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BARTHES, Roland. Introdução à análise estrutural da narrativa. In: BARTHES, Roland, GREIMAS, A. J. et alii. Análise estrutural da narrativa. Petrópolis: Vozes, 1971.

Introdução à análise estrutural da Narrativa Roland Barthes

Inumeráveis são as narrativas do mundo. Há em primeiro lugar uma variedade prodigiosa de gêneros,

distribuídos entre substâncias diferentes, como se toda matéria fosse boa para que o homem lhe confiasse suas narrativas: a narrativa pode ser sustentada pela linguagem articulada, oral ou escrita, pela imagem fixa ou móvel, pelo gesto ou pela mistura ordenada de todas estas substâncias; está presente no mito, na lenda, na fábula, no conto, na novela, na epopéia, na história, na tragédia, no drama, na comédia, na pantomima, na pintura [...], no vitral, no cinema, nas histórias em quadrinhos, no fait divers, na conversação. Além disto, sob estas formas quase infinitas, a narrativa está presente em todos os tempos, em todos os lugares, em todas as sociedades; a narrativa começa com a própria história da humanidade; não há, não há em parte alguma povo algum sem narrativa; todas as classes, todos os grupos tem suas narrativas, e frequentemente estas narrativas são apreciadas em comum por homens de cultura diferente, e mesmo oposta: a narrativa ridiculariza a boa e a má literatura: internacional, trans-histórica, transcultural, a narrativa está aí, como a vida.

Uma tal universalidade da narrativa deve levar a concluir por sua insignificância? É ela tão geral que nada podemos afirmar, senão descrever modestamente algumas de suas variedades, muito particulares, como o faz algumas vezes a história literária? Contudo mesmo estas variedades, como dominá-las, como fundamentar nosso direito a distingui-las, a reconhecê-las? Como opor o romance à novela, o conto ao mito, o drama à tragédia (fez-se isso mil vezes), sem se referir a um modelo comum? Este modelo está implicado em todo discurso (parole) sobre a mais particular, a mais histórica das formas narrativas. É, pois, legítimo que, em lugar de se abdicar de qualquer ambição de discorrer sobre a narrativa, sob o pretexto de se tratar de um fato universal, se tenha periodicamente interessado pela forma narrativa (desde Aristóteles); é desta forma normal que o estruturalismo nascente faça uma de suas primeiras preocupações: não se trata para ele sempre de dominar a infinidade das falas (paroles), conseguindo descrever a “língua” da qual elas são originadas e a partir da qual pode ser produzidas? Diante da infinidade de narrativas, da multiplicidade de pontos de vista pelos quais se podem abordá-las (histórico, psicológico, sociológico, etnológico, estética, etc.), o analista encontra-se quase na mesma situação que Saussure, posto diante do heteróclito da linguagem e procurando retirar da anarquia aparente das mensagens um princípio de classificação em um foco de descrição. Permanecendo, no período atual, os formalistas russos, Propp, Lévi-Strauss ensinaram-nos a resolver o dilema seguinte: ou bem a narrativa é uma simples acumulação de acontecimentos, caso em que só se pode falar dela referindo-se à arte, ao talento ou ao gênio do narrador (do autor) – todas as formas míticas do acaso – , ou então possui em comum com outras narrativas uma estrutura acessível à análise, mesmo que seja necessária alguma paciência para explicá-la; pois há um abismo entre a mais complexa aleatória e a mais simples combinatória, e ninguém pode combinar (produzir) uma narrativa, sem se referir a um sistema implícito de unidades e de regras.

Onde pois procurar a estrutura da narrativa? Nas narrativas, sem dúvida. Todas as narrativas? Muitos comentaristas, que admitem a ideia de uma estrutura narrativa, não podem entretanto se resignar a retirar a análise literária do modelo das ciências experimentais: eles preconizam intrepidamente que se aplique à narração um método puramente indutivo e que se comece por estudar todas as narrativas de um gênero, de uma época, de uma sociedade, para em seguida passar ao esboço de um método geral. Este projeto de bom senso é utópico. A própria linguística, que só tem umas mil línguas a abarcar, não o faz; sabiamente, fez-se dedutiva, e assim, desde aí, ela se constituiu verdadeiramente e progrediu a passos de gigante, chegando mesmo a prever fatos que ainda não tinham sido descobertos. Que dizer então da análise narrativa, colocada diante de milhões de narrativas? Ela está por força condenada a um procedimento dedutivo; está obrigada a conceber inicialmente um modelo hipotético de descrição (que os linguistas americanos chamam uma “teoria”), e a descer em seguida pouco a pouco, a partir desse modelo, em direção às espécies que, ao mesmo tempo, participam e se afastam dele: e somente ao nível destas conformidades e diferenças que reencontrará, munida então de um instrumento único de descrição, a pluralidade das narrativas, sua diversidade histórica, geográfica, cultural.

Para descrever e classificar a infinidade das narrativas, é necessário, pois, uma “teoria” (no sentido pragmático que se acabou de falar), e é para pesquisá-la e esboçá-la que é preciso inicialmente trabalhar. A elaboração desta teoria pode ser grandemente facilitada se, desde o início, ela for submetida a um modelo que lhe forneça seus primeiros princípios.

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Los cuentos vagabundos Ana María Matute

Pocas cosas existen tan cargadas de magia como las palabras de un cuento. Ese cuento breve, lleno de

sugerencias, dueño de un extraño poder que arrebata y pone alas hacia mundos donde no existen ni el suelo ni el cielo. Los cuentos representan uno de los aspectos más inolvidables e intensos de la primera infancia. Todos los niños del mundo han escuchado cuentos. Ese cuento que no debe escribirse y lleva de voz en voz paisajes y figuras, movidos más por la imaginación del oyente que por la palabra del narrador.

He llegado a creer que solamente existen media docena de cuentos. Pero los cuentos son viajeros impenitentes. Las alas de los cuentos van más allá y más rápido de lo que lógicamente pueda creerse. Son los pueblos, las aldeas, los que reciben a los cuentos. Por la noche, suavemente, y en invierno. Son como el viento que se filtra, gimiendo, por las rendijas de las puertas. Que se cuela, hasta los huesos, con un estremecimiento sutil y hondo. Hay, incluso, ciertos cuentos que casi obligan a abrigarse más, a arrebujarse junto al fuego, con las manos escondidas y los ojos cerrados.

Los pueblos, digo, los reciben de noche. Desde hace miles de años que llegan a través de las montañas, y duermen en las casas, en los rincones del granero, en el fuego. De paso, como peregrinos. Por eso son los viejos, desvelados y nostálgicos, quienes los cuentan.

Los cuentos son renegados, vagabundos, con algo de la inconsciencia y crueldad infantil, con algo de su misterio. Hacen llorar o reír, se olvidan de donde nacieron, se adaptan a los trajes y a las costumbres de allí donde los reciben. Sí, realmente, no hay más de media docena de cuentos. Pero ¡cuántos hijos van dejándose por el camino!

Mi abuela me contaba, cuando yo era pequeña, la historia de la Niña de Nieve. Esta niña de nieve, en sus labios, quedaba irremisiblemente emplazada en aquel paisaje de nuestras montañas, en una alta sierra de la vieja Castilla. Los campesinos del cuento eran para mí una pareja de labradores de tez oscura y áspera, de lacónicas palabras y mirada perdida, como yo los había visto en nuestra tierra. Un día el campesino de este cuento vio nevar. Yo veía entonces, con sus ojos, un invierno serrano, con esqueletos negros de árboles cubiertos de humedad, con centelleo de estrellas. Veía largos caminos, montañas arriba, y aquel cielo gris, con sus largas nubes, que tenían un relieve de piedras. El hombre del cuento, que vio nevar, estaba muy triste porque no tenía hijos. Salió a la nieve, y, con ella, hizo una niña. Su mujer le miraba desde la ventana. Mi abuela explicaba: «No le salieron muy bien los pies. Entró en la casa y su mujer le trajo una sartén. Así, los moldearon lo mejor que pudieron.» La imagen no puede ser más confusa. Sin embargo, para mí, en aquel tiempo, nada había más natural. Yo veía perfectamente a la mujer, que traía una sartén negra como el hollín. Sobre ella la nieve de la niña resaltaba blanca, viva. Y yo seguía viendo, claramente, cómo el viejo campesino moldeaba los pequeños pies. «La niña empezó entonces a hablar», continuaba mi abuela. Aquí se obraba el milagro del cuento. Su magia inundaba el corazón con una lluvia dulce, punzante. Y empezaba a temblar un mundo nuevo e inquieto. Era también tan natural que la niña de nieve empezase a hablar... En labios de mi abuela, dentro del cuento y del paisaje, no podía ser de otro modo. Mi abuela decía, luego, que la niña de nieve creció hasta los siete años. Pero llegó la noche de San Juan. En el cuento, la noche de San Juan tiene un olor, una temperatura y una luz que no existen en la realidad. La noche de San Juan es una noche exclusivamente para los cuentos. En el que ahora me ocupa también hubo hogueras, como es de rigor. Y mi abuela me decía: «Todos los niños saltaban por encima del fuego, pero la niña de nieve tenía miedo. Al fin, tanto se burlaron de ella, que se decidió. Y entonces, ¿sabes qué es lo que le pasó a la niña de nieve?» Sí, yo lo imaginaba bien. La veía volverse blanda, hasta derretirse. Desaparecería para siempre. «¿Y no apagaba el fuego?», preguntaba yo, con un vago deseo. ¡Ah!, pero eso mi abuela no lo sabía. Sólo sabía que los ancianos campesinos lloraron mucho la pérdida de su pequeña niña.

No hace mucho tiempo me enteré de que el cuento de la Niña de Nieve, que mi abuela recogiera de labios de la suya, era en realidad una antigua leyenda ucraniana. Pero ¡qué diferente, en labios de mi abuela, a como la leí! La niña de nieve atravesó montañas y ríos, calzó altas botas de fieltro, zuecos, fue descalza o con abarcas, vistió falda roja o blanca, fue rubia o de cabello negro, se adornó con monedas de oro o botones de cobre, y llegó a mí, siendo niña, con justillo negro y rodetes de trenza arrollados a los lados de la cabeza. La niña de nieve se iría luego, digo yo, como esos pájaros que buscan eternamente, en los cuentos, los fabulosos países donde brilla siempre el sol. Y allí, en vez de fundirse y desaparecer, seguirá viva y helada, con otro vestido, otra lengua, convirtiéndose en agua todos los días sobre ese fuego que, bien sea en un bosque, bien en un hogar cualquiera, está encendiéndose todos los días para ella. El cuento de la niña de nieve, como el cuento del hermano bueno y el hermano malo, como el del avaro y el del tercer hijo tonto, como el de la madrastra y el hada buena, viajará todos los días y a través de todas las tierras. Allí a la aldea donde no se conocía el tren, el cuento caminando.

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El cuento es astuto. Se filtra en el vino, en las lenguas de las viejas, en las historias de los santos. Se vuelve melodía torpe en la garganta de un caminante que bebe en la taberna y toca la bandurria. Se esconde en los cruces de los caminos, en los cementerios, en la oscuridad de los pajares. El cuento se va, pero deja sus huellas. Y aun las arrastra por el camino, como van ladrando los perros tras los carros, carretera adelante.

El cuento llega y se marcha por la noche, llevándose debajo de las alas la rara zozobra de los niños. A escondidas, pegándose al frío y a las cunetas, va huyendo. A veces pícaro, o inocente, o cruel. O alegre, o triste. Siempre, robando una nostalgia, con su viejo corazón de vagabundo. Extraído de [http://www.ciudadseva.com/textos/teoria/opin/matute01.htm] traduzido por AP.

O ESPELHO - Esboço de uma nova teoria da alma humana Machado de Assis

Quatro ou cinco cavalheiros debatiam, uma noite, várias questões de alta transcendência, sem que a

disparidade dos votos trouxesse a menor alteração aos espíritos. A casa ficava no morro de Santa Teresa, a sala era pequena, alumiada a velas, cuja luz fundia-se misteriosamente com o luar que vinha de fora. Entre a cidade, com as suas agitações e aventuras, e o céu, em que as estrelas pestanejavam, através de uma atmosfera límpida e sossegada, estavam os nossos quatro ou cinco investigadores de coisas metafísicas, resolvendo amigavelmente os mais árduos problemas do universo.

Por que quatro ou cinco? Rigorosamente eram quatro os que falavam; mas, além deles, havia na sala um quinto personagem, calado, pensando, cochilando, cuja espórtula no debate não passava de um ou outro resmungo de aprovação. Esse homem tinha a mesma idade dos companheiros, entre quarenta e cinqüenta anos, era provinciano, capitalista, inteligente, não sem instrução, e, ao que parece, astuto e cáustico. Não discutia nunca; e defendia-se da abstenção com um paradoxo, dizendo que a discussão é a forma polida do instinto batalhador, que jaz no homem, como uma herança bestial; e acrescentava que os serafins e os querubins não controvertiam nada, e, aliás, eram a perfeição espiritual e eterna. Como desse esta mesma resposta naquela noite, contestou-lha um dos presentes, e desafiou-o a demonstrar o que dizia, se era capaz. Jacobina (assim se chamava ele) refletiu um instante, e respondeu:

— Pensando bem, talvez o senhor tenha razão. Vai senão quando, no meio da noite, sucedeu que este casmurro usou da palavra, e não dois ou três

minutos, mas trinta ou quarenta. A conversa, em seus meandros, veio a cair na natureza da alma, ponto que dividiu radicalmente os quatro amigos. Cada cabeça, cada sentença; não só o acordo, mas a mesma discussão tornou-se difícil, senão impossível, pela multiplicidade das questões que se deduziram do tronco principal e um pouco, talvez, pela inconsistência dos pareceres. Um dos argumentadores pediu ao Jacobina alguma opinião, — uma conjetura, ao menos.

— Nem conjetura, nem opinião, redargüiu ele; uma ou outra pode dar lugar a dissentimento, e, como sabem, eu não discuto. Mas, se querem ouvir-me calados, posso contar-lhes um caso de minha vida, em que ressalta a mais clara demonstração acerca da matéria de que se trata. Em primeiro lugar, não há uma só alma, há duas...

— Duas? — Nada menos de duas almas. Cada criatura humana traz duas almas consigo: uma que olha de dentro

para fora, outra que olha de fora para entro... Espantem-se à vontade, podem ficar de boca aberta, dar de ombros, tudo; não admito réplica. Se me replicarem, acabo o charuto e vou dormir. A alma exterior pode ser um espírito, um fluido, um homem, muitos homens, um objeto, uma operação. Há casos, por exemplo, em que um simples botão de camisa é a alma exterior de uma pessoa; — e assim também a polca, o voltarete, um livro, uma máquina, um par de botas, uma cavatina, um tambor, etc. Está claro que o ofício dessa segunda alma é transmitir a vida, como a primeira; as duas completam o homem, que é, metafisicamente falando, uma laranja. Quem perde uma das metades, perde naturalmente metade da existência; e casos há, não raros, em que a perda da alma exterior implica a da existência inteira. Shylock, por exemplo. A alma exterior aquele judeu eram os seus ducados; perdê-los equivalia a morrer. "Nunca mais verei o meu ouro, diz ele a Tubal; é um punhal que me enterras no coração." Vejam bem esta frase; a perda dos ducados, alma exterior, era a morte para ele. Agora, é preciso saber que a alma exterior não é sempre a mesma...

— Não? — Não, senhor; muda de natureza e de estado. Não aludo a certas almas absorventes, como a pátria,

com a qual disse o Camões que morria, e o poder, que foi a alma exterior de César e de Cromwell. São almas enérgicas e exclusivas; mas há outras, embora enérgicas, de natureza mudável. Há cavalheiros, por exemplo, cuja alma exterior, nos primeiros anos, foi um chocalho ou um cavalinho de pau, e mais tarde uma provedoria de irmandade, suponhamos. Pela minha parte, conheço uma senhora, — na verdade, gentilíssima, — que muda

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de alma exterior cinco, seis vezes por ano. Durante a estação lírica é a ópera; cessando a estação, a alma exterior substitui-se por outra: um concerto, um baile do Cassino, a rua do Ouvidor, Petrópolis...

— Perdão; essa senhora quem é? — Essa senhora é parenta do diabo, e tem o mesmo nome; chama-se Legião... E assim outros mais

casos. Eu mesmo tenho experimentado dessas trocas. Não as relato, porque iria longe; restrinjo-me ao episódio de que lhes falei. Um episódio dos meus vinte e cinco anos...

Os quatro companheiros, ansiosos de ouvir o caso prometido, esqueceram a controvérsia. Santa curiosidade! tu não és só a alma da civilização, és também o pomo da concórdia, fruta divina, de outro sabor que não aquele pomo da mitologia. A sala, até há pouco ruidosa de física e metafísica, é agora um mar morto; todos os olhos estão no Jacobina, que conserta a ponta do charuto, recolhendo as memórias. Eis aqui como ele começou a narração:

— Tinha vinte e cinco anos, era pobre, e acabava de ser nomeado alferes da Guarda Nacional. Não imaginam o acontecimento que isto foi em nossa casa. Minha mãe ficou tão orgulhosa! tão contente! Chamava-me o seu alferes. Primos e tios, foi tudo uma alegria sincera e pura. Na vila, note-se bem, houve alguns despeitados; choro e ranger de dentes, como na Escritura; e o motivo não foi outro senão que o posto tinha muitos candidatos e que esses perderam. Suponho também que uma parte do desgosto foi inteiramente gratuita: nasceu da simples distinção. Lembra-me de alguns rapazes, que se davam comigo, e passaram a olhar-me de revés, durante algum tempo. Em compensação, tive muitas pessoas que ficaram satisfeitas com a nomeação; e a prova é que todo o fardamento me foi dado por amigos... Vai então uma das minhas tias, D. Marcolina, viúva do Capitão Peçanha, que morava a muitas léguas da vila, num sítio escuso e solitário, desejou ver-me, e pediu que fosse ter com ela e levasse a farda. Fui, acompanhado de um pajem, que daí a dias tornou à vila, porque a tia Marcolina, apenas me pilhou no sítio, escreveu a minha mãe dizendo que não me soltava antes de um mês, pelo menos. E abraçava-me! Chamava-me também o seu alferes. Achava-me um rapagão bonito. Como era um tanto patusca, chegou a confessar que tinha inveja da moça que houvesse de ser minha mulher. Jurava que em toda a província não havia outro que me pusesse o pé adiante. E sempre alferes; era alferes para cá, alferes para lá, alferes a toda a hora. Eu pedia-lhe que me chamasse Joãozinho, como dantes; e ela abanava a cabeça, bradando que não, que era o "senhor alferes". Um cunhado dela, irmão do finado Peçanha, que ali morava, não me chamava de outra maneira. Era o "senhor alferes", não por gracejo, mas a sério, e à vista dos escravos, que naturalmente foram pelo mesmo caminho. Na mesa tinha eu o melhor lugar, e era o primeiro servido. Não imaginam. Se lhes disser que o entusiasmo da tia Marcolina chegou ao ponto de mandar pôr no meu quarto um grande espelho, obra rica e magnífica, que destoava do resto da casa, cuja mobília era modesta e simples... Era um espelho que lhe dera a madrinha, e que esta herdara da mãe, que o comprara a uma das fidalgas vindas em 1808 com a corte de D. João VI. Não sei o que havia nisso de verdade; era a tradição. O espelho estava naturalmente muito velho; mas via-se-lhe ainda o ouro, comido em parte pelo tempo, uns delfins esculpidos nos ângulos superiores da moldura, uns enfeites de madrepérola e outros caprichos do artista. Tudo velho, mas bom...

— Espelho grande? — Grande. E foi, como digo, uma enorme fineza, porque o espelho estava na sala; era a melhor peça da

casa. Mas não houve forças que a demovessem do propósito; respondia que não fazia falta, que era só por algumas semanas, e finalmente que o "senhor alferes" merecia muito mais. O certo é que todas essas coisas, carinhos, atenções, obséquios, fizeram em mim uma transformação, que o natural sentimento da mocidade ajudou e completou. Imaginam, creio eu?

— Não. — O alferes eliminou o homem. Durante alguns dias as duas naturezas equilibraram-se; mas não tardou

que a primitiva cedesse à outra; ficou-me uma parte mínima de humanidade. Aconteceu então que a alma exterior, que era dantes o sol, o ar, o campo, os olhos das moças, mudou de natureza, e passou a ser a cortesia e os rapapés da casa, tudo o que me falava do posto, nada do que me falava do homem. A única parte do cidadão que ficou comigo foi aquela que entendia com o exercício da patente; a outra dispersou-se no ar e no passado. Custa-lhes acreditar, não?

— Custa-me até entender, respondeu um dos ouvintes. — Vai entender. Os fatos explicarão melhor os sentimentos: os fatos são tudo. A melhor definição do

amor não vale um beijo de moça namorada; e, se bem me lembro, um filósofo antigo demonstrou o movimento andando. Vamos aos fatos. Vamos ver como, ao tempo em que a consciência do homem se obliterava, a do alferes tornava-se viva e intensa. As dores humanas, as alegrias humanas, se eram só isso, mal obtinham de mim uma compaixão apática ou um sorriso de favor. No fim de três semanas, era outro, totalmente outro. Era exclusivamente alferes. Ora, um dia recebeu a tia Marcolina uma notícia grave; uma de suas filhas, casada com um lavrador residente dali a cinco léguas, estava mal e à morte. Adeus, sobrinho! adeus, alferes! Era mãe extremosa, armou logo uma viagem, pediu ao cunhado que fosse com ela, e a mim que tomasse conta do sítio. Creio que, se não fosse a aflição, disporia o contrário; deixaria o cunhado e iria comigo. Mas o certo é que

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fiquei só, com os poucos escravos da casa. Confesso-lhes que desde logo senti uma grande opressão, alguma coisa semelhante ao efeito de quatro paredes de um cárcere, subitamente levantadas em torno de mim. Era a alma exterior que se reduzia; estava agora limitada a alguns espíritos boçais. O alferes continuava a dominar em mim, embora a vida fosse menos intensa, e a consciência mais débil. Os escravos punham uma nota de humildade nas suas cortesias, que de certa maneira compensava a afeição dos parentes e a intimidade doméstica interrompida. Notei mesmo, naquela noite, que eles redobravam de respeito, de alegria, de protestos. Nhô alferes, de minuto a minuto; nhô alferes é muito bonito; nhô alferes há de ser coronel; nhô alferes há de casar com moça bonita, filha de general; um concerto de louvores e profecias, que me deixou extático. Ah ! pérfidos! mal podia eu suspeitar a intenção secreta dos malvados.

— Matá-lo? — Antes assim fosse. — Coisa pior? — Ouçam-me. Na manhã seguinte achei-me só. Os velhacos, seduzidos por outros, ou de movimento

próprio, tinham resolvido fugir durante a noite; e assim fizeram. Achei-me só, sem mais ninguém, entre quatro paredes, diante do terreiro deserto e da roça abandonada. Nenhum fôlego humano. Corri a casa toda, a senzala, tudo; ninguém, um molequinho que fosse. Galos e galinhas tão-somente, um par de mulas, que filosofavam a vida, sacudindo as moscas, e três bois. Os mesmos cães foram levados pelos escravos. Nenhum ente humano. Parece-lhes que isto era melhor do que ter morrido? era pior. Não por medo; juro-lhes que não tinha medo; era um pouco atrevidinho, tanto que não senti nada, durante as primeiras horas. Fiquei triste por causa do dano causado à tia Marcolina; fiquei também um pouco perplexo, não sabendo se devia ir ter com ela, para lhe dar a triste notícia, ou ficar tomando conta da casa. Adotei o segundo alvitre, para não desamparar a casa, e porque, se a minha prima enferma estava mal, eu ia somente aumentar a dor da mãe, sem remédio nenhum; finalmente, esperei que o irmão do tio Peçanha voltasse naquele dia ou no outro, visto que tinha saído havia já trinta e seis horas. Mas a manhã passou sem vestígio dele; à tarde comecei a sentir a sensação como de pessoa que houvesse perdido toda a ação nervosa, e não tivesse consciência da ação muscular. O irmão do tio Peçanha não voltou nesse dia, nem no outro, nem em toda aquela semana. Minha solidão tomou proporções enormes. Nunca os dias foram mais compridos, nunca o sol abrasou a terra com uma obstinação mais cansativa. As horas batiam de século a século no velho relógio da sala, cuja pêndula tic-tac, tic-tac, feria-me a alma interior, como um piparote contínuo da eternidade. Quando, muitos anos depois, li uma poesia americana, creio que de Longfellow, e topei este famoso estribilho: Never, for ever! — For ever, never! confesso-lhes que tive um calafrio: recordei-me daqueles dias medonhos. Era justamente assim que fazia o relógio da tia Marcolina: — Never, for ever!— For ever, never! Não eram golpes de pêndula, era um diálogo do abismo, um cochicho do nada. E então de noite! Não que a noite fosse mais silenciosa. O silêncio era o mesmo que de dia. Mas a noite era a sombra, era a solidão ainda mais estreita, ou mais larga. Tic-tac, tic-tac. Ninguém, nas salas, na varanda, nos corredores, no terreiro, ninguém em parte nenhuma... Riem-se?

— Sim, parece que tinha um pouco de medo. — Oh! fora bom se eu pudesse ter medo! Viveria. Mas o característico daquela situação é que eu nem

sequer podia ter medo, isto é, o medo vulgarmente entendido. Tinha uma sensação inexplicável. Era como um defunto andando, um sonâmbulo, um boneco mecânico. Dormindo, era outra coisa. O sono dava-me alívio, não pela razão comum de ser irmão da morte, mas por outra. Acho que posso explicar assim esse fenômeno: — o sono, eliminando a necessidade de uma alma exterior, deixava atuar a alma interior. Nos sonhos, fardava-me orgulhosamente, no meio da família e dos amigos, que me elogiavam o garbo, que me chamavam alferes; vinha um amigo de nossa casa, e prometia-me o posto de tenente, outro o de capitão ou major; e tudo isso fazia-me viver. Mas quando acordava, dia claro, esvaía-se com o sono a consciência do meu ser novo e único —porque a alma interior perdia a ação exclusiva, e ficava dependente da outra, que teimava em não tornar... Não tornava. Eu saía fora, a um lado e outro, a ver se descobria algum sinal de regresso. Soeur Anne, soeur Anne, ne vois-tu rien venir? Nada, coisa nenhuma; tal qual como na lenda francesa. Nada mais do que a poeira da estrada e o capinzal dos morros. Voltava para casa, nervoso, desesperado, estirava-me no canapé da sala. Tic-tac, tic-tac. Levantava-me, passeava, tamborilava nos vidros das janelas, assobiava. Em certa ocasião lembrei-me de escrever alguma coisa, um artigo político, um romance, uma ode; não escolhi nada definitivamente; sentei-me e tracei no papel algumas palavras e frases soltas, para intercalar no estilo. Mas o estilo, como tia Marcolina, deixava-se estar. Soeur Anne, soeur Anne... Coisa nenhuma. Quando muito via negrejar a tinta e alvejar o papel.

— Mas não comia? — Comia mal, frutas, farinha, conservas, algumas raízes tostadas ao fogo, mas suportaria tudo

alegremente, se não fora a terrível situação moral em que me achava. Recitava versos, discursos, trechos latinos, liras de Gonzaga, oitavas de Camões, décimas, uma antologia em trinta volumes. As vezes fazia ginástica; outra dava beliscões nas pernas; mas o efeito era só uma sensação física de dor ou de cansaço, e mais

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nada. Tudo silêncio, um silêncio vasto, enorme, infinito, apenas sublinhado pelo eterno tic-tac da pêndula. Tic-tac, tic-tac...

— Na verdade, era de enlouquecer. — Vão ouvir coisa pior. Convém dizer-lhes que, desde que ficara só, não olhara uma só vez para o

espelho. Não era abstenção deliberada, não tinha motivo; era um impulso inconsciente, um receio de achar-me um e dois, ao mesmo tempo, naquela casa solitária; e se tal explicação é verdadeira, nada prova melhor a contradição humana, porque no fim de oito dias deu-me na veneta de olhar para o espelho com o fim justamente de achar-me dois. Olhei e recuei. O próprio vidro parecia conjurado com o resto do universo; não me estampou a figura nítida e inteira, mas vaga, esfumada, difusa, sombra de sombra. A realidade das leis físicas não permite negar que o espelho reproduziu-me textualmente, com os mesmos contornos e feições; assim devia ter sido. Mas tal não foi a minha sensação. Então tive medo; atribuí o fenômeno à excitação nervosa em que andava; receei ficar mais tempo, e enlouquecer. — Vou-me embora, disse comigo. E levantei o braço com gesto de mau humor, e ao mesmo tempo de decisão, olhando para o vidro; o gesto lá estava, mas disperso, esgaçado, mutilado... Entrei a vestir-me, murmurando comigo, tossindo sem tosse, sacudindo a roupa com estrépito, afligindo-me a frio com os botões, para dizer alguma coisa. De quando em quando, olhava furtivamente para o espelho; a imagem era a mesma difusão de linhas, a mesma decomposição de contornos... Continuei a vestir-me. Subitamente por uma inspiração inexplicável, por um impulso sem cálculo, lembrou-me... Se forem capazes de adivinhar qual foi a minha idéia...

— Diga. — Estava a olhar para o vidro, com uma persistência de desesperado, contemplando as próprias feições

derramadas e inacabadas, uma nuvem de linhas soltas, informes, quando tive o pensamento... Não, não são capazes de adivinhar.

— Mas, diga, diga. — Lembrou-me vestir a farda de alferes. Vesti-a, aprontei-me de todo; e, como estava defronte do

espelho, levantei os olhos, e... não lhes digo nada; o vidro reproduziu então a figura integral; nenhuma linha de menos, nenhum contorno diverso; era eu mesmo, o alferes, que achava, enfim, a alma exterior. Essa alma ausente com a dona do sítio, dispersa e fugida com os escravos, ei-la recolhida no espelho. Imaginai um homem que, pouco a pouco, emerge de um letargo, abre os olhos sem ver, depois começa a ver, distingue as pessoas dos objetos, mas não conhece individualmente uns nem outros; enfim, sabe que este é Fulano, aquele é Sicrano; aqui está uma cadeira, ali um sofá. Tudo volta ao que era antes do sono. Assim foi comigo. Olhava para o espelho, ia de um lado para outro, recuava, gesticulava, sorria e o vidro exprimia tudo. Não era mais um autômato, era um ente animado. Daí em diante, fui outro. Cada dia, a uma certa hora, vestia-me de alferes, e sentava-me diante do espelho, lendo olhando, meditando; no fim de duas, três horas, despia-me outra vez. Com este regime pude atravessar mais seis dias de solidão sem os sentir...

Quando os outros voltaram a si, o narrador tinha descido as escadas.

A CONQUISTA Ribeiro Couto

- Agora é a vez do Barbosa! Então o Barbosa, que era um homem de quem não se conhecia uma só aventura, sorriu levemente e

principiou a contar: “ – À tarde, naquele ponto de bondes onde a multidão se aglomera, rumorosa, a rapariga apareceu.

Tinha olhos luminosos. Era empolgante. A velha que a seguia, de capa humilde, parecia uma criada. Mas era simplesmente a mãe.

“- Mãe, chegue-se para aqui. “ A rapariga olhou todas as pessoas uma por uma. Cada olhar transmitia o mistério de um fluido. Todos

a desejaram. Eu senti uma paixão delirante, súbita. Dessas paixões... “Juntamente, aqueles olhos se demoraram mais em mim: na largura de meus ombros, no comprimento

de meus braços e de minhas pernas, na minha boca, nas minhas pupilas. O exame pôs-me na trama nervosa uma trepidação de luxúria violenta.

A velha pareceu perceber o meu desejo enorme, agudo, e encolheu-se olhando a filha com uma proteção infinita...

“De repente a rapariga abriu caminho aos encontrões e atravessou a rua, seguida pela velha. Não me fizera nenhum sinal, mas o fulgor daqueles olhos, tanto tempo fixos em mim, era inequívoco: ela me desejava. Portanto, eu fizera uma conquista, senhores. E segui-a.

“Estávamos na Rua da Assembléia. Ela foi para o lado do porto e, próximo à Rua do Carmo, entrou numa farmácia. Parei na calçada, sob uma árvore, discreto. Daí a instantes as duas saíram.

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“A velha, insignificante na sua magreza decrépita, trazia no rosto uma expressão de dor costumeira e irremediável. Que sofrera ela ao pé da filha, há minutos, naquele escuro ar da farmácia, junto ao balcão de vidro? Eu não podia adivinhar o que acontecera lá dentro, mas calculei que houvera, de certo, alguma discussão rápida e terrível, dessas discussões entre mães dominadoras e filhas nervosas, imperiosas, elétricas... Pareceu-me despudorado prosseguir na conquista, penetrar na intimidade turva daquelas duas pessoas que não se compreendiam, que se chocavam, que se torturavam, num dado momento a rapariga me contaria, forçosamente, que não se dava com o gênio da mãe.

“Quando eu, com o delicado pensamento da renúncia, tratava já de esgueirar-me pela multidão, e desaparecer, senti que aqueles dois olhos me atraíam, me agarravam. Obedeci, infantil, sem resistência. Demais, a rapariga era esplêndida – vamos e venhamos. Oh! tê-la nem que fosse uma só vez! Ouvi-la junto à minha boca, toda ela quente, o corpo num frêmito!

“Acompanhei-a seguiu em direção ao largo da Carioca, alta, elegante, fazendo os homens pararem para olhá-la. E o ritmo ondulado de suas formas era tão exageradamente sugestivo, que eu tinha a impressão, quase a certeza, de exalar-se dela um aroma afrodisíaco. Apressei o passo para senti-lo. Aproximei-me dela, aspirei-a bem de perto, quase a tocar-lhe o pescoço com o meu rosto. Surpreso, senti que ela não tinha cheiro nenhum. Absolutamente nenhum. Foi como se eu contastasse que ela era muda, ou surda, ou que trazia uma perna de borracha...E o desencanto momentâneo de sabê-la inodora, de verificar-lhe aquela monstruosidade sutil, que me surpreendia sobretudo nela, tão provocante, foi para min um mal inexprimível.

“Ao chegar à esquina da Avenida, parou, tornou a olhar-me com um brilho excepcional nos olhos. A velha parou também, maquinalmente, habituada àquelas interrupções freqüentes, sem razão. A rapariga tomou logo a calçada e caminhou para os lados do mar. A evocação do panorama que nós olharíamos de lá, daquele fim da Avenida, na hora encantadora da noite que chegava, deu ao meu desejo um latejo mais forte. Era como se a rapariga fosse mais bela, fosse ficar nua na moldura da natureza.

“Mas, ao chegar ao Teatro Municipal, dobrou à direita e foi por Evaristo da Veiga. Seguiu até os Arcos. Depois, Mem de Sá até a Praça dos Governadores e tomou por Gomes Freire. Entrando por Visconde do Rio Branco, chegou ao portão do Campo de Santana e transpôs o jardim mal iluminado, com passeantes raros pelas alamedas e vadios adormecidos pelos bancos.

“Por que a seguira eu assim, estupidamente, sem nada dizer, nem tentar? Não fora, talvez, tão estupidamente assim...Pois ela, durante aquele trajeto enorme, parara vezes sem conta e me olhara exprimindo um desejo tão forte que eu não tinha dúvida: carregava-me para algum amável retiro.

“Mas ao entrar no Campo de Santana resolvi acabar com aquilo. Bastava! Também, eu não era nenhum parvo que fosse a pé até o Andaraí, por exemplo, por causa de uma mulher desconhecida que parecia sofrer de automatismo ambulante. E tomei a resolução cínica de dirigir-me à velha, que caminhava sempre um pouco mais atrás...

“- Diga-me uma coisa... “Ela parou, voltou-me o rosto amarelo, rugoso, com pelancas e sobrar das maxilas. “- Escute aqui: eu estou andando desde a Avenida. Então como é? “Olhou-me muito, como se não tivesse ouvido, como se pensasse numa pessoa longínqua. Com os

dedos magros e encardidos tirou-me um fiapo de linha do paletó e ficou a olhar em torno idiotamente. Então insisti:

“- Preciso saber em que isto vai dar. Estou andando há muito mais de uma hora! “A rapariga ia já um pouco à distância, alta, direita, elegante, ondulante, sem perceber o que se passava

atrás, ou possivelmente a fingi-lo. “- Parece-me que mais do que isso é impossível fazer, a paciência também se esgota. O que é que

aquela rapariga é sua? Que quer ela de mim? Aonde me leva? “A velha estremeceu, os olhinhos fundos animaram-se por um instante, mas voltaram logo ao

amortecimento. Chegou-se mais a mim, toda encolhida, agarrou-se ao meu casaco e disse com voz de choro, o rosto numa caricatura de dor:

“- Desculpe... O senhor desculpe... “Era estranho! Estranhíssimo! “- Não compreendo, senhora... “- O senhor desculpe... “E, como se arrancasse uma coisa dolorosa de dentro, pôs a mão escarnada no peito, apertou-o, e falou: “- A minha filha é louca... A sua loucura dá para andar assim pela cidade a olhar os homens daquela

maneira... Não tem remédio. Tenho feito tudo para que ela sare. Já vi que é impossível. só por milagre, dizem os médicos. Então tenho que me submeter à vontade dela: obriga-me a comprar vestidos caros e sai pela rua como uma pessoa que pode. No entanto, nós não podemos. Não imagina os meus sacrifícios! E como se eu não

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acompanhar é capaz de sofrer um desastre, ou encontrar quem abuse dela, tenho que me sujeitar a este papel que o senhor vê... Está ouvindo?

“Ao redor de mim, as árvores rodavam, todo o jardim rodava. Que sofrimento longo, delicioso! E a velha concluiu, sem saber que tornava brutalmente maior a minha dor:

“- Muitos outros homens já têm feito o mesmo que o senhor, já se têm enganado. Alguns não querem aceitar a explicação que eu dou, e insistem. Mas o senhor não zanga, não é? Desculpe, sim? Até outro dia.

“E foi-se, encolhida, insignificante, torta, apresando o passo para alcançar a rapariga que ia lá longe, quase a perder-se de vista, de certo olhando já outros homens, fascinando outros homens na sua estéril obsessão inconsciente...”

Barbosa acabou de contar e acendeu um cigarro. E no grupo dos alegres rapazes houve silêncio por um longo quarto de hora, porque a todos já sucedera acompanhar aquela rapariga, sem que nenhum deles suspeitasse nunca da verdade.

COUTO, Ribeiro. Histórias de cidade grande. São Paulo: Cultrix, 1960, p. 68 – 72.

EMEDIATO, Luiz Fernando. A data magna do nosso calendário cívico. In: _______. Verdes Anos.

[121] A DATA MAGNA DO NOSSO CALENDÁRIO CÍVICO Nós acordamos cedo e vestimos os nossos uniformes. Nossos pais nos recomendaram prudência e

ouvimos os seus conselhos. Nós penteamos os cabelos com cuidado e pegamos nossas bandeirinhas. Nós caminhamos até a praça e nos apresentamos aos nossos professores. Nossos professores nos recomendaram prudência e ouvimos os seus conselhos. Nós nos formamos em filas e aguardamos tudo em posição de sentido. Nós ouvimos o Hino Nacional e o Hino da Independência. Nós sentimos cansaço e fome e nossas pequenas pernas fraquejaram mais tarde, mas continuamos ali, porque nos disseram que era o nosso dever. Nós esperamos os soldados, os ex-combatentes, os desportistas, os ginasianos, os universitários, os tenentes [122], os capitães e os coronéis. Nós esperamos o Prefeito, o Governador e o Presidente. Nós ouvimos o discurso das autoridades eclesiásticas, civis e militares. Nós ouvimos a banda e admiramos os músicos que tocavam na banda. Nós vimos as balizas, as bandeiras e as metralhadoras. Nós vimos os cavalos, as viaturas e os tanques de guerra. Nós agradecemos a Deus porque estávamos ali naquela hora, vivos e sadios, porque o Brasil é grande e o futuro já chegou, segundo disse o General. Nós aplaudimos o povo que aplaudia o General. Nós marchamos com os soldados e com o resto dos marchadores. Nós ouvimos os conselhos dos nossos superiores e obedecemos... Nós gostamos disso.

Há dois meses perambulando pela casa, não suportava mais o olhar ansioso da mulher doente que

mandava os filhos brincar na rua na hora do almoço, para que não se sentassem à mesa e descobrissem que também naquele dia não haveria comida. Por isso saiu à rua, mesmo sendo feriado nacional, razão pela qual não encontraria aberto qualquer lugar onde pudesse mendigar emprego. [123]

Estava cansado de tudo: de viver, de brincar com as crianças, de conversar com a mulher sobre o passado, o presente e o futuro, de se deitar com ela num leito frio, de possuí-la sem amor e sem desejo, de dormir sufocado pela incerteza, de padecer com o terror dos pesadelos, de acordar toda manhã sob o peso do sofrimento e da amargura. Estava cansado de ter sido, de ser, de continuar sendo ou de vir a ser alguma coisa sobre a face da terra, e no entanto insistia em continuar vivo, à espera não sabia de quê, pois também estava cansado de esperar.

Andar pelas ruas ou pela avenida principal, na data magna do nosso calendário cívico, era inteiramente inútil, e ele sabia disso. Ficar em casa, entretanto, era para ele doloroso e quase insuportável. E foi por isso que quando chegou à avenida principal e viu o Exército perfilado, as crianças enfileiradas obedientemente, as autoridades civis e militares no palanque, e toda aquela música e aqueles tambores e aquelas armas, foi então que descobriu – um pouco tarde demais, talvez – que jamais voltaria para casa. [124]

Porque o seu destino estava selado ali, naquela avenida, onde ele sabia que ficaria para sempre, tão logo pudesse colocar em prática o último plano de sua desgraçada vida. Com um sorriso maldoso no canto dos lábios, esquecido para sempre da mulher, dos filhos, dos seus poucos e velhos pertences, ele acercou-se do palanque, o mais próximo que lhe permitiram os policiais. E ali, retido pelo cordão de isolamento e pelo olhar desconfiado dos guardas, ele ficou durante muito tempo, a olhar com doentia insistência para a face imperturbável do Presidente da República.

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O menino gemeu no berço e a mulher correu para ele com o espanto nos olhos. O homem não se moveu de onde estava, junto à porta, e esperou. A mulher curvou-se e franziu a testa preocupada. Pousou as costas da mão direita na testa do menino e disse:

– Está ardendo. O homem murmurou qualquer coisa ininteligível e a mulher olhou para ele como se tivesse decidido

alguma coisa. – Agora? – perguntou então o homem. [125] – Sim, agora. Não tem mais jeito – respondeu a mulher tomando o menino nos braços. – No feriado vai ser uma merda achar um hospital – previu o homem, contrariado. A mulher pegou uma bolsa sobre o catre e, com o menino nos braços, procurou um xale para cobri-lo.

Encontrou um pedaço de pano rasgado e olhou para o homem como se implorasse. – Precisamos ir assim mesmo, não tem mais jeito de ficar aqui esperando. Olha só como está ardendo,

olha só, não tem mais jeito. O homem tocou na criança como se tivesse medo e assentiu. Pôs um paletó surrado e verificou se os

documentos estavam em ordem. Estavam. – Eu mato um se esses filhos da puta, se esses merdas, se esses... Não terminou a frase. Olhou a criança uma última vez e, tocando o braço da mulher, empurrou- a

levemente para fora do quarto. Na data magna do nosso calendário cívico ele acordou às oito horas da manhã, olhou o sol entrando

pela janela, considerou que viver não [126] tem nenhum sentido e enterrou com força a agulha nas veias. Pressionou o êmbolo da seringa e antes de afundar no delírio pensou que tudo poderia ser bem diferente se um dia não tivesse optado por trilhar tão inesperados caminhos. Achou um tanto absurdo chegar a esta conclusão logo no dia em que o Brasil comemorava sua Independência e ele cumpria exatamente quarenta e cinco anos sobre a face da terra. Quarenta e cinco anos é uma idade antiga, murmurou ele puxando a agulha, quarenta e cinco anos é uma coisa velha. E, jogando a seringa ao chão, caminhou com passos lentos até a cama, onde se deitou como se iniciasse ali uma longa cerimônia, porque tudo começava agora e o começo de tudo era tão-somente o que restava. Porque viver, dizia ele, é uma coisa antiga, e na data magna do nosso calendário cívico ele comemorava com uma longa e lenta viagem quarenta e cinco anos de uma longa, lenta e amarga vida.

E ele viu dois aviões se entrechocando em pleno ar, e num deles viajava o marechal Humberto de Alencar Castello Branco, o primeiro [127] presidente militar ungido pelo golpe de 31 de março de 1964. E o Marechal, transido de horror, afundava a cabeça nos ombros, e o fogo se espalhava nas quatro direções, e o Marechal gemia contorcendo-se todo, e tudo agora não era mais que um monte de ferragens e o Marechal pouco menos de um montículo escuro de carvão e poeira e nada mais. O que restava agora do comandante militar da gloriosa revolução libertadora do povo brasileiro? Nada. E ele viu a Marcha dos Mortos Contra Brasília, a distorção dos fatos e a ascensão da mentira, e nada daquilo lhe parecia estranho porque assim estava escrito nos livros do demônio. E viu agora o revolutear dos anjos negros sobre o céu de Brasília na mais sombria e trágica das noites, e ouviu os gritos dos torturados e um deles era o seu jovem irmão estudante assassinado no cárcere, e cego, porque seus olhos foram vazados, e surdo, porque seus tímpanos foram perfurados, e impotente, porque seus testículos foram seccionados, e louco, porque seu cérebro foi vasculhado dias e noites seguidos pelos demônios servis ao império [128] do terror. E ele viu também que os demônios do terror eram condecorados em virtude de seus atos de bravura em defesa das nobres instituições da pátria, em defesa da moral, da família, da tradição e da propriedade. E ele viu então que estes homens eram gordos e fortes e soberbos, homens que, quando riam, mostravam afiados e longos dentes – e esses dentes cresciam quando necessário, assim como cresciam suas unhas, suas garras, seus olhos injetados de sangue, seus cabelos, e eles se transformavam em animais nojentos, em dragões vorazes, em serpentes venenosas, em lagartos, escorpiões, aranhas, peçonhentos seres merecedores de medalhas.

A primeira coisa da qual se lembrou foi que jamais se acostumara com as alturas. Por isso evitou olhar

para baixo, enquanto o terror lhe invadia o corpo como a maior das pragas. O andaime, frágil e hesitante, parecia leve demais para suportar o peso do medo, mas ele insistiu. Praguejou, contrariado por estar trabalhando [129] no feriado nacional e ainda por cima num serviço daqueles, e olhou para cima. A construção subia como se quisesse furar o céu e lá no topo dezenas de homens de macacão e capacete olhavam para baixo com expressões espantadas.

Olhou para baixo e viu, na esquina da rua, na confluência com a avenida, o desfilar das tropas armadas. Lembrou-se da infância e sorriu. Naquele tempo queria ser soldado, porque achava bonito o uniforme verde-oliva e o fuzil que se carregava ao ombro durante as paradas militares.

– Puta que pariu – gritou alto. – Que idiota que eu era.

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A altura causava-lhe vertigem e ele se indagou por que diabo aceitara um emprego daqueles. Apertou o cinto de segurança, as mãos trêmulas. Há pouco deixara cair um martelo. Olhou novamente para cima e viu que os putos insistiam em dizer coisas que não ouvia. Teve a impressão de que tentavam lhe dizer alguma coisa, mas como não entendia nada voltou ao trabalho. [130]

Minutos depois olhou para baixo e viu um grupo de pessoas acenando de forma estranha. O andaime balançou e ele começou a desconfiar que algo estava errado. Um segundo arranque quase o jogou de encontro a uma viga do arcabouço gigantesco, e só então ele entendeu tudo. Gelou de pavor, e, num gesto desesperado, puxou a corda de comunicação pedindo para baixá-lo ao solo.

– Você tem duas escolhas – disse o Professor. – Ou faz uma literatura compromissada com as massas

ou não faz. Se não faz, pode escolher vários caminhos, pois aí as opções até que não são poucas. Uma delas é discorrer sobre o próprio umbigo, o que não deixa de ser gratificante e confortador. Além do mais, quem não gosta de umbigos? Se você não quiser falar do próprio umbigo, então pode falar do umbigo daquela mocinha ali, não é? Olhe lá, é o umbigo mais bonito que eu já vi em toda a minha vida. Está vendo?

O Professor já estava bêbado. Insistia, porém, em continuar dissertando sobre os sagrados [131] objetivos da literatura como arte capaz de representar o real, o irreal, o belo e o feio. O garçom passou com a bandeja de uísque e todos nós avançamos em direção a ele. Eu já estava nauseado daquilo tudo e o estômago se revolvia todo, mas ainda assim eu insistia em beber.

– Concordo que é gratificante – disse Hugo cambaleando –, mas não é assim tão fácil. – Ora, você é uma idiota – resmungou o Professor, vermelho e enrolando as palavras. O pior nas reuniões desse tipo é quando alguém começa a conversar sobre o assunto que a motivou.

Hugo escrevia contos e o Professor fora poeta. Afonso pretendia escrever um livro revolucionário, mas não o iniciara ainda por ter pavor da censura e da polícia. Enquanto a situação política do país não mudasse – argumentava –, continuaria a amadurecer idéias.

– Tenho de viver. Tenho de passar por mil experiências. Aí então – avisava –, ninguém me segura. Lúcia escrevia poesia panfletária, embora não acreditasse muito no que lhe servia de [132] inspiração.

Sentia-se orgulhosa, contudo, de mostrar-se, ainda que mulher, mais corajosa que nós todos, que tínhamos medo dos agentes do SNI e não falávamos ao telefone sem cuidadosas precauções com o teor e até com o tom das nossas conversas.

– Eu enfrento o Poder constituído – dizia Lúcia –, embora saiba que é terrivelmente perigoso. E arrepiava-se, com um prazer quase orgástico, enquanto sorvia lentamente mais uma dose de uísque.

O idiota do Jaime, nosso companheiro, decidira lançar seu livro logo na data magna do nosso calendário cívico, ou físico, dizia ele, e enfeitara a galeria com bandeirinhas do Brasil e dos Estados Unidos. Tinha vinte e seis anos e aquele era o seu primeiro livro.

– Devemos ser sobretudo honestos – prosseguia o Professor. – Eu não condeno os enamorados do próprio umbigo, embora prefira, no meu caso, enamorar-me daquele umbigo ali, vocês estão vendo? Vocês já imaginaram só passar a língua bem de leve naquele umbiguinho [133] e depois ir descendo, ir descendo até a barriguinha, até o ventre, ui meu Deus, e depois descer mais, e mais e mais... Mas, voltando ao assunto, há no mundo lugar para todos, não é? E como democrata, como amante da liberdade e dos bons costumes, não posso condenar qualquer manifestação artística, ainda que alienada e divorciada da realidade...

– Ai, saco! Calem esse homem – gritou Afonso. – Deixa ele falar, pombas! – disse Lúcia. – E olha, eu vou entrar no assunto. Eu não consigo entender

como é possível a um artista voltar-se para dentro de si mesmo enquanto, ao seu redor, a massa faminta uiva marginalizada e reprimida!

– Puta que pariu! – disse Hugo. – Você falou isso aí que eu ouvi? – Vocês estão obviamente embriagados – disse Afonso. – Querem saber de uma coisa? Eu,

evidentemente, não faria esse tipo de arte alienada. Eu preparo a minha crítica ao Sistema, mas não posso externá-la agora em virtude da proximidade histórica, entenderam? Não [134] posso escrever meu livro enquanto não estiver suficientemente distanciado no tempo e talvez, quem sabe, até no espaço, para assumir uma atitude absolutamente isenta e imparcial.

Se a ditadura cair, eu deixo a poeira assentar e escrevo meu romance. Se não cair, eu posso deixar o país e observar as coisas de fora. Mas eu pretendo...

– Ora, seu porra, você tem é medo! – berrou Lúcia. – O medo é humano – sentenciou o Professor, tropeçando nas pernas. – Eu, por exemplo, sempre fui

um sujeito corajoso, mas agora, vejam só, queria ir até ali para passar a mão no umbiguinho dela, estão vendo? Onde está minha coragem? Sou, provisoriamente, um covarde.

Olhamos todos para a frente e verificamos que a excitação do Professor tinha razão de ser. Ela estava num grupo de mulheres absurdamente pintadas que conversavam alto sobre Goethe e Baudelaire, procurando

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chamar para si a atenção dos fotógrafos e cinegrafistas. O Deputado estava próximo e preparava-se para [135] fazer um discurso, para o que antes olhava ao redor certificando-se de que haveria platéia.

Havia um bom número de ouvintes. – Mas o que acontece – disse o Professor olhando para o tapete –, é que muitos se dedicam a explorar a

miséria alheia sem que, verdadeiramente, tenham consciência do sentido dessa miséria. A miséria, meus jovens, sempre foi um bom assunto.

O deputado retirou um papelzinho do bolso e consultou-o demoradamente. Pressenti que ia vomitar e corri para o banheiro. Assim era a vida naquele tempo.

Saiu de casa decidido a começar uma pequena aventura, embora fosse o início da tarde do feriado

nacional. Na data magna do nosso calendário cívico, disse para si mesmo, andarei pelas ruas, olharei as mulheres e me divertirei bastante, porque para isso Deus me criou e me pôs na face da Terra. A frase pareceu-lhe muito brilhante, e ele a repetiu várias vezes. Seria um gênio, se um dia resolvesse escrever. [136]

Gostaria de ter acordado cedo, para esperar na praça ou na avenida o início da aglomeração, quando poderia escolher um bom lugar. A noite anterior, entretanto, fora terrivelmente cansativa, e só agora ele podia sair de casa, desperto, revigorado pela excitação de obter um bom resultado naquela tarde. Por isso saiu à rua sorridente, assoviando o Hino Nacional e marchando como se estivesse lá no meio daqueles idiotas... Viva o Brasil.

Na avenida, procurou se aproximar do cordão de isolamento e viu que a aglomeração superava todas as expectativas da noite anterior. Sorriu satisfeito e foi-se aproximando. Ficou ali alguns minutos observando o movimento dos militares e dos colegiais e perguntou a uma mocinha de seios pontudos, a seu lado, o que significava aquilo.

– O quê? – fez ela espantada. – Isso aí, ó. O que é que esses indivíduos pretendem? Derrubar o Presidente, entrar na guerra? Olha só

como estão armados. A mocinha fez uma careta irritada e afastou- se. Ele sorriu. Não tinha importância. O [137] Brasil é

grande, disse para si mesmo. Marchemos. Andou alguns metros e enfiou-se de novo entre as pessoas junto ao cordão. Minutos depois sentiu que

um corpo se comprimia de encontro ao seu e aspirou com força o suave perfume que exalava daqueles cabelos quase tocando o seu queixo. Afastou-se um pouco e aguardou: ela deu um passo atrás e colou-se a ele de novo. A vida, disse ele para si mesmo, nos reserva grandes e inesquecíveis surpresas. Repetiu a frase mentalmente e murmurou: – Caramba! Que grande escritor eu não daria!

– O quê? – perguntou ela virando o rosto para ele. – Eu disse – falou ele – que você tem os olhos mais bonitos que eu já vi em toda a minha vida, e o

Presidente da República, aquele idiota que está ali sentado com todas aquelas medalhas no peito, pode mandar cortar a minha língua se estou faltando com a verdade.

Ela sorriu satisfeita e olhou-o de alto a baixo. Fez um gesto de aprovação e ele também sorriu. Não era feia, tinha até uma certa graça. [138] Os seios pequeninos e as pernas compridas. O Brasil é um país maravilhoso, disse ele para si mesmo, e se eu fosse poeta seria maior do que nosso finado e jamais assaz lembrado Olavo Brás Martins dos Guimarães Bilac.

E ele viu o anjo do Senhor anunciando a Maria que no sétimo dia do sétimo mês ela pariria o Enviado

de Deus à terra dos homens, aquele que redimiria os humildes e lançaria os poderosos no fogo do inferno, onde haveriam de penar, pelos séculos dos séculos, milênios e milênios de martírios impostos a seus servos por ordem de deuses estranhos e desumanos. E ele abria os olhos e fechava os olhos, ouvia e deixava de ouvir um som longínquo, e o som longínquo era o barulho da banda militar tocando o Hino Nacional Brasileiro, viva o Brasil, murmurava ele, e pouco a pouco se lembrava que comemorava agora os seus quarenta e cinco anos de martírio sobre a face da Terra. Mas logo logo ele viajava de novo nas asas do vento, e o anjo do Senhor brandia a sua espada cheia de fogo e dizia: o Enviado crescerá forte [139] e orgulhoso de sua missão gigantesca e redentora, e aos vinte anos se armará de espadas e chuços e comandará exércitos contra os tiranos que oprimem o povo de Deus. E quanto o Enviado do Senhor teu Deus cumprir trinta e três anos, dizia o anjo, terá vencido todos os exércitos servis aos desígnios do demônio, e o povo do Senhor reinará então sobre a face da Terra. E Maria com os olhos brilhando abria as pernas languidamente e cerrando então aqueles puros e brilhantes olhos inundados de azul e paz gemia: faça-se em mim segundo a vossa palavra. E o anjo deitava sobre ela e ela recebia o anjo dentro de sua carne como se ali naquela noite cheia de luz o espírito de Deus se esparramasse inteiro sobre o seu corpo trêmulo e murmurante.

E ele viu os exércitos caminhando de encontro ao povo. O povo eram garotos quase meninos que gritavam morte ao tirano e os homens daqueles exércitos explodiam bombas e soltavam os cães sobre aquelas

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crianças que corriam e se atropelavam – e, presas, seus braços eram feridos pelas algemas; confinadas no [140] fundo dos calabouços, suas partes íntimas era desvendadas e suas peles brancas queimadas pela brasa dos cigarros. E ainda assim gritavam morte ao tirano, viva a liberdade, abaixo a opressão e outras frases desconexas que na data magna do nosso calendário cívico lhe acorriam à memória enquanto se dirigia à janela, chamado pela necessidade de ar e pelas longínquas notas do Hino da Independência. E ele ouvia qualquer coisa assim como já podeis da pátria filhos e outras coisas mais, como amor gentil, ou ficar a pátria livre ou morrer pelo Brasil, e depois tudo sumia e ele voltava sobre os passos, e agora ouvia de novo, que já raiou a liberdade no horizonte do Brasil, já raiou, já raiou a liberdade. E que liberdade era aquela? perguntava ele. Que liberdade era aquela que ali entre as quatro paredes daquele quarto ele rolava agora pelo chão, chorando de amargura e sofrimento, ele que na data magna do nosso calendário cívico cumpria, solitário, esquecido e mutilado quarenta e cinco anos sobre a face da Terra? [141]

Nós vimos o Presidente da República passar em revista as tropas e admiramos o garbo do Exército

Brasileiro. Nós vimos o General fazer seu discurso e prestamos atenção nas palavras dele. Nós ouvimos o General dizer que o Governo, neste dia da Independência Nacional, fazia questão de lembrar que a Pátria e a Nação haveriam de continuar independentes e não cederiam ao avanço do comunismo internacional. Nós ouvimos o General ser aplaudido pelo povo e aplaudimos o povo por nossa vez. Nós ouvimos o Arcebispo dizer algumas palavras breves como fez questão de esclarecer e soubemos então que ele apoiava as palavras do General. Nós vimos o povo aplaudir o Arcebispo e ele disse que o Brasil haveria de crescer eternamente com a graça de Jesus Cristo e de Nossa Senhora Aparecida, nossa honorável padroeira. Nós vimos o Presidente sorrir muito e acenar para nós e para o povo com as duas mãos, como se regesse uma orquestra. Nós cantamos e marchamos e aplaudimos até cansar, mas não fraquejamos porque aprendemos as virtudes [142] da resistência, conforme nos ensinaram nossos professores. Nós gostamos disso.

Haveria de ser aquele o último sorriso do Presidente, prometeu ele a si mesmo acariciando o revólver

sob a camisa, surpreendendo-se porque resolvera sair de casa armado no feriado nacional, quando o Presidente estava no palanque e toda a sua guarda de segurança esmeravase em resguardar-lhe a vida. Acreditava, porém, nos golpes do destino, e, se saíra armado sem que tivesse planejado qualquer coisa obcena, aquele era certamente um aviso da fatalidade. Por isso sorriu amargurado e, sem se lembrar da mulher e dos filhos esquecidos em casa, olhou bem firme no rosto daquele homem que dirigia a Nação. Seria fácil atingilo de onde estava, pensou. Bastava que fosse rápido o suficiente para fazê-lo antes que alguém visse ou que um guarda de segurança atravessasse à sua frente. Porque ele bem sabia que nenhum daqueles homens hesitaria em arriscar a vida para salvar o Chefe da Nação. Embriagado pela audácia de sua decisão, mostrou [143] os dentes num riso nervoso e ameaçador. A vida daquele homem poderoso estava nas suas mãos. E ele era tão-somente um cidadão miserável que deixara em casa uma mulher desesperada e um grupo de crianças famintas que certamente o aguardariam, à noite, confiantes e esperançosos, quem sabe imaginando até que ele entraria porta adentro com um embrulho enorme contendo qualquer coisa parecida com alimento. Voltou logo à realidade e olhou ao seu redor. O povo perfilava-se para cantar o Hino Nacional e ele, automaticamente, fez o mesmo, para logo depois descontrair-se rindo como um idiota, a mão direita acariciando levemente a coronha oculta do revólver.

A criança gemeu e a mulher olhou para o homem, espantada. – Como é? – ela perguntou. – Ele disse que não pode atender. – Como é? – É isso mesmo. Não pode atender, disse que é preciso uma guia. Você sabia disso? – Não. [144] – Devia saber. E agora? – Mas mesmo numa emergência dessas eles não... – Espera aí. Vou ver. O homem engoliu o ódio e voltou ao balcão. – Olha aqui, moço, eu vou explicar de novo. O menino está ardendo de febre, se quiser conferir pode ir

lá e pôr a mão na testa dele. Aqui tem todos os meus documentos, veja aí. Está tudo em ordem. O atendente levantou os olhos do jornal e resmungou contrariado, interrompendo a explanação do

outro: – Eu já sei. O senhor já mostrou isso tudo aí. Mas sem guia é impossível. É como eu já disse. Tem de

ter guia.

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– Certo, tem de ter guia. A lei eu não discuto, se tem de ter guia, então tem de ter guia. Mas é uma emergência, e nesse caso eu acho que...

– Nem assim. Tem de ter guia. – Está bem. Vou repetir tudo de novo. Eu já passei em três hospitais, aqui é o quarto. [145] Entendeu?

Já sei a história toda. Tem de ter guia. Isso eu não discuto, já disse. Mas o menino precisa ser atendido, não é? Tem lá alguma coisa e a mulher não sabe o que é.

– Eu obedeço ordens, o senhor sabe. E a ordem é não atender. – Certo, ordem é ordem. Mas preste atenção: hoje é feriado. Amanhã é sábado. Depois é domingo. Guia

eu só posso tirar segunda-feira. E o menino precisa ser atendido agora. – Eu já disse: obedeço ordens. – E se o menino morrer? O atendente dobrou lentamente o jornal e olhou firme para o homem. Ficou alguns segundos em

silêncio e suspirou. – Se morrer? Bem, se... Ora, não é coisa assim tão grave, é? – Pode ser. O senhor querendo pode ir lá

ver. Está ardendo... – Uma gripezinha, passa logo. Por que não volta para casa? Hoje é feriado nacional, tem uma parada aí,

aglomeração, isso não faz bem para quem está gripado. O homem engoliu em seco. O filho da puta [146] daquele sujeitinho não entendia nada. Estava

perdendo a paciência, mas sentia-se impotente para continuar aquilo. Voltou para junto da mulher. – Não tem jeito não. Também aqui não vão atender o menino. O menino gemeu de novo e a mulher sacudiu- o levemente. Olhou para o homem outra vez e

perguntou: – E o que é que nós vamos fazer? E ele subia à tona das águas e depois afundava de novo, via a luz e depois a escuridão, a coragem e

logo depois o medo, e ele buscava então a seringa, e com as mãos trêmulas enfiava a agulha na veia, e arfava, e fechava os olhos, e respirava fundo, e abria os olhos, e se retesava todo, e relaxava, e agora novamente cheio de coragem ia até a janela, de onde olhava para baixo e via no fundo do abismo as pequenas figuras militares marchando debaixo de um sol multicolorido, e a banda seguida de colegiais e bandeirinhas marcava o compasso, e as vozes infantis subiam vinte andares e ele ouvia tudo [147] e sentia-se novamente morrer. Se o penhor dessa igualdade conseguimos conquistar com braço forte, em teu seio, ó liberdade, desafia o nosso peito a própria morte. E era a Morte quem ele via agora, e não a Liberdade. E a Morte era feia e velha e negra, e ele esforçandose para sorrir dizia: olá, dona Morte, então vieste me visitar na data magna do nosso calendário cívico? E a sombria figura negra voava diante dele como se fosse feita de pluma, e gargalhava e o gargalhar que saía daquela garganta escura era como o grasnar de uma dezena de corvos, e ele gritava tomado de pavor: meu Deus! e logo depois caía de bruços sobre a cama. A quem chamara? Que deus estranho e inexistente invocara do fundo do seu medo, da sua angústia, da sua fraqueza? E levantava-se então, cheio de coragem, e ria e ria sem parar, e a horrenda figura escura saía pela janela e descia para o fundo do abismo, e estatelava-se lá embaixo, onde o General abarrotado de medalhas gritava a plenos pulmões: jamais haveremos de permitir que um dia as nossas mais sagradas instituições sejam destruídas [148] infamemente pela horda comunista que se infiltra agora em todos os setores sociais da nossa pátria.

E de repente ele emergia do delírio e se tornava lúcido e gelado e frio, mas logo depois se afundava no passado e no presente e no futuro. E quando recordava o passado deixava que as lágrimas lhe escorressem pelo rosto se a lembrança era triste ou amarga ou qualquer coisa parecida com esquecidos sentimentos, ou então crispava o rosto de terror se a lembrança era dura ou trágica ou qualquer outra coisa parecida com jamais esquecidas recordações.

Recordações nascidas no fundo de um cárcere frio, gelado e morto. E vinham-lhe à memória diálogos e cenas que só haveria de esquecer com a morte. E agora eis que lá estava amarrado a um poste, e na sua frente o irmão jovem encarava o Coronel e o Coronel lhe ordenava: vire a cara, imbecil, não me olhe nos olhos que já lhe arranco a língua! E o irmão estudante ria contorcendo a boca num esgar irônico, e recuava um pouco a cabeça, e apertava os lábios, e avançava rapidamente a cabeça, [149] e cuspia com força na cara do Coronel, e a saliva grossa escorria pela cara do Coronel e o Coronel com os olhos arregalados de espanto gritava como se estivesse morrendo: eu já lhe mostro, seu filho de uma grande puta!

Puxou a corda outra vez e ninguém respondeu ao apelo. Gritou aterrorizado e puxou-a pela última vez,

com força. A corda desabou sobre seu corpo e ele descobriu então que nada havia no fim da corda, porque o fim da corda terminava agora em suas mãos. Nada o ligava ao solo ou ao alto do edifício. O vento lhe trouxe os

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acordes do Hino da Independência tocado por um grupo de bandas militares e ele olhou para baixo. Na confluência com a avenida, um grupo de pessoas aglomerava-se junto ao acordão de isolamento. Passou um pelotão militar armado de metralhadoras e logo atrás um tanque de guerra.

O andaime sacolejou novamente e ele olhou para cima: os companheiros gritavam qualquer coisa. Aterrorizado, olhou de novo para baixo e viu a multidão sem face que o fitava com [150] alguma curiosidade. Sentiu o sangue fugindo do corpo e agarrou-se às cordas. O andaime balançou mais uma vez e foi a última vez que balançou. No longo caminho do céu para a terra, esqueceu-se do medo, do terror e da fome. A multidão ouviu o grito e abriu-se num enorme leque, dando lugar para o corpo e para a teia de cordas que o acompanhava. A banda começou um novo hino e no mesmo instante em que o corpo atingia o chão espocou a primeira salva das vinte e uma que saudariam o Presidente da República.

Descarreguei na privada todo o meu vômito. Escorei-me à porta, aliviado, e li a primeira frase na

parede, logo acima do vaso, à esquerda: Morte ao tirano. Logo abaixo, outra: Dei a bunda e não doeu. E você, já deu? Limpeime da melhor maneira possível e voltei para o salão. O Deputado não conseguira iniciar o seu discurso e guardara o papelzinho. O Professor continuava bêbado:

– Suponhamos – dizia ele para Afonso – , que você realmente deseje fazer uma literatura [151] compromissada com a maioria reprimida e marginalizada, com essa massa de seres famintos e miseráveis que está logo ali na praça, aplaudindo o nosso amado Presidente. Você o faria por quê? Por esta massa de imbecis?

– Eu o farei – respondeu Afonso com a voz pastosa –, porque não posso aceitar a injustiça e a discriminação da maioria em favor da minoria.

Porque a literatura, seu professor de bunda, tem de ser um retrato fiel da realidade, e a realidade é esta: a de que o homem cada vez mais massacra o homem como coletividade em prejuízo do homem como indivíduo. Ou seja: uma minoria se aglomera no topo da pirâmide enquanto, na base da mesma, a maioria é esmagada pela bota do Exército.

– Puta que pariu! – disse o Professor engasgando- se. – Quanta verborragia! – Ora, pombas! – falou Hugo caindo numa cadeira próxima. – E se essa maioria, com o nosso apoio

intelectual, tão precioso, se desloca um dia para o topo da pirâmide, o que ocorre com a minoria despojada das riquezas que acumulou? O que acontece, hein? [152]

– É fuzilada – disse Lúcia. – E merece. – Quer dizer, então – observou o Professor –, que as maiorias se instalam no Poder e logo sobressaem,

delas mesmo, novas minorias, que expulsam do topo os que lá haviam chegado. Entenderam? Ora, vocês já leram essa porra em algum lugar. Eu prefiro voltar ao meu umbigo. Mas meu Deus, onde está ele, onde?

– A desgraça da humanidade foi ter sido criada – disse Hugo levantando-se da cadeira. – E eu vou é procurar uma buceta para me enfiar nela, porque nada na vida tem sentido além do prazer. E vocês vão todos para a puta que pariu.

– Meu pai é um homem rico – engrolou Afonso do fundo de sua semiconsciência. – O filho de uma vaca exporta café e joga na Bolsa de Valores. Mas nós já fomos pobres, ouvi dizer que ele passou fome na infância. Então vejam vocês...

– Santa Mãe de Deus! – gritou Lúcia horrorizada. – Ele vai começar a história de novo. Pelo amor de suas mães, dêem um jeito nele! Amarrem- no, amordacem-no, façam alguma coisa! [153]

– É uma grande história – discordou Hugo, desistindo de ir embora. – O Afonso devia escrevê-la. – Por que você não a escreve, Hugo? – implorou Afonso com as mãos estendidas. – Você é o único que

entendeu a coisa, pelo amor de Deus, escreve essa merda pra mim. – Me dê uma mulher agora, nesse momento, e eu escrevo para você até uma nova versão da Bíblia,

revista e ampliada! Escrevo qualquer coisa, mas por amor de Deus, eu quero agora uma buceta! O Deputado sacou de novo seu papelzinho. Se lhe dessem oportunidade, faria o seu discurso ali

mesmo. Afonso silenciou subitamente e Lúcia apoiou-se no corpo de Hugo. O Professor tinha desaparecido. – Fica calmo, Hugo – disse Lúcia. – Depois eu lhe dou a minha. – Você escreve? – perguntou Suzana. – Não – respondeu ele, orgulhoso de si mesmo. – Como você se chama mesmo? – Suzana. É que você tem umas tiradas de [154] escritor, sabe? Fala cada coisa bonita! E você, como se

chama? – Pode me chamar de Olavo. Não é Bilac não, só Olavo. E chega. – Chega o quê? – Chega o Olavo só. O resto não importa. O que importa, minha bela, é que hoje é a data magna do

nosso calendário cívico, e devemos por isto nos divertir em louvor do nosso querido Brasil.

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Ela recostou-se nele mais um pouco e suspirou. Ele beijou-lhe a nuca e olhou para o desfile dos fuzileiros navais. Aquilo não tinha sentido.

– Nós não vamos esperar o final disso aqui, vamos? – perguntou ela. – Suzana, meu amor, você está vendo aquele velhinho ali no palanque? É o Presidente da República,

um homem que tem os seus deveres, os seus inadiáveis compromissos. Está vendo aquele outro ao lado dele, aquele de farda?

– Aquele cheio de medalhas lá no canto? – É, aquele mesmo, aquele ao lado do [155] Arcebispo. Pois tanto o Presidente quanto aquele de farda,

o General, como também o Arcebispo, são homens ocupados, escravizados por seus compromissos. Entendeu? Eles sim, têm de ficar aqui. Nós, não. Eles bebem o sangue do povo, mas te garanto que não têm tempo nem pra dar, você me desculpe, uma cagadinha. Nós, não.

– Nós o quê? – Bem, nós... Nós nos divertimos, entendeu? É isto mesmo, nós temos é que nos divertir. – Pois então vamos, ora! – Suzana, meu amor! Que decisão majestosa! Um dia haveremos de retornar à Monarquia, sagrar-me-ei

Monarca Absoluto e te tornarei a rainha deste vasto império brasileiro. Puta que pariu! Nós nascemos com o cu virado para a Lua!

– Mas que linguagem, meu Deus! – Me perdoa, meu amor! Mas isto tudo é demais para um pobre cristão. Tomou-a pelo braço e puxou-a da multidão. Ela sorriu e abraçou-o. Beijou-a na boca e, olhando para o céu, cruzado agora por uma [156]

esquadrilha de caças de guerra, soltou-a, correu três metros e saltou: – Iupi-Urra! Viva o Brasil! E agora ele já não ouvia música nem rufar de tambores, ouvia tão-somente algumas vozes, talvez o

General discursando, ou quem sabe o Presidente, e ele se afastava da janela e caía de novo sobre a cama. E no fundo de sua memória o Coronel esbofeteava com força o rosto de seu irmão estudante, e um homem de farda se aproximava e perguntava submisso e visguento: o que fazemos com o filho de uma cadela, Coronel, damos logo um corretivo? E ele ali amarrado vendo o Coronel se imobilizar, e pensar um pouco, e coçar a cabeça, e olhar para o chão, e olhar para o estudante e dizer: sim, é isto mesmo, apliquem um corretivo no pirralho, mas vejam lá, não vão exagerar que precisamos desamarrar a língua do garoto e daquele grandalhão ali. E aí começou tudo e o Coronel saiu da sala, e ele ali amarrado viu os homens sem farda esmurrarem o rosto do irmão [157]. E viu os homens sem farda tirarem as roupas do garoto e o garoto reagir e levar um soco no rosto, e viu então que os homens se deitavam sobre o garoto nu, e ouviu ali de onde estava, ali onde estava amarrado e impotente, ouviu o garoto gritar de dor e vergonha, e o homem entrava e saía de dentro do garoto, e o garoto gritava e ele ali amarrado. Ele viu que depois levantaram o garoto e chutaram-lhe o ventre, e o garoto não gritava mais porque nada mais via, e os homens cuspiam sobre o garoto que agora era apenas uma bola de carne esparramada no chão, ali a dez passos de onde ele estava amarrado e impotente e calado, porque jamais poderia falar alguma vez em toda a sua vida tudo aquilo que sabia e não podia contar, para que cenas como aquela não se repetissem dias e dias depois com outras pessoas às quais ele queria tanto como queria ao garoto que era seu irmão e agora gemia ali enquanto todos aqueles homens pisavam sobre ele. E ele viu que chegou o Coronel e eles pararam, e o Coronel pediu que eles levassem o garoto ao médico e solícitos eles obedeceram, e aí o Coronel se [158] aproximou dele, ali amarrado contendo o seu ódio, e olhando-o bem nos olhos perguntou: o seu irmão pode morrer, não está vendo? E antes que pelo menos pudesse pensar em responder um dos homens sem farda entrou correndo e chamou o Coronel com voz preocupada e o Coronel foi até ele e ouviu os lábios daquele homem pronunciarem qualquer coisa em voz baixa, e dali de onde estavam amarrado e impotente, ele pôde ler naqueles lábios que se moviam em silêncio uma única e repetida frase: o garoto morreu, o garoto morreu, o garoto...

Nós marchamos diante do Presidente e o Presidente sorriu. Nós não nos aguentávamos de pé, mas

conseguimos fazer uma boa figura apesar do cansaço e da fome e o Presidente sorriu. Nós sabemos que o esforço valeu a pena e que por isto seremos recompensados na Escola. Nós sabemos que o Presidente é um homem sério e que ele jamais sorri, mas hoje ele sorriu e isto quer dizer que tudo está bem. O Instrutor também sorriu para nós e nós sorrimos para o Instrutor. O Instrutor disse que mais tarde [159] haveria sanduíches e Coca-Cola na Escola para todos nós e nós agradecemos ao Instrutor pelo aviso de que haveria sanduíche e Coca-Cola para todos nós. Nós vimos o Presidente fazer um gesto simpático e um homem forte caminhou em nossa direção. Nós vimos o homem forte puxar um de nós pelo braço e o Presidente sorriu outra vez. Nós vimos o Presidente falar alguma coisa boba e o povo aplaudiu. Nós vimos o homem forte voltar para junto de

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nós e de novo nós éramos nós e nosso companheiro, o que seria para sempre famoso e invejado, porque fora tocado pelo Presidente. O povo aplaudiu o Presidente e nós fizemos o mesmo, conforme as ordens do nosso Instrutor. O General começou então outro discurso e nós ouvimos com atenção. Nós ouvimos o General dizer acreditem no Brasil, que, como uma nova Fênix, ressurgiu das cinzas, em 31 de março de 1964. Nós ouvimos o General apregoar o combate aos extremismos, principalmente ao que resulta da aplicação das doutrinas marxistasleninistas. Nós ouvimos depois o discurso do Arcebispo. Nós ouvimos o Arcebispo exortar a [160] nação brasileira à reflexão cristã. Nós rezamos sempre pelo Presidente, pelo General e pelo Arcebispo. Nós sabemos que Deus é grande e que no alto dos céus ele zela sempre pelo futuro grandioso do Brasil.

Sentiu que as mãos tremiam, mas não iria hesitar agora, quando tudo já estava planejado e conseguira

se aproximar tanto do cordão de isolamento. Apertou então a coronha do revólver ainda sob a camisa e viu passar diante dos olhos todos os instantes da sua vida. Aquilo era como morrer, mas não tinha importância. Haveria de morrer dignamente, mas pelo menos no final dos seus dias – aquele dia – teria coragem de não perder a dignidade. Olhou aquele povo à sua volta, aquelas pessoas que aplaudiam, olhou os soldados que desfilavam, os escolares, os ex-combatentes, as autoridades no palanque. Merda, disse para si mesmo, o Brasil é merda pura. Pensou que a mulher e os filhos haveriam de esperar por ele inutilmente noites e noites seguidas e não conseguiu sentir ternura ou afeição. Estou morto, pensou então, nada [161] mais me resta senão matar esse filho da puta. Enrijeceu o corpo, contou até dez, tirou o revólver do cinto, e, mirando bem, apertou o gatilho.

– Você vai providenciar um médico para a criança – disse o homem ameaçador. – Puta que pariu! – gritou o atendente deixando o jornal. – Quem você pensa que é, o Presidente da

República? Já disse que não tem jeito. O homem saltou o balcão e agarrou o atendente pelo braço direito. A mulher, do outro lado, não

conseguiu dizer nada. Apertou a criança de encontro ao peito e aguardou. – Você vai encher essa papelada aí já-já – disse o homem, torcendo o braço do atendente. – Você vai

fazer o que estou mandando, está ouvindo? – Você tá louco, seu? Não vê que isso vai dar um barulho dos diabos? – Tem um médico aí dentro, não tem? O atendente não respondeu. [162] – Tem um médico aí, não tem? – repetiu o homem apertando o braço do outro. – Ui! Sim, tem, tá lá dentro. – Como faço pra chegar lá? – Primeiro faço a ficha aqui. Depois é só entregar lá. – Pois então faz as fichas. – Mas eu posso ser demitido por causa disso! – Puta que pariu! Você se foda! Eu quero é que me encha essa ficha agora! O atendente obedeceu. O homem saltou o balcão para o lado de fora e abraçou a mulher. A criança não

gemia mais, parecia dormir. A mulher embalava-a levemente. – O que está acontecendo aqui? O policial aproximou-se desconfiado. A mulher arregalou os olhos e pregou-os no marido. O homem

olhou para o atendente ameaçador e ficou calado. O atendente largou as fichas e foi até o balcão. Olhou o homem, a mulher com a criança, o jornal

amarrotado sobre a mesa e balançou a cabeça. [163] – Tudo normal – disse, voltando às fichas. A mulher suspirou aliviada e o homem quase sorriu. O atendente lhe entregou as fichas e falou: – Segue direto pelo corredor e vira à direita. Segunda porta. A mulher correu com a criança, o homem atrás com as fichas. Seguiu pelo corredor, virou à direita e

entrou na segunda porta. O homem de branco mandou sentar e perguntou o que era. A mulher aproximou-se cheia de esperança e disse:

– O menino, doutor... O médico empurrou o pano que escondia o rosto da criança e olhou-a sem tocar. Olhou para a mulher

com algum espanto, para o homem que sentara junto à mesa, com a cabeça baixa, e disse: – Essa criança está morta. Ridiculamente apoiado no tampo da mesa, o Deputado conseguiu finalmente começar o seu discurso: – Minhas senhoras. Meus senhores. Estudantes [164] do meu país. Nesse momento glorioso e

magnífico, em que mais uma vez a cultura brasileira é presenteada com mais uma jóia do saber universal, eu

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me sinto no dever de me manifestar, em nome do nosso grande Chefe, que no momento aqui não pode estar, porque preside as cerimônias comemorativas da data magna do nosso calendário cívico. Mas aqui estou para me manifestar, para que este dia não esvaneça tão cedo das memórias de nós todos aqui presentes. O nosso grande país, senhoras e senhores, sempre se sobressaiu, no concerto das nações em qualquer momento histórico, em virtude da pujança inominável dos seus artistas, estes semideuses cujas elucubrações poéticas e metafóricas superaram sempre qualquer criação advinda da mais fértil imaginação criadora alienígena. E mais, senhoras e senhores: o nosso país, que comemora hoje, mais uma vez, a sua grandiosa independência, apresenta notáveis índices de desenvolvimento desde a gloriosa e libertadora Revolução de 1964. Vejam bem como o nosso povo aplaude o nosso Presidente, ouçam bem que até aqui nos chega [165] o clamor popular que se eleva para agradecer o milagre da prosperidade que se abateu sobre a nossa grandeza. Vejam bem, senhoras e senhores, como...

Éramos jovens. O Deputado continuou sua algaravia monótona e nós nos afastamos lentamente. O Professor chegou pouco depois, acompanhado e amparado pelo umbigo que tão criteriosamente perseguira com o olhar desde o início da festa. Afonso, completamente embriagado, saiu com Hugo, os dois amparando-se um no outro. Lúcia sorriu com tristeza e virou as costas. Não vi quando saiu, talvez sozinha. O Deputado continuava seu discurso quando corri outra vez ao banheiro, onde vomitei copiosamente. Os olhos vermelhos e a boca azeda de vômito, olhei outra vez para a parede: Morra o tirano, dizia ela.

– Numa reunião como essa, de intelectuais – prosseguia o Deputado –, nunca é demais falar na Censura, tão combatida pelos mais esclarecidos. Sim, a Censura é um mal, quando mal exercida. Concordo com os senhores. Sou frontalmente contrário à censura às obras literárias [166]. Estas, por estarem veladamente situadas em estantes, não despertam a atenção geral. Nosso país é um país de analfabetos, senhores. A literatura não oferece perigo.

Eu dei e não doeu. E você, já deu? – Tal não ocorre, outros sim, com o cinema, freqüentado maciçamente como meio de entretenimento

popular e apreciado por todas as classes culturais, atingindo, por conseguinte, uma variada faixa de idades. Aí sim, a censura é conveniente, e não apenas isso, mas necessária também. E não a censura pífia por aí aplicada, mas uma censura rígida, que coíba a imoralidade declarada e escancarada que golpeia o cinema nacional, em nome não se sabe de quê. Essa imoralidade não pode ser tolerada, aceita, proclamada ou legalizada. Não existe liberdade de pensamento e de criação em um país onde a moral dos homens inveje a dos cães.

Comi a buceta de sua mãe, o cu de seu pai e a boca de sua irmã. – Para que haja liberdade total do desregramento, da podridão, da pornéia cinematográfica, o sr.

Ministro da Justiça fará por bem [167] mandar designar salas especiais de projeção exclusivas para o exercício da imoralidade, da obscenidade, do fartum cinematográfico, como acontece em vários países. A elas comparecerá quem desejar se enchafurdar no monturo, quem se agradar no contubérnio com a devassidão.

Fodi com a cachorra da sua mãe. E depois fodi com a sua mãe. – As coisas do sexo resultam mais valorizadas quando velada pela discrição, pela intimidade, pela

privatização, pelo enleio a dois. O bom, o belo, a intelectualidade, em época alguma da História da humanidade, sintonizaram com o imoral, o impudico, a prevaricação dos costumes. Não queremos, pois, e nem devemos, desejar a liberdade total dos atos da Censura, o que nos lançaria, sem dúvida, no báratro do barbarismo moral, na incivilidade, na desordem sexual.

Morra o tirano. Voltei ao salão cambaleando. O Deputado terminara o seu discurso debaixo de aplausos, embora

ninguém soubesse realmente, ao final [168] daquilo, se ele defendera ou condenara a Censura. Aproximei-me e, boquiaberto, cumprimentei- o apertando-lhe a mão direita com tudo o que me restava de forças nas duas mãos.

– Esplêndido! Esplêndido, sr. Deputado. Simplesmente esplêndido! O Deputado desvencilhou-se com um riso amarelo e fui amparado por dois braços estranhos. Um

homem de terno escuro aproximouse do Deputado e segredou-lhe ao ouvido: – Tentaram matar o Presidente. A polícia está dispersando o povo a cassetete e bombas de gás.

Metralharam o autor do atentado e ele morreu imediatamente. É bom vir comigo. O General foi ferido. E ele via o garoto que era seu irmão brincando com os companheiros quando era ainda uma pequena e

frágil criança. E o que era quando morreu no fundo do calabouço senão ainda uma criança frágil, só que um pouco mais crescida, um pouco mais rebelde? E ele afundava de novo no delírio, e tonto de angústia e sofrimento erguia-se da cama e andava sem [169] destino pelo quarto e ouvia de novo as vozes pronunciando palavras que não lhe eram estranhas, e qualquer coisa lhe dizia que aquelas palavras saíam da boca de um general. E de repente ele caía outra vez na cama, mas tão logo começava a se afundar de novo no delírio, o

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pipoquear das metralhadoras buscou-o no fundo do poço. E ele ouviu gritos de mulheres e crianças, ouviu berros de terror, berros de quem tivera a carne atravessada por uma bala. Ouviu o barulho abafado de pés pisoteando corpos, e no meio da metralha e dos berros e dos ruídos um choro de criança, e ele se levantou tonto e desconcertado daquela cama que não mais o prenderia ali naquele quarto, e ele viu então o corpo infantil de seu irmão brincando com outras crianças tantos e tantos anos passados, e ele viu aquele garoto que era seu irmão crescendo e se tornando um jovem quase forte, não fosse toda aquela magreza, aquelas espinhas no rosto, e ele agora via o garoto cuspindo na cara do Coronel e depois os homens sem farda entrando e saindo daquele corpo inocente, e ele naquele poste amarrado, e logo depois o Coronel [170] e aquele civil movendo os lábios para dizer qualquer coisa parecida com o garoto está morto, Coronel. E ele saltava da cama como um possesso desvairado e corria à janela, e entre o delírio e o sonho e a lucidez olhava para o fundo do abismo e o povo era uma massa cinzenta que se abria para dar passagem à metralha, e ele se debruçou na janela e ficou ali parado olhando o seu povo fugindo da praça na data magna do nosso calendário cívico, e ele nem sequer olhou para trás antes de passar a perna pelo peitoril da janela e despencar lá de cima chorando e gritando Viva o Brasil!, e enquanto rasgava o espaço via diante de si o rosto macerado do garoto morrendo de dor e vergonha.

Suzana levantou a perna esquerda e Olavo viu que ela tinha uma pequena pinta negra na parte interna

da coxa. Ela riu e ele ficou olhando a maneira como ela rolava na cama, toda nua. Suzana ficou de costas e Olavo admirou as nádegas firmes que ela comprimia maliciosamente uma de encontro à outra. [171]

– Viva o Brasil! – gritou ele, correndo para a cama. Suzana riu gostosamente e perguntou se ele não ia mandar o presidente entrar logo. – Entrar onde, meu bem? – No Palácio da Alvorada, ora! – disse ela, abrindo as pernas. – Upa! – falou Olavo, enfiando a cabeça entre as pernas de Suzana. Sentiu o odor suave que exalava

das coxas longas, da musculatura sólida, e passou a língua bem de leve pelos lábios vaginais de Suzana. – Agora não, meu bem. Além do mais, você sabe, quem sou eu para mandar entrar o presidente? Suzana fechou as pernas em torno da cabeça de Olavo e quase o sufocou. – Um ultimato! Ou você me promete dar um jeito logo nesse presidente pusilânime ou te mato agora... – Morro, mas não cedo a ordens impatrióticas! Morro pela grandeza do Brasil, na data magna do nosso

calendário cívico! Viva a democracia! [172] Suzana riu e soltou-o. Olavo abraçou-a e beijou-lhe os seios. Ela fechou os olhos e relaxou o corpo.

Olavo desceu as mãos até sua vagina e viu que ela estava úmida. Ela gemeu pedindo que ele não demorasse mais e ele consentiu em penetrá-la. Quando o fez, não soube por que, lembrou-se do semblante severo do general cheio de estrelas.

Nós vimos o Presidente voltar ao palanque. Nós vimos o General conversar alguma coisa no ouvido do

Presidente. Nós vimos o Presidente franzir a testa e olhar para o povo à sua frente. Nós ouvimos o barulho de um tiro e vimos o General caindo com um grito estranho. Nós vimos o Presidente sumir no meio dos homens de terno preto e a polícia cercar o palanque. Nós vimos o povo correndo e gritando e ouvimos uma rajada de metralhadora. Nós vimos um homem negro cair varado de balas. Nós vimos uma mulher atravessar na frente dele e cair também, cheia de sangue. Nós vimos uma criança como nós caída na calçada, com um buraco no peito. Nós vimos a polícia [173] militar batendo nos homens, nas mulheres e nas crianças. Nós ouvimos o comandante gritar para todo mundo: vamos, dispersem, dispersem, filhos de uma égua. Nós vimos os tanques de guerra atropelando homens para cercar o palanque. Nós vimos os homens de metralhadora apontando as armas para nós. Nós obedecemos ao Instrutor, que nos ordenou marchar calmamente até os ônibus. Nós passamos por uma rua estreita e havia uma multidão em torno do corpo de um homem esparramado no chão. Nós vimos um homem cobrir o corpo do outro com um monte de jornais. Nós vimos um homem e uma mulher saindo de um hospital e a mulher carregava um embrulho que parecia um menino e chorava. Nós vimos outra mulher acompanhada de quatro crianças como nós e também ela chorava e parecia procurar alguém. Nós vimos um rapaz e uma moça abraçados na esquina, e ele beijava a moça e a moça beijava o rapaz, e de repente o rapaz saiu correndo e gritando e o que ele gritava era Viva o Brasil! Nós vimos o carro preto do Presidente passar em alta velocidade, precedido por um [174] batalhão de outros carros uivando suas sirenas. Nós vimos um rapaz magro apoiado num muro e ele vomitava e chorava e com um carvão escrevia no muro a frase Morra o Tirano. Nós perguntamos ao Instrutor o que significava aquilo e ele respondeu: vocês são crianças e não precisam saber dessas coisas, um dia tudo se esclarecerá. Nós insistimos e o Instrutor nos repreendeu irritado e disse: tudo a seu tempo, tudo a seu tempo. Nós desistimos de perguntar e seguimos em frente. Nós não sabíamos de nada, mas desconfiávamos de muita coisa. Nós seguimos em frente, com nossas dúvidas, nossas incertezas, nossas pequenas esperanças. [175]

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As Ruínas Circulares (extraído do livro Ficções)

Jorge Luis Borges And if he left off dreaming about you...

Through the Looking-Glass, VI

Ninguém o viu desembarcar na unânime noite, ninguém viu a canoa de bambu sumindo-se no lodo sagrado, mas em poucos dias ninguém ignorava que o homem taciturno vinha do Sul e que sua pátria era uma das infinitas aldeias que estão águas acima, no flanco violento da montanha, onde o idioma zenda não se contaminou de grego e onde é infreqüente a lepra. O certo é que o homem cinza beijou o lodo, subiu as encostas da ribeira sem afastar (provavelmente, sem sentir) as espadanas que lhe dilaceravam as carnes e se arrastou, mareado e ensangüentado, até o recinto circular que coroa um tigre ou cavalo de pedra, que teve certa vez a cor do fogo e agora a da cinza. Esse círculo é um templo que os incêndios antigos devoraram, que a selva palúdica profanou e cujo deus não recebe honra dos homens. O forasteiro estendeu-se sob o pedestal. O sol alto o despertou. Comprovou sem assombro que as feridas cicatrizaram; fechou os olhos pálidos e dormiu, não por fraqueza da carne, mas por determinação da vontade. Sabia que esse templo era o lugar que seu invencível propósito postulava; sabia que as árvores incessantes não conseguiram estrangular, rio abaixo, as ruínas de outro templo propício, também de deuses incendiados e mortos; sabia que sua imediata obrigação era o sonho. Por volta da meia-noite, despertou-o o grito inconsolável de um pássaro. Rastros de pés descalços, alguns figos e um cântaro advertiram-no de que os homens da região haviam espiado respeitosos seu sonho e solicitavam-lhe o cuidado ou temiam-lhe a mágica. Sentiu o frio do medo e na muralha dilapidada buscou um nicho sepulcral e se tapou com folhas desconhecidas.

O objetivo que o guiava não era impossível, ainda que sobrenatural. Queria sonhar um homem: queria sonhá-lo com integridade minuciosa e impô-lo à realidade. Esse projeto mágico esgotara o inteiro espaço de sua alma; se alguém lhe perguntasse o próprio nome ou qualquer traço de sua vida anterior, não teria acertado na resposta. Convinha-lhe o templo inabitado e derruído, porque era um mínimo de mundo visível; a vizinhança dos lavradores também , porque estes se encarregam de suprir suas necessidades frugais. O arroz e as frutas de seu tributo eram pábulo suficiente para seu corpo, consagrado à única tarefa de dormir e sonhar.

No começo, eram caóticos os sonhos; pouco depois, foram de natureza dialética. O forasteiro sonhava-se no centro de um anfiteatro circular que era de certo modo o templo incendiado: nuvens de alunos taciturnos fatigavam os degraus; os rostos dos últimos pendiam há muitos séculos de distância e a uma altura estelar, mas eram absolutamente precisos. O homem ditava-lhes lições de Anatomia, de Cosmografia, de magia: as fisionomias concentravam-se ávidas e procuravam responder com entendimento, como se adivinhassem a importância daquele exame, que redimiria em cada um a condição de vã aparência e o interpolaria no mundo real. O homem, no sonho e na vigília, considerava as respostas de seus fantasmas, não se deixava iludir pelos impostores, previa em certas perplexidades uma inteligência crescente. Buscava uma alma que merecesse participar no universo.

Depois de nove ou dez noites, compreendeu, com alguma amargura, que não podia esperar nada daqueles alunos que passivamente aceitavam sua doutrina e sim daqueles que arriscavam, às vezes, uma contradição razoável. Os primeiros, embora dignos de amor e afeição, não podiam ascender a indivíduos; os últimos preexistiam um pouco mais. Uma tarde (agora também as tardes eram tributárias do sonho, agora velava apenas um par de horas no amanhecer) licenciou para sempre o vasto colégio ilusório e ficou com um só aluno. Era um rapaz taciturno, citrino, indócil às vezes, de feições afiladas repetindo as de seu sonhador. A brusca eliminação de seus condiscípulos não o desconcertou por muito tempo; seu progresso, no fim de poucas lições particulares, pôde maravilhar o mestre. Não obstante, sobreveio a catástrofe. O homem, um dia, emergiu do sono como de um deserto viscoso, olhou a luz vã da tarde que, à primeira vista, confundiu com a aurora e compreendeu que não sonhara. Toda essa noite e todo o dia, contra ele se abateu a intolerável lucidez da insônia. Quis explorar a selva, extenuar-se; somente alcançou entre a cicuta aragens de sonho débil, listradas fugazmente de visões do tipo rudimentar: inaproveitáveis. Quis congregar o colégio e apenas havia articular algumas breves palavras de exortação, este se deformou, se apagou. Na quase perpétua vigília, lágrimas de ira queimavam-lhe os velhos olhos.

Compreendeu que o empenho de modelar a matéria incoerente e vertiginosa de que se compõem os sonhos é o mais árduo que pode empreender um homem, ainda que penetre todos os enigmas da ordem superior e da inferior: muito mais árduo que tecer uma corda de areia ou amoedar o vento sem efígie. Compreendeu que um fracasso inicial era inevitável. Prometeu esquecer a enorme alucinação que no começo o desviara e buscou outro método de trabalho. Antes de exercitá-lo, dedicou um mês à recuperação das forças que o delírio havia exaurido. Abandonou toda premeditação de sonhar e quase imediatamente conseguiu dormir uma razoável parte do dia. As raras vezes que sonhou, durante esse período, não reparou nos sonhos. Para reatar a tarefa,

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esperou que o disco da lua fosse perfeito. Logo, à tarde, purificou-se nas águas do rio, adorou os deuses planetário, pronunciou as sílabas lícitas de um nome poderoso e dormiu. Quase subitamente, sonhou com um coração que pulsava.

Sonhou-o ativo, caloroso, secreto, do tamanho de um punho fechado, cor grená na penumbra de um corpo humano, ainda sem rosto ou sexo; com minucioso amor sonhou-o, durante quatorze lúcidas noites. Cada noite, percebia-o com maior evidência. Não o tocava: limitava-se a testemunhá-lo, observá-lo, talvez corrigi-lo com o olhar. Percebia-o, vivia-o, de muitas distâncias e ângulos. Na décima quarta noite, roçou a artéria pulmonar com o indicador e após todo o coração, por fora e por dentro. O exame o satisfez. Deliberadamente não sonhou durante uma noite: logo retomou o coração, invocou o nome de um planeta e empreendeu a visão de outro dos órgãos principais. Antes de um ano chegou ao esqueleto, às pálpebras. O pêlo inumerável foi talvez a mais difícil tarefa. Sonhou um homem inteiro, um moço, mas este não se incorporava nem falava, nem podia abrir os olhos. Noite após noite, o homem sonhava-o adormecido.

Nas cosmogonias gnósticas, os demiurgos amassam um vermelho Adão que não consegue pôr-se de pé; tão inábil e tosco e elementar como esse Adão de pó era o Adão de sonho que as noites do mago tinham fabricado. Uma tarde, o homem quase destruiu toda a sua obra, mas se arrependeu. (Mais lhe teria valido destruí-la.) Esgotados os votos aos numes da terra e do rio, arrojou-se aos pés da efígie que talvez fosse um tigre e talvez um potro, e implorou seu desconhecido socorro. Nesse crepúsculo, sonhou com a estátua. Sonhou-a viva, trêmula: não era um atroz bastardo de tigre e potro, mas simultaneamente essas duas criaturas veementes e também um touro, uma rosa, uma tempestade. Esse múltiplo deus revelou-lhe que seu nome terrenal era Fogo, que nesse templo circular (e noutros iguais) prestavam-lhe sacrifícios e culto e que magicamente animaria o fantasma sonhado, de tal sorte que todas as criaturas, exceto o próprio Fogo e o sonhador, julgassem-no um homem de carne e osso. Ordenou-lhe que uma vez instruído nos ritos, remetesse-o ao outro templo derruído, cujas pirâmides persistem águas abaixo, para que alguma voz o glorificasse naquele edifício deserto. No sonho do homem que sonhava, o sonhado despertou.

O mago executou essas ordens. Consagrou um prazo (que finalmente abrangeu dois anos) para desvendar-lhe os arcanos do universo e do culto do fogo. Intimamente, doía-lhe separar-se dele. Com o pretexto da necessidade pedagógica, dilatava diariamente as horas dedicadas ao sonho. Também refez o ombro direito, talvez deficiente. Às vezes, inquietava-o uma impressão de que tudo isso havia acontecido... Em geral, eram-lhe felizes os dias; ao fechar os olhos pensava: Agora estarei com meu filho. Ou, mais raramente: O filho que gerei me espera e não existirá se eu não for.

Gradualmente, habituou-o à realidade. Uma vez determinou-lhe que embandeirasse um cume longínquo. No outro dia, flamejava a bandeira no cimo. Esboçou outras experiências análogas, cada vez mais audazes. Compreendeu com certo desgosto que seu filho estava pronto para nascer – e talvez impaciente. Nessa noite beijou-o pela primeira vez e enviou-o ao outro templo cujos despojos branqueiam rio abaixo, a muitas léguas de inextricável selva e pântano. Antes (para que nunca soubesse que era um fantasma, para que se acreditasse um homem como os outros) infundiu-lhe o esquecimento total de seus anos de aprendiz.

Sua vitória e sua paz ficaram embaciadas de fastio. Nos crepúsculos do entardecer e da alba, prostrava-se diante da figura de pedra, talvez imaginando que seu filho irreal praticasse idênticos ritos, noutras ruínas circulares, águas abaixo; de noite, não sonhava, ou sonhava como fazem todos os homens. Percebia com certa palidez os sons e formas do universo: o filho ausente se nutria dessas diminuições de alma. O propósito de sua vida fora atingido; o homem persistiu numa espécie de êxtase. No fim de um tempo que certos narradores de sua história preferem computar em anos e outros em lustros, dois remadores o despertaram, à meia-noite: não pôde ver seus rostos, mas lhe falaram de um homem mágico, num templo do Norte, capaz de tocar o fogo e não queimar-se. O mago recordou que de todas as criaturas que constituem o orbe, o fogo era o único que sabia ser seu filho um fantasma. Essa lembrança, apaziguadora no princípio, acabou por atormentá-lo. Temeu que seu filho meditasse nesse privilégio anormal e descobrisse de alguma maneira sua condição de mero simulacro. Não ser um homem, ser a projeção do sonho de outro homem, que humilhação incomparável, que vertigem! A todo pai interessam os filhos que procriou (que permitiu) numa simples confusão ou felicidade; é natural que o mago temesse pelo futuro daquele filho, pensado entranha por entranha e traço por traço, em mil e uma noites secretas.

O final de suas cavilações foi brusco, mas o anunciaram alguns sinais. Primeiro (no término de uma longa seca) uma remota nuvem numa colina, leve como um pássaro; logo, para o Sul, o céu que tinha a cor rosa da gengiva dos leopardos; depois as fumaradas que enferrujam o metal das noites; depois a fuga pânica das bestas. Porque se repetiu o acontecido faz muitos séculos. As ruínas do santuário do deus do fogo foram destruídas pelo fogo. Numa alvorada sem pássaros, o mago viu cingir-se contra os muros o incêndio concêntrico. Por um instante, pensou refugiar-se nas águas, mas em seguida compreendeu que a morte vinha coroar sua velhice e absolvê-lo dos trabalhos. Caminhou contra as línguas de fogo. Estas não morderam sua carne, estas o acariciaram e o inundaram sem calor e sem combustão. Com alívio, com humilhação, com terror, compreendeu que ele também era uma aparência, que outro o estava sonhando.

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Casa tomada Julio Cortázar

Gostávamos da casa porque, além de ser espaçosa e antiga (as casas antigas de hoje sucumbem às mais

vantajosas liquidações dos seus materiais), guardava as lembranças de nossos bisavós, do avô paterno, de nossos pais e de toda a nossa infância.

Acostumamo-nos Irene e eu a persistir sozinhos nela, o que era uma loucura, pois nessa casa poderiam viver oito pessoas sem se estorvarem. Fazíamos a limpeza pela manhã, levantando-nos às sete horas, e, por volta das onze horas, eu deixava para Irene os últimos quartos para repassar e ia para a cozinha. O almoço era ao meio-dia, sempre pontualmente; já que nada ficava por fazer, a não ser alguns pratos sujos. Gostávamos de almoçar pensando na casa profunda e silenciosa e em como conseguíamos mantê-la limpa. Às vezes chegávamos a pensar que fora ela a que não nos deixou casar. Irene dispensou dois pretendentes sem motivos maiores, eu perdi Maria Esther pouco antes do nosso noivado. Entramos na casa dos quarenta anos com a inexpressada idéia de que o nosso simples e silencioso casamento de irmãos era uma necessária clausura da genealogia assentada por nossos bisavós na nossa casa. Ali morreríamos algum dia, preguiçosos e toscos primos ficariam com a casa e a mandariam derrubar para enriquecer com o terreno e os tijolos; ou melhor, nós mesmos a derrubaríamos com toda justiça, antes que fosse tarde demais.

Irene era uma jovem nascida para não incomodar ninguém. Fora sua atividade matinal, ela passava o resto do dia tricotando no sofá do seu quarto. Não sei por que tricotava tanto, eu penso que as mulheres tricotam quando consideram que essa tarefa é um pretexto para não fazerem nada. Irene não era assim, tricotava coisas sempre necessárias, casacos para o inverno, meias para mim, xales e coletes para ela. Às vezes tricotava um colete e depois o desfazia num instante porque alguma coisa lhe desagradava; era engraçado ver na cestinha aquele monte de lã encrespada resistindo a perder sua forma anterior. Aos sábados eu ia ao centro para comprar lã; Irene confiava no meu bom gosto, sentia prazer com as cores e jamais tive que devolver as madeixas. Eu aproveitava essas saídas para dar uma volta pelas livrarias e perguntar em vão se havia novidades de literatura francesa. Desde 1939 não chegava nada valioso na Argentina. Mas é da casa que me interessa falar, da casa e de Irene, porque eu não tenho nenhuma importância. Pergunto-me o que teria feito Irene sem o tricô. A gente pode reler um livro, mas quando um casaco está terminado não se pode repetir sem escândalo. Certo dia encontrei numa gaveta da cômoda xales brancos, verdes, lilases, cobertos de naftalina, empilhados como num armarinho; não tive coragem de lhe perguntar o que pensava fazer com eles. Não precisávamos ganhar a vida, todos os meses chegava dinheiro dos campos que ia sempre aumentando. Mas era só o tricô que distraía Irene, ela mostrava uma destreza maravilhosa e eu passava horas olhando suas mãos como puas prateadas, agulhas indo e vindo, e uma ou duas cestinhas no chão onde se agitavam constantemente os novelos. Era muito bonito.

Como não me lembrar da distribuição da casa! A sala de jantar, lima sala com gobelins, a biblioteca e três quartos grandes ficavam na parte mais afastada, a que dá para a rua Rodríguez Pena. Somente um corredor com sua maciça porta de mogno isolava essa parte da ala dianteira onde havia um banheiro, a cozinha, nossos quartos e o salão central, com o qual se comunicavam os quartos e o corredor. Entrava-se na casa por um corredor de azulejos de Maiorca, e a porta cancela ficava na entrada do salão. De forma que as pessoas entravam pelo corredor, abriam a cancela e passavam para o salão; havia aos lados as portas dos nossos quartos, e na frente o corredor que levava para a parte mais afastada; avançando pelo corredor atravessava-se a porta de mogno e um pouco mais além começava o outro lado da casa, também se podia girar à esquerda justamente antes da porta e seguir pelo corredor mais estreito que levava para a cozinha e para o banheiro. Quando a porta estava aberta, as pessoas percebiam que a casa era muito grande; porque, do contrário, dava a impressão de ser um apartamento dos que agora estão construindo, mal dá para mexer-se; Irene e eu vivíamos sempre nessa parte da casa, quase nunca chegávamos além da porta de mogno, a não ser para fazer a limpeza, pois é incrível como se junta pó nos móveis. Buenos Aires pode ser uma cidade limpa; mas isso é graças aos seus habitantes e não a outra coisa. Há poeira demais no ar, mal sopra uma brisa e já se apalpa o pó nos mármores dos consoles e entre os losangos das toalhas de macramê; dá trabalho tirá-lo bem com o espanador, ele voa e fica suspenso no ar um momento e depois se deposita novamente nos móveis e nos pianos.

Lembrarei sempre com toda a clareza porque foi muito simples e sem circunstâncias inúteis. Irene estava tricotando no seu quarto, por volta das oito da noite, e de repente tive a idéia de colocar no fogo a chaleira para o chimarrão. Andei pelo corredor até ficar de frente à porta de mogno entreaberta, e fazia a curva que levava para a cozinha quando ouvi alguma coisa na sala de jantar ou na biblioteca. O som chegava impreciso e surdo, como uma cadeira caindo no tapete ou um abafado sussurro de conversa. Também o ouvi, ao mesmo tempo ou um segundo depois, no fundo do corredor que levava daqueles quartos até a porta. Joguei-me contra a parede antes que fosse tarde demais, fechei-a de um golpe, apoiando meu corpo; felizmente a chave estava colocada do nosso lado e também passei o grande fecho para mais segurança.

Entrei na cozinha, esquentei a chaleira e, quando voltei com a bandeja do chimarrão, falei para Irene: — Tive que fechar a porta do corredor. Tomaram a parte dos fundos.

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Ela deixou cair o tricô e olhou para mim com seus graves e cansados olhos. — Tem certeza? Assenti. — Então — falou pegando as agulhas — teremos que viver deste lado. Eu preparava o chimarrão com muito cuidado, mas ela demorou um instante para retornar à sua tarefa.

Lembro-me de que ela estava tricotando um colete cinza; eu gostava desse colete. Os primeiros dias pareceram-nos penosos, porque ambos havíamos deixado na parte tomada muitas

coisas de que gostávamos. Meus livros de literatura francesa, por exemplo, estavam todos na biblioteca. Irene pensou numa garrafa de Hesperidina de muitos anos. Freqüentemente (mas isso aconteceu somente nos primeiros dias) fechávamos alguma gaveta das cômodas e nos olhávamos com tristeza.

— Não está aqui. E era mais uma coisa que tínhamos perdido do outro lado da casa. Porém também tivemos algumas vantagens. A limpeza simplificou-se tanto que, embora levantássemos

bem mais tarde, às nove e meia por exemplo, antes das onze horas já estávamos de braços cruzados. Irene foi se acostumando a ir junto comigo à cozinha para me ajudar a preparar o almoço. Depois de pensar muito, decidimos isto: enquanto eu preparava o almoço, Irene cozinharia os pratos para comermos frios à noite. Ficamos felizes, pois era sempre incômodo ter que abandonar os quartos à tardinha para cozinhar. Agora bastava pôr a mesa no quarto de Irene e as travessas de comida fria.

Irene estava contente porque sobrava mais tempo para tricotar. Eu andava um pouco perdido por causa dos livros, mas, para não afligir minha irmã, resolvi rever a coleção de selos do papai, e isso me serviu para matar o tempo. Divertia-nos muito, cada um com suas coisas, quase sempre juntos no quarto de Irene que era o mais confortável. Às vezes Irene falava:

— Olha esse ponto que acabei de inventar. Parece um desenho de um trevo? Um instante depois era eu que colocava na frente dos seus olhos um quadradinho de papel para que

olhasse o mérito de algum selo de Eupen e Malmédy. Estávamos muito bem, e pouco a pouco começamos a não pensar. Pode-se viver sem pensar.

(Quando Irene sonhava em voz alta eu perdia o sono. Nunca pude me acostumar a essa voz de estátua ou papagaio, voz que vem dos sonhos e não da garganta. Irene falava que meus sonhos consistiam em grandes sacudidas que às vezes faziam cair o cobertor ao chão. Nossos quartos tinham o salão no meio, mas à noite ouvia-se qualquer coisa na casa. Ouvíamos nossa respiração, a tosse, pressentíamos os gestos que aproximavam a mão do interruptor da lâmpada, as mútuas e freqüentes insônias.

Fora isso tudo estava calado na casa. Durante o dia eram os rumores domésticos, o roçar metálico das agulhas de tricô, um rangido ao passar as folhas do álbum filatélico. A porta de mogno, creio já tê-lo dito, era maciça. Na cozinha e no banheiro, que ficavam encostados na parte tomada, falávamos em voz mais alta ou Irene cantava canções de ninar. Numa cozinha há bastante barulho da louça e vidros para que outros sons irrompam nela. Muito poucas vezes permitia-se o silêncio, mas, quando voltávamos para os quartos e para o salão, a casa ficava calada e com pouca luz, até pisávamos devagar para não incomodar-nos. Creio que era por isso que, à noite, quando Irene começava a sonhar em voz alta, eu ficava logo sem sono.)

É quase repetir a mesma coisa menos as conseqüências. Pela noite sinto sede, e antes de ir para a cama eu disse a Irene que ia até a cozinha pegar um copo d'água. Da porta do quarto (ela tricotava) ouvi barulho na cozinha ou talvez no banheiro, porque a curva do corredor abafava o som. Chamou a atenção de Irene minha maneira brusca de deter-me, e veio ao meu lado sem falar nada. Ficamos ouvindo os ruídos, sentindo claramente que eram deste lado da porta de mogno, na cozinha e no banheiro, ou no corredor mesmo onde começava a curva, quase ao nosso lado.

Sequer nos olhamos. Apertei o braço de Irene e a fiz correr comigo até a porta cancela, sem olhar para trás. Os ruídos se ouviam cada vez mais fortes, porém surdos, nas nossas costas. Fechei de um golpe a cancela e ficamos no corredor. Agora não se ouvia nada.

— Tomaram esta parte — falou Irene. O tricô pendia das suas mãos e os fios chegavam até a cancela e se perdiam embaixo da porta. Quando viu que os novelos tinham ficado do outro lado, soltou o tricô sem olhar para ele.

— Você teve tempo para pegar alguma coisa? — perguntei-lhe inutilmente. — Não, nada. Estávamos com a roupa do corpo. Lembrei-me dos quinze mil pesos no armário do quarto. Agora já era

tarde. Como ainda ficara com o relógio de pulso, vi que eram onze da noite. Enlacei com meu braço a cintura

de Irene (acho que ela estava chorando) e saímos assim à rua. Antes de partir senti pena, fechei bem a porta da entrada e joguei a chave no ralo da calçada. Não fosse algum pobre-diabo ter a idéia de roubar e entrar na casa, a essa hora e com a casa tomada.

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O texto acima foi publicado originalmente em "Bestiario" e extraído do livro "Contos Latino-Americanos Eternos", Bom Texto Editora, Rio de Janeiro — 2005, pág. 09, organização e tradução de Alicia Ramal.

Continuidade dos Parques Julio Cortázar

Relato publicado no segundo volume de contos do autor, Las armas secretas (1956). Tradução ao português de Idelber Avelar

Havia começado a ler o romance uns dias antes. Abandonou-o por negócios urgentes, voltou a abri-lo quando regressava de trem à chácara; deixava interessar-se lentamente pela trama, pelo desenho dos personagens. Essa tarde, depois de escrever uma carta ao caseiro e discutir com o mordomo uma questão de uns aluguéis, voltou ao livro com a tranqüilidade do gabinete que dava para o parque dos carvalhos. Esticado na poltrona favorita, de costas para a porta que o teria incomodado como uma irritante possibilidade de intrusões, deixou que sua mão esquerda acariciasse uma e outra vez o veludo verde e começou a ler os últimos capítulos. Sua memória retinha sem esforço os nomes e as imagens dos protagonistas; a ilusão romanesca ganhou-o quase imediatamente. Gozava do prazer quase perverso de ir descolando-se linha a linha daquilo que o rodeava e de sentir ao mesmo tempo que sua cabeça descansava comodamente no veludo do alto encosto, que os cigarros continuavam ao alcance da mão, que mais além das janelas dançava o ar do entardecer sob os carvalhos. Palavra a palavra, absorvido pela sórdida disjuntiva dos heróis, deixando-se ir até as imagens que se combinavam e adquiriam cor e movimento, foi testemunha do último encontro na cabana do monte.

Antes entrava a mulher, receosa; agora chegava o amante, com a cara machucada pela chicotada de um galho. Admiravelmente ela fazia estalar o sangue com seus beijos, mas ele recusava as carícias, não tinha vindo para repetir as cerimônias de uma paixão secreta, protegida por um mundo de folhas secas e caminhos furtivos. O punhal se amornava contra seu peito e por baixo gritava a liberdade refugiada. Um diálogo desejante corria pelas páginas como riacho de serpentes e sentia-se que tudo estava decidido desde sempre. Até essas carícias que enredavam o corpo do amante como que querendo retê-lo e dissuadi-lo desenhavam aboninavelmente a figura de outro corpo que era necessário destruir. Nada havia sido esquecido: álibis, acasos, possíveis erros. A partir dessa hora cada instante tinha seu emprego minuciosamente atribuído. O duplo repasso sem dó nem piedade interrompia-se apenas para que uma mão acariciasse uma bochecha. Começava a anoitecer.

Já sem se olharem, atados rigidamente à tarefa que os esperava, separaram-se na porta da cabana. Ela devia continuar pelo caminho que ia ao norte. Da direção oposta ele virou um instante para vê-la correr com o cabelo solto. Correu, por sua vez, apoiando-se nas árvores e nas cercas, até distinguir na bruma do crepúsculo a alameda que levava à casa. Os cachorros não deviam latir e não latiram. O mordomo não estaria a essa hora, e não estava. Subiu os três degraus da varanda e entrou. Do sangue galopando nos seus ouvidos chegavam-lhe as palavras da mulher: primeiro uma sala azul, depois uma galeria, uma escada carpetada. No alto, duas portas. Ninguém no primeiro quarto, ninguém no segundo. A porta do salão, e depois o punhal na mão, a luz das janelas, o alto encosto de uma poltrona de veludo verde, a cabeça do homem na poltrona lendo um romance.

SONAMBOLIBRO Abílio Pacheco

Toda madrugada, o vizinho chegava do trabalho com o som do carro ligado em volume muito alto.

Perturbava a todos, acordava a vizinhança, às vezes queixavam-se ao síndico. De nada adiantava. Chamado à atenção, deixava o som do carro ligado até às três, às quatro, às cinco... Há mais de dois anos, ninguém reclamava mais.

A música sempre assustava o rapaz, que levantava da cama, caminhava pela casa, ia para o cômodo onde ficavam os livros e, de luz acesa, percorria os dedos pelas prateleiras, nos cortes superiores dos livros, em busca daquele que havia deixado com o marca-página na noite anterior. Depois, continuava a narrativa interrompida, quase até a hora d’alva, quando algo (alarmes de relógio, buzinas de carro, cantos de galo) cortava-lhe o fio da história e ele voltava ao quarto, deitava-se para em seguida despertar para um dia sem letras e livros.

Durante madrugadas assim, entraram em sua convivência Quixote, Ulisses, Gregor Samsa, Hamlet, Santiago, Lucíola, Bovary... Quem quer que o visse entre livros, sabia que dali não poderia extraí-lo. No início, todos da casa cuidavam para que nada lhe despertasse da leitura, depois relaxaram. Nas noites em que o vizinho barulhento tornava a madrugada altissonante e a leitura inviável ou quando alguém inadvertidamente retirava o

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marca-página da leitura de então, o rapaz amanhecia com melancólico transtorno ontológico, um efeito colateral.

Um dia, entretanto, o quarto amanheceu vazio. A cama desalinhada confirmava que dormira as primeiras horas normalmente e depois levantara. A irmã afirmou não encontrá-lo em cômodo algum da casa, nem na biblioteca. A mãe, tranqüila, passava café: Deve estar entre os livros. E estava. Havia virado personagem de Borges ou Cortázar.

Espólio Abilio Pacheco

Vivia numa alegria enorme, cabendo mal em si. Havia nascido grande, perto de adulto. Seu pai-

demiurgo o havia feito assim. Completo; à base de tinta em face lisa, alva e chã. Tinha amigos, nome e cor de olhos. Mais que isso, cosido e recosido, desfiado e retecido, tinha já história: plena, embora de curto enredo, intriga simples, desfecho claro. Sentia-se brioso.

E mais ainda, ao ter por certo, quando posto num cubículo escuro junto a outros parelhos seus, que dali sem tardança partiria rumo ao prelo. Ansioso sempre, de mais a mais, notava um fio de sol e a luz cegante, sentia ímpeto de... Antes, contudo, aumentado o aperto, o espaço de novo escurecia.

Às vezes, de surpresa, eram recolhidos e postos à mesa; ele ficava convicto da viagem à prensa. Eram remexidos, embaralhados, uns apartados, outros riscados, uns amassados, outros dobrados... mas ele sempre voltava à gaveta fria e bafia. Com o tempo se foi recolhendo, perdendo todo o gáudio. E mesmo quando sentiu bruscos vacilos no móvel, fado algum lhe apontou a mais remota edição.

Da escrivaninha ouvia vozes raras, portas rangentes, mastigados silêncios. Sentia-se estático e inconcluso, década a fio em meio trevoso. A face desalvecia. Seus parelhos encarunchavam, bafiavam mais. Até que, às vozes próximas, ouviu: “escritor”, “morreu”. Súbito, a luz! E de novo trevas. Desentendeu-se. Solavancaram seu casulo e saculejaram por via custosa a termo baldio. A convicção precária voltava de lenta e – sendo desfolhado de todos – sentia que, enfim, vinha a lume.

Ritornelo Abilio Pacheco

Todos os dias ordenava que se lhe contassem aquela história da reconquista. Sempre dormia e esquecia

o enredo no dia seguinte. Mesmo que lhe dissessem tê-la ouvido ontem, não lembrava sequer de ter pedido que contassem.

Décadas atrás, por retaliação, a propriedade fora invadida, o dono assassinado a facadas durante o

sono e a mulher violentada e deixada inconsciente num ermo qualquer. Uma vintena de anos mais tarde, o filho daquele mal-feito, alimentado a leite e ódio, voltaria para vingar-se.

Nunca alteravam o grosso da história; mas mudavam um ou outro detalhe: o herdeiro dia entrava pela

janela, dia arrombando a porta, dia escondido num barril, dia se passando por mascate para depois lhe desfechar uma punhalada na cabeça.

Teoria do Conto Breve A Lygia e Cortázar

Abilio Pacheco

I Sentou-se à mesa, sabia: não há que se respirar fundo, basta somente um sopro. Preparou o pito (água e sabão), cochichou bem de leve como se contasse segredo ou soprasse vela sem

querer apagá-la. Apurou os olhos no côncavo da borbulha.

II

Súbito, preciso, soltou-se o globo no ar. E explodiu.

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ESTÃO APENAS ENSAIANDO Bernardo Carvalho

Estão apenas ensaiando. Ao mesmo tempo em que os dois atores avançam pelo palco, saindo das coxias

à esquerda para o centro da cena, um homem entra na sala escura, e com ele uma nesga da luz das cinco pela fresta da porta que entreabriu ao fundo e que separa a platéia do hall e da rua, onde o dia segue o seu curso com um burburinho de buzinas, motores e sirenes. O diretor, na quinta fila, procura com a mão, tateando, a coxa de sua assistente, para lhe dizer alguma coisa ao ouvido, e o iluminador interrompe a piada que ia sussurrando ao técnico a seu lado, no mezanino, já que retomam a cena. Quando os dois atores colocam os pés de novo no palco, avançando das coxias à esquerda para o centro, e interrompendo também o que sussurravam um ao outro nos bastidores, para passar em alto e bom som ao diálogo que decoraram, o homem que acabou de entrar ao fundo é ainda menos que um vulto sem rosto, porque já não tem nem mesmo a nesga de luz das cinco para destacá-lo da penumbra, agora que a porta que separa a sala escura do hall e da rua se fechou. O diretor com a mão na coxa da assistente, depois de lhe sussurrar qualquer coisa ao ouvido, que a faz rir baixinho, controlada, espera ansioso, e pela enésima vez, que a fala seja dita pelo ator com a entonação desejada, e o iluminador, no mezanino, aguarda por seu turno uma nova interrupção no fundo, mesmo que inconscien-temente, torce por mais um fracasso da interpretação, para poder terminar de uma vez por todas a piada que contava ao técnico.

Um ator diz ao outro, no centro do palco: “Você é o malfeitor; e por isso preciso saber quem é você, onde está, de onde vem, do que é capaz para ter tamanho poder e me provocar sem prevenir, devastando o meu pasto verdejante, e minando, para derrubá-lo, o meu muro de arrimo.” E é quando o outro, que embora sem a foice ou o manto (estão apenas ensaiando) responde pela morte, vai abrindo a boca, que o diretor mais uma vez, tirando a mão da coxa da assistente, interrompe a cena com um gesto, para perguntar num tom propositalmente inaudível, de tão irritado que está, quantas vezes mais vai ter de explicar.

Ele repete, como se falasse para dentro, que se trata de um texto do século XV, que o humilde lavrador invoca a morte (aqui representada por um homem) com as palavras que lhe restam como último recurso, quer que ela se compadeça dele e lhe devolva a mulher adorada, vítima das atrocidades da guerra. O diretor repete irritado que falta vigor à interpretação do ator, e desespero, não parece que o humilde lavrador esteja realmente sofrendo ou indignado pela injustiça da morte da mulher na flor da idade. Diz isso aos dois atores e depois, enquanto eles voltam para as coxias, sussurra a mesma coisa ao ouvido da assistente, arrematando com uma gracinha que a faz sacudir num risinho sincopado.

De volta às coxias, o ator que interpreta o humilde lavrador aproveita para retomar com o outro que interpreta a morte o sussurro que havia interrompido. Desanca o diretor, diz que não dá para mostrar desespero com um texto daqueles, inverossímil, ninguém vai falar com a morte daquele jeito depois de perder a mulher de uma maneira violenta. Resmunga baixinho qualquer coisa sobre o tipo de representação que aquela cena exige, na sua opinião, e que tem a ver com um certo distanciamento. De repente, no meio da frase sussurrada, olhando o relógio (não precisa tirá-lo, estão apenas ensaiando), exclama a hora num murmúrio, fala qualquer coisa sobre o atraso da própria mulher, que ela já devia ter chegado, e ao mesmo tempo em que diz isso, o iluminador no mezanino tenta inutilmente sussurrar o final da sua piada, porque mal esboça o desenlace cômico e os dois atores já estão de volta ao palco, seguindo os sinais mudos da assistente do diretor, e o homem ao fundo da sala, após uns instantes parado indistinto dentro da sombra, já avança alguns passos pelo corredor lateral da platéia.

O ator que interpreta o humilde lavrador vira-se para o outro, que interpreta a morte, embora sem foice ou manto (estão apenas ensaiando), e vai abrir a boca quando percebe que, em vez de olhá-lo, o diretor, sempre com a mão na coxa da assistente, cochicha algo ao seu ouvido que a faz levar a mão aos lábios para impedir que o riso transborde. Percebe o diretor, que está no centro da sala, na quinta fila, mas não o vulto que avança pelo lado, na penumbra. Irritado, o ator repete a cena idêntica à que tinha feito antes, declamando sua fala com o mesmo distanciamento que lhe parece tão apropriado, ao que o diretor enfurecido se levanta e, balançando os braços e sacudindo a cabeça, mudo, dá a entender que está péssimo.

Com a nova interrupção, o iluminador trata de retomar do início a piada que contava ao técnico, porque, a cada vez que a retoma, volta sempre ao começo com medo de que a quebra interfira no efeito cômico. Seu sussurro agora é mais corrido, tentando fazer caber a piada inteira no espaço de tempo entre a interrupção do diretor e o retorno dos atores ao palco. Nas coxias, enquanto olha o relógio (estão apenas ensaiando), o ator que faz o humilde lavrador repete baixinho ao outro, que faz a morte, que a mulher a esta altura já devia ter chegado, como tinham combinado, porque ele próprio lhe dissera que tudo terminaria às cinco, não podia imaginar que o diretor se revelasse um tamanho idiota justamente com esse texto inverossímil, e que o ensaio se arrastasse tanto.

A assistente dá o sinal mudo para que recomecem e o iluminador interrompe inconformado, mais uma vez, já quase no fim, a piada que sussurrava ao técnico no mezanino, e que corre o risco de perder a graça pela repetição. O homem que vinha avançando lentamente pelo corredor lateral agora pára à altura da quinta fila ao

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ver os dois atores de novo no palco. O humilde lavrador vira-se para a morte e diz: “Você é o malfeitor.” O diretor pede que parem. O tom compreensivo de sua voz é apenas um disfarce que o ator está cansado de conhecer e em geral precede uma crise de nervos. O diretor está tentando se controlar, sussurra: “Será que você não compreende? Ele perdeu a mulher, na flor da idade, está desesperado, indignado contra a injustiça da morte e dos homens e por isso a invoca, ainda acredita que pode convencê-la a lhe devolver a mulher adorada. Ninguém diz isso com distanciamento.”

Os dois saem do palco. Olhando o relógio, o humilde lavrador sussurra de novo à morte sem foice ou manto algo sobre o atraso da mulher, que a esta altura já devia estar sentada na platéia. Não entende por que ela ainda não chegou, como se já não bastasse o atraso do ensaio, graças à imbecilidade do diretor. E enquanto o humilde lavrador sussurra a sua indignação, o homem que antes era apenas um vulto já avança pela quinta fila, agora de lado, na direção do diretor e de sua assistente, que só o vêem quando já está a apenas algumas poltronas deles. Senta-se para se fazer menos notado quando a assistente já está com o braço levantado, indicando aos atores que podem recomeçar, e enquanto ele lhes revela num murmúrio o que veio anunciar sobre o mundo do lado de fora, e que os petrifica, o iluminador no mezanino se aproxima num sussurro da conclusão da piada.

O humilde lavrador de relógio e a morte sem foice ou manto (estão apenas ensaiando) entram no palco. O lavrador vira-se para a morte e reinicia a sua ladainha com a mesma entonação e o distanciamento que lhe parecem mais apropriados. Mas desta vez, para sua surpresa, o diretor não o interrompe, porque tem os olhos arregalados e está lívido enquanto o homem, antes apenas um vulto, lhe sussurra algo ao ouvido. E ao ver o homem que sussurra ao ouvido do diretor, e o olhar deste e de sua assistente, que pela primeira vez não o interrompem, mas permanecem a encará-lo com os olhos aterrados e arregalados (a assistente com os olhos cheios de lágrimas diante da súplica que o lavrador faz à morte) enquanto escutam o que o outro lhes diz ao ouvido, curvado na poltrona ao lado, embora a entonação no palco tenha sido a mesma e devesse portanto, pela lógica, ser mais uma vez interrompida, o próprio ator interrompe a ação e por fim compreende aterrorizado e a um só tempo a sinistra coincidência da cena e do momento, o que aquele vulto veio anunciar sobre o mundo do lado de fora, com buzinas, motores e sirenes; compreende por que a mulher não apareceu e afinal o que sente o humilde lavrador; compreende por que o diretor não o interrompeu desta vez, porque por fim esteve perfeito na pele do lavrador em sua súplica diante da morte; compreende que por um instante encarnou de fato o lavrador, que involuntária e inconscientemente, por uma trapaça do destino, tornou-se o próprio lavrador pelo que aquele vulto veio anunciar; compreende tudo num segundo, antes mesmo de saber dos detalhes do acidente que a matou atravessando a rua a duas quadras do teatro, diante dos olhos arregalados do diretor e da assistente, sob as gargalhadas incontidas do iluminador e do técnico no mezanino, chegando ao fim da piada.

Diante da Lei

Kafka Diante da Lei está um guarda. Vem um homem do campo e pede para entrar na Lei. Mas o guarda diz-

lhe que, por enquanto, não pode autorizar-lhe a entrada. O homem considera e pergunta depois se poderá entrar mais tarde. -”É possível” – diz o guarda. -”Mas não agora!”. O guarda afasta-se então da porta da Lei, aberta como sempre, e o homem curva-se para olhar lá dentro. Ao ver tal, o guarda ri-se e diz. -”Se tanto te atrai, experimenta entrar, apesar da minha proibição. Contudo, repara, sou forte. E ainda assim sou o último dos guardas. De sala para sala estão guardas cada vez mais fortes, de tal modo que não posso sequer suportar o olhar do terceiro depois de mim”.

O homem do campo não esperava tantas dificuldades. A Lei havia de ser acessível a toda a gente e sempre, pensa ele. Mas, ao olhar o guarda envolvido no seu casaco forrado de peles, o nariz agudo, a barba à tártaro, longa, delgada e negra, prefere esperar até que lhe seja concedida licença para entrar. O guarda dá-lhe uma banqueta e manda-o sentar ao pé da porta, um pouco desviado. Ali fica, dias e anos. Faz diversas diligências para entrar e com as suas súplicas acaba por cansar o guarda. Este faz-lhe, de vez em quando, pequenos interrogatórios, perguntando-lhe pela pátria e por muitas outras coisas, mas são perguntas lançadas com indiferenca, à semelhança dos grandes senhores, no fim, acaba sempre por dizer que não pode ainda deixá-lo entrar.O homem, que se provera bem para a viagem, emprega todos os meios custosos para subornar o guarda. Esse aceita tudo mas diz sempre: -”Aceito apenas para que te convenças que nada omitiste”.

Durante anos seguidos, quase ininterruptamente, o homem observa o guarda. Esquece os outros e aquele afigura ser-lhe o único obstáculo à entrada na Lei. Nos primeiros anos diz mal da sua sorte, em alto e bom som e depois, ao envelhecer, limita-se a resmungar entre dentes. Torna-se infantil e como, ao fim de tanto examinar o guada durante anos lhe conhece até as pulgas das peles que ele veste, pede também às pulgas que o ajudem a demover o guarda. Por fim, enfraquece-lhe a vista e acaba por não saber se está escuro em seu redor

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ou se os olhos o enganam. Mas ainda apercebe, no meio da escuridão, um clarão que eternamente cintila por sobre a porta da Lei. Agora a morte está próxima.

Antes de morrer, acumulam-se na sua cabeça as experiências de tantos anos, que vão todas culminar numa pergunta que ainda não fez ao guarda. Faz-lhe um pequeno sinal, pois não pode mover o seu corpo já arrefecido. O guarda da porta tem de se inclinar até muito baixo porque a diferença de alturas acentuou-se ainda mais em detrimento do homem do campo. -”Que queres tu saber ainda?”, pergunta o guarda. -”És insaciável”.

-”Se todos aspiram a Lei”, disse o homem. -”Como é que, durante todos esses anos, ninguém mais, senão eu, pediu para entrar?”. O guarda da porta, apercebendo-se de que o homem estava no fim, grita-lhe ao ouvido quase inerte: -”Aqui ninguém mais, senão tu, podia entrar, porque só para ti era feita esta porta. Agora vou-me embora e fecho-a”.

BERENICE

Por Edgar Allan Poe "Dicebant mihi sodales,si sepulchrum amicae visitarem,

curas meas aliquantulum fore levatas' - Ebn Zaiat

DESGRAÇA é variada. O infortúnio da terra é multiforme. Estendendo-se pelo vasto horizonte, como

o arco-íris, suas cores são como as deste, variadas, distintas e, contudo, intimamente misturadas. Estendendo-se pelo vasto hori-zonte, como o arco-íris! Como é que, da beleza, derivei eu um exemplo de feiúra? Da aliança da paz, um símile de tristeza? Mas é que, assim como na ética o mal é uma conseqüência do bem, igual-mente, na realidade, da alegria nasce a tristeza. Ou a lembrança da felicidade passada é a angústia de hoje, ou as agonias que existem agora têm sua origem nos êxtases que podiam ter existido.

Meu nome de batismo é Egeu; o de minha família não o mencionarei. E, no entanto, não há torres no país mais vetustas do que as salas cinzentas e melancólicas do solar de meus avós. Nossa estirpe tem sido chamada uma raça de visionários. Em muitos por-menores notáveis, no caráter da mansão familiar, nos afrescos do salão principal, nas tapeçarias dos dormitórios, nas cinzeladuras de algumas colunas da sala de armas, porém mais especialmente na galeria de pinturas antigas, no estilo da biblioteca, e, por fim, na natureza muito peculiar dos livros que ela continha, há mais que suficiente evidência a garantir minha assertiva.

As recordações de meus primeiros anos estão intimamente ligadas àquela sala e aos seus volumes, dos quais nada mais direi. Ali morreu minha mãe. Ali nasci. Mas é ocioso dizer que eu não havia vivido antes, que a alma não tem existência prévia. Vós negais isto? Não discutamos o assunto. Convencido eu mesmo, não procuro convencer. Há, porém, uma lembrança de forma aérea, de olhos espirituais e expressivos, de sons musicais embora tristes; uma lembrança que jamais será apagada; uma reminiscência parecida a uma sombra, vaga, variável, indefinida, instável; e tão parecida a uma sombra, também, que me vejo na impossibilidade de livrar-me dela enquanto a luz de minha razão existir.

Foi naquele quarto que nasci. Emergindo assim da longa noite daquilo que parecia mas não era, o nada, para logo cair nas mesmas regiões da terra das fadas, num palácio fantástico, nos estranhos domínios do pensamento monástico e da erudição, não é de estranhar que tenha eu lançado em torno de mim um olhar ardente e espantado, que tenha consumido minha infância nos livros e dissipado minha juventude em devaneios; mas é estranho que, com o correr dos anos, e tendo o apogeu da maturidade me encontrado ainda na mansão de meus pais; é maravilhoso que a inércia tenha tombado sobre as fontes da minha vida; é maravilhoso como total inversão se operou na natureza de meus pensamentos mais comuns. As realidades do mundo me afetavam como visões, e somente como visões, enquanto as loucas idéias da terra dos sonhos tornavam-se, por sua vez, não o estofo de minha existência cotidiana, mas, na realidade, a própria existência em si, completa e unicamente.

Berenice e eu éramos primos e crescemos juntos no solar paterno. Mas crescemos diferentemente: eu, de má saúde e mergulhado na minha melancolia, ela, ágil, graciosa e exuberante de energia; ela, entregue aos passeios pelas encostas da colina, eu, aos estudos no claustro. Eu, encerrado dentro do meu próprio coração e dedicado, de corpo e alma, à mais intensa e penosa meditação, ela, divagando descuidosa pela vida, sem pensar em sombras no seu caminho ou no vôo saliente das horas de asas lutulentas. Berenice! - invoco-lhe o nome - Berenice! - e das ruínas sombrias da memória repontam milhares de tumultuosas recordações ao som da invocação! Ah! bem viva tenho agora a sua imagem diante de mim, como nos velhos dias de sua jovialidade e alegria! Oh! deslumbrante, porém fantástica beleza! Oh! sílfide entre arbustos de Arnheim! Oh! náiade entre as suas fontes! E depois. . . depois tudo é mistério e horror, uma história que não deveria ser contada. Uma doença, uma fatal doença, soprou, como o simum, sobre seu corpo. E precisamente quando a contemplava, o espírito da metamorfose arrojou-se sobre ela invadindo-lhe a mente, os hábitos e o caráter e, da maneira mais

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sutil e terrível, perturbando-lhe a própria personalidade! Ah! o destruidor veio e se foi! E a vítima. . . onde estava ela? Não a conhecia. . . ou não mais a conhecia como Berenice!

Entre a numerosa série de males, acarretados por aquele fatal e primeiro que ocasionou uma revolução de tão horrível espécie no ser moral e físico de minha prima, pode-se mencionar como o mais aflitivo e obstinado em sua natureza, uma espécie de epilepsia, que, não raro, terminava em transe cataléptico, transe muito semelhante à morte efetiva e da qual despertava ela quase sempre duma maneira assustadoramente subitânea. Entrementes, minha própria doença -pois me fora dito que eu não poderia dar-lhe outro nome - minha própria doença aumentou e assumiu afinal um caráter de monomania, de forma nova e extraordinária, e a cada hora e momento crescia em vigor e por fim veio a adquirir sobre mim a mais incompreensível ascendência. Esta monomania, se devo assim chamá-la, consistia numa irritabilidade mórbida daquelas faculdades do espírito denominadas pela ciência metafísica "faculdades da atenção ". É mais que provável não me entenderem, mas temo, deveras, que me seja totalmente impossível transmitir à mente do comum dos leitores uma idéia adequada daquela nervosa INTENSIDADE DE ATENÇÃO com que, no meu caso, as faculdades meditativas (para evitar a linguagem técnica) se aplicavam e absorviam na contemplação dos mais vulgares objetos do mundo.

Meditar infatigavelmente longas horas, com a atenção voltada para alguma frase frívola, à margem de um livro ou no seu aspecto tipográfico; ficar absorto, durante a melhor parte dum dia de verão, na contemplação duma sombra extravagante, projetada obliquamente sobre a tapeçaria, ou sobre o soalho; perder uma noite inteira olhando a chama imóvel duma lâmpada, ou as brasas de um fogão; sonhar dias inteiros com o perfume de uma flor; repetir, monotonamente, alguma palavra comum, até que o som, à força da repetição freqüente, cessasse de representar ao espírito a menor idéia, qualquer que fosse; perder toda a noção de movimento ou de existência física, em virtude de uma absoluta quietação do corpo, prolongada e obstinadamente mantida - tais eram os mais comuns e menos perniciosos caprichos provocados por um estado de minhas faculdades mentais, não, de fato, absolutamente sem paralelo, mas certamente desafiando qualquer espécie de análise ou explicação.

Sejamos, porém, mais explícitos. A excessiva, ávida e mórbida atenção assim excitada por objetos, em sua própria natureza triviais, não deve ser confundida, a propósito, com aquela propensão ruminativa comum a toda a humanidade e, mais especialmente, do agrado das pessoas de imaginação ardente. Nem era tampouco, como se poderia a princípio supor, um estado extremo, ou um a exageração de tal propensão, mas primária e essencialmente distinta e diferente dela. Naquele caso, o sonhador ou entusiasta, estando interessado por um objeto, geralmente não trivial, perde imperceptivelmente de vista esse objeto através duma imensidade de deduções, e sugestões dele provindas, até que, chegando ao fim daquele sonho acordado, muitas vezes repleto de voluptuosidade, descobre estar o incitamentum, ou causa primeira de suas meditações, inteiramente esvanecido e esquecido. No meu caso, o ponto de partida era invariavelmente frívolo, embora assumisse, por força de minha visão doentia, uma importância irreal e refratada. Nenhuma ou poucas reflexões eram feitas e estas poucas voltavam, obstinadamente, ao objeto primitivo, como a um centro. As meditações nunca eram agradáveis, e, ao fim do devaneio, a causa primeira, longe de estar fora de vista, atingira aquele interesse sobrenaturalmente exagerado, que era a característica principal da doença. Em uma palavra, as faculdades da mente, mais particularmente exercitadas em mim, eram, como já disse antes, as da atenção ao passo que no sonhador-acordado são as especulativas.

Naquela época, os meus livros, se não contribuíam efetivamente para irritar a moléstia, participavam largamente, como é fácil perceber-se, pela sua natureza imaginativa e inconseqüente, das qualidades características da própria doença. Bem me lembro, entre outros, do tratado do nobre italiano Coelius Secundus Curio 'De AMPLI-TUDINE BEATI REGNI DEI;" da grande obra de Santo Agostinho, "A CIDADE DE DEUS"; do "De CARNE CHRISTI", de Tertulia-no, no qual a paradoxal sentença: MORTUS EST DEI FILIUS; CREDIBILE EST QUIA INEPTUM EST: ET SEPULTUS RESUR-REXIT; CERTUM EST QUIA IMPOSSIBiLE EST", absorveu meu tempo todo, durante semanas de laboriosa e infrutífera investigação.

Dessa forma, minha razão perturbada, no seu equilíbrio, por coisas simplesmente triviais, assemelhava-se àquele penhasco marítimo, de que fala Ptolomeu Hefestião, que resistia inabalável aos ataques da violência humana e ao furioso ataque das águas e dos ventos, mas tremia ao simples toque da flor chamada asfódelo. E embora a um pensador desatento possa parecer fora de dúvida que a alteração produzida pela lastimável moléstia no estado moral de Berenice fornecesse motivos vários para o exercício daquela intensa e anormal meditação, cuja natureza tive dificuldades em explicar, contudo tal não se deu absolutamente. Nos intervalos lúcidos de minha enfermidade, a desgraça que a feria me mortificava realmente, e me afetava fundamente o coração aquela ruína total de sua vida alegre e doce. Por isso não deixava de refletir muitas vezes, e amargamente, nas causas prodigiosas que tinham tão subitamente produzido modificações tão estranhas. Mas essas reflexões não participavam da idiossincrasia de minha doença, e eram as mesmas que teriam ocorrido, em idênticas circunstâncias, à massa ordinária dos homens. Fiel a seu próprio caráter, minha desordem mental

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preocupava-se com as menos importantes, porém mais chocantes mudanças, operadas na constituição física de Berenice, na estranha e verdadeiramente espantosa alteração de sua personalidade.

De modo algum, jamais a amara durante os dias mais brilhantes de sua incomparável beleza. Na estranha anomalia de minha existência, os sentimentos nunca me provinham do coração, e minhas paixões eram sempre do espírito. Através do crepúsculo matutino, entre as sombras estriadas da floresta, ao meio-dia, e no silêncio de minha biblioteca, à noite, esvoaçara ela diante de meus olhos e eu a contemplara, não como a viva e respirante Berenice, mas como a Berenice de um sonho; não como um ser da terra, terreno, mas como a abstração de tal ser; não como coisa para admirar, mas para analisar; não como um objeto de amor, mas como o tema da mais abstrusa, embora inconstante, especulação. E agora. . . agora eu estremecia na sua presença e empalidecia à sua aproximação; embora lamentando amargamente sua decadência, e sua desolada condição, lembrei-me de que ela me amava desde há muito e num momento fatal, falei-lhe em casamento.

Aproximava-se, enfim, o período de nossas núpcias quando, numa tarde de inverno, de um daqueles dias intempestivamente cálidos, sossegados e nevoentos, que são a alma do belo Alcíone, sentei-me no mais recôndito gabinete da biblioteca. Julgava estar sozinho, mas, erguendo a vista, divisei Berenice, em pé à minha frente.

Foi a minha própria imaginação excitada, ou a nevoenta influência da atmosfera, ou o crepúsculo impreciso do aposento, ou as cinzentas roupagens que lhe caiam em torno do corpo, que lhe deram aquele contorno indeciso e vacilante? Não sei dizê-lo. Ela não disse uma palavra e eu, por forma alguma, podia emitir uma só sílaba. Um gélido calafrio correu-me pelo corpo, uma sensação de intolerável ansiedade me oprimia, uma curiosidade devoradora invadiu-me a alma e, recostando-me na cadeira, permaneci por algum tempo imóvel e sem respirar, com os olhos fixos no seu vulto. Ai! sua magreza era excessiva e nenhum vestígio da criatura de outrora se vislumbrava numa linha sequer de suas formas. O meu olhar ardente pousou-se afinal em seu rosto.

A fronte era alta e muito pálida e de uma placidez singular. O cabelo, outrora negro, de azeviche, caía-lhe parcialmente sobre a testa e sombreava as fontes encovadas com numerosos anéis, agora duna amarelo vivo, discordando, pelo seu caráter fantástico, da melancolia reinante em suas feições. Os olhos, sem vida e sem brilho, pareciam estar desprovidos de pupilas, e desviei involuntariamente a vista de sua fixidez vítrea para contemplar-lhe os lábios delgados e contraídos. Entreabriram-se e, num sorriso bem significativo, os dentes da Berenice transformada se foram lentamente mostrando. Prouvera a Deus nunca os tivesse visto, ou que, tendo-os visto, tivesse morrido!

O batido duma porta me assustou e, erguendo a vista, vi que minha prima havia abandonado o aposento. Mas do aposento desordenado do meu cérebro não havia saído, ai de mim! e não queria sair, o espectro branco e horrível de seus dentes. Nem uma mancha se via em sua superfície, nem um matiz em seu esmalte, nem uma falha nas suas bordas, que aquele breve tempo de seu sorriso não me houvesse gravado na memória. Via-os agora, mesmo mais distintamente do que os vira antes. Os dentes!. . - Os dentes! Estavam aqui e ali e por toda a parte, visíveis, palpáveis, diante de mim. Compridos, estreitos e excessivamente brancos, com os pálidos lábios contraídos sobre eles, como no instante mesmo do seu primeiro e terrível crescimento. Então desencadeou-se a plena fúria de minha monomania e em vão lutei contra sua estranha e irresistível influência. Os múltiplos objetos do mundo exterior não me despertavam outro pensamento que não fosse o daqueles dentes, Queria-os com frenético desejo. Todos os assuntos e todos os interesses diversos foram absorvidos por aquela exclusiva contemplação. Eles. somente eles estavam presentes aos olhos de meu espírito, e eles, na sua única individualidade, se tornaram a essência de minha vida mental. Via-os sob todos os aspectos. Revolvia-os em todas as suas peculiaridades. Meditava em sua conformação. Refletia na alteração de sua natureza. Estremecia ao atribuir-lhes, em imaginação, faculdades de sentimento e sensação e, mesmo quando desprovidos dos lábios, capacidade de expressão moral. Dizia-se, com razão, de Mademoiselle de Sallé; que tous ses pas êtaient des sentiments" e de Berenice, com mais séria razão acreditava "que toutes ses dents étaient des idées". Idées! Ah! esse foi o pensamento absurdo que me destruiu! Des idées! ah! eis porque eu os cobiçava tão loucamente! Sentia que somente a posse deles poderia restituir-me a paz, e devolver-me a razão.

E assim cerrou-se a noite em torno de mim. Vieram as trevas, demoraram, foram embora. E o dia raiou mais uma vez. E os nevoeiros de uma segunda noite de novo se adensavam em torno de mim. E eu ainda continuava sentado, imóvel, naquele quarto solitário, ainda mergulhado em minha meditação, ainda com o fantasma dos dentes, mantendo sua terrível ascendência sobre mim, a flutuar, com a mais viva e hedionda nitidez, entre as luzes e sombras mutáveis do aposento. Afinal, explodiu em meio de meus sonhos um grito de horror e de consternação, ao qual se seguiu, depois de uma pausa, o som de vozes aflitas, entremeadas de surdos lamentos de tristeza e pesar. Levantei-me e, escancarando uma das portas da biblioteca, vi, de pé, na antecâmara, uma criada, toda em lágrimas, que me disse que Berenice não mais. . - vivia! Fora tomada de um ataque epiléptico pela manhã e agora ao cair da noite, a cova estava pronta para receber seu morador e todos os preparativos do enterro estavam terminados.

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Com o coração cheio de angústia, oprimido pelo temor, dirigi-me, com repugnância, para o quarto de dormir da defunta. Era um quarto vasto, muito escuro, e eu me chocava, a cada passo, com os preparativos do sepultamento. Os cortinados do leito, disse-me um criado, estavam fechados sobre o ataúde e naquele ataúde, acrescentou ele, em voz baixa, jazia tudo quanto restava de Berenice.

Quem, pois, me perguntou se eu não queria ver o corpo ?- Não vi moverem-se os lábios de ninguém; entretanto, a pergunta fora realmente feita e o eco das últimas sílabas ainda se arrastava pelo quarto. Era impossível resistir e, com uma sensação opressiva, dirigi-me a passos tardos para o leito. Ergui de manso as sombrias dobras das cortinas mas, deixando-as cair de novo, desceram elas sobre meus ombros e, separando-me do mundo dos vivos, me encerraram na mais estreita comunhão com a defunta.

Todo o ar do quarto respirava morte; mas o cheiro característico do ataúde me fazia mal e imaginava que um odor deletério se exalava já do cadáver. Teria dado mundos para escapar, para livrar-me da perniciosa influência mortuária, para respirar, uma vez ainda, o ar puro dos céus eternos. Mas, faleciam-me as forças para mover-me, meus joelhos tremiam e me sentia como que enraizado no solo, contemplando fixamente o rígido cadáver, estendido ao comprido, no caixão aberto.

Deus do céu! Seria possível? Ter-se-ia meu cérebro transviado? Ou o dedo da defunta se mexera no sudário que a envolvia? Tremendo de inexprimível terror, ergui lentamente os olhos para ver o rosto do cadáver. Haviam-lhe amarrado o queixo com um lenço, o qual, não sei como, se desatara. Os lábios lívidos se torciam numa espécie de sorriso, e, por entre sua moldura melancólica, os dentes de Berenice, brancos luzentes, terríveis, me fixavam ainda, com uma realidade demasiado vivida. Afastei-me convulsivamente do leito e sem pronunciar uma palavra, como louco, corri para fora daquele quarto de mistério, de horror e de morte. -

Achei-me de novo sentado na biblioteca, e de novo ali estava só. Parecia-me que, havia pouco, despertara de um sonho confuso e agitado. Sabia que era então meia-noite e bem ciente estava de que, desde o pôr-do-sol, Berenice tinha sido enterrada. Mas, do que ocorrera durante esse tétrico intervalo, eu não tinha qualquer percepção positiva, ou pelo menos definida. Sua recordação, porém, estava repleta de horror, horror mais horrível porque impreciso, terror mais terrível porque ambíguo. Era uma página espantosa do registro de minha existência, toda escrita com sombrias, medonhas e ininteligíveis recordações. Tentava decifrá-la, mas em vão; e de vez em quando, como o espírito de um som evadido, parecia-me retinir nos ouvidos o grito agudo e lancinante de uma voz de mulher. Eu fizera alguma coisa; que era, porém? Interrogava-me em voz alta e os ecos do aposento me respondiam "Que era?"

Sobre a mesa, a meu lado, ardia uma lâmpada e, perto dela, estava uma caixinha. Não era de aspecto digno de nota e eu freqüentemente a vira antes, pois pertencia ao médico da família; mas, como viera ter ali, sobre minha mesa, e por que estremecia eu ao contemplá-la? Não valia a pena importar-me com tais coisas e meus olhos, por fim, caíram sobre as páginas abertas de um livro e sobre uma sentença nelas sublinhada. Eram as palavras singulares, porém simples, do poeta Ebn Zaiat: "Dicebant mihi sodales, si sepulchrum amicae visitarem, curas meas aliquantulum fore levatas'. Por que, então, ao lê-las, os cabelos de minha cabeça se eriçaram até a ponta, e o sangue de meu corpo se congelou nas veias?

Uma leve pancada soou na porta da biblioteca e, pálido como o habitante de um sepulcro, um criado entrou, na ponta dos pés. Sua fisionomia estava transtornada de pavor e ele me falou em voz trêmula, rouca e muito baixa. Que disse? Ouvi frases truncadas. Falou-me de um grito selvagem, que perturbara o silêncio da noite. -da acorrência dos moradores da casa. - - de uma busca do lugar de onde viera o som. E depois sua voz se tornou penetrantemente distinta, ao murmurar a respeito de um túmulo violado -- . de um corpo desfigurado, desamortalhado, mas ainda respirante, ainda palpitante, ainda vivo!

Apontou para minhas roupas; estavam sujas de barro e de coágulos de sangue. Eu nada falava e ele pegou-me levemente na mão; havia, gravadas nela, sinais de unhas humanas. Chamou-me a atenção para certo objeto encostado à parede, que contemplei por alguns minutos: era uma pá.

Com um grito, saltei para a mesa e agarrei a caixa que sobre ela jazia. Mas não pude arrombá-la; e, no meu tremor, ela deslizou de minhas mãos e caiu com força, quebrando-se em pedaços. E dela, com um som tintinante, rolaram vários instrumentos de cirurgia dentária, de mistura com trinta e duas coisas brancas, pequenas, como que de marfim, que se espalharam por todo o assoalho.

Amor

Clarice Lispector Um pouco cansada, com as compras deformando o novo saco de tricô, Ana subiu no bonde. Depositou

o volume no colo e o bonde começou a andar. Recostou-se então no banco procurando conforto, num suspiro de meia satisfação.

Os filhos de Ana eram bons, uma coisa verdadeira e sumarenta. Cresciam, tomavam banho, exigiam para si, malcriados, instantes cada vez mais completos. A cozinha era enfim espaçosa, o fogão enguiçado dava

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estouros. O calor era forte no apartamento que estavam aos poucos pagando. Mas o vento batendo nas cortinas que ela mesma cortara lembrava-lhe que se quisesse podia parar e enxugar a testa, olhando o calmo horizonte. Como um lavrador. Ela plantara as sementes que tinha na mão, não outras, mas essas apenas. E cresciam árvores. Crescia sua rápida conversa com o cobrador de luz, crescia a água enchendo o tanque, cresciam seus filhos, crescia a mesa com comidas, o marido chegando com os jornais e sorrindo de fome, o canto importuno das empregadas do edifício. Ana dava a tudo, tranqüilamente, sua mão pequena e forte, sua corrente de vida.

Certa hora da tarde era mais perigosa. Certa hora da tarde as árvores que plantara riam dela. Quando nada mais precisava de sua força, inquietava-se. No entanto sentia-se mais sólida do que nunca, seu corpo engrossara um pouco e era de se ver o modo como cortava blusas para os meninos, a grande tesoura dando estalidos na fazenda. Todo o seu desejo vagamente artístico encaminhara-se há muito no sentido de tornar os dias realizados e belos; com o tempo, seu gosto pelo decorativo se desenvolvera e suplantara a íntima desordem. Parecia ter descoberto que tudo era passível de aperfeiçoamento, a cada coisa se emprestaria uma aparência harmoniosa; a vida podia ser feita pela mão do homem.

No fundo, Ana sempre tivera necessidade de sentir a raiz firme das coisas. E isso um lar perplexamente lhe dera. Por caminhos tortos, viera a cair num destino de mulher, com a surpresa de nele caber como se o tivesse inventado. O homem com quem casara era um homem verdadeiro, os filhos que tivera eram filhos verdadeiros. Sua juventude anterior parecia-lhe estranha como uma doença de vida. Dela havia aos poucos emergido para descobrir que também sem a felicidade se vivia: abolindo-a, encontrara uma legião de pessoas, antes invisíveis, que viviam como quem trabalha — com persistência, continuidade, alegria. O que sucedera a Ana antes de ter o lar estava para sempre fora de seu alcance: uma exaltação perturbada que tantas vezes se confundira com felicidade insuportável. Criara em troca algo enfim compreensível, uma vida de adulto. Assim ela o quisera e o escolhera.

Sua precaução reduzia-se a tomar cuidado na hora perigosa da tarde, quando a casa estava vazia sem precisar mais dela, o sol alto, cada membro da família distribuído nas suas funções. Olhando os móveis limpos, seu coração se apertava um pouco em espanto. Mas na sua vida não havia lugar para que sentisse ternura pelo seu espanto — ela o abafava com a mesma habilidade que as lides em casa lhe haviam transmitido. Saía então para fazer compras ou levar objetos para consertar, cuidando do lar e da família à revelia deles. Quando voltasse era o fim da tarde e as crianças vindas do colégio exigiam-na. Assim chegaria a noite, com sua tranqüila vibração. De manhã acordaria aureolada pelos calmos deveres. Encontrava os móveis de novo empoeirados e sujos, como se voltassem arrependidos. Quanto a ela mesma, fazia obscuramente parte das raízes negras e suaves do mundo. E alimentava anonimamente a vida. Estava bom assim. Assim ela o quisera e escolhera.

O bonde vacilava nos trilhos, entrava em ruas largas. Logo um vento mais úmido soprava anunciando, mais que o fim da tarde, o fim da hora instável. Ana respirou profundamente e uma grande aceitação deu a seu rosto um ar de mulher.

O bonde se arrastava, em seguida estacava. Até Humaitá tinha tempo de descansar. Foi então que olhou para o homem parado no ponto.

A diferença entre ele e os outros é que ele estava realmente parado. De pé, suas mãos se mantinham avançadas. Era um cego.

O que havia mais que fizesse Ana se aprumar em desconfiança? Alguma coisa intranqüila estava sucedendo. Então ela viu: o cego mascava chicles... Um homem cego mascava chicles.

Ana ainda teve tempo de pensar por um segundo que os irmãos viriam jantar — o coração batia-lhe violento, espaçado. Inclinada, olhava o cego profundamente, como se olha o que não nos vê. Ele mascava goma na escuridão. Sem sofrimento, com os olhos abertos. O movimento da mastigação fazia-o parecer sorrir e de repente deixar de sorrir, sorrir e deixar de sorrir — como se ele a tivesse insultado, Ana olhava-o. E quem a visse teria a impressão de uma mulher com ódio. Mas continuava a olhá-lo, cada vez mais inclinada — o bonde deu uma arrancada súbita jogando-a desprevenida para trás, o pesado saco de tricô despencou-se do colo, ruiu no chão — Ana deu um grito, o condutor deu ordem de parada antes de saber do que se tratava — o bonde estacou, os passageiros olharam assustados.

Incapaz de se mover para apanhar suas compras, Ana se aprumava pálida. Uma expressão de rosto, há muito não usada, ressurgia-lhe com dificuldade, ainda incerta, incompreensível. O moleque dos jornais ria entregando-lhe o volume. Mas os ovos se haviam quebrado no embrulho de jornal. Gemas amarelas e viscosas pingavam entre os fios da rede. O cego interrompera a mastigação e avançava as mãos inseguras, tentando inutilmente pegar o que acontecia. O embrulho dos ovos foi jogado fora da rede e, entre os sorrisos dos passageiros e o sinal do condutor, o bonde deu a nova arrancada de partida.

Poucos instantes depois já não a olhavam mais. O bonde se sacudia nos trilhos e o cego mascando goma ficara atrás para sempre. Mas o mal estava feito.

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A rede de tricô era áspera entre os dedos, não íntima como quando a tricotara. A rede perdera o sentido e estar num bonde era um fio partido; não sabia o que fazer com as compras no colo. E como uma estranha música, o mundo recomeçava ao redor. O mal estava feito. Por quê? Teria esquecido de que havia cegos? A piedade a sufocava, Ana respirava pesadamente. Mesmo as coisas que existiam antes do acontecimento estavam agora de sobreaviso, tinham um ar mais hostil, perecível... O mundo se tornara de novo um mal-estar. Vários anos ruíam, as gemas amarelas escorriam. Expulsa de seus próprios dias, parecia-lhe que as pessoas da rua eram periclitantes, que se mantinham por um mínimo equilíbrio à tona da escuridão — e por um momento a falta de sentido deixava-as tão livres que elas não sabiam para onde ir. Perceber uma ausência de lei foi tão súbito que Ana se agarrou ao banco da frente, como se pudesse cair do bonde, como se as coisas pudessem ser revertidas com a mesma calma com que não o eram.

O que chamava de crise viera afinal. E sua marca era o prazer intenso com que olhava agora as coisas, sofrendo espantada. O calor se tornara mais abafado, tudo tinha ganho uma força e vozes mais altas. Na Rua Voluntários da Pátria parecia prestes a rebentar uma revolução, as grades dos esgotos estavam secas, o ar empoeirado. Um cego mascando chicles mergulhara o mundo em escura sofreguidão. Em cada pessoa forte havia a ausência de piedade pelo cego e as pessoas assustavam-na com o vigor que possuíam. Junto dela havia uma senhora de azul, com um rosto. Desviou o olhar, depressa. Na calçada, uma mulher deu um empurrão no filho! Dois namorados entrelaçavam os dedos sorrindo... E o cego? Ana caíra numa bondade extremamente dolorosa.

Ela apaziguara tão bem a vida, cuidara tanto para que esta não explodisse. Mantinha tudo em serena compreensão, separava uma pessoa das outras, as roupas eram claramente feitas para serem usadas e podia-se escolher pelo jornal o filme da noite - tudo feito de modo a que um dia se seguisse ao outro. E um cego mascando goma despedaçava tudo isso. E através da piedade aparecia a Ana uma vida cheia de náusea doce, até a boca.

Só então percebeu que há muito passara do seu ponto de descida. Na fraqueza em que estava, tudo a atingia com um susto; desceu do bonde com pernas débeis, olhou em torno de si, segurando a rede suja de ovo. Por um momento não conseguia orientar-se. Parecia ter saltado no meio da noite.

Era uma rua comprida, com muros altos, amarelos. Seu coração batia de medo, ela procurava inutilmente reconhecer os arredores, enquanto a vida que descobrira continuava a pulsar e um vento mais morno e mais misterioso rodeava-lhe o rosto. Ficou parada olhando o muro. Enfim pôde localizar-se. Andando um pouco mais ao longo de uma sebe, atravessou os portões do Jardim Botânico.

Andava pesadamente pela alameda central, entre os coqueiros. Não havia ninguém no Jardim. Depositou os embrulhos na terra, sentou-se no banco de um atalho e ali ficou muito tempo.

A vastidão parecia acalmá-la, o silêncio regulava sua respiração. Ela adormecia dentro de si. De longe via a aléia onde a tarde era clara e redonda. Mas a penumbra dos ramos cobria o atalho. Ao seu redor havia ruídos serenos, cheiro de árvores, pequenas surpresas entre os cipós. Todo o Jardim

triturado pelos instantes já mais apressados da tarde. De onde vinha o meio sonho pelo qual estava rodeada? Como por um zunido de abelhas e aves. Tudo era estranho, suave demais, grande demais.

Um movimento leve e íntimo a sobressaltou — voltou-se rápida. Nada parecia se ter movido. Mas na aléia central estava imóvel um poderoso gato. Seus pêlos eram macios. Em novo andar silencioso, desapareceu.

Inquieta, olhou em torno. Os ramos se balançavam, as sombras vacilavam no chão. Um pardal ciscava na terra. E de repente, com mal-estar, pareceu-lhe ter caído numa emboscada. Fazia-se no Jardim um trabalho secreto do qual ela começava a se aperceber.

Nas árvores as frutas eram pretas, doces como mel. Havia no chão caroços secos cheios de circunvoluções, como pequenos cérebros apodrecidos. O banco estava manchado de sucos roxos. Com suavidade intensa rumorejavam as águas. No tronco da árvore pregavam-se as luxuosas patas de uma aranha. A crueza do mundo era tranqüila. O assassinato era profundo. E a morte não era o que pensávamos.

Ao mesmo tempo que imaginário — era um mundo de se comer com os dentes, um mundo de volumosas dálias e tulipas. Os troncos eram percorridos por parasitas folhudas, o abraço era macio, colado. Como a repulsa que precedesse uma entrega — era fascinante, a mulher tinha nojo, e era fascinante.

As árvores estavam carregadas, o mundo era tão rico que apodrecia. Quando Ana pensou que havia crianças e homens grandes com fome, a náusea subiu-lhe à garganta, como se ela estivesse grávida e abandonada. A moral do Jardim era outra. Agora que o cego a guiara até ele, estremecia nos primeiros passos de um mundo faiscante, sombrio, onde vitórias-régias boiavam monstruosas. As pequenas flores espalhadas na relva não lhe pareciam amarelas ou rosadas, mas cor de mau ouro e escarlates. A decomposição era profunda, perfumada... Mas todas as pesadas coisas, ela via com a cabeça rodeada por um enxame de insetos enviados pela vida mais fina do mundo. A brisa se insinuava entre as flores. Ana mais adivinhava que sentia o seu cheiro adocicado... O Jardim era tão bonito que ela teve medo do Inferno.

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Era quase noite agora e tudo parecia cheio, pesado, um esquilo voou na sombra. Sob os pés a terra estava fofa, Ana aspirava-a com delícia. Era fascinante, e ela sentia nojo.

Mas quando se lembrou das crianças, diante das quais se tornara culpada, ergueu-se com uma exclamação de dor. Agarrou o embrulho, avançou pelo atalho obscuro, atingiu a alameda. Quase corria — e via o Jardim em torno de si, com sua impersonalidade soberba. Sacudiu os portões fechados, sacudia-os segurando a madeira áspera. O vigia apareceu espantado de não a ter visto.

Enquanto não chegou à porta do edifício, parecia à beira de um desastre. Correu com a rede até o elevador, sua alma batia-lhe no peito — o que sucedia? A piedade pelo cego era tão violenta como uma ânsia, mas o mundo lhe parecia seu, sujo, perecível, seu. Abriu a porta de casa. A sala era grande, quadrada, as maçanetas brilhavam limpas, os vidros da janela brilhavam, a lâmpada brilhava — que nova terra era essa? E por um instante a vida sadia que levara até agora pareceu-lhe um modo moralmente louco de viver. O menino que se aproximou correndo era um ser de pernas compridas e rosto igual ao seu, que corria e a abraçava. Apertou-o com força, com espanto. Protegia-se tremula. Porque a vida era periclitante. Ela amava o mundo, amava o que fora criado — amava com nojo. Do mesmo modo como sempre fora fascinada pelas ostras, com aquele vago sentimento de asco que a aproximação da verdade lhe provocava, avisando-a. Abraçou o filho, quase a ponto de machucá-lo. Como se soubesse de um mal — o cego ou o belo Jardim Botânico? — agarrava-se a ele, a quem queria acima de tudo. Fora atingida pelo demônio da fé. A vida é horrível, disse-lhe baixo, faminta. O que faria se seguisse o chamado do cego? Iria sozinha... Havia lugares pobres e ricos que precisavam dela. Ela precisava deles... Tenho medo, disse. Sentia as costelas delicadas da criança entre os braços, ouviu o seu choro assustado. Mamãe, chamou o menino. Afastou-o, olhou aquele rosto, seu coração crispou-se. Não deixe mamãe te esquecer, disse-lhe. A criança mal sentiu o abraço se afrouxar, escapou e correu até a porta do quarto, de onde olhou-a mais segura. Era o pior olhar que jamais recebera. Q sangue subiu-lhe ao rosto, esquentando-o.

Deixou-se cair numa cadeira com os dedos ainda presos na rede. De que tinha vergonha? Não havia como fugir. Os dias que ela forjara haviam-se rompido na crosta e a água escapava. Estava

diante da ostra. E não havia como não olhá-la. De que tinha vergonha? É que já não era mais piedade, não era só piedade: seu coração se enchera com a pior vontade de viver.

Já não sabia se estava do lado do cego ou das espessas plantas. O homem pouco a pouco se distanciara e em tortura ela parecia ter passado para o lados que lhe haviam ferido os olhos. O Jardim Botânico, tranqüilo e alto, lhe revelava. Com horror descobria que pertencia à parte forte do mundo — e que nome se deveria dar a sua misericórdia violenta? Seria obrigada a beijar um leproso, pois nunca seria apenas sua irmã. Um cego me levou ao pior de mim mesma, pensou espantada. Sentia-se banida porque nenhum pobre beberia água nas suas mãos ardentes. Ah! era mais fácil ser um santo que uma pessoa! Por Deus, pois não fora verdadeira a piedade que sondara no seu coração as águas mais profundas? Mas era uma piedade de leão.

Humilhada, sabia que o cego preferiria um amor mais pobre. E, estremecendo, também sabia por quê. A vida do Jardim Botânico chamava-a como um lobisomem é chamado pelo luar. Oh! mas ela amava o cego! pensou com os olhos molhados. No entanto não era com este sentimento que se iria a uma igreja. Estou com medo, disse sozinha na sala. Levantou-se e foi para a cozinha ajudar a empregada a preparar o jantar.

Mas a vida arrepiava-a, como um frio. Ouvia o sino da escola, longe e constante. O pequeno horror da poeira ligando em fios a parte inferior do fogão, onde descobriu a pequena aranha. Carregando a jarra para mudar a água - havia o horror da flor se entregando lânguida e asquerosa às suas mãos. O mesmo trabalho secreto se fazia ali na cozinha. Perto da lata de lixo, esmagou com o pé a formiga. O pequeno assassinato da formiga. O mínimo corpo tremia. As gotas d'água caíam na água parada do tanque. Os besouros de verão. O horror dos besouros inexpressivos. Ao redor havia uma vida silenciosa, lenta, insistente. Horror, horror. Andava de um lado para outro na cozinha, cortando os bifes, mexendo o creme. Em torno da cabeça, em ronda, em torno da luz, os mosquitos de uma noite cálida. Uma noite em que a piedade era tão crua como o amor ruim. Entre os dois seios escorria o suor. A fé a quebrantava, o calor do forno ardia nos seus olhos.

Depois o marido veio, vieram os irmãos e suas mulheres, vieram os filhos dos irmãos. Jantaram com as janelas todas abertas, no nono andar. Um avião estremecia, ameaçando no calor do

céu. Apesar de ter usado poucos ovos, o jantar estava bom. Também suas crianças ficaram acordadas, brincando no tapete com as outras. Era verão, seria inútil obrigá-las a dormir. Ana estava um pouco pálida e ria suavemente com os outros. Depois do jantar, enfim, a primeira brisa mais fresca entrou pelas janelas. Eles rodeavam a mesa, a família. Cansados do dia, felizes em não discordar, tão dispostos a não ver defeitos. Riam-se de tudo, com o coração bom e humano. As crianças cresciam admiravelmente em torno deles. E como a uma borboleta, Ana prendeu o instante entre os dedos antes que ele nunca mais fosse seu.

Depois, quando todos foram embora e as crianças já estavam deitadas, ela era uma mulher bruta que olhava pela janela. A cidade estava adormecida e quente. O que o cego desencadeara caberia nos seus dias? Quantos anos levaria até envelhecer de novo? Qualquer movimento seu e pisaria numa das crianças. Mas com

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uma maldade de amante, parecia aceitar que da flor saísse o mosquito, que as vitórias-régias boiassem no escuro do lago. O cego pendia entre os frutos do Jardim Botânico.

Se fora um estouro do fogão, o fogo já teria pegado em toda a casa! pensou correndo para a cozinha e deparando com o seu marido diante do café derramado.

— O que foi?! gritou vibrando toda. Ele se assustou com o medo da mulher. E de repente riu entendendo: — Não foi nada, disse, sou um desajeitado. Ele parecia cansado, com olheiras. Mas diante do estranho rosto de Ana, espiou-a com maior atenção. Depois atraiu-a a si, em rápido

afago. — Não quero que lhe aconteça nada, nunca! disse ela. — Deixe que pelo menos me aconteça o fogão dar um estouro, respondeu ele sorrindo. Ela continuou sem força nos seus braços. Hoje de tarde alguma coisa tranqüila se rebentara, e na casa

toda havia um tom humorístico, triste. É hora de dormir, disse ele, é tarde. Num gesto que não era seu, mas que pareceu natural, segurou a mão da mulher, levando-a consigo sem olhar para trás, afastando-a do perigo de viver.

Acabara-se a vertigem de bondade. E, se atravessara o amor e o seu inferno, penteava-se agora diante do espelho, por um instante sem

nenhum mundo no coração. Antes de se deitar, como se apagasse uma vela, soprou a pequena flama do dia. Texto extraído no livro “Laços de Família”, Editora Rocco – Rio de Janeiro, 1998, pág. 19, incluído

entre “Os cem melhores contos brasileiros do século”, Editora Objetiva – Rio de Janeiro, 2000, seleção de Ítalo Moriconi.

CLIC Luis Fernando Verissimo Cidadão se descuidou e roubaram seu celular.

Como era um executivo e não sabia mais viver sem celular, ficou furioso. Deu parte do roubo, depois teve uma idéia. Ligou para o número do telefone. Atendeu uma mulher.

— Aloa. — Quem fala? — Com quem quer falar? — O dono desse telefone. — Ele não pode atender. — Quer chamá-lo, por favor? — Ele esta no banheiro. Eu posso anotar o

recado? — Bate na porta e chama esse vagabundo agora. Clic. A mulher desligou. O cidadão controlou-se.

Ligou de novo. — Aloa. — Escute. Desculpe o jeito que eu falei antes. Eu

preciso falar com ele, viu? É urgente. — Ele já vai sair do banheiro. — Você é a... — Uma amiga. — Como é seu nome? — Quem quer saber? O cidadão inventou um nome. — Taborda. (Por que Taborda, meu Deus?) Sou

primo dele. — Primo do Amleto? Amleto. O safado já tinha um nome. — É. De Quaraí. — Eu não sabia que o Amleto tinha um primo de

Quaraí. — Pois é. — Carol. — Hein?

— Meu nome. É Carol. — Ah. Vocês são... — Não, não. Nos conhecemos há pouco. — Escute Carol. Eu trouxe uma encomenda para

o Amleto. De Quaraí. Uma pessegada, mas não me lembro do endereço.

— Eu também não sei o endereço dele. — Mas vocês... — Nós estamos num motel. Este telefone é

celular. — Ah. — Vem cá. Como você sabia o número do

telefone dele? Ele recém-comprou. — Ele disse que comprou? — Por que? O cidadão não se conteve. — Porque ele não comprou, não. Ele roubou. Está

entendendo? Roubou. De mim! — Não acredito. — Ah, não acredita? Então pergunta pra ele. Bate

na porta do banheiro e pergunta. — O Amleto não roubaria um telefone do próprio

primo. E Carol desligou de novo. O cidadão deixou passar um tempo, enquanto se

recuperava. Depois ligou. — Aloa. — Carol, é o Tobias. — Quem? — O Taborda. Por favor, chame o Amleto. — Ele continua no banheiro. — Em que motel vocês estão? — Por que? — Carol, você parece ser uma boa moça. Eu sei

que você gosta do Amleto...

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— Recém nos conhecemos. — Mas você simpatizou. Estou certo? Você não

quer acreditar que ele seja um ladrão. Mas ele é, Carol. Enfrente a realidade. O Amleto pode Ter muitas qualidades, sei lá. Há quanto tempo vocês saem juntos?

— Esta é a primeira vez. — Vocês nunca tinham se visto antes? — Já, já. Mas, assim, só conversa. — E você nem sabe o endereço dele, Carol. Na

verdade você não sabe nada sobre ele. Não sabia que ele é de Quaraí.

— Pensei que fosse goiano. — Ai esta, Carol. Isso diz tudo. Um cara que se

faz passar por goiano... — Não, não. Eu é que pensei. — Carol, ele ainda está no banheiro? — Está. — Então sai daí, Carol. Pegue as suas coisas e

saia. Esse negocio pode acabar mal. Você pode ser envolvida. — Saia daí enquanto é tempo, Carol!

— Mas... — Eu sei. Você não precisa dizer. Eu sei. Você

não quer acabar a amizade. Vocês se dão bem, ele é muito legal. Mas ele é um ladrão, Carol. Um bandido. Quem rouba celular é capaz de tudo. Sua vida corre perigo.

— Ele esta saindo do banheiro. — Corra, Carol! Leve o telefone e corra! Daqui a

pouco eu ligo para saber onde você está. Clic. Dez minutos depois, o cidadão liga de novo. — Aloa. — Carol, onde você está? — O Amleto está aqui do meu lado e pediu para

lhe dizer uma coisa. — Carol, eu... — Nós conversamos e ele quer pedir desculpas a

você. Diz que vai devolver o telefone, que foi só brincadeira. Jurou que não vai fazer mais isso.

O cidadão engoliu a raiva. Depois de alguns segundos falou:

— Como ele vai devolver o telefone? — Domingo, no almoço da tia Eloá. Diz que

encontra você lá. — Carol, não... Mas Carol já tinha desligado. O cidadão precisou de mais cinco minutos para se

recompor. Depois ligou outra vez. —Aloa. Pelo ruído o cidadão deduziu que ela estava

dentro de um carro em movimento. — Carol, é o Torquatro. — Quem? — Não interessa! Escute aqui. Você está sendo

cúmplice de um crime. Esse telefone que você tem na mão, esta me entendendo? Esse telefone que agora tem suas impressões digitais. É meu! Esse salafrário roubou meu celular!

— Mas ele disse que vai devolver na... — Não existe Tia Eloá nenhuma! Eu não sou

primo dele. Nem conheço esse cafajeste. Ele esta mentindo para você, Carol.

— Então você também mentiu! — Carol... Clic. Cinco minutos depois, quando o cidadão se

ergueu do chão, onde estivera mordendo o carpete, e ligou de novo, ouviu um "Alô" de homem.

— Amleto? — Primo! Muito bem. Você conseguiu, viu? A

Carol acaba de descer do carro. — Olha aqui, seu... — Você já tinha liquidado com o nosso programa

no motel, o maior clima e você estragou, e agora acabou com tudo. Ela está desiludida com todos os homens, para sempre. Mandou parar o carro e desceu. Em plena Cavalhada. Parabéns primo. Você venceu. Quer saber como ela era?

— Só quero meu telefone. — Morena clara. Olhos verdes. Não resistiu ao

meu celular. Se não fosse o celular, ela não teria topado o programa. E se não fosse o celular, nós ainda estaríamos no motel. Como é que chama isso mesmo? Ironia do destino?

— Quero meu celular de volta! — Certo, certo. Seu celular. Você tem que fechar

negócios, impressionar clientes, enganar trouxas. Só o que eu queria era a Carol...

— Ladrão — Executivo — Devolve meu... Clic. Cinco minutos mais tarde. Cidadão liga de novo.

Telefone toca várias vezes. Atende uma voz diferente. — Ahn? — Quem fala? — É o Trola. — Como você conseguiu esse telefone? — Sei lá. Alguém jogou pela janela de um carro.

Quase me acertou. — Onde você está? — Como eu estou? Bem, bem. Catando meus

papéis, sabe como é. Mas eu já fui de circo. É. Capitão Trovar. Andei até pelo Paraguai.

— Não quero saber de sua vida. Estou pagando uma recompensa por este telefone. Me diga onde você está que eu vou buscar.

— Bem. Fora a Dalvinha, tudo bem. Sabe como é mulher. Quando nos vê por baixo, aproveita. Ontem mesmo...

— Onde você está? Eu quero saber onde! — Aqui mesmo, embaixo do viaduto. De

noitinha. Ela chegou com o índio e o Marvão, os três com a cara cheia, e...

Extraído do livro "As Mentiras que os Homens Contam", Editora Objetiva - Rio de Janeiro, 2000, pág. 41.