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    BENEMRITA UNIVERSIDAD AUTNOMA DE PUEBLA

    UNIDAD ACADMICA "LIC. BENITO JUREZ GARCA"

    LITERATURA

    NUEZ BARRIOS MODESTO ENRIQUE

    UN MODO DE DECIR. CUENTOS ITALO CALVINO & DINO BUZZATI

    13 DE ABRIL DE 2013

    Tabla de contenidoAsomndose desde la Abrupta Costa (Italo Calvino) .......................................................................... 1

    El bosque-raz-laberinto (Italo Calvino) ............................................................................................... 9

    El jardn encantado (Italo Calvino) .................................................................................................... 20El ojo del amo (Italo Calvino) ............................................................................................................ 24

    Algo haba sucedido (Dino Buzzati) ................................................................................................... 29

    La capa (Dino Buzzati) ....................................................................................................................... 33

    La nia olvidada (Dino Buzzati) ......................................................................................................... 37

    Los bultos del jardn (Dino Buzzati) ................................................................................................... 41

    Asomndose desde la Abrupta Costa[Cuento. Texto completo]

    Italo Calvino

    http://ciudadseva.com/textos/cuentos/ita/calvino/asomando.htm

    Me estoy convenciendo de que el mundo quiere decirme algo, mandarme mensajes, avisos,seales. Es desde que estoy en Ptkwo cuando lo he advertido. Todas las maanas salgo dela pensin Kudgiwa para mi acostumbrado paseo hasta el puerto. Paso por delante delobservatorio meteorolgico y pienso en el fin del mundo que se aproxima, ms an, est enmarcha desde hace mucho tiempo. Si el fin del mundo se pudiera localizar en un puntoconcreto, este sera el observatorio meteorolgico de Ptkwo: un cobertizo de palastro quese apoya en cuatro postes de madera un poco tambaleantes y abriga, alineados sobre unarepisa, barmetros registradores, higrmetros, termgrafos, con sus rollos de papelgraduado que giran con un lento tictac de relojera contra un plumn oscilante. La veleta deun anemmetro en la cima de una alta antena y el rechoncho embudo de un pluvimetrocontemplan el frgil equipo del observatorio, que, aislado al borde de un talud en el jardnmunicipal, contra el cielo grisperla uniforme e inmvil, parece una trampa para ciclones, un

    http://ciudadseva.com/textos/cuentos/ita/calvino/asomando.htmhttp://ciudadseva.com/textos/cuentos/ita/calvino/asomando.htmhttp://ciudadseva.com/textos/cuentos/ita/calvino/asomando.htm
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    cebo puesto all para atraer las trombas de aire de los remotos ocanos tropicales,ofrecindose ya como despojo ideal a la furia de los huracanes.

    Hay das en los que cada cosa que veo parece cargada de significados: mensajes que mesera difcil comunicar a otros, definir, traducir a palabras, pero que por eso mismo se me

    presentan como decisivos. Son anuncios o presagios que se refieren a m y al mundo a untiempo: y de m no a los acontecimientos externos de la existencia sino a lo que ocurredentro, en el fondo; y del mundo no a algn hecho particular sino al modo de ser general detodo. Comprendern pues mi dificultad para hablar de ello, salvo por alusiones.

    Lunes. Hoy he visto una mano asomar por una ventana de la prisin, hacia el mar.Caminaba por el rompeolas del puerto, como es mi costumbre, llegando hasta detrs de lavieja fortaleza. La fortaleza est toda encerrada en sus murallas oblicuas; las ventanas,protegidas por rejas dobles o triples, parecen ciegas. An sabiendo que all estn encerradoslos presos, siempre he visto la fortaleza como un elemento de la naturaleza inerte del reinomineral. Por eso la aparicin de la mano me ha asombrado como si hubiera salido de unaroca. La mano estaba en una posicin innatural; supongo que las ventanas estn situadas enlo alto de las celdas y empotradas en la muralla; el preso debe haber realizado un esfuerzode acrbata, mejor dicho, de contorsionista, para hacer pasar el brazo entre reja y reja demodo que su mano tremolase en el aire libre. No era una seal de un preso a m, ni a ningnotro; en cualquier caso, yo no la he tomado por tal; e incluso de momento no pens paranada en los presos; dir que la mano me pareci blanca y fina, una mano no diferente a lasmas, en la cual nada indicaba la tosquedad que uno espera de un presidiario. Para m hasido como una seal que vena de la piedra: la piedra quera advertirme de que nuestrasustancia era comn y que por ello algo de lo que constituye mi persona perdurara, no seperdera con el fin del mundo: todava ser posible una comunicacin en el desierto carentede vida y de todo recuerdo mo. Cuento las primeras impresiones registradas, que son lasque importan.

    Hoy he llegado al mirador bajo el cual se divisa un trocito de playa, all abajo, desierta anteel mar gris. Los sillones de mimbre de altos respaldos curvados, en cesto, para abrigar delviento, dispuestos en semicrculo, parecan indicar un mundo en el cual el gnero humanoha desaparecido y las cosas no saben sino hablar de su ausencia. He experimentado unasensacin de vrtigo, como si no hiciera ms que precipitarme de un mundo a otro y a cadacual llegase poco despus de que el fin del mundo se hubiese producido.

    He vuelto a pasar por el mirador al cabo de media hora. Desde un silln que se mepresentaba de espalda flameaba una cinta lila. He bajado por el abrupto sendero delpromontorio, hasta una terraza donde cambia el ngulo visual: como me esperaba, sentadaen el cesto, completamente oculta por las protecciones de mimbre, estaba la seorita Zwidacon el sombrero de paja blanca, el lbum de dibujo abierto sobre las rodillas; estabacopiando una concha. No he estado contento de haberla visto; los signos contrarios de estamaana me desaconsejaban entablar conversacin; ya hace unos veinte das que laencuentro sola en mis paseos por escollos y dunas, y no deseo sino dirigirle la palabra, eincluso con este propsito bajo de mi pensin cada da, pero cada da algo me disuade.

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    La seorita Zwida para en el hotel del Lirio Marino; ya haba ido a preguntarle su nombreal portero; quiz ella lo supo; los veraneantes de esta estacin son poqusimos en Ptkwo; yadems los jvenes podran contarse con los dedos de una mano; al encontrarme tan amenudo, ella acaso espera que yo un da le dirija un saludo. Las razones que sirven deobstculo a un posible encuentro entre nosotros son ms de una. En primer lugar, la

    seorita Zwida recoge y dibuja conchas; yo tuve una buena coleccin de conchas, haceaos, cuando era adolescente, pero despus lo dej y lo he olvidado todo: clasificaciones,morfologa, distribucin geogrfica de las diversas especies; una conversacin con laseorita Zwida me llevara inevitablemente a hablar de conchas y no decidirme sobre laactitud a adoptar: si fingir una incompetencia absoluta o bien apelar a una experiencialejana y que qued en vagarosa; es la relacin con mi vida hecha de cosas no llevadas atrmino y semiborradas lo que el tema de las conchas me obliga a considerar; de ah elmalestar que acaba por ponerme en fuga.

    Agrgese a ello el hecho de que la aplicacin con la que esta muchacha se dedica a dibujarconchas indica en ella una bsqueda de la perfeccin como forma que el mundo puede ypor ende debe alcanzar; yo, al contrario, estoy convencido hace tiempo de que la perfeccinslo se produce accesoriamente y por azar; por tanto no merece el menor inters, pues laverdadera naturaleza de las cosas slo se revela en la destruccin; al acercarme a la seoritaZwida debera manifestar cierta apreciacin sobre sus dibujos -de calidad finsima, por otraparte, por cuanto he podido ver-, y por lo tanto, al menos en un primer momento, fingirconsentimiento a un ideal esttico y moral que rechazo; o bien declarar de buenas aprimeras mi modo de sentir, a riesgo de herirla.

    Tercer obstculo, mi estado de salud que, aunque muy mejorado por la estancia en el marprescrita por los mdicos, condiciona mi posibilidad de salir y encontrarme con extraos;estoy an sujeto a crisis intermitentes, y sobre todo al reagudizarse de un fastidioso eczemaque me aparta de todo propsito de sociabilidad.

    Intercambio de vez en cuando unas palabras con el meteorlogo, el seor Kauderer, cuandolo encuentro en el observatorio. El seor Kauderer pasa siempre al medioda, a anotar losdatos. Es un hombre largo y enjuto, de cara oscura, un poco como un indio de Amrica. Seadelanta en bicicleta, mirando fijo en s, como si mantenerse en equilibrio en el sillnrequiriese toda su concentracin. Apoya la bicicleta en el cobertizo, deshebilla una bolsacolgada de la barra y saca un registro de pginas anchas y cortas. Sube los peldaos de latarima y marca las cifras proporcionadas por los instrumentos, unas a lpiz, otras con unagruesa estilogrfica, sin disminuir por un momento su concentracin. Lleva pantalonesbombachos bajo un largo gabn; todas sus prendas son grises, o de cuadritos blancos ynegros, incluso la gorra de visera. Y slo cuando ha llevado a trmino estas operacionesadvierte que lo estoy observando y me saluda afablemente.

    Me he dado cuenta de que la presencia del seor Kuderer es importante para m: el hechode que alguien demuestre an tanto escrpulo y metdica atencin, aunque sperfectamente que todo es intil, tiene sobre m un efecto tranquilizador, acaso porqueviene a compensar mi modo de vivir impreciso, que -pese a las conclusiones a las que hellegado- contina siendo como una culpa. Por eso me paro a mirar al meteorlogo, y hasta acharlar con l, aunque no sea la conversacin en s lo que me interesa. Me habla del tiempo,

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    naturalmente, en circunstanciados trminos tcnicos, y de los efectos de las variaciones dela presin sobre la salud, pero tambin de los tiempos inestables en los que vivimos,citando como ejemplos episodios de la vida local o tambin noticias ledas en losperidicos. En esos momentos revela un carcter menos cerrado de lo que pareca a primeravista, ms an, tiende a enfervorizarse y a volverse locuaz, sobre todo al desaprobar el

    modo de obrar y de pensar de la mayora, porque es un hombre inclinado al descontento. Hoy el seor Kauderer me ha dicho que, teniendo el proyecto de ausentarse unos das,debera encontrar quien lo sustituya en la anotacin de los datos, pero no conoce a nadie dequien pueda fiarse. Charlando de esto ha llegado a preguntarme si no me interesaraaprender a leer los instrumentos meteorolgicos, en cuyo caso me enseara. No le herespondido ni que si ni que no, o al menos no he pretendido darle ninguna respuestaconcreta, pero me he encontrado a su lado en la tarima mientras l me explicaba cmoestablecer las mximas y las mnimas, la marcha de la presin, la cantidad deprecipitaciones, la velocidad de los vientos. En resumen, casi sin darme cuenta, me haconfiado el encargo de hacer sus veces durante los prximos das, empezando maana a lasdoce. Aunque mi aceptacin haya sido un poco forzada, al no haberme dejado tiempo parareflexionar, ni para dar a entender que no poda decidir as de sopetn, esta obligacin nome desagrada.

    Martes. Esta maana he hablado por primera vez con la seorita Zwida. El encargo deanotar los datos meteorolgicos ha desempeado desde luego un papel para hacermesuperar mis incertidumbres, en el sentido de que por primera vez en mis das Ptkwo habaalgo fijado de antemano a lo cual no poda faltar; por eso, fuera como fuera nuestraconversacin, a las doce menos cuarto dira: "Ah, me olvidaba, tengo que darme prisa en iral observatorio porque es la hora de las anotaciones." Y me despedira, quiz de mala gana,quiz con alivio, pero en cualquier caso con la seguridad de no poder obrar de otro modo.Creo haberlo comprendido confusamente ya ayer, cuando el seor Kauderer me hizo lapropuesta, que esta tarea me animara a hablar con la seorita Zwida: pero slo ahora tengola cosa clara, admitiendo que est clara.

    La seorita Zwida estaba dibujando un erizo de mar. Estaba sentada en un taburetitoplegable, en el muelle. El erizo estaba patas arriba sobre la roca, abierto; contraa las pastratando intilmente de enderezarse. El dibujo de la muchacha era un estudio de la pulpahmeda del molusco, en su dilatarse y contraerse, pintada en claroscuro, y con un bosquejodenso e hirsuto todo alrededor. La conversacin que yo tena en mente, sobre la forma delas conchas como armona engaosa, envoltura que esconde la verdadera sustancia de lanaturaleza, ya no vena a cuento. Tanto la vista del erizo como el dibujo transmitansensaciones desagradables y crueles, como una vscera expuesta a las miradas. He pegadola hebra diciendo que no hay nada ms difcil que dibujar erizos de mar: tanto la envolturade pas vista desde arriba, como el molusco tumbado, pese a la simetra radial de suestructura, ofrecen pocos pretextos para una representacin lineal. Me ha respondido que leinteresaba dibujarlo porque era una imagen que se repeta en sus sueos y que queralibrarse de ella. Al despedirme le he preguntado si podamos vernos maana por la maanaen el mismo sitio. Ha dicho que maana tiene otros compromisos; pero que pasado maanasaldr de nuevo con el lbum de dibujo y me ser fcil encontrarla.

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    Mientras comprobaba los barmetros, dos hombres se han acercado al cobertizo. No loshaba visto nunca; arropados, vestidos de negro, con las solapas levantadas. Me hanpreguntado si no estaba el seor Kauderer; despus, dnde haba ido, si saba su paradero,cundo volvera. He respondido que no saba y he preguntado quines eran y por qu me lopreguntaban.

    -Nada, no importa - han dicho, alejndose.

    Mircoles. He ido a llevar un ramillete de violetas al hotel para la seorita Zwida. Elportero me ha dicho que haba salido hace rato. He dado muchas vueltas, esperandoencontrarla por azar. En la explanada de la fortaleza estaba la cola de los parientes de lospresos: hoy es da de visita en la crcel. Entre las mujercitas con pauelos en la cabeza y losnios que lloran he visto a la seorita Zwida. Llevaba el rostro tapado por un velillo negrobajo las alas del sombrero, pero su porte era inconfundible: estaba con la cabeza alta, elcuello erguido y como orgulloso.

    En un ngulo de la explanada, como vigilando la cola de la puerta de la crcel, estaban losdos hombres de negro que me haban interpelado ayer en el observatorio.

    El erizo, el velillo, los dos desconocidos: el color negro sigue aparecindoseme encircunstancias tales que atraen mi atencin: mensajes que interpreto como una llamada dela noche. Me he dado cuenta de que hace mucho tiempo que tiendo a reducir la presencia dela oscuridad en mi vida.

    La prohibicin de los mdicos de salir despus del ocaso me ha constreido hace meses alos confines del mundo diurno. Pero no es slo esto: es que encuentro en la luz del da, enla luminosidad difusa, plida, casi sin sombras, una oscuridad ms espesa que la de lanoche.

    Mircoles por la noche. Cada tarde paso las primeras horas de oscuridad pergeando estaspginas que no s si alguien leer jams. El globo de pasta de vidrio de mi habitacin en laPensin Kudgiwa ilumina el fluir de mi escritura quiz demasiado nerviosa para que unfuturo lector pueda descifrarla. Quiz este diario salga a la luz muchsimos aos despus demi muerte, cuando nuestra lengua haya sufrido quin sabe qu transformaciones y algunosde los vocablos y giros usados por m corrientemente suenen inslitos y de significadoincierto. En cualquier caso, quien encuentre este diario tendr una ventaja segura sobre m:de una lengua escrita es siempre posible deducir un vocabulario y una gramtica, aislar lasfrases, transcribirlas o parafrasearlas en otra lengua, mientras que yo estoy tratando de leeren la sucesin de las cosas que se me presentan cada da, las intenciones del mundorespecto a m, y avanzo a tientas, sabiendo que no puede existir ningn vocabulario quetraduzca a palabras el peso de oscuras alusiones que se ciernen sobre las cosas. Quisieraque este aletear de presentimientos y dudas llegase a quien me lea, no como un obstculoaccidental para la comprensin de lo que escribo, sino como su sustancia misma; y si lamarcha de mis pensamientos parece huidiza a quien trate de seguirla partiendo de hbitosmentales radicalmente cambiados, lo importante es que le sea transmitido el esfuerzo queestoy realizando para leer entre las lneas de las cosas el sentido evasivo de lo que meespera.

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    Jueves. Gracias a un permiso especial de la direccin -me ha explicado la seorita Zwida-puedo entrar en la crcel los das de visita y sentarme en la mesa del locutorio con mishojas de dibujo y el carboncillo. La sencilla humanidad de los parientes de los presos ofrecetemas interesantes para estudios del natural.

    Yo no le haba hecho ninguna pregunta, pero al advertir que la haba visto ayer en laexplanada, se haba credo en la obligacin de justificar su presencia en aquel lugar.Hubiese preferido que no me dijese nada, porque no siento la menor atraccin por losdibujos de figuras humanas y no habra sabido comentrselos si ella me los hubieseenseado, cosa que no ocurri. Pens que acaso esos dibujos estuvieran encerrados en unacarpeta especial, que la seorita Zwida dejaba en las oficinas de la crcel de una vez paraotra, dado que ella ayer -lo recordaba bien- no llevaba consigo el inseparable lbumencuadernado ni el estuche de los lpices.

    -Si supiera dibujar, me aplicara solamente a estudiar la forma de los objetos inanimados -dije con cierta perentoriedad, porque quera cambiar de conversacin y tambin porque deveras una inclinacin natural me lleva a reconocer mis estados de nimo en el inmvilsufrimiento de las cosas.

    La seorita Zwida se mostr al punto de acuerdo: el objeto que dibujara ms a gusto, dijo,era una de esas anclitas de cuatro uas llamadas "rezones", que usan los barcos de pesca.Me seal algunas al pasar junto a las barcas atracadas en el muelle, y me explic lasdificultades que presentaba dibujar los cuatro ganchos en sus diversas inclinaciones yperspectivas. Comprend que el objeto encerraba un mensaje para m y que debadescifrarlo: el ancla, una exhortacin a fijarme, a engancharme, a tocar fondo, a poner fin ami estado fluctuante, a mi mantenerme en la superficie. Pero esta interpretacin poda darpaso a dudas: poda tambin ser una invitacin a zarpar, a lanzarme a mar abierto. Algo enla forma del rezn, los cuatro dientes remachados, los cuatro brazos de hierro gastados alarrastrarse contra las rocas del fondo, me prevenan de que cualquier decisin produciralaceraciones y sufrimientos. Para mi alivio quedaba el hecho de que no se trataba de unapesada ancla de alta mar, sino una gil anclita: no se me peda, pues, que renunciase a ladisponibilidad de la juventud, sino slo que me detuviera un momento, que reflexionase,que sondease la oscuridad de m mismo.

    -Para dibujar a mis anchas ese objeto desde todos los puntos de vista -dijo Zwida- deberaposeer uno para tenerlo conmigo y familiarizarme con l. Cree que podra comprarle uno aun pescador?

    -Se puede preguntar -dije.

    -Por qu no prueba usted a comprarme uno? No me atrevo a hacerlo yo misma, porqueuna seorita de la ciudad que se interesa por un tosco utensilio de pescadores suscitaracierto estupor.

    Me vi a m mismo en el acto de presentarle el rezn de hierro como si fuese un ramo deflores; la imagen, en su incongruencia, tena algo de estridente y feroz. Con certeza se

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    ocultaba en ello un significado que se me escapaba; y prometindome meditarlo con calmarespond que s.

    -Quisiera que el rezn estuviera sujeto a su cuerda de amarre -precis Zwida-. Puedo pasarhoras sin cansarme dibujando un montn de sogas enrolladas. Compre, pues, tambin una

    cuerda muy larga: diez, incluso doce metros.Jueves por la noche. Los mdicos me han dado permiso para un uso moderado de bebidasalcohlicas. Para festejar la noticia, a la puesta del sol he entrado en la posada "La Estrellade Suecia" a tomar una taza de ron caliente. En torno al mostrador haba pescadores,aduaneros, mozos de cordel. Sobre todas las voces dominaba la de un anciano con uniformede guardia de la crcel, que disparataba ebriamente en un mar de chcharas:

    -Y todos los mircoles la damisela perfumada me da un billete de cien coronas para que ladeje sola con el detenido. Y el jueves las cien coronas ya se han ido en cerveza. Y cuandoha terminado la hora de la visita la damisela sale con el tufo de la prisin en su trajeelegante; y el detenido vuelve a la celda con el perfume de la damisela en sus ropas depresidiario. Y yo me quedo con el olor de la cerveza. La vida no es ms que un intercambiode olores.

    -La vida y tambin la muerte, puedes jurarlo -terci otro borracho, cuya profesin era,como me enter enseguida, sepulturero-. Yo con el olor a cerveza trato de quitarme deencima el olor a muerto. Y slo el olor a muerto te quitar de encima el olor a cerveza,como a todos los bebedores a quienes me toca cavarles la fosa.

    He tomado este dilogo como una advertencia a estar en guardia: el mundo se vadeshaciendo e intenta arrastrarme en su disolucin.

    Viernes. El pescador se volvi desconfiado de repente:

    -Y para qu la quiere? Qu hace usted con un rezn?

    Eran preguntas indiscretas; habra debido responder: "Dibujarlo", pero conoca la renuenciade la seorita Zwida a exhibir su actividad artstica en un ambiente que no es capaz deapreciarla; adems, la respuesta exacta, por mi parte, habra sido: "Pensarlo", yfigurmonos si me iban a entender.

    -Asuntos mos -respond. Habamos empezado a conversar afablemente, dado que noshabamos conocido ayer por la noche en la posada, pero de improviso nuestro dilogo sehaba vuelto brusco.

    -Vaya a una tienda de efectos navales -cort en seco el pescador-. Yo mis cosas no lasvendo.

    Con el tendero me sucedi lo mismo: apenas hice mi peticin se le ensombreci el rostro.

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    -No podemos vender estas cosas a forasteros -dijo-. No queremos problemas con la polica.Y una cuerda de doce metros, encima..., No es que sospeche de usted, pero no sera laprimera vez que alguien lanza un rezn hasta las rejas de la crcel para que se evada unpreso... La palabra "evadir" es una de esas que no puedo or sin abandonarme a un laboreosin fin de la mente. La bsqueda del ancla en que me he metido parece indicarme la va de

    una evasin, acaso de una metamorfosis, de una resurreccin. Con un escalofro me alejodel pensamiento de que la prisin sea mi cuerpo mortal y la evasin que me espera sea elapartamiento del alma, el inicio de la vida ultraterrena.

    Sbado. Era mi primera salida nocturna tras muchos meses y eso me inspiraba no pocaaprensin, sobre todo por los resfriados de cabeza a que estoy sometido, tanto que, antes desalir, me enfund un pasamontaas y encima un gorro de lana y, todava, el sombrero defieltro. As arropado, y adems con una bufanda en torno al cuello y otra entorno a losriones, el chaquetn de lana, el chaquetn de pelo y el chaquetn de cuero, las botasforradas, poda recobrar cierta seguridad. La noche, como pude comprobar luego, eraapacible y serena. Pero segua sin entender por qu el seor Kauderer necesitaba citarme enel cementerio en plena noche, con un billete misterioso, que me fue entregado con gransecreto. Si haba regresado, por qu no podamos vernos como todos los das? Y si nohaba regresado, a quin iba a encontrar en el cementerio?

    Quien me abri la puerta fue el sepulturero al que haba conocido ya en la posada "LaEstrella Sueca".

    -Busco al seor Kauderer -le dije.

    Respondi:

    -El seor Kauderer no est. Pero como el cementerio es la casa de los que no estn, entre.

    Avanzaba entre las lpidas cuando me roz una sombra veloz y crujiente; fren y baj delsilln.

    -Seor Kauderer! -exclam, maravillado de verlo andar en bicicleta entre las tumbas con elfaro apagado.

    -Chist! -me call-. Comete usted grandes imprudencias. Cuando le confi el observatoriono supona que se iba a comprometer en un intento de evasin. Sepa que nosotros somoscontrarios a las evasiones individuales. Hay que dar tiempo al tiempo. Tenemos un planms general que llevar adelante, a ms largo plazo.

    Al orle decir "nosotros" con un amplio gesto a su alrededor, pens que hablaba en nombrede los muertos. Eran los muertos, de quienes el seor Kauderer era evidentemente elportavoz, los que declaraban que no queran aceptarme an entre ellos. Experiment unindudable alivio.

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    -Por culpa suya tendr que prolongar mi ausencia -agreg-. Maana o pasado lo llamar elcomisario de polica, que lo interrogar a propsito del ancla de rezn. ndese con ojo parano mezclarme en ese asunto; tenga en cuenta que las preguntas del comisario tenderntodas a hacerle admitir algo referente a mi persona. Usted de m no sabe nada, salvo queestoy de viaje y no he dicho cundo volver. Puede decir que le rogu que me sustituyera

    en la anotacin de los datos unos cuantos das. Por lo dems, a partir de maana estdispensado de ir al observatorio.

    -No, eso no! -exclam, presa de una repentina desesperacin, como si en ese momento mediera cuenta de que slo la comprobacin de los instrumentos meteorolgicos me pona encondiciones de seorear las fuerzas del universo y reconocer en ellas un orden.

    Domingo. Con la fresca he ido al observatorio meteorolgico, he subido a la tarima y me hequedado all de pie escuchando el tictac de los instrumentos registradores como la msicade las esferas celestes. El viento corra por el cielo matutino transportando suaves nubes;las nubes se disponan en festones de cirros, despus en cmulos; hacia las nueve y mediahubo un chaparrn y el pluvimetro conserv unos cuantos centilitros; lo sigui un arcoirisparcial, de breve duracin; el cielo volvi despus a oscurecerse, la plumilla del bargrafodescendi trazando una lnea casi vertical; retumb el trueno y empez a granizar. Yodesde all arriba en la cima senta que tena en mis manos los escampos y las tormentas, losrayos y la calgine; no como un dios, no, no me crean loco, no me senta Zeus tonante, sinoun poco como un director de orquesta que tiene delante la partitura ya escrita y sabe que lossonidos que sufren los instrumentos responden a un destino cuyo principal custodio ydepositario es l. El cobertizo de palastro resonaba como un tambor bajo los chaparrones; elanemmetro remolineaba; aquel universo todo estallidos y saltos era traducible en cifraspara alinearlas en mi registro; una calma soberana presida la trama de los cataclismos.

    En ese momento de armona y plenitud un crujido me hizo bajar la mirada.

    Acurrucado entre los peldaos de la tarima y los postes de sostn del cobertizo haba unhombre barbudo, vestido con una tosca chaqueta de rayas empapada de lluvia. Me mirabacon firmes ojos claros.

    -Me he evadido -dijo-. No me traicione. Tendra que ir a avisar a una persona. Quiere?Vive en el hotel del Lirio Marino.

    Sent al punto que en el orden perfecto del universo se haba abierto una brecha, undesgarrn irreparable.

    FIN

    El bosque-raz-laberinto[Cuento. Texto completo]

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    Italo Calvino

    http://ciudadseva.com/textos/cuentos/ita/calvino/bosque.htm

    En un bosque tan frondoso que an de da estaba oscuro, el rey Clodoveo cabalgaba a lacabeza de su ejrcito, de retorno de la guerra. El rey estaba preocupado: saba que a uncierto punto el bosque deba terminar y entonces l habra llegado a la vista de la capital desu reino, Arbolburgo. A cada vuelta del sendero esperaba descubrir las torres de la ciudad.Nada, todo lo contrario. Haca mucho tiempo que avanzaban en el bosque y ste, sinembargo, no daba seales de terminar.

    -No se ve -dice el rey a su viejo escudero Amalberto-, no se ve todava...

    Y el escudero:

    -A la vista slo tenemos troncos, ramas retorcidas, frondas, matas y zarzales. Majestad,cmo podemos esperar ver la ciudad a travs de un bosque tan denso?

    -No recordaba que el bosque fuera as de extenso e intrincado -refunfuaba el rey. Sehubiera dicho que mientras l estaba lejos la vegetacin hubiese crecidodesmesuradamente, enroscndose e invadiendo los senderos.

    El escudero Amalberto tuvo un sobresalto.

    -All est la ciudad!

    -Dnde?

    -He visto aparecer a travs de las ramas la cpula del palacio real. Pero no logro divisarlaahora.

    Y el rey:

    -Ests soando. No se ve ms que palos.

    Pero en la vuelta siguiente fue el rey quien exclamara:

    -Eh! Es all! La he visto! Las verjas del jardn real! Las garitas de los centinelas!

    Y el escudero:

    -Dnde, dnde, Majestad? No veo nada...

    Ya la mirada del rey Clodoveo giraba desorientada alrededor.

    http://ciudadseva.com/textos/cuentos/ita/calvino/bosque.htmhttp://ciudadseva.com/textos/cuentos/ita/calvino/bosque.htmhttp://ciudadseva.com/textos/cuentos/ita/calvino/bosque.htm
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    -All... No... Sin embargo, la haba visto... Dnde ha ido a parar?

    La sombra se adensaba entre los rboles. El aire se volva siempre ms oscuro. Y entre lasramas ms altas se oy un batir de alas, acompaado de un extrao canto:

    -Coac... Coac... -Un pjaro de colores y formas jams vistos revoloteaba en el bosque.Tena plumas tornasoladas como un faisn, grandes alas que se agitaban en el aire como lasde un cuervo, un pico largo como el de un pjaro carpintero y una cresta de plumaje blancoy negro como el de una abubilla.

    -Eh, atrpenlo! -grit el rey-. Eh, se nos escapa! Sigmoslo!

    El ejrcito, en filas compactas, dirigi su marcha de modo de seguir el vuelo del pjaro,gir a la izquierda, gir a la derecha, retrocedi. Pero el pjaro ya haba desaparecido. Seoy todava el "Coac... Coac...", alejndose despus el silencio.

    El camino se les haca penoso. Dijo el rey:-Las ramas nos obstaculizan la marcha. No nos queda ms que descabalgar o rasguarnoscon ellas.

    Y el escudero:

    -Ramas? Estas son races, Majestad.

    -Si estas son races -replic el rey- entonces nos estamos adentrando en la tierra.

    -Y si stas fueran ramas, -insisti el viejo Amalberto-, entonces hubiramos perdido devista el suelo y estaramos suspendidos en el aire.

    Reapareci el pjaro. O mejor dicho, se vio volar su sombra y se sinti una "Coac...Coac..."

    -Este extrao pjaro nos gua -dijo el rey-. Pero adnde?

    -Tanto vale seguirlo, seor -dijo el escudero-. Desde hace rato hemos perdido el camino.Todo est oscuro.

    -Enciendan las linternas! -orden el rey, y la fila de soldados se desanud por el bosque

    como una bandada de lucirnagas.Todo aquel da la princesa Verbena haba mirado con catalejo el horizonte desde el balcndel palacio real de Arbolburgo, esperando el retorno de la guerra del rey Clodoveo, supadre. Pero fuera de los muros de la ciudad el bosque era tan espeso como para esconder aun ejrcito en marcha. En ese momento a Verbena le haba parecido ver una fila dealabardas y de lanzas despuntando entre las ramas, pero deba estar equivocada. All, ahorale pareca que algunos yelmos se asomaban entre las hojas.... No, era un engao de sus ojos.

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    Durante la ausencia del rey Clodoveo, el bosque all abajo se haba vuelto cada vez msespeso y amenazador, como si el reino vegetal quisiera asediar los muros de Arbolburgo. Yal mismo tiempo, en el interior de la ciudad, todas las plantas se haban marchitado, habanperdido las hojas y se haban muerto. La ciudad no era la misma desde que la reinaFerdibunda, segunda mujer del rey Clodoveo y madrastra de Verbena, en ausencia del

    marido, haba tomado el mand asistida por su primer ministro Curvaldo.Verbena pensaba: "Querra fugarme de aqu, salir al encuentro de mi padre". Pero, cmohacerlo en ese bosque impenetrable?

    La reina Ferdibunda, que espiaba a Verbena detrs de una cortina, murmur al primerministro:

    -Comienza a perder las esperanzas nuestra princesita. Los das pasan, los sbditos estncansados de esperar a un rey que no vuelve. Y yo tambin estoy cansada, Curvaldo. Estiempo de dar va libre a nuestra conjura.

    Curvaldo sonri maliciosamente.

    -Los conjurados estn prestos a reunirse en los lugares convenidos, reina ma, para despusmarchar sobre el palacio real y...

    -...y proclamarte rey, Curvaldo -termin Ferdibunda la frase.

    -Si as lo quiere mi reina... -y Curvaldo, siempre sonriendo maliciosamente, inclin lacabeza.

    -Entonces -dijo la reina- arma tu trampa, Curvaldo, y advierte a tus hombres, es la hora. Pero Curvaldo prefera proceder con cautela. En Arbolburgo loa fieles del rey eran todavanumerosos, y vigilaban. Las calles de la ciudad eran rectas y estaban expuestas a lasmiradas de todos: las idas y venidas de los conjurados seran rpidamente vistas por muchagente.

    La reina estaba impaciente.

    -Qu piensas hacer, Curvaldo?

    El primer ministro tena un plan.

    -Nuestros movimientos deben desenvolverse fuera de los muros de la ciudad -decidi-. Nosdesplazaremos de una puerta a la otra por los caminos exteriores que pasan por el bosque.Sin ser vistos, los conjurados circundarn la ciudad.

    Saliendo de la puerta norte, Ferdibunda y Curvaldo dieron rdenes a sus secuaces:

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    -Divdanse en dos grupos: uno rodear la ciudad por el este y el otro por el oeste. A lasnueve y cuarto precisamente penetrarn en Arbolburgo por las puertas laterales. Nosotrosdos, entretanto, con un rodeo ms largo, iremos hasta la puerta sur y desde all haremosnuestra entrada triunfal a la ciudad, a las nueve y media en punto.

    Habiendo dicho esto, la reina y el ministro se alejaron por un sendero trazado en forma deanillo en torno a Arbolburgo, apenas afuera de los muros. A decir verdad, mientras msavanzaban ellos, ms pareca el sendero desprenderse de la ciudad. La reina comenz apreguntarse si acaso no haban equivocado el sendero.

    -No temas, -dijo Curvaldo- ms all de aquella vuelta, doblada la colina, estaremos cerca delos muros.

    Y continuaron por el sendero.

    -Eso, hay todava un desvo, pero seguramente ms all volveremos al camino principal.

    El sendero ya suba, ya bajaba.

    -Apenas superados estos desniveles, nos encontraremos en la direccin correcta -decaCurvaldo, pero entretanto oscuros presentimientos invadan el nimo de la reina. Vea lamaraa de la vegetacin adentrndose como la trama de su traicin, como si suspensamientos fueran a embrollar la ciudad en un enredo inextricable.

    Mientras tanto un pjaro de una especie jams vista vol entre las ramas emitiendo unreclamo estridente:

    -"Coac... Coac..."-Qu extrao pjaro -dijo Ferdibunda-. Parece que nos esperara, que deseara hacerseatrapar.

    No, el pjaro volaba de rama en mata, se esconda, volva a aparecer. Siguindolo la reina yCurvaldo se encontraron en un sendero ms espacioso, aunque ms oscuro y todo curvas.

    -Est cayendo la noche... Dnde estamos?

    El pjaro se dej or an:

    -"Coac... Coac..."

    -Sigamos el canto del pjaro -dijo Curvaldo-, por aqu, ven.

    Mientras tanto, en otra parte del bosque, tambin al rey Clodoveo le pareca or el canto delpjaro. En aquella noche sin estrellas, en aquel laberinto de spera corteza nudosa, el"Coac... Coac..." era el nico signo hacia el cual dirigir los propios pasos. El aceite de las

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    linternas se haba acabado, pero los ojos de los soldados se haban vuelto luminosos comolos de los bhos y su resplandor constelaba la oscuridad. El ejrcito en marcha no emitams un sonido metlico sino un frufr como si entre las armas y las corazas y los escudoshubiese crecido follaje. El viejo escudero Amalberto ya senta crecer el musgo sobre suespalda.

    -Dnde estar mi ciudad? -se preguntaba el rey Clodoveo-. Y mi trono? Y mi hijaVerbena?

    Verbena estaba en aquel momento bajo la morera de su patio. Esta vieja morera era el nicorbol que haba quedado con vida en toda la ciudad. Los pjaros, desde tanto desaparecidosde los rboles de Arbolburgo, venan todava a visitar las ramas de la morera en la estacinde las moras. He aqu que entonces un pjaro de formas y colores jams vistos vieneagitando las alas, a posarse cerca de Verbena. Grazn:

    -"Coac... Coac..."

    -Pjaro, si pudiera volar contigo fuera de esta jaula... -suspiraba Verbena-. Si pudieraseguirte en tu vuelo... Pero, dnde ests ahora? Te has escondido? Esprame! No medejes aqu!

    El tronco de la vieja morera estaba todo retorcido, lleno de sinuosidades, excavado por lossiglos. Girar en torno a su tronco pareca cuestin de un instante, pero en cambio Verbenatuvo que salvar races que sobresalan, inclinarse bajo ramas bajas. Pareca que el rbolquisiera tomarla bajo su proteccin, atraerla haca el ro de savia que a travs de corrientessubterrneas se ligaba con el bosque.

    -"Coac... Coac.."

    -Ah, has volado hasta all abajo -dijo Verbena-. Pero, en dnde estoy? Querasencillamente rodear el tronco y me he perdido entre sus races. Hay un bosque subterrneoque levanta los fundamentos de la ciudad... Adnde he ido a parar?

    Verbena no lograba comprender si haba quedado prisionera dentro del tronco de la morerao entre las races enterradas o bien si haba salido completamente afuera de la ciudad, albosque amenazador que tanto la atemorizaba... al bosque libre que tanto la atraa.

    Un joven llamado Arndano se acercaba a los muros de Arbolburgo y gritaba un llamado:

    -Eh, los de la ciudad! Centinelas de guardia en los muros! Me oyen?

    Pero ninguno asomaba la cara.

    Arndano estaba acostumbrado a llegar a la ciudad desde el bosque y a ver aparecer en loalto y sobre los rboles las torres, los balcones, las prgolas, los miradores, las verandas.

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    Pero esta vez se encontraba el bosque tan crecido que sobre su cabeza no vea ms queramas retorcidas que parecan races.

    -Respndanme! -gritaba Arndano-. Digan algo! Hagan una seal! Cmo puedollevarles nuevamente los cestos de frutillas silvestres, de rodellones, de bayas? Eh, los de

    la ciudad! Cmo har para volver a ver a la bella muchacha que un da se asom a unbalcn y acept en regalo un ramo de madreselvas?

    Buscando ver ms lejos, Arndano subi sobre ramas ms altas pero la maraa parecaespesarse ms bien que dejar espacio a la luz.

    -Oh! Qu extrao pjaro! -exclam de repente Arndano.

    Y el pjaro:

    -"Coac... Coac..."

    El bosque era aquella maana un serpentear de senderos y de pensamientos de personasperdidas. El rey Clodoveo pensaba: "Oh, ciudad inalcanzable! Me enseaste a caminar portus caminos rectos y luminosos y, de qu me sirve eso? Ahora debo abrirme paso porsenderos serpenteantes y enmaraados y me he perdido..."

    Y los pensamientos de Curvaldo eran stos: "Ms tortuoso el camino, ms conviene anuestros planes. Todo consiste en encontrar el punto en el cual las curvas, a fuerza decurvarse, coinciden con los caminos rectos. Entre todo el nudo de senderos que se enredanen el bosque, ste es el nudo del cual no encuentro el cabo".

    En cambio Verbena pensaba: "Huir, huir! Pero, por qu mientras ms me interno en elbosque ms me parece estar prisionera? La ciudad de piedra escuadrada y el bosqueenmaraado siempre me parecieron enemigos y separados, sin comunicacin posible. Peroahora que he encontrado el pasaje me parece que se transforman en una sola cosa. Querraque la savia del bosque atravesase la ciudad y llevase la vida entre sus piedras, querra queen el medio del bosque se pudiese ir y venir y encontrarse y estar juntos como en unaciudad..."

    Los pensamientos de Arndano eran como en un sueo: "Querra llevar a la ciudad lasfrutillas del bosque, pero no en un cesto: querra que las mismas frutillas se movieran,como un ejrcito bajo mi mando, que marchasen sobre sus propias races hasta las puertasde la ciudad. Querra que los ramos cargados de moras se encaramaran por los muros,querra que el romero y la salvia y la albahaca y la menta invadiesen las calles y las plazas.Aqu en el bosque la vegetacin sofoca de tan densa, mientras que la ciudad permanececerrada e inalcanzable como una rida urna de piedra".

    Curvaldo aguz el odo.

    -Oigo pasos como de un ejrcito en marcha.

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    Ferdibunda aguz la vista.

    -Cielos! Es mi marido, el rey, a la cabeza de sus tropas! Escondmonos!

    El escudero Amalberto haba percibido algo raro.

    -Majestad, siento que alguien se esconde entre los rboles y espa nuestros pasos.

    Y el rey Clodoveo:

    -Estamos en guardia.

    Sbitamente Arndano fue interrumpido en sus ensoaciones.

    -Oh! Qu veo! -se le haba aparecido la muchacha que haba visto una vez en el balcn.La llam:

    -Eh, muchacha!

    Verbena se volvi.

    -Quin me llama?

    -Yo, Arndamo. Llevaba los frutos del bosque a la ciudad, pero me he perdido siguiendo aun pjaro que hace coac.

    -Yo soy Verbena. Vengo de la ciudad, o ms bien me escapo de ella y tambin me he

    perdido siguiendo a un pjaro que hace coac... Ah, pero t eres aquel joven que un da meregal un ramo de madreselvas y me pareca que era el bosque mismo que llegaba hasta mpara darme un mensaje... Escucha, sabes decirme dnde estamos? Haba descendido porlas races y ahora me encuentro como suspendida.

    -No lo s. Me haba trepado por las ramas y ahora me encuentro como engullido en unlaberinto...

    Quera decirle, adems: "Pero estando t aqu, Verbena, lo mejor de la ciudad y del bosqueestn finalmente reunidos" pero le pareca un poco atrevido y no lo dijo.

    Verbena quera decirle: "Tu sonrisa, Arndano, me hace pensar que donde t ests elbosque pierde su aspecto selvtico y la ciudad es ms rida y despiadada". Pero no saba sila habra entendido y dijo solamente:

    -Pero, cmo haces para estar abajo, si dices que ests sobre las ramas?

    En efecto, Verbena vea a Arndano como hundido en un pozo... pero en el fondo de aquelpozo estaba el cielo.

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    -Y t, cmo haces para haber llegado tan alto, siempre descendiendo, mientras que yo nohe hecho otra cosa que subir?

    Arndano se puso a reflexionar, y agreg despus:

    -Pensndolo bien la solucin no puede ser ms que una. -Cul?

    -Este bosque tiene las races arriba y las ramas abajo.

    Y Verbena y Arndano comenzaron juntos a dar vueltas y contra-vueltas entre las ramas.

    -Este es el arriba y aqul es el abajo... No, ste es el abajo y aqul es el arriba...

    -Tienes razn -admiti Verbena-. Pero yo he descubierto otro secreto.

    -Dmelo.

    -Ves este rbol todo retorcido? Si giras alrededor de l en este sentido vers el bosque alrevs, si giras en sentido contrario, el arriba y el abajo se trastornarn de nuevo.

    Los dos jvenes hablaban, hablaban, comunicndose sus descubrimientos, y no se dabancuenta de ser espiados por los ojos glidos de la reina madrastra.

    Ferdibunda fue rpidamente a advertirle a Curvaldo.

    -La princesita ha escapado de la ciudad. Hay que impedirle que descubra nuestra conjura yque vaya al encuentro de su padre para advertirlo. Aquel joven guardabosque debe ser sucmplice. Debemos capturarlos.

    Curvaldo mostr los dientes en una sonrisa que no prometa nada bueno.

    -A ella la sepultaremos bajo las races. A l lo colgaremos de la rama ms alta.

    La reina estuvo inmediatamente de acuerdo.

    -Mientras tanto yo me presentar al rey para intentar detenerlo un poco.

    Sbitamente Ferdibunda corri al encuentro de Clodoveo.

    -Mi real consorte, bienvenido!

    -A quin veo? -exclam el rey-. Mi mujer, la reina Ferdibunda? Qu haces aqu?

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    -Y adnde querras que estuviese sino aqu, esperndote? No es ste quizs nuestropalacio?

    -Nuestro palacio? No veo ms que un bosque todo espinas de las que no logrodesenredarme... Acaso tengo alucinaciones?

    Y se dirigi al escudero para confirmar sus impresiones. El viejo Amalberto extendi losbrazos y dobl hacia afuera el labio inferior, como alguien que no comprende nada.

    -Cmo? -insista Ferdibunda-. No ves los prticos, los escalones, los salones, loslampadarios, los cortinajes, los tapices, los terciopelos, los damasquinados, tu trono conalmohadn de plumas sobre el que reposars de las fatigas de la guerra?

    El rey meneaba la cabeza.

    -Yo no toco ms que corteza hmeda, matas, musgo, palos... Habr perdido la razn? Pero

    si este es el palacio, dnde est mi hija Verbena?-Ay de m -dijo la reina- debo darte una noticia muy triste... Verbena...

    -Qu dices? Verbena...?

    -Al pie de uno de estos rboles encontrars su tumba. Busca entre las races.

    - No! No puede ser! Verbena! Dnde ests? -y el rey se puso a buscarla, desesperado.

    -Padre mo... estoy aqu! -grit Verbena apareciendo en el extremo de una rama alta-.

    Finalmente te he encontrado!-Hija ma! Entonces no ests muerta!... Dnde estoy, dnde estamos?

    -No hay tiempo que perder -le explic Verbena- hay un pasaje secreto a travs del cual lasramas ms altas del bosque comunican con las races de la morera que crece en nuestropatio, bien al centro de la ciudad. Sube! Rpido! Te salvars de la conjura de lamadrastra traidora y recuperars el trono!

    Y el rey, siguiendo a su hija, despus de algunas vueltas hacia arriba y hacia abajo,desapareci detrs de ella en lo alto de las ramas, seguido de sus soldados.

    Curvaldo, cuando vio al rey y su ejrcito treparse sobre los rboles, se qued sorprendido;despus se refreg las manos de alegra.

    -Bien, se metieron en la trampa ellos mismos! Ahora no tienen ms va de escape! -ysbitamente se puso a dar rdenes a sus secuaces-. Rodeen los rboles! Los atraparemoscomo gatos! O abatiremos los rboles para hacerlos caer! Pero qu sucede?

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    Sobre las ramas no haba ninguno. El rey y los soldados haban desaparecido todos, como sihubieran volado.

    Curvaldo sinti que le tiraban de la manga. Era Arndano.

    -Seor ministro, puedo ensearle un pasaje secreto para llegar a la ciudad! Para Curvaldo fue como si hubiese visto un fantasma.

    -Qu haces t aqu? No te haba colgado de la rama ms alta?

    -La rama ms alta era en realidad la raz ms baja. Y un pjaro me liber de las cuerdas agolpes de pico.

    -No entiendo ms nada. Dnde est ese pasaje secreto? Debo ocupar la ciudad lo msrpidamente posible, antes que el rey...! Fieles mos, sganme! Y t tambin, reina!

    Y Arndano:

    -Sigan las races hasta el final, donde ms se adelgazan...

    Creyendo seguir una raz hasta sus extremos, Curvaldo y Ferdibunda se encontraron sobrela punta de una rama.

    -Pero esto no es un pasaje subterrneo... Estamos en el vaco... La rama cede, me caigo,aydenme!

    Cayndose, tuvieron tiempo de ver el pjaro que revoloteaba en torno. -Coac... Coac...

    Mientras tanto, en la sala del palacio, el rey Clodoveo festejaba su propio retorno al trono.

    -Hija ma, t y este bravo joven me han salvado.

    Pero Arndano tena un semblante triste.

    -No saba que eras la hija del rey. Ahora deber dejarte!

    -Padre mo -dijo Verbena al rey- quieres que el encantamiento que aprisiona la ciudad y elbosque termine?

    -Claro: estoy viejo y he sufrido mucho.

    -Arndano y yo queremos casarnos y unir ciudad y bosque en un solo reino.

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    -La corona me pesa -dijo el rey- y estaba pensando precisamente en abdicar.

    Verbena dio un salto de alegra.

    -De ahora en adelante la ciudad y el bosque no sern ms enemigos!

    Arndano salt todava mas alto.

    -Pongamos banderas y festones por la gran fiesta sobre todas las ramas!

    -Pero si sta es una raz!

    -Es una rama!

    -Es una raz!

    -Es una rama...!

    El jardn encantado[Cuento. Texto completo]

    Italo Calvino

    http://ciudadseva.com/textos/cuentos/ita/calvino/jardin.htm

    Giovannino y Serenella caminaban por las vas del tren. Abajo haba un mar todoescamas azul oscuro azul claro; arriba un cielo apenas estriado de nubes blancas.Los rieles eran relucientes y quemaban. Por las vas se caminaba bien y se podajugar de muchas maneras: mantener el equilibrio, l sobre un riel y ella sobre elotro, y avanzar tomados de la mano. 0 bien saltar de un durmiente a otro sinapoyar nunca el pie en las piedras. Giovannino y Serenella haban estado cazandocangrejos y ahora haban decidido explorar las vas, incluso dentro del tnel.Jugar con Serenella daba gusto porque no era como las otras nias, que siempretienen miedo y se echan a llorar por cualquier cosa. Cuando Giovannino deca:Vamos all, Serenella lo segua siempre sin discutir.

    Deng! Sobresaltados miraron hacia arriba. Era el disco de un poste de sealesque se haba movido. Pareca una cigea de hierro que hubiera cerradobruscamente el pico. Se quedaron un momento con la nariz levantada; qulstima no haberlo visto! No volvera a repetirse.

    -Est a punto de llegar un tren -dijo Giovannino.

    http://ciudadseva.com/textos/cuentos/ita/calvino/jardin.htmhttp://ciudadseva.com/textos/cuentos/ita/calvino/jardin.htmhttp://ciudadseva.com/textos/cuentos/ita/calvino/jardin.htm
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    Serenella no se movi de la va.

    -Por dnde? -pregunt.

    Giovannino mir a su alrededor, con aire de saber. Seal el agujero negro del

    tnel que se vea ya lmpido, ya desenfocado, a travs del vapor invisible quetemblaba sobre las piedras del camino.

    -Por all -dijo. Pareca or ya el oscuro resoplido que vena del tnel y vrselovenir encima, escupiendo humo y fuego, las ruedas tragndose los rielesimplacablemente.

    -Dnde vamos, Giovannino?

    Haba, del lado del mar, grandes pitas grises, erizadas de pas impenetrables. Del

    lado de la colina corra un seto de ipomeas cargadas de hojas y sin flores. El trenan no se oa: tal vez corra con la locomotora apagada, sin ruido, y saltara depronto sobre ellos. Pero Giovannino haba encontrado ya un hueco en el seto.

    -Por ah.

    Debajo de las trepadoras haba una vieja alambrada en ruinas. En cierto lugar seenroscaba como el ngulo de una hoja de papel. Giovannino haba desaparecidocasi y se escabulla por el seto.

    -Dame la mano, Giovannino!Se hallaron en el rincn de un jardn, los dos a cuatro patas en un arriate, el pelolleno de hojas secas y de tierra. Alrededor todo callaba, no se mova una hoja.Vamos dijo Giovannino y Serenella dijo: S.

    Haba grandes y antiguos eucaliptos de color carne y senderos de pedregullo.Giovannino y Serenella iban de puntillas, atentos al crujido de los guijarros bajosus pasos. Y si en ese momento llegaran los dueos?

    Todo era tan hermoso: bvedas estrechas y altsimas de curvas hojas deeucaliptos y retazos de cielo, slo que sentan dentro esa ansiedad porque eljardn no era de ellos y porque tal vez fueran expulsados en un instante. Pero nose oa ruido alguno. De un arbusto de madroo, en un recodo, unos gorrionesalzaron el vuelo rumorosos. Despus volvi el silencio. Sera un jardnabandonado?

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    Pero en cierto lugar la sombra de los rboles terminaba y se encontraron a cieloabierto, delante de unos bancales de petunias y volbilis bien cuidados, ysenderos y balaustradas y espalderas de boj. Y en lo alto del jardn, una gran casade cristales relucientes y cortinas amarillo y naranja.

    Y todo estaba desierto. Los dos nios suban cautelosos por la grava: tal vez seabriran las ventanas de par en par y seversimos seores y seoras apareceran enlas terrazas y soltaran grandes perros por las alamedas. Cerca de una cunetaencontraron una carretilla. Giovannino la cogi por las varas y la empuj:chirriaba a cada vuelta de las ruedas con una especie de silbido. Serenella sesubi y avanzaron callados, Giovannino empujando la carretilla y ella encima, alo largo de los arriates y surtidores.

    -Esa -deca de vez en cuando Serenella en voz baja, sealando una flor.

    Giovannino se detena, la cortaba y se la daba. Formaban ya un buen ramo. Peroal saltar el seto para escapar, tal vez tendra que tirarlas.

    Llegaron as a una explanada y la grava terminaba y el pavimento era de cementoy baldosas. Y en medio de la explanada se abra un gran rectngulo vaco: unapiscina. Se acercaron: era de mosaicos azules, llena hasta el borde de agua clara.

    -Nos zambullimos? -pregunt Giovannino a Serenella.

    Deba de ser bastante peligroso si se lo preguntaba y no se limitaba a decir: Al

    agua!. Pero el agua era tan lmpida y azul y Serenella nunca tena miedo. Bajde la carretilla donde dej el ramo. Llevaban el baador puesto: antes habanestado cazando cangrejos. Giovannino se arroj, no desde el trampoln porque lazambullida hubiera sido demasiado ruidosa, sino desde el borde. Lleg al fondocon los ojos abiertos y no vea ms que azul, y las manos como peces rosados, nocomo debajo del agua del mar, llena de informes sombras verdinegras. Unasombra rosada encima: Serenella! Se tomaron de la mano y emergieron en laotra punta, con cierta aprensin. No haba absolutamente nadie que los viera. Noera la maravilla que imaginaban: quedaba siempre ese fondo de amargura y deansiedad, nada de todo aquello les perteneca y de un momento a otro fuera!,

    podan ser expulsados.

    Salieron del agua y justo all cerca de la piscina encontraron una mesa de ping-pong. Inmediatamente Giovannino golpe la pelota con la paleta: Serenella,rpida, se la devolvi desde la otra punta. Jugaban as, con golpes ligeros paraque no los oyeran desde el interior de la casa. De pronto la pelota dio un granrebote y para detenerla Giovannino la desvi y la pelota golpe en un gong

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    colgado entre los pilares de una prgola, produciendo un sonido sordo yprolongado. Los dos nios se agacharon en un arriate de rannculos. En seguidallegaron dos criados de chaqueta blanca con grandes bandejas, las apoyaron enuna mesa redonda debajo de un parasol de rayas amarillas y anaranjadas y semarcharon.

    Giovannino y Serenella se acercaron a la mesa. Haba t, leche y bizcocho. Nohaba ms que sentarse y servirse. Llenaron dos tazas y cortaron dos rebanadas.Pero estaban mal sentados, en el borde de la silla, movan las rodillas. Y nolograban saborear los pasteles y el t con leche. En aquel jardn todo era as:bonito e imposible de disfrutar, con esa incomodidad dentro y ese miedo de quefuera slo una distraccin del destino y de que no tardaran en pedirles cuentas.

    Se acercaron a la casa de puntillas. Mirando entre las tablillas de una persianavieron, dentro, una hermosa habitacin en penumbra, con colecciones de

    mariposas en las paredes. Y en la habitacin haba un chico plido. Deba de serel dueo de la casa y del jardn, agraciado de l. Estaba tendido en una mecedoray hojeaba un grueso libro ilustrado. Tena las manos finas y blancas y un pijamacerrado hasta el cuello, a pesar de que era verano.

    A los dos nios que lo espiaban por entre las tablillas de la persiana se lescalmaron poco a poco los latidos del corazn. El chico rico pareca pasar laspginas y mirar a su alrededor con ms ansiedad e incomodidad que ellos. Y eracomo si anduviese de puntillas, como temiendo que alguien pudiera venir encualquier momento a expulsarlo, como si sintiera que el libro, la mecedora, las

    mariposas enmarcadas y el jardn con juegos y la merienda y la piscina y lasalamedas le fueran concedidos por un enorme error y l no pudiera gozarlos yslo experimentase la amargura de aquel error como una culpa.

    El chico plido daba vueltas por su habitacin en penumbra con paso furtivo,acariciaba con sus blancos dedos los bordes de las cajas de vidrio consteladas demariposas y se detena a escuchar. A Giovannino y Serenella el corazn les latian con ms fuerza. Era el miedo de que un sortilegio pesara sobre la casa y eljardn, sobre todas las cosas bellas y cmodas, como una antigua injusticia.

    El sol se oscureci de nubes. Muy calladitos, Giovannino y Serenella semarcharon. Recorrieron de vuelta los senderos, con paso rpido pero sin correr.Y atravesaron gateando el seto. Entre las pitas encontraron un sendero quellevaba a la playa pequea y pedregosa, con montones de algas que dibujaban laorilla del mar. Entonces inventaron un juego esplndido: la batalla de algas.Estuvieron arrojndoselas a la cara a puados, hasta caer la noche. Lo bueno eraque Serenella nunca lloraba.

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    El ojo del amo[Cuento. Texto completo]

    Italo Calvino

    http://ciudadseva.com/textos/cuentos/ita/calvino/ojo.htm

    -El ojo del amo -le dijo su padre, sealndose un ojo, un ojo viejo entre los prpadosajados, sin pestaas, redondo como el ojo de un pjaro-, el ojo del amo engorda el caballo.

    -S -dijo el hijo y sigui sentado en el borde de la mesa tosca, a la sombra de la granhiguera.

    -Entonces -dijo el padre, siempre con el dedo debajo del ojo-, ve a los trigales y vigila lasiega.

    El hijo tena las manos hundidas en los bolsillos, un soplo de viento le agitaba la espalda dela camisa de mangas cortas.

    -Voy -deca, y no se mova.

    Las gallinas picoteaban los restos de un higo aplastado en el suelo.

    Viendo a su hijo abandonado a la indolencia como una caa al viento, el viejo senta que sufuria iba multiplicndose: sacaba a rastras unos sacos del depsito, mezclaba abonos,asestaba rdenes e imprecaciones a los hombres agachados, amenazaba al perroencadenado que gaa bajo una nube de moscas. El hijo del patrn no se mova ni sacaba

    las manos de los bolsillos, segua con la mirada clavada en el suelo y los labios comosilbando, como desaprobando semejante despilfarro de fuerzas.

    -El ojo del amo -dijo el viejo.

    -Voy -respondi el hijo y se alej sin prisa.

    Caminaba por el sendero de la via, las manos en los bolsillos, sin levantar demasiado lostacones. El padre se qued mirndolo un momento, plantado debajo de la higuera con laspiernas separadas, las grandes manos anudadas a la espalda: varias veces estuvo a punto degritarle algo, pero se qued callado y se puso a mezclar de nuevo puados de abono.

    Una vez ms el hijo iba viendo los colores del valle, escuchando el zumbido de losabejorros en los rboles frutales. Cada vez que regresaba a sus pagos, despus delanguidecer seis meses en ciudades lejanas, redescubra el aire y el alto silencio de su tierracomo en un recuerdo de infancia olvidado y al mismo tiempo con remordimiento. Cada vezque vena a su tierra se quedaba como en espera de un milagro: volver y esta vez todotendr un sentido, el verde que se va atenuando en franjas por el valle de mis tierras, losgestos siempre iguales de los hombres que trabajan, el crecimiento de cada planta, de cada

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    rama; la pasin de esta tierra se aduear de m, como se adue de mi padre, hasta nopoder despegarme de aqu.

    En algunos bancales el trigo creca a duras penas en la pendiente pedregosa, rectnguloamarillo en medio del gris de las tierras yermas, y dos cipreses negros, uno arriba y otro

    abajo, que parecan montar guardia. En el trigal estaban los hombres y las hocesmovindose; el amarillo iba desapareciendo poco a poco como borrado, y abajo reaparecael gris. El hijo del patrn, con una brizna de hierba entre los dientes, suba por atajos lapendiente desnuda: desde los trigales los hombres ya lo haban visto subir y comentaban sullegada. Saba lo que los hombres pensaban de l: el viejo ser loco pero su hijo es tonto.

    -Buenas -le dijo U P al verlo llegar.

    -Buenas -dijo el hijo del patrn.

    -Buenas -dijeron los otros.

    Y el hijo del patrn respondi:

    -Buenas.

    Bien: todo lo que tenan que decirse estaba dicho. El hijo del patrn se sent en el borde deun bancal, las manos en los bolsillos.

    -Buenas -dijo una voz desde el bancal de ms arriba: era Franceschina que estabaespigando. l dijo una vez ms:

    -Buenas.Los hombres segaban en silencio. U P era un viejo de piel amarilla que le caa arrugadasobre los huesos. U Qu era de edad mediana, velludo y achaparrado; Nann era joven, unpelirrojo desgarbado: el sudor le pegaba la camiseta y una parte de la espalda desnudaapareca y desapareca con cada movimiento de la hoz. La vieja Girumina espigaba,acuclillada en el suelo como una gran gallina negra. Franceschina estaba en el bancal msalto y cantaba una cancin de la radio. Cada vez que se agachaba se le descubran laspiernas hasta las corvas.

    Al hijo del patrn le daba vergenza estar all haciendo de vigilante, erguido como unciprs, ocioso en medio de los que trabajaban. Ahora, pensaba, digo que me den unmomento una hoz y pruebo un poco. Pero segua callado y quieto mirando el terrenoerizado de tallos amarillos y duros de espigas cortadas. De todos modos no sera capaz demanejar la hoz y hara un triste papel. Espigar: eso s poda hacerlo, un trabajo de mujeres.Se agach, recogi dos espigas, las arroj en el mandil negro de la vieja Girumina.

    -Cuidado con pisotear donde todava no he espigado -dijo la vieja.

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    El hijo del patrn se sent de nuevo en el borde, mordisqueando una brizna de paja.

    -Ms que el ao pasado, este ao? -pregunt.

    -Menos -dijo U Qu-, cada ao menos.

    -Fue- dijo U P- la helada de febrero. Se acuerda de la helada de febrero?

    -S -dijo el hijo del patrn. Pero no se acordaba.

    -Fue -dijo la vieja Girumina- el granizo de marzo. En marzo, se acuerda?

    -Cay granizo -dijo el hijo del patrn, mintiendo siempre.

    -Para m -dijo Nann- fue la sequa de abril. Recuerda qu sequa?

    -Todo abril -dijo el hijo del patrn. No se acordaba de nada.Ahora los hombres haban empezado a discutir de la lluvia y el hielo y la sequa: el hijo delpatrn estaba fuera de todo ello, separado de las vicisitudes de la tierra. El ojo del amo. Elera slo un ojo. Pero, para qu sirve un ojo, un ojo solo, separado de todo? Ni siquiera ve.Claro que si su padre hubiera estado all habra cubierto a los hombres de insultos, habraencontrado el trabajo mal hecho, lento, la cosecha arruinada. Casi se senta la necesidad delos gritos de su padre por aquellos bancales, como cuando se ve a alguien que dispara y sesiente la necesidad del estallido en los tmpanos. l no les gritara nunca a los hombres, ylos hombres lo saban, por eso seguan trabajando sin darse prisa. Sin embargo era seguroque preferan a su padre, su padre que los haca sudar, su padre que haca plantar y recoger

    el grano en aquellas cuestas para cabras, su padre que era uno de ellos. l no, l era unextrao que coma gracias al trabajo de ellos, saba que lo despreciaban, tal vez lo odiaban.

    Ahora los hombres reanudaban una conversacin iniciada antes de que l llegara, sobre unamujer del valle.

    -Eso decan -dijo la vieja Girumina-, con el prroco.

    -S, s -dijo U P-. El prroco le dijo: Si vienes te doy dos liras.

    -Dos liras? -pregunt Nann.

    -Dos liras -dijo U P.

    -De las de entonces -dijo U Qu.

    -Cunto seran hoy dos liras de entonces? -pregunt Nann.

    -No poco -dijo U Qu.

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    -Caray -dijo Nann.

    Todos rean de la historia de la mujer; el hijo del patrn tambin sonri, pero no entendabien el sentido de esas historias, amores de mujeres huesudas y bigotudas y vestidas denegro.

    Franceschina tambin llegara a ser as. Ahora espigaba en el bancal ms alto, cantando unacancin de la radio, y cada vez que se agachaba la falda se le suba ms, descubriendo lapiel blanca de las corvas.

    -Franceschina -le grit Nann-, iras con un cura por dos liras?

    Franceschina estaba de pie en el bancal, con el manojo de espigas apretado contra el pecho.

    -Dos mil? -grit.

    -Caray, dice dos mi l-dijo Nann a los otros, perplejo.-Yo no voy ni con curas ni con civiles -grit Franceschina.

    -Con militares, s? -grit U Qu.

    -Ni con militares -contest y se puso a recoger espigas de nuevo.

    -Tiene buenas piernas la Franceschina -dijo Nann, mirndoselas.

    Los otros las miraron y estuvieron de acuerdo.

    -Buenas y rectas -dijeron.

    El hijo del patrn las mir como si no las hubiera visto antes e hizo un gesto deasentimiento. Pero saba que no eran bonitas, con sus msculos duros y velludos.

    -Cundo haces el servicio militar, Nann? -dijo Girumina.

    -Hostia, depende de que quieran examinar otra vez a los eximidos -dijo Nann-. Si la guerrano termina, me llamarn a m tambin, con mi insuficiencia torcica.

    -Es cierto que Norteamrica ha entrado en la guerra? -pregunt U Qu al hijo del patrn. -Norteamrica -dijo el hijo del patrn. Tal vez ahora podra decir algo-. Norteamrica yJapn- dijo y se call. Qu ms poda decir?

    -Quin es ms fuerte: Norteamrica o Japn?

    -Los dos son fuertes -dijo el hijo del patrn.

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    -Es fuerte Inglaterra?

    -Eh, s, tambin es fuerte.

    -Y Rusia?

    -Rusia tambin es fuerte.

    -Alemania?

    -Alemania tambin.

    -Y nosotros?

    -Ser una guerra larga -dijo el hijo del patrn-. Una guerra larga.

    -Cuando la otra guerra -dijo U P-, haba en el bosque una cueva con diez desertores-. Yseal arriba, en direccin de los pinos.

    -Si dura un poco ms -dijo Nann- yo digo que nosotros tambin terminaremos metidos enlas cuevas.

    -Bah -dijo U Qu-, quin sabe cmo ir a terminar.

    -Todas las guerras terminan as: al que le toca, le toca.

    -Al que le toca le toca -repitieron los otros.

    El hijo del patrn empez a subir por los bancales mordisqueando la brizna de paja hastallegar a Franceschina. Le miraba la piel blanca de las corvas cuando se inclinaba a recogerlas espigas. Tal vez con ella sera ms fcil; se imaginara que le haca la corte.

    -Vas alguna vez a la ciudad, Franceschina? -le pregunt. Era un modo estpido de iniciaruna conversacin.

    -A veces bajo los domingos por la tarde. Si hay feria, vamos a la feria, si no, al cine.

    Haba dejado de trabajar. No era eso lo que l quera; si su padre lo viera! En vez de

    montar la guardia, haca hablar a las mujeres que trabajaban.-Te gusta ir a la ciudad?

    -S, me gusta. Pero en el fondo, por la noche, cuando vuelves, qu te ha quedado. El lunes,vuelta a empezar, y te fue como te fue.

    -Claro -dijo l mordiendo la brizna.

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    Ahora haba que dejarla en paz, si no, no volvera a trabajar. Dio media vuelta y baj.

    En los bancales de abajo los hombres casi haban terminado y Nann envolva las gavillasen lonas para bajarlas cargadas sobre las espaldas. El mar altsimo con respecto a lascolinas empezaba a teirse de violeta del lado del ocaso. El hijo del patrn miraba su tierra,

    pura piedra y paja dura, y comprenda que l le sera siempre desesperadamente ajeno.

    Algo haba sucedido[Cuento: Texto completo.]

    Dino Buzzati

    http://ciudadseva.com/textos/cuentos/ita/buzzati/algo_habia_sucedido.htm

    El tren haba recorrido slo pocos kilmetros (y el camino era largo, nosdetendramos recin en la lejansima estacin de llegada, despus de correrdurante casi diez horas) cuando vi por la ventanilla, en un paso a nivel, a unamuchacha. Fue una casualidad, poda haber mirado tantas otras cosas y encambio mi mirada cay sobre ella, que no era hermosa ni tena nada deextraordinario. Quin sabe por qu haba reparado en ella! Era evidente queestaba apoyada en la barrera para disfrutar de la vista de nuestro tren,superdirecto, expreso al norte, smbolo -para aquella gente inculta- de vida fcil,aventureros, esplndidas valijas de cuero, celebridades, estrellas

    cinematogrficas... Una vez al da este maravilloso espectculo y absolutamentegratuito, por aadidura.

    Pero cuando el tren pas frente a la muchacha, en vez de mirar en nuestradireccin se dio vuelta para atender a un hombre que llegaba corriendo y legritaba algo que nosotros, naturalmente, no pudimos or, como si acudiera aprevenirla de un peligro. Solamente fue un instante: la escena vol, qued atrs yyo me qued preguntndome qu preocupacin le haba trado aquel hombre a lamuchacha que haba venido a contemplarnos. Y ya estaba por adormecerme, alrtmico bamboleo del tren, cuando quiso la casualidad -se trataba seguramente de

    una pura y simple casualidad- que reparara en un campesino parado sobre unmurito, que llamaba y llamaba hacia el campo, hacindose bocina con las manos.Tambin esta vez fue un momento porque el expreso sigui su camino, aunqueme dio tiempo de ver a seis o siete personas que corran a travs de las praderas,los cultivos, la hierba medicinal, pisotendola sin miramientos. Deba ser algoimportante. Venan de diferentes lugares -de una casa, de una fila de vias, deuna abertura en la maleza- pero todos corran directamente al murito, acudiendo

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    alarmados, al llamado del muchacho. Corran, s, por Dios cmo corran!,espantados por alguna inesperada noticia que los intrigaba terriblemente,quebrando la paz de sus vidas. Pero fue slo un instante, lo repito apenas unrelmpago; no tuvimos tiempo de observar nada ms.

    "Qu extrao!", pens, "en pocos kilmetros ya dos casos de gente que recibe,de golpe, una noticia" (eso, al menos, era lo que yo presuma). Ahora, vagamentesugestionado, escrutaba el campo, las carreteras, los paisajes, con presentimientoe inquietud. Seguramente estaba influido por el especial estado de nimo, pero locierto es que cuanto ms observaba a la gente, ms me pareca encontrar en todoslados una inusitada animacin. Por qu aquel ir y venir en los patios, aquellasafanadas mujeres, aquellos carros...? En todos los lados era lo mismo. Aunque aesa velocidad era imposible distinguir bien, hubiera jurado que toda esa agitacinresponda a una misma causa. Se celebrara alguna procesin en la zona? O loshombres se dispondran a ir al mercado? El tren continuaba adelante y todosegua igual, a juzgar por la confusin. Era evidente que todo se relacionaba: lamuchacha del paso a nivel, el joven sobre el muro, el ir y venir de loscampesinos: algo haba sucedido y nosotros, en el tren, no sabamos nada.

    Mir a mis compaeros de viaje, algunos en el compartimiento, otros en elcorredor. No se haban dado cuenta de nada. Parecan tranquilos y una seora deunos sesenta aos, frente a m, estaba a punto de dormirse. O acasosospechaban? S, s, tambin ellos estaban inquietos y no se atrevan a hablar.Ms de una vez los sorprend echando rpidas miradas hacia fuera.Especialmente la seora somnolienta, sobre todo ella, miraba de reojo,entreabriendo apenas los prpados y despus me examinaba cuidadosamente paraver si la haba descubierto. Pero, de qu tenamos miedo?

    Npoles. Aqu, habitualmente, el tren se detiene. Pero nuestro expreso, no, hoyno. Desfilaron cerca las viejas casas y en los patios oscuros se vean ventanasiluminadas. En aquellos cuartos -fue un instante- hombres y mujeres aparecaninclinados, haciendo paquetes y cerrando valijas. O me engaaba y todo eraproducto de mi fantasa?

    Se preparaban para marcharse. "Adnde?", me preguntaba. Evidentemente noera una noticia feliz, pues haba como una especie de alarma generalizada tantoen la campaa como en la ciudad. Una amenaza, un peligro, el anuncio de undesastre. Despus me deca: "Si fuera una desgracia se habra detenido el tren; encambio, el tren encontraba todo en orden, seales de va libre, cambios perfectos,como para un viaje inaugural.

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    Un joven a mi lado, simulando que se desperezaba, se haba puesto de pie. Enrealidad quera ver mejor y se inclinaba sobre m para estar ms cerca del vidrio.Afuera, el campo, el sol, los caminos blancos; sobre los caminos, carros,camiones, grupos de gente a pie, largas caravanas, semejantes a las que marchanen direccin a la iglesia el da del santo patrn de la ciudad. Ya eran cientos, cada

    vez ms gento a medida que el tren se acercaba al norte. Y todos llevaban lamisma direccin, descendan hacia el medioda, huan del peligro mientrasnosotros bamos directamente a su encuentro; a velocidad enloquecida nosprecipitbamos, corramos hacia la guerra, la revolucin, la peste, el fuego...Qu ms poda pasarnos? No lo sabramos hasta dentro de cinco horas, en elmomento de llegar, y seguramente sera demasiado tarde.

    Nadie deca nada. Ninguno quera ser el primero en ceder. Cada uno quizsdudara de s mismo, como yo, y en la incertidumbre se preguntara si toda aquellaalarma sera real o simplemente una idea loca, una alucinacin, una de esasocurrencias absurdas que suelen asaltarnos en el tren, cuando ya se est un pococansado. La seora de enfrente lanz un suspiro, aparentando que recin sedespertaba, e igual que aquel que saliendo efectivamente del sueo levanta lamirada mecnicamente, as ella levant las pupilas, fijndolas, casi por azar, en lamanija de la seal de alarma. Y tambin todos nosotros miramos el aparato, conidntico pensamiento. Nadie se atrevi a hablar o tuvo la audacia de romper elsilencio o simplemente os preguntar a los otros si haban advertido, afuera, algoalarmante.

    Ahora las carreteras hormigueaban de vehculos y gente, todos en direccin alsur. Nos cruzbamos con trenes repletos de gente. Los que nos vean pasar,volando con tanta prisa hacia el norte, nos miraban desconcertados. Un multitudhaba invadido las estaciones. Algunos nos hacan seales, otros nos gritabanfrases de las cuales se perciban solamente las voces, como ecos de la montaa.

    La seora de enfrente empez a mirarme. Con las manos enjoyadas estrujabanerviosamente un pauelo, mientras suplicaba con la mirada. Pareca decir: sialguien hablaba... si alguno de ustedes rompiera al fin este silencio y pronunciarala pregunta que todos estamos esperando como una gracia y ninguno se atreve aformular...

    Otra ciudad. Como al entrar en la estacin el tren disminuy su velocidad, dos otres se levantaron con la esperanza de que se detuviera. No lo hizo y siguiadelante como una estruendosa turbonada a lo largo de los andenes donde, enmedio de un catico montn de valijas, un gento se enardeca, esperando,seguramente, un convoy que partiera. Un muchacho intent seguirnos con unpaquete de diarios y agitaba uno que tena un gran titular negro en la primera

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    pgina. Entonces, con un gesto repentino, la seora que estaba frente a m seasom, logrando detener por un momento el peridico, pero el viento se loarranc impetuosamente. Entre los dedos le qued un pedacito. Advert que susmanos temblaban al desplegarlo. Era un papelito casi triangular. Del enormettulo, slo quedaban tres letras: ION, se lea. Nada ms. Sobre el reverso

    aparecan indiferentes noticias periodsticas.

    Sin decir palabra, la seora levant un poco el fragmento, a fin de quepudiramos verlo. Todos lo habamos visto, aunque ella aparentaba ignorarlo. Amedida que creca el miedo, nos volvamos ms cautelosos. Corramos comolocos hacia una cosa que terminaba en ION y deba de tratarse de algoespeluznante; poblaciones enteras se daban a la fuga. Un hecho nuevo y poderosohaba roto la vida del pas, hombres y mujeres solamente pensaban en salvarse,abandonando casas, trabajos, negocios, todo, pero nuestro tren no, el malditoaparato, del cual ya nos sentamos parte como un pasamano ms, como unasiento, marchaba con la regularidad de un reloj, a la manera de un soldadohonesto que se separa del grueso del ejrcito derrotado para llegar a su trinchera,donde ya la ha cercado el enemigo. Y por decencia, por un respeto humanomiserable, ninguno de nosotros tena el coraje de reaccionar. Oh los trenes,cmo se parecen a la vida!

    Faltaban dos horas. Dos horas ms tarde, a la llegada, ya sabramos la suerte quenos esperaba a todos. Dos horas. Una hora y media. Una hora. Ya descenda laoscuridad. Vimos a lo lejos las luces de nuestra anhelada ciudad y su inmvilresplandor reverberante, un halo amarillo en el cielo, nos volvi a dar un poco decoraje.

    La locomotora emiti un silbido, las ruedas resonaron sobre el laberinto de loscambios. La estacin, la superficie -ahora oscura- del techo de vidrio, laslmparas, los carteles, todo estaba como de costumbre. Pero, horror! An el trense mova, cuando vi que la estacin estaba desierta, los andenes vacos ydesnudos. Por ms que busqu no pude encontrar una figura humana. El tren sedetuvo, al fin. Corrimos por el andn hacia la salida, a la caza de alguno denuestros semejantes. Me pareci entrever al fondo, en el ngulo derecho, casi enla penumbra, a un ferroviario con su gorro que desapareca por una puerta,aterrorizado. Qu habra pasado? No encontraramos un alma en la ciudad? Depronto, la voz de una mujer, altsima y violenta como un disparo, nos hizoestremecer. "Socorro! Socorro!", gritaba y el grito repercuti bajo el techo devidrio con la vaca sonoridad de los lugares abandonados para siempre.

    FIN

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    -Ya he comido, madre -respondi el muchacho con una sonrisa amable, y mirabaen torno, saboreando las amadas sombras-. Hemos parado en una hostera a unoskilmetros de aqu...

    -Ah, no has venido solo? Y quin iba contigo? Un compaero de regimiento?

    El hijo de Mena, quiz?

    -No, no, uno que me encontr por el camino. Est ah afuera, esperando.

    -Est esperando fuera? Y por qu no lo has invitado a entrar? Lo has dejadoen medio del camino?

    Se lleg a la ventana y ms all del huerto, ms all del cancel de madera,alcanz a ver en el camino a una persona que caminaba arriba y abajo conlentitud; estaba embozada por entero y daba sensacin de negro. Naci entonces

    en su nimo, incomprensible, en medio de los torbellinos de la inmensa alegra,una pena misteriosa y aguda.

    -Mejor no -respondi l, resuelto-. Para l sera una molestia, es un tipo raro.

    -Y un vaso de vino? Un vaso de vino se lo podemos llevar, no?

    -Mejor no, madre. Es un tipo extravagante y es capaz de ponerse furioso.

    -Pues quin es? Por qu se te ha juntado? Qu quiere de ti?

    -Bien no lo conozco -dijo l lentamente y muy serio-. Lo encontr por el camino.Ha venido conmigo, eso es todo.

    Pareca preferir hablar de otra cosa, pareca avergonzarse. Y la madre, para nocontrariarlo, cambi inmediatamente de tema, pero ya se extingua de su rostroamable la luz del principio.

    -Escucha -dijo-, te imaginas a Marietta cuando sepa que has vuelto? Teimaginas qu saltos de alegra? Es por ella por lo que tienes prisa por irte?

    l se limit a sonrer, siempre con aquella expresin de aquel que querra estarcontento pero no puede por algn secreto pesar.

    La madre no alcanzaba a comprender: por qu se estaba ah sentado, comotriste, igual que el lejano da de la partida? Ahora estaba de vuelta, con una vidanueva por delante, una infinidad de das disponibles sin cuidados, coninnumerables noches hermosas, un rosario inagotable que se perda ms all de

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    las montaas, en la inmensidad de los aos futuros. Se acabaron las noches deangustia, cuando en el horizonte brotaban resplandores de fuego y se podapensar que tambin l estaba all en medio, tendido inmvil en tierra, con elpecho atravesado, entre los restos sangrientos. Por fin haba vuelto, mayor, msguapo, y qu alegra para Marietta. Dentro de poco llegara la primavera, se

    casaran en la iglesia un domingo por la maana entre flores y repicar decampanas. Por qu, entonces, estaba apagado y distrado, por qu no rea, porqu no contaba sus batallas? Y la capa? Por qu se la cea tanto, con el calorque haca en la casa? Acaso porque el uniforme, debajo, estaba roto yembarrado? Pero con su madre, cmo poda avergonzarse delante de su madre?He aqu que, cuando las penas parecan haber acabado, naca de pronto unanueva inquietud.

    Con el dulce rostro ligeramente ceudo, lo miraba con fijeza y preocupacin,atenta a no contrariarlo, a captar con rapidez todos sus deseos. O acaso estabaenfermo? O simplemente agotado a causa de los muchos trabajos? Por qu nohablaba, por qu ni siquiera la miraba? Realmente el hijo no la miraba, parecams bien evitar que sus miradas se encontraran, como si temiera algo. Y,mientras tanto, los dos hermanos pequeos lo contemplaban mudos, con unaextraa vergenza.

    -Giovanni -murmur ella sin poder contenerse ms-. Por fin ests aqu! Por finests aqu! Espera un momento que te haga el caf.

    Corri a la cocina. Y Giovanni se qued con sus hermanos mucho ms pequeos

    que l. Si se hubieran encontrado por la calle ni siquiera se habran reconocido,tal haba sido el cambio en el espacio de dos aos. Ahora se mirabanrecprocamente en silencio, sin saber qu decirse, pero sonrindose los tres decuando en cuando, obedeciendo casi a un viejo pacto no olvidado.

    Ya estaba de vuelta la madre y con ella el caf humeante con un buen pedazo depastel. Vaci la taza de un trago, mastic el pastel con esfuerzo. Qu pasa?Ya no te gusta? Antes te volva loco!, habra querido decirle la madre, perocall para no importunarlo.

    -Giovanni -le propuso en cambio-, y tu cuarto? no quieres verlo? La cama esnueva, sabes? He hecho encalar las paredes, hay una lmpara nueva, ven averlo... pero y la capa? No te la quitas? No tienes calor?

    El soldado no le respondi, sino que se levant de la silla y se encamin a laestancia vecina. Sus gestos tenan una especie de pesada lentitud, como si no

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    tuviera veinte aos. La madre se adelant corriendo para abrir los postigos (peroentr solamente una luz gris, carente de cualquier alegra).

    -Est precioso -dijo l con dbil entusiasmo cuando estuvo en el umbral, a lavista de los muebles nuevos, de los visillos inmaculados, de las paredes blancas,

    todos ellos nuevos y limpios. Pero, al inclinarse la madre para arreglar la colchade la cama, tambin flamante, pos l la mirada en sus frgiles hombros, unamirada de inefable tristeza que nadie, adems, poda ver. Anna y Pietro, dehecho, estaban detrs de l, las caritas radiantes, esperando una gran escena deregocijo y sorpresa.

    Sin embargo, nada. Muy bonito. Gracias, sabes, madre, repiti, y eso fue todo.Mova los ojos con inquietud, como quien desea concluir un coloquio penoso.Pero sobre todo miraba de cuando en cuando con evidente preocupacin, a travsde la ventana, el cancel de madera verde detrs del cual una figura andaba arriba

    y abajo lentamente.

    -Te gusta, Giovanni? Te gusta? -pregunt ella, impaciente por verlo feliz.Oh, s, est precioso! respondi el hijo (pero por qu se empeaba en noquitarse la capa?) y continuaba sonriendo con muchsimo esfuerzo.

    -Giovanni -le suplic-. Qu te pasa? Qu te pasa, Giovanni? T me ocultasalgo, por qu no me lo quieres decir?

    l se mordi los labios, pareca que tuviese algo atravesado en la garganta.

    -Madre -respondi, pasado un instante, con voz opaca-, madre, ahora me tengoque ir.

    -Que te tienes que ir? Pero vuelves en seguida, no? Vas donde Marietta, a ques? Dime la verdad, vas donde Marietta? -y trataba de bromear, aun sintiendopena.

    -No lo s, madre -respondi l, siempre con aquel tono contenido y amargo; entretanto, se encaminaba a la puerta y haba recogido ya el gorro de pelo-, no lo s,

    pero ahora me tengo que ir, se est ah esperndome.

    -Pero vuelves luego?, vuelves? Dentro de dos horas aqu, verdad? Har quevengan tambin el to Giulio y la ta, figrate qu alegra para ellos tambin,intenta llegar un poco antes de que comamos...

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    -Madre -repiti el hijo como si la conjurase a no decir nada ms, a callar porcaridad, a no aumentar la pena-. Ahora me tengo que ir, ah est seesperndome, ya ha tenido demasiada paciencia-. Y la mir fijamente...

    Se acerc a la puerta; sus hermanos pequeos, todava divertidos, se apretaron

    contra l y Pietro levant una punta de la capa para saber cmo estaba vestido suhermano por debajo.

    -Pietro! Pietro! Estate quieto, qu haces?, djalo en paz, Pietro! -grit lamadre temiendo que Giovanni se enfadase.

    -No, no! -exclam el soldado, advirtiendo el gesto del muchacho. Pero ya eratarde. Los dos faldones de pao azul se haban abierto un instante.

    -Oh, Giovanni, vida ma!, qu te han hecho? -tartamude la madre hundiendo

    el rostro entre las manos-. Giovanni, esto es sangre!

    -Tengo que irme, madre -repiti l por segunda vez con desesperada firmeza-. Yalo he hecho esperar bastante. Hasta luego Anna, hasta luego Pietro, adis madre.

    Estaba ya en la puerta. Sali como llevado por el viento. Atraves el huerto casi ala carrera, abri el cancel, dos caballos partieron al galope bajo el cielo gris, nohacia el pueblo, no, sino a travs de los prados, hacia el norte, en direccin a lasmontaas. Galopaban, galopaban.

    Entonces la madre por fin comprendi; un vaco inmenso que nunca los sigloshabran bastado a colmar se abri en su corazn. Comprendi la historia de lacapa, la tristeza del hijo y sobre todo quin era el misterioso individuo quepaseaba arriba y abajo por el camino esperando, quin era aquel siniestropersonaje tan paciente. Tan misericordioso y paciente como para acompaar aGiovanni a su vieja casa (antes de llevrselo para siempre), a fin de que pudierasaludar a su madre; de esperar tantos minutos detrs del cancel, de pie, en mediodel polvo, l, seor del mundo, como un pordiosero hambriento.

    FIN

    La nia olvidada[Cuento: Texto completo.]

    Dino Buzzati

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    La seora Ada Tormenti, viuda de Lulli, fue a pasar unos das al campo, invitadapor sus primos los Premoli. Por el pueblo iba y vena mucha gente. Como eraverano, la sobremesa de la noche se haca en el jardn, charlando hasta la una olas dos. Una noche la conversacin se refiri a las casas de la ciudad. Haba allun tal Imbastaro, tipo inteligente, pero antiptico. Deca:

    -Siempre que dejo mi casa de Npoles, sucede algo, je, je! -continuaba, riendoas, sin motivo; o el motivo era, en cambio, hacer dao al prjimo?-. Salgo, pordecirlo as, ni siquiera recorro dos kilmetros, y se sale el agua del lavadero o seincendia la biblioteca por haber olvidado una colilla encendida, o se meten ratasde los barcos y devoran hasta las piedras. Je, je!, o en la portera, la nicapersona que soporta all el verano, recibe un golpe seco y por la maana se laencuentra preparadita para el entierro, con cirios, el sacerdote y el atad. No esas la vida?

    -No siempre -dijo con gravedad Tormenti-, por fortuna.

    -No siempre, es verdad. Pero usted, seora, por ejemplo, podra jurar haberdejado su casa en perfecto orden, no haberse olvidado nada? Pinselo bien,pinselo bien. Exactamente en orden?

    A estas palabras Ada se puso del color de los muertos; de repente tuvo unhorrendo pensamiento. Para poder ir a casa de