomo se sienta,

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camina, cabalga. No recuerdo habermearrastrado sobre cenizas húmedas jamás.Pero tenía que ver la gravedad del daño.

—Sois meticuloso. Magda os daráalgo para calmar el dolor.

—Que Dios os bendiga por ello,señora Digby. ¿Y Daimon? Habéisdicho que ha recibido demasiadamedicina y, sin embargo, no es culpa deTildy.

—Una copa de vino puede dormir aalgunos. Las medicinas son iguales.

—Ah. Él es un joven afortunado allograr que la señora Wilton os enviara aver cómo está. —Harold se puso en pie—. ¿Os quedaréis esta noche?

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—Una o dos noches. Hasta queDaimon mejore.

—Todos estaremos mejor así.Perdonad que me vaya, pero tengomucho que hacer.

—Antes de la lluvia. Sí. —Magdaobservó al hombre mientras se alejaba.Había sido muy cortés ron ella, peroquizá fuera un mayordomo duro. Tal vezaquélla era la causa por la que a Tildyno le gustaba. ¿O había algo más?

* * * * *

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Cuando Lucie caminaba por Stonegatecamino de la casa del arcediano deYork, imaginó que la miraban, que lagente la espiaba desde detrás de lospostigos, que la observaba mientraspasaba y se preguntaba si era la mujerabandonada de un traidor. Nunca sehabía sentido tan sola en aquella ciudad.¿Quiénes eran sus amigos, quiénes susenemigos? También estaba preocupadapor Filipa. Si aquella tarde volvía aponerse nerviosa por Freythorpe, ojalá aKate se le ocurriera enviar a buscar aBess para que la ayudara a calmarla.

Lucie sintió una oleada de recelopor tener que cenar en la casa del

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arcediano. Esperaba poder hablar conMichaelo. Y temía aquel momento. ¿Y siOwen había sido atraído a laconspiración de Owain Lawgoch? ¿Quépasaría entonces? ¿Sentiríaresentimiento hacia sus vínculos conYork? ¿Hacia su esposa iinglesa? ¿Seríaposible? Ella lo necesitaba allí, dondesu contacto y su voz le revelarían sussentimientos. Pero ¿y si él no regresaba?Aminoró la marcha al llegar a la casa deJehannes y estuvo a punto de regresar.Pero con toda seguridad, el hermanoMichaelo se lo habría dicho si teníaalgún indicio de que Owen no iba aregresar. Al parecer, volvía a

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respetarla, como hija de sir Robert.Aquello fue suficiente para impulsarla aseguir.

El arcediano Jehannes saludó aLucie cálidamente y le dio la bienvenidaa su casa.

—Es un enorme placer. —La ampliasonrisa que iluminó su rostro siemprejoven fue un signo de su sinceridad—.Estáis tan ocupada con los niños y latienda que no recuerdo la última vez queme honrasteis con vuestra presencia.

El arzobispo Thoresby se levantó deuna silla adornada como un trono que, enun salón como aquél, amueblado consencillez, se encontraba totalmente fuera

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de lugar. Sus profundos ojos parecíanmás hundidos y estaba pálido.

—Eminencia —dijo Lucie, haciendouna reverencia.

Thoresby levantó la mano y labendijo. Ella le besó el anillo. La manode él temblaba levemente. No era joveny tampoco había gozado de muy buenasalud el año anterior. Su debilidadinquietó a Lucie. Si Owen había hechoalgo para alimentar los rumores,necesitaría a un hombre poderoso que lodefendiera. Pero si su eminencia estabaenfermo…

Jehannes hizo una seña a un criadopara que le acercara a Lucie una copa de

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vino.—¿Cómo están mis ahijados? —

preguntó Thoresby.—Creciendo. Echan de menos a su

padre.—Si Dios ha oído mis plegarias,

Archer ya debe de encontrarse decamino a York. O lo estará muy pronto.

—Os agradezco mucho que hayáisenviado un mensajero.

—Lo envié antes de vuestrosproblemas. De modo que no me loagradezcáis. Quiero a Archer de regresoaquí, ocupándose de mis asuntos, no delos del obispo de San David.

Lucie miró a su alrededor.

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—¿Vendrá el hermano Michaelo?—Está ayunando —dijo Jehannes.—Se conmovió mucho con la visión

de vuestro padre en la fuente sagrada deSanta Non —dijo Thoresby—. Aúnpuede redimirse.

—¿Deseabais hablar con él? —preguntó Jehannes, siempre el anfitriónsolícito y perceptivo.

—Sí. Tenía algunas preguntas… —Dejó la frase sin terminar porque nodeseaba mentir. ¿Debía molestar aMichaelo durante su ayuno?

Thoresby tosió.—¿Se trata de los rumores que

cuestionan la lealtad de Archer? Son

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tonterías. No cometo esos errores conlas personas en quienes confío.

Lucie sintió que Jehannes laobservaba. Había querido ocultar suansiedad, temiendo que revelara dudasdesleales con respecto a Owen. Pero, alparecer, aquellos dos hombres laconocían demasiado bien.

—Si una o dos personas con motivospara sentir curiosidad hubieran oído losrumores, no me preocuparía. Pero sedifundieron con mucha rapidez.

—Los mercaderes temen la amenazade los franceses a lo largo de la costasur —dijo Jehannes—. La carrera deOwain Lawgoch los inquieta.

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—Pero ¿por qué habrían desospechar de Owen?

Thoresby hizo un gesto impaciente.—De verdad, mi gentil dama, no

creeréis que ese rumor comenzóinocentemente, ¿no? Alguien quierebeneficiarse al difundirlo. Tenéis razónal preocuparos.

—Quizá sería mejor que hablaraiscon el hermano Michaelo —dijoJehannes.

El arzobispo estuvo de acuerdo yllamó a un criado para que laacompañara hasta donde estabaMichaelo.

El sirviente condujo a Lucie hasta

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una puerta y luego se retiró. Lucie llamóa la puerta. Michaelo respondió a sutímida llamada con un súbito «¡Entrad!».Ella inspiró profundamente y abrió lapuerta. Era un cuarto pequeño y sinventanas, iluminado con una lámpara deaceite. El monje estaba arrodillado enun reclinatorio delante de una simplecruz de madera, con la ccabezainclinada. Junto a él había un látigo decuero. Salvo aquello, el cuarto estabadesnudo.

—¿Hermano Michaelo?Él levantó la cabeza de repente,

como si acabara de despertarse.—Señora Wilton. Benedicte. —Se

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puso en pie con dificultad.—Perdonadme por molestaros.—Sois bienvenida, señora Wilton.

—Michaelo estaba demacrado, pero susojos irradiaban paz—. ¿Cómo puedoayudaros?

—Esperaba… no deseo preocuparoscon más preguntas, pero ha ocurridoalgo y vos sois el único que podríaayudarme.

—¿De qué se trata?—He oído rumores sobre mi

esposo… —Se le quebró la voz.—Suplicaba por que no los oyerais.—Os lo ruego, hermano Michaelo,

decidme si hay algo de verdad en ellos.

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—Le temblaban las piernas por elesfuerzo de mantener la voz firme.

—Venid. Salgamos al jardín.El cielo vespertino aún estaba azul,

aunque el jardín se encontraba sumidoen sombras, y sus colores se habíansuavizado hasta adquirir matices grises.Era pequeño. Se sentaron sobre una rocabaja.

La breve caminata y el aire frescoayudaron a Lucie a recobrar sucompostura.

—Owen escribió que le resultabadifícil regresar a su país. Doloroso.

—Así le pareció. Pero esasemociones no lo convierten en un

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traidor.—¿Qué es lo que no deseáis

decirme?Michaelo se inclinó ante ella.—Sois la hija de vuestro padre. Él

también sabía ver cuándo le ocultabaalgo.

—Cómo hija de mi padre, os pidoque seáis directo conmigo.

—El capitán se quejaba no sobre sugente, sino sobre la forma en quenosotros, los ingleses, los tratamos —comenzó Michaelo—. No lespermitimos tener dignidad. Damos porsentado que son inferiores, pocointeligentes y, sin embargo, también los

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llamamos traidores.—¿Mi esposo habló abiertamente de

esto?—Sus sentimientos a veces eran

claros, aunque sólo habló de ellos conlos de nuestro grupo, el señor Chaucer,sir Robert…

—¿Cómo lo recibió mi padre?—Se preocupó y le recordó al

capitán cuál era su deber.—¿Creéis que mi esposo podría

dejarse tentar por ese Owain Lawgoch?—Lucie lo preguntó con un susurro.

—Vuestro esposo no es un traidor—dijo Michaelo con firmeza—. Seaseguró la guarnición en Cydweli y

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llevó ante la justicia a un hombre quetraicionó a nuestro rey.

Lucie se sintió consolada.—Escribió que un viejo amigo lo

ayudó en su trabajo. Dijo que vospodríais decirme quién fue.

Michaelo bajó la cabeza.Lucie sintió un nudo en el estómago.

Si era quien creía… Owen no lo nombrópor si acaso las cartas eran leídas por lapersona equivocada.

—¿Quién era?—Martin Wirthir.Lucie se santiguó.—Gracias a Dios. —No era un

traidor, sino un pirata—. Habéis

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tranquilizado mi mente.Michaelo emitió un extraño ruido y

se llevó la mano a la frente.—En la actualidad, Wirthir es un

agente del rey de Francia. Y está enGales reuniendo dinero para OwainLawgoch.

—Santo cielo.—Pero hasta donde yo sé, se

juntaron sólo para atrapar al asesino.Wirthir no tiene lealtades personales.

—¿Estáis seguro de ello?Michaelo se volvió hacia ella.—Señora Wilton, vuestro padre

encontró la gracia de Dios en SanDavid. Cuando sir Robert dejó de

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preocuparse por el capitán, yo tambiénlo hice. Al oír los rumores ayer, sentídudas. Pero hoy, con mucha oración yayuno, veo todo con más claridad. Ydigo que el capitán no es un traidor.Vuestro padre sabía que no lo era.

La luz de los ojos del monje y lafuerza de su voz llevaron a Lucie ainclinar la cabeza y pedirle labendición.

—Mi señora, no soy digno del honorque me brindáis.

—Oráis, ayunáis, os flageláis,habéis sido amable con mi padre…¿Qué más puede pediros Dios?

—No sé si hago esto por Dios o por

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mí mismo. —Pero hizo la señal de lacruz sobre ella y la bendijo.

Cuando Lucie se volvió a reunir conThoresby y Jehannes, éstos estaban depie junto a la mesa discutiendo planespara la feria del día de Lammas.

El arzobispo la estudió cuando ellase acercó, sus ojos estaban en sombrasinescrutables.

—Parecéis seria, señora Wilton.¿No ha podido tranquilizaros Michaelo?

—Ha sido muy amable, eminencia.Y parece convencido de la inocencia demi esposo.

—Excelente.Jehannes sonrió e hizo una seña a los

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criados para que trajeran la comida.—Venid, huéspedes míos,

fortalezcámonos con el pollo relleno demi cocinera.

Más tarde, a Lucie le costó recordarla charla que se desarrolló durante lacena, ya que tenía la mente ocupada enla breve conversación que habíamantenido con Michaelo. Estaba muyseguro de que sir Robert se habíapercatado de los sentimientos de Owen.¿Por qué Lucie sentía más incertidumbreque nunca? ¿Era por Martin Wirthir? Eraun hombre encantador y persuasivo. ¿Nopodría convencer a Owen de que sushombres lo necesitaban? Sin embargo,

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Owen nunca había estado de acuerdocon la ética de Martin. No haría nadasólo porque Martin se lo dijera. Y, enrealidad, Martin no parecía un hombreque se comprometiera con ningunacausa. ¿Acaso lo que la afligía era ladescripción de Michaelo de cómotrataban a los galeses? ¿Cómo podíasoportarlo Owen, que no era alguien quediera la espalda y huyera de lo que loenfurecía?

Thoresby notó su preocupación y lehizo muchas preguntas sobre el ataque aFreythorpe.

Aquella noche, más tarde, Lucie sedespertó de un leve sueño y sus

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pensamientos volvieron a suconversación con el arzobispo. No sehabía mostrado impresionado por elrelato de las acciones de Harolddespués del ataque.

—Me alegro de que haya sido deayuda. Pero podría tener otro motivoademás de la buena voluntad. —Thoresby no sugirió cuál podría ser éste.

A Lucie no se le ocurrió ninguno.Estaba cansada de que todos loshombres la tomaran por tonta. HastaJasper, con lo joven que era. ¿Por quétodos desconfiaban de quienes laayudaban?

Pero ¿y Owen? ¿Cómo podía ella

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conocer sus sentimientos? Sus cartas.Las había leído rápidamente, en buscade novedades sobre su padre. Quizápodría deducir algo de ellas. Se puso depie y cruzó el cuarto de puntillas,esperando no despertar a Filipa, quehabía descansado tranquilamente toda latarde y la noche.

—¿Lucie? —Filipa se incorporó,aferrando las sábanas contra su cuerpo.

Lucie maldijo en silencio, pero seacercó a Filipa y le recogió el pelo quese le había salido de la gorra blanca.

—Duérmete. Es medianoche.—¿Por qué estás despierta?Filipa parecía tranquila. El sueño la

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había ayudado.—He comido y bebido demasiado.

Se me ha ocurrido releer las cartas deOwen. Cuando leo sus palabras, meimagino su voz.

Filipa se incorporó más.—¿Entiendes todo lo que lees?—Entiendo las palabras. Pero a

veces el significado está oculto.—¿Acaso todos los que leen

entienden las palabras?—Si leen bien, sí. ¿Hay algo que

quieres que te lea?—No.—Entonces vuelve a dormirte. Es

medianoche.

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Cuando Lucie comenzó a ponerse depie, Filipa le tocó el brazo.

—Hay algo. —Tenía la cara ensombras. Por la ventana entraba un pocode luz—. Debo saber qué dice elpergamino. Debo saber si todo esto sedebe a mi debilidad.

—¿Qué pergamino?—Mi esposo, Douglas, decía que

era suyo, pero se lo habían confiado. Nose lo dieron para que se lo quedara.Murió muy pronto después de eso.Demasiado joven. No era un buenhombre. Y, sin embargo, yo lo amaba.—Se secó los ojos con las sábanas.

Era lo máximo que Filipa le había

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dicho a Lucie sobre su esposo.—¿Dónde está el pergamino?—En mi casa.—¿Nadie te dijo lo que decía?—Nunca se lo enseñé a nadie

excepto a mi hermano, que dijo que notenía que preocuparme. Pero lo hehecho. No fue la bebida lo que arruinó ami Douglas, ¿sabes? Es lo que pensabami hermano, pero no es verdad. Douglasera amargo. Su familia había perdido lacasa durante los ataques de losescoceses. Y a nadie le importó. Ni alrey ni al arzobispo. A nadie.

—¿Qué crees que dice elpergamino?

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—El padre de Douglas se murió depena. Todo lo que le había dejado aDouglas estaba perdido. Tanrápidamente. Todavía había tierras, peromucho se había quemado. El ganado, lacasa, todo perdido. —Filipa suspiró—.Su madre murió muy pronto después deello. No recuerdo cómo. ¿Estabaenferma?

—Tía Filipa, ¿y el pergamino?Filipa levantó la mirada hacia Lucie.

Le tocó el mentón.—Eres más fuerte que tu madre.

Todo va a ir bien. —Volvió arecostarse.

—Querías que te leyera algo.

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—No sé dónde está.Lucie no recordaba ningún

pergamino misterioso. ¿Estaría en eltesoro? Sin embargo, recientemente lohabía registrado. Por lo que sabía, losladrones sólo se habían llevado dinero yquizá un libro de cuentas. Habíaolvidado aquello. No recordaba quéaños abarcaba, pero no era reciente.¿Podría haber estado oculto allí?

—¿Dónde lo guardabas? —preguntóLucie.

—En muchos sitios —dijo Filipa,somnolienta—. Demasiados sitios. Hetraído este problema a tu casa. Soydemasiado vieja para ser útil. —

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Comenzó a sollozar.Lucie la rodeó con el brazo y le

acarició la frente con suavidad, comohacía con sus hijos cuando despertabanen medio de la noche.

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Capítulo 14

Un espía para elredentor

Tom y Sam no pudieron entrar en casadel arcediano Rokelyn. En la puerta delpalacio, pidieron hablar con el capitánde la guardia. Les dijeron que podríanencontrarlo cenando con sus hombres.Pero allí no estaba, y Tom y Sam nosabían en quién más confiar. Abatidos,se dirigieron a una mesa apartada paralos criados de los peregrinos y se

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tomaron su cena en silencio. Después,regresaron a los establos. Tom, queestaba agotado por la larga cabalgatadel día, se durmió rápidamente.

Pero su estómago lo despertó antesdel alba. El establo estaba mucho máslleno que el gran salón del palacio. Tomse abrió camino con cuidado a través delos cuerpos tumbados. Sentía que elestómago le ardía. También tenía unased terrible, pero no se atrevió asaciarla antes de aliviarse, por temor aque su estómago fuera a explotar. Sellevó con él una jarra de agua.

Así fue que se quedó sentadopurgándose durante un largo rato. El

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suficiente para que se le acercara unguardia que deseaba chismorrear y sesentara junto a él. La mayor parte delparloteo del guardia no significaba nadapara Tom, pero un tema le llamó laatención: Piers el Marinero habíadesaparecido durante la noche. Habíanencontrado a su guardia dormido fuerade la celda y apestaba a cerveza. Elcompañero de retrete de Tom había sidodespertado por su capitán para registrarlos establos.

Tom volvió a sentir fuego en elestómago. La fuga podría haberseimpedido si el portero del ala estehubiera permitido a Tom y a Sam

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advertir al guardia la noche anterior.¿Por qué Dios estaba jugando tanto conellos?

Para cuando Tom regresó con suscompañeros, Jared y Edmund ya sehabían despertado y se quejaban de lased que tenían. Sam había ido aaveriguar más sobre la búsqueda.

—No quiero que el capitán me veaasí —gimió Edmund. Su tez estabamanchada como queso enmohecido.

—No tienes que preocuparte, no estáen la ciudad —dijo Tom—. ¿Quién te hahecho esto?

—¿Hacer qué? —Jared tenía el peloenmarañado y los ojos pegados.

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—¿Cómo íbamos a saber que sucerveza iba a ser tan fuerte? —se quejóEdmund débilmente mientras se dabamasajes en las sienes—. No pensé quepudiera derribar a Jared con una jarra.

—¿La cerveza de quién?—Glynis. La mujer de Piers. Le

trajo cerveza y la compartió connosotros. Es una buena mujer.

—Buena para burlarse de vosotros—dijo Tom.

—Pero él no se escapó mientrasnosotros estábamos montando guardia—dijo Edmund.

—Sí —concordó Jared—. Quizá nosequivocamos al beber la cerveza de esa

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mujer, pero por lo menos no hemoshecho ningún daño.

—No puedo creer que confiarais enella —dijo Tom.

Jared, que estaba examinando sudedo hinchado, se levantó paraenfrentarse a Tom, que retrocedió paraalejarse del hombre alto, aunque nodemasiado.

—Ya me gustaría verte a ti durantemedio día en un sótano oscuro y húmedooyendo el agua gotear y notando que sete endurecen las articulaciones y pierdessensibilidad en la nariz. Y luego llegauna mujer bonita con una buena cervezay te ofrece una generosa jarra. No le

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dirías que no.Tom pensó que sí lo haría, pero lo

dejó pasar.—¿Qué estaba haciendo allí abajo?

—preguntó.—Visitaba a su hombre —dijo Jared

—. ¿Qué otra cosa iba a hacer?—¿Le dejaban recibir visitas? —A

Tom le pareció extraño.—Pensamos que sí —dijo Edmund

—. ¿De qué otra manera podría haberaparecido allí, en el palacio, en lamazmorra del ala del obispo?

Sam se había acercado a ellossilenciosamente.

—He oído en la cocina que no

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vigilan mucho las criptas a menos que elobispo esté aquí.

Jared miró a Sam.—Yo no había oído eso.—Prestas atención a los chismes

equivocados.—¿Por qué soy esta mañana el

ganso?—Cálmate, Jared. Nadie te ha

llamado ganso —dijo Edmund, siemprede buen humor—. Tenemos que ir a veral arcediano y explicarle lo que ella hahecho.

—No va a creernos —dijo Jared.—Lo intentamos anoche, pero no

quiso vernos —dijo Sam—. Tampoco

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nos permitieron ir a ver al guardia que terelevó.

—¿Han encontrado a Piers, por lomenos? —preguntó Tom a Sam.

—No. No hay señales de él enninguna parte.

* * * * *

Los cuatro hombres salieron de la granjatemprano por la mañana en trescaballos; Iolo y Deri cabalgaban juntosen el mismo animal. Morgan encabezó elgrupo a través del bosque.

Owen no sabía qué esperaba

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encontrar: un pabellón en el bosque, unacabaña, una choza. Pero lo último que sehubiera imaginado era aquella tiendainstalada en medio de un claro, abierta,con una mesa y un hombre sentado a unextremo, con los pies apoyados en elborde. Había unos seis hombres delantede la tienda, las manos sobre espadas ydagas, observando en silencio a loscuatro que se acercaban. Cuando elhombre de la tienda vio que los que seaproximaban no suponían ningunaamenaza inmediata, hizo una seña a losdemás para que no atacaran. Morgan yDeri tenían cada uno un brazo y unhombro ocupados sosteniendo a Iolo,

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que no podía usar ninguna de sus manos.Sólo Owen podía sacar fácilmente unarma, pero ¿qué era uno contra siete?

El hombre se puso de pie y salió delas sombras de la tienda.

—Capitán Archer —dijo con unapequeña inclinación, hablando en galés—, hemos estado esperándoos.

Iba vestido de la cabeza a los piescon un traje de cuero blando que parecíahecho a medida y hacía que se lemarcaran los miembros musculosos.Tenía el pelo oscuro en forma de halorizado alrededor de su cabeza. Su caraera pálida en contraste con el pelonegro; sus ojos, pequeños y oscuros; la

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nariz y la boca, elegantemente delgadas.Owen le sacaba por lo menos unacabeza, pero supuso que pesaría casi lomismo que él. Aquel hombre le dabamucha importancia a su pelo y a suaspecto físico. Owen se imaginó un gatoque se arquea y mulle su pelaje paraimpresionar a un posible rival. Debía deser Hywel. Los otros hombres teníanrostros curtidos y las túnicas y las calzasmanchadas de lodo.

—Traedme a los ladrones decaballos —gritó Hywel a los hombresde su izquierda. Su voz era tan profundacomo ancho era su pecho. Los treshombres desaparecieron rodeando la

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parte trasera de la tienda. EntoncesHywel se volvió hacia los reciénllegados—. No debían haberos herido avos o a vuestro hombre, capitán. Venid,sentaos a mi mesa, descansad. Ya habéissufrido bastante.

—¿Sois Hywel? —dijo Owen.El hombre vestido de cuero bajó la

cabeza en un gesto mitad inclinación,mitad asentimiento.

—Estáis bien informado.—No tan bien como pensaba. —Al

entrar en la tienda, Owen miró a sualrededor como esperando másproblemas. En el rincón extremo habíaun criado. Por lo demás, la tienda estaba

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vacía con excepción de la mesa,dispuesta con vino y copas—. Nosesperabais —dijo Owen, mientrasocupaba un asiento frente a la entrada.Una tienda de torneo, supuso.

¿Quién era aquel Hywel parainstalarse en semejante tienda a recibirvisitantes?

Morgan y Deri ayudaron a Iolo asentarse en el banco más cercano, luegose retiraron y permanecieroncautelosamente en la entrada, con losbrazos cruzados.

Hywel se acercó a ellos y los miróde arriba abajo.

—Hombres de Wirthir.

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—Así es —dijo Owen.—Al servicio del rey de Francia —

dijo Hywel.—No —protestó Morgan—, al

servicio de Owain, el legítimo príncipede Gales.

—¿Al servicio de quién estáis vos?—preguntó Owen a Hywel.

El hombre se inclinóimperceptiblemente.

—Yo también estoy al servicio deOwain Lawgoch. Estoy formando unejército para apoyar la venida de mipríncipe. —Se unió a Owen y a Iolo enla mesa e hizo un gesto a su criado paraque sirviera vino—. ¿Por qué no ha

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venido Wirthir con vosotros? —preguntó Hywel al tiempo que se echabahacia atrás, la copa en la mano, y volvíaa ponerlos pies sobre la mesa.

—No puedo responder por él —dijoOwen. Había observado a los hombresque estaban en el claro, pero ninguno deellos le resultaba conocido. No habíavisto mucho a sus atacantes, pero sabíaque por lo menos uno era máscorpulento que cualquiera de aquellos—. Mencionasteis a los hombres quenos atacaron y robaron nuestroscaballos. ¿Eran hombres vuestros?

—Mis ladrones de caballos. No misluchadores.

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—No conocían la diferencia.—Aprenderán.—No asaltasteis a los hombres del

arcediano que nos siguieron.—Ya habíamos llamado demasiado

la atención.—¿Qué otra intención teníais,

además de robarnos los caballos? ¿Elataque fue una advertencia?

—Sólo queríamos los caballos. Esoes todo. Sois un hombre valioso entodos los sentidos, capitán, pero elpríncipe necesita los caballos más quevos.

—Eso podría haber sido verdadantes del ataque. Ahora necesitamos

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cabalgar.—Lo siento por eso. Nuestra gente

ha sufrido bastante en manos de losingleses. Mi príncipe no me va aagradecer el incidente.

—Podríais vender vuestra fina ropade cuero y reunir dinero para comprarcaballos.

Hywel se rió.—Un líder debe tener buen aspecto

ante sus hombres.—Queremos nuestros caballos —

dijo Iolo.—¿Vuestros caballos? —Hywel

fingió sorpresa—. Pensé que eran delobispo Houghton, no del duque de

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Lancaster.Iolo gruñó.—Mi compañero está malherido, lo

cual lo vuelve impaciente e incapaz dehablar con inteligencia —dijo Owen.

Hubo un movimiento en la entradade la tienda, voces de hombres. Deri yMorgan se negaban a moverse.

—Dejad pasar a mis hombres —ordenó Hywel, bajando los pies ysentándose derecho.

Morgan y Deri se apartaron y treshombres fueron empujados al interior dela tienda. Llevaban las manos atadas enla espalda. Uno de ellos era casi tanancho como alto.

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—Estos son vuestros atacantes —dijo Hywel a Iolo—. ¿Qué queréis quehaga con ellos?

Tenían los rostros heridos ehinchados, caminaban cojeando y sepercibía el hedor a miedo que losenvolvía. Para Owen era evidente queya habían sido castigados. Iolo debió depensar lo mismo.

—No supone ningún placer observarcómo les pegáis —dijo Iolo—. Quierola satisfacción de hacerlo yo mismo.

—Con ese pie herido, ¿cómo vais aatacar y a esquivar los golpes? Pornaturaleza, un hombre no se quedaquieto esperando a que lo golpeen.

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¿Queréis que os los sujeten? —El tonode Hywel era sincero.

Iolo volvió asqueado la cabeza.Hywel sacudió la cabeza y miró a

Owen.—¿Qué querríais vos que hiciera?—Obedecimos vuestras órdenes —

dijo con voz pastosa uno de los hombresatados.

Hywel no mostró señal alguna dehaber oído.

—¿Así es como tratáis a loshombres que os sirven? —preguntóOwen.

—Cuando tergiversan las órdenes apropósito —dijo Hywel—. En una

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batalla, pondrían en peligro a suscompañeros. De verdad, ¿qué queréisque haga con ellos?

—Eso es cosa vuestra.Disciplinarlos es vuestraresponsabilidad —dijo Owen—. Por miparte, me gustaría que me hablarais conhonestidad. Me gustaría enterarme depor qué ordenasteis el ataque. Luego megustaría oír lo que sabéis del asesinatode Cynog.

—Llevaos a los ladrones —dijoHywel a sus hombres—. Tú y losdemás, regresad a vuestros puestos.Entregad los caballos robados a loshombres de Wirthir. Id a ocuparos de

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vuestras monturas —dijo a Morgan y aDeri.

Los dos comenzaron a protestar.Owen les hizo una seña con la cabezapara que se marcharan.

Hywel volvió a sentarse a lacabecera de la mesa y nuevamentelevantó los pies. El criado volvió allenar las copas. Era un buen vino, elmejor que Owen había bebido desde suscenas con el obispo Houghton. Sepreguntó si éste también habría sidorobado.

—Es verdad que tenían órdenes deno heriros —dijo Hywel—. Debíaisvolver a pie a San David.

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—¿Por qué?—Necesito los caballos para la

infantería del príncipe.—¿Y?Hywel bajó la copa y apoyó los

codos en la mesa, las manos aasidasdelante de él.

—Un hombre como vos: galés,inglés… Sois peligroso. —Su voz era unsusurro—. La gente confía en vos. Hablacon vos.

—¿Ah, sí? Últimamente no. —Owense echó hacia atrás, resistiéndose ahablar en forma confidencial.

Hywel asintió para sí.—Es culpa del arcediano, no

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vuestra. Glynis me habló de ello. AdamRokelyn ha abusado de vos.

—¿Cuándo habéis hablado conGlynis? —Owen no pudo ocultar suinterés.

Hywel se pasó las manos por supelo áspero, se reclinó, cruzó losbrazos, estudió a Owen y luego apartó lamirada como si estuviera meditando,muy concentrado. Sin volver a mirar aOwen, preguntó suavemente:

—¿En qué se basa vuestro interéspor Glynis?

—Quería hablar con ella.—¿Por qué? —Hywel devolvió la

mirada a Owen.

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—Vos la mencionasteis —dijoOwen—. ¿Por qué estos acertijos ahora?

—Me siento responsable de ella.—Uno de sus amantes está acusado

de asesinar al otro. Quizá tenga muchoque decir.

—¿Acaso Rokelyn la quiere?¿Quiere a dos en las mazmorras delobispo?

Owen vio que pensaban de formaparecida, pero Hywel no lo veía así.

—No soy vuestro enemigo —dijoOwen.

—¿No? ¿Cómo lo sé?—Estoy buscando al asesino de uno

de vuestros hombres.

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—¿Cynog? —Hywel suspiró ymeneó la cabeza con tristeza—. Dios leconcedió un don maravilloso. Me handicho que estaba tallando una tumbapara el padre de vuestra esposa.

—Sí, así era.Hywel echó atrás la cabeza y miró la

parte superior de la tienda.—¿Por recomendación de Wirthir?—Sabéis mucho.—Igual que Wirthir. —Se incorporó

de repente—. Es un hombre peligrosopara la causa del príncipe.

—Estáis equivocado. Estátrabajando para Owain Lawgoch.

Hywel se echó a reír.

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—Está trabajando para el rey deFrancia. Lo sabéis, todos lo sabemos. Siel rey Carlos se pone en contra deOwain Lawgoch, Wirthir hará lo mismo.

—Martin no es un hombre del reyCarlos.

—No es hombre de nadie, ya lo sé.De ahí viene el peligro. Lo que averiguahoy de nuestra causa podrá usarlo contranosotros mañana.

Owen no pudo negar aquello.Hywel, siempre inquieto, se puso de

pie con una bota sobre la silla y un codoapoyado sobre un muslo.

—¿Y vos, capitán Archer? Vuestrotrabajo para el duque de Lancaster se

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acabó. ¿A quién servís en la actualidad?—Al arcediano de San David, como

ya sabéis. Él ha retrasado mi partida.—Con el capitán Siencyn, sí. Adam

Rokelyn está gozando de su poder,dándoos órdenes. Sin embargo, ¿deseáismarcharos? ¿No es éste vuestro país,vuestra gente? Seguramente nopreferiréis a los ingleses que a nosotros.

—Mi familia está en Inglaterra.—Así me lo dijo Cynog.—¿Qué estáis sugiriendo?—Uníos a mí. Habéis estado lejos

durante tanto tiempo que unos meses másno llamarán la atención a nadie.

—Pero el duque, el arzobispo…

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Hywel extendió una mano paraindicar a Owen que cañara.

—Lo que quiero es vuestra ayudapara preparar un ejército para apoyar aOwain, príncipe de Gales. Entrenar asus arqueros. Enseñar a sus hombres loque habéis aprendido al servicio delduque y el arzobispo. Redimiros.Redimir a vuestra gente.

—Mi esposa se preocuparía si laabandonara. No le haré eso.

—¿Vuestra esposa os negará esto?Espiar para vuestra gente, entrenararqueros para ella, no para los ingleses,que nos desprecian.

Owen se esforzó por parecer

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indiferente.—No sé nada de vos y muy poco de

Owain. Yvain de Galles lo llaman losfranceses. ¿Es galés? ¿O ahora es galo?

—A muchos galeses les parecerespetable luchar en las compañíaslibres del otro lado del canal. Owaintraerá a muchos de ellos consigo.Soldados entrenados.

—Entonces no me necesitáis.—Vamos, Owen Archer. El gran

bardo Dafydd ap Gwilym me ha habladode vuestra notable destreza.

—Vio un solo ejemplo.—Es un excelente juez de héroes,

capitán. Ha conocido a muchos. Pero,

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por supuesto, debéis tomaros vuestrotiempo, considerar mi propuesta.Mientras tanto, a cambio de vuestroscaballos…

—No os debemos nada —dijo Iolo.Hywel fingió sorpresa.—Los he cuidado y alimentado. Os

pido que entreguéis una carta por mí.Una tarea simple. El destinatario es unperegrino de San David. Los inglesesme consideran un traidor a su rey.Houghton es el señor de San David y esinglés.

—Podría ir uno de vuestroshombres.

—Es muy poco lo que os pido.

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Fue el turno de Owen de reír.—En este momento, estoy sufriendo

las heridas que me causaron vuestroshombres. Iolo no puede caminar. Y mepedís un favor. —Meneó la cabezacomo si no pudiera creerlo. En realidad,estaba alargando el momento.

Hywel volvió a desplomarse en lasilla, cruzando los brazos.

—Si entregáis la carta, os encontraréla forma de viajar a Inglaterra.

—¿Ya no queréis convencerme deque me quede?

—A un comandante generoso nuncale faltan hombres. Podéis cambiar deidea. Regresad con vuestra esposa y

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vuestros hijos. Yo estaré aquí.Así era como un comandante debía

comportarse. A pesar de sus heridas,Owen admiró al hombre.

—¿Y bien? —Hywel extrajo unpequeño pergamino de una bolsa quehabía sobre la mesa—. Como veis, noos incomodará. Griffith de Angleseyestaría muy agradecido. Igual que yo.

—Si es algo tan pequeño de pedir,¿por qué estáis tan agradecido paraconseguirme la forma de viajar?

Hywel rió.—Me pescáis a cada momento. Veo

que sois un magnífico espía. Un espíapara Owain, príncipe de Gales. ¿En qué

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se puede emplear vuestras aptitudesmejor que en una buena causa?

¿Podría ser que aquel hombreconociera la pregunta que tenía en lomás profundo de su corazón? Owenvaciló. ¿Qué pasaría si utilizara para talfin lo que había aprendido al serviciodel arzobispo?

Hywel vio su vacilación.—Me preguntasteis cómo podríais

demostrarme que no sois mi enemigo.Llevad esta carta.

Owen no dijo nada.—A propósito, Glynis está bien.—¿Vino a veros? —preguntó Owen.Hywel asintió.

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—Comenzó a temer a Piers elMarinero y a su hermano. Con motivo.No tengo dudas de que Piers colgó aCynog.

—¿Qué motivo tenía para matar alhombre? ¿Y de esa manera?

—Preguntádselo. —Hywel extendióuna vez más la carta—. ¿La llevaréis?

—¿Por qué le temía Glynis?—¿No está claro? Es un hombre

violento, capitán. Igual que Siencyn.Iolo suspiró con fuerza.—Si nos seguimos retrasando, no

llegaremos a San David antes del toquede queda. No podemos cabalgar muydeprisa.

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Hywel seguía con el brazoextendido.

—Si me conseguís un pasaje, ¿cómome enteraré? —preguntó Owen.

—Encontraré la forma deinformaros. Os doy mi palabra. —Hywel dejó la carta en la mesa junto alas manos de Owen.

Owen asintió y se la guardó en elprimer pliegue de su vendaje, debajo dela túnica.

—Iolo necesitará ayuda para montar.Hywel llamó a sus hombres.—Espero que un día, pronto, tenga

el honor de presentaros a OwainLawgoch —dijo Hywel cuando Owen se

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puso de pie.—Ya veremos. —Owen lo saludó

con una inclinación y abandonó latienda.

—Griffith de Anglesey —dijoHywel tras él—. Un hombre corpulentocon barba pelirroja.

Owen lo oyó, pero no dio señales deello. Suponía que Griffith lo encontraríaa él.

* * * * *

En el límite del bosque, Morgan y Deritomaron otro caballo y dejaron a Owen

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y a Iolo. Owen permaneció montado ensilencio hasta que los hombres deWirthir estuvieron fuera de la vista.Luego desmontó y extrajo el pergaminoenrollado de su túnica. Un simple sello,lacre sobre una cuerda. Con algo decalor, podría volverse a sellar.

—¿Vais a leerla? —preguntó Iolodesde su montura.

—Me parece lo más sensato. —Elpergamino estaba sucio, usado muchasveces. Owen deslizó su daga debajo delsello. La superficie del pergamino habíasido usada tanto que tenía una capa debrillo. ¿Era el estado del pergamino o latontería que parecía? Líneas largas y

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curvas, garabatos, manchas. Ni unapalabra, ni una firma—. Se ha burladode mí. ¿Por qué?

—Me extrañó que os la diera.—Pero ¿a qué juega? —Owen

estudió el pergamino, girándolo en una yotra dirección, seguro de que debía tenerun propósito—. Por la Cruz, es un mapa.

Iolo se lo arrebató, lo hizo girarentre sus manos y se lo devolvió.

—¿Un mapa de qué?—¿Las marcas de Hywel? ¿Refugios

seguros? ¿Puestos de guardia?—¿Dónde?Owen miró el mapa fijamente.—No puedo descifrarlo. Esperaba

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que tú pudieras hacerlo, al ser de estaparte del país.

Iolo sacudió la cabeza.Owen estaba decepcionado, pero

aquél parecía ser el resultado de todoúltimamente.

—Es para un hombre de Anglesey.Lo más probable es que sea Anglesey.Ha sido hecho con inteligencia, un áreabastante pequeña para que los ojos queno deben verla no puedan encontrarfronteras ni costas. Hywel sabe lo quehace. No hay duda de ello. —Se loguardó debajo de la túnica.

—Es un favor peligroso el quehacéis a Hywel al llevar este mapa a un

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extraño en la ciudad.—Sí. —Siento haberos llamado

tendero.—Ven. Debemos llegar a Bonning’s

Gate antes del toque de queda.

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Capítulo 15

ArrogantesLucie y Jasper trabajaban juntos ensilencio en el almacén de la tienda,cosían bolsitas de hilo llenas de hierbascalmantes: galio, valeriana, manzanilla,con lavanda para dar aroma, y otrashierbas curativas para las abrasiones:una con raíz de malvavisco y consuelda,una con flores de caléndula y vulneraria.Era una buena actividad para unamañana lluviosa en la que nada invitabaa abrir la puerta. El viento empujaba la

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lluvia contra la ventana de pergaminoencerado con un ritmo irregular, ya confuerza, ya con suavidad; las gotas delluvia repiqueteaban. Con frecuencia,Lucie echaba un vistazo a su jovenaprendiz. Trataba de leer suspensamientos y averiguar si de verdadestaba en paz con ella, como habíadicho, o si seguía incómodo. Habíahablado con él de Owen, de cómo loechaba de menos, de los rumores, de suconfianza en que no traicionaría a su rey.Jasper se había mostrado indignado,luego arrepentido, luego enojado,dispuesto a ir a la guerra para protegerel honor de su casa. Pero el genio de

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azogue de Jasper la mantenía cautelosa.Aquella mañana, los dedos de Lucie

estaban torpes por la falta de sueño y lapreocupación. Filipa se habíadespertado confusa y desorientada,hablando de momentos de la niñez de susobrina como si hubieran ocurrido el díaanterior. Lucie temía haberseequivocado en la cantidad de valerianaque le había dado a su tía. Tratándose deuna mujer mayor, no tan activa comoantes, tan delgada, era posible que loque Lucie consideraba una dosiscautelosa hubiera sido demasiado. Y elasunto del pergamino perdido… Aquellamañana Filipa sacudió la cabeza y juró

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que no sabía nada de eso.Alguien entró en la tienda.—¿Señora Wilton? —llamó una voz

quejumbrosa.—Deus juva me, es Alice Baker —

siseó Lucie.Jasper dejó su trabajo y se limpió

las manos en su delantal.—Yo la recibiré.Lucie se sintió pueril al esconderse

en el almacén, pero no se enorgullecíade su comportamiento la última vez quese encontró con Alice y no estabapreparada para otro choque verbal.

—Buenos días tengáis, señora Baker—dijo Jasper con voz amistosa al

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atravesar la cortina de cuentas quellevaba a la tienda.

—Buenos días, muchacho. ¿Dóndeestá tu señora?

—Está preparando un medicamento.Lucie se alegraba de que Jasper no

hubiera mentido. La mujer era capaz deempujarlo y atravesar la cortina siestaba decidida a encontrar a Lucie.

—¿En qué puedo ayudaros? —preguntó Jasper.

Lucie no pudo oír la respuesta. Alicedebía de estar murmurando. Y eso noera bueno. Solía hacer sus comentariosmás crueles cuando hablaba en voz baja.

—El diablo es quien os hace decir

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esas cosas —dijo Jasper; tenía la vozquebrada por la emoción—. ¡El capitánllegará a casa cualquier día de estos!

Lucie dejó caer su trabajo y,mientras entraba deliberadamente en latienda, rogó para tener paciencia.

Alice Baker estaba apoyada sobre elmostrador. Tenía la cabeza inclinadacomo si susurrara a Jasper. Pero, dehecho, observaba si venía Lucie. Lacofia le rozaba la cara a la altura de loscarrillos y las sienes, acentuando suceño permanente, pero el color blancorevelaba a su vez en su cara un coloridomás natural que el de días atrás.

—Tenéis buen aspecto, señora

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Baker —dijo Lucie.La sonrisa de Alice no pudo

expandirse debajo de la ajustada cofia.O quizá quería mostrar una expresióndespectiva.

—No estoy bien, pero sí un pocomejor, gracias a Dios. Jasper me diceque el capitán pronto estará de regreso.Pensé que había oído otra cosa. Perodebo de haber interpretado mal.

—Sí, espera estar en casa antes deun mes —dijo Lucie. No se atrevió aesbozar una sonrisa por temor aenseñarle los dientes. Jesús, aquellamujer era horrible.

Otro cliente entró en la tienda. Lucie

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hizo una seña con la cabeza a Celia, lahija mayor de Camden Thorpe, y sevolvió hacia Alice.

—¿Os ha atendido Jasper?Alice se irguió, echó atrás la cabeza

como pasando por alto al joven y seacercó a Lucie.

—Roger Moreton es un buenhombre, Lucie. No debéis aprovecharosde él.

Lucie pensó que iba a estallar, perono le iba a dar el gusto a la mujer conuna respuesta. Cuando recuperó elaliento, Alice Baker estaba casillegando a la puerta.

—Que Dios os acompañe —logró

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decir.—Y a vos —gorjeó Alice.—Es una mujer horrible —dijo

Celia Thorpe.Lucie se desplomó sobre un banco y

estaba a punto de pedir a Jasper queayudara a la joven, pero al ver lasmanos temblorosas del muchacho loenvió al almacén.

—No debes hacerle caso —dijoLucie.

—Mi madre dice que son problemasde mujeres —dijo Celia, sin duda reciénadoctrinada en esas cosas, ya quefaltaba sólo un mes para su boda—.Dice que es muy común que los humores

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de una mujer fermenten en su cráneocuando sus flujos cesan.

Bendita inocencia la de Celia.Aquello hizo sonreír a Lucie.

—El hijo menor de la señora Bakersólo tiene tres años, Celia. No sé sidebemos suponer que sus flujos hancesado. Pero es una idea compasiva, y tela agradezco.

Pasaron a debatir los méritos dediversos aceites y cremas para el cutisaún perfecto de la joven.

* * * * *

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El ambiente era muy tenso en la cocinade Freythorpe Hadden.

Nan, la cocinera, levantó las manoscuando Tildy le anunció la llegada delos criados del arzobispo.

—Otros dos arrogantes con apetito.¿Y para qué? ¿Acaso el señor Haroldnos protegió de los ladrones? —Noaprobaba la presencia del personaltemporal y tampoco la de HaroldGalfrey ni la de Tildy—. ¿En qué estápensando la señora Lude al llenarnos degente cuando tenemos al guarda y a sufamilia sin casa? —Nan le dio unapatada a una pila de ramitas que habíaen el rincón—. Sarah, vete al patio a

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montar esa escoba. Si lo haces junto alfuego, se prenderá. —Levantó el bulto yse lo entregó bruscamente a la criada.

—No puedo trabajar en una escobabajo el viento y la lluvia —se quejóSarah. Se volvió a Tildy como siesperara instrucciones.

—Vete a la esquina del salón, juntoa mi alcoba —dijo Tildy. Estabautilizando la cama de la señora Filipa,para estar cerca de Daimon en caso deque despertara—. Allí tendrás luz ytranquilidad.

Nan agitó un dedo huesudo frente aTildy.

—No sacarás nada de ella si la

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tratas como a un bebé. —Tenía loslabios delgados apretados en una muecade desaprobación y desprecio—. Eresuna joven tonta. —Arrojó un par detruchas sobre la tabla de cortar—. Nonos quedará ni un pez en el estanquecuando regrese la señora —murmuró.

Ni el genio de Nan ni su lenguamolestaron a Tildy en absoluto. Estabademasiado contenta. Sólo larecuperación de Daimon podría hacerlamás feliz. El arzobispo había enviado ados de sus hombres de más confianzapara montar guardia en Freythorpe.Aquella noche podría dormir en paz. Y,aun mejor, conocía a Alfred y a Gilbert,

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y ellos a ella. Ellos la escucharían.—Cenarán con la señora Digby, con

Harold y conmigo —dijo Tildy.—Lord Harold tendrá algo que decir

al respecto, seguramente.—Él entiende su condición.—Eso crees, ¿no? ¡Bah! —Un

mechón canoso se deslizó de la cofia deNan al abrir la trucha en dos. Unimpaciente ademán de su mano le dejóuna marca plateada en la mejilla—.Harold tampoco está muy contento conlos recién llegados. Me di cuenta deello.

«Tampoco tiene por qué estarlo»,pensó Tildy.

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—Se cree un hombre de lucha —continuó Nan. Le encantaba oírse hablar—. Sólo hay que verlo caminar.

Tildy se había dado cuenta.—Sabe que Alfred y Gilbert son

hombres entrenados para la lucha —dijo—. Y sabe que lo sabemos. La noche delataque nos dimos cuenta de ladiferencia. Si Alfred y Gilbert hubieranestado aquí en aquel momento, losladrones se habrían llevado lo quemerecen.

—Y Daimon no estaría tendido en lacama, ¿no? —Nan agitó su cuchillofrente a Tildy—. No te llevarás ningunaalegría con tus ambiciones, mi señora.

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La madre de Daimon piensa que élpuede conseguir a alguien mejor que tú.

Tildy lo sabía. Winifred, aunquealababa a Tildy cuando estaba con ella,había ido a sus espaldas a quejarse a laseñora Wilton y luego a Magda sobre elcuidado inexperto de Tildy. A ambas,Winifred les había dicho que la sirvientaestaba cuidando a Daimon sólo paraganarse su corazón. Nan no le decía aTildy nada nuevo.

—Estoy aquí de ama de llavesmientras la señora Filipa se encuentreausente y estoy a cargo del cuidado deDaimon. No tengo otra ambición quehacer bien ambas tareas. —Tildy

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levantó el mentón y se sacudió la faldapreparándose para marcharse.

Nan lanzó un resoplido.—¿Servimos el mejor rosado,

milady?Siempre quería tener la última

palabra. Tildy no se molestó encontestarle. Debía ensayar sus actospara que Alfred y Gilbert no dudaran deque tenía razón con respecto a HaroldGalfrey. Pero ¿cómo haría para hablarcon ellos en privado?

* * * * *

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Magda apartó la vista de sus cuidadoscuando la joven ama de llaves entró enla sala. Notó que los pasos de Tildyeran más ligeros y que su rostro estabamás relajado que antes. Quizá habíaencontrado una confidente, aunque nopodría ser la viperina Nan. Magda nohabía logrado ser su confidente. Desdela explosiva confesión de la joven deque Harold Galfrey era el rival deDaimon, se había retirado y casi nohabía hablado con Magda excepto parapedirle instrucciones sobre el cuidadodel joven mayordomo.

Pero tal vez la cocina no tenía nadaque ver con el estado de ánimo de Tildy.

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Simplemente se alegraba de la llegadade los dos mocosos que harían deguerreros. La recepción había sidotensa: el rostro de Harold Galfrey seensombreció y el de Tildy se iluminó. Elmayordomo prestado había despreciadola ruidosa garantía de los hombres delarzobispo. Magda compartía sus dudas.Olía mucha sutileza en el ataque a lacasa y le preocupaba que los muchachosfueran demasiado inexpertos parainvestigar algo que no fuera lo obvio.

¿Qué pensarían del hombre quehabía ido por la mañana preguntandopor Harold Galfrey? Magda loreconoció: Colby, se llamaba.

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Trabajaba para John Gisburne. Unaextraña elección para el futuro alcaldede York. Colby significaba problemas,siempre había sido así. Harold les habíadicho que Colby venía de parte deGisburne para advertirle que habíanvisto a Joseph, el hijo de la cocinera, enYork. Causaría problemas en FreythorpeHadden si podía.

Quizá ya lo había hecho. PeroMagda pensaba que era mejorconsiderar otras posibilidades. ¿Haríanlo mismo Alfred y Gilbert?

* * * * *

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En cuanto la tienda quedó vacía, Lucieregresó al almacén para ver si Jasper sehabía calmado un poco. No estaba allí.¿Qué le habría susurrado Alice Baker?Lucie abrió la puerta que daba al jardín,pensando en buscar al muchacho, pero lalluvia la hizo cambiar de idea.Empaparse no le facilitaría seguir conlos sobres de tela. ¿Y qué seguridadtenía de encontrarlo? Reanudó suttrabajo, prestando atención a cualquierruido que se produjera en la tienda. Perolo que la puso alerta fue un crujido en lavieja escalera que llevaba a lashabitaciones. Kate dormía allí arriba,

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pero en aquel momento no estaba.Crowder, el gato, se refregó contra sufalda. Lucie tuvo una sospechamomentánea: ¿Kate y Jasper? Santocielo, estaba pensando como el propioJasper, juntando a la gente sin más.Además de la típica habitación del pisode arriba, en la parte superior de laescalera había una alcoba, donde unviejo banco había proporcionado aLucie un lugar tranquilo para amamantara sus bebés en los ratos de másactividad de la tienda. Lucie dejó sutrabajo a un lado, se recogió la falda ysubió la escalera, pero al llegar a mitadde camino se dio cuenta de que, si había

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alguien arriba, era poco probable que laoyera acercarse. Crowder se le adelantócorriendo. La fuerte lluvia retumbabasobre el tejado nuevo de pizarra y elviento hacía golpear los postigos.

Y allí estaba Jasper, arrodilladofrente al banco de la alcoba, con loscodos sobre el banco y la cabezainclinada en una plegaria.

Las hermanas de Clementhorpehabían enseñado a Lucie que era unsacrilegio interrumpir las devociones deotra persona. Pero ¿qué podría haberledicho Alice Baker para empujarlo allíarriba a rezar?

Lucie seguía vacilando en la

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escalera, pensando qué hacer.Crowder resolvió el problema

apoyando la cabeza sobre el muslo deJasper. La inmediata respuesta delmuchacho fue bajar las manos yrecompensar al gato rojizo con unabuena caricia.

—¿Jasper?Él se volvió, vio a Lucie y se

deslizó hasta sentarse en el suelo. Sushombros caídos y su cabeza inclinadadijeron a Lucie que había perdido suanterior buen humor, pero también elcalor con que había abandonado latienda.

—¿Estabas rezando por el alma de

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Alice Baker? —aventuró Lucie.Él meneó la cabeza. Crowder se

instaló en el regazo de Jasper.—¿Estabas rezando por tu alma? —

preguntó Lucie.Otra negativa. Una mano se elevó

para rascar al gato debajo del mentón.—Quieres que te deje solo.Por fin recibió un asentimiento. Algo

en la postura del muchacho en el suelo,abrazando al gato, recordó a Lucie cómose había sentido ella a su edad. Habíadeseado desesperadamente tenerintimidad. Vivir en un convento, pensó.Pero quizá, a cierta edad, la soledadsimplemente es necesaria. Se retiró.

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Capítulo 16

AmbivalenciaRokelyn envió a buscar a los hombresde Owen aquella tarde. Se presentódelante de ellos, con las manos cogidasdetrás de la espalda, el mentón haciadelante, los ojos cargados de furiamoviéndose lentamente de hombre ahombre. Tom observó que una vena latíaen una de las sienes de la cabeza calvadel arcediano.

—¿Quién le llevó la cerveza alprisionero mientras vosotros montabais

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guardia? —preguntó Rokelyn a Edmundy a Jared.

Ambos intercambiaron una mirada.Edmund dejó caer la cabeza.

—Glynis —dijo Jared—. La amantede Piers. Le puso una poción paradormir.

—Y el capitán Siencyn habló condos de vosotros ayer, ¿no? —Sus ojosrecorrieron a los cuatro y se detuvieronen Tom.

¿Qué podía hacer Tom sinoadmitirlo?

—Sí, padre.El arcediano gruñó.—El capitán Archer se está pasando

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de listo. Pero me ha subestimado.—¿Qué tiene que ver el capitán con

todo esto? —preguntó Jared. Por unavez, Tom admiró su osadía.

—El padre Simon me dice queGlynis y el capitán se encontraron enPorth Clais. Vosotros estabais allí. —Rokelyn hizo un gesto con la cabeza aJared.

—Ella nos dijo dónde encontrar alcapitán Siencyn, eso es todo.

—Vamos. Ya habíais estado conSiencyn.

—Pero no sabíamos dónde vivía —protestó Jared.

—¿Por qué iba a envenenarlos? —

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lanzó Sam.—El capitán Archer no ayudaría a

escapar a Piers —dijo Edmund cuandopor fin recobró la voz—. No si estátrabajando para vos.

—¿No? —La sílaba cobró un tonoascendente—. ¿Y si creyera que si lohacía Siencyn zarparía?

Tom ya había oído bastante.—El capitán no os traicionaría a

menos que pensara que alguien podíasufrir por vuestra culpa.

Edmund dio un codazo a Tom altiempo que la risa iluminó el rostro deRokelyn.

—De modo que si creyera que yo

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estoy cometiendo un error…—Y si Piers hubiera estado en

peligro —dijo débilmente Tom.Desde la entrada se oyó una voz de

lo más oportuna.—Bendito seas, Tom, por pensar tan

bien de mí.Era el capitán Archer. Tenía el

brazo derecho vendado a un costado yestaba demacrado. Pero estaba devuelta, gracias a Dios. Tom arrastró unasilla hasta él.

—¿Estáis herido? —Rokelyn seacercó para ver a Owen—. ¿Una perrahizo todo eso? ¿Dónde está vuestro otrohombre?

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—Sentado afuera, al lado de lapuerta. No puede caminar. Fuimosatacados. Encontramos refugio en unacabaña y sólo hoy nos hemos sentido losuficientemente fuertes para continuar.¿Qué sucede?

—El marinero Piers se ha escapado—dijo Rokelyn—. No os habrán heridoporque queríais ayudarlo, ¿verdad?

La mandíbula del capitán se pusotensa. Tom sabía que en aquellosmomentos siempre era mejor dejarlosolo.

—Os he dicho lo que sucedió —dijoOwen suavemente—. Ahora decidme.¿Cómo se escapó Piers de esa celda

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custodiada?—Glynis —dijo Tom en voz baja.El arcediano lo silenció con una

desagradable mirada.El capitán parecía sorprendido,

cerró el ojo e inclinó la cabeza, como sipensara profundamente.

—¿Habéis averiguado algo pormedio de los padres de Cynog? —preguntó Rokelyn, claramenteimpaciente por recibir noticias.

El capitán no contestó. Tom disfrutóde la frustración del arcediano.

—No lo comprendo —murmuró elcapitán.

—La comprensión puede venir más

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tarde —dijo Rokelyn—. Por ahora,necesito vuestro consejo. ¿Dóndebuscamos a Piers y a su amante?

Owen suspiró, agotado.—No lo sé. Quizá en Porth Clais.

Quizá tierra adentro. No lo sé. —Cerróel ojo, se tocó el lado derecho con lamano derecha e hizo una mueca dedolor.

—Descansad un poco aquí —dijoRokelyn, que al parecer se percatabapor fin del estado del capitán—. Harévenir a un médico. También para vuestrohombre. Mi criado os traerá vino y algode comida, y agua para lavaros.

Por fin un gesto gentil.

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—Sois muy amable —dijo elcapitán, recostando la cabeza contra lasilla. Parecía exhausto, dolorido einfeliz.

El criado salió deprisa del cuarto,pero regresó casi de inmediato.

—Capitán Archer, un mensajero delarzobispo de York espera afuera.

—¿El arzobispo Thoresby? —dijoRokelyn—. ¿Ha enviado un mensajerodesde tan lejos?

El capitán abrió el ojo y volvió acerrarlo.

—¿No sabíais que su influencia esde las de mayor alcance en el reino?

Tom pensó que la respuesta del

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capitán carecía del respeto apropiadohacia el arzobispo de York. Pero, contoda certeza, a un hombre herido podríaperdonársele un poco de descortesía.

* * * * *

Owen no conocía a fray Hewald, perovio su condición reflejada en la alarmaque se dibujó en el rostro del clérigo.

—Esperamos un médico. —Rokelynexhibió su sonrisa pública—. El capitány su hombre tuvieron problemas fuera dela ciudad.

—Que Dios os conceda una pronta

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curación, capitán —dijo fray Hewald—.Será un viaje difícil si avanzamos a lavelocidad que desea su eminencia, ymalo para vuestras heridas. En realidad,no puede evitarse. He perdido tiempobuscándoos. Pensé que os encontraría enCydweli. Me desesperé al enterarme enel puerto de que habíais viajado hastaSan David.

Con el costado ardiéndole y elhombro latiéndole, Owen no teníapaciencia para escuchar las quejas delfraile.

—¿Tenéis una carta de sueminencia?

—Sí. Y un barco, y cartas que nos

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permitirán avanzar una vez quedesembarquemos en Gloucester.

Owen se quedó mudo al oír lasnoticias, pero aun le agradó mucho másla llegada del señor Edwin, el médico.

El arcediano Rokelyn ordenó a sucriado que condujera a Owen, a Iolo y alseñor Edwin a los aposentos para loshuéspedes.

—Estoy ansioso por saber cuándopodremos partir —dijo fray Hewaldcuando Owen se puso de pie.

Rokelyn ya no sonreía.—Leeré la carta de su eminencia

antes de que sigamos hablando —dijoOwen. El fraile se la entregó. Llevaba el

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sello de Thoresby. Parecía fuera delugar en San David.

Owen hizo un gesto con la cabeza alfraile y al arcediano y abandonó la salaen compañía del médico, que pidiótrapos limpios y una palangana con agua.Dos criados ayudaron a Iolo a cruzar elpasillo de biombos hasta los aposentosreservados para los huéspedes.

—Os ruego que atendáis primero aIolo —dijo Owen al señor Edwin.

—No soy un bebé al que haya quemalcriar —murmuró Iolo. Pero una vezque despidió a los criados, se recostósobre las almohadas y permitió que elasistente del señor Edwin cortara con

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cuidado el grueso vendaje que Enid lehabía puesto en el pie.

Los criados se retiraron después deayudar a Owen a quitarse las botas. Elcapitán se dirigió a un banco cerca deuna lámpara, rompió el sello deThoresby y leyó. La carta del arzobispole llegó al corazón como no lo habíahecho el mensajero. Owen leyó lahistoria sobre la ictericia de AliceBaker y maldijo a la mujer por culpar aLucie. El abad Campian de Santa Maríadecía que Jasper hablaba de tomar losvotos. Eso significaba que el muchachoera infeliz. A su edad, aquel estado deánimo podía ser difícil. Owen esperaba

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que Lucie lo viera como un problemapasajero y no se angustiara. Pero lanoticia más inquietante era que unosforajidos habían atacado varias granjasgrandes fuera de York. Aquélla era lacausa de la insistencia de Thoresby enque volviera a toda prisa. El arzobispoquería a Owen allí para que seencargara de defender sus propiedades.También se quejaba de que habíademasiadas tareas aún por hacer, untrabajo de mayordomo. A Owen no leimportaban nada las propiedades delarzobispo. Pero ¿y Freythorpe Hadden?¿Acaso el joven Daimon era capaz dedefenderla? Filipa estaba sola allí. ¿Qué

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podría hacer Lucie si se enteraba de quehabía problemas en la propiedad? Debíade estar muy preocupada con AliceBaker, con Jasper y con los forajidos, ysin Owen, que llevaba tanto tiempolejos. Al parecer, el hermano Michaeloaún no había regresado cuando Thoresbyescribió la carta, así que a aquellasalturas Lucie tendría además el doloradicional de la muerte de su padre.

El señor Edwin sacudió la cabeza alver el pie de Iolo, hinchado y manchadode sangre. Owen aprovechó laoportunidad para colocar el mapa quetenía en la túnica dentro de la carta deThoresby y enrollarlo en su interior.

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Guardó la carta en una de sus botas.Se recostó en su asiento a esperar su

turno con el médico, turbado porpensamientos sobre la situación enYork. Los dejó de lado. Debía pensar encómo escapar al ojo vigilante del fraile,pues no tenía dudas de que el hombreestaría atento a cada uno de susmovimientos hasta que estuvieran abordo del barco. Pero Griffith deAnglesey debía recibir el mapa antes deque Owen pudiera pensar en York.Necesitaba brandy. Debajo de lostapices de la puerta se veía el suavecalzado de un criado. Apretando losdientes por el dolor, Owen caminó los

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pocos metros que lo separaban de lapuerta y pidió al sirviente lo que quería.

El brandy llegó cuando el asistentede Edwin ayudaba a Owen con sutúnica.

—Bien —dijo el señor Edwin—.Servidle una buena medida. Lanecesitará cuando quitemos losvendajes. A este buen hombre también levendría bien un poco. —Hizo una señaen dirección a Iolo, que yacía deespaldas contra la almohada, pálidocomo las caras sábanas de la cama, consu fino pelo pegado a las sienes,húmedas.

Owen conocía muy bien la razón del

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comentario del médico. Había sangradomucho durante su viaje de vuelta de lagranja de Math y Enid. El vendaje no sedespegaba con facilidad de la carne. Laherida debería ser cosida otra vez.Owen sentía fuego en el costado cuandofinalmente el médico y su asistente semarcharon.

—No tiene la mano suave de Enid—murmuró Iolo cuando el tapiz volvió acaer sobre la entrada.

—Ni su paciencia —dijo Owen—.¿Por qué no me pusieron el brandy alalcance de la mano?

Iolo llamó a gritos a un criado.—Y bien, ¿qué dice el arzobispo?

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—Me ordena regresar de inmediato.Hay muchos forajidos en el campo y estáinquieto por sus tierras.

—¿Y vuestra familia?Owen permaneció en silencio

mientras el criado les llenaba las copasy arreglaba la cama.

—El muchacho Jasper es infeliz —dijo Owen cuando estuvieron solos otravez—. Cree que encontrará la alegríacon los hermanos de Santa María. Laignorante mujer de un panadero acusa ami mujer de incompetencia. Pero másque nada, me preocupan la propiedad desir Robert y los problemas del campo.La tía de mi esposa sólo tiene la ayuda

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de un joven mayordomo de pocaexperiencia.

—Entonces debéis volver deinmediato.

—Antes tengo que entregar el mapaa la persona indicada.

—¿Vais a buscar a Griffith deAnglesey a pesar de que el arzobispo osllama?

—No creo que el señor Edwin nosaconseje viajar mañana.

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Capítulo 17

Señora de la casaLas nubes se despejaron por la tarde y elsol cayó sobre los techos de York ybrilló en los húmedos jardines. El arcoiris hizo que Lucie apartara la vista desu costura y dejara por fin a un lado lasbolsas de hilo para hierbas. Salió deltaller de la botica al jardín. Lacamomila, que parecía como de encaje,se inclinaba bajo el peso de las gotas delluvia y sus propios pequeños capullos.En el extremo de los canteros de rosas

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estaba Filipa; llevaba el pelo bienarreglado bajo una cofia blanca, sehabía puesto un delantal atado a lacintura. Usaba un bastón para apoyarsemientras se inclinaba sobre las lavandaspara ver algo que había detrás de ellas.Lucie se acercó a su tía.

—Peonías —dijo Lucie—. Lasplanté la primavera pasada. Esperabaque tuvieran capullos este año, pero noimporta. Las más antiguas compensan aéstas con un bello espectáculo y paracuando necesite sus raíces, estas másjóvenes habrán crecido lo suficientepara florecer.

—¿Qué más hay de nuevo desde mi

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última visita? —preguntó Filipa contoda lucidez, sin rastro de la confusiónque había sufrido aquella mañana.

Lucie señaló sus nuevasadquisiciones, aunque era difícilrecordar lo que Filipa podría habervisto. Su tía estaba gratificantementeencantada y le pedía gajos y semillas. Sedetuvieron delante del seto de romero,donde Lucie se agachó para arrancar untrébol enroscado.

—¿No te gusta el trébol? —preguntóFilipa.

—Lo prefiero en tapices. Crece entodos los sitios equivocados.

—Tiene sus usos, Lucie. —Filipa se

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inclinó torpemente para levantar algunasramas de romero y observar al intruso—. Pero está invadiendo el romero,estoy de acuerdo. Recuerdo queNicholas tenía un hechizo contra eltrébol para mantenerlo en su sitio.

Lucie creía que mejor que hacerhechizos era arrancar la maleza, perovio la forma de conducir laconversación hacia un camino útil.

—Encontró un hechizo. Está en unode los manuscritos de su arcón.Deberíamos revisarlos.

—Pero no sé leer.—Reconocerás el dibujo.Filipa se había puesto muy derecha.

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Se apoyó en su bastón, con la miradaperdida en el romero.

—Debería haber aprendido a leer.—¿Para poder entender el

manuscrito del que me hablaste?Filipa levantó la vista, sorprendida.—¿Qué manuscrito?—Uno que tenía tu marido. Me

hablaste de él anoche.Filipa se apretó el corazón,

repentinamente pálida.—Tía Filipa.—No digas nada más —dijo Filipa

en voz baja, inspirando profundamente.Lucie se maldijo. No podía ayudar a

su tía, no sabía qué la había afectado

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tanto, qué amenazaba su frágil dignidad.Quizá una copa de vino la tranquilizara.

—No te vayas —dijo Filipa cuandoLucie comenzó a alejarse—. Es unalivio haber hablado de ello. Pero norecuerdo… Oh, Lucie, es la maldiciónmás cruel, estar con la mente perdida undía y lúcida el siguiente. Es como sihubiera estado sonámbula y todoshubieran presenciado mi idiotez. Todosme miran con tanta pena y temor deacabar así, si viven tanto como yo. Eshorrible. Horrible. —Su mandíbulaindicaba una expresión de ira yfrustración.

—Ojalá tuviera una medicina para

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ayudarte —dijo Lucie.Filipa sacudió la cabeza.—Ya te lo he dicho: no hay cura

para la vejez. Excepto la muerte. Asíque no desperdicio mis plegarias.

—Me gustaría ayudarte.—Lo sé. Pero soy una vieja tonta. Si

hubiera aprendido a leer o te hubieraenseñado el pergamino… —suspiróFilipa—. Pero mi padre pensaba queleer era innecesario. No parecíaimportante cuando era joven. Mihermano sabía leer un poco, conesfuerzo. Mi esposo sabía leer, aunqueno muy bien. Pero mírate tú, cómo llevaslas cuentas. Usaste tu lectura para

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estudiar medicina. —Filipa sacudió lacabeza, maravillada.

Aquel pergamino. Lucie se preguntócómo podía haberse perdido algo que alparecer significaba tanto para su tía.

—¿Cómo es que perdiste elpergamino?

—Lo escondí demasiado bien y condemasiada frecuencia. He buscado entodos los sitios que recuerdo, pero no loencuentro.

—¿Por qué lo escondiste?—Douglas quería guardar tanto su

secreto… Me hizo coserlo al tapiz, elque llevé a Freythorpe.

—¡Pero ése es el que robaron los

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ladrones!—No importa. Lo descosí ya hace

mucho tiempo.—¿Hace cuánto?—Cuando tu madre llegó a la casa.

Por aquel entonces, yo no sabía que noiban a interesarle nada las tareas de lacasa. Temía que fuera a descubrirlo.

—Entonces, ¿no fuiste tú quiendesgarró el tapiz recientemente?

Filipa no sabía nada del desgarro,pero no podía decir con certeza cuándohabía visto por última vez el tapiz.

—¿Lo ves? Mis criados deben dehaber pensado que lo arruiné y no queríahablar de ello. Santo cielo, he sido

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demasiado orgullosa al no pedir ayuda.Lucie pensó que su padre habría

notado el daño en el tapiz. ¿Acasoalguien había estado en la casa,buscando el pergamino, después de lapartida de sir Robert, en febrero? De serasí, sabían muy bien dónde tenían quebuscar. Por lo menos, dónde habíaestado oculto alguna vez. Pero hacíamucho tiempo de aquello.

—¿Recibiste algún visitante elinvierno pasado? —preguntó Lucie,aunque ya sabía que debía dirigirse a loscriados. Debía ir a Freythorpe. Pero¿cómo podría volver a dejar la tiendatan pronto?

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* * * * *

Daimon mejoró bajo el cuidado deMagda. Tildy estaba encantada al oírlohablar con coherencia, sentado durantehoras y ansioso por volver a ponerse depie pronto. Pero su palidez y lassombras bajo sus ojos recordaron aTildy que sólo estaba empezando acurarse. Magda le había cortado el pelocasi al rape para que le resultara másfácil aplicarle sus ungüentos curativos.Parecía un niño despeinado conmechones de pelo cortados como

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cerdas.—Juzgaste mal a Harold Galfrey —

la reprendió Daimon.—Yo no te hablé de mi sospecha —

dijo Tildy—. ¿Lo hizo Magda?—No hubo necesidad. Cuando

encontraste a Harold inclinado sobre míayer, vi la mirada en tus ojos, Matilda.

Si su temor había sido tan obviopara Daimon, ¿acaso Harold también sehabría dado cuenta?

—¿Crees que debería disculparmecon él?

—No.Con cuánta rapidez moría la sonrisa,

pensó Tildy.

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—¿Qué ocurre?—Algo… quizá nada. Hoy vino un

hombre, preguntó por Harold. Y su vozme hizo recordar aquella noche. Elataque.

—¡Santo cielo!Daimon trató de menear la cabeza,

ahogó una maldición.—No estoy seguro. Aquella noche la

voz era más áspera… era amenazadora,gritaba. Esta mañana, la voz eraagradable. No lo vi, no pude movermecon suficiente rapidez. Déjame sentarmea la mesa esta noche. Quizá podríamoshablar de ese visitante.

—Eso se arregla fácilmente. —Tildy

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sonrió de forma alentadora y levantó subandeja de medicinas.

Daimon le tocó la mano.—También deseo vigilar a mis

rivales.—¿Alfred y Gilbert? ¿Rivales?—Han visto mucho más mundo que

yo.¿Y eso qué le importaba a Tildy, que

en York rara vez iba más allá del pradode San Jorge?

—Los he oído alardear a la mesa delcapitán —le recordó ella—. Sonsoldados natos y no serán maridosapropiados para nadie. —Ella sesonrojó, al darse cuenta de lo que

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implicaba su observación.Los ojos de Daimon se encendieron.—¿Es posible que tu preocupación

por mí signifique que has cambiado deidea acerca de nosotros?

—Mi corazón ha sido tuyo todo eltiempo —dijo Tildy—. Mi cabeza es laque me advierte de tus pretensiones.

—Entonces tu respuesta no hacambiado.

—Vuelve a preguntármelo cuandoestés fuerte y bien.

—¡Me recuperaré pronto pensandoen ese momento!

Tildy escapó de aquellos ojosesperanzados lo antes que pudo.

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* * * * *

Pusieron la mesa junto al jergón deDaimon para que pudiera incorporarse ytomar parte cómodamente de laconversación. Tildy le había contado aMagda lo que Daimon le habíaexplicado sobre el visitante de Harold.La Mujer del Río había visto al hombre.

—Era Colby, uno de los criados delalcalde. Se ha pasado la vida metido enproblemas. Magda y vos se enterarán dequé quería con el mayordomo prestado,¿verdad? —Sacaría a colación el

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incidente durante la cena.Tildy se alegró de no tener que pasar

la tarde buscando un momentoapropiado para hablar de la inesperadapresencia de Colby. Sin aquellainquietud, le pareció divertido comenzara fantasear con que era la esposa delmayordomo, acostumbrada a aquellasveladas. Alfred y Gilbert mantuvieronuna charla vivaz sobre sus aventuras yMagda colaboró con historias de suspropios viajes. Hasta Harold se relajó yrelató una anécdota de su juventud. ATildy casi le cayó simpático en aquelmomento. Daimon habló poco, pero serió de buena gana y comió con un

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saludable apetito.Tildy comenzó a preguntarse si

Magda se habría olvidado. La ancianabebió más vino del que debía, y despuéstambién brandy. ¿Cómo podía pensarcon claridad?

Pero Harold ofreció la oportunidaddeseada.

—¿Es verdad que os marcháis por lamañana, señora Digby?

—Sí. Como veis, Daimon ya estámás fuerte. Magda se preguntaba quénoticias habrá en York. ¿Acaso no fueuno de los criados de Gisburne el quevino a veros esta mañana?

Tildy observó detenidamente a

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Harold. Éste se apartó el pelo rubio delos ojos, parecía casi incómodo al mirara Daimon, Alfred, Gilbert y después otravez a la Mujer del Río.

—Así es. Pero no me explicó nadaen concreto sobre la ciudad. —Dirigióla mirada a los dos criados queesperaban junto al hogar a la espera deque los llamaran para servir. Se inclinóhacia los de la mesa de maneraconfidencial—. Quería advertirme deque Joseph, el hijo de la cocinera, fuevisto en la ciudad y dijo que se dirigíahacia aquí. —Lo dijo en voz tan bajaque Daimon, que no podía acercarsetanto como los otros, no lo oyó. Tildy le

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susurró las noticias.—Lo discutiremos más tarde —dijo

Alfred.El tema pareció señalar el final del

festín. Los hombres se retiraron. Tildypidió a Magda que la observaramientras preparaba las medicinas deDaimon para asegurarse de que loestaba haciendo correctamente y paraque la ayudara a ponerlo cómodo a finde que pasara la noche. La cena lo habíaagotado y se alegraba de poderacostarse.

—Pero os advierto —dijo Daimon—. Joseph es sinónimo de problemas.Decidles a Alfred y a Gilbert que se

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cuiden.—Sí, Magda ha oído hablar mucho

del hombre y nada bueno.—Se lo diré —prometió Tildy. Al

mirar a Daimon, pensó que sus mejillasy su nariz estaban sonrosadas—. Sushumores se han vuelto a desequilibrar—susurró a la Mujer del Río.

Recibió una palmada en el antebrazopor la observación.

—Es el vino, mi niña —dijo laMujer del Río—. Está bien. Debéispermitirle algún que otro placer de vezen cuando.

—No quería negárselo —protestóTildy. ¿Por qué la anciana la trataba de

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repente como a una niña?La Mujer del Río alejó a Tildy del

lado de Daimon y la guió hacia la puertade la sala.

—Vos también habéis bebidodemasiado vino —dijo—. Más de loque acostumbráis.

Tildy protestó.—Magda sabe —insistió la mujer—.

Un poco de aire nocturno os hará bien.Tildy trató de soltarse, pero la

fuerza de la Mujer del Río era tantacomo su voluntad. Sostuvo con firmezael brazo de Tildy hasta que sintieron elfrío de la noche.

Fue una sensación agradable, la

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brisa, el aire… Tildy inspiróprofundamente y elevó la vista a lacúpula de estrellas que se extendía hastael horizonte. Era una prueba de su corajemirar el cielo nocturno. Había nacido ycrecido en York y pocas veces habíaestado fuera de las murallas de la ciudadantes del verano anterior, cuando seinstaló en Freythorpe Hadden conGwenllian y Hugh. Cuando salió porprimera vez a la noche, el cielo laasustó. Era demasiado extenso,demasiado misterioso, un monstruo condiez mil ojos. Poco a poco, con la guíade Tola, la hija de Magda, que los habíaacompañado como nodriza de Hugh,

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Tildy aprendió a ver las estrellas comoamigas conocidas, siguiendo lasconstelaciones.

La criada sintió la presencia de laMujer del Río junto a ella. Era como lade Tola, silenciosa y tranquilizadora.¿Por qué se había enojado con Magda?Sintió remordimientos por su enfado conla vieja curandera. Le preguntó a Magdapor Tola y sus hijos, Nym y Emma.Tildy sabía que habían pasado el otoñoy la navidad con la Mujer del Río, ymucha gente decía que Tola mostraba undon para curar.

—¿Se quedará para ayudaros?—No. Tola ha regresado a los

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páramos —dijo Magda—. Allí lanecesitan. —Hubo tristeza en su voz.

—¿Va a ser una curandera, comovos?

—Algún día. A Magda le llevómucho tiempo aprender.

No dijeron nada durante un rato,observaban las estrellas.

Luego Magda rompió el silencio.—Id a los establos, hablad con

Alfred y Gilbert, contadles vuestraspreocupaciones.

Los dos hombres estaban allí paraasegurarse de que los caballos estabanen buenas manos.

—No quiero interrumpiros —dijo

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Tildy, de pronto tímida ante los dossoldados.

—Sois la señora de la casa, Tildy.Debéis hacer conocer vuestros deseos aquienes os sirven.

Servirla. Tildy suspiró. Aún no teníaclaro cuál era su condición, ni criada nila verdadera señora, y, sin embargo,estaba a cargo de muchos criados.Deseó que Magda pudiera quedarse mástiempo, un deseo que ya había expresadoa la Mujer del Río y que le repitió enaquel momento.

—No habéis cometido errores estosdos días. La voluntad de Daimon decurarse es fuerte. No necesitáis a

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Magda.—Me siento segura con vos aquí.La risa de perro de Magda

sobresaltó a Tildy.—Con los matadores de dragones de

Thoresby y con Harold el Bueno, nonecesitáis a una anciana. Magda semarchará por la mañana e irá a ver aquienes la necesitan más que vos.

Tildy se rodeó el cuerpo con losbrazos al sentir de pronto el frío de lanoche.

—Daimon seguirá curándose —latranquilizó Magda.

—Pero ¿y si lo que lo está curandoes vuestra presencia y no las medicinas?

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—Tildy hizo la pregunta suavemente, sinsaber si estaba diciendo una blasfemia.

La Mujer del Río sorprendió a Tildyal tocarle suavemente la mejilla.

—Vos sois la mejor cura paraDaimon, mi niña. ¿Es que nocomprendéis cuánto os ama? —Luego,sacudiendo la cabeza, la anciana dio laespalda a Tildy y se dirigió lentamentehacia la cocina.

Tildy no se movió durante un largorato. ¿Sería que su propia presenciahabía ayudado a Daimon? ¿Podríaamarla tanto? De ser así, el amor de élno era en vano, el capricho de un jovenque podría resultar inconstante. ¿Acaso

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Tildy lo había juzgado mal?Unas fuertes carcajadas obligaron a

Tildy a caminar más lentamente al llegara los establos. Un pequeño farol brillabasuavemente cerca de loscompartimentos. Los caballosrelincharon cuando ella pasó. Volvierona oírse risas provenientes de lasdependencias de los mozos, más allá dedonde estaban los caballos y el área detrabajo. Al acercarse, Tildy vaciló, sinsaber si era adecuado que estuviera allí.Pero era el ama de llaves hasta queregresara la señora Filipa.

Si Filipa estuviera allí… ¿Quésucedería si la señora Wilton encontraba

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a su tía demasiado confundida y débilpara que regresara?

—¡Has hechizado estas monedas,estás haciendo trampa! —Las palabraseran furiosas, pero había risa en la vozde Gilbert.

—Yo no sé nada de hechizos. Tútienes una suerte pésima, eso es todo. —Alfred parecía aburrido.

Tildy llamó a la puerta.Ralph, el mozo, abrió e hizo una

incómoda inclinación.—¡Señora Tildy!Ella se puso de puntillas para ver

más allá de él, pero no lo consiguió.—Ay, por Dios, Ralph, sólo quiero

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ver a qué viene tanta risa.—Señora…—Estamos jugando —dijo Gilbert

—. Alfred y Ralph se ríen de mispérdidas. Vamos, Ralph, deja pasar a laseñora. No va a regañar a dos hombresadultos.

Ralph dio un paso al lado.Gilbert y Alfred hicieron un gesto

con la cabeza a Tildy desde dondeestaban agachados en el suelo de tierra.Había una ccantidad de monedasapiladas frente a Alfred y unas pocasestaban alineadas junto a Gilbert. Éstelevantó una de sus últimas monedas, lalanzó al aire y la dejó caer en el dorso

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de su mano izquierda, que rápidamentecubrió al tiempo que Alfred decía:

—Cara.Gilbert espió la moneda.—La has visto —murmuró,

arrojándola a la pila de Alfred. Se pusode pie refregándose las calzas.

—Siento interrumpir vuestro juego.—Tildy se sintió fuera de lugar. Noestaban de humor para oír sus temores ypreocupaciones.

—Señora, me habéis salvado lasúltimas monedas. ¿Cómo puedoayudaros?

Alfred recogió sus monedas y las deGilbert y las metió en una bolsa de

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cuero.—Gilbert se ha cansado de mi buena

suerte —dijo—. De todas maneras,pronto se habría quedado sin monedas.

—¿Así que os guardáis todas lasmonedas juntas? —preguntó Tildy.

—Para dividirlas bien la próximavez —dijo Gilbert—. ¿Qué graciatendría que uno de nosotros se lasquedara todas?

Se sintió como una estúpida. Daimonnunca la había hecho sentir de aquellamanera. Aquellos hombres bromeabandemasiado.

—Estáis cansados. Hablaremos porla mañana.

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Alfred meneó la cabeza y le acercóun banco para que se sentara.

—Venid. Hablemos mientrastengamos un momento de tranquilidad.Queréis explicarnos con qué nosenfrentaremos aquí.

Así que ella comenzó, insegura, acontarles varias de sus preocupaciones:la toma de autoridad demasiado rápidade Harold Galfrey y su temor ya casidescartado de que le había dado algo aDaimon para nublar su juicio, elsupuesto regreso del hijo de Nan, lacreencia de la señora Wilton de quealguien entre los ladrones conocía bienla casa…

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Tanto Alfred como Gilbertlevantaron las cejas al oír sus temoressobre Harold Galfrey, pero no lesrestaron importancia, sino queestuvieron de acuerdo en que la posiciónde Daimon como mayordomo de la casaatraería a cualquier hombre conambiciones similares.

—Aun así, Roger Moreton tambiéntiene una gran casa —dijo Alfred—. Sumayordomo inspirará igual respeto.

—El señor Moreton también poseetierras más allá de Easingwold —dijoGilbert—. Sin embargo, no es uncaballero, no es de noble cuna, como laseñora Wilton. Pero me pregunto si

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tendría a Galfrey de mayordomo.—Joseph, el hijo de la cocinera, es

el que se merece que lo vigilen —dijoAlfred.

—Hablaré con la criada de la cocinapor la mañana —dijo Tildy—. Quizáhaya oído algo sobre él.

—Sí. La cocinera no nos va a decirnada, ¿verdad? —dijo Gilbert.

Tildy sonrió y se sintió alentadapara preguntar:

—Ese Colby, el criado del señorGisburne, ¿cómo es?

Alfred lanzó un resoplido.—Hijo del mismísimo diablo. Por

qué Gisburne confía en él… —Escupió

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en el rincón.Colby parecía similar a Joseph,

pensó Tildy.—Daimon dice que la voz de Colby

se parece mucho a la de uno de los queatacaron la casa la otra noche.

Gilbert y Alfred intercambiaronmiradas.

—Y no puedo evitar preguntarmecómo es que Harold lo conoce —añadióTildy.

—O por qué Gisburne eligió aColby para enviarlo aquí —dijo Alfred.Volvió a escupir en el rincón.

Aunque apreciaba que Alfred setomara seriamente todo aquello, a Tildy

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no le gustaban demasiado sus modales, osu falta de ellos. Pero había oído que lossoldados eran así. Pobres esposas.

—Daimon también mencionó a untechador —dijo, y, en un arranque deosadía, se atrevió a añadir—: Podríaispreguntar a Ralph dónde encontrarlo.

—Lo haremos. —Alfred hizo unamueca—. Es un cambio agradable, hacerlas veces de capitán.

Gilbert asintió, de acuerdo.Tildy estaba muy complacida

consigo misma.

* * * * *

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El hermano Michaelo dejó caer el látigoy permaneció boca abajo en el suelo dela pequeña capilla con los brazosextendidos, como si estuviera clavadoen una cruz. Luchó por mantenerseconsciente. El sueño no era ningunapenitencia. Tenía las manos y los piesfríos a pesar de la época del año. Elsuelo estaba helado contra su pechodesnudo y sudado. ¿Estaba demasiadocómodo? ¿Debería girar sobre suespalda en carne viva? Sin embargo, loque estaba en llamas se calmaría con elsuelo frío. Permaneció donde estaba,luchando contra el agotamiento. ¿Cuándo

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había dormido por última vez? ¿Ocomido? No dudaba de que el arcedianoJehannes lo sabía. Michaelo tenía lacerteza de que los criados del arcedianolo espiaban. Mientras no se lo contara alarzobispo, no importaba. Jehannes nosolía interferir. Michaelo se obligó apensar en sus numerosos pecados paramortificar su espíritu como habíamortificado su carne. Su mente vagó através de una letanía de actos egoístas,uniones sin amor, mentiras simplistas ydesconsideradas y, lo más horrible detodo, el intento de envenenar al viejoenfermero, el hermano Wulfstan. Lagarganta se le llenó de bilis. Se obligó a

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arrodillarse y vomitó, aunque tenía elestómago vacío.

La puerta se abrió. Michaelo trató decubrirse con su hábito, pero las manos letemblaban demasiado.

—¡Basta de esto! —declaróThoresby desde la puerta.

Michaelo siguió buscandotorpemente su hábito. El arzobispochasqueó los dedos. Un criado searrodilló y se ofreció a ayudar a vestir aMichaelo.

—Dejadme —dijo Michaelo.—No lo hará. Miraos, temblando en

el suelo, medio desnudo. ¿Y vuestrasobligaciones? Os permití ir de

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peregrinación y mirad cómo medevolvéis el favor. Parecéis un penitenteque lloriquea. ¡No voy a tolerarlo!

Michaelo comenzó a maldecir, semordió la lengua y se rindió a lahumillación de dejarse vestir por eljoven. Contuvo un gemido cuando elcriado lo ayudó a ponerse de pie. Seapoyó contra la pared para sostenerse.

—Podéis iros —ladró Thoresby.Michaelo luchó por enderezarse y

dio un paso.—Vos no; el criado.La puerta se cerró suavemente.Michaelo levantó la mirada hacia el

arzobispo.

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—Eminencia, perdonad midebilidad.

—¿De qué me servís en semejanteestado?

Los ojos hundidos de Thoresby eraninescrutables en el cuarto en sombras,pero Michaelo interpretó su tono comoimpaciente, no furioso. Quizá semostrara receptivo al propósito deMichaelo. Sin embargo, ¿tendríaMichaelo la fuerza para explicarlo todo?

—Debo hacer penitencia por mivida, eminencia. —Se lamió los labios—. Durante la peregrinación, pude vermi abyecta personalidad. Os lo he dicho.Soñé con el hermano Wulfstan. Me

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mostraba lo que debía hacer.—En otro momento. Tengo una tarea

para vos. Varias tareas. He mandado abuscar al hermano Henry. Os curará laespalda y os dará algo para que podáisdormir esta noche, después de quehayáis tomado un caldo y leche conmiel. Mañana reanudaréis vuestrasobligaciones. Debéis hablar con RogerMoreton y averiguar cuanto sabe deHarold Galfrey.

Michaelo extendió una mano hacia elarzobispo para suplicarle que loescuchara.

—Eminencia, si puedo…—Ya me habéis causado bastantes

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molestias. —Thoresby abrió la puerta yordenó al criado que acompañara alhermano Michaelo a su cuarto—. Prontollegará el hermano Henry.

El hermano Henry, a la sazónenfermero de la abadía de Santa María,había aprendido del hombre santo aquien Michaelo había intentadoenvenenar. Quizá era el propósito deDios dejar que Michaelo sufriera enmanos de un hombre joven que debía deconsiderarlo el demonio personificado.

* * * * *

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La casa estaba en silencio. Magdadormitaba mientras esperaba que Tildyregresara de los establos. De modo queno oyó las conversaciones entre Sarah,la criada de la cocina, y Harold; sólo lafrase de despedida de él:

—¡Encárgate de hacerlo! —AquelHarold Galfrey era un hombre demuchos estados de ánimo, y al salir porla puerta de la sala estaba furioso.

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Capítulo 18

Un patrón del malOwen se despertó por el ruido de lagente que corría, un continuo murmulloaunque acallado, como si algo no fuerabien. Se incorporó.

Iolo resopló y abrió los ojos.—Nunca había dormido en una cama

semejante. ¿Por qué los ricos selevantan? ¿Qué podría ser mejor queestar acostado aquí?

¿Por qué se preocupaba Owen? ¿Porqué iba a importarle lo que sucediera en

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la casa?—¿Estoy hablando solo? —quiso

saber Iolo.—Hay que hacer dinero para

conservarla y conservar un techo secosobre la cabeza —dijo Owen—. Es unamagnífica cama, aunque, para serlotanto, huele a humedad. Los criados nola airean lo suficiente.

—¿Cómo sabéis esas cosas? —preguntó Iolo—. ¿Tenéis una cama comoésta?

—Sí. El padre y la tía de Lucie nosregalaron una magnífica cuando noscasamos. —Owen tuvo que reír ante laexpresión incrédula de Iolo—. De

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verdad.—Con razón deseáis estar en casa.Owen se volvió. No le gustaría que

Lucie conociera la confusión que sentíaen aquel momento.

—Creo que últimamente no lo deseotanto. ¿Has oído los ruidos afuera?

—Serán los que nos han despertado,supongo. —Iolo se esforzó porincorporarse más—. ¿Os vais a quedaraquí, capitán? ¿Es por Hywel?

—Su causa es honorable. Todos losque se unen a él luchan por el derecho aser gobernados por su propio príncipe.Cuando peleé en Francia, sólo pensabaen servir a mi señor, el duque de

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Lancaster, un hombre digno, un hombretemeroso de Dios. Pero al servirlo a élayudé al rey Eduardo a luchar por unacorona que no era suya, por un reino queno lo quería. A eso se refería Hywel conredimirse a sí mismo. Quedaría en pazconmigo mismo y con Dios luchando pormi gente. Sin embargo, ¿cómo puedohacerlo? —Owen sintió la familiarlluvia de agujas en su ojo ciego, que leadvertía de que estaba hablandodemasiado—. Pero debemos hablar deotras cosas. Glynis estuvo con Hywel encierto momento. Tú mismo lo oíste.

Iolo, cuyos ojos se habían encendidoante las palabras de Owen, se tomó un

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momento para contestar.—Glynis. Sí. Porque temía a Piers.—Si eso fuera verdad, ¿por qué

Glynis habría ayudado a Piers aescapar?

Iolo lo entendió.—Ah. Alguien está mintiendo.—Buenas, señores —dijo una voz

de detrás del tapiz.—Os dije que querían despertarnos

—dijo Iolo.El criado del arcediano, que hablaba

galés, entró llevando una bandeja conuna jarra de cerveza y algo de pan yqueso.

—¿Qué está sucediendo? —preguntó

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Owen.El hombre depositó la bandeja sobre

la mesa cerca de la cama. Parecíaincómodo, como si deseara huir.

—Dime cuál es el problema —dijoOwen.

—El marinero Piers y el capitánSiencyn. Los encontraron esta mañanacolgados del palo del barco del capitán.Degollados. Dicen que es algo terriblede ver.

—Dios nos libre. —Owen sesantiguó.

Iolo murmuró:—Amén —e imitó a Owen—. Los

dos hermanos. Es muy extraño.

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—¿Y el vigía del barco? —preguntóOwen.

—Ha desaparecido —dijo el joven—. El arcediano desea que vayáis alpuerto, si podéis. Dice que sólo confíaen vos, en este momento. Debía deciroseso.

Owen sirvió la cerveza y le pasó unacopa a Iolo.

—¿Qué más sabes?—Vuestros hombres están afuera,

capitán. Creo que saben mucho más.—Hazlos entrar.Eran como una pequeña multitud en

aquel diminuto cuarto y los cuatro,demasiado emocionados para sentarse,

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ocupaban la mayor parte del espacio.Owen permaneció en la cama.

—¿Os habéis enterado? —lepreguntó Tom.

—Sí. El arcediano quiere que vaya aPorth Clais.

—Sí —dijo Edmund—. Nos dijoque os despertáramos si no salíaispronto.

Owen colocó el pan y el queso entreIolo y él.

—¿Qué se sabe de Glynis?—Nadie la ha visto desde ayer por

la mañana, capitán —dijo Jared.—¿Está aquí el arcediano?—Salió hace un rato —dijo Edmund

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—. Parecía furioso.—¿Iréis a Porth Clais? —preguntó

Tom.—En cuanto termine de desayunar.

—Hizo un gesto a Tom—. Tú vendrásconmigo.

* * * * *

La luz del sol cubría el valle de SanDavid. El relato de Tom sobre losguardias de Rokelyn atrajo toda laatención de Owen mientras caminabanhacia Porth Clais. El padre Simon, quehablaba con Siencyn; el capitán, deseoso

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de hablar con Owen… ¿Qué habíasucedido?

Personas con rostros sombríospasaban junto a ellos, hablaban ensusurros y más bajo a medida que seacercaban a la playa. En el pasado, Tomse habría puesto cada vez más nerviosoal acercarse a la escena. Pero aquel díaestaba tranquilo, envuelto en su esfuerzopor ofrecer a Owen cada detalle de suvviaje. El muchacho había crecido en unespacio muy limitado. ¿Era unabendición o una maldición? Owen miróa Tom como si lo hiciera por primeravez. Notó su inútil esfuerzo por dejarsecrecer en el mentón una barba como la

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de Owen, tenía las uñas en carne viva detanto comérselas, y su nariz siempreparecía ferozmente bronceada, inclusoen el peor de los climas. Tan joven y,sin embargo, capaz de mentir paraayudar a Owen. Y mantener esa mentiracon firmeza todo el tiempo que habíaestado con los guardias del arcediano.

—Cuando volvamos a Inglaterra,¿deseas regresar con tus compañeros aKenilworth? —preguntó Owen.

—Espero que me escojan paraFrancia —dijo Tom—. Creo que ahoraestoy listo.

—Sí, eso me parece. Y serás unbuen soldado. Ascenderás al servicio

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del duque, supongo.Tom se detuvo y esbozó una amplia

sonrisa. Owen pensó que era una lástimaque un hombre joven estuviera tanimpaciente por perder la inocencia. Pueshasta que se enfrentara al enemigo y loderribara, no podría comprender la vidaque había escogido. Pero no era Owenquien debía decírselo.

La zona de los muelles estabaatestada de espectadores. Peregrinos,criados, vicarios, marineros, estabantodos allí, observando atentamente elmar. El barco del capitán Siencynflotaba, anclado, bastante más allá de lamarea baja. Tenía un castillo de proa y

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otro de popa, como muchos barcosmercantes durante la guerra de Eduardocon Francia. Pero en aquel momento, lacofa era el centro de atención. Noresultaba especialmente espeluznante aaquella distancia, aunque cuando elbarco se mecía en el mar, los brazos ylas piernas de los cadáveres parecíanvivos. Nadie parecía tan curioso parasalir en bote y obtener una visión máscercana, lo cual era una bendición. Erapoco probable que alguien se hubieraacercado al barco. Y, sin embargo, ¿dequé otra manera podían haber sabidocon certeza quién colgaba allí?

Pero, por el amor de Dios, ¿por qué

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estaban colgados?—¿Todavía no ha venido el

investigador? —murmuró Owen,mirando alrededor.

—Ahora que la marea está baja, va aresultar desagradable cargar con loscuerpos por el lodo —dijo Tom.

—No es nuestra obligación. Sólodebemos mirar. Aun así, deberíaacercarme al barco. —Owen lanzó unamirada al joven que se había mareado alcruzar el río Towy, para ver cómoreaccionaba.

Pero Tom se limitó a asentir.—Creo que veo al padre Paul.Owen siguió la mirada de Tom y vio

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el pelo blanco como la nieve del vicarioque actuaba como investigador en laciudad. Cuando los dos se acercaron alpadre, éste se volvió hacia ellos, seinclinó y se santiguó.

—¿Habéis estado allí? —preguntóOwen.

—Sí. —El padre Paul sacudió lacabeza—. Lo que el hombre hace a suprójimo… ¿Vais a ir al barco ahora?

—¿Por eso no los habéis bajadotodavía? ¿Para que yo pueda verlos?

El asentimiento del padre Paul fuemás parecido a una inclinación, un gestolento y triste.

—El arcediano Rokelyn así lo quiso.

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En lo que a mí respecta, con gustohabría evitado que esto se convirtiera enuna feria. —Sus ojos con espesas cejasrecorrieron la multitud—. Cualquierapensaría que los dos hombres fueroncolgados allí para diversión de laciudad. Me alegro de que por fin hayáisllegado. Buscaré al barquero.

El padre Paul caminó lentamente porla playa de guijarros. No era tan viejo,pero aquel día parecía estar notandotodos sus años.

Una voz fuerte obligó a Owen amirar a un lado de la multitud.Pertenecía a un hombre pelirrojo vestidocon el atuendo de un peregrino. Tenía

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las manos grandes y los brazos largos, oquizá eran sus gestos expansivos los quelos hacían parecer de esa manera. Suactuación mantenía subyugado a unpequeño grupo. Owen se acercó para oírel relato. El peregrino hablaba en vozbaja, describiendo una procesiónespectral que predecía la muerte de unhombre. Cuando levantó la voz para elclímax, el público saltó, sorprendido.Un excelente narrador. Owen estaba apunto de retirarse cuando el hombrelevantó la mirada, notó su presencia y lehizo una seña.

—¡Capitán Archer! —Se excusóante los demás y se acercó a Owen con

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una mirada sombría—. Terrible,¿verdad? —Con un susurro, dijo—:Griffith de Anglesey.

—Griffith —dijo Owen con voznormal—. Qué bien que por fin noshemos encontrado.

—¿Qué me decís después de venirde ver a los tristes padres de nuestroamigo Cynog? ¿Lo están llevando bien?

Hywel debía de tener hombres portodas partes, para que las cosas sesupieran con tanta rapidez.

—Me pidieron que os trajera estopara que lo supierais por sus propiaspalabras. —Owen extrajo el mapa.

—Qué considerados. Os estoy muy

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agradecido. —Griffith se volvió paramirar hacia el barco—. Hay un locosuelto, diría yo.

—Seguramente no será la amante laque hizo todo esto.

Griffith lanzó un resoplido.—No, no es el trabajo de una

mujer… o de un hombre. Ahora debomarcharme. —Se inclinó ante Owen yregresó a su público.

El padre Paul apareció al lado deOwen.

—Venid conmigo. Si vamos al finalde la playa, habrá menos lodo queatravesar.

—¿Nos acompañaréis?

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—Si no os oponéis. Me gustaría oírcualquier cosa que apreciéis. Cualquiercosa que se me haya pasado por alto.

—Me siento honrado por vuestraconfianza.

—La falsa modestia no le sienta biena un hombre —dijo el sacerdote—. Elobispo Houghton me ha hablado devuestra gran experiencia.

—Entonces, ¿no debo ser modesto?El sacerdote se encogió de hombros.—Es raro en un galés.Owen estaba cansado de los insultos

de los ingleses. Cansado en general. Nodijo nada, se concentró en caminar sinperder el equilibrio sobre la arena seca

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mezclada con piedras, para que elcostado no le doliera. Tom permaneciócerca de su lado derecho, listo parasujetarlo.

El padre Paul pareció entender elsilencio.

—Perdonadme. No quise insultaros.Ha sido una mañana difícil.

Owen asintió, pero siguió callado.En el extremo de la playa, caminaron

sobre la tierra húmeda. El viento lossacudía y la arena se hundía bajo susbotas. Las gaviotas volaban en círculosalrededor del mástil y lanzaban chillidosfúnebres. Owen se subió al pequeñobote, agradecido por la ayuda de Tom.

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Pero para abordar el barco habría unaescalerilla de soga. Necesitaría las dosmanos para trepar. Owen tomó su daga,se echó atrás su túnica abierta y cortó latela que le sujetaba el brazo contra elcostado.

—¿Qué estáis haciendo? —Tom seinclinó sobre él.

—Libero mi brazo. —Afortunadamente, no había aceptado laoferta de Iolo de atar el frente de sutúnica aquella mañana. Se la quitó por elhombro derecho. No había contado conel viento, que le abría la túnica. Tom lasujetó para que Owen pudiera deslizarel brazo herido dentro de la manga. Fue

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un proceso doloroso.El padre Paul sacudió la cabeza.—¿Conoce el arcediano Rokelyn la

gravedad de vuestras heridas?—Sí.—No pensó en vuestra comodidad

cuando os pidió que vinierais al barco.Owen no pudo evitar reír ante la

observación, a pesar de su desagradohacia el investigador.

—No, seguramente no estabapensando en mi bienestar. —Se inclinóhacia el barquero, un hombre corpulentoy callado—. ¿Habéis notado algo fuerade lo común esta noche? —preguntó engalés—. ¿Luces? ¿Ruidos?

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—Puede que oyera algo. Peroduermo profundamente. Siempre hetenido esa suerte.

—¿Cuándo oísteis algo? ¿Por latarde? ¿En medio de la noche?

—No puedo asegurarlo. Me despertéen plena oscuridad y oí un grito. Perocomo no oí más, pensé que era un sueño.Volví a dormirme. Dios cuida a esteviejo marino.

—¿Conocéis al vigía del barco?—¿Al viejo Eli? Todos conocen a

ese haragán.—¿Sería típico de él huir frente al

peligro?—Oh, sí, ese hombre no conoce la

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lealtad. Como las damas de Rhiannon.Se protege a sí mismo, y al demonio conlos demás, en especial su amo. Comoveréis. Perdonadme, padre, pero esverdad.

—Me gustaría bajar los cuerpos —dijo el padre Paul, que aún preferíahablar en inglés.

—Entonces tendréis que venir conotra tripulación —dijo Owen—. Entrenosotros, no tenemos fuerza suficiente.Estoy aquí para observar y nada más.

El sacerdote lanzó a Owen unamirada sombría, pero no discutió.

—Nunca he estado en el mar comotripulación —dijo Owen al barquero—.

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¿Queréis subir a bordo con nosotros? Encaso de que haya algo fuera de lo comúnen el barco, nos podéis avisar.

El barquero lanzó una mirada haciala cofa y no contestó enseguida.

—Sí, lo haré, capitán —dijo, alacercar el bote al barco.

Las gaviotas chillaban y, cuandoOwen trepó por la escalerilla, apretandolos dientes a causa del dolor en elhombro, chillaron aún más, sumándose alos crujidos y los gemidos de laembarcación. Tom estaba directamentedetrás de Owen y tras él iba elsacerdote. El barquero subió en últimolugar. Sin mediar una palabra, se dirigió

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a los camarotes.Había manchas de sangre en la

cubierta cerca del mástil. Allí era dondedebieron de degollar a los hombres queestaban colgados. El hedor a sangre semezclaba con el olor a brea del barco,el aire salado y el olor agrio de la mareabaja. Los ojos ya habían sido arrancadosde los cadáveres. Después de veraquello, los chillidos de las gaviotas leresultaron a Owen más ominosos.Desvió la mirada, caminó alrededor,buscando el arma, mmás sangre,cualquier cosa que hubieran dejado losasesinos. Habían sido muy osados parallevar hasta allí a sus víctimas.

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Cualquiera podría haber presenciado elmomento en que los subían al palo.

El padre Paul permaneció bajo elmástil, orando por las almas de los doshombres. Tom buscó entre los cabosenroscados sobre la cubierta. Owenencontró una huella ensangrentada en elcastillo de proa, pero iba a ser difícilsaber si era de los asesinos o de losanteriores acompañantes del padre Paul.

—¡Capitán! —Tom corría hacia élcon algo que colgaba de su mano. Uncuchillo con sangre seca—. Lo encontrédetrás de un cabo.

—Bien hecho. Quizá alguien en lacosta lo reconozca.

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Tom echó un vistazo al cuchillo yluego a sus ropas.

—¿Qué hago con él?—Envuélvelo en algo. Ve abajo,

seguramente habrá un trozo de vela o detela. Espera.

El botero estaba subiendo laescalerilla desde abajo, gruñendomientras balanceaba algo en una mano.Tom entregó a Owen el cuchillo y fue aayudar al botero. Luego retrocedió.

—Vamos, muchacho, cógelo. Sólome queda una mano libre para trepar. Tucapitán tenía razón al no bajar.

Owen se acercó a ellos. Tomó elcuenco que sostenía el marinero. Al

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principio, no sabía lo que tenía delantede los ojos. Carne cruda o poco cocida.No hacía mucho que estaba allí. Olía asangre, no a podrido.

—Jesús, María y José —susurró depronto, cuando se dio cuenta de lo quetenía delante. Dos lenguas. Estaba casiseguro de que eran humanas.

Tom había corrido a la borda delbarco para vomitar.

—Estaban en las habitaciones delcapitán —dijo el botero—. Hay pocoque ver allí abajo, aunque se nota quealguien se ha dedicado a tirar las cosasal suelo.

—¿Había algún papel? ¿Un

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pergamino? ¿Cómo estaban?El botero se encogió de hombros.—El cuenco estaba allí, solo, sobre

la litera.El padre Paul cerró los ojos al ver

las lenguas y se santiguó.—Las enterraremos con los

hombres.Más tarde, cuando estuvieron

nuevamente en la playa, el padre Paul leagradeció a Owen que hubiera ido conél al barco.

—Habéis visto cosas que yo no vi,capitán. Estoy muy viejo para esta tarea.No puedo evitar pensar que podríamossaber la verdad sobre el asesinato del

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albañil si hubieseis estado allí. QueDios os acompañe, capitán.

Owen comenzó a caminar por laplaya con Tom, meditando en el caminode regreso a San David, cuesta arriba,cuando lo asaltó un pensamiento. Él nole había dicho nada al padre Paul sobrela muerte de Cynog, sobre el estado desu cuerpo, sobre la forma en que habíasido colgado. Todo lo que sabía era porterceros. El investigador fue una de lasprimeras personas a quien debióconsultar. ¿Qué le estaba pasando?Desanduvo el camino; Tom notótardíamente el cambio y se apresurópara alcanzarlo. El padre Paul estaba

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subiendo al carromato para bendecir loscuerpos. Owen se sentó en unos pilotes.

—¿Qué sucede? —preguntó Tom—.¿A qué estamos esperando?

—Regresa a la ciudad, Tom. Debohablar con el padre Paul.

El joven hizo una mueca.—Os movéis como un hombre

dolorido. Hay sombras…—¡Déjame! —ordenó Owen,

demasiado furioso consigo mismo paramolestarse en ser cortés.

Tom hizo una pequeña reverencia yse alejó deprisa, casi tropezando por elapuro.

El padre Paul se sorprendió al ver a

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Owen junto al carromato.—Me gustaría saber todo lo que

recordáis sobre la muerte de Cynog —dijo Owen.

—No lo mencioné para no darosmás trabajo… Vuestras heridas…Necesitáis descansar.

—Puedo pensar mientras descanso,padre.

—Así es. —El vicario hizo unamueca y levantó un dedo para pedirpaciencia—. Ponéis a prueba mi débilmemoria.

La gente empezó a alejarse cuandolos cuerpos estuvieron en el carromato,cubiertos. Las gaviotas ya volvían a la

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playa, saltando alrededor de los restoscon la esperanza de encontrar alimento.

—Sí —dijo el investigador por fin—. Ahora recuerdo. Estaba colgado delcuello con un brazo suelto al lado y elotro amarrado a otra rama del árbol. Lasoga y la lazada alrededor de su brazoestaban atadas con nudos marineros.

—¿Tenía el brazo atado?El vicario levantó el brazo derecho

y lo sostuvo recto a un lado, con la manosuelta.

—Así. Pensé que el asesino habíaquerido crucificarlo y luego le pareciódemasiado difícil. —El viejo dejó caerel brazo, cerró los ojos y se persignó—.

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Cynog era un hombre bueno.Owen se quedó pensando en aquel

detalle.—¿Cómo pudo haber dudas acerca

de si Cynog se había suicidado? ¿Cómopudo atarse el brazo estando colgado?

—Nadie pidió detalles, excepto elarcediano Rokelyn —dijo el padre Paul—. Y el padre Simon.

Otra vez él.—¿Por qué Simon?Por primera vez aquella sombría

mañana, el padre Paul esbozó unasonrisa.

—Simon desea conocer todosnuestros pecados. Para mí, es como un

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perro que olisquea el trasero de suprójimo. Para conocerlo.

Owen no habría podido comparar alelegante Simon con un perro.Evidentemente, Paul era inmune a susencantos.

—¿De modo que no es ambición? ¿Oque se ve empujado por otro…, susuperior?

—Lo primero, sí, sí sin duda, esambicioso de poder. Hace todo lo quepuede para que el obispo Houghton lotenga en cuenta. El arcediano Baldwinse desespera con la conducta de susecretario.

—¿Qué más preguntó Simon sobre

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Cynog?—Eso no lo recuerdo, capitán.

Disculpadme. No le hago mucho caso.Owen se lo agradeció y se estaba

alejando otra vez cuando el padre Paullo llamó.

—¡Un momento! Pensé que querríaissaber algo sobre esta mañana.

Owen sacudió la cabeza, sincomprender.

—El padre Simon vino a la playa.Tenía mal aspecto. Deseaba enterarse detodo lo que yo sabía, que es poco, sobreeste horrible crimen. Ahora, más, ya quehabéis encontrado el cuchillo y… lootro. —El padre Paul se secó la frente

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con la manga. El sol calentaba mucho—.Pensé que querríais saberlo.

—El padre Simon parece ser elhombre con quien yo debería hablar.

El padre Paul hizo una leveinclinación.

—Agradecería otras opiniones.—Las tendréis, padre Paul. Que

Dios os acompañe.—Y a vos, capitán.

* * * * *

La subida desde Porth Clais agotó aOwen. Había perdido mucha sangre

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hacía algunos días y estaba pagando porello. La cabeza y el corazón le latían,sentía las piernas débiles. Se arrepintióde haberse quitado la venda del brazo,que trató de mantener flexionado cercadel cuerpo. Los puntos del costado leardían como brasas candentes.Disminuyó el paso.

Lo que había encontrado en el barcoera horrible, pero había visto cosaspeores, mucho peores, en un campo debatalla. Aun así, en una guerra, unhombre espera ver esas cosas. Uno sevuelve insensible. Owen ya habíaperdido esa facultad. ¿Quién podríahaber ordenado semejante ejecución y

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conseguir hombres que la llevaran acabo?

Hywel. A Owen no le gustó esaconclusión. Pero siempre llegaba a ella.Glynis había estado en el campamentode Hywel. Tenía hombres por todaspartes. Pero ¿qué conexión tenía Hywelcon Piers? ¿O con Siencyn?

Una repentina punzada le hizodetenerse cerca del pabellón de losalbañiles. Se aferró el costado y maldijoentre dientes. Temía estar sangrando.

Ranulf de Hutton se le acercó.—Parecéis dolorido. —Le ofreció

el brazo.—Qué amable. —Owen permitió

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que Ranulf lo ayudara a llegar a unbanco dentro del pabellón. Dos hombrestrabajaban, cincelando un diseño enunos bloques. Hicieron caso omiso deOwen.

El albañil ofreció una copa decerveza a Owen. Él bebió un sorbo yesperó para ver qué efecto le producía.Echó un vistazo al área de trabajo.

—¿Qué parte de esto era el trabajode Cynog?

Ranulf señaló con la cabeza un murodel claustro que estaba casi terminado.

—Y algunas de las albardillasdecoradas que fueron apartadas.¿Mejor?

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—Un poco. Gracias. —El fuertedolor del costado de Owen habíadisminuido y era una molestia sorda.Imaginó las suaves manos de Lucie quele frotaban lociones calmantes sobre lacicatriz. ¿Cómo estaría la herida paracuando llegara a York?

Owen apartó sus pensamientos delhogar. Le molestaba una idea. La manode Cynog había aparecido atada. ¿Porqué? ¿Era un símbolo de su traición alhacer las marcas para Hywel? O quizáel padre Paul tenía razón. ¿Fue unintento de crucifixión abandonado por lahorca, que era más sencilla? Pero Cynoghabría sido bajado por algún viajero.

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¿Acaso el asesino había sido obligado ahuir aquella mañana? ¿Antes de terminarsu trabajo? ¿Habría atado la mano a larama para cortársela más tarde? Unamano cortada. Lenguas cortadas… ¿paraevitar que Siencyn y Piers pudieranhablar? ¿Habían estado los doshermanos trabajando para Hyweltambién? Quizá Piers no era quien habíacolgado a Cynog. Entonces ¿qué hombredel rey estaba castigando a los traidorescon una brutalidad tan callada?

Owen no tenía ni idea. Estaba másallá de cualquier cosa que pudierasospechar de los arcedianos. El objetivode ellos era mantener la paz, no crear un

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reino de terror. Mirando los muros, tratóde imaginar el lugar como un claustro,un sitio tranquilo para reflexionar. Peroera imposible con los albañilestrabajando, mazas contra cinceles contrapiedra.

—Capitán Archer.Ranulf de Hutton seguía de pie a

unos pasos de distancia, con las manossobre su estómago redondo.

Owen se volvió.—Pensé que os habíais marchado.—La tumba está casi terminada. ¿Os

gustaría verla?Un momento de paz en aquella

sombría mañana.

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—Sí, me gustaría.Ranulf no se movió.—Junto a la tumba hay una pila de

piedras en las que Cynog garabateabaideas. Seguí mi propio recuerdo parahacer las facciones de sir Robert, perousé la idea de Cynog para el sombrerode peregrino y el yelmo a sus pies. Osrecomiendo mirar entre los escombrospara ver si hay algo que quisierais queañadiera. —Las grandes orejas deRanulf se habían puesto muy rojas, comosi hablar le resultara difícil.

Se volvió sobre sus piernasarqueadas y condujo a Owen a la parteposterior del pabellón de los albañiles.

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Con un floreo dramático, Ranulf retiróun cobertor de arpillera.

La tumba era magnífica por susimpleza. Las facciones de sir Robertestaban sugeridas por ángulos sutiles,aunque su pelo era quizá más grueso delo que había sido en realidad. Y, porsupuesto, los ojos no tenían vida, perosu amable sonrisa estaba allí, en lacurva de su boca, la arruga sobre lamejilla izquierda. Los símbolos de susdos vidas, la de soldado y la deperegrino, estaban bien concebidos.

—Estoy complacido con ella —dijoOwen—. ¿Qué más podría agregar?

Ranulf señaló lo que parecía una

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pila de escombros a un lado delpabellón.

—Mi compañero trabajó mucho,capitán. Quizá veáis algo que yo pasépor alto. O algo que tal vez queráisllevaros con vos.

—¿Y si no encuentro nada? ¿Puedodecir al arcediano que la tumba puedetrasladarse a su sitio en la catedral? ¿SirRobert puede ser colocado en ella?

—Sí. Hay que pulirla un pocotodavía, pero es un trabajo menoscomplicado. Puedo terminarlo con la luzde un farol.

El costado de Owen protestó cuandose agachó para mirar las piedras.

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Prefirió sentarse en el suelo. Quétrabajo había invertido Cynog enaquellos bosquejos con tiza sobrepizarra. Parte de los escombros eranpiedras más blandas que usó para tallarlíneas poco profundas. Rostros, yelmos,sombreros de peregrino, pies, manos.Luego, Owen vio una piedra que leresultó familiar. Un mapa. La apartó,junto con una del rostro de sir Robertque pensó guardarse. Encontró otrapiedra con líneas curvas y marcaspequeñas y angulares. Un mapa como elque había entregado a Griffith, pero másclaro, con más detalles. ¿Podía Cynoghaber sido tan tonto para dejar pruebas

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de su trabajo con los mapas?Ranulf se agachó junto a él. En voz

baja, dijo:—Veo que habéis encontrado las

enigmáticas.—¿Sabéis si éstas las hizo Cynog?—No parece trabajo suyo, aunque él

fue quien las ocultó entre las piedrasdesechadas. El padre Simon venía abuscarlo, Cynog se iba con él y luegoregresaba con algo oculto debajo de sudelantal. Si era parte de la pared queestaba reparando para el arcedianoBaldwin, ¿por qué tanto secreto? Yo noiba a hablar. Pero después de lo que hanencontrado esta mañana, me odié por

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haber guardado silencio. Podría haberosayudado a impedir otras dos muertes.Eran hijos de Dios, aunque no megustaran. Y al ver vuestro dolor,después de todo lo que habéis hechopara hallar al asesino de Cynog, medecidí.

—¿Con cuánta frecuencia veníaSimon a buscar a Cynog?

Ranulf pensó un momento.—No puedo precisarlo, pero sí

puedo decir que las visitas de Cynog asus padres ocasionaban mucho trabajoen la pared. Trabajó en ella durante casiun año. Aunque no tanto últimamente.Suplicó por la tumba. Y luego… —

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Ranulf desvió la mirada.—Os agradezco que me lo hayáis

dicho.—Veréis, yo estaba celoso de él. Él

lo tenía todo… buen rostro y buenaforma, dotado, y esta tumba. Yo loseguía, esperando sorprenderlo en algomalvado. Casi llevé las piedras alobispo Houghton. Pero sentí algo haciaellas. Doy gracias al Señor porque dijeque no. No puedo haber sido la causa desu asesinato. Pero… ¿podrían los otrosestar vivos si yo os hubiera dicho todoesto?

—No soy tan bueno en este trabajo,Ranulf. No lo creo.

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Ranulf se quitó la gorra y se secó lafrente y los ojos, asintiendo yagradeciendo, aliviado.

—Podríais echar un vistazo a lapared de la cripta del arcediano. Estáhúmeda por el río. Como dije, Diosvigila a los albañiles aquí. Llevad unfarol allí abajo una vez que se hayamarchado el personal hoy. Será mejor siSimon no os descubre.

—¿El personal de Baldwin semarcha? —A Carmarthen. Es arcedianode Carmarthen, ¿comprendéis?

—Sí.—¿Puedo ayudaros a poneros de

pie? —Ranulf dijo esto último en voz

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más alta.Owen apreció la ayuda.—Que Dios os bendiga por todo,

Ranulf —dijo cuando estuvo otra vez depie.

Ranulf entregó a Owen una bolsa detela resistente, se inclinó, levantó lasdos piedras con los mapas y la delrostro. Sonrió al entregar a Owen laúltima.

—Esa es obra mía, de verdad.—Así lo pensé. A mi esposa le

gustará conservarla. Que Dios osacompañe, Ranulf.

—Y a vos, capitán. Que Él os vigile.«Que me permita encontrar al padre

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Simon todavía en la ciudad», pensóOwen.

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Capítulo 19

PenitenciasHabía sido un día tranquilo en la casa yen la tienda, pero la paz terminó cuandoLucie envió a Jasper a buscar a Filipapara cenar. El muchacho volvióenseguida corriendo escaleras abajo,empujando a Gwenllian con las prisas.

—¡Filipa se ha ido! ¡Se ha llevadosu ropa, todo! —dijo sin aliento.

Lucie corrió a la planta alta. Lacama estaba ordenada, la capa de Filipano se encontraba en el gancho y su

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bastón no estaba apoyado junto a ella.Gwenllian comenzó a chillar con tardíaindignación. Lucie miró en todo elcuarto. El arcón de Filipa estaba a lospies de la cama. Quizá había guardadosu capa y su bastón dentro de él.Susurrando una plegaria, Lucie levantóla tapa. El otro vestido de Filipa y sucamisón estaban ordenadamentedoblados sobre sus zapatos, sus medias,su cepillo y su espejo de plata. Perofaltaban la capa y el bastón.

Lucie luchó por dominar el pánicoque sentía. Bajó la escalera lentamente.En aquel momento, Kate desaparecía enla cocina con los niños.

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Jasper estaba sentado en el últimoescalón. Lucie se recogió la falda y sesentó a su lado.

—Voy a volverme loca —murmuró—. De verdad, completamente loca.¿Dónde puede estar?

—¿Qué puedo hacer? —preguntóJasper.

Lucie lo abrazó.—Eres mi fuerza con sólo estar aquí.Jasper le palmeó la espalda con

torpeza.—Filipa no puede estar muy lejos.

Kate dice que a media tarde, cuando fuea verla, estaba dormida.

Lucie se enderezó.

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—Quiere regresar a su hogar, demodo que estará buscando la forma dellegar. ¿Habrá ido a la casa de RogerMoreton? Ella sabe que viajamos en sucarro. O quizá a la Taberna de York. —¿Habría sido la conversación del díaanterior en el jardín lo que habíaprovocado todo aquello?

—Esta mañana, Filipa ha vuelto aestar confundida —dijo Jasper—. Todosconocen su estado y nadie va a aceptarllevarla a ningún sitio. Pero ¿por quéquerría dejarnos?

—Porque yo desempaqueté suscosas cuando quiso irse a su casa.

—¿Por qué quiere irse?

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Lucie miró al joven plantado delantede ella y le acarició el pelo.

—Ve a buscarla, Jasper, eso es loque puedes hacer. Luego, cuando latengamos a salvo en casa, te prometoque te lo contaré. No sé por qué no lo hehecho todavía… podrías ayudarme apensar en cómo salir de esto.

Jasper se puso de pie.—La casa del señor Moreton, luego

la de la señora Merchet. —Saliódeprisa.

Lucie fue a la cocina a preguntar aKate qué recordaba sobre la conducta deFilipa y a ver si Gwenllian se habíahecho daño o sólo chillaba porque

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estaba asustada. Magda Digby, aúnenvuelta en una gran bufanda y con lasbotas de viaje todavía puestas, estabasentada en la cocina, con Gwenllian ensu regazo, contándole un cuento de losescandinavos. Levantó la mirada cuandoLucie entró; asintió, pero no interrumpióel relato. La niñita tenía apoyada lacabeza contra su hombro; los párpadosse le caían, pesados. Kate estabacortando pan para empaparlo en lechecaliente para los niños. Hugh estabasentado a sus pies jugandotranquilamente con un puñado deramitas.

—Dice que Daimon tarda en curarse

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—dijo Kate a Lucie.—¿Cómo está tu hermana?—La Mujer del Río dice que Tildy

está contenta ahora que Alfred y Gilbertestán allí. —Kate suspiró al oír un golpeen la puerta de entrada y se limpió lasmanos en el delantal.

—Quédate aquí, ocúpate de losniños —dijo Lucie—. Yo veré quién es.—Quienquiera que fuera, Lucie no teníaintenciones de recibirlo. Quería oír loque Magda tenía que decir.

Era Roger Moreton quien estaba enla puerta, sin sombrero y nervioso.

—Jasper acaba de contármelo —dijo sin aliento—. ¿Qué puedo hacer

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para ayudar?Lucie dio gracias a Dios por tener

buenos amigos.—Jasper debe de estar en la taberna.

Podríais buscar con él. ¿Creéis que elguarda de Micklegate Bar lo recordaríasi Filipa hubiera pasado por allí?

—No lo sabremos si no se lopreguntamos —dijo Roger, que yaretrocedía—. Ofreceré mis servicios alseñor Jasper.

—Que Dios os acompañe, Roger —le dijo Lucie cuando él salió deprisa porel jardín lateral a Davygate, donde giróa la izquierda, hacia la plaza de SantaElena.

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Encontró a Magda sentada en laabandonada mesa de la cena; se estabaquitando de la cabeza, el cuello y loshombros la larga bufanda de lana. Porúltimo sacudió la cabeza y se acomodólas trenzas blancas.

—Así está mejor. Los niños estáncomiendo. Debéis calmaros y pensar enotras cosas. Tenéis a dos buenaspersonas buscando por la ciudad.

Lucie tomó una botella de brandy ydos jarras de la alacena. Magda estabasentada a la cabecera. Lucie se deslizóen el banco lateral. Se refregó lasmanos.

—Decidme cómo encontrasteis a

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Daimon. Y al resto.Magda tomó las manos de Lucie.—Primero servid el brandy y

contadle a Magda por qué su viejaamiga Filipa se ha ido de vuestra casa.

—La encontré…—Calentaos con el brandy —ordenó

Magda, señalando de forma imperiosa labotella.

Lucie le hizo caso y, después detomar varios sorbos reconfortantes, lecontó a Magda la convicción de Filipade que la necesitaban en Freythorpe y lehabló sobre el pergamino en el queparecía pensar tanto.

—Douglas Sutton, sí. Filipa lo lloró,

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pero los dioses sonrieron a vuestra tía alllevárselo tan joven.

—¿Lo conocisteis?—Magda no necesitaba hacerlo. Él

seguía en los ojos de Filipa. No eranojos felices.

Alguien gritó en la calle. El corazónde Lucie se aceleró. Comenzó a ponersede pie, pero sintió la fuerte mano deMagda sobre el antebrazo.

—Si es para vos, vendrán a la puerta—dijo.

Por supuesto que sí. Pero ¿cómopodía quedarse sentada?

—¿Qué pensáis que le puede pasar avuestra tía? No es tonta.

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—Está coja, confundida…—¿Lleva una bolsa con dinero?—No.—¿Usa joyas? ¿Anillos caros?—No.—Los ladrones no harán caso a una

pobre vieja. Magda lo sabe. —Hubo unatisbo de sonrisa en sus profundos ojosazules.

Jasper y Roger entraronbulliciosamente en la casa. Roger semantuvo algo alejado, mientras Jaspercorrió hacia Lucie y le besó la frente.Olía a aire fresco y sudor.

—Bess no la ha visto, tampoco elguarda de Micklegate, ni el de Bootham,

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ni en los establos de los señores Cobb yWakefield.

—Ahora, las iglesias —dijo Magda—. Comenzad por la catedral.

—¿Por qué? —preguntó Jasper.—¿Acaso dudáis de la Mujer del

Río?—Ve, Jasper —dijo Lucie, con el

corazón agitado. Dios quisiera queMagda tuviera razón. Apretó la manodel muchacho.

Él le dio un abrazo y atravesó elcuarto trotando hasta donde estabaRoger.

—Venid, señor Moreton. ¡Tenemosmuchas iglesias donde buscar!

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El pobre Roger parecía cansado,pero asintió mirando a Lucie y Magda ysiguió a Jasper.

—Esperemos que Magda no los hayaenviado en una búsqueda inútil.

—¿Dudáis de lo que habéis dicho?—preguntó Lucie, temiendo que susesperanzas se desmoronaran.

—No. Ahora Magda debe contarosalgo sobre Freythorpe. —Le explicó aLucie cómo había reaccionado Daimon alos medicamentos, el trabajo eficientede Harold, el suave gobierno de Tildyde la casa.

Lucie encontró preocupantes losdelicados humores de Daimon. ¿Se

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habría olvidado de algo? Ciertamente,ella lo había cuidado antes. Dejó aquelpensamiento a un lado con la intenciónde meditarlo más tarde.

—¿Han llegado Alfred y Gilbert?Magda hizo una mueca.—Sí. Dos soldados ansiosos. La

joven Tildy está muy aliviada, pero elmayordomo prestado desea verlos lejos.

—¿Por qué?—Le gustaría ser el primer

caballero. Su presencia lo insulta.—Es una tontería.—Tiene un secreto que guarda con

mucho celo. ¿No lo habéis observadocon los criados?

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—¿Qué clase de secreto?—Lo tiene bien guardado. ¿Lo

habéis observado con los criados?—Sí. Era muy solícito con Tildy.

Mostró respeto hacia Daimon. ¿Esdemasiado blando con los criados?

Magda inspiró con desdén y mirópor la ventana.

—Os mostró una cara diferente, esocree Magda. Es un falso, entonces.Quizá por ello Tildy no confía en él.

—Ella no me dijo nada.Magda meneó la cabeza.—Es algo que sucede lentamente:

dudas, preguntas. Ella piensa que a él legusta ser mayordomo de Freythorpe

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Hadden. Pero Daimon se interpone.A Lucie le llevó un momento

entender lo que implicaba, y luego seenfureció.

—¿Ha perdido Tildy la razón? Lehabéis dicho que la confusión deDaimon fue por mi culpa. Harold es unhombre bueno. Nunca envenenaría a unhombre para robarle el puesto. No tienenecesidad.

A pesar de su edad, Magda teníaunos ojos penetrantes que en aquelmomento estaban fijos en los de Lucie.

—Cómo protestáis, señora boticaria.¿Conocéis tan bien a Galfrey?

—Sabéis que no. Pero me pareció un

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hombre bueno. ¿Qué ha hecho paramerecer semejante sospecha?

—Nada, sólo que está demasiadocómodo.

—Tildy es una joven tonta.—No. Es leal a vos. Es mucho más

fácil para ella creer que un extrañopodría cometer semejante error quepensar que pudierais hacerlo vos.

Lucie vio la verdad en ello.—Perdonad mi genio.—Tenéis mucho en la cabeza. Un

poco de genio es bueno. Pero Magda noha terminado. ¿Conocéis a Colby, elcriado de Gisburne?

—¿El ladrón al que siempre

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perdonan?—Sí. Apareció en Freythorpe ayer y

pidió ver al mayordomo prestado. Ledijo que el hijo de Nan, Joseph, estabapor la región.

—Ha sido amable por parte de JohnGisburne advertir a mi mayordomo.

—Sí. Demasiado bueno.—¿Por qué habríais de dudarlo?—Parece un poco lejos para enviar

a un criado con semejante información.¿Le debéis a Gisburne ese favor? ¿Lehabéis salvado la vida?

—No. Dudáis de Harold.Magda meneó la cabeza.—A Magda no le gusta el interés que

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Gisburne demuestra por esto.A Lucie, tampoco. John Gisburne

nunca se había mostrado particularmenteamistoso con su familia.

—Quizá conoce bien a HaroldGalfrey. Se lo recomendó a Roger.

Magda recogió su bufanda y se alejóde la mesa.

—Magda tiene que ver si su casa seha ido flotando.

—Me gustaría que os quedaraishasta que regrese Jasper.

Pero Magda ya se estabaenvolviendo en la bufanda.

—Es mejor llegar a Bootham Barantes de que el guarda la cierre.

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—Dios os bendiga por todo, Magda.—Magda disfrutó del fuego y la

comida. Nan maldice la tierra perohonra la cocina.

* * * * *

La señora Constance abrió la puerta deRoger Moreton. Era una mujer pequeña,apenas más alta que una niña, aunquetenía la cara llena de arrugas quedelataban su edad. Su narizaparentemente había seguido creciendocuando ella dejó de hacerlo, puesto que

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era digna de una amazona. O de unáguila.

—Oh, qué pensaréis del señor. Noestá en casa. Pero entrad, os lo ruego, yme encargaré de ofreceros vino paracalmaros y una silla cómoda dondeesperarlo.

El hermano Michaelo le dedicó unainclinación.

—¿He llegado demasiado temprano?—En absoluto. Os lo ruego, entrad.Constance lo acompañó hasta una

gran sala con un brasero y varias sillasde excelente diseño, respaldos altos ytallados y almohadones bordados en losasientos. El señor Moreton tenía un

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gusto elegante.—El señor debe de estar al llegar —

parloteó la mujer—; no se ha olvidado.Es sólo que la anciana tía de la señoraWilton ha desaparecido y estánangustiados por la pobre mujer.

No está como en otro tiempo. Elseñor Moreton está ayudando a Jasperde Melton en la búsqueda.

—¿La señora Filipa hadesaparecido? —Michaelo se santiguó.Al recordar la confusión de la ancianaen su casa, comprendió su preocupación—. Seré paciente.

Aquélla, entonces, iba a ser lapenitencia del hermano Michaelo:

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sentarse allí, esperando a un mercader,escuchando el parloteo de aquellamujer. Se resignó a su castigo, aunquehubiera preferido que lo dejara solopara rezar por Filipa.

* * * * *

Lucie fue a la cocina para ver a losniños, estaba cansada de esperar ynecesitaba una distracción. Pero Hugh sehabía quedado dormido en el regazo deKate y Gwenllian estaba acurrucada enun banco en el rincón, con su muñeca detrapo favorita entre los brazos.

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—Debería acostarlos, pero están tantranquilos así… —susurró Kate.

—Déjalos descansar. Cuando tecanses o entre Jasper, llévalos a lacama.

Lucie arrancó un poco de pan de lahogaza que había sobre la mesa y volvióa la sala a pasearse mientras se locomía.

Estaba tratando de concentrarse enlas noticias de Magda, en considerar quéharía, pero no podía evitar preocuparsepor Filipa. Estaban haciendo todo lo quese podía. Pero si le pasaba algo a su tía,Lucie no podría soportarlo. Sería culpasuya. Debió de haber comprendido lo

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mucho que Filipa deseaba regresar a sucasa. ¿Estaría tirada en la calle? SantoDios. La semana anterior habíanencontrado a una anciana vecina en unazanja llena de agua de lluvia, junto alcamino, en el bosque de Galtres. Sedecía que su familia se había negado aacompañarla hasta la casa de una viejaamiga moribunda en Easingwold. Lagente ya rumoreaba sobre Lucie. ¿Quédiría sobre todo esto? La catástrofeacechaba entre las sombras.

Cuando oyó que alguien forcejeabacon el cerrojo de la puerta de la sala,corrió a abrirla con el corazóndesbocado. Gracias a Dios, eran Jasper

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y Filipa. Lucie se echó a llorar deaalivio, abrazó a su tía y la guió hastauna silla mientras la reñía por no decirlea nadie que iba a salir.

—Estaba rezando en muchas iglesias—dijo Filipa—. ¿Por qué me trajo acasa el muchacho?

Lucie miró a Jasper.—Kate ha mantenido el potaje

caliente y hay una buena hogaza de panen la cocina. Trae un poco para ti y parala tía. —Lucie volvió a mirar a Filipa—. ¿De qué se trata todo esto?

—Quiero rezar en todas las iglesiasde York para que el Señor oiga minecesidad y me diga dónde escondí el

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pergamino.Filipa comenzó a quitarse la capa.

Lucie la ayudó.—¿Por qué en todas las iglesias?—No puedo creer que el Señor pase

por alto una plegaria de todas lasiglesias de York.

—¿A cuántas llegaste a ir?Filipa cerró los ojos y estiró un

dedo por cada iglesia mientras recitaba:—La catedral, San Miguel le Belfry,

la capilla de san Cristóbal, santa Elena,san Martín. El señor Moreton y Jasperme interrumpieron allí e insistieron enque regresara con ellos.

Aquél no era uno de los momentos

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de confusión de Filipa. Lucie habíaaprendido una valiosa lección aquellatarde. No volvería a tratar a su tía comoa una niña, simplemente prohibiéndolelas cosas sin discutirlas.

—Por favor, la próxima vez pídenosa cualquiera de nosotros que teacompañemos. Te prometo que loharemos.

Jasper colocó un cuenco de potaje yun trozo de miga blanca de la hogazadelante de Filipa, le sirvió una copa devino y le añadió un poco de agua.

—Eres el mejor muchacho —dijoFilipa palmeándole la mano—. Te ruegoque perdones el arranque de ira de una

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vieja.Jasper se encogió de hombros.—A mí tampoco me gusta que

estropeen mis planes. —Se deslizó en elbanco junto a ella.

Lucie preguntó por Roger Moreton.—Recordó que tenía un invitado que

llevaba un buen rato esperando —dijoJasper con la boca llena de pan.

—Iré a su casa mañana con un cestode flores para agradecérselo —dijoLucie. También le preguntaría por larelación de Harold con John Gisburne—. Espérame aquí —dijo a Jasper—.Me ocuparé de que los niños y mi tía seacuesten y luego tendremos la charla que

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te prometí.

* * * * *

Michaelo bebió poco vino. Estaba agusto: la señora Constance había notadoque hacía una mueca al removerse en lasilla, levantó las manos horrorizadaporque él no le había dicho que noestaba cómodo y le ofreció almohadoneselegantemente bordados. Pero aquél erael problema. Michaelo había dormidobien la noche anterior, gracias a lapoción del hermano Henry, pero unanoche de descanso no compensaba toda

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su vigilia penitencial, y temía que elvino y una silla confortable pudieranvencerlo. La buena mujer deseaba oírtodo acerca de Gales, de modo que semantuvo despierto hablando,ofreciéndole descripciones extensas ydetalladas de los castillos, los palacios,las grandes mansiones y las abadíasdonde había recalado durante superegrinación.

Cuando Roger Moreton entró en lasala, desaliñado y ruborizado, la mujerse puso en pie con desgana.

—¿Habéis encontrado a la pobreanciana? —preguntó.

—Sí, en efecto.

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—Bendito sea Dios. ¿Desearéis algomás que vino?

—Si así es, os llamaré. —Rogeresperó a que ella se hubiera ido. Luegose volvió hacia Michaelo y se disculpó.Le explicó su pequeña misión y su finalfeliz—. Pero os he hecho esperar muchotiempo. Ahora tenéis toda mi atención.

Sin duda, Michaelo sintió que habíasido más que paciente, aunque entendíalas circunstancias.

—Su eminencia, el arzobispo, estápreocupado por los problemas enFreythorpe Hadden. Como padrino deljoven Hugh, el futuro heredero, y suhermana, su eminencia considera que su

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deber es, en ausencia del padre, velarpor la familia. Por lo tanto, os pide quele aseguréis que Harold Galfrey escapaz de ocupar el puesto demayordomo mientras el sirvientehherido se recupera. Le gustaría ver sucarta de recomendación y enterarse decualquier otra cosa que pudierais sabersobre su anterior empleo.

Roger hizo una mueca. Realmente,era un poco complicado.

—De hecho, no he llegado a ver sucarta de recomendación. Lo asaltaronunos forajidos cuando viajaba haciaYork. Le robaron la bolsa. Pero sé queestuvo empleado como mayordomo en la

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mansión Godwin, cerca de Kingston-upon-Hull.

—Entonces, ¿cómo llegó JohnGisburne a recomendar tanto a Galfrey,si no tenía una carta?

El mercader parecía incómodo.—No se me ocurrió preguntárselo.—¿Hay algo más que podáis

decirme de él?—No. Me siento muy tonto, os lo

confieso. Pero confío en John Gisburne.Siempre se ha portado bien conmigo.

Deus juva me, Michaelo habíaaceptado la garantía de la señoraWilton. Sin embargo, ¿sabía ella queRoger Moreton estaba tan influenciado

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por John Gisburne? El gusto de aquelhombre por los criados y los asistenteshabía sido la causa de no pocosrumores. Michaelo temía informar detodo aquello a Thoresby.

* * * * *

La sala estaba en silencio, sólo seguíanencendidas dos lámparas de aceite, unaal pie de la escalera y otra sobre lamesa. Lucie se preguntó si Jasper estaríademasiado cansado para esperar a queella terminara de ayudar a acostar aFilipa. La anciana no había querido

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beber su tisana calmante. Lucie pasó unbuen rato allí arriba convenciendo a sutía de que no iba a dormir el sueño delos muertos. En realidad, la tisana eramás fuerte que otras noches, pero Filipano tenía que saberlo. Lucie no deseabaque se despertara confundida y tratarade ir a otra iglesia.

Lucie tomó la lámpara del pie de laescalera y la sostuvo en alto para vermejor la mesa. Vio el pelo rubio deJasper que colgaba del banco sobre elque había estado sentado. Se acercósilenciosamente y lo vio tumbado delado, tapado con una manta. Dormía, sí,pero estaba decidido a hablar con ella.

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La estaba ayudando mucho. ¿Se lo habíaagradecido lo suficiente? En los últimosdías, ella no había podido predecir sucomportamiento. Pero ¿por qué eso lamolestaba tanto? ¿Lo había hecho algunavez o era sólo que antes él había sidomás obediente, había estado másdispuesto a hacer lo que pensaba queella deseaba, en lugar de seguir losimpulsos de su propio corazón?

—Jasper —le susurró Lucie al oído,y fue a sentarse en una silla a lacabecera de la mesa, pero allí ya sehabían instalado Crowder y Melisenda,acurrucados. Pasó al banco del otro ladode la mesa, frente al muchacho.

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Jasper se puso derecho y se echó lamanta sobre los hombros, mientras serefregaba los ojos y sacudía la cabeza.

—¿Se ha ido a la cama? —preguntó.—A salvo, sí. —Lucie sonrió ante la

pregunta—. ¿No querrás salir a buscarlaotra vez esta noche?

Él rió.—Cuéntame de qué se trata todo

esto.Lucie le contó todo lo que sabía

sobre el pergamino desaparecido por elque Filipa estaba tan preocupada. Leconfió su sospecha de que entre losladrones había alguien que conocía bienla casa, le explicó la lenta recuperación

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de Daimon y la sospecha de Tildy por lavisita de Colby. Vio que él entendía quelo estaba tratando como a un hombre.

Jasper escuchó con rostro solemne.Cuando Lucie terminó, sirvió vino

con agua para los dos.—Dios me ha estado tratando mal —

dijo—. Perdona si no te he escuchadocomo debería.

—Podría ir a la casa a buscar elpergamino y asegurarme de que loslibros de cuentas están correctamente.

Lucie evitó su propia inclinación arechazar la oferta y dijo:

—Lo pensaré. Tenemos quediscutirlo con Filipa y averiguar dónde

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lo ocultó por última vez. Quizá esosugiera dónde buscar.

—O podría recordarlo. ¿Qué creesque podría ser?

—Ojalá lo supiera, amor mío. Esotambién podría ayudarnos a saber quiénatacó Freythorpe.

—¿Podré estar presente cuandohables con ella?

—Sí.Terminaron su vino en un silencio

afable y luego subieron, agotados, a suscamas. Los gatos caminaronpesadamente delante de ellos.

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Capítulo 20

La moralidad de laguerra de Hywel

Owen se colocó la bolsa de piedrastalladas sobre el hombro sano y echó acaminar pesadamente por la nueva obrade manpostería del claustro hacia elfrente oeste de la catedral. Mientrasavanzaba, ordenaba sus ideas. Aunqueera consciente de que fray Hewaldesperaba ansiosamente en casa deRokelyn, Owen no podía abandonar a

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Cynog, no en aquel momento. Habíaencajado muchas piezas, pero habíahuecos y contradicciones que no podíajustificar. Tenía que conformarse con loque tenía; la inminente partida delpersonal del arcediano Baldwin loobligaba a actuar. Debía enfrentarse aBaldwin y a Simon para descubrir quésabían o qué papel habían desempeñadoen las tres muertes.

Los padres de Cynog dijeron que enuna época él había hablado mucho sobreOwain Lawgoch, pero luego dejó dehacerlo. ¿Se habría desilusionado?¿Habría dado copias de los mapas deHywel al arcediano Baldwin? Y la

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mano derecha de Cynog… ¿quién era elverdugo que había huido antes determinar su lúgubre trabajo? Owen temíaque hubiera sido Hywel quien hubieraordenado el hecho; si había golpeado alos ladrones de caballos por su error,bien podía haber ordenado quemutilaran y ejecutaran a un traidor.¿Acaso de aquella manera servía a supríncipe?

No tenía suficientes pruebas paraacusar a alguien de la muerte de Cynog.¿Piers el Marinero? ¿Por qué? ¿Y porqué, eentonces, fue ejecutado, igual quesu hermano? Al principio, Owensospechó que habían estado ocultando

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algo en el barco. Pero las lenguas lohicieron pensar en mentiras y traiciones.¿Estaría equivocado? ¿Acaso laslenguas lo estaban guiando hacia unaconjetura falsa? Pero con todaseguridad, aquel hecho tan terrible eracomo un mensaje. ¿Habría servido a supropósito?

Los tres hombres habían sidoejecutados. Rokelyn tuvo razón sobre lamuerte de Cynog desde un principio. Sinembargo, ¿qué tenían que ver con ellaBaldwin y Simon? ¿Y cómo era queRokelyn no sabía nada? ¿O lo sabía?¿Sería por eso que debía investigarOwen y no alguien de la ciudad?

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¿Qué más sabía Owen? Glynis habíapuesto una droga en la cerveza que dio aEdmund y a Jared. Pero no ayudó aescapar a Piers aquel día. Lo hizo mástarde, por la noche. ¿Acaso algo laasustó en su primer intento? ¿O se enteróde algo por Piers y lo traicionó conHywel, que luego le ordenó que leentregara a su amante?

Cuando Owen cruzó Llechllafar,pasando por la entrada de los peregrinosa la catedral, pensó en la tumba de sirRobert. Cynog había sido bendecido conaquel don. ¿Cómo podía OwainLawgoch, el legítimo príncipe de Gales,ordenar la muerte de un hombre como

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aquél? En una guerra, quizá. Peroaquello no era una guerra. Todavía.

* * * * *

La casa del arcediano Baldwin estabaapartada de la mayoría de las demás, alotro lado del río Alun desde el palacio,cerca de la puerta de San Patricio.Varios carros atestaban la estrechacalle. Los peregrinos tenían que abrirsecamino entre ellos, y algunos criadoscustodiaban su carga.

Uno de ellos se adelantó para cerrarel paso a Owen.

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Owen dejó caer la bolsa al suelo yse refregó la mano izquierda.

—Deseo hablar con el arcedianoBaldwin y con el padre Simon.

—¿Qué asuntos tenéis con mi amo?—Por favor, decidle que el capitán

Archer está aquí —dijo Owen consuavidad, aunque puso toda su irritaciónen el ojo con que miró fijamente alcriado.

El hombre desapareció dentro de lacasa.

Un momento más tarde, regresó.—El arcediano os recibirá, capitán.

—Se ofreció a cargaf con la bolsa.Owen lo aceptó.

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—Es para el arcediano. —No miróatrás, pero oyó la maldición que soltó elhombre cuando levantó la bolsa. No eraexcesivamente pesada, sólo una cargasorprendente cuando uno esperabacualquier cosa menos piedras.

Owen se dejó guiar por la voz fuertede Baldwin, apta para sermones, no parael trabajo doméstico. El arcedianoestaba dando instrucciones mientrasllenaban un arcón en la sala.

—Benedicte, capitán Archer. —Supelo oscuro estaba lleno de polvo, teníavarios trozos de tela envueltos en unantebrazo y una pila de documentos a lospies—. Como veis, estoy a punto de

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partir. Esperaba llegar al castillo deLlawhaden al anochecer, pero elincidente de la playa ha entorpecido atodo el personal.

El criado que cargaba con la bolsade piedras la depositó con un golpesordo a los pies de Owen. Baldwin miróal suelo con ojos interrogantes.

—¿Me permitirías echar un vistazo ala pared que Cynog reparó en vuestracripta? —preguntó Owen.

—¿Qué hay en la bolsa?Owen miró al criado que se

inclinaba sobre el arcón.—Sería mejor que habláramos en

privado.

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Baldwin siguió su mirada.—No, no. No hay tiempo para que

dejen de trabajar.—Quizá podríamos hablar en la

cripta. Y luego me gustaría hablar con elpadre Simon.

Baldwin fijó la mirada en Owen.—Está en la catedral.—¿Podríais enviar a alguien a

buscarlo?—¿De qué se trata todo esto?Owen levantó la bolsa de piedras.—¿Tenéis un farol?Baldwin dejó caer los trapos y

ordenó al criado que siguieraempaquetando. El arcón tenía que estar

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listo cuando él regresara. En la entradade la sala, el arcediano gritó a uno delos hombres que vigilaban los carrosque se fuera de inmediato a buscar alpadre Simon, a la catedral. Luego cogióun farol que estaba colgado de ungancho y atravesó una puerta hasta llegara un descanso sobre una escalera demadera que bajaba hacia la oscuridad.

Baldwin encendió el farol y cerró lapuerta tras ellos.

—¿Tiene que ver con las muertes?—Las ejecuciones —dijo Owen.—¿Creéis que yo ordenaría esos

actos tan atroces?—Podríais hacerlo. Si con esos

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actos pensarais que asegurabais la pazen esta ciudad santa.

—¿Estáis loco? —Baldwin acercóla luz a Owen, casi cegándolo.

—Por la sangre de Cristo —gruñóOwen, sujetando el farol con su manoderecha. Era doloroso, pero peor seríasi tropezaba y caía porque aquel tonto lecegara su único ojo con la luz—. Lapared, padre.

—Tenemos paz en la ciudad.—¿Por cuánto tiempo? Cuando

Owain Lawgoch llegue con su ejércitogalés y francés, ¿creéis que van abordear San David y a dejaros en paz?Y los que están dentro, ¿cuántos galeses

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preferirían morir por el legítimopríncipe de Gales a hacerlo por el reyEduardo?

—¿Sois uno de ellos?—Mostradme la pared.—Pensáis que yo soy uno de ellos.

O que Simon lo es. —Baldwin trató dedirigirse a la puerta.

Owen le bloqueó la salida, con elfarol en una mano y la bolsa de laspiedras en la otra. El dolor leatravesaba el costado derecho, pero porDios que iba a ver aquella pared antesde que llegara el padre Simon.

Baldwin hizo un gesto señalando labolsa.

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—¿Qué lleváis ahí adentro?—Piedras. Venid. Mostradme la

pared.El arcediano se volvió hacia el

descanso. Owen alumbró la escalera.Baldwin vaciló.—¿Por qué habría de confiar en

vos?—Trabajo para vuestro compañero

el arcediano Rokelyn —gruñó Owen.—Es verdad, lo había olvidado. —

Baldwin meneó la cabeza y comenzó adescender.

El hedor a humedad, moho y cosaspeores, y un frío que borraba elrecuerdo del día primaveral de afuera,

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envolvieron a Owen cuando abandonó elrellano. Entendió la vacilación delarcediano. Pero una vez que Baldwin sepuso en movimiento, bajó la escaleracon rapidez. Owen dejó la bolsa en elúltimo escalón y siguió deprisa a suguía, que navegaba a través de montonesde muebles viejos y barriles apiladosuno encima de otro, hasta un áreadespejada delante de la pared máslejana.

Era una pared de piedra, comocualquier otra, sin enyesar. Owen pasóla luz por delante de ella. En el extremoizquierdo, la humedad brillaba sobre laspiedras manchadas, y hacia la derecha,

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las piedras estaban secas.—Como veis, una pared húmeda,

demasiado cerca del río, parcialmentereconstruida, por donde entraron lasratas. ¿Qué esperabais encontrar,capitán? —La voz de Baldwin parecíaahogada en aquella mazmorra atestadade cosas.

Owen se acercó al lado reparado,buscando algún signo de piedras sueltaso decoradas, algo que le indicara dóndeestaban o habían estado los mapas.¿Dónde los habría colocado Cynog? Eltecho era bajo, aquello era más unsótano que una cripta. Owen podía verlas piedras superiores. Simon era tan

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alto como él, pero Cynog no. Owen seagachó y recorrió con el farol laspiedras inferiores. Nada.

—Que Dios nos ampare, tiene queestar aquí.

—¿Amo Baldwin? —dijo alguiendesde arriba. Era el padre Simon.

—¡Simon! —gritó Baldwin—.Bajad.

Owen se levantó y se dirigió deprisahasta las escaleras para recuperar laspiedras. Baldwin, que protestaba porquedarse a oscuras, lo siguió. Con labolsa en la mano, Owen pensaba en quétenía que hacer. El padre Simon llevabauna lámpara de aceite que emitía una luz

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tan débil que obligaba al monje amoverse con lentitud. Aun así, ya casiestaba abajo.

Owen se deslizó a la derecha,seguido de Baldwin.

—¿Amo? —dijo Simon.Owen colocó el farol sobre un

barril, levantó las piedras con los mapasy se las entregó a Baldwin.

—¿Las reconocéis?Baldwin las acercó a la luz y las

hizo girar, examinándolas.—Alguien las ha pintarrajeado. ¿Por

qué me las enseñáis? ¿Qué tienen quever con Simon?

—Tengo razones para creer que

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Cynog usó piedras como éstas en lareparación de vuestra cripta. No estánpintarrajeadas, contienen mensajes.

—¿Mensajes? ¿En la pared de misótano? —Baldwin logró emitir una risanerviosa—. Estáis loco.

Owen sintió la presencia de Simon asus espaldas, atrapó el farol y se diovuelta. Cegado, Simon dejó caer lalámpara de aceite.

—¡Por el amor de Dios! —exclamóBaldwin, abalanzándose hacia un charcohumeante de aceite derramado.

Demostraba un saludable miedo alfuego, pero Owen vio que no habíanecesidad de aquello.

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—Es una lámpara pequeña, y elsuelo es de tierra —dijo.

—Pero los barriles… —Baldwinquiso pisotear el humo.

Owen lo arrastró hacia atrás.—Salvad vuestras botas. Corréis

más riesgo si el borde de vuestra túnicatoca el aceite encendido.

Simon se inclinó para recoger lalámpara vacía y la colocó sobre unbarril.

—¿Habéis encontrado lo quebuscabais, capitán? —preguntó con unavoz carente de toda emoción.

—Afirma que… —comenzóBaldwin.

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—Tengo dos de las piedras —dijoOwen.

—No es posible —dijo Simon—.Las saqué esta mañana.

—¿Qué es esto? —Baldwin aferróel brazo de su secretario—. ¿Qué sabéisde todo esto?

Simon se soltó de la mano delarcediano.

—Cynog vino a buscarme y no yo aél. Pero no lo rechacé. —Hablaba conOwen.

—¿De qué se trata? —Baldwin miróa uno y al otro—. ¿Qué habéis hecho,Simon? ¿Qué significan estas piedras?

—Sólo pido que me juzgue el obispo

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Houghton, no el arcediano Rokelyn.No eran las palabras de un hombre

que tenía la intención de huir. Owenpensó que había que correr el riesgo contal de tener un poco de aire fresco y luz.

—Subamos. Tenemos mucho quediscutir.

Despidieron al criado que estaba enla sala. A la luz, Owen vio los estragosque el día había dejado en la cara deSimon. Ojeroso, con la bocadesencajada, era un hombre que habíavisto la enormidad de lo que habíaayudado a poner en movimiento. Sesentó en un banco con la cabeza gacha.

Baldwin permaneció de pie cerca de

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él.—Hombre entrometido. Decidme.

Contádmelo todo.Owen se sentó en una silla.—¿Qué hicisteis con los mapas?—Quería entregárselos al obispo

Houghton. Tiene el poder suficiente paracapturar a Hywel y salvar nuestraciudad santa de la guerra civil.

—¿Qué son estos mapas? —quisosaber Baldwin.

—El camino hacia los campamentosde Hywel. Cynog talló marcas de mapassobre la base de piedras como éstas ylas colocó en el campo —dijo Owen.

—¿Y luego dibujó mapas sobre

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piedras para el padre Simon? —Baldwin no parecía creerlo.

Simon sacudió la cabeza.—Los mapas ya estaban sobre

piedras… fueron entregados a Cynog deesa manera. Lord Hywel debió de creerque se trataba de un ardid. Después deusarlas para colocar los marcadores,Cynog me las trajo, con el pretexto detrabajar en la cripta. Las ooculté en lapared hasta que pudiera entregarlas alobispo Houghton.

—Lord Hywel —murmuró Baldwin—. Empiezo a entender. Pero debisteisir a ver al arcediano Rokelyn.

Simon permaneció sentado en

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silencio, mirando hacia abajo, las manosflojas sobre su regazo.

—De esa manera, Cynog os dio losmedios para localizar a los partidariosde Owain Lawgoch —dijo Owen—. Yfue por eso, por su traición a Hywel, porlo que fue ejecutado. ¿Estoy en locierto?

—No debí aceptar —susurró Simon.Baldwin se hundió en una silla con

una mirada de horror.—¿Así es como pretendíais

protegernos de un derramamiento desangre?

—Cynog estaba furioso —dijoSimon—. Debí guiarlo hacia la oración,

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no al engaño.—Debisteis ocuparos de vuestros

asuntos —exclamó Baldwin.—Os lo ruego, dejad hablar a

Simon. Debemos oír la verdad de todoesto —dijo Owen al arcediano.

Baldwin apoyó la cabeza sobre susmanos.

—¿Qué enfureció tanto a Cynog? —preguntó Owen.

Simon levantó una mirada angustiadahacia Owen y sacudió la cabezalentamente, como si se preguntara cómohabía llegado hasta allí.

—¿Por qué me atormentáis conpreguntas? Ya conocéis la historia.

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—Contádmela.—Cynog amaba a Glynis. Ella le

dijo que admiraba a los hombres que seunían a la causa de Hywel. Para ganarsesu admiración, él se acercó a Hywel yse unió a sus hombres. Y después de untiempo, Glynis dejó de quererlo. Anteuna orden de Hywel, ella dirigió suatención hacia Piers el Marinero.

—¿Por qué él?La respiración de Simon era

entrecortada y agitada.—Piers se había jactado de que

formaría parte del ejército de Hywel. Suhermano Siencyn lo alentó; Piers no erael tipo de hombre que un capitán

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admitiría en su barco, ni siquiera suhermano. Usaba sus puños en lugar de suinteligencia.

—Y Piers ejecutó a Cynog —dijoOwen.

—Efectivamente. Me confesó que lohizo para probar que era digno de laconfianza de Hywel. Podría haberfuncionado, si no hubierais aparecidovos. La gente quería creer que se habíanpeleado por Glynis, que Cynog habíaquerido recuperarla.

—Un hombre no cuelga a un rival,padre.

Simon bajó la mirada hacia susmanos, en silencio.

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—¿Y qué hizo Cynog para ganarse laconfianza de Hywel? —preguntó Owen.

Simon inspiró profundamente.—No sé cómo se la ganó al

principio. Pero últimamente, Hywelsentía que Cynog se estaba alejando y leencomendó una nueva tarea: debíaaveriguar lo que pudiera sobre vos, parapoder tener algo que usar parapersuadiros de que os unierais a sucausa. Cynog lo lamentó. Tenía laintención de advertiros cuandoregresarais. —Levantó la mirada haciaOwen—. ¿Y cuál fue vuestra prueba,capitán? No me imagino que hayáislogrado ejecutar a los hermanos; al

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menos, no herido como estabais. ¿Quéhicisteis? ¿O acaso será mi ejecución laque confirmará vuestra postura hacia eseloco?

Baldwin levantó la cabezabruscamente.

Por Dios, ¿eso creía? Owencomenzó a protestar. Pero estabademasiado cerca de comprenderlo todo.No era el momento de tranquilizar aSimon.

—Hywel mandó ejecutar a Piersporque os lo había confesado todo, ¿noes verdad?

—Le cortaron la lengua. —Simon secubrió la cara con las manos.

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—Pero Piers debió de haber hechomucho más que eso —lo aguijoneóOwen.

El secretario no dijo nada.—Piers nombró a otros en San

David que trabajaron para Hywel —aventuró Owen.

—Sí —susurró Simon.—¿Por qué?Simon levantó la cabeza; su rostro

expresaba indefensión.—Le dije que el arcediano Baldwin

tenía la intención de instar a Rokelynpara que lo enviara a la prisión delobispo en Llawhaden, para ser juzgadocomo traidor al rey. A menos que nos

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ayudara.—Ya veo por qué el arcediano os

llamó entrometido.Simon no lo negó.—Piers creyó, todo el tiempo, que

Hywel lo iba a salvar. Pero la ayudanunca llegó.

Hombre tonto.—Piers no había comprendido que

iba a convertirse en mártir por la causagalesa.

Simon sacudió la cabeza.—Pero el capitán Siencyn se lo

imaginó. Y se lo explicó a Piers.—No le hizo un gran favor a su

hermano. De mártir a traidor, sólo

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aceleró la ejecución. ¿Acaso Siencyn noentendió que en la guerra los traidoresson ejecutados?

Simon miró a Owen como siestuviera loco.

—No estamos en guerra.—Vos no lo estáis. Hywel sí. ¿De

modo que el capitán Siencyn fueejecutado por convencer a su hermanode que traicionara a Hywel?

—Él también lo traicionó. Por él meenteré de gran parte de lo que sé. Inclusode algunos de los nombres. Al final, nohabía muchos. Así que ¿estáis aquí paraejecutarme?

—¡No os atreveríais! —tronó

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Baldwin.Owen se puso de pie.—Sé poco más de lo que he oído

aquí. No vine a ejecutaros. Sólo queríaresolver la muerte de Cynog y averiguarmás sobre Hywel.

—Me engañasteis —exclamó Simon,poniéndose de pie.

—En absoluto. Simplemente tardé encorregiros.

—¿Cómo podéis ser tan cruel?—¿Cómo? ¿Vos me lo preguntáis

eso a mí?—¿Ahora qué haréis? —preguntó

Baldwin a Owen.—Le diré al arcediano Rokelyn todo

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lo que acabo de averiguar.—¿Eso es todo? —dijo Baldwin—.

¿No queréis nada de él?—Sólo quería la verdad. Hay muy

poca en esta ciudad santa. —Owen seechó la bolsa, ya mucho más liviana,sobre el hombro—. Que Dios osacompañe, padre Simon, arcediano. —Atravesó la sala y salió por la puerta.

Afuera, el sol le acarició el rostro.Aunque debajo de la túnica tenía pegadala camisa ensangrentada, no se dirigió ala ciudad, sino a la puerta de SanPatricio. Nadie lo detuvo.

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Capítulo 21

Incertidumbrespreocupantes

Iris, algunas rosas tempranas, brotes deromero y lavanda. Lude los ató conhierbas largas y se los llevó a RogerMoreton. La señora Constance lanzó unaexclamación de asombro al ver el ramoy se apartó a un lado para permitir queLucie entrara.

—No me las llevaré hasta que elseñor haya visto el fruto de vuestro

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jardín —dijo el ama de llaves. Llamó aun criado y le ordenó que buscara aRoger—. Entrad en la sala, por favor.

—El señor Moreton fue muy amableal unirse a la búsqueda de mi tía Filipaayer por la tarde.

—El pobre hermano Michaeloestuvo aquí y me explicó cosasmaravillosas mientras esperaba. Es unhombre muy paciente.

—¿El hermano Michaelo?—Señora Constance —dijo Roger

desde la puerta. Su tono sonó aadvertencia para aquella mujer que noparecía recordar que no toda la ciudadnecesitaba conocer los detalles de la

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vida de su señor. De hecho, no tenía queconocer ciertos detalles.

La mujer hizo una reverencia yabandonó el cuarto.

—Señora Wilton. —Roger seinclinó ante Lucie.

Ella extendió las flores, y al hacerlose sintió un poco tonta por el gesto.

Pero Roger se mostró gentil comosiempre, alabó la belleza del ramo yaseguró a Lucie que no hacía faltarecompensa alguna.

—Jasper no necesitaba mi ayuda.—Me sentí mejor cuando supe que

no estaba solo —dijo Lucie—. Perosiento que llegarais tarde para recibir al

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hermano Michaelo.—Sentís curiosidad por eso.También sintió preocupación cuando

vio que la sonrisa de Roger sedesvanecía.

—¿Qué sucede?—¿Veis qué amigos somos? Nos

leemos la expresión en el rostro.Lucie imaginó a Jasper con ella,

oyendo eso.—No tenéis que contarme lo que

discutisteis. No quiero entrometerme.—Pero tenía que ver con vos. Su

eminencia, el arzobispo, quiere sabermás sobre Harold Galfrey. Me temo queno impresioné mucho a su secretario con

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mi confesión de que sabía muy pocoacerca del mayordomo. Tengo laintención de hablar de él con JohnGisburne.

Lucie rogó no haber sido tan tontapara confiar en Harold. No necesitabamás problemas.

—Os agradeceré que me transmitáislo que dice Gisburne. La Mujer del Ríotambién está inquieta por Harold.

Roger levantó las manos.—¿Por qué de repente todos

desconfían de él?—Yo no, Roger. Creo que Harold es

un excelente mayordomo. Magda sólotenía cosas buenas que decir sobre lo

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que él ha logrado. Pero el criado deGisburne, Colby, fue a Freythorpe a vera Harold. Preguntó por él por sunombre. Advirtió a Harold sobre el hijode Nan, Joseph. Le dijo que estaba porla región. ¿Para qué iba a enviar JohnGisburne a ese criado en particular conesa misión?

Estaba claro por la expresión deRoger que lo había sorprendido.

—Que Dios me perdone por decirlo,pero no es típico de John confiar aColby semejante cosa o, para el caso,ser tan considerado y enviar a alguienpor un asunto como éste. Averiguarétodo lo que pueda. Es lo menos que

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puedo hacer.Roger era un hombre muy bondadoso

y bienintencionado. Pero Lucieúltimamente se estaba dando cuenta deque su naturaleza confiada podíaponerse en su contra. Parecía unaextraña cualidad en un mercader deéxito.

* * * * *

John Thoresby cambió de postura en elasiento de piedra. Los huesos viejos nodeberían apoyarse sobre la piedra fría.Pronto estarían bajo la tierra fría. Él y

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Jehannes, arcediano de York, estabansentados en el jardín del palacio delarzobispo, cerca de la catedral.Thoresby había ordenado a sus criadosairear la gran casa. Estaba cansado dehacer de huésped en la casa de Jehannes,pero las reparaciones del techo enBishopthorpe continuaban. De modo quehabía transigido en abrir su casa en laciudad. El sol de aquella mañana erabastante cálido para calentar la cabezade Thoresby incluso a través de susombrero, pero el asiento de piedraconservaba el frío de la noche y el rocíomatinal. Más tarde se arrepentiría dehaberse sentado allí. Pero deseaba

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hablar con Jehannes lejos del hermanoMichaelo y, a la vez, estar cerca en casode que su secretario tuviera algunapregunta que hacer. Michaelo estabaocupado en el palacio supervisando alos criados.

El arzobispo no estaba de acuerdocon el arcediano Jehannes con respectoa qué hacer con la repentina pasión porla penitencia del hermano Michaelo.Jehannes creía que podría ser una señalde despertar espiritual y, por ello, debíaser alentado, o por lo menos no serdesalentado. Thoresby nunca habíatenido paciencia con la idea de queinfligirse latigazos era el camino hacia

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Dios. Y con Michaelo eraparticularmente cuestionable.

—Está muy cambiado, eminencia —argumentó Jehannes.

—No para mejor. El viaje aKingston-upon-Hull para investigarsobre Galfrey será bueno paraMichaelo.

—Ocuparse de esta casaseguramente también sería suficientedistracción. Enviarlo a otro viaje tanpronto es cruel, después de su regresode Gales.

—Viajó a Gales como peregrino.Esto le recordará que es unrepresentante del arzobispo de York y,

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como tal, tiene deberes que lo obligan acomportarse de un modo sensato.

—Debe alentarse en él semejantedevoción, señor. Es un monje.

—Por supuesto que lo es. Pero esonunca le molestó antes.

Thoresby vio que Jehannes luchabapor ocultar una sonrisa. Bien. Habíadistraído al hombre de su piadosaprotesta. Michaelo saldría al díasiguiente para la casa de Godwin enKingston-upon-Hull y eso era todo.

—¿Por qué os preocupa Galfrey? —preguntó Jehannes—. El mensaje de laseñora Wilton mencionaba que la casaestaba bien vigilada y que ya habían

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empezado a trabajar en las reparaciones.El hombre puede resultarosdesconocido, pero parece un buenmayordomo.

—Sólo quiero saber. Y Michaeloestá ocioso. Tres días, diría yo. Otropodría llegar cabalgando en uno yregresar el siguiente, pero él irá a unritmo tranquilo. Oídme bien. —Thoresby se puso de pie, puesto que sushuesos le exigían cambiar de postura—.Veamos cómo progresa el trabajo.

Era temprano por la tarde cuando elarzobispo por fin pudo sentarse en lasala del palacio y volver afamiliarizarse con la atmósfera de la

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casa. No era tan agradable comoBishopthorpe, pero tenía unagrandiosidad y un sentido del pasadoque siempre le habían gustado. Oyó queel hermano Michaelo explicaba el valordel trabajo cuidadoso a un criado que lohabía decepcionado. Quizá abrir elpalacio había sido suficiente para sacara Michaelo de su tontería. En aquelmomento, si Archer estuviera allí, lavida podría volver a ser agradable.Llegaría pronto, seguramente. Y debíaser pronto. El techo del palacio estabaen terribles condiciones. Alguien debíaacelerar el trabajo en Bishopthorpe yluego trasladar a los obreros a la otra

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casa.Thoresby estaba considerando la

capacidad de Michaelo para supervisaraquel trabajo cuando un criado anuncióa Roger Moreton. El nombre le erafamiliar. Sin embargo, el rostro no era…sólido. Estaba ruborizado y resultabaapuesto de un modo común. Usaba eluniforme del gremio de mercaderes.Riqueza, riqueza nueva. Pero ¿quién eraél para Thoresby? El arzobispo se pusode pie y ofreció su anillo para que lobesara.

El hombre cayó de rodillas y le besóel anillo. Uñas limpias, excelentehechura del sombrero de fieltro. Buenas

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botas.—Benedicte, señor Moreton. ¿Cómo

podemos ayudaros?—Eminencia. Quizá debería ver al

hermano Michaelo. Pero anoche me dijoque la preocupación de vuestraeminencia por la propiedad de la señoraWilton lo había llevado a haceraveriguaciones sobre Harold Galfrey.

Ah. Así que se trataba del vecinocon buenas intenciones.

—Me preocupo como padrino de losdos niños de la señora Wilton y elcapitán Archer. ¿Tenéis másinformación de la que ofrecisteisanoche?

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—Acabo de estar en casa de JohnGisburne, eminencia.

John Gisburne. Un rico mercader decarácter cuestionable que todavía teníaque ofrecer fondos para terminar lacatedral.

—¿Os prestó Gisburne alguna ayudapara mis averiguaciones? Tomadasiento, buen hombre. Me va a cogerdolor de cuello si tengo que seguirlevantando la cabeza para miraros.

Roger Moreton miró a su alrededor,escogió una cómoda silla e hizo unaseñal al criado que revoloteaba por allípara que la acercara. Thoresby loaprobó. Un hombre que conocía su

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valor. Quizá podría confiar en su juiciopara escoger a un mayordomo.

—Id a buscar un refresco —dijoThoresby al criado—. Y pedid alhermano Michaelo que venga. —Elarzobispo sentía curiosidad por elhombre que era tan amigo de la señoraWilton. Un viudo que vivía al lado deuna mujer guapa y rica de alta estima enla comunidad. Una mujer casada con unhombre de clase inferior a la de ella quese estaba demorando demasiado enGales. ¿Albergaba Roger Moretonesperanzas de que Archer, en efecto,hubiera abandonado a su familia, talcomo decían los rumores?—. Habéis

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demostrado ser un buen amigo para laseñora Wilton —dijo Thoresby.

Moreton hizo una mueca.—Es mi deber cristiano, eminencia.—¿Prestar vuestro carro, vuestro

caballo, vuestro mayordomo? Esoparece más que un deber cristiano aundesde la más amplia interpretación.

Thoresby apreció un rubor enMoreton, pero los ojos del comercianteno pestañearon. No era un hombretímido.

—La señora Wilton me prestómucha ayuda cuando mi esposa cayómortalmente enferma. —Permaneció ensilencio—. Por el momento, no necesito

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a mi mayordomo, eminencia. Pero es porél por quien he venido.

El hermano Michaelo entró en elcuarto. Thoresby le señaló una silla.

—Los criados traerán refrescos,eminencia, señor Moreton. Ellos… —Michaelo frunció los labios y meneólevemente la cabeza—. Perdonadme.Ahora no queréis hablar de eso.

—No por el momento —coincidióThoresby—. El señor Moreton viene avernos por una conversación que hamantenido con el señor Gisburnereferente a Harold Galfrey.

Michaelo se metió las manos en lasmangas y se echó atrás para escuchar. El

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arzobispo inclinó la cabeza haciaMoreton.

—Ahora, por favor, contadnos loque habéis averiguado sobre Galfrey.

El mercader se aclaró la garganta ydesvió la mirada hacia el suelo.

—Creo que el señor Gisburne abusóde nuestra amistad cuando me instó a vera Harold Galfrey. Al parecer, Harold esun primo lejano de Gisburne y queríaaprovechar esa relación cuando llegó aYork sin cartas de presentación, ya quese las habían robado.

—Dijisteis su primo, al parecer —notó Thoresby—. Se es o no se es.

—Escogí la palabra adrede,

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eminencia. De hecho, Gisburne nuncahabía visto a ese primo antes y Haroldno conocía a nadie en la ciudad, demodo que Gisburne le creyó.

Al arzobispo no le gustaba lo queoía.

—¿Escribió a sus parientes paraverificar las afirmaciones del hombre?

—No, no lo hizo, eminencia. Perome dijo que si hubiera tenido algúnmotivo para dudar de ellas, les habríaescrito. Cuando mencioné la visita deColby a Freythorpe Hadden…

El hermano Michaelo se incorporó.—¿Qué visita?Al parecer, Michaelo conocía ese

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nombre, Colby. Moreton explicó lavisita y concluyó con una informacióninteresante: el señor Gisburne se habíasorprendido al enterarse del incidente.

El señor Moreton se había enteradode lo mucho que no sabía. Thoresbypensó que los dos criados de pocaconfianza eran interesantes.

—Debemos escribir otra carta algobernador antes de vuestra partida —dijo Thoresby al hermano Michaelo.

—¿Dejaréis York tan pronto? —preguntó agradablemente Moreton.

—Mañana cabalgará hasta Kingston-upon-Hull, a la casa donde sirvió porúltima vez Harold Galfrey —contestó el

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arzobispo, que no deseaba que Michaeloexteriorizara sus sentimientos en aquelmomento en particular.

Moreton parecía interesado.—¿Os dirigís hacia la casa de los

Godwin?Michaelo asintió.—¿Podría acompañaros?—¿Por qué querríais hacerlo? —

preguntó Michaelo. Últimamente sehabía vuelto un hombre muy cauteloso.Thoresby aprobó ese cambio.

—Debí haber investigado lanaturaleza del hombre antes derecomendarlo a la señora Wilton.

—Pero no lo hicisteis —dijo el

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arzobispo.Moreton se ruborizó. El hombre no

merecía ninguna delicadeza.—Deseo reparar las cosas de alguna

manera.Al parecer, Michaelo sintió pena por

Moreton.—Me agradará tener un

acompañante —dijo con amabilidad—.Es un viaje largo para hacerlo sólo conun criado.

La discusión se había vuelto pesada.Thoresby deseaba retirarse a su salaprivada a considerar lo que podría hacerpara mejorar el palacio, no buscaracompañantes para su secretario. Los

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dos hombres también se pusieron de pie.—Si podéis salir mañana, no me

opongo a que acompañéis a misecretario. Os dejaré para que hagáis losarreglos necesarios. Os agradezcovuestra información, señor Moreton, yespero tener más novedades a vuestroregreso. —Thoresby se inclinó y salióde la sala.

* * * * *

Después de que Kate acostara aGwenllian y a Hugh, Lucie, Jasper yFilipa se sentaron alrededor de una

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pequeña mesa en la cocina, cerca delfuego. Aunque el día había sido cálido,la tarde se había vuelto fría. Jasperestaba desplomado sobre la mesa,tratando de arrancar una astilla de laesquina. El pelo le caía sobre los ojos.Lucie conocía la causa de su expresión.Al regresar de su entrevista conThoresby, Roger Moreton les habíaofrecido su carro con el burro para elviaje a Freythorpe, pero les pidió queesperaran hasta que regresara con másinformación sobre Harold Galfrey.

—Ten paciencia, Jasper. Irás aFreythorpe —dijo Lucie—. No es elcarro del señor Moreton lo que

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esperamos. Deseo saber más sobreHarold Galfrey para poder aconsejarte.

Jasper no dijo nada. Ya habíaexpresado su convicción de que Lucie yRoger encontrarían razones paramantenerlo en York. Nadie loconsideraba lo bastante hombre parahacer el viaje. También Filipa estabacabizbaja. Deseaba acompañar a Jaspera Freythorpe. Lucie se había negado confirmeza. Era una petición que no podíaconcederle.

—Pero podrías ayudarnoscontándonos todo lo que sepas sobre elpergamino —dijo Lucie—. Cualquiercosa que recuerdes sobre las

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actividades de tu esposo en aquelmomento, cualquier cosa de aquellaépoca.

Filipa había estado mejor y máscoherente los últimos días. Lucieesperaba que se hubiera recuperado dela impresión del ataque a su casa yvolviera a ser ella misma.

—Por momentos, el pasado meresulta más claro que el presente —dijoFilipa—. Pero he tratado de olvidar aDouglas Sutton.

Fue Jasper quien volvió a sacar eltema a colación.

—¿Por qué quieres olvidar a tuesposo? —preguntó Jasper—. ¿Tan

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malo era?—No, muchacho, fue tan buen

esposo como pudo. Y yo lo amaba. Y ami bebé, mi Jeremy. —Las lágrimascayeron sobre las manos huesudas yarrugadas de Filipa.

Jeremy fue el primo de Lucie, aquien nunca conoció. Había muerto antesde que ella naciera.

Jasper cubrió una mano de Filipacon la suya.

—Tengo algunas ideas sobre dóndepodrías haber escondido el pergamino.

Levantando la vista con expectación,Filipa se secó los ojos con la manolibre.

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—Di meló. Tal vez me ayuden arecordar.

—Una temporada estuvo escondidodetrás del tapiz que trajiste de tu casa,así que quizá lo trasladaste a otro.

Filipa sacudió la cabeza.—Aun entonces, me preocupaba la

humedad y que alguien lo desgarrara. Nolo habría puesto en un lugar semejante.

—¿Detrás del respaldo de una silla?La anciana rió.—Muchacho listo. Yo no lo soy

tanto.Lucie se alejó de puntillas para ver

si Kate necesitaba ayuda. Cuandovolvió, Filipa estaba hablando de los

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ataques de los escoceses a Yorkshiretres años después de su boda. Jasperestaba hipnotizado, sin duda imaginandoque luchaba contra el rey de Escocia.

—La destrucción fue tan horribleque muchos señores con tierras en elnorte y muchas ciudades pagaron al reypara que se fuera o para que no seapoderara de sus tierras —dijo Filipa—. No recuerdo qué señores ni quéciudades. Nosotros no teníamos tantodinero. Los Sutton tenían tierras, perohabían pasado por épocas difíciles. Yoestaba en casa, temerosa por mi familia;estuve encinta durante aquella primaveray aquel verano terribles. Los rumores

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me aterraban. Douglas pasaba muchotiempo lejos.

—¿Luchando? —preguntó Jasper.—Había peleado con las fuerzas del

arzobispo Melton en Myton-on-Swale.Fue una masacre. Nuestros hombres noestaban entrenados como soldados. Lamayoría de ellos pertenecía al clero.Los escoceses hicieron lo que quisieroncon ellos y los masacraron. PeroDouglas sobrevivió. Yo curé susheridas. Y luego nos casamos.

—¿Te casaste con él porque habíasido valiente? —preguntó Jasper.

—Mi padre lo permitió porquehabía sido valiente —dijo Filipa—.

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Antes de la batalla me habían prohibidoseguir viendo a Douglas. A mi hermanoRobert nunca le había gustado, y a mipadre tampoco.

Lucie nunca conoció a su abuelo. Sereclinó en su asiento para oír el resto.Pero los ojos de Filipa estaban lejos.Jasper envió a Lucie una miradainterrogativa. Ella asintió y le hizo ungesto para que volviera a intentarlo.

—Tía Filipa, ¿volvió a lucharDouglas Sutton después de que oscasarais? —dijo.

Ella negó con la cabeza al tiempoque volvía la mirada al presente.

—No lo sé, muchacho.

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—Pero dijiste que pasaba muchotiempo lejos.

—Por negocios.—¿Y el pergamino?—Después de ausentarse durante

días, a veces semanas, regresabacansado y silencioso. Pero nunca tantocomo el día en que trajo el pergamino.Volvió mucho antes de lo que yoesperaba. Dijo que era porque estabapreocupado por mí, estaba a punto dedar a luz y había perdido a nuestros dosprimeros bebés. Me pidió que lo cosieraen la parte trasera de un tapiz que habíasido de su madre. Yo no quería hacerlo,pero él dijo que era un buen sitio para

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ocultar cosas de los invasores. De modoque lo cosí, dejando un espacio abiertoen la parte superior. Terminé justamenteantes que naciera nuestro bebé. Lobautizamos Jeremy, por el vecino queera su padrino. Un día, mientras estabacon el pequeño Jeremy, oí que alguienllegaba a casa y discutía con Douglas.—Filipa se levantó de su silla, buscandosu bastón a tientas. Jasper se puso de piey se lo dio. Ella miró a su alrededor, alparecer confundida—. Mi arcón.¿Dónde está mi arcón?

—Arriba, en el dormitorio, tía —dijo Lucie—. ¿Quieres que Jasper lovaya a buscar?

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Filipa se apoyó sobre el bastón conla mano derecha y se llevó la izquierdaa los ojos. Sacudió la cabeza.

—No —susurró—. Quemé la ropahace mucho tiempo. No sé por qué penséen eso.

—¿Te gustaría tomar algo paracalmarte? —preguntó Lucie, rodeandocon un brazo a Filipa, que temblaba—.Regresa junto al fuego.

Filipa meneó la cabeza y se soltó deLucie.

—Cuando sepas lo que hice, no mevas a perdonar.

Jasper acercó a la chimenea unasilla más cómoda que el banco que

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había junto a la mesa.—Siéntate aquí, tía. Cuéntanos.

Debemos saber todo si deseamosproteger a la gente de Freythorpe ahora.

—Tienes razón, muchacho. Madredel cielo, todos sufrís por mi pecado.Había olvidado tanto… pero esehombre… al verlo…

—¿Quién? —preguntó Lucie.Filipa no pareció oír la pregunta de

Lucie mientras dejaba que Jasper laacompañara hasta la silla. O quizáestaba perdida en sus recuerdos.

—Los ruidos provenientes del otrocuarto me aterraron. Jeremy comenzó allorar. Le di de mamar… oh, muchas

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veces pensé que mi temor cortó la lechey eso mató a mi pequeño. O la culpa desu padre. —Inspiró profundamente—.Más tarde, Douglas vino a verme. Sehabía cambiado de ropa. Le preguntépor qué se había cambiado en medio deldía. Estaba pálido, callado; se sentójunto a mí, tomó la pequeña mano deJeremy en la suya y le besó la frente.Algo iba mal, yo lo sabía. Pero élpermaneció sentado allí, con la cabezagacha. A la mañana siguiente, salí de lacama muy temprano y encontré aDouglas afuera, junto al granero,enterrando su ropa, creí. Quédesperdicio de ropa buena. Me acerqué.

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Era un cuerpo. —Filipa levantó losojos, oscurecidos por los recuerdos—.Dijo que el hombre ya estabamortalmente herido. Era su socio, HenryGisburne, dijo. Habían sido atacados yDouglas lo había abandonado pensandoque estaba muerto. No sabía que Henrypodría haberse salvado. Y luego,después de recorrer todo el caminohasta nuestra casa, Henry había muerto.

Lucie y Jasper se santiguaron.—John Gisburne dijo que su padre y

mi tío habían sido amigos —dijo Lucie.Filipa no estaba escuchando.—«Ve a buscar al sacerdote», dije

yo. Pero Douglas dijo que no iban a

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creer que no había matado a Henry. «¿Ysu familia?», pregunté. Douglas dijo queHenry no tenía a nadie. A nadie, dijo.De modo que yo… regresé a la cama.Unos días más tarde, me dijo quecosiera la abertura del tapiz. Sentí quehabía algo allí. Me hizo jurar que nuncahablaría de ello hasta que él lo hiciera.Rompí el juramento una vez. Tuve unsueño y le supliqué que me dijera quéhabía en el tapiz. «Una carta que seránuestra salvación —dijo—. Cuandollegue el momento apropiado, alguien vaa pagar mucho por ella. Henry estabaseguro de eso.» Douglas murió pocodespués, de una fiebre. Y Jeremy,

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también.Nadie habló durante un largo rato.

Lucie estudió el rostro desolado de sutía y se preguntó cómo había vividotanto tiempo sin hablar de aquello.¿Cómo pudo estar con Douglas Suttonnoche tras noche, día tras día, y nopreguntarle qué había sucedido?

—¿Y el arcón de tu dormitorio enFreythorpe? —preguntó Jasper.

Filipa lo miró, confundida.—El pergamino. ¿Es posible que lo

hayas escondido en el arcón?—Douglas escondió su ropa

ensangrentada allí, no el pergamino. ¿Nome odias, muchacho?

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—Tal vez tu marido no hizo nadamalo —dijo Jasper—. El pergaminopodría demostrar que fue inocente.

—¿Y la familia de Henry? —preguntó Lucie—. ¿Fueron a verte?¿Crees que conocían la existencia delpergamino?

—Douglas me dijo que habíanescondido el pergamino en nuestra casaporque Henry había pescado a su esposamirándolo. —Filipa inclinó la cabeza—.Había tantos hombres que iban a peleary nunca regresaban… —Se apretó lospárpados con los dedos—. Vi a laseñora Gisburne una vez. —Su voz sehabía convertido en un murmullo—. No

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dije nada. Que Dios me perdone.Ése era el pecado que quemaba a

Filipa. Sin embargo, ¿no había sido laculpa de su esposo?

—¿Por qué Douglas Sutton se limitóa enterrar a su amigo? El sacerdotesabría que muchos se arrastraban hastasus casas para morir. —Lucie recordólos temores de Filipa sobre los hombresque habían estado observando su casa—. ¿Crees que la familia de HenryGisburne era la que estaba observandola casa, tía Filipa?

—Los hijos de Henry. Me enteré deque tenía hijos. Yo también tenía uno.Pero como tu Martin, murió antes de

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caminar. —La voz de Filipa cayó en eltono bajo de su confusión.

—Vete a la cama, Jasper —dijoLucie—. Volveremos a intentarlomañana.

Cansada, ayudó a Filipa a acostarse.Lucie permaneció sentada junto a la

ventana de su cuarto hasta muy entradala noche. Se preguntaba por su tío y porlos Gisburne. ¿Se habrían enterado deque Henry había muerto en casa deDouglas Sutton? Cuánto mejor habríasido para todos si su tío hubiera enviadoel cuerpo de Henry a su familia. Amenos, por supuesto, que lo hubieraasesinado. Pero ¿por qué habría de

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hacerlo? Quizá Jasper tenía razón. Elpergamino podría contener la clave detodo aquello.

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Capítulo 22

DesdichaOwen se sintió muy agradecido con elarzobispo Thoresby por el barco y porsu pasaje a casa. Pero no pudo dormir laprimera noche que pasó a bordo. Nuncapodía hacerlo. Otros hombres seasomaban por la borda, desdichados, odormían como bebés en sus cunas. Owenno entendía a estos últimos. El hedor aalquitrán, los crujidos, el movimiento,las olas que los mojaban y el saber quedebajo de él había una enorme

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profundidad llena de monstruos marinosy hombres muertos eran cosas que no lepermitían dormir.

Sus pensamientos vagaron hasta SanDavid el día del entierro de sir Robert,la catedral en cuyas naves reverberabanlos sonidos, el cuerpo amortajado de susuegro, el aroma mezclado dedescomposición y lavanda, romero eincienso secos, un regalo del obispoHoughton, el sonido solitario y aterradorde la piedra que se cerraba sobre elcadáver de sir Robert. Owen sepreguntó si Dios permitía a los benditosmirar sobre la tierra, si sabían que porfin todo estaba acabado cuando

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observan su entierro.Fray Hewald se le acercó.—¿Echáis de menos a vuestro

amigo?Owen sacudió la cabeza.—Pensaba en la tumba de sir

Robert. Ojalá mi esposa pudiera verla.—Entonces os dejaré con vuestros

recuerdos.En realidad, Owen debía de echar

de menos a Iolo, que había decididounirse a las fuerzas de Hywel. A pesarde la crueldad de aquel hombre.

—¿Nos ha ido mejor bajo losingleses? —había preguntado Iolo.

—A ti sí, Iolo.

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—Sí. Últimamente. Pero sabéis queno es así para todos.

—Hywel no es la respuesta.—Es lo que tenemos. ¿No se lo

diréis a nadie?Owen debería hacerlo. Debería

advertir tanto al duque de Lancaster, acuyo personal Iolo había observado tande cerca recientemente, como al obispoHoughton, que había enviado a Iolo aver al duque.

Pero Owen no traicionaría al jovenque le había protegido las espaldas. Noeran tan diferentes. Si Hywel hubierasido un caballero cristiano, y Owen sehubiera sentido confiado en que iba a

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mejorar la situación de los galeses, enaquel momento el fraile estaríaregresando a Inglaterra sólo con loshombres prestados por el duque, Tom,Sam, Edmund y Jared.

Cuando Owen dejó la casa delarcediano Baldwin, su ira lo empujó acaminar por la costa sin hacer caso desu dolor. Maldijo al clérigo entrometidoy ambicioso; maldijo a Hywel, quehabía desvirtuado una causa justa, queliberaría al pueblo de Gales y luegoterminaría esclavizándose él mismo. Noera mejor que el rey Eduardo para lagente de aquella tierra. ¿Cómo podíaOwain Lawgoch haber elegido a

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semejante comandante?Martin Wirthir lo encontró; apareció

de la nada, como de costumbre. Y Owenhabía tenido esperanzas, en el momentoentre verlo y hacerle la pregunta, de queMartin redimiría el sueño.

—¿Lawgoch escogió a Hywel?—Sí, amigo. No es un dios, sólo es

un príncipe terrenal.Martin le ofreció alimento y un techo

durante dos días, mientras Owen sesumía en una profunda fiebre. Luego, alamanecer del tercer día, lo llevó a lapuerta de San Patricio.

Fray Hewald y los hombres deOwen estaban frenéticos y desesperados

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por alejarlo de allí antes de que elpeligro fuera a bbuscarlo, pero Oweninsistió en quedarse hasta el entierro desir Robert. Ranulf de Hutton tambiénestuvo allí, llorando por el amigo quehabía comenzado el trabajo delsepulcro.

En aquel momento, allí sentado,mirando aquella horrible profundidad,volvió a sentir ira, esta vez hacia símismo. Casi había cometido el mismoerror que Cynog. O Glynis, quizá.Hywel le había parecido un comandanteduro, pero que luchaba por una causadivina. Qué fácil había sido no tener encuenta lo que despreciaba en Hywel y

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anteponer un propósito superior.Cargaba con una culpa que debía

ocultar a Lucie. Ella nunca debíasaberlo. No lo entendería. De todo loque había sucedido durante el viaje,aquélla era la cuestión, el puntodecisivo que, más que nunca, necesitabaconfiarle. Pero no podía hacerlo. No leinfligiría ese dolor, no sembraría laduda en su amor. Pues la amaba. Y a sushijos. Había estado muy tentado portener una oportunidad de luchar por supropio pueblo después de todosaquellos años de luchar por el reyEduardo. Pero Dios lo había salvado desí mismo. Deo gratias.

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Capítulo 23

No son lo que parecenLos gansos chillaban en el patio deFreythorpe Hadden, perseguidos porWalter, el hijo pequeño del guarda. Lacasa de éste estaba en silencio ese día,los hombres habían salido a cortarmadera. Tildy alejó su taburete del sol.Era más fácil zurcir a media luz, dondeno tenía que bizquear.

—Se está bien aquí afuera —dijoDaimon—. Gracias por el trabajo que tehas tomado.

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—¿Y quién lo merece más que tú?—Tildy dejó su trabajo y sonrió aDaimon. Esperaba que el sol loreviviera. No le gustaba su palidez, lassombras bajo sus ojos. Tenía motivospara mostrar aquel aspecto, después depasar todo aquel tiempo encerrado en lacasa. Había insistido en atravesar elsalón caminando y salir a sentarse, perodos criados lo acompañaron y él lesagradeció su ayuda cuando tropezó.Tildy había colocado una silla derespaldo alto, un taburete para queapoyara los pies, una manta y algunosalmohadones. Una vez instalado, parecíamás alegre de estar afuera.

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—Un hombre no debe permanecerocioso frente al fuego —dijo Daimon.

Se quedaron un rato en un afablesilencio, hasta que Hoge, el jardinero,apareció. Se quitó el sombreromanchado de sudor e inclinó la cabezahacia Daimon y Tildy.

—Señor. Señora. —Tenía el pelooscuro pegado a la cabeza aquel díacálido, y el rostro marcado por el sol.No miró a los ojos ni a Tildy ni aDaimon, sino al suelo—. Se lo diría alseñor Galfrey si estuviera por aquí, perocomo no está, os lo diré a vosotros. Sino estáis conformes con mi trabajo en eljardín, deberíais quejaros antes de

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ordenar a otros que hagan mi labor a misespaldas. —Retorció el sombrero conlas manos manchadas de verde y marrónpor su trabajo.

Tildy se dio cuenta de que estabamuy angustiado por tener que decirlestodo aquello.

—Estoy satisfecha con tu trabajo,Hoge —dijo—. No sé nada de otros quetrabajen a tus espaldas. ¿A qué viene esaqueja?

—El laberinto, señora. Toda latierra está removida. No sé por quéquerríais que hiciera semejante cosa yllenara de lodo los senderos, pero sóloteníais que pedirlo.

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—¿Los senderos, removidos? —murmuró Daimon—. ¿Qué tontería esésta? Te lo ruego, ve con él, Matilda, aver qué ha pasado.

Hoge se volvió y con su pasocaracterístico, que se debía a que teníaun pie deforme, condujo a Tildy hasta ellaberinto, donde, en efecto, alguienhabía levantado la tierra de lossenderos. La grava estaba mezclada conla arena.

—No lo entiendo —dijo Tildy—.¿Por qué alguien habría de hacer esto?

—Yo me pregunto lo mismo, señora.¿Qué sabe el señor Galfrey del jardín?

—¿Sabes si fue él quien ordenó

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esto?—No. Pero ¿qué otro? Vos sois más

sensata, igual que el señor Daimon. —Hoge meneó la cabeza al contemplar eldesorden.

Tildy estaba complacida con suspalabras, pero turbada por su segundasorpresa de aquel día. No se le ocurríaninguna razón por la que Harold pudieraordenar aquello. Estaba demasiadoocupado con la reconstrucción de lacasa del guarda.

—Supongo que podrías apisonarlabien y luego agregar más grava.

—Sí, eso es lo que haré, con todaseguridad, señora.

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Pero ¿por qué alguien habría hechoaquello?

—¿Está todo igual hasta el corazóndel laberinto, Hoge?

—Sí, y la tierra está removidaincluso debajo de los bancos. Pero elsendero del otro lado no está tanestropeado.

¿Acaso alguien había estadocavando, no removiendo? Tildy noquería dar ideas al hombre.

—¿Podrías guiarme a través dellaberinto para verlo? —Había estado enel laberinto muchas veces el veranoanterior, con Gwenllian y Hugh. Pensóque notaría si algo estaba cambiado,

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pero seguramente Hoge también lohabría notado de inmediato—.Muéstrame todo lo que está fuera delugar.

—Está enlodado, señora. ¿Estáissegura de querer entrar?

—Sí.Entró con cuidado y pronto se

arrepintió de su idea. Pero ¿de qué otramanera podría describir aquello conclaridad a Alfred y a Gilbert? Habíansalido todo el día a buscar al techadorque según Daimon podía tener algo encontra de los D’Arby. Los huecos noparecían ser muy profundos, aunque enalgunos lugares el suelo estaba muy

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removido y dejaba a la vista variosniveles de tierra y grava. En el centro,donde cuatro bancos de piedraflanqueaban un área con losas bastantecubierta con tomillo, una de las losashabía sido levantada y vuelta a colocaren su sitio.

—Menuda chapuza —dijo Hoge,sacudiendo la cabeza con tristeza.

—¿Puedes colocarla de formaadecuada? —preguntó Tildy.

—Puedo hacerlo, si eso oscomplace.

—Me complacería, Hoge. —Tildymiró alrededor y no vio nada más fuerade lugar aparte de la tierra removida—.

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Cuánto trabajo inútil.—Quizá alguien se ha burlado de mí

—dijo Hoge.—¿Por qué?Él giró la cabeza y desvió la mirada.

Tildy estaba desconcertada, pero nohizo más preguntas.

—Gracias por enseñarme esto,Hoge. Por favor, arréglalo cuandotengas tiempo. Le diré al mayordomoque te preste un buen trabajador paraque te ayude.

—Gracias, señora.Tildy volvió junto a Daimon

deseando que no estuviera tan frágil. Legustaría confiar en él, pero no quería

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preocuparlo.No podía relacionar aquel incidente

con lo que había presenciado por lamañana. Se había cruzado con Nan, quellevaba un cesto de comida. Al ver aTildy, la cocinera rápidamente habíacubierto el contenido y le había dichoque llevaba comida a Walter, el guarda,y su familia, que se habían mudado a lacabaña el día anterior. Tildy se enteródespués de que la familia de Walter aúnno se había trasladado.

Se preguntó si estaría por allí el hijode Nan.

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* * * * *

Más tarde, después de ayudar a Daimona entrar, Tildy se fue a los establos paraver si Alfred y Gilbert habían vuelto yhablar con ellos. Desafortunadamente,Harold entró mientras hablaban. Alfredy Gilbert asentían mientras Tildydescribía el jardín con la tierra delsendero removida. Harold meneó lacabeza.

—Un misterio, el del sendero deljardín —dijo Gilbert.

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—Una sorprendente travesura —concordó Harold—. Haré que doshombres vigilen las dos entradas estanoche. Si el hecho no está terminado,podríamos atrapar al culpable.

—¿Y el hijo de Nan, Joseph? —preguntó Tildy—. ¿Alguien lo ha visto?

—¿Habéis preguntado a Nan por él?—preguntó Harold.

—Quizá ella no quiera que losepamos —dijo Tildy.

Harold hizo una mueca.—Ella es demasiado para vos.Alfred y Gilbert sonrieron.Tildy se preguntó si debía confiar en

ellos. Parecían demasiado amigables

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con Harold.—Sé que tiene mal humor, pero

¿quién podría reemplazarla? —dijoHarold.

«Yo podría, y reinaría la paz»,pensó Tildy.

—Gracias por poner una guardiaesta noche —dijo a Harold. Luego,volviéndose hacia Gilbert y Alfred,preguntó—: ¿Qué hay de Jenkyn, eltechador?

Gilbert estiró las piernas y bostezóal tiempo que Alfred dijo:

—Lo encontramos con muchafacilidad. Está trabajando en un techocerca de aquí. Parece un tipo cortés.

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—¿Que Jenkyn es un tipo cortés? —preguntó Tildy—. Eso no es lo quealgunas de las criadas me han dicho.

Alfred se encogió de hombros.Tildy se volvió hacia Harold.—¿Hablaréis con Jenkyn?Harold últimamente tenía dos

maneras de reaccionar con Tildy. O bienfruncía el entrecejo como si ella hubieradicho algo muy irritante o bien se reía.Aquella vez arrugó el ceño.

—¿Y por qué tendría que hacer eso?Seguramente está demasiado cansadodespués de un día de trabajo como paravenirse a cavar en el laberinto. —Luegohizo una mueca burlona.

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La mano derecha de Tildy le ardíade las ganas que tenía de darle unabofetada.

Alfred y Gilbert también sonrieron.

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Capítulo 24

GloucesterCuando el grupo llegó a la casa dehuéspedes de la abadía benedictina deSan Pedro, en Gloucester, el monjehospitalario entregó una carta a Owen.Llevaba el sello de John Thoresby,arzobispo de York.

—¿Está todavía aquí el mensajero?—Partió para Gales a la mañana

siguiente —dijo el monje—. Eso fuehace dos días.

Dos días. Thoresby no enviaría un

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segundo mensaje a menos que algohubiera salido mal. ¿Era posible que losregidores o el gremio hubieran hechocaso a la queja de Alice Baker? Owenhizo una seña a los otros hombres y a loscriados que llevaban sus pertenencias.Buscaría su cuarto cuando hubiera leídola carta de Thoresby.

—Deus juva me —susurró al leer.La propiedad de Filipa había sido

atacada y Lucie estaba allí, en medio detodo. Gracias a Dios que Thoresby iba aenviar a Alfred y a Gilbert. Ladestrucción de la casa del guarda era loque más preocupaba a Owen… laviolencia, el peligro. El nuevo

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mayordomo de Roger Moreton habíaacompañado al grupo para ofrecerleprotección.

—Bien hecho —murmuró Owen.—¿Qué sucede? —preguntó fray

Hewald.Owen no se había percatado de la

presencia del fraile junto a él.—Debemos partir de inmediato para

York. Buscad al enfermero para que mecambie el vendaje.

—Debéis descansar esta noche. A sueminencia no le gustará que os privéisdel sueño.

—No me importa lo que le guste a sueminencia. ¡Buscad al enfermero!

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Capítulo 25

ViajesMelisenda despertó a Lucie antes delamanecer; se desplomó junto a ella y lausó de apoyo mientras se limpiaba losrestos de la cacería matutina. Elmovimiento rítmico acunó a Lucie, quevolvió a adormecerse. Harold ya noestaba detrás de sus ojos cerrados. Unalástima. Sus hombros calentados por elsol… Lucie abrió los ojos, pensativapor la vivida sensualidad del recuerdo.Pero en el sueño ella le había temido,

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había temido lo que él era.¿Y si Tildy tenía razón al desconfiar

de Harold? ¿Y si los Gisburne teníanconocimiento del pergamino? ¿Habíanenviado a Harold a Freythorpe paravengarse? Pero Gisburne habíarecomendado a Harold a RogerMoreton, no a Lucie.

Esperaba que Roger regresaraaquella mañana. Estaba deseandodespertar a Filipa y tratar de averiguarmás. Pero arrancarla de su sueño noayudaría a su tía a recuperar la memoria.

Lucie se levantó, lo cual irritó aMelisenda, que acababa de acurrucarsejunto a ella. Unas cuantas caricias

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amables y palabras suaves calmaron a lagata. Melisenda se levantó, se estiró,buscó las piernas de Filipa y se instalópara dormir otra siesta.

Esperando encontrar consuelo en lascartas de Owen, Lucie cogió la cajadonde guardaba su correspondencia y lallevó a un banco junto a una pequeñaventana. Extrajo las cartas que le habíaenviado desde Gales, abrió los postigoslo suficiente para poder ver perotratando de que Filipa no recibiera luzen los ojos, luego se puso los piesdebajo del cuerpo y desplegó la primeracarta; quería calmarse imaginándose lavoz de Owen.

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Las cartas no tuvieron el efectodeseado. Mientras leía la tercera, aLucie le costó concentrar la mente en laspalabras. Los rumores no parecían tanpoco razonables aquella mañana. Luciepodía creer perfectamente que Oweneligiera luchar por sus ex compatriotas.Al fin y al cabo, ¿qué sabe realmenteuna mujer de su esposo?

Habían pasado más de cuatro mesesdesde la partida de Owen. Algunasnoches antes, Gwenllian se habíadespertado llorando y preguntando porsu padre. ¿Acaso Owen soñaría conellos? ¿Se preguntaría por ellos? ¿Enqué pensaba mientras cabalgaba junto a

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sus hombres?Lucie supuso que no era la única

esposa que se paseaba por el cuartopreguntándose por su esposo. CecilyGra había dado a luz a una niñaconcebida antes de que su esposopartiera hacia Bruselas. La niña nació ymurió sin que su padre llegara aconocerla. Las esposas de otrosmercaderes sufrían de la misma manera.Algunas tenían amantes.

Lo cual recordó a Lucie lo que habíasoñado. Si llegaban a ser amantes,¿sería discreto Harold? ¿Podría confiaren él? Preguntas inútiles. En realidad,por muy provocador que fuera Harold,

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Lucie no ardía por él como lo habíahecho por Owen cuando se acostaronpor primera vez. Cerró los ojos, pensóen el olor de su esposo. Por Dios, cómolo amaba, aunque lo odiara por aquellalarga ausencia.

¿Y si no regresaba? El estómago lequemaba al pensarlo, igual que sus ojos.«Madre del cielo, no permitas que meolvide.»

«Basta.» Lucie se vistió y bajó a lacocina, donde encontró a Kate yaavivando el fuego. Comió pan y queso,se tomó una jarra de cerveza y se dirigióa la botica bajo el frío matinal. Eltrabajo la calentaba, la cansaba. Había

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dos clientes y Jasper todavía no habíaaparecido. Lucie oyó a Gwenllianchillar y reír en el jardín. Salió deltaller y llamó a Kate, que llegócorriendo, con su cofia volando en labrisa.

—¿Has visto a Jasper esta mañana?—No, señora —dijo Kate jadeando

—. Pensé que se había ido temprano a latienda. No estaba en el cuarto cuando fuia buscar a los niños.

¿Se habría ido a Freythorpe?¿Habría sido capaz?

—Tráeme a los niños. Yo loscuidaré mientras vas a casa de losMerchet y de Roger Moreton. Pregunta

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si han visto a Jasper.—Pero el señor Moreton…—Está de viaje, sí, pero su ama de

llaves estará allí. ¡Ve!—Sí, señora.«Cálmate. Kate regresará sin

noticias y más tarde Jasper aparecerá,explicando que se ha ido a la abadía deSanta María.» ¿Y si se había ido aFreythorpe? Quizá las sospechas detodos eran infundadas. Pero el corazónde Lucie no lo creía.

Hugh y Gwenllian querían quedarsemás tiempo en el taller, donde habíagrandes cántaros de piedra, cestos ybolsas de hierbas secas, piedras y otras

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cosas más exóticas en estantes bajos a lolargo de una pared. Lucie los envió a latienda.

Pero Kate regresó demasiadopronto, haciendo muchas muecas.

«Dios santo, ¿qué debo hacer?»—¡Cogió un caballo de los establos

de los Merchet, señora! —dijo Kate—.El mozo creyó que vos lo habíaisenviado a Freythorpe.

«Madre santa, protégelo.»Lucie levantó a Hugh y lo abrazó con

fuerza. ¿Cómo podría ayudar a Jasper enaquel momento?

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* * * * *

Después de que Kate se marchara conlos niños, Lucie se puso a recorrer latienda, pensativa. Bess fue a disculparsepor la parte de culpa que tenía su mozoen la desaparición de Jasper.

—En otras circunstancias no mehubiera importado que el muchachosaliera solo a caballo —dijo Bess—.Pero con tantos maleantes en loscaminos, y después de semejante ataquesalvaje a Freythorpe, no estaré en paz

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hasta que regrese.—Es peor que eso, Bess. —Lucie la

empujó dentro del taller y le dijo lo quepensaba.

—Cielo santo. Enviaré a un criadocon un mensaje a los asistentes delarzobispo. Deben ir tras el muchacho.

—Son los hombres del arzobispo.No puedo ordenarles que me ayuden. —Lucie se rodeó el cuerpo con los brazosy luchó para dominar la histeria.

—Entonces envía un mensaje alarzobispo, por el amor de Dios —lainstó Bess.

Por lo menos, Bess estaba deacuerdo con ella en la necesidad de

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buscar ayuda. Lucie acababa de tomar supluma y su pergamino cuando AliceBaker entró en la tienda.

—Señora Wilton, necesito…Lucie la interrumpió.—Hay un excelente boticario en

Stonegate, señora Baker.Alice Baker se enderezó y frunció el

entrecejo.—No me gusta.—Quizá deberíais volver a

intentarlo. Yo no os volveré a atendermás.

—No podéis negaros.En voz baja, Lucie dijo lentamente,

pronunciando bien cada palabra:

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—Salid de mi tienda.—Le contaré esto al alcalde.Lucie mantuvo los ojos fijos en el

papel. Se negaba a seguir hablando. Nohabía dicho nada que Alice pudierarepetir y la hiciera arrepentirse. Hasta elmomento.

—Señora Merchet, vos habéis sidotestigo —dijo Alice con voz chillona.

¿Cuándo se iría la mujer?—Sí —dijo Bess—. Y estoy de

acuerdo. Ella no debería daros losmedios para envenenaros.

Con un movimiento brusco de sufalda, Alice salió indignada de la tienda.La puerta se cerró con un golpe detrás

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de ella.Por fin, Lucie levantó la vista.Bess la miró radiante.—¡Bien hecho!Lucie no pudo sonreír.—Debo ir tras él, Bess.—¿Y qué harás?—Es sólo un niño.—Eso lo sé. Y tú eres sólo una

persona, debatida entre tus pequeños, tutía enferma, tu botica y un aprendiz quese ha ido para ayudarte. Alfred y Gilbertestán en casa de tu tía. Si Thoresbyenvía hombres tras Jasper, el niñoencontrará ayuda haga lo que haga.Buscaré a uno de mis muchachos para

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que lleve tu solicitud al arzobispo. Noserá el mozo que prestó el caballo aJasper, te lo prometo.

—No fue culpa suya.—Debería saber que no podía

hacerlo.Lucie se sentó y escribió la carta a

su eminencia. Para cuando la huboterminado, uno de los criados de Bessestaba listo para ir deprisa al palaciodel arzobispo.

Lucie no tuvo que esperar mucho surespuesta. Había recibido a tres clientescuando el joven regresó.

—Su eminencia os asegura queenviará a cuatro hombres de inmediato

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—dijo con una pequeña inclinación.—Dios misericordioso, es un

hombre bueno —susurró Lucie,santiguándose.

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Capítulo 26

Una multitudEn el cruce de caminos, Owen y frayHewald se detuvieron a despedirse deEdmund, Sam, Tom y Jared, todos elloshombres de Lancaster que se dirigían aKenilworth. Owen se alegraba deabandonarlos. Durante todo el caminohabían estado haciendo comentariossobre su carta: cómo reinaban losforajidos en el campo, lo caro que seríareconstruir la casa del guarda…Deseaba estar solo con sus

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pensamientos, sus preocupaciones. ¿Quéenemigo se había ganado que buscabavengarse atacando a su familia? Si nohubiera esperado a Gwen, si no sehubiera entretenido a causa de la muertede Cynog, ¿podría haberlo impedido?¿Acaso sus enemigos habrían elegidoatacarlo a él?

Jared interrumpió los afligidospensamientos que embargaban a Owen.

—No hay necesidad de despedirnos.Hemos decidido acompañaros.

Dios santo, Owen había temido algoasí.

—Debo darme prisa. Y vuestroduque os espera.

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Edmund se quitó el sombrero e hizouna reverencia desde la montura.

—Con vuestro permiso, capitán. Elduque no sabe de nuestra llegada aGloucester. No está esperándonos.

—De modo que una semana no leimportará —concluyó Tom con unamueca esperanzada.

—Si nos aceptáis —dijo suavementeSam.

—Sois todos hombres buenos —declaró fray Hewald.

Owen podía pensar en muchosargumentos en contra de ellos, pero yahabía perdido un tiempo precioso.

—Quedaos conmigo —dijo,

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espoleando a su caballo.

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Capítulo 27

Un sueño anormalDespués de desayunar, Tildy fue hasta ladespensa a buscar la medicina matinalde Daimon. Aprovechó que estaba solapara acomodarse el vestido y la cofia ypellizcarse las mejillas. La puerta seabrió con un crujido.

—¡Oh! —exclamó Nan,retrocediendo y cerrándola.

¿Qué pensaba hacer para que Tildyle resultara una sorpresa tan turbadora?Tildy pensó en la conducta de la

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cocinera mientras mezclaba la medicinade Daimon. Cuando cerró los tarros,notó que quedaba muy poca mandrágora.¿No había mucha más la noche anterior?Ella usaba muy poca; Magda le habíadicho que mantendría alejados a losmalos espíritus en la casa y haría queDaimon durmiera pacíficamente, peroque era peligrosa en dosis más elevadas.Tildy no había usado tanta, con todacerteza. Cerró con el talón la puerta dela despensa detrás de ella y saliórápidamente hacia el salón.

El día anterior, a la misma hora,Daimon ya había salido con la ayuda deuno de los criados para orinar y,

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mientras él no estaba, Tildy había hechosu cama. No era una sorpresa queaquella mañana durmiera hasta tarde,puesto que el día anterior había estadosentado mucho rato en el patio y elsuceso del laberinto lo había inquietadobastante. Pero ¿sería aquélla laverdadera causa de que durmiera tanto?Tildy se quedó cerca de él, observandola barba rubia oscura que le crecía;deseaba poder afeitarlo. Pero aún teníapequeñas ampollas en la cara causadaspor el fuego y no quería arriesgarse apasar una navaja cerca de ellas. Era unalástima ocultar su apuesto rostro.

Tildy se agachó junto a Daimon y se

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le acercó, susurrando su nombre. Comoél no respondió, se inclinó más ysuavemente lo besó en la frente. Fueapenas un levísimo roce de sus labios,nada demasiado osado. Aun así, élsiguió sin moverse, sus párpados no seagitaron.

Ella se echó atrás sobre sus talones,perpleja. ¿Cómo podía seguirdurmiendo? ¿Estaría jugando con ella?

¿O le habían dado la mandrágora?Alarmada, buscó la jarra de vino aguadoque le había llevado para que tragara laamarga medicina, sirvió un poco en unacopa y la acercó a la boca de Daimon.No obtuvo ninguna respuesta.

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Pronunció su nombre, le palmeó lamejilla.

Una de las criadas se acercó apreguntarle qué ocurría. Tildy le dijoque buscara agua y un trapo. Volvió apalmear la mejilla de Daimon. Por finsus párpados se movieron, jadeó comosi de pronto estuviera inspirando muchomás aire y levantó los brazos.

—Por la sangre de Cristo, estoydespierto. ¡Dame una oportunidad! —exclamó Daimon.

—¿Te ha traído comida alguien queno sea yo? —preguntó Tildy.

Daimon la miró y parpadeó,confundido por un momento, luego se

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bebió el vino de un trago.—No —dijo por fin—. ¿Por qué?—No podía despertarte.—Soy así. ¿Dije algo que te

ofendiera? Mi madre dice que a veces lainsulto cuando intenta despertarme.

Parecía estar bien. Ella se sintió unpoco tonta.

—No dijiste nada más fuerte que«por la sangre de Cristo».

Cuando Daimon estuvo incorporadoy hubo comido un poco de panempapado en leche, Tildy llevó labandeja a la despensa y ordenó lostarros. Estaba segura de que alguienhabía usado la mandrágora. ¿Dónde

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podría ocultar los tarros de la vista deNan? ¿Quién más podría poner algo enla comida de Daimon? Pensó en eltesoro. Lucie le había confiado la llavea ella. Sólo a ella, pensó Tildy. Perocuando abrió la puerta y entró con unapequeña lámpara, descubrió un revoltijode libros de cuentas sobre la mesa.Había estado allí adentro el día anterior.Todo estaba ordenado entonces. Volvióa poner orden. Notó que había másespacio en el estante que el día anterior.¿Un libro? ¿Dos? Registró el cuarto,detrás del arcón, en su interior y debajode él y de la mesa. Nada.

Eso la decidió. Cerró con llave el

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tesoro y la despensa y regresó conDaimon.

Nan entró súbitamente un ratodespués.

—Alguien ha cerrado con llave ladespensa.

—Fui yo —dijo Tildy.—No voy a aceptarlo.—No puedo abrirla —dijo Tildy.—¿Por qué?—Si necesitas algo de la despensa,

mándame a Sarah.—Así no lograré hacer nada.Tildy no dijo nada más. Nan se alejó

enojada.—¿Cuál es el problema, Matilda? —

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preguntó Daimon—. ¿Por qué hascerrado la despensa con llave?

—Han desaparecido cosas, mi amor.Nada que deba preocuparte. Ahoradescansa. Debes de estar aburrido,sentado aquí. —No quería que sevolviera a dormir—. ¿Te gustaría haceralgo para matar el tiempo?

A Daimon se le iluminó el rostro.—En los establos hay un poco de

madera y está mi cuchillo de tallar.Tildy envió a una criada a buscarlos

mientras ella comenzaba a ordenar elsalón. Mientras trabajaba, soñabadespierta con la partida de Harold y elregreso de Filipa. ¿Cuál sería su

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condición en la casa entonces? ¿Laenviarían de regreso? ¿Se quedaría paraayudar a la señora Filipa? ¿Se casaríacon Daimon?

Espió a Daimon, que canturreabamientras elegía los trozos de madera yconsideraba cuál usar. ¿Se habíaequivocado en lo referente a lamedicina? ¿Habría estado realmente tancansado? Pero el tarro de mandrágoraestaba más lleno.

Al volver a su trabajo, notó unespacio vacío en la pared encima de unode los escudos de sir Robert. Deberíahaber tres espadas. Los soportes seguíanallí. Miró a su alrededor, pensando que

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quizá la criada las había bajado paralimpiarlas, aunque era trabajo del mozo.Quizá Ralph las había tomado, pero nodebía hacerlo a menos que Tildy se loordenara.

La conducta de Nan, las espadas, ellaberinto. Algo se estaba cuajando. Noera imaginación suya. Se aseguró de queDaimon estuviera ensimismado en sutrabajo y se fue deprisa a los establos.Hablaría con Ralph y luego con Alfred yGilbert, si seguían allí.

Ralph no sabía nada de las espadas.Alfred y Gilbert estuvieron de acuerdoen que quizá debían hacer otra ronda porla propiedad. Saldrían de inmediato y

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examinarían con cuidado las casas y losedificios anexos de los alrededores.

En el patio, Tildy se encontró conHarold.

—Nan y Sarah me dicen que habéiscerrado la despensa con llave —dijoHarold, con ojos fríos.

—Sí.—¿Por qué?—Alguien ha registrado el tesoro y

ha sacado algunos libros de cuentas y nosé qué más. Además, falta gran cantidadde la medicina de Daimon. Así quecerré la despensa con llave.

—Queréis crear problemas. ¿Porqué?

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—¿Cómo podéis decir tal cosa? Nosoy yo quien causa problemas.

—Oí que Daimon protestabadiciendo que estaba bien.

—Queda muy poco de uno de susmedicamentos.

—El tesoro tiene una llave aparte.¿Cómo sabía aquello?—Yo… sí, ya lo sé. Pero dos

puertas con llave son más obstáculo queuna.

—¿Sospecháis de Nan o Sarah? ¿Deque robaron medicinas y libros decuentas? Ninguna de las dos sabe leer.

—No. No lo sé. Pero quiero quehaya orden. Siento que tengan que venir

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a pedirme las cosas. Pero así seráhasta…

—¿Hasta cuándo? —Harold esperóa que continuara—. Hasta que considereque puedo abrirla.

Él hizo una mueca. No era unasonrisa.

—¿Cuál es vuestro plan, señoraTildy? ¿Envenenar a Daimon, tomar eldinero del tesoro y huir con algúnamante? ¿Quién podría ser? ¿Joseph, elhijo de Nan? ¿Eh?

—¡Estáis loco! —¿Cómo había dadola vuelta a las cosas?—. No tengotiempo de estar aquí, escuchándoos. Nonecesito estar aquí. —Cuando Tildy

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empezó a alejarse, Harold le sujetó elbrazo.

—Sois una mujer tonta, señora Tildy—dijo con voz suave.

Ella se soltó y corrió hacia la casa.

* * * * *

Tildy se mantuvo ocupada ordenando ybuscando cosas para Nan, que se estabavengando por la despensa cerrada ydescubría que había ingredientes quenecesitaba de inmediato, uno tras otro.

Después del mediodía, Tildy oyó ungrito en la casa del guarda y a

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continuación un caballo que entraba enel patio. Miró por la puerta del salón,con temor de que surgieran másproblemas.

—¡Jasper! —exclamó, y saliócorriendo. El mero hecho de verlo laalegró.

—¿Qué estás haciendo aquí,muchacho? —preguntó Harold,frunciendo el entrecejo mientras salía delos establos.

—¿Ha ocurrido algo en York? —quiso saber Tildy. Jasper parecíaagitado.

—¿La señora Wilton te ha dejadovenir solo? —cuestionó Harold—. ¿En

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estos momentos?Ralph llegó corriendo de los

establos para ayudar a Jasper adesmontar y llevarse el caballo.

—La señora Wilton no sabe que hevenido —dijo Jasper—. Queríaayudarla. Está atareada con tía Filipa,que está muy confundida. Pidió algunascosas de su casa. Pensé en venir abuscarlas… La señora Wilton tienemuchas cosas de las que preocuparse.

Jasper pronunció todo el discursosin aliento. Tildy se dio cuenta de quealgo no iba bien. Lo acompañó hasta elsalón. Pero Harold los siguió. Tildynecesitaba llevar a Jasper a algún lugar

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donde pudieran hablar a solas.Daimon exclamó:—¡Jasper! Hacía mucho que no te

veía. Apuesto a que estás más alto queyo.

El muchacho se agachó, simulandoestudiar la talla de Daimon, pero Tildylo oyó preguntar a Daimon cómo seencontraba de verdad, pues la Mujer delRío estaba inquieta. ¿Qué sabía Jasper,que le hacía comportarse como unespía? ¿Acaso Magda Digby les habíaexplicado sus preocupaciones? Laseñora Wilton tenía una opinión muybuena de Harold Galfrey… y aquellomolestaba a Tildy.

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—Ve con Matilda —dijo Daimon envoz baja—. Trata de mantenerte alejadodel hombre. —Levantó la voz cuandoHarold se acercó—. He estadodemasiado tiempo sin hacer nada. Miracómo he arruinado este trozo de madera.

Jasper levantó el tarugo y lo girópensativamente.

—Yo no podría hacerlo tan bien.—Alfred y Gilbert han salido esta

mañana temprano —dijo Harold—. Perocuando regresen y hayas recogido lo queviniste a buscar para la señora Filipa,les ordenaré que te acompañen deregreso a York, Jasper. No deberíasandar solo por los caminos.

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—Para entonces ya podría haberoscurecido —dijo Jasper—. ¿No seríamejor esperar a mañana?

—No quiero que la señora Wilton sepreocupe por ti.

—Entonces no hay tiempo queperder —dijo Tildy, empujando a Jasperhacia la despensa. Tomó la lámpara deaceite que estaba afuera y cerró lapuerta cuidadosamente detrás de ellos.

Jasper miró a su alrededor, en ladespensa, y comenzó a registrar entrelos cestos y los tarros.

—¿Qué estás buscando?—Tía Filipa habla todo el tiempo de

un pergamino. Piensa que es lo que

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alguien está buscando. Durante untiempo estuvo cosido detrás del tapizque fue robado.

Por eso lo habían desgarrado. Quéterrible… alguien había estadoregistrando el salón aun antes delataque.

—¿Dónde está el pergamino ahora?—No puede recordar dónde lo

escondió.—¿Cómo es posible? Algo tan

importante…Jasper meneó la cabeza.—Es vieja, Tildy, y lo escondió en

muchos sitios.—Bueno, pergamino o no, creo que

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Harold está tratando de envenenar aDaimon.

Jasper no rió. Ella se dio cuenta deque le ocultaba algo.

—¿Crees que es posible? —preguntó Tildy—. Dime.

—Nadie sabe mucho de él, Tildy —susurró Jasper, mirando hacia la puertatemerosamente—. Dice que lo asaltaronde camino a York, que le robaron suspapeles, todo. John Gisburne sabe pocode él excepto que dice ser un parientelejano suyo.

—Por Dios.—¿Qué está pasando aquí? Debo

saberlo todo para poder ayudar.

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Tildy vaciló. Jasper era apenas unniño. Pero era el aprendiz de Lucie.Seguramente eso significaba que teníaconfianza en él. Tildy le contó todo: Nany la comida, el laberinto, las espadas, ellibro de cuentas, la mandrágora.

—Creo que mantienen a alguienoculto en la casa, le llevan comida y lehan proporcionado las espadas —dijoTildy—. Creo que es Joseph, el hijo deNan.

—Y el laberinto podría haber sidouno de los escondites de la señoraFilipa para el pergamino.

—Nan puede habérselo dicho. Seríatípico de ella contar chismes sobre la

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señora.—Pero ¿y la mandrágora? —

preguntó Jasper.—Si no están envenenando a

Daimon, no sé de quién se trata.Tampoco sé por qué alguien quiere loslibros de cuentas.

Abrió el tesoro para que Jasperentrara y encendió otra vela.

¿Qué era todo aquello? Alguienhabía puesto orden en el tesoro, y loslibros de cuentas estaban en el estante,como el día anterior.

—¿Quién ha hecho esto? —susurróTildy—. Los libros están todos aquí.

—Faltaba por lo menos uno cuando

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la señora Wilton buscó aquí después delataque —dijo Jasper—. ¿Podría alguienestar registrando los libros en busca delpergamino?

—¿Deberíamos hacerlo nosotros?—preguntó Tildy.

—¿Qué libros faltaban?Tildy sacudió la cabeza.—Acerca aquella lámpara. Los

examinaremos todos.Mientras hojeaban los libros, Jasper

preguntó si Alfred y Gilbert sabían todolo que Tildy le había contado.

—Sí. Salieron a inspeccionar lapropiedad.

—Regresa a York conmigo, Tildy.

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—No puedo dejar la casa. Es miresponsabilidad.

—Entonces fingiré irme con Alfred yGilbert.

—¡No! Debes volver a York.—Enviaré a uno de ellos a ver al

arzobispo para pedirle más hombres.Descubriremos qué está pasando aquí.Debes seguir como si no pasara nada.

—Eso será difícil.—Los hombres de refuerzo podrían

estar aquí mañana, Tildy. —Jasperguardó el último libro sin haberencontrado nada.

—Ven, si nos entretenemos más,Harold vendrá a ver qué pasa con

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nosotros —dijo Tildy.Cerró el tesoro con llave y luego la

despensa. Gilbert la sorprendió alaparecer detrás del biombo deldormitorio en penumbra de Filipa.

—Silencio, antes de que medescubran en la sala —dijo—. Noquiero que Nan me oiga. Joseph estáoculto en un edificio anexo con variosotros hombres que no conozco. Ese es elproblema. No Harold.

—¡No vais a decirle nada a Haroldde esto! —dijo Tildy.

—No, no le hemos dicho nada. Pero¿por qué no habría de saberlo?

Tildy le contó que Harold sabía que

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la llave del tesoro no era la misma quela de la despensa.

—Nunca he confiado en él —dijoJasper—. Y ahora parece que se sabemuy poco de él. No tiene forma dedemostrar que es quien dice ser.

Gilbert gruñó ante las noticias.—Esto es un lío lamentable. ¿Cómo

es que estás aquí, Jasper?—Quiero ayudar.—Tendremos que vigilar el edificio

anexo. Podrías hacer eso mientrashablamos otra vez con Jenkyn, eltechador.

—No tendréis tiempo de hacerlo —dijo Tildy—. Harold quiere que

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escoltéis a Jasper hasta York.—Sólo fingiré ir —dijo Jasper, que

contó a Gilbert su plan.—¿Y vos, señora Tildy? —preguntó

Gilbert.Ella sintió que temblaba, pero debía

pensar. Cerró los ojos.—Intentaré seguir como siempre.

Pero si las cosas empeoran, Daimon yyo podemos refugiarnos en la capilla.Sólo tiene una ventana, muy alta. Y lapuerta de afuera está bloqueada con unhierro. Por eso nos escondimos allí lanoche del ataque.

Harold los había encontrado.—Bueno, Jasper, ¿tienes ya lo que

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necesitas?—Tengo que mirar en el dormitorio

de la señora Filipa —dijo el chico.—Vuelve pronto —susurró Tildy

cuando lo dejó.

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Capítulo 28

Plagado de problemas¿Iba a explicarle a Lucie la tentaciónque había sentido? Owen se imaginabasu reacción. Se sentiría herida. Y furiosade que él pensara siquiera en abandonara sus hijos. Dudaría que alguna vez lahubiera amado. ¿Y cómo podríatranquilizarla? ¿Acaso su regreso seríala prueba? ¿No podría haber vuelto porotras razones? ¿Simplemente por unsentimiento de culpa? ¿Por cobardía?Dios santo, no podría contárselo. Estaba

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galopando por el campo, loco de temorpor ella. Pero ella no lo sabría. No lecreería.

Un vado desbordado por las lluviasprimaverales lo obligó a concentrar suatención en otras cosas. Owen observócómo cruzaban Edmund y Sam, vio elpunto donde la resaca era más fuerte ytrató de guiar a su caballo de frentehacia la corriente. El animal vaciló,tropezó y luego cojeó hasta la orilla.

Owen desmontó, calmó al caballo yexaminó el casco sobre el que habíacaído la bestia. Le faltaba una herradura.

—Veo humo más adelante —exclamó Jared—. Es posible que

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encontremos un granjero que coloque élmismo las herraduras a sus caballos.

—Nadie es tan rico por este camino—dijo el fraile—. Pero conocerá alherrero más cercano.

—Cabalgaré con el fraile en uno devuestros caballos —dijo Owen a losdemás, que habían regresado para verqué sucedía.

Sam y Tom se quedaron con elcaballo cojo.

¿Sería una señal de Dios? ¿Debíaconfesárselo todo a Lude? ¿Por quéhabía pasado aquello en el momento enque juró guardar silencio? «Dios santo,ayúdame a decírselo de manera que ella

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lo entienda.»

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Capítulo 29

Malas noticiasDespués de cerrar la tienda, Lucie porfin se retiró a casa. Cruzó el jardínrápidamente porque estaba empezando allover. El aroma a lluvia sobre la tierraseca después de un período de calor leresultaba muy agradable, pero no losuficiente para detenerla en aquelmomento.

Kate y los niños estaban en la cocinahaciendo un pastel: los niños añadíanfrutas y nueces mientras Kate mezclaba.

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—Me pareció que lo mejor eramantenerlos ocupados —dijo en vozbaja.

—Bendita seas, Kate. —Lucie teníasuerte al poder contar con ambashermanas, Kate y Tildy—. ¿Dónde estámi tía?

—Mirando vuestros libros sobre eljardín. Dice que está buscando un dibujodel que le hablasteis, que indica latemporada para el trébol. Luego iba apediros que se lo leyerais.

—¿Está lúcida?—Sí. Dice que es porque hoy no le

habéis dado nada para calmarla.Lucie suspiró. Ojalá fuera tan

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sencillo.Filipa estaba sentada frente a la

mesa de la sala rodeada de los libros deNicholas y otros más viejos que habíansido de su padre. En sus diarios, habíanregistrado todas las nuevas plantas,semillas, especímenes y todo el saberdel jardín del boticario que habíanreunido. Entre las páginas había cartasde muchas tierras. En aquel momento,Filipa estaba sentada con las manossobre el regazo, mirando fijamente porla ventana hacia el jardín. Delante deella, sobre la mesa, había un diarioabierto. Su cofia estaba en orden; susojos, alerta al volverse y notar la

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presencia de Lucie.—¿Sabes? Quería mantenerme

ocupada y lejos de los problemas. —Sonrió e hizo un gesto a Lucie para quese sentara con ella.

El grado de alivio de Lucie la hizosentirse culpable. La confusión de su tíase había convertido en otro de susproblemas. Se deslizó en el banco juntoa Filipa y miró la cubierta del diario queestaba abierto.

—Las notas de la obra maestra deNicholas. Es el corazón del jardín.

—Hay cartas de distintas personas.Creo que no lo respeté lo suficiente —dijo Filipa.

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—Lo respetaste lo suficiente paraalentar nuestro matrimonio.

—Pero siempre pensé que erasmejor que él. ¿Qué es la sangre, mepregunto? ¿Por qué la respetamos tanto?Al final, lo que importa es lo quehacemos con los dones de Dios.

—¿Se te ha ocurrido todo esto consólo mirar los diarios?

—Y al pensar en mi esposo. Unabuena familia, excelente sangre. Tuabuelo cedió y permitió nuestromatrimonio por la valentía de Douglasen la batalla. Pero aun así, no pudoadministrar sus tierras. Era mucho peorque su padre. Y luego la amargura se

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instaló en su corazón. «¿Por qué losdemás tienen riqueza y yo no?», decía.Nunca dijo: «¿Qué podría hacer paramejorar la tierra?» Me siento muyavergonzada. —Filipa meneó la cabeza—. Al mismo tiempo que tu suegro, PaulWilton, estaba trabajando tanto paraconvertirse en boticario, aprendiendotodo esto, Douglas y Henry se ofrecieronpara hacer de correos entre las personastemerosas y los hombres del rey deEscocia. Se aprovecharon de lasnecesidades de la gente. El trabajo dePaul Wilton valió mucho más. Y fue másduradero. Veo que después, Nicholasmejoró lo que su padre había hecho.

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—No puedes leer estos diarios.—Puedo ver el cuidado al

escribirlos, Lucie, mi amor. Éstos eranhombres buenos y trabajadores. Diosdebió de recibirlos con un coro deángeles.

—Al hacer de correo, ¿no estaba tuDouglas ayudando a la gente?

Filipa palmeó la mano de Lucie.—No lo entiendes. Se quedaban con

parte del tributo que transportaban, unajoya aquí, una pieza de oro allá.

—Me pregunto por los hombres delrey de Escocia, entonces. ¿No echabande menos esas cosas?

—Douglas decía que se esperaba

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que los correos hicieran eso. Eso ya erabastante malo. Me tortura pensar sitambién sería un asesino.

—Dudo que alguna vez lo sepamos,tía Filipa. Pero volvía a casa cuando lonecesitabas. —Desvió la mirada,pensando en Owen, de pronto invadidapor una oleada de ira.

—Ven, busquemos tréboles —dijoFilipa.

* * * * *

John Thoresby examinó al hermanoMichaelo, mojado, desaliñado y, peor

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aún, muy pálido. No debería de ser paratanto, después de sólo dos días de viaje.Aun así, había hecho el trayecto muchomás rápidamente de lo esperado.

—Terribles noticias, eminencia.—Puedo verlo por la cara que traéis

ambos. ¿Cómo está vuestra espalda,hermano Michaelo?

El monje sacudió la cabezasuavemente.

—Harold Galfrey no eramayordomo.

—No me sorprende. Podéis iros avuestro cuarto. Mandaré llamar alhermano Henry.

—No hay necesidad, eminencia.

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—Yo digo que sí. Id. Quitaos laropa mojada y meteos debajo de un parde mantas para calentaros. Enviaré a uncriado con un brasero, cerveza y algocaliente para comer. —Lo echó con ungesto—. El señor Moreton puededecirme todo lo que tengo que saber.

Se volvió hacia el otro viajerodesaliñado.

—Estoy seguro de que mis criadospodrán encontrar algo para que ospongáis mientras secan vuestra ropa enla cocina —dijo Thoresby. No tolerabael olor a sudor humano y equino, lodo yropa húmeda.

—Si vuestra eminencia me perdona,

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preferiría irme a mi casa, pasar por lade la señora Wilton…

—Es temprano. Podréis hacer esomás tarde. ¿Está vuestro hombre afuera?

Moreton asintió.—Me espera.—Se le dará un asiento junto al

fuego y una buena comida. Ahora venid,mi criado os llevará al cuarto dehuéspedes.

Cuando Moreton salió de la sala, elarzobispo se levantó lentamente —elregreso de la lluvia le había producidodolor en las articulaciones— y sedirigió al cuarto de Michaelo.

Allí había un criado encendiendo un

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fuego. Michaelo estaba en la cama, bocaabajo.

—No necesito todo este lío.—Creo que sí. Me alegro de que me

hayáis obedecido —dijo Thoresby alabandonar la habitación.

Moreton ya estaba en el salóncuando el arzobispo regresó, vestidocon una túnica de bombasí y con calzas.Parecía un jardinero.

—Agradezco a vuestra eminencia laropa seca. —Parecía tener los dientesapretados.

Thoresby hizo una señal endirección al vino caliente que habíasobre la mesa. Un criado se acercó y

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sirvió dos copas.—Venid, sentaos y contadme lo que

averiguasteis.—Harold Galfrey no tenía ese

apellido cuando trabajaba para losGodwin y tampoco era mayordomo.Tenía el cargo de subtesorero, puestodel que abusó actuando como correoservicial y amable pero quedándose conla mayor parte de los fondos. Sus robosfueron descubiertos, pero él y Joseph, elmozo, huyeron antes de que pudieranatraparlos. Joseph es el hijo de lacocinera de Freythorpe, un hombrevengativo al que despidieron después deque causara problemas en ambas

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propiedades.Sería difícil imaginar una

combinación peor, dadas lascircunstancias, salvo que uno o ambosfueran asesinos.

—¿Oísteis esto de una fuente fiable?—De la propia señora Godwin,

eminencia. —Moreton extrajo una cartalacrada—. Fue tan amable de dictar estacarta a su secretario.

Thoresby estudió el sello. La leeríacuando hubiera despedido a Moreton.No hacía falta mostrarle al hombrecuánta luz necesitaba y cuánto tenía quealejar un documento de sus ojosúltimamente para poder leerlo.

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—Al parecer, la señora Wilton esvíctima de vuestras buenas intenciones.

Moreton bajó la mirada.—Sí, eminencia.—Y Jasper de Melton, que decidió

cabalgar hasta Freythorpe.Él levantó los ojos, la consternación

teñía sus mejillas.—¿Solo?—He enviado hombres a buscarlo,

pero sí, se fue solo.Moreton se cubrió el rostro con las

manos. Thoresby hizo tamborilear losdedos sobre los brazos de la silla,pensando en qué más podría hacer. Elgobernador debía estar al tanto de

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aquellos pasos.

* * * * *

Lucie y Filipa tenían las cabezas juntas yhojeaban los libros cuando oyeron quellamaban a la puerta del salón. Lucie selevantó para ir a abrir y le hizo una señaa Kate para que regresara a la cocina.

Sintió un vuelco en el corazón al vera Alfred, mojado y lleno de lodo porhaber cabalgado bajo la lluvia; apestabaa sudor de caballo.

—Señora Wilton.—Entra, Alfred. Tenemos vino en la

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mesa.—No puedo, señora Wilton, debo

darme prisa para ir a ver a su eminencia.Pero quería que supierais que vi aJasper. Llegó a Freythorpe después delmediodía. No encontró nada que faltaraen el tesoro. Harold Galfrey nos pidió aGilbert y a mí que lo acompañáramos acasa con vos. Me temo que utilizó lacortesía para sus propios fines. —Hizouna pausa para tomar aire.

—¿Jasper está aquí?Alfred sacudió la cabeza.—Él y Gilbert regresaron en cuanto

estuvieron fuera del alcance de la vistade la casa. Jasper deseaba volver con

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Tildy y ayudarla a demostrar que Haroldes el causante de todos los problemas.Yo seguí viaje para venir a buscar máshombres. Me encontré con cuatrocompañeros nuestros en el camino, másallá de la ciudad, que iban haciaFreythorpe Hadden.

—Qué bien que hayas venido.—Al estar tan cerca de la ciudad

cuando vi a los hombres, pensé eninformaros de que Jasper estará a salvoy decirle a su eminencia lo que hasucedido.

Lucie sintió un nudo en el estómago.—¿Qué ha hecho Harold?Alfred le dijo que habían removido

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la tierra del laberinto, que habíanregistrado el tesoro, que faltaban lasespadas y que Joseph estabamerodeando con más hombres.

—Santa Madre de Dios —susurróFilipa—. ¿Qué está pasando?

—¿Y Tildy?—Iba a encerrarse en la capilla con

Daimon.—¿Dijiste espadas, joven? —

preguntó Filipa.Alfred asintió.—Sí, tres espadas de la colección

de sir Robert ya no están en el salón.Lucie notó con un gemido interno

que Filipa volvía a tener la mirada

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perdida.—¿Qué sucede, tía?—Algo. —Filipa meneó la cabeza

—. Se fue. Algo sobre las espadas.Lucie rogó para que no estuviera

volviendo a sufrir confusión mental. Lanecesitaba lúcida, pues tenía que poderdejarla e ir a Freythorpe.

—¿Regresarás a la casa? —preguntóa Alfred.

—Por la mañana, sí. Ahora voy ahablar con su eminencia. Estádiluviando. No me atrevería a salir estanoche. Mi caballo podría romperse unapata en un charco. Ahora debo darmeprisa. Que Dios os acompañe, señora

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Wilton. No os preocupéis.—Que Dios te proteja, Alfred.

Muchas gracias.

* * * * *

Alfred dejó un arroyo de agua de lluviatras de sí cuando atravesó el salón hastala cómoda silla de Thoresby junto alfuego. El arzobispo estaba a punto dedespedirlo, empapado y apestoso comoestaba, pero una inspección másdetenida de los ojos del hombre lo llevóa preguntarle:

—¿Qué ha sucedido en Freythorpe

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Hadden? —Mientras escuchaba,Thoresby meneó la cabeza, consternado.La situación estaba cada vez peor. Y elmuchacho no había regresado—. Tequedarás esta noche aquí y por lamañana contarás todo esto al gobernadorantes de volver a Freythorpe.

—Pero eminencia, si mañana él noestá aquí, yo nunca…

—No temas. Dos de mis hombresirán esta noche a informar al gobernadorde que el arzobispo de York requiere supresencia en su palacio por la mañana.No creo que John Chamont os hagaesperar.

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* * * * *

La lluvia caía con toda su fuerza. En unaesquina del cuarto de los niños, seformó un charco en el suelo de madera.Gwenllian quería saber dónde estabaJasper. Lucie dejó que Kate lecontestara esa pregunta. Alguien estaballamando a la puerta. Cuando Luciecorría escaleras abajo hizo una notamental de que había que reparar las tejasde la esquina del techo. No queríadejarse llevar por sus temores sobrequién podía ser.

Cuando Roger le dio la noticia sobre

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Harold, ella contuvo el aliento; sentíaque le faltaba el aire.

—¿Por qué me está castigandoDios? —dijo con una voz que noreconocía—. ¿Qué he hecho?

—¿Vos? —Roger se puso de pie, seacercó a su lado de la mesa y se sentójunto a ella—. Dulce amiga, es culpamía. Mi hhorrible error. No puedo creerque os haya hecho algo semejante.

—Mañana vendréis conmigo aFreythorpe —dijo Lucie con furia—.Debemos enfrentarnos a Harold.

—Lo que deseéis. —Tenía los ojosllenos de remordimiento.

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* * * * *

—Lucie, ¿estás despierta?Lucie se incorporó hasta quedar

sentada.—¿Qué sucede, tía? ¿Necesitas

algo?—¡Lo he recordado! Santo Dios, lo

he recordado. Cuando Robert trajo esasespadas, también trajo un relicario. Lamano de santa Paula, ¿recuerdas?, paramí, una viuda.

—Está en la capilla, sí. La trajo deTierra Santa. —Él pensaba darla alconvento de Clementhorpe, donde vivía

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Lucie, pero en su lugar ofreció un cálizcon piedras preciosas y guardó lareliquia para Filipa. Las hermanas sehabían quedado muy decepcionadas.

—Es allí donde escondí elpergamino —dijo Filipa—. En elrelicario. Sabía que nadie iba a abrirlo.Robert prohibió a todos que lo tocaran.

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Capítulo 30

El laberintoLucie y Roger cabalgaron a través deMicklegate Bar y se internaron en lamañana gris y húmeda. Había dejado dellover, pero las nubes se aferraban a latierra y al río. El aire olía a pescadopodrido. Roger, que por lo común eralocuaz, estaba callado aquella mañana.Lucie no había dormido y suspensamientos iban nerviosamente depreocupación en preocupación.

¿Qué habría hecho Owen en su

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lugar? No habría contratado a HaroldGalfrey, eso seguro. Pero no habríapodido impedir el ataque a la casa.¿Cómo habría actuado? ¿En qué se habíaequivocado ella? No había hechosuficientes preguntas. Muchas veceshabía reñido a Owen porquedesconfiaba de todos y todo hastaconocerlo bastante. Nunca más lovolvería a hacer. Roger Moreton sentíaque era el culpable, pero Lucie tambiéntenía su parte de culpa. Con Tildy yDaimon encerrados en la capilla, y Diosquisiera que estuvieran allí, el relicarioestaba a salvo. A menos que Harold yJoseph ya hubieran encontrado el

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pergamino. ¿Y si ya se habíanmarchado?

A mitad de camino de Freythorpeoyeron a un jinete que se acercaba aellos por detrás, al galope, y seapartaron para dejarlo pasar. Pero alllegar junto a ellos, el hombre se detuvoy gruñó un juramento. Era Alfred.

—Has partido con tiempo —dijoRoger.

—Estuve con John Chamont, elgobernador. Ha aceptado enviar máshombres hoy. —Alfred se quitó la gorraen presencia de Lucie—. En verdad,señora Wilton, no deberíais habersalido.

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—¿Crees que puedo quedarme en laciudad cuando Jasper y Tildy están enpeligro? ¿Y mi casa?

—Pero estaréis…—¿Estorbando? Trataré de no

hacerlo.—En peligro, señora Wilton. El

capitán Archer nunca me perdonaría sialgo os sucediera. Temería por mi vida.

—Puedes cabalgar con nosotros oadelantarte, como quieras.

Alfred se quedó junto a ellos.Los tres cabalgaron en silencio la

mayor parte del camino. Se detuvieronsólo una vez para comer pastelillos decarne y cerveza que les había dado Bess

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Merchet.—Jasper está convirtiéndose en un

joven magnífico —dijo Alfred,interrumpiendo los agitadospensamientos de Lucie—. Debéis deestar orgullosa de él.

—Lo estoy. ¿Cómo estaba cuando loviste? ¿Asustado?

—Yo diría que decidido a hacer loque había que hacer.

Era obvio que Roger, que llevabamucho tiempo en silencio, estabafurioso.

—¿Cómo es posible que JohnGisburne haya sido tan descuidado? —exclamó de repente—. ¿Cómo pudo

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recomendar a un hombre que conocía tanpoco?

—Quizá sabía más de lo que admite—dijo Lucie.

—No me utilizaría de esa manera.Un miembro uniformado del gremio.

—Si lo ha hecho, se habrá ocupadode que no podáis demostrarlo —dijoAlfred—. Igual que protegió a Colby delos alguaciles y los gobernadores.

—Llevaré el caso ante el gremio —declaró Roger.

* * * * *

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Por la mañana temprano, Jasper sedeslizó por el salón para advertir aTildy, que dormitaba en una silla junto aDaimon, de que Nan estaba llevandocomida al edificio anexo que habíanestado observando.

—¿Por qué habrán esperado toda lanoche?

—Dijeron que era mejor atacarcuando pueden ver que nadie escapa.Nan puede ver a los hombres delarzobispo rodeando la casa. Si haypelea, estaréis a salvo en la capilla.Volveré en cuanto podamos salir sin quenos descubran.

Tildy había despertado a Daimon y

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lo había ayudado a llegar a la capilla.Pero Harold vio el movimiento y ellatuvo que encerrarse antes de poderllevarse medicinas y algo de comida.Era media mañana y estaba muerta desed. No quería ni pensar en cómo sesentiría Daimon. Los hombres necesitanmás comida y bebida que las mujeres.Pero él protestó diciendo que estarencerrado en la capilla con ella era lamáxima comodidad.

Nan se les acercó y los tentóofreciéndoles comida y bebida. Aunqueestaban hambrientos y Daimonnecesitaba sus medicinas, no leabrieron.

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* * * * *

Cuando Lucie y sus acompañantes seacercaron a la casa, vio una figura quecorría a través de los campos, en sentidoopuesto al que ellos seguían.

—¡Alfred! ¿Qué está sucediendo? —Apareció otro hombre corriendo y unjinete que lo seguía, inclinado sobre sucaballo para tratar de agarrar al fugitivo.

—Dios santo —gimió Lucie.—El jinete es uno de los nuestros —

dijo Alfred—. Deben de haber atacado.—Soltó su espada.

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—¿Por qué están persiguiéndolo,por el amor de Dios? —exclamó Roger—. Hay personas en la casa que podríanresultar heridas.

—Queréis que atrapemos a estoshombres, ¿no? —preguntó Alfred.

Lucie lo quería, con toda seguridad.Pero Roger también tenía razón.

—¿Hay alguna forma de llegar a lacasa sin que nos vean? —le preguntóRoger.

¿Cómo podían saber qué zonasestaban vigiladas? Por todos los cielos,¿cómo iba a hacer para pensar conclaridad? Tenían que tratar depermanecer ocultos.

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—Podría conduciros por el bosquehacia un huerto detrás de la casa y desdeallí al laberinto, cruzarlo, y luego sólohay un corto trecho hasta la casa.

Alfred se animó.—Sí, podríais hacer eso. Cabalgaré

hasta la casa y trataré de llamar laatención hacia mí. Pero no debéisponeros en peligro acercándoos mucho.

—Quiero encontrar a Jasper, a Tildyy a Daimon —dijo Lucie—. El resto nome importa.

* * * * *

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Al principio, el ruido era tan lejano queTildy no distinguió lo que oía. PeroDaimon se incorporó con los ojos llenosde temor.

—Son hombres que gritan.—¿Dónde? —susurró Tildy. No

quería a Harold otra vez en la puerta dela capilla. Les había dicho que ella sehabía inventado todo aquello, que semorirían de hambre allí adentro y queestaba privando a Daimon de sumedicina y un fuego caliente porqueestaba loca.

Daimon le había cogido la mano.—Está equivocado, Matilda. Quiere

meterse aquí. Quizá éste es el único sitio

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que aún le queda por registrar.¿Cómo sabía lo que ella estaba

pensando?En aquel momento se oía ruidos

dentro de la casa, alguien que corría yNan que gritaba algo. Tildy fue hasta lapuerta y acercó el oído a ella.

—Los hombres del arzobispo hanatacado —decía Nan—. ¿Qué quierende mi hijo? ¿Qué ha hecho? ¿Por quéRalph esconde en los establos alaprendiz de la señora?

—Vuelve a la cocina, mujer. —Erala voz de Harold Galfrey, pero estabadiferente, furioso.

Se oyeron pasos que se acercaban a

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la puerta. Tildy se alejó con la horriblesensación de que Harold podía ver através de la pesada madera. Pero hastael momento, había aguantado. No sabíapor qué sir Robert había puesto uncerrojo de su lado de la puerta, perodaba gracias a Dios por ello. Regresócon Daimon y se arrodilló junto a él.

—¿A qué huele? —preguntóDaimon.

Ella también lo olió. Miró a sualrededor y vio que por debajo de lapuerta entraba humo. Daimon se levantóde la silla y la tomó del hombro.

—Debemos abrir la puerta, Matilda.Afuera había un hombre con la

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espada lista. Tildy gritó cuando el fuegoprendió su falda.

* * * * *

Lucie había perdido a Roger en algunaparte. Habían oído ruidos detrás deellos. Él le había hecho una seña paraque siguiera. En aquel momento estabaen el lado de dentro de los altos setosdel laberinto, mirando hacia atrás condificultad. Rogaba para que élapareciera pronto tras ella. Todo eltiempo había temido ver a uno de loshombres que corrían, o un cuerpo, el de

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Jasper. Trató de no pensar en ello, temíaque la sola idea pudiera precipitar loshechos.

Había visto algo en el huerto perohabía desaparecido muy rápido. Unpájaro, quizá.

¿Qué era aquello? Un gritoprocedente de la casa, otro grito másfuerte. Pasos. Alguien caminaba cerca,en alguna parte. Un grito rápidamenteahogado. Se le erizaron los pelos de lanuca. Aquélla había sido la voz deJasper. De la funda de su cinturón, Lucieextrajo una daga que Owen le habíadado cuando se casaron, para que seprotegiera si alguna vez la sorprendían

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en la tienda. Nunca la había utilizado.Un par de palomas echaron a volar

por encima de su cabeza. No estabasegura, pero creía que habían salido dealguna parte en el centro del laberinto.Los pasos se acercaban, luego hubo ungrito y el ruido de forcejeo.

—¿Qué queréis de nosotros? —gritóJasper.

Lucie se recogió la falda y,sosteniendo la daga en el puño, avanzórápida y silenciosamente hasta el centrodel laberinto a medida que los ruidos dela pelea crecían y luego se deteníansúbitamente.

Harold estaba sentado en uno de los

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bancos de piedra con la espalda haciaLucie, luchando por controlar a alguienque no ddejaba de moverse sobre laspiedras debajo de él. Respiraba condificultad. Lucie se acercó en silencio,tratando de ver si era Jasper el queestaba en el suelo. Reconoció suszapatos.

—¿Dónde está? —siseó Harold,sacudiendo su brazo derecho flexionado.

Jasper tosió y forcejeó, luchando porrespirar. Harold lo estaba ahogando.

Lucie corrió hacia ellos. Al oírlaacercarse, Harold se volvió torpementeen el banco, pero ella le clavó elcuchillo en la espalda antes de que él se

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diera cuenta de lo que estaba pasando.Lanzó un grito de agonía. Ella extrajo sucuchillo y lo volvió a herir en el brazolevantado. Harold le hizo soltar elcuchillo de la mano al caer de lado.Jasper se había levantado en el banco.Estaba doblado en dos, tratando derecuperar el aliento. Tenía sangre en elpelo.

—¡Jasper!De pronto, Harold levantó el

cuchillo ensangrentado de Lucie y sepuso de pie junto a ella. ¿Cómo podíamoverse? Jasper se puso de pie condificultad detrás de él. Lucie cayó haciaun lado y giró cuando alguien pasó a su

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lado corriendo. Su cabeza golpeó laspiedras.

¿Se había desmayado? Tenía sangreen la boca. Alguien gemía a su lado.

—¿Lucie? Mi amor. ¡Lucie!Santo Cielo, Owen había regresado

justo a tiempo. Lucie abrió los ojos y loscerró al tiempo que el mundo giraba y suestómago protestaba. Unos brazosfuertes la ayudaron y la sostuvieronmientras vomitaba.

—Nunca voy a perdonármelo.Era Roger, no Owen.—Señora Lucie. —Jasper la rodeó

con los brazos.—Tu cabeza. ¿Estás vivo?

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—Yo sí.—¿Harold?Jasper bajó la cabeza hacia una

figura inmóvil en el sendero.—Lo he matado —susurró Lucie.

* * * * *

Llevaron a Lucie a la cama del cuarto deFilipa, en el piso de arriba. Pero nopudo dormir. Los caballos en el patiohacían ruido y relinchaban. Los hombresgritaban. Se sintió alejada de todo, comosi flotara sobre ellos, escuchándolos

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desde lo alto.A excepción de aquello, la cabeza le

latía y le dolía la cadera izquierda, aligual que la mano. Debía de habersecaído de lado. Recordó la sangre en suboca y se la exploró con la lengua.Sentía un diente flojo y tenía un corte enla parte interna de la mejilla. Dormitó.

Oyó voces de hombres abajo,muchos hombres. ¿O estaba soñando?¿Acaso Owen estaba entre ellos? ¿Porqué no subía? Le habían vendado lacabeza. Algo fresco le aliviaba el dolor.

Tildy entró de puntillas.—¿Podéis beber algunas hierbas

maceradas, señora Wilton?

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Cuando Tildy se agachó, Lucierecordó a alguien hablando de fuego.Tocó la cara de Tildy. No teníacicatrices.

—Nan me dijo que tu vestido sehabía prendido.

—Sí. Nan me salvó. Me tiró unbalde con agua, luego me arrancó elvestido. Tengo ampollas en las piernas,pero eso es todo.

A Lucie le dolía la mandíbula alhablar, igual que la cabeza. Pero teníapreguntas que hacer.

—Entonces, ¿Nan no estaba con losladrones?

—No, aunque había estado dándoles

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de comer.—¿Y Jasper? ¿Cómo se encuentra?—Tiene un corte feo en la parte

superior de la cabeza, no en el ladocomo vos. Y el cuello lleno decardenales. Y un ojo negro. Nada que aun hombre joven le pueda importar. Élpiensa que no son de consideración.Pero lo tenemos descansando en elcuarto de sir Robert.

—¿Y Harold Galfrey? —susurróLucie.

—Está muerto y ojalá que se quemeen el infierno. Ahora dejadme que osayude a incorporaros un momento.

Que se queme en el infierno. Con

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cuánta facilidad decía aquello Tildy. ¿YLucie? Ella lo había hecho. Harold nohabía matado a nadie; ella, sí.

Tildy le acomodó las almohadasdetrás de la cabeza.

—Hemos mandado a buscar a laMujer del Río.

Ayudó a Lucie a beber: mandrágoracon amapola. Tildy quería que durmiera.Lucie desvió la cabeza.

—Debéis descansar, señora Lucie.—Caballos, hombres, ¿quién está

abajo?Tildy se echó atrás un momento,

meneando la cabeza.—Contesta a mis preguntas, luego

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me lo beberé todo, te lo prometo. —Lucie apoyó la cabeza sobre lasalmohadas.

Tildy chasqueó la lengua, pero sesentó al borde de la cama.

—Los hombres del arzobispo, seisde ellos, y una docena del castillo deYork. El gobernador los envió.

—¿Owen no está con ellos?Tildy bajó la mirada.—No. El capitán no.—El incendio en la capilla…—Fue en el lado de afuera de la

puerta. No se perdió nada.—El relicario. ¿Me lo traerías?—El señor Moreton ha encontrado

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el pergamino. Me pidió que os lo dijera.Lucie sintió los ojos pesados.—¿Y Daimon? —Le costaba

pronunciar las palabras, sentía la lenguahinchada. Demasiada amapola.

—Las chispas del fuego lelastimaron los ojos, pero la señoraWinifred me enseñó a darle un bañocalmante. ¿Estáis dormida?

—Pronto —murmuró Lucie, incapazde levantar sus pesados párpados.

* * * * *

Cuando Lucie se despertó, Jasper estaba

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sentado a la cabecera de la cama y laobservaba preocupado. Llevaba el pelohúmedo y peinado hacia atrás. Su rostroestaba demacrado. Tenía el ccuellovendado. En un rincón del cuarto,Magda se inclinaba sobre un brasero,mientras removía algo.

—¿Te duele? —preguntó Lucie.—No —susurró Jasper—. Pero la

Mujer del Río dijo que tengo queprotegerme el cuello cuandocabalguemos a la ciudad.

—No debéis intentar hablar —dijoMagda, desviando la atención de sutrabajo—. ¿Y vos, señora boticaria?¿Os duele?

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—Quiero ver el pergamino. —Luciese incorporó y empujó las almohadasdetrás de ella.

Jasper le entregó una carta plegadacon el sello roto. Allí estaba, por fin. Lacabeza le latía. «Lo maté. ¿Importa siera culpable o no? He matado a unhombre.» Se recostó sobre lasalmohadas y cerró los ojos.

Magda se inclinó sobre ella y lepuso en la frente un trapo húmedo queolía a hierbas.

—Quedaos quieta un momento.Magda os fortalecerá para el viaje a laciudad. La madera quemada no es buenapara vuestros humores. Es difícil

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curarse en semejante casa.Jasper le quitó el pergamino a Lucie.—Esta es una carta para Robert de

Bruce, rey de Escocia, del padre delregidor Bolton; en ella le ofrece un cálizcon piedras preciosas a cambio de queno le quite sus tierras —dijo.

—¿Es eso todo? No puede ser lacausa de todo este sufrimiento. —Elcorazón le latía con violencia. Haroldquería matar a Jasper. Debía recordareso. Había estado ahogándolo. «SantaMadre de Dios, interceded por mí,decidle a vuestro Hijo que habríaishecho lo mismo.»

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Capítulo 31

Detrás del tiloCansados y sin aliento, Owen y su grupodesmontaron en Micklegate Bar por latarde. El vapor se elevó de losadoquines cuando los chubascosvespertinos dieron paso a la luz del sol.La gente los miraba y no era de extrañar:cinco hombres uniformados y un fraile,todos sucios después de pasar días acaballo, empapados y humeantes devapor.

Micklegate estaba atestado de

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mercaderes y campesinos que semarchaban después de un día demercado. Las picotas en Holy Trinityestaban llenas, como de costumbre. Amedida que la calle bajaba hacia el río,la catedral de York parecía elevarsesobre la ciudad. Owen olió a lospescaderos mucho antes de llegar alpuente del Ouse. Al cruzarlo, seencontraron con un carro volcado quebloqueaba parte de la calle Coney.Tuvieron que abrirse paso con dificultadentre insultos y gritos al tiempo que unosniños huían corriendo con el heno caídodel carro.

¿Estaría Lucie en la tienda? ¿O en

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casa? ¿Qué le diría Owen? ¿Estaríanbien los niños?

Doblaron la esquina hacia la plazade Santa Elena. Desde la Taberna deYork, Owen oyó que Bess Merchetgritaba a uno de los criados: «¡Deprisa!¡Con cuidado!» Y allí estaba la boticade Lucie. Owen vaciló como el hijopródigo, inseguro de que fuerabienvenido.

Fray Hewald puso una mano en elhombro de Owen.

—Os dejaremos con vuestra familia.El guarda dijo que su eminencia está ensu palacio en la ciudad. Nos dirigiremosallí y le informaremos de vuestra

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llegada. Os mandaré decir dóndepasaremos la noche.

—Sí.Jared tomó las riendas de Owen.

Cuando Owen quitó su bolsa delcaballo, Jared dijo:

—Deseo mucho conocer a vuestradama.

—Sí. Ve con Dios.Los otros se tocaron los gorros en

señal de saludo y siguieron camino,guiando los caballos hacia Stonegate.

Owen hizo una pausa frente a lapuerta de la tienda; recordaba la primeravez que había entrado en la botica y sehabía quedado cerca de la puerta

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observando a Lucie con un cliente. Lehabía sorprendido la seguridad con quemanejaba las medicinas la que entoncesél había tomado por la hija delboticario. Debía comportarse comosiempre, sin palabras ni gestos querevelaran su incertidumbre. Ella loaveriguaría todo a su debido tiempo.Empujó la puerta. Cerrada. Con llave.Santa Madre de Dios. Se apresuró a darla vuelta a la esquina hasta la fachadaprincipal de la casa y abrió la puerta.

—¡Papá! —Gwenllian se lanzó a susbrazos antes de que él pudiera verlabien.

—Mi amor, mi amor. —Le olió el

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pelo, le besó la mejilla. Hugh estabasentado en el suelo, cerca, mirándoloconfundido y un poco temeroso. Cuatromeses y lo había olvidado.

—¡Capitán! —Kate levantó su bolsadel suelo—. Seguro que queréis ver a laseñora Lucie. Está arriba, descansando.También Jasper.

—Silencio, muchacha, déjalorespirar. Gracias a Dios que hasregresado sano y salvo.

—Tía Filipa. ¿Qué estás haciendoaquí? ¿Y por qué te apoyas en unbastón?

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* * * * *

Lucie se incorporó en la cama. ¿Seguíasoñando? ¿O había oído la voz deOwen?

—Si os sentáis con tanta rapidez,vuestra cabeza os castigará —le advirtióMagda—. Os hirieron hace dos días.

—¿Está Owen abajo?—Sí, Ojo de Ave está aquí. Magda

debe ocuparse de Jasper. Vos debéis vera vuestro esposo.

—No me imagino qué aspecto debo

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de tener.—Estáis preciosa, como siempre.

Magda hizo vuestro vendaje con pañosde muchos colores. No con un trapoviejo. —Cogió una bandeja y salió delcuarto antes de que Lucie pudiera pedirsu copa de plata.

Y luego él apareció en el umbral,sucio del viaje, cansado, tan guapo. Ellase levantó y estuvo en sus brazos antesde decir una palabra. Él se encogiócuando ella lo abrazó. Un movimientopasajero. Luego, suavemente, él lelevantó el mentón para que le diera unbeso.

Él sacudió la cabeza al mirarla.

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—Te pusiste en peligro —dijo conaspereza.

—¿Quién te lo dijo?—Filipa. ¿Cómo pudiste? Si algo te

pasara a ti, ¿qué sucedería con losniños?

—¿A mí? Estuviste lejos más decuatro meses sin pensar en tus hijos, sedecía que no ibas a regresar, ¿y meregañas por tratar de ayudar a Jasper y aTildy? ¿Quién si no iba a hacerlo?

Owen se sentó en la cama,mirándola fijamente.

—¿Hubo rumores?¿Era eso lo que le molestaba? ¿Los

rumores? ¿Qué le había pasado? ¿Era

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posible que ya no la amara?—¿Cuáles fueron los rumores? —

preguntó él.—Los mercaderes hablan todo el

tiempo de Owain Lawgoch. Estánpreocupados porque temen que puedainterrumpir los envíos de mercancías.Dicen que todos los galeses lucharánpor él. Dijeron que te quedarías enGales para hacerlo.

Él cerró el ojo e inclinó la cabeza.Ella contuvo el aliento.—Te viste tentado.—Sí. Durante un tiempo.Había estado a punto de perderlo.—¿Por qué has regresado?

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Él levantó la cabeza. Dios santo,parecía agotado.

—Porque no puedo vivir sin ti.—Estás herido.—Sí.—¿Por luchar para ese hombre?—No. Por buscar a un asesino.—¿Allí, en Gales?—En una ciudad santa. La víctima

era el albañil que había empezado ahacer la rumba de tu padre. —Owensacó una piedra de su bolsa y se laentregó. Lucie notó que lo hizo todo conla mano izquierda—. Este es el trabajode Ranulf de Hutton, el que la terminó.

En la piedra había un rostro tallado.

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—Padre —susurró Lucie—. Separece tanto a él… —Comenzó asollozar.

Owen la atrajo hacia él. Ella hundióla cara en su ancho hombro.

* * * * *

Temprano por la mañana, Owencaminaba por la ciudad que sedespertaba. Las calles estaban cubiertasde niebla. Se sentía mejor que la nocheanterior, con toda certeza, debido alvendaje de Magda sobre la herida y a

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que llevaba el brazo sujeto por otro desus trapos atado al cuello. Podía usar elbrazo si lo necesitaba, pero sólopensaba hablar con Joseph y Jenkyn, queestaban encadenados en la prisión delcastillo, esperando que los colgaran.

Para su sorpresa, Lucie habíaalentado aquella misión. Ella queríasaber todo lo posible. Y luego, terminarcon aquello. Pero no podría. Élreconoció la mirada temerosa en susojos. El arcediano Jehannes debíahablar con ella, confesarla.

La prisión no estaba tan limpia comola de San David, y tampoco tan seca.Los hombres estaban sentados sobre

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asquerosos colchones de paja.—¿Dónde están los otros? —

preguntó Owen al carcelero.—Arriba. A estos dos hay que

vigilarlos. Los otros sólo son tontosambiciosos.

—Capitán Archer —dijo uno de loshombres. Tenía unos vendajes sucios enuna pierna y una mano—. Nunca penséque os vería.

—Ese es Joseph, capitán —dijo elcarcelero—. El otro es Jenkyn, untechador. —Se retiró, pero sólo hasta lapuerta.

—¿Nunca pensaste vivir paraconocerme? —preguntó Owen.

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—Un galés. Pensé que estaríaisluchando con el príncipe de vuestropueblo.

Owen meneó la cabeza.—¿Debo agradecerte a ti ese rumor?—A Alice Baker le agradó mucho.

No pude encontrar una chismosa mejor.A Owen le gustó sentir los nudillos

contra la mandíbula del hombre. Limpio,rápido, suficiente. Sin matarlo. ¿Paraqué echar a perder un ahorcamiento?

—Perdón —dijo Owen al carcelero,que se había vuelto hacia el otro lado yfingía no haber visto nada. No era malocon su puño izquierdo.

—Ahora, Jenkyn, mientras tu amigo

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se ocupa de su mandíbula, puedescontarme todo sobre este plan que seechó a perder.

Los dos hombres le echaron la culpade todo a Harold Galfrey, dijeron que élhabía pensado en obtener dinerovendiendo la carta al regidor Bolton.Joseph había oído que una vez Filipahabía escondido algo en el tapiz ymuchas veces se detenía a tocarlo, esolo había visto él mismo. Hacía ya muchotiempo, él había robado la llave deltesoro y le había pedido a un herrerodiscreto que le hiciera una copia.Galfrey había visto su oportunidadcuando le pidieron que acompañara a

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Lucie. Él dispuso el ataque, y previó quecon el daño causado y el mayordomoherido, Lucie lo necesitaría. Pero nosabían cómo Galfrey se había enteradode la existencia de la carta, o por quéconfiaba tanto en que Bolton lacompraría. Owen detectó una presenciamayor detrás del plan. La relación deGalfrey con Lucie había dependido deRoger Moreton y su amigo Gisburne.

* * * * *

—¿Y Colby, el criado de Gisburne? —preguntó Thoresby—. Él está

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involucrado. Sé que Gisburne estáinvolucrado.

Había citado a Lucie, a Owen, aFilipa, a Jasper, al hermano Michaelo ya Roger Moreton en el palacio. A Alfredy a los demás servidores no; no teníanque enterarse de los papeles de Filipa yde Douglas Sutton. Owen no habíaquerido ir, pero Lucie le habíarecordado toda la ayuda que les habíabrindado Thoresby.

De modo que allí estaba Owen,sentado en el salón del palacio,observando con creciente desagrado lafamiliaridad entre Roger Moreton yLucie, lo frecuentemente que se

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hablaban y la forma en que se defendían.—¿Qué se hará con la carta? —

preguntó Lucie—. Es una prueba detraición contra el rey Eduardo. RobertBruce era su mayor enemigo.

El arzobispo la levantó y estudió elsello; sus hundidos ojos eraninescrutables.

—Traición, sin duda. Y cobardía.Pero muchos en el norte trataron desalvarse de esa manera. Creo que lomejor será quemarla.

—Pero ¿y el regidor Bolton? —preguntó Roger—. ¿No sería amableenviársela a él?

—La señora Wilton y la señora

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Sutton ya han sufrido suficiente convuestros consejos, señor Moreton —dijoThoresby.

—Él ha hecho todo lo posible paracompensar el daño —replicó Lucie.

¿Cómo podía ser tan indulgente? Porla sangre de Cristo, ¿qué estabapensando?

Thoresby recibió el comentario deLucie con un leve encogimiento dehombros.

—Aun así, ¿de qué serviría? Ni elrey ni Bolton la necesitan. Robert Brucemurió hace tiempo. Bolton es respetadoen la ciudad. Y no la mencionaremos,ninguno de nosotros, jamás, ¿no es

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verdad? De modo que el secreto está asalvo.

—¿Y Gisburne? —preguntó Owen—. Decís que no hay pruebas. ¿Y losque vieron a Colby en Freythorpe?

—Podría haber estado allí con elpropósito que dice —dijo Michaelo—.Advertir a todos de que Joseph estabaen la región.

—Pero Henry Gisburne sabía de laexistencia de la carta —dijo Filipatímidamente—. Y su esposa.

—¿Queremos que esto sea dedominio público, señora Sutton? —preguntó Thoresby—. ¿Acaso no habéissufrido bastante? —Lo dijo con

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amabilidad, con suavidad.—Yo… —Filipa miró a Lucie, al

parecer confundida.Lucie tomó la mano de su tía y se la

apretó.—Que descansen en paz, tía.Los ojos de Filipa se dirigieron a un

espacio junto a Owen. Sus labios semovieron, pero él no pudo entenderlaporque hablaba en voz muy baja.

Lucie se puso de pie.—Eminencia, mi tía está cansada.

Debo llevarla a casa.Owen se levantó.—¿Quieres que vaya? —Aún no

entendía los arranques de la anciana.

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Lucie le envió una pequeña sonrisa ysacudió la cabeza.

—No hace falta. —Condujo a lafrágil Filipa fuera del cuarto.

Owen lanzó una mirada a RogerMoreton y vio la preocupación en surostro. No le gustó.

* * * * *

Tom Merchet sacó una cerveza especialpara la despedida de Jared, Edmund,Sam y Tom.

—Pronto partiremos para Francia,

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supongo —dijo el joven Tom conorgullo.

Hablaron de aventuras pasadas yacosaron a Owen para que les contaraanécdotas de sus tiempos en aquel país.Fue una noche larga y ruidosa. Loshombres salieron tambaleándose haciadonde se alojaban. Tom tenía que cerrarla taberna. El toque de queda era eltoque de queda, incluso para loshombres del duque. Owen se entretuvoun poco más, ayudando a su amigo acerrar las puertas.

En la cocina, Tom sirvió unas copasde cerveza para ambos y se sentó con unsuspiro.

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—Me estoy volviendo viejo, amigo.Las noches parecen alargarse demasiadoúltimamente.

Apareció Bess.—¿Estáis tratando cosas de hombres

o me invitáis?—Eres bienvenida, amable Bess —

dijo Owen, al tiempo que se daba cuentade que había bebido más de lo quecreía.

Bess rió y se sirvió una copa debrandy. Se sentó junto a Tom y le frotóla nariz contra el cuello.

—Ese sí que es un bello cuadro —dijo Owen.

—Estoy segura de que te espera lo

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mismo en casa, y más —dijo Bess conun guiño.

—No me gusta la forma en queRoger Moreton mira a Lude —estallóOwen. Había pensado llevar laconversación a aquel terreno. Tenía lamente hecha un lío.

—Fue un buen amigo para tu familiaen tu ausencia —dijo Tom—. ¿Tequejarías por eso?

—En mi ausencia. Esa es lacuestión, ¿no?

Bess inspiró.—Tom tiene razón. Debes estar

agradecido por tener un vecino tanbueno. Aunque tiene mucho que

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responder sobre Harold Galfrey.—Sí. ¿Y qué hay de ese Harold

Galfrey? ¿Cómo pudo Lude dejarseengañar por él?

Bess terminó su bebida y se puso depie.

—Me voy a la cama. No os quedéishasta muy tarde. —Besó ligeramente aTom en la cabeza y se retiró.

—¿Qué he dicho? —preguntó Owen.Tom sacudió la cabeza.—No trato de entenderla. Hubo

rumores sobre Lude y Roger; será mejorque lo oigas de mi boca.

—Y no me sorprende, por la formaen que la mira. Y debiste oírla hoy,

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defendiéndolo, perdonándole todo.—Es una mujer amable, una buena y

verdadera esposa —dijo Tom—. AliceBaker está detrás de los rumores, todosellos. —Lanzó una carcajada—. Bess halevantado cargos contra ella, para queescarmiente. ¿No es grandioso? —Sepalmeó el muslo—. Alice será obligadaa dar una disculpa en público, unaconfesión de su travesura.

Owen no rió. Temía que, así comolos rumores sobre él tenían algo deverdad, sucediera lo mismo con Lucie.Aunque no sobre la ictericia.

—No sé qué pensar de todo esto —murmuró.

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—No pienses más. Olvídalo.—Nunca más volveré a dejarla sola.

Lo juro.—Estás borracho, amigo. Pero es un

buen comienzo. Ahora vete a casa con tuesposa.

* * * * *

Lucie lo esperó en la sala, sentada juntoa un postigo abierto, observando eljardín. Como siempre, se habíatropezado con su propio genio. No eraque Owen no lo hubiera provocado. Y

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también estaba su confesión sobre quehabía pensado en luchar para Lawgoch.No debía pensar en aquello.

Deseaba enmendarse, darle unabienvenida adecuada. Pero, cuanto mástarde se hacía, más se preguntaba si élestaría listo para reanudar su vida.Hacía cada vez más frío. Sólo llevabaun vestido suelto. Debería haber cogidouna manta. ¿Dónde estaba Owen?¿Acaso no la había echado de menos?

Se levantó cuando oyó la puerta y lollamó. Él entró en la sala.

—¿Qué sucede? ¿Por qué estásdespierta?

—Te esperaba. Hace una noche

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estupenda. Hace mucho que no nossentamos en el jardín de noche.

—He bebido demasiado —murmuróél.

—¿Los echarás de menos? ¿Terecuerdan a tus antiguos compañeros,Bertold, Lief, Gaspare, Ned?

—No, nunca a ellos. Éstos eran sólomuchachos, no soldados de verdad. Perolo serán. Después de Francia.

Se puso melancólico. Aquello noserviría.

—Salgamos al jardín, amor mío.—¿Lo soy? —Se balanceó

levemente de pie allí, a la luz de la luna.—El viento fresco te aclarará la

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cabeza. Ven. —Le tomó el brazo.—¿Soy tu amor? —quiso saber él

mientras la seguía, tropezando con unode los juguetes de los niños.

Lucie lo sujetó.—Por supuesto que lo eres. ¿Cómo

puedes dudarlo?En el jardín, ella lo condujo hasta un

banco detrás del tilo, el sitio favorito deOwen.

—¿Qué pasa con Roger Moreton? —preguntó él al sentarse.

«¡Santo cielo, eso no! Refrena tugenio. No digas nada.»

Lucie le tomó la cabeza en las manosy lo besó con fuerza.

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—¿Por qué no respondes?Ella volvió a besarlo.—¿Acaso esto no es una respuesta?Lucie le soltó la camisa de lino del

cinturón, le exploró el pecho con lasmanos, la parte que no tenía vendada. Élcomenzó a luchar con el lazo del vestidosuelto. Ella lo ayudó a desatarlo y sepuso de pie para dejarlo caer sobre élcésped junto al sendero.

—Lucie —susurró él.Ella se estremeció cuando él le

recorrió el cuerpo con las manos.—Soñé contigo —murmuró él.—Y yo contigo, mi amor. Ven. —Lo

hizo acostarse en el césped.

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No estaba tan borracho después detodo.

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Epílogo—Qué mujer más basta y ordinaria, noentiendo cómo la gente hizo caso de susinvenciones —decía el hermanoMichaelo.

John Thoresby sonrió al conocer lahumillación de Alice Baker.

—Se merece que la considerenmarcada durante muchos años, no tengodudas. Me alegro de la acción de latabernera.

—Eso me recuerda que debemosencargar un barril de la magníficacerveza de su esposo. Los hombres delduque consumieron lo que quedaba.

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Un criado asomó la cabeza por lapuerta.

—Eminencia, ha llegado el señorGisburne.

Thoresby había invitado a JohnGisburne al palacio, atrayéndolo con laexcusa de las restauraciones previstas.

Michaelo sonrió.—Tengo listos pluma y papel.Debía caminar detrás de ellos,

tomando nota de los materiales queGisburne aceptara conseguir.

—Entonces procedamos.Thoresby terminó su bebida y se

puso de pie, alisándose las arrugas de suformal vestimenta. La ciudad se ponía

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desagradable, demasiado húmeda parasu gusto. Se iría a Bishopthorpe por lamañana.

Gisburne hizo una pronunciadareverencia, se llevó una mano llena dejoyas al corazón y luego besó el anillode Thoresby. Olía a lavanda y rosas.Qué hombre tan rebuscado. Pero eramejor que oler a sudor.

Los tres caminaron por el palacio;Gisburne ofrecía comentarios todo eltiempo: qué hacía falta, cómo podríaobtenerlo para el arzobispo, y Michaelotomaba notas. Thoresby sabía que elhombre era un mercader en el sentidomás amplio del término, que tocaba

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muchos palos. Pero no tenía noción delo lejos que Gisburne arrojaba susredes. Aun así, el arzobispo reconocióla cháchara nerviosa de alguien queespera controlar la conversación.

Cuando terminaron el recorrido,Thoresby invitó a Gisburne a pasar a lasala a tomar vino. Michaelo se retiró.

—Mi propósito al invitaros no erasólo hablar de negocios. O más bien, nosolamente tratar el asunto de larestauración del palacio —comenzóThoresby—. Me he enterado de larelación de vuestro padre con DouglasSutton. —Extrajo la carta, perdidadurante tanto tiempo, de debajo de una

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pila de documentos que había sobre lamesa que tenía al lado; disfrutabaobservando el temor que amargaba laexpresión de su huésped.

Gisburne no dijo nada, aunque teníala mandíbula floja.

—Entiendo que fuisteis muyservicial con el ladrón Harold Galfrey.

—¿De qué me estáis acusando? —preguntó Gisburne.

—Se dice que os gustaría seralcalde. Vos, que no pudisteis mantenerel puesto de alguacil. Esperabaiscomprar el apoyo del regidor Bolton,¿no es verdad?

Gisburne, de pronto, intentó

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arrebatarle el pergamino.Thoresby lo alejó de su alcance. En

aquel momento, Gisburne se mostrabatal cual era.

—¿Por quién os enterasteis de queexistía la carta? ¿Por vuestra madre?

Gisburne tenía una mirada ceñuda.—No admito nada.—Muchos hombres escribieron

cartas en aquella época. Inclusoeclesiásticos. Abades. Pero la gente seha olvidado de eso. Uno de estos díasquedaréis atrapado en vuestra red deengaños, Gisburne. —El arzobispo mirófijamente al mercader ddurante un buenrato—. Pero por ahora, sois un hombre

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rico con un gran pecado en vuestraconciencia. Y yo soy un viejo que tieneuna tumba que construir. Éste es elasunto que deseo discutir. Si soy lobastante generoso, hasta podríaencontrar la manera de permitirosentregar la carta a Bolton. —Sonriómientras un remolino de emocionespasaba por el rostro del mercader. Lotenía donde quería.

Fin

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Nota de la autoraCuando me decidí a relatar una historiaque sucediera en York mientras Owenaún se encontraba en Gales, no pensé enel peso que estaba depositando sobrelos hombros de Lucie. Pero enseguidame di cuenta de que ella sentiría quedebía proteger Freythorpe Hadden sindescuidar su botica, su reputación, a sushijos, a su tía enferma y su hogar en laciudad. Hizo todo eso empleando unared de ayudantes. Desafortunadamente,no todos demostraron ser de confianza.

Sin embargo, me pareció que lasituación política en Gales y la

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respuesta de Owen a ella erandemasiado fascinantes para queregresara a su hogar enseguida. PobreLucie.

Hywel es un personaje ficticio,nacido de mi interpretación del tipo detirano que muchas veces comienza conlas mejores intenciones, pero seconvierte en víctima de sus propiasambiciones y su naturaleza violenta.Owain Lawgoch, no obstante, es unafigura histórica, al igual que losarcedianos Rokelyn y Baldwin, elobispo Houghton y John Gisburne.

Incluí algunos antecedentes conrespecto a Owain Lawgoch en las notas

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d e El crimen del santuario. Como leexplica Martin Wirthir a Owen en estelibro, Owain Lawgoch regresó a Galespara reclamar su herencia, después de lamuerte de su padre, y luego volvió aFrancia, donde se cree que se unió a lascompañías libres (bandas demercenarios de varias nacionalidades).En las crónicas francesas se le conocecomo Yvain de Galles, un héroerespetado por el gran comandanteBertrand du Guesclin. Pero el lugar deOwain en la tradición galesa estábasado no en sus logros, sino en lo quela gente esperaba que hiciera. En ésta,igual que en las tradiciones de muchas

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culturas, existe un redentor-héroelegendario, a quien E. R. Henken definecomo «alguien que nunca ha muertorealmente, sino que, o bien sumido en elsueño o en una tierra lejana, espera elmomento en que su pueblo lo necesite;entonces regresará y devolverá a latierra su antigua gloria». (NationalHero, página 23). A lo largo de lossiglos, se creyó que ocho héroes comoél serían los redentores de Gales:Hiriell, Cynan, Cadwaladr, Arthur,Owain (extrañamente genérico, nuncaespecificado), Owain Lawgoch, OwainGlyndwr y Enrique Tudor (página 25).Tuve la suerte de que Owain Lawgoch

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perteneciera al período sobre el queestoy escribiendo a través de OwenArcher. La llegada del héroe fue el temade muchas canciones y poemas. Losbardos preparaban a la gente paraLawgoch; muchos hombres se alistabancon caballos y armas preparándose parala batalla venidera. Owain sí zarpóhacia Gales en diciembre de 1370 almando de barcos franceses, pero unatormenta lo obligó a regresar aGuernsey. Fue una expedición costosa einútil. Quizá ésa fue la razón por la cualel rey Carlos mantuvo ocupado a Owainen Francia durante los siguientes ochoaños. En 1378, mientras Owain

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comandaba el sitio de Mortagne en elestuario del Gironda, se le acercó unhombre que traía noticias de Gales y leofreció sus servicios. Ese individuo,John Lamb, se convirtió en el chambelánde Owain y en uno de sus hombres demayor confianza. Una mañana, cuandolos dos estaban sentados solosobservando el castillo sitiado, Lambapuñaló a Owain en el corazón. Lambrecibió 100 francos del gobierno inglésen agradecimiento por el asesinato de«un rebelde y enemigo del rey enFrancia». No existen pruebas claras deque Lamb actuara por orden delgobierno inglés. En la Anonimalle

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Chronicle de la abadía de Santa María,en York, en un registro del año 1378, sedice: «En esta época fue asesinado ungran enemigo de Inglaterra llamadoUwayn de la Mano Roja, era de Gales yexigía su herencia a la corona deInglaterra. Fue el jefe guerrero, despuésdel mariscal de Francia, en el sitio delcastillo de Mortagne.» Es interesanteque A. D. Carr sugiera que la «orden deeliminarlo debió de provenir de unaesfera muy alta, y el nombre de Juan deGante [duque de Lancaster], [entonces]regente del joven Ricardo II, viene a lamemoria…» (Owen of Wales, página57).

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No sabemos mucho acerca de losdiversos arcedianos de San David enaquel momento, pero he usado susnombres verdaderos. El obispoHoughton se convirtió en lord cancillerde Inglaterra en 1377, probablementegracias a la influencia de Juan de Gante.Murió en 1389 y fue sepultado en lacapilla de su colegio de Santa María, enSan David. Desafortunadamente, sutumba ya no existe. Como tampocoexiste la vidriera de color que, según latradición, representaba una historiasobre Houghton que oí en San David. Sedice que el obispo fue excomulgado porel papa Clemente VI, y que, a su vez,

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Houghton excomulgó al papa. Lahistoria, tal como es presentada, escronológicamente imposible, pero si laintención era referirse al antipapaClemente VII (1378-1394), es posible,aunque no probable. Aun así, es unabuena historia.

El hecho de que los forajidos queatacan Freythorpe Hadden hayan sidocontratados por un hombre rico se ajustaa lo que sucedía en aquella época.Consideremos el caso del obispoThomas de Lisie, que fue acusado deapoyar a «una serie de criminales,incluyendo a su propio hermano, susprimos, los oficiales de su propiedad y

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hasta a sacerdotes con prebendas…».Muchas veces eran acusados de «delitosque iban desde robos menores yextorsión hasta secuestros, incendios,asaltos y asesinatos (…) se decía que[sus] hombres saquearon y quemaron lascasas de la gente, irrumpiendo yentrando de noche mientras losocupantes estaban durmiendo»{Criminal Churchmen, introducción). Sibien las actividades de John Gisburne enUn espía para el Redentor son ficticias,más tarde fue acusado de asesinato, en1372. Como alcalde de York en 1371, ynuevamente en 1381, regresará comopersonaje prominente en aventuras

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futuras de Owen Archer.Para más información sobre Owain

Lawgoch, consúltese Owen of Wales:The End o fthe House of Gwynedd, deA. D. Carr.

(University of Wales Press, 1991), y«Owain Lawgoch-Yeuain De Galles:Some Facts and Suggestions», deEdward Owen, en Transactions of theHonourable Society ofCymmrododorion, Sesión 1899-1900,páginas 6-105. Para el redentor-héroe,v é a s e National Redeemer: OwainGlyndwr in Welsh Tradition, de ElissaP. Henken (University of Wales Press,1996). Para leer más acerca de la clase

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social de los mercaderes y sus choquesen York, véase Medieval Merchants:York, Beverley and Hull in the LaterMiddle Ages, de Jenny Kermode(Cambridge University Press, 1998) y«The Risings in York, Beverley andScarborough, 1380-1381», de R. B.Dobson, en The English Rising of 1381,editado por R. H. Hilton y T. H. Aston(Cambridge University Press, 1984),páginas 112-142. Para obtenerinformación sobre el obispo De Lisie,véase Criminal Churchmen in the Ageof Edward III, de John Aberth (PennState University Press, 1996). MayMcKisack menciona el ataque de Robert

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Bruce a Yorkshire en The FourteenthCentury 1307-1399 (Oxford ClarendonPress, 1959), página 75. Se puedeencontrar una discusión más amplia dela estrategia de Bruce en The Wars ofthe Bruces: Scotland, England andIreland 1306-1328, de Colm McNamee(Tuckwell Press, 1997).

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AgradecimientosEstoy muy agradecida a Lynne Drew,Kate Elton, Sara Ann Freed, Joyce Gibb,Jeremy Goldberg, Fiona Kelleghan,Evan Marshall, Nona Rees, ComptonReeves, Charlie Robb, Patrck Walsh, alpersonal de la Biblioteca Nacional deGales en Aberystwyth y a mis colegasde los foros Mediev-I, Chaucer yMedfem, de Internet, por dedicarme sutiempo y compartir sus conocimientos alo largo de la preparación y laelaboración de este libro. Cualquiererror seguramente es mío.

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CANDACE ROBB, nacida en 1950, esuna novelista histórica inglesa, conobras ambientadas en la Edad Media.También ha escrito bajo el seudónimode Emma Campion. Robb lleva muchosaños leyendo e investigado la historiamedieval, doctorándose en la EdadMedia y la literatura anglosajona.

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Divide su tiempo entre Seattle y elReino Unido, y a menudo pasa tiempo enEscocia y Nueva York documentándosee investigando para sus libros.