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General Leandro A. Sánchez Salazar Así asesinaron a Trotski 1 VIII ASÍ FUE ... E ste relato de Natalia Sedova, tan sencillo y tan conmovedor, tiene su lugar aquí. Equivale a la declaración y al homenaje de la compañera, de la esposa. Nos ha autorizado amablemente a reproducirlo. Cae bajo su exclusiva responsabilidad. Dice así: El martes 20 de agosto de 1940, a las siete de la mañana, Leo Davidovich me dijo: ¿Sabes? Me siento muy bien esta mañana, como no me había sentido desde hace mucho tiempo. Anoche tomé doble dosis de soporífero. He notado que me produce buen efecto. Sí; recuerdo que ya lo notamos en Noruega, cuando sentías decaer tus fuerzas más a menudo aun que ahora. Pero no es el soporífero lo que te sienta bien. Un sueño profundo constituye un descanso completo. —Es cierto. Al abrir por la mañana o al cerrar por la noche los postigos blindados de nuestro dormitorio, construidos por nuestros amigos después del asalto a la casal el veinticuatro de mayo, Leo Davidovich decía de vez en cuando: —Ahora no nos harán daño los Siqueiros. Y al despertar solía decir para sí mismo y para mí: —Aquella noche no nos mataron y aún no estás contenta. Yo trataba de defenderme como podía. Una vez, después de este saludo, añadió pensativo: —Sí, Natacha: nos han concedido un plazo. En 1928, cuando nos desterraron a Alma Ata, donde nos esperaba una incertidumbre completa, rumbo al destierro charlamos una vez toda la noche en el departamento del vagón. No podíamos conciliar el sueño. Nuestra vida en Moscú durante las últimas semanas, y sobre todo durante los últimos días, había sido tan agitada y nuestra fatiga era tal, que la excitación nerviosa no podía desaparecer aún. Recuerdo que Leo Davidovich me dijo: —¿Es mejor morir en una cama del Kremlin que la deportación? No estoy de acuerdo. Aquella mañana estaba lejos de todos aquellos pensamientos ... Su buen estado físico le daba la esperanza de trabajar durante todo el día “como es debido”. Al terminar rápidamente su fricción habitual y después de vestirse prestamente, salió con vivacidad al patio para dar de comer a sus conejos. Cuando se sentía mal, el alimentarlos le incomodaba; pero rehusaba abandonar esta tarea, pues le inspiraban lástima sus animalillos. Hacerlo como él quería y como tenía por costumbre —es decir, bien—, era difícil. Además, estaba siempre en guardia: era menester economizar sus fuerzas para el trabajo intelectual. El cuidado de los animales, la limpieza de sus cajas, etc., le ofrecían por un lado descanso y distracción; pero, por otra parte, le fatigaban físicamente y esto se reflejaba en su capacidad global de trabajo. Todo lo que hacía, lo hacía con animación. No sabía hacer nada a medias: desconocía la languidez y la desgana. Por eso nada le fatigaba tanto como las conversaciones banales o semibanales. ¡Con qué ánimo recogía cactus para plantarlos en nuestro jardín! (1). Se daba a ello por entero. Y se enardecía: empezaba a trabajar el primero y terminaba el último; ninguno de los jóvenes que le acompañaba en sus excursiones era capaz de igualarlo. Desistían más pronto y se iban rezagando el uno tras el otro. Pero él era infatigable. Muy a menudo, al mirarle, me maravillaba este milagro. ¿De dónde sacaba esa energía y esa fuerza física? Ni el sol, insoportablemente ardiente, ni las montañas ni las bajadas cargando cactus pesados como el hierro, producían efecto sobre

Así asesinaron a Trotski - Leandro Sánchez Salazar. 10- Así fue

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Novela escrita por Leandro Sánchez Salazar, jefe del servicio secreto mexicano en la década de 1940, quien fue el encargado en investigar el ataque y posterior asesinato a Leon Trotski. Leandro S. S. describe minuciosa y cronológicamente sus investigaciones dándoles forma de una interesante novela policiaca.

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General Leandro A. Sánchez Salazar Así asesinaron a Trotski

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VIII

ASÍ FUE ...

Este relato de Natalia Sedova, tan sencillo y tan con movedor, tiene su lugar aquí. Equivale a la declaración y al homenaje de la compañera, de la esposa. Nos ha autorizado amablemente a reproducirlo. Cae

bajo su exclusiva responsa bilidad. Dice así:

El martes 20 de agosto de 1940, a las siete de la mañana, Leo Davidovich me dijo:

¿Sabes? Me siento muy bien esta mañana, como no me había sentido desde hace mucho tiempo. Anoche tomé doble dosis de soporífero. He notado que me produce buen efecto.

Sí; recuerdo que ya lo notamos en Noruega, cuando sentías decaer tus fuerzas más a menudo aun que ahora. Pero no es el soporífero lo que te sienta bien. Un sueño profundo constituye un descanso completo.

—Es cierto.

Al abrir por la mañana o al cerrar por la noche los postigos blindados de nuestro dormitorio, construidos por nuestros amigos después del asalto a la casal el veinticuatro de mayo, Leo Davidovich decía de vez en cuando:

—Ahora no nos harán daño los Siqueiros.

Y al despertar solía decir para sí mismo y para mí:

—Aquella noche no nos mataron y aún no estás contenta. Yo trataba de defenderme como podía. Una vez, después de este saludo, añadió pensativo:

—Sí, Natacha: nos han concedido un plazo.

En 1928, cuando nos desterraron a Alma Ata, donde nos esperaba una incertidumbre completa, rumbo al destierro charlamos una vez toda la noche en el departamento del vagón. No podíamos conciliar el sueño. Nuestra vida en Moscú durante las últimas semanas, y sobre todo durante los últimos días, había sido tan agitada y nuestra fatiga era tal, que la excitación nerviosa no podía desaparecer aún. Recuerdo que Leo Davidovich me dijo:

—¿Es mejor morir en una cama del Kremlin que la deportación? No estoy de acuerdo.

Aquella mañana estaba lejos de todos aquellos pensa mientos ... Su buen estado físico le daba la esperanza de trabajar durante todo el día “como es debido”.

Al terminar rápidamente su fricción habitual y después de vestirse prestamente, salió con vivacidad al patio para dar de comer a sus conejos. Cuando se sentía mal, el ali mentarlos le incomodaba; pero rehusaba abandonar esta tarea, pues le inspiraban lástima sus animalillos. Hacerlo como él quería y como tenía por costumbre —es decir, bien—, era difícil. Además, estaba siempre en guardia: era menester economizar sus fuerzas para el trabajo intelectual. El cuidado de los animales, la limpieza de sus cajas, etc., le ofrecían por un lado descanso y distracción; pero, por otra parte, le fatigaban físicamente y esto se reflejaba en su capacidad global de trabajo. Todo lo que hacía, lo hacía con animación. No sabía hacer nada a medias: desconocía la languidez y la desgana. Por eso nada le fatigaba tanto como las conversaciones banales o semibanales. ¡Con qué ánimo recogía cactus para plantarlos en nuestro jardín! (1). Se daba a ello por entero. Y se enardecía: empezaba a tra bajar el primero y terminaba el último; ninguno de los jóvenes que le acompañaba en sus excursiones era capaz de igualarlo. Desistían más pronto y se iban rezagando el uno tras el otro. Pero él era infatigable. Muy a menudo, al mirarle, me maravillaba este milagro. ¿De dónde sacaba esa energía y esa fuerza física? Ni el sol, insoportablemente ardiente, ni las montañas ni las bajadas cargando cactus pesados como el hierro, producían efecto sobre

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él. Y le hipnotizaba el resultado de su trabajo. Encontraba descanso en el cambio. En el trabajo hallaba una compensación de los golpes que le perseguían cruelmente. Y cuanto más fuerte era el golpe, más apasionadamente se olvidaba en el trabajo.

Por causas de fuerza mayor, las excursiones en busca de cactus se hacían más y más raras. De vez en cuando, fatigado y hastiado de la monotonía de su vida, Leo Davidovich decía:

—¿No crees que podríamos salir todo un día esta se mana?

—Es decir, para ir a “trabajos forzados” —decía yo bro meando— ¿Por qué no?

—Sería mejor lo más temprano posible. ¿Por qué no salir a las seis de la mañana?

—¿Por qué no? ¿Pero no te cansarás demasiado?

—No; eso me reanima. Y, además, te prometo guardar la medida.

Leo Davidovich acostumbraba alimentar sus conejos y sus gallinas, a los que gustaba observar, generalmente entre las siete y quince o las siete y veinte minutos y las nueve de la mañana. De vez en cuando interrumpía esta tarea para dictar una u otra disposición, una u otra idea que se le había ocurrido.

Aquel día estuvo trabajando en el patio sin interrupción. Después del desayuno me afirmó una vez más que se sentía perfectamente bien, que quería empezar a dictar un artículo sobre la instrucción militar en los Estados Unidos. Y en efecto, empezó a dictar.

A la una de la tarde nos visitó Rigalt, nuestro abogado en el asunto del asalto del veinticuatro de mayo. Después de esta visita, Leo Davidovich vino a decirme, no sin sentirlo, que debía posponer el artículo comenzado para volver al trabajo relacionado con el proceso del asalto. Resolvió con el abogado que era necesario contestar a “El Popular” en vista de qué, en un banquete, habían acusado a Leo Davidovich de difamación.

—Tomaré la ofensiva y les acusaré de cínicos calumnia dores —dijo en tono de desafío.

—¡Qué lástima que no puedas escribir sobre la movili zación!

—¿Qué hacer? Tendré que dejarlo para dentro de dos o tres días. Ya he dicho que me pongan sobre el escritorio todos los materiales que hay. Después de comer les echaré un vistazo.

Y repitió una vez más:

—Me encuentro muy bien.

Después de la breve siesta, le vi sentado tras el escritorio, cubierto de materiales sobre “El Popular”. Su estado físico seguía siendo bueno y me sentí más contenta. En los últimos tiempos, Leo Davidovich se quejaba de una debilidad general que le dominaba de vez en cuando. Sabía que era algo pasajero, pero entonces pensaba “en ellos” más de lo acostum brado. Aquel día nos pareció como el comienzo de una temporada mejor de su estado físico. Su aspecto también era bueno. Para no molestarle, de vez en cuando entreabría yo la puerta de su despacho y le observaba en su posición acostumbrada, inclinado sobre su escritorio, con la pluma en la mano. “Un episodio más y estos anales habrán termi nado”, pensé. Así hablaba el antiguo cronista Pimen en el drama Boris Godunof, de Puchkin, registrando los crímenes del Zar Boris. La manera de vivir de Leo Davidovich se aproximaba a la de un prisionero o un anacoreta, con la diferencia de qué, en su soledad, no sólo registraba los acontecimientos, sino que mantenía también una lucha irre conciliable contra sus enemigos ideológicos.

Durante este breve día, hasta las cinco, de la tarde, Leo Davidovich imprimió en el dictáfono varios trozos del con tenido de su futuro artículo sobre la movilización militar en los Estados Unidos y aproximadamente cincuenta pequeñas páginas desmintiendo a “El Popular”, es decir, las perfidias de Stalin. Todo ese día gozó de su completo equilibrio mental y físico.

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A las cinco, como de costumbre, tomamos el té. A las cinco veinte, o quizá a las cinco treinta, me asomé al balcón y vi que Leo Davidovich estaba en el patio, cerca de la jaula abierta de los conejos. Les estaba dando de comer. Allí mismo se encontraba también un individuo al que no reconocí inmediatemente hasta que se quitó el sombrero y vino hacia el balcón. Era Jacson. “Ya ha venido otra vez” —pensé—. “¿Por qué ha empezado a venir con tanta frecuencia?” —me pregunté a mí misma.

—Tengo una sed espantosa y quisiera tomar un vaso de agua— dijo él saludándome.

—¿Quizá quiere usted tomar una taza de té?

—No, no; he comido tarde y siento la comida aquí (se ñalándose la garganta); me está estrangulando.

El color de su cara era verde-gris y toda su apariencia muy nerviosa.

—¿Por qué lleva usted sombrero e impermeable? (el im permeable lo llevaba en el brazo izquierdo, pegado al cuerpo). Hay mucho sol.

—Pero usted sabe que es pasajero y que puede llover.

Yo quise contestarle: “Hoy no lloverá”. El se jactaba de no llevar sombrero ni abrigo ni aun en el peor tiempo. Pero me sentí molesta y no le dije nada.

—¿Y cómo está Silvia?

No me entendió. Sin duda lo había confundido con mi pregunta sobre el impermeable y el sombrero. Estaba com pletamente ocupado con sas propios pensamientos. Suma mente nervioso, como si despertara de un sueño profundo, contestó:

—Silvia ... Silvia ... Y recobrándose, añadió negligentemente:

—Está siempre bien.

Luego se dirigió al encuentro de Leo Davidovich, hacia las jaulas. Andando le pregunté:

—¿Está listo su artículo?

—Sí; está ya terminado.

—¿Pasado a máquina?

Con la misma mano en que llevaba el impermeable —en el que, como se supo después, estaban cosidos el zapapico y el puñal— hizo un movimiento embarazoso y, mantenién dola pegada al cuerpo, me enseñó algunas hojas escritas a máquina.

—Está bien que no sea manuscrito, pues a Leo Davido vich no le gustan los manuscritos desordenados.

Hacía dos días que se había presentado, también con Impermeable y sombrero. Yo no lo vi, pues desgraciadamente no estaba en casa. Pero Leo Davidovich me dijo que había venido Jacson y que le había sorprendido un poco con su conducta. Leo Davidovich lo mencionaba como si no quisiera pararse en ello. Pero al mismo tiempo, notando ciertas cir cunstancias nuevas, no pudo por menos que comunicarme su impresión.

—Trajo el proyecto de su artículo, más bien un borra dor ... algo muy confuso. Le di algunos consejos. Vamos a ver.

Y añadió:

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—Ayer no parecía francés. Se sentó de repente sobre mi escritorio y estuvo todo el rato sin quitarse el sombrero.

—Es extraño —dije yo sin asombro—. El nunca usa som brero.

—Pero esta vez lo llevaba— contestó Leo Davidovich sin detenerse, pues hablaba mientras andaba.

Yo me puse en guardia. Me pareció que esta vez Leo Davidovich había visto en Jacson algo sobre lo que no se apresuraba a llegar a una conclusión. Esta conversación tuvo lugar la víspera del crimen.

Con el sombrero en la cabeza ... con el impermeable al brazo ... se sentó sobre el escritorio . . . ¿No era esto un ensayo? Lo hizo para encontrarse después más seguro y exacto en su estrategia.

¿Quién podía adivinar entonces ésto? ¿Quién podía creer que el veinte de agosto, un día como cualquier otro, sería fatal? Nada anunciaba su fatalidad. El sol brillaba clara mente desde por la mañana, como siempre aquí. Las flores se abrían, la yerba resplandecía como un barniz. Todos nosotros, cada cual a su manera, nos preocupábamos por hacer el trabajo más ligero a Leo Davidovich. Varias veces durante ese día subió los escalones de ese mismo balcón, entró en el mismo despacho y se sentó sobre esa misma silla, ante su escritorio ... ¡Era eso tan, común! Pero ahora, por lo mismo, ¡tan terrible y tan trágico! Ninguno de nosotros, ni él mismo, preveíamos la próxima catástrofe. Y en esa ausencia de intuición se ocultaba un abismo ...

Por el contrario, todo ese día fué uno de los más armo niosos. Cuando Leo Davidovich salió al jardín, a las doce, y yo lo vi bajo el ardiente sol, con la cabeza descubierta, me apresuré a llevarle su gorra blanca para defender su cabeza de la rudeza del sol impío. ¡Defenderle del sol cuando ya estaba bajo la amenaza de una muerte terrible! No sentía mos que ya estaba condenado; el impulso de la desesperación no mordía aún nuestro corazón.

Me acuerdo que cuando nuestros amigos estaban cons truyendo el sistema de señales en la casa, dirigí una vez la atención de Leo Davidovich hacía la necesidad de poner una guardia cerca de su ventana. En aquel momento me pareció indispensable, pero él dijo que en este caso sería necesario extender el sistema de defensa y aumentar el nú mero de guardias hasta llegar a diez, lo cual no estaba en proporción con los medios y con el material humano de que disponía nuestra organización. Una guardia cerca de la ventana no podía salvarle en un momento dado; sin em bargo, me preocupó mucho la ausencia de la misma en este sitio. Leo Davidovich estaba muy impresionado con el regalo que le enviaron nuestros amigos, consistente en un chaleco blindado o especie de cota de malla. Viéndolo, dije que sería conveniente tener algo también para la cabeza. Leo Davidovich insistía en que cada compañero que ocupase el puesto responsable en un momento dado, llevase ese chaleco blindado. Después del fracaso que sufrieron nuestros enemigos en el ataque del veinticuatro de mayo, sabíamos muy bien que Stalin no se detendría ahí y nos preparábamos en consecuencia. También sabíamos que la G. P. U. emplearía otro método de asalto. No excluíamos un ataque por una persona sobornada por la G. P. U. Pero ni la cota de malla ni el casco hubieran podido protegerlo. Era imposible emplear diariamente estos medios de protección. Era imposible con vertir su propia vida en autodefensa. Habría perdido en este caso todo su valor.

Cuando me acerqué con Jacson a Leo Davidovich, éste me dijo en ruso:

—¿Sabes? Espera que venga Silvia, pues se van mañana. Quiso indicarme así que sería conveniente invitarlos, si no a cenar, a tomar el té.

—No sabía que se va usted mañana y que espera aquí a Silvia.

—Sí, sí; se me olvidó decírselo.

—¡Qué lástima no haberlo sabido! Hubiera podido enviar algo a Nueva York.

—Puedo venir mañana por la mañana.

—¡Oh, no! Muchas gracias. Sería un molestia para usted y para mí.

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Volviéndome hacia Leo Davidovich le expliqué en ruso que había ofrecido té a Jacson, pero que éste lo había re husado quejándose de malestar y de una sed espantosa y que me había pedido un vaso de agua. Leo Davidovich lo miró de una manera interrogante y le dijo con un ligero acento de reproche:

—Está usted malo otra vez y tiene muy mal aspecto. Eso no está bien.

Hubo un silencio. Leo Davidovich no quería dejar sus conejos, no parecía dispuesto a escuchar el artículo. Pero, dominándose, dijo:

—Entonces, ¿quiere usted leerme su artículo?

Cerró las puertas de las jaulas sin apresurarse y se quitó los guantes de trabajo. Cuidaba sus dedos, que se herían muy fácilmente, lo cual le irritaba mucho porque le impedía escribir. Mantenía su pluma, como sus dedos, siempre en orden. Sacudió su blusa azul y se dirigió lenta y silenciosa mente, conmigo y con Jacson, hacia la casa. Los acompañé hasta le puerta del estudio de Leo Davidovich. La puerta se cerró y yo entré en la habitación contigua.

Habían transcurrido apenas tres o cuatro minutos, cuando oí un grito terrible y estremecedor, no dándome cuenta de quién era. Me arrojé hacia él... Entre el comedor y el balcón, sobre el quicio de la puerta, apoyado en el bastidor, estaba de pie Leo Davidovich, con la cara ensangrentada, destacándose claramente el azul de sus ojos sin las gafas y los brazos caídos.

—¿Qué pasa? ¿Qué pasa?

Lo abracé, pero él no me contestó inmediatamente. Tuve tiempo de pensar si habría caído algo del techo, que estaba en reparación. ¿Pero por qué aparecía de repente allí? El me dijo lentamente, sin alteración, amargura o despecho:

—Jacson.

Leo Davidovich lo dijo como si hubiera querido decir: “Se cumplió”. Adelantamos algunos pasos y, con mi ayuda, se reposó sobre la estera.

—Natacha, te amo.

Lo dijo tan inesperadamente, tan significativamente, casi tan severo, que yo, sin fuerzas por un temblor interior, me incliné hacia él.

—¡Oh, oh! No hay que dejar entrar a nadie en tu casa sin ser cateado.

Y cautelosamente, poniendo un almohadón bajo su cabeza rota, coloqué hielo en la herida y, con un algodón, restañé la sangre de su rostro.

—Hay que alejar a Seva de todo esto —dijo con dificultad, indistintamente. Pero me pareció que él no se daba cuenta de esta dificultad.

—¿Sabes? Allí —y señaló con los ojos la puerta del es tudio—. Sentí ... comprendí lo que quería hacer ... Me quiso todavía una vez ... pero yo lo impedí.

Dijo esto en voz baja, calmosa, entrecortada.

“Pero yo lo impedí”. Estas palabras revelaban una cierta satisfacción. En el mismo momento, Leo Davidovich empezó a hablar con Joe en inglés. Este se hallaba arrodillado, como yo, en el lado opuesto. Yo me esforzaba por comprender sus palabras, pero no lo logré. En este momento vi que Charles, pálido, entraba en el despacho de Leo Davidovich con un revólver en la mano.

—¿Qué hacer con ese? —le pregunté a Leo Davidovich—. Lo van a matar.

—No, no debe matársele; es preciso obligarle a hablar —me respondió Leo Davidovich pronunciando

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siempre las palabras despacio y con dificultad.

De repente oímos un alarido lastimoso. Miré a Leo Davi dovich interrogante. Con un movimiento de los ojos, apenas perceptible, indicó la puerta de su despacho y dijo con despego:

—Es él ... ¿No ha llegado el médico?

—Va a venir en seguida. Charlie ha ido a buscarlo con el coche.

Llegó el médico, vió la herida y dijo conmovido que no era de peligro. Leo Davidovich lo aceptó tranquilamente, casi con indiferencia, como si no se pudiera esperar de un médico otra opinión en tales circunstancias. Pero, dirigién dose a Joe en inglés y señalando su corazón, dijo:

—Siento aquí ... que esto es el fin. Esta vez lo han lo grado.

A mí me quiso ahorrar esto.

La ambulancia, en el bullicio de la ciudad, en medio de su frivolidad, las apreturas de la gente, la intensa iluminación nocturna, iba maniobrando y adelantando con el ininterrum pido sonido de la sirena y el silbato de los policías en moto cicleta. Y nosotros llevábamos a nuestro herido con un dolor profundo, insoportablemente agudo en el corazón y con una alarma siempre creciente. Conservaba su lucidez. Su mano izquierda se extendía a lo largo del cuerpo, paralizada; ya lo había dicho el Dr. Dutrem cuando lo examinó en el come dor de la casa. La derecha, sin encontrar lugar para ella, la movía constantemente, en círculos, encontrándose con la mía y como si estuviera buscando posición. Hablaba con más dificultad. Yo le pregunté, inclinándome muy cerca, cómo se sentía.

—Ahora mejor —me contestó:

Ahora mejor ... Me inspiró una aguda esperanza. El ruido ensordecedor, los silbatos de los motociclistas, el ulular de la ambulancia continuaban, pero mi corazón latió con la esperanza. “Ahora mejor”.

Atravesamos la puerta. El coche se paró. Nos rodeaba la gente. “Entre ella pueden estar los enemigos, como siempre en estos casos —pensé yo—. ¿Dónde están los amigos? Es preciso que ellos rodeen la camilla”.

Héle ahí en la cama. Silenciosamente, los médicos exami naron la herida. Siguiendo sus instrucciones, la enfermera procedió a cortarle el pelo. Yo estaba de pie, a la cabecera. Sonriendo ligeramente, me dijo:

—También ha venido el peluquero.

Trataba de alejar de mí los pesares.

El mismo día habíamos hablado de la necesidad de llamar al peluquero para que le cortara el cabello, pero no se hizo. Ahora lo recordaba.

Leo Davidovich invitó a Joe, que estaba también allí, cerca de mí, a apuntar en una libreta su despedida de la vida, como supe después:

—Estoy seguro del triunfo de la IV Internacional. ¡Ade lante!

A mi pregunta sobre lo que había dicho, Joe me contestó:

—Me pidió que apuntara algo sobre estadística francesa.

Me sorprendió el por qué hablaba entonces de estadística francesa. ¡Qué extraño! Pero tal vez se sentía mejor.

Yo continué de pie a la cabecera, sosteniendo el hielo sobre la herida y escuchando. Empezaron a desnudarle y, para no molestarle, cortaron con una tijera su blusa de trabajo. La enfermera y el doctor

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intercambiaron una mirada de simpatía por aquella blusa obrera y después le cortaron el chaleco, luego la camisa. Le quitaron el reloj de la muñeca, la ropa restante, sin cortarla. En este momento me dijo:

—No quiero que me desnuden ellos; quiero que lo hagas tú.

Lo dijo muy distintamente, pero muy afligido. Estas fue ron sus últimas palabras dirigidas a mí.

Al terminar me incliné y apoyé mis labios en los suyos. Me contestaba. Aún. Y aún me contestaba. Y aún. Así fué nuestra despedida. Pero no lo sabíamos. El herido perdió el conocimiento. La operación no le volvió en si. Sin apartar mis ojos, seguí velándolo toda la noche y esperando el des pertar. Sus ojos estaban cerrados, pero la respiración, a veces difícil, a veces tranquila, inspiraba esperanza. Así pasó también el día siguiente. Hacia el mediodía, según previsión de los médicos, se produjo una mejoría. Pero al caer la tarde, hubo un cambio repentino en la respiración del paciente: se aceleraba más y más, dándome una inquietud mortal. Los médicos y el personal del hospital rodearon la cama del herido, visiblemente conmovidos. Perdiendo el dominio sobre mí misma, pregunté qué era lo que eso signifi caba. Sólo uno de los médicos, cauteloso, me contestó que pasaría. Los otros callaron. Comprendí lo falso que era este consuelo y lo desesperado de la situación. Lo incorporaron. La cabeza se inclinó sobre el hombro y cayeron los brazos, como en “El descenso de la Cruz”, del Tiziano, el vendaje en lugar de la corona de espinas.

Los rasgos de su rostro mantenían toda su pureza y todo su orgullo. Parecía como si fuera a incorporarse brusca mente y decidir él mismo de su suerte. Pero era demasiado grande la profundidad de la herida del cerebro. El despertar, tan apasionadamente esperado, no se produjo. No volvieron a oírse sus palabras. Ya no está en el mundo.

Llegará la venganza contra los asesinos. Durante toda su bella vida heroica, Leo Davidovich creyó en la liberación del futuro humano. Su fe no se debilitó durante los últimos años, sino qué por el contrario, se fortaleció y se vigorizó. La humanidad futura, liberada de la miseria, suprimirá toda clase de violencias, El me enseñó a creer en eso.

***

(1). Yo ocupé durante cerca de un año la primera casa que ocuparon los Trotski a su llegada a México. Pertenecía a la esposa del veleidoso pintor Diego Rivera. Tenía esta casa un hermoso parque con árboles, flores y cactus en gran número. Los cactus habían sido plantados en su integridad por Trotski, que se cuidaba de regarlos constantemente, así como las flores. Me hice cargo con gusto de esta tarea. Contrariamente a las calumnias stalinistas, fué ésta mi única herencia del gran exilado ruso, muerto ya cuando la asumí. (J. G.)