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N.V.E.G. EL ECO Habían pasado ya varias semanas desde lo acontecido. Le resultaba inverosímil creer que algo tan insignificante le causara una impresión tan profunda, después de todo no se trataba más que de una muchacha, una simple y común muchacha, sólo una más en el mundo. Y, sin embargo, en esta oportunidad las cosas no habían resultado tan fáciles. Asqueado, sintió en el pecho el amargo peso de la culpa. Para él, este sentimiento era por demás extraño bajo estas circunstancias, casi ridículo podría decirse. Irrelevante para nada. Por lo regular, esa sensación aparecía sólo cuando los acontecimientos no se sucedían de acuerdo a lo previsto fríamente en sus cálculos, su naturaleza perfeccionista lo acosaba hasta el punto de hacerle perder, muchas veces, el sueño. Pero, en este caso, los hechos no podían haberse sucedido con mayor precisión. Y sentir culpa por un trabajo bien hecho debía de haberlo hecho sentirse satisfecho, no culpable. Acosado por los sentimientos que se empeñaban en hacerle pasar la noche en vela, decidió levantarse de la cama y poner en orden sus ideas. Era necesario, pues la inesperada culpa lo torturaba desde el momento en que observó como la vida de la frágil muchacha se desvanecía entre sus brazos. Y lo peor era el recuerdo horroroso que conservaba de sus ojos. No podía olvidar lo profundo de aquella mirada, el escalofrío que le había causado al contemplar su pálido rostro en el preciso instante en que ella comprendió lo que estaba a punto de pasar en esa lúgubre cita, a la que tan ingenuamente había decidido asistir aquella mañana.

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Habían pasado ya varias semanas desde lo acontecido. Le resultaba inverosímil creer que algo tan insignificante le causara una impresión tan profunda, después de todo no se trataba más que de una muchacha, una simple y común muchacha, sólo una más en el mundo. Y, sin embargo, en esta oportunidad las cosas no habían resultado tan fáciles. Asqueado, sintió en el pecho el amargo peso de la culpa. Para él, este sentimiento era por demás extraño bajo estas circunstancias, casi ridículo podría decirse. Irrelevante para nada. Por lo regular, esa sensación aparecía sólo cuando los acontecimientos no se sucedían de acuerdo a lo previsto fríamente en sus cálculos, su naturaleza perfeccionista lo acosaba hasta el punto de hacerle perder, muchas veces, el sueño. Pero, en este caso, los hechos no podían haberse sucedido con mayor precisión. Y sentir culpa por un trabajo bien hecho debía de haberlo hecho sentirse satisfecho, no culpable. Acosado por los sentimientos que se empeñaban en hacerle pasar la noche en vela, decidió levantarse de la cama y poner en orden sus ideas. Era necesario, pues la inesperada culpa lo torturaba desde el momento en que observó como la vida de la frágil muchacha se desvanecía entre sus brazos. Y lo peor era el recuerdo horroroso que conservaba de sus ojos. No podía olvidar lo profundo de aquella mirada, el escalofrío que le había causado al contemplar su pálido rostro en el preciso instante en que ella comprendió lo que estaba a punto de pasar en esa lúgubre cita, a la que tan ingenuamente había decidido asistir aquella mañana.

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Inquieto, presa de una fiebre palpitante, encendió la lámpara que tenía en la mesa de noche y se dispuso a buscar los archivos que tan cuidadosamente había guardado en el escritorio de la recámara. Antes, no obstante, no pudo evitar caer en la vieja costumbre de bajar a la sala para asegurarse de que todo estaba en orden. El orden, la limpieza, el extremo cuidado en observar el estado de las cosas antes de moverlas un ápice de su lugar, todo aquello lo había convertido en el mejor exponente de su carrera. No todos poseían esa habilidad nata, o quizás hasta compulsiva, de conservar, casi fotográficamente, en su memoria cada detalle de cada lugar en el que se encontraba. Cuidadosamente abrió la gaveta del escritorio en el que conservaba los archivos de todos los “casos” que le habían encomendado ejecutar hasta aquel entonces. Por supuesto, había algunos trabajos de los que prefería no guardar ningún registro. Las implicaciones que estos conllevaban y las razones de los que le habían encomendado ejecutarlas, le obligaban a ser lo más discreto posible con los mismos. Sin embargo, aún cuando existían casos en los que era necesario llevar hasta ese extremo las medidas de precaución para conservarlos en el mayor de los secretos, le resultaban innecesarios los archivos y documentos que de los otros conservaba, para poder repasarlos en su mente, sin que ningún detalle escapase de su certero empeño. Y era precisamente el ejercicio de esta actividad, unida a su afán de perfeccionismo, la que le ayudaba a optimizar sus métodos de ejecución en su trabajo. Así pues, abrió la gaveta en la que conservaba una buena cantidad de archivos ordenados de acuerdo a la fecha de finalización de cada encargo. Al abrir el cajón recordó fugazmente las razones por las que ejercía tan ingrata tarea y se dijo a si mismo que todos, de

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una manera u otra, habían sido causantes de su fatal destino. Jamás hubiera aceptado un trabajo de no haberlo sido. Aparte de los detalles que cada cliente pudiese narrarle acerca de la causante de su fatídica decisión, estaba su investigación, minuciosa y detallada de cada una de las circunstancias que envolvía a cada caso en particular. Había allí casos de mujeres y hombres infieles, causa más común de encomendarle la ingrata tarea de eliminarlos, delincuentes, violadores, ladrones, timadores, alguno que otro viejo ladino que abusaba de su poder para obtener toda suerte de favores e incluso el singular caso de un auto asesinato o suicidio, en el que había participado sabiendo de antemano la intención del involucrado, pero ocultándolo hasta el final para conservar el poco de dignidad y orgullo que le quedaba al desgraciado. En fin, en 15 años de profesión había almacenado en su archivo casi 300 casos registrados de toda suerte de hechos en los que el azar, o tal vez el destino, le habían obligado a participar. El último caso que le habían encomendado era el de una joven muchacha de apenas 17 años a la que le habían encomendado asesinar hacía exactamente 3 semanas y dos días. Desde entonces, el pavoroso recuerdo de su mirada profunda y de su resignada expresión al descubrir el engañoso desenlace, lo habían acosado hasta el punto de no dejarlo trabajar en ningún otro caso desde aquel entonces. El encargo no había sido, en lo absoluto, convencional y eso lo hizo sentirse morbosamente atraído hacía el mismo. Por supuesto, la edad de la joven se le hacía por demás temprana como para hacerse merecedora de semejante condena por parte de otro individuo. Pero lo más interesante no era la temprana

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edad de la joven, sino la aún más temprana edad de la clienta que acudió a solicitarle sus servicios.

- Necesito que asesine a mi hermana – le espetó a quemarropa la pequeña.

Al principio no supo que responder. La crueldad, la dureza en las palabras de aquella esmirriada criatura que tenía en frente, lograron hacerle tambalearse ligeramente de su asiento. Era evidente que aquella niña no sobrepasaba siquiera la edad de 15 años. Sin embargo, se obligó a sí mismo a recobrar la compostura y averiguar la causa de aquella radical aseveración.

- ¿Por qué habría de hacerlo? - No lo comprendería. Ella es… diferente. Le resulta tóxica a

todo lo que le rodea. Nadie se atreve a decirlo en voz alta, pero yo sí. Ya me cansé de guardar silencio.

La frialdad de sus palabras, el total desapego que demostraba por alguien tan cercano a ella lo hicieron sentirse inquieto, a decir verdad, más curioso que inquieto.

- Debes ser más específica – le dijo- . No basta con que se considere a alguien “tóxico” para pretender eliminarlo.

- Detalles. ¿Qué importan los detalles? Tengo un trabajo para usted y puedo pagarle bien para que lo haga. En este caso es mejor omitir los detalles.

- No comprendes. No es cuestión de dinero. No puedo hacer lo que me pides si no tengo motivos valederos para hacerlo.

- Comprendo. Es su manera de justificarse y limpiar su conciencia. Así, tal vez piense que hace algo bueno y pueda dormir por las noches.

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No se lo esperaba. Pero prefirió callar y escuchar lo que tenía que decirle.

- Ella asesinó a mis padres… No fue hace mucho tiempo, sus cuerpos se descomponen en la tierra hace no más de 3 meses.

- ¿Cómo los mató? - No sé explicarlo con precisión. Es mejor que usted saque sus

propias conclusiones de lo que voy a contarle. Ariana es diferente. Desde que tengo uso de razón, siempre lo ha sido. Disfruta la soledad, el encierro, evita el contacto con todos, indiferentemente de si se trata de conocidos como de desconocidos. Por esa razón, cuando Ariana tenía 6 o 7 años, según me contaron mis padres, tuvieron que contratar un tutor para que le diese clases en casa. Aún así ella se negaba a hablar con él. Pasaron 2 semanas desde que lo trajeron a casa y una tarde ocurrió. Mientras él se encontraba, inútilmente, haciendo unos apuntes en la pizarra, comenzó a sangrar por la nariz. Mi madre, que se encontraba allí, no le dio importancia y lo llevó al cuarto de baño. Pero 20 minutos después, al no salir el profesor a la sala, decidió irlo a buscar. Lo encontró tirado en un charco de sangre y la nariz seguía sangrando. Lo llevaron de urgencia al médico. El profesor nunca más volvió a la casa. Ni siquiera a cobrar su sueldo. Incidentes así ocurrían cada vez que trataban de integrar a Ariana a la familia. Al principio no los tomaron más que como coincidencias, pero, con el tiempo, comenzaron a evitar su presencia. Todos, incluso mis padres.

- ¿Qué pasó con tus padres? - Hace tres meses decidieron hacer un viaje al extranjero. Ya

lo habían hecho otras veces, en la mayoría de sus viajes yo

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los acompañaba. Sé que sufrían, la querían, pero no podían acercársele. Era una sombra, un fantasma que vivía en el cuarto más alejado de la casa. Esta vez fue diferente. Ella se acercó, dijo querer ir con nosotros. No pudimos entenderla pero decidimos hacerle caso. Se comportó de una manera tan rara… Parecía feliz, hasta quiso ir de compras. Se compró montones de ropa. Parecía “curada”. La expresión de mis padres cambió, todos estábamos felices… Y ocurrió. Salimos del aeropuerto y cruzamos la calle para tomar un taxi. Subimos. De pronto, hubo una tremenda colisión. El taxi quedó destrozado, mis padres y el chófer murieron y, en el bus que nos impactó, no quedó nadie vivo. Sólo sobrevivimos Ariana y yo. Desde que salimos del hospital, Ariana volvió a ser la de siempre. Sin embargo, ayer me llamó a su cuarto para conversar conmigo. Dijo que lo lamentaba, que no lo hacía a propósito, que la ayudara. Tras mucho pensarlo llegué a la conclusión de que acudir a usted era la única manera de liberarla. Estupefacto por lo que había escuchado, decidió tomar el caso. Investigar un poco no le haría mal. Tras varias semanas de investigación, pudo comprobar que todo cuanto le había contado la niña era cierto. Por su cuenta, descubrió aún más cosas de las que le había referido. Incidentes ocurridos a los cocineros, empleados eventuales, vecinos y otros tantos que se habían aproximado a la muchacha, le hicieron darse cuenta de su nocividad.

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Así, urdió un plan para acercarse a ella. Con la ayuda de la niña logró que la joven accediese a hablar con él, pretendiendo ser un psicólogo, lo que le llevó varias semanas. Al fin, cuando se vieron, en el lugar convenido entre los cómplices, ejecutó la tarea sin más demora. No quería exponerse a ningún efecto secundario. Sin embargo, desde ese día no pudo pensar en nada más que en ella. Su mirada, en particular su mirada. Frustrado, al no poder resolver el problema que lo hostigaba se acostó sin sueño en su cama y pensó, inevitablemente, en ella. Otra vez iba a pasar la noche en blanco y ahí fue cuando la vio. El rostro espantado de la muchacha se había dibujado en el techo de la habitación. El color lechoso de la pintura recordaba su palidez marmórea y comprobó, horrorizado el eco de unos pasos que se acercaban pausadamente desde la habitación más alejada de la casa.

*…*