25
1 MINISTERIO DE ASUNTOS EXTERIORES Y COOPERACIÓN ESCUELA DIPLOMÁTICA MÁSTER INTERUNIVERSITARIO EN DIPLOMACIA Y RELACIONES INTERNACIONALES Tema 4 El Estado en las relaciones internacionales José Antonio Sanahuja Profesor de Relaciones Internacionales. Universidad Complutense de Madrid Luis Elizondo Investigador asociado. Instituto Complutense de Estudios Internacionales (ICEI)

2012tema4rr.ii

Embed Size (px)

Citation preview

Page 1: 2012tema4rr.ii

   1

MINISTERIO  DE  ASUNTOS  EXTERIORES  Y  COOPERACIÓN  

 

ESCUELA  DIPLOMÁTICA  

MÁSTER INTERUNIVERSITARIO EN DIPLOMACIA

Y RELACIONES INTERNACIONALES

Tema 4

El Estado en las relaciones internacionales

José Antonio Sanahuja Profesor de Relaciones Internacionales. Universidad Complutense de Madrid

Luis Elizondo Investigador asociado. Instituto Complutense de Estudios Internacionales (ICEI)

Page 2: 2012tema4rr.ii

   2

Índice

1. Introducción: el Estado en las relaciones internacionales

2. La soberanía estatal y el orden de Westfalia

2.1. La formación del Estado moderno y la construcción de la soberanía en Europa

2.2. El orden Westfaliano 2.3. El Estado-nación moderno

2. El principio de igualdad soberana de los Estados 3. Estado y nación

3.1. Los Elementos del Estado 3.2. La nación

4. El proceso de globalización y las transformaciones del Estado 5. Concepciones postwestfalianas del Estado-nación Referencias Bibliográficas

Page 3: 2012tema4rr.ii

   3

Tema 4

El Estado en las relaciones internacionales

José Antonio Sanahuja Profesor de Relaciones Internacionales. Universidad Complutense de Madrid

Luis Elizondo Investigador asociado. Instituto Complutense de Estudios Internacionales (ICEI)

1. Introducción: el Estado en las relaciones internacionales Desde sus orígenes en la baja edad media, y durante al menos cuatro siglos el Estado-nación ha sido el actor primario de las relaciones internacionales. En la actualidad, aunque ya no sea el único actor presente, y se vea sometido a crecientes presiones a causa de la globalización, el Estado continúa teniendo un papel central en el sistema internacional. Con la aparición del Estado moderno y el posterior reconocimiento del principio de soberanía en la Paz de Westfalia de 1648, surgió, además, un sistema internacional que, en gran medida, era un sistema de Estados soberanos que no reconocían ninguna autoridad política por encima de sí y que por ello se ha basado en la descentralización del poder político; y un derecho internacional “clásico” centrado en el reconocimiento de los derechos y obligaciones inherentes a la soberanía estatal, que en gran medida continua vigente en la actualidad. El desarrollo posterior de las organizaciones internacionales no alteró en lo substancial el orden de Westfalia. Con la aparición de estas organizaciones aparecieron nuevos sujetos de derecho internacional, per se trata de una subjetividad parcial, y d ecarácter subsidiario respecto a los Estados miembros de cada organización, ya que se deriva de una atribución de competencias específicas por parte de esos Estados. De la vigencia del Estado da cuenta, en primera instancia, el aumento de su número. De los 50 Estados fundadores de la Organización de Naciones Unidas en 1945, se pasó a 166 en 1991. La disolución de la Unión Soviética y la aparición de nuevos Estados en el periodo de la posguerra fría ha elevado ese número hasta los 192 Estados miembros con los que cuenta Naciones Unidas en la actualidad. A juzgar por las tensiones nacionalistas que se observan en distintos Estados, y teniendo en cuenta el derecho a la autodeterminación que Naciones Unidas ha otrgado a algunos pueblos cuyo proceso descolonización aún no ha terminado, ese número puede seguir incrementándose en el futuro. La consolidación y universalización del Estado como marco de organización político-jurídica de las sociedades y las comunidades políticas deriva de tres hechos fundamentales. En primer lugar, la universalización del Estado-nación a través del proceso de descolonización a partir del siglo XIX (ver tema 32). En segundo lugar, la capacidad del Estado para adaptarse a las importantes transformaciones económicas y políticas que se inician a finales del siglo XIX. Por una parte, hay que señalar la aparición de las ideas liberales, el fin del antibuo régimen y la revolución francesa y norteamericana, se producen cambios de gran trascendencia en cuanto al origen, la

Page 4: 2012tema4rr.ii

   4

legitimidad y el ejercicio de la soberanía, desde la concepción de Bodino —el soberano es el titular absoluto de la soberanía, conforme a la Ley Natural, que a su vez tiene origen divino—, a la concepción de soberanía popular de Rousseau, origen de la democracia moderna. Por otra parte, hay que mencionar la revolución industrial, que supone un extraordinario desarrollo de las fuerzas productivas y con ello, requerimientos de gestión y regulación de la actividad económica y social que darán lugar al moderno Estado regulador contemporáneo. Pero el factor más elevante para explicar el éxito histórico del Estado territorial y el Estado-nación como marco de organización política y como piedra angular del sistema internacional es quizás su capacidad para constituir la comunidad política y dar respuesta a las demandas básicas de dicha comunidad: la seguridad, tanto en lo referido al orden interno, como frente a la amenaza externa; la autodeterminación de la comunidad política, o la capacidad de gobernarse a sí misma y asegurar el disfrute efectivo de los derechos y las libertades individuales, a través de las instituciones y el poder del Estado; el bienestar económico, a través de la regulación pública de un mercado que, en un largo periodo ha sido eminentemente nacional; la cohesión social, derivada tanto de un sentido de pertenencia a una comunidad, como de la acción pública para corregir desigualdades, establecer mecanismos que aseguren un mínimo de inclusión social; y la conformación y recreación de las identidades individuales y colectivas, que en gran medida encarnan en la idea de nación y su identificación con el Estado. En las últimas décadas, buen aparte de la reflexión política y académica en torno al estado y al orden internacional ha destacado cómo los procesos de globalización están poniendo en cuestión la la capacidad del Estado para seguir cumpliendo sus funciones básicas, antes expuestas. La transnacionalización y la desterritorialización de la producción y las finanzas, la mayor intensidad y profundidad de las relaciones de interdependencia, que reclaman marcos de regulación y gestión que desbordan ampliamente las capacidades y la jusrisdicción del Estado, aún basada en el territorio; la emergencia de nuevos actores trasnacionales con crecientes recursos de poder; la aparición de ameanazas y riesgos globales; el debilitamiento de las identidades nacionales en un mundo más plural en cuanto a valores y realidades socioculturales; y la la erosión de la soberanía frente a estas dinámicas —llegándose, en ocasiones, a situaciones de grave fragilidad e incluso de colapso del Estado— son algunos de los factores que tornan problemático el concepto tradicional de soberanía y el papel del Estado como locus de un poder efectivo, y como agente capaz de responder a las necesidades funcionales de la sociedad. Como ha señalado David Held (2002:), “la noción del Estado como unidad que se gobierna a sí misma parece ser más una demanda normativa, que una descripción de la realidad”. El reforzamiento de la cooperación internacional y de las organizaciones internacionales, o el creciente papel del regionalismo pueden ser interpretados como respuestas eel Estado frente a estas presiones, pero al tiempo representan nuevas formas de gobernanza “multinivel” y de ejercicio de la soberanía que apuntan a una redefinición del Estado y de las maneras en las que cumpliría sus funciones básicas. Lo que recuerda el carácter contingente del Estado y del orden de Westfalia y augura nuevas formas de Estado y del orden internacional.

Page 5: 2012tema4rr.ii

   5

2. La soberanía estatal y el orden de Westfalia

2.1. La formación del Estado moderno y la construcción de la soberanía en Europa

La formación del Estado moderno es fruto de un proceso largo y en ocasiones violento. La emergencia del Estado se debe a los conflictos políticos y religiosos que pusieron fin al mundo medieval en Europa, y a los debates y reflexiones sobre la naturaleza de la autoridad y del poder posmedieval. Por tanto, la historia moderna y contemporánea europea ha sido en gran medida la historia del Estado como comunidad política. Así, se podría argumentar que “Europa” es producto de una sucesión de sucesos y transformaciones complejas causadas por fuerzas “externas” e “internas” a cada unidad política, sobre cuya base se edificaría el Estado (Véase Tilly, 1990; Truyol y Serra, 1974: 30-41).

En el “mapa” político de Europa de hace mil años no había una noción geopolítica de “Europa” ni de los actuales Estados europeos, y lo que existía, como señala Hedley Bull (1977), era el “orden de la sociedad cristiana internacional” que emanaba del Papado y del Sacro Imperio Romano Germánico. En dicho orden, señalan Held et al. (2002: 5), la autoridad para resolver las disputas y los conflictos provenía de Dios a través del derecho natural, y por tanto su principal punto de referencia sería la doctrina religiosa. El orden imperante se edificaba sobre una serie de supuestos acerca de la naturaleza universal de la comunidad humana en general, y del cristianismo en particular como marco normativo de ordenación de los valores políticos y sociales, aparte de los teológicos. Sobre dicha base emanaba la legitimidad de la época para reclamar y ejercer el poder y la coerción. La cosmovisión cristiana de la época sobre el mundo “transformó la lógica de la acción política de lo ‘terrenal’ a un marco teológico, señalando que el ‘bien’ nace de la sumisión a la voluntad de Dios” (Held, 1995: 33). Según David Held, dicho orden representaba “el intento de unificar y de centralizar, bajo la protección de la Iglesia católica, los distintos y fragmentados centros de poder de la cristiandad occidental en un imperio cristiano unido” (Held, 1995: 33).

El poder secular se encontraba limitado por las estructuras feudales y su naturaleza compleja, y por teología política de la Iglesia católica. En este contexto, los centros de poder se cristalizaron en una red de reinos, principados, ducados y otros centros. El poder y la autoridad estaban fragmentados en una red de obligaciones y de derechos que vinculaban distintos pequeños centros de poder autónomos. El poder político era de naturaleza local y ejercida desde un enfoque personal, lo que condujo a un entorno de poderes y de reivindicaciones solapadas y competidas. En este contexto, la guerra era común.

El desgaste del sistema feudal se deriva de las creciente tensiones entre los monarcas, príncipes, y demás señores feudales reclamando mayor territorio o acceso a la autoridad y al poder legítimo, de las constantes revueltas por parte de los campesinos, a la propagación de las ideas renacentistas y al comercio, y a la mejora de la tecnología militar y prácticas de guerra, al fortalecimiento de las monarquías nacionales, a la Reforma Protestante iniciada por Martín Lutero y el los crecientes desafíos a las afirmaciones universales de la Iglesia católica y a su poder. En este contexto, va surgiendo una nueva forma de identidad política: la identidad nacional.

Page 6: 2012tema4rr.ii

   6

Fruto de la evolución de estos sucesos, entre los siglos XV y XVIII surgieron dos nuevas formas de organizar las comunidades políticas de Europa: las monarquías absolutas (Austria, España, Francia, Prusia y Suecia, entre otras), y, las monarquías “constitucionales” y repúblicas en Inglaterra y Holanda. Según Held et al. (2002) el absolutismo supuso la construcción de un Estado basado en varios elementos: la absorción de unidades políticas más pequeñas y débiles en estructuras políticas más grandes y poderosas; una habilidad reforzada para gobernar sobre un área territorial unificada; un sistema más rígido de ley y orden, impuesto en todo el territorio; aplicación de un gobierno más unitario, centralizado y estable, a cargo de un único soberano; la aparición de un grupo de Estados relativamente pequeño en número dispuestos competir abiertamente por el poder. Hay pocas palabras que ilustran mejor la naturaleza de las monarquías absolutas, que las de Louis XIV de Francia, quien se le atribuye haber declarado: “L’état, c’est moi”, y quien era rey por “la grâce de Dieu”. Mientras que la primera frase el Estado equivale al monarca, en cuanto a que este es el señor y dueño del Estado, la segunda sirve de justificación y de legitimación de su posición como monarca. Pese a que a menudo el poder de los monarcas ha sido valorado de manera exagerada, ésta era la lógica de las monarquías absolutas del llamado “Antiguo Régimen”.

Las monarquías “constitucionales”, por su parte se caracterizan por ciertos limites al poder del monarca. Esta clase de monarquía aparece en Inglaterra tras las guerras de 1642 a 1649 y la “Gloriosa Revolución” de 1688), que dieron como resultado la promulgación del Acta de habeas corpus (1679) y la Declaración de derechos (1689) (Truyol y Serra, 1974: 37). Sin embargo, en términos de la historia de las relaciones internacionales, Held et al. (2002: 6) argumentan que las diferencias entre las monarquías “constitucionales” y las “absolutas” eran más una cuestión de apariencia que de esencia.

El absolutismo político europeo y el orden interestatal posmedieval supusieron la base para un nuevo sistema de gobierno con tendencias crecientes hacia la centralización del poder, y anclado en un nuevo poder: el poder soberano. La evolución de las dinámicas políticas, sociales, económicas, filosóficas, etc. de la época abrieron el camino para el surgimiento de un sistema basado en el poder secular y nacional. Estos procesos implicaron la creciente identificación de las fronteras con un sistema de gobierno uniforme; la concentración y la extensión de la administración fiscal; la aparición gradual del monopolio del poder militar por parte del Estado; la introducción de ejércitos nacionales permanentes; la creación de nuevos mecanismos para elaborar y aplicar la ley, y la formalización de las relaciones internacionales entre los Estados mediante relaciones e instituciones diplomáticas (Held, et al. 2002: 7; véase también Tilly, 1990; Kennedy, 1987: 127-131). El absolutismo encauzó un proceso de formación estatal en el que los Estados emprendieron esfuerzos por reducir las diferencias políticas, sociales, culturales, etc. a su interior, a la vez que incrementaban las deferencias con el exterior, es decir, con los demás Estados (Held 1995: 36; Tilly, 1990). Estas dinámicas condujeron a la construcción y al trazado de la dimensión “interna” y de la dimensión “externa” de los Estados; característica fundamental del Estado Westfaliano, y noción conceptual que ha tenido una fuerte influencia en el desarrollo teórico, político y jurídico de las relaciones internacionales. El contexto político en el que surgió el Estado moderno implicó un nuevo discurso y reclamo respecto a la soberanía, la independencia, la representación y la legitimidad; lo

Page 7: 2012tema4rr.ii

   7

que a su vez supuso una alteración radical respecto a las concepciones sobre el derecho, a la comunidad y a la política. El orden internacional derivado de estos procesos y acontecimientos es, como se haindicado, comúnmente referido como el “orden de Westfalia”, en alusión a la Paz de Westfalia establecida en 1648 por medio de los Tratados de Osnabrück y Münster que supuso el fin de la “Guerra de los Treinta Años” en Alemania y el fin de la “Guerra de los Ochenta Años” entre España y los Países Bajos. La Paz de Westfalia introdujo por primera vez el principio de la soberanía territorial en las relaciones interestatales. Fue sin duda, un hito histórico, que estableció un modelo de Estado y una forma de concebir las relaciones entre los Estados que perduró en Europa, en Europa desde 1648 hasta 1945; con, como es natural, ciertas características palpables en la actualidad. Como señala Esther Barbé (2007: 165), con la creación del sistema de Estados, derivada de Westfalia, los monarcas, que anteriormente estaban sujetos a autoridades superiores (emperador, papa), obtienen el monopolio de la autoridad política sobre determinado territorio. El Tratado de Westfalia estableció un principio radical para la época: cuius regio, eius religio; lo que significa que el monarca impondría su religión en su territorio. A raíz de este principio, desaparecía la autoridad política suprema sustentada por el papa y el emperador del Sacro Imperio Romano sobre los monarcas, lo que supuso el contexto político para el desarrollo de la soberanía como principio organizativo los Estados. La soberanía se convirtió en el nuevo paradigma del “eterno” desafío de la política: la naturaleza del poder, la autoridad y el gobierno. No obstante, cabe señalar que con anterioridad a la Paz de Westfalia de 1648, se habían desarrollado algunas nociones sobre la soberanía que sirvieron de base para el nuevo discurso. Nicolás Maquiavelo (1469-1527) argumentaba que cada comunidad política o Estado debería contar con un cuerpo soberano cuyos poderes fuesen reconocidos por la comunidad como la base legitima de la autoridad. Para Jean Bodin (1529-1596), la soberanía consistía en el poder supremo de poder imponer leyes a todos los súbditos con independencia de su consentimiento. Para ello, Bodin argumentaba la necesidad del establecimiento de una autoridad central con poder decisivo dentro de determinada comunidad. En estos términos, la noción de Bodin del derecho consistía en la orden del soberano en el ejercicio de su poder soberano. Thomas Hobbes (1588-1679) avanzó estas ideas al señalar que los individuos deberían renunciar a su derecho de auto-gobierno, cediéndolo a una autoridad única, autorizada (y por tanto legitimada) para actuar en su representación; la renuncia simultanea de dicho derecho por parte de todos los individuos crearía las condiciones para un gobierno efectivo, y para la paz y la seguridad prolongada. Para Hobbes, la soberanía consistía en un acto de concesión del los derechos de autogobierno de los individuos al “soberano”, con el objetivo de lograr la “unidad de todos”, que se depositaría en el “soberano”. Hobbes sostenía que los Estados podrían convertirse en islas de paz y de prosperidad frente a un mar de amenazas exteriores y conflictos potenciales; lo que ilustra la distinción entre la dimensión interna y la externa, y lo que supuso una lógica de pensamiento que ha sido central para el realismo político. John Locke (1632-1704), partidario de las limitaciones de las monárquicas “constitucionales”, brindó una teoría alternativa sobre la soberanía. Para Locke, las instituciones de gobierno deberían servir para proteger a los ciudadanos, es decir, mantener los derechos de los ciudadanos para alcanzar sus objetivos personales, para

Page 8: 2012tema4rr.ii

   8

disponer de su trabajo y para poseer su propiedad. Locke brindaba una nueva perspectiva: la legitimidad del gobierno se basa en el consentimiento de los individuos gobernados. Sin embargo, Locke no exploró de forma sistemática las tensiones entre el pueblo (que tiene la capacidad de conservar o derrocar gobiernos) y el gobierno. Jean-Jacques Rousseau (1712 -1778) argumentó que la soberanía origina en el pueblo, y que por tanto debería permanecer ahí. Para Rousseau los ciudadanos solo podrán estar obligados frente a un sistema de leyes y de reglamentos que ellos mismos hubiesen creado con fin de lo lograr el bien común. La evolución de la noción de la soberanía, y particularmente la noción de Locke sobre el “consentimiento”, y las ideas de Rousseau sobre el origen de la soberanía, junto con las ideas de otros pensadores de la época, fueron fundamentales para el desarrollo del pensamiento liberal, que inspiraría la Declaración de Independencia de las Trece Colonias Británicas de América del Norte (1776) y la Revolución Francesa (1789–1799). 2.2. El orden Westfaliano El orden westfaliano abarca el periodo de formación de normas jurídicas y de regulación internacional que va desde 1648 hasta la primera mitad del siglo XX (Held, et al. 2002), aunque algunos autores argumentan que su validez persiste hasta la fecha. En algunas regiones de mundo, como Europa, se puede afirmar que ya no existe; mientras que en otras regiones, que lo asumieron tras la descolonización, algunos Estados buscan desarrollar y/o fortalecer su estatalidad siguiendo determinadas pautas westfalianas, combinadas con elementos tradicionales e influenciadas por las dinámicas de la globalización (véase Boege, et al., 2009). En su apreciación, Held et al. (2002: 8) argumentan que “el modelo se debe tomar como si describiera una ‘trayectoria normativa’ en el derecho internacional, que no recibió su plena articulación sino hasta los siglos XVIII y XIX, cuando la soberanía territorial, la igualdad formal de los Estados, la no intervención en los asuntos domésticos de otros Estados y el consentimiento del Estado como la base de la obligación jurídica internacional, se convirtieron en los principios fundamentales de la sociedad internacional”. De este modelo surge un sistema de Estados dotados de soberanía territorial sobre los cuales no existe una autoridad suprema. Debido a ello, los Estados son considerados como unidades políticas delimitadas, autónomas y separadas. Para proteger sus intereses, preservar el orden, y dirimir sus diferencias los Estados establecen relaciones diplomáticas permanentes, lo que abre un espacio para una cooperación limitada. No obstante, el interés nacional o la razón de Estado (Raison d’Etat) supera las demás consideraciones. La interpretación de dicho interés sirve de guía para la formulación de la política exterior del Estado, y de justificación para su acción en el exterior; y por tanto, el uso de la fuerza era considerado como un recurso legítimo, y la guerra era también considerada como un elemento más de las relaciones interestatales (Clausewitz, 1832). Held et al. (2002) resumen el modelo Westfaliano en los siguientes puntos:

1. El mundo se compone y está dividido en Estados territoriales soberanos que no reconocen una autoridad superior;

Page 9: 2012tema4rr.ii

   9

2. Los procesos de generación de normas, de resolución de disputas y la jurisdicción efectiva están en gran parte en manos de los Estados individuales;

3. El derecho internacional está orientado al establecimiento de reglas mínimas de coexistencia; la creación de relaciones perdurables entre los Estados y los pueblos es una meta, pero sólo hasta el grado en que permita que se cumpla con los objetivos del Estado;

4. La responsabilidad de los actos ilegales transfronterizos es un “asunto privado” que sólo concierne a los afectados;

5. Se considera que todos los Estados son iguales ante la ley; las normas jurídicas no toman en cuenta las asimetrías del poder;

6. Las diferencias entre los Estados a menudo se resuelven por medio de la fuerza; domina el principio de poder efectivo. Virtualmente no existe ningún impedimento legal que frene el recurso de la fuerza; los estándares del derecho internacional proporcionan una protección mínima; y,

7. La minimización de los impedimentos para la libertad del Estado es la “prioridad colectiva”.

Por su parte, Celestino del Arenal (2002) al analizar este sistema “viejo”, además de observar el papel central y exclusivo del Estado como locus primordial del poder y com actor del sistema, destaca que el orden Westfaliano se autoconcebía como un sistema de carácter anárquico (véase también Wendt, 1992), que sólo podía ser mitigado por el principio de equilibrio de poder, el cual “determinaba que cada Estado había de velar por su propia seguridad e intereses, lo que suponía que era un sistema en el que cada cual debía valerse por sí mismo (self-help). Existía, por tanto, un cierto consenso entre los Estados en cuanto a la necesidad de ciertas normas e institucionales comunes. El sistema se caracterizaba por su funcionamiento no democrático y, por consiguiente, por la ausencia total de valores democráticos y de derechos humanos. Del Arenal destaca la ausencia de conciencia moral o de imperativos morales a los que estuvieran sujetos los Estados. En virtud de ello, el sistema “se estructuraba fundamentalmente en torno a la realidad y a la distribución del poder, interpretado puramente en términos relacionales y entendido sobre todo en términos político-militares, y en función al papel que desempeñaban las Grandes Potencias, que actuaban como un directorio en relación al mismo”. Lo anterior es particularmente palpable en el papel que jugaron las Grandes Potencias a través de la Santa Alianza y el Concierto de Europa a partir del Congreso de Viena de 1815. Sin duda, desde un inicio formal en 1648, el orden Westfaliano supuso el establecimiento de relaciones diplomáticas permanentes y crecientemente sofisticadas, tanto en su práctica como en su codificación. La práctica y el protocolo de la diplomacia interestatal se fueron arraigando gradualmente y surgieron principios jurídicos en la conducción de las relaciones internacionales que concedía ciertas garantías a los Estados e inmunidades y privilegios a sus representantes, como el “principio de la inmunidad de jurisdicción” y el “principio de representación del Estado”. La primera establecía que no se podría enjuiciar a ningún Estado en los tribunales otro por los actos realizados en su capacidad soberana; y la segunda prescribía que el en caso de que un representante de un Estado quebrante la ley de otro Estado, mientras que dicho individuo haya actuado en representación de su país de origen, no será juzgado ni declarado culpable, ya que no actuó como individuo privado, sino como un representante. Asimismo, los recintos diplomáticos como las embajadas gozaban de una protección especial, siendo inviolables y por tanto cualquier intrusión por parte de

Page 10: 2012tema4rr.ii

   10

Estado receptor en el recinto era considerado como una violación a la soberanía del Estado acreditante. 2.3. El Estado-nación moderno Después de la Paz de Westfalia, entre los siglos XVI y XIX, surgió en Europa el llamado Estado-nación moderno. Para Held et al. (2002: 18) los estados modernos se constituyeron en Estados naciones, desarrollando “aparatos políticos, distintos tanto del gobernante como del gobernado, con una jurisdicción suprema sobre un área territorial delimitada, respaldados por la exigencia de un monopolio de poder coercitivo y que disfrutan de una legitimidad como resultado de un nivel mínimo de apoyo o del lealtad de sus ciudadanos”. Después del colapso del Sacro Imperio Romano, la centralización del poder y de la autoridad en las Estados emergentes supuso el contexto previo al surgimiento del Estado-nación. Como se indicó, la idea de que la soberanía emana del pueblo implicó una transformación radical, y abrió el camino para la fusión de la “nación” con el “Estado”. En consecuencia, gente que componía la “nación” era la fuente suprema de legitimidad del Estado, y por tanto depositarios de la “soberanía nacional”, donde la idea de la “nación” pasó a ocupar un lugar central en la lógica de la lealtad política hacia el Estado (véase Evans y Newnham, 1999: 344). El concepto del Estado moderno supuso una serie de innovaciones al Estado mismo y a la sociedad internacional (véase Held, 1995: 48), entre ellas se pueden mencionar:

1. La territorialidad. Las fronteras exactas del mapamundi político (que como muestra la historia no es mapa estático) se han fijado paulatinamente bajo la lógica del Estado-nación. La descolonización de la segunda mitad del siglo XX es particularmente ilustrador.

2. El monopolio del uso legítimo de la violencia. El Estado moderno, como argumenta Max Weber (1919) “es aquella comunidad humana que, dentro de un determinado territorio (el territorio es el elemento distintivo), reclama (con éxito) para sí el monopolio de la violencia física legítima”. Este proceso implicó la “expropiación” del uso de la fuerza física de los distintos centro del poder por parte de la entidad política que habría de convertirse en “Estado moderno”, con el fin del establecer y mantener un determinado orden y un determinado Estado de derecho considerado legítimo.

3. La noción de una estructura de poder impersonal. “La idea de un órden político impersonal y soberano, es decir, una estructura de poder legalmente circunscrita, con una jurisdicción suprema sobre un territorio, no podría prevalecer mientras los derechos políticos, las obligaciones y los deberes se concibieran como estrechamente vinculados con la religión y las exigencias de los tradicionalmente privilegiados, como la monarquía y la nobleza” (Held, 1995: 48-49).

4. Legitimidad. Con el debilitamiento de los argumentos sustentados sobre el “derecho divino” y el “derecho de Estado”, la lealtad de los ciudadanos se convirtió en algo que los Estados modernos tenían que ganar y mantener. La legitimidad del Estado se convirtió en un factor fundamental, en la medida que reflejara representara y atendiera las necesidades, los deseos y los intereses de sus ciudadanos.

Page 11: 2012tema4rr.ii

   11

2. El principio de igualdad soberana de los Estados Como se puede observar, el concepto de la soberanía, entendida como un conjunto de prácticas, ideas, creencias y normas (véase Holsti, 2004: 112-131), ha evolucionado a lo largo de varios siglos. Por tanto, se podría afirmar, que la soberanía no es un elemento estático, ni un factor exógeno de la estatalidad y de las relaciones internacionales, sino una construcción social que ha evolucionado en la historia política y jurídica de la organización de los asuntos humanos (véase del Arenal, 2002; Sanahuja, 2008; Wendt, 1996) Por su parte, Evan y Newnham (1999) definen a la soberanía en los siguientes términos:

“[La soberanía es] a menudo considerada como el concepto habilitador de las relaciones internacionales, mediante la cual los Estados no sólo afirman su autoridad máxima autoridad dentro determinada entidad territorial, sino que también afirman su membresía a la comunidad internacional. La doctrina de la soberanía implica una doble afirmación: la autonomía en la política exterior y la competencia exclusiva en los asuntos internos. La soberanía interna se refiere a la autoridad suprema de tomar decisiones y la capacidad de hacer cumplir sus decisiones en determinado territorio y respecto a determinada población. Por su parte, la soberanía externa se refiere a su antítesis: la ausencia de una autoridad internacional suprema, y por tanto implica la independencia de los Estados”.

Jurídicamente, el Estado se diferencia de los demás actores internacionales por su especial estatus: la soberanía. Conforme al derecho internacional, todos los Estados son iguales, en tanto que todos son soberanos. Esta igualdad de capacidad jurídica como sujetos de derecho internacional es conocida como el principio de igualdad soberana (véase Barbé, 2007: 165; Diez de Velasco, 2008: 276-277). El Artículo 2.1 de la Carta de las Naciones Unidas proclama la igualdad soberana entre todos sus Miembros. Por su parte, la resolución 2625 de octubre de 1970 de la Asamblea General de Naciones Unidas relativa a los “Principios de Derecho Internacional referentes a las Relaciones de Amistad y a la Cooperación entre los Estados de Conformidad con la Carta de las Naciones Unidas” se refiere a la igualdad soberana en los siguientes términos:

“Todos los Estados gozan de igualdad soberana. Tienen iguales derechos e iguales deberes y son por igual miembros de la comunidad internacional, pese a las diferencias de orden económico, social, político o de otra índole. En particular, la igualdad soberana comprende los elementos siguientes:

a) los Estados son iguales jurídicamente; b) cada Estado goza de los derechos inherentes a la plena soberanía; c) cada Estado tiene el deber de respetar la personalidad de los demás Estados; d) la integridad territorial y la independencia política del Estado son inviolables; e) cada Estado tiene el derecho a elegir y a llevar delante libremente sus sistema político, social, económico y cultural; y,

Page 12: 2012tema4rr.ii

   12

f) cada Estado tiene el deber de cumplir plenamente y de buena fe sus obligaciones internacionales y de vivir en paz con los demás Estados”. (Asamblea General de Naciones Unidas, 1970)

Como señala Diez de Velasco (2008: 276-277) éste principio implica una igualdad jurídica ante el derecho internacional, que garantiza la integridad de su territorio y la independencia política de cada estado y, “el derecho a elegir y a llevar adelante en plena libertad su sistema político y socioeconómico, con independencia de consideraciones sociológicas como la magnitud del poder político y militar, la importancia económica, la extensión territorial, etc.” Del principio de la igualdad soberana de los Estados se deriva el principio de no intervención en los asuntos internos de otros Estados. Dicho principio implica la jurisdicción exclusiva del Estado en su territorio, sin intromisión de actores externos en los asuntos del ámbito interno. Según (Evans y Newnham, 1999: 379), surge a raíz del principio de cuius regio, eius religio, al cual se aludió anteriormente. La Resolución 2625 de la Asamblea General de Naciones Unidas, antes mencionada, define este principio en los siguientes términos:

“Ningún Estado o grupo de Estados tiene derecho a intervenir directa o indirectamente, y sea cual fuere el motivo, en los asuntos internos o externos de cualquier otro. Por tanto, no solamente la intervención armada, sino también cualesquiera otras formas de injerencia o de amenaza atentatoria de la personalidad del Estado, o de los elementos políticos, económicos y culturales que lo constituyen, son violaciones del Derecho Internacional.”

La Resolución 2625 especifica “la prohibición de aplicar o fomentar el uso de medidas económicas, políticas o de cualquier otra índole para coaccionar a otro Estado a fin de lograr que subordine el ejercicio de sus derechos soberanos”; enfatizando la prohibición del “uso de la fuerza para privar a los pueblos de su identidad nacional constituye una violación de sus derechos inalienables y del principio de no intervención”. Adicionalmente, se prohíbe el apoyo, el fomento, la financiación o instigación (entre otras modalidades) a “actividades armadas, subversivas o terroristas encaminadas a cambiar por la violencia el régimen de otro Estado, y de intervenir en una guerra civil de otro Estado”. Estas prohibiciones, no obstante, tienen sus excepciones, ya que la propia resolución señala que no afectarán las disposiciones de la Carta de las Naciones Unidas en lo relativo al mantenimiento de la paz y de la seguridad internacionales. (Asamblea General de Naciones Unidas, 1970). En todo caso, las excepciones están —en principio—, limitadas, ya que la propia Carta de Naciones Unidas establece en su Artículo 2.7 que dicha organización internacional no podrá “intervenir en los asuntos que son esencialmente de la jurisdicción interna de los Estados, ni obligará a los Miembros a someter dichos asuntos a procedimientos de arreglo conforme a la Carta”. No obstante, dicho artículo (así como la Resolución 2625) señala que “este principio de no se opone a la aplicación de las medidas coercitivas prescritas en el Capítulo VII”.

Page 13: 2012tema4rr.ii

   13

El principio de no intervención en general, y la Resolución 2625 en concreto, buscan garantizar el “el derecho inalienable a elegir su sistema político, económico, social y cultural, sin injerencia en ninguna forma por parte de ningún otro Estado” (Asamblea General de Naciones Unidas, 1970). Dicho derecho, es, como señala Diez de Velasco (2008: 277), el verdadero fundamento del principio de no intervención. En la práctica jurídica, el Tribunal Internacional de Justicia dictó en 1986 una importante sentencia sobre “las actividades militares y paramilitares en y contra Nicaragua” en la que condenaba a Estados Unidos por haber entrenado, armado, equipado, financiado y abastecido a las fuerzas de la oposición armada (los “Contras”) resultando en la violación derecho internacional consuetudinario de no intervenir en los asuntos internos de Nicaragua. Entre otros aspectos, lo significativo de la sentencia es que el principio de no intervención “pertenece sin duda al derecho internacional consuetudinario” (Diez de Velasco, 2008: 277). Otro principio rector en las relaciones entre los Estados, y por tanto fundamental para la paz y la seguridad internacionales, se encuentra en el Artículo 2.4 de la Carta de las Naciones Unidas, mediante el cual los Estados miembro “se abstendrán de recurrir a la amenaza o al uso de la fuerza contra la integridad territorial o la independencia política de cualquier Estado, o en cualquier otra forma incompatible con los Propósitos de las Naciones Unidas”. Por su parte, la citada Resolución 2625 detalla profundiza con mayor detalle las implicaciones y el alcance de este principio. Entre otras cuestiones y en términos generales, dicha Resolución señala que: • La amenaza o uso de la fuerza constituye una violación del Derecho Internacional

y de la Carta de las Naciones Unidas y no se empleará nunca como medio para resolver cuestiones internacionales.

• Una guerra de agresión constituye un crimen contra la paz, que, con arreglo al Derecho Internacional, entraña responsabilidad.

• Todo Estado tiene el deber de abstenerse de recurrir a la amenaza o al uso de la fuerza para violar las fronteras internacionales existentes de otro Estado o como medio de resolver controversias internacionales, incluso las controversias territoriales y los problemas relativos a las fronteras de los estados.

• Todo Estado tiene el deber de abstenerse de recurrir a la amenaza o al uso de la fuerza para violar las líneas internacionales de demarcación, tales como las líneas de armisticio, que se establezcan por un acuerdo internacional del que sea parte o que esté obligado a respetar por otras razones, o de conformidad con ese acuerdo.

• Los Estados tienen el deber de abstenerse de recurrir a cualquier medida de fuerza que prive a los pueblos aludidos en la formulación del principio de la igualdad de derechos y de la libre determinación de su derecho a la libre determinación y a la libertad y a la independencia.

• Todo Estado tiene el deber de abstenerse de organizar o fomentar la organización de fuerzas irregulares o de bandas armadas, incluidos los mercenarios, para hacer incursiones en el territorio de otro Estado.

• Todo Estado tiene el deber de abstenerse de organizar, instigar, ayudar o participar en actos de guerra civil o en actos de terrorismo en otro Estado, o de consentir actividades organizadas dentro de su territorio encaminadas a la comisión de dichos actos, cuando los actos a que se hace referencia en el presente párrafo impliquen el recurrir a la amenaza o al uso de la fuerza.

Page 14: 2012tema4rr.ii

   14

• El territorio de un Estado no será objeto de adquisición por otro Estado derivada de la amenaza o el uso de la fuerza. No se reconocerá como legal ninguna adquisición territorial derivada de la amenaza o el uso de la fuerza. Nada de lo dispuesto anteriormente se interpretará en un sentido que afecte:

• Todos los Estados deberán realizar de buena fe negociaciones encaminadas a la rápida celebración de un tratado universal de desarme general y completo bajo un control internacional eficaz, y esforzarse por adoptar medidas adecuadas para reducir la tirantez internacional y fortalecer la confianza entre los Estados.

• Todos los Estados deberán cumplir de buena fe las obligaciones que les incumben en virtud de los principios y normas generalmente reconocidos del Derecho Internacional con respecto al mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales, y tratarán de aumentar la eficacia del sistema de seguridad de las Naciones Unidas basado en la Carta.

La única excepción a este principio, señala la Resolución 2625, son aquellos casos donde la Carta de Naciones Unidas expresamente permita el uso legitimo de la fuerza, que se limitan a los casos de la defensa legitima (Artículo 51 de la Carta de Naciones Unidas), y a los casos previstos y autorizados conforme el Capítulo VII de la Carta de la Naciones Unidas. Sobra decir que la experiencia del orden establecido desde el final de la Segunda Guerra todos y cada uno de los principios señalados arriba han sido habitualmente vulnerados. Se podría considerar que lo anterior es un indicador de la carencia de capacidades, de recursos, mecanismos e instituciones adecuadas de gobernanza global, regional y locales, así como de la preeminencia de matrices de política exterior estatales guiadas por intereses ajenos la consecución y el mantenimiento de la paz y de la seguridad internacionales, y la protección de los derechos humanos. En este contexto, es importante recordar que en no pocas ocasiones se ha invocado el principio de no interferencia en los asuntos internos del Estado para encubrir violaciones masivas de los derechos humanos, deportaciones forzoas, crímenes de lesa humanidad e incluso el genocidio. En estas ocasiones, se ha señalado que existiría un “derecho de injerencia” por parte de la Comunidad internacional. Aunque el debate sobre la a veces denominada “injerencia humanitaria” es antiguo, los genocidios de Ruanda y de los territorios de la antigua Yugoslavia de mediados de los años noventa volvieron a poner de actualidad ese debate, que ponía de manifiesto que el respeto a un principo de derecho internacional –la no intervención- podía suponer que se quebrantasen principos de derecho internacional de mayor rango, como comporta el crimen de genocidio. A principios de la década de los 2000, la Comisión Internacional sobre Soberanía del estado e Intervención hizo público el informe La responsabilidad de proteger (ICISS, 2002)1, que trató de solventar el debate sobre esta cuestión, afirmando la Responsabilidad de Proteger como un nuevo principio político y jurídico y como un nuevo supuesto que, además de la “amenaza o quebrantamiento de la paz y la seguridad                                                                                                                          1 El texto completo del informe, en inglés y en castellano, y amplia información sobre los trabajos de la Comisión puede obtenerse en http://www.iciss.gc.ca/

Page 15: 2012tema4rr.ii

   15

internacionales”, establecido en el Capítulo VII de la Carta de Naciones Unidas, podría ser también un fundamento jurídico por el que el Consejo de Seguridad estaría facultado a autorizar medidas coercitivas, incluyendo el uso de la fuerza, para prevenir o en si caso detener los crímenes citados, por lo que se situaría en el terreno del llamado “ius ad bellum”. Este principio estaría basado en Las obligaciones inherentes al concepto de soberanía; el Artículo 24 de la Carta de las Naciones Unidas, que confiere al Consejo de Seguridad la responsabilidad de mantener la paz y la seguridad internacionales, las obligaciones jurídicas específicas que dimanan de las declaraciones, los pactos y los tratados relativos a los derechos humanos y la protección humana, así como del derecho internacional humanitario y el derecho interno, y la práctica creciente de los Estados, las organizaciones regionales y el propio Consejo de Seguridad. Según la Comisión, la soberanía de un Estado conlleva responsabilidades e incumbe al propio Estado la responsabilidad principal de proteger a su población. Ahora bien, Cuando la población esté sufriendo graves daños como resultado de una guerra civil, una insurrección, la represión ejercida por el Estado o el colapso de sus estructuras, y ese Estado no quiera o no pueda atajar o evitar dichos sufrimientos, la responsabilidad internacional de proteger tendrá prioridad sobre el principio de no intervención. Esa responsabilidad abarca la prevención, la reconstrucción y en particular la responsabilidad de reaccionar, respondiendo a las situaciones en que la necesidad de protección humana sea imperiosa con medidas adecuadas, que pueden incluir medidas coercitivas como la imposición de sanciones y las actuaciones legales en el plano internacional, y en casos extremos la intervención militar. Dado que la intervención militar con fines de protección humana es una medida excepcional y extraordinaria, para que esté justificada ha de existir o ser inminente un daño humano grave e irreparable, debe existir intención correcta, ser el último recurso, y debe hacerse de forma proporcionada. Finalmente, habrá de ser el Consejo de Seguridad el que autorice dicha acción, lo que supone que los estados con derecho de veto deberían renunciar al mismo en este tipo de situaciones. Y en el caso de que tal autorización no fuera posible, habría de actuar la organización regional competente, a fin de evitar que este principios pueda ser esgrimido de forma unilaeral y con intenciones espureas. La aceptación de este principio por parte de la Asamblea General en septiembre de 2005, y por parte del Consejo de Seguridad en 2006, revela que en la política internacional se ha ido debilitando el concepto absoluto de la soberanía nacional y del derecho de no intervención, frente a una incipiente visión “postwestfaliana” en la que los derechos de los Estados se ven limitados por los derechos de las personas, e incumbe al conjunto de la comunidad internacional su salvaguarda. 3. Estado y nación 3.1. Los Elementos del Estado Desde la perspectiva jurídica, el Estado, en cuanto a entidad soberana, es un sujeto pleno del derecho internacional. Pese dicha subjetividad jurídica, no existe una definición legal del Estado, sino únicamente referencias a las condiciones que debe reunir para ser considerado como tal. Estas condiciones se encuentran asentadas en

Page 16: 2012tema4rr.ii

   16

jurisprudencia internacional, y, en 1933 quedaron proclamadas en el artículo 1 de la “Convención sobre los derechos y los deberes de los Estados” adoptada por la séptima Conferencia Interamericana en Montevideo, Uruguay. Al respecto, dicho artículo de la convención señala que:

“El Estado, como persona de Derecho internacional, debe reunir las condiciones siguientes: 1) población permanente; 2) territorio determinado; 3) gobierno; y, 4) capacidad para entrar en relaciones con otros Estados”.

Estas condiciones, no siempre son absolutas, sino que tienden a admitir ciertas variaciones en su grado, naturaleza y/o definición, lo que por una parte podría explicar la ausencia de una definición legal, y, por otra, destacar los factores políticos locales e internacionales que conducen a la consolidación de la estatalidad, y por tanto a la subjetividad jurídica del mismo. Reconocidas tales condiciones, una amplia gama de entidades políticas acceden a una serie de derechos y responden a las obligaciones derivadas de su estatus de Estado. La población es un conjunto de personas que habita de forma permanente en el territorio del Estado y que comúnmente están vinculadas de alguna manera. La condición de permanencia se refiere a la relativa estabilidad en el espacio territorial y en el tiempo de la población habitante. En ocasiones, como señala Diez de Velasco (2008: 274) dicha estabilidad podría ser afectada negativamente por el genocidio o por la “limpieza étnica”, siendo ejemplos de este último el traslado forzoso de la población fuera de sus asentamientos naturales, o, la introducción de pobladores de determinado Estado ocupante. El territorio “es el espacio físico dentro del cual la organización estatal ejercita en plenitud la propia potestad de gobierno, excluyendo en él cualquier pretensión de ejercicio de análogos poderes por parte de otros Estados” (Diez de Velasco, 2008: 274). De este elemente, surge la noción clásica (ciertamente westfaliana) de la “soberanía territorial” conforme a la cual el Estado tiene el derecho exclusivo de ejercer las actividades estatales, sean de carácter político, jurídico y económico. Además de la superficie terrestre, el territorio de un Estado, según sus características geográficas particulares, puede abarcar un conjunto de espacios como, por ejemplo, ciertos espacios marítimos próximos o el espacio aéreo suprayacente. En el espacio de la superficie terrestre, el Estado está delimitado por fronteras. Dichas fronteras no siempre están fijadas con absoluta precisión, no obstante, políticamente, y luego jurídicamente, se reconocen situaciones en las que se ha reunido la condición de territorio para ser Estado, como Israel o Pakistán, entre otros ejemplos. El gobierno consiste en el conjunto de órganos del Estado para su organización política. Dicha organización política se manifiesta “a través de los órganos encargados de llevar a cabo la actividad social del Estado, tanto en el interior como en el exterior, a través de la creación de normas jurídicas que se impongan a la población y a la propia organización gubernamental en general dentro del territorio del Estado, y, en fin, a través de la existencia de un poder político autónomo respecto de los otros poderes que ejercen su actividad en la sociedad (Diez de Velasco, 2008: 275). Ahora bien, como señala el último inciso del artículo 1 de la convención aludida anteriormente, el conjunto de los órganos del Estado, es decir, el gobierno, deberá ser

Page 17: 2012tema4rr.ii

   17

efectivo. En otras palabras, debe estar en condiciones de desarrollar las funciones estatales domésticas, y, tener la capacidad para hacer frente a sus compromisos como Estado con otros sujetos en el ámbito internacional. Está condición es un requisito para poder aspirar a ser miembro de Naciones Unida, en cuanto a que el Artículo 4 de la Carta exige al Estado candidato a miembro que esté capacitado para cumplir con las obligaciones derivadas de la Carta. 3.2. La nación Desde la perspectiva sociológica de Ernest Gellner (1925-1995) “el nacionalismo, la nación y el Estado-nación son productos de la civilización moderna cuyos orígenes se remontan a la Revolución Industrial de finales del siglo XVIII” (Giddens, 2006: 808-809). Según Gellner, el nacionalismo y la idea de la nación es un concepto ajeno a las sociedades tradicionales, que surge a raíz del desarrollo económico, la necesidad de dividir y distribuir el trabajo, y de la necesidad de formas de Estado y de gobierno más eficientes más eficientes. Ante estas necesidades y fenómenos, Gellner sostiene que la base social deja de ser el pueblo o la ciudad, para ampliarse en una unidad mucho más grande: la nación. En contraste con estas ideas, Anthony Smith argumenta que “las naciones suelen tener líneas de continuidad directa con comunidades étnicas anteriores”. Smith denomina a Tales comunidades son, para Smith, etnias, es decir, “grupos que comparten ciertas ideas relativas a antepasados comunes, una misma identidad cultural y un vínculo con determinada patria” (Giddens, 2006: 809). Evans y Newnham (1999: 343) argumentan por su parte, que en el mundo contemporáneo la noción de la nación es un concepto tan omnipresente como ambiguo. Desde esa ambigüedad, hace referencia a un colectivo social, cuyos miembros comparten algunas o todas de las siguientes características: la noción de una identidad, una historia, un lenguaje, orígenes étnicos, religión, una vida económica, una ubicación geográfica y una base política. No obstante, los grados y las combinaciones de estos elementos pueden variar ampliamente. Por lo general, la idea de la nación implica un grado importante de unidad y de identidad común. La dificultad de definir la nación se complica por sus diferencias en el ámbito social, legal y político. En virtud de ello, pueden existir naciones sin Estados, como los Kurdos; Estados compuesto por varias naciones, como el Reino Unido; o, naciones sin una base geográfica, como fue el caso del Diáspora judía. La ambigüedad legal y política del término queda bien ilustrada en la Organización de las Naciones Unidas, cuya membresía, entre otros requisitos, está reservada sólo para aquellas entidades políticas definidas por fronteras internacionales más o menos reconocidas. Finalmente, cabría señalar que la ambigüedad y las complejidades propias del término se traslada a las nociones de lo “supranacional” y de lo “internacional”, que en la mayoría de los casos hacen referencia a lo “supraestatal” y a lo “interestatal”. 4. El proceso de globalización y las transformaciones del Estado En muchas regiones del mundo el Estado ha pasado por un proceso de desarrollo, cambio y transformación. En otras, el Estado —trasladado y trasplantado como parte de

Page 18: 2012tema4rr.ii

   18

proyectos poscoloniales y de “construcción estatal”—, mantiene una notoria “debilidad” que en ocasiones es etiquetada como “histórica”, que, además, ha sido afectada por los efectos desiguales de la globalización. La debilidad estatal de estos últimos es medida en relación a las pautas del modelo del Estado que se busca construir: el Estado moderno; y, en relación con los actores locales y transnacionales no estatales que sustentan el poder de facto. Tal parece que el Estado moderno, o bien, el Estado-nación, llegó a su punto de maduración máxima a mediados del siglo XX. Para muchos analistas el orden Westfaliano, que se sustenta sobre el Estado moderno, ha finalizado (véase Arenal, 2002; Held, 1995; Matthews, 1997; Sanahuja, 2008, Sørensen, 2006). Desde hace tiempo, el Estado moderno entró a una fase de transformación. Dicha transformación ha ocurrido en las dimensiones económicas, políticas, sociales y comunitarias, y militares del Estado (entre otras), lo cual ha supuesto la necesidad de mejorar y ampliar las capacidades analíticas del estudio de las relaciones internacionales, y, como es lógico, las capacidades relacionadas con la formulación de la política exterior de los Estados. Como ha señalado del Arenal (2007), al iniciarse el decenio de los noventa, la agenda de estudio de las relaciones internacionales requería una revisión crítica del limitado paradigma del Estado y del poder, mayor atención a las relaciones entre actores de distinta naturaleza, más atención a problemas substantivos y la dimensión normativa de la disciplina, y apertura a otras disciplinas. El proceso (y el debate) de la transformación del Estado ha sido impulsado principalmente por el fenómeno de la globalización, que en ocasiones se ha limitado a la “globalización de las relaciones económicas”, pero que en realidad supera dicha esfera económica e incluye la revolución de la tecnológica y de los medios de comunicación, la cooperación política internacional y los procesos de integración regionales que dicha cooperación ha supuesto, y, el surgimiento de una sociedad civil global. Estos cambios, procesos, transformaciones y redefiniciones están renovando y reformando las concepciones y categorías previas de la ciudadanía, de la identidad, del Estado y su lógica, de la geografía, y del conjunto sistema internacional, entre otras. Para Zaki Laïdi, la globalización “es un movimiento planetario en el que las sociedades renegocian sus relaciones con el espacio y el tiempo por medio de concatenaciones que pone en acción una proximidad planetaria bajo su forma territorial (fin de la geografía), simbólica (la pertenencia a un mismo mundo) y temporal (la simultaneidad)” (véase Arenal, 2007) En virtud de sus efectos y desarrollo, la globalización es un fenómeno complejo y multidimencional, parcial, desigual y contestado (véase García Segura, 1999: 315-350; del Arenal, 2007) Como sostienen García Segura (1999), Sanahuja (2008), del Arenal (2002, 2007) la globalización se ha supuesto la conjugación de varios factores y procesos, que a su vez han surtido importantes efectos en la distribución del poder, lo cual está transformando la sociedad internacional. Respecto a aquellos factores que están impulsando la globalización, García Segura identifica tres categorías. La primera está conformada por los factores tecnológicos compuestos por las innovaciones de la ciencia aplicada en los campos de la producción, el transporte y la comunicación. El segundo grupo de factores son los económicos, que se identifican en los procesos de integración comercial, de integración de la producción transnacional y de integración los sistemas financieros del

Page 19: 2012tema4rr.ii

   19

mundo. Finalmente, la tercera categoría la componen los factores político-internacionales, presentes en las interacciones y en las relaciones de interdependencia entre los Estados, los actores transnacionales no estatales (e.i. empresas, organizaciones internacionales, organizaciones no gubernamentales, movimientos sociales, etc), y, el mercado. La conjugación, yuxtaposición y desarrollo de estos factores ha supuesto un cambio cualitativo en la sociedad internacional. Arenal 2007 37-40) identifica seis efectos, que de manera sintetizada se presentan a continuación:

1. Efectos psicológicos. Al superar el espacio y el tiempo, la globalización ha supuesto un cambio en la percepción del individuo y de la comunidad, que toman conciencia del hecho de que forman parte de un único mundo. A raíz de ello, se superan, en cierto sentido, las referencias estatales, tanto hacia “arriba” (lo global), como hacia “abajo” (lo local).

2. La expansión y universalización de determinados valores, principios, usos y principios. Al debilitarse las fronteras, tanto las físicas, como las mentales y sociales, surge la tendencia hacia la homogeneización y configuración de una cultura global. No obstante, simultáneamente, conforme de configura dicha cultura global, surge una paradoja igualmente global: la tendencia hacia la fragmentación expresada en una especie de localismo.

3. El protagonismo de actores transnacionales. La globalización ha abierto un espacio favorable para la actuación de actores transnacionales, sean estos empresas transnacionales, movimientos sociales, organizaciones criminales, u organizaciones no gubernamentales. Lo anterior, refleja la superación de las fronteras, de la geografía y del marco estatal como referentes.

4. Crisis estructural de la legitimidad política. Una de las consecuencias de la globalización ha sido la “deestructuralización” social en los sistemas políticos, en las instituciones, y en los movimientos sociales. Tal parece que ello esta suponiendo una transformación en las lealtades políticas. Están ocurriendo transformaciones en los referentes identitarios individuales y colectivos, las identidades primarias de orden religioso, étnico o nacional adquieren nuevos matices, que en ocasiones pueden conducir hacia la fragmentación y la radicalización.

5. Mayor conciencia de los “riesgos mundiales”. La interdependencia de derivada de la globalización ha supuesto una mayor conciencia de los problemas y de los riesgos que superan el marco estatal, tales como el cambio climático, la proliferación de armas de destrucción masiva, las epidemias, la pobreza, y el crimen internacional organizado, entre otras (véase Beck, 1998). Por otra parte, supone la necesidad de una mayor y mejer cooperación para gestionar de manera más eficaz y justa los “bienes públicos globales”.

6. Cambios en la naturaleza del poder y en su distribución. La mutlidimensionalidad del poder, y de la autoridad que se le asocia, cobra, cada vez más, mayor importancia. Con ello, las nociones del poder territorial se debilitan, abriéndose nuevos espacios y centros de poder “desterritorializados” y centrado entorno a actores no estatales. Ello no implica la desaparición del poder estatal, sino más bien una transformación de su naturaleza y cambios en su distribución en las estructuras del sistema internacional (véase Sanahuja, 2008)2.

                                                                                                                         2 Para un visión más amplia del concepto del poder y de su naturaleza actual véase el tema 34.

Page 20: 2012tema4rr.ii

   20

5. Concepciones postwestfalianas del Estado-nación Desde la perspectiva de Robert Cox, “el viejo concepto westfaliano de un sistema de Estados ya no es la forma más adecuada para la conceptualización de la política mundial” (Cox, citado en Sørensen, 2004: 169). Como se ha señalado anteriormente, desde hace unas décadas se inició un lento pero identificable proceso transformación del Estado y del sistema de Estados que aun sigue su curso. A partir de las actuales transformaciones estructurales —tanto en el ámbito estatal, como el ámbito del sistema global—, se deriva la existencia de un sistema emergente, que ha recibido una ampliara variedad de nombres como “sistema post-internacional” (Rosenau), “post-westfaliano” (Cox), un “nuevo medievalismo” (Bull), o bien, la emergencia del “Estado posmoderno” (Sørensen). La etiqueta “post” frente a muchas de las conceptualizaciones podría ser indicativa de la fase transitoria en la que se aun encuentra el sistema y los propios Estados, particularmente aquellos Estados que fueron identificados como modelos de la modernidad. Ante estos cambios, Robert Cooper, por ejemplo, divide el mundo en tres esferas compuestas por tres tipos de Estados: el mundo “postmoderno”, el mundo “moderno”, y, el mundo “premoderno” (Cooper, 2004). Para Cooper, los Estados “premodernos” son “Pre-Estados, post-imperiales” sumidos en el caos que no cumplen con el criterio weberiano de mantener el monopolio del uso legitimo de la fuerza. Algunos de estos Estados, sostiene Cooper, podrían considerarse como terra nullius (e.i. “tierra de nadie”, en cuanto que no existe un orden estatal efectivo). En el mundo “moderno”, el “sistema de Estados permanece intacto” y el orden se mantiene gracias al balance de poder o a la existencia de Estados hegemónicos. El mundo “moderno” opera en clave de raison d’état, cálculo de intereses nacionales, y desde la base de la soberanía territorial. El mundo “posmoderno”, que surge en Europa tras la firma del Tratado de Roma de 1957, busca superar principio moderno del balance de poder, en el la soberanía se diluye, al igual que la tradicional noción realista de separar los asuntos “internos” de los Estados de los “externos” (véase Cooper, 2004: 16-37) La categorización elocuente de Cooper es de gran utilidad para comprender mejor a un mundo de transformaciones complejas, sin emabrgo, los supuestos de su análisis sobre la evolución de la estatalidad (desde lo premoderno hasta posmoderno), y sobre el Estado mismo como entidad unitaria de la política internacional, podrían carecer de matices necesarios para entender la naturaleza y el conjunto de dinámicas detrás de la “premodernidad”, “modernidad” o “posmodernidad” de determinados Estados y/o comunidades políticas emergentes (véase Boege et al., 2009; Hoogvelt, 2001; Barkawi y Lafffey, 2006). Como se argumentó en el epígrafe anterior, la globalización ha supuesto transformaciones importantes para el Estado-nación. Estas tendencias y transformaciones están creado un cambio radical en el sistema internacional, entres los cuales cabe destacarse el surgimiento del llamado Estado “posmoderno”, o “poswestfaliano”. Así como a mediados del siglo XIX el destino del Estado moderno, era desconocido, el destino y la fisonomía del Estado “posmoderno” aun está por verse.

Page 21: 2012tema4rr.ii

   21

El Estado moderno y el Estado posmoderno Estado moderno Estado posmoderno Gobierno Un sistema centralizado de gobierno

democrático, sustentado sobre la base de una serie de organizaciones administrativas, policiales y militares, habilitadas por el orden jurídico, que reclaman el monopolio del uso legitimo de la fuerza dentro de determinado territorio.

Gobernanza en ámbitos mútiples presente en varias esferas entrelazadas y solapadas. La gobernanza en un contexto de relaciones supranacionales, internacionales, transgubernamentales y transnacionales.

El “ser y quehacer” de la nación (nationhood)

Un grupo de individuos que constituyen una “comunidad de ciudadanos” (con derechos políticos, sociales y económicos) y una “comunidad de sensibilidades e identidades “basadas en lazos lingüísticos, culturales e históricos. El “ser y quehacer” de la nación implica un alto nivel de cohesión, que ata y une la nación y el Estado.

Existen elementos supranacionales en el “ser y quehacer” de la nación, tanto respecto a la “comunidad de ciudadanos” como en la “comunidad de sensibilidades e identidades”. Cada vez más, las lealtades colectivas son proyectadas fuera del marco Estatal.

Economía Una economía nacional segregada, auto-sustentada en el sentido de que engloba los sectores principales para su reproducción. El grueso de las actividades económicas se desarrolla dentro del Estado en cuestión.

“Integración profunda”: una importante parte de la economía se desarrolla a través de redes transnacionales. La economía “nacional” es mucho menos autónoma de lo que era con anterioridad.

Fuente: Sørensen, G. (2006), “The Transformation of the State” en Hay, C., M. Lister y D. Marsh. The State. Theories and Issues. Palgrave Macmillan. Nueva York. Como señala José Antonio Sanahuja, uno de los efectos de la globalización ha sido la acentuación del carácter societario del sistema internacional. “Desde una perspectiva funcional, la mayor interdependencia entre Estados, provocada por la integración de los mercados y del espacio político y social, supone una mayor demanda de reglas e instituciones que permitan que esas relaciones de interdependencia respondan a pautas predecibles y ordenadas. La globalización, por ello, diluye el carácter ‘nacional’ de las relaciones sociales, los mercados y la política y pone en cuestión el concepto tradicional de soberanía del Estado y su capacidad efectiva para regular los mercados y las relaciones sociales, garantizar la seguridad y mantener ciertos niveles de bienestar social se ve minada por estas dinámicas” (Sanahuja, 2008). Como apunta Held (2004), los pactos sociales de orden nacional ya no son suficientes para mantener el equilibrio entre la solidaridad social, la política de la democracia y la eficacia del mercado. Dicho de otro modo, y en palabras de Daniel Bell, “el Estado-nación se está convirtiendo demasiado pequeño para los grandes problemas de la vida, y demasiado grande para los pequeños problemas de la vida”. A raíz de esta doble dificulatad del Estado para atender los desafíos globales y locales, surge en el ámbito global, “una mayor demanda de gobernanza y de suministro de “bienes públicos globales” —seguridad, protección del medio ambiente, protección social y reglas laborales, normas comerciales y financieras y seguridad jurídica más allá

Page 22: 2012tema4rr.ii

   22

de las fronteras, entre otros— —así como de acciones para evitar externalidades negativas o ‘males públicos’ a escala global— que los Estados no pueden asegurar. De estas razones, de carácter esencialmente funcional, se deriva la necesidad de una acción pública internacional para suplir las insuficiencias y “fallas” del mercado en ámbitos como la seguridad, el manejo del patrimonio común, y la ejecución de políticas tendentes a asegurar la cohesión social y la materialización de derechos de ciudadanía” (Sanahuja, 2008). A partir de estas exigencias, derivadas de las dinámicas propias de la globalización y de la naturaleza imbricada de los actuales desafíos, riesgos, y también, de las oportunidades, parece “necesaria una redefinición del Estado y de la soberanía —lo que Ulrick Beck (2004) llama el “Estado transnacional cooperativo”—, para que la acción estatal se complemente con nuevas reglas e instituciones de gobernación más allá del Estado” (Sanahuja, 2008). Como ya se ha analizado, parece que las dinámicas de la globalización suponen la “desestatalización”, “desterritorialización” y “reubicación” del poder y de la soberanía. En la llamada “posmodernidad”, las fronteras y las identidades nacionales se diluyen y con ello, la cartografía de la soberanía. Ante estos cambios, y ante los desafíos y riesgos actuales, la formula binaria de organización política en clave de asuntos de Estado “internos” y asuntos “externos” no sólo es insuficiente, sino que la propia globalización también los está diluyendo. Cada vez más, los asuntos “domésticos” y los asuntos “internacionales” de los Estados tienden a fusionarse, para convertirse en los llamados asuntos “intermésticos”. Lo anterior, como sugiere Sanahuja (2008) “conduce a problematizar el Estado y sus relaciones y jerarquía, que se convertirían en una variable o consecuencia, y no sólo, ni principalmente, en la causa u origen del poder y de las estructuras que se derivarían de la desigual distribución y efectos de ese poder”. Desde la perspectiva identitaria, parece que en algunos lugares se debilita el alineamiento entre la identidad, el territorio, el Estado y la nación, lo cual en determinadas zonas podría conducir al radicalismo y al enfrentamiento, pero también, podría ser clave para superar nociones identitarias basadas en la exclusión territorial (véase Devetak, 2005). En este sentido, algunos aspectos de la identidad también se “desestatalizan” y “desterritorializan”. La emergente sociedad civil global refleja la superación de la identidad compartimentada en el seno del Estado, y refleja la necesidad de superar las fronteras para responder a los desafíos y oportunidades del siglo XXI (véase Kaldor, 2005). De manera más particular, en algunos países del mundo, se puede identificar la consolidación de sociedades civiles binacionales, que sería el caso, por ejemplo de la comunidad mexicana en Estados Unidos, o la comunidad turca en Alemania, o bien, la comunidad española (mayoritariamente gallega) en Argentina, por citar unos ejemplos. Más que simples diásporas, estas sociedades civiles binacionales generan importantes vínculos entre sus países de origen y de residencia, generando a su vez, derechos e intereses políticos en ambos países. Si el poder, la soberanía, la economía, y, algunos aspectos de la identidad se “desterritorializan”, “desestatalizan” y “reubican”, ¿podría ocurrir lo mismo con la democracia? En regiones, como en la Unión Europea, la democracia parece liberarse del su anclaje tradicional a la soberanía territorial del Estado-nación. Tal parece que para enfrentar de manera más eficaz los desafíos y los riesgos de la actualidad, hace falta una noción de la democracia más transversal, que abarque lo local, lo estatal, lo regional y lo global. En este sentido, Sørensen (2006: 207) señala que conforme se transforma la noción tradicional de la soberanía, se requerirá de una gobernanaza de multinivel. De

Page 23: 2012tema4rr.ii

   23

manera similar, Daniele Archibugi (2004), Mary Kaldor (2003), Held (1995) y Sanahuja (2008) se refieren a esta gobernanza como democracia cosmopolita. Para Archibugi, “la mejor forma de conceptualizar la democracia cosmopolita es verla en función de sus diferentes niveles de gobernanza. Estos niveles no están vinculados tanto a una relación jerárquica como a un conjunto de relaciones funcionales. Indico cinco dimensiones paradigmáticas: local, estatal, interestatal, regional y mundial”. “El supuesto del valor universal de la democracia exige probar cómo pueden aplicarse sus normas a cada uno de estos niveles” (Archibugi, 2004: 52). El Estado como actor internacional, y como entidad no desaparecerá, sin embargo, está en constante evolución y transformación. La noción de una gobernanza en múltiples niveles que opere sobre la base una democracia cosmopolita sustentada en instituciones, mecanismos y normas que mejor respondan a los desafíos supranacioanles e infranacionales de ninguna manera implica el establecimiento de un “gobierno mundial”. El Estado continuará siendo un sujeto clave en las relaciones internacionales y en el derecho internacionales, no obstante, los procesos transformativos por los que está pasando, junto con la sociedad internacional, indican claramente que se alejan del viejo orden westfaliano.

Page 24: 2012tema4rr.ii

   24

Referencias Bibliográficas Archibugi, D. (2004), “La Democracia Cosmopolita” en Papeles de Cuestiones Internacionales. No. 87. Madrid. pp. 43-59.

Arenal, C. (2007), Introducción a las relaciones internacionales. Editorial Tecnos. Tercera Edición. Madrid.

Arenal, C. (2002), “La nueva sociedad mundial y las nuevas realidades internacionales: un reto para la teoría y para la política” en VV AA, Cursos de Derecho Internacional de Vitoria-Gasteiz 2001. Universidad del País Vasco. Bilbao. pp. 17-86.

Barbé, E. (2007), Relaciones Internacionales. Tecnos. Tercera Edición. Madrid.

Barkawi, T. y M. Laffey (2006), “The postcolonial moment in security studies” en Review of Internacional Studies. No. 32. British International Studies Association. pp. 329-352. Beck, U. (2004), Poder y contrapoder en la era global : la nueva economía política mundial. Paidós. Barcelona.

Boege, V., A. Brown, K. Clements, A. Molan (2008), ¿Qué es lo fallido? ¿Los Estados del Sur, o la investigación y las políticas de Occidente? Un estudio sobre órdenes políticos híbridos y los Estados emergentes. Instituto Complutense de Estudios Internacionales (ICEI), documento de trabajo nº 08/08.

Brown, C. (2002), Sovereigty, Rights and Justice. International Political Theory Today. Polity Press. Cambridge.

Bull, H. (1977), La sociedad anárquica: un estudio sobre el orden en la política mundial. La Catarata. Madrid. 2005

Clausewitz, C. von (1832), De la Guerra. Ed. La Esfera de los Libros. Año de edición 2005. Madrid.

Cooper, R. (2004), The Breaking of Nation. Order and Chaos in the Twenty-First Century. Atlantic Books. Londres.

Devetak, R. (2005), “Postmodernism” en Burchill, S. y A. Linklater (eds.) Theories of International Relations. Palgrave Macmillan. Nueva York.

Diez de Velasco, M. (2008), Instituciones de Derecho Internacional Público. Ed. Tecnos. Decimosexta edición. Madrid.

Evans, G y R. Newnham (1999), The Penguin Dictionary of International Relations. Penguin Books. Londres.

Giddens, A. (2006), Sociología. Alianza Editorial. Madrid.

Held, D. (2004), Global Covenant. The Social Democratic Alternative to the Washington Consensus, Cambridge Polity Press. Cambridge.

Page 25: 2012tema4rr.ii

   25

Held, D. (1995), Democracy and Global Order. From the Modern State to Cosmopolitan Governance. Standford University Press. Standford.

Held, D., A. McGrew, D. Goldblatt y J. Perraton (2002), Transformaciones globales. Política, economía y cultura. Oxford University Press. México. Holsti, K. J. (2004), Taming the Sovereigns. Institutional change in International Politics. Cambridge Polity Press. Cambridge.

Hoogvelt, A. (2001), Globalization and the Postcolonial World. The New Political economy of development. Palgrave.

Kaldor, M. (2005), La Sociedad Civil Global: Una respuesta a la guerra. Tusquets. Barcelona.

Kegley, C. W. y E. R. Wittkopf (2001), World Politics. Trend and Transformation. Bedford /St. Martin’s. Octava Ed. Boston y Nueva York.

Naciones Unidas (1970), Resolución 2625 (XXV) de la Asamblea General de Naciones Unidas, que contiene la Declaración Relativa a los Principios De Derecho Internacional Referentes a la Relaciones de Amistad y a la Cooperación entre los Estados de Conformidad con la Carta de las Naciones Unidas. 24 de octubre. Nueva York.

Sanahuja, J. A. (2008), “¿Un mundo unipolar, multipolar o apolar? El poder estructural y las transformaciones de la sociedad internacional contemporánea”, en VV AA, Cursos de Derecho Internacional de Vitoria-Gasteiz 2007. Universidad del País Vasco. Bilbao. pp. 297-384.

Sanahuja, J. A. (2008a) "La sociedad internacional: entre la hegemonía y el cosmopolitismo", en Andrés García y Carmen Marcuello (coords.), Conceptos para pensar en el siglo XXI. La Catarata. Madrid. pp. 281-318.

Sørensen, G. (2006), “The Transformation of the State” en Hay, C., M. Lister y D. Marsh (eds.) The State. Theories and Issues. Palgrave Macmillan. Nueva York. pp.190-208.

Sørensen, G. (2004). The Transformation of the State. Beyond the Myth of Retreat. Palgrave Macmillan. Nueva York.

Tilly, C. (1992), Coercion, Capital and European States, AD 990-1992. Blackwell Publishers. Cambridge y Oxford.

Truyol y Serra, A. (1974), La Sociedad Internacional. Alianza Editorial. Madrid.

Wendt, A. (1992), “Anarchy is what States makes of it: the social construction of power politics”, International Organization vol. 46, no. 2. pp. 391-426.