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Materia: Historia Moderna Cátedra: Campagne Teórico: 18 Fecha: 12 de octubre de 2012 Tema: La reforma protestante en el continente (IV): continuación del análisis de la doctrina luterana (la reforma de los sacramentos y de la eucaristía; el sacerdocio universal de los fieles; la libre interpretación de la Biblia; la negación de la supremacía papal; la supresión del monacato; la abolición del culto a los santos). Dictado por: Fabián Alejandro Campagne Revisado y corregido por: Fabián Alejandro Campagne -.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-. -.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.- Profesor Fabián Campagne: Ayer pudimos ver en su totalidad la primera pieza del programa de reforma religiosa luterana, la doctrina madre: la doctrina de la justificación por la sola fe. Hoy vamos a analizar las seis que nos restan, seis doctrinas que se desprenden –vamos a comprobarlo de inmediato– casi como por necesidad de la teoría del Sola Fide. Menciono rápidamente las seis piezas del programa de reforma de Lutero que trabajaremos durante el teórico de hoy: la reforma de los sacramentos y de la eucaristía; el sacerdocio universal de los fieles; la libre interpretación de la Biblia; la negación de la supremacía papal sobre la Iglesia universal; la supresión del monacato y la disolución de las órdenes religiosas; la abolición del culto a los 1

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Materia: Historia Moderna

Cátedra: Campagne

Teórico: 18

Fecha: 12 de octubre de 2012

Tema: La reforma protestante en el continente (IV): continuación del análisis de la doctrina luterana (la reforma de los sacramentos y de la eucaristía; el sacerdocio universal de los fieles; la libre interpretación de la Biblia; la negación de la supremacía papal; la supresión del monacato; la abolición del culto a los santos).

Dictado por: Fabián Alejandro Campagne

Revisado y corregido por: Fabián Alejandro Campagne

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Profesor Fabián Campagne: Ayer pudimos ver en su totalidad la primera pieza del programa de

reforma religiosa luterana, la doctrina madre: la doctrina de la justificación por la sola fe. Hoy

vamos a analizar las seis que nos restan, seis doctrinas que se desprenden –vamos a comprobarlo de

inmediato– casi como por necesidad de la teoría del Sola Fide. Menciono rápidamente las seis

piezas del programa de reforma de Lutero que trabajaremos durante el teórico de hoy: la reforma de

los sacramentos y de la eucaristía; el sacerdocio universal de los fieles; la libre interpretación de la

Biblia; la negación de la supremacía papal sobre la Iglesia universal; la supresión del monacato y la

disolución de las órdenes religiosas; la abolición del culto a los santos.

* * * *

Comencemos con la reforma de los sacramentos, y en particular con la del más importante de todos

ellos, la eucaristía. La eucaristía es, sin dudas, uno de los grandes temas de la historia cultural del

siglo XVI. Detrás de aquellos debates, por momentos feroces, que en la época se daban respecto del

sentido profundo que cabía asignar a la hostia consagrada –¿estaba la divinidad real y

materialmente presente en la materia ritual consagrada, o no lo estaba?– cualquier historiador de la

cultura más o menos entrenado rápidamente percibiría que lo que se estaba produciendo en el seno

de la cultura europea era un lento pero inevitable deslizamiento desde lo que podríamos calificar

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como una “pragmática de la presencia”, de corte netamente arcaico, hacia una “pragmática de la

representación”, de trazos decididamente modernos, deslizamiento que tuvo un rol muy importante

en la evolución de la cultura simbólica de Occidente, como voy a tratar de demostrar durante la

clase de hoy.

Tenemos que explicar qué son los sacramentos en primer lugar. Suele contraponerse, me parece que

con mucho tino, la “ética” de los sacramentos protestantes a la “estética” de los sacramentos

católicos. Tiene sentido esta contraposición porque los sacramentos católicos son puestas en escena

con un contenido teatral muy marcado, ceremonias en las cuales lo visual, lo gestual, lo auditivo, lo

olfativo y hasta lo gustativo cumplen un rol de primer orden. En su forma más elaborada, no caben

dudas de que los sacramentos católicos interpelan a los cinco sentidos en su conjunto.

¿Cuántos y cuáles son los sacramentos de la Iglesia católica? Son siete. El número se fija de manera

definitiva a mediados del siglo XII. Según la tradición es Pedro Lombardo en sus Sententiae quien

determina el listado que luego heredarán los siglos siguientes. Los Cuatro Libros de las Sentencias

(Libri Quattuor Sententiarum) fueron redactados durante la década de 1150.

En este listado encontramos rituales muy diferentes entre sí:

o tres ceremonias de iniciación o ritos de paso : el bautismo, la confirmación, y el sacramento

que hasta el Concilio Vaticano II se llamaba “extremaunción” y que en el presente se

denomina unción de los enfermos.

o un sacrificio ritual , incruento, por el cual no se derrama sangre ni se emplea ninguna afilada

cuchilla, un sacrificio sublimado y estilizado, pero sacrificio al fin: la eucaristía.

o un ritual penitencial, disciplinario : la confesión auricular, también llamada “sacramento de

la reconciliación o de la penitencia”.

o dos dispositivos diseñados para instaurar en el mundo social colectivos imaginarios , en

concreto, los dos que se necesitan para otorgar sustento a la eclesiología gregoriana, que

como ustedes saben son el laicado y el sacerdocio: el matrimonio y el orden sagrado (la

fábrica de sacerdotes de la Iglesia romana).

Sabemos cuántos y cuáles son los sacramentos de la Iglesia católica, pero aún no sabemos qué son.

En términos antropológicos se los puede concebir como manifestaciones dramáticas de la potencia

sagrada en el mundo de la materia. Suponen una suerte de intromisión del orden sobrenatural en el

orden natural, una suerte de lanzarse al mundo de la divinidad. En términos teológicos se los

caracteriza como efusiones extraordinarias de gracia sobrenatural. Ustedes ya saben la fenomenal 2

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importancia que la noción de gracia tiene para la economía de la salvación cristiana. Pues bien, si

los sacramentos son usinas capaces de producir volúmenes extraordinarios de gracia, y si la gracia

resulta la herramienta clave para la regeneración de los hombres, ipso facto se deduce que la

frecuentación de los sacramentos por parte de los fieles se vuelve imprescindible en el seno del

universo cultural católico.

Una última aclaración de tipo general. Ustedes ya saben también, porque lo hemos visto la semana

pasada, que en el marco de la Iglesia romana la administración de la economía sacramental es

monopolio excluyente de los sacerdotes consagrados. Ellos y sólo ellos pueden abrir estos grifos de

los que manaran volúmenes superabundantes de gracia salvífica. A excepción de algunos casos in

extremis, que no hacen más que confirmar la regla, y dejando de lado el ambiguo rol que los

contrayentes juegan durante la celebración del matrimonio cristiano, queda claro que los laicos no

pueden administrar sacramentos.

La eucaristía no es solamente el más importante de los siete sacramentos: es el ombligo ritual del

catolicismo tradicional. No existe ceremonia más importante, no hay ceremonia más relevante en el

contexto de la Iglesia romana que la eucaristía. De hecho, se trata de un artefacto cultural mucho

más audaz de lo que en principio podemos imaginarnos. La eucaristía es mucho más que la clásica

estampita de los niños católicos de nueve o diez años, vestidos de gris y blanco, que con las manitos

en actitud orante hacen fila para recibir su primera comunión. La eucaristía abarca este aspecto

social característico de la celebración de los rituales religiosos en el seno de sociedades fuertemente

secularizadas. Pero también implica otras dimensiones que la sociología de la cultura no puede

dejar pasar por alto. A poco que empleamos con la eucaristía la mirada etnográfica que yo

recomendaba durante la clase de ayer, lo primero que descubrimos es que esta relevante ceremonia

del cristianismo tradicional no es sino un ejercicio ritual de antropofagia, un ritual durante el cual

los fieles manducan a su dios, ingieren a la entidad a la que tributan honores divinos.

Esta vecindad conceptual entre canibalismo y eucaristía fue muy explotada por los polemistas

anticatólicos durante el siglo XVIII, tanto en Francia como en Inglaterra. Fijémonos en lo que

sucede con la Encyclopédie de Diderot y D’Alembert. Ustedes saben que la Enciclopedia fue

prohibida y permitida en muchas oportunidades, según el cambiante humor de la más o menos

complaciente censura del moribundo Antiguo Régimen de la segunda mitad del siglo XVIII. Para

que los volúmenes pudieran salir publicados, y para que además pudieran simultáneamente

transmitir ideología iluminista, los editores debieron recurrir a ingeniosos ardides. Uno de estos

artilugios fue la manipulación de los “paratextos”, que por lo general abundan en este género

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literario particular. Un paratexto típico del género enciclopédico son las palabras sueltas que

aparecen al final de cada uno de los artículos, para remitir al lector a otros artículos de temática

similar dentro de la misma colección. Como ustedes podrán apreciar, aquellas palabras funcionaban

como una suerte de lejano antecedente de los actuales “hipervínculos” de Internet. Por caso, si el

lector se detenía en la lectura del artículo “Volcanes” en uno de los tomos finales de la

Encyclopédie, al final del texto sin dudas iba a hallar términos suelos como “Terremotos”,

“Geología”, o similares, invitándolo a continuar leyendo artículos de temática conexa en otros

tomos de la obra. Ahora bien ¿qué sucedía si un lector leía el artículo “Eucaristía” en la

Enciclopedia? Se iba a encontrar con un artículo muy ajustado, respetuoso y preciso en términos

teológicos, hasta el punto de que pudo pasar la censura eclesiástica sin ningún tipo de

inconvenientes. Pero si el lector tenía la suficiente paciencia como para concluir la lectura de la voz

“Eucaristía”, una de las palabras finales con las que se iba a encontrar, remitiéndolo a un artículo de

temática emparentada en otro tomo de la obra, era “Antropofagia”. Se trata evidentemente de una

boutade, de un scherzo de los editores, en el que el censor no reparó, y por ello el volumen en

cuestión pudo ver la luz con estas características. Pero conociendo la ideología ilustrada de los

editores de la Enciclopedia creo que en esta estratagema se detecta mucho más que una simple

bromas: se trataba de una evidente bajada de línea, de una sutil táctica pensada para transmitir

pensamiento ilustrado en un contexto de censura efectiva.

En Inglaterra sucedía exactamente lo mismo. De hecho, la censura en la isla era mucho menos

severa en el siglo XVIII que en Francia. En Francia todavía podía resultar muy peligroso blasfemar

o burlarse de los dogmas o de las prácticas católicas en público, muy peligroso, como lo demuestran

dos escándalos de la década de 1760: el affaire Calas y el affaire del Chevalier de la Barre. El joven

Caballero de la Barre fue mutilado horriblemente por orden de un tribunal real por haberse resistido

a quitarse el sombrero cuando pasaba por las cercanías de una procesión de Corpus Christi que

portaba la hostia consagrada. Escándalos con estas características fueron los que instaron a Voltaire

a lanzar su famosa campaña pública contra la superstición y el fanatismo, bajo el lema “écraser

l’infâme », aplastar al infame. Para Voltaire “el infame” era el oscurantismo religioso en cualquiera

de sus vertientes, tanto católica como calvinista.

En la Inglaterra dieciochesca, en cambio, no sólo no corría peligro quien formulaba una diatriba

anticatólica, sino que sucedía todo lo contrario: los brulotes con tales características estaban

positivamente connotados. Inglaterra construyó gran parte de su identidad nacional durante toda la

Edad Moderna pensándose en gran medida como la contracara de todo lo católico, de todo lo

papista y de todo lo romano. Fíjense lo que sobre la “relación canibalismo-eucaristía” afirmaba el

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máximo pensador iluminista inglés, David Hume, en un libro de 1757 titulado Historia natural de

la religión: “Debe reconocerse que los católicos romanos constituyen una secta muy bien instruida,

y sin embargo Averroes, el famoso árabe, que sin duda había oído y conocía las supersticiones

egipcias, declara que de todas las religiones la más absurda e insensata es aquella en la que los

fieles se comen a su divinidad después de haberla creado. Creo ciertamente que en todo el

paganismo no se puede encontrar una doctrina que de tan ancha entrada al ridículo como la

doctrina de la presencia real, pues es tan absurda que elude la fuerza de todo argumento”.

Dejemos de lado por ahora las polémicas entre católicos y protestantes, y avancemos en el análisis

de la eucaristía entendida en si propia. En el mundo católico la eucaristía es la máxima epifanía de

lo numinoso en el mundo de la materia, la suprema manifestación de lo sagrado en la esfera de la

materialidad. ¿Por qué motivo? Porque la eucaristía no representa al dios de los católicos: es el

mismísimo dios de los católicos. Es por ello que ante la hostia consagrada los católicos se arrodillan

y veneran a dicho objeto como a su dios, como si la mismísima divinidad estuviera allí, de cuerpo

presente, sobre la mesa del altar.

Hay que comprender que el Dios cristiano, y muy especialmente en su versión católica, ha sido

siempre una divinidad particularmente enamorada de la materialidad. Desde la perspectiva católica

la sustancia divina no se fusionó con la materia en una única oportunidad sino en dos. La sustancia

divina primero se fusionó con la materia en ocasión de la Encarnación, cuando el Verbo divino,

aquel avatar eterno e increado del que hablábamos ayer, se humanó para transformarse en un dios

encerrado en un cuerpo, en un hombre-dios. Pero existe una segunda fusión de la sustancia divina

con la materia desde el punto de vista católico: la eucaristía. En cada porción de la materia

eucarística consagrada se encuentra real y materialmente presente la eterna e increada sustancia del

Dios de los católicos. Es por ello que la eucaristía podría caracterizarse como una segunda

Encarnación, como una Neo-encarnación.

Quien en los últimos años mejor ha pensado esta relación dialéctica entre las dos Encarnaciones es

una historiadora contemporánea, Lee Palmer Wandel. En el 2006 publicó por la prensa de la

Universidad de Cambridge un libro al que le puso título La eucaristía durante la Reforma.

Encarnación y liturgia, dedicado a estudiar las diferentes concepciones que sobre la eucaristía se

tenían durante el Renacimiento, tanto en el mundo católico como en el protestante. Wandel hace

algo muy poco frecuente para un historiador. En las conclusiones del libro se imagina un episodio,

describe un evento imaginario pero desde todo punto de vista plausible en el contexto de las

décadas finales del siglo XVI. Wandel imagina una misa celebrada en la Capilla Sixtina, cuando el

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templo contaba ya con los celebérrimo frescos de Miguel Ángel. El fresco que Miguel Ángel pinta

sobre la pared en la cual se encuentra el altar de la capilla es el que representa al Juicio Final. Este

fragmento, extremadamente conocido, está dominado por la figura de Cristo Juez, imaginado por

Buonarrotti como una divinidad particularmente hercúlea, gloriosa, apolínea. Se trata de un

verdadero dios solar, de rostro radiante, que se opone sin contemplaciones al rostro demacrado con

que suele representarse al Mesías supliciado en los crucifijos católicos. El de Michelangelo es un

dios muy corpóreo, muy humano. Se trata de un juez celestial que por otra parte está juzgando

entidades corporales. Según la escatología cristiana, al final de los tiempos, en el contexto de la

Parousía, resucitarán los cuerpos de todos los hombres y mujeres que alguna vez pisaron la tierra.

Ello implica que en el contexto de la Segunda Venida de Cristo hombres y mujeres serán juzgados

en cuerpo y alma. La escatología cristiana imagina en rigor de verdad dos juicios post-mortem para

los seres humanos: el individual y el colectivo. El individual tiene lugar inmediatamente después de

la muerte de cada persona. En el caso de este juicio individual la entidad sometida a juicio es el

alma del hombre o de la mujer en cuestión. Pero habrá un segundo juicio colectivo al final de los

tiempos, durante el cual los hombres serán juzgados en cuerpo y alma, y no sólo en espíritu. Este

alucinado evento apocalíptico es el que está describiendo Miguel Ángel en su fresco, una

representación iconográfica en la que vemos a un Dios-mucho-cuerpo juzgando a innumerable

cantidad de hombres-cuerpo. Ahora bien, lo que quiere resaltar Lee Palmer Wandel es lo siguiente:

cuando en el contexto de esta misa imaginaria celebrada en la Capilla Sixtina hacia 1590 el

sacerdote elevaba la hostia consagrada para que los presentes en el templo la adoraran –la elevación

de la hostia es el aleph de la misa católica, el punto culminante–, si los fieles arrodillados

levantaban la vista iban a poder observar en segundo plano, sobre la pared, la primera Encarnación,

la imagen del hombre-dios pintada por el artista, la primera fusión de la sustancia divina con la

materia; y en primer plano, superpuesta sobre la imagen anterior, la hostia consagrada en las manos

del oficiante, la segunda fusión de la sustancia divina con la materia, la segunda Encarnación. De tal

forma que, dice con justeza Wandel, ambas fusiones de lo numinoso con la materia se legitimaban,

se potenciaban, se explicaban, dialogaban entre sí (un diálogo mudo pero extremadamente eficaz

para quienes tuvieran las herramientas intelectuales para decodificarlo).

Hay que decir además que con la Eucaristía la Iglesia romana logró también resolver un problema

complejo: el de la búsqueda de los significantes materiales capaces de hacer realmente presente en

el mundo creado al dios de los cristianos. Me explico. En 1956 uno de los intelectuales más

famosos del siglo XX, el psicoanalista francés Jacques Lacan, en uno de sus también famosos

seminarios, formuló la que sin dudas es la más extraña definición de Espíritu Santo jamás

propuesta: el Espíritu Santo es la entrada del significante del mundo. Años después, otro intelectual

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francés, sociólogo de las religiones, Marcel Gauchet, en un libro al que puso por título El

desencantamiento del mundo. Una historia política de la religión, sostuvo que de todas las grandes

religiones con tendencias monoteístas (Islam, judaísmo, mazdeísmo) la única que imagina su

génesis, su origen, su nacimiento, como un proceso de desencantamiento del mundo es el

cristianismo.

Trataré de explicar en los minutos que siguen el sentido profundo de las afirmaciones de ambos

intelectuales franceses. Ustedes saben que en el origen el Dios de los cristianos es una divinidad que

no necesita ser buscada porque no se esconde. Es una divinidad encarnada, una divinidad en tres

dimensiones. Es un entidad materializada, un dios-hombre, un dios-nombre, un dios-cuerpo, un dios

que podía ser visto, tocado, oído, olido por los hombres. Una entidad cuyos pies dejaban huellas por

donde pasaba. Este “dios materializado” del cristianismo, sin embargo, indefectiblemente terminó

deviniendo “dios metafísico”. ¿Por qué? Porque después de su suplicio y de su resurrección

asciende a los Cielos; abandona el mundo, se retira a otra dimensión de existencia. Cuando ello

sucede le promete a sus desconsolados seguidores que en su reemplazo enviará al orden de la

materialidad otro avatar de la sustancia divina, el Espíritu Santo, la tercera persona de la Trinidad

cristiana, un avatar tan eterno e increado como las otras dos personas, Dios Padre y el Verbo

encarnado. Ahora bien, este otro avatar de la divinidad cristiana resulta muy particular. Por de

pronto, es invisible. Se trata sin dudas del famoso dios oculto del que hablaba Lucien Goldmann.

Esta sí es una epifanía divina que debe ser buscada, por cuanto resulta etérea. Pentecostés, el

episodio mítico que supone el ingreso, como diría Lacan, del Espíritu Santo en el mundo, también

implica entonces la llegada de un dios-pneuma, un dios fantasmático; recordemos de hecho cómo

llaman los ingleses al Espíritu Santo: the Holy Ghost.

Pues bien, a partir de Pentecostés, a partir de que este dios invisible se torna inmanente al mundo,

comienza por parte de los seguidores del dios cristiano una frenética búsqueda de los significantes

materiales capaces de hacer realmente presente en el mundo a esta entidad fugitiva, a este numen

que, a diferencia del anterior, no puede verse, oírse o tocarse… Con su ascenso a los cielos, el Dios

cristiano en algún sentido dejó con las ganas a sus seguidores. Habitó en este mundo durante

algunos años, pero luego lo abandonó dejando a sus discípulos con deseos de más, nostálgicos de su

presencia, o como diría Michel de Certeau, “enfermos de su ausencia”. Es por ello que los antiguos

himnos místicos cantaban: “lo Uno ya no está, se lo llevaron”. Recordemos también cómo comienza

uno de los máximos monumentos de la poesía en idioma castellano, el Cántico espiritual de San

Juan de la Cruz, un poema de una belleza extraordinaria (fue redactado a fines de la década de 1570

pero no se publicó hasta 1630). El Cántico comienza diciendo:

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“¿Adónde te escondiste,                                                    

                                             Amado, y me dejaste con gemido?                            

                                             Como el ciervo huiste,                                               

                                             Habiéndome herido;                                                  

                                             Salí tras ti clamando, y ya eras ido.”

Quienes mejor han comprendido esta dialéctica del Dios cristiano, que se muestra y se esconde, que

visita y que se retira, son los místicos, porque en ellos precisamente la presencia de la divinidad no

es permanente, no tiene carácter constante sino discontinuo.

Podríamos decir, entonces, que los sucesivos intentos de cosificación del orden sobrenatural, los

sucesivos intentos de encerrar la potencia sagrada en objetos materiales, de confinarla en fetiches

(reliquias, íconos, estatuas, sepulcros, templos, altares, sacramentales) no serían sino sucesivos

intentos de retornar a la tierra por la fuerza al Dios cristiano, sucesivos intentos de identificar los

significantes materiales capaces de hacerlo realmente presente en el mundo creado, en el mundo

real, en el orden de la materia.

Pues bien, en algún sentido, con la eucaristía la Iglesia romana invita a poner fin a la búsqueda. Si

algo persigue el cristianismo tradicional con la defensa de este ritual es la cristalización del

significante. “No busquen más”, parece decirle la Institución a los fieles. “Espiritualmente

hablando”, el Dios de los cristianos esta por todas partes, puesto que se trata de una divinidad

omnipresente e infinita. Pero “materialmente hablando”, la sustancia divina se encuentra solamente

en dos sitios: en el cuerpo del hombre-dios glorificado, a la diestra de Dios Padre; y en cada porción

de la sustancia eucarística consagrada. Materialmente hablando, la sustancia divina se encuentra: a)

en este mundo: en la eucaristía; b) en el orden trascendente: en el cuerpo transfigurado del hombre-

dios resucitado, ascendido a los cielos, y sentado a la derecha de Dios Padre en la corte celestial, de

donde ha de va a venir como juez a juzgar al mundo al final de los tiempos. Allí y sólo ahí, en esos

dos ámbitos, se encuentra presente “materialmente hablando” la sustancia divina. En otro plano de

la existencia, en la corte material: en este plano de existencia, en la eucaristía. No existe ningún otro

significante posible, para decir la Iglesia Romana con su defensa de la eucaristía. Dejen de buscar.

El único significante capaz de hacer materialmente presente a la sustancia divina en el mundo real

es la Eucaristía. No existe otro.

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Dejemos ahora la perspectiva antropológica que veníamos desarrollando hasta ahora y pasemos a

una perspectiva más de corte teológico. ¿Cómo justifica la teología católica que en la hostia

consagrada se encuentre real y materialmente presente la sustancia divina? En 1215, el IV Concilio

de Letrán convierte en un dogma, es decir, en una creencia del orden de lo que no puede discutirse,

una creencia que los católicos deben aceptar sin ningún tipo de condicionamiento porque de lo

contrario dejarían ipso facto de serlo, la doctrina de la transubstanciación.

No se puede comprender esta doctrina si no recuperamos algunas categorías básicas de la metafísica

de Aristóteles. Porque la transubstanciación es una doctrina aristotélica. Es más, es una doctrina que

juega y manipula las categorías de la ontología de Aristóteles; en particular con dos: las de sustancia

y forma. El término “sustancia” aparece, de hecho, en el rótulo que da nombre a la teoría:

transubstanciación.

¿Qué es la “sustancia” para la metafísica aristotélica? Se trata del ser plenamente en sí mismo. La

sustancia es aquello que permanece siempre igual a sí mismo entre los dos extremos de un proceso

de cambio, el sustrato común entre dos extremos que se transforman. Doy un ejemplo que creo que

va a resultar muy claro. La “sustancia” es lo que hace que, más allá de las variaciones que sufren los

accidentes externos, más allá de los cambios relacionados con el color, el aroma, el sabor o la

textura, una semilla de uva que se convierte en uva verde, que a su vez se convierte en una uva

madura, que su vez se convierte en una uva en estado descomposición, a pesar de todos estas

transformaciones, siga siendo siempre el mismo objeto, siga siendo el mismo ente.

¿Qué sería en cambio la “forma” para Aristóteles? Es todo aquello que le sobreviene a la materia

para llegar a convertirse en una sustancia en acto, en un objeto real. La forma es todo lo que le

acaece a la materia para que esta llegue a convertirse en un ente real, concreto, en tres dimensiones.

Me explico de nuevo a partir del mismo ejemplo. Las diferentes transformaciones sucesivas de la

sustancia uva que acabamos de ver (semilla, uva verde, madura, putrefacta), las diferentes

transformaciones sucesivas contenidas “en potencia” en la sustancia uva, no serían sino sucesivas

formas que la sustancia uva fue adoptando para llegar a convertirse en un ser real, en un ser

concreto.

¿Qué relación guardan estos principios ontológicos, dirán ustedes, con la eucaristía y con la

transubstanciación? La relación es directa. Aristóteles afirmaba que todo lo que existe,

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absolutamente todo, es una combinación de sustancia y forma, de sustancia y materia. Desde esta

perspectiva metafísica, sustancia y materia no pueden escindirse porque los objetos dejarían de

existir como tales, desaparecerían. Pues bien, lo que la doctrina de la transubstanciación viene a

enseñar es que por la milagrosa intervención de la divinidad, en el caso de la eucaristía sucede lo

que normalmente no podría pasar con ningún objeto: se produce una disyunción entre sustancia y

forma. ¿Ello qué significa? Que una vez que ha terminado la consagración eucarística en el seno de

la misa, los fieles que están dentro del templo siguen viendo los mismos accidentes externos que

observaban antes de que comenzara el ritual; los fieles siguen viendo los mismos accidentes

externos (olor, forma, sabor, textura) correspondientes a una determinada forma de la sustancia pan

y una determinada forma de la sustancia vino. Siguen viendo, en el caso de la hostia, una porción de

pan ultradelgado, ácimo, de un sabor ligeramente amargo y un aroma ligeramente acre, de una

textura rugosa, de un color blanco o crema; y en el caso del cáliz, unos centímetros cúbicos de un

vino de color claro, de aroma agradable y sabor dulce. Sin embargo, por la milagrosa intervención

del orden sobrenatural, la “sustancia” que estos soportes materiales contienen después de terminada

la consagración eucarística, ya no es más la sustancia original, “pan y vino”. Por milagrosa

intervención de Dios la sustancia original, pan y vino, ha sido expulsada de dichos objetos y

reemplazada por una nueva sustancia, la sustancia “cuerpo y sangre de Cristo”. Lo que se observa,

entonces, después de la consagración eucarística, es un espejismo. Los fieles observan objetos que

contienen una sustancia, la sustancia divina, pero cuyos accidentes externos corresponden en rigor

de verdad a otra sustancia, pan y vino. Se ha producido una disyunción milagrosa. Éste es el

“milagro completo” de la misa católica, una suerte de transformación alquímica. La sustancia

original que contenían los soportes materiales ha sido reemplazada por completo por una nueva

sustancia. Por ello hay una transubstanciación, la total transformación de una sustancia en otra.

Ahora bien, como para Aristóteles (y aquí arribamos al punto clave del razonamiento) la “sustancia”

es “el ser plenamente en sí mismo” –lo que define a “el ser de las cosas” nunca son las formas–, si

tras la consagración eucarística los soportes materiales, el pan y el vino, ya no contienen más la

sustancia pan y vino, pues han dejado de ser pan y vino (aunque los accidentes externos sugieran lo

contrario). Si por el contrario, dichos soportes materiales ahora contienen la sustancia divina, pues

ahora SON la sustancia divina, SON el cuerpo y la sangre de Cristo.

Si bien desde la perspectiva presente el razonamiento puede resultarnos absurdo, recordemos que la

física y la metafísica aristotélicas eran dos de las ciencias de punta de la época. La jugada doctrinal

impulsada por la Iglesia romana resultaba tan audaz como eficaz. Es como si en el presente alguien

pretendiera sustentar la creencia en los horóscopos partiendo de la teoría de la relatividad de

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Einstein. La filosofía natural de Aristóteles era uno de los puntales del pensamiento científico en el

siglo XIII, y la Iglesia se apodera de dicha disciplina para fundamentar uno de sus más extraños

rituales, un ceremonia que desafiaba el mismísimo principio de no contradicción.

Por ello, insisto, la eucaristía es un artefacto cultural mucho más audaz de lo que podemos imaginar.

En tanto objeto sagrado, destinado a una praxis cultual efectiva, lo que la eucaristía lisa y

llanamente hace es fusionar el significante con el significado, borrar las fronteras entre uno y otro.

¿Por qué? Porque para el pensamiento católico la eucaristía no es un artefacto que representa otra

cosa: es ésa otra cosa. En algún sentido la eucaristía católica es la asesina del símbolo. Es por ello

que cabe caracterizarla como ritual presimbólico, en extremo arcaico. Uno podría definir “símbolo”

de muchas maneras, pero una forma muy extendida de hacerlo es concibiéndolo como un

dispositivo cultural pensado parar tornar presente una ausencia a través del artilugio de la

representación. Ahora bien, en el caso de la eucaristía católica no hay nada que representar porque

no hay ausencia de ninguna clase. Lo que hay es pura presencia. Y si no hay nada que representar

no habrá nada que simbolizar. No se simbolizan presencias, se simbolizan ausencias.

Permítanme un pequeño paréntesis de color para que entendamos el carácter omnipresente que

culturalmente hablando tenía la eucaristía en los siglos XVI y XVII. Hace poco más de veinte años

un historiador de la ciencia italiano, Pietro Redondi, publicó un libro muy polémico al que le puso

por título Galileo herético. Redondi pudo llevar adelante la investigación en la que se basó esta

monografía gracias a la por entonces reciente desclasificación de documentos guardados en la

biblioteca del Vaticano. La tesis del libro es la siguiente: el verdadero motivo del acoso judicial que

sufre Galileo durante la primera mitad del siglo XVII no guardaría relación con lo que todos

suponemos, su defensa del heliocentrismo. No tendría nada que ver con su astronomía sin con su

física. No fue la astronomía de Galileo, cuanto la física de Galileo lo que molestó a los inquisidores

romanos. No fue su ciencia supralunar cuanto su ciencia sublunar la que provocó la persecución.

¿Qué quiere decir Redondi? En tanto filósofo natural, Galileo abandona la metafísica de Aristóteles

y adopta principios cercanos a la física de Demócrito. Para Galileo, todo lo que existe no es una

combinación de sustancia y forma, sino un agregado de pequeñas partículas elementales, los

átomos. El atomismo de Galileo volvía mucho menos plausible, mucho más ridículo, desde la

perspectiva de la ciencia de la época, desde la perspectiva de la que por entonces estaba pasando a

convertirse en la disciplina de punta del periodo, el dogma de la transubstanciación. No habría sido

Copérnico sino la eucaristía el verdadero y secreto motivo de la persecución judicial que padece

Galileo a manos del Santo Oficio romano. Reproduzco esta anécdota para que vean hasta qué punto

la eucaristía permeaba la cultura temprano-moderna en Occidente.

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¿Cuál es el rol que el sacerdote católico juega durante la consagración eucarística? Es un rol mucho

más pasivo del que podemos suponer en un principio. Yo creo que podría sostenerse que durante la

consagración eucarística el sacerdote católico es el agente vacío de una fuerza que lo atraviesa.

Lejos de expresar una palabra, la palabra lo usa para expresarse. Me explico. Durante todo el

transcurso de la misa, el oficiante utiliza siempre la primera persona cuando tiene que dirigirse a los

fieles y a la divinidad. A excepción de un momento extremadamente específico, en que abandona la

primera y recurre a la tercera persona, en que abandona el estilo directo y recurre al indirecto, en el

que cita frases que deben entrecomillarse porque son palabras de otro, de un tercero. Ese momento

es, precisamente, el de la consagración, aquél en el teóricamente se produce la transubstanciación.

¿Cómo comienza la consagración eucarística? El sacerdote comienza narrando por enésima vez el

devenir de la Última Cena. El Mesías cristiano, presente en Jerusalén a causa de la inminente

celebración de la Pascua judía, organiza un refrigerio con sus principales colaboradores, los

apóstoles. En un momento determinado de la cena, el hombre-dios toma un trozo de pan, lo

fracciona, lo reparte entre los comensales, y les dice [aquí se abren las comillas]: “Éste es mi

cuerpo, que será entregado por ustedes, por la salvación del colectivo humano. Hagan ésto [este

ritual, se entiende] en memoria mía [repitan esta ceremonia para acordarse de mí]”. Cierre de las

comillas. Luego el sacerdote continúa narrando la Última Cena. Le recuerda a los asistentes que el

Mesías tomó entonces un cáliz que contenía vino, lo hizo circular entre sus convidados, diciendo

[vuelven a abrirse las comillas]: “Ésta es mi sangre, éste es el cáliz de mi sangre, sangre para una

nueva Alianza que la divinidad establecerá con los hombres. Hagan ésto en memoria mía”. Cierre

de las comillas.1 Pues bien, son esas palabras entrecomilladas, las mismas que habría pronunciado la

divinidad encarnada durante la Última Cena –ayer resaltamos la capacidad para crear realidad que

posee el verbo divino en la tradición judeo-cristiana– las que producen la transubstanciación, la

milagrosa transformación de una sustancia en otra, las que expulsan del soporte material la

sustancia primigenia (pan y vino) y permiten el ingreso de una sustancia nueva (el cuerpo y la

sangre crísticos). Se trata de una suerte de extraña ventriloquía sobrenatural, un episodio de

posesión divina temporaria, un parlar divino que utiliza a un agente humano para expresarse.

El catolicismo también postula que, los sacramentos en general y la eucaristía en particular,

producen los efectos que predican sin importar ni el estado moral del oficiante ni su fe personal.

¿Por qué? Porque para la teología católica los sacramentos surten efecto ex opere operato, por el

1 Cabe aclarar que no estoy citando las palabras textuales del canon de la misa católica sino meramente parafraseándolas.

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simple hecho de llevar a cabo el ritual. Ello significa que si un sacerdote legítimamente consagrado

por la Iglesia romana, administra estos rituales de la manera en que dicha institución sostiene que

deben administrarse, siguiendo sin apartarse un ápice los guiones, textos y gestos que la Iglesia

recoge en sus misales y demás libros litúrgicos, los efectos esperados indefectiblemente se

producirán, siempre se producirán (en el caso de la eucaristía: la transubstanciación; en el caso de la

confesión: el perdón de los pecados; en el caso del bautismo: la cancelación del pecado original; en

el caso del orden sagrado: la consagración sacerdotal, etc.).

Este carácter cuasimecánico que los católicos parecen atribuir a la causalidad sacramental fue

responsable de que en el siglo XVI los protestantes los acusaran de practicar la magia ceremonial en

la mesa del altar. Los protestantes primero habían acusado a los católicos de idolatras, por

arrodillarse ante un pedazo de pan y ante una copa de vino, y tributarles honores divinos. Y luego

los acusaron de practicar la magia ritual, porque pretendían convertir un objeto en otro, el pan en

cuerpo de Cristo, el vino en sangre de Cristo, como los alquimistas. Hallamos rastros de esta

polémica anticatólica en el lugar menos pensado: en los cuentos de hadas. Todos sabemos que en

idioma castellano el conjuro mágico por antonomasia es “abracadabra”. En el norte de Europa, y en

el mundo protestante en particular, el equivalente del abracadabra meridional es “hocus pocus”.

Cuando en el cuento de Hansel y Gretel, recogido por los hermanos Grimm a mediados del siglo

XIX, la bruja debe paralizar a los niños que desea devorar, los toca con una varita mágica diciendo

“hocus pocus”, y de inmediato pierden la facultad de moverse. ¿Saben de dónde deriva esta

expresión? Hocus pocus es el apócope de Hoc est corpus meum, las palabras que utiliza el sacerdote

católico durante la consagración eucarística, parte de las palabras entrecomilladas que producirían

la transubstanciación. Creo que no puede existir mejor constatación que ésta de que en el universo

protestante la misa católica quedó durante mucho tiempo asociada a la magia tradicional.

¿Cómo responde la teología católica a esta acusación? ¿Cómo se defiende? Los teólogos católicos

dirán que en realidad la eucaristía y la magia ceremonial son fenómenos de orden diferente,

inmiscuibles. En la magia ritual, el oficiante intenta dominar, controlar, someter a su voluntad a la

potencia superior a la que invoca, a la que conjura. Intenta, de hecho, esclavizarla, darle órdenes.

Nada de ello, afirman los teólogos católicos, sucede durante la consagración eucarística. El

sacerdote no le da órdenes a la divinidad. No le impone comparecer. No la somete o esclaviza. Es la

divinidad la que solicitó a sus seguidores que repitieran aquel ritual, y la que les prometió que cada

vez que lo hicieran ella se haría presente para producir por intermedio del sacerdote el milagro de la

presencia real. No es el sacerdote, por lo tanto, el que utiliza a la divinidad sino la divinidad la que

lo utiliza para expresarse y producir un efecto (porque técnicamente hablando, recordemos, no es el

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sacerdote el que produce la transubstanciación sino la divinidad por intermedio suyo, así como no

es el sacerdote el que perdona los pecados sino la divinidad por intermedio suyo, así como no es el

sacerdote el que borra la mácula del pecado original sino la divinidad por intermedio suyo.

Veamos una última característica de la eucarística católica antes de pasar a la luterana. Para el

catolicismo la ceremonia eucarística tiene carácter sacrificial, es un ritual sacrificial. No funciona

como metáfora de un sacrificio. Es un sacrificio real. Sólo que se trata de un sacrificio incruento,

sublimado, durante el cual no se utiliza arma alguna ni se derrama sangre. Sin embargo, por el

hecho de que no corre sangre no deja de ser un sacrificio eficaz. Para el catolicismo, cada vez que

en una misa se celebra la eucaristía el hombre-dios vuelve a entregarse por los hombres, real y

efectivamente, y vuelve a ofrecer a la divinidad los méritos infinitos acumulados durante su suplicio

en la cruz, para de esa forma mantener siembre abiertas las puertas del orden trascendente para los

hombres. La eucaristía es para la teología católica el mismo sacrificio de la cruz, el mismo. No es

una representación sino una renovación no sangrienta del suplicio. En aspectos de la ritualidad

católica como el que estamos describiendo es dónde mejor se percibe el tiempo cíclico, el tiempo

del eterno retorno que tan característico resulta de las religiones sacrificiales. Para las religiones

sacrificiales sólo tiene sentido aquello que los dioses hicieron en los orígenes. Es por ello que hay

que repetir dichas acciones. Y los católicos lo hacen. Repiten de manera perenne lo que hizo su dios

en los orígenes.

* * * *

¿Qué opinaba el doctor Lutero de la doctrina de los sacramentos y de la eucaristía católica ? Ya

sabemos que para Lutero los sacramentos no producen gracia. Los sacramentos no podían

garantizar el estado de justificación para los fieles. Para el monje alemán, el estado de justificación

se alcanzaba por otra vía, por la sola fe (el tema que hemos desarrollado durante la clase de ayer).

Para Lutero los sacramentos no son sino buenas obras, y entonces tienen el mismo rol nulo en la

economía de la salvación cristiana que posee cualquier otra buena obra. La justificación se alcanza

para Lutero desesperando de sí mismo y depositando una fe sólida en las verdades del cristianismo.

No se consigue acumulando buenas obras.

Para el luteranismo, en consecuencia, los sacramentos no resultan imprescindibles para la salvación

de los creyentes. Precisamente porque no producen gracia. Para los católicos lo son por los motivos

opuestos: porque se los concibe como efusiones extraordinarias de gracia. Para Lutero los

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sacramentos no son siquiera intrínsecamente eficaces, no producen los efectos que predican ex

opere operato. La participación en una de estas ceremonias sólo le servirá a quien asista munido de

una fe profunda, que le ha valido alcanzar el estado de justificación. La pregunta que entonces cabe

realizar sería la siguiente: si este hombre ya ha alcanzado la justificación por otra vía, si Dios lo

toma por justo a causa de su fe, ¿de qué le sirve entonces participar de estos antiguos rituales? Para

Lutero la celebración eucarística posee utilidad porque fortalece la fe de los creyentes. Pensemos

que para el Reformador alemán el único paso que el creyente podía dar en pos de su salvación era

desesperar de sí mismo y fortalecer su fe. Pues bien, tomar parte de rituales destinados a rememorar

acontecimientos centrales de la historia de vida del fundador de la religión, es una manera muy

inteligente de reinventar de manera constante la creencia, de reactualizar de manera permanente la

convicción. Para este fin sirven los sacramentos. Si un hombre, si un creyente que se dice luterano,

participa de la eucaristía y no posee fe verdadera, y en consecuencia no ha sido tomado por justo

por la divinidad, para dicho individuo la eucaristía resultará absolutamente estéril, no tendrá ningún

efecto práctico, no servirá para nada. Ven que Lutero ha invertido en 180 grados la lógica semiótica

del catolicismo: para el catolicismo “el signo produce la fe”, es decir, el sacramento produce gracia;

para Lutero “la fe produce el signo”, es decir, sólo extrae un beneficio práctico de la ceremonia

quien participa de ella con fe verdadera.

¿Creía Lutero en la presencia real y material de la sustancia divina, del cuerpo y sangre de Cristo,

en la hostia consagrada, en la eucaristía? Sí, creía profundamente. De manera indubitable. Se trata

prácticamente del único punto de doctrina, la presencia real y material, respecto del cual Lutero no

rompe con su pasado católico. La pregunta es por qué. ¿Por qué en todos los demás puntos de

doctrina rompió radicalmente con el cristianismo tradicional y se negó a hacerlo cuando tuvo que

abordar el espinoso problema de la presencia real eucarística? La explicación probablemente resida

en el respeto que Lutero sentía por la literalidad del texto bíblico. Lutero, vamos a verlo dentro de

unos minutos, postuló que la única fuente de autoridad del pensamiento cristiano era la Biblia, el

único criterio de verdad del cristianismo era la Biblia. Pues bien, en los Evangelios sinópticos

Lutero encuentra más de una narración en la cual, con mucha claridad, sin ningún tipo de

ambigüedad, el hombre-dios, mientras sostenía un trozo de pan en sus manos dijo “éste es mi

cuerpo”, y mientras sostenía un cáliz con vino entre sus manos dijo “ésta es mi sangre”. Para Lutero

se trataba de dichos en extremo claros y transparentes, que no admitían sino una única

interpretación posible: que el cuerpo y la sangre de Cristo, de alguna manera misteriosa que los

hombres no podrían nunca explicar de manera satisfactoria, estaba real y materialmente presente en

la materia ritual consagrada. No cabían dobles lecturas posibles.

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Ahora bien, al mismo tiempo Lutero necesitaba restarle poder, prestigio, influencia y autoridad a los

sacerdotes de la Iglesia romana. Entonces ¿cómo hacer para diferenciarse de los adversarios

defendiendo el mismo principio teológico que ellos, es decir, la presencia real y material de la

sustancia divina en la eucaristía?. Lutero va a intentar resolver este dilema reemplazando la doctrina

de la transubstanciación por la doctrina de la consubstanciación. Para Lutero, cuando en el contexto

de la misa se celebra la eucaristía, la sustancia original contenida en la materia ritual utilizada (la

sustancia pan y vino) no desaparecían por completo de dicho soporte material. Simplemente hacía

algo de lugar para que se incorporara a dicho soporte la sustancia nueva, la sustancia cuerpo y

sangre de Cristo. De tal manera que en la eucaristía luterana habrá cuatro sustancias

simultáneamente presentes: pan, vino, sangre de Cristo, cuerpo de Cristo. Éste es el milagro

incompleto de la misa luterana. Por ello no cabe hablar en este caso de transubstanciación, de total

transformación de una sustancia en otra, sino de consubstanciación, de coexistencia de una

sustancia con otra en el mismo soporte material, el pan y el vino consagrados. Cuando a Lutero se le

preguntó cómo podía ser que en los mismos objetos coexistieran dos sustancias diferentes, primero

se remitió a los insondables misterios divinos. Pero luego ofreció un símil didáctico, utilizó una

comparación: es lo mismo que sucede con el hierro candente, dijo. El hierro al rojo vivo sería un

soporte material que contiene dos sustancias al mismo tiempo, la sustancia hierro y la sustancia

fuego. Lo mismo sucede con la eucaristía.

¿Cuál es el papel que el pastor luterano juega durante la celebración de la eucaristía? Es un rol

menos relevante aún que el que juega el sacerdote católico. ¿Por qué? Porque el luteranismo

suprime de la misa la fórmula de la consagración eucarística, suprime lo que se llama “el canon de

la misa”, las palabras entrecomilladas a las que antes aludimos. En la misa católica, aunque en

última instancia es la divinidad la que produce la transformación, el milagro aparece estrechamente

ligado, en términos temporales, a ciertas palabras y gestos que realiza el sacerdote; en la misa

católica se podría incluso determinar con precisión el momento en que se produce la

transubstanciación. Los sentidos no lo perciben, pero teológicamente hablando resulta determinar

con justeza el instante en el que el cambio se produce. En la misa luterana se han suprimido estas

palabras, se ha suprimido la fórmula de la consagración; entonces la transformación deja de estar

ligada directamente a determinados gestos o palabras pronunciadas por el pastor. La transformación

se produce por la intervención misteriosa e inefable de la divinidad, en un momento que ya no

resulta posible precisar con absoluta precisión pues no ha quedado atado a ninguna clase de

marcador o indicador exterior.

La consubstanciación tiene inmediata consecuencias rituales. La eucaristía luterana no puede

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adorarse, a diferencia de la católica. La consubstanciación ocluye la adoración de la materia ritual

consagrada. Los católicos pueden adorar a su eucaristía. Se ponen de rodillas ante ella porque

teológicamente hablando lo que observan ya no es más pan o vino (aunque externamente lo

parezcan). La sustancia original desapareció por completo de dichos objetos. Y como la sustancia es

lo que define el ser de las cosas, los objetos que tienen delante de sus ojos son el cuerpo y la sangre

de Cristo. Ésa es la razón por la que no cometen idolatría cuando se postran ante la hostia

consagrada. Los luteranos, por el contrario, no puede hacer lo propio, porque si bien en parte

estarían inclinándose ante de la divinidad, en parte estarían haciéndolo ante un trozo de pan,

incurriendo así en flagrante pecado de idolatría.

Por los mismos motivos la hostia luterana no puede reservarse. No puede guardarse, como hacen los

católicos, en custodios, sagrarios, copones o relicarios. Los católicos pueden guardar en repositorios

especiales las hostias consagradas y conservarlas allí durante semanas, eventualmente durante

meses o años, pues la presencia real no se diluye con el paso del tiempo. Los luteranos tienden a

creer, en cambio, que la presencia real se limita a la duración de la ceremonia, y se disuelve una vez

concluida la misma. Es por ello que la eucaristía no puede conservarse estrictamente hablando más

allá de la duración temporal de la misa. Existen algunos indicios que señalan que Lutero estaba

dispuesto a aceptar la posibilidad de que la eucaristía se reservara o incluso que se la adorara,

siempre y cuando dicha adoración no tuviera carácter compulsivo para los creyentes. Sin embargo,

la segunda voz autorizada dentro del campo luterano, Philipp Melanchthon, no estaba de acuerdo

con esta suerte de ritualismo filocatólico de Lutero, y tras la muerte del Reformador fueron sus

puntos de vista los que terminaron finalmente imponiéndose.

A raíz de la menor importancia soteriológica que la eucaristía adquiere en el luteranismo, se

modificó la periodicidad de la ceremonia. Los católicos celebran misa con periodicidad diaria, y

consecuentemente consagran la eucaristía todos los días del año. La única excepción es el Viernes

Santo (dado que se trata del día en que se conmemora el sacrificio sangriento, la Iglesia suspende

temporariamente la celebración del otro sacrificio, el incruento). Aun así, el Viernes Santo los

sacerdotes católicos distribuyen entre los fieles hostias consagradas en los días previos, con lo cual

teóricamente los católicos podrían comulgar los 365 días del año si así lo desearan. Los luteranos,

en cambio, han tendido a limitar su eucaristía a las ceremonias solemnes de los días domingos. La

eucaristía pasó de tener una periodicidad diaria a tener una periodicidad semanal. Los calvinistas

todavía espaciarán más los plazos. En el universo calvinista, la “Cena del Señor” –nombre que

reemplazó al término eucaristía– se celebra una vez cada tres meses, es decir, cuatro veces al año.

Hay indicios que sugieren que Calvino hubiera deseado que la Cena del Señor se celebrara una vez

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por mes, pero las autoridades de Ginebra finalmente impusieron su criterio. En síntesis, a medida

que fueron pasando los años las diversas variantes del cristianismo occidental fueron pasando de

una periodicidad diaria, a una semanal y luego a una trimestral, en lo que al ritual eucarístico se

refiere. El hecho denota claramente la pérdida de importancia soteriológica que la eucaristía

experimenta con el paso de las décadas. Se trata, ni más ni menos, del deslizamiento hacia una

pragmática de la representación del que hablamos al comienzo del teórico de hoy.

Por último, para el luteranismo la eucaristía no puede concebirse como sacrificio. El hombre-dios

no vuelve a entregarse una y otra vez, cada vez que se celebra el ritual. Ya se entregó en una

ocasión. El suplicio histórico ya tuvo lugar y resulta suficiente. La tarea del Mesías está cumplida.

Con aquel sangriento sacrificio reunió méritos infinitos que la divinidad podrá imputar a los

hombres hasta el fin de los tiempos. Lutero considera que la eucaristía es un don que la divinidad

concede a los hombres para ayudarlos a fortalecer su fe, pero de ningún modo acepta considerarla

como una ofrenda que los hombres hacen a la divinidad.

Ahora bien, a pesar de las diferencias que estamos analizando, que no resultan menores, existe un

fuerte punto de contacto entre las eucaristías católica y luterana: la defensa de la presencia real y

material de la sustancia divina en la materia ritual consagrada. Pese a todas las diferencias que

acabamos de describir, católicos y luteranos están convencidos de que en el pan y el vino

consagrados se encuentra efectivamente presente el cuerpo y la sangre de Cristo. En este punto el

acuerdo es total. No sucederá lo mismo, lo vamos a ver la semana próxima, entre catolicismo y

calvinismo.

* * * *

Tenemos que analizar las restantes cinco doctrinas que completan la reforma religiosa luterana.

Todas ellas derivan, casi como por necesidad, de la teoría de la justificación por la sola fe que

analizamos ayer.

Comencemos con la tercera doctrina de la serie: la del sacerdocio universal de los fieles. Se trata de

la tesis que implicó ipso facto la supresión del orden sagrado católico. Fue también la herramienta a

la que recurrió Lutero para neutralizar la Reforma gregoriana, para disolver el hiato hasta entonces

inconmensurable entre laicado y sacerdocio, distancia que hasta el presente continúa caracterizando

al catolicismo en materia eclesiológica. La Iglesia luterana es, pues, una iglesia cristiana que no se 18

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sustenta sobre la tajante diferenciación laicado—sacerdocio.

La doctrina del sacerdocio universal, insisto, se desprende casi por necesidad tanto de la

justificación por la sola fe como de la reforma de los sacramentos. Por un lado, porque si Lutero

viene a decirnos que sólo la fe salva, que la gracia que el hombre recibe a causa de su fe es

individual y no puede transferirse, el hombre queda entonces solo ante la divinidad, y cualquier

clase de intermediación entre el orden natural y el orden sobrenatural se vacía de sentido, cae por su

propio peso. Ahora bien, la más elemental, la más obvia y visible de esas intermediaciones entre

Dios y los hombres son los sacerdotes consagrados. Al mismo tiempo, si Lutero nos dice que los

sacramentos no producen gracia, que no resultan imprescindibles para la salvación, que tienen el

mismo rol nulo en la economía de la salvación que cualquier otra buena obra, desaparece entonces

una de las principales justificaciones para legitimar la existencia de una casta de sacerdotes

consagrados ontológicamente separada del resto de los fieles por su capacidad para hacer presentes

poderes ausentes, por su capacidad para abrir los grifos de los cuales fluyen volúmenes

extraordinarios de gracia salvífica, y por su habilidad para abrir vías expeditivas de comunicación

con el orden metafísico.

Lutero va a fundamentar esa doctrina, sociológicamente revolucionaria, curiosamente a partir de un

texto marginal del canon neotestamentario, la Segunda Carta del apóstol San Pedro. Se trata de una

carta de carácter universal que, a diferencia de las que escribió San Pablo, no está dirigida a ninguna

comunidad urbana en particular, sino al ecumene cristiano en general. En 1 Pedro 2, 9, leemos:

“Vosotros sois” (refiriéndose a los bautizados) “sacerdocio real”. ¿Qué interpretación realiza Lutero

de este fragmento? Que todos los bautizados son igualmente sacerdotes sin necesidad de una

consagración ulterior (como sucede con la Iglesia romana, que establece una ceremonia y un

sacramento específicos para acceder al sacerdocio propiamente dicho).

¿Qué características tendrá entonces la clase dirigente de este nuevo tipo de Iglesia cristiana

fundada por Lutero, un nuevo tipo de Iglesia cristiana que no se basa en la división tajante entre

sacerdocio y laicado? En otras palabras, ¿qué características diferenciarán al pastor luterano del

sacerdote católico de 1520 en adelante?

o El pastor luterano no posee un status diferenciado en función de su capacidad para

manipular el orden sobrenatural, a diferencia de lo que sucede con el sacerdote católico.

o El pastor luterano es un simple delegado de los fieles que comparte con ellos el mismo

sacerdocio universal, y que se diferencia de los restantes miembros de la Iglesia tan sólo por

las funciones que cumple: simplemente porque se dedica full time a administrar ciertos 19

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rituales, a estudiar la Biblia y a predicar el cristianismo.

o La diferencia que separa al pastor luterano de los fieles es de orden cuantitativo, no

cualitativo (como la que separa al sacerdote del laico católico). Simplemente el pastor

dedica más tiempo a la Iglesia que el resto de los fieles porque ésa es su profesión. No posee

ninguna potestad sobrenatural que el común de los fieles no posea, como sucede en el

catolicismo (el sacerdote puede administrar sacramentos y el laico no). Se trata del tipo de

diferenciación funcional que según textos muy antiguos como Hechos de los Apóstoles o la

Didaché caracterizaba a las sectas cristianas primitivas.

o Finalmente, cuando rediseña el sacerdocio cristiano Lutero suprime el celibato compulsivo.

Lo considera una norma exorbitante, una exigencia ética de difícil cumplimiento, que carece

además de fundamentos escriturarios e impone un status de moral diferenciada que resulta

difícil justificar.

A medida que durante el siglo XVI fueron apareciendo nuevas confesiones protestantes, la

diferencia entre sus líderes y el sacerdote católico fueron aumentando. Es lo que sucede con el

calvinismo. En la Iglesia de Calvino los sacramentos son aún menos relevantes que en el

luteranismo. Es por éso que el pastor calvinista, mucho más incluso que el luterano, es un

predicador, un especialista en la oratoria sagrada antes que un administrador de rituales.

Exactamente lo contrario sucede con el sacerdote católico, que es mucho más administrador de

rituales que predicador. No estoy diciendo que los presbíteros católicos no predican o que los

pastores calvinistas no administran rituales. Estoy aludiendo a la importancia proporcional que cada

una de estas prácticas tiene en estas religiones. Como sabemos, el momento culminante de la misa

católica no es la homilía sino la eucaristía. En los servicios calvinistas se da la situación

exactamente inversa: en la mayoría de los servicios dominicales no se celebra el ritual de la Cena

del Señor, pero siempre, todos los domingos, el pastor predicará el correspondiente sermón. El

pastor luterano se ubicaría a mitad de camino entre ambos extremos, el extremo católico que

prioriza lo ritual y el calvinista que prioriza la palabra.

* * * *

La cuarta doctrina del complejo teológico luterano es la libre interpretación de la Biblia.

Lutero convierte a la Biblia en la única fuente de autoridad del pensamiento cristiano, el único

criterio de verdad del cristianismo. Con ello se opone claramente a la Iglesia católica, que identifica

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tres fuentes de verdad equivalentes: la Biblia, la Tradición, el Magisterio de la Iglesia.

¿Qué es la Tradición para el catolicismo? Son las enseñanzas orales, y que por lo tanto no figuran

en la Biblia, que Jesucristo transmitió a sus apóstoles, que éstos transmitieron a sus discípulos, que

éstos enseñaron a sus propios seguidores, y que de esa manera se conservaron en el seno de la

Iglesia romana hasta el presente. Son los usos y costumbres que no figuran en los textos sagrados

pero que gracias al paso del tiempo se fueron convirtiendo en consuetudo.

¿Qué es el Magisterio? Son las enseñanzas de los papas, de los obispos, de los Padres de la Iglesia

del primer milenio, de los doctores escolásticos del segundo milenio. Son, en definitiva, las

definiciones doctrinales que los grandes pensadores de la Iglesia romana construyeron a partir de las

interpretaciones particulares que dieron a los textos sagrados.

Para el catolicismo, estas tres fuentes de autoridad están exactamente al mismo nivel. Es esta

sinonimia la que Lutero niega con énfasis. No está dispuesto a aceptar la equivalencia entre las

Sagradas Escrituras y su interpretación, entre la Biblia y la exégesis bíblica, entre lo que Santo

Tomás de Aquino dice que la Biblia dice, y lo que la Biblia en efecto sostiene.

Esta lógica enfrentada se observa a la perfección en el debate de Leipzig de julio de 1519. Mientras

debatían, Lutero exclusivamente argumentaba a partir de fragmentos bíblicos. Sólo citaba las

Escrituras. Su adversario, por su parte, el dominico Johann Eck, no citaba tanto a la Biblia cuanto a

sus exégetas.

Ahora bien, en concreto ¿qué significa la libre interpretación de la Biblia? El rótulo resulta muy

engañoso. Casi yo diría que resulta falso. Porque no implica, como sugieren las palabras, la total

democratización de la hermenéutica de la Revelación escrita. Quienes propusieron esta

democratización plena en el siglo XVI fueron los anabaptistas (fue la Reforma radical, no fue la

Reforma institucional). Lo que Lutero pretende con esta doctrina simplemente es reemplazar el

monopolio interpretativo excluyente de una persona, el Papa, por una interpretación consensuada a

cargo del colectivo de teólogos y pastores. Lo que Lutero pretendía hacer era aplicar la lógica

conciliarista a la formulación de la creencia. Estaba tratando de recuperar lo que el Concilio de

Basilea había hecho en 1431 (recordemos que este fue el único de los 21 concilios ecuménicos que

no sólo otorgó voz y voto a los obispos sino a cualquier eclesiástico que tuviera el grado de doctor

en teología). Lo que Lutero pretendía era imponer una lógica asamblearia para la fijación del

dogma, y con ello rechazar la potestad oracular que el catolicismo concedía al papado en materia de

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interpretación bíblica (potestad oracular reforzada por el Concilio Vaticano I de 1870, que convirtió

en dogma la infalibilidad papal: cuando el pontífice romano en tanto tal, es decir actuando ex

cathedra, opina en materia de fe y costumbres, no puede equivocarse. Nada más alejado del

pensamiento luterano que esta doctrina de la infalibilidad papal). Lutero pretende reemplazar el

absolutismo papal por una asamblea de técnicos, una monarquía absoluta por una república

oligárquica.

Ahora bien, para la fundamentación de esta doctrina Lutero parte de un presupuesto, de una premisa

implícita: si un creyente munido de una fe sólida y verdadera, y que como tal ha recibido la gracia y

ha alcanzado el estado de justificación, se pone a leer la Biblia, no podrá sino interpretarla de la

misma manera en que lo hacen los teólogos y pastores luteranos. Porque si ello no sucede, pues

entonces no cabe duda de que dicho individuo carece de fe verdadera, de que no ha recibido la

gracia, de que no ha alcanzado el estado de justificación, y de que no está inspirado por el Espíritu

Santo. El razonamiento resulta circular. El luteranismo hace de la aquiescencia ideológica uno de

los principales marcadores externos del estado de justificación del creyente. Ven que es lo contrario,

exactamente lo contrario, de la plena democratización de la interpretación de la Biblia. En realidad

supone que el fiel tiene que interpretar la Biblia como la interpreta la clase dirigente de la Iglesia

luterana. Es por ello que Lutero sostiene que la Biblia es el espejo de Dios, pero que hay que tener

fe para poder ver con claridad en dicho espejo.

Más allá de estas restricciones, a la hora de desentrañar el sentido profundo del discurso bíblico el

luteranismo (y más tarde la totalidad de las confesiones derivadas del enorme tronco protestante)

buscó por todos los medios incentivar a sus fieles para que frecuentaran de manera cotidiana las

Escrituras, marcando así una diferencia notable con el catolicismo temprano-moderno, que siempre

continuó desconfiando de la frecuentación de la Biblia por parte de los laicos. Para el catolicismo de

la Edad Moderna las vías privilegiadas de transmisión de ideología siguieron siendo la imagen y el

discurso oral, la iconografía y la palabra hablada, mucho más que la palabra escrita. Ello explica por

qué en la Edad Moderna la tasa de alfabetización siempre fue mucho más elevada en las áreas que

rompieron con Roma que en las que siguieron ligadas al catolicismo; la cantidad de personas que

sabían leer y escribir era mucho elevada en los Países Bajos del Norte, calvinistas, que en los Países

Bajos del Sur, católicos.

Esa insistencia del luteranismo en la lectura diaria de la Biblia provocó una revolución cultural.

¿Por qué? Porque para que la recomendación pudiera volverse literal, se hizo necesario en el mundo

protestante traducir el Antiguo y el Nuevo Testamentos a cuanta lengua vernácula existiera. He aquí

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otra notable diferencia con el catolicismo de la Edad Moderna. La Iglesia papal del período sólo

admitió como única versión posible de la Biblia la llamada Vulgata de San Jerónimo, la traducción

al latín que c. 380 realizara el patriarca San Jerónimo. Se llama Vulgata porque San Jerónimo

priorizó el latín vulgar por sobre el de Cicerón, precisamente para que el texto sagrado tuviera

amplia difusión y pudiera ser leído por la mayor cantidad de personas. Es curioso que esta

estrategia, que pudo potenciar la divulgación del texto bíblico en la Antigüedad Tardía, provocó en

los siglos subsiguientes el efecto contrario, dado que para comienzos de la Edad Moderna sólo la

élite intelectual podía leer latín de corrido.

La Iglesia romana no solamente prohibió y puso fuera de la ley en la Edad Moderna cualquier

versión de la Biblia en lengua vernácula, sino que además puso en el Índice de libros prohibidos

cualquier traducción al latín alternativa que pudiera competir con la de San Jerónimo. Por ejemplo,

la fenomenal y maravillosa traducción del Nuevo Testamento que Erasmo de Rotterdam culmina

hacia 1516. Se trata de una versión técnicamente muy superior a la de Jerónimo, puesto que está

cotejada con los textos griegos (Erasmo publicó el texto griego en una página y en la siguiente su

traducción al latín). Es un verdadero monumento a la ciencia filológica. Paradójicamente, esta

maravilla producida por un pensador católico fue mucho más aprovechada por los protestantes que

por la Iglesia romana. Cuando Lutero, encerrado en el castillo de Wartburg entre 1521 y 1522, se

puso a traducir la Biblia al alemán, se dejó guiar por la traducción de Erasmo. Lo mismo hizo el

equipo de teólogos coordinado por Jacobo I de Inglaterra, que en 1616 concluyó la traducción de la

Biblia al inglés, la celebérrima Biblia del Rey Jacobo, un monumento a la lengua inglesa a la par de

las tragedias de Shakespeare o de los poemas de Milton. La Iglesia católica, sin embargo, incluyó la

traducción erasmiana en el Index.

Este enamoramiento de los protestantes por la traducción contribuyó a acelerar lo que yo llamaría el

proceso de desencantamiento del mundo en la Edad Moderna, porque en términos generales ayudó

a potenciar de manera notable el relativismo cultural. La traducción relativiza, desabsolutiza,

desmitifica. Lo que la traducción y la filología sostienen es que no existe una única versión posible

de los textos sagrados. Hay tantas versiones como manuscritos antiguos se hayan conservado. Hay

tantas versiones como traducciones modernas existan en lengua vernácula. Esta constatación

empuja sin lugar a dudas el relativismo cultural, y el relativismo cultural está, a su vez,

estrechamente ligado a los avances del proceso de secularización en Occidente.

* * * *

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La quinta doctrina del programa de reforma religiosa luterano es la negación de la supremacía

papal. Lutero sienta las bases de esta tesis en uno de sus textos más importantes, una suerte de

equivalente renacentista del Manifiesto Comunista de Marx: me refiero al opúsculo titulado A la

nobleza cristiana de la nación alemana, de agosto de 1520. Éste es un texto de trinchera, una

declaración de guerra a la curia romana. En este ensayo Lutero ataca lo que denomina “los tres

muros de la romanidad”: se trata de las tres murallas detrás las cuales la Iglesia papal se refugió

durante más de mil años para impedir cualquier intento de reforma, cualquier intento de retorno a la

más pura tradición evangélica. Estas murallas expresan de manera metafórica tres falsas

superioridades que el papado se arroga: 1) la pretendida superioridad del poder religioso sobre el

poder laico. Lutero dirá todo lo contrario: que la iglesia sólo debe tener autoridad en materia

espiritual y pastoral, y someterse al poder del estado en los asuntos de índole temporal; 2) el

pretendido derecho que se arroga el pontífice de ser el único interprete legítimo de las Escrituras; 3)

la pretendida superioridad del Papa sobre los concilios, entendidos aquí no a la manera tradicional

(es decir, como una reunión universal de obispos) sino como una asamblea de teólogos y

pensadores cristianos.

En el Llamado a la nobleza cristiana, en síntesis, Lutero llama a los príncipes alemanes a rebelarse

contra la tiranía de Roma, y a desconocer la pretendida supremacía de su obispo sobre la Iglesia

universal.

* * * *

La sexta doctrina es la supresión del monacato. Lutero desarrolla este tema clave para él –

recordemos que había sido monje por cerca de 15 años– en un opúsculo que redacta en el castillo de

Wartburg a fines de 1521, mientras estaba escondido. Le pone por título De votis monasticis. Y lo

escribe en latín, lo cual resulta toda una rareza. Lutero escribía por entonces la mayoría de sus

opúsculos en alemán, porque quería lograr para sus ideas la mayor difusión posible. Este trabajo, sin

embargo, no lo escribe en lengua vernácula. Resulta evidente que no está destinado al pueblo llano

sino a sus ex compañeros de status monacal (poco después de la redacción de este opúsculo Lutero

contraería nupcias con Katharina von Bora, también ex religiosa). Lutero dedica el De votis

monasticis a su padre, aquel hombre que en 1505 se había opuesto por todos sus medios al ingreso

de su hijo en el convento agustino de Erfurt. Las relaciones entre padre e hijo habían quedado rotas

a partir de 1505, y solo se restablecieron cuando Lutero rompió con Roma, abandonó los hábitos, y

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contrajo matrimonio para formar su propia familia. El padre de Lutero muere muy longevo, en

1530, por lo que vivió lo suficiente para ver a su hijo transformado en el más grande reformador

religioso de la historia del continente.

¿Por qué Lutero critica al monacato? Por cuatro motivos. Primero, porque lo considera una

comunidad de parentesco artificial que carece de base escrituraria: ¿en qué libro de la Biblia

hallamos abadías, monasterios o conventos de monjas? En segundo lugar, sostiene que el monacato

se basa en un sistema de votos múltiples (los religiosos suman el voto de pobreza a los dos que

realizan los sacerdotes seculares, el de obediencia y castidad) que supone un status de moralidad

diferenciado para diferentes clases de creyentes; en otras palabras, el sistema de votos parte de la

tesis de que a algunos creyentes se les puede exigir más que a otros porque tendrían un mayor

potencial de perfeccionamiento moral. Lutero está en completo desacuerdo: las exigencias éticas

tienen que ser las mismas para todos los cristianos. En tercer lugar, Lutero sostiene que los frailes y

los religiosos, las monjas y los monjes, violan el cuarto mandamiento que ordena honrar padre y

madre, porque al ingresar en estas fraternidades artificiales dejan librados a su suerte a los mayores

de su propio linaje, a los ancianos de la propia familia. Por último, Lutero critica con particular

fuerza el voto de castidad: se trataba de una exigencia moral desmedida, que no resultaba posible

para todo el mundo, y que por lo tanto nunca podía funcionar como norma universal para un

determinado colectivo de cristianos.

Recordemos además que la supresión del monacato tuvo consecuencias socioeconómicas muy

destacadas, porque la mayor parte de las tierras confiscadas en el mundo protestante durante el

proceso de desamortización de los bienes eclesiásticos pertenecían a estas órdenes religiosas que

Lutero está sugiriendo abolir.

* * * *

La séptima y última doctrina luterana que tenemos que analizar es la abolición del culto a los

santos, uno de los ámbitos en el que más claramente se perciben las diferencias entre católicos y

protestantes.

Ustedes ya saben que una de las principales fuentes de autoridad de Lutero es San Agustín. La otra

gran fuente es San Pablo de Tarso. Si en materia teológica ustedes quieren reducir hasta la

caricatura al luteranismo podrían decir que surge de la combinación del pesimismo agustiniano con

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el individualismo paulino. Para Pablo de Tarso, la conversión individual, privadísima, es decir, el

súbito deseo de adherir a un código moral particular, es la vía más eficiente, el mejor camino

posible para alcanzar la salvación.

Es en la doctrina de la justificación por la sola fe donde el pesimismo de Agustín y el

individualismo de San Pablo se fusionan a la perfección. Sabemos que la teoría de la salvación

luterana implicó la supresión de todas las intermediaciones posibles entre Dios y los hombres. Ya lo

hemos visto a Lutero suprimiendo el sacerdocio, el papado, al monacato y los sacramentos.

Veámoslo ahora suprimiendo la quinta intermediación que restaba: los santos.

Todos sabemos lo que los santos representan para el mundo católico: son héroes de leyenda,

personajes míticos, paladines que llevaron hasta un estadio heroico el ejercicio de las grandes

virtudes cristianas. El sentido último que el culto a los santos posee desde la perspectiva de la

Iglesia institucional es ofrecer a los fieles un protocolo de conductas imitables. Hay un componente

intrínsecamente mimético en el culto a los santos. ¿Para qué están los santos? En esencia están para

ser imitados. Los santos son el paradigma más perfecto de la imitatio Christi, la prueba viviente de

lo que la naturaleza humana puede conseguir si se deja guiar por la gracia, si se alía a la gracia.

Desde la perspectiva de la Institución, entonces, los milagros habitualmente atribuidos a los santos

católicos son un aspecto absolutamente secundario del fenómeno. Los milagros son una

consecuencia de la fenomenal virtud alcanzada por dichos personajes, pero de ninguna manera se

los puede considerar como el objetivo primario del culto que se les ofrece.

Para alejar el peligro de la idolatría, la teología católica siempre buscó diferenciar con claridad el

culto que cabía dar a la divinidad del culto que se debía dar a los santos. A la divinidad se debía dar

el culto de adoración, esto es, el culto de latría. Sólo la divinidad merece el culto de adoración. Lo

que los santos merecen es un culto de veneración, el culto de dulía. Ni siquiera la Virgen María,

santa entre las santas, la cabeza del panteón de entidades intermedias cristianas, puede adorarse,

porque no es una diosa. En todo caso se la podrá super-venerar; a la Virgen se la podrá honrar con

un culto de hiperdulía, pero nunca con un culto de latría.

Al mismo tiempo, para alejar el peligro del politeísmo la teología católica siempre trató de explicar

la lógica de los milagros atribuidos a los santos. Técnicamente hablando los santos no producen

milagros. No pueden hacerlo porque no son dioses. En realidad, lo que los santos pueden hacer es

interceder ante la divinidad en nombre de los creyentes, para intentar convencerla de que obre por

su intermedio los prodigios que aquellos solicitan, por caso, la remisión de una enfermedad

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incurable. Pero nunca es el santo el que cura sino la divinidad a través suyo. Se trata de un

fenómeno similar al que vimos a propósito del rol del sacerdote durante la consagración eucarística

(con la diferencia de que en el caso de la eucaristía el efecto se produce siempre, ex opere operato,

mientras que en el caso del culto a los santos depende de la insondable voluntad divina, que no

siempre concede lo que se le solicita por intercesión de un determinado bienaventurado).

¿Por qué Lutero critica el culto a los santos? Por varios motivos: 1) junto con los sacramentos fue

durante un milenio otra de las herramientas principales a partir de las cuales la Iglesia romana buscó

monopolizar el acceso a la gracia sobrenatural; 2) el culto a los santos tiene un aspecto éticamente

muy reprobable: durante un milenio funcionó como una fenomenal alcancía, como una fuente de

ingresos materiales extremadamente relevante para la Iglesia romana; 3) pero lo que más molesta a

Lutero son las desviaciones idolátricas que produce el culto a los santos. Porque si bien la teología

tenía muy en claro la diferencia entre dulía y latría, el pueblo cristiano no podía evitar confundirse.

En la práctica el culto a los santos nos instala en un politeísmo popular. Los santos terminaban

configurando un panteón de dioses intermedios, de semidioses, que muchas veces competían con la

divinidad por el favor de los fieles.

La supresión de los culto a los santos implicó modificaciones importantes en lo que respecta a la

estética del culto, al habitus piadoso, y a la esfera de lo visual y de lo gestual. Supuso al menos seis

cambios profundos en el culto luterano:

o La supresión del culto a los santos implicó la eliminación de sus imágenes del interior de los

templos. Cualquiera que entre a un templo protestante y a uno católico automáticamente va

a notar la diferencia: la contaminación visual que caracteriza a las iglesias romanas se

contrapone drásticamente a la sobriedad que impone el tono en los templos de raíz

evangélica.

o La supresión del culto a los santos implicó la prohibición de formularles promesas a cambio

de su intercesión, promesas cuyo cumplimiento generaba –y genera en los templos

católicos– una ingente acumulación de ex-votos en los altares de los santos más milagrosos.

Quien quiera ver este fenómeno desde una perspectiva antropológica no tiene más que

visitar la iglesia de Santo Domingo, en el cruce de la Avenida Belgrano y de la calle

Defensa. Con sólo ingresar por la puerta ubicada a la derecha del atrio, van a toparse con el

altar de un santo extremadamente popular, un santo mulato, San Martín de Porres, y van a

poder observar la cantidad de ex-votos, pequeños recuerdos que los fieles dejan en las

paredes cada vez que el santo cumple con una promesa o gracia que se le solicita.27

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o La supresión del culto a los santos supuso en el mundo luterano la abolición de las

peregrinaciones a santuarios y territorios de gracia extraordinarios –Jerusalén, Roma,

Santiago de Compostela, Lourdes, Luján, San Nicolás, Itatí….– que parecerían encarnar una

presencia de lo sobrenatural más potente que otros espacios convencionales. Hace medio

milenio que los protestantes ya no peregrinan. Los católicos siguen haciéndole (como lo

comprobamos este último domingo a propósito de la peregrinación anual al santuario de

Luján).

o La supresión del culto a los santos implicó la eliminación del Purgatorio, de las indulgencias

y de la misa de difuntos. ¿Se acuerdan que explicamos la semana pasada que el Purgatorio y

las indulgencias se basan en los méritos superabundantes de los santos? Eliminada la

intercesión de los santos, esta serie de prácticas caía por su propio peso.

o La eliminación del culto a los santos implicó la supresión de la veneración de las reliquias

(el costado más macabro de la institución), trozos del cuerpo del bienaventurado (u objetos

que hubieran estado en contacto con él) que recalcaban su carnalidad, y que suponían una

fusión de lo sagrado con lo material perfectamente equivalente a la que la eucaristía

producía en relación con la divinidad. Las reliquias son a los santos lo que la eucaristía a la

divinidad: el máximo indicador material de su presencia real en el mundo.

o La supresión del culto a los santos en el mundo luterano supuso la eliminación de las

rogativas y de las procesiones, por medio de las cuales una comunidad local se recreaba en

el espacio ritual para solicitar colectivamente una gracia a la divinidad: que pusiera fin a una

pestilencia, a una hambruna, a una guerra, a una sequía, etc.

El jueves que viene comenzamos con Calvinismo.

Desgrabado por Adrián Viale

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