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www.gemmalienas.com ilustraciones: Javier Carbajo Gemma Lienas La Galera Este documento es un extracto de la obra Las ballenas desorientadas Emi y Max

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La Galera Emi y Max Este documento es un extracto de la obra ilustraciones: Javier Carbajo www.gemmalienas.com

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www.gemmalienas.com

ilustraciones: Javier Carbajo

Gemma Lienas

La Galera

Este documento esun extracto de la obra

Las ballenas desorientadas

Emi y Max

LAS BALLENAS DESORIENTADAS

Gemma Lienas

Esta obra ha sido publicada con una subvención de laDirección General del Libro, Archivos y Bibliotecasdel Ministerio de Cultura para su préstamo públicoen Bibliotecas Públicas, de acuerdo con lo previsto en elartículo 37.2 de la Ley de Propiedad Intelectual.

Primera edición: abril de 2007

Diseño de la colección: Elisabeth TortIlustraciones: Javier Carbajo

Edición: Cristina SansCoordinación editorial: Laura EspotDirección editorial: Lara Toro

© Gemma Lienas, 2007, por el texto© Paulino Rodríguez, 2007, por la traducción© La Galera, SAU Editorial, 2007, por la edición en lengua castellana

La Galera, SAU EditorialJosep Pla, 95 – 08019 [email protected]

Impreso en ReinbookCtra. de la Sta. Creu de Calafell, 7208830 Sant Boi de Llobregat

Depósito legal: B-198-2007Impreso en la UE

ISBN: 978-84-246-2547-4

Prohibida la reproducción y la transmisión total o parcial de este libro bajo forma alguna ni por medio alguno, electrónico o mecánico (fotocopia, grabación o cualquier forma de almacenamiento de información o sistema de reproducción), sin el permiso escrito de los titulares del copyright y de la casa editora.

PODRIDOS EN CASA

¿P or qué a las madres siempre se les ocu-

rren cosas tan plastas justo el día que

empiezan unas vacaciones? ¿A la tuya también? Des-

de luego, a la de Emi, sí. No es que sea una maniá-

tica del orden, no. Pero, por lo menos, una vez al

año le da un pronto. Y, hala, a ordenar tocan. La je-

fa dice que los libros están todos manga por hom-

bro y que no hay quien encuentre nada y que van a

reorganizar las estanterías. Y Emi: sí, buana. Su ma-

dre la mira como si fuera a darle una torta, pero no

lo hace porque, según ella, no sería políticamente

correcto, ni ahora que Emi tiene once años, ni cuan-

do era pequeña. Aunque ganas no le faltan, según

parece. Pero la madre de Emi es de ésas. Bueno, de

ésas que ya no quedan: si hay una manifestación,

ella va; si hay que protestar contra cualquier cosa

que afecte al medio ambiente, ella, la primera; y

monta unos pollos discutiendo con sus amigos so-

bre los derechos de la mujer...

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¡Qué suerte: era Max! Emi había imaginado

que le abriría la puerta a un mensajero con chupa

de cuero, botas militares de hebillas y un paque-

te para su madre. Como trabajaba en casa para una

revista y un periódico, a menudo le enviaban car-

tas o paquetes por este sistema. Pues, ¡no!, resul-

tó que se topó con su mejor amigo.

–Hola, colega. Pasa –le contestó Emi, mien-

tras sus ojos color miel chispeaban de alegría.

Max le dedicó una de sus espléndidas sonri-

sas: reluciente y blanca. Y se le marcaron dos hoyue-

los en las mejillas, como siempre que sonreía.

A Emi le gustaban las sonrisas de Max. Y los

hoyuelos de las mejillas de Max. Y también los

ojos de Max, verdes, verdes, como esos pedazos

de cristal gastados por las olas que a veces se en-

cuentran en las playas. Y también le gustaban sus

sonrisas, que parecían de anuncio de pasta de

dientes, no como las suyas, porque cuando son-

reía dejaba ver dos palas grandes como las de los

conejos.

Lo que no podía saber Emi, porque Max nun-

ca se lo había dicho, es que él le envidiaba aquellos

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De modo que aquella primera mañana de va-

caciones, desde muy temprano, se habían puesto a

remover libros y no habían parado hasta las once,

momento en que las fuerzas superiores, o sea, la

madre de Emi, había decretado una tregua.

Y justo cuando Emi, harta de libros, estante-

rías y polvo, se disponía a tumbarse en el sofá para

descansar, llamaron a la puerta, e inmediatamente

su madre, desde la otra punta del piso, tronó:

–Emi, ve a abrir.

No habría hecho falta gritar de aquella forma,

porque el piso no era muy grande, pero como, para

variar, tenía la música a toda pastilla, no quedaba

otro remedio.

Emi estuvo a punto de contestarle que no po-

día, que en aquel preciso instante estaba muy ocu-

pada en no hacer nada. Pero como la respuesta no

le habría gustado un pelo a la autoridad competen-

te, fue a abrir.

–Hola, Emi –soltó Max desde su formida-

ble altura. Era el más alto de la clase. Claro que

también era el mayor de todos, lo que, por cierto,

no se notaba en los resultados.

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–¡Claro!, y no les importa perdérselas. Ni que

me las pierda yo, no te joroba –refunfuñó Max.

–Puedes quedarte con nosotros estos días –pro-

puso Serena.

–¡Eres genial, Serena! –contestó Max, que era

justo lo que quería: pasar las vacaciones de Semana

Santa con ellas.

Era mucho más divertido estar con Emi y Se-

rena que instalarse en casa de sus primos. Los pa-

dres de Max no se atrevían a pedírselo a menudo a

Serena, porque no querían abusar de su amabilidad.

Por esta razón, cuando se marchaban de viaje, algu-

nas veces lo dejaban con sus tíos. Pero en aquella

casa Max se aburría como una ostra: sus primos eran

tres criaturas que no levantaban un palmo del sue-

lo, o sea, unos criajos. En cambio, con Emi se lo pa-

saba de película. Y, además, Emi era de esas amigas

de las que hay pocas: pasara lo que pasara, podías

confiar en ella. Una amiga a prueba de bomba; de

las que no fallan nunca.

–¡Bieeeeen! –chilló Emi.

Le encantaba que Max estuviera con ella; así

tenía compañía. Aunque su madre siempre estaba

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dos dientes tan simpáticos. De ser posible, habría

encargado un par para él en la carta a los reyes.

–¿Quién eeeees? –se oyó gritar otra vez a la ma-

dre, luchando para que su voz fuera más potente que

la música a toda máquina.

Los dos gritaron a la vez:

–Es Maaaaaax.

–Soy yooooooo.

Serena, la madre de Emi, asomó la cabeza

por la puerta de la sala. Se notaba que le habían

puesto el nombre justo al acabar de nacer, cuan-

do nadie sabía aún que no tendría ni un pelo de

serena.

–¡Ah! Eres tú, Max.

¡Alucina! Tanto grito para que no se hubiera

enterado de nada.

–Me estaba pudriendo en casa y...

–¿Y tus padres? –se interesó Serena.

–Preparando las maletas, para variar –contes-

tó Max con sorna–. Se van a Etiopía 15 días, a va-

cunar criaturas.

–¿Se van a quedar sin vacaciones? –preguntó

Emi, aunque conocía la respuesta de antemano.

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taba mucho. En realidad, cualquier cosa de comer

le encantaba, excepto las espinacas.

Emi se encogió de hombros con resignación.

¡Qué bobo era Max a veces! Habiendo chocolate,

¿quién quería comer otra cosa?

–El chocolate, luego –admitió Max–. O en el

bocata de queso. Lo podríamos probar, ¿no?

–¡Qué cerdo! Seguro que serías capaz...

Regresaron a la sala, ambos con el plato del

desayuno.

–¿Qué estabas haciendo cuando he llegado?

–preguntó Max sentándose junto a Emi en el sofá.

Emi se echó hacia atrás el pelo liso y castaño.

–Estaba empezando a no hacer nada –contes-

tó Emi. Y vuelta a echar para atrás la melena casta-

ño-dorada.

A Max le gustaban las vacaciones porque su

amiga llevaba el pelo suelto, aunque eso tampoco

se lo había dicho nunca. Bueno, en realidad las va-

caciones le gustaban por un montón de cosas, no

sólo por ésa. No había que ir al colegio, y ésa era

una buena razón. A Max le parecía que el colegio

tenía muy poca gracia. Que era un latazo, vamos.

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en casa, se pasaba el día pegada al ordenador por-

tátil de su estudio. Emi, que era la fanática más gran-

de del mundo en lo tocante a ordenadores, había in-

tentado muchas veces que le comprara uno para ella

sola. Pero su madre decía que nanay, que con uno

iban que chutaban. Y Emi tenía que aprovechar pa-

ra colgarse de la pantalla los escasos ratos que su

madre la dejaba libre.

–Bueno, luego llamo a tus padres –dijo Sere-

na y, antes de alejarse para terminar lo que había in-

terrumpido con la llegada de Max, añadió–: prepa-

raos el desayuno.

Max y Emi fueron hacia la cocina:

–¿Pan con nocilla? ¿Galletas con chocolate?

¿Una taza de chocolate con bizcochos?

Emi era la típica comechocolate. Podía comerlo

a cualquier hora: para merendar, para desayunar, pa-

ra cenar, cuando estaba contenta, cuando estaba tris-

te, cuando tenía que estudiar... De hecho, si su madre

se lo racionaba, Emi tenía la teoría de que dejaba de car-

burar. «Sin chocolate no puedo pensar», se quejaba.

–¿Y un bocata de queso? – preguntó Max, que

consideraba el chocolate insuficiente, aunque le gus-

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Max la miró y supo que no había nada que ha-

cer: cuando Emi decía no, era no. Era la típica con-

vencida. Siempre sabía qué quería y qué no. Al con-

trario que él. A lo mejor, lo que ocurría era que él lo

quería todo, siempre y muy rápido.

Se sentó suspirando, pero al poco ya estaba

con la sonrisa otra vez puesta. No era fácil quitarle

el buen humor.

–¿Navegamos un rato por Internet? –soltó.

Seguro, seguro que daba en el clavo, porque

Emi era una chiflada de la navegación por la red, un

crack de la informática. En el colegio lo sabía todo

el mundo. Incluso a los mayores les daba un repa-

so. Bueno, como decía su madre, tampoco era tan

extraño porque, como en casa siempre habían teni-

do ordenador, Emi casi aprendió a utilizar el ratón

y el escáner antes que a gatear. Claro que, cuando

entraban en Internet y circulaban por páginas es-

critas en inglés, entonces era Max quien tomaba la

delantera y ella iba de paquete. Porque Max de las

cosas del colegio no tenía ni remota idea, pero en

dos patadas aprendía cualquier idioma. Hombre,

cualquiera, cualquiera, tampoco. Pero era cierto

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–¿Nada, nada? –preguntó entre mordisco y

mordisco Max, que no soportaba la inactividad. Él

era un hombre de acción, siempre dispuesto a em-

prender lo que fuera..., menos estudiar.

–Nada. Estoy hecha polvo. Mamá me ha teni-

do hasta ahora ordena que te ordena –explicó Emi

sin moverse del sofá, en el que más que sentarse

se había tumbado. Emi se tomaba la vida con más

tranquilidad que Max. Por eso se metía en menos

líos que él, y luego lo tenía que salvar, claro.

Max, terminado el bocadillo, se metió una pas-

tilla de chocolate en la boca, se levantó y dio un pe-

queño paseo por la sala con aire pensativo.

–¡Ya sé! Rolling. Vamos a hacer un poco de ro-

lling –propuso.

Estaba seguro de que la propuesta no podía fa-

llar. A Emi y a él les encantaba el deporte, casi cual-

quier deporte. Max era cinturón marrón de kárate. Emi

se dedicaba a todo lo que le echasen. Y con mucho gar-

bo, por cierto. Iban juntos en bicicleta, practicaban

kayaking y montañismo; en fin, lo que se terciara.

–Que no, no seas rollo, anda. ¿No ves que es-

toy baja de pilas?

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algo lo molestaba. Claro que también lo hacía cuan-

do se reía de alguien o cuando desconfiaba de algo.

Era un tic.

–¿A ti qué te parece? Si no se lo decimos, se

pondrá como una moto –contestó ella. En seguida

gritó–: ¡Mamáááááá, tienes un e-mail!

Serena entró en el estudio sacudiéndose las

manos.

–Venga, ahuecad el ala –los apartó de la pan-

talla.

Serena salió de Internet para entrar en el bu-

zón del correo electrónico.

Y allí estaba el mensaje. Era del periódico pa-

ra el que trabajaba. Lo abrió. El mensaje, firmado

por el jefe de redacción, decía:

«Prepárate, chica, tienes trabajo. En la penín-

sula de California, en México, hay cinco ballenas

varadas en una playa. Los científicos no saben por

qué ni si conseguirán salvarlas. Ponte en marcha

enseguida hacia la bahía de las Ballenas. Necesi-

tamos un buen reportaje de esos a los que tú nos

tienes acostumbrados.»

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que hablaba bastante bien ya el inglés y el francés.

Y si no hablaba el mismo idioma que la otra perso-

na le daba igual, porque se lo montaba de película

para entenderse con cualquiera: sonrisas, gestos,

cuatro palabras aprendidas sobre la marcha... ¡y ya

tan amigos!

–Bien –saltó Emi, como si le hubiesen pues-

to un cohete en el culo–. Vamos. Espero que ma-

má no lo esté utilizando.

Pues no. Serena seguía a su bola con el ataque

de orden doméstico y ni siquiera advirtió que los dos

chavales se dirigían a su estudio.

Pronto estuvieron navegando por Internet. No

hacía ni dos minutos que se habían conectado cuan-

do oyeron el clásico ruidito de un mensaje electró-

nico entrando en el buzón.

–Seguro que es para mamá –dijo Emi con ca-

ra de fastidio.

¡Ya está! Les habían jorobado el plan. Ahora su

madre los echaría de allí y monopolizaría la panta-

lla para leer el mensaje y, seguramente, contestarlo.

–¿Tenemos que avisarla? –preguntó Max ar-

queando la ceja izquierda, como hacía siempre que

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