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Barbara Goodwin - El uso de las ideas políticas

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X. El poder, la autoridad y el Estado

Este capítulo trata uno de los lados de la más importante po­laridad de la sociedad política moderna, la polaridad entre el Estado y el individuo. En el pensamiento liberal, la libertad indi­vidual y los derechos individuales reciben un tratamiento privi­legiado: se consideran como atributos necesarios en los seres humanos. Los poderes y los derechos del Estado son ejercidos bajo fianza y están limitados por los derechos naturales del pueblo. Esta visión también sería profesada por los partidos socialdemó­cratas y por muchos partidos conservadores que actúan dentro de los marcos del sistema liberal democrático. Sin embargo, cier­tas ideologías dan primacía al Estado: el fascismo y otras doctri­nas basadas en una concepción orgánica de la sociedad, y el comunismo en su práctica. Los derechos individuales, por tanto, son tratados como algo que el Estado ha concedido a los indi­viduos, en la medida en que el Estado actúa como el locus de todos los poderes y derechos; por esta razón, los derechos indivi­duales están estrictamente limitados por los intereses del Estado. Entonces, la polaridad entre los derechos del pueblo y la autori­dad del Estado desaparece, o sólo es detectable si hay disidencia o protesta.

Antes de entrar de lleno en el tópico del Estado y su papel, es importante revisar los conceptos de poder y autoridad: sin estos conceptos, el Estado no podría existir. En particular, la autoridad y la obligación política (analizados en el capítulo XII) son concep­tos que tienen un componente subjetivo importante que de­termina nuestra actitud hacia esa realidad contemporánea, el Estado, pese a que el Estado en sí mismo es también, desde luego, una construcción social, cuyas operaciones dependen de la acti­tud del pueblo.

¿Qué es el poder?

En los últimos cien años los especialistas en ciencias políticas y los sociólogos han discutido considerablemente acerca de las cuestiones del poder, el ejercicio del poder; las relaciones de po­der son también de interés para los psicólogos. Desgraciadamen­te, no tenemos aquí espacio para hacer una incursión en la fas­cinante cuestión de la motivación: ¿Por qué razón las personas desean ejercer poder unas sobre las otras? ¿Hay acaso un instin-

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to que nos impulse a intentar imponer nuestros deseos sobre los demás -la «voluntad de poder», como la llamó Nietzsche- o, es que, como sugirió Hobbes, la simple escasez de recursos de­sencadenan las luchas por el poder? Los modernos pensadores políticos, por lo general, suelen evitar estas difíciles cuestiones considerando el fenómeno del poder en contextos institucionaliza­dos y en situaciones arquetípicas. Dan por sentado que por cual­quier razón todas las personas buscan poder. Los pensadores que adhieren a las diferentes ideologías del liberalismo -en particu­lar y sobre todo los anarquistas- cuestionarían este supuesto y afirmarían que la lucha por el poder y el afán de poder son sÍnto­mas de sociedades enfermas que han infectado a sus miembros: en una sociedad anarquista, el concepto de poder sería algo des­conocido. Sin embargo, en la mayoría de las demás ideologías el tema del poder y cómo puede éste ser regulado constituye un de­bate importante, una cuestión a la que los filósofos políticos han contribuido abundantemente.

La distinción entre poder y autoridad ha sido establecida por muchos filósofos que piensan que debe existir una clara demar­cación entre ambos conceptos y no la conjunción y la mezcla que caracteriza la relación entre ambas nociones en la vida política. La concepción, recomendada por los filósofos lingüísticos en el sentido de que debemos estudiar los usos cotidianos de tales tér­minos, nos lleva a interminables confusiones, puesto que el pue­blo, e incluso los filósofos, emplean ambas nociones indistinta­mente. Si tomamos el uso diario y cotidiano del término se pue­den establecer seis «tipos ideales» distintos que ocupan toda la gama del ejercicio de poder en política:

1. Autoridad. Esta idea se refiere a las funciones y requiere una actitud subjetivamente diferencial por parte de los ciudada­nos para estar establecida completamente. No obstante, quienes gozan de autoridad pueden recurrir a 2 - 5.

2. Poder. La capacidad general de influir sobre otros que pa­see un político, un funcionario o cualquier otro individuo polí­ticamente activo y la capacidad para hacer que el otro haga lo que uno quiere.

3. Poderes. Derechos particulares de los funcionarios, por ejemplo, el poder de la policía para inspeccionamos en busca de drogas, el poder del inspector de Hacienda para inspeccionar las cuentas bancarias.

4. Poder coercitivo. El poder de hacer que las personas ha­gan cosas y de castigarlas si se niegan a hacerlo. Este tipo actúa de acuerdo con reglas, a diferencia de 5.

5. Fuerza. Este tipo describe de la manera más precisa el uso de 4 en una situación no estructurada (por ejemplo, durante una guerra o una revolución) por un grupo que tenga una identidad política reconocible: el ejército, una banda guerrillera.

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6. Violencia. Tal como se sugiere en el capítulo VI, éste es un término emocional y peyorativo. Sin embargo, actos destructivos y físicamente coercitivos ejercidos por personas no autorizadas en determinadas situaciones reciben por lo general el {;alificativo de «violencia.» Este tipo difiere de 4 y 5 en que la violencia no suele coercionar a las personas a hacer determinadas cosas, sino que fuerza a las autoridades a tomar nota de algo: por ejemplo, los actos terroristas.

Los principios rectores que determinan cuál de estos métodos habrá de elegir un operador político son la efectividad, la econo­mía y la aceptabilidad. En el caso de un gobierno en una situación «normal», 1 será preferible a 2 en la medida en que comprende los tres criterios, y 2 a 3, y así sucesivamente. En una situación revolucionaria, el orden puede llegar a invertirse con objeto de obtener una mayor efectividad. Hay muchas sociedades en las que la efectividad y la economía están subordinadas a otros objetivos, tales como la venganza, así como hay otras muchas sociedades en las que quienes ejercen el poder prefieren sustituir la violen­cia por un poder coercitivo regulado: de ahí la amplia lista de países que aplican la tortura y otras atrocidades publicadas por Amnesty Internacional.

<Dentro de los" límites que trazan estos distintos conceptos, de modo provisional, se puede analizar el concepto de poder. El po­der es la capacidad efectiva para que alguien actúe de una ma­nera que él, por su propia cuenta, no elegiría; en otras palabras, la capacidad de forzar a alguien a hacer algo contra su voluntad, por medio de ciertos procedimientos. En el nivel personal, contro­lamos a los demás persuadiéndoles, amenazándoles, provocándo­les, frustrándoles: en el nivel político, la amenaza de aplicación de una sanción, el uso de propaganda, el invocar poderes particu­lares, todas estas operaciones son típicas del poder. El sociólogo alemán M,ax Weber definía el poder como «la alternativa que tiene un hombre o un número de hombres de ejecutar su propia voluntad dentro de una acción comunitaria, incluso contra la re­sistencia de otros que participan en la acción».1

Algunos especialistas en ciencias políticas presentan modelos de poder político basados en intercambios e interacciones inter­personales, pero estos modelos son inadecuados para describir el poder que ejercen los grupos cuyos miembros no tendrían in­fluencia si actuaran por sí solos, y sirven para describir el poder creado por instituciones a través de normas y reglas. La teoría política se plantea cuestiones acerca de qué es el poder, dónde re­side y dónde debería estar. Las respuestas son interdependientes. Russell definía el poder como la producción de resultados delibe-

1. M. WEIlER. From Max Weber (eds. H. H. Gerth y C. Wright Milis), Rout­ledge & Kegan Paul, 1948, p. 180.

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radas: los efectos imprevistos de nuestra influencia sobre otros individuos no pueden denominarse poder.2 Esto quiere decir que el poder es una actividad, cuya existencia se determina por sus consecuencias. de modo que el poder no puede «estar» en algún sitio, latente. Otros teóricos hablan del poder como si fuera algo que algunas personas o grupos poseen, lo cual quiere decir que es posible tener poder sin usarlo siempre. Esto llevó a que los teóricos elitistas inventaran el concepto mistificador del «poder latente». Desde este punto de vista, el poder aparece como un atri­buto y no tanto como una actividad política. La cuestión que se plantea en este punto, el poder como posesión/atributo o el poder como actividad, me parece algo semejante a un juego de palabras. Quien ejerce el poder debe ser descrito como si tuveira poder (en ese preciso momento): alguien que formalmente ha ejercido el poder, aunque en ese momento no lo haga, también debe de­cirse que tiene poder. La distinción puede resultar útil para la ciencia política y para los teóricos constitucionalistas en sus inves­tigaciones, pero no es especialmente importante para los teóricos políticos que se preguntan dónde debe estar el poder.

Quienes tienen poder (de los tipos 2, 3 Y 4) en la escena política son por lo general los funcionarios, y también las personas que tienen especiales recursos que les dan «músculo» político. Los re­cursos relevantes para el poder, como la capacidad para controlar la fuerza de trabajo, pueden crear grupos poderosos que incluso pueden desafiar al gobierno o entrar en conflicto con él, como ha sucedido en Gran Bretaña en los años recientes con los grandes sindicatos. Sin llegar a suscribir la idea del poder latente como una especie de posesión permanente, podría decirse que los grupos que tienen recursos sustanciales (de dinero, de fuerza de trabajo, etc.) son potencialmente poderosos, queriendo decir con ello que están en una posición de ejercer poder si deciden interve­nir. Por ejemplo, la Iglesia oficial en Inglaterra es potencialmente poderosa, pero normalmente se mantiene apartada de la política; en ciertos países, la Iglesia ejerce un considerable poder político, como sucede con la influyente Iglesia católica en Polonia Y. por consiguiente, tiene un poder afectivo tanto como potencial. Así, el poder parece ser tanto una función de la posesión de recursos relevantes para el poder como una actividad, de tal modo que si se toma un criterio con independencia del otro, no se tendrá una explicación adecuada de la variedad de fenómenos de poder, ni se describirá adecuadamente la distribución de poder en una socie­dad en particular.

¿Por qué razón, en una situación política normal, unas per­sonas pueden libremente ejercer poder sobre otras? La organiza­ción del Estado establece ciertos canales para el fortalecimiento de las decisiones y desalienta o prohíbe el ejercicio de poder fue-

2. B. RUSSELL, Power, Allen & Unwin, 1938.

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ra de estos canales. Las instituciones políticas tienen poderes y otros recursos que se conceden a los funcionarios. En las socie­dades que Weber define como legales-racionales, burocráticas, descripción que incluye a la mayoría de las sociedades modernas, las leyes y las convenciones asignan tanto autoridad como poder a las funciones, no a quienes las ejecutan. "El trono no es una silla vacía» significa que los poderes y las responsabilidades de la monarquía se atribuyen al trono en sí mismo y a los indivi­duos sólo en virtud de que ocupan temporariamente el trono. De modo similar, la cadena de órdenes que caracteriza a las Fuer­zas Armadas existe con independencia de los individuos que ocupan las posiciones o de sus méritos personales. En el Estado moderno, el ejercicio individual de poder tiene muy poco que ver con la fuerza física y en cambio tiene mucho que ver con la función o el rol. En el caso de quienes actúan fuera de la estruc­tura formal de poder, esto está probablemente determinado por sus recursos económicos: puede ocurrir que los sindicatos no tengan un lugar formal en la toma de decisiones, pero su fuerza económica les permite ejercer poder e influir en las decisiones. A modo de autodefensa contra tales informales -y amenaza­doras- manifestaciones de poder, el Estado reafirma vigorosa­mente su «derecho» al monopolio del poder en la sociedad y puede promulgar leyes que reduzcan el alcance de tales grupos en cuanto al ejercicio de su poder. Así lo han hecho los gobiernos conservadores para disminuir el poder de los sindicatos en Gran Bretaña.

Si bien los poderes que se asignan a la función se aproximan a la autoridad, los teóricos políticos tradicionalmente han distin­guido entre autoridad y poder y han separado ambos elementos conceptualmente como reaseguro contra la tiranía. También han recomendado que deben distinguirse en la práctica: los Guardia­nes de Platón formaban una clase distinta de los auxiliares legis­ladores, y Locke abogaba por un «equilibrio de poderes» entre el poder legislativo y el ejecutivo, con vistas a recortar el ejercicio del poder por parte del último atribuyendo soberanía a la au­toridad del primero. Pero en una tradición diferente, los dos ele­mentos aparecen fusionados: para Hobbes, cualquier división del trabajo en el marco de la soberanía sería fatal -«divide y caerás». En realidad, la posesión de poder ejecutivo por un órgano del Estado, por lo general le da cierta autoridad, gracias a una trans­ferencia accidental o deliberada, como sucede en el caso de la policía. La razón por la que los teóricos distinguen tan estricta­mente entre poder y autoridad e intentan mostrar que esta úl­tima debe ser suprema es que ven en la coerción el arquetipo del poder político, una forma de poder que fácilmente puede escapar al control y que debe ser contrarrestada por razones humanita­rias. Plamenatz escribe:

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«Es un error suponer que el poder es prioritario con respecto al derecho y a la obligación. Ningún hombre tiene poder, salvo que su derecho a mandar sea reconocido por algunos, al menos por aquellos que le obedecen; sólo porque le obedecen, él tiene poder. Todo ejercicio de poder está sometido a reglas; es, en princi­pio, regular y no puede durar mucho tiempo ni ser efectivo si. es con frecuencia arbitrario.» 3

El argumento planteado por Plamenatz es que en cierto senti­do nosotros siempre manifestamos cierta aquiescencia con respec­to al ejercicio que otro hace del poder, y obedecemos sus órde­nes en virtud de nuestra propia libre voluntad, aun cuando lo hagamos en condiciones difíciles: se puede arrastrar al caballo hasta hacer que se meta en el agua, pero no se le puede obligar a beberla. El poder coercitivo «no puede durar mucho tiempo o ser efectivo». Desgraciadamente, esta última observación manifiesta un exceso de optimismo y falta a la necesaria verdad, puesto que no hay razón práctica o l6gica por la que un régimen basado en el poder coercitivo y arbitrario no pueda mantenerse a sí mismo durante mucho tiempo si está dispuesto a pagar los costos extra que suponen una forma de gobierno tan antieconómica. Berlín ha distinguido entre poder basado en la aquiescencia o coopera­ción y poder basado en la coerción: 4 el último es más común en una sociedad estable, aunque está claro que es importante tener un análisis filosófico del primero, lo cual nos permitiría identi­ficar y combatir los abusos del poder coercitivo y el uso de la fuerza. Si analizamos el segundo concepto, podremos establecer si el poder basado en la cooperación debería de ser considerado autoridad.

¿Qué es lo que crea la autoridad?

El lugar que hoy en día ocupa la autoridad, antaño estaba ocu­pado por la lucha por el poder. Los juristas describen el poder como un concepto de facto, que tiene que ver con hechos o accio­nes, mientras que la autoridad es un concepto de iure, relacionado con el derecho. El propósito primero y principal de un régimen que consigue desplazar a otro por la fuerza es convertir su po­der coercitivo en autoridad, invocando conceptos legales y mora­les para obtener la aquiescencia y la cooperación del pueblo y presentarse como legítimo ante él. La autoridad de un gobierno se apoya tanto en su validez legal como en el reconocimiento de las personas en cuanto a la obligación política que las vincula con éste, que, llegado el caso, les ordena ser leales al gobierno y

3. J. P. PLAMENATZ, German Marxism and Russian Communism, Longman's, Green & Co., 1954.

4. S. LUKES, Power: A Radical View, Macmillan, 1974.

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a las leyes. Por consiguiente, la autoridad tiene un aspecto ob­jetivo y otro subjetivo, interno, y es incompleta y precaria, salvo que estos dos aspectos se realicen en la práctica. Mientras que la coerción logra la obediencia a un alto costo en fuerza de traba­jo y en equipos, la autoridad puede controlar tanto las mentes como la conducta de los individuos a muy bajo costo, una vez que ha sido establecida y aceptada.

Por lo general, la base objetiva de la autoridad es la ley. En un país democrático, la ley emana de la Constitución que expresa la soberanía del pueblo y garantiza la legalidad de las leyes, mien­tras que, digamos, en una república islámica, la autoridad perte­nece en última instancia a la voluntad divina, tal y como aparece expresada en el Corán. (No se puede pedir que esta ley suprema sea convalidada por otras leyes so pena de caer en una regresión infinita. Tal como lo ha afirmado Hart, la justificación de la ley suprema adquiere la forma de un juicio de valor: un código mo­ral, por ejemplo.) 5 En una situación posrrevolucionaria, el nuevo régimen intenta crear autoridad poniendo en marcha una nueva Constitución. Esto no es difícil, puesto que la ley, de acuerdo con la visión positivista del derecho, finalmente se convalida a sí misma,' pero el régimen puede tener dificultades cuando se trata de persuadir a personas que están acostumbradas a una Consti­tución anterior y a una tradición política, establecida con el fin de hacer que adopten una actitud adecuadamente deferente hacia la nueva creaci6n. Es probable que ningÚn régimen revoluciona­rio usurpador pueda existir mucho tiempo cuando una tradición democrática ampliamente establecida subraya el papel que cum­ple el pueblo como respaldo de la autoridad. Por otra parte, el ejercicio del poder coercitivo es tanto más costoso y menos efec­tivo que llegar a invocar la autoridad. Pero la autoridad es difí­cil de lograr si el pueblo se opone tenazmente al nuevo régimen, y lleva tiempo crear una actitud deferente entre sus miembros. La Revolución Inglesa de 1688 fue un ejemplo de una revolución popular en la que, sabiamente, se conservaron bastantes elemen­tos del sistema anterior -en particular, el Parlamento- para que la mayoría del pueblo transfiriera su lealtad al nuevo régimen y aceptara las leyes constitucionales sancionadas por éste.' En otros casos, un nuevo régimen puede verse obligado a demostrar la me­jor conducta posible durante mucho tiempo antes de ganar legiti­midad ante los ojos del pueblo.

S. H. A. L. HART, The Concept of Law, Oxford U. P., 1961, cap. VI, s. 1. 6. La célebre explicación positivista de la ley expuesta por Austin, en la que

se entendía la ley como las órdenes emanadas del soberano, apoyadas por la fuerza, significa que no se necesita ninguna justificación ulterior si quien sanciona la medida es el supremo soberano. Para una explicación positivista moderna de la ley, véase lIART, The Concept of Law, cap. n.

7. El BilI of Rights (1689) colocaba a la monarquía firmemente bajo la ley y aseguraba elecciones y debates libres en el Parlamento.

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La interacción entre poder y autoridad, hecho y derecho, fue un asunto que ocupó un lugar principal en la obra de todos los teóricos políticos clásicos. Maquiavelo se hizo famoso por afirmar en El Príncipe que el nuevo gobernante, quizá un usurpador inha­bilitado para reivindicar una base hereditaria o religiosa que le permita ocupar su posición, debe convertirse, para sobrevivir, en un experto en el ejercicio del poder y en la manipulación de las personas, utilizando tácticas oportunistas y una «economía de violencia». La autoridad, por consiguiente, no es esencial a corto plazo, aunque el príncipe intenta obtenerla a largo plazo. El sobe­rano de Hobbes ha sido designado para promover la obediencia que se ha de prestar al pacto social. En la medida en que es un ente autorizado por los contratantes originales, el soberano es una autoridad situada por encima de ellos. No obstante, las ge­neraciones que siguen a la original obedecen al soberano por ra­zones de prudencia, porque temen el retorno de la anarquía, de modo que a partir de ese momento, puede decirse que el soberano ejerce poder sobre ellos, en lugar de ejercer autoridad. Esto es particularmente cierto en el caso de que un gobernante sea reem­plazado por otro, quizá por la fuerza. El nuevo gobernante cumple ahora el papel del soberano inicial que únicamente pucde .impedir un retorno al estado natural; por lo tanto, todavía se le debe obediencia prudencial. El modelo de Hobbes tiene como conse­cuencia, posiblemente involuntaria, la legitimación de cualquier golpe que tenga éxito o cualquier poder de tacto que se establezca a partir de este golpe. Sólo si los contratantes originales, y en particular su obligación, pudieran transmitirse de algún modo de generación en generación, podría probarse que los nuevos so­beranos tienen autoridad tanto como poder. Sin duda, Hobbes se daba cuenta de que la legitimidad era un atributo importante para cualquier soberano, pero esta legitimidad no era un requisito lógico en su teoría, dado el énfasis que ponía en la obediencia prudencial.

En contraste con ello, Locke sitúa la autoridad en el pueblo, como soberano supremo. La autoridad y el poder son delegados en cantidades limitadas a un gobierno que permanece subordina­do al pueblo soberano. Sin embargo, los individuos están obliga­dos a aceptar la autoridad y a obedecer las leyes de un gobierno adecuadamente constituido, puesto que se trata de leyes a las que han prestado su consentimiento. Las teorías contractualistas aclaran, en especial, que el poder coercitivo sólo existe en una situación presocial, en la que los hombres intentan dominarse unos a otros y en la que cada individuo es «el autor» absoluto de sus propias acciones. Asimismo, estas teorías afirman que la autoridad surge a partir de la creación de la sociedad y de la división del trabajo entre gobernantes y gobernados. Con toda seguridad, podemos afirmar que un Estado basado puramente en el poder coercitivo, ha de ser menos agradable para sus habi-

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tan tes y menos eficiente que otro basado en la autoridad, de modo que las teorías acerca de la índole y la creación de la autoridad son importantes: la autoridad puede fundarse en las actitudes subjetivas de las personas, pero es un concepto que tiene una contrapartida reconocible en la vida real, a diferencia de lo que sucede con la obligación . ..,'. El célebre análisis del poder de Weber es, en realidad, una explicación sociológica de la autoridad. Weber era un individua­lista radical, pero también era un fuerte partidario de la prima­cía de la Nación-Estado, a la que consideraba medida final de va­lor. Weber daba poca importancia a la idea de un gobierno por el pueblo, y consideraba que la democracia era un medio para seleccionar un liderazgo dinámico, él pensaba que esto era lo que necesitaba Alemania después de la derrota de 1918. Veía las diferentes organizaciones políticas como «estructura de poden>, cada una con una ;,dinámica interna específica». Sobre la base de su propio poder, los miembros de estas organizaciones recla­maban tipos específicos de prestigio. Weber distinguía tres tipos ideales de organización: •

1. Poder patriarcal o tradicional sostenido por tradiciones y mitos.

2. Poder burocrático apoyado en una estructura legal racio­nal y caracterizado por normas impersonales, y regularidades, y la autoridad asignada a las funciones.

3. Poder carismático apoyado en la personalidad del líder y que es la antítesis de la autoridad permanente, vinculada a la norma.

Resulta muy interesante el análisis del poder carismático, al que Weber también se refiere como autoridad carismática. Este concepto preocupa a muchos teóricos políticos, especialmente después del ascenso de Hitler, puesto que alude a un factor im­predecible, incontrolable, que puede amenazar o sobreponerse a la forma democrático-burocrática de autoridad que caracteriza a la moderna sociedad occidental. Si bien constituye una negación de la autoridad de base legal, la autoridad carismática se apoya, en esencia, en la condescendencia de los discípulos a su líder, en la medida en que ellos, sin él, no son nada. A diferencia de la autoridad impersonal que caracteriza a las instituciones, este tipo de autoridad es enteramente personal y su pérdida significa la inmediata pérdida de poder influyente sobre sus seguidores. Los primeros líderes carismáticos eran héroes de guerra o profetas divinos. Hoy en día son demagogos y, en ocasiones, líderes reli­giosos, como el famoso Jim Jones. Weber considera que el carisma es algo efímero, pero piensa que puede convertirse en rutinario

8. M. WEBER, From Max Weber, Parte u.

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mientras se transforme «en una fuente adecuada para la adqui­sición de poder soberano por los sucesores del héroe carismático». Weber observa que la mayoría de los reyes carismáticos contaban siempre con un chivo expiatorio permanente para protegerse a sí mismos, algo que ya recomendaba Maquiavelo, quien sugería que el carisma es incompatible con la responsabilidad, mientras que la autoridad legalmente constituida y la responsabilidad son inseparables. En realidad, Weber consideraba que el liderazgo democrático era una forma de autoridad carismática disfrazada de una legitimidad basada en el consentimiento. El alcance asig­nado a los líderes carismáticos dentro de una democracia plura­lista y estable puede parecer pequeño, pero podemos predecir que este tipo de líderes surgían en tiempos de crisis. Su éxito, o el hecho de que sean una bendición o un peligro para la sociedad, depende en gran medida del grado de representatividad popular que tenga el gobierno en el momento. El concepto de Weber es útil para el análisis de situaciones «anormales» o inestables, de modo que el concepto no es fundamental para una teoría política '<llor­mal». La importancia de la idea de autoridad carismática reside en que nos ayuda a ver la autoridad «normal» en perspectiva. No obstante, si bien la concepción sociológica de Weber es útil en cuanto a clasificar las posibles variedades de poder, la teoría po­lítica, con su criterio normativo acerca de dónde debe estar el poder, ha de tener más en cuenta las variedades de autoridad legal/racional, al menos para nuestra época presente, que es ella misma legal/racional.

Los análisis de Winch sobre la autoridad subrayan estos ele­mentos cuasi legales y racionales. La autoridad de iure, a la que estamos acostumbrados, se apoya en un sistema de reglas, gene­ralmente legales, que orientan y dirigen los sentimientos de de­ferencia de las personas hacia objetos adecuados. De acurdo con Winch, toda la actividad social consiste en particular en activida­des reguladas por normas que «suponen una referencia a un modo establecido de hacer las cosas». Esta característica de la sociedad da lugar a ciertas nociones de autoridad, que Winch de­fine como «no un tipo de relación causal entre voluntades indivi­duales, sino una relación interna». Evidentemente, Winch consi­deraría que el poder es una relación causal. También afirma que la autoridad no es un recorte de la libertad, puesto que «obede­cer a una autoridad es un acto voluntario».9 Esta conclusión re­quiere ciertos comentarios. Incluso suponiendo que usted decida racional y libremente reconocer la autoridad de un gobierno, al escoger avenirse a las leyes de este gobierno y a las órdenes que emanan de él, usted limita su propia libertad futura, aunque lo haga voluntariamente, con lo que usted acaba, de esta manera, en un Estado que ha sido denominado de «racionalidad imper-

9. P. WINCH, «Authority» en Political Philosophy (ed. A. Quinton), p. 38.

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tantes y menos eficiente que otro basado en la autoridad, de modo que las teorías acerca de la índole y la creación de la autoridad son importantes: la autoridad puede fundarse en las actitudes subjetivas de las personas, pero es un concepto que tiene una contrapartida reconocible en la vida real, a diferencia de lo que sucede con la obligación .

...,.,. El célebre análisis del poder de Weber es, en realidad, una explicación sociológica de la autoridad. Weber era un individua­lista radical, pero también era un fuerte partidario de la prima­cía de la Nación-Estado, a la que consideraba medida final de va­lor. Weber daba poca importancia a la idea de un gobierno por el pueblo, y consideraba que la democracia era un medio para seleccionar un liderazgo dinámico, él pensaba que esto era lo que necesitaba Alemania después de la derrota de 1918. Veía las diferentes 9rganizaciones políticas como «estructura de poder~l. cada una con una «dinámica interna específica». Sobre la base de su propio poder, los miembros de estas organizaciones recla­maban tipos específicos de prestigio. Weber distinguía tres tipos ideales de organización: 8

1. Poder patriarcal o tradicional sostenido por tradiciones y mitos.

2. Poder burocrático apoyado en una estructura legal racio­nal y caracterizado por normas impersonales, y regularidades, y la autoridad asignada a las funciones.

3. Poder carismático apoyado en la personalidad del líder y que es la antítesis de la autoridad permanente, vinculada a la norma.

Resulta muy interesante el análisis del poder carismático, al que Weber también se refiere como autoridad carismática. Este concepto preocupa a muchos teóricos políticos, especialmente después del ascenso de Hitler, puesto que alude a un factor im­predecible, incontrolable, que puede amenazar o sobreponerse a la forma democrático-burocrática de autoridad que caracteriza a la moderna sociedad occidental. Si bien constituye una negación de la autoridad de base legal, la autoridad carismática se apoya, en esencia, en la condescendencia de los discípulos a su líder, en la medida en que ellos, sin él, no son nada. A diferencia de la autoridad impersonal que caracteriza a las instituciones, este tipo de autoridad es enteramente personal y su pérdida significa la inmediata pérdida de poder influyente sobre sus seguidores. Los primeros líderes carismáticos eran héroes de guerra o profetas divinos. Hoy en día son demagogos y, en ocasiones, líderes reli­giosos, como el famoso Jim Jones. Weber considera que el carisma es algo efímero, pero piensa que puede convertirse en rutinario

8. M. WEBER, From Max Weber, Parte n.

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mientras se transforme «en una fuente adecuada para la adqui­sición de poder soberano por los sucesores del héroe carismático). Weber observa que la mayoría de los reyes carismáticos contaban siempre con un chivo expiatorio permanente para protegerse a sí mismos, algo que ya recomendaba Maquiavelo, quien sugería que el carisma es incompatible con la responsabilidad, mientras que la autoridad legalmente constituida y la responsabilidad son inseparables. En realidad, Weber consideraba que el liderazgo democrático era una forma de autoridad carismática disfrazada de una legitimidad basada en el consentimiento. El alcance asig­nado a los líderes carismáticos dentro de una democracia plura­lista y estable puede parecer pequeño, pero podemos predecir que este tipo de líderes surgían en tiempos de crisis. Su éxito, o el hecho de que sean una bendición o un peligro para la sociedad, depende en gran medida del grado de representatividad popular que tenga el gobierno en el momento. El concepto de Weber es útil para el análisis de situaciones «anormales» o inestables, de modo que el concepto no es fundamental para una teoría política «nor­mal». La importancia de la idea de autoridad carismática reside en que nos ayuda a ver la autoridad «normal» en perspectiva. No obstante, si bien la concepción sociológica de Weber es útil en cuanto a clasificar las posibles variedades de poder, la teoría po­lítica, con su criterio normativo acerca de dónde debe estar el poder, ha de tener más en cuenta las variedades de autoridad legal/racional, al menos para nuestra época presente, que es ella misma legal/racional.

Los análisis de Winch sobre la autoridad subrayan estos ele­mentos cuasi legales y racionales. La autoridad de iure, a la que estamos acostumbrados, se apoya en un sistema de reglas, gene­ralmente legales, que orientan y dirigen los sentimientos de de­ferencia de las personas hacia objetos adecuados. De acurdo con Winch, toda la actividad social consiste en particular en activida­des reguladas por normas que «suponen una referencia a un modo establecido de hacer las cosas». Esta característica de la sociedad da lugar a ciertas nociones de autoridad, que Winch de­fine como «no un tipo de relación causal entre voluntades indivi­duales, sino una relación interna». Evidentemente, Winch consi­deraría que el poder es una relación causal. También afirma que la autoridad no es un recorte de la libertad, puesto que «obede­cer a una autoridad es un acto voluntario».' Esta conclusión re· quiere ciertos comentarios. Incluso suponiendo que usted decida racional y libremente reconocer la autoridad de un gobierno, al escoger avenirse a las leyes de este gobierno y a las órdenes que emanan de él, usted limita su propia libertad futura, aunque lo haga voluntariamente, con lo que usted acaba, de esta manera, en un Estado que ha sido denominado de «racionalidad imper-

9. P. WINCH, «Authority» en Polítical Philosophy (ed. A. Quinton), p. 38.

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fecta», en el que racionalmente se elige no optar en el futuro.lo

La autoridad política basada en la ley resulta crucial para la exis· tencia de la sociedad, y preferible al uso del poder coercitivo, pero no podemos decir que deje paradigmáticamente libre al individuo.

Esto planta ciertos problemas en cuanto a evaluar los relati­vos méritos de la autoridad y el poder. El individuo puede sentir­se más satisfecho cuando se aviene a la autoridad que cuando lo hace al poder, ya sea éste el ejercicio de «poderes» o sanciones, o la coerción. Incluso si el individuo siente que la autoridad no se apoya en su total consentimiento, resulta más agradable acep­tar la dominación de ésta, puesto que sus propias acciones pare­cen entonces parcialmente voluntarias, a diferencia de lo que su­pondría ser forzado por el ejercicio del poder a actuar contra la propia voluntad. La mayoría de las personas aceptan sin cues­tión la autoridad en sus vidas diarias, puesto que han asumido la legitimidad del gobierno y del Estado desde una temprana edad. Sin embargo, podría afirmarse que un Estado que inscriba en las mentes de los ciudadanos ciertas ideas sobre la autoridad y la obligación, encubre o disfraza su falta de libertad y comete así una falta contra la libertad humana, ello es más grave que un Estado que domina mediante el uso de la coerción o la fuerza. En este último caso, los individuos al menos pueden per­cibir la ilegitimidad del Estado y lo que éste supone como ame­naza a su propia libertad; pueden así protestar y resistir. (Algu­nos filósofos afirman que el cautiverio del cuerpo es preferible a la esclavitud de la mente por estas mismas razones.) De ahí que los críticos del moderno Estado capitalista, al que consideran ilegítimo, se quejen de que éste se haya transformado en un Es­tado del Bienestar, un ente benigno, que gana autoridad ante los ojos del pueblo por el solo hecho de dispensar medidas de jus­ticia social y valerse de sus dispositivos democráticos. Marcuse, con su afirmación de que este tipo de capitalismo benigno se basa en una violencia disfrazada, intentaba liberarnos de la ceguera ante la autoridad y legitimidad del gobierno y alentarnos a pro­teger nuestras libertades amenazadas.1I En su argumentación, Mar­cuse afirma que un gran porcentaje de la población está domi­nado por una falsa conciencia en la medida en que este sector de la población cree genuinamente que el Estado es legítimo. Una estrategia, característica de quienes creen que el moderno Estado capitalista se basa en la fuerza y no en la autoridad, consiste en

10. Véase J. ELS11lR. Ulysses and the Sirens, Cambridge U. P., 1979, pp. 88-103. La racionalidad imperfecta se produce cuando uno hace una elección subsidiaria por la que uno se compromete a una importante elección futura. Así, el acto de votar puede ser considerado por los teóricos que emplean la noción de obli­gación como un compromiso a ciertas acciones futuras, que aún no conocemos y que podríamos no elegir libremente.

11. H. MARCUSB, One Dimensional Man, Sphere, 1968.

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provocarlo para que se muestre tal como es, es decir, para que exponga su naturaleza auténticamente represiva. Muchos pen­sadores de izquierda, en la Gran Bretaña actual, afirman que lo que ellos consideran como violencia policial en las manifesta­ciones y en las huelgas constituye un síntoma de la fuerza en la que se basa el Estado; cuanto más frecuentes sean este tipo de hechos, mayor será el número de personas que comprendan lo ilusorio de su propia libertad en la sociedad liberal. Una objeción que podría plantearse a este tipo de argumentos es que si el pueblo piensa que el Estado tiene autoridad y legitimidad, enton­ces el Estado las tiene, puesto que éstas se basan en gran medida en la actitud del pueblo con respecto a éste. No obstante, el pue­blo puede engañarse y prestar apoyo y aprobación a un gobierno o a un sistema que en realidad no se ajusta a sus propios in­tereses. Si el pueblo puede ser persuadido de que conviene rescin­dir la aprobación que presta al Estado o gobierno que no le con­viene, el Estado deja de tener autoridad (salvo en un sentido legal), aunque pueda mantener el poder durante un tiempo. La au­toridad legal sin la obediencia no sirve de gran cosa, puesto que constantemente debe ser reforzada con el castigo y la coerción. Desde luego, lo ideal sería que los Estados justos estuviesen fun­dados en la autoridad, mientras que los injustos se revelaran siem­pre a sí mismos como basados en la fuerza. Con lo cual, el pueblo tomaría conciencia de ellos y los derrocaría, pero una autoridad estatal basada en la opinión del pueblo no es necesariamente un signo de su propia justicia. La propaganda es un poderoso instru­mento para crear autoridad tanto si la usan los gobiernos justos como los injustos. Sin embargo, cada ideología política da lugar a una teoría que explica cuándo la autoridad ha sido acordada con justicia, mediante la cual la autoridad de los Estados existen­tes puede ser evaluada. Ni que decir tiene que estas teorías di­fieren entre sí: para un marxista, la vanguardia del proletariado puede ejercer la autoridad con justicia, mientras que para un demócrata liberal, la autoridad reside en el gobierno parlamen­tario, elegido en condiciones adecuadas. Como puede verse. la teoría de la autoridad justificada es el anverso de la teoría de la obligación de cualquier ideología.

Poder y autoridad: ¿Hermanos siameses?

El intento de establecer una distinción rigurosa entre estos dos conceptos está, en última instancia, destinado al fracaso. En cualquier situación política normal y en todas las instituciones estatales, el poder y la autoridad coexisten y se apoyan el uno al otro, y entre ambos condicionan la conducta de los ciudadanos. En la mayoría de las situaciones, puede observarse que funcio-

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nan distintos tipos de autoridad y de poder que corresponden a los tipos que han sido enumerados más arriba. El señor A paga sus impuestos, puesto que ha votado por el actual gobierno, aprueba el programa defendido por éste y cree su autoridad, 1; el señor B es reticente pero paga, aterrorizado como está por el poder general del impuesto sobre la renta, 2; el señor e intenta evadir el pago de los impuestos pero se encuentra con que ciertos poderes particulares intervienen en su contra, por consiguiente, se ajusta a la situación, 3, y el señor D defrauda al fisco, no paga el impuesto sobre la renta y es procesado y castigado, 4. Está cla­ro que el uso de la fuerza y de la violencia, 5 y 6, indican circuns­tancias anonnales en las que se ha quebrantado la autoridad. De acuerdo con el ejemplo, en los primeros tres casos se produce el mismo resultado final, pero cada contribuyente es influido por diferentes aspectos del nexo poder-autoridad; la combinación del poder y la autoridad en un gobierno es esencial para minimizar los efectos de la desobediencia. Sólo la autoridad puede romper el hielo con las personas cuando se trata de sus intereses finan­cieros: el inspector de Hacienda necesita contar no sólo con pa­deres ejecutivos, sino también con sanciones legales.

Para el ciudadano, el poder y la autoridad de una institución se presentan como inseparables. Por lo general, las personas ven la institución o el individuo como investidos de autoridad porque saben que la poseen, o que la institución o el individuo en cues­tión tienen ciertos poderes. En este caso, la institución o el individuo ganan autoridad ante sus ojos. Este proceso interactivo, con su elemento de retroalimentación que subyace a la investi­dura de autoridad de instituciones e individuos, desmiente las tentativas de los teóricos de fundar toda autoridad en el consen­timiento voluntario. Los especialistas en ciencias políticas pro­ceden más de acuerdo con el punto de vista del profano. Se pre­guntan quién toma las decisiones en determinados asuntos y cuáles son y a quiénes pertenecen los deseos que prevalecen cuando surgen conflictos sobre objetivos y valores. Este análisis omite cualquier referencia a la autoridad y a los poderes como derechos. En un estudio característico de este enfoque, Power and Poverty, los autores afirman que «considerar a la autoridad como una forma de poder no es útil desde un punto de vista opera­tivo»." El análisis del poder tiende a convalidar todo lo que des­cubre, al igual que hace gran parte de la ciencia política. Éste es un punto en el que resulta vital el hincapié que hace el teórico en la cuestión de la autoridad: suponiendo que existen métodos válidos para investir de autoridad un gobierno justo, el concepto resulta útil para esclarecer áreas en las que parte del Estado ha asumido poderes ilegítimos y para detectar otro tipo de usur­paciones de poder. La observación de Plamenatz de que la domi-

12. P. BACHRACH y M. BARAl'Z, Power and Poverty, Oxford U. P., 1970, p. 33.

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nación del poder necesariamente tiene corta vida, sugiere que cada vez que ocurre una divergencia entre poder y autoridad, quienes detentan el poder tratarán de legitimar su propia posición diseñando unos mecanismos a fin de establecer su propia auto­ridad. Por consiguiente, el teórico se interesa sobre todo por aquellos casos en que poder y autoridad divergen y donde puede entrar en juego la fuerza normativa y crítica del análisis.

Gran parte de la teoría anglosajona acerca de la naturaleza del poder está imbuida de una convicción sobre la estabilidad de nuestros propios sistemas políticos, en los cuales el poder está, por lo general, cómodamente legitimado y contenido por la au­toridad. El estallido de una guerra nuclear sería una situación típica de ruptura de esta sólida asociación. Se han previsto mu­chas hipótesis diferentes al describir la situación que sobreven­dría después de una guerra nuclear. Sin embargo, en la mayoría de ellas se plantea la inevitabilidad de una estricta ley marcial, dictada por los centros regionales de gobierno, con objeto de evi­tar que los pocos supervivientes se entreguen al pillaje o se amo­tinen, obligándoles a trabajar. Planteada esta situación, ¿tendrán autoridad los gobernadores regionales y sus tropas? Si la autori­dad se basa en el consentimiento, en la justicia o en los intereses del pueblo, la respuesta es, con toda seguridad, «no», cualquiera que sea el contenido de las leyes de emergencia dictadas. El sis­tema democrático habría desaparecido y los gobernadores difí­cilmente podrían invocar el consentimiento de la población falle­cida, puesto que este consentimiento habría sido prestado en unas elecciones realizadas en el período anterior a la guerra, en momentos en que los temas en discusión eran muy diferentes. Tampoco cabe presumir que las tentativas de restaurar el orden por la fuerza y las comunicaciones por medio del trabajo diri­gido se hagan en interés de aquellos que intentan sobrevivir co­tidianamente, como tampoco cabe presumir que estas medidas se ganarían la gratitud de los ciudadanos. ~sta no es más que una hipótesis pavorosa, pero basta para sugerir que la fuerza pre­valecerá en situaciones anormales en las que el poder y la au­toridad divergen. Sin la influencia coactiva que suministra la autoridad, el uso de la fuerza (no regulada por el poder coerci­tivo) es irrestricto, y puede ser utilizado para promover los in­tereses de los poderosos. Esto sirve para ilustrar la naturaleza ambivalente de la autoridad, que los revolucionarios pueden lle­gar a ver tan sólo como un medio para engañar a la población, pero que actúa igualmente como un freno de los elementos coercitivos que, necesariamente, subyacen en la acción del go­bierno. Por lo tanto, resulta crucial tener en cuenta que el con­cepto de autoridad desempeña un papel activo en nuestro pensa­miento político, pese a que los teóricos estarían más dispuestos a aceptar y examinar su papel como ideológico. Pero antes de emitir una afirmación final sobre la importancia y la interrela-

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ción de poder, autoridad y obligación, debemos considerar la ins. titución a la que estos tres elementos se refieren: el Estado.

El Estado leviatán

El término «Estado» es relativamente un recién llegado al de­bate político. Hasta el siglo XIX, los pensadores políticos preferían términos tales como "Commonwealth», «sociedad política», «po­der soberano« y «gobierno» para referirse a lo que hoy en día se llamaría Estado. La "Nación-Estado» es un término decimonónico que abarca la totalidad de la sociedad, tanto como su aparato político. Sin embargo, el tema en este caso es el Estado como principal lugar del poder y la autoridad en toda sociedad mo­derna. El Estado consiste de tres ramas de gobierno, la legisla­tiva, la ejecutiva y la judicial, junto con todas las instituciones a las que delega poderes (incluyendo la administración pública, el ejército, la policía, los medios de comunicación de masas -en el caso de que sean de propiedad estatal-, etc.). De acuerdo con la teoría democrática, los poderes de las diferentes partes del Estado han sido delegados por el soberano supremo, el Congreso o la legislatura, y están sometidos a su control. En condiciones ideales, el Estado en una sociedad democrática actuaría como ser­vidor del pueblo soberano, pero distintos factores impiden que esto ocurra así. Las limitaciones del sistema representativo, que ya han sido analizadas, impiden que el gobierno elegido sea un barómetro sensible a las opinones y a los deseos del pueblo. En segundo lugar, la mayoría de las instituciones estatales duran más tiempo que los gobiernos elegidos, de modo que forman sus propias políticas a largo plazo y adquieren intereses específicos a los que cada nuevo gobierno elegido por sufragio se ve obli­gado a acomodarse: la cola mueve al perro. En tercer lugar, los poderes delegados dan a ciertas agencias estatales un alto grado de autonomía que no siempre se corresponde con la responsabi­lidad ante los electores. La índole permanente de las instituciones estatales y la índole transitoria de los gobiernos hacen que cada gobierno elegido tienda a comprometerse y a ser identificado con el aparato del Estado, por mucho que dedique esfuerzos espe­ciales para mantenerse por encima de éste y controlarlo. Esta di­ferenciación conceptual y técnica de gobierno y Estado y la subor­dinación teórica del último al primero es importante cuando se trata de determinar cuán democrático es un país, hasta qué punto son· responsables sus instituciones y hasta qué punto el Es­tado constituye una amenaza a la libertad individual.

1/ ¿Cuál es la.-natur~~.?;ª ... deLEs.tado? Se resumirán aquí breve­(mente cuatro concepciones alternativas, encarnadas en diferentes concepciones ideológicas o teóricas:

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1. Concepción contractualista. El Estado deriva del acuerdo voluntario de los hombres a través del contrato social y su tarea es promover los intereses de las personas como individuos (Loc­ke) o como colectividad (Rousseau). El poder del Estado (o del soberano) es ilimitado (Hobbes) o está limitado por los derechos naturales del hombre (Locke), o está obligado a cumplir con la Voluntad General (Rousseau). La hipótesis del contrato no nos lleva así a establecer conclusiones generales sobre la naturaleza y los poderes del Estado, en la medida en que éstas se deducen de las diferentes premisas originales que corresponden a las distin­tas teorías.

2. El Estado como árbitro y guardián. Esta concepción se de­riva del papel mínimo que asignan los economistas clásicos y liberales al Estado. El Estado es mínimo puesto que la interven­ción estatal entorpece a los individuos en su tarea de bregar por sus propios intereses. Los utilitaristas subrayaban en particular la neutralidad del Estado. Todos los individuos eran considerados iguales como tales, de modo que el Estado podía y debía asumir una actitud totalmente neutra, pero, al mismo tiempo, debía sin­tonizar con los intereses de cada uno. El origen del Estado carece de importancia puesto que su justificación se basa en su desem­peño satisfactorio, negociador, árbitro y factor de mitigación del conflicto. El Estado está obligado a cuidarse por igual de todos sus miembros, como afirma el utilitarismo, y para asegurarse que esto se cumpla, el Estado debe ser sometido a una Consti­tución que refuerce su carácter imparcial. Desde este punto de vista, el Estado se presenta simplemente como la suma de sus partes individuales y no más que ella, y es visto como un ele­mento más, aunque importante, en la sociedad.

3. El Estado como organismo. Los románticos conservadores como Coleridge, pero también el Hegel antirromántico, conce­bían el Estado como un organismo integrado, colocado por enci­ma de los individuos, un todo mayor que sus partes componentes. Hegel deseaba firmemente superar el contractualismo y el libe­ralismo basado en esta concepción. El ideal orgánico niega la posibilidad de que existan intereses en conflicto: ofrece una funda­ción «natural» para el Estado. Hegel caracterizaba al Estado como una «mente abstracta» que no reconoce ningún otro princi­pio absoluto, como la moral, y en sí mismo absoluto. De ahí la omnipotencia del Estado en su teoría. Desde el punto de vista de esta concepción orgánica en el Estado, no puede haber equi­librio de poderes como tampoco neutralidad, puesto que el Estado tiene su propio interés total, muy por encima de los intereses de los individuos."

13. G. HEGBL, Philosophy of Rigltt (versión inglesa de M. Knox) , Oxford U. P., 1952; MARX Y ENGELS, Communist Manifesto, en Selected Works, vol. 1, p. 127; véase también, V. 1. LENIN, Tite state and the Revolution, Moscú, 1972, p. 9.

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En este análisis, el Estado representa y encarna la totalidad de la sociedad o nación.

4. El Estado como opresor. El análisis marxista, que sus­cribirían también muchos anarquistas en principio, aunque no en detalle. Este análisis considera al Estado como un instrumen­to de la clase dominante, y contradice explícitamente las otras tres concepciones. El Estado no ha sido edificado sobre la base de un contrato, sino por la fuerza y la usurpación, no pudiendo ser neutral. El Estado moderno es «una comisión designada para administrar los asuntos comunes de la burguesía», y no puede ser una unidad orgánica puesto que la sociedad es una maraña de conflictos de clase, de los cuales el propio Estado -es un síntoma. «El Estado es un producto y una manifestación del carácter irre­conciliable de los antagonismos de clase.» Marx también observa que el Estado es la encarnación del interés individual, opuesto al interés del conjunto de la comunidad. Por lo tanto, Marx pre­decía la extinción del Estado en una sociedad sin clases, comple­tamente socialista. Este análisis ha sido adaptado por los marxis­tas contemporáneos mutatis mutandis segón la condición del Es­tado capitalista avanzado."

Evidentemente, las convicciones ideológicas condicionan nues­tra comprensión del Estado, de sus orígenes y de sus limitacio­nes. Pese al rechazo marxista del Estado como instrumento de clase, y dada la general sospecha que plantean las concepciones «orgánicas» totalitarias, la mayoría de los teóricos occidentales continóan considerando al Estado como un árbitro neutral que carece de intereses propios, de acuerdo con la tradición liberal democrática. Resulta particularmente curioso el tono neutral que adoptan tales análisis. Estos análisis intentan definir las funcio­nes precisas del Estado y las características que distinguen a éste de otras asociaciones (¡como si corriéramos el riesgo de confun­dirlo!), pero no se cuestionan su alcance y sus propósitos, quizá porque se supone que las instituciones democráticas mantienen automáticamente al Estado dentro de ciertos límites.

Una concepción característica de este tipo define al Estado como un sistema de normas, procedimientos y funciones, gestio­nado por individuos que emplean diferentes métodos, incluyendo la coerción. Esta definición podría servir para describir cualquier sistema o asociación, Raphael enumera sus cinco características especiales: IS

1. El Estado tiene jurisdicción universal. 2. El Estado tiene jurisdicción compulsiva. 3. Sus fines son más amplios que los de las demás asociacio·

nes que persiguen «fines concebidos privadamente».

14. V. 1. LENIN, The State and Revolution, Moscú, 1972, p. 9. 15. D. D. RAPHAEL, Problems o{ Politiea! Philosophy (edición revisada), Mac­

millan. 1976, pp. 41-53.

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4. El Estado tiene supremacía o soberanía legal sobre todas las demás asociaciones.

5. El Estado se sitúa como un igual ante otras Naciones-Esta­do, siendo «soberano de sí mismo».

Se ve claro que todas las propiedades definitorias del Estado, excepto 3, podrían ser reconocidas incluso por un marxista. Estos criterios identifican al Estado como una asociación única, sin­gular, y ello prueba su supremacía clara e indiscutible y orienta la lealtad básica de los ciudadanos hacia el Estado antes que hacia asociaciones sectoriales que puedan presentarse en la so­ciedad. En su análisis de la obligación, Walzer designa al Estado como una «asociación primaria,> distinta de asociaciones secun­darias como la Iglesia, las empresas y los grupos de interés, en las cuales ser miembro genera también deber y lealtad.

Caracterizado el Estado de esta manera, ¿se justifican su exis­tencia y sus poderes? Al fin y al cabo, podríamos imaginar socie­dades que no presentaran tal «asociación» ominosa, sociedades semejantes a las que proponen y han propuesto los anarquistas. Una de las justificaciones invocadas para la supremacía del Es­tado es sostener que su tarea consiste en promover el bien común, propósito que es mirado con ojos escépticos por los liberales; la otra es esgrimir la función «arbitral» del Estado, que juzga entre competidores y los considera imparcialmente. ¡Nos preguntamos para qué sirve el inmenso aparato dado lo modesto del propósitof En ambas justificaciones está implícito el supuesto de que se podrían obtener las mismas finalidades por medio de a$ociaciones más blandas o estrechas, afirmación cuestionada, por ejemplo, por Nozick, quien sugiere que la sociedad de mercado, que presenta la ventaja de dar libertad de movimientos a una multiplicidad de comunidades pequeñas, podría satisfacer espontáneamente estas dos funciones. 16 Para todos aquellos que defienden semejante con­cepción del Estado, salvo aquellos que defienden una concepción orgánica o similar, éste de hecho justifica su existencia por el bien que hace a los miembros de la sociedad. Podríamos pregun­tarnos si estos beneficios no podrían lograrse por otros medios, pero para aquellos que defienden un punto de vista semejante al de Hegel, el Estado es un bien en sí mismo y no un fin en sí mis­mo, y no necesita de mayores justificaciones.

Para el teórico político o para el jurista que busca una defini­ción del Estado y de sus derechos, la cuestión más importante es establecer dónde reside la soberanía; una cuestión complicada por el hecho de que algunos hablan de una soberanía de tacto, tesis aparentemente contradictoria puesto que la idea de la so­beranía se funda principalmente en el derecho. Weber, por ejem­plo, definía la soberanía del Estado por su monopolio del uso

16. R. NOZICK, Anarchy, S/ale and U/apia, Blacwell, 1974.

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legítimo de la fuerza física y Raphael también acusa a los mo­dernos teóricos del poder de igualar la soberanía con «la supre­macía del poder coercitivo por encima de la autoridad legal»P La concepción de tacto hace imposible establecer o cuestionar el derecho del Estado a ejercer tales poderes, aunque hace más fácil de identificar empíricamente a la soberanía. Sin embargo, esta concepción no es adoptada por los teóricos, para quienes los elementos normativos de la soberanía, o de iure, son lo más importante. En la mayor parte de la teoría moderna, el ideal de­mocrático del pueblo soberano es desdeñado (como si se tratase de una perogrullada irrelevante) y entonces el teórico intenta determinar a cuál de los órganos del Estado atribuye soberanía. Se considera la actividad legislativa como la esencia de la fun­ción soberana, pero éste no siempre es un criterio exento de ambi­güedades, puesto que la función legislativa puede ser, y es, divi­dida. El «problema de la soberanía» en la teoría política parece hoy en día un debate académico excepcionalmente estéril, puesto que la soberanía aparece claramente difusa en la práctica y de­legada por conveniencias operativas. Sólo en caso de crisis es importante que la soberanía se concentre en una parte de la sociedad y, por lo general, ¡las crisis surgen en razón de afirma­ciones conflictivas acerca de la soberanía! El papel del teórico no puede ser determinar dónde reside la soberanía en sociedades específicas -ésta es una cuestión para los filósofos del derecho y los constitucionalistas-, sino decidir dónde debe residir, en fun­ción del propio análisis acerca de la naturaleza de la sociedad po­lítica. El teórico democrático, por ejemplo, sabe que la soberanía debería residir en el pueblo o en sus representantes elegidos, y el centro de su análisis debería ser considerar cómo se puede ase­gurar que el cuerpo legislativo supremo sea responsable ante el pueblo y no esté sometido a influencia indebida por organizacio­nes no democráticas.

En el uso popular, el concepto de soberanía se invoca principal­mente cuando otros Estados soberanos parecen amenazar la su­premacía del Estado dentro de sus propias fronteras. Quienes se oponían al ingreso de Gran Bretaña a la Comunidad Económica Europea argumentaban diciendo que esta incorporación suponía una amenaza contra la supremacía legislativa del Parlamento: uno podría observar que sus objeciones igualmente podrían ba­sarse en la tesis de que, desde el punto de vista de una teoría democrática, la CEE no era entonces, como no es ahora la Co­munidad Europea, una organización democrática. Una vez in­corporados a la Comunidad Europea, los ciudadanos británicos estaban obligados a someterse a una legislación para la que no habían prestado su consentimiento, observación que sigue tenien­do vigencia en la medida en que los reglamentos de la Comunidad

17. RAPHAEL, Problems ot Po/itical Philosophy, p. 59.

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Europea no son establecidos por el Parlamento Europeo. Este énfasis exclusivo, en estos casos colocado por los políticos bri­tánicos en la soberanía parlamentaria, constituye un síntoma de su tendencia a olvidar que la soberanía reside en última instancia en el pueblo. La soberanía es también muy debatida aqUÍ cuando un juez del Tribunal Supremo interpreta cierto aspecto legal que resulta contrario al espíritu que, de acuerdo con la opinión del Parlamento, debía ser reforzado por la ley. Lord Denning lo hizo claramente «apoyando la justicia contra la ley», según decía. En casos semejantes, los políticos afirmarían que se rompe el equi­librio de poder entre el poder legislativo y el judicial en detri­mento de la supremacía legislativa parlamentaria. En cuestiones constitucionales como ésta, resulta apropiado el empleo del con­cepto de soberanía, pese a que el teórico político podría descri­bir mejor el hecho en términos del perjuicio causado al principio democrático, cuando jueces que no han sido elegidos y que no son responsables ante el electorado comienzan a dictar la ley.

En la vida diaria, desde luego, el Estado es una realidad objetiva a la que los individuos deben acomodarse lo mejor que puedan, pero la teoría política no necesita abonarse a este sometimiento de lo móvil a lo inmóvil. Si se adopta la concepción legalista con res­pecto al Estado y a su soberanía, no puede sino reconocerse que ésta es suprema de acuerdo con la ley positiva y/o constitucional. Sin embargo, la ley sólo sirve en parte para respaldar la autoridad del Estado. Las leyes pueden ser cambiadas, o derogadas. Otro factor importante, como se ha dicho más arriba, es la actitud del pueblo hacia el Estado, su reconocimiento a la autoridad de éste y la aceptación de la propia obligación política. Si bien estos conceptos a menudo son utilizados como propaganda para justifi­car la supremacía del Estado sobre el individuo, se pueden de­terminar nuevas concepciones con un efecto contrario, restrictivo, en el Estado. Si pudiéramos reformular nuestras nociones de autoridad y de obligación desde una base seriamente democrática, podríamos restablecer el equilibrio que, actualmente, tanto favo­rece al Estado contra el individuo. Por supuesto, se trata de un proceso a largo plazo: incluso si teóricos políticos misioneros pu­dieran popularizar su nueva interpretación del deber del individuo con respecto al Estado, y si ésta fuese ampliamente aceptada, éste seguiría detentando el monopolio del poder coercitivo, que podría poner en marcha y dirigir contra cualquiera de los efectos amenazadores de la revolución conceptual.

Para los anarquistas y los marxistas, «Estado» ha sido siem­pre una mala palabra, y actualmente se registra una actitud si­milar entre las sociedades democrático-liberales, pese a que las causas, en este caso, son diferentes: el moderno Estado inter­vencionista amenaza la libertad personal de incontables maneras. La «teoría de la convergencia» afirma que los Estados liberal y marxista convergen hacia una pauta común, el socialismo de Es-

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tado, alias capitalismo de Estado. Puede haber diferencias de de­talle, pero la representación de un Estado-Leviatán constantemen­te en ascenso, cada vez mayor, es compartida tanto por la socie­dad comunista como por la sociedad liberal. Resulta, por lo tanto, una ironía, puesto que los liberales recuerdan las advertencias de Mill con respecto a la intervención del Estado, y los marxistas recuerdan por su parte la predicción de Marx de que el Estado, a largo plazo, acabaría «extinguiéndose». El hecho de que ambos análisis y ambos ideales hayan fracasado en 10 que toca a la cuestión del Estado, debería dar lugar a la aparición de diferentes análisis sobre la naturaleza del Estado en la sociedad industrial avanzada, análisis que suministrarán determinaciones diferentes de las que hoy en día disponemos acerca de cómo podemos afir­mar la voluntad del pueblo o los derechos de los individuos con­tra el Estado. Teóricamente, hemos perdido el control del Estado moderno, al igual que, prácticamente, no estarnos en condiciones de reforzar su grado de responsabilidad frente al electorado. La explicación dada por Mm acerca de la élite del poder y los aná­lisis de Galbraith sobre la tecnoestructura fueron pasos pioneros hacia la constitución de una nueva teoría del Estado, pero quizá la teoría más acabada y precisa sería la de Orwell en 1984, en la que se presentaban tres grandes Superestados haciéndose la gue­rra permanentemente entre sí y teniendo en su seno un conjunto de poblaciones aterrorizadas y sometidas ...

Una cantidad de factores contribuyen a establecer la natura­leza distintiva del moderno Estado intervencionista. Un factor principal son los avances sustanciales de la tecnología, los cuales tienen muchas consecuencias históricas. Mantenerse al día en estos avances requiere inversiones comercialmente tan grandes que los gobiernos se ven obligados a financiarlas y, por consi­guiente, se ven involucrados seriamente en la actividad econó­mica. Allí donde interviene el gobierno, también allí intentará re­gular, de ahí la necesidad de contar con la colaboración de un número cada vez mayor de expertos, llamados para servir de ayuda a 105 cuerpos gubernamentales, cuyos criterios sobre el modo de ejecutar las diferentes políticas pueden diferir de aque­llo que desea el pueblo. Éste es el caso, por ejemplo, del desarrollo de armas nucleares y de la carrera de armamentos, que cons­tituyen un estímulo importante para las economías de la pos­guerra, pero que son hoy una peligrosa adición que aumenta ne­cesariamente el poder y el alcance del gobierno a medida que el sector militar de la economía, bajo su control, se hace mayor. l8

(También vemos cumplirse las predicciones de Orwell en el nivel ideológico, en la medida en que cada una de las principales po-

18. Véase Report From Iron Mountain (ed. I. Lewin) , Penguin, 1968. Un documento «apócrifo», anónimo, que no obstante exponía la verdad acerca de la dependencia de la economía de los EE.UU respecto a la producción de armas. Véase también J. K. GALBRAITH, The New Industrial State, Penguin, 1969.

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tencias incita a sus ciudadanos a temer y despreciar a la potencia opuesta y a una mayor lealtad hacia la propia para justificar los gastos de armamento.) En tercer lugar, la sanción de reglamentos legales que necesita de la aplicación de la tecnología avanzada y las medidas de bienestar social, y la participación como miembro de Superestados como la Comunidad Europea, ha creado y, sub­siguientemente sobrecargado, enormes burocracias que sólo mar­ginalmente son responsables ante el pueblo a través del proceso democrático. El gravoso compromiso de la economía de cada país en la economía mundial es otro factor externo que obstaculi­za el control del Estado: la economía mundial no está contro­lada por los Estados individimles, sino que ésta, en parte, los controla a ellos, a menudo utilizando métodos contrarios a la democracia imperante en los paises. Las condiciones restrictivas que suele imponer el Fondo Monetario Internacional para conceder préstamos es un ejemplo muy común de este tipo de controles.

Sin duda, éstas no son observaciones originales aunque, desgra­ciadamente, no se han convertido aún en algo tan común en la política democrática como para avalar acciones que impidan es­tos desarrollos. Estos factores se añaden, y fortalecen, el cada vez mayor elitismo y aislamiento del proceso político en las de­mocracia liberales. Partes del Estado han escapado al control de los gobernantes, otras son controladas por ellos, pero los gober­nantes en sí mismos, en gran medida, no pueden ser controlados. Es ésta una muestra muy pobre de la democracia y una situa­ción que requiere que repensemos nuestros antiguos conceptos. Puesto que poseer autoridad es esencial para el mantenimiento del Estado, que no puede actuar a largo plazo sin el ejercicio del poder y el uso de la fuerza, es importante el modo en que es conceptualizada la autoridad. Si los teóricos políticos pudieran desarrollar y diseminar un concepto más crítico de la autoridad, apoyándose en formas más vigorosas de consentimiento y respon­sabilidad, y en una concepción más selectiva y menos aquiescente de la obligación política en la que se subraya el derecho a di­sentir, es posible que la suya fuese entonces una contribución útil para llegar a controlar al nuevo Leviatán.

Con este objetivo y para esta finalidad, las doctrinas sobre la libertad y los derechos humanos son también cruciales. En una sociedad en la que los derechos de los individuos están garanti­zados constitucionalmente, el alcance de la actuación del Estado parece, como corresponde, restringido. Si bien algunas ramas del Estado violan habitualmente los derechos individuales (como su­cede por ejemplo con los «servicios de seguridad» en muchos paí­ses), el reclamo público brota cada vez que estas legislaciones salen a. la luz y los gobiernos son obligados con frecuencia a re­formar el órgano estatal que se ha descarriado. El siguiente capí­tulo analiza, por tanto, esa cuestión de gran importancia, la cues­tión de la libertad individual.

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XI. Libertad y derechos

El siguiente análisis se sitúa, en gran medida, dentro del mar­co del pensamiento liberal democrático, puesto que allí es donde tiene lugar la mayor parte del debate teórico acerca de la natu­raleza de la libertad y los derechos. La historia de estos concep­tos, en efecto, ocupa los trescientos años de historia del pensa­miento liberal y, en efecto, el antagonismo entre el «individuo y el Estado» es una invención liberal, de modo que los pensadores situados en otros horizontes ideológicos adoptan con frecuencia la terminología liberal para tratar el tema entre ellos.

El significado de la libertad

«Renunciar a la libertad es renunciar a ser un hombre, equiva­le a firmar la rendición de los derechos de la humanidad, e in­cluso de sus deberes.» I

La idea de la libertad individual está inseparablemente fundida con la doctrina teológica que afirma la libre voluntad del hom­bre, libre voluntad que le permite elegir el bien y el mal, y que es la característica definitoria de la naturaleza que le ha sido dada por Dios. El debate filosófico en torno al tema de si el hom­bre es libre o está determinado, puede estar más relacionado con la filosofía moral que con la filosofía política, pero sea cual fuere el punto de vista adoptado, está claro que tiene consecuen­cias para la adhesión a ciertos ideales políticos. A partir del si­glo XVIII, los filósofos racionalistas insistieron afirmando que en principio pueden darse explicaciones causales de la conducta hu· mana, así como de los acontecimientos que tienen lugar en el mundo natural. En consecuencia, el determinismo se convirtió en una doctrina de amplia difusión. El precepto relacionado con él, la tesis de que el carácter humano es formado por el ambiente social en el que se desarrolla, dio pábulo a una nueva genera­ción de utopías en las que se afirmaba que la conducta humana alcanzaría la perfección a través del perfeccionamiento de las instituciones sociales. El análisis materialista de Marx se apoyaba en la misma concepción. El darwinismo y, en nuestro siglo las ciencias de la conducta, contribuyeron a fomentar la concepción

1. J. J. ROUSSEAU, El Contrato Social (versión inglesa), Dent, 1913, p. 8.

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determinista de la naturaleza humana, pese a lo cual la libertad siguió siendo el ideal político más importante en Occidente. Mu­chos filósofos han sostenido que un elemento crucial en la vida social es el supuesto de que todos somos responsables de nues­tras acciones, supuesto que s610 es posible cuando se considera conjuntamente con una teoría de la libre voluntad.2 ¿Cómo haría un sistema liberal de justicia para recompensar a las personas por sus méritos si éstas no fueran responsables de sus logros? Muchos pensadores liberales, como Rousseau (citado más arriba), hacen de la libertad del hombre un atributo definitorio. El ideal democrático también está asentado en la reafirmación de la capacidad de las personas para hacer elecciones libres (y racio­nales), y una de las principales querellas que los liberales man­tienen con los marxistas tiene que ver con la visión «determi­nista» de estos últimos en cuanto a la naturaleza humana. Por consiguiente, las cuestiones relacionadas con la libre voluntad y la libertad están en la base de la filosofía y la sociedad política occidentales.

Difícilmente podría probarse una u otra tesis: la libre voluntad o el determinismo. En cualquier caso, la mayoría de los filósofos no afirman que estemos totalmente determinados o totalmente no determinados. Se puede especificar cuáles son los factores deter­minantes, como el condicionamiento, que limitan nuestras elec­ciones y afirmar no obstanque que de todas maneras tenemos un cierto grado de elección. Está claro que el grado de libre volun­tad o de determinación atribuido a la acción humana en una teo­ría política es de la mayor importancia en lo que toca a decidir cómo se explica la conducta política y qué valores políticos se persiguen. Así, los supuestos filosóficos sobre la libre voluntad (pese a que ésta no es, en principio, una cuestión política) esta­blecerán los parámetros para una ideología. Pero cuando se ana­liza la libertad en el marco de la filosofía política, lo que se quie­re decir con este concepto no es tanto la capacidad del individuo para la libertad como su libertad «objetiva», definida como estar libre de coerción o de restricciones y gozar de libertad en tér­minos de oportunidades.

Con todo el debido respeto que me merecen los anarquistas y los libertarios, debe decirse que la idea de la libertad absoluta es una quimera, inalcanzable por el hombre en la sociedad, que, en esencia, es un sistema en el cual se comparten normas y res­tricciones mutuas. La mayoría de las actividades que hacen a la vida digna de ser considerada como tal -la amistad, el matrimo­nio, la pertenencia a un grupo- dependen, como se ha dicho, de obligaciones autoimpuestas o promesas que restringen nuestra

2. Véase P. STRAWSON .• Freedom and resentmenb, en Strawson, Studies in the Philosophy 01 Thought and Acliolt, Oxford U. P., 1968; e 1. B~RLIN, .Histo· rical inevitability. en Berlin, Four Essays on Liberty, Oxford U. P., 1969.

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voluntad, aunque enriquezcan nuestra experiencia. De modo que el concepto de un individuo absolutamente libre, no impedido por las leyes o las morales y no obstaculizado por la acción de otros individuos, no puede funcionar como argumento político, incluso como objetivo irrealizable. Lo que importa discutir en términos políticos, en cambio, es si una ideología o un sistema político en particular extiende la gama de elección y reduce la interferencia: esto es, el concepto debe ser considerado relativamente. Berlin, cuando analiza a J. S. Mill, distingue entre la libertad negativa, es decir, estar libre de interferencias, y la libertad positiva, «la libertad que consiste en que cada uno es dueño de sí mismo»; J

idea que él conecta analíticamente con el gobierno de sí mismo. Se ha discutido en torno al conflicto potencial entre estas dos fórmulas que Berlin afirma haber descubierto, pero la distinción establecida por él refleja una verdad evidente, la de que existe una diferencia categórica entre mis derechos, que impiden que yo sea interferido en áreas específicas, y mis oportunidades, incluso la oportunidad más amplia de controlar mi destino a través del gobierno de mí mismo, que varían de acuerdo con el contexto so­cial, incluso si las formas negativas y positivas de libertad in­teractúan constantemente. Cuando se trata de responder a la cuestión: «¿cuán libre soy?», ambas fórmulas deben ser conside­radas.

Las explicaciones de la libertad, dadas por los teóricos políti­cos liberales, han cambiado con el tiempo, según sea la fuente de las amenazas que se ciernan sobre la libertad individual. En el siglo XVII, la libertad de creencias y de cultos religiosos era una cuestión muy importante que dominaba las discusiones. En el si­glo XVIII, la libertad con respecto a la voluntad arbitraria de los déspotas era fundamental, la libertad era considerada en térmi­nos constitucionales. En el siglo siguiente, J. S. MilI abogó por la libertad con respecto a la tiranía de la opinión pública y del convencionalismo moral de la sociedad victoriana, mientras que en nuestro siglo la libertad para las naciones (<<autodetermina­ción») y la libertad con respecto al «sistema» han sido los recla­mos más importantes. La libertad positiva depende aun más del contexto que la libertad negativa, puesto que cada innovación so­cial y tecnológica genera posibilidades que las personas pueden reclamar como justas oportunidades, necesarias para su plena y propia satisfacción. Si un gObierno decidiera restringir la pro­piedad de automóviles, se diría de él que está recortando la li­bertad positiva de las personas: ¡muchos occidentales piensan que éste es uno de los peores aspectos de la sociedad comunista! Se ha esgrimido un argumento similar en relación con caros equi­pos médicos, tales como los scanners, que podrían salvar vidas

3. BERLIN, .. Two concepts of liberty., en Politieal Philosophy (ed. A. Quinton), p. 149.

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humanas pero que los servIcIOs sanitarios nacionales no pueden comprar por falta de fondos. En una sociedad estable y progre­sista, entonces, la libertad positiva se extiende por acumulación: cien años atrás, en Gran Bretaña, la educación primaria era la norma, hoy en día la educación superior libre está (supuesta­mente) disponible para todos aquellos que estén cualificados para ella. Por muchos que sean los inconvenientes espirituales que plantea la opulencia económica, no cabe duda de que aumenta la libertad positiva de muchas maneras.

Variedades de la libertad

Así como las ideas sobre la libertad dependen del contexto so­cial, las explicaciones sobre la libertad elaboradas por las dife­rentes ideologías difieren considerablemente, tal como se ha mostrado en la parte n.

A continuación volveremos sobre estas cuestiones brevemente. De acuerdo con los liberales, la libertad está íntimamente conec­tada con la ley. Todos están subordinados a las leyes, a las que han consentido libremente, y por lo tanto son libres por igual. Locke decía: «La libertad de los hombres bajo el gobierno con­siste en someterse a una regla de vida que sea común a todos.» La concepción de Locke tenía también una dimensión económica, puesto que el pensador inglés subrayaba el derecho natural del hombre a tener propiedades y a vender su trabajo; según la in­terpretación dada por Macpherson, este tipo de libertad liberal originaria era, en efecto, el poder de establecer contratos en el marco de un sistema de relaciones de mercado. Con respecto al gobierno, Locke afirmaba que las vidas de los hombres se deben a Dios y que, por consiguiente, éstos no son libres de esclavi­zarse o de matarse entre sí: en consecuencia, no es lógico que consientan gobiernos arbitrarios que podrían esclavizarlos. Su definición en tomo a la tarea del gobierno como guardián de los derechos naturales destacaba la función limitada del gobierno y la extensión de la libertad personal en la sociedad liberal. Más adelante, una vez que los principios fundamentales recomendados por Locke fueron establecidos constitucionalmente en algunos países, la teoría liberal se concentró en la cuestión de las Uber­tades políticas específicas. Mill abogaba por la libertad de pen­samiento, discusión, religión y reunión, contra las leyes de su tiempo que conculcaban tales derechos. También afirmaba que la sociedad carece de derechos para imponer sus concepciones morales sobre el individuo. Su famoso principio que la sociedad sólo puede interferir con el individuo para proteger a sus miem­bros de un daño material directo, sentó un criterio característico del pensamiento liberal y que aún funciona hasta cierto punto en las sociedades liberales. Mill también definía la libertad en un

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sentido positivo, como la libertad de desarrollarse como indivi­duo autónomo a través de la autodeterminación y la educación políticas, aunque Berlin afirma que esta fórmula puede entrar en conflicto con el principio de no interferencia. "Ambas ideas son fines en sí mismas. Estos fines pueden llegar a enfrentarse de modo irreconciliable.» 4 Está claro que Berlin tiene razón: cada nuevo poder gubernamental que teóricamente extiende el auto­gobierno puede llegar a coartar la libertad individual. De modo similar, cada nueva política con vistas a mejorar la calidad de vida y la gama de oportunidades supone mayores interferencias. El derecho a la educación ha sido asociado con la educación com­pulsiva (aunque se lo invoque por la mejor de las razones, tal como lo hizo Mill, es decir, porque ayuda al desarrollo del niño): el derecho al bienestar social y a los beneficios que dispensa se acompaña del deber de quienes claman por él a suministrar in­formación sobre sus vidas privadas. Esto constituye un problema constante para los liberales, pero la mayoría preferiría cambiar cierta privacidad e independencia por seguridad y oportunidades y no tener que regresar a una situación en la que dominan las fuerzas del mercado.

También ha sido analizada la concepción socialista de la li· bertad: la libertad es considerada como la autorrealización a tra­vés del trabajo creativo y el ocio, lo cual no necesariamente su­pone una amplia gama de elecciones si los individuos cuentan con oportunidades acordes con sus talentos y necesidades. La crítica de los socialistas de la primera época contra los derechos políticos "burgueses», en el sentido de que éstos eran inútiles para la mayoría del pueblo en la medida en que estas personas carecían de libertad económica, sigue siendo válida para los paí­ses del Tercer Mundo, los cuales mantienen cierta forma de de­mocracia en condiciones de seria pobreza (nos viene a la mente el ejemplo de la India): ¿no sería mejor una dictadura para me­jorar su condición económica? La libertad económica es básica para los socialistas. Pero muchos socialistas occidentales insisten en que libertades políticas tales como las que abogaba Mill son valiosas y deberían recibir un tratamiento semejante al que se da a las medidas de bienestar sodal, típicamente socialistas. La concepción socialista de la libertad se apoya en una visión de la naturaleza humana que, en comparación con la concepción liberal es más determinista y niega que exista una correlación directa entre la elección y la libertad: esto no quiere decir que el poder del Estado deba recortarse al mínimo, pero sí implica la abolición de la explotación económica, un obstáculo impar' tantísimo para la autorrealización creativa y la satisfacción ma­terial.

4. BSRLIN, FOllr Essays on Liberty, p. xux.

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Existe otra concepción de la libertad, a la que suelen apelar los pensadores autoritarios de derecha y de izquierda, la concep­ción paradójica de la libertad como obediencia. La doctrina de que la libertad es hacer lo que uno debe, o 10 que se nos dice que hay que hacer, está esbozada en las representaciones cristia­nas de Dios, «cuyo servicio es la perfecta libertad». Rousseau ha sido asociado por sus críticos con este modo de pensar, puesto que define la libertad como obediencia a la Voluntad General. "Cada individuo, al mismo tiempo que se une a todos los indio viduos, puede sin embargo obedecerse a sí mismo y permanecer tan libre como era antes.» s Cada individuo en una sociedad de n personas, se somete a las voluntades de (n-l) individuos y, en compensación, posee una fracción de poder (l/n) sobre el mismo número: ¡no obstante, esto difícilmente sería lo mismo que obe­decerse a uno mismo! El problema se plantea en torno a la idea de la Voluntad General, que Rousseau define como lo que cada uno en realidad querría, si pudiera, disociarse a sí mismo de sus intereses egoístas. El marginal que es obligado a obedecer la ley es «forzado a ser libre». Hegel también caracteriza la libertad como la obediencia a leyes prescritas por uno mismo. Para él, el poder político del Estado es la «exteriorización» de la voluntad individual. El individuo se identifica con el Estado y, por lo tan­to, reconcilia de esta manera la sumisión externa con la libertad interna." Este tipo de concepciones «místicas» sobre la libertad suscitan fuertes sospechas entre los liberales: si bien ellos com­parten el supuesto de que la libertad es la obediencia a leyes prescritas por uno mismo, puesto que la libertad sin la leyes inconcebible, rechazan las entidades intangibles, como la Volun­tad General, y describen la mecánica visible de la libertad expli­cándola como el sometimiento a la voluntad mayoritaria, allí donde todos han acordado previamente la regla de la mayoría. La doctrina de la libertad como obediencia es abrazada a me­nudo por pensadores que creen que lo correcto se puede esta­blecer con certeza o quién debe ser obedecido. Rousseau definía la Voluntad General como una verdad política, mientras que He­gel veía en el Estado la realización del Espíritu; la concepción cristiana de la obediencia se apoya en una certidumbre similar. La concepción orgánica de la sociedad conduce a conclusiones paralelas: el todo es mayor y más sabio que las partes, que, por consiguiente, deben subordinarse a él. Pero quienes dudan de la posibilidad de llegar a tales certezas, consideran que es peligroso definir la libertad como la sumisión a nociones absolutas. Los li­berales detectan la doctrina de la «libertad como obediencia» en las sociedades izquierdistas, basadas en el modelo de Rousseau,

S. ROUSSIlAU, The Sodal Contraet, p. 12. 6. G. HEGEL, The Philosophy oi Right (versión inglesa de M. Knox) , parte 3

(m); y The Phenomenology of Spirit (,'ersión inglesa de A. V. Miller), Clarendon Press, 1977, s. 371.

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y en los Estados de derechas, influidos por la concepción hege­liana.

Podría decirse que la concepción liberal de la libertad se preocupa principalmente del intelecto y la conciencia del indivi­duo; la concepción de los socialistas se interesa por el bienestar material; y la concepción de los «autoritarios» se preocupa prin­cipalmente del alma. Pero en este siglo, los avances de la psicolo­gía han dado lugar a diferentes concepciones sobre la naturaleza humana y la libertad. El psicólogo conductista Skinner ha desa­rrollado una critica de la libertad basada en el determinismo.' Skinner afirma que todos los organismos vivientes, incluido el hombre, están constantemente bajo la influencia del medio en que viven. Las pautas de conducta se establecen si el medio (social) reponde a las acciones con «refuerzos» positivos (placen­teros) o negativos (repulsivos). Sí bien Skinner sacaba sus con­clusiones a partir de sus experimentos con ratas y palomas, aplicó la teoría del refuerzo al hombre en sociedad, argumentando que las «contingencias del refuerzo» son manipuladas por las ins­tituciones que ejercen el control sobre los individuos, como el Estado. En otros tiempos, las formas de control empleadas fue­ron «repulsivas y conspicuas» -coerción y represión brutal- y para responder a ellas los individuos desarrollaron dispositivos de «contracontrol». (El contracontrol es el mecanismo de auto­defensa por medio del cual un organismo intenta reducir el con­trol que sobre éI ejerce el medio en que habita.) Uno de tales dispositivos fue la doctrina de la libertad. Sin embargo, en la sociedad moderna, los controles empleados son no conspicuos y no repulsivos: la ideología persuasiva, la inducción y la manipu­lación encubierta. Como resultado de ello, las personas, a falta de una coerción visible, se sienten a sí mismos, ilusoriamente, libres. «La sensación de libertad se convierte en una guía para la acción que no merece confianza en cuanto los posibles contro­ladores pasan a adoptar medidas no repulsivas.» Skinner reco­mienda que abandonemos las nociones de dignidad, libertad y autonomía humanas, puesto que son ideales políticos engañosos, dada nuestra condición como organismos determinados y que sustituyamos otro valor, «la supervivencia de las culturas». El punto central del análisis de Skinner es que la libertad es una quimera: siempre estaremos controlados y lo más a que pode­mos aspirar es a estar sometidos a controles no repulsivos, no conspicuos.

El método utilizado por Skinner, basado en generalizar conclu­siones extraídas del laboratorio a la sociedad, del animal al hombre, ha sido objeto de fuertes críticas,' pero sus argumentos

7. B. F. SIUNNER, Beyond Freedom and Dignity, Cape, 1972. 8. Véase, por ejemplo, el ataque de Noam CaOMSKY contra la teoría de

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son en cierto sentido reveladores. Skinner tiene razón cuando dice que utilizamos consistentemente la noción de «libertad», pero la empleamos para subrayar lo que nos gusta y lo que nos desa­grada, según percibamos o no los mecanismos de control. Su análisis aclara la diferencia entre los aspectos subjetivo y obje­tivo de la libertad: puede ocurrir que nos sintamos libres sim­plemente porque los controles a que estamos sometidos están ocultos y, objetivamente, seamos no libres. Pero resulta difícil aceptar su concepción totalmente determinista de la naturaleza humana o estar de acuerdo con el ideal darwiniano de la super­vivencia de las culturas, un ideal que parece eliminar cualquier distinción posible entre culturas buenas y malas. Un problema no resuelto en el análisis de Skinner es el de establecer quién controla -o refuerza- a los controladores, quienes están igual­mente determinados.

El miedo a los «agentes de la persuasión ocultos», implícito en el trabajo de Skinner, es típico del pensamiento social mo­derno, y se origina en nuestra sofisticada comprensión de la psi­cología humana y de los nuevos y sutiles medios de comunica­ción, persuasión y control que genera la alta tecnología. Con los avances en estos campos se han producido análisis más sutiles sobre la libertad. La teoría de Marcuse sirve para ilustrar estos análisis. Marcuse sostiene que la tolerancia es una forma de asi­milación que produce una «amenazadora homogeneidad», Cuando permite la protesta en el marco de una ortodoxia determinada. el sistema liberal elimina la facultad de protestar. De acuerdo con Freud, Marcuse analiza la represión del instinto sexual, Eros, que Freud consideraba como esencial para el mantenimiento de la civilización. El capitalismo se apoya sobre el «principio de rea­lidad» (el opuesto al «principio de placer,,) que impone una gra­tificación postergada y transforma la energía libidinal en trabajo productivo. En el pasado, la energía sexual sublimada podía al menos desviarse y convertirse en protesta; pero en el marco de una sociedad sexualmente permisiva, se produce «una desublimación represiva», y la gratificación sexual puede lograrse directamente. Lo que parece ser la sustancia de la libertad es así contraria a ésta, dado que el actual estado de permisividad da «satisfacción, de tal modo que genera sumisión y debilita la racionalidad de la pro­testa». Por otra parte, el capitalismo, al hacer que las personas trabajen más tiempo del que necesitan, aun cuando la automa­tización podría reducir las horas de trabajo, alienta la «plus-re­presión» de las energías humanas, no dejando nada de ocio que pueda ser empleado para actuar políticamente. La otra amenaza a la libertad identificada por Marcuse es "la clausura del uni­verso de discurso», la manipulación del lenguaje por los media

Skinner en cThe New York Review of Books., diciembre·enero de 1971/2. Véase también H. Wheeler (ed.), Beyond the Puni/íve Sacie/y, W. H. Freeman, 1973.

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y el sistema para impedir la posibilidad de una protesta o un pensamiento radical, y evitar que las personas comprendan hasta qué punto están alienadas. Gradualmente, el lenguaje teórico es desplazado y las personas son obligadas a expresarse en un voca­bulario concreto, fáctico: esto hace que cualquier queja resulte más fácil de remediar superficialmente y enmascare un malestar social fundamental. Marcuse se preocupa por la naturaleza om­nímoda de la sociedad pluralista, tolerante, con sus argucias de opulencia que quitan la voluntad de atacar al sistema como un todo. La solución que recomienda es la liberación del sistema, la destrucción de las instituciones represivas y el logro de una au­tonomía privada. Si bien Marcuse, por lo general, es considerado un marxista, su utopía de libertad personal y sexual se acerca más al ideal anarquista.

La masa de argumentos eclécticos, y a menudo incompatibles, que Marcuse dirige contra el sistema, es muy discutible y nos lleva muy lejos de los análisis filosóficos sobre la libertad, pero constituyen una advertencia importante. La libertad no es con­finada a la esfera de los derechos personales y civiles, y en la actualidad está amenazada desde varios sectores, especialmente por el sistema económico y por el control y la manipulación de la información. El conocimiento, como afirma el filósofo alemán Habermas, es poder. Sin embargo, la sociedad liberal contem­poránea no está basada en la represión directa y extensiva de una policía estatal. Lo difuso de los dispositivos de control hace di­fícil argumentar que seamos víctimas de una conspiración de los gobernantes que actúan de acuerdo con sus propios intereses. En los años sesenta, Marcuse, Illich, Galbraith y otros pensadores radicales fueron más allá de la teoría conspirativista vulgar y ana­lizaron el complejo sistema supraindividual, omnímodo, que in­vade y domina, las sociedades occidentales, pese a su apariencia de holgado pluralismo. Estos análisis se hacen cada día más per­tinentes.

El sistema del Estado moderno desarrolla su propia inercia hacia la expansión y la autoperpetuaci6n, sin tener en cuenta los individuos que actúan en su seno, quienes, de esta manera, se subordinan a sus objetivo~. Weber analizó. este fenómeno en un contexto más estrecho, la burocracia, describiendo la sustitución de bienes instrumentales y del objetivo de la autoperpetuación por el objetivo que la instituciÓn originariamente se había pro­puesto. Los términos «libertad» y «derechos» sugieren algo insti­tucionalizado, permitido en los marcos del sistema. En cambio, la prescripción de Marcuse en favor de la libertad, «protesta», «Gran Rechazo» y «liberación», se refieren al rechazo del sistema en sí mismo! Sigue sin estar claro cómo pensaba él que esto

9. H. MARCUSE, One Dimensional Man, Sphere, 1968; Essay on Liberation, Pen­guín, 1971.

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podría llevarse a cabo, pero gracias a Marcuse la liberación se ha convertido en una idea clave en el pensamiento radical: se refiere tanto al acto de ganar la libertad contra la represión ocul­ta como a la experiencia subsiguiente de la autorrealización fuera del sistema. Por consiguiente, se trata de un concepto más am­plio y más evocativo que el concepto de derechos, algo que ne­cesariamente debe darse dentro del sistema, y también se trata de un concepto más inspirado en la era del desencanto.

Libertad e ilusión

Los críticos modernos comparten la creencia de que podemos ser engañados sobre la extensión de nuestra libertad. ¿Puedo pensar que soy libre y sin embargo no serlo? Marcuse y Skinner dirían «sí,), porque las personas pueden ser engañadas por la posesión de derechos formales y por el lenguaje de la libertad, hasta hacer que ignoren la multiplicidad de los dispositivos, en­tre ellos la ideología, que predeterminan sus elecciones y sus modos de pensar. Ciertamente, sentirse libre puede ser una ilu­sión, aunque placentera; a menudo los filósofos han traído a colación el caso del «esclavo feliz» que se cree libre. En este caso, ¿es correcto que sea emancipado, liberado de sus ataduras y que luche contra su esclavitud? Los filósofos como Godwin piensan que sÍ, tanta es la importancia que asignan a las nociones de libertad y conocimiento racional para alcanzar la idea de la vida humana. La advertencia formulada por Marcuse era, precisamente, una reafirmación de esta concepción, dirigida a desengañar a los felices esclavos del capitalismo, y evocaba la hostilidad que los esclavos podrían sentir hacia los «benefactores» que proponen emanciparlos. Una respuesta común a todos aquellos que pro­ponen la liberación de los oprimidos involuntarios es «me siento libre, así que dejadme solo». Determinar si el análisis de Marcu­se sobre nuestra ilusión de libertad en el marco de la sociedad capitalista es o no exacto, es una cuestión que cae, inevitable­mente, dentro de los juicios personales e ideológicos. Si está en lo cierto y no somos libres pero sí felices, ¿qué importa? Huxley, en Un mundo feliz, sostenía que la felicidad sin libertad era un mal, pero esta concepción podría ser considerada como una tesis demasiado puritana.

Desde luego, puedo creer que soy libre porque no tengo res­tricciones aparentes, y no darme cuenta de que cada «libre» elec­ción que hago: a) está causalmente determinada por mi perso­nalidad y por el medio en que vivo, y b) restringe mis futuras opciones. La teoría política no puede hacer mucho sobre este aspecto del predicamento humano, pero el reconocimiento de éste nos hace conscientes de que la idea de la libertad corno una posesión absoluta es una ilusión. Sin embargo, la libertad rela-

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tiva es posible y la política puede ser orientada a minimizar las restricciones entre los individuos y dar el máximo de oportuni­dades, pero, de todas maneras, no puede hacerlos libres en sí mismos, si los individuos no saben cómo utilizar la libertad para la propia realización. La libertad y las oportunidades potenciales para la libre acción no constituyen una verdadera libertad.

La libertad en sí misma no es un concepto ilusorio, pero abar­ca una gama tan amplia de elementos personales y públicos, sub­jetivos y objetivos, que la búsqueda de una definición final está condenada al fracaso. En la esfera política, en última instancia, la libertad ha sido equiparada con las libertades de acción y de pensamiento. En algunos países, estos derechos están consagrados por la Constitución, mientras que en Gran Bretaña se aplican principalmente a los espacios que dejan entre sí las leyes, y que cada día son más estrechos. Una vez más, tener libertades espe­cíficas no nos hace libres, pero nos ayuda a ejercitar nuestra pro­pia libertad como individuos; lo contrario nos haría más suscep­tibles a la opresión. Tales libertades actúan como elaboraciones del principio de la libertad generalmente aceptado en circunstan­cias sociales cambiantes. Constantemente, se piden nuevos dere­chos a medida que van generándose nuevas exigencias. La liber­tad de que nadie intervenga nuestro teléfono, o de no tener los datos personales registrados en un ordenador policial, o el de­recho de la mujer a elegir si desea o no tener hijos, todas éstas son libertades reclamadas o establecidas como resultado de las innovaciones tecnológicas o médicas. Si bien las libertades par­ticulares pueden estar cambiando y ser precarias, y con frecuen­cia son revocadas en caso de emergencia, nos sirven como rudi­mentaria var.1 de medida para dimensionar la libertad en una sociedad determinada: los otros criterios, como por ejemplo la capacidad y el intelecto de las personas, propuestos por Mill, son demasiado vagos.

Los principales debates sobre la naturaleza de la libertad han tenido lugar en el seno del pensamiento liberal, donde sigue siendo el ideal político superior. La libertad como ideal es in­separable de un ethos individualista: el concepto de libertad «co­lectiva» (asumido por algunos anarquistas, socialistas e incluso por algunos pensadores de la derecha) es diferente -aunque pa­rasitario- de la idea de la libertad individual. Un pueblo puede tener derecho a la autodeterminación, pero, en realidad, su li­bertad colectiva puede imponer una rígida obligación a los indi­viduos y forzarlos a subordinarse a las decisiones del todo. En términos liberales, una sociedad libre es aquella en la que cada individuo es igualmente libre, y esto se logra dando idénticos de­rechos a todos, si bien algunos pueden ser desiguales material­mente y, de esta manera, menos libres, pese a estos derechos. Tanto los liberales como los anarquistas subrayan que la libertad para cada uno está lígada a la libertad para todos, y objetarían

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(por razones diferentes) que la libertad supone igual libertad. Desgraciadamente, la experiencia no avala esta posición. Muchas veces puedo hacerme a mí mismo más libre a expensas de los de­más; han existido sociedades con gobernantes notablemente li­bres y masas oprimidas. No podemos decir que sea parte del significado de «libertad» el hecho de que ésta sea igual para todos, pero es una condición para la justicia social que si algunos son libres, todos deban ser igualmente libres: las libertades po­líticas y otros derechos deben estar distribuidos por igual. De modo que lo que parece ser un ideal individualista tiene o con­lleva una dimensión social.

La libertad como el derecho del individo a no ser interferido es un arma dirigida tanto contra el Estado como contra sus se­mejantes. Una de las preguntas que se plantean es establecer si hay o no casos en que sea permisible la intervención pater­nalista del Estado o de cualquier otro individuo. Mill afirmaba, sin lugar a dudas, que el gobierno no está facultado para inter­ferir en una acción individual e impedir que alguien se haga daño a sí mismo: no a la cura compulsiva de los alcohólicos, no a la ley contra el suicidio. Sin embargo, aceptaba que podían restringirse las «acciones autocontemplativas» que también po­dían causar perjuicios a otros. El hombre borracho y violento po­día ser castigado por beber y aquel que por su holgazanería, des­cuidara el cuidado de su familia, podía ser obligado a cumplir con sus ohligaciones, aunque cabe presumir que no podría ser obligado a trabajar para su propio bien. lO Pero, puesto que todas nuestras acciones egoístas pueden llegar a perjudicar a alguien indirectamente, si no directamente, debe existir un límite para la interferencia estatal en tales casos. Esta línea de demarcación no está trazada convenientemente en la Gran Bretaña actual. La po­sesión de drogas ilegales para uso personal es un crimen, no porque el uso de las drogas no sea egoísta, sino principalmente por razones paternalistas y morales. En el caso de algunas ac­ciones egoístas que escapan al ámbito de la moral pública, el cri­terio operativo parece ser llegar a establecer si causan o no perjuicio al Estado. Cuando se hizo obligatorio el uso del casco para los conductores de motocicletas y de los cinturones de segu­ridad para los conductores de automóviles, la principal razón invocada para justificar la interferencia del Estado era el costo que suponían para éste los accidentes serios o las muertes en accidentes de circulación, en términos de cuidados médicos y be­neficios por enfermedad (para los cuales cabe presumir que los heridos pagaban sus contribuciones al seguro médico) y «pro­ducción perdida»: la última frase sugiere un supuesto implícito de que cada individuo tiene el deber de contribuir al ingreso nacional. Mill difícilmente hubiese aprobado tales razones. En

10. J. S. MILL. On Líberty, Collins, 1962, p. 230.

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contraste con ello, la legalización de los actos privados homo­sexuales entre adultos que consienten a hacerlos constituye un reconocimiento de que tales actos son puramente egoístas y no afectan al Estado. Si bien es difícil que pueda alcanzarse un acuerdo en cuanto a la formulación de un principio general res­trictivo de la acción del Estado, podemos analizar -y oponernos a- la legislación intervencionista estableciendo si se propone por razones paternalistas, por razones morales o para prevenir un posible daño causado a otros: sólo en el último caso la interfe­rencia en las acciones privadas parece estar justificada.

La cuestión sobre el paternalismo también surge cuando se plantean interrogantes acerca del bien a largo plazo. ¿Puede un gobierno, puesto que «sabe más», contravenir las manifiestas e inmediatas preferencias del pueblo con objeto de promover su bien en el futuro? Pese al rechazo hacia la interferencia estatal, Mill pensaba que cabía aceptar la educación compulsiva sobre la base de estos principios, y aceptar también que los países "avan­zados» colonizaran a los pueblos «salvajes» para civilizarlos. Mu­chas acciones del gobierno pasan por encima de las preferencias inmediatas de las personas con objeto de promover el bien ge­neral y a largo plazo. Es inevitable que, en todas las acciones del gobierno, se presenten colectivistas y paternalistas contrarios a la libertad, ya se trate de iniciar un programa de defensa o de imponer restricciones económicas de corto plazo para generar una prosperidad a largo plazo, o hacer que las personas paguen su cuota jubilatoria. Si estas acciones no son legítimas, desapa­rece cualquier base de justificación para el gobierno.u A veces, las explicaciones filosóficas en torno a la libertad proceden como si todas las decisiones y acciones fueran simultáneas y todas las consideraciones fueran transitorias, pero la política es necesa­riamente una empresa de largo plazo y por fuerza supone ciertas acciones paternalistas. Lo mejor que pueden hacer las personas que viven en una democracia para preservar su propia libertad contra las incursiones paternalistas no deseadas es celebrar fre­cuentes elecciones y poner de manifiesto su descontento con tales políticas. El problema que plantea la idea liberal dc libertad es la marcada distinción que se establece entre lo público y lo pri­vado, el gobierno y el pueblo (¿es esto adecuado o no en una democracia auténticamente representativa?), el yo y los otros (¡como si el ¡nividuo pudiera existir en la sociedad autónomamen­tel). El ámbito de la acción está menos delineado de lo que sugieren estas categoríars filosóficas, y todas las acciones, salvo quizá las más triviales, nos ponen en contacto con otros, o con el Estado o con la sociedad en conjunto. Una acción inocente

11. Los «libertarios» contemporáneos recomiendan la abolición de todos los impuestos y los servicios del Estado, dado que rechazan por igual los argumentos paternalistas y los colectivistas. Su representante teórico destacado vendría a ser N02.ICK: véase Anarchy, State and Utopía, Blackwell, 1974.

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en un contexto puede resultar dañina en otro contexto. Como las leyes no pueden cubrir todas las eventualidades, la mejor manera de garantizar la libertad personal de acción es establecer dere­chos que el individuo puede invocar si el gobierno u otros indi­viduos interfieren con él indebidamente. El análisis de los dere­chos es, por lo tanto, una parte necesaria de cualquier examen que se haga de la libertad.

Los «derechos del hombre»

Los «derechos del hombre» se apoyan en la premisa fundamen· tal del derecho a la vida, enunciada como derecho a no ser pri­vado de la vida por otros individuos o por los gobiernos, así como derecho de quienes viven a tener o a gozar de condiciones razonables de vida. Las ideas tradicionales del liberalismo sobre los derechos se apoyan en la idea de un estado de naturaleza an­terior a la sociedad y en el mito del contrato social. Locke afir­maba que la tarea del gobierno consistía en proteger los derechos naturales del hombre a «la vida, la libertad y la propiedad», con­cepción reafirmada en la Declaración de Independencia de los Estados Unidos. El texto clásico de Paide, Los derechos del hombre, examina ésta y otras consignas de los revolucionarios franceses. Paine sostiene que la única explicación para el origen del gobierno es que tuvo lugar como consecuencia de un contrato entre los hombres, de tal modo que, teóricamente, las constitu­ciones tienen prioridad sobre los gobiernos. Cada derecho civil es un derecho natural intercambiado. Todos los individuos gozan de los mismos e iguales derechos por el solo hecho de existir. Analizando la Declaración de los Derechos francesa, Paine afirma que los tres primeros puntos son fundamentales: 12

1. Los hombres nacen libres y continúan siéndolo, e iguales por lo que toca a sus derechos. Por consiguiente, las distinciones civiles sólo pueden fundarse en razones de utilidad pública.

2. La finalidad de todas las asociaciones políticas es la preser­vación de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre ... la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opre­sión.

3. La Nación es esencialmente la fuente de toda soberanía; ningún INDIVIDUO, como tampoco NINGÚN CUERPO DE HOMBRES, tiene derecho a una autoridad que no esté expresamente derivada de ésta.

Todos los demás derechos proceden de éstos, incluyendo la li­bertad política, la limitación de la ley, el mínimo de reglamenta-

12. T. PAINE. The Rights of Man. Penguin, 1969. p. 166.

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ciones de gobierno regulando la libertad de expreSlOn, los im­puestos justos y el derecho de todos a elegir el propio gobierno.

La teoría de los derechos naturales se apoya en la hipótesis de que, con anterioridad a la sociedad, existía un código de la ley natural y fue ampliamente cuestionado en el siglo XVIII. Los críticos de la teoría del derecho natural procedían de la más variada extracción política. Burke afirmaba que en la sociedad no podían darse semejantes derechos absolutos e inviolables, puesto que la sociedad es orgánica, evoluciona y es jerárquica. Sólo podían admitirse los derechos que prescribe la costumbre. Bentham atacaba los derechos naturales tanto porque era posi­tivista en materia legal como utilitarista en materia filosófica. Tales derechos eran «disparates con zancos» y "falacias anárqui­cas», es decir, entidades metafísicas que amenazaban con suplan­tar la autoridad de la ley. Nada que no estuviese establecido en la ley positiva podía invocar un status superior al de la propia ley: los únicos derechos verdaderos eran los derechos positivos, legales, establecidos después de la creación de los sistemas social y legal. Por lo tanto, tales derechos no podían ser naturales. El utilitarismo tampoco podía admitir la existencia de tales dere­chos como absolutos o como fines en sí mismos, porque en tal caso podían reclamar una prioridad sobre el principio supremo de la utilidad. Mill, más adelante, modificó la teoría utilitarista con objeto de admitir la existencia de los derechos y reconci­liarla con la utilidad. Posteriormente se difundió una crítica de los derechos naturales en el sentido de que éstos, paradójicamen­te, imputaban un sistema cuasi legal a un supuesto estado de la naturaleza, puesto que los derechos en sí mismos son un con­cepto legal.

Marx atacó la Declaración «de los llamados derechos del hom­bre» afirmando que tenían un contenido burgués. "Ninguno de los supuestos derechos del hombre... va más allá del hombre egoísta, del individuo que se aparta de la comunidad... al que sólo le interesa y le preocupan sus intereses privados_» u Marx afirmaba que el Estado burgués abolía las desigualdades de ri­queza, clase y nacimiento «a su manera» -esto es, engañosamen­te-, dando a cada hombre el voto, un derecho abstracto, y de­jando que, fuera de esta estre'cha esfera política, proliferaran toda clase de desigualdades. En cuanto a la Declaración, la libertad distingue a cada hombre de su semejante, haciendo de cada in­dividuo una «mónada aislada», limitando la responsabilidad que tiene ante sus semejantes. La propiedad es «el derecho al egoís­mo», la igualdad es el derecho del hombre a ser tratado, sin dis­criminación, como una mónada autosuficiente, mientras que la seguridad «garantiza el egoísmo». El hombre burgués, en teoría,

13. K. MARX, .The Jewish Qucstion>', en Early Texts (ed. D. Mac!ellan), Black­weIl, 1971, pp. 101-104.

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no tiene existencia comunitaria o deberes en tanto que ciuda­dano: estos derechos le dan toda clase de facilidades para «re­tirarse» de la sociedad, permitiéndole que explote a sus seme­jantes sin sentir culpa por ello. Lo más peligroso es que estos derechos políticos establecen una ilusión de igualdad en el marco de una auténtica desigualdad y opresión, al igual que la demo­cracia disfraza y encubre la naturaleza represiva y partidocrática del Estado. De ahí que sea una ironía la tesis liberal de que la tarea del gobierno consiste en la preservación de los derechos: por su misma naturaleza el Estado conculca estos derechos. Los de­rechos humanos, por consiguiente, son parte de la ideología do­minante, parte de la universal falsa conciencia. Si bien la Revo­lución Francesa había producido la Declaración, ésta había sido concebida por miembros de la burguesía, beneficiarios, en última instancia, de esta revolución. Si bien en gran medida es cierto lo que afirma Marx, en el sentido de que los derechos políticos crean una igualdad formal, ilusoria, que encubre la verdadera si­tuación de la sociedad, ésta no es razón suficiente para tratar de abolir tales derechos, de modo que el Estado pueda verse como la fuente de la opresión. Sin embargo, algunos estrategas revolu­cionarios de nuestro tiempo proponen la aplicación de tácticas con objeto de provocar la acción represiva del Estado y la con­culcación de los derechos, para acelerar el cataclismo. No obs­tante, muchos marxistas del mundo occidental aceptan que tales derechos constituyen un instrumento muy útil para el logro de sus objetivos y se manifiestan dispuestos a defenderlos, afirman­do, sin embargo, que estos derechos no constituyen una auténtica igualdad o libertad.

Derechos humanos

En el siglo presente, a medida que este concepto de unos de­rechos basados en la ley natural y en el contrato social se hacía cada vez menos sostenible, la tesis de los «derechos naturales» sustituyó a la tesis de los «derechos humanos» que, se dice, han sido asignados a cada ser en virtud de su condición humana y del derecho a ser tratados con dignidad, independencia e igualdad de respeto. Estas afirmaciones se justifican por formas kantianas de moralidad que asignan igual respeto para todos los seres hu­manos como precepto absoluto. Al igual que la idea de liber­tad, la idea de derechos evoluciona de acuerdo con los aconteci­mientos y las exigencias contemporáneas. Entre las causas que desencadenaron la Primera Guerra Mundial están el nacionalis­mo y el problema de las minorías nacionales en los grandes Es­tados. Después de esa guerra, los países que formaban parte de la Liga de las Naciones, cuyo territorio o población había sufrido cambios por efecto de la contienda, fueron obligados a firmar

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tratados o declaraciones protegiendo a sus minorías con respecto a la libertad de culto, del uso de sus propias lenguas, el derecho a la educación y cuestiones similares. Estas disposiciones afec­taban particularmente a los países de la Europa del Este y los Balcanes. Cualquier contravención debía ser sometida a la Liga, si bien este procedimiento y las garantías de su aplicación no tuvieron mucho éxito. También se aceptó el principio de la auto­determinación de las naciones, que proclamaba la no interferen­cia en los asuntos internos de una nación y constituía un equi. valente colectivo del derecho del individuo a no ser interferido por el Estado. Pero la Segunda Guerra Mundial probó lo poco que protegían contra la acción de los poderosos depredadores los derechos nacionales e individuales y hasta qué punto era impo­tente la Liga para defender estos derechos.

No obstante, acabada la Segunda Guerra Mundial, se hizo una nueva tentativa por obtener un reconocimiento mundial de la dig­nidad y los derechos del hombre bajo la égida de las Naciones Unidas, en 1948, con la Declaración Universal de los Derechos Ru­manos. En esta proclama se reafirmaban algunos derechos cono­cidos y otros nuevos: el derecho a la vida, a la libertad, a la propiedad, a la igualdad ante la ley, a la privacidad, a tener un juicio justo, a la libertad de culto, a la libertad de expresión y de reunión, a participar en el gobierno, al asilo político y el de­recho absoluto a no ser torturado. También, y en gran medida por la insistencia del bloque soviético, se incluyeron distintos de­rechos sociales y económicos: el derecho a la educación, al traba­jo, a tener igualdad de retribución, a gozar de un nivel de vida adecuado y de vacaciones pagadas. Los negociadores occidenta­les consideraban que éstos eran derechos cualitativamente dife­rentes de los otros, puesto que eran reclamos ideales más que morales. Esta división ideológica de la opinión reflejaba la dis­tancia existente entre la concepción liberal y la concepción comu­nista de la libertad. En la práctica, los Estados comunistas ten­dían a ignorar muchos de los derechos incluidos en el primer grupo, pero, en cambio, garantizaban los derechos económicos y sociales, mientras que los países capitalistas hacían lo contrario. Surge entonces el interrogante de si la Declaración Universal tie­ne o no un status legal o moral significativo para los países fir­mantes. Algunos países deseaban que la Declaración fuese incor­porada a la ley positiva de cada nación para que pudiera ser aplicada según los medios normales, pero la URSS y otros países se opusieron a esto y no cabe duda de que pocos Estados estaban dispuestos a aceptar las amplias responsabilidades que implica­ba esta incorporación. También se planteó la posibilidad de dar a la Declaración el status de ley internacional, pero esto suponía un problema, puesto que la ley internacional regula las relacio­nes entre naciones y no entre individuos. Actualmente, el Tribu­nal Europeo de los Derechos Humanos puede tratar algunos ca-

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sos individuales, pero sus dictámenes no suponen ninguna obli­gación de tipo legal para los gobiernos. De modo similar, el Acta de Helsinki de 1975 sobre derechos humanos, renovada en 1985, sólo «moralmente» obliga (una contradicción en los términos) a los Estados, que ejercen presión unos sobre otros para observar­la; principalmente, los países occidentales sobre la URSS.

Estos breves detalles sobre la historia reciente de los derechos humanos sirven como fondo para considerar las cuestiones plan­teadas por los filósofos acerca de estos derechos como, por ejemplo, «¿qué se entiende por humano?», «¿cuáles son los dere­chos humanos básicos?», y «¿cuál es el status de estos derechos?» Los derechos humanos se derivan de nuestra naturaleza como seres humanos, por lo tanto, su contenido depende de nuestra definición de humanidad. Porque somos seres corpóreos, tenemos derecho a la vida, a estar libres del dolor y la tortura, y a la subsistencia. Porque somos racionales y pensamos, tenemos de­recho a la libertad de pensamiento y de conciencia, etc. Tal como observa Cranston, estos derechos sólo pueden ser mínimos pues­to que han sido generalizados para aplicarse a todos." El sentido de esta universalidad, desde luego, es prevenir contra la posibi­lidad de que las razas o los individuos supuestamente inferiores puedan ser tratados como víctimas. Pero recientemente se ha planteado la cuestión de que la restricción de los derechos a la raza humana no es más que un gesto de patrioterismo por parte de los seres humanos. Los animales también tienen necesidades corporales y experimentan dolor (y, por lo que sabemos, piensan de alguna manera). Por tanto, puede decirse que merecen ser tratados igual que los seres humanos en muchos aspectos. Un número cada vez mayor de filósofos han salido en defensa de los derechos de los animales, en parte para protestar contra el uso experimental de animales, y en parte para demostrar filosófica­mente que no podemos establecer una línea de demarcación es­tricta entre nosotros y otras especies.1S Incluso se ha llegado a afirmar (seriamente) que las computadoras sofisticadas satisfa­cen los criterios que definen a los seres pensantes y que, por con­siguiente, gozan de ciertos derechos. A menudo, estos ejemplos son rechazados porque la noción de derechos humanos que em­plean parece apoyarse en un reconocimiento intuitivo de los de­más como si fuesen más o menos nuestros iguales, una condición que no se cumple en tales casos, pero hay buenas razones para cuestionar que algunos de estos derechos que nos atribuimos a nosotros mismos deban ser asignados a todos los seres vivientes. La ciencia ficción se plantea con frecuencia el problema de cómo trataríamos a seres inteligentes procedentes de otras regiones

14. M. CRANsroN, What are Human Rights?, Bodley Head, 1973. 15. T. REGAN Y P. SINGER, Animal Rights and Human Obligation, Prentice·

Hall, 1976.

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del espacio. La cuestión más interesante en relación con los derechos y la moral es llegar a determinar cómo ellos, la forma superior de vida, nos tratarían a nosotros ...

En principio, el catálogo de los derechos humanos no debe ser demasiado extenso ni debe estar determinado por una concep­ción cultural en particular, puesto que los derechos humanos especifican las condiciones mínimas para garantizar la dignidad humana y la vida tolerable en cualquier parte, y en cualquier época. Sin embargo, a medida que va aumentando la extensión de las declaraciones, éstas contienen cada vez más derechos po­líticos que, en su mayoría, reflejan la ideología liberal democrá­tica. Podría argumentarse que en realidad se trata de derechos civiles establecidos en ciertas sociedades, pero que no comparten las cualidades universales de los derechos humanos y no son obli­gatorios para todas las sociedades. Por el contrario, la idea mis­ma de que el hombre se merece una vida decente puede incluir el derecho a participar en la elección de un gobierno y, de esta manera, a controlar su propio destino. De ser así, los derechos humanos no se limitan a la satisfacción de nuestras necesidades corporales e intelectuales, sino que constituyen una trama con­tinua que cubre todos los aspectos de la vida de los seres hu­manos, políticos, sociales y económicos. Resulta difícil llegar a elegir entre cualquiera de estos argumentos: el deseo liberal de fundir los derechos políticos con los derechos humanos implica un cierto imperblismo mora1, pero, por otra parte, hay en el gesto el reconocimiento implícito de que nuestra naturaleza po­lítica tiene una gran importancia. Exactamente lo mismo puede decirse de los derechos sociales y económicos añadidos a la Declaración por insistencia de la URSS. Si se cumplieran todos los puntos de la Declaración en un país, se habría cumplido la utopía.

La cuestión del status de los derechos humanos está estrecha­mente vinculada con el de su observación. Este tipo de derechos no está establecido por las leyes en muchos países, de modo que no pueden considerarse corno entidades legales o «posesiones» en un sentido legal. En esencia, los derechos humanos son exi­gencias morales para dar cierto tratamiento a todos los seres humanos, y este tipo de exigencias sólo es observable a través de la conciencia cuando aquéllas se convierten en leves. El tema se en­rarece porque a veces los derechos son tratad¿s como si fueran hechos, para darles mayor fuerza retórica: «los hombres son li­bres e iguales». Son presentados como verdades analíticas acerca de la naturaleza humana por la misma razón: el hombre, defini­do como ser libre, necesariamente tiene el derecho a ser libre. A veces, el status filosófico de los derechos humanos es compa­rado al status que daba Kant a las proposiciones morales: son máximas «sintéticas a priori». Esto es, se aplican de modo abso­luto, a priori, a todos los seres humanos, puesto que se derivan

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de la definición de ser humano pero, paradójicamente, también son «sintéticas» puesto que se refieren al mundo real, contin­gente y no son, por consiguiente, meras tautologías sobre los se­res humanos. Cualquiera que sea el status analítico de que gozan, cuestión que no está libre de controversia, las afirmaciones sobre los derechos son normativas y prescríptivas, e inverificables des­de el punto de vista empírico, de ahí que Benthan las rechazara como carentes de sentido y de ahí también que su status levan­tara sospechas entre los positivistas lógicos, quienes sostienen que las tesis morales y cuestiones no verificables están fuera del ámbito de los hechos y no son más que meras afirmaciones de preferencias personales.

Por consiguiente, los derechos forman parte esencial de la moral, pero a menudo se mencionan como si se tratase de tér­minos cuasi legales, para darles mayor autoridad. Plamenatz lo definió de la siguiente manera:

" ... un derecho es un poder en cuyo ejercicio todos los seres ra­cionales deben proteger a una criatura, ya sea porque su ejerci­cio es en sí bueno, o porque es un medio para alcanzar lo bueno».!·

Más tarde añadió que alguien tiene un derecho civil cuando na­die debe impedirle que haga algo o negarle cierto servicio que necesita. Esta definición relaciona bastante bien los derechos a una noción de bien humano; también pone de relieve la verdad obvia de que todo derecho individual crea también un deber para los otros individuos y/o para el Estado. Mis derechos imponen a todos la obligación de respetarlos y viceversa. No hay objeción posible a esta limitación de la libertad en la medida en que se reconoce que los derechos son iguales y universales. El juego de los derechos y los deberes recíprocos constituye la base de la mayoría de las morales, si bien se dice que ciertos códigos mo­rales emanan de fuentes superiores, como sucede con los Diez Mandamientos que, por 10 que parece, crean solamente deberes: ¿cómo puede pensarse que un hombre reclame derechos sobre Dios? De acuerdo con Plamenatz, un derecho puede incluso jus­tificar que se reclame de alguien un servicio. Si exigimos la apli­cación de los derechos humanos para nosotros mismos, entonces estamos lógicamente obligados a aceptar nuestra obligación de observar derechos similares para los demás, sin considerar que esto constituya una infracción a nuestra libertad personal. Sólo el solipsista podría querer un mundo en el cual él tendría derechos peto no deberes recíprocos.

Los filósofos afirman que las máximas morales deben contener

16. J. P. PLAMENATZ, Consent, Freedom and Politieal Obliga/ion (2a. edición), Oxford U. P., 1968, p. 82.

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el axioma de que el «debe» implica el «puede»: es decir, moral­mente no se puede exigir que alguien haga algo que es incapaz de hacer. De modo similar, dicen, los derechos no deberían imponer deberes que están más allá de los individuos o de los Estados en términos prácticos. Algunos objetarían, sobre la base de estas tesis, que los derechos sociales y económicos por los que se abo­ga en los países comunistas son ilegítimos o vacíos, puesto que las condiciones para que se realicen, el derecho a trabajar o el derecho a un nivel adecuado de vida, simplemente no se dan en muchos países. La respuesta es que los derechos difieren de los imperativos morales en lo siguiente: cuando decimos que, en un país pobre, los parados tienen el «derecho» a un salario de sub­sistencia, no hacemos más que enunciar una recomendación po­lítica, no un imperativo, sino un ideal en forma de derecho. Al igual que otros reclamos de derechos, éste se refiere implícita­mente a una idea de la Vida Buena. Sin embargo, como estos ideales están condicionados por la ideología, reclamos de este tipo son a menudo controvertidos y objetables por aquellos Estados contra los cuales son esgrimidos.

¿Se puede identificar una jerarquía de derechos en la que unos sean más básicos y menos ideológicos que otros y por lo tanto merezcan universal aplicación? El argumento de Hart, en el sen­tido de que el derecho fundamental es el derecho que asiste por igual a todos de ser libres, podría ser empleado como base de una jerarquía semejante. Pero esta fórmula vaga, liberal, ne­cesitaría ser enunciada en términos más concretos antes de que sirva como base de un código de derechos y, por cierto, su tra­ducción sería controvertida. Los derechos que reclama Amnesty International -el derecho a ser sometido a un juicio equitativo, el derecho a no ser tratado en forma inhumana o ejecutado- se nos representan como los derechos más básicos en relación con la vida social, aunque incluso éstos reflejan ciertos desarrollos morales y culturales recientes, y por lo tanto podrían no ser con­siderados propiamente como básicos y universales. Si pudiéramos distinguir claramente entre los derechos universales, básicos y los derechos secundarios (definidos como derechos «ideológicos» o «culturales») de ello se seguiría que los países podrían exhor­tarse mutuamente a observar los derechos básicos sin llegar a interferir en cuestiones relacionadas con derechos secundarios que son específicos de cada cultura y, por consiguiente, opciona­les. Pero esta distinción, que es difícil de hacer filosóficamente (algunos de nuestros derechos más básicos habrían sido objeto de disputa en el marco de las sociedades esclavistas), serían pro­bablemente rechazados por los países deseosos de exportar los valores propios. Occidente, por lo general, intenta hacer que los países comunistas apliquen medidas de acuerdo con derechos que son culturales, pero que la ideología liberal sostiene como uni­versales: los derechos a la libre expresión y a la protesta. Con el

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resurgimiento del fundamentalismo islámico en muchos países del Medio Oriente, los occidentales se han apresurado a condenar no sólo el resurgimiento de castigos tradicionales como la lapi­dación (que contraviene una norma «básica» contra los castigos crueles) sino también el trato discriminatorio hacia las mujeres. Los países islámicos afirman que ésta es una cuestión interna ligada a la religión, la moral y la cultura, mientras que nosotros la consideramos como una violación de un derecho básico, uni­versal, el derecho de las mujeres a ser tratadas con dignidad, como seres libres y a tener los mismos derechos que los hom­bres. En suma, aunque por el fortalecimiento de los derechos bá­sicos al nivel mundial pudieran erradicarse los peores males, como la tortura y la coerción física, continuaría la disputa en tor­no a qué otros derechos deberían ser observados, ya que persis­tirían las diferencias culturales y los países asumirían roles mi­sioneros en favor de aquellos derechos favorecidos por su ideo­logía y su cultura propias.

Ciertos pensadores de la derecha suelen hablar de los dere­chos como si se tratase de «privilegios». Como los derechos son una de las principales armas defensivas contra los gobiernos autocráticos y la hipertrofia de los Estados, es importante que repudiemos esta concepción que priva a los derechos de su principal fuerza política. La idea de «privilegio» tiene las siguien­tes connotaciones: en primer lugar implica que hay algo que posee un limitado número de personas; y, en segundo lugar, que es algo que puede ser retirado; en tercer lugar, que se otorga de arriba a abajo; y, en cuarto lugar, que es algo que se gana o se merece. En contraste con ello, los derechos humanos, ante todo, se asignan por igual a todos los seres humanos. En segundo lu­gar, los derechos no pueden ser «retirados>,: aun cuando se con­travengan, siguen siendo preceptos morales válidos. En tercer lugar, estos derechos, en principio, son afirmados por las perso­nas a través de leyes democráticamente concebidas. En cuarto lugar, son derechos que no se ganan puesto que son a priori, aunque a veces los gobiernos elitistas han extendido los derechos legales a las personas como recompensa por su «buena conduc­ta». Los derechos, a diferencia de los privilegios, no son bienes escasos, dado que pueden ser creados con facilidad y con fre­cuencia sin que ello implique costo alguno, de modo que el ele­mente competitivo implicado en el término «privilegio» no está presente en los derechos. Tampoco deberíamos sentirnos obliga­dos en gratitud hacia un Estado que nos permite derechos exten­sivos por las razones que acabo de mencionar. De hecho, el len­guaje de los derechos y su función en la práctica política nece­sitan, en ambos casos, ser formulados como derechos, no soli­citados como si se tratase de unos privilegios que se dan desde arriba, y que pueden ser rescindidos. A veces, esto supone la ano­malía de afirmar como hechos aquello que, en realidad, sabemos

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que no son más que maXlmas morales o preferencias ideoló­gicas, pero esta retórica tácita es necesaria en la tarea que los individuos emprenden con objeto de arrancar un trato humano por parte de los Estados.

¿Derechos especiales para las mujeres?

Antes de abandonar el tópico de los derechos, analizaré breve­mente la cuestión de los derechos de las mujeres, tanto por la importancia que este tema tiene en la actualidad como porque considero que es un medio de examinar el status que tienen los derechos especiales que reclaman grupos de particulares o mi­norías sobre la base de sus propias características singulares. En los últimos tiempos nos hemos habituado a oír hablar de los derechos de las mujeres, los negros, los homosexuales y los mi­nusválidos. Como los derechos humanos pertenecen a todos los individuos por su condición de seres humanos, no hay razón para negarlos a quienes están colocados en una determinada ca­tegoría que presenta «características permanentes», tales como raza, sexo o un defecto físico en particular. Sin embargo, en el pasado, las mujeres carecían de los derechos de propiedad y po­líticos, derechos que son básicos para la sociedad liberal, y eran marginadas porque se las consideraba inferiores a los hombres en inteligencia y juicio. La lucha por la igualdad de los derechos civiles, como es natural, se apoyaba en la afirmación de que las mujeres eran iguales a los hombres en todos los aspectos impor­tantes. Hablo aquí de «derechos civiles» porque, si bien algunos derechos civiles, como el derecho a la propiedad, eran coloca­dos entre los derechos humanos básicos por los liberales, eran considerados al mismo tiempo y equivocadamente como si se apoyaran en ciertos criterios que las mujeres no satisfacían. La extensión de estos derechos a las mujeres conllevó la admisión de éstas a la igualdad en todos los aspectos importantes. Induda­blemente, la realización de los derechos «burgueses» entre las mujeres fue un paso importante, crucial, si bien algunas femi­nistas actuales rechazan este paso puesto que afirman que estos derechos no modificaron otras desigualdades fundamentales.

Sin embargo, el debate en torno a los derechos de las mujeres se ha desplazado en la actualidad. Un grupo de individuos que goza de derechos humanos y civiles completos puede considerar no obstante que sus miembros tienen características especiales que les dan facultad para gozar de derechos adicionales, especia­les. El Movimiento Feminista se preocupa especialmente por otras necesidades. Quienes se oponen al movimiento lo critican afirmando que se preocupa de obtener privilegios especiales en momentos en que las mujeres tienen hoy en día derechos básicos

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iguales en la mayoría de los países occidentales. Pero reclamar derechos especiales porque se tienen necesidades o desventajas también especiales no debería ser considerado como una deman­da de privilegios. Por el contrario, esto constituye el reclamo de medidas compensatorias para superar estas desventajas y hacer que los miembros del grupo adquieran la total igualdad con las demás personas. Así, el derecho de la mujer a la maternidad optativa (que algunos hombres consideran como un privilegio no garantizado) tiene por objeto colocarla en la misma posición de los hombres con respecto a la seguridad en el empleo. La fa­cultad de criar los niños da a las mujeres especiales necesidades. También podría ser que la menor fortaleza física de las mujeres sea razón suficiente para darles derechos especiales: quizá para protegerse a sí mismas contra los ataques sexuales y otras vio­lencias, las mujeres deberían estar autorizadas a portar armas defensivas (que, si fuesen portadas por hombres, podrían ser con­sideradas como «ofensivas»), lo cual les permitiría sentirse tan li­bres de transitar por las calles como los hombres. En realidad, esta necesidad especial no está reconocida y algunas mujeres en Gran Bretaña y en los Estados Unidos han sido procesadas por portar «armas» de autodefensa, como sprays de gases lacrimógenos o pa­ralizantes. No obstante, este derecho no carece de razón en vista de la vulnerabilidad de las mujeres ante cualquier ataque. Los derechos especiales, por consiguiente, no son privilegios, sino de­rechos que aseguran que todos los miembros de una comunidad gocen de sus derechos básicos totalmente y en pie de igualdad. Los derechos especiales son la elaboración del espíritu de los de­rechos humanos en circunstancias especiales.

Nadie objeta los derechos de los incapacitados a gozar de un tratamiento especial y a contar con instrumentos que compen­san sus incapacidades físicas de acuerdo con sus necesidades ma­nifiestas. Sin embargo, los criterios que se emplean para esta­blecer los derechos especiales suscitan gran controversia en el caso de las mujeres y otros grupos minoritarios, aun cuando sus características distintivas son tan permanentes como las de los incapacitados físicos. La reductio ad absurdum empleada para ne­gar los derechos especiales es siempre la misma: «¿Y ahora qué? ¿Derechos especiales para las morenas de ojos azules?» Pero esta objeción no es válida, porque los derechos especiales no son la punta de la cuña. El tipo de características y las ne­cesidades y desventajas que justifican la determinación de de­rechos especiales son, en gran medida. evidentes intuitivamente para cualquier persona razonable aunque no exista un acuerdo claro acerca del grado de compensación que merecen en cada caso. Los derechos especiales se justifican en la medida en que son necesarios para el disfrute de los derechos básicos para un cierto grupo, y porque sin la compensación que suministran la igualdad humana carecería de sentido.

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Mayores problemas que los derechos especiales plantea la «dis­criminación positiva» que los norteamericanos denominan «acción afirmativa»: dar «privilegios» a ciertos grupos para corregir des­ventajas particulares o compensarlos por haber sufrido discrimi­naciones injustas en el pasado. Si bien los derechos especiales son también una forma de compensación, podríamos intentar trazar una línea -con dificultades- entre colocar a las personas al mismo nivel que otras y darles ventajas injustas. Podría parecer aceptable que una empresa diera facilidades a sus mujeres em­pleadas para colocar a sus hijos en una guardería, con objeto de alentar a las madres trabajadoras a incorporarse a cierto tipo de trabajos en esa empresa, mientras que muchas personas encon­trarían inaceptable que la empresa determinara un porcentaje de trabajos para mujeres y rechazara a otros candidatos masculinos mejor cualificados que ellas para desarrollar esas tareas. En este caso, los hombres podrían reclamar con justicia que el sistema de cupos va en detrimento de sus oportunidades de obtener un trabajo y por lo tanto perjudica o contraviene sus derechos. Contra esta objeción, podría decirse que dada la mayor dificultad que experimentan las mujeres para encontrar trabajo debido a distintos prejuicios, los cupos estaban justificados por razones igualitarias. La empresa, a su vez, podría afirmar que el sistema de cupos es una discriminación positiva que sirve para rectificar injusticias históricas sufridas por las mujeres en el pasado. (Al­gunas universidades norteamericanas reservan plazao; para indi­viduos de raza negra apoyándose en estas razones.) Ni que decir tiene que las generaciones pasadas de mujeres tratadas injusta­mente nunca podrán ser compensadas y, como se ha visto en otros casos, el principio de corregir injusticias pasadas conduce a problemas conceptuales y prácticos, y es preferible evitarlo. Podría decirse que la primera medida (guarderías) establecía la igualdad de oportunidades para competir por trabajos mientras que la segunda (los cupos) establecía una igualdad de trato más sustancial. Los liberales suelen plantear objeciones a este tipo de soluciones puesto que afectan la competencia y la igualdad de oportunidades. El desacuerdo es en última instancia ideológico: ¿qué significa igualdad? Dada la hostilidad que se manifiesta en la sociedad liberal hacia la discriminación positiva, ésta sólo puede ser considerada para ser aplicada en casos de graves injusticias a largo plazo, quizá como medida temporaria o gesto de buena voluntad, con la esperanza de que a largo plazo las mu­jeres obtendrán posiciones de acuerdo con sus méritos propios una vez que hayan sido erradicados los prejuicios que las discri­minan. Pero el antagonismo generado por este tipo de medidas a veces puede ser superior a los beneficios que se extraen de ellas (como se ha visto incluso con la legislación que prohíbe la discriminación racial en el empleo). En la mayoría de los casos, la legitimación de injusticias históricas a lo largo de las gene-

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raciones no es la mejor de las soluciones: lo mejor a que cabe aspirar en un mundo imperfecto es la justicia y el goce de de­rechos iguales para todos los seres vivientes. La campaña en favor de la igualdad de salarios para las mujeres en los Esta­dos Unidos sirve como ejemplo de que la legitimación de un error por un grupo que ha sido tratado injustamente puede con­figurar una desventaja para otros grupos. La sanción de la igualdad de salarios en San José, California, empeoró la situa­ción de los hombres de bajos salarios, especialmente los tra­bajadores de color. Se han planteado argumentos semejantes en relación con la discriminación positiva. Lo importante aquí no es que todos los errores puedan ser subsanados simultáneamen­te. Si las medidas dirigidas a compensar las desventajas que sufren las mujeres o a fortalecer los derechos de éstas suponen un perjuicio a los demás grupos, entonces los derechos de estos grupos, a su vez, deben ser sometidos a la atención del público. El hecho de que los derechos, el status y el ingreso de un grupo sean relativos a los de otros grupos, no debe ser utilizado como argumento para mantener relatividades existentes cuando éstas son injustas en sí mismas.

Los argumentos válidos para las mujeres pueden extenderse a todos los grupos que presentan auténticas desventajas de acuerdo con un criterio reconocido generalmente. El principio que debe dirigir la política en una sociedad justa es que los derechos hu­manos básicos (pese a que, como hemos visto, este concepto supo­ne ciertos problemas) han de ser acordados a todos. Los derechos especiales deben asignarse a quienes tienen necesidades especia­les y los derechos temporarios, «suplementarios», deben asig­narse de acuerdo con el principio de la discriminación positiva en situaciones excepcionales.

Derechos y libertad

Una cuestión final es la referida a si los derechos son o deben ser considerados inviolables. Sería provechoso que así fuera. Pero casi todos los teóricos especializados en el tema de los derechos afirman que las «razones de Estado» y las emergencias tienen prioridad sobre el derecho. El habeas corpus, el derecho indivi­dual más fundamental en el sistema legal británico, ha sido sus­pendido regularmente en tiempos de guerra y durante otras emer­gencias. El caso más reciente ha sido el problema del Ulster, que motivó la suspensión del habeas corpus para facilitar la deten­ción de los militantes republicanos (1971). La declaración de las Naciones Unidas reconocía que ciertos derechos están sometidos a limitaciones prescritas por la ley, limitaciones que son «nece­sarias para proteger la salud pública, el orden, la sanidad o la moral, o los derechos fundamentales y la libertad de los demás».

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Incluso el Acta de Derechos puede ser enmendada. La justifica­ción más usual para la abolición de los derechos es que el Estado actúa para el bienestar inmediato o a largo plazo de la comunidad. La validez de este tipo de afirmaciones, especialmente aquellas que invocan el «interés nacional» en tiempos de paz, es a menudo difícil de establecer o plantea ciertas dudas. Por su­puesto, hay casos en que los derechos de algunos individuos de­ben ser desplazados por los intereses justos de otros. Por ejem­plo, la limitación de los derechos de propiedad para asegurar una distribución más justa. Pero en tales casos el bien que se invoca es más fácil de demostrar que cuando se esgrimen «razo­nes de Estado». El filósofo del derecho Dworkin es partidario de la inviolabilidad de los derechos,I7 pero incluso si todos los de­rechos estuviesen estipulados en la ley positiva, no serían más inviolables que la ley en sí misma. Pero, en la medida en que las normas morales son en principio inviolables, la violación de los derechos plantea siempre un desafío moral y político serio para cualquier Estado.

Los derechos se convierten en garantía de libertad, en liberta­des específicas que, cuando son sancionadas legalmente, institu­cionalizan la moral y la tolerancia humanas. El lenguaje de los derechos tiene también una dimensión internacional de la que carecen, en cambio, los principios legales, y puede ser empleado para propagar ideales humanitarios más allá de las fronteras na­cionales. Los derechos establecen un grado mínimo de libertad en el marco de la sociedad, si bien la libertad personal se ex­tiende más allá de los derechos formales, por supuesto. En fun­ción de estas ventajas, con frecuencia nos preguntamos si Gran Bretaña no debería imitar a otros países y sancionar un Acta de Derechos. En la medida en que todas las leyes, incluso las constitucionales, pueden ser rechazadas, esto no supondría una garantía absoluta de la seguridad para tales derechos. Como tam­poco, in extremis, impediría que un gobierno contraviniera tales leyes. Pero el propósito de un Acta de Derechos es poner coto a los gobiernos cuando éstos es inclinan a adoptar medidas coercitivas, y también asegurar automáticamente que cualquier legislación nueva no contravenga derechos establecidos. En am­bos casos, un Acta de Derechos constituiría un adelanto con res­pecto a la posición presente, pese a lo que afirman quienes sos­tienen que nuestra Constitución no escrita es el summum de la perfección.

Con objeto de afirmar el grado de libertad en una sociedad, debemos considerar los siguientes factores:

1. Las libertades negativa y positiva de que disponen general­mente los ciudadanos, y el equilibrio entre éstas.

17. R. DWORKIN, Taking Rights Seriously, Duckworth, 1977, caps. 6-7.

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2. El grado de extensión y de instrucción, real y potencial, de las leyes. (En Gran Bretaña, las leyes contra la obstrucción y la conspiración pueden extenderse casi ad hoc para cubrir prác­ticamente cualquier conducta, de modo que la letra del li­bro de estatutos no es el único factor relevante: la ejecución también debe ser examinada.)

3. La función que el pueblo cumple en la promulgación de las leyes; esto es, hasta qué punto las leyes se basan en el con­sentimiento democrático y el grado de responsabilidad que tiene el gobierno con respecto a los deseos del pueblo.

4. La existencia de derechos legales específicos, como los que se enumeran en el Acta de Derechos, que representan bastiones semiinamovibles de libertad para el pueblo contra el Estado.

5. Hasta qué punto el pueblo se siente libre, comprende y dis­cute la libertad, y la defiende si es atacada. Si bien los sen­timientos de libertad pueden ser ilusorios, estos sentimientos, conjuntamente con las libertades reales, constituyen una par­te importante de los componentes subjetivos y objetivos que conforman la libertad en la sociedad.

Por último, hemos de dedicar algunas palabras a la tolerancia que, cuando existe, regula el comportamiento de los individuos entre sí y la conducta del Estado en relación con los individuos, y la forma de hacerla más conducente al logro de la libertad. En un clima de tolerancia, de acuerdo con lo que afirman los libe­rales, se dan las condiciones en que mejor se pueden ejercitar los derechos, siempre y cuando no se tolera la violación de los dere· chos. La tolerancia puede expresarse en forma de derechos par­ticulares, legalmente establecidos, por ejemplo el derecho a la librtad de expresión. pero también debe constituir una de las normas convencionales básicas de una sociedad si se propone pro­teger a los individuos con éxito contra interferencias indebidas.

El clima de tolerancia

Tolerar es soportar algo que uno desaprueba, voluntariamente, es decir, cuando uno tiene el poder de cambiarlo. Un caso para­digmático es el de una democracia donde la mayoría tolera la conducta irritante, incluso ofensiva, de una minoría, a la que fá­cilmente podría poner fuera de la ley en función de los intereses que impone la armonía social. Desde luego, también se ejercita la tolerancia de las situaciones interpersonales y no políticas. La sociedad puede adoptar la tolerancia como si se tratase de un valor por distintas razones. En primer lugar, porque en deter­minados casos la tolerancia es menos cuestionable que las acti· tudes alternativas: toleramos a los extremistas políticos porque

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no estamos dispuestos a permitir que se les persiga o a que se suprima un punto de vista político.18 En segundo lugar, la tole­rancia es una consecuencia necesaria de cualquier moral, la cual nos alienta a no usar a los seres humanos como medios para nuestros fines. Si yo intento prohibir la conducta de alguien tan sólo porque constituye una ofensa para mí, estoy tratando a esta persona instrumentalmente, ignorando su derecho a la igualdad de respeto, mientras que si su conducta viola mis derechos me siento justificado en ponerle un límite. En tercer lugar, podemos tolerar a quienes sostienen y expresan ideas y creencias dife­rentes a las nuestras porque no estamos seguros de nuestras pro­pias creencias o de que el conocimiento propio sea invariable­mente infalible o verdadero.

La doctrina de la tolerancia se desarrolló primero en relación con la religión y más tarde se aplicó a la creencia política. La tolerancia religiosa se funda en la opinión de que ninguna secta goza del monopolio de la verdad, puesto que no existe método conocido para probar la propia y particular concepción que se tenga acerca de Dios: por consiguiente, todas las concepciones sobre Dios deben ser toleradas. Podría ser practicada también por las razones ya mencionadas, es decir, porque uno objeta des­de un punto de vista moral la conversión forzosa o el castigo de los herejes, aunque uno sienta odio por la herejía: en tal caso, la tolerancia es aceptada como un mal menor, no como un princi­pio por su propio derecho. La tolerancia política se apoya en una idea semejante, en el sentido de que no puede haber una prueba concluyente o una contraprueba también concluyente sobre la verdad de las ideas políticas. Como los valores y las ideologías no son verificables, no podemos elegir oficialmente entre ellos, aunque los podemos suscribir personalmente. La tolerancia po­lítica también podría afirmarse sobre la base de un punto de vista igualitario que afirmase que, si todos los individuos son considerados de igual valor y dignidad, sus opiniones también tienen igual valor y por lo tanto no deben ser suprimidas: el li­beralismo admite esto al asumir que cada persona es una auto­ridad con respecto a sus propios intereses. Evidentemente, la to­lerancia es un ideal político que se ajusta bien a la ideología liberal y a la forma pluralista de sociedad, que fomenta una variedad de creencias y valores. Por otra parte, un Estado totali­tario, comprometido con ciertas verdades políticas, sería incon­sistente si tolerara doctrinas rivales, puesto que éstas necesaria­mente serían tratadas como doctrinas falsas. Por lo tanto, la tolerancia suele encontrarse conjuntamente con la democracia li­beral, con, el pluralismo y con una teoría empirista del conoci­miento, la cual concede que, puesto que no se pueden afirmar

18. P. KING, Tolera/ion, Al1en & Unwin, 1976, pp. 23, 35.

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de modo concluyente las verdades establecidas, se ha de admi­tir un elemento de duda.u

La tolerancia política está vinculada principalmente a la li­bertad de pensamiento y de expresión, pero en la vida social la tolerancia de conducta es también importante. La conducta di­rectamente dañina está prohibida por la ley -de la cual puede decirse que tolera todo aquello que no prohíbe-, pero ciertas ac­ciones que las personas pueden considerar ofensivas están per­mitidas por la ley, como por ejemplo la conducta sexual «des­viada». Mill argumentaba apasionadamente que las personas no debían aplicar sus creencias morales sobre los demás por me­dios legales, o intentar impedir que éstos actúen «inmoralmen­te», puesto que la ofensa moral no constituye un daño material. En la práctica, la ley a menudo se ha puesto de parte de la «decencia pública» (o sea, de parte de los moralmente ofendi­dos), especialmente' en cuestiones sexuales, pese a que a los pa­seantes les basta con no mirar los escaparates de los sex-shops o cualquier otro espectáculo inconveniente, de modo que la ofen­sa moral es con frecuencia una injuria que uno se hace a uno mismo.

Los casos de intolerancia política y moral se dan con fre­cuencia en forma paralela, puesto que ambos se apoyan en parte en el ultraje y en parte en el impulso paternalista. En una demo­cracia, régimen que al menos en teoria tolera todas las ideolo­gías, a vl"ces ciertos grupos políticos son ilegalizados o se les niega la libertad de expresión porque sus doctrinas son antide­mocráticas. Cuando este tipo de medidas se justifica, argumen­tando que estos grupos podrían engañar a los tontos y constituir así una amenaza al sistema democrático, el razonamiento es pa­temalista, como sería afirmar que la pornografía debe de ser prohibida en caso de que corrompa al incauto o «a la moral pú­blica». Invocar estas razones para ejercitar la intolerancia política es, con toda claridad, una anomalía en los sistemas democrá­ticos, en la medida en que tales sistemas suponen que sus ciu­dadanos tienen criterio y racionalidad políticos. Otro tipo de justi­ficaciones que suelen invocarse para prohibir estos grupos es que las ideologías que defienden, en la práctica supondrían la abolición de la tolerancia: al ser ellos mismos intolerantes, con­culcan el derecho a la tolerancia. Este razonamiento «de hacer con los demás lo que uno haría con uno mismo» es sostenido por teorías morales más sofisticadas acerca de la necesaria universa­lidad y reciprocidad de los principios morales. Pero decidir cuán­do aplicar el principio de que el intolerante no debe ser toleran­te, implica emitir juicios acerca de las creencias de las personas, juicios que pueden estar equivocados. Por ejemplo, ¿se ha de

19. MIu, On Liberty, cap, 2, Las justificaciones de Mill en cuanto a la nece­sidad de la tolerancia se analizan en el capítulo III. supra.

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impedir el ingreso en puestos académicoes a los marxistas, invo­cando que si los marxistas ocupan tales puestos propagarían sus ideas y, porque tales ideas, si se realizan, podrían -lo cual no es seguro- ser intolerantes? La virtud de la tolerancia es, preci­samente, que nos libra de tener que hacer tales juicios. La apli­cación de la «lógica recíproca» contra el intolerante produce una situación discriminatoria en la que los derechos de algunas per­sonas y sus opiniones son suprimidas, gesto que no fácilmente cuadra con el apoyo que prestan los liberales a los derechos individuales. Por mucha justicia poética que se encuentre en ello. Por esta razón, la mayoría de los liberales abogarían proba­blemente porque deberíamos tolerar al intolerante, a menos que éste intentara llevar a la práctica sus opiniones y amenazar así la libertad de los demás.

Otra justificación invocada para prohibir ciertas ideas o ideo­logías es que son dañinas, aunque no necesariamente intolera­bles o antidemocráticas. Podríamos decidir que las ideologías que afirman que las mujeres, los negros, los judíos, o cualquier otro grupo, son inferiores, son directa o indirectamente perjudicia­les o dañinas para tales grupos y deberían ser suprimidas. En Gran Bretaña, las Race Relations Acts de 1965 y 1976 prohibían las «palabras insultantes o amenazadoras» pronunciadas con la in­tención de «levantar odio» contra cualquier raza, afirmando que tales palabras podrían causar daño material a los individuos o disturbios sociales. En este caso, se ha invertido el orden de prio­ridades: la tolerancia es suspendida ya que sus consecuencias po­drían ser peores que las de la intolerancia. El problema que se plantea aquí es que el daño es incierto: las personas tampoco se pondrían de acuerdo acerca de qué debe ser considerado dañino o perjudicial. En efecto, muchos campeones de la liber­tad de expresión se han quejado acerca de la restricción de los derechos que aparece implícita en las Race Relations Acts, pero éste es, no cabe duda, un caso paradigmático en el que restrin­gir los derechos de algunas personas sirve para preservar dere­chos, aún más importantes, de otras. Por 10 general, según la ideo­logía profesada, se invocarán razones diferentes para la intole­rancia o la censura. Un pensador de derechas plantearía una justificación de tipo paternalista, mientras que los liberales se incli­narían por la segunda o la tercera razón.

La tolerancia, como doctrina política, es una parte importante del pensamiento liberal, pero, salvo en el caso de que se pre­senten situaciones muy estables y consensuales, plantea a la so­ciedad liberal-democrática dilemas que teóricamente son inso­lubles, dado que no existe una respuesta correcta a preguntas ta­les como: «¿Debe ser tolerado el intolerante?» Quizá la solución teórica consista en tratar la tolerancia estrictamente como un va­lor subordinado e instrumental, en contraste con la concepción de algunos liberales, que ven en ella un bien en sí mismo y, por

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lo tanto, se enfrentan a veces con un conflicto planteado entre ideales. Desde un punto de vista instrumental, la tolerancia no debería invocarse allí donde estén en juego valores primarios como la justicia social (pese a que la tolerancia, normalmente, conduce a la justicia) y allí donde estuvieran en juego las vidas de los individuos.

Los distintos intentos de soluciones prácticas con frecuencia acaban erosionando la tolerancia. Normalmente, la solución bri­tánica ha sido tolerar la existencia de partidos políticos hostiles al sistema -excepto, puesto que sus propósitos son «traicio­nales», el lRA- pero, al mismo tiempo, negarles las facilidades para reunirse y manifestarse, empleando para ello las autoridades locales o la policía, cuando se teme que puedan provocarse da­ños materiales. Se dice, aunque esto es informal, que se ha difi­cultado también la vida de los miembros de tales grupos. Esta actitud contradice nuestro ideal de tolerancia y da razón a quie­nes se quejan por ello: sería preferible que se explicitaran clara­mente las razones por las que no se tolera la actividad de tales grupos o sus respectivas doctrinas.

La fragilidad de un ideal no es una buena razón para aban­donarlo, sino para fortalecer nuestra comprensión de lo que im­plica este ideal. El fortalecimiento de los derechos humanos es en parte un fortalecimiento de la tolerancia: la tolerancia de las acciones no conformistas de otros dentro de ciertos límites, o tolerancia por parte del Estado hacia tales acciones. Como se ha dicho antes, la tolerancia es en principio una paciencia vo­luntaria, pero hay ejemplos de parlamentos ilustrados (y pater­nalistas) que inducen a su pueblo a la tolerancia por medio de la legislación: un caso típico ha sido la liberalización de las le­yes sobre la homosexualidad que, con seguridad, ha tenido este efecto. La tolerancia no es, lamentablemente, instintiva, pero se apoya en actitudes y éstas a veces pueden modificarse o ser modi­ficadas por medio de la ley. Pese a los problemas analizados aquí, es un instrumento importante para mantener la sociedad liberal democrática y las libertades.

En conclusión, puede decirse que, por grande que sea el po­der del Estado moderno y por muy rápido que haya sido su crecimiento, se puede emplear para combatir este crecimiento un formidable dispositivo de conceptos relacionados con la li­bertad, al menos en las sociedades liberales. No obstante, con frecuencia los abusos cometidos por el Estado son secretos y Ia tarea de combatirlos, una vez que estos abusos se hacen mani­fiestos, es lenta. Cuanto más fuerte sea la cultura de la libertad y la tolerancia, mejores posibilidades tendremos de limitar el poder del Estado. Para esta empresa, la democracia es crucial. Sólo el ultraje público y la impopularidad pueden obligar a un gobierno a retractarse de aquellas medidas contrarias a la liber­tad individual: cuanto más apático sea el electorado, menos sa-

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ludable será una democracia, y menos fiable su gobierno. La de­mocracia, la libertad, los derechos y la tolerancia forman una importante cadena de conceptos políticos. A menos que consi­gan formar parte también de la cultura política, los Estados mo­dernos aumentarán en tamaño y en poder sea cual fuere la ideología que profesen.

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XII. Obligación y protesta

A continuación, me referiré a un concepto que es el anverso del concepto de autoridad, la obligación política, y a la cuestión acerca de dónde termina tal obligación. En otras palabras, dónde y cuándo se justifica desobedecer una ley o a un gobierno como medio legítimo de protestar. El problema de la obligación polí­tica suele parafrasearse a veces con la pregunta: «¿Por qué debo obedecer la ley?» Quizás el hecho más notable que presenta la sociedad es que la mayoría de las personas, la mayor parte del tiempo, reconocen y obedecen a la autoridad política, por lejana que esté ésta de sus respectivas vidas y por mucho que se oponga a las inclinaciones y los intereses propios inmediatos. Los especialistas en ciencias políticas explican este fenómeno como parte de un proceso de socialización política iniciado a una edad muy temprana,' mientras que los teóricos lo explican como obli­gación política. No obstante, ambas explicaciones son compati­bles, puesto que el proceso de socialización contiene argumentos para convencer al individuo sobre la sabiduría, moraliqad o ne­cesidad de obedecer a los gobernantes. Tales argumentos mere­cen un examen riguroso y crítico; esto es, supondrá analizar cómo se explica la aparición de la obligación política. La obligación política, como interrogante, se plantea solamente a los miem­bros de una sociedad individualista como la antigua Atenas o la Inglaterra del siglo XVII. Esto se debe a que sólo en una sociedad en la que el individuo tiene una sensación vívida de que goza de autonomía y de que posee intereses personales, sólo en una sociedad semejante puede plantearse una tensión inevitable en­tre la propia voluntad individual y las órdenes emanadas del Es­tado. En una sociedad fuertemente jerárquica o religiosa, con una ideología que vincula las partes individuales al todo, difícil­mente puede plantearse una divergencia semejante.

Podría pensarse que la «obligación política» es una ocurren­cia característica del filósofo político, sin relación alguna con la política de cada día y sin sentido para el hombre corriente. Sin embargo, la noción resulta crucial tanto para la teoría política como para la propaganda del Estado. La teoría necesita explicar cómo es que estamos integrados en la sociedad y por qué nos adecuamos a nosotros mismos y a las presiones y las exigencias

1. R. E. DAWSON y K. PRBwITf, Politic4l Socializa,tion, Little Brown &1 Co., 1969.

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de nuestros ciudadanos-semejantes, aun cuando ello vaya contra nuestros intereses o podamos evitarlo. La obligación política su­ministra al teórico la premisa de una conducta consistente, liga­da a la ley, aplicable a cualquier situación «normal». Y para el Estado es útil poder afirmar el deber general de los ciudadanos a obedecer las leyes y respetar al gobierno, empleando alguna de las explicaciones de la obligación que le suministran los teó­ricos.

Las obligaciones moral y política están estrechamente relacio­nadas, y algunos teóricos sostienen que la obligación política es siempre moral. La obligación actúa internamente, a través de la conciencia, para lograr la complicidad, pero también debe existir externamente, objetivamente, de tal manera que los de­más puedan recordarnos que existe cuando la omitimos. La obli­gación moral solía ser considerada como si emanara de códigos morales absolutos (con frecuencia códigos religiosos establecidos por Dios) que tenían existencia objetiva pese a que habían sido asumidos y elaborados por los individuos. El imperativo categó­rico de Kant adquiere así una forma incondicional que se apoya en nuestra naturaleza como seres morales. Semejantes absolutos morales nos enfrentan con fuerzas externas a las que debemos adaptar nuestro pensar y nuestras acciones. Pero desde los tiem­pos de la Ilustración, lo más habitual ha sido considerar la mo­ral como autoimpuesta, lo cual la hace más aceptable para los individuo!';. y no por ello menos universal y vinculante; la primera es utilizada a veces como una analogía de cómo se autoimpone la obligación moral, pese a que se trata de una pobre analogía en el caso de la obligación política, tal como veremos más adelante! Con el surgimiento de la concepción del individuo como actor ra­cional e independiente, se puso de moda el modelo de la obliga­ción política autoasumida y se constituyó como una vertiente de la teoría política que había ignorado previamente el papel polí­tico del pueblo. A continuación, consideraremos brevemente las principales teorías contractualistas y las contrastaremos con la explicación moderna sobre el consentimiento.

Obligación contractual

Hobbes respondió a la necesidad de una teoría secular de la obligación que reemplazara la obligación incondicional que el "derecho divino» imponía a los súbditos del rey. Imagina un es­tado de naturaleza anterior a la sociedad, muy distinto del Jardín del Edén, en la que los hombres están en constante incertidumbre e inseguridad, bajo la amenaza de violencia o de muerte súbita a

2. La índole de la obligación autoimpuesta se describe en R. M. HARE, Free­dom and Reason, Oxford U. P., 1963.

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manos de sus semejantes. A modo de hipótesis, propone que para escapar de este estado de guerra los hombres se propusieron for­mar una sociedad a través de un «pacto» que les aseguraría la paz y la propia supervivencia. Pero como ninguno de los con­tratantes confiaba en su semejante en cuanto a mantener 10 pac­tado, Hobbes suponía que se habían propuesto la creación de un «poder común», constituido por encima de los individuos pac­tantes, para fortalecer o reforzar la obediencia al pacto. Este pa­der es el soberano de Hobbes, autorizado para actuar en nombre de los contratantes originales. Como hemos visto, Hobbes de­fine la «autorización» de tal manera que el autor da al actor po­der completo y renuncia al derecho de instruirlo, aunque éste queda como responsable por todas sus acciones. Hobbes coloca en el soberano poderes amplios y absolutos, necesarios para pre­servar la paz y las vidas de los hombres y de ello deduce que, sea cual fuere la acción del soberano, no puede suponer injuria alguna al súbdito porque esto supo dría que el súbdito se hace daño a sí mismo, lo cual sería absurdo. No debe sorprender, por lo tanto, que Hobbes haya sido acusado de abogar por un Es­tado absolutista en el cual los ciudadanos carecen de todo dere­cho, salvo el de evitar la muerte si el soberano se propone ma­tarlos.' A partir de las condiciones postuladas por Hobbes, surge una doble forma de obligación al soberano. En primer lugar, la tercera ley de la naturaleza establece que «los hombres cumplan con los pactos realizados",. y esto obliga moralmente a los hom­bres a obedecer el pacto original y a asumir las consecuencias de éste. Esto significa que la obligación de obedecer es en parte im­puesta externamente y en parte autoimpuesta, ya que las leyes de la naturaleza existen independientemente de la voluntad del hombre, pero el pacto es una obligación autoasumida. En se­gundo lugar, la prudencia o efectividad ordena a los hombres obedecer porque cualquier desobediencia supondría una amenaza a la existencia del soberano y podría precipitar un retorno al estado de naturaleza y a la guerra de todos contra todos. Los dos tipos de obligación aparecen en su teoría, pero sólo la efectivi­dad establecerá la obligación política, una efectividad entendida como conveniencia: puesto que cualquier régimen es preferible al infernal estado de naturaleza, estamos obligados por la pruden­cia a obedecer al soberano, por tiránico que sea. Ahora bien, 10 que Hobbes se propone crear es una obligación moral incon­dicionada a perpetuidad. La mayoría de los filósofos morales rechazarían semejante concepción extrema de la obligación -inclu­so las promesas pueden quebrantarse en determinadas situacio­nes- y sus consecuencias políticas, por cierto, serían .desastro­sas, puesto que implicarían dar carte blanche a los tiranos.

3. HOBBES. Leviathan, Penguin, 1968, caps. xm·xIX. 4. HOBBES, Leviathan, p. 201.

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La posición desde la cual Locke cuestionó las ideas de Hobbes afinna que un hombre no puede renunciar a más poder sobre sí mismo que el que él mismo posee: tesis que niega la posibili­dad teórica de cualquier soberano absoluto. Locke también situa­ba el origen del gobierno en un estado de naturaleza, pero para él se trataba de un estado pacífico, semicivilizado. Para conse­guir una mayor seguridad sobre «su vida, su libertad y su pro­piedad,>, los hombres consentían en formar una comunidad polí­tica. El resultado de este contrato era un gobierno cuyo deber consistía en proteger y promover los intereses de los contratan­tes, pero el pueblo seguía siendo soberano. Cualquiera que tenga «posesión o disfrute de cualquier parte de los dominios de cual­quier gobierno» da consentimiento tdcito al gobierno y debe ob­servar las leyes de éste; por este medio, Locke respondía más sa­tisfactoriamente que Hobbes (aunque no de modo convincente) a la cuestión acerca de por qué los descendientes de los contra­tantes originales debían lealtad al gobierno. Pero el consenti­miento tácito en sí mismo plantea muchos problemas.! Aspecto importante: Locke limita el alcance de la obligación. La comuni­dad sigue siendo suprema y el pueblo puede reasumir el poder si el gobierno es juzgado, en términos generales, como traidor a la confianza depositada en él. La obligación, por consiguiente, es condicional y en gran medida prudencial, ligada a la protección de los intereses individuales, aunque también se dice o se im­plica que reside en nuestra gratitud al gobierno por proteger nuestras «propiedades», de modo que una vez más se presentan elementos morales en la idea. Locke subraya que los hombres deben manifestar cierta condescendencia hacia las leyes que ha­brán de obedecer: «El poder supremo no puede despojar a cual­quier hombre de una parte de su propiedad sin su consenti­miento.»· Debe recordarse que Locke, al igual que otros teóricos contractualistas, no se refería a un contrato que ha tenido lugar históricamente, sino que formulaba una hipótesis acerca de las condiciones mínimas bajo las cuales los hombres hubieran teni­do que sacrificar su libertad natural, condiciones que, lógicamen­te, habrían limitado el alcance y las actividades de los gobiernos auténticos.

Varios teóricos del siglo XVIII señalaron que la base real del gobierno no era contractual. Hume, Rousseau y Paine considera­ban que los gobiernos existentes estaban fundados en la fuerza o en el engaño/ pero si bien consideraban que esto era una razón

5. LOCICE, Essay, caps. VII-XI){. Véase también H. PITKIN, .Obligation and con· sen!>. en Philosophy, Poli/íos and Socíety, 4th. series (eds. P. Laslett, W. G. Run­ciman y Q. Skinner), BlackweU, 1972.

6. LOCKE, Essay, s. 138. 7. D. HUME, .Of the origin of govemment., en Essays, Moral, Politica! and

Literary, Longman's, Green & Co., 1985, vol. r, pp. 113-117; véase también ROUSSEAU, A Discourse on ... Inequality, Dent, 1913, p. 205; y PAlm, The Rights ot Man, Pen­guin, 1969, pp. 94, 194.

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suficiente para rechazar de plano la teoría contractualista, Paine y Rousseau afirmaban que los gobiernos debían actuar como si estuviesen basados en contratos igualitarios. Rousseau conside­raba que la sociedad y el gobierno habían surgido idealmep.te a través del contrato, en un momento en que los riesgos y las in· conveniencias del estado de naturaleza amenazaban la supervi­vencia de los hombres. De este modo, el individuo habría «alie­nado» su libertad natural en favor de la comunidad, recibiendo a cambio la libertad «convencional». «Cada hombre, al entregar­se a todos, no se entrega a nadie... obtiene una compensación por todo aquello que pierde.»' Esta compensación es el poder sobre los demás. Cada individuo está doblemente ligado, doble­mente vinculado, como miembro del poder soberano, sobre otros individuos; y como miembro del Estado, al soberano. Así como la adhesión a los términos del contrato original que crea al sobe­rano parece en parte prudencial (<<la violación del acto por el cual existe supondría la autoaniquilación»),9 la obligación a obe­decer las leyes establecidas por la Voluntad General puede ca­racterizarse de varias maneras. Esta obligación está implícita en el pacto original, de modo que sería imprudente rechazarla; tam­bién sería irracional, y quizás inmoral, desobedecer leyes que uno mismo se ha impuesto como miembro del soberano. La obliga­ción política cotidiana para Rousseau se adecúa o no a la Vo­luntad General.

La tentativa de detenninar si la obligación, tal como es con­siderada por los teóricos contractualistas, es moral o prudencial, es más que una argucia filosófica, puesto que puede argumen­tarse que estamos en nuestro derecho a rechazar la obligación prudencial cuando nos conviene desobedecer, mientras que la obligación moral es más vinculante y, por lo general, es incondi­cional. Éste es uno de los obstáculos que encuentra la concep­ción utilitaria de la obligación, la cual sugiere que se puede de­sobedecer la ley cuando esta actitud sirve a la utilidad personal, tesis que se analiza más adelante. La teoría contractualista y del consentimiento subraya la naturaleza voluntaria de la obliga­ción y apela de esta manera a las culturas que ponen el acento en la individualidad y en la libre voluntad, pero se encuentra con la dificultad de que aquello que ha sido voluntariamente acor­dado también puede ser voluntariamente quebrantado: de ahí cabe presumir que se introduzcan distintas resistencias dentro del circuito de la obligación, como las «leyes naturales», que nos in­ducen a mantener nuestras promesas, lo cual convierte parcial­mente en moral la obligación y, de esta manera, en incondicio­nal. La teoría contractualista, aunque hoy en día está considerada en gran medida obsoleta, es interesante puesto que describe de

8. ROUSSBAu, The Social Contraet, Dent, 1913, p. 12. 9. ROUSSBAu, The Social Contract, p. 14.

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qué manera la autoridad es creada por una situación en la que impera solamente el poder desnudo, el estado de naturaleza. Esto refleja el problema filosófico de si el «debe» ha de ser derivado del «es», y está sujeto a las mismas objeciones. Las teorías con­tractualistas se apoyan sobre todo en el acto original de la pro­mesa, modo paradigmático de imponerse la obligación a uno mismo, pero, lógicamente, el contrato hubo de tener lugar a través de una institución establecida de la promesa en sí, que es una institución social y no podría haber existido antes de la so­ciedad o haber sido invocada para crear la sociedad. De modo similar, los términos del contrato se refieren a que los individuos renuncian por igual a sus derechos naturales, pese a que el con­cepto de derechos ha sido a su vez creado por la sociedad y, por consiguiente, no podría servir como instrumento para la formu­lación del contrato sociaVo De modo que en el núcleo de la teo­ría contractualista se plantea una contradicción indisoluble. Por otra parte, tal como lo muestra Riley, si bien los teóricos con­tractualistas deseaban demostrar que el gobierno era el resultado de un acto libre de voluntad por parte del pueblo, no está claro qué querían decir con .<voluntad •• ; lo cual explica algunas de las inconsistencias de sus argumentos."

La doctrina del consentimiento, más moderna, evita algunos de estos inconvenientes, ya que no se refiere al origen del go­bierno, sino al proceso que tiene lugar ahora, y nos permite emi· tir un juicio sobre lo justo de los gobiernos al dar o sostener nuestro consentimiento, al menos en teoría. La teoría está dise­ñada para los sistemas de gobiernos democráticos en los que se han establecido procedimientos para obtener el consentimien­to. Una versión contemporánea de la teoría del consentimiento ha sido formulada por Plamenatz, quien sostenía que, al votar, consentimos en obedecer a cualquiera que sea elegido, es decir, con­sentimos verdaderamente en respetar las reglas del juego demo­crático. Asimismo, un voto constituye una «promesa" de obedien­cia al gobierno." Toda teoría de la obligación en una democracia se vale de un argumento semejante, si bien ésta es una muy fuerte teoría de la obligación apoyada en un acto de consenti­miento muy débil. La estructura elaborada de la política signi­fica que si bien votamos simplemente por un nombre o por un programa a corto plazo, somos interpretados como si consintié­ramos por anticipado una cantidad de actos particulares, muchos de los cuales ni siquiera aparecen en el manifiesto del partido que gana las elecciones (al cual, de todos modos, podríamos ha­ber votado en contra), y también al sistema en general. En esta

10. T. H. GREI!N, Lectures on the PrincipIes of Political Obligation, Long­man's, Green & Co., 1901, p. 66.

11. P. RlLEY, WilI and Potitical Legitimacy, Harvard U. P., 1982. 12. J. P. PuMENATZ, Consenr, Freedam and Potitical Obligation, 2a. edición,

Oxford U. P., 1968, p. 154.

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teoría, votar implica firmar un cheque en blanco en favor del sistema democrático y de cualquier consecuencia que se despren­da de éste en la elección.

Desde luego, consentir es un proceso intencional y personal, pese a lo cual los teóricos contractualistas modernos adoptan una concepción objetiva, homogeneizada, de este acto: el voto es un acto que, y sin importar la intención que subyazga a éste, crea una obligación. Se plantean muchas objeciones a la amplia interpretación del voto como consentimiento. En primer lugar, no tendría nada de racional consentir por anticipado cualquier acción del gobierno, a menos que se especificara estrictamente en un manifiesto qué términos no deberían ser excedidos. En Gran Bretaña, a veces surge la protesta cuando los gobiernos adoptan medidas imprevistas que no han sido contempladas en el mandato de que gozan, pero las doctrinas del mandato igual­mente las presentan a menudo como si fuese un cheque en blanco que justifica cualquier tipo de medida. En efecto, ¿se puede decir que consentimos objetivos a largo plazo o que apro­bamos el conjunto del sistema cuando sólo se nos propone ex­presar un punto de vista sobre un programa a corto plazo? Para que el consentimiento cree obligación política, es necesario po­ner en el acto de votar una enorme masa de interpretaciones: por otra parte, los estudios empíricos que ilustran las imperfec­ciones del sufragio y de los votantes podrían citarse contra tales interpretaciones. Una vez más, las instituciones políticas, como la representación y los partidos, colocan el acto de votar muy lejos del consentimiento significativo. Elecciones frecuentes y un sistema de delegación acortarían la distancia. Pero, en última instancia, votar en una democracia moderna es un proceso pasi­vo, que implica aquiescencia, y solamente una elección fuerte, po­sitiva, puede en realidad calificarse de consentimiento. Puesto que estamos muy lejos de alcanzar las condiciones ideales para el consentimiento fuerte, sería mucho más lógico revisar la teoría y aceptar un concepto más reducido de la obligación política, o simplemente abandonarlo.

Se pueden hacer muchas otras objeciones a la teoría del con­sentimiento. En primer lugar, si los gobiernos ejecutan sus me­didas sobre la base de la inacción o la «no toma de decisiones,., el pueblo no puede registrar democráticamente su consentimien­to a, o su desacuerdo con, decisiones tan imperceptibles. Un ejemplo característico es la negativa de los gobiernos británicos a organizar la defensa civil, una «decisión» política que sólo llegó a oídos del público en los años ochenta gracias al renacimiento del interés por el movimiento en favor del desarme. Otro de los ejemplos es la «no decisión», tomada por gobiernos sucesivos, en cuanto a emprender la renovación del sistema de alcantari­llado que, en la mayoría de las grandes ciudades británicas, tie­ne ya más de cien años de antigüedad y se está deteriorando rá-

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pidamente. Si este problema no es incluido en la agenda política (como probablemente no suceda hasta que las personas empiecen a morirse de cólera), ¿cómo podemos dar nuestro consentimiento o disentir ante la política del gobierno en relación con el tema? Asumir que las personas han consentido la pasividad del go­bierno en tales casos, estira aún más el ya elástico concepto de consentimiento hasta hacerlo irreconocible. En segundo lugar, una teoría que basa la obligación política en el consentimiento voluntario debería, como es lógico, explicar qué entiende por disensión y qué pueden hacer las personas para rechazar el sis­tema político. La explicación de Plamenatz nos priva de cualquier medio institucionalizado de expresar nuestro desacuerdo con el sistema: la abstención es un acto débil, ambivalente, que será siempre interpretado por los gobernantes y los psicólogos como ignorancia o apatía, y no tanto como un rechazo de principio ha­cia todas las alternativas. En realidad, quien disiente puede eje­cutar medidas de acción directa y otras formas de protesta si su insatisfacción o desacuerdo es amplio, pero los teóricos del con­sentimiento dirían que, en este caso, estaría quebrantando su obli­gación. El hecho de que el consentimiento, pero no el no-consen­timiento, esté definido, inclina la teoría en favor de la autoridad.

Está claro que en la teoría del consentimiento se presentan ciertas inconsistencias. Se dice que nuestro consentimiento crea una obligación política que es autoasumida y que no debería ser rechazada. Sin embargo, se dice que las personas que pasan su vida sin emitir un voto también tienen obligación política, cabe presumir que lo hacen en virtud de un consentimiento tácito, lo cual es en realidad un argumento basado en la gratitud. De modo que hay dos tipos diferentes de consentimiento funcionando en tándem y, entre ellos, colocan a todo el mundo bajo cierta obli­gación. Tussman, efectivamente, lo afirma de modo explícito: re­chaza de plano la idea del consentimiento activo (a la luz de los hechos) pero afirma que el «consentimiento tácito» debe ser cons­ciente y a sabiendas, nivel sólo alcanzable por una élite pequeña e ilustrada. No obstante, todos están obligados a obedecer al go­bierno, puesto que los «gaznápiros» que no consienten están obli­gados, al igual que los niños, por el consentimiento tácito de la élite.1J Plamenatz también se enfrenta con el problema -tangen­cialmente- afirmando que debe existir una base diferente para la obligación tanto como para el consentimiento, de lo contrario habría

« ... en cada Estado, por democrático que sea, un gran número de personas (es decir, no votantes) sin obligación alguna de obede­cer a sus leyes ... ningún Estado conseguiría ejecutar las funciones

13. J. TUSSMAN, Obliga/ion and the Body Politic, Oxford U. P., 1960.

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que le son propias si incluyera dentro de sí a un gran número de ciudadanos exentos de la obediencia a sus propias leyes».14

En este argumento se presenta un error radical, puesto que el hecho de que yo no sienta obligación subjetiva no significa que no esté objetivamente bajo la obligación de obedecer las leyes, como tampoco impide que las obedezca por prudencia. Pero la conclusión, en todo caso, es evidente: el consentimiento no puede ser la única base para «el deber de los gobernados a obedecer a sus gobernantes». Por lo tanto, la mayoría de los teóricos del con· sentimiento refuerzan sus argumentos citando otro tipos de obli­gación.

Lo inadecuado de la teoría del consentimiento se manifiesta en dos problemas. El primero es que la teoría del consentimiento, al igual que la teoría contractualista, se apoya en una explicación legal o contractual de la obligación que trata de amalgamarse, sin hacerlo de modo convincente, con la vieja tradición que hace de la obligación política un deber moral. En esta última, es vincu­lante, incluso incondicional, mientras que en la anterior, el ciu­dadano racional retiraría su consentimiento y rechazaría su obli­gación en función de sus ventajas personales. A esto se añade la dificultad de que no todos consienten activamente, de modo que se han de invocar otras explicaciones de la obligación para cubrir a los que no consienten y a los que disienten. Una teoría de la conducta política se puede adaptar al hecho de que algunas per­sonas voten mientras que otras se abstengan, pero una teoría de la obligación de alcance universal no puede ser tan abierta. Quien afirme que unas personas están obligadas porque consienten y otras porque gozan de la protección de la ley, podría ser acu­sado de sobre determinar el caso del primer grupo, que también goza de la protección y por lo tanto debe estar doblemente vincu­lado: o de lo contrario de querer imponer la obligación sobre todos, sin que importe la forma en que se impone. En efecto, tal como afirma Tussman, hay dos cIases de ciudadanos, los activos y los pasivos, pero decir que los primeros están más «obligados» debido a su actividad política y a su criterio constituye un argu­mento moral, no contractual, que carece de justificación evidente basada en los hechos o en la lógica. Quizá, si los teóricos no pu­dieran establecer la obligación para todos los ciudadanos de acuerdo con la misma base, el consentimiento, 10 mejor sería que buscaran una fuente diferente de la obligación, más uni­versal.

Una cuestión importante para la teoría del consentimiento es determinar si consentimos, y tenemos obligación política con res­pecto al sistema político como un todo, la ley en general, un go-

14. PLAMENATZ, Cansent, Freedam and Palitical Obligatian, p. 13. El apéndice a la segunda edición modifica. en cierto modo, la posición adoptada por Pla­menatz.

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bierno o una ley en particular, o una combinación de éstos. Locke daba una respuesta muy clara a este problema: nuestra obliga­ción contractual se plantea con respecto a la comunidad política considerada como un todo, "la sociedad», pero podemos derrocar a un gobierno sin poner en peligro a la sociedad o sin rechazar nuestra obligación básica, si el gobierno no satisface la con­fianza que hemos depositado en él. De lo contrario, estamos obli­gados a obedecer a los gobiernos y las leyes ante quienes hemos prestado nuestro consentimiento. La claridad de esta solución se enturbia cuando se plantean cuestiones prácticas como, por ejem­plo, tener que establecer quién debe juzgar a un gobierno, deci­dir si ha traicionado al pueblo o si los objetores a una ley per­manecen ligados a lo que esta ley estipula. Tales cuestiones que­dan teóricamente sin solución en el marco de cada concepción. Para Plamenatz, al votar asumimos una obligación con respecto al sistema, al gobierno y a las leyes particulares que éste sanciona. Podría ser razonable interpretar que el voto es una forma de respaldar el sistema, aunque se necesitaría un argumento dife­rente allí donde votar fuese un acto compulsivo. Pero si usted acepta un sistema democrático, afirma Plamenatz, usted contrae también una obligación con respecto a un gobierno al que usted no ha votado y por lo tanto, presumiblemente, está comprome­tido a obedecer las leyes que éste sancione. En tal caso, lo mejor sería no votar y tener la conciencia libre. Lo más seguro sería mostrarse escéptico con respecto a estos múltiples y simultáneos niveles de significado acordados al voto. La teoría del consenti­miento intenta hacer de la obligación política el resultado de nuestra libre elección y después sobreinterpreta nuestros actos para abrumarnos con mayores y más extensas obligaciones mora­les. Como, salvo en casos muy raros, jamás consentimos a medi­das específicas a través del voto, podría llegarse a la conclusión de que consentimos al sistema en general y le debemos respeto, pero que nuestra obediencia a las leyes en particular es pura­mente prudecial, no condicionada por obligación (excepto para aquellas personas que creen que tenemos el deber moral de obe­decer las leyes, por razones distintas que el hecho de que las con­sintamos). Pero esta interpretación también fragmenta la teoría del consentimiento que, con toda claridad, debe ser modificada o sustituida por una concepción más unificada, universal. Analiza­remos algunas de las alternativas propuestas.

El gobierno justo

Varios teóricos evitan el problema de la obligación política afirmando que ésta existe y es evidente por sí misma. MacDonald afirma que puesto que la sociedad política es, en esencia, un grupo organizado de acuerdo con reglas diseñadas por algunos de sus

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miembros, la sociedad sin la obligación es imposible. Ya que so­mos animales sociales, estamos políticamente obligados. Pero esto hace del concepto algo marcadamente asimétrico: nunca podemos negar ni ser liberados de la obligación política. Esta concepción recuerda la defendida por Bentham, Austin y otros juristas positi­vistas, quienes sostenían que la obligatoriedad es la cualidad esen­cial de la ley. La pregunta «¿por qué debo obedecer la ley?», es respondida tautológicamente por la definición de la ley como «aquello que debe ser obedecido».1S Este tipo de argumentos nos obligarían a obedecer a un cruel déspota tanto como a un gobier­no democrático y sugerirían que este último no es menos ilegítimo que el primero, algo inaceptable para la mayoría de las personas. Sin embargo, un argumento desarrollado siguiendo las mismas líneas ha sido formulado para demostrar que, con toda evidencia, estamos obligados a obedecer a un gobierno justo, lo consintamos o no. Los antecedentes de este argumento se remontan a Sócra­tes. Cuando Sócrates estaba condenado a muerte, sus amigos intentaron persuadirlo de que escapara, y él contestó que los hom­bres tenían un deber hacia las leyes que les habían proporcio­nado educación y una buena vida social, incluso estaban obliga­dos a respetar aquellas leyes que ocasionalmente pudieran con­siderar como injustas.!O Recientemente, Pitidn ha desarrollado una teoría de la «naturaleza del gobierno» basada en el «consen­timiento hipotético». Si un gobierno es justo, usted debería (hipotéticamente) consentirlo, por lo tanto, estaría (en realidad) comprometido a obedecerlo. Un gobierno legítimo es «aquel que merece el consentimiento». Hay dos criterios generales para de­terminar la justicia de un gobierno: la justicia de las instituciones y los procedimientos políticos, y la justicia de las medidas del go­bierno.

Pitkin piensa que esta fórmula responde a la mayoría de los in­terrogantes que plantea la obligación, y lo hace adecuadamente, a pesar de que piensa que no puede darse una respuesta defini­tiva a la cuestión, más filosófica, acerca de «¿por qué habría de estar yo obligado?». Tal como ella observa, un individuo que di­siente puede rechazar argumentos tales como «es por el bien de la mayoría» o «la mayoría de tus semejantes han consentido a ello», diciendo: «¿y ésos, qué tienen que ver conmigo?», pese a que si así lo hiciera el individuo repudiaría la moral y su propia na­turaleza social. La teoría de Pitkin demostrará que el individuo

15. ~. MACDoNALD, «The language of political theory., en Logic and LangUllge, 1st. serIes (ed. A. Flew). Blackwell, 1960; véase también J. BBNTHAM, A Fragment on Government (ed. W. Wharrison), Blackwell, 1967, caps. IV·V. La circularidad de la explicación queda indicada por la definición positivista de «deber» que formula Bentham: «aquello por lo cual soy castigado por la ley si no lo hago •• La concepción benthamiana de la ley. ha sido reformulada en un opúsculo céle­bre, J. AUSTIN, The Province of Jurisprudence Determined, Londres, 1832.

16. H. PlTKIN, «Obligation and consenb.

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en cuestión, con todo, está bajo una obligación." Pero, en reali­dad, la teoría del «gobierno justo» transfiere las dificultades al significado de «justicia». ¿Es el gobierno justo inequívocamente justo? En A theory oi Justice, Rawls adopta una posición similar en torno a la cuestión de la obligación, basándose en una idea algo diferente acerca del consentimiento hipotético que subyace a su teoría. Lo justo requiere que alguien acepte sus obligaciones, afirma Rawls, cuando: a) la institución es justa, y b) uno ha acep­tado voluntariamente los beneficios que obtiene de ella para sus propios intereses.1B La condición b), una versión del argumento de la gratitud, parece un añadido innecesario a la condición a). En cuanto a a), Rawls estipula que cuando una Constitución y una estructura social son «razonablemente justas», estamos obligados a cumplir incluso con las leyes injustas." Rawls especifica que sólo deberíamos tolerar la injusticia si ésta estuviese equitativa­mente distribuida entre los grupos «a largo plazo» y no necesaria­mente deberíamos cumplir con aquellas leyes que niegan nues­tras libertades básicas.lO En su derivación de la obligación a par­tir de lo equitativo o lo correcto y la justicia, Rawls mezcla la obligación moral (gratitud) y el consentimiento, puesto que la de­finición de gobierno justo reza que es aquel que habríamos con­sentido en la «posición original», idealmente impersonal y neu­tral. El consentimiento hipotético, desde luego, es bastante más débil que el consentimiento real, ya que no constituye una au­téntica promesa, sino una promesa que me ha sido imputada y, por lo tanto, la principal objeción de Rawls se apoya en este débil vínculo. La afirmación de que se debe obedecer a leyes injustas si el gobierno es «razonablemente» justo parece inadecuada como principio prescriptivo.

El argumento del «gobierno justo» evita algunos de los pro­blemas conceptuales de la teoría del consentimiento y el problema de quienes no consienten. Nuestra obligación de bregar por la justicia es moral e incondicional. La teoría también nos ayuda a distinguir entre la obligación general a un régimen justo y una obligación modificada -o anulada- a determinadas leyes in­justas, y no permite formular una teoría de la desobediencia sin demasiadas inconsistencias. El problema que plantea la posición de Pitkin es que parece afirmar que un gobierno no democrático, aunque justo, sigue siendo legítimo, pese a que Rawls elude este obstáculo construyendo una noción de la democracia incorporada a la idea del gobierno justo. Ambas teorías no se ajustan al hecho de que en una sociedad heterogénea, las ideas de la justicia dife­rirán {pese a que en el caso de Rawls, él ha estipulado ya qué es la

17. PLAT6N, eriton, en The last Days of Socrates (versi6n inglesa de H. Tre-dennick), Penguin, 1969, pp. 90-92.

18. J. RAWLS, A Theory of Justíce, Harvard U. P., 1971, pp. 111·112. 19. J. RAWLS, A Theory of Justice, p. 351. 20. RAWLS, A Theory of Justice, p. ·355.

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justicia): en la práctica, tales diferencias serán importantes y va­riarán las actitudes respecto al gobierno.

Entre otras teorías morales de la obligación política, está la de T. H. Green, quien, pese a su liberalismo, intentó que la obliga­ción fuera fuertemente vinculante. Green afirma que nuestra co­mún naturaleza humana y racional nos lleva a reconocer el bien común, lo cual crea una obligación moral y política hacia nues­tros semejantes; 21 negar esto supondría negar nuestra humani­dad. El Estado promueve el bien común y, por lo tanto, se le debe obediencia. La desobediencia sólo es permisible «en función de los intereses del Estado». De modo que la teoría de Green se apoya en nuestra naturaleza social, lo cual crea una obligación moral a priori; igualmente, la justicia de un gobierno en la teoría de Pitkin creaba un imperativo externo a obedecer: ambas teorías toman como punto de partida el carácter voluntario de la teoría del consentimiento, la idea de una obligación autoasumida. Si bien para Rousseau la ley consistía en reglas que nos autoprescri­bíamos, Rousseau se ajusta más a la posición defendida por Green que a la tesis de los teóricos del consentimiento, ya que el primero considera a la sociedad como una asociación de seres morales que, en virtud de su propia naturaleza social, se inclina fuertemente a prestar conformidad a las leyes.22 Ni uno ni otro plantean condiciones satisfactorias para el rechazo de la obli­gación.

Interés propio y gratitud

Los utilitaristas trataron el tema de la obligación armados con el oportuno cálculo. En principio, el utilitarismo simplemente nos alienta a obedecer al Estado cuando éste resulta beneficioso para nosotros: corno es lógico, no puede haber una obligación conti­nua, puesto que cada caso debe ser considerado de acuerdo con sus propios méritos. Los problemas surgen según que se emplee el cálculo individual o el social. Si los individuos se limitaran a sacar el máximo de utilidad, con frecuencia esto los haría sen­tirse exentos de obligación, justificándoles en la adopción de ac­titudes de desobediencia o de egoísmo, en función de sus propios intereses. Tal como observa Pitkin, esto implicaría que en cual­quier momento unos individuos estarían obligados a obedecer y otros no, situación inadmisiblemente contradictoria. Por otra parte, el principio de la «mayor felicidad» obligaría a menudo a los in­dividuos a obedecer leyes contrarias a sus propios intereses para beneficiar a la comunidad. La índole problemática de estas dos

21. GREEN, Lectures, pp. 124·127; véase la critica de PuMENATZ en Consent. Freedom and Political Obligation, cap. nI.

22. ROUSSEAU, The Social Contract, pp. 26, 31.

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alternativas es refleja en la dificultad permanente de aplicar una teoría moral egoísta a cuestiones sociales, incluido el problema de la obligación. PitIdn señala que el utilitarismo, que juzga de acuer­do con las consecuencias de las acciones, no puede sentar una base sólida para la obligación futura y la obediencia.2J No cabe duda de que un utilitarista que intentara construir una teoría de "la obligación se vería forzado a recurrir a ciertas formas de uti­litarismo normativo, el cual impone que obedezcamos las normas' generales que conducen a la felicidad, incluso en aquel caso en que éstas sean contrarias a nuestro interés individual; la obliga­ción política podría ser una de tales normas.

No cabe duda de que una encuesta que planteara la pregunta «¿por qué debemos obedecer la ley?», cuando no se encontrara con la más absoluta incomprensión por parte del encuestado, suscitaría la respuesta «porque la ley/el Estado nos protege y se preocupa por nosotros». El argumento de la gratitud está profun­damente ligado al sentido común. En las teorías de Locke y de Rawls aparece para reforzar la forma contractual de la obliga­ción y puede negar a convertirse cada vez en algo más popular entre los teóricos, a medida que el Estado vaya interviniendo cada vez más en nuestras vidas y nos proporcione más beneficios. Sin embargo, la idea de la gratitud en las relaciones del individuo con el Estado no se aplica correctamente. En primer lugar, como contribuyentes, pagamos por los beneficios que recibimos del Es­tado: en tales circunstancias, la gratitud es inmerecida. En segun­do lugar, el argumento extiende la relación moral interpersonal de gratitud al Estado, como si éste fuera un agente moral y nuestro benefactor, lo cual es inadecuado, puesto que el Estado no es una superpersona y, al distribuirnos beneficios, no lo hace por razones de gentileza personal. Por lo tanto, no hay razón alguna para reaccionar moralmente a su prodigalidad. La gratitud, en todo caso, deja sin explicar muchos detalles: no puede dar cuenta del origen de la legitimidad del Estado, puesto que antes de la existen­cia de éste no habría razones para sentir gratitud, como tampoco nos sirve cuando nuestra obligación cesa, cuando el Estado reduce los beneficios o la protección que imparte. Por otra parte, justifi­caría cualquier forma de gobierno, por antidemocrática que fuese, por el solo hecho de proteger y alimentar al pueblo. Tampoco res­ponde el argumento de la gratitud al problema del desinterés indi­vidual: ¿cuáles son las razones por las que los jóvenes desencan­tados y desempleados pueden sentir gratitud? Al igual que sucede con la teoría del «gobierno justo», siempre habrá algunos ele­mentos de beneficio (o de justicia) que podrían utilizarse para justificar un régimen malo en términos generales, y ninguna teo­ría indica cuánta justicia constituye la obligación, y cuán poca justicia anula nuestro deber respecto al Estado. Ambas teorías

23. PnKIN. .Obligation and consen!». pp. 49·50.

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están afectadas por otra debilidad básica: la justicia y la gra­titud son, en gran medida, cuestiones de juicio individual, y aque­llos que se sienten injustamente tratados podrían, para suspen­der su obediencia, limitarse a seguir lo que las teorías les reco­miendan. Pero un teórico no puede permitir que la teoría de la obligación sea selectivamente vinculante, porque le interesa for­mular una teoría de la obligación que sea consistente y universal. Por lo tanto, pese a que concuerda con el sentido común, la gra­titud por sí sola no puede dar lugar a una teoría de la obligación adecuada y. debido a sus inconsistencias, tampoco podría ser incluida en cualquier otra concepción más ecléctica sobre la obli­gación.

Podrían citarse aquí otras muchas teorías. Entre ellas están las que se apoyan en el liderazgo natural (nuestro deber de se­guir a los más sabios) o en el derecho divino (nuestro deber de obedecer a Dios); cada ideología política posee su propia concep­ción preferida sobre la obligación política. Sólo los anarquistas nos absuelven totalmente de la obligación pero, en cambio, nos impondrían un fuerte sentido de obligación moral con respecto a nuestros semejantes. (Esto, en todo caso, parece más aceptable que la tesis de que debemos sentir un deber moral con respecto al Estado O al gobierno.) En los países marxistas, los teóricos em­plean una gama similar de teorías para justificar la obligación: el consentimiento, la justicia, la gratitud o una mezcla de estos elementos. Como hemos visto, la mayoría de los argumentos hacen de la obligación algo que es en parte moral, lo cual conduce a sentimientos subjetivos, asumidos, de deber, que son virtual­mente la base para que cada uno se ponga el propio límite, y por lo tanto, un medio muy eficiente y económico de mantener el or­den público y evitar que aumente el índice de criminalidad y de protesta. Los imperativos morales externos, tales como «la ley es aquello que debe ser obedecido», tienden a provocar resenti­miento y resistencia y no obligaciones autoasumidas, de ahí que surja la teoría del consentimiento. Pero las teorías del consenti­miento también se apoyan en la convicción general de que que­brantar la palabra empeñada en un pacto es auto contradictorio, como lo es no cumplir con una promesa hecha libre y volunta­riamente, de modo que estas teorías apelan a la racionalidad per­sonal al mismo tiempo que invocan el deber moral. Naturalmen­te, los teóricos y los ideoólogos intentan desarrollar teorías de la obligación en las que cada uno aparezca obligado todo el tiempo (excepto cuando tienen buenas razones para eximirse de ello, como sería en el caso de una tremenda injusticia), dado que no pueden pensar una concepción de la autoridad o del Estado sobre la base de una obligación que sea parcial, no universal. De ahí la búsqueda de una fuente única y universal de obligación y los pro­blemas que producen las teorías que defienden tesis inconsisten­tes o selectivas acerca de la obligación. Todas estas teorías pare-

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cen pasar por alto la razón prudencial evidente, el miedo al cas­tigo que, por lo general, explica la obediencia a la ley. Tal vez porque desean mantener que la obligación política se extiende más allá de la mera obediencia y comprende sentimientos de res­peto hacia el gobierno y hacia el sistema.

¿Por qué obedecemos la ley?

Lo objetable en las teorías de la obligación es que tratan de establecer que todos estamos obligados, a menos que podamos probar que estamos exentos: se favorece la obediencia y la con­formidad en detrimento del individuo. Es posible que esto sea el resultado de un miedo persistente, hobbesiano, hacia el desorden social, miedo que brota de inmediato en cuanto no se mantienen estrictamente la obligación y la autoridad. (Sin embargo, es pro­bable que la vida siguiera tal cual, aunque de pronto se probara que todas las teorías de la obligación son falaces.) A continua­ción, me dedicaré a estudiar las razones por las que cabe limitar la idea de obligación, o rechazarla por completo.

En primer lugar, la obediencia a la ley se explica adecuada­mente sin necesidad de recurrir a la obligación. El hábito, el mie­do, la incapacidad de desobedecer (aquel que no conduce auto­móviles difícilmente puede desobedecer las leyes que rigen la conducción de coches) y la inclinación a obedecer (si uno aprueba la ley) son las principales razones.24 Los ciudadanos corrientes rara vez se enCUentran a sí mismos en posición de desobedecer la ley o de encontrar conveniente hacerlo: e incluso entonces, la obediencia todavía es, probablemente, el curso de acción prudente y racional. Los criminales son personas que piensan que pueden beneficiarse al quebrantar las leyes, y nada tienen que ver con aquellos que han rechazado conceptualmente su obligación. La in­ferencia que hacen algunos teóricos, en el sentido de que la obe­diencia es equivalente a una admisión de obligación, es clara­mente falsa. Y el hecho de que el ciudadano medio carezca de una concepción de la obligación política arroja mayores dudas sobre la idea. Al explicar el mantenimiento de los sistemas políti­cos, Easton invoca el concepto de una «reserva de apoyo», que se va construyendo con el correr del tiempo y que sirve como res­paldo para un sistema o un régimen. Este concepto conductista, por sí solo, explicaría adecuadamente la obediencia continuada y

24. Si se busca Un estudio sociológico que sugiera las razones prácticas por las que las personas obedecen a la ley, véase A. PODGORECKI et al., Knowledge and Opinion About Law, Martin Robertson. 1973. Teóricos del derecho tales como Austin y Hart reconOcen esta obediencia rutinaria a la ley cuando en parte basan la ley en el «hábito de obediencia»,

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la legitimidad de los gobiernos, sin la necesidad de explorar los sentimientos subjetivos de obligación."

En segundo lugar, tal como sugieren estas argumentaciones, es confuso teorizar sobre el tema porque no existe un acuerdo general acerca de cuál es la base o la extensión de la obligación. Nuestros deberes con respecto al sistema, el gobierno, la ley en general y las leyes particulares, no están claramente diferencia­dos, y la relación entre estas entidades no es nítida. Así, unos teóricos considerarán que la desobediencia a una leyes un acto aceptable de protesta, mientras que otros la interpretarán como una amenaza al conjunto de la estructura de la sociedad, como fue el caso de Sócrates. Este tipo de confusiones hacen que la teoría no sirva como guía para la acción.

En tercer lugar, hoy en día, en nuestra sociedad individualista, que pone tanto énfasis en la libre voluntad, la mayoría de las per­sonas negaría que la obligación pueda ser incondicional y, no obstante, las teorías clásicas se inclinan mucho en favor del go­bierno y, en la mayoría de los casos, no dan una explicación filo­sófica del disenso justificado. Así, son asimétricas; sin embargo, cualquier teoría que intente establecer la obligación debería, con toda seguridad, explicar cuándo puede ser rechazada justamente. Las teorías unilaterales pueden ser adecuadas para sociedades compuestas por individuos «deferentes», pero resultan inacepta­bles para los miembros de una democracia activa y participativa.

Sin embargo, la idea de obligación es importante para la propaganda política. Aparece en la socialización política de los ni­ños y en las justificaciones que los gobiernos esgrimen cuando se trata de explicar medidas controvertidas. La obligación en sí misma puede no ser citada, pero el consentimiento, la justicia y la gratitud son mencionados como razones para la obediencia. La idea de Devlin de que la leyes coextensiva con la moral tam­bién es invocada a veces para persuadirnos de que nuestro deber moral es obedecer las leyes." Por el contrario, la resistencia na­tural de las personas a la imposición de obligación se supera señalando que las personas han consentido la ley a través del pro­ceso democrático. Tales argumentos sirven para promover la de­ferencia hacia gobiernos que no siempre estarían basados en la justicia, el consentimiento, y no siempre merecerían nuestra gra­titud. De ahí la necesidad de que la teoría de la obligación sea re­examinada para ayudarnos a elaborar de un manera más crítica la retórica política que conocemos.

Debido al poder propagandístico de la noción, la obligación es más que una cuestión académica, aunque la mayoría de las per­sonas obedezcan «efectivamente» a los gobiernos. Si bien con fre-

25. D. EASTON, A reassesment of the concept 01 poli/jea! support, .British Journal of Política! Science., 5, 435-458 (1975).

26. P. DBVLIN, The Enloreement 01 Morals, Oxford U. P., 1965.

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cuencia los teóricos infieren un reconocimiento mental de la obli­gación a partir del hecho de la obediencia, el rebelde por dentro puede ser en realidad un abierto conformista, puesto que existen importantísimas razones prudenciales para obedecer la ley. Tal como se ha sugerido, la hipótesis de la obligación sobredetermina la concepción de la obediencia, que puede ser explicada adecuada­mente por la prudencia. En contraste con ello, Obedience to Au­thority, de Milgram (obra que se analiza en el capítulo VIII), sugie­re también que hay causas no racionales, psicológicas, que determi­nan la deferencia y la obediencia. Sin embargo, el teórico que tra­baja en el marco del paradigma de la acción humana libre y racional a menudo no está dispuesto a aceptar tales tesis; también puede ocurrir que desee introducir un elemento normativo que el concepto conductista de obediencia no puede sostener. El pro­ceso se parece a las complejas interpretaciones del acto de vo­tar en la teoría democrática: la obediencia a la leyes la punta de un iceberg conceptual que, según piensa el teórico, ha de com­ponerse de consentimiento, deber moral y otros factores intan­gibles.

Me he referido extensamente a la obligación en virtud de su importante papel que vincula al individuo -teóricamente- con el gobierno. El reconocimiento de la obligación por parte de las personas se dice que legitima a un gobierno y, más tarde, el «he­cho» de la legitimidad es utilizado entonces para alentar la obe­diencia. El problema es establecer cómo puede ser que actitudes subjetivas (que, si existieran, la obligación se apoyaría en ellas) confieran a un gobierno propiedad objetiva de la legitimidad. Quizá no, y entonces la legitimidad sería una figura de la ima­ginación. Pero Pitkin argumentaría que el «gobierno justO» es ob­jetivamente legítimo, en razón de sus procedimientos y medidas benevolentes y justas. Esto hace que la legitimidad sea indepen­diente de la obligación, que entonces deriva, objetivamente, de la justicia del gobierno en sí mismo, una formulación inversa del argumento del consentimiento. La teoría del consentimiento es, claramente, de gran importancia para las democracias, puesto que sirve como principal justificación del gobierno. Los marxistas pueden emplear también el argumento del consentimiento, pero también tienden a afirmar que la voluntad del pueblo crea un gobierno socialista justo, el cual se legitima a sí mismo. En rela­ción con la sociedad capitalista, los marxistas afirmarán que la lucha de clases y la opresión eximen a las clases explotadas de cualquier obligación; la teoría de la obligación es una forma de la falsa conciencia. Está claro, pues, que la noción de obligación no es menos ideológica que otros conceptos. La idea se invoca prin­cipalmente cuando la legitimidad de los gobiernos o las leyes es puesta en duda o para aumentar la obediencia y la deferencia cuando surge una situación anormal. Pero también el teórico que desea afirmar el derecho a la protesta o la «obligación a de-

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sobedecen> necesita contar con un concepto de obligación, puesto que sólo conseguirá dar una explicación adecuada de estas na­ciones contrastándolas con cierta obligación general.

El concepto de obligación ha sido criticado, en parte porque suele ser invocado para proteger a los gobiernos y al statu quo, y carece de contenido crítico, y en parte porque conlleva ciertas inconsistencias. En esta controversia estamos forzados a elegir entre justificaciones basadas en el individuo, que no pueden ga­rantizar una obligación universal, y justificaciones centradas en el Estado, que hacen de la obligación algo poco menos que in­condicional. Si es que se ha de retener este concepto, lo mejor sería desarrollar una teoría más ecléctica que mostrara las dis­tintas fuentes posibles de obligación y se concentrara en las ac­titudes subjetivas de las personas con respecto al gobierno y la ley, y no tanto en la existencia objetiva de la obligación en un mundo de intangibles. De hecho, el concepto de autoridad podría asimilar gran parte del peso que ahora sostiene el concepto de obligación. Por último, el punto crítico de este análisis no se propone como una reivindicación del ultraegoísta, aquel que con­sidera que no debe nada a nadie, ni tampoco es una reivindica­ción de su amigo, el «gorrón». Indiscutiblemente, tenemos un deber con respecto a nuestros semejantes, ciudadanos como no­sotros -algunos dirían un deber con respecto a los ciudada­nos de todo el mundo-, el deber de hacer la vida tolerable para ellos, a cambio de que ellos nos rindan similares servicios. Robinson erusoe o el Noble Salvaje de Rousseau no tendrían un deber semejante, pero el hecho objetivo de la vida social lo crea. Si se prefiere evitar la terminología moral, puede basarse, en úl­tima instancia, en el principio de auto conservación. Sin embargo, las teorías de la obligación política han transformado este deber amplio y humanitario en deberes específicos con respecto a regí­menes particulares que, cabe pensar, no merecen nuestra libertad, o con respecto a leyes que con frecuencia desaprobamos. De ahí la necesidad de examinar lo justo de un gobierno y si representa o no a nuestros semejantes, otros ciudadanos, antes de acordarle la legitimidad que, según se dice, crea nuestro reconocimiento de obligación. '

La solución propuesta al problema de la obligación política determina necesariamente la respuesta dada a la pregunta: «¿Ten­go derecho a protestar?» Si se piensa, como Hobbes, que la obliga­ción es absoluta e incondicional, la respuesta es claramente «NolO. No obstante, otras teorías de la obligación parece que nos per­miten circunscribir la obligación política, de modo que podamos abrir un hueco para la protesta justificada. En la práctica, cuan­to más tolerante es una sociedad que comprende diversas opinio­nes y culturas, menos son las razones para la protesta. Y, cabe presumir, cuanto más libres sean quienes protestan de pronun­ciar a viva voz sus quejas, más moderadas serán las formas de

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protesta que elijan. Una sociedad tolerante, pues, está dispuesta a admitir formas de protesta no prohibidas por la ley, y también aquellas que han sido establecidas como derechos. Sin embargo, ¿será también tolerante esa sociedad con respecto a las formas ilegales de protesta? Esta cuestión se analizará en las secciones siguientes.

El derecho a protestar

La cuestión que se plantea aquí es hasta qué punto, en una sociedad democrática, el individuo tiene derecho a protestar con­tra leyes y medidas y que no gozan de su aprobación. ¿Puede uno embarcarse, como individuo, o como miembro de un grupo mino­ritario, en actos de desobediencia civil (<<acción directa») con objeto de cambiar leyes a las que uno, en teoría, ha consentido? ¿O debe uno esperar a expresar tal protesta en la siguiente elec­ción, puesto que esas leyes -una vez más, en teoría- constitu­yen la voluntad expresa de la mayoría? En las sociedades liberal­democráticas, la conciencia de que la doctrina de la mayoría es un sistema imperfecto y de que las minorías descontentas efecti­vamente existen, ha creado una actitud bastante indulgente hacia quienes protestan, que no son tratados como criminales comu­nes cuando infringen la ley. La teoría política tiene una impor­tante contribución que hacer en el establecimiento del derecho a la protesta, ya que puede definir los límites permisibles de la ac­ción directa.

La desobediencia civil podría ser definida como una desobe­diencia deliberada, pública y basada en principios de la ley: deli­berada, porque se lleva a cabo con objeto de cambiar determina­das medidas o leyes (pero no el sistema en general); pública, por­que hacer publicidad para la causa es el propósito de quienes protestan y la acción clandestina no puede llevar a cabo este pro­pósito; y guiada por principios, puesto que no acaba en benefi· cios egoístas (saquear las tiendas no es una forma aceptable de protesta). En cuarto lugar, el que protesta debe aceptar el castigo si lo hay, por haber infringido la ley. La infracción a la ley rea­lizada por métodos clandestinos con fines egoístas sólo puede ser considerada como criminal, mientras que la acción directa diri­gida a derrocar el sistema (que se analiza más adelante) debe ser clasificada como revolucionaria, y quienes la perpetran intentan, por lo general, evitar el castigo. La protesta que adopta formas institucionalizadas -manifestaciones pacíficas, la presión que pue· dan ejercer miembros del Parlamento constituidos en grupo­no entra en esta discusión puesto que los individuos gozan del derecho establecido a adoptar estas formas de acción «indirecta» en Gran Bretaña y en otros países liberales.

La desobediencia civil puede asumir la forma de la infracción

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a la ley cuestionada -negarse a rellenar los formularios por parte de quienes objetan los censos, por ejemplo- o infringir otras leyes con la intención de ganar publicidad para el motivo de protesta-, por ejemplo, las ocupaciones infringen, en realidad, la ley de la propiedad, pero llaman la atención sobre otros re­clamos y quejas. Tan amplia es la red de las leyes, que la mayoría de los que protestan no encuentran dificultad alguna en infrin­girlas, incluso sin proponérselo. La desobediencia civil no necesa­riamente debe causar un trastorno público, pero cuanto mayores sean los inconvenientes que ocasione, mayor será la publicidad que obtenga. Consideraré aquí. casos en los que nadie es perjudi­cado por la protesta y sólo se ataca la supremacía legal o estatal.

La desobediencia civil ti.ene lugar por razones morales o po­líticas. La protesta moral aparece cuando los valores morales y políticos de un ciudadano entran en conflicto y este ciudadano da mayor prioridad a sus creencias morales. El pacifista que prefiere la prisión a embarcarse en una guerra es un ejemplo de ello. La protesta moral es, por lo general, una actividad individual, con frecuencia desarrollada sin la intención de convertirla en una misión, aun cuando muchos individuos protesten al mismo tiem­po y de la misma manera. (Si los pacifistas se unen para per­suadir a los demás de que no luchen en la guerra, sin duda po­drían ser juzgados por haber incurrido en conspiración para la traición.) La protesta política es, por lo general, una acción con­certada, desarrollada a veces porque una determinada ley o una medida es considerada injusta, y otras veces porque las deci­siones del gobierno no son aceptadas. Si quienes llevan a cabo una protesta política no pueden ser considerados como criminales co­munes, de acuerdo con una aplicación normal de la ley, su po­sición necesita ser explicada teóricamente. El modo en que se considere la protesta depende mucho de cómo se conciba la obli­gación política del ciudadano.

Las tesis de Hobbes sobre la obligación como un vínculo in­condicional, no dejan lugar para el derecho a la protesta. Pero Locke afirmaba que «el pueblo» tenía derecho a resistir a un ré­gimen si las medidas de éste lo amenazaban, contraviniendo los derechos para los cuales había sido designado como agente pro­tector. La teoría de Locke se refiere a la «disolución» de los go­biernos . y da pocas explicaciones acerca de cómo resistir a de­terminadas leyes. En el siglo XIX, el norteamericano Thoreau afir­maba que allí donde existieran leyes injustas los hombres no debían esperar para convencer a la mayoría sobre la necesidad de modificarlas, sino que debían desobedecerlas individualmente. El mismo fue encarcelado por no pagar los impuestos con la excusa de que no estaba de acuerdo con la guerra con Méjico."

27. H. D. THORllAU, .Civil disobedience», en Walden (ed. J. Krutch), Bantam, 1962, pp. 85-104.

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En tales casos, la acción correcta es revolucionaria, afirmaba Tho­reau. Si bien la democracia se ha limitado a aumentar «el autén­tico respeto» hacia el individuo, finalmente la civilización lo re­conocerá como un «poder independiente y superior». Los argu­mentos de Thoreau en favor de la desobediencia eran principal­mente morales.

Es probable que la justificación más importante sobre el dere­cho a desobedecer sea la formulada por Mahatma Gandhi. Si bien Gandhi trataba de expulsar a los británicos de la India, su teoría de la Satyagraha, «aferrarse a la verdad», también puede justificar protestas limitadas en los países democráticos. Satyagraha nos alienta a desobedecer las malas leyes, como si se tratase de un deber moral, «de ahí que Satyagraha se representa ante el público como Desobediencia Civil o Resistencia Civil». Gandhi esgrimía una justificación política tanto como moral de la protesta. «Qui­siera persuadir a todos de que la desobediencia civil es un dere­cho inherente a cada ciudadano. Aquel que renuncia a este dere­cho dejar de ser un hombre.» 28 Gandhi, que en cierta época fue un próspero abogado, señalaba que los resistentes son «los verda­deros constitucionalistas», puesto que al desobedecer y aceptar el castigo en determinado sentido están obedeciendo la ley. Gandhi recomendaba que la resistencia fuera activa, dado que la protes­ta pasiva parecía un signo de debilidad, que fuera civil y no criminal, «sincera, respetuosa, restringida y nunca desafiante», abierta, y que se llevara a cabo mediante acciones ejecutadas por ciudadanos que de otra manera hubiesen cumplido con la ley. El movimiento antiimperialista de no cooperación (1920-1922) yelmo­vimiento de la desobediencia civil (1930-1933) fueron influidos por las ideas de Gandhi; en 1947, finalmente, la India y Paquistán ob­tuvieron la independencia nacional. Pero para Gandhi el derecho a resistir no terminaba aquí: él definía el auto gobierno como un estado en el que el conjunto de la población ha obtenido la capa­cidad de resistir a un gobierno que abusa de sus poderes. La teo­ría de Gandhi, por consiguiente, afirma que la injusticia siempre justifica la resistencia, de modo que la protesta política es fun­damentalmente una actitud moral y tiene que darse tanto en un Estado democrático como en otro no democrático.

Walzer afirma que el derecho a resistir es inherente a la natu­raleza pluralista de la sociedad democrática." La sociedad está compuesta por «instituciones primarias», en particular el Estado, e «instituciones secundarias» como la Iglesia, los sindicatos y los partidos políticos, respecto a las cuales nuestra pertenencia es voluntaria, a diferencia de lo que sucede con la relación que nos une al Estado. Nuestra adhesión a las instituciones secundarias

28. W. REYs y P. RAo, .Gandhi's synthesis of lndian spirituality and Western politieso, en Political and Legal Obligation (eds. J. R. Pennock y J. W. Chap­man), Atherton Press, 1970. p. 449.

29. M. WALZBR, Obliga/ion.>, Harvard U. P., 1970.

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puede entrar en conflicto con el deber respecto del Estado, impo­niéndonos una obligación a desobedecer. Si un partido revolucio­nario desea suplantar al Estado, sus miembros, en virtud de su compromiso voluntario, están «obligados» a apoyar la revolu­ción. Walzer, de esta manera, ha invertido el consentimiento (en el que, supuestamente, se apoya el sistema de gobierno democrá­tico) contra el Estado, mostrando que en una democracia plura­lista nuestro consentimiento y compromiso hacia otras institu­ciones es más fuerte y más activo y justifica la desobediencia. Cabe dudar de que un Estado llegue a aceptar esta teoría, pero el hecho es que Walzer propone una justificación respetable para el uso de los que protestan. También afirma que en una sociedad democrática los ciudadanos tienen derecho a protestar contra las instituciones perjudiciales, antidemocráticas, con toda la fuerza necesaria, y justifica una célebre huelga contra la General Mo­tors afirmando que esta empresa era una organización excepcio­nalmente autoritaria en el marco de una democracia.

El famoso argumento contra la desobediencia civil es aquel que atribuyó Platón a Sócrates en el Critón. Sócrates, condenado in­justamente, espera ser ejecutado, pero argumenta que, si se es­capara, su acción supondría un grave daño a las leyes de la Cons­titución de Atenas. También dice Sócrates que uno tiene una deu­da de gratitud por haber sido criado y protegido por su propio país, por lo que la violencia contra su propia comunidad consti­tuye un pecado. Por otra parte, el ciudadano que no abandona su país por este gesto, promete de hecho observar las leyes. El indi­viduo desobediente desafía así gravemente las leyes, al igual que lo hacen sus padres y sus guardianes, rompiendo su propia pro­mesa. Sócrates ni siquiera admitía el derecho a desobedecer las leyes injustas, pues consideraba que un acto aislado de desobe­diencia era, potencialmente, equiparable a la destrucción de la ley en sí misma, un argumento común contra la protesta, aunque no sea muy sólido, como la mayoría de los argumentos «de pun­ta». En su posición está implícita la concepción de que estamos obligados a obedecer las leyes en virtud de tres razones: grati­tud, consentimiento y mora1.30 En las democracias modernas, los argumentos contra la protesta se simplifican y se convierten en dos: en primer lugar, el individuo ha consentido al sistema de­mocrático y debe obedecer las leyes establecidas por la mayoría; yen segundo lugar (más pragmáticamente), la democracia propor­ciona los medios para realizar cambios pacíficos y persuadir a la mayoría para que comparta las opiniones propias, de modo que la acción directa nunca pueda ser justificada.

Las justificaciones filosóficas para la protesta, en tanto que desobediencia, son muy discutibles cuando se da claramente una

30. PLATÓN, Criton, en The Last Days 01 Socrates (versión inglesa de H. Tre. dennick), Penguin, 1954, pp. 89 Y ss.

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obligación, prima facie, de obedecer el mandato de un gobierno porque éste es democrático o porque sus leyes son justas, o bien cuando se presentan las dos situaciones. En un país con un go­bierno impopular, injusto y antidemocrático, no harían falta este tipo de argumentos para convencer a los demás de que quienes protestan tienen razón. Algunos teóricos afirman que siempre estamos obligados a obedecer las leyes justas, aun cuando hayan sido sancionadt>.s por gobiernos no democráticos, pero sin duda tanto los liberales como los demócratas radicales objetarían esto afinnando que la ausencia de democracia es en sí una situación lo suficientemente injusta como para convalidar una actitud de protesta. Cuanto más fuerte es la concepción de la obligación política que se profesa, menos dispuesto se está a conceder el derecho a la protesta. Si se piensa que la obligación política se apoya en el consentimiento y en la justicia y la gratitud, pocas po­sibilidades hay de justificar la protesta, en la medida en que es difícil concebir un gobierno que no cumpla con ninguna de las tres condiciones al mismo tiempo. Pero las teorías sobre el Esta­do y la obligación que no dan lugar a la protesta, son incompa­tibles con la concepción de las personas como seres políticos racionales y morales, y puede ser criticada como autoritaria. Pro­bablemente, más adecuada que un derecho a la protesta es una teoría de la obligación apoyada en el consentimiento.

La gama de protestas

El propósito principal de una teoría de la protesta es conven­cer a los ciudadanos que no protestan que la actitud de quie­nes si lo hacen está justificada, y que no se trata de una acción simplemente criminal o socialmente destructiva; también puede ayudar a los descontentos a elegir cuáles de sus reclamaciones me­recen ser acompañadas por la desobediencia, o cuáles deben ser desarrolladas a través de los «canales adecuados». Las justifica­ciones generales para la protesta han sido establecidas más arri­ba, pero la gama y la forma de la protesta permisible en una sociedad democrática, y los casos en que la protesta aparece como una medida apropiada, deben ser especificados con todo cuidado.

Macfarlane propone cuatro criterios que deben regir la deso­bediencia política. Escribe desde una posición liberal y asume que todos tenemos una obligación general a obedecer la ley.'1 Afir­ma que la desobediencia justificable debe responder con éxito a los siguientes cuatro interrogantes:

31. L. J. MAcFARLANB, Politieal Disobedience, MacmiUan, 1971.

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1. ¿A qué causa sirve la desobediencia? Se ha de demostrar que no se trata de una causa puramente egoísta, sino razonable y justa.

2. ¿Por qué razón esta causa exige «el rechazo de cada uno a la obligación con respecto al Estado y a las leyes que emanan de éste»? Aquí, quienes protestan, deben demostrar que otros medios han sido agotados o que, por alguna razón, resultan inadecuados.

3. ¿Sirven los medios elegidos para la causa? Esta pregunta tiene por objeto destacar formas de acción inadecuadas y dema­siado terminantes. Se debe demostrar que existe cierta relevan­cia entre los métodos de protesta elegidos y la causa.

4. ¿Las consecuencias justifican la protesta? La protesta no debe agravar la situación. Es imposible dar una respuesta a esta pregunta, puesto que supone una profecía. Los gobiernos pueden reaccionar de forma hostil o conciliatoria a la protesta: el éxito nunca está garantizado. Es posible que ésta sea una pregunta di­rigida a la propia conciencia de quien protesta. Se puede inter­pretar como si preguntara: «¿Justifican los fines los medios ele­gidos?»

Cabe dudar de que las preguntas formuladas por Macfarlane consigan disuadir a los «fanáticos», pero podrían actuar como una guía para quienes vacilan a la hora de protestar o como una vara de medida mediante la cual los ciudadanos y los gobiernos pue­dan juzgar si la protesta es razonable y si merece solidarizarse con ella.

Si suponemos, junto a Thoreau, Gandhi y otros, que todos te· nemas el derecho a protestar, ¿cuándo es correcto hacerlo? ¿Qué condiciones se obtendrían? Responder a esto supondrá, indirec­tamente, dar respuestas generales a las preguntas señaladas más arriba. En un sistema democrático, el derecho a protestar, con toda claridad, no justifica la protesta con objeto de favorecerse uno mismo exclusivamente, la protesta que se propone destruir el sistema, o la protesta que intenta sustraerse a la voluntad de la mayoría porque uno no está de acuerdo con los resultados de la elección. Las protestas hechas por individuos según criterios morales, justificadas en función del compromiso con principios superiores, se bastan a sí mismas y no requieren aquí mayores consideraciones. En la democracia, la forma que usualmente ad­quiere la protesta, en la medida en que la voluntad de la mayo­ría puede ejecutarse a través de medios parlamentarios y legíti­mos, es la protesta de las minorías. Estas minorías pueden ser clasificadas como minorías permanentes, determinadas en virtud de características fijas como la raza, el credo y la lengua, y minorías de opinión, que se forman porque sus miembros com­parten cierta opinión. Las minorías permanentes pueden sentir que sus necesidades especiales no son consideradas (por ejem­plo, las personas de habla galesa que reclamaban tener su propio

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canal de televisión) o porque son víctimas de alguna acción arbi­il-aria en virtud de sus especiales características. Puesto que son sobrepasadas en número y porque no cabe pensar que puedan ganar la atención suficiente o el apoyo de los miembros de la mayoría, pueden llegar a la conclusión de que la desobediencia civil es el único medio que les queda para que su causa sea reconocida y remediada.

En los Estados Unidos, estas minorías pueden obtener satisfac­ciones dentro del sistema en la medida en que las distintas me­didas sancionadas por el Congreso lo son en virtud de coalicio­nes de minorías que intercambian apoyos recíprocos según los casos. Esta alternativa no representa ninguna ayuda a los grupos marginales que carecen de representación formal en el Parla­mento. En algunos países, este tipo de minorías tiene protección constitucional, pero en Gran Bretaña no existe tal cosa, y el sis­tema electoral no favorece en ningún caso a los temas que son objeto de elección o a las plataformas partidarias diferentes de aquello que interesa a la mayoría. El sistema mayoritario, lite­ralmente, puede oprimir a las minorías permanentes que, por lo tanto, al no obtener la atención requerida en el Parlamento, sien­ten que tienen la justificación para emprender la acción directa. Afirman que jamás conseguirán ganar a la mayoría, lo cual es probablemente indiferente, incluso activamente hostil a su pro­pia causa. Las minorías de opinión se forman, por lo general, para cuestionar determinadas leyes o medidas, y no son de composi­ción permanente; y, en muchos casos, sus miembros no han sido personalmente objeto de opresión. Cuando no consiguen obtener el apoyo adecuado de la mayoría por medios convencionales, o no reciben la atención que requieren del Parlamento, pueden lle­gar a recurrir a la acción directa para hacer pública su causa y ganarse el apoyo de las personas: por ejemplo, aquellos que es­tán en contra de los deportes violentos han hecho sabotajes en las cacerías, y quienes se oponen a la experimentación con animales han robado animales de laboratorio y atentado contra las casas de conocidos científicos. En estos casos, con frecuencia se dice que estos manifestantes abusan del derecho a la protesta, puesto que deberían intentar convertir a la mayoría a sus puntos de vista y de esta manera poner en marcha las medidas por las que abogan: no constituyen una minoría permanente o fija y debe­rían respetar las reglas democráticas.

Sin embargo, las circunstancias políticas son infinitamente va­riables y cualquier generalización acerca de cuándo es el momen­to apropiado para protestar, cuándo es correcto o incorrecto, re­sulta vulnerable a interminables contraejemplos. En la teoría pura de la democracia, una minoría no permanente, no oprimida, se equivocaría si adoptara medidas de acción directa contra la voluntad de la mayoría expresada a través del gobierno. Pero en una democracia imperfecta, auténtica, las minorías de opinión no

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están por lo general enfrentadas a la mayoría, que incluso podría tender a favorecer sus puntos de vista, sino con el gobierno, el establishment y el sistema, especialmente dado el breve tiempo acordado por las sesiones parlamentarias para tratar cuestiones no gubernamentales. La desobediencia civil, por consiguiente, pue­de ser una forma adecuada para desafiar a un gobierno que, en cualquier caso, no manifiesta mucha disposición a asumir la vo­luntad de la mayoría. Muchas protestas se ven mejor si se consi­deran como manifestación de un sector del pueblo que actúa contra un gobierno que protege sus propios intereses, y no tanto como la acción de una minoría contra la mayoría.

Los ejemplos que hemos dado hasta ahora corresponden a mi­norías que proponen medidas específicas o cambios en la aplica­ción de una determinada política y adoptan la acción directa para dar publicidad a sus propósitos. La protesta implica igualmente la desobediencia directa de leyes que parecen afectar a la mino­ría o contravenir las creencias morales de un grupo. Cuando se sancionó la ley, estableciendo el uso obligatorio de cascos para prevenir los accidentes de motocicletas, la comunidad sikh, cuyos miembros Y''{) podían calzarse cascos sobre los turbantes que les obliga a utilizar su religión, se quejaron de que la ley los discri­minaba debido a su religión. Se negaron a usar los cascos y al­gunos sikhs fueron detenidos frecuentemente, e incluso encar­celados, por no cumplir con esta ley, hasta que finalmente su comunidad quedó exenta de la medida. Éste es un caso paradigmá­tico de desobediencia -quebrantar la ley y pagar las consecuen­cias del acto- y también un ejemplo interesante de los proble­mas que plantea la aceptación de las leyes en el marco de una comunidad mixta. La ley debe adecuarse al Ciudadano Medio, pero cuanto más heterogénea es la comunidad, más excepciones ha de haber, o más protestas.

Los casos más famosos de desobediencia civil han sido los de minorías privadas de derechos civiles o legales, como los negros del sur de los Estados Unidos y de Sudáfrica. Tales casos son absolutamente claros (en la medida en que algo pueda ser claro en política) y totalmente justificables. Yo diría también que una minoría permanente con derechos políticos plenos está justifica­da si adopta la desobediencia civil en el caso de que la mayoría la oprima por otros medios o le niegue la satisfacción de sus nece~idades especiales, cuando éstas pueden ser satisfechas razo­nablemente. (No hubiese sido razonable que los galeses exigieran un canal de televisión en lengua galesa si esta decisión hubiese supuesto tener que cerrar los demás canales de televisión. En la mayoría de los casos en que intervienen recursos financieros, un compromiso que muestre complacencia probablemente sería aceptado como razonable.) En cuanto a las minorías de opinión, sería un gesto apropiado al espíritu de la democracia que tra­taran de persuadir sin emplear la acción directa. Sin embargo,

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las imperfecciones del sistema hacen que el uso de otros méto­dos sea comprensible. Podrían analizarse muchos otros casos de protesta, justificables algunos, otros no, pero estos ejemplos indi­can que las teorías sobre la protesta deben ser considerable­mente elaboradas para cubrir cada caso individual. Otro caso importante es aquel en el cual una minoría de opinión informada intenta cambiar una medida gubernamental trascendente, dictada entre elecciones, y se propone hacerlo a través de la desobedien­cia. Tussman afirma que el consentimiento es en realidad un acto de la minoría consciente, con la mayoría, los «gaznápiros» se li­mitan a cumplir con lo que se les ordena. Partiendo de esta base, concluye que si la élite ilustrada y tolerante disiente, sus deseos deb,en prevalecer sobre los de los gaznápiros que no piensan y de­ben ser aceptados por el gobierno. Justifica así la protesta de la élite, efectivamente, basándose en su superioridad de criterio: una idea que la mayoría de los demócratas rechazaría.

Se dice que el derecho a la protesta deriva en parte de la in­justicia o de la inmoralidad de las leyes o de las medidas cues­tionadas. Pero ocurre que «injusto» e «inmoral» son en sí mismas categorías discutibles, y ciertos grupos siempre considerarán in­justas o equivocadas las decisiones que la mayoría considera jus­tas o correctas, debido a que se plantean diferencias ideológicas o morales. Las teorías de la protesta no pueden resolver este problema: lo único que pueden hacer es afirmar la bona fide de quien protesta, y reconocerlo como alguien que cree que se está cometiendo una injusticia o que sus propios principios mo­rales están siendo violados y que, por lo tanto, tiene el derecho a protestar, sean cuales fueren sus principios.

Podría pensarse que la frase «el derecho a protestan> es irónica, en la medida en que todas las teorías insisten en que hay un deber a aceptar el castigo por desobediencia. Si quien protesta desobedece y paga el precio por ello, ¿a qué viene lo del derecho? En realidad, el derecho de quien protesta resulta de que sus ac­ciones, que infringen la ley, sean justificables ante su propia conciencia y que sean interpretadas por sus semejantes y por el gobierno como una actividad política, basada en principios, y no como un crimen o un acto de sedición, en contraste con el trato que reciben los disidentes en los países comunistas, por ejemplo, donde no se les reconoce este derecho y son tratados como cri­minales o traidores. Las objeciones contra el derecho de protesta se apoyan, en parte, en la vulnerabilidad de las teorías de la protesta, las cuales incurren en interminables contradicciones y no pueden servir de guía absoluta para establecer cuándo la pro­testa es correcta y cuándo no lo es. Se citan también una cantidad de razones pragmáticas para negar tal derecho: «infringir la ley conduce siempre a la violencia, y la violencia se merece violen­cia», <<infringir la ley pone en peligro al gobierno democrática­mente elegido", "algunos de los que protestan no son más que

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criminales que actúan guiados por su propio interés», «la pro­testa destruye el tejido de la sociedad» y «quebrantar una ley su­pone romper con el sentido mismo de las leyes». La verdad de ta­les geeralizaciones puede discutirse ad infinitum, pero la tesis «práctica» para aceptar que el derecho a la protesta se apoya en la concepción de que una sociedad democrática es lo suficiente­mente fuerte como para absorber el disenso, que la mayoría pue­de equivocarse y que a menudo el gobierno no representa la voluntad de la mayoría. Más tortuosamente, los gobiernos pueden pensar que permitiendo la protesta moderada, por muchos incon­venientes que ésta presente, impiden que se desarrolle un descon­tento más amplio y fundamental.

Las teorías de la protesta consideradas hasta ahora no tole­ran la violencia, porque el derecho del individuo a protestar en una democracia debe estar circunscrito por los derechos de los demás. La condena de la violencia se basa en un juicio de valor distinto de aquel que condena la desobediencia civil, afirmando que implica alteraciones sociales, pero con frecuencia las dos for­mas de acción se confunden, porque en la práctica la desobe­diencia civil puede conducir a la violencia. Hay quienes condenan toda acción directa como si fuese potencialmente violenta, espe­cialmente quienes consideran que el daño a la propiedad es una forma de violencia. Otros afirman que las amenazas son una forma de violencia, y que la desobediencia, que es una amenaza, es por lo tanto violenta. Para evitar que toda forma de violencia quede fuera de la ley -primer paso hacia el autoritarismo- es preciso establecer una distinción estricta entre la violencia potencial, im­plícita y encubierta y la violencia auténtica, que realmente causa daño a las personas. La protesta que se ejercita por medios au­ténticamente violentos no es admisible en una sociedad demo­crática porque atenta contra el espíritu de la democracia, que supone decisiones tomadas en un debate, y la persuasión y la reso­lución pacífica del conflicto. En las democracias liberales es con­denada por partida doble porque transgrede los valores liberales relacionados con la vida individual. Sin embargo, la violencia no es una forma especial, única, de acción política (contrariamente al uso corriente); es un modo que puede adoptar la actividad po­lítica. La infracción a las leyes y la revolución pueden ser violen­tas, o no. Con todo, para la mayoría de las personas, la violencia está fuertemente asociada a aquellos que buscan subvertir el sistema político, de tal modo que cualquier consideración de la revolución se complica por el hecho de que una revolución, cuyos fines pueden parecer razonables, incluso justos, será ampliamente considerada como un mal, ya que los métodos que utiliza son violentos. Los argumentos sobre la violencia se analizaron en el capítulo VI y aquí me limitaré a considerar si se puede afirmar que el derecho a la protesta se extiende hasta constituir un «dere­cho a la revolución».

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El derecho a la revolución

Las posibilidades de acción política forman un encadenado que va desde la obediencia a través de la no conformidad tolera· da, la protesta convencional, la acción directa, el terrorismo no revolucionario hasta la revolución, una ruptura decisiva del sis­tema imperante. Un sistema basado en una ideología revolucio­naria puede, por lo general, sobrevivir a todas las formas de con­ducta, salvo a la directamente revolucionaria. Por consiguiente, por definición, en un sistema semejante no puede existir un «de­recho a la revolución» para individuos o grupos. Como cada ideo­logía apoya un sistema político en particular, no puede haber medio alguno de justificar una revolución social total según los términos de la ideología y del sistema que esta revolución se pro­pone destruir. Cuando Locke afirmaba el derecho a resistir al go­bierno, sus fundamentos eran que el gobierno había transgredido los principios que justificaban su existencia. En otras palabras, el gobierno en sí mismo destruía el sistema político y el pueblo es­taba facultado para actuar con objeto de preservar la forma polí­tica a la que había dado su consentimiento previo. Locke justi­ficaba un cambio de régimen, más que una revolución, cambio que tendría lugar en el marco de la ideología dominante. Para los demócratas liberales, una verdadera revolución supone una quiebra injustificable del procedimiento democrático, y es conde­nable no sólo por ello, sino también por la violencia y la coerción que esta quiebra implica. Pero por mucho que la ideología domi­nante en un país sea liberal-democrática, comunista o autoritaria de derechas, los revolucionarios no podrán establecer su derecho a actuar según los términos de esa ideología, como tampoco po­drán justificar su revolución ante aquella porción de la pobla­ción que la suscribe. No es extraño que un grupo decida derrocar a un régimen para poder perseguir doctrinas políticas estable­cidas de manera más vigorosa -esto es similar a la situación prevista por Locke-, los cambios de régimen en países goberna­dos por juntas militares a veces son justificados por este proce­dimiento, pero estos casos no configuran una revolución en el sentido usual del término, que implica la destrucción del sistema.

Hemos anaJizado ya las razo:p.es que justifican la revolución de acuerdo con las tesis marxistas y anarquistas, pero lo hemos hecho en relación con contextos particulares. Si ha de afirmarse un derecho general a la revolución, debemos abandonar las prin­cipales ideologías y buscar justificaciones generales derivadas de la justicia y la moral, aunque tampoco éstas estarán exentas de ideología. Una justificación de la revolución debe reivindicar la violencia, la desposesión y la coerción que este proceso entraña: si una revolución tiene lugar en el marco de una democracia porque la mayoría de la población vota a favor de un sistema po­lítico diferente, no se han violado las normas y no se precisa de

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justificación alguna. La justificación de un derecho general a la revolución contra decisiones tomadas en las urnas deberá plan­tearse lo siguiente: la revolución se justifica cuando es encarada por la mayoría contra un régimen (incluso un régimen elegido por sufragio) o un sistema político que explota y oprime a la mayoría. Este principio puede ser extendido para que incluya la revolución a través de la minoría según los intereses de la mayoría, siempre y cuando la mayoría preste su apoyo a la mino­ría durante, o inmediatamente después, del acontecimiento, con­validando de esta manera la afirmación de que el acto revolu­cionario se lleva a cabo con vistas a sus intereses. Esta fórmula implica que la mayoría sea considerablemente grande: los acier­tos y los errores de una revolución en un país dividido por mi­tades exactas o por proporciones del 49 por 100 contra el 51 por 100 serían infinitamente discutibles. La justificación propuesta, eviden­temente, contempla la supresión de los intereses de la antigua mi­noría. Esto es admisible porque, como los juicios acerca del valor relativo de los individuos están cargados de envidia y son imposi­bles, los individuos deben ser considerados como si fueran de igual valor, de tal modo que el único criterio operativo sea el numérico, el bienestar de la mayoría. Contra semejante revolución, quienes apoyan al grupo minoritario objetarían que se merecen sus pri­vilegios en virtud de méritos o cualidades especiales, o por sabi­duría, o porque efectivamente gobernaban a la mayoría mejor de lo que ésta se gobernaría a sí misma: típico argumento pa­ternalista. Los agumentos en favor y en contra de la revolución popular se apoyan, como es característico, en doctrinas diferen­tes -igualitarismo y elitismo- y la opción entre estas dos alter­nativas constituye una afirmación de valores fundamentales. Pero si se acepta la opinión popular ° mayoritaria, ésta podría ser utilizada como base para un derecho general a la revolución. Los contextos en los que se aplica, desde luego, en nada se parecen al blanco y al negro, están cargados de matices, puesto que la mayoría de los regímenes se justifican a sí mismos según los tér­minos de cierto interés imaginario que se atribuye a la mayoría. El derecho a la revolución no satisfará a aquellos que defienden el carácter sagrado de la vida o la inviolabilidad de la propiedad como el mayor de los bienes posibles, puesto que para ellos nin­guna revolución estaría válidamente justificada. Pero en otra sección de este libro hemos reconocido la inconsistencia de estas posiciones absolutas.

Se puede objctar que, en realidad, las revoluciones auténticas tienen lugar sin la necesidad de ser bendecidas por ninguna justi­ficación teórica: los derechos y las acciones, en tal caso, no están relacionados entre sí, la teoría resulta irrelevante para la prác­tica. Sin embargo, para un régimen revolucionario resulta cru­cial justificar su golpe de mano teóricamente y legitimarse a sí mismo antc los ojos de la población, a menos que desee mante-

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ner el orden por la fuerza a largo plazo. Por otra parte, al ganar la aceptación de otros Estados, 10 justo de su revolución puede convertirse en un factor importante. Las justificaciones falaces o mendaces son bastante comunes y los nuevos regímenes, al igual que los viejos, explican invariablemente sus acciones en función de los intereses del pueblo, incluso cuando se trata de dictaduras abiertas. Sin embargo, los ciudadanos y los observadores infor­mados pueden, por lo general, juzgar tales reclamos y establecer si son aproximadamente verdaderos o falsos: si son verdadcros, lo justo de la revolución de acuerdo con el principio general favorecería la aceptación del régimen en el extranjero y la leal­tad al sistema dentro de las propias fronteras.

Quienes condenan todas las revoluciones a priori, debido a la violencia que se desencadena en el proceso revolucionario, son en realidad muy pocos. Con mayor frecuencia, determinadas re­voluciones serán condenadas o reconocidas, dependiendo de si se aprueba· ideológicamente a los gobernantes que han sido desplazados o al nuevo régimen. Con frecuencia, el terrorismo es juzgado bajo la misma luz. Pero hay además otro punto de vista para juzgar las revoluciones, el del observador libre de compro­misos que esgrime una teoría de la historia. Para pensadores como Maquiavelo o Hegel, el cambio social, por desarticulante o desastroso que resulte para los individuos, es un acontecimiento recurrente y necesario en la historia del mundo, condición nece­saria para el progreso o para la realización del Espíritu Uni­versal. Este tipo de opiniones se expresa mejor cuando hay una cómoda distancia en tiempo y espacio que separa a quien las formula de las revoluciones que analiza, y difícilmente podría ser empleado para reivindicar la revolución para quienes han sido sus víctimas. Y, si bien algunos revolucionarios han justifica­do su acción retóricamente empleando términos totalizan tes como si se tratase de expurgar las impurezas sociales y la marcha de la civilización, las razones que presentan a sus futuros ciudada­nos están fundamentadas no en una metafísica, sino en los bene­ficios concretos que la revolución habrá de depararles. La «mar­cha del progreso» como justificación de la revolución no se rc­fiere al bienestar individual o colectivo y, por esta razón, resulta sospechosa y, como principio, tiene sólo aplicación particular y está sometida a las mismas críticas que pueden aplicarse a las normas morales y no universaIizables. Comentaristas y políticos pueden interpretar las revoluciones lejanas en tiempo y espacio como acontecimientos de progreso y no obstante oponerse abier­tamente a movimientos similares en sus propios contextos his­tóricos.

Por consiguiente, parece que el derecho a la revolución perte­nece a los individuos colectivamente, pero no puede ser estable­cido en la Constitución de un país. No obstante, los demócratas dirían que el derecho a votar era un derecho a realizar revolu-

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ciones menores. El derecho a la revolución es un requisito moral, basado en el derecho a la autodefensa y en un ideal del bien hu­mano, «el bienestar de la mayoría». Indudablemente, la revolu­ción es el problema político y moral más difícil que enfrenta a los pensadores políticos: digamos que cuando se analiza este tema está garantizado que la solución que propone un teórico habrá de suscitar el rechazo de la mayoría de los demás pensadores. Pero yo insistiría en que el principio general que ha sido formulado más arriba serviría de orientación para cualquiera que intentase abogar por las revoluciones, en cualquier tipo de sociedad en que surgiera esta necesidad.

Si nos lo permitiera el espacio, podría decirse mucho más acerca del tema de la libertad, la obligación y la protesta. Estas cuestiones y el tema general, la posición del individuo vis-a-vis del Estado y de los demás individuos, han sido analizados amplia­mente desde el punto de vista de la teoría liberal y de los pro­blemas de una sociedad liberal-democrática, porque estas cuestio­nes dominan los escritos de los teóricos políticos dentro de los marcos de la ideología liberal. Hoy en día, los argumentos en torno a la obligación, la libertad y el derecho a la protesta tienen una doble función: deben intentar convertir a la escala de va­lores liberal a las sociedades no liberales y también deberían ser revitalizadas en las sociedades liberales para controlar el aumen­to de poder del Estado y las instituciones elitistas que florecen en el seno de la democracia. La conciencia de tales argumentos y de nuestros derechos como habitantes de una sociedad liberal es, por lo tanto, esencial, no sólo para pensar sobre la moderna sociedad occidental, sino para vivir en ella.

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XIII. Justicia e igualdad social

La justicia es el objetivo superior de la vida política. No obs­tante, la cuestión que domina el debate político es la injusticia. La razón de ello es que resulta más fácil identificar y deplorar las injusticias que definir precisamente qué es lo que falta en una si­tuación injusta, o cómo debería ser una situación idealmente justa. Con frecuencia, la injusticia aparece como la ruptura de un equi­librio que goza de nuestra aprobación. En el argumento político, la justicia suele ser considerada como la propiedad de una distri­bución de algo: de bienes, pero también de «males». El objetivo último de las ideas políticas es cierta forma de justicia social. Pero muchas personas asocian el término principalmente con la justicia en el sistema legal, el castigo de los delincuentes. Aquí, la justicia legal será tratada como un concepto paralelo al de justicia social, referida a la distribución de penas y penalidades al culpa­ble: ambos conceptos tienen en común las ideas de proceso de­bido, imparcialidad y distribución de acuerdo con criterios apro­piados. Además, ambos operan en un contexto de bienes escasos que deben ser distribuidos apropiadamente. Por el momento, los «bienes libres» -así los llaman los economistas-, como el aire y la luz del sol, no deben ser distribuidos de acuerdo con principios justos.

Diferentes ideologías producen teorías de la justicia radicalmen­te diferentes. Para Platón, la justicia no estaba basada en el mé­rito, como tampoco en «dar a cada hombre lo que se debe», sino que significaba una «proporción justa» entre las distintas partes de la sociedad, mientras que Aristóteles proponía una definición relacionada con el mérito individual y alejada de la concepción totalista de Platón. Muchos conservadores considerarían que la distribución jerárquica de bienes y privilegios es justa, o que in­cluso ha sido dispuesta por Dios. Para los liberales, la distribución según los méritos, basada en la igualdad de oportunidades, es el ideal, mientras que los socialistas bregan por la justicia basada en la necesidad y en la igualdad fundamental. Bentbam y James Mill definían la justicia como la aplicación imparcial de las reglas y las normas. Ellos y otros utilitaristas consideraban que, en prin­cipio, la justicia debería ser tratada como una norma secundaria y subordinada a la utilidad: muchos otros teóricos, incluidos los «utilitaristas normativos» (quienes pensaban que deberían seguir­se las normas generales encaminadas a la utilidad), consideraban

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que la justicia era un fin en sí misma. Tal como sugiere la amplia variedad de definiciones propuestas, la justicia resulta un término flexible, adecuado para ajustarse a casi todas las ideas sobre el Bien. Cualquier análisis que se proponga producir una definición autorizada de la idea está, por consiguiente, condenado al fracaso o a ser cuestionado y eventualmente sustituido por otro. Mi in­tención aquí es afirmar los méritos de las distintas teorías de la justicia y examinar los problemas conceptuales que se plantean en torno al ideal en sí mismo, sea cual fuere el contenido que le demos.

La mayoría de las obras modernas sobre filosofía política co­mienzan afirmando que la justicia es una propiedad de las si­tuaciones o resultados, evitando de esta manera las cuestiones que preocupan a los filósofos morales, tales como «¿quién es justo?», y «¿puedo tener una intenciÓn justa si el resultado de mi acción es injusto?». estas son preguntas que afectan a la virtud privada, no política. Pero cuando tratamos a la justicia como una propiedad de las situaciones, debemos recordar también que las situaciones son el producto de acciones humanas, que no pueden quedar exen­tas de cuestiones de justicia. En efecto, algunos filósofos piensan que la justicia está en las acciones o en los procedimientos que producen resultados y, por consiguiente, la definen como la apli­cación imparcial de reglas. En última instancia, las dos alternati­vas son inseparables. En primer lugar, se necesita examinar los métodos posibles de distribución que se pueden ejecutar. Como es lógico, cualquier distribución será o bien igual o bien desigual. La distribución igual es una forma de asignar simple, numérica, según la cual cada uno obtiene igual cantidad de bienes sin que importen sus características personales o, en el caso de los bienes indivisibles, como el voto por ejemplo, cada uno obtiene una uni­dad. ~l resultado de una distribución igual, por lo tanto, puede ser estipulado por anticipado. este es el menos problemático de los métodos de distribución pero, desgraciadamente, no se aplica a la mayoría de las situaciones sociales. La distribución desigual implica que algunos individuos son favorecidos o privilegiados: un caso extremo sería aquel en que un individuo monopolizaría la to­talidad de una mercancía, y otros nada. Desigual, o selectiva, esta distribución se aplica según ciertos criterios que relacionan los bienes distribuidos con las características especiales de quienes los reciben. Una subespecie de la distribución desigual es la dis­tribución azarosa, en la que no se aplica ningún criterio especial, y el resultado no es predecible por anticipado: por ejemplo, la lo­tería. Tanto los métodos selectivos como azarosos producen dis­tribuciones desiguales que no son injustas si se han observado los criterios adecuados. Más aún, las distribuciones desiguales en muchos casos resultan intuitivamente más justas que las distribu­ciones iguales. Nadie discutiría que los cuidados sanitarios deben aplicarse principalmente a los enfermos y no a los sanos. Pero si

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se eligen criterios equivocados, el resultado puede llegar a ser injusto. Nuestra sociedad afirma que el nepotismo es un criterio irrelevante e incorrecto para la distribución de los empleos de mayor responsabilidad, del mismo modo que el status social o la riqueza constituyen criterios irrelevantes para la asignación de cuidados médicos o de grados académicos universitarios. La dis­tribución al azar es el método más equitativo en algunos casos. Puede llegar a ser el modo más justo de repartir los riesgos entre los individuos, como se ha aplicado tradicionalmente para selec­cionar a las personas que tienen que hacerse cargo de una misión peligrosa. También podría considerarse como una base justa para distribuir un número limitado de bienes de lujo una vez que han sido satisfechas las necesidades básicas de todos.

Los criterios para la justicia

A partir de estas observaciones preliminares, resulta claro que lo más importante en la construcción de una teoría de la jus­ticia es el criterio elegido como apropiado para determinar la distribución. Por lo general, se presentan tres principales crite­rios, la igualdad, el mérito y la necesidad. Al menos a partir del siglo XVIII, época en que las doctrinas sobre la igualdad humana y los derechos del hombre quedan firmemente establecidas en el pensamiento político, la igualdad ha sido un supuesto fundamental en las teorías de la justicia. Todos los individuos se merecen lo mismo, a menos que, o hasta que, se pruebe lo contrario. La igualdad ante la ley se convirtió gradualmente en un supuesto principal de los sistemas legales, en sustitución del sistema feu­dal, en el cual diferentes grados de ciudadanía eran juzgados en tribunales diferentes en función de los diferentes derechos legales de que gozaban. Sin embargo, la creencia en la igualdad no nece­sariamente conduce a una teoría igualitaria de la justicia social, puesto que la convicción de que las personas son iguales en cierto sentido básico y abstracto puede coexistir con el principio de que, puesto que las personas también difieren en algunos aspectos, me­recen ser tratadas de modo diferente. La justicia requiere que los casos iguales deban ser tratados igualmente: como afirmaba Aris­tóteles, tan injusto es tratar a los desiguales igualmente como tratar a los iguales desigualmente.1 Por cierto, en cada teoría de la justicia ha de presentarse cierta noción de tratamiento igual: un dios que castiga a un pecador al mismo tiempo que recompen­sa a otro es considerado como un dios injusto. Puede ocurrir que tengamos una percepción intuitiva de la igualdad: los niños pequeños aprenden rápidamente a llamar al tratamiento desigual

1. ARISTÓTELES, Política (versión inglesa de T. A. Sinclair), Penguin, 1962, pp. 73-77, 236-240.

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«injusto», aunque es posible que esto sea el resultado de un con­dicionamiento muy temprano y no una idea innata de respeto hacia la igualdad. Por consiguiente, la igualdad puede jugar un papel importante en una teoría sustancial de la justicia, exigiendo que la distribución de los bienes sea lo más igualitaria posible, tal como lo reclamaba Babeuf en su Manifiesto de los Iguales, o puede actuar como principio de orden en un nivel secundario, exi­giendo que, en función del «proceso debido", los casos iguales sean tratados de la misma manera en la ley y en la distribución de bienes, de acuerdo con los demás criterios elegidos. Más adelante, al final de este capítulo, añadiremos más cosas acerca de la igualdad y de su ideal.

Si bien una teoría igualitaria de la justicia cabal y completa sostendría que cada individuo merece tanto como otro, en la medida en que todos gozan de la misma condición humana, las teorías de la justicia basadas en el mérito, el merecimiento o la titularidad distinguen entre las personas y justifican que haya recompensas diferenciadas. (Si bien «mérito» implica contribución a la sociedad, «merecimiento», valor moral, y «titularidad», algo integrado y construido histórica y legalmente, los tres criterios funcionan de modo similar y con frecuencia son intercambiables.) Este tipo de teorías se clasifican en dos categorías amplias, quie­nes sostienen que el valor moral o las virtudes intrínsecas y los ta­lentos merecen recompensa, y quienes afirman que esa recompensa debe estar vinculada a una contribución del individuo a la sa­ciedad. En cualquiera de los casos, se ha de postular una cone­xión intangible entre los méritos del individuo y la recompensa, y esto en sí mismo es dudoso desde el punto de vista filosófico y cuestionable en la práctica. Dudoso filosóficamente porque no hay vínculo necesario o a priori entre mi virtud moral y, digamos, la cantidad de riqueza que se me debería otorgar -las dos son in­conmensurables-, y cuestionable en la práctica puesto que mi re­compensa, con seguridad, debe ser modificada de acuerdo con las circunstancias: si los demás tienen menos de lo suficiente, no es justo que yo reclame una recompensa de acuerdo con la es­timación que yo tenga en cuanto a mi contribución a la sociedad. Pero la idea de que la justicia social está basada en el mérito, medido por la contribución, es uno de los pilares de la teoría liberal de la justicia, basada en el supuesto de la igualdad de opor­tunidades, el supuesto de que todos tienen, en primera instancia, la misma oportunidad de hacer una contribución y, por lo tanto, de merecer una recompensa.

Históricamente, la idea del mérito jugó un papel progresista en la medida en que desafió y desplazó la idea de que las personas estaban absolutamente determinadas a ser titulares de lo que ha­bían heredado o adquirido -los ricos su riqueza, los pobres su pobreza- y cuando el mérito, interpretado como contribución, se convierte en el principal criterio de justicia, se introduce un ele-

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mento social, la idea de que quienes más contribuyen a la socie­dad más merecen por ello. De acuerdo con este criterio, quienes dejan vegetar sus talentos no merecen más que quienes carecen de talento. Si bien nuestro sistema de distribución de ingresos se apoya, en teoría, sobre este criterio, en la práctica resulta muy difícil determinar exactamente en qué consiste la contribución de cada uno a la sociedad. El self-made man, el hombre que se enri­quece a sí mismo, lo hace en parte sobre la base del trabajo de sus empleados, y en parte gracias a la tecnología y las condiciones sociales a las que muchos otros han contribuido, y en parte tam­bién en función de las fluctuaciones del mercado. Su propia con­tribución real es muy posible que haya sido mínima comparada con estos factores. Una vez más, quienes están en elevada po­sición y son tratados con grandes consideraciones porque se dice que han hecho contribuciones clave para la sociedad y merecen, por lo tanto, recompensas más altas, cabe presumir que obtienen una enorme satisfacción de su trabajo y de su poder y esto de­bería, aunque por lo general no es así, ser tomado en considera­ción en el momento de decidir su justa recompensa.

Habitualmente, se considera que los criterios de mérito y de necesidad se oponen diametralmente y dan lugar a teorías de la justicia antitéticas,' especialmente las teorías liberal y socialista. Una teoría de la justicia basada en la necesidad presupone que todos tenemos igual derecho y humanidad a ver satisfechas nues­tras propias necesidades inilepe-ndientemente de nuestros méritos, tal como se sugiere en la máxima socialista «de cada cual de acuerdo con su capacidad, a cada cual según sus necesidades». Una vez más, desde el punto de vista filosófico, resulta difícil pro­bar que el solo hecho de estar vivo y de vivir en una sociedad en particular nos autoriza a prestar ayuda y socorro a nuestros semejantes, satisfaciendo al mismo tiempo nuestras necesidades. Sin embargo, teóricos de distintas corrientes aceptarían que los seres humanos tienen, a priori, iguales derechos a gozar de respeto, dignidad y libertad, y por otra parte, puede decirse que los seres humanos no pueden gozar de estos derechos si sus necesidades bá­sicas no son satisfechas. El problema práctico que plantea dise­ñar una teoría de la justicia social basada cn las necesidades es llegar a decidir qué es lo que debe ser considerado como necesi­dad. Los ingresos mínimos que se necesitan para mantener a un ciudadano británico por encima de la línea de pobreza harían a un indio o a un vietnamita relativamente rico. Si bien aceptaríamos que la buena salud es una necesidad universal, los criterios de cuidados médicos que se consideran adecuados varían considera­blemente de un país a otro y la definición de un nivel de vida decente es aún más idiosincrásica de acuerdo con la nación y la

2. Pero WilJiam GALSON afirma que necesidad y merecimiento son compati­bles en Justice and the Human Good, Chícago U. P., 1980.

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cultura. Para una sociedad con aspiraciones socialistas, podría ser posible definir y alcanzar un cierto grado de satisfacción d.:: ne­cesidades, pero esto no sirve para remediar las grandes injusticias en un mundo en el que las necesidades más básicas de muchas personas siguen permanentemente insatisfechas. Un sistema de pago regulado de acuerdo con la necesidad, tiene la desventaja de que ciertas contribuciones individuales extraordinarias pueden que­dar sin recompensa -un mal trabajador, del cual dependen mu­chas personas, llegaría a ganar más que un trabajador sin rela­ción de dependencia que fuese muy productivo- pero se podría diseñar un sistema de distribución que tuviese en cuenta las nece­sidades de las personas y, una vez satisfechas éstas, reflejara sus contribuciones individuales -siempre y cuando los recursos dis­ponibles fueran más que adecuados para satisfacer las necesidades básicas de cada uno.

Una teoría de la justicia basada en la necesidad refleja una idea fundamental de la igualdad y la felicidad humanas, mientras que la idea de la justicia basada en el mérito se apoya en una premisa del diferente valor de los individuos. Ambas son nocio­nes metafísicas que no están sujetas a pruebas empíricas, de modo que la aceptación de una o de la otra debe apoyarse sobre un juicio de valor. Y si bien las ideas de necesidad y de mérito se han impuesto a la idea de valor moral como criterio de justicia, aún existen quienes responderían "No» a la pregunta: «¿Merece ser feliz el hombre malo?» La teoría implícita en la última posi­ción plantea problemas insuperables para cualquier sistema de la justicia social, puesto que no existe prueba decisiva capaz de se­parar la paja del grano que sirva como base para una política social. Sin duda, a esto se debe que el justo, tradicionalmente, ob­tenga su recompensa en el cielo.

Ninguno de los criterios propuestos, la igualdad, el mérito o la necesidad está exento de problemas. El merecimiento, en un sen­tido moral, es difícil de medir; el mérito en tanto que contribu­ción puede ser no intencionado o accidental y ambos criterios pue­den ir en contra de las necesidades básicas de las personas. La propia necesidad es difícil de definir y es discutible si un sistema de la justicia social debe o no intentar abolir la privación relativa, que es la sensación de privación que suscita en nosotros el ver que otros están mejor, aun cuando nuestras propias necesidades básicas hayan sido satisfechas. Más aún, aunque estemos de acuer­do sobre cuáles son los criterios para la distribución, puede ocu­rrir que no nos pongamos de acuerdo acerca de la naturaleza de cada caso en particular. Por ejemplo, una vez que se ha decidido que las mujeres merecen una paga igual a la que reciben los hom­bres si desempeñan igual trabajo, podríamos discutir en torno a establecer si el trabajo de las mujeres y de los hombres es igual en determinados casos. Con frecuencia resulta muy difícil deter­minar cuándo debe aplicarse un criterio particular. La dificultad

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de elegir entre criterios o de establecer un orden de prioridades permanentes entre ellos ha llevado a ciertos teóricos a adoptar una concepción «intuicionista» de la justicia. El intuicionista, se­gún palabras de Rawls, «sostiene que no existen criterios construc­tivos de orden superior para determinar el énfasis adecuado para los principios de justicia que compiten entre sÍ»; y sostiene que hay una pluralidad de primeros principios. Por consiguiente, el intuicionista negaría que la importancia de la necesidad, el méri­to y la igualdad tengan que ser sopesadas de nuevo en cada caso cuando se trata de un problema de justicia. Pero en cuestiones de medidas sociales esta concepción llevaría a la confusión y a la injusticia en la medida en que casos semejantes no siempre serían tratados de la misma manera. De modo que es práctica y políti­camente necesario decidir sobre el criterio dominante, o sobre las prioridades constantes entre los criterios.

Si bien los criterios para la distribución juegan un papel im­portante en cualquier concepción de la justicia, resulta claro que no puede decirse que la justicia sea idéntica a sus criterios. La justicia no es únicamente la satisfacción de la necesidad o la re­compensa del mérito. Pero, si se dice en cambio que la justicia es un principio de segundo orden, como el proceso debido o la co­rrección en la aplicación de los criterios apropiados en el caso apropiado, queda reducida a la condición de principio insustan­cial, de orden, que no sirve para determinar cómo debe organizar­se la sodedad idealmente jl1sta_ Ha habido muchas tentativas de producir teorías sustantivas de la justicia (la más importante, de­sarrollada en años recientes, es la de Rawls, que se analiza más abajo), pero estas teorías difieren considerablemente entre sÍ, se· gún los ideales y la ideología que suscriba el teórico. La justicia ha sido siempre, como lo es la democracia hoy en día, una pala­bra casi mágica, de modo que siempre existe el riesgo de que el término se reduzca a calificativo de todo aquello que el hablante o el escritor aprueban. Así como las personas se apresuran a se­ñalar los casos particulares de abuso en la sociedad como casos de injusticia, tardan en decir qué forma de organización justa debería sustituirlos. En la medida en que es posible intentar una definición general de justicia con la que todos estarían de acuer­do, debemos atenemos a nivel secundario y definirla como un principio de orden que nos induce a tratar casos semejantes de manera semejante y, tal como esto implica, con el debido proceso, o no arbitrariamente, de acuerdo con reglas establecidas y conve­nidas, sean del tipo que sean. Llegamos así a la paradoja de que conforme a esta definición formal, es posible administrar con justicia leyes que son injustas: pese al hecho de que el proceso debido no hace que las leyes o la sociedad sean justas, es algo más justo que si esas leyes fueran administradas en forma injusta.

3. J. RAWLS, A Theory oi Justice, Harvard U. P., 1971, p. 34.

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Desde luego, el ideal es tener leyes justas administradas con jus­ticia, pero para ver cuán justa sería una sociedad de esta índole, necesitamos contar con una concepción sustantiva, de primer orden, de la justicia, que, a su vez, se apoyaría en juicios de valor y en convicciones ideológicas. Una consideración de las concepcio­nes particulares de la justicia desarrollada dentro del marco de las distintas ideologías servirá para demostrar qué forma adopta­rá la visión sustantiva de la justicia.

Justicia liberal, socialista y <<natural)}

El liberalismo considera que la justicia social consiste en distri­buir de acuerdo con el mérito o la contribución en una sociedad en la que existe una igualdad básica de oportunidades. Dadas las desigualdades naturales de talento, desigualdades que se heredan o que se generan por distintas formas y que afectan a la riqueza y el poder, los liberales han tenido que aceptar la necesidad de que el Estado ejecute intervenciones limitadas para generar una igual­dad de oportunidades. Estas intervenciones suelen darse en el campo de la salud pública, en la educación y en otras medidas de bienestar social. Hay ciertos bienes no monetarios, como los dere­chos, que están distribuidos igualitariamente en la sociedad li­beral, sobre la base del supuesto de que las personas son en gran medida iguales en ciertos aspectos. Así, el voto es distribuido a cada ciudadano y el deber de prestar servicio en los tribunales como miembro del jurado es distribuido por rotación (lo cual es en sí mismo una forma igualitaria de distribución) con el supuesto de que todos tienen el mismo sentido de lo justo e igual capacidad de juicio, pese a que este servicio solía estar limitado a los pro­pietarios, lo cual quiere decir que planteaba ciertas dudas. La adhesión liberal a la idea de la «meritocracia justa», por lo tan­to, queda modificada en muchos aspectos importantes por consi­deraciones más igualitarias, pero la idea dominante es que en la sociedad liberal el meritorio debe ser recompensado justamente. En este aspecto, resulta interesante señalar que el gran defensor del mercado libre, Hayek, se llama a sí mismo liberal y, no obs­tante, admite que el juego de las fuerzas del mercado no genera un resultado justo. Por consiguiente, cabe presumir que para alcanzar un sistema de justicia basado en los méritos se requeri­rían medidas de intervención gubernamental y de regulación eco­nómica, así como medidas de bienestar social para alcanzar la igualdad de oportunidades. En realidad, la ausencia de igualdad de oportunidades significa que el sistema basado en el mérito tiende a reforzar las desigualdades subyacentes que son características de la sociedad liberal.

En A Theory 01 Justice (1971), Rawls propone una concepción

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de la justicia solapadamente liberal, basada en una concepción contractualista de la sociedad que nos retrotrae a Hobbes y Locke. Rawls sugiere la hipótesis de que en una situación previa a la constitución de la sociedad, una suerte de «posición original» a-social, las personas intentarían decidir a través del consenso la forma de sociedad con la que estarían de acuerdo en vivir. Se presume que lo que las personas elegirían en ese caso, y estarían de acuerdo en mantener, sería una sociedad paradigmáticamente justa, bajo las estériles condiciones de elección imparcial que Rawls propone. Rawls establece varios supuestos acerca de estos individuos: son «mutuamente indiferentes» (esto es, no se mani­fiestan ni hostilidad ni amistad), no sufren de «envidia» (senti­mientos de privación relativa) en la medida en que, de acucrdo con sus propios criterios, están satisfechos, y al ponerse de acuerdo en torno de la forma de la sociedad, todos buscan obtener el máximo por lo que toca a sus intereses propios, que Rawls define como «bienes primarios)}, especialmente «derechos y libertades, oportunidades y poderes, ingreso y riqueza».' Aparte de estas su­puestas propensiones, que Rawls considera corno fuera de discu­sión y libres de cualquier juicio de valor, estas personas son cifras. Existen detrás de un «Velo de Ignorancia» que les impide conocer los detalles particulares acerca de sus propios talentos, sus ideales o de lo que pueda llegar a ser su lugar en la sociedad del futuro. La intención de este artilugio es llegar a trasponer los intereses creados de los individuos para ver qué tipo de sociedad elegiríamos si no tuviéramos la menor idea acerca de cuál habría de ser nuestro lugar futuro en ella. Según la definición de Rawls, la sociedad elegida de acuerdo con estas condiciones imparciales sería justa. En las primeras versiones de su teoría, se refería a ella como «la justicia en tanto que corrección», puesto que afir­maba que las condiciones de la elección descritas en la posición original eran correctas dcsde un punto de vista ideal y llevarían necesariamente a ejecutar elecciones justas.

Rawls llega a la conclusión de que en estas circunstancias cada hombre habrá de elegir un tipo de sociedad que le suponga el mí­nimo de pérdidas posibles, asegurándose que incluso la peor de las personas pertenecientes a esa sociedad no sea demasiado me­nesterosa, en el caso de que él, a su vez, resulte ser esa persona. Llama a esto el principio del «maximín», puesto que procura el máximo del mínimo de bienestar social. La elección de esta es­trategia refleja otro de los supuestos básicos que son caracterís­ticos de Rawls, el supuesto de que las personas no asumen ries­gos, y, por lo tanto, habrán de elegir la opción más segura. Según este principio, nadie elegiría vivir en una sociedad esclavista, pues­to que no se arriesgaría a acabar siendo esclavo, aunque según las reglas del juego podría llegar a ser que acabara siendo un pro-

4. RAWLS, A Theoyy of Justice, p. 92.

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pietario de esclavos viviendo en la opulencia. Sobre la base de su principio del «maximÍn» y su definición de los bienes primarios, Rawls afirma que lo lógico es suponer que tales individuos elegi­rían los siguientes principios de justicia:

1. Cada persona ha de tener igual derecho a la más extensa li­bertad básica, compatible con una libertad similar para los demás.

2. Las desigualdades sociales y económicas deben ser dispuestas de tal modo que sea:

a) razonable esperar que sean ventajosas para todos, y b) asignada a posiciones y funciones que estén abiertas a

todos.'

Aclarado el segundo principio, Rawls dice que «abiertas a todos» debe querer decir que impera la igualdad de oportunidades, nive­lando nuestras diferencias naturales de talento tanto como sea posible. Rawls, de paso, niega que esté justificando la merito­cracia, pero éste es, en potencia, un sistema basado en los méritos. Define «ventajoso para todos» de acuerdo con «el prin­cipio de la diferencia», el cual estipula que cualquier ganancia para un miembro de una sociedad debe contribuir a las expec­tativas de la persona más menesterosa de esa sociedad (y por lo tanto, presumjblemente, a las expectaciones de todos aquellos que están por encima de ésta también). :f!.1 mismo considera que éste es un principio igualitario que impediría la formación de una amplia brecha entre el bienestar de unos y la carencia de otros dentro de esa sociedad, pero, tal como le han señalado sus crí­ticos, éste es un pobre reaseguro." Los ricos siempre pueden afir­mar que al aumentar considerablemente su riqueza están contri­buyendo de un modo marginal al bienestar de los miembros más pobres de la sociedad: por ejemplo, aumentando sus oportunida­des de empleo o generando demanda de bienes; pero esto no habrá de producir una sociedad igualitaria, sino una sociedad cada vez más estratificada. El primer principio de justicia tiene prioridad sobre el segundo, afirma Rawls: «Las personas sólo es­tán de acuerdo en limitar la libertad en bien de la libertad, no de las ventajas económicas.» Sin embargo, admite que esta con­dición sólo es válida para sociedades que han alcanzado un cierto nivel básico de satisfacción material: en países muy pobres se justificaría que la libertad fuese restringida para elevar el bienes­tar del pueblo. Sin embargo, no está claro cuál es el nivel econó­mico que hace prioritario al primer principio, aunque. no cabe

5. RAWLS, A Theory 01 Justict!. p. 60. 6. Para una crítica sostenida de RawIs, véase R. P. WOLFF, Understanding

Rawls, Princeton University Press, 1977.

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duda de que Occidente lo ha alcanzado. El resto de la extensa obra de Rawls elabora las consecuencias de su concepción de la justicia para la organización social y política, y el resultado se parece mucho a una sociedad liberal-democrática occidental.

A partir del magnum opus de Rawls, han tenido lugar anima­dos debates acerca de la justicia social y muchas tentativas de aplicar su teoría a la resolución de los auténticos problemas dis­tributivos. Sin embaTgo, las tendencias intelectuales parecen ser actualmente contrarias a las «grandes teorías» como la de Rawls, que intentan resolver todas las cuestiones sociales sobre la base de principios gencrales. Recientemente, Walzer ha afirmado que hay una gran variedad de bienes sociales, lo cual hace que cada uno de ellos requiera un criterio distributivo diferente. Los crite­rios, en un sentido, son intrínsecos a los bienes. Así, la seguridad social y el bienestar deberían distribuirse de acuerdo con las ne­cesidades, mientras que las posiciones públicas deberían asignar­se a quienes tienen las credenciales apropiadas. Ningún principio general daría resultados justos en todas las esferas de la distribu­ción.' De ser válido el análisis de Walzer, el conjunto del método desarrollado por RawIs sería puesto en cuestión.

Más específicamente, Rawls ha sido criticado desde la derecha por ser demasiado igualitario y desde la izquierda por no serlo suficientemente. Pero el suyo es un típico modelo liberal de justi­cia. Tomando las preferencias individuales como fuerza motivan­te del modelo y afirmando que la libertad es un bien primario, orienta el resultado hacia una sociedad liberal, de laissez-faire, y si bien afirma que los dos principios de justicia resultan ser libe­rales por casualidad y se siguen necesariamente de sus premisas originales, ideológicamcnte imparciales, estas premisas son en sí mismas las premisas típicas de la ideología liberal. En este aspecto, el supuesto de la ausencia de la envidia es crucial, puesto que si las personas en la posición original se reconocieran a sí mismas como envidiosas, con seguridad tomarían medidas para reducir al mínimo las diferencias de riqueza y de bienestar valiéndose de algún principio más contundente que el principio de la diferen­cia, para no correr el riesgo de la privación relativa. Rawls pro­pone que cualquier sociedad o institución puede ser puesta a prueba en relación con la justicia, preguntándole si se ajusta a los dos principios, pero el carácter abstracto de la prueba la hace finalmente muy difíciL Siempre es fácil demostrar que un dispo­sitivo social es ventajoso para todos si se toma un campo limitado de alternativas para comparar. En la sociedad capitalista es me­jor tener hombres de negocios que inviertan y que aumenten las perspectivas de empleo, al mismo tiempo que se enriquecen, que tener empresarios sometidos a cargas impositivas tan pesadas que les hagan perder sus incentivos a invertir. Pero esto presupone

7. M. WALZER, Spheres af Justice, Martin Robertson, 1983.

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que debe haber inversores, que el capitalismo es el único orden económico concebible. En otras palabras, la frase «ventajoso para todos» no especifica qué tipo de comparaciones deben ser invoca­das: si la prueba se hace sobre la base de una aceptación implí­cita de una forma dada de sociedad, cabe pensar que el statu quo resultará ser ventajoso para todos.'

He citado la teoría de Rawls como un ejemplo de la concepción liberal de la justicia; sin embargo, sus dos principios no son sustantivos en el sentido de que no afirman que la justicia sea una cosa u otra. El propio Rawls la llama teoría procesal de la justicia afirmando que:

« ... la justicia procesal pura se obtiene cuando no existe un criterio independiente para establecer el resultado correcto; en cambio, existe un proceso correcto o justo, de modo que el resul­tado también lo sea, sea cual fuere el resultado.» 9

Por tanto, en los dos principios operativos de justicia el resul­tado será necesariamente justo y bueno, pese a que los contornos de la sociedad justa no pueden ser especificados por anticipado. Por cierto, hay una justificación para adoptar la concepción pro­cesal de la justicia en el complejo mundo real, en que el número de la población y la variabilidad de los factores relevantes hacen imposible que se especifique qué es lo que cada individuo debe tener con justicia. Pero Rawls, al llamar a su teoría de la justicia «procesal», parece arrojar sobre ella un aura de imparcialidad, aun cuando los procedimientos que especifica hayan sido ideados para promover una partícular forma de sociedad, implícita en los supuestos originales, que esconden ideales liberales. Si bien Rawls afirma construir una teoría de lo que es bueno en su explicación de lo que es justo, o correcto, en realidad comienza con una de­finición de los bienes primarios que determina su concepción de la justicia. Así lo hacen también la mayoría de los teóricos, puesto que apenas si es posible distinguir nuestra concepción de aquello que es bueno para los seres humanos de aquello que pensamos que es correcto y justo para ellos. El error de Rawls es que presenta su teoría como un argumento puramente objetivo, cuando en reali­dad los suyos son los presupuestos en gran medida defendidos por el liberalismo.

El principio socialista de distribución, «a cada cual según sus necesidades», no es menos «procesal» que el de Rawls, pero el jui­cio de valor que implica está claramente a la vista. La concepción socialista sufrió algunas transformaciones antes de quedar fijada en la necesidad como el criterio dominante para la justicia. Los

8. Esto se muestra en la aplicación, por W. G. RUNCIMAN, de la prueba de Rawls en Relative Deprivation a1!d Social Justice, Routledge & Kegan Paul, 1966, parte IV.

9. RAWLS, A Theory 01 Justice, p. 86. El subrayado es mío.

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primeros discípulos socialistas de Saint·Simon eran partidarios del principio ca cada cual según su capacidad, a cada cual de acuerdo con su trabajo», que parece ser más próximo a la concepción li· beral basada en el mérito. Marx también, al analizar la explota­ción y al afirmar que bajo el socialismo los trabajadores recibirían el valor total de lo que producían, podría decirse que también ha· da referencia implícita a una teoría de la justicia basada en la contribución. Sin embargo, lo que él deploraba era el efecto verdadero que este injusto sistema de recompensa por la contri· bución (en una sociedad que se proponía distribuir recompensas de acuerdo con el mérito) tenía sobre el trabajador, cuya huma­nidad, dignídad y respeto de sí mismo eran amenazados y que difícilmente podía satisfacer sus propias necesidades materiales. Afirmar que el trabajo no debe recibir menos de su recompensa justa bajo el capitalismo no es lo mismo que afirmar que bajo el socialismo la justicia social deberá basarse principalmente en el mérito.

No obstante, como se ha dicho en el capítulo V, los socialistas afirman que la igualdad es un ideal político de gran importancia; los otros criterios también juegan un papel en la justicia socia· lista. El ordenamiento socialista de los criterios que determinan la justicia social podría ser el siguiente: la necesidad debe preva­lecer como el criterio dominante para lograr la distribución de los bienes materiales y las oportunidades adecuadas a los talentos, con la provisión de que iguales necesidades y talentos deben ser tratados de la misma manera. La igualdad será invocada en las muchas áreas de vida en las que la necesidad no es fundamental, y también allí donde la igualdad de necesidades y capacidades puede darse por supuesta, como es el campo de los derechos per­sonales y políticos. En tercer lugar, el mérito puede determinar la distribución de cualquier excedente de bienes cuando las neo cesidades básicas han sido satisfechas. Por ejemplo, una grati. ficación o un esquema de incentivos podría funcionar una vez que todos los trabajadores han alcanzado un nivel satisfactorio de vida. El mérito podría funcionar también adecuadamente cuan­do los bienes que son irrelevantes para las necesidades han de ser distribuidos: el socialista utópico Fourier proponía un com­plejo esquema para otorgar honores, carentes de valor pero gra­tificantes, a los habitantes de su utopía. El mérito también tendría que prevalecer en la distribución de empleos en cualquier socie­dad socialista con una economía industrial altamente especiali­zada, de modo que en bien de la eficiencia los trabajadores más capacitados se ocuparan de las tareas para las que están mejor preparados. Sin embargo, algunos socialistas han planteado la pa­sibilidad de una welta a economías menos complejas, e incluso la abolición de la división del trabajo, 10 cual signíficaría que cualquiera podría hacerse cargo de cualquier ocupación o, inclu­so, de varias al mismo tiempo. Esto eliminaría el mérito en la

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distribución del trabajo. Finalmente, una sociedad socialista po­dría utilizar un método de rotación o de suertes para distribuir los bienes excedentes o las posiciones, una vez que todas las ne­cesidades hubiesen sido satisfechas. Este método también sería apropiado para el establecimiento de los deberes. Owen pensaba que las posiciones en el gobierno serían distribuidas por rotación en sus comunidades ideales, lo cual tendría el muy deseable resul­tado de desprofesionalizar la política y de colocar a cada individuo al mando de alguien y más tarde mandando a alguien, con lo cual se impediría el comportamiento despótico en los gobernantes. Como es evidente, la teoría socialista de la justicia social es, al igual que la de los liberales, una mezcla de los principales crite­rios que habitualmente se aplican a la justicia. Un socialista que insistiera únicamente en la distribución sobre la base de la igual­dad se encontraría con anomalías, como le ocurriría a otro que insistiera que los trabajos debieran ser asignados puramente so­bre la base de las necesidades o de la preferencia. Lo importante es el criterio de orden entre los criterios.

Se puede añadir a la concepción socialista de la justicia un criterio limitativo más, la estipulación de que las diferencias en­tre las cantidades de bienes dadas a los individuos deban ser lo más pequeñas posibles o, por lo menos, limitadas a una determi­nada gama. En otras palabras, una vez establecido un mínimo de bienestar a través del concepto de la necesidad, debería estable­cerse también un máximo de bienestar, para impedir grandes di­ferencias de riqueza y que se alimente el resentimiento entre aqueo llos que se encuentran en el nivel más bajo de la escala una vez han percibido que han sido relativamente privados. Este tipo de limitación está aludida en el principio de la diferencia de Rawls, pero sólo a medias, puesto que él no reconoce en su modelo que los individuos sientan envidia o que se comparen los unos con los otros. Como él no estipula que el bienestar de los aco­modados y el de los relegados deba crecer en la misma propor­ción en cada caso, el principio de la diferencia no tendría por efecto la reducción al mínimo de las diferencias y podría incluso aumentarlas. Podría pensarse que es deplorable que incluso una sociedad socialista tenga que plantearse el factor de la envidia hu­mana y el problema socio-psicológico de la privación relativa, pero es de presumir que hasta que no llegue la utopía en que cada uno ve cumplida su satisfacción personal, las comparaciones entre las personas seguirán existiendo. (La URSS ha fracasado en su in­tentp de controlar el crecimiento de las diferencias de ingreso y de privilegios, y con frecuencia es condenada en Occidente por no ser auténticamente socialista por ello, condena que se expresa junto a cierto júbilo, puesto que parece confirmar la convicción capitalista de la competitividad y afán adquisitivo de los seres hu­manos.) Muchos autores que no pertenecen a la escuela socialista también han condenado la amplia brecha que separa la riqueza y

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la pobreza como fuentes de divisiones sociales y de injusticias. Rousseau estipulaba que ningún hombre debería ser tan pobre como para tener que venderse a sí mismo, o tan rico como para comprar a otro hombre en la comunidad ideal, mientras que Godwin proponía una serie de reglamentos en una sociedad anar­quista para impedir el crecimiento de grandes riquezas perso­nales, semejante a las <<leyes suntuarias» que regulaban los gas­tos y restringían el exceso y la ostentación en las sociedades pri­mitivas. De modo que la preocupación de las graves diferencias de riquezas y el peligro de la privación relativa no son exclusiva­mente una obsesión de los socialistas, aunque la eliminación de tales peligros es una de las cuestiones que más importan para el diseño de una teoría socialista de la justicia.

Por último, una tercera categoría de teorías de la justicia debe ser mencionada: las teorías conservadoras de la justicia. Un in­genioso argumento en torno a la justicia como habilitación, basa­do en el derecho de propiedad, ha sido propuesto contra Rawls por Nozick. Se basa en la premisa de que «una persona que ad­quiere una propiedad de acuerdo con el principio de justicia en la adquisición está habilitada a tener esa propiedad».lO Esto hace que la teoría de la habilitación o de la titularidad se haga «histó­rica»: esto es, tiene en cuenta la adquisición por métodos acep­tados en el pasado. Nozick añade los siguientes supuestos: 1) que las personas estén habilitadas para gozar de los beneficios que se derivan de sus propias dotes naturales (talentos, etc.) si éstas no perjudican a los demás, 2) que las diferencias en la contribución creen habilitaciones o títulos diferentes y 3) que los derechos no deban ser violados. Piensa que la justicia de la habilitación o del título debe de ser adecuadamente respetada por el Estado Míni­mo, por el cual aboga. Si bien las tesis de Nozick son en gran medida liberales, la teoría de la habilitación tendería en la práctica a ser conservadora, puesto que deja poco lugar al cuestionamiento o a la condena de cómo han hecho las personas para hacerse con sus recursos actuales o para criticar cualquier principio distri­butivo que les haya suministrado tales recursos en el pasado. (En Gran Bretaña, algunos prósperos bienes raíces fueron otorgados por los monarcas a los antepasados de los actuales propietarios como recompensa por actividades muy sospechosas.) Menos só­lida desde el punto de vista filosófico que la tesis de Nozick, aun­que basada también en las mismas premisas, es la idea de la «justicia natura!», analizada en el capítulo I, que está firmemente arraigada en las mentes de muchas personas que no tienen el me­nor interés en analizar las cuestiones relacionadas con la igual­dad, la necesidad o el mérito. Como se ha dicho, no hay justicia en la naturaleza, como tampoco hay injusticia, puesto que el con-

10. R. NOZICK. Anarchy, State and Vtopia, Blackwell, 1974, p. 151.

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cepto ha sido inventado para tratar de regular las actividades so­ciales de cada uno.

La justicia que los pensadores de derecha consideran como natural es. por lo general. un conjunto de distribuciones ya exis­tente que mantiene -o constituye- una jerarquía o una forma elitista de organización socio-política. Se suele decir que esta or­ganización se produjo naturalmente, es decir. de acuerdo con prin­cipios sociales naturales, y está sancionada por las leyes vigentes y, por tanto, debe de ser justa. Cuando se les cuestiona, estos pensadores defienden semejante distribución esgrimiendo argu­mentos típicos: la tradición, la superioridad natural de las clases favorecidas. la voluntad de Dios. En los argumentos políticos más vulgares. la justicia natural es invariablemente invocada para ex­cluir a un grupo de personas de algo que otras piensan como ex­clusivamente propio.

Pero el hecho de pertenecer a un país que ha encontrado pe­tróleo en el mar, lejos de sus costas, en realidad no hace natural­mente justo que se invoque el uso exclusivo de ese petróleo -tal como han intentado convencer a Gran Bretaña los miembros de la Comunidad Europea- pese a que la facilidad de acceso (<<la posesión es casi todo en la ley») significa que en la mayoría de los casos los países se beneficiarán de tales recursos Y. a fortiori. de los recursos dentro de su propio territorio. Sobre estas bases, cabe presumir que el hecho de que haya nacido en un país no me hace más merecedor del derecho moral a vivir aquí y gozar de sus ventajas que alguien que puede haber deseado emigrar, aunque invariablemente me dé mayores derechos formales para reclamar pasaporte y ciudadanía. De modo similar. el hecho de que haya tenido la suerte de vivir en una sociedad materialmente opulenta no hace que sea justo que yo prospere, mientras que otros, en otras partes, se mueren de hambre, aunque este estado de cosas sea (,natural» (en el sentido de (,no planificado»). El lu­gar de nacimiento y en que se vive son puramente accidentales y no constituyen un fundamento adecuado para la justicia que es un concepto social, artificial, pero mientras el mundo siga estan­do dividido en tantas unidades rivales, la posibilidad de un prin­cipio de justicia universal, humanitario, debe ser globalmente ex­cluida y muchas personas continuarán pensando que accidentes tales como haber nacido en un lugar determinado son producto de la justicia natural.

Me he referido al dogma de la justicia natural como «conser­vador», ya que apela al conservadurismo innato en la mayoría de nosotros, el deseo de mantener las cosas tal como están. Di· fícilmente podría ser considerado como una teoría, puesto .que no posee principios abstractos claros o una justificación precisa y, por tanto. no tiene defensa contra tesis contrarias esgrimidas por quienes defienden otras concepciones acerca de las intenciones de la naturaleza. Nos incita a mantener el statu qua y se apoya en

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faits accomplis tales como la posesión de riquezas heredadas. Si a uno de los abogados de la justicia natural se le recuerda el hecho de que hoy en día hay una enorme población «inmigrante» que en realidad ha nacido en Gran Bretaña, circunstancia que tiene el mismo status «natural» que el hecho de que él mismo haya nacido en Gran Bretaña, carecerá de un criterio de segundo nivel con el cual distinguir entre 10 natural del primer caso y del segundo. Por supuesto, podría afirmar que los dos hechos tienen una base histórica diferente y que su habilitación o titularidad his­tórica para vivir aquí es mayor que la del inmigrante de la segun­da generación: recientes medidas legislativas en torno a la ciuda­danía, en las que se intenta precisar esta distinción según ha que­dado demostrado, son conceptualmente confusas y radicalmente injustas. La noción de titularidad o de habilitación histórica es uno de los pilares de la doctrina de la justicia natural, y a veces ha conducido a la expulsión compulsiva de grupos enteros de población, arrojados de sus hogares de adopción, en ocasiones repatriándolos a sus lugares de origen «histórico». Una medida socialmente justa no puede tener simplemente en cuenta los acon­tecimientos históricos más allá de un período de tiempo relativa­mente breve -digamos, una o dos generaciones- sin causar gra­ves perjuicios a los que viven el presente.

La justicia natural no puede admitirse como teoría de la jus­ticia, puesto que, para probar que aquello que quien la propone piensa como correcto es naturalmente justo, incurre en toda cla­se de argumentos circulares y autocontradicciones. No cabe duda de que no existe ningún método correcto para aplicar los crite­rios de titularidad o de habilitación histórica como si fueran cri­terios naturales. Por añadidura, la doctrina de la justicia natural es propuesta por lo general en función de intereses propios por los «poseedores» contra los «desposeídos» (aunque cuando los «desposeídos» la usan contra los «poseedores», tampoco está bien fundamentada) y,por tanto, difícilmente podría ganar credibilidad general como teoría de la justicia, puesto que la imparcialidad es un elemento importante en este tipo de teorías. Si bien la jus­ticia natural es una representación falaz de la justicia, es intere. sante ver que la concepción de Locke acerca de la forma en que la propiedad había surgido en la historia, a partir del estado de naturaleza, se asemeja a la idea de la justicia natural. De acuerdo con Locke, Dios dio el mundo a los hombres para que éstos lo explotaran en común, pero éstos, al «mezclar su trabajo» con las materias primas del mundo natural, lograron apropiarse de él, es­pecialmente roturando y parcelando la tierra. El objeto del cual se habían apropiado era entonces propio, con justicia, de acuerdo con leyes naturales, siempre que se observara el mandato de la naturaleza de no apropiarse más de lo que podía hacerse uso; li-

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mitación natural que desapareció cuando se inventó el dinero.u La diferencia entre la teoría de Locke y la versión de la justicia natural que se analiza más arriba es que la primera omite total­mente la idea de ganar el derecho a apropiarse de algo, y sostiene que el mero nacimiento o la proximidad geográfica crean ciertos derechos. El argumento de Locke se apoyaba en supuestos, comu­nes en su tiempo, acerca de la ley natural (divina), en contraste con las leyes seculares transitorias, y con frecuencia parciales, de las sociedades. Si se pudiera formular una teoría de la ley natural bien fundada, cabría la posibilidad de establecer una concepción de la justicia natural (que, probablemente, sería radical en sus efectos y no conservadora), pero esto sólo se plantea a título de especulación. Sin embargo, en el contexto moderno, muy lejos de cualquier teoría de la ley natural, la idea de la justicia natural es un anacronismo y un prejuicio, y debe ser cuestionada allí donde se proponga como justificación de un privilegio o de un acto de expropiación.

La justicia retributiva

Antes de volver a la consideración general de la justicia, algo debe decirse acerca de la justicia retributiva, que funciona en los sistemas penales. Así como para algunos la justicia social es la distribución de los bienes en pl-oporción con los méritos, la jus­ticia legal puede pensarse como la distribución de daños en pro­porción con los deméritos. Se dice que el criminal se merece el castigo recibido: incluso hay teóricos que hablan del «derecho» al castigo del criminal. En ciertas teorías de la retribución, el castigo es proporcional a la falta moral cometida por el criminal, en otras, al daño infligido a la sociedad (una especie de contribu­ción negativa). Estas dos posiciones rivales resultan paralelas a las que ponían el énfasis en el valor moral y en el mérito, respec­tivamente, en el campo de la justicia social. Ambas teorías re· suelven el problema de que las fechorías y los castigos sean, en gran medida, distintos e inconmensurables, imputando responsa­bilidad y, por lo tanto, culpa al individuo. Esta responsabilidad, por su carácter moral y/o por sus acciones, se dice que forma el puente entre el crimen y el castigo, y una condición necesaria para la retribución. La retribución tiene estrechas asociaciones con la venganza y con la simple ley del Talión, pero se distingue de ellas porque plantea la necesidad de establecer firmemente la culpa y por el hecho de que en la justicia legal se dispensa al cabo del debido proceso y, en un país democrático, de acuerdo con leyes que, supuestamente, todos han consentido.

11. LoclCI!. Essay, cap. v.

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Durante el último siglo, aproximadamente, la idea de que los caracteres y las acciones de las personas están determinadas por las condiciones sociales ha penetrado en nuestro sistema penal y ha modificado el concepto de responsabilidad. ¡Una teoría como ésta sólo puede ser calificada de determinista! Durante la Ilustra­ción, teóricos como Beccaria y Godwin sostenían que el criminal no era el responsable del crimen, sino la sociedad colectivamen­te," y se inventaron utopías partiendo del supuesto de que en cir­cunstancias sociales ideales, el crimen sería erradicado totalmente. De acuerdo con la concepción determinista, ya sea que se piense que la criminalidad está causada por factores ambientales o, como sostienen teóricos como Eysenck, por factores hereditarios, resul­ta injusto castigar al criminal retributivamente como si hubiese cometido el crimen en virtud de un acto de libre voluntad. Como musho, lo que puede justificarse es que se le castigue: a) para proteger a la sociedad segregándolo; b) para impedirle que reinci­da en el crimen; e) para reformarlo, o d) para hacer de él un ejemplo que disuada a otros de cometer crímenes similares. Estas cuatro justificaciones cualitativamente diferentes han dado lugar a cuatro teorías distintas sobre el castigo, todas ellas discutibles desde un punto de vista práctico y filosófico (que no podemos ana­lizar aquí por falta de espacio) pero que, cuando menos, evitan los dos problemas característicos de la retribución, el problema de la responsabilidad moral y el problema de si la sociedad tiene el de­recho de juzgar los actos de un individuo, y mucho menos de tra­tarlo en forma inhumana en virtud de un juicio, y privarlo de libertad y de dignidad.

Por consiguiente, la administración y la justificación de la justi­cia criminal no puede separarse de la concepción general de la justicia social que prevalece. Una sociedad liberal que sostiene que el hombre de éxito es responsable de ello y, por tanto, merece su recompensa, tiende también a sostener que el criminal es respon­sable por su crimen y merece ser castigado. Una sociedad conser­vadora que cree que el valor moral intrínseco debe ser recom­pensado también tratará de castigar la falta moral de por sí, in­cluso por encima del grado que merece el crimen cometido. En contraste con éstas, una sociedad socialista está obligada a reco­nocer que las causas del crimen son totalmente ambientales y sólo debe castigar a los criminales en la medida en que lo im­pongan las necesidades de prevenir la criminalidad. (No obstante, por lo que sabemos acerca de los procesos judiciales soviéticos, aparece la persistencia de un elemento retributivo, lo cual es incongruente, puesto que la retribución implica que los individuos asumen culpas que de lo contrario deberían atribuirse a las cir-

12. W. GODWIN, Enquiry COl1cerning Political Justice (ed. K. C. Carter), Cla­tendon Press, 1971, libro VI. Godwin también citaba los tempranos argumentos humanitarios de C. BECCARIA, Dei Diritti e delle Pene, 1764.

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cunstancias sociales.) Sin embargo, quizá no cabe pensar que una sociedad pueda abandonar ciertas nociones de culpa y de retribu­ción en su sistema penal, como tampoco puede abandonar total­mente la idea de mérito en la justicia social, ya que en última ins­tancia la mayoría de las ideologías y los sistemas políticos fun­cionan sobre la base de una mezcla inconsistente de supuestos sobre la libre voluntad y el determinismo.

Las instituciones de la justicia criminal han contribuido algo a las teorías de la justicia social, en particular con las ideas del proceso debido y de la equidad en la administración de justicia, que son igualmente aplicables e importantes para la distribución de bienes y de oportunidades en la sociedad considerada en con­junto. La idea de Rawls, según la cual la justicia es un procedi­miento y no un resultado, es también análoga por su forma al pro­ceso judicial, en el cual el resultado o veredicto de un juicio no es especificable por anticipado, sino que sólo pueden ser especi­ficados los procedimientos justos y adecuados para alcanzarlo. Con todo, al igual que sucede con cualquier distribución, el proce­dimiento y el resultado pueden diferir en su grado de justicia: procesos absolutamente justos han tenido por resultado veredictos que más tarde se ha visto que eran injustos, y lo mismo puede ocurrir en la justicia social procesal. Cuando se considera la jus­ticia distributiva, es necesario tener en mente el modelo legal, pero no se ha de poner demasiado el acento en el paralelo, ya que un énfasis persistente en la culpa y en la retribución, pese a los esfuerzos de los reformadores penales, lo convierte en un modelo inadecuado para la distribución de bienes sociales allí donde tam­bién se deben tener en cuenta otras consideraciones.

¿Qué es justicia?

La justicia es un concepto moral tanto como político que, de acuerdo con el filósofo moral, puede aplicarse a cualquiera o a todos los tres estadios de la acción: la intención, el acto y el re­sultado. La justicia en un estadio rara vez garantiza la justicia en otro, de ahí que tengamos casos problemáticos como el de Robin Hood, cuya intención de aumentar la felicidad de los po­bres (robando a los ricos) era, sin duda, justa y benevolente. Unos dirían que el resultado de su acción era justo, otros que no, pero la mayoría estaría de acuerdo en que el procedimiento preferido de Robin Bood era injusto. Sólo en el caso más simple puede especificarse un procedimiento justo que con seguridad habrá de conducir a un resultado justo y predecible, el caso que Rawls llama de «justicia procesal perfecta»." El ejemplo de Rawls es la

13. RAWLS, A Theory of Justice, p. 85.

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división de un pastel entre dos (o más) personas. Si se sigue el principio de «yo corto, tú eliges», el resultado siempre será una división justa y equitativa del pastel. Por mucha intención que tenga el que corta de obtener la ración más grande para sí, está obligado a dividir el pastel equitativamente para evitar que, con toda seguridad, una división desigual le signifique que la tajada más pequeña le sea adjudicada porque es él el último en elegir. En el siglo XVII, este principio fue enunciado por Harrington en su obra Oceanía, por lo que llegó a ser conocido con el nombre de (,Ley de Harrington», y sigue siendo de gran interés puesto que resulta importante para tomar decisiones políticas y de otro tipo, para firmar contratos y establecer pactos. Pero, desgraciadamente, este principio simple de justicia social no puede funcionar como fundamento de una política social, porque quienes cortan el pastel no son quienes lo comen, y viceversa, debido a la naturaleza elitis­ta de los gobiernos. Quizás una sociedad en la que el gobierno se ejerciera por rotación, tal como lo proponía Owen, podría hasta cierto punto llevar a la práctica las virtudes y los reaseguros que entraña la Ley de Harrington.

La propia elección de una teoría de la justicia depende de una concepción ideológica y moral: ésta, a su vez, determina tam­bién si uno sitúa la justicia en las intenciones, en los actos, o en los resultados. El moralista al que le preocupa la responsabilidad y la virtud individuales reclamará justicia en las intenciones y en las acciones y tenderá a pasar por alto los resultados, que nunca son totalmente predecibles, en la medida en que los primeros dos componentes sean justos. Pero la intención es notoriamente difí­cil de establecer en los procesos criminales y extremadamente difícil en el caso de la acción política. En cualquier caso, nadie se atrevería a justificar seriamente un sistem~ político malo o una sociedad injusta afirmando que las intenciones de los gobernan­tes eran buenas, aun cuando estas intenciones se invocaran como un elemento mitigante. Los utilitaristas ortodoxos haCÍan hinca­pié sobre todo en el resultado de la acción y, por lo tanto, evita­ban estos problemas: si el resultado producía el máximo de utilidad social, se decía que era justo. Pero así se ignoraba el hecho de que la utilidad social podía ser incrementada sobre todo por acciones que, de acuerdo con criterios convencionales, eran in­justas, como sucedía en el caso de. Robin Hood. El contraejemplo invocado contra las tesis de los utilitaristas es que allí donde se pudiera aumentar la utilidad social matando un chivo expiatorio inocente, el utilitarismo permitiría que se cometiese esta grave injusticia. Para evitar ésta y otras contradicciones, J. S. Mill y otros, conocidos como «utilitaristas normativos», proponían re­glas para orientar las acciones, normas que debían ser seguidas para extraer utilidad: entre ellas se destacaba la regla de la jus-

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ticia.14 Esta regla evitaba las distintas discrepancias, pero en cierto modo contrariaba la afirmación de Bentham de que la uti­lidad era el principio absoluto, según el cual todo debía ser juz­gado. La enmienda propuesta por Mill desplazaba el acento del resultado al acto, que sería evaluado dependiendo de si cumplía o no con la regla de la justicia.

Cualquier aplicación de una teoría de la justicia a situaciones existentes (resultados) implícitamente presupone un juicio sobre los resultados de acciones pasadas, considerándolas a la luz de éstos. Cuando se proponen nuevas reformas para rectificar una si­tuación injusta, la teoría debe ponderar la justicia de la acción propuesta tanto como del resultado que se intentaba obtener: esto es, al evaluar una medida política o cualquier otra actividad en relación con la justicia, hemos de tener en cuenta tanto los medios como los fines. A menudo se plantea la cuestión de si, prima facie, un medio injusto puede emplearse para obtener un fin justo, particularmente en relación con la redistribución, la vio­lencia y la revolución. ¿Se puede cometer una injusticia en bien de la justicia? Para evitar la censura de quienes piensan que esto no es posible porque la justicia, al igual que los derechos, debe ser considerada inviolable, el reformador o el revolucionario ten­derá, por lo general, a invocar las injusticias de la situación exis­tente: la riqueza que debe ser redistribuida ha sido obtenida sobre la base de la explotación de los pobres, o bien, quienes apelan a la violencia política son reprimidos y perseguidos injustamente. En última instancia, en estos casos uno se ve en la obligación de cal­cular dónde hay más justicia, pese a que, en vista de que los re­sultados son impredecibles, siempre existe el riesgo de que al em­prender una acción injusta ésta, en definitiva, no resulte en una justicia mayor. La conciencia de este hecho, sin embargo, no de­bería inducir a la justificación general de la aquiescencia política o la inacción. Rawls propone una solución alternativa a este di­lema, solución que resulta tentadora porque evita la necesidad de invocar los medios contra los fines y de calcular lo que no puede ser calculado: Rawls sugiere que cuando no podemos estar seguros de cuál vaya a ser el resultado, debemos especificar un procedimiento justo y atenemos a éste. Pero esto supone que las situaciones existentes a las que será aplicado el procedimiento no son en sí mismas burdamente injustas: y, como se ha sugerido más arriba, en realidad Rawls incorpora su propio resultado pre­ferido como parte de sus dos principios procesales. Quienes son partidarios de considerar a la justicia procesalmente (y, por tan­to, de limitar la gama de las reformas propuestas por este pro­cedimiento) lo hacen generalmente porque han alcanzado ya un estado de la sociedad que consideran justo y han especificado pro­cedimientos que perpetúan dicho estado. En otras palabras, los

14. J. S. MILL, Utilitarianism, Collins, 1962, cap. v.

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procedimientos tienden a surgir de un sistema social establecido al que reflejan y sostienen. Los componentes de la justicia de se­gundo orden, la equidad y el proceso debido, no pueden por sí solos crear una sociedad justa si ésta no existe ya, y pueden en cambio reforzar injusticias existentes, aun cuando puedan impedir que se cometan otras injusticias.

En conexión con la justicia social, surgen muchos debates im­portantes que forman la materia de la argumentación política con­temporánea. ¿Puede existir la justicia sin la libertad? La teoría de Rawls sugiere que no, como piensa también el liberalismo en ge­neral, puesto que la teoría liberal de la justicia es conmutativa, basada en el libre cambio.1S Pero no hay razón para pensar que no pueda existir una justicia definida de modo diferente en una sa­ciedad que no es libre, según los criterios liberales. Todos podrían estar igualmente subordinados al todo mediante el proceso debido, en virtud de los intereses del mayor bienestar material y moral para todos, tal como lo sugiere Rousseau. La justicia implica una comparación entre iguales, pero si en una sociedad los iguales fueran no libres por igual, no podría decirse que esta sociedad es injusta únicamente sobre la base de estos criterios. Puede hablar­se de injusticia sólo cuando no existe una buena razón por la que se justifique que algunos iguales sean menos libres. Sólo cuando la «justicia» es considerada como un sinónimo del «bien», puede decirse que existe un vínculo esencial entre la libertad y la justicia por parte de quienes consideran la libertad como un elemento vital de la Vida Buena. Ciertamente, en una sociedad ideal, las personas serán libres y justamente tratadas, pero en una sociedad imperfecta la libertad a veces debe ser recortada para permitir una mayor justicia, y la justicia como principio dis­tributivo y de ordenamiento puede funcionar de todos modos cuando no hay un elevado grado de libertad personal.

En la medida en que la revolución industrial hace pensar que en un futuro no muy distante la sociedad logrará ,alcanzar un bienestar material completo, los filósofos se han planteado la cuestión de si los problemas de la justicia social no desaparece­rán una vez alcanzado este estado de opulencia y abundancia. Si todos tuvieran más que suficiente, ¿qué fundamento tendrían las quejas, incluso si unos tuvieran más que otros? Desde los socia­listas utópicos a los casi utópicos, como Marcuse, la perspectiva de la abundancia ha servido como conveniente solución hipotética para los problemas de la distribución, aun cuando esta perspec­tiva sufra hoy un retroceso en Occidente y no haya existido nunca para la mayoría de las naciones del mundo. Pero, si bien la jus­ticia social se refiere principalmente a la distribución de bienes escasos, los teóricos han señalado que en una sociedad cualquiera,

15. W. B. GALLIE, «Liberal morality and sociaJist morality», en Philosophy, Politics and Society, 1st. series (ed. P. Lastlett), Blackwell, 1956.

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por abundante que sea, siempre existirán «bienes de posición» que seguirán siendo escasos y que deberán ser distribuidos justamen­te. No todos pueden ganar una carrera, ni ser primer ministro, ni vivir en una primorosa casa de campo, ni siquiera en una utopía. Idealmente, podría pensarse que tales bienes pueden distribuirse entre quienes voluntariamente, a cambio de ellos, estén dispuestos a abandonar o a renunciar a cierta cantidad de bienes materiales, tan a menudo como lo son entre quienes ya están bien provistos. No cabe duda de que en una situación de abundancia seguiría sien­do necesario un principio para distribuir los bienes de posición, en la medida en que los sentimientos de envidia se desplazarían y se orientarían a la posesión o la carencia de bienes de posición. Por consiguiente, parece que el concepto de justicia seguirá entre no­sotros mientras dure la sociedad, por muy opulenta que ésta llegue a ser.

Naciones y generaciones

Si bien los filósofos se han preocupado desde hace siglos por la naturaleza. de la justicia en los marcos de una sociedad, la cuestión paralela de si ha de haber justicia en la distribución de bienes entre las naciones no fue debatida seriamente hasta tiempos re­cientes, en los que la aparición de tantas naciones nuevas y pobres convirtió la cuestión en un tema de urgente respuesta. De acuer­do con la teoría «humanitaria» de la responsabilidad moral de Singer. el individuo tiene un deber ilimitado de ayudar a otros seres humanos si tiene la posibilidad o el poder para hacerlo. in­cluso hasta el punto de tener que reducirse a sí mismo al nivel de la mera subsistencia a fin de dar a los demás'" (Muchos re­chazarían esta lógica. en la medida en que son incapaces de soportar las consecuencias que tendría esta teoría. que sugiere que o bien nos reducimos a la pobreza o sufrimos una constante y opresiva culpa.) De modo similar. si se aplica el mismo principio de la obligación moral a las naciones, la mayoría de ellas tenderá a rechazarlo, puesto que la aplicación de este principio supondría el agotamiento de los recursos propios y la reducción del nivel de vida de sus ciudadanos en beneficio de pueblos distantes de incier­ta buena voluntad. Sin embargo, aunque se rechace el principio de la obligación ilimitada de la teoría de Singer y se sustituya por cierto concepto de altruismo limitado. no podemos considerar cada Nación-Estado como un enclave en el cual reina la justicia, en un mundo en el que, por 10 general. la justicia es constantemen­te denegada. Sea cual fuere la concepción de la justicia que .se defiende. ésta no puede contemplar diferencias de nacionalidad,

16. P. SINGER, cFamine, Mfluence and Morality», en Philosophy, Politics and Society, 5th series (ed. P. Laslett y J. Fishkin), Blackwell. 1979, p. 23.

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sino que debe suponer un tratamiento equitativo de todos los seres humanos iguales, en todas partes. La enormidad de la tarea que entraña esta proposición sorprende incluso a los filósofos, por no decir a los políticos, pero el acento que se pone hoy en día a la ayuda para los países en desarrollo indica que al menos hay un cierto reconocimiento por parte de los países industrializados en cuanto a su propia responsabilidad, en la necesidad de como partir los recursos mundiales más justamente. El informe Brandt formulaba este deber de modo bastante claro, pese a que pocas ac· ciones se han inspirado en sus principios. La cuestión de la redis· tribución internacional se ha visto complicada y no siempre foro talecida por el argumento de que los países coloniales deben resti­tuciones y reparaciones a sus ex colonias. Las cuestiones acerca de la culpa histórica que se transmite de una generación a otra y de las relaciones de culpa entre naciones son tan discutibles como las que atañen a los títulos históricos, pero basar el argu­mento en favor de la redistribución internacional en el hecho de que resulta grotesco que algunos vivan en el lujo mientras que otros se mueren de hambre, constituye una lógica inexorable y persuasiva, salvo quizás para quienes piensan que esto, también, es parte de la justicia natural.

Recientemente, se ha debatido in extenso la cuestión de la «justicia entre las generaciones», a partir de la afirmación de Rawls de que los hombres en la "posición original» aceptarían es· tablecer una «tasa justa de ahorros» para abastecer de víveres y mejorar las vidas de sus descendientes. Muchos filósofos se han incorporado al análisis de qué sentido tendría plantearnos si te· nemas deberes respecto a las generaciones futuras, generaciones que aún no existen, y acerca de si debemos o no disponer los bie· nes justamente, entre nosotros y ellas. No es un enigma que intri­gue exclusivamente a los filósofos, en efecto, puesto que a partir de nuestros supuestos sobre la índole de nuestros deberes relati­vos a la posteridad, por muy encubiertos que estén estos supues­tos, se deben resolver algunos dilemas prácticos en relación con las medidas sociales. Por ejemplo, si se debe reinvertir para renovar nuestra base industrial o si se ha de seguir indefinida· mente con el despilfarro, todas éstas son cuestiones vitales para el pueblo de Gran Bretaña en este momento. Resulta importante para el futuro del planeta determinar si tenemos el deber de pre­servar los recursos agotables del mundo para nuestros descen­dientes o si tenemos el derecho de agotarlos sin importarnos qué va a suceder con la generación siguiente -tal como se predice que haremos-, cuestiones que han sido sometidas a debate polí­tico por los Verdes en Alemania y por los partidos ecologistas en muchos otros países europeos. El modo en que debemos tratar a los ancianos en la sociedad (que se han empobrecido a sí mismos hasta cierto punto para proporcionarnos un futuro más brillante, o para pagar sus propias pensiones) es otra cuestión controvertida

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cuya importancia crece a medida que la edad de la población se hace mayor y la inflación va erosionando los ahorros reunidos a lo largo de una vida. Todos éstos son problemas relacionados con la justicia que se merecen entre sí las generaciones.

Laslett sostiene que tenemos deberes en relación con las gene­raciones que nos siguen en un futuro próximo, pero no con las generaciones del futuro lejano, y carecemos de deberes con res­pecto a las generaciones pasadas, excepto, por supuesto, con respecto a aquellas que aún siguen viviendo.17 ¿Cómo se puede es­tablecer con precisión un corte entre lo racionalmente próximo y distante en el futuro?, y ¿cómo puede funcionar este corte? Las grietas que se destacan en el argumento de Laslett muestran la complejidad del tema planteado. Su tesis se basa en la concep­ción, mencionada más arriba, de que la justicia nos exige hacer todo lo posible para mejorar el bienestar de cualquier ser hu­mano «presente real o potencial» (es decir, inclusive seres futu­ros). ¿Significa esto que en realidad tenemos el deber de produ­cir tantos niños como sea posible, de modo que podamos mejorar su bienestar? Tal como ha demostrado la controversia levantada por el tema del aborto, el concepto de un ser humano potencial es inaplicable tanto en teoría como en la práctica. Tal vez Rawls esté más próximo a resolver la cuestión que Laslett cuando dice que los hombres, en la posición original, se verían a sí mismos como los padres posibles en la sociedad del futuro y, por consi­guiente, optarían por suministrar bienestar a todos los niños in­vocando la justicia: este argumento en favor de la justicia entre las generaciones se apoya claramente en una base muy diferente de la que se vale la concepción de Laslett sobre la responsabilidad moral ilimitada: el afecto natural. En suma, si bien el debate es extremadamente complejo y demasiado emocional, para resumirlo puede decirse que mientras que nuestro deber con respecto a las generaciones vivientes, las más jóvenes y las más viejas, puede ser determinado con claridad sobre la base de las teorías con­vencionales de la justicia, nuestros deberes con respecto a las ge­neraciones que aún no han nacido no pueden apoyarse en la jus­ticia definida en términos de igualdad, necesidad o mérito (puesto que, como todos sabemos, éstas pueden no merecerla, o ser in­feriores a nosotros, y si no somos demasiados cuidadosos con las armas nucleares, es probable que ni siquiera lleguen a existir). Se­mejante deber debe apoyarse en una concepción de la sociedad y de la humanidad como entidades continuas, cuya preservación tiene un valor absoluto. Este juicio acerca del valor intrínseco de la raza humana no tiene especial conexión con la idea de justicia y no todos estaríamos dispuestos a hacerlo. Para evitar que en

17. P. LASLEIT, «The conversation between the generations», en Philosophy, Politics and Society (eds. P. Laslett y J. Fishkin); véase también B. Barry, y R. l. Sikara (eds.l, ObligatiOl1s lo Future Generations, Temple U. P., 1978.

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este punto caigamos en el debate sobre la vida, el universo y el todo, podríamos decir que, en la práctica, la justicia sólo puede ocuparse de situaciones existentes y de seres vivos, y también de quienes acaban de morir y quienes muy pronto habrán de nacer. No se nos puede exigir que actuemos moralmente hacia personas que no van a nacer sino al cabo de cien años, pero es razonable que se nos exija comprometernos a actuar con justicia y moral­mente hacia la próximas dos generaciones.

El concepto de justicia adquiere esas connotaciones especiales que lo convierten en un ideal político poderoso merced al fuerte elemento moral presente en él, pero es este mismo elemento lo que también supone el peligro de que cualquier cosa que sea considerada moralmente mala sea también descrita como "in­justa», como si las dos palabras fueran simples sinónimos. Es po­sible que nada de lo que es moralmente malo deje de ser al mismo tiempo injusto, puesto que normalmente la mala conducta consiste en tratar a los demás como si fueran menos iguales que uno o como medios para satisfacer nuestros propios fines, e igno­rar de esta manera lo que la justicia nos impone, a saber, tratar a los iguales de manera equitativa. Pero el concepto político de la justicia social tiene una aplicación más limitada que la moral, y lo que es injusto en la sociedad considerada en conjunto no es necesariamente el resultado de acciones moralmente malas reali­zadas por individuos. La naturaleza ordinal y regulativa de la jus­ticia fue establecida por Platón, para quien la justicia significaba una armonía y proporción debida en los marcos de la sociedad, o, en el individuo, un equilibrio saludable entre las distintas faculta­des: la sociedad justa es la sociedad internamente armoniosa y lo mismo se dice de lo que sucede con el hombre.18 Esta concepción es significativamente más amplia que la concepción de la justicia que inspira la época moderna, más individualista y orientada ha­cia el consumo, concepción que se concentra principalmente en quien obtiene cada cosa. Platón hace hincapié en las interrela­ciones que existen entre los individuos y la sociedad, cuestión que es en gran medida ignorada por la teoría liberal de la justicia, si bien está implícita en las concepciones socialista y conservadora. Es posible que nuevas especulaciones en torno a este tema tengan en cuenta las dimensiones sociales que Platón extrae de él.

Una fábula de Borges, La lotería en Babilonia," nos ayuda a clarificar una convicción muy común acerca de la naturaleza de la justicia. En la Babilonia mítica sobre la que escribe Borges, los ciudadanos se someten a un sorteo cada sesenta días para decidir cuál habrá de ser su función en la sociedad durante los próximos dos meses. A uno puede tocarle el papel del asesino confeso y con-

18. PLATÓll, República (versión inglesa de H. D. P. Lee), Penguin, 1955, parte 5. 19. J. L. BORGES, Labyrinths, Penguin, 1970. Para una justificación del prin·

cipio de la lotería, véase B. GOODWIN", Justice and the Lottery .Polítical Studies», XXXII, 2, 1984.

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victo, y ser ejecutado, y otro puede asumir el mando del ejército, otro convertirse en esclavo, etc. Al cabo de dos meses las suer­tes vuelven a echarse y los cambios en las funciones recomien­zan. Al describir los orígenes de la costumbre, Borges dice que co­menzó imperceptiblemente, pero cuando las personas se fueron haciendo adictas a la estimulante incertidumbre y variedad que el juego suponía, acabaron exigiendo la extensión de la lotería a to­dos los aspectos de la vida. Formalmente, el sistema babilónico re­cuerda el modelo procesal de Rawls, pero las personas que se encuentran en la «posición original» en Babilonia son inveterados temerarios y no piden reaseguros futuros para sí mismos. La justi­cia del sistema reside solamente en el proceso de la lotería, dado que algunas de las instituciones de Babilonia son claramente crue­les o injustas. La mayoría de las personas no estaría dispuesta a vivir en esta Babilonia, y ni siquiera la consideraría como mode­lo o alternativa para una sociedad justa, si bien, procesalmente, lo es. Esto indica hasta qué punto nuestro deseo de justicia está vin­culado a un deseo de regularidad, orden y seguridad, del tipo del que brindan para nuestras vidas el proceso debido y la equidad. De modo similar, la justicia social es valorada por la importancia que da a estas mismas cualidades en cuanto a la distribución de bienes. A esto se debe que el.mejor antónimo de «justO» sea «arbi­trario» y que, si bien los ideólogos de las distintas doctrinas no están de acuerdo acerca de los criterios que deben aplicarse para administrar la justicia social -y estas disputas son importantes para la vida política-, ninguno de ellos cuestiona seriamente el lugar de la justicia entre nuestros ideales políticos. Ningún otro ideal político goza de similar inmunidad.

Justicia e igualdad

Una observación sumaria de la sociedad nos muestra desigual­dades de todo tipo, de edad, capacidad, sexo, inteligencia, educa­ción, condición social y posición económica. ¿Por qué razón entono ces, pese a ser una causa perdida, la igualdad es tan importante y controvertida como parte de la teoría política y de la ideología? De lo que ha sido dicho hasta ahora, resulta claro que la justicia está Íntimamente conectada con la igualdad, en el sentido del «tra­tamiento justo y no arbitrario de los iguales», si bien no necesaria­mente requiere una igualdad sustancial entre los individuoS. La igualdad es también el primer supuesto de la moral: actuamos moralmente con respecto a otros porque suponemos que son igual­mente sensibles, igualmente vulnerables, e igualmente merecedores de respeto en un sentido formal o abstracto, aun cuando existan visibles diferencias de sensibilidad y de valor entre los individuos particulares. Si las personas que pertenecen a cierto grupo son definidas como inferiores, la exigencia de actuar moralmente ha·

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cia ellas, dirían algunos, queda anulada. El genocidio y la opresión de grupos de particulares o de razas se ha justificado, por 10 ge. neral, redefiniendo tales grupos como subhumanos, es decir, como grupos que no merecen nuestro respeto moral. La afirmación de la igualdad de todos los seres humanos actúa, en última instancia, como una defensa contra este tipo de tratamiento. La igualdad de la humanidad y las medidas basadas en ella a veces se han justi­ficado sobre la-base empírica de que las personas se parecen mu­cho más de lo que difieren entre sí, pese a que podría decirse que la experiencia cotidiana contradice esta afirmación: ¿qué hace. mas sino comprobar las diferencias que existen entre los indivi­duos? Sin embargo, desde el punto de vista de un perro o de un mosquito, no cabe duda de que las semejanzas son mucho más sorprendentes que las diferencias. Los modelos abstractos que a veces construyen los filósofos políticos, en los que todos los indi­viduos son idénticos e igualmente sabios, morales, autónomos, etc., es obvio que sostienen que la justicia debe consistir en el trata­miento sustancialmente igualitario de todos. Pero las desigualda­des naturales y artificiales que existen fuera de los modelos crea­dos por el filósofo, requieren una justicia basada en un tratamiento estructurado cuidadosamente, un tratamiento desigual, diseña­do para evitar las injusticias y compensar las desventajas natura­les. Como hemos visto, las teorías de la justicia necesitan estipular los tipos de desigualdad que hacen inadecuado el tratamiento de­sigual: desigualdades de capacidad, necesidad y mérito, por ejem­plo. Por lo tanto, si bien sabemos intuitivamente que es incorrecto que un juez trate diferencialmente casos similares y que una justa distribución será igualitaria a falta de otras consideraciones, el tratamiento numéricamente igualitario no es en sí mismo una con­dición suficiente para la justicia, e incluso puede suceder que vaya contra ella.

El examen de las causas supuestas de la desigualdad debería preceder cualquier análisis en tomo a la cuestión de si la igualdad en sí misma debe considerarse como un ideal político indepen­diente, y cómo debería funcionar en una teoría de la justicia. Hobbes imaginó un estado de naturaleza anterior a la sociedad en el cual los hombres gozaban de una igualdad natural de experien­cia y eprudencia» (razón) y una aproximada igualdad de fuerza física.

eA partir de esta igualdad en las capacidades surgió una igual­dad de esperanza en la obtención de nuestros fines.» 20

La serpiente entra en este paraíso a través de la escasez de los recursos: si dos hombres desean la misma cosa y tienen «igualdad de esperanzas» de obtenerla, se convierten en enemigos. También,

20. T. HOBBBS. Uvialhan, Penguin. p. 184.

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decía Hobbes, intentarán preservarse a sí mismos empleando la violencia anticipadamente contra los otros; más aún, desean la distinción, la estimación de los demás, y si es necesario la obten­drán «por la fuerza». Así es que, por paradójico que parezca, la igualdad aproximada y natural conduce a una guerra de todos contra todos y al sometimiento de unos a otros. Rousseau también intentó explicar de qué manera la igualdad existente entre los felices salvajes que habitaban en su mítico estado de naturaleza desapareció a medida que se fueron constituyendo las sociedades. Él también subrayaba el deseo del honor y la distinción como una de las principales causas, junto a la desigualdad en los talentos naturales que creaba desigualdades de propiedad. Lo peor fue que la distinción social quedó atribuida a la posesión de propiedades, produciendo rivalidad, ambición y envidia.

«Todos estos males fueron el primer efecto de la propiedad y las consecuencias concomitantes e inseparables de la creciente de­sigualdad.» 11

De modo que Rousseau también sugiere que la desigualdad no es natural, sino que es impuesta por las circunstancias y, más pre­cisamente, por la sociedad. «El hombre nace igual, pero en todas partes está encadenado."

La hipótesis de Rousseau, en el sentido de que los hombres eran iguales en un estado anterior a la sociedad, o lo son por na­cimiento, es coherente con su afirmación de la igualdad abstracta de la humanidad, afirmada más prosaicamente por otros escritores del siglo XVIII como Paine. Sin embargo, no se necesita creer que la igualdad es el estado original de la humanidad para creer que debe de ser un objetivo político; y en la actualidad, la mayo­ría de los autores se niegan a especular acerca del estado natural del hombre. Desde luego, es posible reconocer la presencia de la desigualdad en la sociedad sin condenarla: en efecto, muchos con­servadores la aplauden. ¿Por qué, entonces, Rousseau, los socia­listas y los anarquistas la abominaron? La primera razón, prác­tica, era la miseria social evidente, resultante de la desigualdad combinada con la escasez, que condenaban por razones humanita­rias. En segundo lugar, las desigualdades de riqueza y de privilegio llevaban a desigualdades de poder y a la dependencia y subordina­ción de unos con respecto a la voluntad de otros, lo cual les priva­ba de dignidad y de autonomía. Rousseau pensaba que este tipo de dependencia había sido el resultado de la necesidad de encarar actividades económicas colectivas, Godwin afirmaba que la acumu­lación desigual de propiedades conduce a «la servidumbre, la de­pendencia y la dominación», mientras que Condorcet observaba que las desigualdades educativas llevaban a la dependencia y de-

21. J. J. ROUSSEAU, A Discourse ... On Inequality, Dent, 1913, p. 203.

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samparo del individuo. Los filósofos posteriores a la Ilustración no hicieron más que elaborar estas críticas básicas. La lista po­dría extenderse, pero se han dicho suficientes cosas para demos­trar que las desigualdades sociales no son condenadas a priori por tales filósofos, sino porque violan otros ideales: el goce de una vida feliz, independiente y digna, a la que todos los individuos son dignos, puesto que todos los individuos tienen los mismos méri­tos para optar por ella en la medida en que son seres humanos.

Los campeones de la desigualdad la defienden sin negar la úl· tima afirmación, puesto que esto supondría ir en contra de los dictados de la mayoría de las religiones y las morales en uso, sub­rayando la utilidad funcional de la desigualdad en la sociedad que, supuestamente, beneficia a todos. En The Fable of the Bees, Mandeville afirmaba que la desigualdad producía los talentos, las empresas y el arte, y Hume coincidía con él. Más tarde Kant afirmó, contra Rousseau, que la «desigualdad no sólo es una rica fuente de lo malo, sino también de todo lo bueno». El darwi­nismo social, que afirmaba que el principio de la «supervivencia de los más aptos debía aplicarse y funcionar sin obstáculos en la sociedad tanto como en la naturaleza», dio nuevo impulso a la causa no igualitaria con su postulado de que unos individuos son inferiores y que protegerlos o compensar sus deficiencias debilita el calibre de una sociedad en su conjunto. La naturaleza rechaza la igualdad: «el progreso. a través de la desigualdad» era el meno saje. Finalmente, las teorías pluralistas modernas que se empeñan en marcar las diferencias sociales, pueden convertirse fácilmente en una defensa de la desigualdad. Los defensores de la desigual­dad la justifican, por lo general, refiriéndose a criterios holísticos como "la calidad de la vida (¡calidad, no igualdad!)>>, «la supervi­vencia de las culturas», «el avance de la civilización», quizás por­que no puede ser justificada satisfactoriamente sobre la base de criterios individualistas, porque implica la opresión o incluso el sacrificio de unos individuos en favor de otros o del conjunto so­cial. Otros partidarios de la desigualdad simplemente defienden la desigualdad social en la medida en que la consideran como un re­flejo justo de diferencias genéticas entre los individuos, abando· nando de esta manera, implícitamente, cualquier concepción de que exista un valor igual o un igual derecho a tener una vida sa­tisfactoria. La socio-biología, asumida por algunos de los Nuevos Conservadores, justifica las maquinaciones del «gene egoísta» y, por tanto, de la desigualdad, en un modo que recuerda las «teo­rías» biológicas y raciales enunciadas por el nazismo. El supuesto de que la desigualdad es un fenómeno natural, permanente, condu­ce a teorías políticas que reivindican la forma de sociedad jerár­quica o elitista, o justifican una abierta meritocracia. Con el des­plazamiento hacia políticas conservadoras, que ha tenido lugar en la última década, ha habido una verdadera explosión de libros di­rigidos contra la igualdad y los igualitarios: algunos de estos títu-

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los se enumeran en las notas a este capítulo.2' La mayoría de estas obras se basa en el tipo de supuestos mencionados más arriba y/o en argumentos dudosos del tipo del que ahora habrá de ocu­parnos.

Aparte del argumento de que la desigualdad fortalece y em­bellece el conjunto social, que parece siempre estar dirigido de haut en bas (¿hubiese estado de acuerdo Spencer en ser eliminado si se hubiese descubierto que era genéticamente inferior?), existen muchos argumentos utilizados para demoler el igualitarismo seña­lando los resultados de esta política: en efecto, éstos suelen ser comúnmente empleados más que la defensa abierta de la desigual­dad. El primero de estos argumentos es que nunca llegaremos a una auténtica igualdad debido a la prevalencia de las desigualda­des naturales y de otros factores humanos, como la envidia social yel resentimiento. Esto es lo mismo que decir «nunca obtendrás el 100 por 100 en este examen, por lo tanto no te preocupes en some­terte a él», la falacia es evidente. En segundo lugar, se ha dicho que las medidas igualitarias siempre significan un «nivelar hacia aba. jo, no hacia arriba». Esta afirmación contradice los hechos porque en cualquier proceso redistributivo unos son nivelados hacia aba­jo y otros lo son hacia arriba. Históricamente, algunas revolucio­nes socialistas han reducido los niveles de vida de todos durante un tiempo: pero, por otra parte, la población china está claramen­te mejor hoy en día de lo que estaba en 1949. Para responder a este argumento en los términos fácticos en que suele ser propues­to, el igualitario puede afirmar que en la mayoría de los casos quienes han sido nivelados hacia abajo constituyen una pequeña minoría, de modo que, de acuerdo con un principio mayoritario, el nivelar hacia arriba compensa más que suficientemente al con­junto de la sociedad. Un tercer argumento que suele esgrimirse contra la igualdad ha sido calificado de «argumento del renacuajo', por Tawney. Muchos son los renacuajos, pero pocos sobreviven para convertirse en sapos, pese a ello, el hecho de que pocos so­brevivan se dice que justifica la empresa y el esfuerzo de la na­turaleza. De modo similar, hay quienes justifican nuestra desigual sociedad (Tawney escribía un estudio sobre Gran Bretaña a finales de la década de los veinte) 21 por el hecho de que de ella pueden surgir individuos excepcionales. En la India, el mito del «mendigo­de-Bombay-que-se-convirtió-en-milIonario» puede satisfacer o inclu­so inspirar a los pobres, pero pocas veces sirve como justificación del sistema jerárquico imperante. El argumento de que la igual­dad entra en conflicto con la libertad ha sido analizado ya en el

22. Obras típicas de la nueva escuela antiigualitaria son A. FLEW, TlJe Poli­ties of Procrustes, Temple Smith, 1981; K. JOSEPH y J. SUMPTION, Equa/ity, John Murray, 1979; W. Letwin (ed.). Against Equality, Macmillan. 1983. El igualitaris­mo es defendido contra el ataque de estos críticos en P. GREBN, The Pursuit oi lnequality, Blackwell, 1981.

23. R. H. TAWNEY, Equaiity, Allen & Unwin, 1931, 4a. edici6n.

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capítulo V Y ha quedado demostrado que es insostenible. En breve, los argumentos esgrimidos contra las medidas igualitarias son, en esencia, débiles o falaces y, por lo general, bastante tangencia­les con respecto a la justificación básica del igualitarismo. Este carácter tangencial no es accidental, puesto que cuestionar di­rectamente el supuesto moral de la igualdad humana de valor sig­nifica abrir una caja de Pandora de argumentos amorales e inmo­rales.

Tawney afirmó que postular la igualdad como un hecho sobre los caracteres y la inteligencia de los hombres es insostenible pero, como juicio de valor, es aceptable. Socialmente, la política debería actuar para producir la igualdad de circunstancias, instituciones y modo de vida; si bien la igualdad completa no puede lograrse, éste debería ser el objetivo. ~sta es una afirmación de la posición igua­litaria tan buena como cualquier otra, y demuestra claramente que cuando un igualitario proclama «todos los hombres son iguales» no se engaña a sí mismo afirmando que se trata de un hecho, sino que lo proclama como una aspiración. Las medidas igualitarias en Occidente han sido, por lo general asociadas con la ideología izquierdista y con la crítica a la propiedad, pero otras culturas di­ferentes dan buenas razones para aspirar a una sociedad más igua­litaria. En Corning of Age in Samoa, Mead describe cómo la comu­nidad samoana desalienta la precocidad y las empresas o las realizaciones sobresalientes, y es más caritativa hacia los perezosos y los estúpidos que hacia los que todo lo consiguen. Esta actitud que tiende a «nivelar hacia abajo» produce la paz y la armonía so­ciales y parecería que, en muchos aspectos, da lugar a un modo de vida feliz y satisfactorio. Los occidentales deberían pregun­tarse hasta qué punto la desigualdad ha sido magnificada, en cuanto a su carácter natural y a su condición inevitable, por una ideología que sostiene un sistema económico cuya esencia es la división del trabajo, la especialización de las funciones y las gran­des diferencias de riqueza.

La igualdad, por tanto, es un término ambiguo. Puede invocarse como un principio sustancial o absoluto que detennina específi­camente el resultado de una distribución: una persona un voto, es decir, una distribución uniforme. Pero la mayoría de los debates políticos se concentran en versiones más sofisticadas de la igual­dad: la igualdad de oportunidades, la igualdad de tratamiento o la igualdad de recursos. ~stos son principios de segundo orden, procesales, que determinan estrategias y métodos de distribución, pero no resultados en particular. Son lo suficientemente flexibles para evitar el lecho de Procusto, abarcar todas las diferencias hu­manas individuales, y por tanto, son más poderosos que la idea de una simple igualdad numérica, aunque esto tiene su lugar en la distribución de bienes tales como los derechos. De una manera u otra, la igualdad es invocada por todas las teorías de la justicia, aunque sólo bajo el ropaje de la equidad y el proceso debido,

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puesto que sólo de esta manera cualquiera puede estar seguro de .que su caso será tratado tal como se trata el caso de los demás. Así pues, para cualquier teoría de la justicia social, resulta capital una concepción de la igualdad, pero depende del propio punto de vista ideológico que la igualdad sea considerada como un fin en sí misma.

El análisis teórico no puede colocarnos ante el umbral de la justicia, a la que analiza como un principio de segundo orden, for­mal (insustancial). Llegado este punto, necesitamos de los valores que nos proporciona la ideología para convertir el ideal en algo sustancial y dar el paso necesario para ingresar en la Sociedad Justa. En este aspecto, la justicia, más que todas las demás ideas analizadas en este libro, sirve como ilustración de las íntimas relaciones existentes entre las ideas políticas y las ideologías y la imposibilidad de entender a unas y otras aisladamente.

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