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8/20/2019 Arto Paasilinna - Prisioneros en El Paraiso
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Un avión en el que viaja una misió
de la ONU se ve obligado a efectuaun aterrizaje de emergencia en u
rincón perdido del archipiélago
ndonesio. Los supervivientes —unavariopinta pandilla de enfermera
suecas, comadronas y leñadore
finlandeses, médicos noruegos
azafatas y pilotos ingleses—
consiguen alcanzar una playa
rodeada por una jungla
mpenetrable. Superada laconsternación inicial, la comunidad
de náufragos se dedica co
creciente alegría a la organizació
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de la supervivencia. Gracias a s
humor irreverente y a su
personajes anárquicos, locos
rebeldes, Paasilinna le da la vuelta
al topos literario de la isla desierta
y se inventa una hilarante aventura
utópica.
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Arto Paasilinna
Prisioneros en el
paraíso
ePub r1.1
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xelenio 06.07.13
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Título original: Paratiisisaaren vangit Arto Paasilinna, 1974Traducción: Dulce Fernández Anguita
lustraciones: «Vegetation», TamasGalambos
Editor digital: xelenio (r1.1)
Corrección de erratas: acruxePub base r1.0
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El avión daba tumbos en la oscuridadSobrevolábamos la zona marítima dMelanesia, en aguas del océan
Pacífico. Habíamos sobrepasado eparalelo treinta y el Trópico de Cáncer.En aquel momento, estábamo
atravesando el cinturón tropical qu
rodeaba la Tierra. Pensé que en aquellzona la temperatura no baja ddieciocho grados ni siquiera en lo
meses más fríos. Hacía tres horas quhabíamos despegado del aeropuertnternacional de Tokio.
Soy periodista. Un finlandés norma
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se necesitan y caen en el olvido.Sobrevolábamos el Pacífico en u
reactor Trident, en medio de una nochormentosa.
El auxiliar de vuelo, un británicoven y de nariz larga, vino a sentarse
mi lado y comentó con naturalidad ldesagradable del tiempo y del menedel aparato.
Le di la razón. Con sus incómodasacudidas, el avión era como uncoctelera llena de pasajeros. De vez e
cuando, en la lejanía, un relámpagcruzaba el cielo, aunque no hubiessabido decir si se trataba de relámpagonormales o de calor.
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Me irritaba haber reservado mplaza para ir a Australia justamente eaquel avión. Recordé que, hacía un pade años, un aparato del mismo tiphabía caído cerca de París, y que, segúos resultados de la investigación, e
accidente pareció deberse a lacaracterísticas del motor. La compañíaérea había declarado algo así como qu
os estabilizadores horizontales deTrident habían tenido la culpa de ldesgracia.
Y daba la impresión de que aquellmisma tara afectaba ahora a nuestraparato.
El auxiliar de vuelo sabía que yo er
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periodista. Me preguntó si trabajabpara los servicios de información de la
aciones Unidas. Cuando le respondque no, me dijo que él tampoco y que lorganización sólo había alquilado eaparato. El resto de los pasajeros, qu
en ese momento daban cabezadas en suasientos, intentando dormir, eraenfermeras, comadronas, médicos
rabajadores forestales al servicio de lorganización.
Le pedí al auxiliar que me trajese u
vaso de zumo de naranja y él se levantde su asiento, dispuesto a cumplir mencargo. Pero en el último segundcambié de opinión y le rogué que m
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rajese un whisky en lugar del zumoPensándolo bien, era lo mejor que mpodía tomar con aquel sube y bajaañadí.
El auxiliar de vuelo sonrió y fue buscarme la bebida. Al otro lado de
pasillo viajaban dos mujeres con pintde comadronas, las cuales me lanzarouna mirada de reprobación.
El auxiliar se sentó de nuevo a mado y durante media hora estuvimo
hablando de esto y de lo otro. Daba l
mpresión de que la tormenta no hacísino empeorar y el tipo se las vio y sas deseó para poder traerme un
segunda copa. Él no tomaba nada
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Procedente del asiento de delante, se oíun sonido leve, como de rascado. Aasomarme por entre los respaldos, vi una rubia jovencita que se estabimando las uñas. Al darse cuenta de qua estaba mirando, me guiñó un ojo co
simpatía, pero no cruzamos ni unpalabra.
El auxiliar de vuelo iba agarrado a
respaldo del asiento delantero. El avióse agitaba cada vez más y yo me las veínegras intentando que no se derramar
mi whisky.Mi compañero se volvió hacia mí me dijo en voz queda, para que lodemás pasajeros no pudiesen oírle, qu
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no tenía ni idea de dónde estábamosCuando le pregunté estupefacto cómera posible, me contestó, aún más bajsi cabe, que, según él, el capitáampoco tenía ni idea de adónde no
dirigíamos.
Añadió que no debería habérmelcontado, pero que, en realidad, eso ncambiaba nada: estábamos perdidos. L
sugerí que tal vez sería mejor hacepartícipe de la situación al resto de lopasajeros. El auxiliar insistió en saber s
o decía en serio, dado que él estabotalmente de acuerdo. Y dicho esto sevantó y se dirigió hacia la cabina de
piloto, dando tumbos por el pasillo.
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Al cabo de unos instantes, la voz decomandante informó por los altavocede que el aparato volaba a unos diez mimetros de altitud en dirección surestepero que, lamentándolo mucho, no teníni idea de cuál era nuestra posició
exacta. La dirección y la altura sí quas tenía claras, especificó.
Continuando con sus explicaciones
el comandante Taylor —así dijlamarse— nos soltó una perorata co
mucho estilo, y vino a decir que no s
rataba de que estuviésemos perdidos eel sentido estricto de la palabra, perque, debido a las excepcionalecondiciones meteorológicas, nuestr
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ocalización era un tanto ambiguaaunque no había motivo alguno parpreocuparse.
Rogó a todos los pasajeros que sabrochasen los cinturones y apagasesus cigarrillos. Las azafatas procediero
a repartirnos cojines para ponerlosobre las rodillas. A continuaciónhicieron una demostración de
funcionamiento de las mascarillas doxígeno, indicaron la localización de lapuertas de emergencia de la cabina y d
os chalecos salvavidas. Palpé el míbajo el asiento y pensé en lo horriblque sería tener que ponérmelo.
Le mencioné al auxiliar de vuelo qu
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a nos habían dado aquellanstrucciones antes de despegar e
Tokio. —Esto no quiere deci
necesariamente que corramos peligro —dijo mi compañero con muy poc
convicción. Por su voz comprendí quas cosas empezaban a ser preocupantes
Me pregunté si llegaría a pisa
Australia, donde tenía que realizar ureportaje que llevaba dos añopreparando.
Estas reflexiones no duraron muchoEl avión se inclinó de mala manerhacia la izquierda. Yo estaba sentado eel lado derecho del pasillo, junto a l
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ventanilla. Eché un vistazo por ellapero sólo vi la oscuridad más absolutaMi vaso cayó al suelo sin que el auxiliase percatara. Rodó tintineando a lo largdel pasillo hasta que acabó poestrellarse contra la puerta de la cabin
del piloto y se hizo añicos. «Los trocitode cristal traen suerte», pensé sicreérmelo mucho.
El avión se bamboleaba de un lado del otro, y de repente se apagaron lauces. Tuve la impresión de que el moto
de mi derecha había dejado dfuncionar. No era sólo una impresión…El Trident empezó a caer en picad
hacia el mar.
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La voz del comandante volvió chirriar en los altavoces. Ya no estaban tranquilo. Pidió a los pasajeros qu
se preparasen para la evacuación. Eplena noche, en plena tormenta, emedio del océano Pacífico.
Las mujeres empezaron a gritar. Sme taponaron los oídos y los ojos se manegaron de lágrimas. El avión seguí
precipitándose hacia el mar.Después de un largo descenso, qu
me pareció eterno, el aparato consigui
enderezarse en una posición máconfortable y se oyó de nuevo la voz decomandante, que anunció en loscuridad: «En este momento volamo
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muy cerca del mar. El motor derecho hdejado de funcionar. En breves instantesprocederemos a amerizar».
Exhortó a los pasajeros a mantenea calma y precisó que, con un poco d
suerte, podríamos amerizar cerca de un
sla. Nos informó además de que uavión de aquel tipo podía resistir empacto sin sufrir daños muy graves
que tal vez tendríamos tiempo dabandonar el aparato por las salidas demergencia antes de que se hundiera.
Me di cuenta de que el aparatnclinado hacia un lado empezaba describir círculos sobre la superficidel mar y deduje que tal vez nuestr
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maravilloso piloto estuviese buscandun lugar apropiado, una playa lbastante larga para realizar un aterrizajde emergencia.
Las luces de la cabina sencendieron. Las azafatas se levantaro
de inmediato y comenzaron a repartichalecos salvavidas. Maldije a lodiotas que los habían diseñado, porqu
con las prisas las cintas se enredaban ba a ser un milagro que todo
consiguiéramos ponérnoslo.
Las luces se volvieron a apagar. Eel lado izquierdo del avión se iluminun cono de luz brillante, las luces daterrizaje, probablemente.
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De repente, fue como si el aparathubiese chocado contra un muro. Todonos estampamos de cabeza contra lorespaldos de los asientos de delante, lsangre salpicó los cojines y las luces sapagaron definitivamente. El ala que s
veía por mi ventanilla osciló y acabpor desgajarse, arrastrando con ella urozo del fuselaje. En la oscuridad pud
distinguir unas llamaradas, que siembargo pronto desaparecieron.
Pueden imaginarse el caos qu
reinaba en el avión. Creí que habíamochocado contra la ladera de un volcámelanesio, hasta que comprendí qusimplemente habíamos amerizado. E
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agua es dura como la piedra cuando uncae muy rápido o desde gran altura, nosotros habíamos cometido amboerrores.
Pero lo que me extrañó nada máchocar contra el mar fue que éste n
estuviese tan agitado como yo esperabaas olas apenas alcanzaban un metro d
altura. Más tarde comprendí la razón: e
Trident se había precipitado en enterior de una barrera de coral.
A tientas, los pasajeros abrieron la
puertas de emergencia y empezaron saltar al mar. Noté que tenía los piemojados, así que decidí imitarlos y mancé al agua por el agujero del fuselaj
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donde había estado el ala del avióantes de desprenderse de cuajo. Como echaleco salvavidas me mantenía en lsuperficie sin problemas, me quedflotando heroicamente en lanmediaciones del agujero, dand
consejos a voz en grito a los que todavíse encontraban dentro del aparatoCuriosamente el avión no parecía tene
ntención de hundirse en laprofundidades, y la gente seguísaltando por la abertura del fuselaje.
Alguien había conseguido lanzar amar una balsa salvavidas, en cuyocostados brillaban lucecitas. Poco poco todos se iban acercando a ell
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chapoteando entre el oleaje y se asían as sogas que la rodeaban.
Tonto de mí, en lugar de ponerme salvo como hacían mis compañeroseguí nadando junto a la abertura deavión. Y, seguramente bajo los efecto
de una conmoción cerebral, cometí unmprudencia aún más grave: me acerqu
al agujero y me puse a gritar hacia e
nterior, sin prestar atención al hecho dque, en su voracidad, el mar habíempezado a fluir a velocidad crecient
hacia las profundidades del aparato. Lenorme carcasa no dejaba de agitarsentre el oleaje y las olas me estamparocon tal fuerza contra su flanco, qu
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varias de mis costillas consideraropertinente romperse.
Ya no quedaba nadie dentro, así qumi demostración de heroísmo resultencima innecesaria.
Finalmente, el avión comenzó
hundirse con gran rapidez, y fuentonces cuando me di cuenta de quenía que salir huyendo a tod
velocidad. A duras penas consegualejarme del gigante antes de que shundiera. Su grandiosa carcasa m
succionó y por unos segundos marrastró bajo el agua, perafortunadamente el chaleco me devolvia la superficie.
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La buena suerte o, mejor dicho, ehábil amerizaje del piloto británico mhabía salvado. Luego el mar hizo eresto, llevándome hasta la playa, dondconseguí salir del agua arrastrándomeno sin antes golpearme las rodilla
repetidamente. Caí desplomado cuaargo era y me quedé allí, durmiendo po
fin la mona que me había acompañad
durante todo el vuelo de Tokio.
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El agua me despertó lamiéndome lopies: tras el amerizaje forzoso de lnoche anterior, me arrastré hasta l
playa, donde me quedé dormido. Pueddecirse que mi aspecto era deplorablea arena húmeda y caliente se me habíntroducido en la ropa e incluso en lo
calcetines; el cinturón me apretaba enía el pecho dolorido.
Alzándome con gran esfuerzo, m
despojé de las sandalias y escurrí localcetines.
Al palparme el pecho, llegué a l
conclusión de que por lo menos do
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costillas se me habían soltado deesternón.
La arena estaba mojada. Mi reloj shabía parado. A unos veinte metros sevantaba la espesa pared de una selva
Mi cartera seguía en su sitio, pero e
contenido estaba empapado. El soanzaba sus ardientes rayos en un
dirección que me resultaba extraña: d
arriba abajo, casi en vertical. En enorte, las pocas veces que brilla, el soapenas se alza sobre el horizonte, per
donde me encontraba ahora el sobrillaba efectivamente desde lo altomuy por encima de mi cabeza. Aquellno debería sorprenderm
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desmesuradamente, pero por algunrazón me impresionó.
Estaba solo en la playa. Me aflojé lcorbata, echada a perder por culpa de larena y del agua salada; por un momentdudé si arrojarla o no a las verdes olas
pero finalmente decidí guardármela eel bolsillo. Uno nunca sabe lo que puedlegar a necesitar en una isla desierta.
El lugar en el que me encontraba eruna especie de ensenada: el maespumeaba sobre la barrera de coral y a
mirar a ambos lados vi los dopromontorios que delimitaban la playaun cinturón de arena rodeaba el mar ras él, como una pared, se alzaba l
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selva, cuyos árboles más altos scurvaban sobre la arena, igual que en lfoto del mes de junio de un calendariPirelli.
Estaba claro que había ido a parar a zona cálida del Pacífico.
Aún llevaba puesto el chalecsalvavidas, completamente rebozado darena mojada. Decidí quitármelo
porque me estaba haciendo sudarRecordé lo complicado que me habíresultado ponérmelo en el avión, per
despojarme de él fue aún más difíciLas hebillas se habían atascado con larena y las cintas de tela habíaencogido tanto al permanecer en el agua
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que me habían hecho rozaduras por todel cuerpo. Un dolor punzante matravesó el pecho al intentar liberarmdel chaleco. Me sentía como un niñuchando con los cordones enredados d
sus botas de esquí.
Al fin conseguí desembarazarme dél, aunque me había quedado casi siresuello. Me apetecía un cigarrillo, per
a cajetilla se me había deshecho en ebolsillo y las cerillas, al mojarseambién habían perdido su utilidad
Tenía sed.Eché a andar despacito a lo largo da playa, hacia la derecha, es decir haci
el oeste, a juzgar por la posición del sol
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Dejé atrás la ensenada y tras ellapareció otra, exactamente igual. Y traésta se abrió una tercera, y otra más…
o había ni rastro de ninguno de lootros pasajeros del Trident. En la arende la playa lamida por el mar no se veí
huella alguna. Continué mi camino bajel sol abrasador. En una mano llevabas sandalias sujetas por las correas; e
a otra, el chaleco salvavidas, cuyacintas iban dejando huellas en la arenacomo si un ratón caminase a mi lado.
Sin duda debía de tener un aspectpenoso caminando de aquella maneracubierto de arena, devorado por ehambre y la sed y encima sin tabaco
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Pensé que todo aquello estaba a años ludel romanticismo que suele caracterizaa una isla desierta. Por suerte tampocenía testigos que se compadeciesen d
mí.Tuve tiempo de reflexionar sobr
muchas cosas mientras vagaba por lplaya. Maldita sea, pensé, un viaje tamaravilloso, meses y meses ahorrando
años de preparación, y todo se había idal carajo. Pensé en mi familia, allá eFinlandia. Allí debía de ser de noche
así que, en cuanto amaneciese, iban enterarse de que un avión fletado por laaciones Unidas, en el cual viajaba
unos cincuenta pasajeros entr
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enfermeras, médicos, trabajadoreforestales y un periodista, se habíprecipitado al mar en algún lugar de lMelanesia. Supuse que se quedaríaprofundamente afligidos por aquel golpde la fatalidad que me habría arrancad
de ellos.Pero ¿realmente me llorarían tanto
Traté de convencerme de que, despué
de todo, en Finlandia yo era undividuo más bien desagradable. Ta
vez mi familia y demás allegado
acogiesen la noticia con un suspiro dalivio. Cambiando de registro, me pusa saborear con deleite la desesperacióde los míos: su llanto, el dolor, su
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consternadas palabras e hipótesis sobrmi destino… ¿Y qué dirían loperiódicos sobre mi desapariciónMientras saboreaba aquellopensamientos tan agradables, me dcuenta de que había llegado a otr
ensenada.Y allí tampoco había ni un alma.Empezaba a sentir el cansancio
Anduve hasta el límite de la selva y msenté, pero me mojé el trasero y mevanté en el acto. Tuve que buscar u
buen rato hasta encontrar un sitimedianamente seco. Maldije para maquel terreno: al menos en los bosquedel norte había montículos, pero aqu
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sólo había hoyos y agua.Sí…, agua, precisamente. Entre la
raíces de los árboles se formabaoquedades, y en éstas, efectivamentehabía agua… Cogí un poco en el huecde las manos, y cuando me disponía
beber el líquido más bien tibio, mdetuvo la idea de que tal vez estabcontaminado. ¿Cómo podía saber si er
potable? Aquel territorio estaba lleno dsorpresas. Incluso recordé haber leíden alguna parte que, en el ecuador, e
agua era extremadamente tóxica. Dejque el líquido se escurriera entre midedos y contemplé mis palmas mojadasTenía la garganta seca; mi piel brillab
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húmeda al sol.Pensé en lamerme las manos, per
no sabía si atreverme. Me parecía ugesto temerario.
De repente mi cobardía empezó parecerme divertida y, dejando a un lad
mis reparos, me lamí las manos. No pasó nada. Volví a mojármela
metiéndolas en la oquedad, me las lam
de nuevo y los síntomas denvenenamiento siguieron sin hacer actde presencia. Repetí la operación varia
veces. Todo parecía ir bien.Finalmente, animado por lexperiencia, me llevé el líquido a lboca, con la avidez de un caballo de la
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estepas. El agua estaba tibia, pero no ersalada ni parecía contener ningunsustancia con un efecto mortanmediato.
Una vez saciada mi sed, volví sentir unas ganas enormes de fumar. M
palpé los bolsillos del pantalón comprendí lo que sentían los presocuando se veían privados del tabaco.
Poniéndome en pie, empecé a azotacon rabia los árboles, arbustos y lianaque había a mi alrededor con el chalec
salvavidas. Mi ataque de ira tuvo doconsecuencias inmediatas: el agua qume cayó de las copas de los árboles algo frío y pesado que aterrizó en m
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nuca; lo primero que pensé fue en unserpiente fría y viscosa.
Ni en sueños habría acertado máscuando por fin conseguí despegármelde la nuca, vi que se trataba realmentde una serpiente, un bicho verde
sibilante, de cabeza diminuta, quntentaba librarse de mis aterrorizada
garras. Lo lancé lo más lejos que pude
en un par de zancadas me planté dnuevo en la playa, donde me detuveaterrorizado. Tenía la impresión de qu
aquel bicho repugnante podía seguirmhasta allí. Naturalmente, no le dio po
perseguirme. Pero a partir de aque
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nstante la selva me inspiró aún máerror.
Reanudé mi camino a lo largo de loarenales, con el chaleco salvavidas ahombro y un hambre miserable perruna.
Caminé durante todo el día sin qunadie me viniese a preguntar adónde mdirigía.
Al caer la noche me senté en larena, sumido en la tristeza. Quité ecristal a mi reloj de pulsera con el fil
del cortaúñas, vacié el agua y soplsobre el mecanismo, que se puso efuncionamiento. Volví a colocarle ecristal y moví las agujas hasta que ésta
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señalaron las cinco. Le di cuerda y allmismo me eché a dormir. La arencaliente y húmeda me parecicomodísima después de una caminata taarga.
Así fue mi primer día tras e
amerizaje de emergencia. No me parecique fuese como para tirar cohetes.
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Al día siguiente me desperté en uestado lamentable: con el descanso, mhambre no había hecho sino aumentar
de nuevo me asaltaban las ganas dfumar. Pero, bueno, al menos me atrevía beber agua, así que la sed no mncordiaba tanto.
Me dije que el día anterior debía dhaber caminado en la direccióequivocada, porque no me habí
encontrado con nadie, de modo qudecidí volver por donde había venido.
Caminar por las playas desierta
resultaba una tarea ardua y monótona. L
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única compañía humana que encontrfueron las huellas que había dejado edía anterior. El océano se agitaba blanc majestuoso, pero estaba demasiad
cansado para disfrutar de scontemplación. La húmeda selv
ampoco invitaba a explorarla.Llegó la noche y me volví a dormi
sobre la arena. Al tercer día consegu
legar a la primera ensenada, a la que emar me había arrojado la noche deaccidente. Seguí caminando en direcció
al este.Como todo buen nórdico, estoacostumbrado a moverme por tierranhóspitas. Hubiera jurado que, para u
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caminante experimentado como yo, lmarcha por una playa tropical sería uauténtico placer. Perodesgraciadamente, la cosa no era así: mfatigué demasiado, debilitado por ehambre, y no avanzaba con el vigor ni l
velocidad necesarios. Aun así, prosegumi camino y, una tras otra, nuevaagunas se fueron abriendo ante mí.
Una profunda amargura me invadícada vez que pensaba en los ingenierongleses que habían diseñado el avión
¿Cómo se les había ocurrido construiun aparato que no era capaz de resistiuna buena tormenta? También pensaben los dioses melanesios… Quizá lo
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espíritus de aquella cultura milenarihabían sido los artífices del accidente.o mejor algún dios de la India, d
Borneo o de Nueva Zelanda habídecidido introducir algunos cambios ea monótona vida del océano, y nuestr
desgracia debía de resultarlesumamente divertida a esos espíritus tararos.
Al tercer día, tras las horas de mácalor, fue cuando vi por primera veseñales de presencia humana.
Sobre la arena mojada había ugorrito azul, que las olas habíaarrastrado hasta allí. Lo vi ya de lejosen la playa desierta, y a pesar de l
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cansado que estaba, me apresuré nvestigar el hallazgo. Lo recogí de
suelo y le di vueltas entre las manos. Eruna sencilla y diminuta prenda, en cuyparte delantera había bordadas unas aladoradas y las siglas de una compañí
aérea británica. La reconocí: pertenecía una de las azafatas. Aquel hallazgo mlenó de regocijo. Pero ¿y si aque
gorrito era lo único que quedaba de lpobre azafata? No quería ni pensar qusu dueña hubiese ido a parar al fond
del mar.Me metí el gorro en un bolsillo continué mi camino. A unos cientos dmetros, me encontré con unas huellas d
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pasos. Eran tan pequeñas que enseguiddeduje que se trataba de una mujer. Éstparecía haber salido del mar llevandzapatos de tacón, pero pronto se lohabía quitado y había continuaddescalza. Siguiendo las huellas u
recho, observé que también se habídespojado de los panties y los habíirado lejos, en dirección a la selva.
Me los embutí en el bolsillo parque hicieran compañía al gorrito y mapresuré a seguir las huellas de la mujer
Fue como si hubiese recibido nuevafuerzas de allá arriba, porque de repentapenas si sentí el cansancio.
Era ya por la tarde cuando encontr
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a la mujer.Recordando que una de las azafata
era morena y la otra rubia, me habípreguntado de cuál de las dos serían lahuellas. Vi que se trataba de la morena me dirigí hacia ella a la carrera.
La pobre estaba agotada. Yacía bocarriba en la playa, con el cabello llende arena y el rostro vuelto hacia l
selva. El oleaje le mojaba rítmicamentel trasero, pero a ella no parecímportarle. Estaba mucho más débil qu
o. Me presenté. La mujer volvió lcabeza y me sonrió débilmente. Luegme pidió con un hilo de voz:
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—¿Puede darme un poco de agua?La arrastré hasta la orilla de la selv
, cogiendo agua en el hueco de mimanos, se las acerqué a los labios. Lmujer bebió con avidez y pareciespabilarse un tanto. Se incorporó, s
atusó el pelo y sonriéndome dijo: —Me llamo Cathy McGreen.Yo no sabía qué hacer. No tenía nad
que darle, con lo cansada que estaba…o sí, algo tenía: me saqué del bolsillo egorrito y se lo ofrecí. La muchacha s
sorprendió al verlo, pero no me dijnada: lo estiró un poco y se lo puso.Entonces saqué los panties e hic
ademán de dárselos, per
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nmediatamente me sentí como un idiotame los volví a guardar en el bolsillo me puse en pie. No comprendía mubien qué había hecho mal, pero estabseguro de haberme comportado como uestúpido. Contemplé el mar mientra
oqueteaba azorado los panties dentro dmi bolsillo.
La mujer supo aplacar mi malestar
Con una amplia sonrisa me dijo que, yque tenía bolsillos, le parecía muy bie me agradecía mucho que fuese ta
amable de guardarle las medias.Propuse que nos pusiéramos ecamino. Le conté que había llegadbastante lejos explorando en direcció
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oeste y que por allí no había visto nadie.
Ayudé a la muchacha a ponerse epie y echamos a andar. Aunque estabexhausta, todavía parecían quedarlfuerzas para caminar. Avanzamos por e
arenal durante varias horaspenosamente. Yo le llevaba el chalecsalvavidas y de vez en cuando le traí
agua en el hueco de las manos. Nhablamos mucho. La mujer se apoyaben mí para caminar y así, poco a poco
fuimos avanzando.Se hizo de noche y nos tumbamos ea arena. El cielo tropical brillaba co
miles de estrellas, pero no fuimo
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capaces de admirarlo mucho rato ymuertos de cansancio, nos quedamodormidos. A la mañana siguientereanudamos nuestra penosa marcha.
Nos encontrábamos al borde de lextenuación cuando, de repente, dimo
con nuestros compañeros. Eran muchosos dieron agua y alguien me metió alg
en la boca, tal vez unas galletas. No
nstalaron para dormir, y, antes de caerendido, noté que alguien me quitaba lopantalones.
Al caer la tarde nos despertaron volvieron a darnos de comer. Aparecer, éramos los últimosupervivientes del avión.
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La mañana siguiente no fue menoastimosa: el hambre nos seguía royendpor dentro. Sin embargo, nuestr
situación había mejorado visiblementea que habíamos conseguido reunirnocon los otros pasajeros del avión.
Éramos en total cuarenta y ocho
veintiséis mujeres y veintidós hombresMe contaron que dos de los pasajerohabían muerto durante el accidente: un
enfermera sueca, que había siddevorada por un tiburón, y un trabajadoforestal finlandés, que no había lograd
sobrevivir a las heridas sufridas. A
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ambos los habían enterrado en la playa. No teníamos apenas comida. N
cigarrillos. Íbamos a buscar agua bebíamos con aire reflexivo.
Los únicos bienes que poseíamoeran los chalecos salvavidas, los cuale
acían en pequeños montones sobre larena, como dispuestos para la venta.
Por el momento no había habid
niciativa alguna de organización y ladeas llovían de todos lados, pero l
único que tenían en común era s
propósito de solucionar la inquietantfalta de alimentos. Habían pasado yvarios días desde el accidente, durantos cuales el grupo se había vist
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obligado a apañárselas a base de frutararas y de las raciones de emergencia da balsa salvavidas. Quedaba tan sól
una cantidad insignificante dprovisiones y las perspectivas no eramuy gratificantes.
Cuando pregunté dónde estaban lorestos del avión, decenas de bocas mcontestaron a la vez que en el fondo de
mar, cerca de los arrecifes, y que eugar estaba infestado de tiburones. Le
dije que una posibilidad era remar hast
allí en la balsa y ver si buceando spodía rescatar algo de comida. Añadque sería raro que los tiburonecontinuasen en las inmediaciones de
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avión después de tantos días.Pero ¿cómo íbamos a llegar hast
allí si no teníamos remos?Aquello se convirtió en un coro d
amentaciones. Cuando el médicfinlandés del grupo, un tal Vanninen
propuso por fin que eligiésemos a dos res miembros del grupo com
portavoces, le apoyé inmediatamente
Decidimos elegir una junta directiva.Los dos primeros elegidos fueron e
doctor Vanninen y una comadron
finlandesa de pelo moreno, que parecírondar los cincuenta. Y yo fui el terceroLos tres nos retiramos al amparo d
os árboles para estudiar la situación. A
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a comadrona se le ocurrió qupodíamos formar una expedición de unadiez personas para adentramos en lselva en busca de comida. Vanninen y ya miramos con aprobación. L
exhortamos a que eligiese para su grup
a alguien que supiese orientarse, quizel copiloto.
La comadrona partió hacia la selv
con diez mujeres y hombres a su cargo, para abrirse camino en la vegetación slevaron el hacha de la balsa salvavidas
Vanninen, al igual que yo, pensabque había que intentar llegar hasta lcarcasa del avión.
—Tiene que haber paquetes d
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comida y muchas cosas más que dseguro nos serían útiles: materiamédico, las herramientas de loeñadores, así como varias toneladas deche en polvo; aunque, por otra parte
quizá el agua salada las haya echado
perder.Por lo que Vanninen recordaba, e
pecio debía de hallarse bastante cerc
de la playa, entre ésta y los arrecifes dcoral, tal vez a dos o tres kilómetros dnosotros. A la mañana siguiente de
accidente, habían divisado aletas diburones dando vueltas en aquelloparajes.
Decidimos intentarlo, a pesar de l
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amenaza que suponían los tiburonesPero antes de nada teníamos qufabricar un par de remos y una espadillque hiciese las veces de timón. Como lúnica hacha que teníamos se la habíalevado los de la expedición dirigid
por la comadrona, tuvimos que esperar que regresaran.
Unas horas más tarde, La comadron
sus acompañantes volvieron de lselva con un aspecto terrible, tristes con los rostros sudorosos y cansados
o habían encontrado mucha comidaunos cuantos cocos, un puñado de raíce una serpiente de color verde a la que habían aplastado la cabeza con u
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pedrusco. Venían con la ropa hechirones y con la piel en carne viva poos arañazos de las ramas. Dos de lorabajadores forestales, que formaba
parte del grupo, declararodesconsolados que, por lo que a ello
respectaba, semejantes excursiones eradel todo inútiles y que no valían la penvisto el resultado.
Asamos la serpiente en la hoguerarompimos los cocos en pedazos roímos las raíces tal cual. Comimo
odos en silencio y sin el más mínimentusiasmo.Terminado el almuerzo, Vanninen
o nos fuimos con unos cuantos hombre
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más a la selva en busca de algunmadera que nos sirviese para hacer loremos.
Seguimos la senda abierta hachazos por la expedición anteriohasta internarnos en la espesura. Estab
bastante oscuro. Había muchos pájarode vivos colores revoloteando de ramen rama y su alboroto acompañab
nuestra marcha. Como a medikilómetro, vimos un grupo de monosLlevados por la curiosidad, se había
reunido para contemplar nuestro penosavance, y el escándalo que hacíaresonaba por encima de nuestracabezas. Algunos de ellos incluso s
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pusieron a romper ramas con lntención de azotarnos con ellas. Desduego, el recibimiento no pudo ser má
hostil. —¡Ay, si tuviésemos un par d
escopetas! —rugió Lakkonen, uno de lo
eñadores, mientras miraba a los monoque chillaban provocadores sobre scabeza.
Los árboles, que me parecieromangles, resultaron ser tan duros, apartde grandes, que nuestra pequeña hach
poco pudo hacer: cuando golpeábamoun tronco el resultado era de chiste. Nos sentamos a descansar un rato
Lakkonen se puso a hablarnos de u
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primo suyo que se había traído un mona Kuusamo. El primo en cuestión erefe de máquinas de un petrolero y tuv
que dejar su trabajo por culpa de uaccidente que lo había dejado mediisiado. Ya en Kuusamo, el primo l
había enseñado al mono a imitarlo. —Comía a la mesa con él, co
cuchillo y tenedor, y cuando mi prim
ba a acostarse, el mono hacía lo mismoMi primo le había hecho una camaprovechando la vieja cuna de nuestr
Alma, y el mono se tumbaba allí como sfuera una persona. Mi primo decía que iba a comprar una silla de ruedas par
que lo acompañase, pero no le di
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iempo, porque al bicho lo atropelló ecamión de Volotinen. Mi primo lo metien un ataúd auténtico que medía novent cinco centímetros, pero no l
permitieron enterrarlo en el cementerioa pesar de que estaba dispuesto a paga
a plaza entera. Entonces se me ocurrio de publicar una esquela en e
periódico, y así lo hicimos. Ahora no m
acuerdo de los versos que escribieronpero más de veinte personas acudieroal funeral, pensando que el difunto er
una persona y no un mono.Tras vagar un buen rato, nos topamocon una palmera, sin frutos eso sí, en lque nuestra hacha sí pareció hace
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mella. Conseguimos talarla, aunquardamos más de una hora porque sronco era muy grueso. La partimos eres trozos y con ellos emprendimos e
camino de regreso a la playa, lo que nocostó una hora o más.
Fue una experiencia agotadoraVanninen dijo que, después de semejantesfuerzo, no sería extraño que a un
persona acostumbrada solamente arabajo intelectual le diese un infarto. Y
cuando lo decía me miraba com
esperando que me diese una embolia me quedase en el sitio.Pero no ocurrió nada semejante.Alguien contó que a los tiburones lo
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ahuyentaba el color amarillo. Que si sextendía por el mar, huiríadespavoridos. Pero nadie pudconfirmar la autenticidad del dato y aúmenos decir de dónde íbamos a sacaanto color amarillo.
Nos pusimos inmediatamente fabricar los remos. Era una tarea lentaasí que tuvimos que organizar turnos d
rabajo durante toda la noche. Ademádel hacha, en la balsa salvavidas habíun sólido cuchillo que nos vino d
perlas. Fuimos a la selva por leña parel fuego y durante toda la noche no soyó más que el eco de los golpes dehacha contra la madera.
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El espectáculo era magnífico: lnoche tropical, la gente despiertalrededor de la hoguera, el cielconstelado de estrellas, los sonidos da selva… Yo yacía en la arena con u
chaleco salvavidas como almohada y s
me cerraban los ojos, aunque no mdormí, porque la comadrona vino avisarme de que era mi turno de trabajo
La seguí hasta el mágico círculo de lude la hoguera; mientras caminaba, me dcuenta de que ella mantenía todo e
iempo su mano en mi hombro, comharía una madre con su hijo.Durante una hora estuve esculpiend
el remo y conseguí terminar la part
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nferior de una de las palas. Luego msustituyó Keast, el copiloto británicoque continuó con mi trabajo sin muchentusiasmo, a juzgar por la expresióque me pareció distinguir a la luz de lalamas.
Regresé a mi improvisada camapero me había quedado sin almohada, yque el lugar se hallaba ocupado por un
oven enfermera o comadrona y no quisdespertar a la señorita, o señora, no efácil decirlo en la oscuridad de la noch
ropical.Llegó el nuevo día. El hambre noatormentaba aún más. La gentdeambulaba por la playa tambaleándose
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con el aspecto miserable de loprisioneros de un campo dconcentración, irritablesmordisqueando raíces amargas escupiendo las hebras que no podíaragar.
Para desayunar, bebí agua. Estabibia, como siempre, y no me apeteci
hacer gárgaras con ella. Las mujere
estaban en la orilla, haciendo suabluciones matinales. Se peinaban y smiraban en un espejito. Muchas de ella
habían conseguido salvar sus bolsosademás de a ellas mismas. Pero no vi ninguna empolvándose la nariz…Seguramente el agua del mar habí
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echado a perder los maquillajes. Una dellas se lamentaba:
—Qué horror… Tengo la regla y mhe puesto perdida…
El hacha y el cuchillo no habíadejado de trabajar en toda la noche
Teniendo en cuenta las circunstancias eas que nos hallábamos, el resultado er
bueno: habíamos hecho dos remo
argos y una espadilla algo más cortaLos remos eran de tres metros de largo a espadilla medía metro y medio. E
hacha había quedado bastante mellada, o mismo podía decirse de locarpinteros.
Para la tripulación de la balsa s
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eligió al doctor Vanninen, a doeñadores y al comandante Taylor. Ést
contó que había nacido en Adén, dondsus padres vivieron como grandeseñores en la época en que lobritánicos tenían allí una base aére
para garantizar la seguridad del Canade Suez.
—Aprendí a nadar en Adén —dij
Taylor—. Mi padre era el comandanten jefe de la guarnición, a pesar de quenía una pierna más corta que la otra
Siempre decía que resultaba muy útipara nadar, ya que cuando uno tiene unpierna más corta, eso ayuda a mantenea dirección.
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Nos apresuramos a llevar la balsa aagua entre todos y le deseamos muchsuerte a la tripulación.
Los cuatro valientes se hicieron a lmar, hambrientos, pero remandacompasadamente y avanzand
entamente entre el oleaje.Huelga decir que los corazones d
os que nos quedamos en la play
estaban con ellos. Deseábamoardientemente que el destino les fuesfavorable o, en caso contrario, que a
menos devolviese la balsa de goma a lplaya, ya que era nuestra propiedad mávaliosa.
La comadrona había elaborado un
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ista con los supervivientes en upañuelito de papel que, milagrosamentehabía logrado mantener seco. La listera la siguiente:
14 enfermeras suecas
10 comadronas finlandesas2 médicos noruegos1 médico finlandés
1 piloto inglés1 auxiliar de vuelo inglés2 azafatas inglesas2 copilotos ingleses10 leñadores finlandeses2 técnicos forestales finlandeses2 ingenieros forestales finlandeses
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1 periodista finlandésTotal: 26 mujeres y22 hombres, edecir, 48 personas.
O sea que dos de los pasajeros habíamuerto. Los enfermos ascendían a siete
yo era el octavo, a causa de micostillas. Ya me sentía mejor, aunque ehambre me acosaba a todas horas.
La comadrona y yo nos quedamocontemplando la balsa que sbalanceaba sobre las olas. Los remerohabían conseguido acercarse bastante os arrecifes. La comadrona de pel
moreno dijo: —Ojalá no les pase nada malo…
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Todo el campamento escrutaba el macon expectación. La balsa se detuvo uno de los expedicionarios se puso e
pie y comenzó a desvestirse. Luego ssumergió entre las olas, mientras que lodemás se esforzaban en mantener lbalsa en su lugar.
El buceador estuvo bajo el agua urato y luego volvió a subir a lembarcación. Otro de los hombres s
desnudó a su vez y se perdió de vistentre las olas. Esto duró un buen rato. Lreverberación del mar nos quemaba lo
ojos.
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Kristiansen, uno de los médiconoruegos, se puso a hablar con lcomadrona.
—Hará unos seis años, cuandestaba en mi casa, allá en Narvik, hubun campeonato de canoa en el fiordo
Éste es muy largo y profundo y noquedamos a ver la competición desduna de las laderas de la montaña, más
menos a la misma distancia que estamoahora. Había ocho equipos y casi treintcanoas en total. De repente, la que ib
en cabeza se detuvo y las demás ladelantaron. El remero se puso en piese desnudó y se zambulló en las aguadel fiordo, y la canoa se quedó all
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flotando sola. El hombre permanecianto rato sumergido que la gent
empezó a pensar que se había ahogadoYa estaba a punto de salir la barca dsalvamento, cuando el hombre volvió aparecer; nadó hacia su canoa, se subi
a ella y se puso a remar con energía. Aa altura del punto de retorno ya habí
conseguido dar alcance a los últimos
aún apretó más el ritmo. Remabcompletamente desnudo.
«Cuando ya casi estaban en la meta
cerca de la costa, iba ya el tercero. Si ldistancia hubiese sido mayor, hubiesganado, a pesar de su inmersión en eagua. Todos corrimos al embarcadero
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hasta había periodistas que le sacabafotos. Nadie les hizo el menor caso aganador ni al segundo. Y el tercerestaba tan contento que ni se acordó dvestirse y hasta se puso a correr en trajde Adán. Al día siguiente sacaron s
foto en el periódico local y en uno dOslo, desnudo en el embarcadero. Ycuando le preguntaron por qué se habí
anzado al agua, dijo que en mitad derecorrido se le había caído el reloj que había ido a recuperarlo. Y lo hizo
pero a una gran profundidad. El fiordde Narvik es tan hondo que si el relohubiese llegado hasta el fondo lo habríperdido para siempre. Y añadió que s
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en lugar de un reloj de pulsera shubiese tratado de uno de bolsillo, no shabría molestado. Los relojes de pulserardan el doble en hundirse a causa das tiras de cuero».
De nuevo nos pusimos a mirar haci
el mar, donde continuaba la sesión dbuceo. Todo parecía ir bien.
En la playa, mientras tanto, habí
estallado una pelea, ocasionada por ldiferencia de opiniones sobre la lenguque debía hablarse oficialmente en l
comunidad.Quien había iniciado el conflicto eruna enfermera sueca que, al parecerestaba sumamente irritada por tener qu
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estar todo el tiempo oyendo hablar efinés. Sostenía que no se podía obligaal grupo a oír hablar todo el día en estengua y, menos aún, a hablarl
únicamente porque los finlandesefueran mayoría. Lo mejor era hablar e
sueco, noruego, o inglés.Su actitud fue recibida con muestra
de soberbia por parte de los leñadore
finlandeses. Éstos declararon, lisa lanamente, que si alguien se ponía
hablar sueco en esa playa más valdrí
que lo hiciera bien bajito para que lofinlandeses no tuviesen que oírlos.Reeves, el otro copiloto británico
apuntó que lo mejor era dejar el tema d
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as lenguas para mejor ocasión y que, eugar de perder el tiempo e
discusiones, mandaran a unos cuantos a selva a buscar algo que comer.
La sugerencia fue recibida aprincipio con escaso entusiasmo, per
cuando la comadrona y yo la apoyamo procedimos a traducirla al sueco
enseguida se formó un equipo.
Los recolectores de víverepartieron hacia la selva y los que noquedamos en la playa los exhortamo
con hambrientas instrucciones.Mientras tanto, la tripulación de lbalsa había estado buceandoFinalmente, volvieron a vestirse
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emprendieron el regreso. Al cabo dquince minutos, la embarcación llegó a playa. Devorados por el hambre com
estábamos, corrimos a su encuentro y larrastramos orilla adentro para, actseguido, abalanzamos sobre la carga qu
ransportaba: unos contenedores dplástico, un manojo de cables eléctrico un asiento de avión.
Los cajones de plástico conteníaraciones de comida y nos apresuramos ransportarlos a la playa. Eran veintitré
en total. —Estos cajones nos van a salvar lvida, al menos por el momento —dijVanninen.
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Decidimos abrir un tercio de locontenedores y enterrar el resto en larena. Además de las raciones qubamos a consumir sin más demora
reservamos unas cuantas para los que shabían ido a la selva.
Llenos de entusiasmo, encendimode nuevo las casi extinguidas hogueras abrimos nuestras raciones. Contenía
pollo, verduras y patatas fritas, y comos contenedores eran herméticos
estaban en perfecto estado. ¡Con qu
alegría nos comimos el pollo!Parte del grupo comía lentamentesaboreando cada bocado, pero los otrosansiosos e incapaces de disfrutar de l
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comida, devoraban la carne en grandepedazos, de manera que en un santiamése terminaron sus raciones. De repentedos de las mujeres que habían terminadantes que los demás les arrebataron sus vecinos unos muslos de pollo
huyeron a la selva con su presa yacechando entre la vegetación comanimales, devoraron su botín.
Fue como una señal. La gente perdia compostura, las raciones qu
quedaban fueron a parar a la
hambrientas bocas y se desencadenó unucha a muerte por las sobras. Fueromomentos dramáticos. Aún quedabcomida alrededor de la hoguera, per
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as ansiosas manos, muchas a la vez, sesforzaban por conseguirla como fuese al final el resultado fue que la comida nsólo fue a parar a donde no debía, sinque acabó rebozada en la arena, entros pies de los contendientes. Echada
perder…Yo me hice con las raciones qu
quedaban y corrí hacia la selva. Oí
Vanninen que gritaba colérico: —¡Ni se os ocurra tocar los cajone
que quedan!
Y luego lo repitió en sueco e inglés.Me imaginé que la enloquecidropa, en pleno furor hambriento, estabntentando desenterrar los contenedores
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Me apoyé exhausto en el tronco dun árbol, con los brazos llenos de carnde pollo caliente, y sólo me espabilé aoír unas voces detrás de mí. Eran lomiembros de la expedición quregresaban sudorosos de su viaje.
El grupo en pleno, que iba en filndia, se paró delante de mí. En tonnquisitivo y seco, me preguntaron d
dónde había sacado aquellas delicias.Les contesté que había salvado l
que había podido. Referí brevemente l
sucedido y le ofrecí el pollo rescatadal debilitado pelotón de exploradoresMe creyeron.
Atravesamos la espesura e
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dirección a la playa. Vanninen sencontraba en un aprieto tremendorodeado de una aterradora jauríamujeres en su mayor parte.
Nuestra inesperada aparición tuvun efecto radical y el motín se detuvo e
seco.El grupo de hombres y mujeres, qu
an sólo hacía unos segundos se agitab
amenazante en torno a Vanninen, sdisolvió de inmediato, todos en silenci avergonzados. Algunos de ellos fuero
a esconderse a la selva, pero otros spusieron a defender obstinadamente scomportamiento. Vanninen dijo entradeos:
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—Qué poco ha faltado…Yo me quedé pensando que la
buenas formas de los occidentales shabían relajado mucho, al menos en lque se refería a las costumbres en lmesa.
Y ahí quedó la cosa. Loavergonzados regresaron a la playaVanninen, la comadrona y yo repartimo
o que quedaba del pollo a la patrullrecién llegada. Aunque había estadrodando por la arena, el desastre n
había sido tan grande como pensábamosLa segunda tanda de exploradorecomía con aspecto de cansancio, perodos parecían estar bastante satisfecho
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con la expedición. Y no les faltabamotivos, ya que se las habían apañadpara cazar más de diez sapos de bueamaño, tres serpientes verdes, y ademá
habían traído más de quince puñados draíces y una buena cantidad de fruta. U
botín excelente, ¡sin lugar a dudas!Tras el accidentado almuerzo, no
dispersamos para la siesta. Era y
mediodía y teníamos mucho sueño. Y asfue como por primera vez, y en aqueconfín del mundo, todos pudimos dormi
con la tripa llena.
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Se me acaba de ocurrir que a lo mejor aector le apetece enterarse de quiéneeran los miembros de nuestro grupo
qué hacían antes del accidente.Tal como supe por el auxiliar antede que cayésemos al mar, el avión en eque viajábamos había sido fletado po
as Naciones Unidas para transportacarga y pasajeros. La Organización para Agricultura y la Alimentación y l
Organización Mundial de la Saluhabían reclutado a un grupo dcooperantes escandinavos —los ante
mencionados trabajadores forestales y e
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personal médico— para misiones dayuda al desarrollo. Los primeros teníael cometido de poner en marcha la talorganizada de bosques en las regionedel interior de la India, siendo su tareespecífica la de formar a futuro
profesores de trabajo forestal para lndustria india de la pasta de madera. L
misión debía durar un año.
El personal sanitario también ibdestinado a la India y a su nuevo paívecino, Bangladesh. El plan era reparti
a las enfermeras suecas por todo esubcontinente indio para que socupasen de la formación del personasanitario, mientras que el cometido d
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as comadronas finlandesas seríencargarse de las tareas educativasobre control de natalidad eBangladesh. Por ese motivo, el aviólevaba a bordo unos cuantos millone
de dispositivos intrauterinos de cobre
fabricados por Outokumpu, además dotros tantos millones de píldoras, paraquellas mujeres que se atreviesen
omárselas y supiesen contar hastreinta. Los médicos —Vanninen y do
noruegos— iban para dirigir a ambo
grupos de mujeres. Vanninen debíasentarse en Bangladesh con uno de lonoruegos y el otro estaba destinado ealgún lugar cercano a Calcuta. Estab
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previsto que la misión sanitaria durasdos años. Así pues, el accidente deavión británico había sido una auténticdesgracia, dado que se traduciría emiles, si no millones de embarazos ndeseados. Por no hablar de la industri
maderera india: ¿perdería éstcompetitividad internacional comconsecuencia de aquel suceso?
El avión tenía que aterrizar primeren Australia y, tras cargar algo más dmaterial, continuar su ruta, sobrevoland
el océano Índico hasta Nueva Delhi. Yme dirigía a Australia para realizar ureportaje sobre los mayores bebedorede cerveza del mundo y sobre el resto d
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os habitantes del joven continente.Y luego estaba la tripulació
británica, naturalmente. Según ecomandante Taylor, al menos para él, eaccidente sólo representaba un pequeñcambio de planes, ya que, en cualquie
caso, había decidido tomarse un mes dvacaciones con su familia en algunhermosa playa tropical en cuant
regresase a Londres. Taylor observó quba a quedarse sin ver a los suyos y que
peor aún, ya podía irse olvidando de la
comidas exóticas, del hotel de lujo y das copas, por no hablar de los purosque Taylor sólo fumaba estando dvacaciones, porque el tabaco reduce l
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capacidad pulmonar y eso no convenía un piloto de Trident de renombre.
Por la tarde, tras el alborotadalmuerzo, la comadrona morena vino mí algo nerviosa. Cuando le preguntpor el motivo de su preocupación, m
contestó que las enfermeras suecas lhabían exigido que las exequias de lados personas fallecidas en el accident
fuesen llevadas a cabo según el rituterano. Los restos de ambas víctima
habían sido enterrados al día siguient
de la tragedia, a toda prisa y siceremonia alguna, y las suecaargumentaban que los difuntos debíarecibir unas exequias más dignas.
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Llamé a Vanninen y le expuse eproblema, precisando que, en mopinión, desenterrar los cadáveres organizar los funerales iba a resultar unarea de lo más pesada, además d
grotesca. Añadí que, a pesar de l
ntención, temía que la ceremonia nresultara muy piadosa.
Vanninen se fue a negociar con la
suecas, que habían elegido comportavoz del grupo a una tal señorSigurd, una mujer de unos cincuent
años, de voz chillona, que sólo sabíhablar sueco. Se trataba, por cierto, da misma que con anterioridad habí
exigido que se prohibiese el finés en l
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comunidad, incluso a los mismofinlandeses.
Vanninen intentó explicarles que locuerpos estarían ya en un estado ddescomposición bastante avanzado y qudesenterrarlos supondría un gran riesg
para la salud de la comunidad. Lasuecas protestaron, objetando que ucuerpo no llegaba a descomponers
anto en unos cuantos días y queademás, sería un pecado mucho mágrave abandonar a los difuntos en ta
ndigno enterramiento quproporcionarles el bendito descanso qumerecían, aunque estuviesen un pocdeteriorados. Vanninen les dijo qu
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normalmente eran los allegados y algúrepresentante de la Iglesia quienesolían decidir sobre aquellas cosas, a lque las suecas repusieron que sobligación era sustituir a los allegadosa que las circunstancias no permitía
ponerse en contacto con las respectivafamilias.
Entonces intervino el leñado
finlandés Lakkonen, que había trabajadunos cuantos años en la tala y arrastre eel norte de Suecia:
—Escúchame bien, cotorra. Para mes mucho más importante conseguipapeo y escapar de esta isla dedemonio que liarme a desenterra
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difuntos. Si os apetece andar enterrand desenterrando a la desgraciada esa qu
se comió el tiburón, me pareccojonudo. Pero a Mikkola no le toquéini un pelo.
La señora Sigurd se enfadó. Dij
que Lakkonen era un bestia, uprofanador de tumbas, y añadió que npodía arrebatarle al difunto Mikkola s
último y sagrado derecho a unceremonia luterana amparándose en sfuerza física de macho finlandés.
Lakkonen también se soliviantó, dijo que, al menos cuando partió dJapón, Mikkola era un comunistconvencido y no pertenecía a Iglesi
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alguna, y que, en cualquier caso, ecadáver de Mikkola iba a quedarsdonde los muchachos y él lo habíaenterrado.
—Tía chalada, habría que tirarte amar, a ver si se te enfrían un poco la
neuronas…Vanninen y yo le pedimos
Lakkonen que se marchase, no sin ante
prometerle que el cuerpo del técnico nsería movido ni un centímetro.
Nos quedaba solventar el problem
del entierro de la enfermera sueca. Lseñora Sigurd estaba más decidida qununca a que su colega fuese enterrada dnuevo.
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—De acuerdo —acepté—, pero ¿ddónde vamos a sacar un cura luterano¿No sería contrario a las normaeclesiásticas oficiar una ceremonifuneraria sin tener la formacióadecuada y sin estar ordenada?
La señora Sigurd rechazó loobstáculos jurídicos y teológicos por mplanteados, y me dijo con frialdad qu
ellas sabían cantar himnos en sueco que, dadas las circunstancias, eso serísuficiente.
Me di cuenta de que aquel grotescira y afloja empezaba ya a hartar a lcomadrona y a Vanninen. Éste propuslegar a un compromiso para pode
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zanjar la cuestión de una vez por todas: —¿Y si dejásemos que ustedes s
ocupasen de las nuevas exequias de scompatriota…? Pero deberá hacersesta misma noche y la nueva tumbendrá que estar selva adentro y ser l
suficientemente profunda, porque harazones de sobra para temer que ucuerpo en tan avanzado estado d
descomposición pueda causarnos más duna enfermedad peligrosa. Y no vamos aceptar bajo ningún concepto que se l
haga ataúd alguno, ni que se la amortajcon chalecos salvavidas.Refunfuñando un poco, la señor
Sigurd se avino a las propuestas d
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Vanninen, e inmediatamente mandó a ugrupito a cavar la tumba.
Pero no había pala.Desde lejos, vimos que el grupo d
suecas estaba a punto de escindirse, yque las enfermeras más jóvene
ntentaban mantenerse al margen defervor religioso de la señora SigurdPero, con mano de hierro, ésta domeñó
as insumisas, obligándolas a regresar apiadoso rebaño.
La señora Sigurd fue a buscar l
espadilla a la balsa salvavidas, le afila punta y luego puso rumbo a la selvaseguida de sus abochornadacompatriotas. Olsen, uno de los médico
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noruegos, se acercó a Vanninen y dijmeneando la cabeza:
—Me temo que esta mujer nos va raer más de un problema.
A medianoche, en el corazón de lselva, las jóvenes suecas, asediadas po
os insectos, empezaron a cantar con susutiles voces melodiosas los salmofúnebres alrededor de los resto
mortales de su compatriotdespedazada. Al pasar a nuestro lado, acaer la tarde, pudimos comprobar que l
oven difunta que transportaban, tabella en vida, desprendía un tufo capade tumbar al pocero más recio.
En realidad, preferiría guarda
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silencio sobre lo sucedido, tadescabellado me resulta aún. Lo qununca podré olvidar es el olor asociada aquel grotesco entierro, y que al pasaa comitiva junto a mi hoguera medi
extinguida, uno de los brazos de l
muerta, a la cual llevaban en unamprovisadas angarillas, cayó d
repente al suelo. Instintivamente, m
evanté para recoger el objeto caído, cuál no sería mi sorpresa al ver que lque sostenía en la mano no era otra cos
que el citado miembro, que de inmediatarrojé al suelo: no era más que una cosapestosa y fláccida, hirviente de moscasLa señora Sigurd soltó su vara de l
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angarilla y, recogiendo rápidamente ebrazo de la difunta, lo metió entre lodemás restos. Fue tal la mirada asesinque me clavó, que desde aquel mismnstante supe que aquella mujer m
odiaba.
Corrí hacia la orilla del mar paravarme la mano y me la froté con arena
hasta que se me puso roja. En es
momento me di cuenta de lo grosero quhabía sido. Sentía asco, pero no pudvomitar, y de haberlo hecho estoy segur
de que la señora Sigurd me hubiesdespedazado y hubiese acabadhaciéndoles compañía a Mikkola y a ldifunta sueca.
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Las cigarras cantaron aquella nochcomo todas las demás, sólo que nfueron las únicas: los apagados himnosuecos se mezclaban con su sonido y loque nos quedamos en la playa siparticipar en el entierro apenas pudimo
pegar ojo. Finalmente, la tumba furellenada al romper el alba y lafatigadas devotas regresaron a
campamento. Aquel día, por primervez, se levantaron entre nosotros labarreras de la religión y la nacionalidad
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A la mañana siguiente de los funeralesuecos, un nuevo equipo partió parnspeccionar los restos del avión y logr
recuperar los paquetes de comida ququedaban y un saco de leche en polvempapado en agua. Gracias a un estrictracionamiento, nuestra falta de alimento
parecía resuelta, al menos para los treo cuatro días siguientes. Así podríamorecuperarnos un poco y reflexiona
sobre cómo abandonar aquel lugadejado de la mano de Dios.
Organizamos cuatro grupos de varia
personas para explorar los alrededores
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dos se ocuparían de recorrer la costa edirecciones opuestas y los otros dos snternarían en la selva, uno con e
cuchillo y el otro con el hachaAcordamos que las patrullas avanzaríadurante todo el día en la direcció
asignada y regresarían al día siguiente.La orden general era no exponer a
grupo a ningún riesgo inútil. Su misió
era simplemente recabar toda lnformación posible sobre el terreno
regresar sanos y salvos. Cada grup
estaba formado por tres hombres y unmujer. El grueso de la tropa se quedó ea playa para levantar un campament
provisional. Yo me encontraba entre lo
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que se quedaban y debo decir que lhice con gustos ya que aún me dolía epecho.
No se puede decir que nos faltara erabajo. Bajo el toldo de la improvisad
enfermería yacían ocho heridos a lo
que atendíamos lo mejor que podíamosdadas las circunstancias. Un par dmuchachas tenían problema
ntestinales, un leñador se habígolpeado la cabeza y no podíevantarse debido a una clara conmoció
cerebral, y luego había tredesgraciados con huesos rotos; dos dellos, una pierna y el tercero, un brazoSufrían muchos dolores y lo
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entablillados hechos con material de lochalecos salvavidas les comprimían lomiembros rotos y les hacían pasar ucalor indecible. Los demás sólo teníacontusiones leves aquí y allá, simayores complicaciones. Ninguno d
os heridos en el accidente se hallaba epeligro de muerte.
Sea como fuere, nos esforzábamo
para cuidarlos, y no estábamoprecisamente faltos de médicos ni denfermeras, pero sí de material médico.
Recogimos una buena cantidad deña en la selva y encendimos unahogueras, con la esperanza de que algúpiloto que sobrevolase el mar tropica
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as divisara y viniese a preguntarnos spodía sernos de ayuda. Pero no aparecinadie, a pesar de que las hogueraardieron durante toda la noche.
Con los jirones de los chalecosalvavidas, levantamos unos cuanto
oldos bajo los cuales nos resguardamopara dormir. Llovía de vez en cuando, aunque el agua que caía del cielo er
emplada, a la larga resultabdesagradable; nada que ver con unducha fresca en el baño de un hotel tra
un día caluroso.Absorbidos por nuestraactividades, el tiempo se nos pasvolando y nos sorprendió un poc
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cuando la primera patrulla regresó de lexpedición, dos días después de spartida. Se trataba del grupo que habírecorrido la línea de la costa hacia eeste. Habían caminado durante dos díaenteros y no habían visto nada digno d
mención: la playa era muy ancha ealgunos tramos, mientras que en otros lselva se extendía hasta la misma orill
del mar. Arrecifes y ensenadas, unos traotros. Nada digno de mención.
El segundo grupo se había dirigid
hacia el oeste, es decir, en la mismdirección por donde yo había estadvagando con anterioridad. Tampocellos habían encontrado ninguna seña
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de presencia humana, pero observaroque en aquella zona la selva era algmenos espesa y pensaron que tal vez allcrecieran cocoteros. Habían visto unortuga marina de gran tamaño
numerosas huellas dejadas por otro
ejemplares. Esta noticia nos animó odos de inmediato.
Una de las dos patrullas enviadas
a selva regresó esa misma madrugadaTraían consigo varias cargas de frutaexóticas y un par de jabatos recié
nacidos. Con gran entusiasmo, nocontaron que habían intentado cazar unhembra de gran tamaño, pero siresultados. A la jabalina, sin embargo
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no le había quedado más remedio quhuir, dejando a sus jabatos a merced dos cazadores sin escrúpulos. Ya s
habían zampado uno y los otros dos loraían ya desollados, pues se trataba da patrulla del cuchillo. Descuartizamo
os jabatos y los devoramos en menoque canta un gallo. A cada uno dnosotros le tocaron unos gramos d
carne que llevarse a la boca.La última patrulla se estab
retrasando mucho y empezamos a teme
que estuviera en dificultades. Nuestroemores no eran injustificados. En laprofundidades de la selva se habíaopado con una serpiente venenosa qu
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había mordido en el pecho a un técnicforestal finlandés. El pobre hombrsufrió un fuerte envenenamiento y hubque cuidarlo durante todo un día antede que fuera capaz de recuperarse regresar con ellos a la playa. Una jove
enfermera sueca lo había sometido a mi un tratamientos, puede que inclus
algún que otro encantamiento, per
gracias a ella el hombre se habíreanimado. La única información que egrupo había conseguido recabar era qu
a selva parecía no tener fin.Así son las cosas en el trópico.Yo les pregunté si habían vist
piedras por el camino y me dijeron qu
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el terreno era a ratos muy irregularHabía agua clara en la superficipantanosa, pero debajo también habísuelo duro, y entre ambos, una capespesa y húmeda de turba negruzcaSeguro que encontraríamos piedras, s
nos tomábamos la molestia de buscarlasLes respondí que la próxima vez qu
alguno de nosotros fuese a la selva
estaría bien que a la vuelta se trajesalguna piedra lisa de buen tamaño parpoder afilar el hacha y el cuchillo, qu
a empezaban a embotarse.
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Vanninen me examinó el pecho y dijque todo iba bien. Protesté débilmente e dije que aún me dolía si respirab
hondo, pero no me hizo caso y maseguró que era del todo normal y nenía ninguna importancia.
Pasar el examen médico significab
que se me consideraba apto para eservicio, así que me eligieron parformar parte de la tripulación de l
balsa de goma. Decidimos emprendeuna nueva expedición a los restohundidos del avión. Me acompañaro
Olsen, el médico noruego, y los do
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eñadores, Lämsä y Lakkonen.Había transcurrido más de un
semana desde el accidente y ya noquedaban muy pocos víveresArrastramos la balsa hasta el agua y nopusimos a remar rumbo al lugar de
accidente.El mar era de una transparenci
ncreíble y el fondo se veía co
claridad, a pesar de que en algunopuntos había veinte metros dprofundidad. De no ser por el oleaje d
a superficie nos habría encantaddedicarnos a la contemplación de lvida submarina. Bajo las olas bullíabancos de diminutos peces de colores
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de vez en cuando mis ojos divisaban eel fondo las alargadas sombras de algúque otro pez de mayor tamañoTiburones no vimos. El fondo tenía ugran colorido y comprendimos qudebíamos de estar en las famosa
barreras coralinas de las que tanto shabla en los libros de geografía.
Más allá de los arrecifes, s
extendía la inmensidad del océanocuyas altas olas rompían contra laparedes de coral con un estruend
mpresionante. Se elevaban altacolumnas de agua y la espuma blanca sdispersaba en el aire. Entre ola y olaas aves marinas descendían hasta e
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arrecife, y volvían a alzar el vuelcuando una nueva ola lo sumergía.
Tras un largo balanceo, llegamoaproximadamente al lugar donde debíestar el avión hundido. Nos pusimos remar describiendo un círculo cada ve
más amplio que nos permitiese encontraos restos del aparato. No tardamo
mucho, porque éste se distinguía y
desde lejos en el fondo del mar. La ludel sol se reflejaba en su fuselaje comen un espejo, distorsionando sus forma
según el vaivén de las olas.Conseguimos situar la balsa justencima del avión y nos quedamos umomento contemplándolo. Estaba a uno
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quince metros de profundidad. Si eimón de cola hubiese quedado intacto
habría sobresalido de la superficie deagua, de tan cerca que estaba.
La carcasa del avión había sufridgraves destrozos. El timón de cola s
había partido, a causa, tal vez, deoleaje o de las corrientes marinas. Efuselaje estaba parcialmente intacto
pero hacia la mitad parecía habersdoblado, hasta el punto de partirse dcuajo. De una de las alas no quedaba n
rastro y la otra casi se había desgajado acía contra el fuselaje como el ala dun pájaro dormido. La cabina estabaplastada por completo. El aparat
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descansaba en una posición ligeramentadeada, y la cabina parecía señala
directamente hacia las olas rugientes demar abierto. La barrera coralina shallaba apenas a doscientos metros. Apesar de que el océano se agitaba co
fuerza, del lado en que estábamos eoleaje era escaso e incluso menor que ede la orilla.
No nos costó mucho mantener lbalsa de goma encima del aparatsiniestrado.
Por mucho que escrutamos el aguno vimos ningún tiburón, así qudecidimos zambullirnos. El primero eirarse al agua fue Olsen. Tomó un
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buena bocanada de aire y se dejó caeentre las olas. Al parecer era un buenadador, ya que consiguió llegar siesfuerzo alguno hasta los restos. Vimocómo intentaba entrar en la cabina ravés de una de las ventanas rotas, per
cambió de opinión y siguió nadandhasta la mitad de la carcasa, dondcomo una boca se abría una gran fisura
ocasionada por el desgaje de una de laalas. Pero la falta de aire le obligó remontar a la superficie antes de qu
pudiera entrar en el aparato.Mientras Olsen recuperaba fuerzapara un segundo intento, yo me preparmentalmente y, tras quitarme la poc
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ropa que llevaba, me zambullí. El aguestaba deliciosamente templada ransparente: podía bucear con los ojo
abiertos, cosa que no se me habríocurrido hacer en las aguas del golfo dFinlandia. El agua era mucho más salad
en el trópico y sin embargo apenas snotaba escozor en los ojos.
Con los pulmones llenos de aire
nadé enérgicamente hasta el aparato. Ncometí el error de Olsen y me introdujdirectamente por la abertura central.
Estaba muy oscuro. A tientas, intentreconocer el interior, pero me parecimuy diferente al del avión al que mhabía subido en el aeropuert
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nternacional de Tokio. La presión moprimía los pulmones pero pensé quVanninen sabía de lo que hablabcuando afirmó que las costillaaguantaban lo que les echasen.
Me golpeé la rodilla contra algun
de las piezas y a punto estuve de soltaun grito, aunque no lo hice, porququería regresar con vida. ¿Por qué ser
que bajo el agua los golpes duelen máque fuera de ella?
Poco a poco mis ojos se fuero
acostumbrando a la oscuridad denterior. La puerta de la bodega de colse abría y se cerraba lentamente sobrsus goznes, movida por alguna corriente
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adé hasta allí y, como por encargo, mvino a las manos un objeto cuadrado metálico del tamaño de una caja dcervezas. Me lo metí bajo el brazo decidí volver inmediatamente a lsuperficie, ya que tenía la sensación d
que empezaba a faltarme el aire. Salide los restos del avión me resultsorprendentemente fácil. A punto d
ahogarme, me pregunté si no sería mejodejar mi pesada carga en el fondo, perfinalmente decidí intentar salir a l
superficie con ella. No era tarea fácil. La superficie qubrillaba en lo alto, bajo la cegadora ludel sol, parecía estar a una distanci
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nalcanzable. Pero por fin salí a flote pude escupir el agua que tenía en lboca y tomar aire en su lugar.
Los muchachos me ayudaron a subia la balsa con mi preciosa carga. Todoestábamos felices por el botín obtenido.
A continuación, volvió a tocarle eurno a Olsen, que a su regreso trajo otr
caja idéntica a la mía. Lakkonen tambié
se zambulló, pero Lämsä se negó hacerlo. Al preguntarle el motivo, nodijo:
—No sé nadar.La cosa nos sorprendió y lpreguntamos por qué no nos había dichnada en la playa.
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—Es que allí…, delante de todo emundo, me ha dado no sé qué.
Nos rogó que le guardásemos esecreto y prometió aprender a nadar lantes posible. Le aseguramos que así lharíamos.
Lakkonen fue quien rescató el mejobotín: tres hachas de talar y una cajmedio rota, pero llena a rebosar d
herramientas Tan contentos nos pusimoque hasta le gritamos unos vítores.
Remamos hacia la isla. Al llegar
nuestros compañeros se apresuraron ayudarnos con la balsa. Todoadmiraron nuestros trofeos y nofelicitaron por el esfuerzo.
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guales. Los que rodeaban a Olsen npudieron reprimir una exclamación dasombro. Algunos se reían por lo bajoVanninen, que también había venido ver el contenido de la caja, dijo:
—Son dispositivos intrauterinos, e
último modelo en cobre de Outokumpque debíamos llevar a la India.
Abrimos la otra caja a una velocida
rabiosa.También estaba repleta d
dispositivos intrauterinos.
Nuestra decepción inicial sconvirtió pronto en una explosión drisas, que se cortaron en seco cuandOlsen, cerrando de golpe las cajas
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sentenció: —Pues yo no me reiría tanto. Esto
objetos podrían ser más útiles de lo qupensáis.
Dicho lo cual, llevó las cajas bajuno de los toldos para que el sol n
dañase su contenido. —Y hasta puede que los necesitemo
muy pronto —añadió al regresar junto a
grupo.Taylor observó que con el cobre d
os dispositivos intrauterinos se podí
hacer anzuelos y agujas.
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Cuando en una isla desierta viveveintiséis mujeres y veintidós hombresodos mayores de edad y, en genera
bastante jóvenes, el interés, aparte de eas necesidades básicas como dormir comer, suele concentrarse en el sexopuesto.
Había transcurrido ya una semandesde el accidente y hombres y mujereempezaban a sentirse atraído
mutuamente. Es fácil imaginarse a qué sdedicaban los pobres diablos por lanoches, amparados por la oscuridad d
a selva.
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hoguera, me dijo éste: —A lo mejor es que no somos l
bastante románticos.Pero luego llegó a la conclusión d
que el problema no estabnecesariamente ahí. Me contó la histori
de un albañil de Rovaniemi que principios de los años sesenta decidicasarse. El tipo era un cuarentón, fe
con ganas, un borrachín de cuidado para más inri sin un céntimo, pero habídecidido que se casaría y que lo harí
con la mujer que a él le diese la ganaadie le creyó. —Y llegó el verano del sesenta
dos. El albañil se fue de vacaciones
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Kuusamo, a pescar. Se compró unienda de campaña y se fue a lo
bosques solitarios del parque natural dOulanka, donde pasó los días pescand caminando. Ese mismo verano, e
Oulanka, se celebraba el congres
mundial de biología. Al albañil se lacabaron algunas provisiones y sacercó al centro de investigaciones
comprar leche. Sin percatarse, se colen el auditorio e interrumpió unconferencia en inglés para pedir leche
Tenía el aspecto de un auténtico salvajeComo no le dieron la leche, salió apatio a fumar un cigarrillo. Al rato se lacercó una canadiense grandona
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doctora en biología, para más señas, y lpreguntó si podía ayudarle en algoDebió de darle pena el tipo.
»El albañil le respondió que lo de leche ya le daba lo mismo, pero que s
de verdad quería ayudarle, sólo tení
que casarse con él. La mujer no hablabfinés, así que entró a buscar a untérprete y éste le tradujo la petició
del albañil. La mujer se quedó taranquila y le contestó que, si era ta
amable de volver esa noche al centro d
nvestigaciones, ella le contestaría.»El albañil levantó su tienda en uncolina cercana y esperó a que cayese lnoche, pero, en lugar de volver a
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centro, se quedó sentado junto a lhoguera. A eso de las ocho, la mujesalió al patio y se quedó mirando a lcolina. Como el albañil no acudía a lcita, la bióloga mandó a un estudiantfinlandés a que le dijese que aceptaba s
proposición Era una mujer muy bella.Ala-Korhonen me aseguró que s
conocía tantos detalles de la historia er
porque, el verano anterior, el albañihabía vuelto a Rovaniemi con su mujerVivían en Canadá, y tenían dos hijos. E
albañil se había convertido en el jefe dventas de una empresa de automociócanadiense. Hablaba un inglés perfecto levaba un traje de color azul claro. A
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pesar de haberse casado con unbelleza, que además se notaba que lquería muchísimo, no se había vueltnada soberbio.
Una noche, la comadrona morena Vanninen vinieron a mi encuentro
querían hablar conmigo de un asuntmuy importante.
Al parecer, tendremos qu
quedarnos aquí unos cuantos días másal vez semanas, hasta que alguien veng
a rescatamos —dijo la comadrona—. E
doctor Vanninen y yo hemos pensado qusería prudente aconsejarles a lamujeres, por lo menos a las máóvenes, que se pusieran un dispositiv
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ntrauterino, visto que hay tantohombres sueltos.
La mujer exponía el asunto con todseriedad. Parecía una comadrona de loservicios municipales intentandconvencer a una madre de famili
numerosa reacia a las ventajas de lcontracepción. Les dije que estabotalmente de acuerdo con ellos.
Tras una breve charla, decidimoque no se obligaría a nadie a ponerse edispositivo intrauterino, pero qu
aquellas que lo deseasen tendrían todaas facilidades. Antes de la caída desol, anunciamos la propuesta: al dísiguiente se abriría un centro d
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planificación familiar en la selva, cuyoservicios estarían a disposición de todaas mujeres del campamento a lo larg
de todo el mes. El dispositivo debícolocarse en un momento determinaddel ciclo menstrual, de modo que no er
de esperar que hubiese demasiada cola.Sensibilizamos a las mujeres sobr
el hecho de que un embarazo no desead
resultaría muy desagradable dadas lacircunstancias, y que más tarde, ya dregreso en Europa, ello podría