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I. RELIGIONES NO CRISTIANAS.
La creencia en á., démones, etc., ha desempeñado, con alcance casi universal en la
historia de las religiones, un papel importante, sobre todo en la religiosidad popular. Está
presente en el polidemonismo de varios sectores prehistóricos, en las religiones china,
brahmánica, hindú, irania, babilonia, asiría, egipcia, celta, germana, azteca, incaica, etc.
Puede afirmarse que la angelología es un capítulo de todas las religiones celestes.
1.Precisiones terminológicas.
El término castellano ángel enlaza, a través del latín angelus, con el griego angelos o
mensajero. Con acierto observa S. Gregorio Magno (In Evangelia homiliae, 34, 8: PL 76,
1250 e): 'angelus nómen est officii, non natura'. Por eso entre los griegos son llamados
angelos los enviados para transmitir un mensaje tanto si son hombres (Homero, llíada, 5,
804; 13, 2; Heródoto, 1, 99, etc.) como dioses: Hermes, Iris, Némesis, etc. (Homero,
Ilíada, 2, 786; Odisea, 5, 29; Platón, Leges, 4, 717, etc.). La palabra démones (del griego
daimon, daimones, en latín daemon), etimológicamente significa 'distribuidor' en el sentido
activo de su raíz da¡-; y, en el pasivo, 'lo distribuido, el lote' bueno o malo que
corresponde a cada persona, significado que, en parte, coincide con el del latín genius,
'los genios', p. ej., en sentido amplio, lo 'congénito', y facilitó su posterior relación con el
valor técnico de ángel. Tanto los á., designación preferentemente bíblica, como los
démones, pueden ser buenos o malos. El texto latino más antiguo que habla
explícitamente de la sinonimia de los angeli-daemones es de Labeo, S. I a. C. (S. Agustín,
Ciudad de Dios, 9, 19), al comparar los démones grecorromanos con los á. de otr ' as
religiones, alusión implícita al judaísmo. Pero ya en el S. IV a. C. se había iniciado un
proceso degradatorio de la palabra daimon, que terminó por conservar sólo, o al menos
de modo predominante, su significado maligno. De ahí que los cristianos la escogieran
como designación de los á. malos, los demonios. A fin de evitar el riesgo de una
equiparación entre á. y demonios del cristianismo y sus homónimos paganos, aquí se
prefiere emplear la terminología 'démones buenos y malos' de sabor evidentemente
helénico; por tanto, al usar la palabra démones, se hace referencia a una realidad, no
siempre personificada ni personal, que ha sido nombrada con vocablos dispares en los
distintos idiomas y religiones: angelos, daimones, pneuma, dynamis, etc., griegos; ginn,
de origen preislámico; ha-watif, ha-fazza, árabes y de varios pueblos semitas; Ifrit,
Knumén, Erebuti, etc., egipcios; Karibu-Lititu, sédu, lamasu, pazuzu, la demon lamastu,
los 'siete sabios' protectores, los 'siete malignos' mensajero<; de Anu, entre los sumerios,
acadios, babilonios y asirios; Toura (Costa de Marfil); Sebau (pigmeos); Niang
(Madagascar); Yang (los I¿irai del Vietnam); los daeva y, según algunas de sus
interpretaciones, los siete Amesha spenta iranios; asuras, nagas (India); los venerados
como Kami en el shinto ' japonés; Manes Y. en parte, los genii romanos, si bien éstos no
parecen ser realidades distintas del individuo cuyo 'genio' son, sino más bien 'fuerza'
familiar, etc.; o sea, todas las realidades sacrales que aparecen en función de seres
intermedios e intermediarios entre los dioses y los hombres tanto por su naturaleza como
por su misión.
2. Estadios en la interpretación de los démones.
Resulta muy difícil, por no decir imposible, trazar la evolución semántica de los démones,
y esto incluso en cuanto a sus dos polos: el término a quo y ad quem. En casi todos los
casos se trata de dilucidar si su noción pasó de una realidad concebida como fuerza
abstracta e impersonal - mana, orenda, de algunos pueblos primitivos- la de seres
personales o al revés. Así, p. ej., en la religión griega, según unos (M. P. Nilsson, A.
Tovar, etc.), los démones, en un principio, eran algo indeterminado, simple manifestación
de una potencia actuante sobre los hombres; vaga personificación del destino y, por fin,
conjunto de seres personificados. Para otros (H. l. Rose, E. R. Dodds, K. Prümm, etc.), al
parecer más en consonancia con los documentos conservados, recorrieron el camino
inverso. Mientras la moira, con significado básico similar ('parte, lote'), describió la
trayectoria que parte de la idea de un sino impersonal hasta convertirse en un hado
personal, los démones evolucionaron en sentido opuesto, siendo la etapa final el
significado de suerte, destino no personificado. Ante la imposibilidad de solucionar de
modo apodíctico esta problemática, se limitará este trabajo a destacar sólo dos
interpretaciones, sin que el orden de su enunciado implique la consideración de etapas
históricamente progresivas en el desarrollo del concepto de los démones en las diversas
religiones.
a) Interpretación racional. De acuerdo con el valor pasivo de su etimología, que contrasta
con la condición personificada del activo, el demon tiene, a veces, significado de lote
bueno o malo, enviado desde fuera e inserto en el hombre mismo. Cuando Teognis
(Elegías, 1, 637) y Sófocles (Antígona, 791 ss.) llaman demonios peligrosos a la
esperanza, al espíritu de aventura, al temor y a Eros, subyace la mentalidad homérica,
según la cual estos sentimientos, dotados de vida propia, no pueden ser considerados
simplemente como partes del yo, pues no están sometidos al control del hombre y lo
empujan, como enemigos metidos en la ciudadela corporal, a comportamientos extraños.
Esta humanización resalta su carácter abstracto en los pasajes en los que daimon figura
en plano de igualdad junto a suerte (Aristófanes, Aves, 544; Esquines, 3, 157;
Demóstenes, 18, 303, etc.). Heráclito los humaniza aún más, al concretar: 'el carácter es
para el hombre su demon' (Fragmento, 119, Diels), y Epicarmo (Fragmento, 17, Diels)
especifica: '... su demon bueno, para algunos también malo'. Al amparo de este proceso,
Platón (Timeo, 90 e) identifica el demon de cada uno con su inteligencia, y los estoicos
(Epicteto, Pláticas, 3, 22, 53) con su conciencia.
b) Interpretación personal y sobrehumana. Sobre la interpretación precedente prevaleció,
con mucho, su catalogación entre los seres de perfiles personificados e individualizados,
intermediarios entre dioses-hombres, compañeros de éstos para custodiarlos (démones
buenos) o para perjudicarlos (démones malos). Pero de los démones entendidos así se
habla en los apartados siguientes.
3. Naturaleza y misión de los démones.
a) Seres intermedios e intermediarios entre dioses y hombres. Es, sin duda, su nota
más universal, común a todos (buenos y malos) y en cualquier religión. La afirmación de
Platón (Fedro, 246 e), que presenta a Zeus 'rodeado de dioses y démones', la de Proclo
(In Timeum, 290 c), que extiende a cualquier dios el cortejo de démones, o la postura de
los 'siete sabios' (sumerios, babilonios), o la de los angelos órficos alrededor del trono de
la divinidad (Orphicorum, fragmenta 248, citado por Clemente Alejandrino, Strommata, 5.
1253 3), y la de los angeli en torno a Juno (Inscripción tardía de Dacia, F. Cumont, o. c. en
bibl., 159), vale para las divinidades supremas de la religiosidad babilonia, egipcia, irania,
etc. Hasta conocemos el nombre de algunos de ellos, p. ej. 'Eratos, uno de los démones
que están en torno a Dionisos' (Pausanias, 1, 2, 5). Tanto los démones buenos como los
malos, que rodean el trono del dios del infierno, p. ej. los 15 démones en torno a Nergal
(asirios, babilonios) y los 'siete malignos' (sumerios, babilonios), o integran la corte del
principio del mal, p. ej. los daevas iranios, etc., sirven a su respectivo señor, guardando a
los hombres conforme a su condición protectora o maléfica. Plutarco les asigna este
puesto casi con urgencia de anillo sin el cual quedaría roto el lazo de unión entre los
dioses trascendentes y los hombres (De defectu oraculorum, 10, 415). Ya en época tardía
sus propiedades semejan una mezcolanza de cualidades divinas y humanas: 'moradores
de la zona media entre el cielo y la tierra, más débiles que los dioses, más fuertes que los
hombres... in. mortales, pero pasibles como los mortales... '; algunos testimonios los
hacen mortales, si bien pueden llegar a vivir 9.000 años (Platón, Banquete, 202 e; Máximo
de Tiro, 8, 8; 9, 3; Apuleyo, De deo Socratis, 13, 147; Plutarco, De delectu oraculorum, 3-6
y 12, 13; Isis et Os¡ris, 25; De Genio Socratis, 7-12; Porfirio, Fragmento, 23, 1 h; etc.).
Precisamente las diferentes especies de démones provienen de la distinta proporción de
la mezcla entre lo divino y lo sensible, de suerte que cuanto más cerca se hallan de la
tierra son más imperfectos en sí y más perjudiciales para los hombres (Plutarco,
neoplatónicos, etc.).
b) Guardianes de los hombres. Un segundo aspecto de los démones es su vinculación
a un individuo determinado, de ordinario desde su nacimiento (Hesíodo, Erga, 314;
Focílides, Fragmento, 15; Píndaro, Olímpicas, 13, 105; etc.); casi siempre en posición
antagónica a causa del enfrentamiento entre un demon bueno y otro malo, cada uno trata
de determinar el destino de su encomendado. Por medio del bueno la divinidad ayuda a
los mortales: 'El gran propósito de Zeuá dirige el demon de los hombres a quienes ama'
(Píndaro, Píticas, 5, 122 ss.). La asignación de un demon bueno y malo a cada persona,
presente en la religiosidad sumeria, babilonia, egipcia, etc., dentro del área helénica actúa
con vigor intensificado en la doctrina de los estoicos y de los neoplatónicos, así como en
la creencia popular: 'Euclides Socraticus duplicem omnibus omnino nobis genium dicit
adpositum' (Censorino, De die natal¡, 3, 3). Y el comediógrafo Menandro (Fragmento, 18 y
550) recoge la fe ya popularizada: 'Junto a cada hombre, apenas nacido, está un demon,
buen mystagogo, iniciador-guía en el misterio de la vida... '.Los árabes y distintas tribus
semitas completan el número y su posición. Cada individuo tiene cuatro haffaz o démones
buenos encargados de su custodia y colocados los dos diurnos a la derecha e izquierda,
los dos nocturnos a la cabeza y pies. Los yinn o démones malos acechan y aprovechan
especialmente los momentos del relevo, cuando al amanecer y atardecer retoman los
custodios a la corte de la divinidad. De ahí la necesidad de la oración al salir y ponerse el
sol.
Estos démones individuales ejercen una misión de custodia no sólo en cuanto
plasmadores del destino bueno o malo de orientación más o menos fatalista, sino
también, sobre todo en algunos autores, p. ej. Jenócrates (Aristóteles, Tópicos, 2, 6, 112
a, 37; Estobeo, 4, 40, 2; 5, 925, Hense), con función de evidente matiz ético en orden a
favorecer la conducta virtuosa o viciosa. La misión de guarda vigilante les mereció la
designación de phylaces, guardianes de los hombres (Hesíodo, Erga, 121 f-122; Platón,
República, 617 e; Política, 271 d). Esta tarea no siempre se circunscribe a un individuo;
existen también démones tutelares de localidades y de las polis-Estados (Platón, Leges,
4, 712-14). Algunos démones han pasado a la historia debido a la importancia de los
confiados a su guarda, p. ej., los de Alejandro Magno, César, Bruto, Casio (Plutarco, De
Alexandri Fortitudine, 330 d; Caesar, 69; Brutus, 36 y 38; Valerio Máximo, 1, 7, 7) y, sobre
todo, el de Sócrates; pero éste no puede quedar reducido a la categoría de un custodio
igual al de los restantes mortales. El mismo Sócrates lo considera concedido 'quizá a
alguien, tal vez a nadie de los pasados' (Platón, República, 6, 496 e). Su misión es
negativa. La voz interior de su demon nunca da órdenes a Sócrates, a no ser las
prohibitivas (Platón, Apología, 31 d; Fedro, 242 b-c; Alcibíades, 1, 103 a, 105 d, 124 c;
Jenofonte, Apología, 5). Si se calla, Sócrates obra tranquilo, pues así sabe que acierta.
c) Psicopompos o compañeros de las almas en el viaje de ultratumba. Guardianes de
los hombres mientras viven sobre la tierra, les acompañan en su viaje al más allá, Platón
(Fedón, 107 c-d, 108 a-b; República, 10, 617 e, 62Oe, etc.) concede al demon custodio la
misión de llevar el alma al Hades. Más tarde, sacados de las entrañas de la tierra los
Campos Elíseos - residencia ultraterrena de las almas buenas- y colocados en las zonas
celestes, el demon la acompaña en su ascenso a las mansiones etéreas (Proclo, In Rem
publicam, 2, 52; Jámblico, De mysteriis, 2, S; Porfirio en S. Agustín, Ciudad de Dios, 10, 9,
2, etc.). No obstante, en la creencia greco-romana esta función psicopómpica suele
corresponder a algunos de los angelos catactonios o mensajeros de los dioses
subterráneos, p.ej., a Hécate y, muy en primer lugar, a Hermes-Mercurio (Horacio, Odas,
1, 24, 15-18, etc.). Expresivas como pocas son las pinturas de la tumba de Vibia
(Catacumbas de Praetestato), esposa de un sacerdote de Sabacio, que es conducida por
Mercurius Nuntius, mensajero, traducción del griego angelos, ante el tribunal de
ultratumba; a continuación el angelus bonus la introduce en el banquete de los
bienaventurados. Es de época e influjo judío-cristiano.
d) Relacionados con la mántica y astrología. Los démones controlan 'todas las clases
de presagios' y los 'portentos de los magos' (Apuleyo, De deo Socratis, 6; Platón,
Banquete, 202 e; Teages, 129 d; Plutarco, De defectu oraculorum, 411 y 418, etc.). Pero
si están relacionados con todas las especies de mántica, mucho más con la astrología,
hasta en su sentido material, debido a su identificación con los astrosplanetas o al menos
de ser considerados éstos como mansión suya, especialmente en la demonología
babilonia y árabe (los siete arcángeles y los siete planetas), en los Oracula Chaldaica del
S. III d. C., en varios neoplatónicos (jámblico, Proclo, etc.), en el Corpus Hermeticum (L 6,
10-21; 4, 8, etc.). A cada individuo corresponde una estrella y un demon buenos o malos.
e) Causantes de mentiras, enfermedades, endemoniamientos, etc. Se puede afirmar
que en la Antigüedad la responsabilidad de cualquier acontecimiento desagradable, sobre
todo si no encajaba en el comportamiento ordinario de los hombres, recaía sobre algunos
de estos seres sobrehumanos. Los démones producían las fiebres (Plinio, Historia natural,
2, 16; Filóstrato, Vita Apollonii, 4, 10), la esterilidad, sequías, hambres, etc. (Porfirio,
Abstinentia, 2, 40), perturbaciones mentales (Hipócrates, Virg. t, 8, 466 Littré; Eurípides,
Hipólito, 241), las mentiras y otras calamidades, si bien el aspecto ético de su influencia -
salvo excepciones- es de época tardía (Porfirio, Corpus Hermeticum; y, sobre todo, Celso)
probablemente por influencia cristiana. No obstante, su maleficio típico es la posesión;
entran en el cuerpo humano con la sangre, carne comida o aire respirado (Porfirio,
Abstinentia, 2, 36 ss.), toman posesión de sus órganos como las fieras de su presa,
convirtiendo al poseso en sujeto destrozado por sufrimientos y contorsiones.
4. Origen de la creencia en los démones.
Es difícil explicar cómo se ha originado en la humanidad la creencia en los démones. En
líneas generales, cabe decir que es una consecuencia de la percepción por parte del
hombre de las realidades espirituales. El hombre reconoce que el universo no se agota en
lo que ve y toca, sino que existe un más allá; así se abre al conocimiento de la
inmortalidad, de Dios y a la advertencia de la posibilidad de unos seres inferiores a Dios,
pero superiores al hombre, a los que - en la medida en que su conocimiento de Dios
estuviera mezclado de deficiencias y errorestendió a colorear con rasgos divinos, etc. Más
en concreto pueden señalarse algunas causas inmediatas de la denonología tal y como
de hecho existe:
a) Necesidad de enlaces entre los dioses trascendentes y los hombres. Aunque una
constante religiosa de la Antigüedad, la telúrico-mistérica, se caracteriza por la
inmanencia de la divinidad, otra, la étnico-política, se distingue por el sentido localista, 'el
dios arriba, altísimo' y trascendente de sus deidades. En esta última aparecen los
démones como anillos de conjunción entre los dioses celestes y los hombres terrestres.
De ahí su condición de seres intermediarios por su naturaleza y misión, así como su
residencia en los astros y la creencia de que los espacios etéreos están llenos de
démones, moradores del aire como los peces del agua, etc. (Platón, Epinomis, 984 f;
Diógenes, Vitae Philosophorum, 8, 129-32 - pitagóricos- Plutarco, Isis et Osiris, 25;
Apuleyo, De deo Socratis, 139; Porfirio en S, Agustín, Ciudad de Dios, 10, 9). Si existen
démones teriomórficos o telúricos es sólo en cuanto psicopompos o por efecto del
sincretismo,.
b) Recurso etiológico. Algunos démones surgieron o, al menos, aseguraron su
existencia por servir para explicar los impulsos irracionales que tientan al hombre contra
su voluntad o las situaciones familiares, sociales, etc., extrañas: pestes, hambre, etc.
(Simónides de Amorges, 7, 102; Sofocles, Edipo Rey, 28, etc.). El hombre explicó estos y
otros fenómenos raros, tanto naturales como astrales, recurriendo a unos seres similares
a él, pero mucho más poderosos: los démones.
c) Antropomorfismo. Es la atribución a los dioses de unos mensajeros semejantes,
aunque mucho más rápidos, a los heraldos de los reyes, caudillos¡ etc., de importancia
hasta sagrada en la Antigüedad babilónico, egipcia, griega, etc. A su vez, por reacción, la
falta de fuerza de los dioses olímpicos, demasiado humanizados y estéticos, facilitó la
demonización de la religión ya decadente. Antropomórfica es también la condición híbrida
de algunos démones 'hijos de dioses y de ninfas o de seres similares' (Platón, Apología,
27 d; los démones a quienes se concede el signo gráfico de la divinidad, p.ej., dingir -
sumerios- il o ilu - acadios-; los 'hijos mensajeros de Anu' - asirios, babilonios, etc.).
d) Degradación de algunos dioses y dualismo. Al ser vencido un pueblo, sus
divinidades, si no eran absorbidas por la religión de los vencedores, solían quedar
condenadas a una vida subterránea; y, en muchos casos, consideradas enemigas, se
convertían en démones maléficos, componentes del cortejo del principio del mal, p. ej. los
daevas iranios, la serpiente encarnación de la suprema divinidad telúrica, los asuras y los
nagas de las originarias creencias indias, etc.
e) Demonización de los espíritus de los muertos. Algunos textos presentan una escala
de seres minuciosamente jerarquizado: dioses olímpicos, marinos, subterráneos (Hades),
démones buenos, démones malos, héroes, antepasados, hombres actuales (Platón,
Leges, 4, 7l7a; Epinomis, 984f; Proclo, In Timaeum, 299e-f; Porfirio, De regressu animae
fragmentae, en S. Agustín, Ciudad de Dios, 10, 9). Pero, según otros, este escalafón no
excluye la posibilidad de ascenso de las mejores almas humanas a démones, héroes o
dioses (Plutarco, De delectu oraculorum, 4l5)
f). Y aunque los estoicos y, en general, la filosofía, niegan la identificación de los démones
con los héroes, una constante del pensamiento helénico afirma la de algunos; p.ej.,
Hesíodo llama démones a los espíritus de los muertos en la edad de oro (Erga, 121 ss.);
Heródoto a Zalmolxis (4, 94, 1, y 96, 2); Esquilo al rey Darío (Persas, 5, 641 ss.);
Posidonio, Apuleyo y los neoplatónicos a las almas de los muertos en general; si bien
Proclo (In Timaeum, 290 a ss., 42 e; In Cratilum, 128) distingue tres clases de démones:
los angelos, los démones propiamente dichos y los héroes.f) Sincretismo. En toda el área
del Oriente Medio se operó, en este punto, un intercambio de ideas más o menos
profundo. A modo de ejemplo, en la demonología helénica confluyen representaciones
demonológicas primitivas de los pueblos preindoeuropeos del Egeo, otras más precisas y
organizadas del Oriente, corrientes místicas, principalmente el orfismo, el dualismo y los
daevas iranios, la angelología judeo-cristiana, etc., de suerte que la demonología helénica
es un aspecto más del sincretismo religioso característico del helenismo y de la
dominación romana.
g) Residuos e influjo de la Revelación bíblica. Aunque no. se intenta determinar los
residuos de la primitiva revelación verdadera, no se puede negar el influjo ejercido por las
creencias judías y cristianas, tal como aparecen en la S. E., en los dos siglos anteriores a
Cristo y en los posteriores, respecto de la angelología árabe y, en cuanto a la helénica,
respecto de los angelos catactonios, demonología de los Oracula Chaldaica, hermetismo,
gnósticos, neoplatonismo (Porfirio, jámblico, Proclo, Máximo de Tiro), etc.5. Epifanías y
representación de los démones. Residentes en el aire y enlaces entre los dioses celestes,
antropomórficos y los hombres terrestres, los démones buenos suelen ser representados
en forma humana, pero alada ('siete sabios' sumerio-acadios, Hermes griego y Mercurio
latino con alas incipientes en pies y hombros, etc.); a veces también con cabeza igual a la
de las aves 1 aladas moradoras de las zonas etéreas y ellas mismas angelos de los
dioses Homero, Ilíada, 8, 247; 24, 292, 315; Teognis, 549; Plutarco, Pyth. oracula, 22,
etc.). En cambio, los démones malos, probablemente por degradación de las deidades
telúrico-mistéricas prefieren las epifanías y representaciones teriomórficas, completas o
parciales ¡p. ej., los nagas indios de cabeza humana y cuerpo de Serpiente) a veces
monstruosas (démones minoicos, asírios, etc.) o también grotescas. Polignoto pintó un
demon 'que devora los cadáveres y deja sólo los huesos... Su color es entre negro y azul.
Como la mosca de la carne, enseña los dientes y está sentado sobre una piel de lince'
(pausanias, 10, 29, 7). Los animales preferidos son la serpiente, el dragón ('siete
malvados' asirio-babilonios, el sekhmet egipcio, los nagas, etc.) y el macho cabrío (islas
Canarias, Dahomey, Irlanda, etc.).
BIBL.: A. TOVAR, Vida de Sócrates, Madrid 1947, 223-236; F, KDNIG, Cristo y las
religiones de la tierra, I, Madrid 1960, 345-347, 461-462; II, 43-48, 440-441, 587; III, 156-
157, etc.; iD, Diccionario de las religiones (Demonios, Polidemonismo, Shinco), Barcelona
1964; M. P. NILSSON, Historia de la religiosidad griega, Madrid 1953, 204-209; A. Suys,
De angelis apud ueteres aegyptios, 'Verbum Domini' 13 (1933) 347-351, 371-378;
E.PETERSON, Engelund Dümonen. Nomina Barbara, 'Rheinisches Nluseum' 75 (1926)
393-421; W. FOERSER, Daimon, en TWNT 2.1-9; F. ANDRÉS, Angelos en RE
Supplementum, 3, 101-114 y Daimon, ib., 267-322; F. CUMONT, Les anges du
paganisme, 'Rev. d'Histoire des Religions' 72 (1915) 159-182; F. KóNlGl Die Amesha
Spentas und die Erzengel ¡m Altem Testament, Melk 1935; H. MAURIER, Essai d'une
theologie du paganisme, París 1965, 121-136, 167-169; M. P. NILSSON. Geschichte der
griechischen Religion, I, Munich 1955, 216-222, 364-372, 739-740, 756; 11, Munich 1961,
2lOT218, 255-257, 407-410, 438-455, 539-453, etcétera; P. BoYANcÉ, Les deux démons
personnels dans l'antiqiiite, 'Rev. de Philologie' 61 (1935) 189 ss.; l. MICHL, Engel, en
RAC 5, Stuttgart 1962, 53-60, 97-109; R. C. THompsom. The Devils and Evil Spirits of
Babilonia, Londres 1930.M.GUERRA GÓMEZ.
II. SAGRADA ESCRITURA.
Antiguo Testamento. Revelación progresiva.
La palabra á. proviene del griego y significa etimológicamente 'mensajero'. El A. T. habla
con gran frecuencia de ellos, aunque no siempre designándolos con ese vocablo: los
seres que denominamos con el nombre genérico de á. reciben variados nombres en el
texto original hebreo del A. T.
Dios ha ido revelando por etapas todo cuanto quería enseñarnos. Esas etapas están
marcadas, en la pedagogía divina, que se adecua en parte al estado cultural y aun
psicológico del hombre receptor de la Revelación. No podemos olvidar que los hombres
que, bajo la llamada divina, constituyen el pueblo de Israel, provenían, del politeísmo, y
que luego éste rodeó a Israel a lo largo de su historia. De ahí que Dios deba ante todo
reforzar el monoteísmo, negando la existencia de otros dioses fuera de Yahwéh (p.ej., cfr.
Ps 115, 4 ss.; Is 43, ll; etc.). Lógicamente la Revelación sobre los á. es, en un principio,
parca, haciéndose más amplia cuando el monoteísmo está bien asentado. Superación del
politeísmo. Esa corrección del politeísmo es aprovechada por Dios para revelar la realidad
angélica. Así se advierte en textos bíblicos que conservan tradiciones antiquísimas, que
pueden hacer referencia a creencias politeístas luego corregidas. Así, en Gen 6, 1-14 se
habla de los 'hijos de Dios' (o 'de los dioses'), de los hombres. Estos béne ha'éloh7m nos
son conocidos por Ps 29, l; 89, 7; Dt 32, 8.43; lob 1, 6; 2, l; 38, 7. Aparecen también en la
literatura religiosa ugarítica que ha podido influir en la manera de expresarse el
pensamiento religioso de Israel. En las más antiguas tradiciones, los béne ha'élohim
aparecen como dioses de los pueblos (cfr. Dt 32) y se los describe como sometidos al
poder del Altísimo, a cuya fuerza no pueden resistir, etc. (cfr. Dt 32, 8 y 37 s.). Siglos más
tarde, cuando se lleva a cabo la reinterpretación de los salmos 29 y 89, los béne
ha'élohím son de nuevo presentados como seres sometidos a Yahwéh (cfr. lob 1, 6, y
probablemente 2, l; 38, 7). Éste es también el sentido de la redacción del ya citado texto
Gen 6, 1-4. Los traductores griegos de la Biblia comprenden los béne ha'élohim en el
sentido de á. El texto de Gen 6, 1-4 es interpretado, por la epístola de Judas, en la época
neotestamentaria, como incluyendo una referencia a los á. caídos (lds 6; 2 Pet 2,4).El
hombre politeísta, con el que convivía Israel en su infancia y aun anteriormente, en su
prehistoria de Pueblo de Dios, veía tras los fenómenos de la naturaleza, de la vida, etc.,
fuerzas superiores que, al no reducirlas a un único Dios, las consideraba dominadas,
protegidas o personificadas en divinidades. Todas las divinidades estaban reunidas en el
panteón bajo la supremacía de un dios que los semitas del oeste conocían bajo el nombre
de Él. La Revelación divina no suprime de golpe este politeísmo circundante, sino que
hace comprender poco a poco a Israel que Él es Yahwéh y que si bien hay otros espíritus
no son sino criaturas suyas que le están subordinadas. Pero no se piense que sólo así
procedió la revelación de los á. Sería una concepción excesivamente simplista. Lo que se
ha dicho es uno de los elementos, uno de los caminos, si se quiere, por los que Israel es
llevado al conocimiento de los á. Existen también otros, reconocibles todavía en la
literatura bíblica. P. ej. la figura del malaík Yahwéh o malaik élohím como se le designa a
veces. Malaík es el mensajero, la palabra que más se acerca a nuestro á. De hecho se
traduce 'á. de Yahwéh'.Mensajeros de la divinidad, El 'mensajero de X' (nombre de una
divinidad) es un concepto conocido en la literatura ugarítica de mediados del segundo
milenio a.C. Así el rey divinizado Keret envía sus 'mensajeros' al rey Pbl pidiendo su hija
en matrimonio. Y el dios del mar envía sus 'mensajeros' para reclamar de la asamblea de
los dioses, reunidos bajo la autoridad de Él, al dios Baal. No parece, pues, que sean los
autores sagrados o el pueblo de Israel quienes crean este concepto para salvaguardar la
trascendencia divina. Una vez más, la pedagogía divina aprovecha los elementos de que
dispone, la cultura ambiente. Y sirven, es cierto, en algunos casos para preservar la
trascendencia de Yahwéh, tan difícil de soportar al pueblo de dura cerviz. El mensajero de
una divinidad es distinto de la divinidad misma. Y así los textos distinguen perfectamente
entre Yahwéh y su mensajero o á. Es el caso de Ex 33, 2: 'Yo mandaré delante de ti un
ángel que arrojará al cananeo, al amorreo... ' (es cierto que en este caso la distinción
puede provenir de la fusión de dos textos). En Num 22, episodio de Balaam hay un texto
antiguo, relativo al adivino Balaam, donde la divinidad no interviene directamente sino por
medio de su á. En Gen 24, 7, el á. es claramente distinguido de Yahwéh, que envía a
aquél para acompañar al siervo de Abraham que se encargará de traer a Rebeca. En Gen
46, 16, Jacob parece destinar entre Yahwéh y el á. que le ha salvado. Muy clara aparece
la distinción en Ex 14, 19; 23, 20; Num 20, 16. De esa forma nos encontramos ante textos
en los que se afirma que Yahwéh, Dios de Israel, reina no sólo en Israel, sino fuera de sus
fronteras, y ejerce su dominio sobre los otros pueblos por medio de sus emisarios. Las
divinidades de que hablan otros pueblos son reducidas a la categoría de malak.
En otros casos, quizá en otra etapa, las divinidades son declaradas barridas por el poder
de Yahwéh. Éste pudiera ser tal vez el origen de la expresión 'á. de Yahwéh', pero para
designar al mismo Yahwéh y no a un mensajero suyo. En Gen 16, 7 ss. se le aparece a
Agar el á. de Yahwéh, pero el vers. 13 identifica al á. con Yahwéh. Algo similar ocurre en
los casos narrados en Gen, 21, 17 ss.; 22, 11 ss.; 31, 11 ss.; ldc 2, 1 ss.; etc.
Generalmente, el á. de Yahwéh aparece como un ser benéfico, portador de un mensaje
agradable al hombre. Su actividad, cuando existe, va marcada también con el mismo
signo de la bendición. A veces están encargados los á. de misiones desagradables, son
los á. malos.
La corte celestial.
La antiquísima idea preisraelita, de los reyes divinizados y del dios-rey pudo servir de
peldaño para la ascensión de la mente hebrea hasta la concepción de Yahwéh-Rey
rodeado de una corte. El acceso al palacio-templo de los reyes asirios estaba custodiado
por toros alados con rostro humano, que hoy pueden contemplarse en el British Museum
de Londres. Proporcionaban al que entraba la impresión de misterio, la sensación de lo
sagrado; y prolongaban la distancia entre soberano y súbdito. Su nombre karibu sugiere
una relación terminológica con los kerub(im) hebreos. Cuando el autor sagrado piensa en
la expulsión del Paraíso, en el hombre alejado de la presencia de Dios, coloca a la
entrada del Vergel un querubín que señale con su presencia la separación entre lo
sagrado y lo profano (Gen 3, 24; Ez 28, 14). Los querubines, siempre ligados
estrechamente a la presencia de Dios, sirven a Yahwéh de montura (Ps 18, 11), arrastran
su carro (Ez 1, 4, y 10, 1 ss.) y sostienen su trono, con lo que el querubín adquiere tal
importancia que se convierte en uno de los nombres o títulos de Yahwéh: 'el que está
sentado sobre los querubines' (2 Sam 6, 2; 1 Sam 4, 4; Ps 80, 3; 99, l; 1 Cron 13, 6). Las
serpientes constituyeron siempre un misterio para los hombres antiguos e inspiraban
cierto sentido de lo sagrado. Según Num 21, 6: 'mandó entonces Yahwéh contra el pueblo
serpientes venenosas (seralim) que los mordían, y murió mucha gente'. En aquel
momento, perteneciente al éxodo, el Pueblo se encontraba en el desierto. Cuando en el
S. VII a. C. pasan los ejércitos de Asaradón por el mismo lugar vuelven a encontrar estos
reptiles y no dejan de impresionar al cronista, que los describe de color verde, alados y
con doble cabeza. Del desierto trae el Pueblo esta tradición de los serafim (cfr. Is 30, 6;
14, 29), que más tarde son representados en el Templo de Jerusalén. El reformador
Ezequías supríme las reproducciones de significación idolátrica. Pero antes Isaías usa su
nombre para describir la corte de Yahwéh. En efecto, Isaías dice acerca de la visión que
provocó su vocación: '... vi al Señor sentado sobre un trono alto y sublime... Había ante él
serafines; cada uno tenía seis alas; con dos se cubrían el rostro, con dos se cubrían los
pies y con las otras dos volaban... ' (Is 6, 1 ss.). Entre la tradición de Números y la de
Isaías, la Revelación ha progresado de manera sustancial. Del elemento Primitivo queda
su carácter de guardián e instrumento e la divinidad (Is 6, 6: 'Pero uno de los serafines
voló hacia mí, teniendo en sus manos un carbón encendido... '), fuerza de la muerte y de
la vida, purificación (ls 6, 7). Los serafines tienen en común con los querubines el ser
miembros de la corte real de Yahwéh.
Espiritualidad de los ángeles.
Al llegar el exilio (s. vi a. C.) Dios ha proporcionado a Israel la Revelación, e Israel por su
parte ha respondido con la fe en un estricto monoteísmo, que está ya tan firmemente
radicado que no tiene peligro de contagio por el politeísmo circundante. La angelología no
sólo tiene ya puestos sus fundamentos, sino que se puede desarrollar ampliamente.
El profeta Ezequiel habla en el cap. 9 de seis espíritus encargados por Dios de destruir
todo lo que no ha sido marcado por un escriba vestido de blanco. Algunos han querido ver
una relación, al menos verbal, entre ese texto y algunas tradiciones iránicas, PCt0 no es
claro; en cualquier caso Ezequiel los describe como espíritus a las órdenes de Dios. Con
el profeta Zacarías la Revelación continúa progresando en el sentido de poner de
manifiesto la espiritualidad de los á.; Zacarías habla en efecto mucho de ellos, y a partir
de la quinta visión (Zach 4, 1 ss.) declara que el á. tiene como misión interpretar los
signos y las visiones, Queda absolutamente claro que los á. no son fuerzas cósmicas,
sino realidades espirituales. El gusto por la apocalíptico sirve de vehículo a la revelación
de la existencia de multitudes de á. que pueblan los espacios celestiales. El libro de
Daniel habla de miles de millares (Dan 7, 10). Son seres inteligentes que explican a
Daniel sus visiones. Algunos detentan poderes divinos, como Gabriel (Dan 7, 10), cuyo
nombre significa 'fuerza de Dios', 0 como Rafael, 'medicina de Dios', que aparece en el
libro de Tobías, 0 COMO príncipes que rigen los destinos de los pueblos, como Miguel lo
es de Israel y el innominado príncipe de Persia lo es de este país (Dan 10, 8 ss.). La
trascendencia de Dios queda perfectamente marcada; lo indica el mismo nombre de
Miguel, Mi-ka'-El: '¿Quién como Dios?'.
Literatura apocalíptica apócrifa.
La época inmediatamente anterior y posterior al N. T. se caracteriza por tinas
preocupaciones apocalípticas referentes al horizonte de la vida del hombre y de su visión
del cosmos. La literatura apocalíptica va toda ella dirigida hacia la expresión de las
maravillosas intervenciones de Dios en un futuro más o menos lejano. Dominados por el
desconocimiento que del futuro tienen estos autores, usan un lenguaje en el que las
imágenes se suceden sin interrupción y aun se yuxtaponen, lo que da a sus descripciones
un sabor de misterio que es, sin duda, una de las primeras intenciones de los cultivadores
del género apocalíptico. Profundamente persuadidos de su fe en un solo Dios, principio
creador de todas las cosas y conservador de las mismas, incluso director de la historia
humana, los apocalipsis apócrifos le hacen intervenir de manera espectacular, rodeado en
toda ocasión de multitudes de á. que son los depositarios de la fuerza divina, de los
poderes divinos que se extienden a todo el cosmos, y encargados de una misión divina ad
casum, o más o menos continua, como puede ser el gobierno de una nación, de un grupo,
de los individuos en particular. La literatura apócrifa veterotestamentaria es rica en
referencias angélicas. Espíritus invisibles (Testamento de Leví 4, l: 2 Bar 51, 11) provistos
de seis alas (Enoc 51, l; 2 Enoc 19, 6; 21, l) y varios ojos (Enoc 51, l) son descritos
generalmente como jóvenes revestidos de luminosidad, con semblante ardiente como el
fuego (Enoc 17, l; 2 Enoc 19, 1-4). Su número es incalculable (Enoc (50, l; 71, 9; 4 Esd 6,
3; 2 Bar 21, 6; 56, 14; 59, 1 l).Este ejército celestial se encuentra perfectamente
jerarquizado en dos categorías fundamentales:
a) los á. superiores, que viven cerca de Dios, conocen sus secretos designios, celebran
y comparten el reposo sabático con Dios (jubileos 2), le acompañan siempre, incluso en
sus teofanías, y le representan en la tierra. Celebran continuamente la liturgia celeste
(jubileos 30, 18). Se encargan de comunicar a los hombres, casi a cada instante.. la
voluntad divina y la manera de llevarla a cabo (Jubileos 3-4).
b) Los á. inferiores juegan un modesto pero eficaz papel. Encargados del
funcionamiento de los elementos del mundo, fenómenos naturales como el viento, nieve,
escarchas, frío, calor, truenos, etc., 'cuatro miríadas de ángeles provistos de seis alas
cada uno, conducen diariamente al Sol y a la Luna' (2 Enoc 1 l). No observan el sábado
para no paralizar la vida sobre la tierra (jubileos 2; 2 Enoc 12; etc.). Fundado en la
apocalíptica, el rabinismo llegará a una verdadera casuística sobre los á.
Nuevo Testamento.
Este es el panorama que precede y en parte prepara el N. T. En él encontramos la
enumeración de las diferentes categorías de á.: arcángeles (1 Thes 4, 16; Ids.9),
querubines (Heb 9, 5), tronos, dominaciones, principados, potestades (Col 1, 16) y
virtudes (Eph 1, 21). Estos textos, pertenecientes al corpus paulinum, manifiestan
preocupación por el problema de las crisis religiosas de la Iglesia primitiva que unos
llaman gnosis y otros judaísmo esotérico: si S. Pablo habla de los á. se debe, más que a
una preocupación directa por ellos, a su deseo de mostrar que la redención de Cristo es
universal, cósmica. Ésta es la preocupación o interés fundamental del N. T.: la persona de
Cristo y su obra. Por otra parte, los evangelios nos refieren que Jesús, de origen celeste,
tiene tratos íntimos con estos seres celestes también (Mt 4, 1 l; Le 22, 42), que ven a Dios
y son custodios de los hombres (Mt 18, 10; etc.). Acompañarán al Hijo del Hombre en su
Parusía (Mt 25, 31; 2 Thes 1, 7), serán los ejecutores del Juicio Final (Mt 13, 39.49; 24,
31). Están al servicio de Cristo, quien podría pedir a su Padre una intervención angélica
(Mt 26, 53). Son inferiores a Jesús, siempre en cuanto Dios, pero con un nuevo título
después de la Muerte Resurrección (Eph 1, 20 ss.; Col 1, 16), porque también ellos le
están sometidos.
Aparecen también los á. con el oficio consagrado por todo el A. T. o en su acepción
primigenio de mensajero, como es el caso del arcángel S. Gabriel en el anuncio hecho a
Zacarías (Le 1, 1 1 ss.) y a Nuestra Señora (Le 1, 26 ss.); el del á. que comunica a los
pastores el nacimiento del Salvador (Le 2, 9 ss.) y al que se le une una multitud de á. (Le
2, 13 ss.); y los que anuncian la Resurrección de Jesús (Mt 28, 5 ss.; etc.). En Act i, 10 ss.
se citan 'dos varones vestidos de blanco' (obsérvese la conexión con Ez y Dan) que
anuncian a los Apóstoles la futura venida de Cristo. Hasta ese momento ayudan al
arcángel S. Miguel en su lucha contra Satanás (Apc 12, 1-9). En Apc 4, 8 ss. se
describen, en una visión muy similar a la de Is 6, como liturgos celestes cuya acción está
íntimamente conectada a la de la Iglesia peregrinante.
BIBL.: H. CAZELLES, Mariologie, Angélologie et Pneumatologie, ad modum manuscripti,
París 1968; G. DAVIDSON, A Dictionary of Angels, Nueva York 1967; W. EICHRODT,
Theologie des Alten Testaments, Stuttgart 1964, II, 131-138; P. M. GALOPIN-P. GRELOT,
Ángeles, en Vocabulario de Teología Bíblica, 4 ed. Barcelona 1967, 75-78; G. KITTEL,
Angelus, en TWNT 1, 72 ss.; G. W. HEIDT, Angelology of the Old Testament, Washington
1949; P. VAN IMSCHOOT, Teología del Antiguo Testamento, Madrid 1969, 157 ss.; A.
LEMONNYER, Angélologie chrétienne, en DB (Suppl.) I, 255-262; l. TOUZARD, Ange de
Yahweh, en DB (Suppl.) I, 242-255; M. ZIEGLER, Engel und D¿imon ¡m Lichte der Bibel,
Zurich 1957; VARIOS, Enc. Bibl. I, 499 ss.; VARIOS, Angel, Angel de Yahwéh, del
abismo, de la Alianza, de la guarda, exterminador, caída de los, del mundo, Angelología
judía y cristiana, en Enc. Bibl. I, 499-514; M. MEINERTZ, Teología del Nuevo Testamento,
2a ed. Madrid 19661 207, 269, 312 ss., 617 ss.L. CUNCHILLOS YLARRI.
III. TEOLOGÍA SISTEMÁTICA.
Nombre y significado.
Se entiende por á. los seres personales de naturaleza invisible creados por Dios,
inteligentes, que colaboran como mensajeros en el ejercicio de la Providencia en la
Historia de la Salvación. La palabra ángel, ángeles en plural, es en el lenguaje ordinario,
en la literatura y en el arte cristiano, enormemente familiar. Un varón puede llamarse
Ángel, Ángeles puede ser el nombre de una mujer. Se dice 'es un ángel' para recalcar las
cualidades buenas o excepcionales de un sujeto, principalmente la inocencia de un niño o
de un adolescente. 'Tiene ángel' es sinónimo de hermosura, gracia, simpatía. Estas y
otras expresiones, que abarcan uso tan rico y sentidos variados, tienen siempre un
abolengo preciosista y sugieren matices nobles de respeto, de encanto, de maravilla, que,
de alguna manera, vislumbran profundos aspectos de la angelología. Para los teólogos
esta voz tiene un significado exclusivo; etimológicamente se deriva del latín angelus, que
es transcripción del término griego con el que se designaba en la literatura profana a un
mensajero o enviado; indica, por tanto, una misión u oficio. Ya S. Agustín hacía notar que
a los á. les son aplicados dos nombres que explican respectivamente su misión y su
naturaleza. 'Los ángeles son espíritus, pero no por ser espíritus son ángeles. Cuando son
enviados, se denominan ángeles, pues la palabra ángel es nombre de oficio, no de
naturaleza. Si preguntas por el nombre de esta naturaleza se te responde que es espíritu;
si preguntas por su oficio, se te dice que es ángel: por lo que es, es espíritu; por lo que
obra es ángel' (Enarrationes in Psalmos, 103 s. 1, 15: PL 37, 1348-1349). Existencia de
los ángeles. Sin las luces de la Revelación y de la fe, la existencia de los á. sería sólo una
fatigosa aunque genial y bella sospecha; los á., como último ornamento del mundo, serían
el suplemento que cubriese el vacío que se interpone entre las criaturas visibles y Dios. Al
observar los niveles suavemente ascendentes, en la escala de perfección de las cosas,
no obstante sus diferencias esenciales, sería legítimo que la razón soñara con la
interposición de otras realidades superiores al hombre, pero criaturas como él,
subsistiendo como puros espíritus, exentos de materia, sumamente inteligentes y
reflejando con más perfección los dones de Quien-hizo-todo. Eso son los á. (cfr. S.
Tomás, Sum. Th., 1 q5O al e). La Revelación nos ilustra sobre este hecho al tejer una
historia divina en constante diálogo de amor con el hombre, entrecruzándose entre una y
otra existencias personales el oficio servicial de los á. Y este dato, que no es empírico, se
garantiza como verdad rigurosamente cierta. La Iglesia ha definido dogma de fe la
existencia de los á., espíritus creados por Dios. En el conc. IV de Letrán (1215), contra
ciertos rebrotes de dualismo en la Edad Media, se dice que Dios es 'Creador de todas las
cosas, de las visibles y de las invisibles, espirituales y corporales; que por su omnipotente
virtud juntamente desde el principio del tiempo creó de la nada a una y otra criatura, la
espiritual y la corporal, es decir, la angélica y la mundana, y después la humana, como
común, compuesta de espíritu y de cuerpo' (Denzsch. 800). Esta doctrina, definitivamente
sancionada volvió a aludirla, a causa del materialismo y negaciones modernas, en una
amplia cita literal, el conc. Vaticano 1 de 1870 (Const. Dogmática sobre la Fe Católica,
cap. I: Denzsch. 3002). Y Pablo VI al formular el Credo del Pueblo de Dios en el año de la
Fe (1968) comienza con estas palabras: 'Creemos en un solo Dios, Padre, Hijo y Espíritu
Santo, creador de las cosas visibles como es este mundo en el que transcurre nuestra
vida pasajera; de las cosas invisibles como los espíritus puros que reciben también el
nombre de ángeles y creador en cada hombre de su alma espiritual e inmortal'. Éstos son
algunos puntos que el magisterio de la Iglesia ha propuesto solemnemente sobre los á.,
pero se precisa un fuerte y perspicaz sentido de fe para esclarecer ambiguas teorías que
en la actual mentalidad crítica que respiramos se divulgan como logros irrenunciables de
ciencia nueva. El error tiene un ritornello multiforme y tenaz repitiendo en los distintos
momentos de la historia aproximaciones de la verdad tan sutiles como falsas. Si es cierto
que tropezamos con la negación radical de los á., según opinaban ya los saduceos (Act
23, 8) y aquellos antiguos filósofos apuntados por S. Tomás (1 q5o al), que se movían en
el clima del materialismo o racionalismo de siempre, la tendencia más frecuente entre los
modernos es interpretar los datos revelados reduciendo los á. a una proyección
personificada de la misma acción divina en el mundo o a una objetivación de las fuerzas
ocultas de la naturaleza, y negándoles un carácter personal. El ataque último lo
representa el teólogo protestante Rudolf Bultmann, quien, partiendo de la teoría de la
desmitologización, afirma que la creencia en los espíritus y demonios es un enunciado
bíblico 'liquidado' (H. Fries, Panorama de la Teología actual, Madrid 1961, 36). Por el
contrario, el testimonio de la Revelación es irrecusable y su existencia no es nunca un
problema para la Biblia. Incluso en el A. T. la doctrina sobre la existencia del mundo
angélico y su presencia en el mundo de los hombres se afirma con constancia (León-
Duffour). Según la expresión de S. Gregorio Magno, 'casi todas las páginas de los libros
sagrados testifican que existen los ángeles y arcángeles' (Homilía 34 in Evang., 7: PL 76,
1249). En los relatos iniciales, para expresar el castigo de los primeros Padres se nos dice
que Dios puso delante del jardín del Edén un querubín, que blandía flameante espada,
para guardar el camino del árbol de la vida (Gen 3, 4); en la aparición del encinar del valle
de Mambré, Abraham ve a tres varones, de los que dos siguen hacia Sodoma para liberar
a Lot de la catástrofe inminente, y eran á. que intervienen activamente en todo el episodio
(Gen 18 y 19); cuando Jacob huye a Mesopotamia, tuvo un sueño durante la noche y vio
una escala que llegaba de la tierra al cielo y a los 1. subiendo y bajando por ella (Gen 28,
12); al regreso para reconciliarse con Esaú le salieron al encuentro á. de Dios y al verlos
dijo Jacob: 'Éste es el campamento de Dios' (Gen 32, 2-3). En muchas narraciones se
habla del á. de Yahwéh (Gen 16, 7; 22, 1 l; Ex 3, 2; ldc 2, 1... ), pero parece que se trata
de una expresión que suaviza la manifestación sensible del Dios invisible, diluyendo el
antropomorfismo. En otros pasajes se les denomina con nombres propios. Al buscar un
compañero de viaje el joven Tobías tropieza con Rafael (medicina de Dios), que era un á.
(Tob 5, 4) y es coprotagonista de toda su historia; al final de una preciosa confidencia él
mismo se declara: 'Yo soy Rafael, uno de los siete santos ángeles que presentamos las
oraciones de los justos y tienen entrada ante la majestad del Santo' (Tob 12, 15). Gabriel
(hombre de Dios o Dios se ha mostrado fuerte) es el á. que interpreta visiones a Daniel
(Dan 8, 16-26; 9, 21-27); en el N. T. anuncia a Zacarías el nacimiento de su hijo (Le 1, 11-
19). y de él escucha María su inefable misterio maternal que hace presente a Dios en el
mundo (Le 1, 26-38). Miguel (¿Quién como Dios?) aparece en el libro de Daniel tres
veces como 'uno de los príncipes supremos', 'vuestro príncipe' y 'el gran príncipe' (Dan 10,
13-21; 12, l); reaparece en el Apocalipsis, 12, 7, luchando con sus á. contra el dragón y
los suyos, y en la carta de S. Judas 9. En el N.T. la doctrina de los a. ocupa momentos
relevantes tanto en torno del Nacimiento, Pasión, Resurrección y Ascensión de Cristo,
como en la predicación de Jesús. Y esta importancia del ministerio angélico persiste en la
prolongación original de la vida de la Iglesia con los Apóstoles, pasando luego por el canal
de la tradición en los Padres a la reflexión teológico posterior. un a. se aparece en sueños
a José turbado por el misterio de María (Mt 1, 20); un á. orienta la huida y retorno de
Egipto para salvar al Niño (Mt 2, 13-19); los á. revelan a los pastores el nacimiento del
Salvador en Belén (Le 2, 9 ss.); los á. le servían en el desierto después de la cuarentena
de ayuno y las tentaciones (Mt 4, ll; Me 1, 13); los niños tienen sus, á. que ven de
continuo la faz del Padre que está en los cielos (Mt 18, 10); al final de los tiempos, cuando
vuelva Jesús glorioso para juzgar a los hombres, formarán los á. su séquito (Mt 16, 27;
25, 31;Ic 13, 27); un á. le conforta en la agonía de Getsemaní (Lc 22, 43); Jesús podría
disponer de más de doce legiones de á. que le defenderían en el trance de la Pasión (Mt
26, 53); los á. atestiguan a las mujeres la Resurrección (Mt 28, 5-6; Le 24, 23; lo 20, 12;
Me 16, 5) y disuaden a los discípulos de su vana espera tras la Ascensión (Act 1, 10-11);
a Pedro le saca un á. de la cárcel (Act 12, 7 ss.). S. Agustín comenta: 'Conocemos por la
fe que existen los ángeles y leemos que se aparecieron a muchos, de forma que no es
lícito dudarlo' (Enarr. In Ps. 103 s. 1, 15: PL 37, 1348). La S. E. parece indicar un número
sobrecogedor de i. (Lc 2, 13; 8, 30; Mt 26, 53; Heb 12, 22; Apc 5, 1 l), aunque nada
sabemos con exactitud. Tampoco conocemos sus notas diferenciales. S. Tomás trata de
demostrar que cada á. constituye una especie en virtud de su espiritualidad, puesto que si
no tienen materia como los hombres, no puede ésta ser principio de distinción numérica Y
habrán de distinguirse por la forma, distinción que es especifica (1 q5O a4). Pero ofrece
denominaciones que dan a entender varias clases de á. El profeta Ezequiel (9, 3; 10,
1.2... 20) habla de querubines (orantes), que son los espíritus al servicio inmediato de
Dios; Isaías (6. 2-6) de serafines (ardientes); S. Pablo (Eph 1, 21; Col 1, 16) de
potestades, virtudes, dominaciones, tronos, principados y arcángeles (1 Thes 4, 16; Ids 9).
Si a éstos se agraden los á. ordinarios, que es la terminología más común, resultan los
nueve coros que se mencionan de la jerarquía angélica. S. Pablo debió tomar estos
nombres de la tradición judía, pero no es constante en la clasificación ni conocemos el
alcance de estas denominaciones. Por lo que una jerarquía angélica en sentido estricto,
ordenada en nueve coros, no tiene estricto fundamento bíblico. Pudo ser S. Ambrosio el
que primeramente formuló la agrupación completa de los á. en nueve rangos (Apol. proph.
David 5: PL 14, 859), y el Pseudo-Dionisio Areopagita quien dio vigor a esta
sistematización, fruto de su concepción del universo invisible como una estructura
jerárquica, ordenándolos en tres bloques: los tronos, querubines y serafines; 20,
potestades, dominaciones y virtudes; 30, ángeles, arcángeles y principados (De coelesti
Hierarchia 6: PG 3, 199-202). Otros Padres los organizan de manera distinta. Origen y
naturaleza de los ángeles. Una primera especulación en torno a los á. es su origen,
cuestión que ya aparece resuelta en el periodo áureo de la patrística, donde se dan las
grandes intuiciones de la fe, vivida e interpretada, ofreciendo los primeros materiales que
la Escolástica elaborará construyendo un sistema coherente desde su perspectiva
histórico-cultural. Existencia de los á. y creación son dos pilares firmes de su angelología,
aunque otros puntos serán posteriormente superados, Dice S. Agustín: 'Es necesario que
creamos que los ángeles son criaturas de Dios y que por £l fueron hechos' (De Gen. ad
litt. ¡m e ectus 3, 7: PL 34, 222) mientras parece reconocer que los textos del A. T. no
afirman formalmente que han sido creados por Dios ni en qué momento (De Civ. De¡ 1 1,
g: PL 41, 323). Pero no ofrece dificultad especial porque todo el contexto de la Biblia
transpira esta convicción. Los nombres mismos (á. de Dios, hijos de Dios, ejércitos de
Yahwéh) y sus oficios (forman la corte de Dios, le alaban, le ayudan en su acción sobre la
tierra y son enviados por Él como emisarios suyos cerca de los hombres) expresan su
estrecha dependencia de Dios. Además, Dios es la fuente de todas las cosas, como ser
único e irrepetible, creador del cielo y de la tierra, que, en el deseo divino de manifestar su
perfección pura y voluntad libérrima, da realidad y consistencia a todas y cada una de las
criaturas, que son la constelación de su gloria. Dios es Él solo y todo lo demás son
criaturas suyas. Por eso S. Pablo, apuntando probablemente a una corriente sincretista
del judaísmo, que pretendía identificar los á. con los dioses astrales y los elementos
cósmicos de los paganos (Col 2, 8.18.20; Gal 4, 3-9), tributándoles culto exagerado,
corrige enérgicamente esos errores destacando la trascendencia y primacía singular de
Cristo, Hijo de Dios: 'En Él fueron creadas todas las cosas del cielo y de la tierra, las
visibles y las invisibles, los tronos, las dominaciones, los principados, las potestades; todo
fue creado por Él y para Él. Él es antes que todo y todo subsiste en Él' (Col 1, 16-17).
'Que nadie con afectada humildad o con el culto de los ángeles os prive del premio' (Col
2, 18). Los á., por tanto, están incluidos en el ámbito de las criaturas y, no obstante su
perfección sobrehumana, dependen de Dios y están sometidos a Cristo cuya bondad
creadora manifiestan. Otra cuestión inevitable en su naturaleza. A pesar de la sobriedad
de la Revelación, sus datos van recortando un apunte importante para determinarla. Hay
puntos de referencia que apoyan la reflexión racional sobre la misteriosa y acuciante
realidad de los á. En unos textos se representan como hombres (Gen 18 y 19), pero su
aparición es efímera y simbólica del poder misional que desempeñan para acomodarse al
estilo nuestro según la ley de la condescendencia divina. Otras veces parecen
comportarse como necesitados de alimento, pero no es sino una apariencia (Tob 12, 18),
dando a entender que no tienen cuerpo como los hombres. Daniel, (9, 21; 14, 36) ve al á.
desplazándose rápidamente por el cielo, de una luminosidad deslumbradora, como si
fueran de fuego, y de un aspecto imponente que sobrecoge (10, 5-7). Jesús dice que
trascienden las leyes de la carne (Mt 22, 30). Estos distintos rasgos complementarios
sugieren intensamente que, siendo criaturas de Dios, se manifiestan como seres
personales sobrehumanos, inteligentes, inmateriales, invisibles, inmortales, poderosos
ejecutores de los planes de Dios en beneficio de su gloria y de la salvación humana: es la
espiritualidad angélica. Con todo, la clarificación de esta doctrina fue lenta y laboriosa
entre los Padres, que no acertaban a despegarse de una cierta materialidad sutil. En la
teología de S. Tomás (1 q5O a2) este asunto quedará definitivamente resuelto y sólo la
escuela franciscano conservará el sedimento residual de una imponderable materia que
conforma la naturaleza de los á. Elevación al estado de gracia sobrenatural, y caída de
algunos ángeles. Esta maravilla del mundo invisible de los á. adquiere pleno sentido, dice
Schmaus, cuando se tiene en cuenta su estado sobrenatural, es decir, el hecho de que
los á. no son solamente espíritus, sino que son espíritus compenetrados por el Espíritu
Santo, o sea, que han sido introducidos en el ámbito interno de la vida divina personal.
Ellos como nosotros - y con mayor razón porque son criaturas más nobles, si bien la
naturaleza no tiene ningún derecho- han sido gratificados con los dones sobre naturales
que Dios otorga libérrimamente, ampliando la resonancia grandiosa de la creación que le
celebra y alaba no sólo como Dios y Señor, sino también como Padre. Así lo ha profesado
siempre el sentido de la fe de la Iglesia, aunque no haya intervenciones expresas del
Magisterio solemne porque las zonas de fricción con el error son fronteras mucho más
radicales. En efecto, la S. E. llama santos a los á. que forman la corte de honor y el
consejo de Dios en el gobierno del mundo (Ps 89, 6). Isaías (6, 1-3) nos los presenta ante
Dios corcando el Trisagio: 'Los unos y los otros se gritaban y se respondían: ¡Santo,
Santo, Santo, Yahwéh de los ejércitos! Está la tierra llena de su gloria', Estas visiones de
Isaías y de Daniel (7, 10), se repiten en el Apocalipsis (4, 8), que describe inusitados
cuadros de la gloria del cielo, perpetua alabanza a Dios (Apc 19,, 1-7), siendo los á.
actores brillantísimos durante todo el desarrollo. Por eso, aun teniendo en cuenta las
puntualizaciones de S. Pablo (Col 2, 18) y de algunos escritores, como el obispo
Severiano de Gabala (S. V), que se oponían resueltamente a la veneración de los á. por
ensombrecer la mediación única de Cristo (J. Quasten, Patrología, II, Madrid 1962, 509),
la liturgia los celebra en sus fiestas (29 de septiembre, Santos Miguel, Gabriel y Rafael,
arcángeles; 2 de octubre, Los Santos Ángeles Custodios). En este sentido se pronuncia el
conc. Vaticano II: 'Siempre creyó la Iglesia que los apóstoles y mártires de Cristo, por
haber dado el supremo testimonio de fe y de caridad con el derramamiento de su sangre,
nos están más íntimamente unidos en Cristo; les profesó especial veneración junto con la
Bienaventurada Virgen y los santos ángeles, e imploró piadosamente el auxilio de su
intercesión' (Lumen Gentium 50). Muchos opinan con S. Tomás (1 q62 a3) que fueron
creados ya en gracia todos los á., sin mediar tiempo entro situación natural y estado de
gracia, que argumenta apoyándose en S. Agustín y en sus predecesores Propositino y
Alberto Magno. Pero Hugo de S. Víctor, Pedro Lombardo, Guillermo de Auxerre y S.
Buenaventura proponían otras soluciones, como un intervalo entre su creación y su
elevación al estado de gracia y de hijos de Dios. Tal intervalo sería necesario para
alcanzar el cielo por mérito personal de una libre decisión, de modo que sometidos a
prueba podían pecar, según los distintos despliegues posibles de la libertad. Una-vez
conseguir la bienaventuranza el á. ya no puede pecar ni pueda perderla. Está atestiguada
también en la S. E. la caída de algunos á Jesús, recriminando a los fariseos, llegó a
decidles: 'Vosotros tenéis por padre al diablo, y queréis hacer los deseos de vuestro padre
Él es homicida desde el principio y no se mantuvo en la verdad, porque la verdad no
estaba en él. Cuando habla la mentira, habla de lo suyo propio, porque él es mentiroso y
padre de la mentir a' (lo 8, 44). Y S. Pedro: 'Dios no perdonó a los ángeles que pecaron' (2
Pet 2, 4; Ids 6). En la teología de los Padres se da por supuesta la elevación de los á. al
orden sobrenatural y la problemática que plantean es, por contraste, el pecado de los á.
malos. Tienen perfecta conciencia de que el dualismo entre á. buenos y á. malos no es
metafísico, sino moral y religioso. Todos los á. fueron creados por Dios y enriquecidos con
la gracia, pero algunos pervirtieron su referencia al Creador. 'Porque el diablo y demás
demonios, por Dios ciertamente fueron creados buenos por naturaleza; mas ellos, por si
mismos, se hicieron malos' (conc. IV de Letrán: Denz. Sch, 800). Su dialéctica es diversa
e ingeniosa al intentar definir la categoría propia del pecado angélico (pecado carnal,
envidia, soberbia), pero la opinión más consistente es la que lo interpreta como pecado de
soberbia, según lo expresa S. Agustín: 'Cuando se investiga la causa de la desgracia de
los á., aparece con razón ésta de que, apartándose de Aquél que es Supremo, se miraron
a sí mismos, que no lo son: y este pecado, ¿qué otra cosa es más que soberbia?' (De Civ.
De¡ 12, 6: PL 41, 353). Relación de los ángeles con el mundo y el plan divino de
Salvación. Es difícil entender la relación de los á. con el mundo visible de los hombres y
de las cosas cuando ejercen sus misiones. Ellos no tienen cuerpo, ni ojos, ni voz. ¿Cómo
se hacen presentes y cómo se comunican?; los escolásticos dedicaron a estos
interrogantes minuciosos estudios. Sin entrar en detalles anotamos lo fundamental. En
efecto, si no tienen cuerpo, su presencia no cabe dentro de los marcos de espacio y
localización; necesita un módulo propio según su naturaleza singular y se llama presencia
'definitiva', que respondo a la actividad o cualidad operativo. El a. está allí donde obra; la
actividad es la razón de su presencia y lo que la define, y según su mayor o menor
potencia de operación abarcará lo que para los hombres son más o menos lugares. Es el
mismo esquema de la presencia divina, pero se distinguen 'una y otra, porque la de Dios
es omnipresencia en todas las cosas que mantiene en la existencia por su obra
conservadora; e inmensa porque no se agota en la creación actual ni puede agotarse en
creaciones hipotéticas más amplias. En cambio, la capacidad de obrar del á. es limitada
por su condición de criatura. Sus apariciones, por tanto, aunque reales, no son
manifestación de un cuerpo propio, sino situacional y momentáneo, que asumen como
símbolo de su gestión y poder, con el que hablan y se mueven, aunque no realiza
operaciones propiamente vitales. Tampoco tienen tiempo en sentido riguroso, son
eviternos. Su naturaleza espiritual excluye todo cambio sustancial y el tiempo es la
medida del cambio; pero hay que hablar de alguna clase de tiempo en los á. en cuanto
que sus facultades experimentan cambios accidentales y pueden aplicar su actividad a un
lugar u otro. Su inteligencia no es tributario de procesos sensitivos, dando lugar a la
racionalidad, sino que tiene la perfección de una intelectualidad intuitiva a través de la
propia esencia y de especies infusas recibidas de Dios. Lo que no conocen es nuestra
intimidad personal en la que sólo Dios penetra. También su voluntad libre decide de un
golpe y una vez provocada la decisión es irrevocable. No pueden errar en la verdad, pero
pueden pecar en la voluntad. Por último, es necesario considerar el mundo invisible de los
á. en la economía total del plan divino de la salvación. Todo el cosmos está comprometido
en una función plenaria y última que es manifestar la perfección de Dios. La creación
irracional es como un estruendo de gloria divina objetivada en su mismo ser, y, aunque
afeada y traspasada por el pecado, vive en expectación ansiosa 'esperando la
manifestación de los hijos de Dios', ya e 'las criaturas están sujetas a la vanidad no de
grados, sino por razón de quien las sujeta, con la esperanza de que también ellas serán
libertadas de la servidumbre de la corrupción para participar en la libertad de la gloria de
los hijos de Dios' (Rom 8, 19-23). Al hombre, que preside la naturaleza visible y ha sido
asociado a la vida de Dios, le corresponde realizar esa gloria por la opción amorosa y libre
a la voluntad de su Creador. Pero la creación muda y tensa de su fin queda aprisionada
por la historia humana que es una ondulante peripecia de lealtad o rebeldía ante la
salvación a que Dios le destina. Sólo responsablemente asume el hombre su destino
como hacedor magnífico de la gloria divina, y no pocas veces lo pervierte suplantándolo
por su propio bien. En un plano más alto, el mundo de los á. repite el esquema, con la
particularidad de que su suerte está definitivamente resuelta. Ya no esperan destino. A
unos, el orgullo los hizo demonios para siempre; a otros, la fidelidad los transformó para
siempre en bienaventurada corte de Dios. Una vez que Cristo ha venido al mundo, la
historia de la Salvación queda traspasada en Él por el poder y la gloria irrenunciable de
Dios. Cristo remata la creación; Él anuda lo eterno y lo temporal; Él dirime el conflicto
entre pecado y salvación, entre orgullo de las criaturas y alabanza perfecta de Dios. La
tensión, no obstante, persiste y, si el hombre ahora hace frente a sus enemigos auxiliado
por la gracia de Cristo, todavía arrastra su debilidad. La custodia angélica será otro gran
beneficio de las misericordias de Dios que, al tiempo que permite las pruebas de los
enemigos garantiza la victoria con las ayudas de un poderoso defensor que sirve su
voluntad. Tenemos muchos más bienhechores que los que nos imaginamos, conforme a
un designio divino de 'intercomunión' entre las criaturas y entre éstas y Dios. Nos amó
hasta darnos a su propio Hijo y nos rodea de su cariño por el ministerio de presencias
vivas (Guelluy). La S. E. enseña la custodia de los á. como protectores del hombre, y
poco a poco va penetrando en la conciencia del destinatario de la Revelación esta
Providencia (Ps 91, ll; Mt 18, 1-10; Act 12, 15); la sencilla creencia popular prolongará el
ministerio bienhechor de los á. no sólo a cada individuo en concreto, sino a los pueblos y
colectividades (la Iglesia, diócesis, parroquias, naciones, etc.). El plan de Salvación es un
plan unitario, siendo Cristo el centro de la historia, la corona del universo (Eph 1 y 2; Col
1, 13-20). Cristo lo arrastra todo y toda la creación está a su servicio: 'Todo es vuestro,
escribe S. Pablo, y vosotros de Cristo y Cristo de Dios' (1 Cor 3, 22-23), también los á. La
carta a los Hebreos, para destacar la dignidad real y el señorío universal de Cristo
Salvador y Redentor, los contrapone situándolos en su papel de meros servidores. Son,
dice, 'espíritus destinados a servir, en misión del favor de los que han de heredar la salud'
(Heb 1, 14). El propósito y el argumento son claros. Si los á. nos parecen seres
nobilísimos que sobresalen por encima de la creación visible, son, sin embargo, criaturas
que ejecutan las órdenes de Dios. Cristo, en cambio, es el Hijo heredero de todo, autor
del mundo, esplendor de su gloria (Heb 1, 2-5). La S. E., cuando habla de la existencia y
vida de los á., no pretende satisfacer la curiosidad de los hombres completando
conocimientos acerca del mundo; entran en escena al formar parte del juego dinámico de
la salvación humana. Por eso no especula sobre su naturaleza ni sobre su origen,
hablándonos siempre de ellos en función de su actividad y ministerio. También es un
hecho innegable que la angelología adquiere especial intensidad en la época del
destierro, cuando Israel estuvo en contacto con la religión persa, lo cual insinúa que este
auge ha sido influido por el intercambio de culturas. Pero tampoco cabe olvidar que hay
una evolución interna de la misma Revelación. Lo que no puede admitirse en modo
alguno es que los israelitas aprendiesen de los persas toda su concepción sobre los á.;
además mucho antes de esta posible influencia el A. T. conoce su existencia y actividad,
asignándoles el papel de enviados que realizan los planes salvadores de Dios. La
mutilación de la fe y la teología de los a. supondría la ruptura entre dos mundos fabulosos,
el divino y el humano, que quedarían yuxtapuestos por el capricho de un deísmo
agnóstico y empobrecedor. La Biblia, sin embargo, los presenta comprometidos
apasionadamente por una alianza de fidelidad, en cuya vigencia y servicio están
interesados los á.
BIBL.: S. Tomás, Suma Teológica, III, III 2.0, Madrid 1950-591 introd. y texto de 1 q5l-60,
qlO6-114; H. HKAG-S. AUSEJO, Diccionario de la Biblia, Barcelona 1966 (Ángel, Ángel
de la guarda, Ángel de Yahvéh); P. VAN IMSCHOor, Teología del Antiguo Testamento,
Madrid 1969, 157-175; M. SCHMAUS, Teología Dogmática, Il, 2 ed. Madrid 1961, 241-
266; P. BENOIST D'Azy, lnicz'ación Teológica, I, Barcelona 1957, 491-518; 661-671; R.
GUELLUY, La creación, Barcelona 1969, 159-173; M. SCHMAUS, El Credo de la Iglesia
Cátólica, Madrid 1970, 441-450; E. PETERSON, El Libro de los Ángeles, Madrid 1957; P.
R. RFGAMEY, Los ángeles en el Cielo y entre nosotros, Andorra 1960; R. ARAGO, Los
Ángeles, Bilbao 1950; ISIDORO DE SAN losé, La doctrina de Ángel Custodio en el
dogma, en la teología, en el arte y en la espiritualidad, 'Rev. de espiritualidad' 8 (1949)
265-287, 438-473; 9 (1950) 451-467; 11 (1952) 67-79; 12 (1953) 24-51, 150-185, 307 335;
A. PIOLANTI, Angeli y Angeli Custodi, en Bibl. Sanct., 1, 1196-1223 y 1226-1231.
SANCHO BIELSA
IV. TEOLOGÍA MORAL Y ESPIRITUAL.
Los ángeles, tema difícil
Algunos autores contemporáneos han afirmado que, para el hombre actual, el tema de los
á. resulta difícil. Esa afirmación es exagerada, ya que supone absolutizar como imagen
del 'hombre de hoy' lo que es, tal vez, expresión sólo de algunos ambientes. Sin embargo,
y con esa reserva, conviene tenerla presente, a fin de atender pastoralmente a esa
situación. Resumiendo, puede decirse que las dificultades provienen de motivos dispares:
A) Una de ellas es subjetiva ambiental. El hombre del S. XX se halla habituado a la
desconfianza racional de todo lo que no cae bajo el dominio del dato concrete) de la
experiencia. Quienes se mueven en esa esfera racionalista acaban, como advierte
Regamey, por negar de raíz todo el orden sobrenatural y, por tanto, la existencia de seres
superiores al hombre, seres-espíritu. Aun en el campo religioso, en que el peso de las
costumbres y de las creencias es tan hondo, se evaden con la teoría de los mitos: el á.
sería un personaje mítico. Bultmann, que no puede zafarse de la presencia permanente
del á. de Dios en la S. E., adopta una actitud radical de negación: 'El conocimiento de la
potencia y de las leyes de la naturaleza ha extinguido la fe en los espíritus y en los
demonios. Los astros se mueven por leyes cósmicas; las enfermedades y su curación son
efecto de causas naturales. No se puede usar la luz eléctrica o los rayos X e invocar el
mundo de los espíritus' (L'interpretation du N. T., París 1955, 142-143).
B) Hay otra dificultad objetiva, consistente en la imposibilidad de un conocimiento
directo, por el método de la experiencia, de la 'mismidad' de esos seres superiores. Son
espíritus puros y, por tanto, se escapan, como objeto de conocimiento, a la garra de la
razón.
C) Hay, en fin, para el creyente - y el teólogo lo es- un problema de tipo documental: por
un lado, la inmensa tradición literaria y devocional; por otro, los datos escasos de la
revelación sobre la íntima naturaleza de los á.
Históricamente, fue S. Tomás - Doctor Angélico quien trazó y trabó la arquitectura de una
angelología teológica. En él se apoyan estas líneas, intentando una exposición sumaria
del tema.
Existencia.
La existencia de los á. es, fundamentalmente, una verdad de fe. La fe será, por
consiguiente, el punto de apoyo para sondear la naturaleza de los á. Las páginas de la S.
E. - como los cuadros de fray Angélico- están llenas de á. Pero ángel (mal´âk, en hebreo)
significa enviado; quiere decir, como anota con agudeza S. Agustín, que es nombre de
oficio, no de ser (PL 37, 1348). El dato revelado es, pues, constante, patente (S. Gregorio
Magno, Homil. 34: PL 76, 1249). No se puede negar la realidad de embajadas tan
decisivas para la fe como la de la Anunciación. La Iglesia afirma en el Credo la existencia
de 'seres invisibles'; en el conc. IV de Letrán (1215) y en el Vaticano I (1870,) lo define
expresamente; la Liturgia canta la existencia de los á. en el Prefacio y la invoca en el
Canon: 'Te rogamos, oh Dios todopoderoso, que mandes llevar estos dones a tu excelso
altar por manos de tu santo ángel'. Para el hombre moderno, 'que no atina a pensar en los
ángeles con la ingenuidad y la sutileza de los antiguos', no hay otra argumentación que
ofrecerle si no es la de la fe. La razón - obstaculizada por prejuicios o predisposiciones no
halla razones demostrativas concluyentes. Sin embargo, el Doctor Angélico formula una
razón de conveniencia de extraordinaria hondura teológico, teleológico y perfectiva: 'Es
necesario admitir la existencia de algunas criaturas incorpóreas - dice -, porque lo
requiere la perfección del universo' (1 q5O al). Quien ve con ojos limpios el opus
creationis como obra maravillosa de Dios, sabe encontrar y unir los hilos que la tornan
inteligible. Con todo, es la fe la que juega aquí el papel primordial.
Esencia.
El análisis del teólogo se hace sutilísimo. Los á. son criaturas, totalmente espirituales,
sustancias completas, superiores al hombre e inferiores a Dios, con una enorme
capacidad de inteligencia y de amor (1 q54.59-60), elevadas al orden sobrenatural,
sometidas a una prueba que determinó la distinción entre á. buenos y á. malos. Los á.
buenos, los que están en la presencia de Dios, los bienaventurados, 'forman una multitud
inmensa, superior a la muchedumbre de los seres materiales' (1 q5O a4), porque Dios,
que hizo perfecta la creación, abre más la mano en la cantidad a medida que sus criaturas
son más perfectas, más espirituales. No hay, además, dos á. de la misma especie, sino
que cada uno tiene la suya propia (cfr. ib., a4).La angelología aquiniana es uno de los
tratados en que el genio teológico del Doctor Angélico logra mayor cohesión y
penetración. Existencia, esencia, número, especies, etc., van engarzándose en forma
sistemática tan magnífica, 'que nadie antes de él logró una teología de iús á. tan acabada,
ni nadie después de él la ha podido mejorar' (A. Martínez, o. c. en bibl., g). De hecho, el
tema de los á. le fascinaba, como aparece claro recogiendo los innumerables textos
escritos que les dedicó; es un leit motiv que tuvo su réplica en los pinceles del Beato
Angélico. Sorprende el contraste de esta afición teológico, o pictórica, con el desdén que
algunos teólogos 'modernos' sienten por el tema. S. Tomás o iray Angélico viven un
mundo angélico; el hombre tecnificado, un mundo terreno. Como actitudes humanas
paradójicas, como 'moradas vitales', entrañan, en su diversidad, una lección: es necesario
llevar a los hombres hacia la comprensión de la realidad del espíritu, liberándolo así de la
estrechez mental materialista y enriqueciendo así su alma. Para ello no hace falta
extenderse en imaginaciones sobre los á. - lo que sería contraproducente -, sino la firme
adhesión a lo que hay revelado sobre su existencia y misión.
Misión.
Que los á. ejercen determinados ministerios lo indica su mismo nombre. Lo revela la S. E.
Para el teólogo, Dios llama a sus criaturas a participar, de muy diversos modos, en el
gobierno del universo. La jerarquía - los coros- de los á., el lenguaje, la misión, etc., son
temas a los que el Doctor Angélico consagra una nutrida serie de cuestiones bellísimas (1
qlO6-114). Tienen, pues, los á. una misión especial que cumplir: en términos abstractos,
hacer ostensible la bondad de Dios; en términos concretos, participar como instrumentos
de Dios en la economía salvífica del hombre.
La Biblia nos ofrece una galería de policromos paisajes con á.: el á. que velaba al pueblo
de Dios (Ex 14, 19; 23, 20-23; Ps 90, g); el á. que sirve (Heb 1, 14); el á. que se alegra (Le
15, 10); el á. que protege a los pequeñuelos (Mt 9, 10); el á. que guía a los difuntos (Le
16, 22), etc.
Las sugestivas descripciones, mezcla de fe y de imaginación, de sensibilidad e ingenio,
que los Santos Padres nos legaron sobre la acción angélica fueron reelaboradas por S.
Tomás, no sólo en un plano de especulación teológico, sino también en un plano de
dinamismo cristiano: es la teología de los ángeles custodios (1 qll3) y la de los demonios
(ángeles caídos) tentadores (ib., qll4). Una observación aguda: 'Los hombres pueden
desoír las inspiraciones que les dan invisiblemente los ángeles buenos, iluminándolos
para obrar el bien'; pero queda intacto el libre albedrío: 'de ahí que el perderse los
hombres no se ha de atribuir a la negligencia de los ángeles, sino a la malicia de los
hombres' (ib., qll3 al ad2).Devoción a los ángeles. La devoción a los á. ha echado raíces
profundas en el pueblo cristiano. Fácilmente se comprueba que es una de las devociones
mayores de la piedad de los fieles. Ello se debe, por lo pronto, al excepcional papel que la
S.E. les atribuye en la realización de los designios de Dios, tanto en el A. T. como en el N.
T. La Iglesia naciente no podía olvidar la compañía de estos mediadores, enviados o
mensajeros de Dios, amigos del hombre. Son sus protectores divinos en las
circunstancias adversas. El episodio de S. Pedro, preso por Herodes Agripa, vigilado por
'cuatro escuadras de soldados', y liberado prodigiosamente por un á., mientras 'la Iglesia
oraba incesantemente a Dios por él' (Act 12, 4 ss.), es índice y símbolo de lo que va a ser
la devoción a los á. Los elementos esenciales están ya ahí. La manifestación histórica
ininterrumpida a lo largo de los siglos, se reviste de mil facetas, de las que son testimonio
irrecusable la poesía y la pintura, estereotipadoras y alimentadoras de la piedad popular,
que, a su vez, nutre y se nutre de la savia de la liturgia. En este sentido, es admirable la
'presencia' de los a. en la acción litúrgico de la Iglesia. F. Oppenheim, analizando este
aspecto, concluye que apenas hay acto de culto litúrgico en que no estén presentes los á.
De este modo, la Iglesia peregrinante une su oración a la de la Iglesia beatífica, pues la
liturgia del cielo corre a cargo de los á., que, conforme a su oficio, se hallan también
presentes y activos en la liturgia de los hombres. Y, por la dinámica misma de la fe, los á.
que cerraban las puertas del Paraíso terrestre son ahora los que ayudan y guían al
hombre a la conquista del Paraíso celeste, fusión de las 'dos iglesias', plenitud de la
Historia de la Salvación. Incluso se tratará de imitar a los á. en cuanto es posible; la 'vida
angélica' es un ideal de encarnación religiosa (cfr. G. M. COLOMBÁS, Paraíso y vida
angélica. Sentido escatológico de la creación cristiana, Montserrat, 1958).En tan rico
contexto devocional, podemos aún distinguir el culto genérico a los á. y el culto a algunos
á. en concreto. Tres arcángeles han recibido culto especialísimo: S. Miguel, defensor de
los derechos de Dios contra Luzbel, protector del Pueblo de Dios y 'ángel custodio' de la
Iglesia; S. Gabriel, el mensajero mesiánico del A. T., el á. de la Anunciación; y S. Rafael,
el á. de los viajeros y de los médicos.
Aparte del culto a determinados á., la devoción popular se ha centrado también en los á.
custodios o de la guarda. La teología, en su arquitectura doctrinal, presenta una fértil
enseñanza sobre la misión del á. custodio, que los autores espirituales han trasplantado a
la tierra feraz del pueblo. La historia de la devoción a los á. de la guarda pone de relieve
cómo enraizó ésta en la península Ibérica y cómo se propagó después a otros países. El
Libre dels angels, de Francesc Eiximenis, publicado en Barcelona, 1494, figura en cabeza
de los libros devocionales de este tipo. En realidad, la literatura sobre la devoción a los á.
custodios, tanto a nivel teológico como a nivel popular, es un bosque.
El culto a los á. ha sido establecido en la reforma litúrgica de 1969 de la siguiente manera:
29 de septiembre, fiesta (2a clase) de S. Miguel, S. Gabriel (antes: 24 de marzo) y S.
Rafael (antes: 24 de octubre); 2 de octubre: memoria de los á. custodios (cfr. Kalendarium
Romanum. Ex Decreto S. Oec. C. Vat. II instauratum. Editio typica, Typis Polyglottis
Vaticanis, 1969, 30 y 104-105).
BIBL.: S. TomÁs, Suma teológico, 1, q5O-64, trad. de A. SUÁREZ y com. de A.
MARTÍNEZ, III, Madrid 1950; R. REGAMEY, Gli ángeli, Catania 1960; G. KIRTEL, TWNT
I, 72-87; F. DE VIANA, Motores de cuerpos celestes y ángeles en S. Tomás de Aquino, '
Estudios Filosóficos' 8 (1959), 359-382; J. DANIELOU, Les anges et leur misson d'aprés
les Péres, París 1952; J. DUHR, Anges, en DSAM I, 580-625; E. PETERSON, El libro de
los ángeles, Madrid 1957; J. MARITAIN, Ée péché des anges, 'Rev. Thomiste' (1956) 197-
239; CH. JOURNET, L'aventure des anges, 'Nova et vetera' (1958) 127-154; J. VILLETE,
L'ange dans l'art d'Occident, Laurens 1940; S. FUMET, Mikael, ¿Quién como Dios?,
Madrid 1957; F. OPPENHEIM, L'intervento degli angeli nel culto, 'Ephemerides Liturgicae'
48 (1944) 86-96; I. DE S. losé, La doctrina del Ángel Custodio, 'Rey. de Espiritualidad' 8
(1949) 265-287t 438-473.ÁLVARO HUERGA.
V. ARTE.
Los á. son los únicos seres que tienen una representación plástica entre los elementos
esenciales del culto dentro del pueblo hebreo; desempeñan el oficio de custodios del Arca
de la Alianza y son fabricados por los israelitas en el desierto con preciosos metales,
según unos rigurosos cánones. La presencia de los á. en toda la Biblia es bien patente y
en ella se ha basado el arte posterior: un ejemplo fehaciente lo tenemos en el Libro de
Tobías, que inspiró delicados lienzos. Uno de los rasgos primordiales de su
representación lo constituye la incorporación a la misma de las alas, aunque
primitivamente, como ocurre en S. María la Mayor de Roma, aparezcan sin ellas. Igual
sucede posteriormente en el altar de los Scrovegni de Arena de Padua, donde los dos á.,
a ambos lados de la Señora, aparecen sin alas, y en la Capilla Sixtina. Pero, sin embargo,
no deja por esto de ser peculiar de ellos ese distintivo. Quizá sea éste un influjo de las
Victorias griegas o de las divinidades del mismo pueblo. Sus vestidos son muy parecidos
a los de los santos. Pero multitud de veces, sobre todo a partir del Renacimiento,
aparecen desnudos. En otras ocasiones, para demostrar su incorporeidad, sólo se les
representa con una cabecita orlada de alas. Los a. se hallan en su representación
pictórica o escultórica insistentemente ligados a un ministerio divino, en relación con el
mundo creado o simplemente como mero adorno de los cuadros de motivación religiosa.
Dentro del arte bizantino tenemos numerosas representaciones de este tipo con la
particularidad de figuras frontales, cuyas alas policromadas rellenan los frescos de
múltiples templos: interior de la iglesia de S. Vital, Rávena; ábside de S. Apolinar in
classe, Rávena; altar Pala d'Or en S. Marcos de Venecia, etc.
El románico además de la representación angélica en numerosos códices: Salterio de la
catedral de Reims (Biblioteca de Utrecht); Cantigas de Alfonso X (Bibl. de El Escorial), nos
ha llegado también hermosas esculturas de á., como la de la iglesia de S. Pedro el Viejo
de Huesca, en la que dos de éstos transportan un alma al Paraíso. Un arcángel de factura
muy perfecta y que delata un influjo de escuela bizantina, se encuentra en el fresco de
Santangelo de Formi. A veces los á. asumen la representación de la misma divinidad
como ocurre en el ¡cono de la Trinidad de Andrei Rublico de 1425 en el Museo Trotzaia
Lavra de Moscú. Los á. proliferan muchísimo dentro de la miniatura carolingia; tal ocurre
en la placa de marfil del Evangeliario de Saint-Gall, con los á. alados. Las esculturas
angélicas abundan menos que las pinturas o decoraciones miniadas. Del gótico se
conservan bellos ejemplares como el á. sonriente de la catedral de Reims, figura señera
de un estilo y de una época. Como bajorrelieves importantes son de citar los á. del
Tabernáculo de S. Cecilia, de Arnolfo de Cambio, Roma.
Una de las representaciones más frecuentes de los á. en la ornamentación de los lienzos
o frescos, es tocando instrumentos musicales, especialmente en el Renacimiento; tal
ocurre en los bellísimos á. de Melozzo da Forll en la capilla de los Canónigos de S. Pedro
de Roma. De especial interés son los á. de Donatello y Lucca della Robbia de la catedral
de Florencia. Hay un cuadro de ascendencia alemana que llega a dedicar particular
atención al menester de - los á. como músicos sagrados; se trata del Concierto angélico
de Grünewall en el Museo de Colmar. Los á, que acompañan a misterios de la vida de
Cristo o imágenes y pinturas de la Virgen y santos son también innumerables por su
variedad y posiciones. Sería tarea de recorrer toda la gama de pintores de las escuelas de
primitivos italianos para darnos una ligera idea del mismo. Todas las maestá de las
escuelas toscana, sienesa o de Padua tienen una gran proliferación de á. Generalmente
están colocados con una simetría regular y sus rostros son de muy poca variedad
estilística, como legado de la escuela bizantina. Duccio, Cimabue, Giotto, etc., son otros
tantos maestros de las primitivas escuelas que reiteran hasta lo infinito los coros y corros
de á. alrededor de sus figuras preferidas. Ya dentro del pleno Renacimiento no cesa esta
corriente, pero ateniéndose a las direcciones de cada estilo. Leonardo pinta en un
segundo plano dos delicados á. en el cuadro de Verrochio del Bautismo de Jesús. Donde
más diminutas aparecen las figuras angélicas es en el cuadro de Lochner de la Adoración
de los Magos de la catedral de Colonia, bajo pequeños doseles de decoración gótica. El
barroco no descuidará tampoco este delicado tema, y así los vemos en el relieve de
Algardi de la Basílica de S. Pedro. La estatua de la Virgen y el Niño de Luisa Roldán
también tiene un dosel de estas figuritas.
Hay, no obstante, dentro de todas las corrientes artísticas, una serie de á. que acaparan
la atención de los artífices. Se trata de aquellos que han ocupado un ministerio más
directo y trascendente dentro del plan redentor. Así S. Gabriel será referido con multitud
de detalles y coloridos en todos los lienzos de la Anunciación de María, desde el
famosísimo de Fray Angélico, hasta los neorrafaelistas, sin dejar los imponderables
lienzos del Greco de primera época, Murillo, etc. Ya en el Giotto tuvo el arcángel Gabriel
un pintor Cuidado y deferente. No menos trascendencia, dentro de la escultura y pintura,
tienen las representaciones de S. Miguel. Este arcángel y el diablo pesan cuidadosamente
las almas en el tímpano de la iglesia de Autun. El maestro de Arguís, Museo del Prado, le
dedica un retablo de plena significación primitivista y delicada atención por la leyenda. En
un lienzo del Museo del Prado, J. Sánchez nos da una visión del arcángel S. Miguel en
ruda batalla. La idea del arcángel envainando la espada de la ira de Dios, que culmina el
mausoleo de S. Angelo de Roma, tendrá eco también en el cuadro de M. Jiménez, del
Prado. S. Rafael, medicina de Dios, tiene retratistas en Bliverti, Lorena y Andrea del Sarto
en el mismo museo. En buen número de templos góticos aparecen asimismo, como
queriendo emular a S. Angelo, los á. supremos guardianes de la Iglesia: campanile de
Venecia, catedral de Burgos, catedral de Milán, etc.
BIBL.: L. SCHRFYFR, Bildnis der Engel, Friburgo 1940; R. P. REGAMEY, Ángeles, París
1946; G. MENAsci, Gli Angeli nell'Arte, Florencia 1902; M. GASNIER, S. Michel Archange,
París 1944; E. MILE, L'art religieux du Xll siécle en France. Étude sur les origines de
l'iconographie du moyen rige, París 1949; íD, L'art religieux de la fin du XVI siécle, du XVII
siécle et du XVIII siécle. Étude sur l'iconographie aprés le Concile de Trente: ltalie-
Espagne-Flandes, París 1951.F. SAGREDO FERNÁNDEZCortesía de Editorial Rialp.
Gran Enciclopedia Rialp, 1991