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El Sueno Mas Dulce - Doris Lessing

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En plena Guerra Mundial el ricoJohnny Lennox de 20 años se casacon Frances, de su misma edad. Trasla contienda, Johnny se dedica alPartido Comunista y acabaabandonándola, dejándola en unmugriento piso con escasos recursos.Frances se ve obligada a trasladarsea la casa de su suegra viuda, en elcentro de Londres, donde la vidatranscurrirá lentamente,revolucionada por los adolescentes

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hijos que traen a casa frecuentementea sus compañeros de colegio. Johnnyse convierte en un líder de izquierdasmientras Frances, egoístamente,acepta encantada a los chicos paraahogar su soledad en la alegría delos jóvenes. Unos adolescentes queirán sintiéndose cada vez másprotegidos e incapaces de asumirresponsabilidades. La generación dela protesta y la rebeldía haengendrado una generaciónconformista e irresponsable. Quizásólo se salva Sylvia, una jovenanoréxica confiada a Frances

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mientras termina su carrera demedicina y que luego se traslada a unhospital de África para ejercerla, apesar de la corrupción y la rigidez delos gobiernos nacionales queimponen la misma dictadura quesufrieron con los gobiernoscoloniales.

'Espero sobre todo haber sidocapaz de recrear el espíritu de ladécada de los sesenta, una épocaque, vista en retrospectivo ycomparada con lo que vino después,parece sorprendentemente inocente'.Una maravillosa y radical obra

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crítica en la que, a través de lasvidas de un grupo de jóvenesinconformistas, Doris Lessing plasmauna época, heredera de dos guerrasmundiales, floreciente en nuevasactitudes ante la vida.

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EL SUEÑO MÁSDULCE

En plena Guerra Mundial el ricoJohnny Lennox de 20 años secasa con Frances, de su mismaedad. Tras la contienda, Johnnyse dedica al Partido Comunistay acaba abandonándola,dejándola en un mugriento pisocon escasos recursos. Francesse ve obligada a trasladarse a lacasa de su suegra viuda, en el

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centro de Londres, donde lavida transcurrirá lentamente,revolucionada por losadolescentes hijos que traen acasa frecuentemente a suscompañeros de colegio. Johnnyse convierte en un líder deizquierdas mientras Frances,egoístamente, acepta encantadaa los chicos para ahogar susoledad en la alegría de losjóvenes. Unos adolescentes queirán sintiéndose cada vez másprotegidos e incapaces deasumir responsabilidades. La

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generación de la protesta y larebeldía ha engendrado unageneración conformista eirresponsable. Quizá sólo sesalva Sylvia, una jovenanoréxica confiada a Francesmientras termina su carrera demedicina y que luego se trasladaa un hospital de África paraejercerla, a pesar de lacorrupción y la rigidez de losgobiernos nacionales queimponen la misma dictadura quesufrieron con los gobiernoscoloniales.

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'Espero sobre todo habersido capaz de recrear el espíritude la década de los sesenta, unaépoca que, vista enretrospectivo y comparada conlo que vino después, parecesorprendentemente inocente'.Una maravillosa y radical obracrítica en la que, a través de lasvidas de un grupo de jóvenesinconformistas, Doris Lessingplasma una época, heredera dedos guerras mundiales,floreciente en nuevas actitudesante la vida.

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Título Original: The sweetest dreamTraductor: Ciocchini Suárez, María Eugenia©2001, Lessing, Doris©2002, Ediciones BColección: AfluentesISBN: 9788466608794Generado con: QualityEbook v0.54

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Doris Lessing

El sueño más dulce

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Y se van los que fueron buenoschicos.

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Nota de la autora

No escribo el tercer volumen demi autobiografía para no perjudicar apersonas vulnerables. Eso nosignifica que la haya novelado. Eneste libro no hay referencias apersonas reales, salvo en el caso deun personaje muy secundario.

Espero sobre todo haber sidocapaz de recrear el espíritu de ladécada de los sesenta, una épocaque, vista retrospectivamente ycomparada con lo que vino después,

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parece sorprendentemente inocente.Hubo en ella poco de la maldad delos setenta o de la fría codicia de losochenta.

Algunos acontecimientosambientados a finales de los setenta yprincipios de los ochenta sucedieronen realidad una década después.

La Campaña por el DesarmeNuclear se opuso a que el Gobiernotomara medidas para proteger a lapoblación de las consecuencias de unposible ataque o accidente nuclear,incluso de la lluvia radiactiva, pese aque la protección de los ciudadanos

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debería ser la principalresponsabilidad de cualquiergobierno. Muchos trataron a aquellosque creían en la conveniencia develar por la seguridad de lapoblación como enemigos; losagredieron con insultos —el másleve de los cuales era «fascistas»—y en ocasiones físicamente.Amenazas de muerte, sustanciasdesagradables introducidas por elbuzón de la puerta..., toda la gama dehostigamientos mafiosos. Nunca hahabido una campaña más histérica,alborotadora e irracional. Los

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estudiosos de la dinámica de losmovimientos de masas encontrarántoda la información al respecto enlos archivos de los periódicos;algunos me han escrito cartas confrases como: «Fue una locura. ¿A quévenía todo aquello?»

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El sueño más dulce

Un anochecer de otoño; abajo,la calle era un escenario de pequeñasluces amarillas que sugeríanintimidad, y la gente ya iba abrigadacomo para el invierno. A su espaldala habitación empezaba a llenarse deuna fría penumbra, pero nadaconseguiría abatir a Frances: estabaflotando, con el ánimo tan elevadocomo una nube de verano, tancontenta como una niña que acaba deaprender a andar. La causa de este

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insólito buen humor era un telegramade su ex marido, Johnny Lennox —elcamarada Johnny—, que habíarecibido hacía tres días. FIRMADOCONTRATO PARA PELÍCULA DEFIDEL PAGARÉ TODOS LOSATRASOS Y LOCORRESPONDIENTE A ESTEMES EL DOMINGO. Y el domingohabía llegado. Sabía que aquel«todos los atrasos» obedecía a unaeuforia semejante a la que ella estabaexperimentando; de ningún modo lospagaría «todos», pues a esas alturasascendían a una cantidad tan grande

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que había perdido la cuenta. Aun así,la confianza que él demostrabaparecía indicar que esperaba unasuma verdaderamente importante. Laconfianza era el... no, no debía decirque era el sello de Johnny, pero¿acaso alguna vez lo había vistoamilanado por las circunstancias, odesconcertado siquiera? Detrás deella, sobre el escritorio, había doscartas dispuestas la una al lado de laotra, como una lección acerca de lasimprobables pero frecuentesyuxtaposiciones dramáticas de lavida. En una le ofrecían un papel en

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una obra. Frances Lennox era unaactriz de reparto, formal y fiable;nunca le habían exigido otra cosa. Setrataba de una obra nueva y brillante,un mano a mano en el que elprotagonista masculino sería TonyWilde, a quien hasta entonces habíaconsiderado tan inalcanzable quejamás había aspirado a ver sunombre junto al de él. Y había sidoel propio Tony Wilde quien la habíapropuesto para el papel. Dos añosantes habían trabajado juntos; ellainterpretando un personajeinsignificante y funcional, como de

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costumbre. Al final de la brevetemporada —la obra había distadode ser un éxito—, después de laúltima función y entre una y otrasalida a escena para saludar, habíaoído: «Buen trabajo, has estado muybien.» Sonrisas desde el Olimpo,había pensado, aunque sabía que élya había manifestado cierto interéspor ella. No obstante, ahora habíatomado conciencia de todas lasfantasías febriles por las que sedejaba llevar, lo que no la pillódesprevenida, pues sabía loatrincherada que estaba, lo bien que

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controlaba su faceta erótica. A pesarsuyo, echó a volar su imaginaciónpensando en su capacidad paradivertirse (aún no la había perdido,¿verdad?), incluso para experimentarun imprudente placer, si le daban pie,mientras demostraba lo que era capazde hacer en el escenario, siempre ycuando le brindaran la oportunidad.Sin embargo, en un pequeño teatro ycon una obra tan arriesgada noganaría mucho. De no ser por eltelegrama de Johnny, no habríapodido permitirse el lujo de aceptar.

En la otra carta le ofrecían que

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se encargara de un consultoriosentimental (con un nombre aún pordecidir) en The Defender. Se tratabade un trabajo seguro y bien pagadoque supondría una prolongación desu otra faceta profesional, la deperiodista freelance, que era la quele daba de comer.

Hacía años que escribía sobrelos temas más variados. Había hechosus pinitos en periódicos locales ysensacionalistas, en cualquier sitiodonde le pagaran algo. Más tardecomenzó a investigar para artículosserios, que se publicaron en la

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prensa nacional. Tenía fama deescribir notas rigurosas yequilibradas que a menudopresentaban un enfoque originalsobre hechos corrientes.

Se le daría bien. ¿Para qué lacapacitaba su experiencia si no paratratar con objetividad los problemasajenos? Pero aceptar ese trabajo nole proporcionaría placer ni lasensación de estar ampliando sushorizontes. Más bien la obligaría aenderezar los hombros con esa férreadeterminación interior que es comoun bostezo reprimido.

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Qué harta estaba de problemas,de almas magulladas, de críosabandonados; qué maravilloso seríadecir: «Bien, ya podéis cuidarossolos por un tiempo. Yo estaré en elteatro todas las noches y la mayorparte del día.» (Llegada a ese puntose echó a sí misma otro jarro de aguafría: «¿Has perdido la cabeza?» Sí, yle encantaba.)

Vio brillar la copa de un árboltodavía envuelto en su follaje estival,ahora un poco enrarecido; la luzprocedente de dos plantas másarriba, de las habitaciones de la

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vieja, lo había rescatado de laoscuridad para llenarlo de animadomovimiento y de un tenue verdor: elcolor apenas se insinuaba. Demanera que Julia estaba en casa. Alreadmitir a su suegra —ex suegra—en su mente, experimentó unaaprensión familiar, causada por elpeso de la censura que descendía através de la casa hasta ella, aunquerecientemente se había percatado dealgo más. Julia había estadoingresada en el hospital, al borde dela muerte, y Frances se había vistoobligada a reconocer cuánto

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dependía de ella. ¿Qué haría sinJulia? ¿Qué harían todos?

Entretanto, todo el mundo serefería a ella como «la vieja»;incluida Frances, hasta hacía poco.Andrew, en cambio, no. Y habíanotado que Colin había empezado allamarla Julia. En las treshabitaciones situadas directamenteencima de donde se encontraba enese momento, debajo de las de Julia,vivían los hijos que había tenido conJohnny Lennox: Andrew, el mayor, yColin, el menor.

Frances también disponía de

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tres habitaciones: un dormitorio, unestudio y un cuarto que siempre veníabien cuando alguien se quedaba apasar la noche. Había oído comentara Rose Trimble: «¿Para qué necesitatantas habitaciones? Es una egoísta.»

Sin embargo, nadie sepreguntaba para qué quería Juliacuatro habitaciones. La casa erasuya. En lo alto de ese edificioruidoso y demasiado concurrido, enel que la gente no paraba de entrar ysalir, dormía en el suelo y llevabaamigos cuyos nombres Frances casisiempre ignoraba, había una zona

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aparte que era todo orden, donde elaire parecía suavemente malva y olíaa violetas, con armarios quecontenían sombreros de hacíadécadas, adornados con velos,diamantes falsos y flores, así comotrajes de una tela y un corteextraordinarios, que ya no seencontraban en las tiendas. JuliaLennox bajaba por la escalera y salíaa la calle con la espalda erguida ylas manos enfundadas en guantes —tenía cajones repletos de ellos—,con zapatos impecables, sombrero yabrigo violeta, gris o malva, rodeada

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por un halo de aromas florales. «¿Dedónde saca esa ropa?», habíapreguntado Rose antes de descubriruna verdad del pasado: que eraposible guardar la ropa durante añosy que no era preciso tirarla unasemana después de comprarla.

Debajo de la zona de la casacorrespondiente a Frances había unsalón que se extendía desde el fondohasta la fachada, y en cuyoamplísimo sofá rojo, losadolescentes solían intercambiarseapasionadas confidencias, de dos endos; si Frances abría la puerta con

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cautela, a veces veía hasta mediadocena de «críos», acurrucadoscomo una camada de cachorros.

El uso de la estancia nojustificaba el que le hubieranconcedido tanto espacio en el centrodel edificio. La vida de la casa sedesarrollaba en la cocina. La salasólo demostraba su utilidad cuandoorganizaban una fiesta, lo que noocurría a menudo, porque los chicosiban a discotecas y conciertos demúsica pop; aunque les costaba salirde la cocina y separarse de lagrandiosa mesa que Julia había usado

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para servir sus cenas, con un alaplegada, en los tiempos en que«recibía invitados», como ella decía.

Ahora la mesa estaba siempreextendida, rodeada de entre dieciséisy veinte sillas y banquetas.

El apartamento del sótano eragrande, y Frances casi nunca sabíaquién acampaba en él. Los sacos dedormir y los edredones salpicaban elsuelo como si fuesen despojos de unatormenta. Cuando bajaba no podíaevitar sentirse una especie de espía.Aparte de insistir en que mantuvieranel lugar limpio y ordenado —de vez

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en cuando les daba por «limpiar»,aunque los efectos de esos arrebatoshigiénicos no resultaban fáciles deapreciar—, procuraba no interferir.Julia no adolecía de las mismasinhibiciones; a menudo descendíapor la estrecha escalera ycontemplaba la escena de losdurmientes, que en ocasiones seguíandentro de sus sacos hasta el mediodíao incluso más, rodeados de tazassucias, pilas de discos, radios ymontañas de ropa; luego se volvíadespacio, una figura severa a pesarde los pequeños velos y los guantes,

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que en ocasiones llevaban una rosabordada en la muñeca, y tras deducirpor la rigidez de una espalda o poruna cabeza que se alzaba connerviosismo que habían reparado ensu presencia, subía lentamente laescalera, dejando en el viciado aireun aroma a flores y polvoscosméticos caros.

Frances se asomó a la ventanapara ver si salía luz de la cocina; sí,de manera que estarían todos allí,esperando la cena. ¿Quiénes seríanesta noche? En ese momento Johnnydobló la esquina con su Escarabajo,

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aparcó hábilmente y se apeó. Lasfantasías de tres días sedesvanecieron en el acto, mientrasFrances pensaba: «He sido unaidiota, una loca. ¿Qué me indujo acreer que iba a cambiar algo?»Aunque de verdad fuera a realizarseesa película, no habría dinero paraella y los chicos, como decostumbre..., si bien él habíaasegurado que ya habían firmado elcontrato, ¿no?

Durante el tiempo que tardó encaminar despacio, detenerse ante elescritorio para contemplar las dos

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cartas fatídicas, llegar a la puerta,siempre a paso lento, y empezar abajar la escalera, fue como siaquellos tres días no hubieranexistido. No actuaría en la obra, nodisfrutaría de la peligrosa intimidaddel teatro con Tony Wilde, y estabacasi segura de que al día siguienteescribiría a The Defender paraaceptar la columna.

Descendió poco a poco,tratando de recuperar la compostura,y se detuvo ante la puerta abierta dela cocina, sonriendo. Allí estabaJohnny, junto a la ventana, de pie y

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con los brazos apoyados en elalféizar, lleno de arrogancia y —aunque de un modo inconsciente—también de culpa. En torno a la mesahabía un variopinto grupo dejóvenes, entre ellos Andrew y Colin.Todos contemplaban a Johnny, quehabía estado pontificando sobre untema u otro, con cara de admiración;todos menos sus hijos. Estossonreían, como los demás, pero depura ansiedad. Al igual que Frances,sabían que el dinero que les habíaprometido se había esfumado en elpaís de los sueños. (¿Por qué se lo

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había contado? ¡Debería haber sidomás lista!) No era la primera vez. Ytambién sabían, como ella, queJohnny se había presentado en esemomento, cuando sabía que la cocinaestaría llena de jóvenes, para que nolo recibieran con ira, lágrimas,reproches..., aunque todo esopertenecía al pasado, a un pasadolejano.

Johnny abrió los brazos con laspalmas hacia ella y esbozó unasonrisa forzada.

—La película se ha cancelado...La CIA... —Al ver la cara que ella

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ponía, dejó la frase sin terminar,mirando con nerviosismo a loschicos.

—No te molestes —replicóFrances—. La verdad es que noesperaba otra cosa.

Entonces los chicos sevolvieron hacia ella con un gesto depreocupación que intensificó susremordimientos.

Frances se aproximó al horno,donde varios platos estaban a puntode llegar al momento de la verdad.Como si la espalda de su ex mujer lohubiera absuelto, Johnny comenzó

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con la vieja cantinela sobre la CIA ysus maquinaciones, que esta vezhabían sido responsables de lacancelación de la película.

Colin, que por lo vistonecesitaba hechos a los queaferrarse, lo interrumpió:

—Pero, papá, pensé que elcontrato...

—Demasiados problemas —seapresuró a alegar Johnny—. No loentenderías... La CIA siempre se salecon la suya.

Frances miró con cautela porencima del hombro y descubrió que

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el rostro de Colin estaba crispadopor una mueca que era a la vez derabia, confusión y resentimiento.Como de costumbre, Andrew parecíatranquilo, casi risueño, aunque ellasabía que se trataba de una falsaimpresión. Esa escena y otrasparecidas se habían repetido enincontables ocasiones durante lainfancia de los chicos.

En 1939, el año en que estalló laguerra, dos jóvenes optimistas eignorantes —semejantes a los queese día se hallaban sentados en torno

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a la mesa— se habían enamorado, aligual que millones de otros jóvenesde los países combatientes, y sehabían abrazado buscando consueloen un mundo cruel. No obstante,también habían sentido entusiasmo,el síntoma más peligroso de laguerra. Johnny Lennox la presentó ala Liga de las JuventudesComunistas, que estaba a punto deabandonar para convertirse enadulto, aunque todavía no ensoldado. El camarada Johnny eracasi una estrella, y necesitaba queella se enterase. Frances se había

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sentado al fondo de salas atestadaspara oírle explicar que se hallabanante una guerra imperialista y que lasfuerzas progresistas y democráticasdebían boicotearla. Muy pronto, sinembargo, él apareció vestido deuniforme en las mismas salas, ante lamisma gente, exhortándola a poner sugranito de arena, porque de pronto,debido al ataque de los alemanes a laUnión Soviética, la guerra era contrael fascismo. Junto a los leales seencontraban algunos alborotadores yopositores que prorrumpieron enabucheos y sonoras carcajadas. Se

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burlaron de Johnny, que estaba allítranquilamente describiendo la nuevalínea del Partido como si no hubieradicho justo lo contrario poco tiempoantes. A Frances le impresionó suserenidad; con su postura —losbrazos extendidos con las palmashacia fuera—, aceptaba la hostilidad,casi la provocaba, sufriendo por lasduras exigencias de la época.Llevaba un uniforme de la RAF. Suprimera intención había sidoconvertirse en piloto, pero su vistano estaba a la altura de lo exigido, demodo que terminó como cabo, pues

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por razones ideológicas se habíanegado a aceptar el grado de oficial.Ocuparía un puesto en laadministración.

Así había sido la iniciación deFrances a la política, o más bien a lapolítica de Johnny. A finales de ladécada de los treinta, mantenerse almargen de la política constituía encierto modo una proeza para unapersona joven, pero eso había hechoexactamente. Era hija de un abogadode Kent. El teatro había representadopara ella una ventana hacia elglamour, la aventura, el gran mundo;

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primero en obras escolares y luegoen grupos de aficionados. Aunquesiempre había interpretado papelesimportantes, la habían encasillado acausa de su clásica belleza inglesa.Sin embargo, ahora también ellallevaba uniforme; figuraba entre lasnumerosas jóvenes adscritas alMinisterio de la Guerra, y seencargaba sobre todo de llevar a losoficiales de alta graduación en cochede un lado a otro. Las jóvenesatractivas se lo pasaban bienrealizando esa clase de trabajo,aunque se trata de un aspecto de la

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guerra que suele ocultarse porrespeto a los muertos, o quizásincluso por vergüenza. Francesbailaba mucho, salía a cenar, y tuvosus escarceos con seductoresfranceses, polacos y americanos,pero no olvidó a Johnny ni lasangustiadas noches de pasión quehabían compartido y que alimentaronla añoranza que más tarde sentiríanel uno por el otro.

Entretanto, él estaba en Canadá,adiestrando a los aviadores de laRAF acuartelados allí. A estasalturas lo habían nombrado oficial y,

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como evidenciaban sus cartas, le ibabien; luego regresó a Inglaterraconvertido en capitán y ayudante deun pez gordo. Estaba tan apuesto conuniforme, y ella tan atractiva con elsuyo... Esa semana se casaron yconcibieron a Andrew, lo que supusoel fin de los buenos tiempos, puesella estaba encerrada en unahabitación con un bebé, sola yasustada por los bombardeos. Depronto tenía una suegra, la temibleJulia, que, vestida como una dama desociedad de una revista de modas delos años treinta, se dignó salir de su

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casa de Hampstead —la casa queahora habitaba— para mostrarsehorrorizada por el sitio donde vivíaFrances y ofrecerle un hueco en suhogar. Frances se negó. Aunque noestuviera metida en política,compartía el ferviente deseo deindependencia de su generación. Sehabía marchado de la casa paternapara mudarse a una habitaciónamueblada, y con el tiempo, pese ahaber quedado reducida a poco másque la esposa de Johnny y la madrede un niño, era independiente, sedefinía a partir de esa idea y se

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aferraba a ella. Poca cosa, sin duda,pero era lo único que tenía.

Los días y las nochestranscurrieron penosamente, y ellaestaba tan lejos de la vida glamurosaque había llegado a disfrutar como sijamás hubiera salido de la casa desus padres. Los dos últimos años dela guerra trajeron consigo muchasdificultades, pobreza y terror. Lacomida era mala.

Las bombas, que parecíandiseñadas para destrozar los nerviosde la gente, afectaban a los suyos.Costaba mucho encontrar ropa, y la

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poca que se encontraba era horrible.No tenía amigos; sólo se relacionabacon otras mujeres con hijospequeños. Lo que más temía eradefraudar a Johnny cuando regresara,aparecer ante sus ojos como unamadre gorda y cansada, muy distintade la elegante joven de uniforme quelo había enamorado. Y eso fueprecisamente lo que sucedió.

Durante la guerra, Johnny habíaprogresado y se había hecho notar.Nadie podía negar que fueseinteligente y rápido, y sus ideaspolíticas no llamaban la atención en

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aquellos momentos. Después de laguerra le ofrecieron buenos empleosen el proceso de reconstrucción deLondres. Los rechazó. No estabadispuesto a dejarse comprar por elcapitalismo. Sus ideas y su fe nohabían cambiado un ápice. Alcamarada Johnny Lennox, vestidootra vez de paisano, sólo lepreocupaba la Revolución.

Colin había nacido en 1945.Dos niños pequeños en un pisomiserable de Notting Hill, porentonces una de las zonas más pobresde Londres. Trabajaba para el

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Partido. Ha llegado el momento deexplicar que por «Partido» debeentenderse el Comunista, aunquebastaba con referirse a él de esamanera. Cuando dos extraños seencontraban, solía producirse elsiguiente diálogo: «¿Tú también estásen el Partido?» «Por supuesto.» «Melo imaginaba», lo que significaba:«Eres una buena persona. Me gustas,y por eso tenías que estar en elPartido, como yo.»

Frances no se afilió al Partido,aunque Johnny se lo pidió,asegurándole que resultaba

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perjudicial para él que su esposa senegara a hacerlo.

—Pero ¿quién va a enterarse?—preguntó Frances, con lo que sóloconsiguió que la despreciara un pocomás, porque no tenía idea de políticani la tendría nunca.

—El Partido lo sabe —respondió Johnny.

—Lástima.Decididamente, no se entendían,

y el Partido era el menor de susproblemas, por mucho que irritara aFrances. Pasaban privaciones, por nodecir que vivían en la miseria. Él lo

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consideraba un signo de entereza. Alvolver de un seminario, «JohnnyLennox habla de la amenaza de laagresión americana», la encontrabatendiendo la colada de los niños enun destartalado sistema de cuerdas ypoleas precariamente atornillado a laventana de la cocina, o cuando ellaregresaba del parque, con un crío dela mano y el otro en el cochecito.

La cesta de éste estaba llena decomestibles, y detrás del niño habíaun libro que había llevado con laesperanza de leer mientras los críosjugaban.

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«Eres una auténtica mujertrabajadora, Fran», la elogiaba él.Pero si Johnny estaba encantado, sumadre no. Cuando iba a verlos,siempre después de anunciarse porescrito en un papel tan grueso queuna podía cortarse con él, se sentaba,visiblemente incómoda, en el bordede una silla con restos de galletas onaranja.

—Johnny, esto no puede seguirasí —declaraba.

—¿Por qué no, Mutti? —Lallamaba Mutti porque ella detestabaese apodo—. Tus nietos serán un

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motivo de orgullo para el pueblobritánico.

En momentos como ése Francesrehuía la mirada de Julia, porque noquería incurrir en la deslealtad.Sentía que todo en su vida, incluidaella misma, era insulso, feo,agotador, y que las tonterías deJohnny sólo representaban una partedel problema. Todo eso terminaría,estaba segura. Tenía que terminar.

Y así fue, porque Johnny lecomunicó que se había enamorado deuna auténtica camarada, un miembrodel Partido, y que se iría a vivir con

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ella.—¿Y yo? —preguntó Frances,

aunque ya sabía la respuesta.—Te pasaré una pensión, desde

luego —afirmó Johnny. Nunca lohizo.

Frances buscó una guarderíapública y consiguió un empleo demala muerte como ayudante delescenógrafo y figurinista en un teatro.Le pagaban muy poco, pero se lasapañó. Julia se quejaba de que losniños estaban abandonados y de quesu ropa movía a lástima.

—Tal vez debería hablar con su

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hijo —replicó Frances—. Me debela pensión alimenticia de un año. —Después fueron dos y luego tres.

«Si la familia le pasase unacantidad decente de dinero,¿renunciaría al trabajo para ocuparsede los niños?», preguntó Julia.

Frances respondió que no.—Pero yo no me entrometería

—insistió Julia—. Te lo prometo.—No lo entiende —repuso

Frances.—Claro que no. ¿Te importaría

explicármelo?Johnny dejó a la camarada

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Maureen y volvió con Frances, trasasegurarle que había cometido unerror. Ella lo aceptó. Se sentía sola,sabía que los niños necesitaban unpadre y estaba hambrienta de sexo.

La abandonó de nuevo por otracamarada de verdad. Cuando quisoreconciliarse otra vez, ella le dijo:«Largo.»

Ahora trabajaba todo el día enel teatro, y aunque no ganaba muchomás, se las arreglaba. Los niñostenían ocho y diez años.Continuamente surgían problemas enel colegio, y no les iba bien en los

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estudios.—¿Qué esperabas? —dijo

Julia.—Yo nunca espero nada —

respondió Frances.Entonces las cosas cambiaron

radicalmente. Frances se quedóatónita cuando el camarada Johnnyaceptó que Andrew ingresara en unbuen colegio. Julia sugirió Eton,porque su marido había estudiadoallí. Frances supuso que Johnny seopondría, pero entonces se enteró deque él también había asistido a Etony de que había conseguido ocultarle

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este hecho denigrante durante años.Julia no mencionaba el tema porqueel paso de Johnny por Eton no loshabía cubierto precisamente degloria, ni a él ni a la familia. Habíaestudiado allí tres años, pero lohabía dejado para marcharse a laguerra civil española.

—¿Vas a decirme que te alegrasde que Andrew se matricule en esaescuela? —le preguntó Frances porteléfono.

—Bueno, allí al menos recibiráuna buena educación —dijo Johnnycon frescura, y ella oyó el tácito:

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«Mira de qué me sirvió a mí la mía.»De manera que, financiado por

Julia, Andrew dejó las miserableshabitaciones que compartía con sumadre y su hermano para ir a Eton,empezó a pasar las vacaciones concompañeros de clase y se convirtióen un amable desconocido.

Frances asistió a una fiesta defin de curso, con un atuendocomprado especialmente para laocasión y el primer sombrero que seponía en su vida. Al advertir queAndrew se alegraba de verla, pensóque había hecho bien en presentarse.

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Algunos se acercaron parapreguntar por Julia, la viuda dePhilip y la nuera del padre de éste, aquien un viejo recordaba de suinfancia. Por lo visto, era unatradición que los Lennox estudiasenen Eton. También la interrogaronsobre Johnny, o Jolyon.

—Qué interesante... —comentóun ex profesor suyo—. Ha escogidouna carrera interesante.

A partir de entonces Juliaasistió a todas las celebracionesformales, donde, para su sorpresa, larecibían efusivamente; durante los

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tres años que Johnny había pasadoallí, ella sólo se había sentido comola esposa de Philip, es decir, alguienpoco relevante.

Colin se negó a ir a Eton, quizása causa de un profundo y retorcidoconcepto de lealtad hacia su madre, aquien había visto luchar durantemuchos años. Eso no significaba queno se produjeran enfrentamientosentre ellos; el chico peleaba, discutíay sacaba notas tan malas que Francesestaba convencida de que trataba dedisgustarla adrede. Por otro lado, semostraba frío y cruel con su padre

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cuando éste daba señales de vidapara decir que lo sentía mucho perono tenía dinero para pagar lapensión. Finalmente accedió a ir auna escuela progresista, SaintJoseph, también por cuenta de Julia.

Entonces Johnny propuso algoque esta vez Frances no rechazó.Julia les cedería una parte de la casaa ella y a los niños. No necesitabatanto espacio, era ridículo...

Frances pensó en Andrew, queal salir del colegio volvía a una uotra vivienda miserable, cuandovolvía, y jamás invitaba a amigos a

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casa.Pensó en Colin, que no se

molestaba en disimular lo mucho quedetestaba su forma de vida. Les dijoque sí a Johnny y a su suegra, yaterrizó en la magnífica casa quesiempre pertenecería a Julia.

Sólo ella sabía cuánto le habíacostado decidirse. Durante añoshabía preservado su independencia ycubierto tanto sus gastos como los delos niños sin aceptar dinero de Juliani de sus propios padres, que lahabrían ayudado encantados. Y ahorahabía firmado la capitulación

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definitiva: lo que otros veían como«un acuerdo sensato», para ellasignificaba una derrota. Ya no era lamisma, sino un apéndice de lafamilia Lennox.

En cuanto a Johnny, había hecholo que cabía esperar de él. Cuando sumadre le decía que debía mantener asus hijos y conseguir un empleo porel que le pagasen un sueldo, él laacusaba a gritos de ser un típicomiembro de las clases explotadorasque sólo pensaba en el dinero,mientras que él trabajaba para elfuturo de toda la humanidad.

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Discutían con frecuencia y a voces.Al oírlos, Colin palidecía, guardabasilencio y se largaba durante horas odías. Andrew conservaba su sonrisadisplicente e irónica, su pose. En eseentonces pasaba mucho tiempo encasa e incluso llevaba amigos.

Entretanto, Johnny y Frances sehabían divorciado, porque él sehabía casado como era debido,formalmente, en una boda a la quehabían asistido Julia y suscamaradas. Su mujer se llamabaPhyllida, y aunque no militaba en elPartido, él afirmaba que tenía madera

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y que la convertiría en una buenacomunista.

Esta pequeña historia era el motivopor el que ahora Frances estaba deespaldas a los demás, removiendo unguiso que no necesitaba que loremovieran. Efecto retardado: letemblaban las rodillas y notaba laboca como si la tuviese llena deácido, porque su cuerpo por finempezaba a asimilar las malasnoticias, por cierto bastante mástarde que su mente. Pese a que sabíaque estaba enfadada, con todo

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derecho, albergaba más indignaciónhacia sí misma que hacia Johnny. Deacuerdo, se había permitido pasartres días sumida en un loco sueño...,pero ¿cómo se le había ocurridoinvolucrar a los chicos? Claro quehabía sido Andrew quien le habíaentregado el telegrama; habíaesperado a que ella se lo enseñase yluego había dicho: «Frances, por fintu descarriado marido va a cumplircon su obligación.» Se había sentadoen el borde de una silla: joven, rubioy atractivo, semejaba más que nuncaun pájaro a punto de levantar el

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vuelo. Era alto, lo que acentuaba sudelgadez; los tejanos cubríanholgadamente sus largas piernas, ysus huesudas, estilizadas y elegantesmanos reposaban sobre las rodillascon las palmas hacia arriba. Lesonreía, y ella sabía que pretendíaser amable. Se esforzaban porllevarse bien, y sin embargo ellacontinuaba en guardia, porque habíasufrido su rechazo durantedemasiados años. El chico se habíareferido a él como «tu marido», nocomo «mi padre». Trataba concordialidad a Phyllida, la nueva

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esposa de Johnny, aunque luego sequejaba de que era una pesada.

Había felicitado a Frances porel papel que le habían ofrecido en lanueva obra y había bromeado sinmalicia sobre las consejerassentimentales.

Colin también se habíamostrado cariñoso, lo cual era raroen él, y había telefoneado a susamigos para contarles lo de la obra.

La nueva situación suponía unadesgracia para los dos; era terrible,pero al fin y al cabo qué más daba unpequeño golpe cuando habían

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recibido tantos a lo largo de losaños, se dijo mientras aguardaba quesus rodillas recuperaran la fuerza,con los ojos cerrados, sujetándosedel borde de un cajón con una mano yremoviendo el guiso con la otra.

Detrás de ella, Johnny proseguíasu discurso sobre la prensacapitalista, las mentiras quepublicaba acerca de la UniónSoviética y la imagen tergiversadaque presentaba de Fidel Castro.

Tras una perorata semejante,Frances había demostrado que tantosaños de oír las críticas y la jerga de

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Johnny prácticamente no habíanhecho mella en ella.

—Parece una personainteresante —había murmurado.

—Por lo visto no he conseguidoenseñarte nada, Frances. Esimposible meterte algo en la cabeza—le había soltado él.

—Sí, lo sé, soy tonta.Había sido una repetición del

gran momento, el momento clave ydecisivo en que Johnny habíaregresado a su lado por segunda vez,esperando que lo aceptara: le habíagritado que era una nulidad en

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política, una pequeñoburguesavenida a menos, una enemiga declase, y ella había respondido:

—Sí, de acuerdo, soy tonta,ahora lárgate.

No podía continuar ahí de piesabiendo que los chicos laobservaban con nerviosismo, dolidospor ella, aunque los demáscontemplaran a Johnny con expresiónde afecto y admiración.

—Échame una mano, Sophie —pidió.

En el acto aparecieron unasmanos serviciales, las de Sophie y en

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apariencia las de todos los demás,que depositaron las fuentes en elcentro de la mesa. Exquisitos aromasinundaron el aire cuando retiraron lastapas.

Tomaron asiento a la cabecerade la mesa, contentos de sentarse alfin, sin fijar la vista en Johnny. Todaslas sillas estaban ocupadas, perohabía otras junto a la pared, demanera que, si quería, podía acercaruna. ¿Lo haría? Se sentaba a comercon ellos a menudo, lo cual enfurecíaa Frances, aunque era obvio que élcreía que lo tomaban como un

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cumplido. Pero esa noche no;después de causar la impresióndeseada y saciar (si es que eso eraposible) su necesidad de que loadmirasen se marcharía..., ¿no? Nose iba. Todas las copas de vinoestaban llenas. Johnny había llevadodos botellas; el generoso Johnny, quenunca entraba en un lugar sin suofrenda para las libaciones... Francesse sentía incapaz de seguirconteniendo la bilis, las indeseadaspalabras de amargura que se leagolpaban en la boca. «Vete —lerogó mentalmente—. Lárgate de una

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vez.»Había cocinado un abundante y

suculento guiso con carne y castañas,según la receta de Elizabeth David,cuyo libro Gastronomía ruralfrancesa descansaba, abierto, enalgún lugar de la cocina. (Añosdespués exclamaría: «Dios mío,participé en una revolución culinariasin saberlo.») Estaba segura de queesos jovencitos sólo comían «comoes debido» en esa mesa. Andrewservía puré de patatas con apio.Sophie repartía cucharadas de guiso.Colin distribuía las raciones de

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espinacas a la crema y zanahoriasrehogadas en mantequilla. Johnnycontemplaba la escena callado, yaque en ese momento nadie leprestaba atención.

¿Por qué no se marchaba?Los comensales de esa noche, o

al menos unos cuantos, eran los queella consideraba habituales. A suizquierda estaba Andrew, que sehabía servido raciones generosaspero miraba la comida como si no lareconociese. Junto a él se habíasentado Geoffrey Bone, uncompañero de colegio de Colin que,

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hasta donde Frances alcanzaba arecordar, había pasado todas lasvacaciones con ellos. Según Colin,no se llevaba bien con sus padres.(Por otra parte ¿quién se llevaba biencon sus padres?) A su lado, Colinhabía vuelto hacia su padre elredondo y encendido rostro, queirradiaba angustia acusadora, con elcuchillo y el tenedor en las manos.Junto a Colin estaba Rose Trimble,que había salido con Andrew duranteuna breve temporada: un obligadoescarceo con el marxismo lo habíallevado a una conferencia titulada

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«¡África rompe las cadenas!», y allíla había conocido. Aunque laaventura sentimental (¿podíallamarse así?; ella tenía dieciséisaños) había terminado, Rose seguíavisitando la casa y, de hecho, parecíahaberse instalado en ella. Enfrente deRose estaba Sophie, una chica judíacuya belleza se encontraba en plenoapogeo; esbelta, con brillantes ojosnegros y reluciente cabello moreno,sin duda inducía a quienes la veían apensar primero en la intrínsecainjusticia del Destino y luego en losimperativos y exigencias de la

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Belleza. Colin estaba enamorado deella. Andrew también. Y Geoffrey.Junto a Sophie se hallaba el poloopuesto del buen chico relativamenteapuesto, inglés y amable que eraGeoffrey: el impulsivo y angustiadoDaniel, a quien recientemente habíanamenazado con expulsarlo de SaintJoseph por robar. Era subdelegado, yGeoffrey, el delegado, había tenidoque advertirle que debía reformarseo de lo contrario... Era una amenazavana, desde luego, destinada aimpresionar a otros confiriendo visosde gravedad a algo que hacían todos.

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Este pequeño incidente, que aquellosjóvenes mundanos comentaban conironía, constituía una confirmación,por si hiciera falta alguna, de laproverbial injusticia del mundo, puesGeoffrey robaba constantemente enlas tiendas, pese a que costabaasociar esa cara ingenua ycomplaciente con las malas acciones.Y había algo más: Danielreverenciaba a Geoffrey desdesiempre, y recibir una regañina de suhéroe era más de lo que podíasoportar.

Junto a Daniel había una chica

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que Frances no había visto antes,aunque suponía que en su momento lehablarían de ella. Era rubia, pulcra yde buena presencia, y al parecer sellamaba Jill. A la derecha de Francesestaba Lucy, que no iba a SaintJoseph: era la novia de Daniel,asistía a Dartington, y se dejaba ver amenudo por allí. Lucy, a quien en uncolegio normal habrían nombradomonitora por su carácterresponsable, su inteligencia y susdotes de liderazgo, aseguraba que loscolegios progresistas, o por lo menosDartington, resultaban adecuados

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para algunos estudiantes, pero queotros necesitaban disciplina y queella habría deseado asistir a unaescuela corriente, con normas,reglamentos y exámenes que laobligaran a esforzarse. Danielopinaba que en Saint Joseph eranunos hipócritas de mierda quepredicaban la libertad, pero a la horade la verdad reprimían con todo elpeso de la moral.

—Yo no diría que reprimen —explicó Geoffrey afablemente a todoslos presentes, protegiendo a suacólito—, sino que fijan límites.

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—Para algunos —puntualizóDaniel.

—Sí, admito que es injusto —convino Geoffrey.

Sophie comentó que adorabatanto a Saint Joseph como a Saín (eldirector). Los chicos trataron deaparentar indiferencia ante estanoticia.

Colin seguía sacando tan malasnotas en los exámenes que debía suplácida existencia a la célebretolerancia de la escuela.

Entre las muchas cosas queRose le reprochaba a la vida, la

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principal era que no la hubiesenenviado a un colegio progresista, ycuando se discutían sus ventajas ydesventajas, lo que sucedía confrecuencia y a voz en cuello, ellaguardaba silencio, con el rubicundorostro más rojo que nunca a causa dela furia. Sus puñeteros padres lahabían mandado a una vulgar escuelapara chicas de Sheffield, y aunque atodos los efectos se había «pirado» yvivía aquí, sus quejas contra elcolegio no cesaban y solía decirentre lágrimas, a quienes quisieranoírla, que no sabían la suerte que

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tenían. Andrew había llegado aconocer a los padres de Rose, queeran funcionarios municipales.

—¿Qué tienen de malo? —habíapreguntado Frances con la esperanzade oír hablar bien de ellos, porqueRose no le caía bien y deseaba quese marchara. (¿Por qué no se lopedía? Porque habría sido contrarioal espíritu de la época.)

—Me temo que son gentecorriente —respondió Andrew,sonriendo—. Son los típicospueblerinos convencionales, y creoque Rose los tiene bastante

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desorientados.—Ah —dijo Frances, viendo

cómo se esfumaba la posibilidad deque Rose regresara a su casa.

Y también en eso había algomás. ¿No había tildado ella misma asus padres de aburridos yconvencionales en muchasocasiones? No los consideraba unosfascistas de mierda, desde luego,aunque tal vez los habría descrito asísi hubiera estado tan familiarizadacon esos adjetivos como Rose.¿Cómo iba a recriminar a la chicaque se alejase de unos padres que no

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la entendían?Ya empezaban a servirse más

comida..., todos salvo Andrew.Apenas había tocado lo que le habíanpuesto en el plato. Frances fingió noreparar en ello.

Andrew tenía problemas,aunque resultaba difícil determinar lagravedad de la situación.

Le había ido bastante bien enEton, había hecho amistades, que enopinión de Frances era lo que debíahacerse, y el año siguiente ingresaríaen Cambridge. Hasta entonces sededicaría a holgazanear, decía. Y

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estaba cumpliendo su propósito,desde luego. A veces dormía hastalas cuatro o cinco de la tarde,presentaba un aspecto enfermizo ybajo su encanto y don de gentesdisimulaba... ¿qué disimulaba?

Frances sabía que eradesdichado, pero la desdicha de sushijos no representaba una novedad.Habría que hacer algo. Julia habíabajado a su sección de la casa parapreguntarle:

—¿Has entrado en la habitaciónde Andrew, Frances?

—No me atrevería a entrar sin

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que él me invitara.—Eres su madre, ¿no?Este intercambio de palabras

que puso de manifiesto el abismo quemediaba entre ellas, hizo que Francesse quedara mirando a su suegra conimpotencia, como de costumbre. Nosabía qué decir. Julia, una figurainmaculada, permanecía allí como elJuicio Final, al acecho, y Frances,nerviosa como una colegiala,deseaba desplazar el peso de sucuerpo de un pie al otro.

—Hay tanto humo que casi nose ve nada —se quejó Julia.

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—Ah, ya entiendo, te refieres ala hierba..., a la marihuana, ¿no?Pero hoy en día todos la fuman. —Nose atrevió a confesar que ellatambién la había probado.

—Así que para ti no significanada, ¿eh? No tiene importancia.

—No he dicho eso.—Duerme todo el día, se atonta

con esa humareda y no pruebabocado.

—¿Qué quieres que haga, Julia?—Habla con él.—No puedo... No podría... No

me escucharía.

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—Entonces hablaré yo. —Juliadio media vuelta sobre sus pequeñose impecables tacones y se marchódejando una estela de frescafragancia a rosas.

Julia y Andrew hablaron. Muypronto Andrew tomó la costumbre devisitar a Julia en sus habitaciones,algo que nadie se había atrevido ahacer antes, y a menudo regresabacon información destinada a allanarobstáculos y suavizar los roces.

—No es tan mala como crees.De hecho, es encantadora.

—No es la primera palabra que

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me viene a la mente cuando pienso enella.

—Pues a mí me cae bien.—Ojalá bajase de vez en

cuando. ¿Crees que comería connosotros?

—No. No aprueba nuestro estilode vida.

—Podría reformarnos... —dijoFrances, intentando bromear.

—¡Ja, ja! Pero ¿por qué no lainvitas?

—Julia me da pánico —respondió Frances, reconociéndolopor primera vez.

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—¡Tú le das miedo a ella! —señaló Andrew.

—Eso es totalmente absurdo.Estoy segura de que jamás ha temidoa nadie.

—Mira, mamá, no lo entiendes.Siempre ha vivido muy protegida. Noestá acostumbrada a nuestro jaleo.No olvides que antes de que murierael abuelo ni siquiera había cocido unhuevo, mientras que tú tienes quevértelas con las hordas hambrientas yhablas su lengua. ¿No te das cuenta?—No había dicho «nuestra» lengua,sino «su» lengua.

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—Lo único que sé es que sequeda ahí arriba, comiendo unaración minúscula de arenqueahumado y cuatro centímetros de pany tomando una copa de vino, mientrasnosotros nos atiborramos demanjares suculentos. Quizápodríamos subirle una bandeja.

—Se lo consultaré —arguyóAndrew, y tal vez lo hiciera, peronada cambió.

Frances se obligó a subir a lahabitación de Andrew. Eran las seisde la tarde y ya estaba oscureciendo.Hacía dos semanas de eso. Llamó a

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la puerta, aunque sus piernas casi leexigían que volviera abajo.

Después de unos silenciososinstantes de espera, oyó:

—Adelante.Frances entró. Andrew estaba

fumando tendido en la cama, vestido.A su lado, la ventana dejaba entreveruna nebulosa cortina de fría lluvia.

—Son las seis de la tarde —dijo ella.

—Ya lo sé.Frances se sentó sin que él la

invitara a hacerlo. La habitación eraamplia y estaba amueblada con

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muebles antiguos y macizos y bonitaslámparas chinas. Andrew no parecíael ocupante idóneo, y Frances pensóinvoluntariamente en el marido deJulia, el diplomático, que sin duda sehabría encontrado en su elementoallí.

—¿Has venido a sermonearme?No te molestes; Julia ya ha hechobastante.

—Estoy preocupada por ti —dijo Frances con voz temblorosa; ensu garganta se agolpaban años,décadas de preocupación.

Andrew levantó la cabeza de la

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almohada para mirarla mejor. Susojos no reflejaban hostilidad, sinomás bien hastío.

—Hasta yo me sientopreocupado por mí —dijo—, perocreo que estoy a punto de empezar acontrolarme.

—¿De veras, Andrew? ¿Deveras?

—Al fin y al cabo, no esheroína, cocaína o... Tampoco hay unmontón de botellas vacías debajo demi cama.

Sin embargo, había algunaspíldoras azules esparcidas por el

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suelo.—Entonces ¿qué son esas

píldoras?—Ah, las pastillas azules.

Anfetas. No te preocupes por ellas.—Además no son adictivas —

agregó Frances como si citara aalguien, tratando infructuosamente deimprimir un dejo irónico a su voz—,y puedes dejarlas en cualquiermomento.

—No estoy seguro de eso. Creoque estoy enganchado..., pero a lahierba. Lo cierto es que aligera elpeso de la realidad. ¿Por qué no la

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pruebas?—Ya la he probado. No me

hace nada.—Lástima —comentó Andrew

—. Yo diría que cargas con másrealidad de la que eres capaz desoportar.

No añadió una palabra, así quetras una pequeña espera Frances selevantó y al cerrar la puerta oyó:

—Gracias por venir, mamá.Vuelve cuando quieras.

¿Acaso deseaba su«intromisión»? ¿Había estadoaguardando a que lo visitara?

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¿Necesitaba hablar?Esa noche en particular percibió

con más fuerza el vínculo que habíaentre ella y sus dos hijos, pero eraterrible; los tres estaban unidos porel desencanto, sencillamente porquehabían sufrido un nuevo golpe.

Sophie estaba hablando.—¿Sabes que a Frances le han

ofrecido un papel fantástico? —lepreguntó a Johnny—. Se convertiráen una estrella. Es genial. ¿Has leídola obra?

—Al final no voy a trabajar enla obra, Sophie —dijo Frances.

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Sophie se volvió hacia ella, consus maravillosos ojos arrasados delágrimas.

—¿Qué quieres decir? Nopuedes..., no es..., no puede serverdad.

—Lo es, Sophie.Sus dos hijos observaban a la

muchacha, quizás hasta le propinabanpuntapiés por debajo de la mesacomo diciéndole: «Cierra el pico.»

—Oh —gimió la hermosajovencita, cubriéndose la cara conlas manos.

—Las cosas han cambiado —

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prosiguió Frances—. No puedoexplicártelo.

Los dos chicos dirigieron a supadre una mirada acusadora. Johnnyse rebulló, amagó un encogimiento dehombros, lo reprimió y sonrió.

—He venido para deciros algomás, Frances —soltó de golpe.

Conque por eso no se habíamarchado y seguía allí, incómodo,sin sentarse: tenía algo más quedecir.

Frances se preparó y vio queColin y Andrew hacían lo mismo.

—Debo pedirte un gran favor

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—añadió Johnny a su traicionadamujer.

—¿De qué se trata?—Habrás oído hablar de Tilly,

claro... Ya sabes, la hija de Phyllida.—Por supuesto que he oído

hablar de ella.Tras sus visitas a Phyllida,

Andrew había dado a entender que elclima de la casa no era armonioso yque la niña les ocasionaba muchosdolores de cabeza.

—Phyllida es incapaz deocuparse de Tilly.

Al oír aquello Frances profirió

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una carcajada, adivinando lo queseguiría.

—No —dijo—, imposible. Deninguna manera.

—Piénsalo, Frances. No seentienden. Phyllida está desesperada.Y yo también. Quiero que Tilly vivaaquí. Tú eres tan buena con...

Frances, paralizada de ira, sepercató de que los chicos habíanpalidecido; los tres permanecieronen silencio, mirándose.

—¡Ay, Frances, eres tan buena,es fantástico...! —exclamó Sophie.

Geoffrey, que después de

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frecuentar la casa durante tantos añospodía considerarse un miembro másde la familia, se sumó a Sophie:

—¡Qué idea genial!—Un momento, Johnny —dijo

Frances—. ¿Me estás pidiendo queme haga cargo de la hija de tusegunda mujer porque vosotros nopodéis con ella?

—Exactamente —admitió él,sonriendo.

Se produjo una larga pausa. Alos entusiastas Sophie y Geoffrey lespareció que Frances no se lo estabatomando como habían esperado, con

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el espíritu progresista del idealismouniversal: aquella mentalidad de«todo es para bien en el mejor de losmundos posibles» que algún díasimbolizaría los años sesenta.

—Supongo que contribuiréis asu manutención, ¿no? —atinó a decirFrances, y cayó en la cuenta de quecon esas palabras estaba accediendoa su petición.

Ahora Johnny escrutó losjóvenes rostros para comprobar silos demás estaban tan escandalizadoscomo él ante la mezquindad de su ex.

—No es cuestión de dinero —

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replicó con suficiencia.Al ver acalladas sus protestas,

Frances se levantó, se dirigió haciael mostrador de la cocina y se quedóde espaldas a los demás.

—Quiero traer a Tilly —dijoJohnny—. De hecho, ya está aquí, enel coche.

Colin y Andrew se acercaron asu madre, uno a cada lado. Eso leinfundió fuerzas para volverse yencararse con Johnny. Era incapaz dehablar. Al ver a su ex mujerflanqueada por sus hijos, los tresindignados, con gesto acusador,

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Johnny también calló, aunque sólopor unos instantes.

Después se recuperó, extendiólos brazos con las palmas hacia ellosy declamó:

—De cada uno según sucapacidad, a cada uno según sunecesidad. —Y dejó caer los brazos.

—¡Oh, qué bonito! —exclamóRose.

—Genial —dijo Geoffrey.—Precioso —murmuró Jill, la

recién llegada.Todos los ojos estaban fijos en

Johnny, una situación que no era

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nueva para él. Permaneció en susitio, recibiendo rayos de censura yhaces de amor con una sonrisa en lacara. Johnny era un hombre alto conel cabello entrecano cortado a loemperador romano—«siempre a susórdenes»—, téjanos negros ceñidos ychaqueta de cuero estilo Mao,confeccionada especialmente para élpor una camarada y admiradora de laindustria textil. La seriedad era supose favorita, tanto si sonreía comosi no, porque una sonrisa nuncadenotaba más que una concesióntemporal, si bien en ese momento

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sonreía con descaro.—¿Quieres decir que Tilly ha

estado esperando en el coche durantetodo este tiempo? —preguntóAndrew.

—Joder —gruñó Colin—.Típico.

—Voy a buscarla. —Johnnysalió, sin mirar a su ex mujer ni a loschicos al pasar por su lado.

Nadie se movió. Frances pensóque si sus hijos no se hubieranencontrado tan cerca, apoyándola, sehabría desmayado. Todas las carasestaban vueltas hacia ellos: los

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demás por fin habían comprendidoque se trataba de un mal momento.

Oyeron que se abría la puertaprincipal —Johnny tenía un juego dellaves de la casa de su madre,naturalmente—, y luego, en laentrada de la cocina, apareció unapequeña figura asustada, envuelta enuna holgada trenca, que intentabasonreír; pero de su boca brotó untriste sollozo cuando posó la vista enFrances, que según le habían dichoera encantadora y cuidaría de ella«hasta que las cosas se arreglaran».Semejaba un pajarillo abatido por

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una tormenta; Frances cruzó laestancia y la abrazó, susurrando:

—Tranquila, tranquila.Entonces recordó que Tilly no

era una niña, sino una adolescente deunos catorce años, y que su impulsode sentarse y acunarla en su regazoresultaba absurdo.

—Creo que necesita meterse enla cama —le dijo Johnny, que estabadetrás de ella. Y volviéndose hacialos demás, añadió—: Me voy. —Pero no se fue.

La chica levantó los ojossuplicantes hacia Andrew, que a fin

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de cuentas era la única persona queconocía entre tantos extraños.

—No os preocupéis, yo meocupo de ella. —Rodeó los hombrosde Tilly con un brazo y dio mediavuelta para salir de la cocina—. Lallevaré al sótano. Allí se está bien yhace calor.

—Oh, no, no, por favor —gimióla chica—. No puedo estar sola, nopuedo, no me obliguéis.

—Claro que no —la reconfortóAndrew. Luego dijo a su madre—:Pondré otra cama en mi habitación,sólo por esta noche. —Y se la llevó.

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Todos guardaron silenciomientras escuchaban cómo laconvencía de que subiese la escalera.

Frances se volvió hacia Johnnyy le dijo en voz baja, esperando quelos demás no la oyeran:

—Lárgate. Vete de una vez.Él trató de ganarse a los jóvenes

con una sonrisa; primero a Rose, quese la devolvió, aunque titubeó;sostuvo la mirada de reproche deSophie y saludó con un secomovimiento de cabeza a Geoffrey, aquien conocía desde hacía años. Y semarchó. La puerta principal se cerró.

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Después oyeron el golpe de laportezuela del coche.

Ahora Colin seguía a Frances,tocándole el brazo y el hombro,inseguro respecto a lo que debíahacer.

—Vamos —dijo—, subamos.Salieron juntos. Mientras

ascendían por la escalera Frances sepuso a soltar tacos, primero en vozbaja para que no la oyeran loschicos, luego a gritos.

—Joder, joder, joder, cabrón,maldito cabrón hijo de puta.

Al llegar a su salita se sentó y

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se echó a llorar. Colin no sabía cómoreaccionar, hasta que se le ocurriódarle unos pañuelos y luego un vasode agua.

Entretanto, enterada por la bocade Andrew de lo sucedido, Juliabajó, abrió la puerta de Frances sinllamar y entró.

—Por favor, explícamelo —rogó—. No lo entiendo. ¿Por quépermites que se comporte de estamanera?

Julia von Arne había nacido en unaregión de Alemania especialmente

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bonita; una zona con colinas, arroyosy viñedos. Era la única niña, lamenor de tres hermanos nacidos en elseno de una familia armoniosa yagradable. Su padre era diplomáticoy su madre, músico. En 1914recibieron la visita de Philip Lennox,un prometedor agregado de laembajada británica en Berlín. No erade extrañar que a sus catorce añosJulia se enamorase del apuesto Philip—que contaba veinticinco—, pero éltambién quedó prendado de ella. Eraguapa, menuda, con una melena derizos dorados, y llevaba vestidos

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acampanados que, según elromántico joven, parecían flores.Había recibido una educaciónestricta, supervisada por institutricesinglesas y francesas, y a él se leantojaba que cada gesto suyo, cadasonrisa, cada giro de cabeza eramedido, estudiado, como si susmovimientos formaran parte de unadanza. Al igual que todas las jóvenesaleccionadas para ser conscientes desu cuerpo, debido a los temiblespeligros de la falta de recato, susojos hablaban por ella, lo que lepermitía llegar al corazón con una

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mirada, y cuando entornaba losdelicados párpados sobre unos ojosazules que invitaban al amor, él sesentía rechazado. Philip teníahermanas, alegres marimachos quedisfrutaban del clásico veranoensalzado en tantas memorias ynovelas, y las había visto pocos díasantes en Sussex. Se había burlado deBetty, una amiga de éstas, porque sehabía presentado a la cena con susmusculosos y bronceados brazoscubiertos de rasguños blancos querevelaban que había estado jugandocon los perros en los campos de

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heno. Su familia lo había observadopara ver si le gustaba esa joven, quepodría ser una esposa apropiada, y élestaba dispuesto a tenerla en cuenta.No obstante, aquella menuda señoritaalemana le pareció tan glamurosacomo una belleza vislumbrada en unharén, rebosante de promesas de unafelicidad insospechada, y se figuróque si un rayo de sol la tocaba sederretiría como un copo de nieve.Cuando ella le regaló una rosa rojadel jardín, él supo que estabaofreciéndole su corazón. Le declarósu amor a la luz de la luna y al día

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siguiente habló con su padre. Sí,sabía que era demasiado joven, perosolicitaba permiso formalmente paraproponerle matrimonio cuandocumpliera los dieciséis años. Demanera que se separaron en 1914,cuando la guerra estaba en susinicios, aunque tanto los Arne comolos Lennox, al igual que muchosliberales neutrales, considerabandescabellada la idea de queAlemania e Inglaterra llegaran aenfrentarse. Cuando se declaró laguerra hacía dos semanas que Philiphabía dejado a su amada llorando

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desconsoladamente. En aquellostiempos los gobiernos se veíanobligados a anunciar que losenfrentamientos acabarían enNavidad, por lo que los amantesestaban convencidos de quevolverían a verse pronto.

Casi de inmediato la xenofobiacomenzó a envenenar el amor deJulia. Aunque a su familia no lemolestaba que amara a un inglés —¿acaso sus respectivos soberanos nose llamaban «primos»?—, losvecinos hacían comentariosinsidiosos y los criados

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chismorreaban. Durante los años queduró la guerra los rumores afectaronno sólo a Julia, sino también a sufamilia. Sus tres hermanos estaban enel frente, su padre en el Ministerio dela Guerra, y su madre realizabalabores de voluntaria, pero aquellosapasionados días de julio de 1914los convirtieron a todos en blanco desospechas y comentarios maliciosos.Julia nunca perdió la fe en su propioamor ni en Philip. A él lo hirierondos veces; ella se enteró por mediosclandestinos, y lloró. Por muymalherido que estuviese, clamaba su

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corazón, ella siempre lo querría. Lolicenciaron en 1919. Julia estabaesperándolo, convencida de queacudiría a buscarla, cuando en lahabitación donde habían flirteadocinco años antes entró un hombre alque supuestamente debía reconocer.Llevaba una manga vacía prendida ala pechera con un alfiler, y su rostroestaba tenso y arrugado. Ella aún nohabía cumplido los veinte años.Philip vio a una joven alta —habíacrecido varios centímetros—, con larubia melena recogida en la coronillay sujeta con un grueso pasador

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azabache, vestida de luto rigurosopor sus dos hermanos muertos. Eltercero —un chico de menos deveinte años— había resultado heridoy, todavía uniformado, estabasentado con la pierna rígida apoyadaen un escabel. Los dos hombres, quehasta hacía tan poco habían sidoenemigos, se miraron fijamente. Sinsonreír, Philip se acercó a él con lamano tendida. El joven desvióinvoluntariamente la mirada con unamueca de disgusto, pero enseguidarecobró la compostura: sonrió, y seestrecharon la mano. Esta escena,

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que desde ese día se repetiríamuchas veces de distintas maneras,carecía entonces de la importanciaque revestiría en la actualidad. Laironía, que enaltece ese elemento quenos empeñamos en excluir de nuestravisión de las cosas, les habríaparecido intolerable; nosotros noshemos vuelto más insensibles.

Y esos dos amantes, que dehaberse cruzado en la calle no sehabrían reconocido, tuvieron quedecidir si la añoranza que habíansentido el uno por el otro durante losterribles años de la guerra era lo

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bastante poderosa para justificar unmatrimonio. Nada quedaba de laencantadora e ingenua niña, ni delhombre sentimental que habíallevado la rosa roja junto a sucorazón hasta que se habíamarchitado. Los grandes ojos azulesdestilaban tristeza, y Philip, al igualque el hermano menor de Julia, solíasumirse en largos silencios cuandorecordaba cosas que sólo otrossoldados acertarían a comprender.

Se casaron con discreción; noera el momento más apropiado parauna ostentosa boda germanobritánica.

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En Londres el fervor bélicocomenzaba a remitir aunque la gentetodavía hablaba de los «cabezascuadradas» y los «hunos». Aun así,se mostraban amables con Julia, quepor primera vez, aunque creía que seamaban, se preguntó si no habría sidoun error elegir a Philip. Ambosfingían ser personas serias pornaturaleza, en lugar de seres quepadecían una depresión incurable. Apesar de todo, la guerra quedó atrás ylos rencores se disiparon. Julia, queen Alemania había sufrido por suenamorado inglés, hizo un esfuerzo

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voluntario por convertirse en inglesa.Aunque prácticamente dominaba elidioma, volvió a tomar clases ypronto empezó a hablar un inglésperfecto y exquisito, como pocosnativos eran capaces de hacer. Sabíaque tenía modales circunspectos, porlo que intentó adoptar una actitudmás desenfadada. Su vestuariotambién era impecable, pero a fin decuentas estaba casada con undiplomático y debía guardar lasapariencias, como decían losingleses.

Iniciaron su vida matrimonial en

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una pequeña casa de Mayfair, donde,con la ayuda de una cocinera y unacriada, Julia recibía invitados, comose esperaba de ella, y alcanzó unaposición parecida a la que en surecuerdo había ocupado el hogarpaterno. Entretanto, Philip habíadescubierto que casarse con unaalemana no era la mejor receta parauna carrera fácil. Las discusionescon sus superiores revelaron queciertos puestos le estarían vedados—en Alemania, por ejemplo—, y quepodía desviarse del recto camino queconducía a la cima y acabar

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desterrado en lugares comoSudáfrica o Argentina. Entoncesdecidió ahorrarse decepciones y sepasó a la administración. Progresaríaprofesionalmente, pero lejos delrefinamiento de las cancillerías en elextranjero. A veces coincidía en lacasa de su hermana con la Betty conquien podría haberse casado —y queseguía soltera, a causa del grannúmero de hombres muertos en laguerra— y pensaba en lo diferenteque hubiese sido su vida con ella.

Cuando Jolyon MeredithWilhelm Lennox nació, en 1920, tuvo

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una enfermera y luego una niñera.Era un niño alto y delgado, con rizosdorados y unos ojos azules quereflejaban hostilidad y censura, casisiempre hacia su madre. Al enterarsepor su niñera de que ésta eraalemana, pilló una rabieta y se portómal durante varios días. Lo llevarona conocer a la familia de Alemania,pero la visita no fue bien; ledisgustaron tanto el lugar como susextrañas costumbres: le exigían quese sentara a la mesa con las manos alos lados del plato mientras nocomía, que hablara sólo cuando le

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dirigiesen la palabra y queentrechocara los talones cuandoquisiera pedir algo. Se negó a volvera ese país. Julia discutió con Philipcuando éste decidió enviar al niño aun internado a los siete años. Aunqueesto no se consideraría insólito ennuestros días, en aquel entonces Juliahubo de armarse de valor. Philipalegó que todas las personas de suposición hacían lo mismo y se pusocomo ejemplo: él también habíaingresado en un internado a los sieteaños. De acuerdo, recordaba quehabía echado de menos a la familia,

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pero eso carecía de importancia, sesuperaba pronto. Ese argumento—«¡fíjate en mí!»—, destinado aacallar las protestas por la sencillarazón de que quien lo esgrimía estabaconvencido de su superioridad, o almenos de su sensatez, no persuadió aJulia. En el interior de Philip habíaun lugar al que jamás lograríaacceder, una reserva, una frialdadque al principio atribuyó a la guerra,las trincheras, las profundas heridaspsicológicas. Pero había empezado adudar; su relación con las esposas delos colegas de su marido no era lo

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bastante íntima para preguntarles siellas también percibían que en sushombres había un territorio vedado,una zona señalada comoVERBOTEN, la entrada a la cualestaba prohibida..., pero ellaobservaba, se percataba de muchascosas. «No —pensó—, si separas aun niño tan pequeño de su madre...»Perdió la batalla y también a su hijo,que en adelante se mostró tan cortésy afable como a menudo impaciente.

Que ella supiera, al chico lehabía ido bien en su primer colegio,pero no en Eton. Los informes

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distaban de ser buenos. «No entablaamistades con facilidad.» «Es unsolitario.»

Durante unas vacaciones lointerrogó, ingeniándoselas paraponerlo en una situación de la que nolograra librarse fácilmente, puessiempre eludía las preguntasdirectas.

—Dime, Jolyon, ¿el hecho deque yo sea alemana te ha causadoproblemas?

Él parpadeó, como si quisieraescapar, pero le dedicó sucaracterística sonrisa amable y

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respondió:—No, mamá, ¿por qué iba a

causarme problemas?—Era sólo una duda.Luego le pidió a Philip que

«hablara» con Jolyon, con lo quequería decir, desde luego: «Haz quecambie, por favor, me estárompiendo el corazón.»

—Desde luego, no suelta prenda—fue la contestación de su marido.

En realidad, a Julia latranquilizaba bastante pensar enEton, pues era consciente del peso deesa institución como forjadora de

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excelencia y garantía de éxito. Habíarenunciado a su hijo —su único hijo— para entregarlo al sistemaeducativo inglés, y esperaba unaretribución: que Jolyon salieraadelante, como su padre, y con eltiempo siguiera los pasos de éste,quizá como diplomático.

Cuando murió su padre, y pocodespués su madre, Philip quisomudarse a la amplia casa deHampstead. Era la residenciafamiliar y él, el hijo, viviría allí. AJulia le gustaba su pequeña casa deMayfair, tan fácil de llevar y de

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mantener limpia, y se resistía a viviren una que tuviese tantashabitaciones. Y sin embargo allí fuea parar. Nunca intentaba imponer suvoluntad a Philip. Jamás discutían.Se llevaban bien porque ella noinsistía en sus preferencias. Secomportaba como había visto hacerloa su madre, cediendo a los deseos desu marido. Bueno, alguien tenía queceder, pensaba Julia, y qué más dabaquién lo hiciese. Lo importante erapreservar la paz en la familia.

No les costó mucho incorporarlos muebles de la casita, procedentes

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en su mayor parte de su hogaralemán, a la casona de Hampstead,donde de hecho no recibía tantosinvitados como antes, aunquedisponían de más espacio. Paraempezar, Philip no era un hombreparticularmente sociable: sólo teníaun par de amigos íntimos y por logeneral los veía a solas. Y Juliasuponía que se estaba volviendovieja y aburrida, porque ya nodisfrutaba de las fiestas como en elpasado. Aun así, organizaban cenas,a menudo con gente importante, y lecomplacía saber que lo hacía todo

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bien y que Philip estaba orgulloso deella.

De vez en cuando viajaba aAlemania. Sus padres, que estabanenvejeciendo, se alegraban mucho deverla, y ella quería a su hermano,ahora el único que le quedaba. Sinembargo, volver a la patria resultabainquietante, incluso aterrador. Lapobreza, el desempleo, loscomunistas y luego los nazis estabanpor todas partes, y las pandillasinfestaban las calles. Y entoncesapareció Hitler. Los Von Arnedespreciaban por igual a los

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comunistas y a este último, y creíanque ambos fenómenos desagradablesdesaparecerían sin más. Aquélla noera su Alemania, decían. Desdeluego no era la Alemania que Juliarecordaba como propia; siempre queolvidara, naturalmente, a loscalumniadores de la época de laguerra. Habían llegado a acusarla deser una espía. Las personas serias yeducadas no, por supuesto..., bueno,sí, había habido un par de ellas.Llegó a la conclusión de que ya no sesentía a gusto en Alemania, y cuandosus padres fallecieron le resultó más

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fácil dejar de visitarla.Al fin y al cabo, tenía que

admitir que el pueblo inglés era unpueblo sensato. Una no podía niimaginar que permitiesenenfrentamientos entre comunistas yfascistas en las calles... De acuerdo,ocasionalmente estallaba algunarevuelta, pero no había que exagerar;nada de aquello era comparable conHitler.

Una carta de Eton les informóde que Jolyon había desaparecido,tras dejar una nota en la que decíaque se iba a luchar en la guerra civil

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española. Estaba firmada por «elcamarada Johnny Lennox».

Philip se valió de todas susinfluencias para averiguar dónde seencontraba su hijo. ¿En la BrigadaInternacional? ¿En Madrid? ¿EnCataluña? Por lo visto nadie losabía. Julia comprendía a Jolyon,pues le había horrorizado elcomportamiento de Gran Bretaña yFrancia para con el Gobierno electode España. Su marido, que al fin y alcabo era diplomático, defendía a suGobierno y su país, pero a solas conella confesaba sentirse avergonzado.

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No admiraba las políticas que estabarespaldando y ayudando a poner enpráctica.

Transcurrieron los meses. Porfin llegó un telegrama de su hijo, enel que pedía que le enviaran dinero auna dirección del East End deLondres. Julia lo interpretó como quequería que lo visitaran; de locontrario les habría indicado unbanco. Ella y Philip fueron juntos ala casa, situada en una callemiserable, y encontraron a Jolyonatendido por una mujer de aspectodecente a quien Julia tomó por una

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criada. Su hijo estaba en un cuarto dela planta alta y sufría una hepatitisque presumiblemente había contraídoen España. Hablando con la mujer,que se hacía llamar camarada Mary,advirtió, primero, que ésta no sabíanada de España, y, después, queJolyon no había estado en aquel paíssino en esa casa, enfermo.

—Tardé un tiempo en darmecuenta de que sufría una crisisnerviosa —señaló la camaradaMary.

Era gente pobre. Cuando Philipextendió un talón por una suma

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considerable, le explicaron conbastante amabilidad que no disponíande cuenta bancaria, insinuando conun dejo apenas sarcástico que lascuentas bancarias sólo eran pararicos. Como no llevaban tanto dineroencima, Philip dijo que les enviaríael dinero al día siguiente, y así lohizo. Jolyon, que ahora insistía enque lo llamasen Johnny, estaba tandelgado que se le marcaban loshuesos de la cara, y aunqueaseguraba que la camarada Mary y sufamilia eran la sal de la tierra, seavino fácilmente a regresar a casa.

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Sus padres no volvieron a oírhablar de España, pero en la Liga delas Juventudes Comunistas, dondeJohnny se había convertido en unaestrella, lo consideraban un héroe dela guerra civil española.

Pusieron a su disposición uncuarto y más tarde una planta enterade la amplia casa, donde recibía amucha gente que molestaba a lospadres y sumía a Julia en un profundoabatimiento. Todos eran comunistas,por lo general muy jóvenes, ycontinuamente se llevaban a Johnny aasambleas, mítines, cursillos de fin

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de semana y manifestaciones. Julia ledijo que si hubiera visto las calles deAlemania, plagadas de bandasrivales, no se mezclaría conindividuos de esa calaña, y comoconsecuencia de la discusiónsubsiguiente, Johnny se marchó.Sentando el precedente de sus futuraspautas de comportamiento, se alojóen las casas de sus camaradas,dormía en el suelo o dondequiera quehubiera un rincón libre y le pedíadinero a sus padres. «Supongo queno querréis que me muera de hambre,aunque sea comunista.»

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Julia y Philip no se enteraron dela existencia de Frances hasta queJohnny se casó con ella, durante unpermiso, aunque Julia estaba yabastante familiarizada con lo quedescribía como «esa clase de chica».Había observado a las jóvenesastutas, descaradas y coquetas queatendían a los oficiales de altagraduación; algunas estaban adscritasal departamento de su marido. «¿Esapropiado que disfruten tanto enmedio de esta horrible guerra?», sepreguntaba. Bueno, al menos nadiepodía tacharlas de hipócritas.

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(Varias décadas después, mientras semiraba en el espejo con tristeza yrociaba sus blancos rizos con laca,una anciana dama suspiraría: ¡Ah, lopasábamos tan bien, tan bien... Eratan fascinante..., ¿entiendes?)

La guerra de Julia podría habersido verdaderamente terrible. Sunombre había figurado en la lista delos alemanes que debían serenviados al campo de internamientode la isla de Man. «Nunca tuvieron laintención de recluirte —aseveróPhilip—. Sólo fue un erroradministrativo.»

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Lo fuera o no, Philip hubo deintervenir para que borrasen elnombre de su esposa. Esa guerraatormentó a Julia con recuerdos de laanterior, y le parecía increíble queunos países destinados a ser amigosestuvieran combatiendo una vez más.No se encontraba bien, dormía mal ylloraba a menudo. Philip,comprensivo..., como siempre, laestrechaba en sus brazos y laacunaba. «Tranquila, tranquila,cariño.» Podía abrazarla porquedisponía de uno de los nuevos eingeniosos brazos artificiales que

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permitían hacer cualquier cosa.Bueno, prácticamente cualquier cosa.Por las noches se quitaba el brazo ylo dejaba en su soporte. Entoncessólo podía abrazar a Julia a medias,de manera que ella lo abrazaba a él.

Los Lennox no fueron invitadosa la boda de su hijo con Frances. Seenteraron por un telegrama que llegópoco antes de que Jolyon regresara aCanadá. Al principio a Julia lecostaba creer que los tratase de esamanera. Philip la rodeó con el brazo:

—No lo entiendes, Julia —dijo.—No, no entiendo nada.

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—¿No ves que somos enemigosde clase? —explicó él en tonoirónico—. No, no llores, Julia, yamadurará. O eso espero.

Sin embargo, miraba por encimadel hombro de su mujer con unaexpresión que reflejaba la mismaangustia que la embargaba a ella...,cada vez más a menudo y con mayorintensidad; una angustiadesgarradora, generalizada ypersistente de la que no conseguíalibrarse.

Sabían que Johnny estabahaciendo progresos en Canadá. ¿Qué

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significaba «hacer progresos» en esecontexto? Poco después de que semarchara, llegó una carta con unafotografía de él y Frances en laescalinata del registro civil. Los dosiban de uniforme, el de ella ceñidocomo un corsé; era una rubia deaspecto alegre y risueño. Una chicatonta, pensó Julia mientras guardabala carta y la foto. El sobre llevaba elsello de un censor, como si sucontenido sobrepasara los límites dela decencia, que era exactamente loque pensaba Julia. Luego Johnnyenvió una nota que rezaba: «Podrías

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ir a ver qué tal se encuentra Frances.Está embarazada.»

Julia no fue. Más adelanteJohnny mandó un aerograma en elque les decía que había nacido elbebé, un niño, y que en su opinión lomínimo que podía hacer Julia eravisitar a Frances. «Se llamaAndrew», añadía en la posdata,como si se le hubiese ocurrido en elúltimo momento; y Julia recordó lasparticipaciones del nacimiento deJolyon, enviadas en grandes ygruesos sobres blancos e impresas enuna cartulina que semejaba finísima

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porcelana, y las elegantes letrasnegras que decían «Jolyon MeredithWilhelm Lennox». A ninguno de losdestinatarios les cupo la menor dudade que anunciaban una importanteadición a la especie humana.

Sabía que debía ir a ver a sunueva nuera, pero fue postergándolo,y cuando por fin se presentó en ladirección que le había facilitadoJohnny, Frances se había marchado.Era una calle lóbrega en la que habíaun edificio derruido por una bomba.Julia se alegró de no tener que entraren ninguna de esas casas, pero la

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enviaron a otra de apariencia aúnpeor. Estaba en Notting Hill; larecibió una mujer de aspectodescuidado que, sin sonreír le dijoque llamara a esa puerta de allí, ladel tragaluz agrietado.

—Un momento —respondió unavoz irritada cuando llamó a la puerta—. Vale, adelante.

La habitación, grande y maliluminada, tenía ventanas sucias,desteñidas cortinas de raso verde yalfombras raídas. En la verdosapenumbra estaba sentada una mujerjoven y corpulenta, con las piernas

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separadas sin medias, y un niñotendido junto a su pecho. Sostenía unlibro en la mano, encima de lacabeza del pequeño; que se movíarítmicamente mientras las manos seabrían y cerraban sobre la carnedesnuda. El seno descubierto, grandey flácido, exudaba leche.

Julia pensó por un instante quese había equivocado de casa, puesera imposible que aquella jovenfuese la de la fotografía. Se quedóallí quieta, forzándose a admitir queen efecto se hallaba ante Frances, laesposa de Jolyon Meredith Wilhelm.

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—Siéntese —le espetó la joven,como si verse obligada a pronunciaresas palabras, e incluso contemplar aJulia, fuera la gota que colmaba elvaso.

Frunció el entrecejo y seenderezó. Los labios del bebésoltaron el pezón con un ruido seco,y un líquido lechoso se deslizó desdeel pecho hasta una cintura fofa.Frances volvió a introducirle elpezón en la boca; el pequeño dejóescapar un gemido ahogado y empezóa mamar otra vez con los mismosmovimientos de cabeza breves y

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temblorosos que Julia habíaobservado en los cachorros apiñadosjunto a las tetas de la menuda perrasalchicha que había tenido tiempoatrás. Frances se cubrió el otro senocon un trapo que Julia habría juradoque era un pañal.

Las dos mujeres se miraron condesagrado.

Julia no se sentó. Había unasilla, pero estaba salpicada demanchas sospechosas. Habría podidosentarse en la cama, pero comoestaba deshecha, decidió no hacerlo.

—Johnny me escribió para

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pedirme que viniera a ver cómo seencontraba —dijo.

La voz fría, suave, casirumorosa, modulada a un ritmo o unaescala que sólo Julia conocía,impulsó a la joven a fijar de nuevo lavista en ella. Luego se echó a reír.

—Estoy como me ve, Julia —dijo Frances.

El pánico empezaba aapoderarse de Julia. Pensó que aquelsitio era horrible, el colmo de lamiseria. Si bien la casa en la que ellay Philip habían encontrado a Johnnyen la época de su malograda aventura

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española era pobre, de paredesdelgadas y aspecto precario, por lomenos estaba limpia, y la casera,Mary, parecía una mujer decente. Eneste sitio, en cambio, Julia se sentíaatrapada en una pesadilla. Esadesvergonzada joven semidesnuda,con sus grandes pechos de los quechorreaban leche, el bebé quechupaba ruidosamente, un leve olor avómito o a pañales sucios... Juliatuvo la sensación de que Francesestaba forzándola, casi conbrutalidad, a contemplar un estilo devida indecoroso que ella nunca había

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tenido que afrontar. Su propio hijohabía llegado a sus brazosperfectamente limpio y después deque la nodriza lo alimentase. Julia sehabía negado a amamantarlo; leparecía un acto demasiado animal,aunque no se había atrevido adecirlo. Los médicos y lasenfermeras, con un tacto exquisito,habían convenido en que no debíadar el pecho... por cuestiones desalud. Julia había jugado a menudocon el pequeño y hasta se habíasentado en el suelo con él paradisfrutar de una hora de

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esparcimiento, cronometrada alminuto por la niñera. Recordaba lafragancia a jabón y a polvos de talco.Recordaba haber olido con enormeplacer la cabecita de Jolyon...

«Es increíble —se dijo Frances—. Esa mujer es increíble»; y eldesprecio estuvo en un tris dehacerle soltar una carcajada.

Julia permanecía de pie enmedio de la habitación, con suelegante e impecable traje de lanillagris, que no presentaba ni una arruga.Lo llevaba abotonado hasta el cuello,donde un pañuelo de seda malva

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añadía un toque de color. Sus manos,aunque totalmente protegidas de lassucias superficies que la rodeabanpor unos guantes grises de cabritilla,hacían pequeños movimientos derechazo y melindrosa reprobación.Sus zapatos eran como brillantesmirlos, con hebillas de bronce que aFrances se le antojaron lastres, quizádestinados a impedir que los piesremontaran el vuelo, o incluso queempezaran a ejecutar primorosospasos de baile. El pequeño tul quecubría su sombrero gris, provistotambién de una hebilla metálica, no

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ocultaba la expresión de horror desus pies. Era una mujer enjaulada, ypara Frances, agobiada por lasoledad, la pobreza y la ansiedad, suaparición en aquel cuarto, que elladetestaba y del que sólo queríaescapar, suponía una provocacióndeliberada, una ofensa.

—¿Qué quiere que le diga aJolyon?

—¿A quién? Ah, sí. Pero... —Frances se irguió con energía,sujetando con una mano la cabeza delbebé y con la otra el trapo que lecubría el pecho—. No me dirá que

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Johnny le pidió que viniera aquí...—Pues sí, me lo pidió.Ambas compartieron un

momento de incredulidad y sedirigieron sendas miradasinquisitivas. Cuando Julia habíaleído la carta en la que Johnny leexigía que visitara a su esposa, lehabía dicho a Philip:

—Creía que nos odiaba. Si nosomos lo bastante buenos para asistira su boda, ¿por qué me ordena quevaya a ver a Frances?

Philip respondió con aspereza,pero también con aire distraído, pues

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siempre estaba absorto en susobligaciones.

—Veo que esperas coherencia.En mi opinión, eso es casi siempreun error.

Frances, por su parte, jamáshabía oído a Johnny hablar de suspadres sin llamarlos fascistas,explotadores o, en el mejor de loscasos, reaccionarios. Entonces,¿cómo era posible que hubiera...?

—Frances, me gustaría muchoayudarla. —Extrajo un sobre delbolso.

—Oh, no, estoy segura de que

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Johnny no lo aprobaría. Él nuncaaceptaría dinero de...

—Ya descubrirá que esperfectamente capaz de aceptarlo.

—No, no, Julia, por favor.—Muy bien. Adiós entonces.Julia no volvió a ver a Frances

hasta que Johnny regresó de laguerra, y Philip, que estaba enfermoy moriría pronto, manifestó supreocupación por Frances y losniños. Julia, que aún tenía aquellavisita fresca en la memoria, protestóy dijo que estaba segura de queFrances no quería saber nada de ella,

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pero Philip insistió: «Por favor,Julia. Hazlo sólo paratranquilizarme.»

Julia se dirigió al apartamentode Notting Hill convencida de que lohabían elegido por la sordidez y lafealdad del barrio. Ya tenían doshijos. El que había visto la primeravez, Andrew, estaba hecho uninquieto y alborotador niño de dosaños; el otro, Colin, era un bebé. Unavez más encontró a Francesamamantando. Estaba gorda, fofa,abandonada, y aquel apartamento, aJulia no le cabía la menor duda,

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constituía un peligro para la salud.Dentro de una fresquera adosada a lapared había una botella de leche y unpoco de queso. La pintura de la mallametálica del mueble obstruía lasrendijas, de manera que el aire nocirculaba bien. La ropa de los niñosestaba tendida en una estructura demadera que parecía a punto devenirse abajo. No, replicó Francescon voz fría, hostil y crítica. Noquería dinero, no, gracias.

Julia había adoptadoinconscientemente una posturasuplicante, con las manos

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temblorosas y los ojos arrasados enlágrimas.

—Pero piensa en los niños,Frances.

Fue como si vertiese ácidosobre una herida. Oh, sí, Frances sepreguntaba a menudo qué pensaríansus padres, por no hablar de los deJohnny, de la forma en que vivía consus hijos.

—Tengo la impresión de quenunca pienso en otra cosa. —El tonode su voz, cargado de furia, decía:«¡Cómo se atreve!»

—Por favor, déjame ayudarte,

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por favor... Johnny es un necio,siempre lo ha sido, y no es justo quelos niños paguen las consecuencias.

El problema era que paraentonces Frances estaba totalmentede acuerdo en lo referente a lanecedad de Johnny. La ilusión habíadesaparecido por completo,dejándole un residuo de irresolubleexasperación para con él, suscamaradas, la Revolución, Stalin ydemás. No obstante, quien estaba enla picota ahora no era Johnny, sinoella, su pequeño y amenazado sentidode identidad e independencia. Por

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eso el «piensa en los niños» de Juliala hirió como un dardo envenenado.¿Qué derecho tenía ella, Frances, aluchar por su independencia, por símisma a costa de...? Pero no sufrían,no. Sabía que no sufrían.

Julia se marchó, dio parte de loocurrido a Philip y procuró no pensaren aquellas habitaciones de NottingHill.

Con el tiempo, cuando se enteróde que Frances había entrado atrabajar en un teatro, Julia pensó:«¡Un teatro! ¡Claro! ¿Qué otra cosa sino?» Después, Frances se convirtió

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en actriz, y Julia se preguntó:«¿Representará papeles de criada?»

Fue al teatro, se sentó en una delas últimas filas de la platea con laesperanza de pasar inadvertida y vioa Frances encarnar a un personajesecundario en una comedia bastanteagradable. Estaba más delgada,aunque todavía rolliza, y lucía unamelena de apretados rizos. Hacía depropietaria de un hotel de Brighton.Julia no vio en ella el menor rastrode la risueña jovencita de antes de laguerra con su uniforme ceñido. Apesar de todo, su buena

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interpretación animó a Julia. Francesse percató de que había ido a verla,porque era un teatro pequeño y Juliahabía aparecido con uno de susinimitables sombreros con velo y sehabía sentado con las enguantadasmanos sobre el regazo. Ninguna otramujer del público llevaba sombrero.Y esos guantes... Ay, ¡qué ridículos!

Durante toda la guerra, sobretodo en los momentos difíciles,Philip había alimentado el recuerdode un pequeño guante de muselinasuiza; aquellos lunares blancos sobrefondo blanco y el pequeño volante en

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la muñeca se le antojaban unadeliciosa frivolidad y una promesade que la civilización seestablecería.

Poco después Philip murió deun ataque al corazón, lo que nosorprendió a Julia. La guerra lo habíaafectado profundamente. Trabajabasin descanso, incluso en casa, por lasnoches. Ella sabía que se habíaimplicado en operaciones audaces ypeligrosas y que sufría por loshombres que había enviado a laaventura, a veces a la muerte. Laguerra lo había convertido en un

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viejo y, como a ella, lo habíaobligado a revivir la anterior: Julialo sabía por los comentariosmordaces que se permitía hacer devez en cuando. Estas dos personasque en otro tiempo se habían amadocon pasión habían acabado porprofesarse una paciente ternura,como si hubiesen decidido protegersus recuerdos, al igual que unaherida, de cualquier contacto brusco,negándose incluso a escrutarlos conatención.

Ahora que Julia estaba sola enla casona, Johnny, que quería

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instalarse allí, le sugirió que semudase a un apartamento. Porprimera vez en su vida Julia semantuvo firme y se negó. Viviría allí,y no esperaba que Johnny nicualquier otro la entendiera. Su casanatal, la de los Von Arne, se habíaperdido. Su hermano menor habíamuerto en la Segunda GuerraMundial. La propiedad se habíavendido y ella había recibido eldinero de la transacción. Ahora esacasa, en la que con tantas reservashabía vivido en un principio, era suhogar, el único vínculo que le

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quedaba con aquella Julia que habíatenido un hogar, que había deseadotenerlo, que se definía a sí misma apartir de un lugar con recuerdos: ellaera Julia Lennox, y ésa era su casa.

—Eres egoísta y avara, comotodos los de tu clase —le espetóJohnny.

—Tú y Frances podéis venir avivir aquí, pero yo no piensomarcharme.

—Muchas gracias, Mutti, perocreo que declinaremos la invitación.

—¿Por qué me llamas Mutti?Nunca me llamabas así cuando eras

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pequeño.—¿Pretendes ocultar tu origen

alemán, Mutti?—No, no me parece que esté

ocultando nada.—A mí sí. Hipócrita. ¿Qué otra

cosa se puede esperar de la gentecomo tú?

Estaba verdaderamente furioso.Su padre no le había dejado unpenique; todo había ido a parar aJulia. Él había planeado vivir en lacasa y llenarla de camaradas quenecesitaran refugio. Después de laguerra todo el mundo era pobre y

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vivía a salto de mata, y Johnny sesustentaba de trabajos que hacía parael partido, algunos de ellos ilegales.Se había enfadado con Francesporque ésta se había negado aaceptar una asignación de Julia.Cuando su esposa le había dicho:«No lo entiendo, Johnny, ¿quieresaceptar dinero de un enemigo declase?», él le había pegado porprimera y única vez. Ella le devolvióel golpe con más fuerza todavía. Nose lo había preguntado con ánimo deburlarse ni de criticarlo; sólodeseaba, sinceramente, una

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explicación.Aunque Julia gozaba de una

posición desahogada, no era rica.Podía permitirse costear los estudiosde Andrew y Colin, pero si Francesno hubiera aceptado irse a vivir conella, la vieja habría alquilado partede la casa. Ahora economizaba encosas que habrían hecho reír aFrances de haberse enterado. Nocompraba ropa. Despidió al ama dellaves que vivía en el apartamentodel sótano y ella misma empezó aencargarse de las tareas domésticas,con la ayuda de una asistenta que iba

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dos veces a la semana. (A esta mujer,la señora Philby, hubo quepersuadirla con halagos y regalos deque siguiera trabajando cuandoFrances llegó con sus vulgarescostumbres.) Ya no compraba lacomida en Fortnum's, pero despuésde la muerte de Philip habíadescubierto que sus gustos eransencillos y que los criterios por losque obligatoriamente debía regirse laesposa de un funcionario del ForeignOffice nunca habían sido los suyos.

Cuando Frances ocupó toda lacasa, salvo la planta superior, Julia

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experimentó cierto alivio. Pese a queFrances aún no le caía bien, puesparecía empeñada en escandalizarla,Julia adoraba a los niños y sepropuso protegerlos de sus padres.Lo cierto es que ellos le teníanmiedo, al menos al principio, peroella nunca llegó a saberlo. Pensabaque Frances intentaba evitar que seacercasen a ella; ignoraba que losalentaba a visitar a su abuela.

—Por favor. ¡Es tan buena connosotros! Le encantaría que fuerais averla.

—Oh, no, es demasiado.

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¿Tenemos que ir?

Cuando Frances acudió a laredacción del periódico para aceptarel empleo, se reafirmó en suspreferencias por el teatro. Comoper iodi s ta freelance carecía deexperiencia con las instituciones y noalbergaba el menor deseo de trabajaren equipo. En cuanto entró en eledificio de The Defender, percibióuna atmósfera especial: sí, se tratabad e l esprit de corps. Luchaban porcontinuar con la venerabletrayectoria de The Defender como

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abogado de toda clase de causasnobles, una trayectoria que seremontaba al siglo XIX; o eso creían,sobre todo quienes trabajaban allí.Este período, la década de lossesenta, podía equipararse acualquiera de las grandes etapas delpasado. Una tal Julie Hackett ledispensó la bienvenida al redil. Erauna mujer dulce, por no decirfemenina, con mechones de gruesocabello negro sujetos aquí y allámediante una variedad de pasadoresy peinetas, un personajedeliberadamente indiferente a la

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moda, ya que consideraba que éstaesclavizaba a las mujeres.Observaba con atención todo cuantola rodeaba lista para corregir erroresfácticos o ideológicos, y criticaba alos hombres en cada frase quepronunciaba, dando por sentado,como suelen hacer los creyentes, queFrances coincidía con ella en todo.Había seguido de cerca la carrera deFrances, leyendo artículos suyos endistintos periódicos, incluido TheDefender, pero uno en particular lahabía decidido a contratarla. Setrataba de una nota satírica pero

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benévola sobre Carnaby Street, queempezaba a convertirse en unsímbolo de la Gran Bretaña modernay atraía a los jóvenes, tanto decuerpo como de espíritu, de todos losrincones del mundo. Frances habíaescrito que sufrían una especie dealucinación colectiva, ya que setrataba de una callejuela sucia ymiserable, y aunque las prendas quese vendían allí no estabandesprovistas de encanto —al menosalgunas— no superaban a las de lascalles que no iban acompañadas delas mágicas sílabas «Carnaby».

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¡Herejía! Una valiente herejía,concluyó Julie Hackett, que comenzóa ver en Frances a un alma gemela.

Le enseñaron un despachodonde una secretaria separaba lascartas dirigidas a «Tía Vera» y lascolocaba en distintas pilas, pueshasta las peores desdichas humanashan de encajar en categoríasfácilmente identificables. Mi maridoes infiel, alcohólico, me pega, no meda suficiente dinero, va a dejarmepor su secretaria, prefiere quedarseen el bar con sus amigos a estarconmigo. Mi hijo es alcohólico,

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drogadicto, ha dejado embarazada asu novia, no quiere marcharse decasa, vive en las calles de Londres,cobra un sueldo pero se niega acontribuir con los gastos de la casa.Mi hija... Las pensiones, lassubvenciones, la conducta de losfuncionarios, problemas de salud...aunque ésas las contestaba unmédico. De las cartas más sencillasse ocupaba la secretaria, firmandocon el seudónimo de «Tía Vera»,todo un próspero nuevo departamentod e The Defender. El trabajo deFrances consistiría en leer las cartas,

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detectar temas o inquietudesfrecuentes e inspirarse en ellos pararedactar un artículo serio y largo quese publicaría en una páginadestacada del periódico. Podríaescribir e investigar en casa. Si bienformaría parte de la plantilla de TheDefender, no trabajaría en laredacción, lo que representaba unalivio para ella.

Cuando salió del metro, deregreso a casa, compró comida ybajó la cuesta, cargada con lasbolsas.

Julia, que estaba mirando por la

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ventana, la vio llegar. Al menosaquel abrigo elegante constituía unamejora con respecto a la gruesatrenca de lana: ¿habría algunaesperanza de verla vestida con otracosa que los tejanos y los jerséis desiempre? Caminaba con dificultad,por lo que le recordó a un burrocargado con alforjas. Cuando sedetuvo cerca de la casa, Julia notóque había ido a la peluquería y quellevaba la rubia cabellera peinada ala moda: lisa y con raya en medio.

Había pasado por delante deviviendas donde la música palpitaba

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y vibraba tan fuerte como los latidosde un corazón furioso, pero Juliahabía dicho que no estaba dispuesta atolerar ruidos, que no los soportaba,de manera que siempre escuchabanmúsica con el volumen bajo. Desdeel cuarto de Andrew a menudollegaban suaves melodías dePalestrina o Vivaldi; del de Colin,jazz; del salón, donde estaba eltelevisor, canciones y vocesentrecortadas; del sótano, el bum,bum, bum que necesitaban «loscríos».

La casona, completamente

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iluminada, sin una sola habitación aoscuras, parecía irradiar luz no sólopor las ventanas, sino también porlas paredes: exudaba luz y música.

A Frances se le cayó el alma alos pies al ver la silueta de Johnnytras las cortinas de la cocina. Estabaen medio de una arenga, a juzgar porel modo en que gesticulaba, y cuandoella entró lo encontró en el puntoculminante. Otra vez Cuba.Alrededor de la mesa había un grupode jóvenes, a los que no tuvo tiempode identificar. Andrew, sí; Rose, sí...Sonaba el teléfono. Dejó las pesadas

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bolsas y levantó el auricular; eraColin, desde el colegio.

—¿Has oído la noticia, mamá?—No, ¿qué noticia? ¿Te

encuentras bien, Colin? Te marchasteesta misma mañana...

—Sí, sí, escucha, acabamos deenterarnos, ha salido en las noticias.Kennedy ha muerto.

—¿Quién?—El presidente Kennedy.—¿Estás seguro?—Le han pegado un tiro. Pon la

tele.—Ha muerto el presidente

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Kennedy. Le han disparado —anunció por encima del hombro.Silencio absoluto mientras estirabala mano y encendía la radio. Nada.Se volvió y advirtió que todos,incluido Johnny, estabanestupefactos. Su ex marido habíacallado para buscar una «fórmulacorrecta», y al cabo de unos instanteslogró articular un «debemos evaluarla situación...», pero fue incapaz decontinuar.

—La televisión —dijo GeoffreyBone, y «los críos» se levantaron dela mesa, como una sola persona,

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salieron de la cocina y subieron alsalón.

—Cuidado, Tilly está viendo latele —les gritó Andrew, y corrió trasellos.

Frances y Johnny se quedaronsolos, mirándose.

—Supongo que has venido apreguntar por tu hijastra, ¿no? —inquirió.

Johnny se rebulló, inquieto:ardía en deseos de subir a ver lasnoticias de las seis, pero habíaplaneado decir algo, y ella aguardó,reclinada contra los estantes que

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había junto a los quemadores,pensando: «Muy bien, deja queadivine...», y tal como esperaba, él lesoltó:

—Es Phyllida, me temo.—¿Sí?—No se encuentra bien.—Eso me ha comentado

Andrew.—Tengo que irme a Cuba

dentro de un par de días.—Entonces más vale que la

lleves contigo.—El problema es que los

fondos no alcanzan y...

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—¿Quién paga?De pronto apareció la expresión

de «ya estamos», que a ella siemprele permitía juzgar su propio grado deestupidez.

—A estas alturas deberías saberque ciertas cosas no se preguntan,camarada.

En otros tiempos la habríainvadido una sensación deincompetencia y culpabilidad; enaquel entonces Johnny poseía unacapacidad asombrosa para hacerlasentirse como una idiota.

—Pues te lo pregunto. Pareces

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olvidar que tengo razones parainteresarme por tu economía.

—¿Y cuánto te pagan en tunuevo trabajo?

Ella le sonrió.—No lo suficiente para

mantener a tus dos hijos y ahoratambién a tu hijastra.

—Y a cualquiera que vengabuscando un plato de comida gratis.

—¿Qué? No querrás que cierrelas puertas a estos revolucionarios enpotencia, ¿verdad?

—Son una panda de vagos ydrogatas —replicó él—. Gentuza. —

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Decidió no seguir por ese camino yadoptó un tono amistoso, apelando ala bondad de Frances—. Phyllida noestá bien; de verdad.

—¿Y qué esperas que haga yoal respecto?

—Quiero que cuides de ella.—No, Johnny.—Entonces que la cuide

Andrew. No tiene nada mejor quehacer.

—Está ocupado atendiendo aTilly. Está muy enferma, ¿sabes?

—Casi siempre exagera paraque la compadezcan.

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—¿Entonces por qué nos laendosaste a nosotros?

—Oh..., joder —protestó elcamarada Johnny—. Los trastornospsíquicos no son mi especialidad,sino la tuya.

—Está enferma. Enferma deverdad. ¿Cuánto tiempo pasarásfuera?

Él bajó la cabeza y frunció elentrecejo.

—Dije que volvería dentro deseis semanas, pero con esta nuevacrisis... —Al recordar la crisisagregó—: Voy a ver las noticias. —

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Y salió corriendo de la cocina.Frances calentó sopa —un

caldo de pollo— y pan de ajo,preparó una ensalada, apiló fruta enla frutera y dispuso quesos dedistintas clases en una fuente.Pensaba en la pobre Tilly. Un díadespués de su llegada, Andrew habíaido a verla al estudio.

—¿Puedo instalar a Tilly en lahabitación de invitados, mamá? —lepreguntó—. No quiero que duerma enla mía, aunque creo que le gustaría.

Frances se esperaba esemomento. Su planta estaba dividida

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en cuatro habitaciones: el dormitorio,el estudio, la sala y un pequeñocuarto que había alojado huéspedesen los tiempos en que Julia dirigía lacasa. Ella sentía que ese piso erasuyo, un lugar seguro que laresguardaba de todas las presiones,de toda la gente. Ahora Tilly y suenfermedad estarían al otro lado deun estrecho pasillo. Y el cuarto debaño...

—De acuerdo, Andrew; pero nopuedo cuidarla, al menos en lamedida en que lo necesita.

—No. Me ocuparé yo. Voy a

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arreglarle la habitación. —Cuando sedisponía a marcharse, añadió en vozbaja y apremiante—: Está realmentemal.

—Sí, lo sé.—Tiene miedo de que la

encerremos en un manicomio.—Claro que no la

encerraremos; no está loca.—No —dijo él con una sonrisa

irónica, más encantadora de lo quepensaba—, aunque tal vez yo sí, ¿no?

—No lo creo.Ella oyó bajar a Andrew con la

chica y los dos entraron en la

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habitación de invitados. Silencio.Frances intuyó lo que ocurría. Tillyestaba acurrucada en la cama, o en elsuelo, y Andrew la abrazaba,tranquilizándola, quizás inclusocantándole... Lo había oído en otrasocasiones.

Y esa misma mañana habíapresenciado la siguiente escena:mientras preparaba la comida,Andrew se sentó a la mesa con Tilly,envuelta en una mantilla de bebé quehabía encontrado en un baúl. Habíaun bol con copos de maíz y lechedelante de ella y otro delante de

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Andrew. Él le daba de comer igualque lo haría con un niño pequeño:

—Una para Andrew..., una paraTilly..., una para Andrew...

Al oír «una para Tilly», ellaabrió la boca, con los grandes yangustiados ojos azules fijos enAndrew. Parecía incapaz deparpadear. Andrew inclinó lacuchara, y ella permaneció sentadacon los labios cerrados, sin tragar.Andrew se obligó a comer unacucharada y empezó de nuevo:

—Una para Tilly..., ahora unapara Andrew...

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Aunque sólo llegabancantidades insignificantes de comidaa la boca de Tilly, al menos Andrewestaba alimentándose.

—Tilly no come —le informóAndrew a Frances—. No, en serio,es mucho peor que yo. No comenada.

En esa época la palabra«anorexia» todavía no era de usocomún, al igual que «sexo» o «sida».

—¿Por qué? ¿Lo sabes? —preguntó ella, como diciendo: «Porfavor, explícame el motivo por elque a ti te cuesta tanto comer.»

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—En su caso, supongo que laculpa es de su madre.

—¿En tu caso no?—No, en mi caso, yo diría que

la culpa es de mi padre. —En esemomento la crítica humorística y elatractivo de aquella pose que lehabían forjado en Eton parecierondesentonar con su personalidad y seconvirtieron en rasgos grotescos,como máscaras inapropiadas. Lamiraba fijamente con ojos sombríos,ansiosos, suplicantes.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Frances, tan desesperada

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como él.—Esperar, esperar un poco,

nada más; todo saldrá bien.Cuando «los críos» —tenía que

dejar de usar esa expresión—bajaron y se sentaron a la mesa,aguardando la comida, Johnny ya noestaba con ellos. Todo el mundo sequedó escuchando la pelea que selibraba en la planta superior. Gritos,insultos, palabras indescifrables.

—Quiere que Julia se vaya avivir a su piso y cuide a Phyllidamientras él está en Cuba —explicóAndrew.

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Todos se volvieron haciaFrances, para ver su reacción. Ellareía.

—Ay, Dios... —Suspiró—.Realmente, no tiene remedio.

Todos intercambiaron miradasde desaprobación. Todos, salvoAndrew. Sentían admiración porJohnny y pensaban que Francesestaba resentida.

—Sencillamente, es imposible—dijo Andrew con seriedad—. Noes justo pedirle algo así a Julia.

Solían hablar en tono burlón dela planta superior y de Julia, a quien

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llamaban «la vieja». No obstante,desde que Andrew había regresado yhabía trabado amistad con su abuela,se sentían obligados a seguir suejemplo.

—¿Por qué iba a cuidar dePhyllida? —prosiguió—. Está muyocupada con nosotros.

Esta nueva perspectiva de lasituación suscitó un silencioreflexivo.

—Phyllida no le cae bien —dijo Frances, apoyando a Andrew, yse contuvo para no añadir: «Y yotampoco. Nunca le han gustado las

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mujeres de Johnny.»—¿Cómo iba a caerle bien? —

preguntó Geoffrey, y Frances loobservó con expresión inquisitiva:aquello era nuevo—. Phyllida haestado aquí esta tarde.

—Te buscaba —señalóAndrew.

—¿Phyllida? ¿Aquí?—Está chalada —terció Rose

—. Yo la vi. Está como una cabra.Como una regadera. —Rió.

—¿Qué quería? —preguntóFrances.

—La eché —explicó Andrew

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—. Le dije que no debía venir a estacasa.

Arriba se oyeron portazos y losgritos de Johnny, que bajó corriendola escalera, seguido por una solapalabra de Julia: «¡Imbécil!»

Johnny irrumpió echandochispas.

—Vieja puta —espetó—. Putafascista.

«Los críos» miraron a Andrew,buscando orientación. Estaba pálido,con aspecto enfermizo. Gritos,peleas... aquello era demasiado paraél.

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—Qué pasada —comentó Rose,fascinada por la violencia de lasituación.

—Tilly se alterará otra vez —dijo Andrew.

Hizo amago de levantarse, yFrances, temiendo que utilizara loocurrido como excusa para no comer,le rogó:

—Siéntate, Andrew, por favor.Él se sentó, y ella se sorprendió

de que la obedeciera.—¿Sabías que tu..., que Phyllida

ha estado aquí? —le preguntó Rose aJohnny, riendo. Tenía la cara

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encendida, y sus pequeños ojosnegros relampagueaban.

—¡Qué! —exclamó Johnny convoz estridente, mirando de refilón aFrances—. ¿Ha estado aquí?

Nadie respondió.—Hablaré con ella —afirmó

Johnny.—¿No tiene padres? —inquirió

Frances—. Podría irse con ellosmientras estás en Cuba.

—Los odia. Y con razón. Sonescoria lumpen.

Rose se tapó la boca con eldorso de la mano, conteniendo una

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carcajada.Entretanto, Frances echó una

ojeada alrededor para ver quiéneseran los comensales esa noche.Además de Geoffrey..., bueno, y deAndrew y Rose, por supuesto,estaban Jill y Sophie, esta últimallorando. Había también un chico aquien no conocía.

En ese momento sonó elteléfono; era Colín otra vez.

—He estado pensando... —dijo—. ¿Está Sophie? Debe de sentirsemuy afectada. Ponme con ella.

Eso le recordó a todo el mundo

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que Sophie tenía que estar afectada,porque su padre había muerto decáncer el año anterior y la razón porla que pasaba la mayor parte de lasnoches allí era que en su casa sumadre no paraba de llorar y lecontagiaba su sufrimiento. Sin dudala muerte de Kennedy...

Sophie prorrumpió en sollozosal teléfono y los demás oyeron:

—Ay, Colin, gracias, tú meentiendes, ay, Colin, sabía que loharías, ay, vendrás, gracias, muchasgracias.

Volvió a su sitio en la mesa y

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dijo:—Colin tomará el último tren

—les comunicó, y ocultó el rostroentre las manos, unas manos largas yelegantes con las uñas pintadas en latonalidad de rosa prescrita para esasemana por los jueces de la moda enSaint Joseph, entre los cuales secontaba. Su larga y brillante melenanegra se desparramó sobre la mesa,como si la idea de que no tendría quesufrir sola durante mucho tiempo másse hubiera hecho visible.

—Todos lamentamos lo deKennedy, ¿no? —dijo Rose con

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acritud.¿No debería estar Jill en el

colegio? Claro que los alumnos deSaint Joseph iban y venían, sinpreocuparse por horarios niexámenes. Cuando los profesoresreclamaban mayor disciplina,seguramente les recordarían losprincipios sobre los que habíanfundado la institución, el másimportante de los cuales era eldesarrollo personal. Colin habíasalido hacia allí esa mañana y ya ibacamino de casa. Geoffrey habíaanunciado que quizá fuera al día

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siguiente: sí, había recordado que lohabían nombrado delegado de suclase. ¿Acaso Sophie habíaabandonado los estudiosdefinitivamente? Al menos pasabamás tiempo aquí que allí. Jill sehabía instalado en el sótano con susaco de dormir, y sólo subía a lahora de las comidas. Le había dichoa Colin, quien a su vez se lo habíacomunicado a Frances, quenecesitaba un respiro. Daniel habíavuelto al colegio, pero con todaseguridad regresaría a casa si lohacía Colin: cualquier excusa era

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buena. Frances sabía que estabanconvencidos de que, en cuanto sevolvían, se producíanacontecimientos maravillosamenteespectaculares.

Al fondo de la mesa, una caranueva le sonreía con aireconciliador, esperando que dijese:«¿Quién eres? ¿Qué haces aquí?» Noobstante ella se limitó a ponerle unplato de sopa delante y a devolverlela sonrisa.

—Me llamo James —sepresentó él, ruborizándose.

—Ah, hola, James. Sírvete

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pan... o lo que quieras.El chico tendió con ademán

vergonzoso una mano grande paratomar una gruesa rebanada de(saludable) pan integral. Sin soltarla,miró en torno a sí con evidentesatisfacción.

—James es amigo mío; bueno,en realidad es mi primo —señalóRose, ingeniándoselas paramostrarse nerviosa y agresiva a lavez—. Le expliqué que no habríaningún problema si venía... a cenar,quiero decir...

Frances advirtió que se trataba

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de otro refugiado de una familia rota,y empezó a hacer mentalmente lalista de la compra para el díasiguiente.

Esa noche sólo eran siete a lamesa, incluida ella. Johnny sehallaba de pie junto a la ventana,rígido como un soldado. Esperabaque lo invitaran a sentarse. Había unsitio libre. Frances no pensabacomplacerlo; le traía sin cuidado quesu reputación ante «los críos» seresquebrajase.

—Antes de irte, cuéntanos quiénmató a Kennedy —dijo.

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Johnny se encogió de hombros,desconcertado por una vez.

—¿Los soviéticos tal vez? —sugirió el recién llegado,atreviéndose a reclamar un lugarentre ellos.

—Tonterías —replicó Johnny—. Los camaradas soviéticos no sonpartidarios del terrorismo.

El pobre James se quedócompungido.

—¿Y Castro? —preguntó Jill.Johnny la miraba con frialdad—.Digo, por lo de bahía de Cochinos, osea...

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—Él tampoco es partidario delterrorismo —dijo Johnny.

—Dame un telefonazo antes deirte —le pidió Frances—. Has dichoque te marchas dentro de un par dedías, ¿no?

Sin embargo, Johnny no selargaba.

—Fue un chalado —declaróRose—. Lo mató un chalado.

—Pero ¿quién le pagó? —preguntó James, que aunque habíarecuperado la compostura estabarojo de tanto esfuerzo por hacersenotar.

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—No debemos descartar a laCIA —señaló Johnny.

—Nunca hay que descartarla —convino James, y Johnny lo premiócon una sonrisa y un gesto deasentimiento.

Era un joven robusto,corpulento, y sin duda mayor queRose; mayor que todos los demás...¿excepto Andrew? Rose se percatóde que Frances lo inspeccionaba yreaccionó de inmediato: siempreestaba alerta ante posibles críticas.

—James está metido en política—explicó—. Es amigo de mi

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hermano mayor. Ha dejado losestudios.

—Vaya —repuso Frances—.Qué novedad.

—¿Qué quieres decir? —inquirió Rose con ansiedad, furiosa—. ¿A qué ha venido eso?

—Vamos, Rose, estababromeando.

—Le gusta bromear —tercióAndrew, traduciendo a su madrecomo si tuviese que dar la cara porella.

—Hablando de bromas —dijoFrances. Cuando todos habían subido

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a ver las noticias, había visto en elsuelo dos bolsas grandes llenas delibros. Se las señaló a Geoffrey, queno logró reprimir una sonrisa deorgullo—. Veo que hoy hasconseguido un buen botín, ¿eh?

Todos rieron. En su mayoríarobaban de manera compulsiva, peroGeoffrey había hecho de ello unaprofesión. Realizaba frecuentesrondas por las librerías para cometersus hurtos. Prefería los libros detexto, pero se contentaba concualquier cosa que pillara. Decía quelos «liberaba». Se trataba de un

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chiste de los tiempos de la SegundaGuerra Mundial, y de un nostálgicovínculo con su padre, que había sidopiloto de un bombardero. Geoffrey lehabía contado a Colin que creía quedesde entonces su padre habíaperdido interés por todo. «Enparticular por mi madre y por mí.»Para lo que la familia obtenía de él,bien podría haberse muerto en laguerra. «¡No eres el único! —lehabía contestado Colin—. La guerra,la revolución... ¿qué diferencia hay?»

—Dios bendiga a Foyle's —dijo ahora Geoffrey—. He liberado

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más ejemplares allí que en cualquierotra librería de Londres. Foyle's esun benefactor de la humanidad. —Miraba a Frances con nerviosismo—. Aunque ella no aprueba miconducta.

Todos lo sabían. A menudoFrances comentaba: «Es culpa de minefasta educación. Me inculcaron querobar estaba mal.» Ahora, cada vezque ella o cualquier otro criticaba alos demás o no estaba de acuerdocon ellos, le coreaban: «Es culpa detu nefasta educación», hasta queAndrew soltó: «Ese chiste ya está

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muy manido.»Habían pasado media hora

ideando variaciones del manidochiste sobre una educación nefasta.

Johnny atacó con la perorata decostumbre:

—Bien hecho; sacadles a loscapitalistas todo lo que podáis. Ellosos han robado a vosotros en primerlugar.

—A nosotros seguro que no,¿verdad? —lo increpó Andrew.

—A la clase trabajadora. Alpueblo. Joded a esos cabronessiempre que se os presente la

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oportunidad.Andrew nunca había robado; lo

consideraba una conductadegradante, propia de la escoria, ydesafió directamente a su padre.

—¿No deberías volver conPhyllida?

Si bien Johnny podía haceroídos sordos a las palabras deFrances, la reprimenda de su hijo loempujó hacia la puerta.

—No olvidéis nunca —sentenció dirigiéndose a todos— quedebéis procurar que cada uno devuestros actos, cada palabra, cada

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pensamiento, concuerden con lasnecesidades de la Revolución.

—Bueno ¿y qué has traído? —lepreguntó Rose a Geoffrey, al queadmiraba casi tanto como a Johnny.

Geoffrey sacó los libros de labolsa y los apiló sobre la mesa.

Los únicos que no aplaudieronfueron Frances y Andrew.

Frances extrajo de su maletínuna de las cartas que le habíanllegado al periódico y leyó en vozalta.

—«Querida Tía Vera»... Esasoy yo... «Querida Tía Vera, tengo

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tres hijos en edad escolar. Todas lastardes vuelven a casa con objetosrobados, casi siempre dulces ygalletas...» —Se oyeron gruñidos—.«Pero puede ser cualquier cosa,incluso libros de texto...» —Aplaudieron—. «Hoy mi hijo mayorapareció con unos tejanoscarísimos.» —Volvieron a aplaudir—. «No sé qué hacer. Cada vez quesuena el timbre, pienso que es lapolicía.» —Frances les dio tiempopara protestar—. «Mis hijos measustan. Le agradecería mucho queme aconsejara, Tía Vera. Estoy

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desesperada.» —Volvió a guardar lacarta.

—¿Y qué vas a contestarle? —quiso saber Andrew.

—Quizá deberías aconsejarme,Geoffrey. Al fin y al cabo, undelegado de clase tendría que serducho en estos asuntos.

—No seas así, Frances —lereprochó Rose.

—Ay —gimió Geoffrey,tapándose la cara con las manos ymoviendo convulsivamente loshombros, como si llorase—, se lotoma en serio.

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—Claro que me lo tomo enserio —repuso Frances—. Eso esrobar. Sois ladrones. —Se dirigió aGeoffrey con la libertad que leconfería el hecho de queprácticamente viviese en su casadesde hacía años—. Eres un ladrón.Eso es todo. Yo no soy Johnny.

Se produjo un silencioangustioso. Rose emitió una risitaahogada. El rostro encarnado delrecién llegado, James, equivalía casia una confesión.

—¡Vamos, Frances! —exclamóSophie—. No sabía que reprobaras

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nuestro comportamiento hasta esepunto.

—Pues así es —reconocióFrances, suavizando el gesto y eltono de voz porque se trataba deSophie—. Ya lo sabes.

—Es culpa de su nefastaeducación... —empezó Rose, pero seinterrumpió al advertir que Andrewclavaba los ojos en ella.

—Ahora veré si llego a tiempode oír las noticias y después mepondré a trabajar. —Mientras semarchaba, añadió—: Buenas nochesa todos. —Con ello autorizaba

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tácitamente a cualquiera que quisierapasar la noche allí, como porejemplo James.

Llegó a tiempo para lasnoticias, aunque por poco. Alparecer un loco había disparadocontra Kennedy. Por lo que a ellarespectaba había muerto otra figurapública, nada más. Probablemente selo mereciera. Jamás se habríapermitido expresar en voz alta unpensamiento tan contrario al espíritude la época. A veces pensaba quereservarse sus opiniones era lo únicoque había aprendido de su larga

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relación con Johnny.Antes de concentrarse en el

trabajo, que esa noche consistiría enleer el centenar de cartas que habíallevado a casa, abrió la puerta de lahabitación de invitados. Silencio yoscuridad. Se acercó de puntillas a lacama y se inclinó sobre el bultocubierto por las mantas, que podríahaber pasado por el cuerpo de unniño. Y sí, Tilly tenía el pulgarmetido en la boca.

—No estoy dormida —dijo unavoz débil.

—Estoy preocupada por ti. —

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Frances notó que le temblaba la voz,aunque se había prometido noinvolucrarse emocionalmente. ¿Dequé serviría?—. Si te preparo unataza de chocolate caliente, ¿te latomarás?

—Lo intentaré.Frances lo preparó en su

estudio, donde tenía un hervidoreléctrico junto con algunos artículosde primera necesidad, y se lo llevó ala chica, que murmuró:

—No quiero que pienses que nosoy agradecida.

—¿Enciendo la luz? ¿Lo

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beberás ahora?—Déjalo en el suelo.Frances obedeció, sabiendo que

con toda probabilidad a la mañanasiguiente encontraría la taza en elmismo sitio, y llena.

Trabajó hasta tarde. Oyó llegara Colin, que enseguida se sentó en elamplio sofá a charlar con Sophie.Alcanzaba a oír sus voces, ya que elviejo sofá rojo se hallaba justodebajo de su escritorio. Yexactamente encima estaba la camade Colin. Percibió que hablaban,ahora en susurros, y unos pasos

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sigilosos en la planta de arriba.Bueno, estaba segura de que Colinera consciente de que debía tomarprecauciones. Se lo había dichoclaramente a su hermano, quesiempre lo sermoneaba sobre esascuestiones.

Sophie tenía dieciséis años.Frances hubiera querido estrecharlaentre sus brazos y protegerla. NiRose ni Jill ni Lucy, ni ninguna de lasdemás jovencitas que entraban ysalían de la casa habían despertadoen ella sentimientos semejantes. Asíque ¿por qué Sophie? Porque era

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preciosa; sí, eso era lo que deseabaproteger y preservar. Y resultabaabsurdo..., debería avergonzarse desí misma. Aunque esa noche yaestaba bastante avergonzada. Abrióla puerta y aguzó el oído. En lacocina parecía haber más genteaparte de Andrew, Rose y James...Por la mañana lo averiguaría.

Durmió mal, y en dos ocasionescruzó el pasillo para echar un vistazoa Tilly; en una de ellas encontró lahabitación a oscuras, silenciosa ycon un ligero aroma a chocolate. Enla segunda vio que Andrew subía la

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escalera, después de cumplir lamisma misión, y regresó a la cama.Sin embargo, no logró conciliar elsueño. Le preocupaban los robos.Cuando Colin había ingresado enSaint Joseph, tras su mediocre pasopor la escuela primaria, habíancomenzado a aparecer en casaartículos que ella sabía que nopertenecían a su hijo; pequeñascosas, como una camiseta, un paquetede bolígrafos, un disco. Recordabalo mucho que le había impresionadoque robase una antología de poesía.Lo riñó. Él alegó que todo el mundo

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hacía lo mismo y que ella era unaanticuada. La cosa no quedó ahí. ¡Ibaa un colegio progresista! Una chicallamada Petula, miembro de laprimera camada de amigos —quetambién iban y venían, si bien conmenos libertad, ya que a fin decuentas eran más jóvenes—, informóa Frances de que Colin robabaporque buscaba amor; o esoaseguraba el profesor encargado dela residencia. Habían discutidoacaloradamente el tema durante lacomida. No, no se refería al amor delos padres, sino al del director, que

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por un motivo u otro se habíaenfadado con Colin. Geoffrey, que yacinco años antes era casi un miembromás de la familia, estaba orgullosode lo que robaba en las tiendas.Frances se había escandalizado, perose había limitado a decirle: «Muybien, procura que no te pillen.» No lehabía ordenado que dejara dehacerlo porque no habría obedecido,pero también porque no sospechabaque los robos se convertirían en elpan de cada día. Además, y esto eralo que le impedía pegar ojo, siemprele había gustado formar parte de

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aquel grupo de jóvenes modernos,los nuevos árbitros de la moda y lamoral. Sin duda compartía —o habíacompartido— un sentimiento quepodía definirse en la frase:«Nosotros contra ellos». Lavivaracha Petula (que ahora estabaen una escuela de Hong Kong parahijos de diplomáticos) habíaasegurado que robar impunementeconstituía un rito de iniciación, y quelos adultos deberían entenderlo.

Ese día Frances tendría queescribir un artículo largo, sesudo yecuánime precisamente sobre ese

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tema. Empezaba a arrepentirse dehaber aceptado el trabajo. Le exigiríadefinirse ante numerosas cuestiones,cuando por naturaleza tendía aobservar los puntos de vistaantagónicos y limitarse a decir: «Sí,es un asunto muy complejo.»

Hacía poco que había llegado ala conclusión de que robar estabadecididamente mal, y no por culpa desu nefasta educación, sino porquellevaba años escuchando a Johnnyalentar toda clase de conductasantisociales, casi como un cabecillaguerrillero: «Tirad la piedra y

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esconded la mano.» Esta simpleverdad se le había revelado debuenas a primeras. Johnny queríadestruir cuanto le rodeaba, como sifuera una especie de Sansón. Todo sereducía a eso. La Revolución, de laque tanto hablaban él y suscompinches, consistiría en arrasarlotodo con un lanzallamas, hasta quesólo quedara la tierra quemada yluego..., bueno, reconstruirían elmundo a su gusto, así de simple. Unavez que se entendía este punto,resultaba obvio, pero entonces habíaque plantearse la siguiente pregunta:

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¿era posible que personas incapacesde organizar su propia existencia,personas que vivían en un caosconstante, construyeran algo quemereciese la pena? Esta ideasediciosa —que se adelantaba envarios años a su época, al menos enlos círculos que ella conocía—convivía con una emoción de la queno era consciente. Pensaba queJohnny era un... No había necesidadde decirlo con todas las letras... Conel tiempo se había forjado unaopinión muy clara al respecto, peroasimismo había llegado a depender

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de aquel halo de cándido optimismoque rodeaba a sus camaradas y a él,así como a todo cuanto hacían. Creía—acaso sin saberlo— que el mundosería cada vez mejor, que todosascendían por la escalera mecánicadel Progreso, que los males delpresente se desvanecerían poco apoco y que la humanidad alcanzaríauna época más saludable y dichosa.Y cuando estaba en la cocina,preparando la comida para «loscríos», viendo aquellas carasjuveniles, escuchando sus vocesirreverentes y confiadas, tenía la

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sensación de que estabagarantizándoles ese futuro, como sise tratase de una promesa silenciosa.¿Cuál era el origen de ésta? Johnny.La había absorbido del camaradaJohnny, y aunque su mente seempeñaba en criticarlo, cada díamás, de manera emocional einconsciente confiaba en él y en sudorado mundo feliz.

Al cabo de unas horas sesentaría a escribir su artículo, en elque expresaría, ¿el qué?

Si no había sido capaz deadoptar una actitud firme ante los

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hurtos en su propia casa, pese a quehabía llegado a reprobarlos demanera categórica, ¿qué derechotenía a decirles a otros lo que debíanhacer?

Qué confundidos estaban esospobres chicos. Al salir de la cocinalos había oído reír, pero coninquietud; la voz de James habíasonado más alta que las demás, puesdeseaba que aquellos espíritus libreslo aceptaran. Pobrecillo, había huido(como ella) de sus aburridos padresprovincianos en pos de lasmaravillas del marchoso Londres y

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había llegado a una casa que Rosedenominaba «Villa Libertad» —leencantaba esa frase— sólo para oírexactamente las mismas palabras derepulsa —seguramente robaba, comotodos— que sin duda le dirigían suspadres.

Ya eran las nueve; muy tardepara Frances. Tenía que levantarse.Abrió la puerta del pasillo y vio aAndrew sentado en el suelo, en unpunto que le permitía vigilar lahabitación de la chica. «Mira,mírala», articuló en silencio.

El pálido sol de noviembre se

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filtraba en el cuarto de enfrente,donde una figura menuda, con unaaureola de cabello rubio y unaanticuada prenda rosa —¿una bata?—, permanecía sentada en untaburete. Si Philip la hubiera visto,qué fácil habría sido convencerlo deque se trataba de la joven Julia, suantiguo amor. En la cama, envueltaen su mantilla infantil, Tilly, apoyadaen una pila de almohadas,contemplaba a la anciana sinpestañear.

—No —dijo Julia con voz fría yclara—, no te llamas Tilly. Es un

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nombre estúpido. ¿Cuál es elverdadero?

—Sylvia —balbució la chica.—Entonces, ¿por qué te haces

llamar Tilly?—Cuando era pequeña no sabía

pronunciar «Sylvia» y decía «Tilly».—Hasta ese momento nadie la habíaoído pronunciar tantas palabrasseguidas.

—Muy bien. Te llamaré Sylvia.Julia sujetaba una taza dentro de

la cual había una cuchara.Delicadamente, llenó ésta con lacantidad apropiada de lo que fuera

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que contuviese la taza —despedía unvago olor a sopa— y la acercó a loslabios de Tilly, o de Sylvia, que losmantenía apretados.

—Ahora escúchame bien. Nodejaré que te mates sólo porque eresuna tonta. No lo permitiré. Ahoraabrirás la boca y te pondrás a comer.

Los pálidos labios temblaron unpoco, pero se abrieron, y la jovensiguió mirando fijamente a Julia,como hipnotizada. La cuchara entróen la boca y su contenidodesapareció. Los espectadorespermanecían en vilo, aguardando un

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movimiento de deglución, quefinalmente se produjo.

Frances se volvió hacia su hijoy notó que también tragaba, como porsimpatía.

—Verás —prosiguió Juliamientras volvía a llenar la cuchara—, yo soy tu abuelastra, y no permitoa mis hijos ni a mis nietos que hagantonterías. Tienes que entenderme,Sylvia... —Cuchara dentro... otromovimiento de deglución. Andrewtragó saliva de nuevo—. Eres unajovencita muy guapa y muy lista...

—Soy un asco —se oyó desde

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las almohadas.—Yo no lo creo; pero si

decides ser un asco, lo serás, y yo nolo permitiré. —Otra cucharada—. Encuanto haya conseguido que terecuperes, volverás al colegio ypasarás los exámenes. Luego irás a launiversidad y serás médico. Mearrepiento de no haber estudiadoMedicina, pero tú lo harás en milugar.

—No puedo. No puedo. Nopuedo volver al colegio.

—¿Por qué no? Andrew mecontó que antes te iba muy bien en

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los estudios. Ahora coge la taza ybébete el resto sola.

Los espectadores contuvieron elaliento; era un momento —¿decididamente?— crítico. ¿Y siTilly-Sylvia rechazaba lareconstituyente sopa y volvía ameterse el pulgar en la boca? ¿Y sicerraba los labios con fuerza? Juliasujetaba el tazón contra la mano quehabía soltado la mantilla.

—Toma.La mano tembló, pero se abrió.

Julia le puso con todo cuidado la tazaentre los dedos y se los cerró. La

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mano se levantó, la taza llegó a loslabios y por encima de ella brotó unmurmullo:

—Pero es tan difícil...—Lo sé.Con ayuda de Julia, la

temblorosa mano sostuvo la tazajunto a los labios. La chica bebió unsorbo y tragó.

—Voy a vomitar —musitó.—No, de eso nada. Ya basta,

Sylvia.Una vez más, Frances y su hijo

contuvieron la respiración. Si bienSylvia no vomitó, hubo de hacer un

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esfuerzo para reprimir las arcadascuando Julia dijo «ya basta».

Entretanto, de «la planta de loschicos» bajó primero Colin y luegoSophie. Los dos se detuvieron. Colinestaba sonrojado y Sophie, queparecía llorar y reír a la vez, hizoademán de subir otra vez por laescalera pero en cambio se acercó aFrances, y le rodeó los hombros conun brazo.

—Mi querida, querida Frances—dijo, y soltando una carcajada bajócorriendo por la escalera.

—No es lo que estás pensando

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—aseguró Colin.—No estoy pensando nada —

repuso Frances.Andrew se limitó a sonreír,

guardándose sus consejos.Colin presenció la escena que

tenía lugar en la habitación deinvitados, asimiló lo que sucedía y,antes de bajar a grandes zancadaspor la escalera, declaró:

—Bien por la abuela.Julia, que había hecho caso

omiso de su público, se levantó deltaburete y se alisó la falda. Le quitóla taza a la chica y dijo:

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—Volveré dentro de una horapara ver cómo te encuentras —dijo—. Luego te llevaré a mi cuarto debaño para que te laves y te cambiesde ropa. Te recuperarás muy pronto,ya lo verás.

Recogió la taza de chocolateque Frances había depositado en elsuelo la noche anterior y salió de lahabitación.

—Supongo que esto es tuyo —le dijo a Frances, entregándosela. Acontinuación se volvió hacia Andrew—. Tú también deberías dejar decomportarte como un tonto.

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Sin cerrar la puerta de lahabitación subió por la escalerarecogiéndose la bata rosa con unamano, para que no arrastrara.

—Estupendo —dijo Andrew asu madre—. Bien hecho, Sylvia —legritó a la chica, que sonrió, aunquedébilmente. —Subió por la escaleraa toda prisa.

Frances oyó una puerta, la deJulia, y luego otra, la de Andrew. Enel cuarto de enfrente, un haz de luzcaía sobre la almohada, y Sylvia,porque a partir de ese momento sinduda sería Sylvia, lo interceptó con

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la mano, haciéndola girar mientras laexaminaba.

En ese momento se oyerongolpes, timbrazos y alaridos de mujerprocedentes de la puerta principal.La adolescente sentada al sol soltóun chillido y se escondió bajo lasmantas.

Cuando la puerta se abrió, elclamor de «dejadme entrar» resonópor toda la casa. Era una vozhistérica y ronca.

—Dejadme entrar, dejadmeentrar.

Andrew salió de su cuarto

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dando un portazo y bajó corriendo.—Yo me ocupo de ella. Oh,

Dios, cierra la puerta de lahabitación de Tilly.

Frances obedeció.—¿Qué pasa? —gritó Julia

desde arriba—. ¿Quién es?—Su madre —le contestó

Andrew en voz baja—. La madre deTilly.

—Entonces me temo que Sylviatendrá un contratiempo —dijo Julia,y permaneció en la escalera, enguardia.

Frances, que todavía estaba en

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camisón, entró en su habitación, sepuso rápidamente unos téjanos y unjersey y bajó a toda velocidad endirección a las voces.

—¿Dónde está? Quiero ver aFrances —aulló Phyllida.

—No grites, iré a buscarla —respondió Andrew sin levantar lavoz.

—Aquí estoy —dijo Frances.Phyllida era una mujer alta y

delgada como un palillo, con unaalborotada cabellera roja mal teñiday largas y afiladas uñas pintadas devioleta. Señaló furiosamente a

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Frances con una mano demasiadogrande.

—Quiero a mi hija —dijo—.Me has robado a mi hija.

—No seas tonta —protestóAndrew, girando en torno a lahistérica mujer como un insecto queintentara decidir dónde picar. Leposó una mano sobre el hombro, paratranquilizarla, pero ella se apartó.Entonces, súbitamente fuera decontrol, gritó—: ¡Basta! —Se apoyócontra la pared, intentando recuperarla compostura. Estaba temblando.

—¿Qué pasa conmigo? —

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preguntó Phyllida—. ¿Quién cuidaráde mí?

Frances advirtió que ellatambién temblaba; tenía el corazóndesbocado y le costaba respirar:aquella dinamo de energía emocionalla estaba alterando, y otro tanto leocurría a su hijo. De hecho, Phyllida,que los contemplaba con la miradaausente de un mascarón de proa,estaba erguida y con aire triunfal,más serena que ellos.

—No es justo —se lamentó,señalando a Frances con las garrasvioletas—. ¿Por qué iba a vivir aquí

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y no conmigo?Andrew se había repuesto.—Vamos, Phyllida. —La

sonrisa protectora apareció de nuevoen su rostro—. Sabes que no puedeshacer esto.

—¿Por qué? —Phyllida sevolvió y centró su atención en él—.¿Por qué ella tiene casa y yo no?

—Si tú también tienes casa —repuso Andrew—. Yo estuve allí,¿recuerdas?

—Pero él se marcha y me deja.—Acto seguido, exclamó—: ¡Semarcha y me deja sola! —Luego, más

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tranquila, se dirigió a Frances—: ¿Losabías? ¿Sí o no? Piensaabandonarme, como a ti.

En cierto modo, ese comentarioracional le demostró a Frances hastaqué punto Phyllida le habíacontagiado su histeria: estabatemblando, y sus rodillas parecíanincapaces de sostenerla.

—¿Y? ¿Por qué no dices nada?—No sé qué decir —consiguió

articular Frances—. No entiendo aqué has venido.

—¿Que a qué he venido? ¿Ytienes la desfachatez de

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preguntármelo? —Y de nuevo sepuso a gritar—: ¡Tilly! ¡Tilly!¿Dónde estás?

—Déjala tranquila —dijoAndrew—. Siempre estás quejándotede que no la soportas, ¿por qué nopermites que lo intentemos nosotros?

—Pero está aquí. Está aquí.¿Qué pasa conmigo? ¿Quién cuidaráde mí?

El ciclo amenazaba conreiniciarse.

—No puedes pretender queFrances te cuide —respondióAndrew en voz baja pero temblorosa

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—. ¿Por qué iba a hacerlo?—Pero ¿qué pasa conmigo?

¿Qué pasa conmigo? —Ahora eracasi un gemido, y por primera vez losfuriosos ojos parecieron verrealmente a Frances—. No eresprecisamente Brigitte Bardot,¿verdad? Entonces, ¿por qué Johnnypasa tanto tiempo aquí?

La situación adquirió un carizinesperado. Frances se quedó sinhabla.

—Viene a menudo porquenosotros vivimos aquí, Phyllida —contestó Andrew—. Colin y yo

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somos sus hijos, ¿recuerdas? ¿Lohabías olvidado?

Por lo visto sí. Al cabo de unosmomentos bajó el dedo acusador yparpadeó como si acabara dedespertar. A continuación dio mediavuelta y se marchó dando un portazo.

Frances experimentó una flojerageneralizada. Tuvo que apoyarsecontra la pared. Andrew permanecióinmóvil, con una sonrisa estúpida enlos labios. «Es demasiado joven paraafrontar esta clase de situaciones»,pensó Frances. Se encaminó conpaso vacilante hasta la cocina, se

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agarró a la puerta mientras entraba yvio a Colin y a Sophie sentados a lamesa, comiendo tostadas.

Enseguida advirtió que Coliniba a criticarla. Sophie había estadollorando otra vez.

—Bueno —soltó Colin con fríorencor—, ¿qué esperabas?

—¿Qué quieres decir? —preguntó Frances. Era una preguntaabsurda, pero intentaba ganar tiempo.

Se sentó con la cabeza apoyadaen las manos. Sabía bien a qué serefería Colin. Se trataba de unaacusación general: le echaba en cara

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que ella y su padre lo hubieranechado todo a perder; que Frances nofuese una cómoda madreconvencional, como las demás, y quellevaran una vida bohemia, que a élle molestaba profundamente portemporadas, aunque en ocasionesreconocía que le gustaba.

—Se presenta aquí —prosiguióColin—, aparece como si tal cosa ymonta un escándalo, y ahora tenemosque cargar con Tilly.

—Quiere que la llamemosSylvia —puntualizó Andrew, que sehabía acercado a la mesa.

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—Me da igual cómo se llame—replicó Colin—. ¿Qué diabloshace aquí?

Se le habían humedecido losojos, y con sus gafas de monturanegra parecía un pequeño búho conlas plumas erizadas. Andrew,larguirucho y delgado, era la antítesisde Colin, redondo, con una cara tersay franca que en este momento estabahinchada por el llanto.

Frances cayó en la cuenta deque aquellos dos, Colin y Sophie,debían de haber pasado la nocheabrazados llorando, ella por su padre

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muerto, él por su angustia ante...,bueno, ante todo.

—¿Por qué la tomas con mamá?No es culpa suya —señaló Andrew,que al igual que Frances seguíaconmocionado y tembloroso.

Si Frances no hacía algo paraevitarlo, los dos hermanos seenzarzarían en una pelea. Discutían amenudo, siempre porque Andrewdefendía a Frances cuando Colin lehacía reproches.

—Por favor, Sophie, prepárameuna taza de té —pidió Frances—. Yestoy segura de que a Andrew

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también le vendría bien una.—Ya lo creo —admitió

Andrew.Sophie se levantó, contenta de

que le pidieran un favor. Al perder elapoyo de su presencia delante de él,Colin miró alrededor parpadeando,tan descontento que Frances habríaquerido abrazarlo..., aunque él jamásse lo hubiera permitido.

—Iré a ver a Phyllida más tarde—anunció Andrew—, cuando sehaya tranquilizado. No es malapersona cuando está serena. —Sepuso en pie de un salto—. Dios, me

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había olvidado de Tilly, quiero decirde Sylvia, y seguramente lo ha oídotodo. Cada vez que su madre se metecon ella, la deja hecha polvo.

—A mí también me ha dejadohecha polvo —reconoció Frances—.No puedo parar de temblar.

Andrew salió corriendo de lacocina y no volvió. Julia habíabajado a ver a Sylvia, que estabaescondida debajo de las mantas,gritando: «Que no se me acerque, queno se me acerque», al tiempo queJulia repetía una y otra vez: «Calla,calla. Se marchará enseguida.»

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Frances bebió el té en silenciomientras los temblores remitían. Sihubiera leído en un libro que lahisteria era contagiosa, habríacomentado: «Pues sí, es lógico.» Sinembargo, no lo había experimentadoen carne propia hasta ese momento.«No me extraña que Tilly esté hechaun lío si ha vivido en un ambienteasí», pensó.

Sophie se había sentado junto aColin y se habían rodeadomutuamente con un brazo igual que unpar de huérfanos. Al cabo de un ratosalieron a tomar el tren para regresar

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al instituto, y antes de marcharseColin miró a su madre y le sonriócon aire contrito. Sophie la abrazó.

—Ay, Frances, no sé qué seríade mí si no pudiera venir aquí.

Frances ya no podía evitarescribir su artículo.

Dejó a un lado las cartas sobrerobos y buscó otro tema. «QueridaTía Vera, estoy tan preocupada queno sé qué hacer.» Su hija de quinceaños se acostaba con un chico dedieciocho. «Estas niñas piensan queson como la Virgen María, que nocorren ningún riesgo.» Aconsejó a la

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ansiosa madre que consiguieseanticonceptivos para su hija.«Consulte a su médico de cabecera—escribió—. Los jóvenes de hoyempiezan a mantener relacionessexuales mucho antes de lo quenosotros lo hicimos. Pregunte por lanueva píldora. Surgirán problemas.No todas las adolescentes sonresponsables, y la píldora debetomarse con regularidad, todos losdías.»

Así fue como el primer artículode Frances suscitó una tormenta deindignación moral. Llegaron

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montones de cartas de padresasustados, y Frances temió que ladespidieran, pero Julie Hackett semostró encantada. Frances estabahaciendo aquello para lo que lahabían contratado, lo que se esperabade alguien lo bastante valiente paraafirmar que Carnaby Street era unvulgar espejismo.

Los refugiados que habían llegado aLondres huyendo de Hitler, y despuésde Stalin, eran muy pobres, a menudopaupérrimos, y vivían como podíande una traducción por aquí, una

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reseña literaria por allá y alguna queotra clase de idiomas. Trabajaban deconserjes en hospitales, o en laconstrucción o haciendo faenasdomésticas. Algunos bares yrestaurantes tan miserables comoellos les ayudaban a satisfacer lanostálgica necesidad de sentarse atomar un café y hablar de política yliteratura. Habían estudiado enuniversidades de toda Europa y eranintelectuales, una palabra queinevitablemente despertabadesconfianza entre los xenófobos eignorantes británicos, que cuando

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admitían que los recién llegados eranmucho más cultos que ellos no lodecían precisamente como un elogio.Cierto café en particular servíagulash, bolas de masa hervida, sopasespesas y otros sustanciosos platos aesos inmigrantes abandonados a susuerte que pronto aumentarían lariqueza y el prestigio de la culturanacional. A finales de los cincuenta yprincipios de los sesenta había porallí editores, escritores, periodistas,artistas e incluso un premio Nobel, yun extraño que entrara en el Cosmose llevaría la impresión de que ése

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era el lugar más moderno del nortede Londres, pues todo el mundovestía con el uniforme delanticonvencionalismo: jerséis decuello cisne, tejanos caros, chaquetasestilo Mao o cazadoras de cuero, yllevaban largas melenas o el popularcorte de pelo que imitaba al de losemperadores romanos. Tambiénhabía unas pocas mujeres conminifalda, las novias de aquelloshombres, que asimilaban lasatractivas costumbres extranjerasmientras bebían el mejor café deLondres y comían pastas de crema de

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inspiración vienesa.Frances había adquirido el

hábito de ir a trabajar al Cosmo. Enla sección de la casa queconsideraba suya, protegida contraposibles invasiones, vivía pendientede los pasos de Julia o de Andrew,que visitaban constantemente aSylvia para llevarle una taza de estoo de lo otro e insistían en que dejarala puerta abierta, porque a la niña ledaba miedo estar encerrada. Por otrolado, Rose deambulaba furtivamentepor la casa. En una ocasión en queFrances la había pillado husmeando

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entre los papeles de su escritorio, sehabía limitado a reír y deciralegremente: «Ay, Frances», antes desalir corriendo. Julia también lahabía sorprendido en sushabitaciones. No robaba, o nomucho, pero era una espía nata. Juliale exigió a Andrew que la echara, yéste se lo comunicó a Frances, que,aliviada porque no le caía bien lachica, le sugirió a Rose que era horade que regresase con su familia.Crisis nerviosa. Según los informesque llegaban del sótano, donde vivíaRose («Es mi madriguera»), se

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pasaba el día en la cama llorando ytenía aspecto de enferma. Cuando lascosas se tranquilizaron, la jovenvolvió a sentarse a la mesa paracenar, con una actitud a un tiempodesafiante, enfurruñada yconciliatoria.

Alguien podría haber aducidoque quejarse de esos pequeñostrastornos domésticos y luego ir asentarse en un rincón del Cosmo,cuyas paredes retumbaban con losdebates y las conversaciones, era —sin duda— un tanto retorcido, sobretodo porque las cosas que se oían

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casi siempre tenían que ver con laRevolución. Todos los parroquianoseran revolucionarios, aunqueparadójicamente habían huido delresultado de una revolución.Representaban, en su mayoría, algunafase del sueño, y podían pasarsehoras discutiendo sobre determinadaasamblea celebrada en Rusia en1905, o en 1917; sobre lo que habíaocurrido en Berchtesgaden o cuandolas tropas alemanas habían invadidola Unión Soviética, y sobre el estadode los yacimientos petrolíferosrumanos en 1940. Hablaban de

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Freud, Jung, Trotski, Bujarin, ArthurKoestler y la guerra civil española.Y a Frances, que hacía oídos sordoscuando Johnny pronunciaba susarengas, el ambiente se le antojabacuriosamente relajante, a pesar deque no prestaba atención a lo quedecían. Es verdad que un caféruidoso y lleno de humo de cigarrillo(a la sazón un acompañamientoindispensable de la actividadintelectual) resulta más íntimo queuna casa donde la gente se reúne paracharlar. A Andrew le gustaba aquelsitio, y a Colin también: opinaban

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que irradiaba energía positiva, porno mencionar las buenas vibraciones.

Johnny acudía a menudo, perose había ido a Cuba, por lo que ellano corría peligro.

Frances no era la únicacolaboradora del The Defender enaquel bar. Había también un hombreque escribía sobre política y a quienJulie Hackett le había presentado dela siguiente manera: «Este es nuestroprincipal politicastro, RupertBoland. Es un intelectualoide, perono es mala persona para tratarse deun hombre.»

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Aunque se trataba de un tipo queno habría llamado la atención encircunstancias normales, allídestacaba porque llevaba corbata yun austero traje marrón. Tenía unrostro agradable, y al igual que ellaestaba escribiendo o tomando notascon un bolígrafo. Se saludaron conuna inclinación de la cabeza y unasonrisa, y justo en ese momentoFrances avistó a un individuo alto,con chaqueta estilo Mao, que selevantaba para marcharse. Dios, eraJohnny. Se puso un largo abrigoafgano teñido de azul, el último grito

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en Carnaby Street, y salió. Unasmesas más allá estaba Julia, sentadaen un rincón, obviamente intentandoesconderse (probablemente deJohnny). Estaba charlando con... unamigo a todas luces muy íntimo. ¿Sunovio? Hacía poco que Franceshabía caído en la cuenta de que Juliaapenas había superado la barrera delos sesenta y pocos años. Pero no,era imposible que tuviese unaaventura (o una liaison, como contoda seguridad habría dicho ella) enuna casa llena de adolescentesfisgones. Resultaba tan impensable

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como que la tuviera Frances.Al abandonar el teatro,

probablemente para siempre, Franceshabía sentido que cerraba las puertasa un posible romance o una relaciónseria.

Y Julia... Frances pensó quedebía de encontrarse bastante sola enla última planta de aquella casaatestada y ruidosa, donde los jóvenesla llamaban «vieja», o incluso «viejafascista». Escuchaba música clásicapor la radio y leía. Sin embargo, devez en cuando salía, y por lo vistoiba a ese lugar.

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Julia llevaba un traje azul pastely un sombrero malva con —porsupuesto— un pequeño velo de tul.Sus guantes estaban sobre la mesa.Su amigo, un señor canoso y bienconservado, presentaba un aspectotan elegante y anticuado como ella.Se levantó y se inclinó sobre la manode Julia, rozándola con los labios.Ella sonrió y saludó agachandobrevemente la cabeza. Cuando él sehubo marchado, la cara de Julia serecompuso, adoptando una expresiónque Frances habría calificado deestoicismo. Había disfrutado de una

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hora de libertad y ahora regresaría acasa, o quizá fuese a hacer algunascompras. ¿Quién se ocupaba deSylvia? Andrew debía deencontrarse en casa. Aunque Francesno había vuelto a entrar en suhabitación, estaba convencida de quepasaba muchas horas a solas allí,fumando y leyendo.

Era viernes. Preveía que esanoche habría un montón de sillasapiñadas alrededor de la mesa a lahora de la cena. Sería una ocasiónespecial, y todo el mundo lo sabía,incluida la pandilla de Saint Joseph,

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porque Frances había telefoneado aColin para comunicarle que Sylviabajaría a cenar y encargarle que seasegurase de que todos la llamaranpor su nombre.

—Y pídeles que se comportencon tacto, Colin.

—Gracias por confiar tanto ennosotros —había respondido él.

Su protector afecto hacia Sophiese había convertido en amor, y enSaint Joseph todos los tenían porpareja. «Una pareja de tortolitos»,había dicho Geoffrey conmagnanimidad, ya que lo más

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probable era que estuviese celoso.De él siempre cabía esperar unaactitud caballerosa, a pesar de loshurtos..., de que fuera un ladrón. Nopodía decir lo mismo de Rose, cuyaenvidia de Sophie se reflejaba en susojos y en su semblante lleno derencor.

Querida Tía Vera:Nuestros dos hijos se niegan avolver al instituto. El varóntiene quince años. La chica,dieciséis. Estuvieron haciendonovillos durante meses sin que

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nos enterásemos. Luego lapolicía nos informó de quepasaban mucho tiempo congente poco recomendable.Ahora prácticamente no vienena casa. ¿Qué podemos hacer?

Sophie había anunciado que no

volvería al colegio después deNavidad, pero quizá cambiara deidea sólo para estar con Colin. Noobstante, él aseguraba que le iba maly que no quería presentarse a losexámenes finales, previstos para elverano. Tenía dieciocho años. Se

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quejaba de que los exámenes eranuna estupidez y él demasiado mayorpara ir a la escuela. Rose —de laque Frances no era responsable—había abandonado los estudios. YJames también. Sylvia llevaba mesessin asistir a clase. Geoffrey sacababuenas notas, como siempre, y todoparecía indicar que sería el únicoque se presentaría a los exámenes.Daniel lo haría sólo por imitarlo, sibien no era tan listo como su ídolo.Jill pasaba más tiempo en casa queen el instituto. Lucy, de Dartington,también se presentaría y era evidente

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que aprobaría con calificacionesbrillantes.

Frances, que siempre se habíamostrado obediente, asistía a clasecon puntualidad, se presentaba a losexámenes y de no haber sido por laguerra y por Johnny con todaseguridad habría ingresado en launiversidad. No entendía cuál era elproblema. Pese a que nunca le habíagustado mucho el colegio, loconsideraba un proceso inevitable.Tarde o temprano no le quedaría otroremedio que ganarse la vida; eso eralo importante. En la actualidad, los

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jóvenes no parecían pensar en esascosas.

Escribió la carta que le habríagustado enviar y que naturalmente noenviaría.

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Estimada señora Jackson:No tengo la menor idea de quéaconsejarle. Por lo visto, hemoscriado una generación queespera que la comida le caigaen la boca sin trabajar por ella.Con mis más sinceras disculpas,

Tía Vera

Julia se levantó. Recogió elbolso, los guantes y un periódico, yal pasar junto a Frances la saludócon una inclinación de la cabeza.Ésta se incorporó para ofrecerle unasilla, pero tardó demasiado y Julia se

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fue. Si hubiese hecho las cosas bien—si no hubiera titubeado—, Julia sehabría sentado con ella. Y a lomejor, por fin, habría entabladoamistad con su suegra.

Tomó asiento de nuevo, pidióotro café y luego sopa. Andrew lehabía dicho que si uno acertaba allegar en el momento oportuno, lasopa de gulash que le servíancontenía lo que quedaba en el fondode la olla, algo parecido a un guiso,que estaba delicioso.

No sabía qué escribir para eltercer artículo. El segundo había

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versado sobre la marihuana, y nohabía supuesto un gran esfuerzo paraella. Se había limitado aproporcionar información objetiva yhabía recibido muchas cartas enrespuesta.

Los parroquianos del Cosmoresultaban de lo más curioso; habíaentre ellos gente de toda Europa, yúltimamente también británicos,desde luego. Y muchos judíos. Perono todos.

Cuando uno de «los críos» lehabía preguntado a Julia si habíasido una refugiada, ésta había

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contestado: «Me encuentro en ladesafortunada situación de ser unaalemana que no es judía.»

Sorpresa e indignación. Laposición fascista de Julia habíaquedado confirmada; aunque todosempleaban la palabra «fascista»como si dijeran joder o mierda, sinotra intención que la de descalificara alguien que no les caía bien.

Sophie había comentado queJulia le producía escalofríos, comotodos los alemanes.

En cuanto a Julia, había dichode Sophie: «Posee la belleza

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característica de las judías jóvenes,pero acabará siendo una vieja bruja,como todas nosotras.»

Si Sylvia-Tilly bajaba a cenar,habría que preparar comidaadecuada para ella. No conveníaservirle un plato diferente, y sinembargo lo único que comía eranpatatas. Muy bien, Frances hornearíaun enorme pastel de carne, de modoque las chicas que estaban a dietapodrían dejar el puré y comer elresto. También habría verdura. Roseno probaba la verdura hervida, perosí la ensalada. Geoffrey jamás comía

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verdura o pescado: hacía años queFrances se preocupaba por sualimentación, pese a que no era suhijo. ¿Qué opinarían sus padres deque casi nunca estuviera en su casa ypasara todo el tiempo con ellos... omás bien con Colin? Cuando se lohabía preguntado, había respondidoque se alegraban de que tuvieraadonde ir. Al parecer, los dostrabajaban mucho. Eran cuáqueros.Religiosos. Una casa aburrida, por lovisto. Aunque le había cobradocariño a Geoffrey, no pensaba perderni un minuto preocupándose por

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Rose. Cuidado, Frances: si algohabía aprendido había sido a nodecir lo que aceptaría o rechazaríadel destino, que tenía sus propiasideas.

Pero quizás el destino radiquesimplemente en el temperamento, quepor medios inescrutables atraedeterminados acontecimientos eindividuos. Hay personas que (talvez de una manera inconsciente en lajuventud, hasta que se ven obligadosa admitir que la culpa es de sucarácter) adoptan cierta pasividadante la vida, se quedan aguardando a

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que algo llegue a su plato, caiga ensu regazo o aparezca ante sus ojos—«¿Qué te pasa? ¿Estás ciego?»—,y llegado el momento no intentanpillarlo al vuelo, sino que esperan aque lo que sea se desarrolle y semanifieste. Luego la tarea consiste ensacarle el máximo provecho, enhacer lo que se pueda con lo que auno le ha tocado en suerte.

Quién le hubiera dicho a losdiecinueve años, cuando se habíacasado con Johnny y no tenía razonespara esperar más que guerras y malasrachas, que acabaría convertida en

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una especie de madre sustituía, o másbien «madretierra», como se decía.¿En qué punto del proceso deberíahaberse plantado, si hubiera decididoevitar ese destino? Aunque se habíaresistido a instalarse en casa deJulia, más le habría valido sucumbirmucho antes, decir sí, sí, a lasituación, y decirlo conscientemente,aceptando lo que le brindara la vida,como dictaba su filosofía actual.Negarse a menudo equivale a hacerlo mismo que esas personas que sedivorcian de una pareja sólo paracasarse con otra de aspecto y

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carácter idénticos: estamos cortadospor patrones invisibles, taninevitablemente personales como lashuellas dactilares, pero no reparamosen ello hasta que miramos alrededory vemos su reflejo.

«Sabemos lo que somos —¡Oh,no, no lo sabemos!—, pero no lo quepodríamos llegar a ser.»

En otro tiempo le habríaresultado difícil creer que seríacapaz de llevar una existencia casta,sin un hombre en el horizonte..., perotodavía fantaseaba con encontrar alhombre de su vida, que no fuese un

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loco egoísta como Johnny. Pero¿quién iba a aceptar una tribu dejóvenes, todos «perturbados» por unarazón u otra? Allí estaban, felices devivir en el marchoso Londres, queprometía todo lo que hubieranpodido elucubrar los publicistas deal menos dos continentes; sinembargo, por mucho que «los críos»salieran de juerga —y lo hacían, aldía siguiente, sábado, irían a unconcierto de jazz—, seguían hechosun lío, y dos de ellos, sus hijos, porculpa suya y de Johnny.

Frances levantó su carga, las

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pesadas bolsas de la compra, pagó yempezó a subir por la cuesta queconducía a su casa.

Una nacarada niebla diferentede las que se formaban antes de laCampaña de Descontaminaciónflotaba junto a las ventanas yhumedecía el pelo y las pestañas de«los críos» que entraban en la casariendo y abrazándose comosupervivientes. Un montón de trencashúmedas descansaba sobre labarandilla de la escalera y todas lassillas de la cocina estaban ocupadas,excepto las dos que había a la

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izquierda del sitio de Frances. Colinse había sentado junto a Sophie, peroal advertir que estaría al lado de suhermano, corrió a la cabecera yreclamó la silla que ocupabaGeoffrey, situada frente a Frances, alque desalojó, empujándolo con lasnalgas. Fue una escena de colegiales,violenta y salvaje, demasiado infantilpara dos jóvenes casi adultos.Finalmente Geoffrey, sin mirar aColin, tomó asiento a la derecha deFrances. Sophie, que sufría antecualquier altercado, se levantó y seacercó a Colin, se inclinó para

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rodearlo con un brazo y lo besó en lamejilla. Aunque él no se permitíasonreír, no pudo evitar dirigirle unasonrisa afectuosa que luego hizoextensiva a los demás. Todos rieron:Rose..., James..., Jill, los tresresidentes fijos del sótano. Danielestaba sentado junto a Geoffrey: eldelegado y su suplente. Lucy sehallaba al lado de Daniel, pues habíaviajado desde Dartington para pasarel fin de semana con él, en la casa.Doce comensales. Todos aguardabanmientras comían vorazmente pan,aspirando los aromas procedentes

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del horno. Por fin entró Andrew conun brazo en torno a los hombros deSylvia, que seguía envuelta en lamantilla de bebé pero llevaba unostejanos limpios, demasiado grandes,y un jersey de Andrew. Se habíarecogido la rala melena rubia, lo quele confería una apariencia todavíamás infantil. Sonreía, aunque letemblaban los labios.

Colin, que se había opuesto aque viviera en la casa, se levantósonriendo y le hizo una pequeñareverencia.

—Bienvenida, Sylvia —dijo, y

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a la adolescente se le humedecieronlos ojos al oír el coro de voces quela saludaba:

—Hola, Sylvia.Se sentó junto a Frances, y

Andrew fue a ubicarse a su lado. Yapodían empezar a comer. En unosinstantes las fuentes ocuparon toda lasuperficie de la mesa. Colin selevantó para escanciar el vino,adelantándose a Geoffrey, mientrasFrances servía la comida. Unmomento de crisis: había llegado aAndrew, y la siguiente era Sylvia.

—Déjame a mí —dijo Andrew,

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e inició un pequeño juego: colocóuna zanahoria en su plato y otra en elde Sylvia, con una expresión tansolemne, ceñuda y seria que éstaestuvo a punto de echarse a reír,aunque sus labios aún sufríanpequeños y dolorosos espasmos.Andrew sirvió una pequeñacucharada de col en su plato y otra enel de ella, haciendo caso omiso de lamano que se había alzadoinstintivamente para impedírselo.Una minúscula porción de carnepicada para él, otra idéntica paraella. Entonces, con un gesto audaz,

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añadió una buena ración de puré depatatas para cada uno. Todos reían.Sylvia miraba fijamente su plato,pero Andrew, con una actitudresuelta que significaba «acabemosde una vez», había tomado unacucharada de puré y esperaba queella lo imitara. Lo hizo... y tragó.

Simulando no reparar en lo queocurría, mientras Andrew y Sylvialuchaban consigo mismos, Franceslevantó su copa de rioja —sietechelines la botella, pues aquel vinoexquisito aún estaba por«descubrir»— y brindó por las

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escuelas progresistas, un viejo chisteque les hacía gracia a todos.

—¿Dónde está Julia? —preguntó Sylvia con un hilo de voz.

Se hizo un tenso silencio, hastaque Andrew respondió:

—Nunca baja a cenar connosotros.

—¿Por qué no? Se está tan bienaquí...

Como le diría luego Andrew aJulia —«Hemos ganado, Julia, hemosganado»—, fue un momento decisivo.Frances experimentó un profundoalivio; de hecho, se le saltaron las

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lágrimas. Andrew sujetó a Sylvia porlos hombros.

—Sí —dijo sonriéndole a sumadre—, pero Julia prefierequedarse arriba, sola. —Cuandocayó en la cuenta de que sinproponérselo había pintado uncuadro de lo que debía de ser lasoledad, se levantó de un salto yagregó—: Voy a invitarla otra vez.—Lo hacía en parte para librarse dela responsabilidad y el reto decomerse lo que había en su plato, queseguía casi intacto. En cuanto hubosalido de la cocina, Sylvia dejó la

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cuchara.Andrew regresó al cabo de un

momento.—Dice que tal vez baje más

tarde —anunció.La noticia provocó algo

parecido al pánico. Pese a losesfuerzos de Andrew por defender asu abuela, todos consideraban a Juliauna vieja bruja que sólo servía comoblanco de sus burlas. El contingentede Saint Joseph no sabía con cuántoafán había luchado Julia durante unpar de semanas, contra la enfermedadde Sylvia, sentada a su lado,

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bañándola, obligándola a tomarbocados de esto y sorbos de aquello.Apenas había dormido. Y allí estabasu recompensa: Sylvia levantaba otravez la cuchara como si hubieraolvidado de qué modo se usaba,mirando a Andrew levantar la suya.

Pasado el momento de tensión,los chicos saciaron su apetitoadolescente y Frances comió más quede costumbre para dar ejemplo a losdos jóvenes sentados a su izquierda.Fue una velada fantástica, con untrasfondo de ternura debido a lapresencia de Sylvia y la

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preocupación de todos los presentespor ella. Era como si la hubieranabrazado colectivamente mientrastomaba una cucharada tras otra.Andrew también estaba comiendo.

Entonces advirtieron que lachica palidecía y se echaba atemblar.

—Mi padre... —murmuró—.Quiero decir mi padrastro...

—Oh, no —dijo Colin—,tranquila, se ha ido a Cuba.

—Me temo que no —tercióAndrew, y se levantó parainterceptar a Johnny, que estaba en el

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pasillo.Andrew cerró la puerta, pero

todos oyeron la voz campechana,prudente y confiada de Johnny, y acontinuación la del chico:

—No, papá, no puedes entrar.Te lo explicaré después.

Voces altas, luego bajas, hastaque Andrew regresó, dejando lapuerta abierta, y ocupó de nuevo sulugar junto a Sylvia. Enfadado, con elrostro encendido, empuñó el tenedorcomo si fuese un arma.

—Pero ¿por qué no está enCuba? —preguntó Colin en tono de

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niño enfurruñado.Al verse súbitamente en el

mismo bando, los hermanoscambiaron una mirada decomplicidad.

—Aún no se ha ido, pero ya lohará —contestó Andrew, y añadió,todavía enfadado—: De hecho, creoque se va a Zanzíbar... o a Kenia. —Una pausa mientras los hermanos secomunicaban con los ojos y consonrisas iracundas—. No está solo;ha venido con un negro..., un señorde... Un camarada africano.

El grupo hacía constantes

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ajustes como éste para amoldarse alespíritu de los tiempos. Las escuelasprogresistas se habían encargado deque llevaran a África en el corazón yla conciencia, y hasta Rose, cuyoinstituto distaba mucho de serprogresista, escogió con cuidado laspalabras cuando dijo:

—Debemos ser amables con lagente de color.

Sylvia aún no se habíarecuperado. La cuchara colgabalánguidamente de su delgada mano.

—¿Por qué se va a África enlugar de a Cuba? —preguntó James,

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comprensiblemente desconcertado.Los hermanos rieron al unísono,

sin alegría, y Frances hizo unesfuerzo para no unirse a ellos,aunque le habría gustado. Siemprehabía evitado criticar a Johnny enpúblico.

—Que se queden con las ganasde saberlo —dijo Colin en el tonograndilocuente de un orador, y aloírlo Frances fue incapaz de contenerla risa.

—Eso —convino Andrew—.Que se queden con las ganas desaberlo.

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—¿De qué os reís? —preguntóSylvia—. ¿Qué os hace tanta gracia?

Andrew dejó de bromear en elacto y levantó la cuchara. Sinembargo, tanto para él como paraSylvia, la cena había terminado.

—Volverá —le dijo—. Ha idoa buscar algo al coche. Si prefieresmarcharte...

—Oh, sí, sí, por favor —respondió la hijastra, y se levantó,apoyándose en el brazo de Andrew.Salieron juntos. Al menos habíancomido algo.

—Avisadle a Julia que no baje

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—les gritó Frances—, o volverán adiscutir.

La cena continuó en un ambientemás sereno.

El grupo de Saint Josephcharlaba sobre un libro que Danielhabía robado de una librería deviejo, La prueba de Richard Feverel.Lo había leído y le parecía genial yel padre déspota era clavado al suyo.Se lo había recomendado a Geoffrey,que lo complació al opinar que eramuy bueno, y luego la novela pasó amanos de Sophie, que declaró queera el mejor libro que había leído en

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su vida y que la había hecho llorar.En ese momento lo estaba leyendoColin.

—¿Por qué no puedo leerlo yo?—preguntó Rose—. No es justo.

—No es el único ejemplar en elmundo —replicó Colin.

—Yo lo tengo; te lo dejaré —dijo Frances.

—Ay, Frances, gracias, eresmuy buena conmigo.

Como todo el mundo sabía, esosignificaba que esperaba que siguierasiendo buena con ella.

—Voy a buscarlo. —Se trataba

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de una excusa para salir de la cocina,donde pronto comenzarían a discutir.Y hasta entonces todo marchaba tanbien...

Se dirigió hacia la habitaciónque estaba justo encima de la cocina,el salón, localizó La prueba deRichard Feverel en la librería, y alvolverse vio a Julia, que seencontraba sentada en la oscuridad,sola. Era la primera vez desde quehabía tomado posesión de la partebaja de la casa que topaba con ellaen esa estancia. En circunstanciasideales se habría sentado a intentar

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entablar una conversación amistosacon ella, pero tenía prisa, como decostumbre.

—Iba a bajar a veros —explicóJulia—, pero he oído llegar a Johnny.

—No puedo evitar que venga —repuso Frances. Estaba pendiente delos ruidos de la cocina... ¿Seguiríantranquilos, sin discutir? Y los dearriba... ¿Sylvia se encontraba bien?

—Johnny tiene un hogar —dijoJulia—, aunque me da la impresiónde que no pasa mucho tiempo en él.

—Bueno, si Phyllida está allí,no lo culpo.

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Había esperado que Juliasonriese al oír aquello, pero, encambio, prosiguió:

—Hay algo que debo decirte...Frances aguardó el inevitable

chaparrón.—Eres demasiado blanda con

Johnny —añadió Julia—. Te hatratado de una manera abominable.

«¿Entonces por qué le has dadola llave?», pensó Frances, aunquesabía que una madre jamás le negaríaa su hijo la llave de una casa que élconsideraba suya. Además, ¿quéocurriría con los chicos?

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—Tal vez deberíamos cambiarla cerradura, ¿no? —comentó,intentando bromear.

Julia, sin embargo, se lo tomóen serio.

—Lo haría si no supiera que túle darías la llave nueva. —Selevantó, y Frances, cuya intenciónhabía sido sentarse, vio que seesfumaba otra oportunidad.

—Julia —dijo—, usted siempreme critica, pero no me apoya. —Serefería a que Julia hacía que sesintiese como una colegialadeficiente en todos los aspectos.

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—¿A qué viene eso? —preguntóJulia—. No entiendo. —Estabafuriosa y ofendida.

—No me refiero a que... Hasido muy buena... siempre ha sidogenerosa... No, sólo quería decirque...

—No creo que me hayadesentendido de misresponsabilidades para con lafamilia —dijo Julia, y Francesadvirtió con incredulidad que estabaa punto de llorar.

La había herido, y, sólo depensar que eso era posible, se puso a

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tartamudear.—Julia... Pero, Julia..., se

equivoca, no pretendía... —Hizo unapausa y añadió—: Oh, Julia. —Hablaba en un tono diferente quehizo que su suegra, que se dirigía a lapuerta, se detuviera en seco paraestudiarla como si estuvieradispuesta a dejarse conmover,incluso a franquearse con ella.

De pronto, abajo sonó unportazo.

—¡Ahí está! —exclamóFrances, desesperada—. Es Johnny.

—Sí, el camarada Johnny —

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dijo Julia, y empezó a subir laescalera.

Frances bajó a la cocina yencontró a Johnny en la posiciónhabitual, de espaldas a la ventana,junto a un apuesto negro que llevabaropa más cara que cualquiera de lospresentes y que sonrió cuando Johnnylo presentó:

—El camarada Mo, de Áfricaoriental.

Frances se sentó, empujando lanovela sobre la mesa en dirección aRose, sin dejar de mirar conadmiración al camarada Mo y a

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Johnny, que continuó con su peroratasobre la historia de África oriental ylos árabes, sin duda destinada aimpresionar a su colega.

Frances se encontraba en undilema. No quería invitar a Johnny asentarse. Le había pedido —aunqueJulia no la habría creído— que no sepresentase a las horas de las comidasy que telefonease antes de visitarlos.Por otra parte, aquel hombre era uninvitado, y naturalmente debía...

—¿Le apetecería comer algo?—preguntó, y el camarada Mo sefrotó las manos, rió, dijo que se

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moría de hambre y se sentó a su lado.Cuando Frances invitó a Johnny

a tomar asiento, éste anunció quesólo bebería una copa de vino; habíallevado una botella. En los sitios queunos minutos antes habían ocupadoAndrew y Sylvia, ahora estaban loscamaradas Mo y Johnny, que serepartieron lo que quedaba del pastelde carne y de las verduras.

La furia de Frances rayaba en eldesánimo: ¿qué sentido teníaenfadarse con Johnny? Saltaba a lavista que no comía desde hacía días:se atiborraba de pan, bebía a grandes

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sorbos y entre cucharada y cucharadavolvía a llenar su copa y la delcamarada Mo. Los jóvenes estabancontemplando un apetito mucho másvoraz que el suyo.

—Serviré el postre —anuncióFrances con rabia contenida.

La mesa se llenó de platos conpegajosas delicias de las tiendaschipriotas, hojaldres con miel yfrutos secos, y el pastel de chocolateque Frances preparaba especialmentepara «los críos».

Después de mirar a su padre y asu madre, como preguntándole: «¿Por

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qué lo has invitado a sentarse? ¿Porqué se lo permites...?», Colin selevantó, apartó la silla con tantabrusquedad que fue a dar contra lapared, y salió de la cocina.

—Me siento como en unsegundo hogar —comentó elcamarada Mo mientras comía pastelde chocolate—. No conozco esaspastas. Se parecen a unas quecomemos nosotros. ¿Son árabes?

—Chipriotas —puntualizóJohnny—, aunque sin duda inspiradasen la cocina oriental... —Actoseguido soltó una perorata sobre las

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especialidades del Mediterráneo.Todos lo escuchaban

fascinados: había que reconocer queJohnny sabía ser ameno cuando nohablaba de política, pero aquello erademasiado bueno para durar. Muypronto pasó al tema del asesinato deKennedy y la posible implicación dela CIA y el FBI. De ahí saltó a losplanes de los americanos parameterse en África, esgrimiendo comoprueba el hecho de que el camaradaMo había recibido una fabulosaoferta de dinero de parte de la CIA.El camarada Mo confirmó este punto

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con orgullo, luciendo las encías ytodos los dientes. Un agente de partede la CIA en Nairobi se habíaofrecido a financiar su partido acambio de información.

—¿Y cómo supo que era de laCIA? —inquirió James.

El camarada Mo respondió que«todo el mundo sabía» que la CIAacechaba África como un león a supresa. Soltó una carcajada,encantado, y echó un vistazoalrededor, buscando aprobación.

—Todos deberíais visitarnuestro país. Así veríais las cosas

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con vuestros propios ojos y os lopasaríais en grande —propuso, ajenoa que estaba pintando un futuroglorioso—. Johnny ha prometido quevendrá.

—¿Ah, sí? Creía que pensabairse ahora..., uno de estos días —señaló James.

El camarada Mo dirigió unamirada inquisitiva a Johnny.

—El camarada Johnny será bienrecibido en cualquier momento.

—¿De modo que no le dijiste aAndrew que te ibas a África? —preguntó Frances, y anticipándose a

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la respuesta, añadió—: Que sequeden con las ganas de saberlo.

Johnny sonrió y dijo:—Sí, siempre hay que dejar que

se queden con las ganas.—¿A quiénes? —quiso saber

Rose.—A la CIA, naturalmente —

contestó Frances.—Ah, sí, la CIA. Desde luego.

—James estaba asimilandoinformación, que era su especialidady su propósito.

—Que se queden con las ganasde saberlo —repitió Johnny, y

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dirigiéndose a su obsecuentediscípulo, añadió en su tono mássolemne—: En política, nunca debespermitir que tu mano izquierda sepalo que hace la derecha.

—O lo que hace la izquierda —apostilló Frances.

Johnny no hizo caso delcomentario.

—Siempre has de cubrir tushuellas, camarada James. No hay quefacilitarle las cosas al enemigo.

—Tal vez yo también debería ira Cuba, ¿no? —dijo el camarada Mo—. El compañero Fidel está

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fomentando los vínculos con lospaíses africanos liberados.

—Y con los no liberados —puntualizó Johnny, confiándoles atodos los secretos de la política.

—¿Para qué va usted a Cuba?—preguntó Daniel con sincerointerés, desde el otro lado de la mesacon su llameante melena roja, suspecas y una permanente expresión deabatimiento en los ojos debida a lacerteza de que no le llegaba a lasuela de los zapatos a... Geoffrey,por ejemplo. O a Johnny.

—No deberías hacer esa clase

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de preguntas —dijo James, y miró aJohnny como pidiéndoleconfirmación.

—Exactamente —convinoJohnny. Se levantó y regresó a supodio de conferenciante, de espaldasa la ventana, tranquilo pero alerta—.Quiero ver cómo un país que sólo haconocido la esclavitud y la opresiónconstruye la libertad, una sociedadnueva. Fidel ha hecho milagros enlos últimos cinco años, pero en lospróximos cinco se producirá unauténtico cambio. Me encantaríallevar a mis hijos, a Andrew y a

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Colin, para que lo vieran enpersona... A propósito, ¿dónde están?—Todavía no había reparado en suausencia.

—Andrew está con Tilly..., conSylvia —respondió Frances—.Tendremos que llamarla así a partirde ahora.

—¿Por qué? ¿Se ha cambiado elnombre?

—Es su nombre verdadero —terció Rose con resentimiento;detestaba su nombre y quería que lallamaran «Marilyn».

—Yo siempre la he conocido

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como Tilly —repuso Johnny con unaire caprichoso que recordaba el deAndrew—. Bueno, ¿y Colin?

—Está haciendo deberes —contestó Frances. Se trataba de unarespuesta poco verosímil, peroJohnny no tenía modo de saberlo.

Estaba nervioso. Sus hijosconstituían su público favorito, yapenas sospechaba hasta qué puntoeran críticos con él.

—¿Se puede viajar a Cubacomo un simple turista? —preguntóJames, que obviamente censuraba alos turistas y su frivolidad.

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—Él no irá como turista —explicó el camarada Mo. Incómodoal permanecer sentado a la mesamientras su compañero de armasestaba de pie ante la audiencia, selevantó y se colocó junto a Johnny—.Lo ha invitado Fidel. —Aquello erauna novedad para Frances—. Y austed también.

Johnny se puso violento; saltabaa la vista que no quería que serevelara esa información.

—Un amigo de Fidel fue aKenia para asistir a los actos de laindependencia —prosiguió el

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camarada Mo— y me dijo que Fidelquería invitar a Johnny y a su esposa.

—Debía de referirse a Phyllida.—No. Dijo el camarada Johnny

y la camarada Frances.Johnny estaba furioso.—Es obvio que el compañero

Fidel no está al corriente de laindiferencia de Frances ante lasituación del mundo.

—No —repitió el camaradaMo, aparentemente ajeno al hecho deque Johnny estaba a punto de estallara su lado—. Dijo que había oído queera una actriz famosa y que la habían

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invitado a formar un grupo de teatroen La Habana. Yo me sumo a lainvitación. Si quiere, puede formarun grupo de teatro revolucionario enNairobi.

—Oh, Frances —murmuróSophie juntando las manos, con losojos brillantes de alegría—, esfabuloso, absolutamente fabuloso.

—Al parecer el trabajo deFrances está más encaminado a darconsejos sobre problemas familiares—replicó Johnny y, firmementedecidido a poner fin a aqueldisparate, alzó la voz y se dirigió a

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los adolescentes—. Pertenecéis a unageneración afortunada —proclamó—. Vosotros, jóvenes camaradas,construiréis un mundo nuevo. Tenéisla capacidad necesaria para ver másallá de las viejas farsas, las mentiras,los engaños... Podéis darle la vueltaal pasado, destruirlo, cambiar lascosas... Este país se enfrenta a dosgrandes dificultades. Por un ladoestán los ricos, con unainfraestructura sólida y bienconsolidada; por el otro, estáinfestado de actitudes anticuadas yembrutecedoras. Ese será el

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problema. Vuestro problema. Yapuedo ver la Gran Bretaña del futuro,libre, rica, sin pobreza, con lainjusticia convertida en un merorecuerdo...

Continuó de ese modo duranteun rato, repitiendo exhortaciones quesonaban a promesas. «Vosotrostransformaréis el mundo... Laresponsabilidad recaerá sobre loshombros de vuestra generación... Elfuturo está en vuestras manos...Vosotros viviréis para ver un mundomejor, un lugar fabuloso, y sabréisque fue gracias a vuestros

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esfuerzos... Qué maravilla tenervuestra edad, ahora, con todo alalcance de vuestras manos...»

Los jóvenes rostros y losjóvenes ojos resplandecían deadoración por él y las palabras quepronunciaba. Johnny se hallaba en suelemento, absorbiendo admiración.Había adoptado la postura de Lenin,con una mano señalando el futuro y laotra cerrada sobre el corazón.

—Es un gran hombre —concluyó en voz baja y tonoreverencial, mirándolos a todos conseriedad—. Fidel es auténticamente

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grande. Nos está indicando el caminohacia el futuro.

Una cara dio señales de no estaren perfecta sincronía con Johnny:James, que lo admiraba más de loque aquél podía imaginar, necesitabaorientación.

—Pero, camarada Johnny... —dijo levantando la mano como siestuviera en clase.

—Y ahora buenas noches —lointerrumpió Johnny—. Tengo unareunión. Y el camarada Mo también.

Saludó con una inclinación de lacabeza, con gesto adusto pero cordial

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dirigido a todos menos a Frances, aquien dirigió una mirada fría. Semarchó seguido por el camarada Mo,que se despidió de Frances diciendo:

—Muchas gracias, camarada.Me ha salvado la vida. Estabamuerto de hambre. Y ahora, por lovisto tengo una reunión.

Los jóvenes se quedaronsentados en silencio, escuchando elEscarabajo de Johnny ponerse enmarcha y alejarse.

—¿Qué os parece si laváis losplatos? —sugirió Frances—. Yotengo que trabajar. Buenas noches.

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Aguardó un rato para ver quiénse daba por aludido. Geoffrey, desdeluego, el niño bueno; Jill, que estabaostensiblemente enamorada delapuesto Geoffrey; Daniel, porquetambién estaba enamorado deGeoffrey, aunque no lo supiera;Lucy..., bueno, de hecho, todos. ¿YRose?

Rose seguía sentada: quédiablos, no permitiría que nadie seaprovechara de ella.

El influjo de la Navidad, esa fiestarecalcitrante, ya había empezado a

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sembrar angustia la noche del 12 dediciembre, cuando Frances descubriócon sorpresa que estaba bebiendopor la independencia de Kenia.James levantó su copa, llena hasta elborde de rioja, y brindó:

—Por Kenia, por los keniatas,por la libertad.

Como de costumbre, susemblante dulce y amistoso, aunquequizá sólo en su faceta pública yenmarcado por una cascada de rizosnegros, transmitía a diestra ysiniestra mensajes de generosidadilimitada.

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Habían dado buena cuenta deuna opípara cena con la pequeñacolaboración de Sylvia, que ahorasiempre se sentaba a la izquierda deFrances. En su copa había unamancha roja: Andrew la habíaanimado a beber un poco,asegurándole que le sentaría bien, yJulia lo había apoyado. La humaredaera más densa de lo habitual; por lovisto, esa noche todos fumaban paracelebrar la independencia de Kenia.Todos salvo Colin, que espantaba elhumo cuando le llegaba a la cara.

—Se os pudrirán los pulmones

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—masculló.—Es sólo por esta noche —dijo

Andrew.—Voy a pasar las Navidades en

Nairobi —anunció James mirandoalrededor, orgulloso pero incómodo.

—Ah, ¿vas con tus padres? —preguntó Frances sin pensar, yrecibió un silencio como castigo.

—Seguro —se burló Rose.Apagó el cigarrillo y encendió otrocompulsivamente.

—Mi padre luchó en Kenia —leinformó James—. Era militar. Diceque es un lugar agradable.

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—Vaya, ¿o sea que tus padresviven allí? ¿O tienen la intención detrasladarse? ¿Los visitas de vez encuando?

—No, no viven allí —respondió Rose—. Su padre esinspector de Hacienda en Leeds.

—¿Y eso es un crimen? —inquirió Geoffrey.

—¡Son tan carcas! —exclamóRose—. No os imagináis hasta quépunto.

—No son tan terribles —replicó James, ofendido—. Debemosmostrarnos tolerantes con la gente

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que todavía no está concienciada.—Caramba, así que piensas

concienciar a tus padres, ¿eh? —dijoRose—. No me hagas reír.

—No he dicho eso —repusoJames, dándole la espalda a su primapara mirar a Frances—: Mi padre meenseñó fotos de Nairobi. Es genial.Por eso voy a ir.

Frances consideró innecesarioincurrir en el mal gusto de señalarleque sólo tenía diecisiete años, asícomo preguntarle si disponía depasaporte y visado, o cómo pensabapagar el viaje.

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James volaba con las alas de unsueño adolescente que no se fundabaen la aburrida realidad. Como porarte de magia aterrizaría en la calleprincipal de Nairobi..., dondecorrería al encuentro del camaradaMo..., se integraría en un grupo deafectuosos compañeros y pronto seconvertiría en un líder y pronunciaríafogosos discursos. Y como teníadiecisiete años, aparecería una chica.¿Cómo la imaginaba? ¿Negra?¿Blanca? Frances lo ignoraba. Lastristes verdades de la guerra sehabían esfumado y sólo quedaban

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altos cielos azules, vastos espacios yun buen hombre (corrección: un buentipo) que había salvado la vida de supadre. Un negro. Un áscari que habíaarriesgado su vida por un soldadobritánico.

¿Qué sueño equivalente habíaacariciado Frances a los dieciséisaños? No, a los dieciséis no, porquehabía estado demasiado enfrascadaen sus estudios, pero ¿y a losdiecinueve? Sí, estaba segura de quehabía alimentado fantasías, a raíz dela participación de Johnny en laguerra civil española, de trabajar

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como enfermera militar. Pero¿dónde? En un paisaje rocoso, convino y olivas. Los sueñosadolescentes no necesitan mapas.

—No podrás ir a Kenia —apuntó Rose—. Tus padres no lopermitirán.

Obligado a volver a la tierra,James tomó su copa y la vació.

—Ya que ha salido el tema, megustaría hablar de las fiestas —dijoFrances, pero al ver los semblantesaprensivos se sintió incapaz decontinuar. Sabían lo que iban a oír,porque Andrew los había puesto

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sobre aviso.—Veréis, este año no

celebraremos la Navidad en casa —les notificó—. Yo comeré en casa dePhyllida. Me llamó para decirme queno ha recibido noticias de mi..., deJohnny, y que detesta las Navidades.

—¿Y quién no? —intervinoColín.

—Ay, Colin, no seas así —loriñó Sophie.

—Yo iré a casa de Sophie porsu madre —anunció Colin sin mirar anadie—. No podemos dejarla sola enNavidad.

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—Pero yo creía que eras judía—señaló Rose.

—Siempre hemos celebrado laNavidad —explicó Sophie—.Cuando mi padre vivía... —Semordió el labio inferior y se lehumedecieron los ojos.

—Y Sylvia se va con Julia acasa de una amiga de ésta —dijoAndrew.

—Y yo pienso hacer como sifuese un día cualquiera —anuncióFrances.

—Eso es horrible, Frances —protestó Sophie—. No puedes.

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—No es horrible, sinomaravilloso —repuso Frances—. Ytú, Geoffrey, ¿no crees que deberíasvolver a casa por Navidad? Sería locorrecto, ¿sabes?

Geoffrey, siempre atento a loque se esperaba de él, sonrió conexpresión cordial en señal deasentimiento.

—Sí, Frances. Lo sé. Tienesrazón. Iré a casa. Además, mi abuelase está muriendo —agregó en elmismo tono de voz.

—Entonces yo también me iré acasa —decidió Daniel. Su cabello

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rojo refulgía, y su rostro se encendióaún más cuando añadió—: Iré averte.

—Como quieras —dijoGeoffrey, revelando con esadescortesía que estaba deseando unasvacaciones lejos de Daniel.

—James, tú también vete a casa,por favor.

—¿Me estás echando? —preguntó él en tono jovial—. No teculpo. ¿Te has hartado de mipresencia?

—Por ahora sí —contestóFrances, que era incapaz de expulsar

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a alguien para siempre—. ¿Y qué medices del instituto, James? ¿Nopiensas terminar los estudios?

—Claro que sí. —Andrewasintió, dejando claro que ya lo habíareprendido antes. Los cuatro añosque le llevaba le conferían esederecho—. Es ridículo, James —agregó—. Sólo te queda un año. Note matará.

—Tú no conoces mi instituto —dijo James—. Si lo conocieras...

—Cualquiera es capaz desoportar un año de sufrimiento —aseguró Andrew—, o incluso tres. O

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cuatro —añadió mirando a su madrecon aire contrito: se estabadelatando.

—De acuerdo —murmuróJames—. Lo haré. Pero... —sevolvió hacia Frances— sin elambiente liberal de esta casa no creoque salga adelante.

—Podrás venir a vernos —dijoFrances—. Tendrás los fines desemana libres.

Sólo quedaban Rose y laenigmática Jill, siempre bienpeinada, siempre pulcra, la amablerubia que casi nunca hablaba pero

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escuchaba, vaya si escuchaba.—Yo no volveré a casa —

declaró Rose—. No voy a ningúnlado.

Entonces intervino Frances:—¿Eres consciente de que tus

padres podrían demandarme porrobarles tu cariño... o algo por elestilo?

—No me quieren. Les importouna puta mierda.

—No es verdad —dijo Andrew—. Puede que no te caigan bien, perose preocupan por ti. Me escribieron.Por lo visto, creen que soy una buena

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influencia.—No me hagas reír —replicó

Rose.Los demás cambiaron miradas

mientras asimilaban lasconnotaciones de ese pequeñointercambio de palabras.

—He dicho que no iré —repitióRose, observando a cuantos larodeaban con ojos de presaacorralada, como si fuesen susenemigos.

—Escucha, Rose —tercióFrances, intentando evitar que suantipatía hacia la joven se reflejara

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en su voz—. Villa Libertad cerrarádurante las fiestas. —No aclaródurante cuánto tiempo.

—Puedo quedarme en el sótano,¿no? No molestaré.

—¿Y cómo vas a...? —Francesdejó la frase en el aire.

Andrew cobraba unamensualidad y había estadopasándole dinero. «Podría acusarmede haberla tratado mal —había dicho—. En realidad, ya lo hace; le cuentaa todo el mundo que la seduje conengaños. Como el señorito malvadoy la doncella. El problema es que yo

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no sentía nada por ella y ella estabaloca por mí.» ¿O por el sofisticadoestudiante de Eton y sus contactos?,había pensado Frances. «Creo que elhecho de que viniera aquí locomplicó todo —había apuntado él—. Fue una revelación para ella.Procede de un ambiente bastantecerrado. Sus padres son muyagradables...» «¿Y piensas..., pensáistú y Julia mantenerlaindefinidamente?» «No —habíarespondido Andrew—. He dichobasta. Al fin y al cabo ya le hasacado bastante provecho a un par de

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besos a la luz de la luna.»No obstante, ahora se

enfrentaban a una invitada que senegaba a marcharse. Cualquierahubiese dicho que estabanamenazándola con la cárcel o latortura. Parecía un animal encerradoen una jaula demasiado pequeña,mirando con furia alrededor.

Era una reaccióndesproporcionada, ridícula... Francesse mantuvo en sus trece, aunque laviolencia de la chica empezaba aprovocarle taquicardia.

—Rose, vuelve a tu casa para

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las fiestas. Sólo te pido eso. Tuspadres deben de estar muertos depreocupación. Y tienes que hablarcon ellos de tus estudios...

Rose se levantó con brusquedadde su silla.

—Mierda, lo que faltaba —estalló, y salió corriendo de lacocina llorando a moco tendido.

La oyeron bajar al apartamentodel sótano.

—Vaya follón —comentóGeoffrey con ironía.

—Pero su instituto ha de serhorrible para que lo deteste tanto —

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observó Sylvia, que había aceptadoregresar a la escuela mientras vivieraallí, «con Julia», como decía ella.Había accedido a esforzarse almáximo para estudiar Medicina.

Lo que enfurecía a Rose, lo quela corroía de envidia, era que Sylvia—«Ni siquiera es de la familia, no esmás que la hijastra de Johnny»—viviera en la casa como miembro depleno derecho y que Julia lamantuviera. Por lo visto pensaba queésta debía financiarle los estudios enun colegio progresista y alojarladurante todo el tiempo que se le

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antojara quedarse. «¿Crees que miabuela nada en la abundancia? —lehabía preguntado Colin—. Ya tienesuficiente con Sylvia. Ya nos estápagando los estudios a Andrew y amí. «No es justo —había replicadoRose—. No entiendo por qué ellapuede tenerlo todo.»

Ahora sólo quedaba Jill, que nohabía abierto la boca. Al ver quetodos la miraban, anunció:

—No iré a casa, pero pasaré eldía de Navidad con mi primo deExeter.

A la mañana siguiente Frances

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encontró a Jill en la cocina,hirviendo agua para el té. Puesto queen la cocina del sótano disponía detodo cuanto necesitaba, resultabaevidente que quería charlar.

—Sentémonos a tomar una tazade té juntas —propuso Frances.

Jill tomó asiento a la cabecera.Obviamente, no sería como hablarcon Rose. La joven no miraba aFrances con hostilidad, y sinembargo se la veía seria y triste,rodeándose con los brazos como situviera frío.

—¿Te das cuenta de que me

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encuentro en una posición difícil antetus padres, Jill? —preguntó Frances.

—Ah, creí que ibas a decirmeque no tienes por qué mantenerme —contestó la chica—. Seríacomprensible. Sin embargo...

—No iba a decir nada por elestilo; pero ¿no ves que tus padresdeben de estar volviéndose locos deansiedad?

—Les dije dónde estaba. Queestaba aquí.

—¿Acaso has pensado en dejarlos estudios?

—No veo qué sentido tiene

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seguir.Aunque no marchaba bien con

los estudios, en Saint Joseph eso norepresentaba un problema.

—¿No comprendes que yotambién me preocupo por ti?

Al oír aquello, Jill pareciórevivir; abandonó su fría aprensión yse inclinó hacia delante.

—No debes preocuparte,Frances. Se está tan bien aquí... Mesiento tan segura.

—¿Y en tu casa no?—No es eso. Es que a ellos...

no les gusto. —Y se encerró de

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nuevo en su caparazón, abrazándose,frotándose los brazos como siestuvieran helados.

Frances advirtió que esamañana se había pintado largaslíneas negras alrededor de los ojos,lo que constituía una novedad enaquella pulcra jovencita. Además, sehabía puesto un vestido mini deRose.

Frances sintió deseos deabrazarla. Nunca habíaexperimentado ese impulso conRose: quería que se marchara. Demanera que Jill le caía bien y Rose

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no. No obstante, ¿cuál era ladiferencia si las trataba a las dosexactamente igual?

Frances estaba sola en la cocina,sentada a la mesa que había limpiadoy encerado y que ahora brillabacomo una patena. «Es una mesarealmente bonita cuando estádespejada —pensó—. Sin platos nitazas, sin gente alrededor.» Primerose había despedido de Sophie y deColin, que iban elegantementevestidos para la comida navideña;incluso Colin, que despreciaba la

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ropa. Después había aparecido Julia,con un traje de terciopelo gris y unaespecie de casquete con una rosa yun velo azulado. Sylvia llevaba unvestido que le había comprado Juliay con el que bien podría haberasistido a la iglesia hacía cincuentaaños, de modo que Frances se alegróde que los entusiastas del tejano nola viesen; no quería que se rieran deella. Sin embargo, se había negado aponerse sombrero. El siguiente enmarcharse fue Andrew, que iba aconsolar a Phyllida. Había asomadola cabeza por la puerta para decir:

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«Todos te envidiamos, Frances.Bueno, todos menos Julia. Lepreocupa que estés sola. Te avisoque recibirás un pequeño regalo desu parte. Le daba apuro decírtelo.»

Frances se quedó a solas. A lolargo y ancho del país las mujerestrajinaban junto al horno, rociandovarios millones de pavos con su jugomientras el budín de Navidad secocía al vapor, las coles de Bruselasdespedían gases sulfurosos, y sesembraban campos enteros de patatasen torno a las aves. Imperaba el malhumor, pero ella, Frances, disfrutaba

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de su soledad como una reina. Sóloaquellos que sabían lo agobiante queresultaba vivir con adolescentesexaltados —con seresemocionalmente dependientes queabsorbían, comían y exigían—podían gozar del sublime placer deverse libres, aunque sólo fuese poruna hora. Frances notó que su cuerpoentero se relajaba, que era como unglobo capaz de elevarse y flotar. Yreinaba el silencio. Mientras que enotros hogares la música navideñaatronaba y exaltaba los ánimos, allí,en esa casa, sin la televisión ni la

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radio...Un momento, le pareció oír algo

en el sótano... ¿Estaba Rose abajo?Había dicho que se iba a la casa delos primos de Jill. Debía de tratarsede la música de los vecinos.

El silencio, por lo tanto, eracasi absoluto. Inspiró, exhaló, ohfelicidad, no tenía que preocuparsepor nada ni pensar en nada durantehoras. Sonó el timbre. Abrió lapuerta, maldiciendo, y un sonrientejoven vestido con un rojo atuendonavideño le hizo una reverencia y leentregó una bandeja envuelta en

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muselina blanca, retorcida en elcentro y atada con un lazo rojo.

—Feliz Navidad —dijo elmuchacho—: Buen provecho —añadió, y se marchó silbando GoodKing Wenceslas.

Frances depositó la bandeja enel centro de la mesa. Una tarjetaanunciaba que procedía de unrestaurante elegante, uno de losbuenos, y debajo de la muselinahabía un pequeño festín y otra tarjeta:«Con los mejores deseos de Julia.»Los mejores deseos. Obviamente, eraculpa de Frances que Julia no

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pudiese decir «con cariño», perodaba igual, por un día no sepreocuparía por eso.

Era una bandeja tan bonita queno quería tocarla.

El bol de porcelana blancacontenía una sopa verde, muy fría,cubierta de hielo triturado, que alprobarla con el dedo se reveló comouna combinación de acidez yaterciopelada untuosidad... ¿Qué era?¿Acedera? En un plato azul,decorado con flecos de lechuga deintenso color verde que simulabanalgas, había vieiras, servidas en su

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valva, con champiñones. Doscodornices descansaban sobre unlecho de apio sofrito. A su lado, otratarjeta rezaba: «Por favor, calentardurante diez minutos.» Tambiénhabía un pequeño postre de chocolatedecorado con una ramita de acebo, yun plato de frutas que Frances nuncahabía probado y que sólo conocía denombre: grosellas del Cabo, lichis,maracuyás, guayabas... Pequeñasbotellas de champán, vino deBorgoña y oporto cercaban losmanjares. Aquel ingenioso banqueteen miniatura, que rendía homenaje a

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la Navidad al tiempo que laridiculizaba, nada tendría de especialen estos tiempos, pero entonces eracomo una visión del paraíso, unagolondrina procedente de lasmaravillas del futuro. Frances nopodía comer esos platos; habría sidoun crimen. Se sentó, contempló labandeja y se dijo que Julia debía deprofesarle afecto a pesar de todo.

Lloró. En Navidad se llora. Esobligatorio. Lloró por lo bondadosaque era su suegra con ella y sus hijos;por el encanto de la comida, quedespertaba tentaciones; por su

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incredulidad ante los trances quehabía conseguido superar, y porúltimo, entregándose a fondo, llorópor las angustias de las Navidadesdel pasado. Oh, Dios, aquellasfiestas con los niños pequeños, enesas habitaciones horribles donde amenudo pasaban frío, donde todo eratan feo.

Luego se enjugó las lágrimas ysiguió sentada, sola. Una hora, dos.Ni un alma en la casa... Aunque laradio sonaba abajo, y no en la casade al lado, decidió no hacerle caso.Tal vez la hubieran dejado

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encendida. Las cuatro de la tarde.Las compañías de gas y electricidadse alegrarían de haber salido airosasuna vez más de la comida deNavidad. Desde Land's End a lasOreadas, mujeres cansadas yenfadadas estarían diciendo: «Ahorafriegas tú.» En fin, les deseabasuerte.

La gente dormitaría en sofás ysillones, escuchandointermitentemente el discurso de lareina, interrumpido por lasconsecuencias de los atracones.Empezaba a oscurecer. Frances se

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levantó, echó las cortinas y encendiólas luces. Volvió a sentarse. Teníahambre, pero no se decidía aprofanar la bonita bandeja. Comió untrozo de pan con mantequilla. Sesirvió una copa de Tío Pepe, EnCuba, Johnny estaría sermoneando aquienquiera que lo acompañase:probablemente sobre la situación enGran Bretaña.

Tal vez subiera a dormir lasiesta; al fin y al cabo, casi nunca sele presentaba la oportunidad. Seabrió la puerta de la calle, luego lade la cocina, y entró Andrew.

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—Has llorado —dijo,sentándose a su lado.

—Sí, un poco. Fue agradable.—Yo detesto llorar. Me da

miedo, porque temo ser incapaz deparar. —Se ruborizó y añadió—: Oh,Dios mío...

—Ay, Andrew —se lamentóFrances—. Lo lamento mucho.

—¿Por qué? Maldita sea, cómopuedes pensar...

—Supongo que pude haberhecho las cosas de otra manera.

—¿Qué cosas? ¿A qué terefieres? Oh, Dios.

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Se sirvió una copa de vino y sesentó encorvado, abstraído en suspensamientos, como Jill unos díasatrás.

—Es Navidad —dijo Frances—. Eso es todo. La gran provocadorade recuerdos angustiosos.

Como para conjurar esa idea,Andrew agitó una mano en unademán que significaba: «Basta, nosigas.» Se inclinó para examinar elregalo de Julia. Al igual que Frances,metió un dedo en la sopa, la probó ehizo un gesto de aprobación. Comióun trozo de vieira.

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—Me siento como unagrandísima hipócrita, Andrew.Mandé a todos los chicos a su casa,como buenos niños, pese a que yoprácticamente no pisé la mía desdeque me marché de ella. Iba porNavidad y me largaba a la mañanasiguiente, o incluso esa misma tarde.

—Me pregunto si ellosregresaban a casa en Navidad... Merefiero a tus padres.

—Tus abuelos.—Sí, supongo que son mis

abuelos. O lo eran.—No tengo idea. Sé muy poco

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sobre ellos. Fue como si la guerraabriera un abismo en mi vida, yquedaran del otro lado. Y ahora estánmuertos. Cuando me fui pensaba enellos lo menos posible.Sencillamente no los soportaba, demanera que no iba a verlos. Y ahorame enfado con Rose porque noquiere ir a su casa.

—Te largaste de tu casa a losquince años, ¿no?

—No. A los dieciocho.—Entonces estás libre de culpa.Esa ridiculez los hizo reír.

Constató algo maravilloso: lo bien

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que se llevaba con su hijo mayor.Bueno, al menos desde que habíacrecido; es decir, desde hacía poco,en realidad. Qué placer, queconsuelo para...

—Y Julia tampoco veía amenudo a su familia, ¿verdad?

—¿Cómo iba a verlos si vivíaaquí?

—¿Cuántos años tenía cuandose instaló en Londres?

—Veinte, me parece.—¿Qué? —Andrew se llevó las

manos a la boca y luego las dejó caer—. Veinte años. Mi edad. Y a veces

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pienso que todavía no he aprendido aatarme los cordones de los zapatos.

En silencio imaginaron a Juliade joven.

—Hay una fotografía suya —rememoró Frances—. La he visto. Esuna foto de boda. Ella lleva unsombrero tan cargado de flores queprácticamente no se le ve la cara.

—¿Sin velo?—Sin velo.—Dios, mira que venir hasta

aquí sola, para vérselas connosotros, los fríos ingleses. ¿Cómoera el abuelo?

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—No llegué a conocerlo. Noestaban muy contentos con Johnny. Yconmigo menos. —Tratando deencontrar una justificación paraaquella monstruosidad, ella continuó—: Verás, era por la guerra fría.

Acodado sobre la mesa con losbrazos cruzados y el entrecejofruncido, Andrew la mirabafijamente, tratando de entender.

—La guerra fría —repitió.—Caray —exclamó ella,

sorprendida—, lo había olvidado, amis padres tampoco les gustabaJohnny. De hecho, me escribieron

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una carta diciendo que yo era unaenemiga de mi país, una traidora...Sí, creo que dijeron eso. Con eltiempo se arrepintieron y vinieron averme... Tú y Colin erais muypequeños. Johnny estaba allí y losllamó «desechos de la historia». —Parecía al borde del llanto, pero sólose debía al mero recuerdo de suexasperación.

Andrew enarcó las cejas,intentando reprimir la risa en vano;entonces sacudió los brazos, comopara contrarrestar sus carcajadas.

—¡Es tan gracioso! —se

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disculpó.—Supongo que sí.Andrew apoyó la cabeza sobre

los brazos, suspiró y permaneció asídurante un largo minuto. Las palabrassalieron de entre sus brazos:

—Me temo que me falta energíapara...

—¿Qué? ¿Energía para qué?—¿De dónde sacabais tanta

seguridad en vosotros mismos?Créeme, yo soy muy débil encomparación. Tal vez sea un desechode la historia, ¿no?

—¿A qué te refieres?

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Levantó la cara. Estaba roja ytenía los ojos arrasados en lágrimas.

—No tiene importancia. —Sacudió de nuevo las manos, comopara disipar los malos pensamientos—. ¿Sabes? No me importaría probartu banquete.

—¿No has comido?—Phyllida estaba hecha polvo.

Lloraba, gritaba y se tiraba al suelo.Está loca, ¿sabes? Quiero decir locade verdad.

—Bueno, sí.—Según Julia, es porque la

mandaron a Canadá al principio de la

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guerra. Por lo visto tuvo la malasuerte de ir a parar a casa de unafamilia bastante desagradable. Losodiaba. Sus padres aseguran quevolvió muy cambiada. Era como sino se conocieran. Se marchó con diezaños y regresó con quince.

—Entonces supongo que hayque compadecerla.

—Eso creo yo. Y mira la que leha caído ahora con el camaradaJohnny.

Andrew acercó la bandeja, selevantó a buscar una cuchara, uncuchillo y un tenedor, volvió a

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sentarse, y en cuanto hubo metido lacuchara en la sopa se oyó un portazoen el vestíbulo, la puerta de la cocinase abrió violentamente e irrumpióColin, trayendo consigo una ráfagade aire frío, la sensación de laoscuridad del exterior y, como unadenuncia contra ambos, su cara dedesdichado.

—¿Estoy viendo comida?¿Comida de verdad?

Se sentó, y tras coger la cucharaque Andrew acababa de traer se pusoa engullir la sopa.

—¿No vuelves de una comida

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navideña?—No. La madre de Sophie se ha

convertido en una judía fanática, ydice que la Navidad no tiene nadaque ver con ella, aunque siempre lahan celebrado. —Terminó la sopa—.¿Por qué no cocinas comida comoésta? —le preguntó a Frances—. Ésasí que era una sopa.

—Con vuestro apetito, ¿cuántascodornices tendría que preparar paracada uno?

—Espera un momento —protestó Andrew—. Seamos justos.—Colocó un plato sobre la mesa,

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luego otro para Colin, y un cuchillo yun tenedor más. Se sirvió unacodorniz.

—Se supone que hay quecalentarlas durante diez minutos —señaló Frances.

—¿Qué más da? Está deliciosa.Comían como si compitieran.

Cuando terminaron las codornices,hundieron las cucharas al mismotiempo en el postre, del que dieroncuenta en un visto y no visto.

—¿No hay budín de Navidad?—preguntó Colin—. ¿Una Navidadsin budín de Navidad?

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Frances se levantó, bajó unafuente de budín de Navidad delestante más alto, sobre el quedescansaba levitando tranquilamente,y lo puso al baño María.

—¿Cuánto tardará? —preguntóColin.

—Una hora.Depositó varias barras de pan

en la mesa, luego mantequilla, quesoy platos. Los chicos se zamparon elStilton, apartaron la saqueadabandeja y empezaron a comer enserio.

—Mamá —dijo Colin—,

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tenemos que invitar a Sophie a que semude a esta casa.

—Pero si prácticamente viveaquí.

—No..., formalmente. No es pormí... O sea, no quiero decir queSophie y yo vayamos en serio, perono puede seguir en su casa. No tienesni idea de cómo es su madre. Llora,abraza a Sophie y le dice quedeberían saltar de un puente las dosjuntas, o tomar veneno. ¿Te imaginaslo que es vivir de esa manera? —Parecía estar acusando a Frances, ycuando se percató de ello cambió de

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tono, añadiendo con aire contrito—:Si vieras esa casa...; es un auténticoinfierno.

—Ya sabes que le tengo muchocariño a Sophie, pero no me laimagino viviendo en el sótano conRose o con quienquiera que se metaallí. Supongo que querrás que seinstale en tu habitación, ¿no?

—Bueno..., no, no es... No. Peropodría instalarse en el salón; casi nolo usamos.

—Si has roto con Sophie, ¿medas permiso para que pruebe suerte?—preguntó Andrew—. Estoy

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locamente enamorado de ella, comoya sabréis.

—No he dicho que...Súbitamente convertidos en dos

colegiales, comenzaron a propinarseempujones con los codos y lasrodillas.

—Feliz Navidad —dijoFrances, y eso los detuvo.

—Hablando de Rose —saltóAndrew—, ¿dónde está? ¿Se ha ido asu casa?

—Por supuesto que no —respondió Colin—. Está en el sótano,alternando el llanto desconsolado

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con sesiones de maquillaje.—¿Cómo lo sabes? —inquirió

Andrew.—Olvidas las ventajas de

estudiar en una escuela progresista.Lo sé todo sobre las mujeres.

—Ojalá yo pudiera decir lomismo. Aunque mi educación essuperior a la tuya en todos losaspectos, no dejo de meter la pata enel campo de las relaciones humanas.

—No te va tan mal con Sylvia—comentó Frances.

—Sí, pero ella no es una mujer,¿no? Más bien parece el fantasma de

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una niña asesinada.—Eso que has dicho es horrible

—lo reconvino Frances.—Pero muy cierto —replicó

Colin.—Si Rose está abajo, supongo

que deberíamos invitarla a subir —sugirió Frances.

—¿Es necesario? —preguntóAndrew—. Resulta agradable estaren familia, para variar...

—Iré a decirle que suba —seofreció Colin—, antes de que setome una sobredosis y nos eche laculpa a nosotros. —Se levantó de un

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brinco y corrió escaleras abajo.Los dos que quedaron en la

cocina no abrieron la boca; selimitaron a mirarse cuando oyeron ungrito en el sótano, probablemente debienvenida, y luego la sensata voz deColin. Finalmente Rose entróempujada por éste.

Estaba muy maquillada: sehabía pintado gruesas líneas rojasalrededor de los ojos, llevabapestañas postizas y sombra de colorvioleta. Se la veía enfadada,acusadora, suplicante, y era obvioque estaba a punto de echarse a

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llorar.—Tomaremos budín de

Navidad —dijo Frances.Pero Rose se había fijado en la

fruta y estaba examinándola.—¿Qué es esto? —preguntó en

tono agresivo—. ¿Qué es? —Sostenía un lichi en la mano.

—Seguro que lo has probado —dijo Andrew—. Se toma de postredespués de una comida china.

—¿Qué comida china? Nunca heprobado la comida china.

—Déjame a mí.Colin peló el lichi; los

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crujientes fragmentos de pielfinamente granulada cayeron paradejar al descubierto el perlado yluminoso fruto, semejante a una lunaen miniatura. Tras retirar la brillantesemilla negra, Colin se lo entregó aRose, que lo comió y dijo:

—No es gran cosa; no merecetantas molestias.

—Hay que dejarlo un rato en lalengua —explicó Colin—, permitirque su interior le hable a tu interior.

Puso cara de sabiondo y, con elaire de un juez novato al que sólo lefaltara la peluca, peló otro lichi y se

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lo tendió a Rose con delicadeza,sujetándolo entre el pulgar y elíndice. Ella se sentó con la fruta en laboca, como una niña que se negase atragar, pero finalmente se lo llevó ala boca.

—Es un timo —dictaminó.De inmediato los hermanos

acercaron el plato de fruta y se larepartieron entre los dos. Rose losmiró boquiabierta y se echó a llorar.

—Ayyyyyy —gimió—. Soismuy malos. No es culpa mía si nuncahe probado la comida china.

—Bueno, has probado el budín

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de Navidad, y eso es lo que comerásdentro de un momento —dijoFrances.

—Tengo mucha hambre —musitó Rose entre sollozos.

—Entonces come un poco depan con queso.

—¿Pan con queso en Navidad?—Es lo que he comido yo —

respondió Frances—. Y cállate deuna vez.

Rose se interrumpió en mediode un berrido, se volvió haciaFrances con expresión deincredulidad y adoptó todo el

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abanico de gestos de la adolescenteincomprendida: ojosrelampagueantes, mohines de enfado,respiración entrecortada.

Andrew cortó una rebanada depan, la untó con mantequilla y lacubrió con queso.

—Aquí tienes —dijo.—Con tanta mantequilla me

pondré como una vaca.Andrew recuperó su ofrenda y

le dio un mordisco. Rose permaneciósentada, acumulando rabia ylágrimas. Nadie la miró. Por último,cogió la barra de pan, cortó una

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rebanada fina, la untó con un poco demantequilla y la cubrió con unostrozos de queso. Sin embargo, nocomió, sino que se quedócontemplándola: vaya comida deNavidad.

—Cantaré un villancico paramatar el tiempo hasta que esté listo elbudín —anunció Andrew.

Comenzó con Noche de paz,pero Colin lo hizo callar.

—Cierra el pico, Andrew. Esmás de lo que soy capaz de soportar.

—Supongo que el budín ya sepuede comer —anunció Frances.

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Colocó el voluminoso y brillantepastel sobre una delicada fuente azul.Puso platos y cucharas y sirvió másvino. Clavó la ramita de acebo delregalo de Julia en el budín y llevó ala mesa una lata de crema.

Comieron.Al cabo de un rato sonó el

teléfono. Era Sophie, hecha un marde lágrimas, así que Colin subió alpiso de arriba para hablar con ellalargamente, muy largamente, y bajóminutos más tarde con la noticia deque regresaría a casa de Sophie —lapobre no podía más—, y pasaría la

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noche allí o tal vez la trajera a casa.Oyeron el taxi de Julia y un

instante después entró Sylvia,exaltada, risueña, guapa: ¿quién lohubiera dicho unas semanas antes?Les hizo una reverencia, sujetando lafalda de su vestido de niña buena, ala vez encantada y divertida con elcuello y los puños de encaje y losbordados. Julia apareció detrás.

—Oh, Julia, siéntese por favor—la invitó Frances.

Pero Julia había visto a Rose,que con el maquillaje corrido detanto llorar semejaba un payaso y

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estaba atiborrándose de budín deNavidad.

—Tal vez en otro momento —repuso.

Estaba claro que Sylvia hubierapreferido quedarse con Andrew,pero subió por la escalera detrás deJulia.

—Qué vestido más ridículo —comentó Rose.

—Tienes razón —convinoAndrew—. No es tu estilo.

Entonces Frances cayó en lacuenta de que no le había dado lasgracias a Julia y, furiosa consigo

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misma, corrió tras ella. La alcanzó enel último rellano. La abrazaría.Estrecharía entre sus brazos aaquella vieja acartonada y criticona yla besaría; pero fue incapaz dehacerlo: sus brazos se negaron alevantarse y tocar a Julia.

—Muchas gracias —dijo—. Hasido un detalle precioso. No seimagina lo mucho que ha significadopara mí...

—Me alegro de que te gustara—contestó Julia, volviéndose haciala puerta.

—Gracias, muchísimas gracias

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—añadió Frances, sintiéndose torpe,grotesca.

Sylvia no tenía dificultades parabesar a Julia, o para permitir que labesara y la abrazara, e incluso sesentaba en sus rodillas.

Corría el mes de mayo, las ventanasestaban abiertas a una agradabletarde de primavera y los pájaroscantaban con ahínco, ahogando losruidos del tráfico. Una lloviznaarrancaba destellos a las hojas y lasflores.

El grupo que rodeaba la mesa

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parecía el coro de un musical, puestodos llevaban túnicas con rayashorizontales azules y blancas ymallas negras. Para diferenciarse,Frances había escogido rayas negrasy blancas. Los varones se habíanpuesto la misma túnica rayada, peropor encima de los téjanos. El cabelloles llegaba —obligatoriamente— pordebajo de las orejas, lo queconstituía una afirmación de suindependencia, mientras que todaslas chicas lucían cortes Evansky. Uncorte Evansky era la aspiración detoda chica in, y por las buenas, o

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probablemente por las malas, lohabían conseguido. Se trataba de unestilo intermedio entre la melena delos años veinte y el corte a lo garçon,con flequillo hasta las cejas. Liso,huelga decirlo. Los rizos estaban out.Hasta la cabellera de Rose, aquellamasa de bucles negros, estabacortada a lo Evansky. Pequeñascabezas pulcras, muñequitasperipuestas, currutacasmaripresumidas, y los chicos comoponis peludos, todos con aquellasrayas azules y blancas inspiradas enlas camisas marineras, a juego con

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las tazas del desayuno. Cuando hablael Geist, el Zeit debe obedecer. Allíestaban los chicos y las chicas de larevolución sexual, aunque aúnignoraban que se les recordaría poreso.

Había una excepción alobligatorio corte Evansky, tanpoderoso como el de Vidal Sassoon.La señora Evansky, una mujerdecidida, se había negado a cortarleel cabello a Sophie. Después delevantar los satinados mechones,dejando que se escurrieran entre losdedos, había declarado: «Lo siento,

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no puedo», y a continuación, ante lasprotestas de Sophie, había añadido:«Además, tienes la cara larga. No tefavorecería.» Sophie habíapermanecido en su sitio, ofendida,excluida, hasta que la señoraEvansky dijo: «Vete y piénsalo, y siinsistes... Pero si te cortase este pelome sentiría fatal.»

Así, única entre las chicas,Sophie estaba sentada a la mesa consu negra cabellera intacta,sintiéndose como una especie demonstruo.

La rueda de la fortuna había

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girado bastante durante los últimoscuatro meses. ¿Qué eran cuatromeses? Nada, y sin embargo todohabía cambiado.

Primero Sylvia. También habíaalcanzado la plena integración. Supeinado, conseguido a fuerza desuplicar a Julia, no la favorecía, perotodos sabían lo importante que erapara ella considerarse normal e iguala los demás. Comía, aunque no muybien, y obedecía a Julia en todo. Lavieja y la niña pasaban horassentadas en la salita de aquélla, quele preparaba a ésta pequeños

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caprichos, la alimentaba con losbombones que le regalaba suadmirador, Wilhelm Stein, y lecontaba historias sobre la Alemaniaanterior a la guerra, a la PrimeraGuerra Mundial. En una ocasiónSylvia había preguntado condelicadeza, porque habría preferidomorir a lastimar a Julia:

—¿Entonces nunca ocurría nadamalo?

Julia había quedado estupefacta,pero luego había reído.

—Aunque hubieran ocurridocosas malas, no lo admitiría.

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Sin embargo, lo cierto es queera incapaz de recordar cosas malas.Su infancia en aquella casa llena demúsica y gente agradable se leantojaba un paraíso. ¿Acaso existíaalgo semejante ahora, en cualquierparte?

Andrew había prometido a sumadre y a su abuela que ingresaría enCambridge en otoño, pero entretantocasi no salía de la casa.Holgazaneaba, leía y fumaba en sucuarto. Sylvia lo visitaba, llamandoformalmente a la puerta, le ordenabala habitación y lo reñía. «Si yo puedo

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pasar sin ella, tú también»,aseveraba refiriéndose a lamarihuana. Para ella, que habíallegado a tocar fondo, cualquier cosasuponía una amenaza: el alcohol, eltabaco, la hierba, los gritos; ycualquier discusión hacía que seescondiese bajo las mantas,tapándose los oídos. Asistía a clase yempezaba a irle bien. Por las noches,Julia la ayudaba con los deberes.

Geoffrey, que era muy listo,aprobaría los exámenes y luego sematricularía en la London School ofEconomics para estudiar —por

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supuesto— Ciencias Políticas yEconomía. Afirmaba que la filosofíano le interesaba. Daniel, la sombrade Geoffrey, iría a la misma facultady cursaría la misma carrera.

Aunque Jill había tenido unaborto, la experiencia no parecíahaberla afectado, y seguíaexactamente igual. Lo más curiosoera que «los críos» se habíanocupado de todo, sin recurrir a losmayores. No habían informado aFrances ni a Julia, ni siquiera aAndrew, a quien por lo vistoconsideraban demasiado adulto y un

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enemigo potencial. Colin había ido ahablar con los padres de la chica —ya que ella no se atrevía— paracomunicarles que estaba embarazada.Ellos dieron por sentado que Colinera el padre y se negaron a creerlecuando les aseguró que no. ¿Quiénera el padre? Nadie lo sabía ni losabría, aunque sospechaban deGeoffrey: como era tan guapo,siempre lo culpaban de lasesperanzas truncadas y los corazonesrotos.

Colin consiguió dinero de lospadres de Jill para el aborto y fue a

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ver a su médico de cabecera, que lefacilitó un número de teléfono.

Después, cuando Jill regresósana y salva al apartamento delsótano, pusieron a Julia, Frances yAndrew al corriente. Sin embargo,los padres de Jill decidieron que,habida cuenta de las cosas quesucedían en Saint Joseph, su hija noregresaría allí.

Sophie y Colin habían roto.Sophie, que jamás dejaría nada amedias, era demasiado para Colin: loquería a muerte, o al menos demanera enfermiza. «¡Lárgate! —le

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había gritado él al fin—. ¡Déjame enpaz!» Y se había encerrado en suhabitación durante varios días.Después había ido a casa de Sophiepara pedirle disculpas, diciendo quetodo era culpa suya y que estaba«hecho un lío». «Por favor vuelve acasa, por favor —le había rogado—,todos te echamos de menos y Francesno para de preguntar: "¿Dónde estáSophie?"» Y cuando Sophie volvió,Frances la abrazó y dijo: «Pase loque pase entre Colin y tú, siemprepodrás visitarnos.»

Los fines de semana Sophie

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viajaba a Londres con la pandilla deSaint Joseph, pasaba la tarde delviernes con ellos y se iba a dormir acasa de su madre, que según decía seencontraba mejor, «aunque no loparece, tiene la moral por los suelosy un aspecto horroroso». En eseentonces todavía no se habíaincorporado la depresión, y menosaún la depresión clínica, alvocabulario general ni a laconciencia colectiva. Cuando alguiendecía: «Dios, estoy tan deprimido»,se refería a que estaba de mal humor.Sophie, que en la medida de sus

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posibilidades era una buena hija,volvía a casa los sábados por lanoche, pero no pasaba el día allí. Lossábados y los domingos ocupaba sulugar a la enorme mesa de Frances.

Le había ocurrido algomaravilloso. A menudo bajabaandando hasta Primrose Hill y luegoatravesaba Regent's Park para ir aclases de baile y canto. Allí, en unclaro cubierto de hierba y flores seyergue la estatua de una joven conuna cabra llamada La protectora delos desamparados. Esa chica depiedra fascinó a Sophie, que empezó

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por depositar una hoja en el pedestal,luego una flor y finalmente unramillete. Poco después empezó allevar bizcocho consigo, paracontemplar cómo los gorriones y losmirlos se posaban a los pies de laestatua y picoteaban las migas. Enuna ocasión puso una corona de hojassobre la cabeza de la cabra, y un díaencontró en el pedestal un libritotitulado El lenguaje de las flores y,atado a él con un lazo, un ramilletede lilas y rosas rojas. No vio a nadie,aparte de las personas que paseabanpor el parque. Se alarmó, consciente

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de que alguien había estadoobservándola. A la hora de la cenales contó a todos la historia, riéndosede su amor por la niña de piedra, yles mostró El lenguaje de las flores.Las lilas significaban «los primerossentimientos amorosos»; las rosasrojas, «amor».

—¿No piensas contestarle? —preguntó Rose, furiosa.

—Hermosa Rosa —dijo Colin—, por supuesto que va a contestarle.

Todos estudiaron el libro paraelucubrar un mensaje apropiado. Sinembargo, lo que Sophie quería

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responder era: «Siento curiosidad,pero no saques conclusionesprecipitadas», y en el libro noencontraron nada que lesconvenciera. Al final se decidieronpor las campanillas de invierno, quesignificaban «esperanza» —aunquela temporada ya había pasado— ypor las vincapervincas, quesignificaban «amistad incipiente».Sophie creía que había algunas en eljardín de su madre. ¿Y qué más?

—Oh, vamos. Arriésgate —sugirió Geoffrey—. Lirios de losvalles: «Regreso a la felicidad.» Y

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polemonios: «Consentimiento.»Sophie dejó el ramillete en el

pedestal, aguardó un rato, se marchó,volvió y descubrió que las floreshabían desaparecido. Claro quepodía habérselas llevado otrapersona, ¿no? No, porque cuandoregresó al día siguiente había unchico que le dijo que «hacía siglos»que la observaba y que habíarecurrido a El lenguaje de las floresporque era demasiado tímido paraabordarla directamente. La historiaresultaba poco verosímil, porque notenía un pelo de tímido. Era actor y

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estudiaba en la academia en la queella planeaba matricularse en otoño.Se trataba de Roland Shattock, unaespecie de trotskistadesgarbadamente apuesto ehistriónico. A menudo iba a cenar acasa de Frances, y ese día seencontraba allí. Mayor que los demás—le llevaba un año a Andrew—,tenía aspecto de tipo experimentadoy una cazadora de ante con flecosteñida de violeta; los chicos loconsideraban una apariciónprocedente del mundo adulto a la vezque una especie de medio para

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acceder a ese mundo. Si él no losconsideraba «críos», entonces... Susmentes idealistas nunca contemplaronla posibilidad de que necesitara unabuena comida.

Cuando Roland estaba allí,Colin solía quedarse callado eincluso se retiraba temprano, sobretodo si se presentaba Johnny, porqueel joven trotskista y el viejoestalinista se enzarzaban endiscusiones estentóreas, acaloradas ya menudo desagradables. Sylviatambién huía a refugiarse en lashabitaciones de Julia.

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Johnny había estado en Cuba,donde le habían encargado larealización de una película. «Aunqueme temo que no dará mucho dinero,Frances.» Entretanto, había hechouna visita a la Zambia independientecon el camarada Mo.

Ahora Rose: había causadodificultades prácticamente todos losdías desde hacía cuatro meses. Senegaba a retomar los estudios y aregresar a su casa. Estaba dispuesta aestudiar en Saint Joseph, siempre quele permitieran instalarse ahí, en esacasa. Andrew fue a ver otra vez a sus

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padres. Creían que ese encantadorjoven de clase alta tenía planes queincluían a su hija, de manera queaccedieron a que ésta asistiese a uncolegio sin internado de Londres,aunque no a Saint Joseph, queescapaba a sus posibilidades. Lepagarían el instituto y le darían unaasignación para ropa, pero no seharían cargo de los gastos dealojamiento y comida. Dieron aentender que éstos eranresponsabilidad de Andrew, lo quesignificaba que correrían por cuentade Frances.

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Quizá le pidiese que a cambiose ocupara de ciertas tareasdomésticas, ya que a pesar de laseñora Philby, la asistenta de Julia—que no hacía mucho más que pasarla aspiradora—, resultaba imposiblemantener la casa limpia. «No seastonta —dijo Andrew—. ¿Piensas queRose va a mover un dedo?»

Encontraron una escuelaprogresista en Londres, y Roseaccedió a todo. Si le permitíanquedarse, se portaría bien. EntoncesAndrew fue a informar a Frances deque había surgido un grave problema.

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Rose no se atrevía a contárselo.También estaba involucrada Jill. Lashabían pillado sin billetes en elmetro, y en ambos casos se trataba dela tercera vez. Las citaron en lasoficinas de la Policía de Transportespara que comparecieran ante unagente del Departamento deMenores. No se librarían de la multa,y hasta cabía la posibilidad de quelas mandaran a un reformatorio. Pesea que Frances estaba demasiadoenfadada con Rose (a su manera, conun sentimiento de lánguidoabatimiento como el ocasionado por

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una indigestión crónica) paraplantarle cara, le pidió a Andrew queles dijera a las chicas que ella lasacompañaría a la entrevista. Lamañana señalada bajó a la cocina yse encontró a dos adolescentesenfurruñadas, unidas por su odiohacia el mundo, fumando. Las dos sehabían maquillado, y con la sombrablanca, los ojos perfilados y las uñaspintadas de negro, semejaban un parde osos panda. Llevaban vestidosmini de Biba's, robados, porsupuesto. No habrían podidofabricarse una apariencia más

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apropiada para predisponer a lasautoridades en contra de ellas.

—Si realmente queréis que todoquede en un sermón, ya podéislavaros la cara —dijo Frances,preguntándose si habrían decididocomplicar las cosas al máximo,incluso si estarían deseando que lasmandasen a un reformatorio. En talcaso, ella recibiría su merecido: siuna usurpa el lugar de los padres,tarde o temprano se lleva el castigoque, de hecho, está destinado a losprogenitores negligentes.

Rose protestó de inmediato.

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—No veo por qué.Frances aguardó con curiosidad

la respuesta de Jill. La chica callada,buena y modosita, capaz de pasartoda la velada sin abrir la boca,estaba prácticamente irreconocibledetrás del maquillaje y de la ira.Decidió seguir el ejemplo de Rose.

—Yo tampoco veo por qué.Fueron en metro, y Frances

reparó en sus sonrisas sarcásticasmientras compraba billetes para lastres. Pronto llegaron a la oficinadonde los que se colaban en el metro,los delincuentes juveniles, debían

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afrontar su destino en la persona dela señora Kent, vestida con ununiforme azul de aspectoindeterminado que le confería unsolemne aire autoritario. Aunque susemblante destilaba afabilidad, sumirada era severa, como parainspirar respeto.

—Siéntense, por favor —dijo, yFrances tomó asiento en un extremo,mientras las dos chicas, que habíanpermanecido en pie como caballosobstinados el tiempo suficiente paradejar clara su posición, se dejaroncaer en las sillas con una brusquedad

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que denotaba que las habían obligadoa ello—. Es muy sencillo —prosiguió, soltando un suspiro,seguramente inconsciente, que ladesmintió—. Ambas recibisteis dosadvertencias. Sabíais que la tercerasería la última. Podría enviaros aljuez, para que él decida si debéisquedar bajo la tutela del Estado, perosi me dais garantías de buenaconducta, sólo tendréis que pagar unamulta, aunque vuestros padres ovuestro tutor deberáresponsabilizarse de vosotras.

Decía esto, o algo parecido, tan

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a menudo que su bolígrafo expresabaaburrimiento y exasperación mientrasdibujaba garabatos en un bloc.Cuando hubo terminado, miró aFrances y con una sonrisa lepreguntó:

—¿Es usted la madre de algunade las dos?

—No.—¿La tutora? ¿Tiene alguna

autoridad legal sobre ellas?—No, pero viven conmigo..., en

nuestra casa, y se quedarán allímientras estudien. —Rose estudiaría,pero en cuanto a Jill, Frances no

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sabía qué pensaba hacer, de maneraque estaba mintiendo.

La señora Kent estudiólargamente a las chicas, que estabanenfurruñadas, sentadas con laspiernas cruzadas en un puntodemasiado alto y las rodillaslevantadas, enseñando los negrosmuslos hasta la ingle. Frances notóque Jill temblaba: jamás habríacreído que aquella fría jovencitafuese capaz de temblar.

—¿Puedo hablar con usted enprivado? —preguntó la señora Kenta Frances. Se levantó y mirando a las

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chicas añadió—: Será un minuto.Le señaló una puerta a Frances

y la siguió al interior de un pequeñocuarto privado, donde sin duda sereponía de la tensión de esa clase deentrevistas.

Se acercó a la ventana yFrances la imitó. Contemplaron unpequeño jardín donde dos amanteslamían un helado de cucurucho.

—Me gustó su artículo sobre ladelincuencia juvenil —comentó laseñora Kent—. Lo recorté.

—Gracias.—No sé por qué lo hacen.

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Entendemos a los críos pobres, ynuestra política es mostrarnosindulgentes con ellos, pero todos losdías recibo chicos y chicas vestidosde punta en blanco... No me cabe enla cabeza. El otro día uno de ellos...,un chico que asiste a una escuelacara, me aseguró que negarse a pagarel billete era una cuestión deprincipios; le pregunté a quéprincipios se refería y me contestóque era marxista. Dijo que queríadestruir el capitalismo.

—Me suena.—¿Qué garantía puede

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ofrecerme de que no volveré a ver aesas chicas dentro de una semana odos?

—Ninguna —respondió Frances—. No puedo garantizarle nada.Ambas se pelearon con susrespectivos padres y aterrizaron enmi casa. Han dejado los estudios,pero tengo la esperanza de que losretomen.

—Entiendo. Un amigo de mihijo, un compañero de clase, pasamás tiempo en mi casa que en lasuya.

—¿Dice que sus padres son una

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mierda?—Dice que no lo entienden;

pero yo tampoco. Oiga, ¿tuvo queinvestigar mucho para escribir suartículo?

—Bastante.—Pero no proporcionaba

respuestas.—No las conozco. ¿Podría

explicarme por qué una chica, y merefiero a la morena de ahí fuera,Rose Trimble, que acaba deconseguir que le resuelvan todos susproblemas, escoge precisamente esemomento para hacer algo que podría

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echarlo todo por la borda?—Yo lo llamo «andar por el

filo» —dijo la señora Kent—. Lesgusta poner a prueba los límites.Caminan sobre una cuerda floja, perosiempre con la esperanza de quealguien los atrape en el aire si secaen. Y usted lo hace, ¿no?

—Supongo que sí.—Le sorprendería saber cuántas

veces oigo la misma historia.Las dos permanecieron muy

juntas delante de la ventana, unidaspor la desesperación.

—Ojalá entendiera lo que pasa

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—añadió la señora Kent con unsuspiro.

—Todos estamos igual.Regresaron al despacho, donde

las chicas, que habían estado riendoy burlándose de la funcionaría,callaron y recuperaron su aireenfurruñado.

—Os daré otra oportunidad —declaró la señora Kent—. La señoraLennox se ha comprometido aayudaros, pero lo cierto es que meestoy excediendo en misatribuciones; espero que ambasentendáis que os habéis salvado por

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los pelos. Es una suerte que contéiscon la amistad de la señora Lennox.

Este último comentario fue unerror, aunque la señora Kent no teníamodo de saberlo. Frances percibió elresentimiento de las chicas, o almenos de Rose, ante la insinuaciónde que le debían algo.

Fuera del edificio, en la acera,le comunicaron que se iban decompras.

—Os he advertido que norobéis —dijo Frances—. ¿Me haréiscaso?

Se marcharon sin mirarla.

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Esa noche, durante la cena,declararon que habían mangado losdos vestidos que llevaban puestos,ambos tan minis que casi conseguridad los habían elegido paraescandalizar o suscitar críticas.

Sylvia, haciendo un granesfuerzo de autoafirmación, señalóque le parecían demasiado cortos.

—¿Demasiado cortos para qué?—se mofó Rose.

No había dirigido la vista aFrances ni una sola vez durante lacena, como si la crisis de esa mañanano hubiera existido. Jill, en cambio,

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murmuró una disculpa rápida, conuna mezcla de cortesía y agresividad:

—Gracias, Frances, un millónde gracias.

Andrew opinó que habíantenido mucha potra, y Geoffrey, elladrón consumado, aseguró que conun poco de cuidado resultaba fácilpasar inadvertido.

—De nada vale ir con cuidadoen el metro —apuntó Daniel, queemulando a su ídolo jamás pagaba elbillete—. Es cuestión de suerte; tepillan o no te pillan, sencillamente.

—Entonces no viajes en metro

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sin billete —repuso Geoffrey—, o almenos no más de dos veces. Es unaestupidez.

Al verse criticado por Geoffreyen público, Daniel enrojeció yreplicó que había viajado sin billete«durante años» y que sólo lo habíanpillado un par de veces.

—¿Y la tercera? —preguntóGeoffrey, instruyéndolo.

—A la tercera va la podrida —corearon todos.

Ésa fue la semana en que Jill sedejó embarazar; no, más bien se lobuscó.

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Todos estos dramas se habíandesarrollado en cuatro meses, desdelas Navidades, y como si nadahubiera sucedido, ahí estaban losprotagonistas, los chicos y las chicas,sentados alrededor de la mesa unanoche de primavera, haciendo planespara el verano.

Geoffrey dijo que viajaría aEstados Unidos y se uniría a losdefensores de la igualdad racial «enlas barricadas»; una experiencia útilpara un futuro estudiante de Políticay Economía en la LSE.

Andrew afirmó que se quedaría

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en casa, leyendo.—Que no sea La prueba de

Richard Feverel —sugirió Rose—.¡Qué basura!

—Esa también —dijo Andrew.Jill había invitado a Sylvia a la

casa de sus primos de Exeter («Esgenial; tienen caballos»), pero Sylviacontestó que no, que también sequedaría en casa a leer.

—Julia dice que leo poco. Yahe leído algunos libros de Johnny.Aunque no me creáis, hasta quellegué a esta casa no sabía queexistiesen libros que no tratasen de

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política.Esto significaba, como todo el

mundo suponía, que Sylvia eraincapaz de dejar a Julia: seconsideraba demasiado frágil paraarreglárselas sola.

Colin manifestó su intención deviajar a Francia para trabajar en lavendimia, aunque tal vez se quedarae intentase escribir una novela. Esteúltimo comentario promovió ungruñido colectivo.

—¿Por qué no puede escribiruna novela? —preguntó Sophie, quesiempre salía en defensa de Colin

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precisamente porque le había hechomucho daño.

—Quizás escriba sobre SaintJoseph —anunció Colin—.Apareceremos todos.

—No es justo —se quejó Rosede inmediato—. Yo no saldré,porque no voy a Saint Joseph.

—Muy cierto —apostillóAndrew.

—Tal vez escriba una novelaentera sobre ti —dijo Colin—. Lasdesventuras de Rose. ¿Qué teparece?

Rose lo miró fijamente y luego,

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con desconfianza, echó un vistazoalrededor. Todos la observaban conseriedad. Provocar a Rose se habíaconvertido en un pasatiempodemasiado frecuente, por lo queFrances trató de suavizar elmomento, que amenazaba condesembocar en llanto.

—¿Y tú qué planes tienes,Rose? —preguntó.

—Iré con Jill a casa de susprimos. O puede que haga autostophasta Devon. O quizá me quede aquí—añadió mirando a Frances conactitud desafiante.

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Sabía que Frances se alegraríade librarse de ella, pero no creía queeso se debiera a sus propiosdefectos. Ignoraba que fuesedesagradable. Sabía que casisiempre caía mal, pero lo atribuía ala injusticia del mundo; jamás se lehabría ocurrido considerarse«antipática»: la gente se metía conella, la puteaba. Las personascordiales, guapas o simpáticas, o lastres cosas a la vez, las personas queconfían en los demás no imaginansiquiera el pequeño infierno en quehabitan los seres como Rose.

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James anunció que iría a uncampamento de verano que le habíarecomendado Johnny, para estudiarla decadencia del capitalismo y lascontradicciones internas delimperialismo.

Daniel murmuró con tristeza quetendría que irse a casa.

—Tranquilo, el verano nodurará eternamente —observóGeoffrey con benevolencia.

—Para mí sí —repuso Danielcon angustia.

Roland Shattock contó que haríauna excursión a pie por Cornualles

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con Sophie. Al advertir gestos derecelo en algunas caras —la deFrances, la de Andrew—, añadió:

—Oh, no os asustéis, conmigoestará segura. Creo que soyhomosexual.

Esta revelación, que en laactualidad no suscitaría más que un«¿de veras?», o quizás algunossuspiros femeninos, entonces sonódemasiado despreocupada yextemporánea, lo que produjo unmalestar general.

Sophie se apresuró a puntualizarque no le importaba, que le gustaba

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estar con Roland. Andrew se mostródignamente compungido, y casi se leoyó pensar que él no era marica.

—Bueno, quizá no lo sea —rectificó Roland—. Al fin y al caboestoy loco por ti, Sophie. Pero notemas, Frances, no soy un corruptorde menores.

—Voy a cumplir dieciséis años—protestó Sophie, indignada.

—Pensé que eras mucho mayorcuando te vi soñando en el parque.

—Soy muy madura —afirmóSophie con convicción; se refería ala enfermedad de su madre, a la

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muerte de su padre y a la crueldadcon que Colin la había tratado.

—Mi preciosa soñadora —dijoRoland besándole la mano, aunque enuna parodia del beso europeo queroza el aire por encima del guante, o,como en este caso, unos nudillos conun ligerísimo aroma al guiso de polloque había estado removiendo paraayudar a Frances—. Aun si acabo enla cárcel habrá merecido la pena.

Frances, por su parte, esperabaunas semanas tranquilas yproductivas.

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La incendiaria carta llegó dirigida a«J... (indescifrable)... Lennox», y laabrió Julia, quien al ver que era paraJohnny, «Querido compañero JohnnyLennox», y que la primera frase era:«Quiero que me ayudes a abrirle losojos a la gente, para que sepan laverdad», la leyó una y otra vez y,cuando se hubo tranquilizado,telefoneó a su hijo.

—Tengo una carta para ti deIsrael; de un hombre llamado ReubenSachs.

—Un buen tipo —comentóJohnny—. Siempre ha mantenido una

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postura progresista como marxista noalineado, abogando por lasrelaciones pacíficas con la UniónSoviética.

Sea eso lo que sea, quiere queconvoques a tus amigos ycompañeros para hablarles de susexperiencias en una prisiónchecoslovaca.

—Debe de haber habido unabuena razón para que lo encerraran.

—Lo acusaron de ser un espíasionista al servicio del imperialismoyanqui. —Johnny guardó silencio—.Estuvo entre rejas cuatro años, lo

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torturaron, lo trataron con brutalidady finalmente lo soltaron... Te pidopor favor que no digas: «Pordesgracia, a veces se cometenerrores.»

—¿Qué quieres, Mutti?—Creo que deberías

complacerlo. En sus palabras, todolo que pretende es que la gente abralos ojos y conozca la verdad sobrelos métodos a los que recurre laUnión Soviética. Por favor, no medigas que se trata de un provocador.

—Me temo que no le veo lautilidad a lo que pide.

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—En tal caso, me encargaré deorganizar la reunión. Al fin y al cabo,sé quiénes son tus amigos, Johnny.

—¿Y qué te hace pensar queacudirían a una reunión queconvocases tú, Mutti?

—Les mandaré una copia de lacarta. ¿Quieres que te la lea?

—No, conozco las mentiras quealgunos difundirán.

—Llegará a Londres dentro dedos semanas, y viene especialmentepara eso... para hablar con loscompañeros del partido. Tambiénviajará a París. ¿Propongo una

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fecha?—Como quieras.—Pero tiene que ser

conveniente para ti. Supongo que lemolestaría que no te presentaras.

—Te llamaré para concertar lafecha: pero que quede claro que medesvincularé de cualquier forma depropaganda antisoviética.

En la noche señalada, uninsólito grupo de invitados ocupó laamplia sala. Johnny había invitado aamigos y camaradas, y Julia a unascuantas personas que en su opinióndebían estar presentes aunque él no

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se lo hubiese propuesto. Muchosseguían en el partido, otros se habíanretirado como consecuencia dediversas crisis: el pacto entre Staliny Hitler, la insurrección de Berlín,Praga, Hungría; incluso había algunoque se había marchado en la épocade la invasión de Finlandia. Eranunos cincuenta, y la estancia estabaabarrotada de sillas y de personas depie junto a la pared. Todos sedefinían como marxistas.

Andrew y Colin también sehabían presentado, aunque antes sehabían quejado de que la reunión

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sería una lata.—¿Por qué lo haces? —

preguntó Colin a su abuela—. Estono es lo tuyo, ¿no?

—Tengo la esperanza de queesta reunión haga que Johnny entre enrazón, aunque lo más seguro es queesté chocheando.

El grupo de Saint Joseph seencontraba en época de exámenes.James estaba en Estados Unidos. Laschicas del sótano habían escogidodeliberadamente ese momento para ira la discoteca: la política era unamierda.

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Reuben Sachs cenó a solas conJulia: Frances habría coincidido conlas chicas, incluso con el lenguajeque habían empleado. Sachs, unretaco desesperado y serio, no podíadejar de hablar de lo que le habíaocurrido, y la reunión no fue más quela continuación de lo que habíaestado contándole a Julia, quedespués de aclararle que nunca habíasido comunista y que no necesitabaque la persuadiera de nada, guardósilencio, pues resultaba evidente queel pobre necesitaba hablar mientrasella —o cualquiera— lo escuchaba.

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Durante años había mantenidouna difícil posición política enIsrael, la de socialista que rechazabael comunismo y pedía que lossocialistas no alineados del mundoapoyaran las relaciones pacíficas conla Unión Soviética, lo que lospondría en una situación difícil antesus propios gobiernos. Lo habíanacusado de comunista durante laguerra fría. La naturaleza no lo habíadotado con el temperamento másindicado para estar constantementeen el punto de mira, recibiendodisparos desde todos los frentes. Se

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notaba en sus discursos agitados,fervientes, en sus ojos a un tiemposuplicantes y furiosos; y las palabrasque repetía una y otra vez, como unestribillo, eran: «Nunca he renegadode mis ideas.»

Había llegado a Praga en misiónde paz y conciliación, pero lo habíanarrestado acusándolo de ser un espíasionista al servicio del imperialismoyanqui. En el coche de la policía sedirigió a sus captores en lossiguientes términos: «¿Cómo esposible que vosotros, comorepresentantes de un Estado obrero,

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os ensuciéis las manos con un trabajocomo éste?», y repitió esas palabrasdespués de que lo golpearan una yotra vez. Lo mismo ocurrió en laprisión. Pese a que los guardias eranunos brutos, y los interrogadorestambién, él siguió tratándolos como aseres civilizados. Hablaba seisidiomas, pero ellos insistieron eninterrogarlo en una lengua que noconocía, el rumano, de manera que alprincipio no supo qué cargos sehabían presentado contra él. Dehecho englobaban toda la gama deactividades antichecoslovacas y

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antisoviéticas. «Pero se me dan bienlos idiomas, déjenme explicar...» Enlos interrogatorios adquiriósuficientes nociones de rumano paradefenderse. Durante semanas, meses,años, sufrió malos tratos yhumillaciones, pasó días enteros sincomer, noches enteras sin dormir...Lo sometieron a todas las torturasfavoritas de los sádicos. Esasituación duró cuatro años. Continuódeclarándose inocente y explicando asus interrogadores y carceleros quecon esa clase de trabajo mancillabanel honor del pueblo, del Estado

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obrero. Tardó bastante tiempo endescubrir que su caso no era único,que las cárceles estaban llenas dehombres como él, que secomunicaban en código morse dandogolpecitos a las paredes yaseguraban que estaban tansorprendidos como él de encontrarseen prisión. También explicaban que«el idealismo no resulta apropiadoen estas circunstancias, camarada».Entonces se le cayó la venda de losojos, según dijo. Aproximadamentecuando cejó en su empeño de hacerentrar en razón a sus torturadores,

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apelando a su mejor voluntad y a suextracción social, cuando perdió porcompleto la fe en las posibilidades alargo plazo de la Revolución rusa, loliberaron durante una de las nuevasalboradas del Imperio soviético, ydescubrió que aún era un hombre conuna misión, aunque ahora éstaconsistía en abrir los ojos de loscompañeros que continuabanengañados sobre la auténticanaturaleza del comunismo.

A pesar de que Frances decidióque no quería oír «revelaciones» quehabía descubierto por sí misma hacía

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décadas, entró en la sala cuando éstase llenó, y se sentó al fondo, al ladode un hombre cuyo rostro le sonabavagamente pero que, a juzgar por elmodo en que la saludó, se acordabamuy bien de ella. Johnny escuchabasin prejuicios desde un rincón. Sushijos se hallaban sentados junto aJulia en el otro extremo de laestancia, sin mirar a su padre. Suscaras reflejaban la misma tensión ydesdicha que Frances veía en ellasdesde hacía años. Si bien rehuían lamirada de su padre, a ella lededicaron una sonrisa solidaria,

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aunque demasiado triste para quepasara por irónica, como pretendían.En aquella sala había personas aquienes conocían de su infancia y concuyos hijos habían jugado.

Cuando Reuben comenzó surelato con la frase: «He venido acontaros la verdad, como es mideber...», se hizo un silencioabsoluto, no podría quejarse de quesu público no le prestaba atención.Sin embargo, esos semblantes... noeran los que uno ve normalmente enuna reunión, respondiendo a lo quese dice con sonrisas y gestos de

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asentimiento o de discrepancia. Eranrostros corteses, inexpresivos.Algunos de los presentes seguíansiendo comunistas, lo habían sidodurante toda su vida y no cambiarían:hay gente incapaz de cambiar una vezque se ha formado una opinión. Losque habían abjurado del comunismocriticaban a la Unión Soviética,algunos incluso con vehemencia,pero todos eran socialistas yconservaban su fe en el progreso, enesa escalera mecánica en permanenteascenso hacia un mundo más feliz. Yla Unión Soviética constituía un

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símbolo tan poderoso de esa feque..., como dirían décadas despuésaquellos que habían vivido sumidosen sus sueños: «La Unión Soviéticaes nuestra madre, y uno no insulta asu madre.»

Estaban sentados escuchando aun hombre que había cumplido cuatroaños de trabajos forzados en unacárcel comunista, sometido a un tratobrutal; era una historia dolorosa yemotiva, y aunque de vez en cuandoReuben Sachs derramaba unaslágrimas por «la forma en que seensuciaba y mancillaba el Gran

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Sueño de la humanidad», lo quepretendía era apelar a la razón de lospresentes.

Por eso las personas que habíanacudido a la reunión «para oír laverdad» mantenían un semblanteinexpresivo, en algunos casos inclusoestupefacto, escuchando como si elrelato no les concerniese. Elmensajero de «la verdad de lasituación» disertó durante una hora ymedia y terminó con un apasionadollamamiento a que le hicieranpreguntas sobre sus sufrimientos,pero nadie abrió la boca. Como si no

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se hubiese pronunciado una palabra,la reunión se dio por concluidaporque la gente comenzó a marcharsetras darle las gracias a Frances, bajola falsa impresión de que era laanfitriona, y saludar a Johnny con unainclinación de la cabeza. Nadie sepronunció. Si comentaban algo entresí, era sobre otros temas.

Reuben Sachs permaneciósentado, aguardando aquello por locual había viajado a Londres, peroera como si hubiera hablado de lasituación en la Europa medieval oincluso en la Edad de Piedra. No

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daba crédito a lo que veía, a lo quehabía sucedido.

Julia se quedó en su sitio,mirando alrededor con sarcasmo yuna pizca de rencor, mientras que laexpresión de Andrew y Colin eraostensiblemente burlona.

El hombre que estaba al lado deFrances no se había movido. Ellapensó que su inicial renuencia aasistir a la reunión había estadojustificada: volvía a sentirseacuciada por antiguas desdichas ynecesitaba recuperar la compostura.

—Frances —dijo él, intentando

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captar su atención—, no ha sido unacharla agradable.

Ella sonrió con mayor vaguedadde la que a él le habría gustado, peroluego se fijó en su cara y pensó queal menos había alguien que habíaentendido lo que se había dicho.

—Soy Harold Holman. No merecuerdas, ¿verdad? Johnny y yoéramos inseparables en los viejostiempos... Iba con frecuencia a tucasa cuando los críos eran pequeños.En ese entonces estaba casado conJane.

—Al parecer he borrado todo

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eso de mi mente.Entretanto, Andrew y Colin

contemplaban la sala prácticamentevacía y Julia guiaba al triste ydecepcionado portador de la verdada sus habitaciones.

—¿Puedo llamarte alguna vez?—preguntó Harold.

—¿Por qué no? Pero hazlo aThe Defender. —Bajó la voz paraque no la oyeran sus hijos—. Estaréallí mañana por la tarde.

—De acuerdo. —Harold asintióy se marchó.

La conversación había sido tan

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intrascendente que sólo más tarde sele ocurrió pensar que él estabainteresado en ella como mujer, y esodebido a que había perdido lacostumbre de esperar algo semejante.Colin se acercó y preguntó:

—¿Quién era ese tipo?—Un amigo de Johnny..., de los

viejos tiempos.—¿Para qué va a llamarte?—No lo sé. Quizá salgamos a

tomar un café y recordar el pasado—respondió mintiendo connaturalidad, porque ese aspecto de suser ya empezaba a renacer.

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—Me voy al instituto —anuncióColin con aspereza y suspicacia, y semarchó a tomar el tren sin deciradiós.

—Iré a ayudar a Julia connuestro invitado, pobrecillo —dijoAndrew, y se alejó con una sonrisaque era a un tiempo de complicidad yde advertencia, aunque tal vez nohubiese cobrado conciencia de ello.

Era inevitable que una mujerque, como Frances, había cerrado lapuerta a su vida amorosa fuesedescubierta cuando la abría derepente. Le gustaba Harold; resultaba

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evidente por el modo en queempezaba a revivir, se le acelerabael pulso, la embargaba la animación.

Pero ¿por qué? ¿Por qué él? Lahabía pillado por sorpresa, desdeluego. Qué extraordinario. Laocasión había sido extraordinaria,¿Quién lo habría creído de nohaberlo visto? No le habríasorprendido en absoluto que el talHarold fuese la única personapresente dispuesta a asimilar lo quehabía dicho Reuben Sachs. Asimilar:qué palabra tan acertada. Uno puedepasar una hora y media escuchando

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información capaz de destruir loscimientos de su preciosa fe, oinformación que no coincide con loque ya se ha aprendido, y noasimilarla. Si todo cae en saco roto...

Esa noche Frances no durmióbien, porque se permitió fantasearcomo una colegiala enamorada.

Al día siguiente Harold letelefoneó para invitarla a pasar el finde semana con él en un pueblecito deWarwickshire, y ella accedió contanta naturalidad como si aquellofuese cosa de todos los días.

Y de nuevo se preguntó qué

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cualidad poseía ese hombre paraabrir con tanta facilidad la puerta queella había mantenido firmementecerrada. Se trataba de un individuofornido, rubio y risueño que parecíaobservarlo todo con expresión entredistante y divertida. Era, o habíasido, funcionario en una organizacióneducativa. ¿Un sindicato?

Como sabía que el viernesrecibirían la habitual invasión dejóvenes, subió a decirle a Julia quele gustaría tomarse el fin de semanalibre. Con esas palabras.

Julia esbozó una sonrisa. ¿Era

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una sonrisa? Sí, y para nadamaliciosa...

—Pobre Frances —comentó,sorprendiendo a su nuera—. Llevasuna vida tediosa.

—¿De veras?—Eso creo. Y los chicos

pueden arreglárselas solos paravariar.

Cuando salía, oyó un murmullo:—Regresa a nuestro lado,

Frances.La sorprendió tanto que se

volvió, pero Julia había retomado lalectura de su libro.

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«Regresa a nuestro lado»...Vaya, qué perspicaz, quéincómodamente perspicaz. Porque derepente se había rebelado contra suvida, contra aquel esfuerzo sintregua, y se había aventurado en unpaisaje de sueños apasionados,donde se perdería... para no regresara casa de Julia nunca más.

Maldita la gracia que les hizo lanoticia a sus hijos. Al enterarse deque su madre pasaría el fin desemana fuera, los dos reaccionaroncomo si se marchara por seis meses.

—¿Adonde vas? —preguntó

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Colin por teléfono, desde el instituto—. ¿Y con quién?

—Con un amigo —respondióFrances, y se produjo un silenciocargado de desconfianza.

Andrew le dedicó su sonrisamás triste y temerosa, aunque él loignoraba.

Ella siempre había sido lo másestable en la vida de sus hijos, y denada servía decir que ambos eran lobastante mayores para concederle unpoco de libertad. ¿A qué edad unoschicos tan inseguros como ésos dejande necesitar la presencia constante

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de un progenitor? Su madre iba apasar el fin de semana con unhombre, y ellos lo sabían. Si lohubiera hecho en alguna otraocasión..., pero qué obediente habíasido siempre, pendiente en todomomento de la situación de sus hijos,de sus necesidades, como si quisieracompensarlos por las carencias deJohnny. ¿Como si quisiera? De hechohabía tratado de compensarlos porlas carencias de Johnny.

El sábado Frances salió furtivamentede la casa, consciente de que

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Andrew estaría alerta, pues nodormía bien, y de que tal vez Colinhubiera decidido levantarse antes delo habitual, que era a media mañana.Alzó la vista hacia las ventanas de lafachada, temiendo ver las caras desus hijos, pero allí no había nadie.Eran las siete de la mañana de unprecioso día de verano, y su ánimo, apesar del sentimiento de culpa,amenazaba con llevarla volandohasta el empíreo de lairresponsabilidad, y allí estaba él, sugalán, su pretendiente, sonriendo,feliz de lo que veía: una mujer rubia

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(había ido a la peluquería) con unvestido de lino verde, sentada a sulado y volviéndose para reír con élde la inminente aventura.

Cruzaron plácidamente lossuburbios de Londres y llegaron alcampo. Frances disfrutaba de verlodisfrutar con ella, así como de supropio placer por estar a su lado,mientras se negaba a pensar en laexpresión de infelicidad eimpotencia de Colin y Andrew.

Querida Tía Vera: soy unamujer divorciada con dos hijos.

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Me gustaría vivir una aventuraamorosa, pero temo disgustar alos chicos. Me vigilan comohalcones. ¿Qué puedo hacer?Quiero divertirme un poco. ¿Notengo derecho?

Bueno, si a Frances se le

presentaba la oportunidad dedivertirse, la aprovecharía: seesforzó por no pensar en sus hijos.De lo contrario, tendría que decirle aese hombre: «Da media vuelta ymárchate, he cometido un error.

Pararon a desayunar junto al río,

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cerca de Maidenhead, luegodescansaron en un pueblo cuyoparque los sedujo, prosiguieron elviaje, se dejaron seducir de nuevo,esta vez por un atractivo pub, ycomieron en otro parque mientras losgorriones saltaban alrededor deellos.

—¿Te cuesta creer lo que estápasando? —preguntó él en ciertomomento.

—Sí —respondió ella y secontuvo para no añadir: «Se trata delos chicos, ¿sabes?»

—Me lo parecía. A mí, en

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cambio, no me cuesta nada.Su risa sonó lo bastante triunfal

para que Frances lo mirase,intentando descubrir el motivo.Había algo que no entendía, perodaba igual. Se sentíaimprudentemente feliz. Julia estabaen lo cierto: llevaba una vida muyaburrida. Tomaron carreterassecundarias para evitar lasautopistas, se perdieron, y en todomomento sus gestos y sonrisasprometían: «Esta noche dormiremosel uno en brazos del otro.» El díacontinuó cálido, con una sedosa

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neblina dorada, y por la tarde sesentaron en otro parque, junto a unrío, observados por los mirlos, unzorzal y un perro grande y amistosoque se sentó a su lado hasta queconsiguió sacarles sendos trozos detarta para alejarse luego agitando lacola.

—Qué perro más gordo —dijoHarold—. Así quedaré yo despuésde este fin de semana.

Sí, se lo veía hinchado, perohabía un ingrediente más, el placerque extraía de ella, de la situación,que impulsó a Frances a preguntar

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sin pensarlo:—¿Por qué estás tan satisfecho

de ti mismo?Él entendió de inmediato, de

manera que la agresividad de laspalabras, que Frances lamentó deinmediato haber pronunciado porquecontradecían el radiante bienestarque sentía, quedó anulada cuandoHarold respondió:

—Ah, sí, tienes razón, tienesrazón. —Le dirigió una miradarisueña, y a ella se le antojó un leónholgazán, con las patas cruzadassobre el pecho, que erguía la

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autoritaria cabeza mientras bostezabalenta y perezosamente—. Te lo diré,te lo contaré todo; pero quiero llegara algún sitio antes de quedesaparezca esta luz.

Siguieron su camino; enWarwickshire, él aparcó delante delhotel y se apeó para abrirle laportezuela.

—Baja y mira esto. —Al otrolado de la calle había árboles,lápidas, arbustos y un añoso tejo—.Estaba deseando enseñarte estesitio... No, te equivocas, no he traídoa ninguna otra mujer, pero hace unos

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meses tuve que detenerme en estepueblo y pensé: es mágico. Estabasolo.

Cruzaron la calle tomados de lamano y entraron en el viejocementerio, donde el tejo parecíacasi tan alto como la pequeña iglesia.Era un atardecer de principios delverano, y una luna resplandecientedespuntaba en el cielo gris. Laspálidas lápidas se extendían anteellos y era como si quisieran decirlesalgo. Mientras las ráfagas de cálidoaire estival y las frescas volutas deniebla les rozaban la cara, se

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abrazaron y besaron y permanecieronmuy juntos durante largo rato,escuchando los mensajes que suscuerpos se enviaban mutuamente.Luego la presión de las emocionesimposibles de compartir los hizoapartarse, aunque continuarontomados de la mano, y Harold dijo«sí» con un sereno arrepentimientoque no necesitaba explicación.«Podría haberme casado con unhombre así, en lugar de con...»,pensó Frances. Julia lo había tachadode imbécil. Puesto que Johnny nohabía telefoneado a su madre

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después de la reunión «para que todoel mundo oyera la verdad», Julia letelefoneó para averiguar quéopinaba, o más bien qué estabadispuesto a decir.

«¿Y bien? —había preguntadoella—. Sin duda valía la penareflexionar sobre lo que dijo eseisraelí, ¿no?»

«Tienes que aprender a ver lascosas con perspectivas, Mutti.»

«Imbécil.»El cementerio se cubrió de

sombras, el cielo se iluminó y laslápidas destellaron, brillantes y

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espectrales, mientras ellos, apoyadoscontra el tejo en medio de laoscuridad, contemplaban la luna,cuyo resplandor aumentaba poco apoco. Luego caminaron entre lastumbas, todas antiguas, ninguna demenos de cien años, y pronto seencontraron en la habitación delanticuado hotel donde él había hechola reserva a nombre de Harold yFrances Holman.

«¿Por qué no? —se dijo ella—.Podría casarme con este hombre,podríamos ser felices; al fin y alcabo la gente se casa y es feliz...», y

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aunque el recuerdo de las cargas ycomplicaciones de la casa de Juliaahuyentó esa idea absurda, Franceshizo a un lado este pensamiento,decidida a ser feliz al menos por unanoche.

Y lo fue. Lo fueron.—Hechos el uno para el otro —

le murmuró él al oído, y lo repitió envoz alta, exultante.

Estaban tendidos de lado,abrazados, mientras fuera la efímeranoche corría hacia un amanecer queno iba a permitir que las nubesretrasaran su llegada: la luna relucía

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en los cristales de las ventanas.—He estado enamorado de ti

durante años —confesó él—, desdeque te vi por primera vez con tushijos. La mujer de Johnny. No sabescuántas veces fantaseé con llamarte ypedirte que te escapases a tomar unacopa conmigo; pero eras la esposa deJohnny, y yo lo admiraba tanto...

Frances, que empezaba asentirse deprimida, deseó que nocontinuase; y sin embargo, tenía quecontinuar, desde luego, porque ésaera la triste cara de la verdad.

—Debió de ser en aquel

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horrible apartamento de Notting Hill.—¿Era horrible? En aquellos

tiempos no aspirábamos a una vidaelegante. —Soltó una carcajadaestentórea y añadió—: Ah, Frances,¿has soñado alguna vez con algo quecreías que nunca se haría realidad?Pues para mí ese sueño se ha hechorealidad esta noche.

Ella pensaba en sí misma, gorday preocupada, con los niñospequeños constantemente pegados asu falda, agarrándola, subiéndoseleencima, disputándose su regazo.

—Me gustaría saber qué veías

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en mí entonces.Harold guardó silencio por unos

instantes.—Todo —repuso al fin—. En

aquellos tiempos Johnny era un héroepara mí. Y tú eras su mujer. Hacíaistan buena pareja; os envidiaba a losdos y envidiaba a Johnny. Y a losniños... Yo aún no tenía hijos. Queríaser como vosotros.

—¿Como Johnny?—No puedo explicarlo. Erais

una... una familia sagrada —Riósacudiendo las extremidades, luegose sentó en el borde de la cama,

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estirando los brazos a la luz de laluna y agregó—: Eras maravillosa;tranquila serena... No te inmutas pornada, y yo era consciente de queJohnny distaba de ser el tipo másfácil del... No lo estoy criticando.

—¿Por qué no? Yo lo hago. —¿De verdad se proponía destruir elsueño? No podía. Oh, sí, claro quepodía—. ¿Tienes la menor idea decuánto odiaba a Johnny en aquellaépoca?

—Bueno, es natural, todosodiamos de vez en cuando a laspersonas que queremos. Jane... era un

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coñazo.—Johnny siempre ha sido un

coñazo.—Pero ¡qué héroe!Estaba sentada con un brazo en

torno al cuello de Harold, lo máscerca posible de él, para nosepararse de esa eufórica vitalidad,con los pechos apretados contra subrazo. Cuánto le gustaba su propiocuerpo esa noche, sólo porque legustaba a él. Pechos grandes ysuaves, y unos brazos... Estabasegura de que eran hermosos.

—Cuando vi a Johnny la otra

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noche, me pregunté si vosotrostodavía...

—Por Dios, no —lointerrumpió Frances, apartándose deél en cuerpo y alma, y por un instantela sensación le agradó—. ¿Cómopodías imaginarlo? —Bueno, ¿y porqué no?—. Olvida a Johnny. Vuelveaquí. —Se acostó y él se tendió a sulado, sonriendo.

—Nunca he admirado a nadiecomo a ese hombre. Para mí era unaespecie de dios. El camarada Johnny.Era mucho mayor que yo... —Levantó la cabeza para mirarla.

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—Eso significa que soy muchomayor que tú.

—No, esta noche no. Cuandoconocí a Johnny, yo estaba hecho unlío. Fue en una asamblea. Era uncrío. Había suspendido las pruebasde selectividad. Mis padres mehabían dicho: «Si eres comunista, nomancilles esta casa con tupresencia», y Johnny se portó bienconmigo, como una figura paterna.Decidí ser digno de su amistad.

Frances contrajo los músculosdel estómago, aunque no supo si paracontener la risa o el llanto.

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—Alquilé una habitación encasa de un camarada —prosiguió él—. Me presenté a los exámenes. Fuimaestro por un tiempo; en aquellaépoca estaba en el sindicato... Lacuestión es que se lo debo todo aJohnny.

—En fin, ¿qué puedo decir?Bien por él; pero ¿ha sido bueno parati?

—Si entonces hubiera sabidoque una noche estaría contigo, que tetendría entre mis brazos, me habríavuelto loco de alegría. La mujer deJohnny entre mis brazos.

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Hicieron el amor otra vez. Sí,era amor, un amor amistoso e inclusotierno mientras la risa burbujeaba ensu interior, aunque sólo ellaalcanzara a oírla.

Durmieron. Despertaron. A ellale pareció que él había tenido unapesadilla, porque abrió los ojossobresaltado, se puso boca arriba, yla abrazó, como diciendo «espera».Al final murmuró con tristeza:

—Fue todo un golpe, ¿sabes?Me refiero a lo que dijo ese talSachs.

Frances prefirió dejarlo pasar.

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—No me dirás que no tesorprendió —añadió él.

—Los periódicos... —dijo ella,decidida por fin a hablar—. Losperiódicos llevan años informando alrespecto. Y la televisión y la radiotambién. Las purgas, los campos detrabajo, los confidentes, losasesinatos. Hace años que hablan deello.

—Sí, pero yo no les creía —repuso él tras un largo silencio—.Bueno, en parte sí, pero... noimaginaba nada parecido a lo quecontó Sachs.

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—¿Por qué no les creías?—Porque no quería, supongo.—Exactamente. —Se oyó a sí

misma agregar—: Y apuesto a queaún no hemos oído ni la mitad.

—¿Por qué lo dices? Parecessatisfecha.

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—Puede que lo esté. Resultaagradable comprobar que tengo razóndespués de que me hayan rebajadoy... pisoteado durante años. Inclusoahora siguen rebajándome.

Harold la miró compungido,pero Frances continuó:

—Yo no estaba de acuerdo conél, sobre todo después de losprimeros días...

Sé guardó de decir: «Cuandovolvió de la guerra civil española»,porque de hecho no había estado allí.Y se contuvo para no decir: «Cuandome percaté de que era un hipócrita

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deshonesto», porque ¿cómo iba aacusarlo de deshonesto si creíafirmemente en lo que propugnaba?

—Me dejé encandilar por aquelambiente fascinante —rememoró—.Tenía diecinueve años. Pero no duró.

A Harold no le gustó aquello,no, no le gustó en absoluto, y ellapermaneció callada a su lado, lobastante compenetrada con él parasentirse igual de herida.

Se produjo un silencio largo ysofocante: fuera ya era de día, un díacaluroso, y empezaba a oírse eltráfico.

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—Es como si todo hubiera sidoen vano —dijo él por fin—. Todofue... un montón de mentiras ypamplinas. —Había un dejo llorosoen su voz—. Qué desperdicio. Tantoesfuerzo..., tanta gente muerta paranada. Buena gente. Nadie meconvencerá de que no lo era. —Hizouna pausa y añadió—: No quieroquedar como mártir, pero hicemuchos sacrificios por el partido. Ytodo en balde.

—Con la salvedad de que elcamarada Johnny te inspiró grandessentimientos.

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—No te burles.—No. Le concedo ese mérito.

Al menos contigo se portó bien.—Todavía no lo he asimilado.

Ni siquiera he empezado aasimilarlo.

Continuaron tendidos el uno allado del otro, y mientras él dejabaescapar sus sueños, sus dulcessueños, ella pensaba: «No cabe dudade que soy una egoísta, comosiempre ha dicho Johnny. Harold estápensando en el dorado futuro de lahumanidad, pospuestoindefinidamente, mientras que yo

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sólo pienso en las cosas que me heperdido.» El dolor era casiinsoportable. El cálido peso de unhombre durmiendo en sus brazos conlos labios contra su mejilla, la tiernapesadez de los huevos de un hombreen sus manos, la deliciosa viscosidadde...

—Bajemos a desayunar —propuso él—; de lo contrario, creoque me echaré a llorar.

Desayunaron discretamente enuna agradable salita y, al salir delhotel, notaron que esa mañana elcamposanto parecía abandonado y

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feo; la magia de la noche anterior seles antojaría patética a menos que selargasen rápidamente, de allí. Y lohicieron: fueron a un lugar que, segúndijo Harold mientras yacían en unacolina cubierta de hierba, rodeadospor paisajes, era el mismísimocorazón de Inglaterra. Entonces, yella lo entendió perfectamente, aquelhombre corpulento lloró por su sueñoperdido, con la cara sobre el brazo,en la hierba, mientras Francespensaba: «Somos el uno para el otro,pero no volveremos a estar juntos.»Era el final de algo. Para él. Y para

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ella también: «¿Qué estoy haciendoen el corazón de Inglaterra con unhombre que tiene el corazón rotopor..., en fin, no por mi culpa,¿verdad?»

Al atardecer le pidió que ladejase en algún sitio donde pudieratomar un taxi, porque no soportaba laidea de dejarse ver con él anteaquella casa de ojos hambrientos yenvidiosos. Se besaron con pesar.Harold la contempló mientras subíaal taxi, y luego se alejaron endirecciones opuestas. Frances subiópor la escalera corriendo, con

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agilidad, pletórica de energía sexual,y se encaminó directamente al cuartode baño, temiendo oler a sexo.Después subió a ver a Julia, llamó ala puerta y esperó la fría y atentainspección... que no tardó en recibir.Sin embargo, como ésta no fue hostilsino amistosa, se sentó en silencio yse limitó a sonreírle a Julia conlabios temblorosos.

—Es difícil —comentó Julia,como si supiera muy bien lo difícilque era. Se acercó a un armario llenode botellas interesantes, sirvió unacopa de coñac y se la ofreció a

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Frances.—Apestaré a alcohol.—Da igual —repuso Julia.

Encendió la cafetera y permaneciófrente al hornillo, de espaldas aFrances, que intuyó que lo hacía portacto, para no verla llorar. Pronto unataza de café cargado apareció juntoal coñac. Se abrió la puerta, sin quellamaran, y Sylvia entró corriendo.

—Ah, Frances, no sabía queestuvieras aquí —dijo. Titubeó porun instante, sonriendo, y luego laabrazó, apoyando la mejilla contra supelo—. No teníamos ni idea de

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dónde te habías metido. Temarchaste. Nos abandonaste.Pensamos que te habías hartado denosotros y que nos habías dejadopara siempre.

—No podría, desde luego —respondió Frances.

—Sí —dijo Julia—. Francesdebe estar aquí.

El verano se prolongó y se relajó,respirando cada vez más despacio.Parecía haber tiempo por todaspartes, esparcido alrededor comolagos poco profundos en los que uno

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puede entretenerse flotando: todoterminaría cuando regresaran «loscríos». Los dos que ya estaban en lacasona ocupaban poco espacio.Frances veía de vez en cuando aSylvia tendida en la cama con unlibro, al otro lado del pasillo, desdedonde saludaba con la mano —«Ay,Frances, es una novela tan bonita»—o corriendo por la escalera endirección a las habitaciones de Julia.O bien topaba con las dos —Julia ysu amiguita Sylvia— cuando salíande compras. Andrew también pasabahoras tumbado en la cama, leyendo.

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Frances llamó a su puerta —consentimiento de culpa, huelga decirlo—, entró al oír «Adelante», y no, enla habitación no había humo.

—Ah, eres tú, mamá —dijoAndrew con voz cansina, porquetodo en él se había vuelto más lento,como el pulso de Frances—.Deberías confiar un poco más en mí.Ya no soy un adicto que va caminode la perdición.

Frances no cocinaba. Siencontraba a Andrew haciéndose unbocadillo en la cocina, aceptaba quepreparase otro para ella o se ofrecía

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a preparar un par para ambos. Luegose sentaban a la enorme mesa, cadauno en un extremo, y contemplaban laabundancia: tomates procedentes delas tiendas chipriotas de CamdenTown, henchidos de auténtica luzsolar, nudosos e incluso deformes,pero cuando el cuchillo se hundía ensu pulpa, la exuberante y salvajemagnificencia de su aroma inundabala cocina. Comían tomates con panácimo y olivas, y a veces hablaban.Él dijo que esperaba haber acertadoal escoger la carrera de Derecho.

—¿Tienes dudas?

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—Creo que me especializaré enDerecho Internacional; ya sabes, losconflictos entre países. Pero deboconfesar que sería feliz si pudierapasarme la vida tirado en la cama,leyendo.

—Y a veces comiendo tomates.—Julia dice que un tío suyo se

pasó la vida leyendo en subiblioteca; y supongo que tambiéncontrolando sus inversiones.

—Me pregunto cuánto dinerotendrá Julia.

—Un día de éstos se lopreguntaré.

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Un desagradable incidenterompió la paz. Una noche, cuandoFrances había subido a acostarse,Andrew abrió la puerta a dos chicosfranceses que se presentaron comoamigos de Colin, quien les habíadicho que podían pernoctar allí. Unode ellos hablaba inglés a laperfección, y Andrew dominaba elFrances. Se quedaron sentados a lamesa hasta muy tarde, bebiendo vinoy comiendo lo que encontraronmientras se entregaban al clásicojuego de las personas que quierenpracticar el idioma de su

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interlocutor. El más silenciososonreía y escuchaba. Por lo visto,habían trabado amistad con Colin enla vendimia, luego éste los habíaacompañado a casa, a la Dordogne, yahora estaba recorriendo España enautostop.

Subieron a la habitación deColin, donde dispusieron los sacosde dormir; no usarían la cama paramolestar lo menos posible. No habíanadie más cordial y civilizado queesos hermanos, pero por la mañanauna confusión los condujo al baño deJulia. Se pusieron a tontear,

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quejándose de que no hubiera ducha,admirando la abundancia de aguacaliente, disfrutando de las sales debaño y del jabón con perfume avioletas y haciendo mucho ruido.Eran cerca de las ocho: les gustabapartir temprano cuando viajaban. Aloír chapoteos y voces adolescentes,Julia llamó a la puerta un par deveces. No la oyeron. Al abrir seencontró con dos jóvenes desnudos,uno sumergido en la bañera,soplando pompas de jabón; el otroafeitándose. Siguió la previsibleandanada de exclamaciones, siendo

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merde la más estentórea y repetida.Los chicos se encontraron ante unavieja con una bata de seda rosa yrulos en la cabeza, hablándoles en elfrancés que había aprendido hacíacincuenta años de una sucesión deinstitutrices francesas. Uno saltó delagua, sin molestarse en taparse conuna toalla, mientras el otro se volvíacon la maquinilla de afeitar en lamano. Como saltaba a la vista quelos dos estaban demasiadodesconcertados para responder, Juliase marchó, y ellos recogieronrápidamente sus cosas y huyeron a la

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cocina, donde Andrew escuchó lahistoria riendo.

—Pero ¿dónde ha aprendido eselenguaje? —preguntaron—. Es delAntiguo Régimen, por lo menos.

—No. De la época de Luis XIV.Bromearon de esa guisa

mientras tomaban café, y luego loshermanos se fueron a hacer autostoppor Devon, que a mediados de lossesenta era el sitio más movidodespués del marchoso Londres.

Sin embargo, Frances no rió.Subió a ver a Julia y no la encontróen su salita, impecablemente vestida

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y arreglada, sino en la cama,llorando. Al ver a Frances selevantó, tambaleándose. Entonces,Frances estrechó a Julia como si susbrazos tuviesen voluntad propia, y loque hasta entonces se le habíaantojado imposible, de pronto lepareció lo más natural del mundo. Lafrágil anciana apoyó la cabeza en elhombro de la mujer más joven.

—No lo entiendo —dijo—. Hellegado a la conclusión de que noentiendo nada.

Sollozando de una manera de laque Frances jamás la habría creído

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capaz, se soltó de sus brazos y sedejó caer sobre la cama. Frances setendió a su lado y siguió abrazándolamientras lloraba y gimoteaba. Atodas luces, el problema no selimitaba ya a la profanación de uncuarto de baño.

—Dejas entrar a cualquiera —balbuceó Julia cuando se hubotranquilizado un poco.

—Pero Colin se alojó en sucasa —respondió Frances.

—Cualquiera puede venir conese cuento. En cualquier momentoaparecerán unos gamberros

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americanos diciendo que son amigosde Geoffrey.

—Sí, es muy probable. Julia,¿no cree que es bonita la forma enque viajan estos jóvenes, comotrovadores...?

Quizá no fuera la comparaciónmás acertada, porque Julia rió conamargura.

—Estoy segura de que lostrovadores tenían mejores modales—repuso. Se echó a llorar otra vez yrepitió—: Dejas entrar a cualquiera.

Frances preguntó si quería quellamase a Wilhelm Stein, y Julia

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respondió que sí.La señora Philby estaba en la

casa y quiso saber, como los ososdel cuento:

—¿Quién ha dormido en lahabitación de Colin?

Se lo dijeron. La vieja, de lamisma quinta que Julia, iba igual deelegante y digna con su ropa modestapero impecable —sombrero negro,falda negra y blusa estampada— yuna expresión que negaba cualquierrelación con un mundo creado sin suayuda.

—Pues son unos cerdos —

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declaró.Andrew subió corriendo y

descubrió una naranja que habíacaído de una mochila y algunas migasde cruasán. Si esa cerdada bastabapara escandalizar a la señora Philby—aunque ya debería estaracostumbrada a esas cosas, ¿no?—¿qué diría cuando viera el cuarto debaño, que Sylvia y Julia manteníanprácticamente impecable?

—¡Dios! —exclamó Andrew ycorrió a inspeccionar el caóticoescenario de agua derramada ytoallas tiradas.

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Ordenó por encima e informó ala señora Philby de que ya podíapasar, que sólo había un poco deagua.

Andrew y Frances estabansentados a la mesa cuando aparecióWilhelm Stein, doctor en Filosofía yvendedor de libros serios. Se dirigiódirectamente a las habitaciones deJulia, sin entrar en la cocina, y luegobajó y se asomó por la puertasonriendo con un aire ligeramentedeferente, encantador; un ancianocaballero tan perfecto como Julia.

—Supongo que le resultará

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difícil entender la educación de laque fue víctima Julia... Sí, lo expresoen esos términos porque pienso quela incapacitó para afrontar el mundoen el que vive ahora.

Tanto él como Julia hablaban uninglés estilísticamente perfecto, queAndrew contraponía al francésexaltado, abundante enexclamaciones y palabrotas, quehabía escuchado la noche anterior.

—Siéntese, doctor Stein —loinvitó Frances.

—¿No nos conocemos losuficiente para llamarnos Frances y

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Wilhelm? Creo que sí, Frances. Perono me sentaré, porque voy a buscaral médico. Tengo el coche fuera. —Cuando se disponía a salir, diomedia vuelta y, como si pensara queno se había explicadoadecuadamente, dijo—: Los jóvenesde esta casa, y te excluyo a ti,Andrew, a veces son bastante...

—Groseros —apostilló Andrew—. Estoy de acuerdo. Se conducende un modo escandaloso —agregó entono severo, y el doctor Stein acogióla pequeña broma con unainclinación de la cabeza y una

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sonrisa.—Debo confesar que a tu edad

yo también me conducía de un modoescandaloso. Era alborotador ygrosero. —Los recuerdos setradujeron en una mueca de disgusto—. Quizá no lo creas al verme ahora.—Sonrió otra vez, divertido ante elcuadro que sabía que estabapintando, deliberadamente, con unamano sobre la empuñadura de platade su bastón y la otra abierta, comodiciendo: «Sí, debes aprender demí»—. A quien me vea ahora lecostará imaginarme... En Berlín

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estuve con los comunistas, con todolo que eso implica. Con todo lo queeso implica —reiteró—. Sí, así fue.—Suspiró—. Nadie puede negar quelos alemanes pasamos de un extremoal otro, ¿no? Bueno, Julia estaba enun extremo y yo en el otro. A vecesme divierto pensando en lo quehabría opinado de Julia a misveintiún años. Y nos reímos juntos.En fin, tengo una llave de la casa, asíque no hará falta que llame cuandovuelva con el médico.

En agosto se presentó en la casa un

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tal Jake Miller, que había leído unartículo en el que Frances se burlabade modas exóticas como el yoga, elI-Ching, las enseñanzas delMaharishi, el Subud... El jefe deredacción había dicho quenecesitaban una nota graciosa para lamonótona temporada de verano, ypor esa razón Jake Miller llamó aThe Defender y le preguntó aFrances si podía ir a verla. Lacuriosidad había respondidoafirmativamente par ella, y ahoraaquel hombre de perenne sonrisa sehallaba en el salón con los libros

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místicos que había llevado de regalo.Las sonrisas de amor, paz y buenavoluntad pronto serían obligatoriasen los semblantes de los buenos, omejor dicho de los jóvenes y losbuenos, y Jack era un precursor,aunque no se contaba entre losjóvenes sino entre los cuarentones.Estaba en Londres para evitar que lomandaran a la guerra de Vietnam.Frances se resignó a oír un discursopolítico, pero a él no le interesaba lapolítica. La reclamaba comocómplice en el campo de laexperiencia mística.

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—Pero si escribí que todo esoes una patraña —protestó ella.

Él sonrió.—Sé que lo hiciste sólo por

obligación y que en realidad estabascomunicándote con aquellos que teentendemos —dijo.

Jake afirmaba poseer toda clasede poderes, como por ejemplo el dedispersar las nubes con sólo posar lavista en ellas, y en efecto, mientrasmiraban por la ventana a un cielo quese movía rápidamente, Frances vioque las nubes se disipaban.

—Es fácil —comentó él—,

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incluso para las personas pocoevolucionadas.

Aseguraba que entendía ellenguaje de los pájaros y que secomunicaba con las mentes afinesmediante la percepciónextrasensorial. Frances podría haberobjetado que evidentemente ella noera una mente afín, porque habíanecesitado telefonearle, pero aquellaescena entre divertida e irritantellegó a su fin porque Sylvia entró conun recado de Julia..., recado queFrances no llegaría a escuchar.Sylvia llevaba una chaqueta de

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algodón con un estampado de lossignos del zodíaco, que se habíacomprado por la única razón de queera de su talla, ya que por ser tanmenuda le costaba encontrar ropa; dehecho, la chaqueta procedía de unatienda de ropa infantil. Tenía elcabello recogido en dos finascoletas, una a cada lado de surisueña cara. Su sonrisa se encontrócon la del hombre, ambas sefundieron, y un instante despuésSylvia estaba conversandoanimadamente con su nuevo y cordialamigo, que la instruía sobre su signo

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solar, el I-Ching y su posible aura. Acontinuación el afable americano sesentó en el suelo, y lanzó, suspalillos de milenrama para leerle elfuturo, y Sylvia quedó tan fascinadacon lo que le dijo que él prometióque le compraría el libro. Un montónde perspectivas y posibilidades queella jamás había sospechadocolmaron todo su ser, como si anteshubiera estado vacío por completo, yesa niña que hasta hacía poco habíasido incapaz de salir de la casa sinJulia ahora se marchó confiadamentecon Jake, de Illinois, para comprar

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tratados iluminadores. No regresóhasta una hora demasiado tardía paraella: pasaban de las diez cuandosubió corriendo a las habitaciones deJulia. Ésta la recibió con los brazosabiertos, pero de inmediato los dejócaer y se sentó para mirar fijamente ala joven, a quien jamás habíaesperado ver en semejante estado deexaltación. Julia la escuchó parlotearen silencio, un silencio tan denso yreprobador que Sylvia seinterrumpió.

—Ay, Sylvia, pobrecilla —dijoJulia—. ¿De dónde has sacado esas

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pamplinas?—No son pamplinas, Julia, de

verdad que no. Te lo explicaré,escucha...

—Pamplinas —repitió Julia,levantándose y dándole la espalda.Iba a preparar café, pero Sylvia, queinterpretó su actitud como un fríogesto de rechazo, rompió a llorar.

Aunque la chica no lo sabía,Julia también tenía los ojos húmedose intentaba contener las lágrimas.Que esa niña, su niña, la traicionarade esa manera... Porque se sentíatraicionada. Entre las dos, la vieja y

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su pequeño amor, la niña a quienhabía entregado su corazón sinreservas y por primera vez en su vida—eso le parecía ahora—, sólo habíadesconfianza y dolor.

—Pero, Julia; pero, Julia... —La vieja no se volvió, y Sylvia corrióescaleras abajo, se arrojó sobre lacama y prorrumpió en sollozos tanfuertes que Andrew se acercó aaveriguar qué le ocurría.

—Bueno, no llores más —dijoAndrew cuando hubo oído la historia—. No hay para tanto. Iré a hablarcon la abuela.

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Lo hizo.—¿Y quién es ese hombre? ¿Por

qué lo dejó entrar Frances?—Hablas como si se tratase de

un ladrón o un estafador.—Es un estafador. Ha estafado

a la pobre Sylvia y le ha sorbido elseso.

—¿Sabes, abuela? —dijoAndrew—, esas cosas, el yoga ytodo lo demás, están de moda. Si nollevaras una vida de ermitaña, losabrías. —Pese a que hablaba enbroma, se alarmó al ver la cara detristeza de Julia. Aunque sabía muy

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bien cuál era el problema, decidióinsistir en las trivialidades—. Oiráhablar de esos temas cuando vaya alinstituto; no puedes protegerla. —Entretanto, se le pasó por la cabezaque él leía su horóscopo todas lasmañanas, aunque naturalmente nocreía una sola palabra, y que inclusohabía contemplado la posibilidad deir a que le echaran las cartas—. Creoque estás haciendo una montaña deun grano de arena —se arriesgó adeclarar y advirtió que ella por finasentía y suspiraba.

—Muy bien; pero ¿cómo es

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posible que esas ideas... esas ideasridículas se hayan extendido tanto enpoco tiempo?

—Buena pregunta —dijoAndrew, abrazándola, aunque ellapermaneció rígida entre sus brazos.

Julia y Sylvia se reconciliaron.—Hemos hecho las paces —le

comunicó la chica a Andrew como sile hubieran quitado un enorme pesode encima.

Sin embargo, Julia se negaba aescuchar los nuevos descubrimientosde Sylvia, a tirar los palillos del I-Ching y a hablar de budismo, de

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manera que la perfecta intimidad, esaque sólo se establece entre un adultoy un niño, esa intimidad confiada,cándida y tan sencilla como el actode respirar, había llegado a su fin.Ese fin es necesario para que eljoven crezca, pero incluso cuando eladulto lo sabe y se prepara para ello,su corazón se rompe y sangra. YJulia nunca había albergado esa clasede amor hacia una criatura, desdeluego no hacia Johnny, e ignorabaque una criatura que madura —y a sulado Sylvia había experimentado unrápido proceso de maduración— se

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convierte en un desconocido. Derepente, Sylvia había dejado de serla potranca que trotaba alegrementealrededor de Julia, temerosa deperderla de vista. Era lo bastantemadura para interpretar que lospalillos de milenrama —a los quehabía pedido consejo— le indicabanque fuese a ver a su madre. Así lohizo, sin compañía de nadie, y noencontró a Phyllida gritandohistérica, sino serena, reservada yhasta digna. Estaba sola, ya queJohnny había ido a una reunión.

Sylvia esperaba los reproches y

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las acusaciones que no soportaba;suponía que tendría que salircorriendo, pero Phyllida le dijo:

—Debes hacer lo que te parezcamejor. Entiendo que prefieras estarallí, rodeada de gente joven. Y heoído que tu abuela te ha tomadocariño.

—Sí. Y yo también la quiero —dijo la joven en tono lacónico, y seechó a temblar, temiendo un estallidode celos.

—El amor es muy sencillo paralos ricos —repuso Phyllida, pero esofue lo más cercano a una crítica por

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su parte. La determinación deportarse bien, de no dejar salir a losdemonios que la atormentaban yaullaban en su interior, la volvíalenta y aparentemente tonta. Repitió—: Sé que es mejor para ti. —Yluego—: Debes decidir por ti misma.—Como si no se hubiera decididohacía mucho tiempo. No le ofrecióuna taza de té ni un refresco, sino quepermaneció sentada, agarrada a losbrazos del sillón y mirando fijamentea su hija, parpadeando de manerairregular. Por fin, cuando presintióque iba a perder el control, se

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apresuró a añadir—: Será mejor quete marches, Tilly. Sí, ya sé que eresSylvia, pero para mí sigues siendoTilly.

Sylvia se marchó, consciente deque se había librado por los pelos deuna violenta filípica.

Colin fue el primero en volver,y se limitó a comentar que le habíaido de maravilla. Se encerrabadurante mucho tiempo en su cuarto,para leer.

Sophie apareció para contarlesque iba a ingresar en la escuela deteatro y que su base de operaciones

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sería la casa de su madre, quientodavía la necesitaba.

—Pero ¿podré visitaros amenudo? Me encantan nuestras cenasaquí, Frances, me encantan nuestrasveladas.

Frances la tranquilizó, la abrazóy supo por ese contacto que la chicaestaba preocupada.

—¿Qué te pasa? —preguntó—.¿Es por Roland? ¿No lo pasaste biencon él?.

—Creo que no soy lo bastantemayor para él —respondió Sophie,sin intención de bromear.

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—Ah, ya veo. ¿Te lo dijo él?—Dijo que si tuviera más

experiencia, lo entendería. Escurioso, Frances. A veces me pareceque está en otra parte... Estáconmigo, pero... Y sin embargo mequiere, Frances, dice que me quiere...

—Bueno, ya lo ves.—Hicimos cosas bonitas.

Caminamos kilómetros y kilómetros,fuimos al teatro, nos reunimos conotra gente y lo pasamos pipa.

Geoffrey estaba a punto deentrar en la London School ofEconomics. Pasó por ahí para decir

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que ya era lo bastante grande parainstalarse por su cuenta. Iba acompartir piso con unos americanosque había conocido en unamanifestación en Georgia; era unapena que le llevase un año a Colin;de lo contario, éste habría podidovivir con ellos. Dijo que queríavolver a menudo, «como en losviejos tiempos», que se sentía máscomo si abandonara el hogar ahoraque cuando se había marchado de lacasa de sus padres.

A Daniel, que era un año menorque Geoffrey, aún le quedaba un

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curso de instituto, un año sinGeoffrey.

James también ingresaría en lafacultad de Economía.

Las intenciones de Jillcontinuaban siendo un enigma. Novolvió con Rose, que aunque nuncacontó dónde había estado dijo queJill se había ido a Bristol con unamante. No obstante, aseguró quevolvería.

Rose se acomodó en el sótano yanunció que asistiría regularmente aclase. Nadie le creía, pero seequivocaban. Era lista, lo sabía, ya

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lo verían. ¿Quiénes? Frances deberíahaber encabezado la lista, si bienella se refería a todos. «Ya veréis»,murmuraba; era como un mantra querepetía cuando llegaba la hora deestudiar, cuando el colegio parecíamenos progresista de lo que ellahabía esperado y cuando le rogabanque no fumara en clase.

La determinación de Sylvia dedestacar en los estudios no sóloguardaba relación con Julia, sinotambién con Andrew, que continuabacomportándose como un hermanomayor afectuoso y amable, siempre

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que no estuviera en Cambridge.Problemas económicos...

Cuando Frances se instaló en la casa,acordaron que Julia pagaría losimpuestos y que ella se haría cargodel resto de los gastos: gas,electricidad, agua y teléfono, asícomo del sueldo de la señora Philbyy de la ayudante que llevaba cuando«los críos» se pasaban de la raya.«¿Críos? Más bien parecen cerdos.»Frances compraba la comida yaprovisionaba la casa; en suma,necesitaba mucho dinero. Y loganaba. La factura de Cambridge

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había llegado pocas semanas antes yJulia la había pagado: dijo que elaño que Andrew se había tomadolibre había representado un alivio.También costeaba el instituto deSylvia. Luego llegó la cuenta deColin, y Frances la llevó a la mesitadel rellano del último piso, dondeponían la correspondencia de Julia,con un mal presentimiento que seconfirmó cuando ésta bajó con lafactura de Saint Joseph en la mano.Ella también estaba nerviosa. Desdeque las barreras entre las dos habíancaído, Julia se mostraba más

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afectuosa con Frances, pero tambiénmás testaruda y crítica.

—Siéntese, Julia.La mujer obedeció, retirando

primero unas medias de Frances.—Ay, lo siento —dijo Frances,

y Julia aceptó la disculpa con unatensa sonrisa.

—¿Qué es eso del psicoanálisisde Colin?

Frances se lo temía; tanto ellacomo Colin habían mantenidoconversaciones con las autoridadesdel colegio. Sophie también habíaintervenido. «Oh, genial, Colin, sería

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fantástico.»—El director del colegio lo

planteó como una oportunidad paraque Colin hable con alguien.

—Que lo planteen comoquieran. Lo cierto es que costarámuchos miles de libras por año.

—Mire, Julia, ya sé que noaprueba esos métodos psicológicos,pero ¿ha pensado que de ese modotendría un hombre con quien hablar?Bueno, espero que sea un hombre.Esta casa está llena de mujeres, yJohnny...

—Tiene un hermano. Tiene a

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Andrew.—Pero no se entienden.—¿Entenderse? ¿Qué es eso? —

Se produjo una pausa mientras Juliase estiraba y apretaba la mano quedescansaba sobre su regazo—. Mishermanos mayores discutían de vezen cuando. Es normal que loshermanos discutan.

Frances sabía que los hermanosde Julia habían muerto en la guerra.Ahora los tensos dedos de la ancianaresucitaron el pasado de ésta, elrecuerdo de los hermanos muertos.Aunque Julia estaba sentada de

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espaldas a la luz, Frances habríajurado que tenía los ojos llenos delágrimas.

—Accedí a que Colin hablaracon alguien porque... es muy infeliz,Julia.

Frances todavía no estabasegura de que Colin fuera a prestarsea ello.

«Lo sé, me lo propuso Sam —había dicho. Se refería al director—.Le contesté que el que tendría queanalizarse es papá.»

«Ya, cuando las ranas críencola.»

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«Sí, y ¿qué me dices de ti?Estoy seguro de que te vendría biendesfogarte con alguien.»

«Querrás decir "desahogarme"—lo corrigió.»

«No creo estar más loco que losdemás.»

«En eso opino como tú.»Ahora Julia se levantó y dijo:—Me parece que en ciertos

puntos jamás coincidiremos. Pero nohe venido a hablar de eso. Incluso sinese estúpido análisis, no puedo pagarel colegio de Colin. Pensé queterminaría este año, y ahora me

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entero de que hará un curso más.—Aceptó prepararse de nuevo

para los exámenes.—Pues no puedo pagar sus

estudios. Correré con los gastos delos de Andrew y los de Sylvia hastaque terminen la universidad y seanindependientes; pero Colin... Nopuedo. Y tú estás ganando dinero;espero que sea suficiente.

—No se preocupe, Julia.Lamento mucho que estaresponsabilidad haya recaído enusted.

—Supongo que no serviría de

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nada pedirle ayuda a Johnny. Dinerono debe de faltarle, a juzgar por losviajes que hace.

—Se los pagan.—¿Por qué? ¿Por qué le pagan

los viajes?—El camarada Johnny, ya sabe.

Es una especie de estrella, Julia.—Es un idiota —replicó la

madre de Johnny—. ¿Por qué será?Yo no me considero idiota. Y supadre tampoco lo era, desde luego.Pero Johnny es un imbécil.

Julia se quedó junto a la puerta,echando un vistazo de experta a la

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estancia que en otro tiempo habíasido su salita privada. Sabía que aFrances no le gustaban sus muebles—unos muebles excelentes— ni lascortinas, que durarían otros cincuentaaños si las cuidaban bien. Aunquesospechaba que estaban acumulandopolvo, y probablemente tambiénpolillas. La vieja alfombra, queprocedía de la casa de Alemania,estaba raída en algunas zonas.

—Supongo que intentarásdefender a Johnny, como decostumbre.

—¿Que yo lo defiendo?

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¿Cuándo he defendido sus ideaspolíticas?

—¡Ideas políticas! Eso no sonideas políticas, es pura estupidez.

—Son las ideas políticas demedio mundo, Julia.

—No por eso dejan de ser unaestupidez. Bueno, Frances, detestoañadir preocupaciones a las que yatienes, pero es inevitable. Sirealmente no puedes hacerte cargodel instituto de Colin, hipotecaremosla casa.

—No, no, no... De ningunamanera.

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—Bien, avísame si surgendificultades.

Surgirían. El colegio de Colinera muy caro, y él se habíacomprometido a asistir un añoentero. Tenía diecinueve años, y leavergonzaba ser mayor que losdemás. La cuenta de la clínicaMaystock —«por hablar conalguien»— ascendería a miles delibras. Frances se vería obligada abuscar otro trabajo. Pediría unaumento. Sabía que sus artículoshabían contribuido a incrementar lasventas de The Defender. También

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contempló la posibilidad de escribirpara otros periódicos, aunque con unnombre distinto. Había hablado deello nada más y nada menos que conRupert Boland en el café Cosmo. Sibien él también atravesabadificultades económicas, no habíaentrado en detalles. Le habríagustado dejar The Defender, quesegún Rupert no era el lugar másindicado para un hombre, pero lepagaban bien. Se sacaba unsobresueldo como documentalistapara la radio y la televisión: ellapodía hacer lo mismo. Pero incluso

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así necesitaría más, mucho más. ¿Ysi le pedía ayuda a Johnny? Juliatenía razón: llevaba la vida de...,bueno, el equivalente actual de unrajá; viajaba con delegaciones y enmisiones de conciliación, alojándosesiempre en los mejores hoteles y contodos los gastos pagados, portando elmensaje solidario de un extremo aotro del planeta. Debía de sacardinero de alguna parte: ¿quién lepagaba el alquiler? Jamás habíatrabajado de verdad.

Ese otoño se puso en marchauna dinámica extraña. Colin viajaba

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en tren desde Saint Joseph dos vecesa la semana para ir a la clínicaMaystock, donde lo atendía un taldoctor David. Un hombre: Francesestaba encantada. Colin tendría unhombre con quien hablar, y porcompleto ajeno a la situaciónfamiliar. («Si eso es lo único quenecesita, ¿por qué no habla conWilhelm? —preguntó Julia—. Colinle cae bien.» «Pero está demasiadoinvolucrado, forma parte de nuestromundo, ¿no lo ve, Julia?» «No, no loveo.») El problema era que el doctorDavid, seguidor de una teoría

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psicoanalítica u otra, no abría laboca. Decía buenas tardes, sesentaba en su sillón y no volvía apronunciar palabra, ni una, durantetoda la hora que duraba la sesión.

«Sólo sonríe —informó Colin—. Yo digo algo y él sonríe. Y alfinal dice: "Se ha acabado el tiempo,hasta el jueves que viene."»

Colin regresaba a casa desdeMaystock y se dirigía derechoadonde estuviera su madre. Allí seponía a hablar de lo que había sidoincapaz de contarle al doctor David.Vomitaba las quejas, las angustias, la

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ira que Frances habría deseado quedescargara sobre los profesionaleshombros del doctor David, que selimitaba a callar, de manera queColin también guardaba silencio,frustrado y furioso. Le gritaba a sumadre que aquel hombre estabatorturándolo, y que la culpa era delcolegio por haberlo mandado a laclínica Maystock. También leachacaba a ella el que estuvierahecho un lío ¿Por qué se habíacasado con Johnny? Con esecomunista... Todo el mundo sabía loque era el comunismo, pero aun así

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ella se había casado con él, conJahnny, un miserable comisariofascista, y al casarse habíaocasionado que toda la mierdacayera sobre él, Colin, y su hermanoAndrew. Eso le recriminaba a vocesen medio de la habitación, aunque enrealidad no le gritaba a ella sino aldoctor David, porque por lo generalse lo guardaba todo y necesitabadesahogarse. Durante el trayecto enel lento tren que lo llevaba aLondres, ensayaba sus acusacionescontra el mundo, su padre y su madrepara contárselas al doctor David,

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pero éste se limitaba a sonreír. Demanera que tenía que despacharse, ylo hacía con su madre. «Y mira —gritaba en una visita tras otra—, miraesta casa llena de gente que no tienederecho a estar aquí.» ¿Por quéestaba allí Sylvia? No formaba partede la familia. Les sacaba lo quepodía, como todos los demás, yGeoffrey llevaba años chupándolesla sangre. ¿Había calculado Franceslo que había gastado en Geoffreydurante todos esos años? Esa pastales habría alcanzado para compraruna casa como la de Julia. ¿Por qué

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vivía Geoffrey allí? Todo el mundolo consideraba su amigo, pero a élnunca le había caído bien. Era elcolegio el que había decidido quefuese su amigo: Sam había resueltoque se complementaban, en otraspalabras, que no tenían una putamierda en común pero que lesconvenía estar juntos. Pues bien, a él,Colin, no le había convenido, yFrances era una cómplice delcolegio, siempre lo había sido, aveces trataba más como un hijo aGeoffrey que a él mismo. Y en cuantoa Andrew, se había pasado un año

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entero tirado en la cama y fumandoporros, ¿y sabía Frances que habíaprobado la coca? ¿No? En ese caso,¿por qué no lo sabía? Nunca seenteraba de nada, dejaba que lascosas sucedieran sin más, y Rose,¿qué hacía viviendo en la casa, acosta de todos ellos, chupando delbote? No la quería allí, la detestaba.¿Sabía Frances que nadie tragaba aRose? Y sin embargo seguía en elsótano, se había apoderado delapartamento, y si alguien asomaba lacabeza por la puerta, le gritaba quese largara. Todo era culpa de

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Frances, a veces le parecía que élera la única persona cuerda en lacasa, y paradójicamente tenía que ira Maystock para que el doctor Davidlo torturase.

Al escuchar a Colin, quemientras despotricaba se quitaba y seponía las gafas de montura negra,gesticulaba furiosamente y sepaseaba arriba y abajo por lahabitación, Frances estaba oyendo loque ningún ser humano (salvo eldoctor David y sus colegas, desdeluego) debería oír jamás: lospensamientos sin censurar de otra

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persona. Seguramente no sediferenciaban mucho de lospensamientos de cualquiera cuandoestaba exasperado. Era una suerte notener que oír lo que los demáspensaban de una, como oía ahora aColin. La diatriba durabaaproximadamente una hora, lo mismoque la sesión con el doctor David.Después decía con voz normal, casiamistosa: «He de irme», o: «Mequedaré esta noche y tomaré elprimer tren de la mañana», y el Colinque Frances conocía regresaba eincluso sonreía, aunque con un aire

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de desconcierto y frustración. Latormenta debía de dejarloabsolutamente agotado. «No estásobligado a ir a Maystock —lerecordaba ella—. Puedes negarte.¿Quieres que les diga que hasdecidido no volver?»

Sin embargo, Colin no queríarenunciar a sus dos viajes semanalesa Londres para ir a la clínicaMaystock, para verla a ella, Franceslo sabía, porque sin la frustración dela hora con el analista no habríapodido gritarle ni ponerla verde,decirle las cosas que pensaba desde

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hacía tiempo pero que nunca habíasido capaz de soltar.

Después de aguantar berridosdurante una hora, Frances se quedabatan destrozada que se metía en lacama o se dejaba caer en un sillón.Una noche, cuando estaba sentada enla oscuridad, Julia llamó, abrió lapuerta y vio a Frances entre lassombras. Encendió la luz. Había oídolos gritos que Colin le pegaba a sumadre y se había disgustado, pero nohabía bajado por eso.

—¿Sabes que Sylvia todavía noha vuelto?

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—Sólo son las diez.—¿Puedo sentarme? —Lo hizo,

estrujando un pañuelo sobre elregazo—. Es demasiado joven paraestar fuera hasta tan tarde con esagentuza.

Después de clase, Sylvia solíair a cierto piso de Camden Towndonde Jake y sus compinchespasaban la mayor parte de las tardesy las noches. Echaban las cartas,algunos profesionalmente, oescribían el horóscopo para losperiódicos, participaban en ritosiniciáticos casi siempre inventados

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por ellos, practicaban el espiritismo,bebían misteriosos brebajes connombres como Bálsamo Espiritual, oCombinado Mental, o Esencia de laVerdad —por lo general simplesmezclas de hierbas o especias— yvivían en un mundo trascendente,lleno de significado e inaccesiblepara la mayoría de los mortales.Sylvia les caía bien. Era la mascotadel grupo, la neófita que todoiluminado desea como discípula, y enconsecuencia le confiaban secretossólo aptos para las mentessuperiores. Ella les tenía simpatía

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porque la aceptaban, porque siemprela recibían con los brazos abiertos.

Seguía siendo responsable:telefoneaba para avisar queregresaría más tarde de lo previsto y,si se quedaba más tiempo del quehabía dicho, llamaba de nuevo aJulia. «Si quieres estar con esa gente,¿qué puedo hacer, Sylvia?», le decíaJulia.

A Frances no le gustaba lasituación, pero sabía que la chicaacabaría por entrar en razón.

Para Julia, en cambio, era unatragedia; su pequeña oveja

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descarriada, embaucada por unoslocos perversos.

—Esa gente no es normal,Frances —se lamentó esa noche,angustiada, al borde del llanto.

Frances no preguntó: «¿Y quiénlo es?», pues Julia habría empezadoa formular definiciones. Sabía que lavieja había bajado para algo más, asíque aguardó.

—¿Y cómo es posible que unhijo le hable a su madre como Colinte habla a ti?

—Tiene que desahogarse conalguien —argumentó Frances.

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—Pero es ridículo; las cosasque dice... Lo he oído todo, lo haoído toda la casa.

—Me dice lo que no puededecirle a Johnny.

—Para mí es increíble que sepermita a los jóvenes comportarse deesa manera. ¿Por qué?

—Están hechos un lío —dijoFrances—. Es curioso, Julia, ¿no leparece extraño?

—Me parece que se comportande una forma muy extraña, desdeluego —repuso Julia.

—No, escuche, estaba pensando

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en otra cosa. Son unos privilegiados,lo tienen todo, mucho más de lo quetuvimos nosotras... Bueno, quizá susituación fuera diferente.

—No, yo no me compraba unvestido nuevo cada semana. Y norobaba. —Julia alzó la voz—. Tucocina está llena de ladrones,Frances. Son todos unos ladrones sinescrúpulos; si quieren algo, van y loroban.

—Andrew no. Y Colintampoco. Y dudo que Sophie hayarobado alguna vez.

—La casa está llena de... Les

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permites que se queden, que seaprovechen de ti, y son un hatajo deladrones y embaucadores. Ésta erauna casa honorable. Nuestra familiaera honorable, y todo el mundo nosrespetaba.

—Sí, y me pregunto por qué sonasí. Tienen tantas cosas, muchas másde las que tuvo cualquier generaciónanterior, y sin embargo están....

—Hechos un lío —concluyóJulia, levantándose para irse. Noobstante, se quedó de pie anteFrances, con las manos separadascomo si sujetara algo invisible (¿una

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persona?) y lo estrujase como untrapo—. Es una buena expresión:«hechos un lío». Y yo sé por qué. Esel resultado de dos guerras terribles.Decías que Colin está trastornado,¿no? Son los hijos de la guerra.¿Crees que después de dos guerrassemejantes, horribles,verdaderamente horribles, uno puededecir: «Muy bien, todo ha terminado,volvamos a la normalidad.»? No,ahora nada es normal. Los jóvenes noson normales. Y tú también... —Seinterrumpió, y Frances se quedaríasin oír lo que pensaba de ella—. Y

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ahora Sylvia con esos espiritistas...¿Sabes que apagan las luces, sesientan tomados de la mano y unaidiota finge hablar con un fantasma?

—Sí, lo sé.—Y te quedas tan tranquila, te

limitas a escuchar, como siempre,pero no haces nada para detenerlos.

—No podemos hacer nada paradetenerlos, Julia —replicó Frances.

—Yo detendré a Sylvia. Le diréque si quiere salir con esa gentuza,tendrá que volver a la casa de sumadre.

La puerta se cerró y Frances

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dijo en voz alta, a la habitaciónvacía:

—No, Julia, no lo harás; estásrefunfuñando como una vieja arpía,para desfogarte.

Bien entrada la noche, mientrasel «ésta era una casa honorable» deJulia le resonaba todavía en losoídos, Frances oyó el timbre y bajó aabrir. En el umbral había dos chicasde unos quince años, y su actitudhostil y exigente puso a Frances enguardia.

—Déjenos entrar. Rose nosespera.

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—Pues yo no os esperaba.¿Quiénes sois?

—Rose dice que podemos viviraquí —respondió una de ellas,aparentemente dispuesta a abrirsepaso a empujones.

—Rose no es nadie para decidirquién puede vivir aquí y quién no —repuso Frances, sorprendida de supropia firmeza. Luego, mientras laschicas titubeaban, añadió—: Siqueréis ver a Rose, volved mañana auna hora razonable. Supongo que yaestará durmiendo.

—No, no es verdad.

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Frances se volvió hacia laventana del apartamento del sótano yvio a Rose gesticulandoenérgicamente.

—Ya os dije que era una viejabruja —oyó.

Las chicas miraron a Rose conexpresión de «qué se puede esperar»y se marcharon.

—Cuando ganemos larevolución se va a enterar —espetóuna en voz alta, por encima delhombro.

Frances fue directamente a ver aRose, que la esperaba, temblando de

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furia. Su negra melena, que el corteEvansky ya no conseguía mantener araya, estaba erizada; tenía la cararoja y parecía a punto de saltar sobreFrances.

—¿Cómo te atreves a decirle aalguien que puede vivir aquí?

—Es mi apartamento, ¿no? Puesen él puedo hacer lo que quiera.

—No es tu apartamento. Sólo telo hemos cedido hasta que termineslos estudios. Pero si alguien necesitala segunda habitación, se instalará enella.

—Voy a alquilarla —anunció

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Rose.Frances enmudeció de asombro,

incapaz de creer lo que estabaoyendo, aunque era muy típico deRose. Notó que la chica adoptabauna actitud triunfal al ver que no lacontradecía.

—No te cobramos nada por elapartamento —señaló—. Vives aquísin pagar un penique, de modo que¿cómo se te ocurre pensar que tepermitiremos alquilar unahabitación?

—¡No me queda otro remedio!—gritó Rose—. Lo que me pasan mis

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padres no me alcanza para vivir. Esuna miseria. Son unos tacaños.

—¿Para qué necesitas más sitienes casa y comida gratis y te paganlos estudios?

—Hijos de puta, sois todos unoshijos de puta —Rose estabahistérica, fuera de sí—. Te da iguallo que les pase a mis amigas. Notienen adonde ir. Han estadodurmiendo en un banco de King'sCross. Supongo que te gustaría vermeallí a mí también.

—Puedes irte cuando quieras —repuso Frances—. No pienso

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retenerte.—Primero tu querido Andrew

me deja preñada y después tú meechas a la calle.

Frances se sorprendió, peroenseguida se dijo que no eraverdad..., aunque recordó que Jillhabía tenido un aborto sin que ella seenterase. Rose sacó ventaja de sumomento de vacilación.

—Y fíjate en Jill, la obligasteisa abortar contra su voluntad.

—Yo no sabía que estabaembarazada. No sabía nada alrespecto —replicó Frances, y

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entonces cayó en la cuenta de queintentaba razonar con Rose, cosa quenadie en su sano juicio trataría dehacer.

—Claro, y supongo quetampoco sabías nada de lo mío, ¿no?Mucha zalamería, mucho «sedbuenos con Rose», pero lo único quete importaba era proteger a Andrew.

—Mientes —replicó Frances—.Sé que mientes. —Aun así se asustóde nuevo: Colin le había dicho queno se enteraba de nada; ¿y si Andrewhabía dejado embarazada a Rose?Pero no, se lo habría contado.

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—No seguiré aquí para que metrates como un trapo. Sé muy biencuándo estoy de más.

Frances se rió de esa ridículadeclaración, aunque también por elalivio que le producía la perspectivade que Rose se marchara. Lamagnitud de ese alivio le indicóhasta qué punto su presenciaconstituía una carga para ella.

—¡Estupendo! —exclamó—.Estoy de acuerdo contigo.Evidentemente, lo mejor que puedeshacer es irte. Cuando te venga bien.

Y empezó a subir la escalera en

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medio de un silencio semejante alque aseguran que reina en el ojo deuna tormenta. Echó un último vistazoa Rose y advirtió que había alzado elrostro como para rezar... y entoncesaulló.

Frances cerró la puerta, corrió asu habitación y se arrojó sobre lacama. «Ay, Dios, ojalá nos libremosde Rose —pensó—. Ojalá selargue.» Pero enseguida recuperó lasensatez: «Por supuesto que no seirá.»

Oyó que subía corriendo por laescalera y llamaba a la puerta de

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Andrew. Permaneció largo rato allí.La casa entera retumbó con sussollozos, sus gritos, sus amenazas.

Bastante después demedianoche volvió a pasar pordelante de las habitaciones deFrances, y luego reinó el silencio.

Se oyó un golpe en la puerta:era Andrew. Estaba pálido deagotamiento.

—¿Puedo sentarme? —Se sentó—. No tienes idea de lo gracioso queresulta verte en este ambienteinverosímil —añadió guardando lacompostura a pesar de las

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circunstancias.Frances pensó en el aspecto que

debía de presentar, descalza, conunos tejanos desgastados y un viejojersey, y luego miró los muebles deJulia, más propios de un museo.Esbozó una sonrisa y sacudió lacabeza con un gesto que significaba:«Es demasiado.»

—Dice que la has echado.—Ojalá fuese así. Ha sugerido

que se marchaba.—Me temo que no lo hará.—Dice que la dejaste

embarazada.

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—¿Qué?—Lo ha dicho.—No hubo penetración —

aseguró Andrew—. Fue un simplemagreo, nos metimos mano duranteuna hora, más o menos. Es increíblelo que ocurre en esos cursillosizquierdosos de verano... —Canturreó—: Cada pequeña ráfagade aire parece murmurar: sexo, sexo,sexo, por favor.

—¿Qué vamos a hacer? ¡Dios!¿Por qué no la echamos?

—Si la obligamos a irse, viviráen la calle. No volverá a su casa.

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—Supongo que tienes razón.—Sólo será un año. Habrá que

armarse de paciencia.—Colin está furioso; no quiere

que viva aquí.—Lo sé. ¿Olvidas que todos lo

hemos oído quejarse de la vida? Yde Sylvia. Y probablemente de mítambién.

—Sobre todo de mí.—Ahora voy a advertirte que si

vuelve a insinuar que la dejéembarazada... Espera, supongo quetambién la forcé a abortar, ¿no?

—No lo ha dicho, pero puedes

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estar seguro de que lo dirá.—Joder, es una pequeña arpía.—Y hábil, además. Nadie se

atreve a plantarle cara.—Yo sí, ya verás.—¿Qué vas a hacer? ¿Llamar a

la policía? A propósito, ¿dónde estáJill? Es como si se la hubiesetragado la tierra.

—Rose y ella discutieron.Supongo que se la quitó de encima.

—¿Y dónde se ha metido?¿Alguien lo sabe? En teoría, estoy inloco parentis.

—«Loco» es una palabra

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acertada en este contexto —bromeóAndrew.

Frances empezaba a percatarsede que, aunque «los críos» la veíancomo una especie de benevolentefenómeno de la naturaleza y sacabanbuen provecho de su suerte, ella noera ni mucho menos la única personain loco parentis. Al final del veranohabía recibido una carta de unainglesa que vivía en Sevilla y habíaescrito para contarle lo mucho quehabía disfrutado con la compañía deColin, el encantador hijo de Frances.(¿Colin encantador? Desde luego, en

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casa no lo era.) «Este verano nostocó un grupo precioso. No siemprees tan sencillo. ¡Algunos tienen unmontón de problemas! Me parececurioso cómo se instalan en casa delos padres de sus amigos. Mi hijapone excusas para no venir a verme.Tiene un hogar alternativo enHampshire, en casa de un ex novio.Así están las cosas, y supongo quehay que tomarlas como vienen.»

Una carta de Carolina delNorte. «¡Hola, Frances Lennox!Tengo la sensación de que te conozcomuy bien. Geoffrey Bone ha pasado

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varias semanas aquí, con un grupo dejóvenes de distintas partes delmundo, para participar en la luchapor los derechos civiles. Todos losjóvenes perdidos y descarriadosllaman a mi puerta... No, no merefiero a Geoffrey, que es el chicomás divino que he conocido en mivida. Pero yo los recojo, como tú ymi hermana Fran en California. Pete,mi hijo, viajará a Gran Bretaña elverano que viene, y estoy segura deque se presentará en tu casa.»

Desde Escocia, Irlanda,Francia..., cartas que iban a parar a

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una carpeta con otras semejantes querecibía desde hacía años, desde laépoca en que prácticamente no veía aAndrew.

Así fue como las madressustitutas, las «madrestierra» queproliferaban en los sesenta,comenzaron a cobrar conciencia deque no estaban solas y a entender queformaban parte de un fenómenomundial: el espíritu de los tiemposentraba en escena otra vez.Trabajaban en red antes de que esaexpresión se incorporase al lenguaje.Componían una red de educadoras,

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de educadoras neuróticas. Comohabían conjeturado «los críos»,Frances intentaba superar uncomplejo de culpa que se remontabaa su infancia. (Ella había respondidoque no le habría sorprendido enabsoluto.) La hipótesis de Sylviadiscurría por una «línea» diferente.(El origen de la palabra «línea»había que buscarlo en la jerga delpartido.) Gracias a sus genialesamigos místicos, había descubiertoque Frances trabajaba en su karma,que había resultado dañado en unavida anterior.

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En una de las visitas que hacía paragritarle a su madre, Colin llegóacompañado por Franklin Tichafa, deZimlia, una colonia británica quesegún Johnny estaba a punto deseguir los pasos de Kenia. Tambiénlo aseguraban los periódicos.Franklin era un chico negro regordetey risueño. Colin le advirtió a sumadre que no emplease la palabra«chico» debido a sus connotacionesdespectivas.

—No es un hombre, ¿verdad?—repuso Frances—. Si no puedousar la palabra «chico» para

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referirme a alguien de dieciséis años,¿a quién iba a aplicársela?

—Lo hace adrede —dijoAndrew—, para incordiar.

En parte era verdad. En elpasado Johnny solía quejarse de queFrances se mostraba políticamenteobtusa a propósito, paraavergonzarlo delante de suscamaradas, y lo cierto era que enalguna ocasión lo había hecho, comoen ese momento.

A todo el mundo le caía bienFranklin, que se llamaba así en honora Roosevelt y «hacía» Letras en Saint

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Joseph para complacer a sus padres,si bien planeaba estudiar Economía yCiencias Políticas una vez que fuesea la universidad.

—Todos estudiáis lo mismo —observó Frances—, CienciasPolíticas y Economía. Lo increíble esque alguien quiera cursar esa carreracon lo mal que hacen las cosas losque la estudiaron, sobre todo loseconomistas.

Se trataba de un comentario tanadelantado a su época que losjóvenes lo dejaron correr, o quizá nisiquiera le prestaron atención.

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La noche de la primera visita deFranklin, Colin no subió a ver aFrances para la habitual sesión deacusaciones: no había ido aMaystock. Franklin se había acostadoen el suelo de su habitación, en unsaco de dormir. Frances los oíahablar y reír justo encima de sucabeza... Su agotado corazón empezóa tranquilizarse, y pensó que lo queColin necesitaba era un buen amigo,alguien que riera mucho: tonteaban amenudo, y como todos los jóvenes desu sexo (o chicos), se zarandeaban,se empujaban y jugaban con

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brusquedad.Franklin volvió una y otra vez, y

Colin se declaró harto de Maystock.Una vez había pillado al doctorDavid durmiendo mientras él seremovía en el diván, esperando queel gran hombre le dirigiera lapalabra.

—¿Cuánto le pagáis? —preguntó.

Frances se lo dijo.—Vaya chollo de trabajo —

observó Colin.¿Estaba guardándose sus

sentimientos de nuevo, o había

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desfogado toda su furia en aquellasnoches de acusaciones contra sumadre? Frances lo ignoraba, pero nohabía mejorado en los estudios y alparecer se proponía dejarlos.

Fue Franklin quien le advirtióque sería una tontería.

—No lo hagas. Cuando seasmayor lo lamentarás.

Ese último comentario era unacita. En cualquier grupo de jóvenes,los dichos, toques de atención yconsejos que han salido de boca delos padres se repiten luego en la delos hijos en tono humorístico, burlón

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o serio. Aquel «cuando seas mayorlo lamentarás» lo había pronunciadola abuela de Franklin al amor de lalumbre —un tronco ardiendo en elcentro de la choza— en una aldeadonde las cabras se colaban en lascasas en la esperanza de encontraralgo que mereciera la pena robar.Una ansiosa mujer negra, a quienFranklin le había dicho que no queríaaceptar la beca para Saint Joseph —estaba muerto de miedo—, habíasentenciado: «Cuando seas mayor lolamentarás.»

—Ya soy mayor —replicó

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Colin.

Otra vez noviembre, oscuro ylluvioso. Como era fin de semana,todo el mundo estaba allí. Sylvia sehabía sentado a la izquierda deFrances, y los presentes fingían nonotar que luchaba con la comida.Había abandonado el mágico círculode amigos, que eran incapaces dedecir algo sin lanzar una miradasugestiva y adoptar un tono solemne.Al igual que Julia, había comentado:«No son buena gente.»

Jake había ido a ver a Frances,

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visiblemente nervioso.—Hay un problema, Frances. Es

cultural. Creo que en Estados Unidossomos menos inhibidos que aquí.

—Me temo que estoy endesventaja —repuso Frances—.Sylvia no nos ha explicado por qué...

—No había nada que explicar,créeme.

Sylvia le confesó a Andrew quelo que la había «alterado» no eranlos salvajes ritos satánicos que losdemás habían imaginado y sobre losque bromeaban mientras ella losreconvenía por tontos, ni las sesiones

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de espiritismo que habían salido mal—o bien, según se mirase, ya quehabían aparecido vociferantesfantasmas con un mensaje urgente quetransmitir, como el de que Sylviadebía vestir siempre de azul y llevarun amuleto con una turquesa—, sinoel hecho de que Jake la hubierabesado tras asegurarle que a su edadya no le convenía ser virgen. Ella lohabía abofeteado con todas susfuerzas y lo había tachado de viejoverde. Aunque para Andrew estabaclaro que Jake intentaba iniciarla enarcanos placeres sexuales, Sylvia

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dijo: «Podría ser mi abuelo.»Y era verdad, O casi.Andrew había ido a pasar el fin

de semana en Londres porque Colinle había telefoneado paracomunicarle que Sylvia estabasufriendo una recaída. No cabía dudade que Colin estaba preocupado, asíque: ¿en qué quedaban todas susrabietas por la presencia de Sylviaen la casa? «Tienes que venir,Andrew. Tú siempre sabes quéhacer.» ¿Y Julia? ¿Acaso ella nosabía qué hacer? Por lo visto, ya no.Al enterarse de que Sylvia se

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encerraba en su habitación noche trasnoche y se negaba a salir, habíadicho en tono de tristeza, que alparecer últimamente era el único queadoptaba su voz:

—Ya ves, Sylvia, es lo queocurre cuando una se junta con gentede esa calaña.

—Pero no pasó nada, Julia —había murmurado Sylvia, tratando deabrazar a la anciana.

Los brazos de Julia, que hastahacía muy poco solían estrecharlacon total naturalidad, ahora larodearon, mas no de la misma

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manera, y Sylvia lloró en suhabitación por el reproche implícitoen la rigidez de esos viejos brazos.

Sylvia, sentada con el tenedoren la mano, hacía girar un trozo depatata cocida en crema de leche,como a ella le gustaba.

Andrew se encontraba a sulado. Colin se había acomodadoentre él y Rose. No se miraron ni sedirigieron la palabra. James habíallegado del instituto y tambiéndormiría en el suelo del salón.Enfrente de Rose estaba Franklin,que había bebido de más. Sobre la

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mesa había varias botellas de vino,regalo de Johnny, que ocupaba supuesto en la ventana. Al lado deFranklin se hallaba Geoffrey, ya ensu primer trimestre en la facultad deEconomía. Vestido con ropa de unatienda de excedentes del ejército,parecía un guerrillero. Su presenciaallí se debía a que se habíaencontrado con Johnny en el Cosmo yse había enterado de que ésteacudiría a cenar a la casa. Sophie noestaba, pero unas horas antes habíavisitado a su querida Frances.Atravesaba una mala racha, no en la

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escuela de arte dramático, donde leiba de maravilla, sino por culpa deRoland Shattock. Esa noche iría conél a una discoteca. Junto a Francesestaba Jill, que había reaparecidoesa tarde y había preguntado contimidez si podía quedarse a cenar.No presentaba buen aspecto yllevaba una venda en la muñecaizquierda. Rose la había recibido conun «¿Qué haces tú aquí?». Jill esperóa que hubiese suficiente ruido y risaspara preguntarle a Frances:

—¿Me permites quedarme avivir en la habitación libre del

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sótano? Eres tú quien decide quiénpuede instalarse allí, ¿no?

Por desgracia Colin había dichoque quería que Franklin pasase lasfiestas con ellos y se alojase en esahabitación. Y era obvio que Jill yRose no podían estar juntas.

—¿Piensas volver al instituto?—preguntó Frances.

—No sé si me aceptarían —respondió Jill, con una expresión detimidez y súplica que parecíasignificar. «¿Les pedirás que meacepten?»

Pero ¿dónde iba a vivir?

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—¿Has estado en el hospital?La chica asintió.—Durante un mes entero —

susurró. Eso significaba que habíaestado en una unidad de psiquiatría yque esperaba que Frances loentendiera—. ¿Me dejarías dormir enel salón?

Andrew, aparentementeconcentrado en Sylvia, animándola,riendo cuando ella bromeaba sobresus problemas, también estabapendiente de la conversación entre sumadre y Jill. Buscó la mirada deFrances y negó con la cabeza. Un

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ademán con el pulgar señalando elsuelo no habría sido más elocuenteque aquel «no» casi imperceptibleque pretendía pasar inadvertido. Sinembargo, Jill lo vio. Se quedócallada, mirando hacia abajo conlabios temblorosos.

—El problema es que notenemos dónde meterte —explicóFrances. Además no creía que Jillfuera capaz de seguir estudiando,aunque ella consiguiera que lareadmitieran en el instituto. ¿Quédebía hacer?

Este pequeño drama transcurría

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en el extremo de la mesa quecorrespondía a Frances; en el otroreinaban el bullicio y el buen humor.Johnny les contaba su viaje a laUnión Soviética con una delegaciónde bibliotecarios y hacía bromas acosta de los no militantes, que habíanmetido la pata una y otra vez. Unohabía pedido que le confirmasen —en una asamblea de la Sociedad deEscritores Soviéticos— que en laUnión Soviética no había censura.Otro había preguntado si el Estadosoviético, «al igual que el Vaticano»,había elaborado una lista de libros

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prohibidos.—Realmente hicieron gala de

una ingenuidad políticaimperdonable —afirmó Johnny.

A continuación hablaron de laselecciones recientes, que habíandevuelto el poder al PartidoLaborista. Johnny había participadoactivamente; se trataba de un asuntocomplejo, puesto que aunque saltabaa la vista que los laboristasrepresentaban una amenaza mayorpara las masas trabajadoras que losconservadores (ya que confundían ala gente con fórmulas incorrectas), se

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habían visto obligados a apoyarlospor motivos estratégicos. Jamesescuchaba los pormenores de esteproblema como si se tratara de sumúsica favorita. Johnny lo habíasaludado con una cordial inclinaciónde la cabeza y una palmada en elhombro, pero en ese momentoprestaba atención al recién llegado,Franklin, al que aún tenía queganarse. Pronunció un breve discursosobre la política colonialista enZimlia, rememoró los delitos de lapolítica colonialista en Kenia,recreándose especialmente en los

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peores actos británicos, y comenzó aexhortar a Franklin para que luchasepor la libertad de su país.

—Aunque los movimientosnacionalistas de Zimlia no están tandesarrollados como el de los Mau-Mau, sois vosotros, los jóvenes,quienes debéis liberar a vuestropueblo de la opresión. —Johnnysostenía una copa en una mano, laizquierda, y estaba inclinado haciadelante, mirando a Franklin a losojos mientras lo señalaba con elíndice de la mano derecha, comoapuntándole con un revólver.

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Franklin se removía en su silla conuna sonrisa de incomodidad, hastaque dijo: «Disculpe», y se marchó...De hecho, fue al baño, pero dio laimpresión de que huía, y cuandoregresó le alargó el plato a Francespara que le sirviese otra ración, sinmirar a Johnny, que estabaesperándolo.

—En África, la historia hadepositado sobre los hombros de tugeneración una responsabilidadmayor que la que han asumido lasanteriores. Cómo me gustaría serjoven de nuevo, cómo me gustaría

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tener todo el futuro por delante.Por una vez sus rasgos, casi

siempre rígidos en una expresión deautoridad marcial, se suavizaron parareflejar añoranza. Los años pasabany Johnny ya era un combatientemaduro; cuánto debía de detestar sucondición, pensó Frances, pues todoslos días llegaban noticias sobrenuevos abanderados jóvenes de laRevolución que poco a poco estabaneclipsando a Johnny. En ese momentoFranklin levantó su copa, con unademán ampuloso que parecióparódico.

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—¡Por la Revolución en África!—brindó y se desplomó sobre lamesa, sin sentido.

Mientras, en la otra punta Jill selevantaba y decía:

—Perdón, perdón, he de irme.—¿Quieres quedarte esta

noche? Puedes dormir con James enel salón.

Jill, de pie, negaba con lacabeza y trataba de sujetarse con unamano —casualmente— del brazo deFrances, cuando de repente sedesmayó a los pies de ésta.

—Qué follón —comentó

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Johnny, fascinado, y observó aGeoffrey y a Colin mientrasdespertaban a Franklin y le dabanagua al tiempo que Frances levantabaa Jill.

Rose permaneció sentada, comosi nada hubiera ocurrido. Sylviamurmuró que quería irse a la cama, yAndrew la acompañó.

Llevaron a Franklin a lasegunda habitación del sótano ydejaron a Jill en el salón, dentro deun saco de dormir. James aseguróque cuidaría de ella, pero se durmióen el acto. Más tarde, Frances bajó a

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echarle un vistazo a la chica. A latenue luz del pasillo, Jill ofrecía unaspecto espantoso. Necesitabacuidados. Habría que informar a suspadres, naturalmente, que sin duda noestarían al corriente de su situación.Por la mañana le diría a Jill queregresara a su casa.

No obstante, a la mañanasiguiente se había largado, habíadesaparecido en el salvaje ypeligroso Londres, y cuando lepreguntaron a Rose, ésta contestó queno era la guardiana de Jill.

Cabía esperar que Franklin

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estuviese nervioso por compartir elapartamento con Rose. Temían queésta tuviese prejuicios raciales,«viniendo de donde venía...», segúnla sutil alusión de Andrew a suextracción social. Sin embargo, nofue así; de hecho, Rose se mostraba«amable» con Franklin.

—Está siendo muy amable —dijo Colin—, y él piensa que ella esgenial.

Lo pensaba, en efecto. Eragenial. Y una amistad aparentementeimposible nació entre el bonachónjoven negro y la rencorosa

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adolescente, cuya ira burbujeaba ybullía con la misma fiabilidad que lamancha roja de Júpiter.

Frances y sus hijos semaravillaron, porque les costabapensar en dos personas másdiferentes, pero lo cierto es quehabitaban un paisaje moral similar.Rose y Franklin nunca llegarían asaber cuánto tenían en común.

Desde su llegada allí, Rosevivía poseída por una silenciosa iraante la idea de que esa gente searrogara el derecho de referirse a lacasa como propia. Aquella casa

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magnífica, que parecía salida de unapelícula, sus muebles, el dinero...,todo ello sólo constituía loscimientos de una angustia másprofunda, un rencor amargo quenunca la abandonaba. El problemaresidía en la naturalidad con queaceptaban lo que los rodeaba, lo quedaban por sentado, lo que sabían.Jamás había nombrado un libro —ydurante un tiempo los había puesto aprueba mencionando títulos de losque ninguna persona sensata habríaoído hablar— que no hubieran leídoo que no les sonara de algo. Sabía

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que habían leído los libros quecubrían dos paredes del salón delsuelo al techo. En una ocasión en queFrances la encontró allí, la desafió:

—¿De verdad has leído todosestos libros, Frances?

—Pues sí, creo que sí.—¿Cuándo? ¿Tenías libros en

casa cuando eras pequeña?—Sí, al menos los clásicos.

Supongo que todo el mundo los teníaen aquella época.

—¡Todo el mundo! ¡Todo elmundo! ¿Quién es todo el mundo?

—La clase media —respondió

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Frances, decidida a no dejarseprovocar—. Y buena parte de laclase obrera.

—¡Vaya! ¿Y cómo lo sabes?—Compruébalo —repuso

Frances—. No es difícil deaveriguar.

—¿Y cuándo tenías tiempo paraleer?

—Veamos... —Francesrememoró la época en que los niñoseran pequeños y ella pasaba muchotiempo sola, combatiendo elaburrimiento con la lectura, yrecordó que Johnny le daba la lata

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para que leyera esto y aquello...—Johnny fue una buena influencia —añadió, repitiéndose una vez más quedebía ser justa—. Ha leído mucho,¿sabes? Los comunistas suelenhacerlo; tiene gracia, ¿no?, pero esverdad. Me animaba a leer.

—Todos estos libros... —murmuró Rose—. Nosotros noteníamos libros.

—Si quieres, puedes recuperarel tiempo perdido —sugirió Frances—. Toma prestados los que más tegusten.

La naturalidad con que

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abordaban esos temas enfurecía aRose. Parecían estar al corriente decualquier asunto que ellamencionara, ya fuese una idea o unhecho histórico. Estaban en posesiónde una especie de banco de datos:preguntara lo que preguntase, ellos losabían.

Rose había tomado libros de losestantes, pero no había disfrutadocon ellos. No porque fuese lentaleyendo —que lo era, aunque no lefaltaba tesón y perseveraba en suempeño—, sino porque mientras leíala embargaba una especie de furia

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que se interponía entre ella y lahistoria o los conocimientos queintentaba asimilar. Porque esa gentegozaba de todo aquello como si lohubiera heredado, mientras que ella,Rose...

Al llegar y encontrarse con lacompleja magnificencia de Londres,Franklin había pasado varios díastemeroso, lamentándose de haberaceptado la beca. Todo aquello loabrumaba. Su padre había sidomaestro de los cursos inferiores en laescuela de una misión católica. Lossacerdotes, al reparar en la

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inteligencia del chico, lo habíanalentado y apoyado hasta el día enque habían preguntado a una personarica —cuyo nombre Franklin jamásconocería— si estaba dispuesta aincluir a aquel niño prometedor en sulista de protegidos. Se trataba de uncompromiso caro: dos años en SaintJoseph y después, con suerte, launiversidad.

Cuando Franklin regresó a sualdea, tras su paso por la escuela dela misión, se sintió secretamenteavergonzado de la situación de suspadres. De hecho, todavía se

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avergonzaba: unas cuantas chozas depaja en la selva, sin electricidad,teléfono, agua corriente ni retretes.La tienda más cercana estaba a sietekilómetros de distancia. Encomparación, la escuela de la misiónparecía un lugar lujoso. Más tarde,en Londres se había llevado unaviolenta impresión: estaba rodeadode tal riqueza, de tales maravillas,que la misión se le antojabamiserablemente pobre. Había pasadolos primeros días en la ciudad con unafable sacerdote, un amigo de losmisioneros que, consciente de que

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estaría conmocionado, lo habíallevado en autobús y en metro a losparques, los mercados, los grandesalmacenes, los supermercados, elbanco e incluso a restaurantes, todoello para que se acostumbrase, perode allí había pasado a Saint Joseph,un lugar que semejaba el mismísimocielo: edificios como escapados deun libro ilustrado rodeados degrandes campos verdes; chicos ychicas, todos blancos salvo dosnigerianos que le resultaban tanextraños como aquéllos, y profesoresmuy diferentes de los padres

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católicos; todos tan cordiales, tanamables... Hasta entonces ningúnblanco lo había tratado conamabilidad fuera de la misión. Colinse alojaba dos puertas más allá, en elmismo pasillo. Para Franklin, suhabitación estaba provista de cuantocabía desear, incluido un teléfono. Setrataba de un pequeño paraíso,aunque había oído a Colin quejarsede sus reducidas dimensiones. Cadacomida era un festín —la variedad,la abundancia de los platos—,aunque había quien se lamentaba deque siempre sirvieran lo mismo. En

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la misión comían casiexclusivamente gachas de maíz condistintas salsas.

Poco a poco brotó en su interiorun poderoso sentimiento que a vecesamenazaba con salir de su bocaconvertido en una retahíla de insultosy acusaciones, aunque mientras tantosonreía y se comportaba de un modoagradable y sumiso. «No es justo, noestá bien, ¿por qué tenéis tanto y nosabéis valorarlo?» El que notuviesen conciencia de lo afortunadosque eran le dolía, lo ofendía, loirritaba. Y cuando iba a casa de

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Colin, aquella casona que se leantojaba un palacio (por tal la habíatomado la primera vez que la habíavisto) y que estaba llena de cosashermosas, se sentía incapaz de hablarmientras los demás bromeaban ytonteaban. Observaba al hermanomayor, Andrew, y la ternura queprodigaba a la chica que habíaestado enferma, y se imaginaba en ellugar de ella, sentado entre Frances yAndrew, ambos tan afectuosos, tancordiales... Después de la primeravisita se sintió igual que cuando lehabían ofrecido la beca. Era

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demasiado para él, no estaba a laaltura, ni siquiera sabía para quéservían la mitad de las cosas: losaparatos de la cocina, los muebles...A pesar de todo volvió una y otravez, y descubrió que en esa casa lotrataban como a un hijo. Johnnyrepresentaba un problema alprincipio. Franklin, que había estadoen contacto con sus doctrinas y suestilo de discurso, había decididoque no quería saber nada de unapolítica que lo asustaba. Lospolíticos lo habían exhortado a matarblancos, pero él había conocido la

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bondad gracias a los curas blancosde la misión —pese a que eran muyseveros—, a un anónimo benefactorblanco, y ahora a la amable genteblanca del nuevo colegio y de esacasa. Y sin embargo padecía,penaba, sufría: la envidia lo corroía.«Quiero. Quiero eso. Lo quiero.Quiero...»

Sabía que no le convenía decirlo que pensaba. Las ideas que seagolpaban en su mente eranpeligrosas y no podía permitir queafloraran. Tampoco las expresabaante Rose. Ninguno de los dos

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compartía con el otro las macabras yponzoñosas escenas que sedesarrollaban en su cabeza. Aun así,les gustaba estar juntos.

Tardó mucho tiempo endilucidar cuál era la relación entreaquellos individuos y si estabanemparentados o no. No le sorprendíaque hubiera tantas personas sentadasalrededor de la mesa, aunque parahallar un paralelismo tuvo queretrotraerse a su aldea, donde serecibía con cordialidad a la genteque buscaba un plato de comida y unsitio donde dormir.

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En la pequeña casa que suspadres tenían en la misión,compuesta por una austera habitacióny una cocina, no había sitio para lainformal hospitalidad de la aldea.Sin embargo, en casa de sus abuelos,donde solía pasar las vacaciones, entorno al gran tronco que ardía durantetoda la noche en medio de la choza,dormían envueltas en mantaspersonas que no había visto antes yque probablemente no volvería a ver:parientes lejanos que estaban de pasoo amistades con problemas quebuscaban refugio. Sin embargo, esa

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afectuosa generosidad iba unida auna pobreza de la que seavergonzaba y que —lo que era aúnpeor— ya no conseguía entender.¿Sería capaz de soportar aquellocuando regresase?, se preguntaba alver la ropa de Rose apilada sobre lacama, o las cosas que tenían loschicos del colegio: no había límitespara lo que poseían y lo queesperaban poseer, mientras que éldisponía de unas pocas prendas quecuidaba celosamente y que suspadres habían comprado con unenorme sacrificio.

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Por no mencionar los libros dela planta alta. En la misión había unaBiblia, devocionarios y un ejemplarde El viaje del peregrino, que habíaleído mil veces. Solía leer consemanas de retraso los periódicosque apilaban en la despensa de lamisión para forrar estantes o cajones.Guardaba como un tesoro laEnciclopedia infantil Arthur Mee quehabía rescatado de la basura de unafamilia de blancos. De pronto seapoderó de él la impresión de quelos sueños de su infancia se habíanhecho realidad en aquellas paredes

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tapizadas de libros del salón. Cogióuno, lo hojeó y el precioso objetopalpitó entre sus manos. Se llevabaalgunos a su habitación, procurandoque Rose no lo advirtiera, porque lohabía escandalizado al aseverar:«Sólo fingen que leen, ¿sabes? No esmás que una farsa.»

No obstante él se había reído,porque era lo que ella esperaba quehiciese: Rose era su amiga. Le dijoque la consideraba una hermana; yechaba de menos a sus hermanas.

Ese año celebrarían unaNavidad auténtica, porque Colin y

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Andrew estarían en casa. A Sophiesu madre le había dicho que, comono quería aguarle la fiesta, se iría acasa de su hermana. Estaba mejor: yano lloraba constantemente y habíaempezado una terapia para «elaborarel duelo».

Puesto que Johnny pasaría unatemporada en Londres entre un viajey otro, supuestamente relevaría aAndrew en el cuidado de Phyllida.

Cuando Frances anunció quehabría fiesta de Navidad, el espíritude la frivolidad se manifestó deinmediato en las caras y los ojos de

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los jóvenes, así como en los chistescon que se burlaban delacontecimiento, aunque se esforzabanpor moderarse para no quitarle lailusión a Franklin. Estaba impacientepor participar en los festejos queanunciaban la prensa y la televisión yque llenaban ya las tiendas dedeslumbrantes colores. Tambiénsentía pena, porque habría que hacerregalos y él disponía de muy pocodinero. Al ver que su chaqueta erademasiado fina y que carecía dejerséis de abrigo, Frances le habíaanticipado su regalo de Navidad:

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dinero para ropa. Lo guardaba en uncajón, y en ocasiones se sentaba en lacama y jugueteaba con él una y otravez, como una gallina vigilando sushuevos. Tener esa suma de dinero ensus manos, sus manos, formaba partedel milagro que significaba para él laNavidad. Sin embargo, Rose abrió lapuerta, lo vio inclinado sobre elcajón del dinero, se abalanzó sobreéste y lo contó.

—¿Dónde lo has robado?Aquello se parecía tanto a lo

que había aprendido a esperar de losblancos que tartamudeó:

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—Pero amita, amita...Rose, que no entendía a qué

venía aquello, insistió:—¿De dónde lo has sacado?—Me lo ha dado Frances para

que me compre ropa.La cara de la chica se encendió

de ira. Frances nunca le habíaofrecido una suma semejante; sólo losuficiente para un vestido de Biba yotro corte de pelo en Evansky.

—No necesitas comprar ropa—dijo ella.

Estaba sentada al lado deFranklin, tan cerca que las dudas de

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éste sobre sus posibles prejuiciosraciales se desvanecieron. Ningunapersona de la colonia, ni siquiera loscuras blancos, se sentaría tan cercade un negro con esa actituddespreocupada y cordial.

—Hay cosas mejores en quegastar el dinero —añadió Rose. Selo devolvió de mala gana y loobservó meterlo de nuevo en elcajón.

Esa noche Geoffrey les hizo unavisita y se sumó al plan de Rose paraequipar a Franklin. Al ingresar en lafacultad de Economía, se había

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alegrado de constatar que el hurto deropa, libros y lo que fuese que a unole apeteciera se consideraba unmedio válido para socavar el sistemacapitalista. Pagar por algo era..., enfin, el colmo de la ingenuidadpolítica. No, uno «liberaba» losobjetos: la vieja jerga de la SegundaGuerra Mundial volvía a estarvigente.

Geoffrey acudiría a la fiesta—«Hay que estar en casa porNavidad»— y ni siquiera habíaprestado atención a lo que habíadicho Franklin.

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James dijo que estaba seguro deque sus padres no notarían suausencia: iría a verlos porNochevieja.

También estaría Lucy, deDartington; cuyos padres semarchaban a China en una misiónhumanitaria.

Daniel, que debía regresar a sucasa, pidió que le guardasen un trozode pastel.

Habían recibido unaconmovedora carta de Jill. Pensabamucho en todos. Eran sus únicosamigos. «Por favor, escribidme. Por

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favor, enviadme dinero.» Sinembargo, su dirección no constaba enel sobre.

Frances escribió a los padres deJill preguntándoles si la habían visto.Ya les había escrito con anterioridadpara confesarles que no habíalogrado convencerla de que siguieraestudiando. En esa ocasión le habíancontestado: «No se culpe, señoraLennox. Nosotros nunca conseguimosque hiciera nada de provecho.» Estavez, la carta decía: «No, Jill no se hadignado ponerse en contacto connosotros. Le agradeceremos que nos

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avise si se deja caer por su casa. EnSaint Joseph no saben nada de ella.Nadie sabe nada.»

Frances escribió a los padres deRose para comunicarles que a su hijale había ido bien en el primertrimestre. La respuesta de los padresfue: «Quizá no lo sepa, pero nohemos tenido noticias de nuestra hija,de manera que le agradecemos sucarta. El instituto nos envió suscalificaciones. Suponemos que ustedhabrá recibido una copia. Fue unaagradable sorpresa. Rose solíajactarse —al menos eso nos parecía

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a nosotros— de las malas notas quesacaba.»

Sylvia también había hechoprogresos. Esto se debía en parte alapoyo de Julia, pese a que se habíavuelto menos incondicional en losúltimos tiempos. Sylvia había subidoa hablar con ella otra vez, y con voztemblorosa por el afecto y laslágrimas, había suplicado: «Porfavor, Julia, no siga enfadadaconmigo. No puedo soportarlo.»

Se habían fundido en un abrazo,y la intimidad entre ellas se habíareinstaurado casi por completo. Casi.

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Un pequeño resquemor enturbiaba lafelicidad de Julia: la chica habíadicho que «quería ser religiosa». Lashistorias de Franklin sobre losjesuitas que lo habían rescatado lahabían conmovido profundamente,tanto que había decidido convertirseal catolicismo. Julia le contó que suspadres la habían mandado a misa losdomingos, pero que «prácticamenteno había pasado de ahí». Noobstante, suponía que aún podíaconsiderarse católica.

Sylvia, Sophie y Lucy pasaronla Nochebuena decorando un

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pequeño pino para el alféizar de laventana y ayudando a Frances con lospreparativos de la comida navideña.Se permitieron comportarse otra vezcomo niñas. Frances habría juradoque esas criaturas alegres y risueñascontaban once o doce años. Lasengorrosas tareas de la cocina seconvirtieron en una aventurasalpicada de chistes y diversión.Franklin subió, atraído por eljolgorio. Geoffrey y James, quedormirían en el salón, y luego Coliny Andrew se entregaron conentusiasmo a la tarea de pelar

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castañas y mezclar el relleno. Alfinal, todos prorrumpieron enovaciones al ver sobre la bandeja delhorno el pavo untado con mantequillay aceite.

Los preparativos se prolongarony se hizo tarde. Sophie dijo que nonecesitaba volver a casa, porquehabía llevado el vestido que sepondría el día siguiente. CuandoFrances se metió en la cama alcanzóa oír a los chicos en el salón deabajo, celebrando una fiestaanticipada. Pensó en cómo se sentiríaJulia, dos pisos más arriba, sabiendo

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que su pequeña Sylvia estaba conotros y no con ella... Aunque Juliahabía avisado que no asistiría a lacomida de Navidad, invitó a todo elmundo a una auténtica meriendanavideña en el salón, que en esemomento se hallaba atestado dejóvenes emborrachándose.

Al igual que millones demujeres de todo el mundo, la mañanade Navidad, Frances bajó a la cocinasola. A través de la puerta del salón,entornada presumiblemente parapermitir la entrada de aire fresco, seentreveían figuras acurrucadas.

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Frances se sentó a la mesa conun cigarrillo y una taza de té cargadoque le hizo evocar las colinas dondeincontables mujeres explotadasrecogían las hojas para aquel exóticolugar: Occidente. En la casa reinabaun silencio absoluto... No, oyó pasos,y un instante después aparecióFranklin, con una sonrisa de oreja aoreja. Vestido con una flamantechaqueta y un jersey grueso, alzó unpie por vez para lucir los zapatos ylos calcetines nuevos; se levantó eljersey, enseñándole una camisa decuadros, y luego ésta, a fin de

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mostrarle una camiseta de color azulsubido. Se abrazaron. Frances sintióque estrechaba entre sus brazos lamismísima encarnación del espíritunavideño, porque el chico estaba tancontento que comenzó a reír yaplaudir.

—Frances, Frances, madreFrances. Eres nuestra madre, eresuna madre para mí.

Frances detectó unainconfundible nota de culpa mezcladacon la exuberante alegría: aquellasprendas habían sido liberadas.

Le preparó una taza de té y le

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ofreció una tostada, pero él sereservaba para el festín, y cuando sehubo sentado enfrente de ella,todavía sonriendo, Frances pensóque no le quedaba más remedio queenturbiar aquella dicha, aunque fueraNavidad.

—Franklin —dijo—, quiero quesepas que no todos somos ladronesen este país.

El chico se puso serio deinmediato, las dudas hicieron que sele crispase el rostro, y comenzó alanzar rápidas miradas a un lado y aotro, como si se encontrase rodeado

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de acusadores.—No digas nada —le pidió ella

—. No es necesario. No te estoyrecriminando nada, ¿entiendes? Sóloquiero que sepas que no robamostodo lo que queremos.

—Devolveré la ropa —dijo él,completamente desolado.

—No, de ninguna manera.¿Quieres ir a la cárcel? Sóloescúchame. No pienses que todo elmundo es como... —No queríanombrar a los culpables, de modoque bromeó—: No todos liberamoslas cosas que nos gustan.

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Franklin se quedó cabizbajo,mordiéndose el labio inferior. En unclima de total camaradería los treshabían emprendido una gloriosaexpedición a las riquezas de OxfordStreet, donde las cálidas y coloridasprendas que tanto necesitaba habíanpasado de las manos de Rose yGeoffrey a una gigantesca bolsa de lacompra, pero él no había «liberado»nada, sino que se había limitado aadmirar la destreza de sus amigos.Había sido un viaje a la mágicatierra de las posibilidades, como iral cine y entrar en un mundo de

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maravillas, en vez de conformarsecon contemplarlo. Del mismo modoen que la víspera Sylvia, Sophie yLucy se habían convertido en niñaspequeñas, en «colegialas tontas»,como las había llamado Colin,Franklin volvió a la infancia yrecordó lo lejos que estaba de casa:era un extraño tentado por riquezasque jamás serían suyas.

Luego llegó Sylvia, que trasdecidir que el corte Evansky no erapara ella, había adornado sus rubiastrenzas con lazos rojos. Abrazó aFrances y a Franklin, que se sintió

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tan agradecido por lo que interpretócomo un gesto de indulgencia quevolvió a sonreír, aunque sacudiendola cabeza con tristeza y dirigiendomiradas de aflicción a Frances; porfortuna, gracias a la simpatía y laamabilidad de Sylvia, las cosasvolvieron pronto a la normalidad... Ocasi.

La cocina se llenó de jóvenescon resaca pero ansiosos por beberun poco más, y cuando por fin sesentaron alrededor de la enormemesa y ante la magnífica ave quesería trinchada de inmediato, todos

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se habían excedido lo suficiente paraestar amodorrados. De hecho, Jamesempezó a dar cabezadas y hubo quedespertarlo. Franklin, que sonreíaotra vez, miró su plato repleto, pensóen su misérrima aldea y dio gracias aDios en silencio antes de atacar lacomida con ansia. Las chicas,incluida Sylvia, comieron bien, enmedio de un bullicio increíble,porque «los críos» habían vuelto a laadolescencia, aunque Andrew, «elviejo», se mantuvo en su papel, aligual que Colin, que sin embargo seesforzó por imbuirse del espíritu

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festivo. Aun así, Colin siempre seríaun extraño que observaba las cosasdesde fuera, por mucho que intentasepayasear, por mucho que intentaseser uno más..., y lo sabía.

Eran ya las cuatro cuandoapagaron las luces para recibir elbudín de Navidad, envuelto en lasllamas del coñac, y Frances lesrecordó que debían ventilar el salónpara la merienda de Julia.¿Merienda? ¿Alguien era capaz detragar un bocado más? Se oyerongemidos mientras las manos sealzaban para agarrar otro trozo de

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budín, un pastelillo de frutas o unpoco de crema que tomaban alametazos.

Las chicas subieron al salón yapilaron los sacos de dormir en unrincón. Abrieron todas las ventanas,porque la habitación apestaba.Bajaron las botellas vacías quehabían pasado la noche bajo lassillas o en los rincones, y sugirieronque alguien tratara de convencer aJulia de que celebrase su fiesta unahora más tarde, ¿qué tal a las seis?Pero eso era imposible.

James estaba sentado con la

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cara entre las manos, medio dormido,y Geoffrey comentó que si no echabauna siesta, moriría. Rose y Franklinles ofrecieron las camas del sótano, yel grupo se habría dispersado en eseinstante de no haber sido porquellamaron a la puerta principal y actoseguido apareció Johnny,permitiéndose una navideñaexpresión relajada, cargado debotellas y en compañía de su nuevoamigo, Derek Carey, un dramaturgoobrero recién llegado a Londresdesde Hull. Derek parecía tan jovialcomo Papá Noel, y motivos no le

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faltaban, ya que aún se sentíaembriagado por la cornucopia deLondres. La dicha lo había tocado laprimera noche que pasó allí, dossemanas atrás. En una fiesta despuésdel teatro había observado de lejos,maravillado, a dos espectacularesrubias, cuyo acento pijo en unprincipio se le había antojadofingido. Pensó que se trataba deprostitutas. Pero no, eran oligarcasdescarriadas que buscaban refugio enlos cenagosos lechos y las fragantesarboledas del marchoso Londres.

—Ay, Dios mío —balbuceó

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ante una de ellas—, si pudieraacostarme contigo, si pudierameterme en tu cama, me sentiría máscerca del paraíso de lo que jamás hesoñado.

Había aguardado con timidez uncastigo verbal o físico, pero encambio había oído:

—Lo harás, cariño, lo harás.Después la otra le dio un beso

con lengua que en su pueblo le habríacostado semanas o meses de arduotrabajo. Habían terminado los tresjuntos en la cama, y a partir de aquelmomento, en cada sitio al que iba

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encontraba los nuevos placeres queesperaba. Ese día estaba borracho;de hecho, llevaba dos semanas así.Se situó junto a los restos del pavo,donde Johnny picaba ya con avidez, yse unió a él. Los hijos de Johnnypermanecieron sentados en silencio,sin mirar a su padre.

—Me imagino que os gustaríaprobar el pavo, ¿no? —dijo Francespasándoles un par de platos.

—Oh, sí, sería estupendo —respondió Derek en el acto,llenándose el plato.

Johnny hizo lo propio y se

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sentó. Colin y Andrew se marcharonarriba. Había sido absurdopreguntar: «¿Y Phyllida? ¿Tiene algoque comer?»

La presencia de los doshombres había empañado la alegríade los jóvenes, que subieron al salónpara descubrir que Julia habíaextendido sobre la mesa un mantel deencaje blanco y servido budín defrutas alemán y pastel navideñoinglés en delicados platos deporcelana.

Frances se quedó sola conJohnny y su amigo. Se sentó y los

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miró comer.—Frances, he de hablarte de

Phyllida.—No os preocupéis por mí —

dijo el dramaturgo—. No escucharé.Aunque, creedme, tengo experienciaen problemas conyugales. Vaya si latengo.

Johnny, que había rebañado elplato, se sirvió budín de Navidad enun bol, lo cubrió con crema y ocupósu sitio junto a la ventana.

—Iré al grano.—Sí, por favor.—Vamos, vamos, chicos —dijo

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el dramaturgo—. Ya no estáiscasados, de manera que sobran losgruñidos y los ladridos. —Se sirvióvino.

—Phyllida y yo hemosterminado —empezó Johnny—. Parair al grano... —repitió—, quierovolver a casarme. O quizás esta vezprescindamos de las formalidades;de todos modos son gilipollecesburguesas. He encontrado a unaauténtica camarada, Stella Linch. Talvez la recuerdes de los viejostiempos..., de la época de la guerrade Corea.

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—No —repuso Frances—. ¿Yqué vas a hacer con Phyllida? No, nome digas que ibas a sugerir que semudara aquí.

—Sí. Quiero que viva en elapartamento del sótano. Aquí haysitio de sobra. Y no olvides que esmi casa.

—¿No es de Julia?—Moralmente es mía.—Pero si ya la has usado para

desembarazarte de una familia.—Vamos, vamos —terció el

dramaturgo. Hipó—. Caray. Losiento.

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—La respuesta es no, Johnny.La casa está llena, y por lo visto hayalgo que se te escapa: si su madreviene a vivir aquí Sylvia semarchará.

—Tilly hará lo que se le diga.—Te recuerdo que ya ha

cumplido los dieciséis.—Entonces tiene edad

suficiente para visitar a su madre. Nisiquiera se acerca a ella.

—Sabes tan bien como yo quees porque Phyllida le grita. Además,no es a mí a quien debes pedirpermiso, sino a Julia.

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—Esa vieja bruja está chocha.—No, Johnny, no está chocha. Y

más vale que te des prisa, porque haorganizado una merienda.

—¿Una merienda? —saltó elcamarada de Leeds—. Bien, bien,¡genial! —Tambaleándose en la silla,se sirvió vino en una copa que yaestaba medio llena y agregó—:Perdonadme. —Se quedóinstantáneamente dormido, con laboca abierta.

Frances oyó voces por encimade su cabeza, en el salón. EranJohnny y su madre.

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—¡Maldito imbécil! —gritóJulia.

Al cabo de un rato Johnny bajócorriendo por la escalera y entró enla cocina. Por una vez parecíadesencajado y nervioso.

—Tengo derecho a disfrutar dela compañía de una mujer que es unaauténtica camarada —le soltó aFrances—. Por primera vez en mivida tendré una mujer que esté a mialtura.

—Dijiste lo mismo de Maureen,¿recuerdas? Por no mencionar aPhyllida.

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—Mentira —replicó Johnny—.No pude haber dicho nada semejante.

El dramaturgo despertó.—¡Fin del primer asalto! —

exclamó, antes de dormirse de nuevo.Sophie llegó para anunciar que

la fiesta había comenzado.—Os dejo peleando contra los

pecados del mundo —dijo Frances, yse marchó.

Antes de unirse a la fiesta subióa su habitación, se cambió de vestidoy se cepilló el cabello delante delespejo, lo que le hizo recordar queen sus tiempos la habían descrito

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como una rubia atractiva. En escenahabía estado hermosa más de unavez; y sin duda había estado preciosadurante su fin de semana con HaroldHolman, que se le antojaba tan lejanocomo si hubiera transcurrido unsiglo.

A principios de diciembre Juliahabía bajado a las habitaciones deFrances con aire avergonzado, algonada habitual en ella. «Frances, noquiero que te ofendas... —Le tendióun grueso sobre blanco, donde habíaescrito "Frances" en su impecablecaligrafía. En el interior había varios

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billetes—. No se me ocurre unaforma elegante de decirlo..., pero meharía muy feliz si... Por favor, ve a lapeluquería y cómprate un vestidobonito para Navidad.»

Frances solía llevar el pelo lisoy con raya al medio, pero supeluquera (que desde luego no era laseñora Evansky ni Vidal Sassoon,quienes solamente toleraban el estiloen boga) había logrado convertir sumelena en el último grito. Y nuncahabía pagado tanto por un vestido.Habría resultado absurdo que se lopusiera para la comida de Navidad,

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habida cuenta de que tenía quecocinar, pero en ese momento entróen el salón sintiéndose tan cohibidacomo una colegiala. Todos sedeshicieron en alabanzas; Colinincluso se levantó y le ofreció susilla con una pequeña reverencia.Eran los modales apropiados para laropa que lucía; y alguien más estabaadmirándola. El distinguido Wilhelmse levantó, se dobló sobre su mano—que por desgracia aún debía deoler a comida— y besó el aire sinrozarla con los labios.

Julia la saludó con una

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inclinación de la cabeza y expresósus cumplidos con sonrisas.

—Me mima demasiado, Julia —dijo Frances.

—Ay, querida —respondió susuegra—. Me encantaría que supieraslo que significa que te quieran y temimen de verdad.

Julia sirvió el té con una teterade plata, y Sylvia, su doncella,repartió rebanadas del budín defrutas y el pesado pastel de Navidad.En las sillas, Geoffrey, James, Coliny Andrew hacían un esfuerzosobrehumano por mantenerse

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despiertos. Franklin seguía lospaseos de Sylvia por la estanciacomo si hubiese aparecido por artede magia. Wilhelm, Frances, Julia ylas tres chicas —Sophie, Lucy ySylvia— entablaron conversación.

Había un problema: lasventanas continuaban abiertas, yestaban en pleno invierno. Una fríaoscuridad se cernía al otro lado de lahabitación donde Julia rememoraba,como bien sabían todos, los tiemposen que había recibido a embajadoresy políticos. «Y una vez incluso alprimer ministro.» En un rincón había

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una montaña de sacos de dormir yuna botella de vino que los chicoshabían pasado por alto.

Julia lucía un traje de terciopelogris rematado con encaje, y losgranates que llevaba en las orejas yel cuello lanzaban destellos yreproches. Hablaba de las lejanasNavidades de su infancia, en la casade Alemania —un recital vivaz peroformal— mientras Wilhelm Steinescuchaba y confirmaba sus palabrascon gestos de la cabeza.

—Sí —dijo en una pausa—. Sí,sí. Bueno, mi querida Julia, debemos

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aceptar que los tiempos hancambiado.

Abajo se oía la voz de Johnny,enzarzado en una acalorada discusióncon el dramaturgo. Geoffrey, que sehabía dormido y había estado a puntode caer de bruces, murmuró unadisculpa y se marchó, seguido porJames. Frances se sintióprofundamente avergonzada y a lavez contenta de que se fueran, ya queal menos confiaba en que las chicasno darían cabezadas y seguiríansosteniendo las primorosas tazas deté como si nunca hubieran hecho otra

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cosa. Todas menos Rose, desdeluego, que estaba sentada en unrincón, apartada de los demás.

—Creo que las ventanas... —empezó Julia. Sylvia corrió acerrarlas y echó las pesadas cortinasde brocado con forro y entretela, queal cabo de sesenta años habíanadquirido un desvaído tono azulverdoso que hacía resaltardemasiado el azul del vestido deFrances. Rose había amenazado condescolgarlas para confeccionarse unvestido «como el de EscarlataO'Hara», y cuando Sylvia había

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dicho: «Pero Rose, Julia no loaprobaría», le había respondido:«Era una broma. No tienes sentidodel humor.» Y era cierto.

Ahora Andrew dijo que sabíaque eran todos unos bárbarosredomados, pero que si Julia hubieravisto la comilona que acababan dezamparse, los perdonaría.

El budín de frutas y el pastel deNavidad seguían intactos sobre lospequeños platos verdes decoradoscon pimpollos de rosa.

Se oyó una explosión de risasprocedentes de abajo. Julia esbozó

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una sonrisa irónica. Sí, sonrió,aunque sus ojos estaban húmedos.

—Oh, Julia —canturreó Sylvia,abrazándola y apoyando la mejillasobre la plateada cofia de ondas yrizos—. Nos ha encantado suencantadora merienda, de veras, perosi supiera...

—Sí, sí, sí —la interrumpióJulia—. Lo sé. —Se levantó.

Wilhelm Stein la imitó y larodeó con un brazo, dándolepalmaditas en la mano. Los dosdistinguidos personajespermanecieron unos segundos de pie

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en medio del salón, el marcoperfecto para ellos:

—Bueno, mis queridosjovencitos —dijo Julia al fin—, creoque ya es suficiente. —Y salió delbrazo de Wilhelm.

Nadie se movió hasta queAndrew y Colin se desperezaron ybostezaron. Sylvia y Sophiecomenzaron a recoger las tazas.Rose, Franklin y Lucy fueron a unirseal animado grupo de la cocina.Frances se quedó donde estaba.

Johnny y Dereck se hallabansentados cada uno a un extremo de la

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mesa, dirigiendo una especie deseminario. Johnny leía párrafos delManual para una revolución, del queera autor y publicado por un editorrespetable. El libro se vendía bien;como había afirmado un crítico, tenía«potencial para convertirse en uneterno best seller».

La contribución de Derek Careyal bienestar de las naciones consistíaen exhortar a los jóvenes, asambleatras asamblea, a destruir cualquiercarta oficial que cayera en susmanos, a buscar trabajos en correospara hacer desaparecer dichas cartas

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y a robar en las tiendas cuanto fueraposible. Esas pequeñas accionesayudarían a minar las estructuras deun Estado opresor como GranBretaña. Durante la reciente campañaelectoral, les había recomendado queinvalidaran las papeletas escribiendoen ellas insultos como «¡Fascistas!».Rose y Geoffrey, que necesitabanhacerse notar en aquella estimulantecompañía, relataron su últimaincursión en las tiendas. Luego Rosecorrió al sótano, subió con variasbolsas de regalos robados y empezóa repartirlos: aunque casi todos eran

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muñecos de peluche —tigresaterciopelados, pandas y osos—,también había una botella de coñac,que entregó a Johnny, y otra dearmagnac, que alargó a Derek.

—Así se hace, camarada —lafelicitó Derek con un guiño cómpliceque a Rose, sedienta de cumplidos,le llegó al alma; fue como unamedalla al mérito. Y Johnny lapremió saludándola con el puño enalto. Nadie la había visto antes tanfeliz.

Franklin estaba desolado,porque quería hacerle un obsequio a

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Frances y esperaba que algunos delos «objetos liberados» llegase a susmanos, pero advirtió que no seríaasí.

—Y esto es para Frances —anunció Rose.

Se trataba de un canguro conuna cría en la bolsa del vientre. Lolevantó y miró alrededor con unasonrisa, aguardando los aplausos,pero Geoffrey se lo arrebató,ofendido por lo que consideraba unacrítica a Frances. Franklin admiró lamamá canguro y le pareció el regaloperfecto para Frances, que era una

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madre para todos; no entendió lareacción de Geoffrey y tendió lamano para pedirle el juguete.Geoffrey se lo pasó. Franklin sesentó y empezó a meter y sacar lacría de canguro de su bolsa.

—Podrías introducir unoscuantos canguros en Zimlia —señalóJohnny, y levantó su copa—. Por laliberación de Zimlia.

Franklin buscó un vaso entre losdesechos que cubrían la mesa, ycuando lo hubo encontrado lo alzópara que Rose se lo llenase.

—Por la liberación de Zimlia.

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Era el tipo de broma que ledivertía y lo asustaba a un tiempo.Estaba al corriente de la terribleguerra de Kenia porque la habíanvisto en clase, y no acababa decomprender el motivo por el cualJohnny y los profesores de SaintJoseph deseaban que Zimlia seembarcara en un conflicto parecido.No obstante, ahora, contento con lacomida, la bebida y el canguro,bebió otra vez al oír el brindis deDerek «por la Revolución» mientrasse preguntaba qué revolución ydónde.

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—Voy a darle esto a Frances —dijo.

Cuando se encontraba en mitadde la escalera recordó que el canguroera robado y que esa misma mañanaFrances lo había reñido por robar.Sin embargo, no quería volver a lacocina con el juguete, y así fue comoéste fue a parar a manos de Sylvia,que en ese momento subía unabandeja cargada de tazas a lashabitaciones de Julia.

—Ay, qué bonito —exclamócuando Franklin le puso el cangurobajo la axila, porque tenía las manos

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ocupadas. Dejó la bandeja en elrellano y contempló el canguro—.Oh, Franklin, es precioso. —Lo besóy le dio un afectuoso abrazo que locolmó de dicha.

En el salón, Andrew dormía enun sillón, estirado y con las manossobre el estómago. Colin y Sophieestaban tendidos en el sofá,abrazados y también dormidos.

Franklin los miró y el corazónle dio otro vuelco cuando recordó lodesconcertante que se le antojabatodo. Sabía que Colin y Sophie,«amigos» en otro tiempo, ya no lo

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eran, y que Sophie tenía un «amigo»que había ido a celebrar las fiestascon su familia. Entonces ¿por quéestaban abrazados? ¿Por qué Sophieapoyaba la cabeza en el hombro deColin? Franklin todavía no se habíaacostado con ninguna chica. En lamisión no las había, y los curas, queestaban pendientes de todo lo quesucedía, vigilaban a los chicos. Encasa de sus padres la situación eraigual. Si bien había tenido ocasión decoquetear y bromear con muchachascuando visitaban a sus abuelos,nunca había pasado de ahí.

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Como les ocurría a tantos reciénllegados, Franklin se sentía confusopor las cosas que ocurrían en GranBretaña. Al principio había pensadoque allí no existían reglas morales,aunque pronto había empezado asospechar que debía de haberlas;pero ¿cuáles eran? Sabía que enSaint Joseph los chicos se acostabancon las chicas, o al menos esoparecía. Las parejas solían tenderseen el prado situado detrás delcolegio, y el solitario Franklinescuchaba sus risas o, peor aún, sussilencios. Tenía la impresión de que

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las mujeres de aquella isla estabandisponibles para cualquiera, inclusopara él si conseguía encontrar laspalabras adecuadas. Sin embargo,había visto a un chico nigeriano,nuevo en el instituto, acercarse a unachica y decir: «¿Me dejarás metermeen tu cama esta noche si te hago unbonito regalo?» Ella le habíapropinado una bofetada tan fuerte quelo había tumbado. Franklin habíaestado ensayando mentalmente frasesparecidas, aguardando el momentode probar suerte. Lo curioso era quela chica que había abofeteado al

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nigeriano se acostaba con un chicocuya habitación estaba en el mismopasillo, y siempre dejaban la puertaentornada, de tal manera que todo elmundo podía ver lo que ocurría en elinterior. Nadie les prestaba la menoratención.

Bajó por la escalera y se detuvoa escuchar tras la puerta de la cocina,donde Johnny impartía una clasesobre tácticas guerrilleras paradestruir el poder militar imperialistaque se asemejaba mucho a lasrecomendaciones de Derek: por lovisto, los robos en las tiendas

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constituían un arma importante. Bajóa su habitación y abrió el cajón en elque guardaba el dinero. Parecíahaber menos. Lo contó y comprobóque, en efecto, había menos de lamitad. Seguía contando cuando Roseapareció detrás de él.

—Ha desaparecido la mitad deldinero —dijo en tono dedesesperación.

—Lo cogí yo. Me lo merezco,¿no? Conseguiste un montón de ropagratis. Ese dinero no te habríaalcanzado para comprar cosas tanbonitas. De manera que has salido

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ganando. Tienes ropa nueva y lamitad del dinero.

Franklin la miró con una muecade desconfianza, tristeza y furia. Paraél aquel dinero representaba algomás que un regalo de Frances, queera como una madre para él. Habíasido como una bienvenida a lafamilia, un símbolo de que pasaba aformar parte de ella.

Rose permaneció fría, llena dedesprecio.

—No entiendes nada —dijo—.Lo merezco, ¿no lo ves? —Seencogió de hombros en un gesto de

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impotencia y lo miró fijamente hastaque él apartó la vista. Luego subiópor la escalera.

Franklin buscó un escondrijopara el dinero, pero en esahabitación no había ninguno. En laaldea solía ocultar las cosasprohibidas bajo la paja, o enterrarlasen el suelo de tierra o en el bosque.En casa de sus padres había ladrillosque podía desprender y volver acolocar en su sitio. Acabó porguardar de nuevo el dinero en elcajón. Se sentó en el borde de lacama y lloró porque echaba de

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menos su tierra, porque Francesestaba enfadado con él y porque nose sentía cómodo con aquellosrevolucionarios de arriba que lotrataban de igual a igual. Al finaldurmió un rato y, más tarde, cuandosubió a la cocina, descubrió que losdos hombres se habían ido y que todoel mundo estaba ayudando a lavar losplatos. Se unió a la tarea con alivio yplacer, sintiéndose uno más. Por lovisto iban a cenar, aunque todosbromeaban con que les resultaríaimposible seguir comiendo. Bastantetarde, a eso de las diez, el esqueleto

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del pavo reapareció rodeado derelleno y diversas salsas yacompañado por una gran fuente depatatas asadas. Todos estabansentados a la mesa, bebiendo,cansados y satisfechos consigomismos y con la Navidad, cuandooyeron que llamaban a la puertaprincipal. Frances miró por laventana y vio a una mujer en actitudde no saber si volver a llamar omarcharse. Colin se acercó a sumadre. Los dos temían que se tratasede Phyllida.

—Iré yo —se ofreció Colin.

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Salió, y Frances lo vioconversar con la desconocida, que sebalanceaba ligeramente. Colin lepuso una mano en el hombro, comopara sujetarla, y luego la rodeó conun brazo y la ayudó a entrar.

Había estado deambulando porlas oscuras calles y en ese momentoparpadeaba, cegada por la brillanteluz de! vestíbulo. Frances fue a suencuentro.

—¿Eres el amor de mi vida? —preguntó la desconocida.

Parecía una mujer de medianaedad, pero era difícil asegurarlo,

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porque tenía la cara mugrienta, aligual que las bonitas manos que seaferraban a Colin. Presentaba todo elaspecto de alguien que acaba de serrescatado de un incendio o unacatástrofe. Una expresión de dolorcrispaba el rostro de Colin; elsensible adolescente lloraba.

—Mamá —dijo en tono desúplica.

Frances corrió al otro lado de lamujer, y entre los dos la subieron alsalón, que estaba vacío y ordenado.

—¡Qué bonita sala! —exclamóla mujer, tambaleándose.

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Colin y Frances la ayudaron arecostarse en el sofá, y de inmediatola desconocida levantó las suciasmanos y empezó a marcar el ritmomientras cantaba... ¿qué? Sí, unaantigua canción:

—«He vagado de aquí paraallá, de aquí para allá... Sí, hevagado mucho, cariño mío, y ahoraestoy lejos de casa.»

Tenía una voz melodiosa,afinada, dulce. Su aspecto no era elde una indigente. No iba vestida conandrajos, pero saltaba a la vista queestaba enferma. Su aliento no olía a

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alcohol. Se puso a entonar otracanción:

—Sally... Sally... —La dulcevoz alcanzó virtuosamente unatonalidad aguda y se mantuvo allí—.Sí, cariño, sí —le dijo a Colin—.Salta a la vista que tienes buencorazón. —Sus grandes ojos azules,inocentes e incluso infantiles, estabanfijos en Colin. No parecía haberreparado en Frances—. Pero tencuidado. Ese buen corazón puedecausarte problemas; Marlene lo sabemejor que nadie.

—¿Cómo se llama, Marlene? —

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preguntó Frances, sujetando unasucia mano que estaba demasiadofría y falta de vitalidad. Reposabalánguida y temblorosa entre lassuyas.

—Ya no tengo nombre, querida.Mi nombre está perdido y olvidado,pero puede llamarme Marlene. —Comenzó a decir ternezas en alemán.Luego volvió a canturrear fragmentosde canciones. Eran temas de laSegunda Guerra Mundial, entre ellosLili Marlene, que repitió una y otravez—. Ich liebe dich —dijo—. Sí, tequiero.

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—Voy a buscar a Julia —anunció Frances.

La encontró cenando conWilhelm, sentados a ambos extremosde una pequeña mesa con cubiertosde plata y copas de cristal. Explicólo que ocurría.

—Veo que tenemos una nuevavagabunda en casa —se quejó Julia,aunque con ánimo burlón—. Espreciso poner límites a lahospitalidad, Frances. ¿Quién es esaseñora?

—No es una señora —repusoFrances—, sino una vagabunda.

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Cuando regresó al salón,Andrew había llegado con un vasode agua y lo sostenía junto a loslabios de la desconocida.

—El agua no es mi bebidafavorita —protestó ella, antes detenderse nuevamente y cantar que nole vendría nada mal otra copa. Actoseguido volvió a hablar en alemán.

Julia permaneció de pie,escuchándola. Luego le hizo una señaa Wilhelm y se sentaron el uno juntoal otro como si se dispusieran acelebrar un juicio.

—¿Puedo llamarla Marlene? —

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preguntó Wilhelm.—Llámeme como quiera, cielo,

como más le guste. No hacen dañolas palabras, sino los palos. Y vayasi me los dieron, pero de eso hacemucho tiempo. —En este punto lloróun poco, con gemidos entrecortados,como una niña—. Me dolió —reiteró—. Sí, me dolió, pero los alemaneseran buenos chicos, unos caballeros.

—¿Se ha escapado de unhospital, Marlene? —preguntó Julia.

—Sí, querida, podría decirseque me he fugado del hospital, peroellos me dejarán volver. Son muy

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buenos con la pobre Molly. —Empezó a cantar—: No hay nadiecomo la hermosa Sally. Ella es elamor de mi vida... —Y luego con vozaguda y melodiosa—: Sally... Sally...

Julia se levantó, le indicó conun gesto a Wilhelm que se quedaradonde estaba y luego a Frances quela acompañase al pasillo. Colin lassiguió.

—Creo que deberíamospermitir que se quedara. Estáenferma, ¿no?

—Enferma y loca —puntualizóJulia. Luego, con delicadeza,

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suavizando el tono, le preguntó aColin—: ¿Sabes a qué se dedica... ose dedicaba?

—Ni idea —respondió Colin.—Entretenía a los alemanes en

París durante la última guerra. Es unaputa.

—Pero no es culpa suya —protestó Colin.

El Espíritu de los Sesenta, conojos vehementes, voz temblorosa ymanos tendidas en actitud suplicantese enfrentaba al pasado de la especiehumana, responsable de todas lasinjusticias, encarnado en Julia.

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—Ay, qué chico tan tonto —repuso ésta—, ¿qué más da si laculpa es suya, nuestra o de otros?¿Quién cuidará de ella?

—¿Qué hacía una inglesatrabajando como prostituta en elParís ocupado por los alemanes? —preguntó Frances.

De repente, en un tono queninguno de los dos había oído antes,Julia dijo:

—Las putas no tienenproblemas de visado; siempre sonbien recibidas.

Frances y Colin cambiaron una

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mirada: ¿a qué venía aquello? Sinembargo, los viejos tienen a menudoesos arrebatos, en los que un cambiode voz, una mueca dolorida o unafrase estridente —como en esemomento— reflejan los vestigios deuna afrenta o una decepción delpasado y luego... todo pasa como sital cosa, sin más. Nadie llega a saberqué ha ocurrido.

—Llamaré al Friern Barnet —dijo Julia.

—Oh, no, no —le rogó Colin.Julia entró de nuevo en el salón,

interrumpió otra interpretación de

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Sally y se inclinó para preguntar:—¿Molly? ¿Se llama Molly?

Dígame, ¿se ha escapado de FriernBarnet?

—Sí, me escapé porque esNavidad. Me escapé para ver a misamigos, pero no sé dónde están. PeroFriern es bueno y Barnet más buenoaún, así que dejarán volver a lapobre Molly Marlene.

—Ve a telefonear —ordenóJulia a Andrew, que salió de lahabitación.

—Nunca os lo perdonaré —soltó Colin, enfadado, triste y

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ofendido.—Pobre muchacho —se

compadeció Wilhelm.—Vais a enviarla de vuelta a

un... un...—A un manicomio, cariño,

quieres decir a un manicomio —dijola mujer—. Pero no pasa nada, no teaflijas. Ni te enfades. —Se rió.

Andrew regresó después dehacer la llamada. Todos se sentarona esperar, Colín con lágrimas en losojos, y escucharon a la locareclinada en el sofá cantar Sally unay otra vez. La aguda y dulce melodía

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estrujó el corazón a todos, no sólo aColin.

Abajo, la crisis habíainterrumpido el jolgorio de la cena ysuscitado una discusión tan acaloradaque los comensales habían terminadopor dispersarse.

Sonó el timbre. Andrew bajó aabrir y reapareció con una mujer demediana edad y aspecto cansado,bata gris y algo que le colgaba delbrazo..., sí, una camisa de fuerza.

—Muy bien, Molly —le dijo ala fugada en tono de reproche—.Vaya momento que has escogido.

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Sabes que siempre estamos cortos depersonal durante las fiestas.

—Has sido mala, Molly —susurró la enferma para sí en tonoadmonitorio mientras se levantabaapoyándose en Frances. Se propinóuna palmada en la mano—. MollyMarlene es una niña traviesa.

La funcionaría examinó a laenferma y llegó a la conclusión deque no habría necesidad de recurrir ala fuerza. Pasó un brazo por loshombros de Molly, o Marlene, y lacondujo hacia la puerta y lasescaleras. Las siguieron todos, salvo

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Julia.—Adióoooooos... No

lloréiiiiis... —En el vestíbulo sevolvió hacia ellos—. Aquéllosfueron buenos tiempos —dijo—. Losmás felices de mi vida. Todospreguntaban por mí. Me llamabanMarlene. De hecho, es mi nombre deguerra. Siempre me pedían quecantara mi Sally.

Y cantando su Sally salió a lacalle, del brazo de su cuidadora, quese dio la vuelta para decirles:

—Es la Navidad, ¿saben?Todos se alteran en Navidad.

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—¿Cómo hemos podido hacerleeso? —le recriminó Colin a sumadre, con los ojos anegados enlágrimas—. No echaríamos ni a unperro en una noche como ésta. —Ysubió a su habitación. Sophie, queaún estaba en la cocina, corrió tras élpara consolarlo. En realidad hacíauna noche bastante agradable: comosi ésa fuera la cuestión.

Al día siguiente, por la tarde,Colin tomó el autobús para ir a laclínica psiquiátrica. Lo único quesabía era que quedaba en el norte deLondres. Grande como una mansión,

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evocando por asociación de ideas elescenario de una novela gótica. Colinaccedió a un pasillo que parecíamedir unos cuatrocientos metros delargo, pintado de un brillante verdevómito. Al fondo encontró lasescaleras, y en ellas a la mujer que lanoche anterior había ido a buscar a lapobre Molly-Marlene. Le comunicóque Molly Smith estaba en lahabitación 23 y que no se disgustarasi no lo reconocía. Llevaba undelantal de plástico, toallas sobre elbrazo y una fragante pastilla de jabónen la mano. La 23 era una habitación

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amplia, luminosa y con grandesventanas, pero necesitaba una manode pintura. En las paredes habíaramitas de acebo pegadas con cintaadhesiva, y sentados en lasdesvencijadas sillas hombres ymujeres de diversas edades, algunoscon la mirada ausente, otrosmoviéndose con nerviosismo en unaactitud que era la expresión visiblede sus ansias de estar en otra parte, yun grupo de unas diez personasparticipaba en una especie demerienda festiva, con tazas de té enlas manos, pasándose fuentes de

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galletas y conversando. Una de ellasera Molly, o Marlene. Incómodo yturbado como un niño indefenso enuna habitación llena de adultos,Colin se acercó:

—Hola, ¿me recuerda? Anocheestuvo en mi casa.

—¿De veras, cariño? Ay, losiento, no lo recuerdo. ¿Entonces meescapé? A veces me escapo y luego...Pero siéntate, cariño. ¿Cómo tellamas?

Colin tomó asiento en una sillavacía, cerca de la mujer, observadopor todos los presentes, que siempre

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estaban deseando que ocurriera algointeresante. Intentaba entablarconversación cuando la celadora,enfermera o guardiana, la mujer de lanoche anterior, entró y anunció:

—El baño está libre.Un hombre de mediana edad se

levantó y salió.—Después yo —dijo Molly,

sonriéndole a Colin con un gesto devaga pero ansiosa atención.

—¿Cuánto tiempo...? Quierodecir..., ¿hace mucho que está aquí?—preguntó Colin.

—Oh, sí, cariño, mucho tiempo.

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La celadora, que no habíasoltado su carga de toallas y jabón,se hallaba de pie en el vano de lapuerta.

—Ésta es su casa —terció—.Es la casa de Molly.

—Bueno, no tengo otra —convino Molly, riendo con alegría—.A veces salgo a pasear, pero siemprevuelvo.

—Sí, sales a pasear, pero nosiempre vuelves, y tenemos que salira buscarte —señaló la celadora conuna sonrisa.

Colin permaneció allí cerca de

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una hora y, cuando empezaba apensar que debía marcharse, que nosoportaba más aquello, entró unajoven que parecía tan confusa comoél. Por lo visto, Molly había llamadoa su puerta en Nochebuena.

La chica, guapa, menuda y deaspecto lozano, con la mismadesazón que embargaba a Colinescrita en la cara, se sentó junto a ély les habló sobre su colegio, uno delos buenos colegios para chicas,mientras Molly y sus amigos laescuchaban como si trajera noticiasde la lejana Tartaria. Por fin la

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celadora anunció que era la hora delbaño de Molly.

Alivio general. Molly selevantó y se fue al cuarto de baño,seguida por la celadora.

—Ahora te portarás bien, ¿eh,Molly?

Los que se quedaron se pusierona discutir quién sería el siguiente:todos se resistían, porque Mollydejaba el cuarto de baño convertidoen un pantano.

—Cuando sale, el baño pareceun pantano —informó con seriedad alos jóvenes una vieja loca—, como

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si un hipopótamo hubiese pasado porallí.

—¿Qué sabes tú dehipopótamos? —se burló un viejoloco, a todas luces un adversariohabitual—. Siempre hacescomentarios fuera de lugar.

—Sé mucho de hipopótamos —replicó la vieja con furia—. Losmiraba desde la terraza de nuestracasa, que estaba a orillas delLimpopo.

—Cualquiera puede decir quetuvo una casa junto al Limpopo o elDanubio azul —protestó él—,

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cuando nadie puede demostrar locontrario.

Colin y la chica, que se llamabaMandy, salieron del hospital, y él lallevó a cenar a su casa, donde todosestaban ávidos de detalles sobre elterrible manicomio y sus pacientes.

—Son iguales que nosotros —declaró Colin.

—Sí, no entiendo por qué hande estar encerrados —añadió Mandycon ímpetu.

Más tarde Colin abordó primeroa Julia y después a su madre. A losadultos curtidos por la vida les

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resulta difícil, muy difícil escuchar ajóvenes idealistas que pidenexplicaciones sobre las desgraciasdel mundo. «¿Por qué?, ¿por qué?»,quería saber Colin, y la cosa noacabó allí, ya que regresó al hospital.No obstante, se sintió derrotado aldescubrir que Molly no se acordabade su visita anterior. Finalmente ledejó su dirección y su teléfono.

«Por si alguna vez le hace faltaalgo», le dijo a alguien a quien lefaltaba de todo, especialmente sucordura. Mandy hizo lo mismo.

—Has cometido una tontería —

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protestó Julia.—Has sido muy amable —

opinó Frances.Durante una temporada Mandy

se integró en el grupo de «críos» queacudía a cenar. Eso no le acarreóproblemas, ya que tanto su padrecomo su madre trabajaban. No decíaque eran una mierda, sino que hacíantodo lo que podían. Era hija única.Luego se la llevaron a Nueva York.Ella y Colin se escribieron duranteaños.

Transcurrieron veinte antes deque volvieran a verse.

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En los ochenta, comoconsecuencia de otra modaideológica, se cerraron todos losasilos y sanatorios psiquiátricos, ylos pacientes quedaron librados a susuerte, condenados a nadar ohundirse. Llegó una carta en cuyosobre decía, en letra temblorosa,«Colin»; sólo eso y la dirección.Viajó a Brighton y la encontró en unade las residencias dirigidas porfilántropos que acogían a lospacientes de las antiguasinstituciones mentales, cobrándoleshasta el último penique de sus

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pensiones para alojarlos en unascondiciones que a Dickens le habríanresultado familiares.

Se encontró con una ancianaenferma a la que no reconoció, peroque al parecer lo conocía a él.

—Tiene cara de buena persona—dijo Molly Smith, si es que deverdad se apellidaba Smith—. Dileque tiene cara de buena persona.¿Conoces a Colin?

Se estaba muriendo a causa dela bebida —¿de qué iba a ser?—, yen otra de las visitas que le hizo,Colin topó con Mandy, convertida en

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una elegante señora americana con unpar de hijos y un marido o dos.Volvieron a verse en el entierro, yluego Mandy regresó a Washington ydesapareció de la vida de Colin.

Pero aquella noche de Navidadse produjo otro incidente.

Tarde, mucho después demedianoche, Franklin subiósigilosamente por la escalera, atentoa los ruidos de Rose, que al parecerdormía. La cocina estaba oscura.Siguió subiendo y pasó por delantedel salón, donde Geoffrey y Jamesyacían en sus sacos de dormir.

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Continuó hacia la planta siguiente,buscando la habitación de Sylvia.Había luz en el rellano. Llamó a lapuerta con unos golpecitos tan levescomo picotazos de gallina. Nada. Lointentó de nuevo, con muchísimadelicadeza; no se atrevía a llamarmás fuerte. Entonces, justo porencima de él, apareció Andrew.

—¿Qué haces? ¿Te hasperdido? Ésa es la habitación deSylvia.

—Oh, lo siento, he pensadoque...

—Es tarde —dijo Andrew—.

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Vuelve a la cama.Franklin bajó por la escalera

hasta quedar fuera de la vista deAndrew y luego se dejó caer,doblándose, apoyando la cabeza enlas rodillas. Lloró, aunque en vozmuy baja, para que nadie lo oyera.

De repente notó un brazo en suhombro.

—Pobre Franklin. Tranquilo —dijo Colin—. No te preocupes porAndrew. Es uno de los guardianesnatos de este mundo.

—La quiero —sollozó Franklin—. Estoy enamorado de Sylvia.

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Colin aumentó la presión de subrazo y apoyó la mejilla contra lacabeza de Franklin. La frotó contra lamullida mata de pelo que parecíairradiar salud y fuerza, como elbrezo.

—No es verdad —repuso—.No es más que una cría, ¿sabes? Sí,aunque tenga dieciséis años, odiecisiete, o los que sean, es una...,bueno, aún no ha madurado. Es culpade sus padres. Le fastidiaron la vida.—En este punto descubrió consorpresa que estaba tentado de risa:aquello era absurdo. Aun así,

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perseveró—. Son todos unosmierdas. —Tosió para enmascararuna carcajada.

Franklin estaba másdesconcertado que de costumbre.

—Tu madre me parecemaravillosa. Es muy buena conmigo.

—Sí, supongo que sí. PeroSylvia no te conviene. Tendrás queenamorarte de otra. Qué tal... —Comenzó a enumerar a las chicas delcolegio, recitando los nombres comosi cantara—. Tienes a Jilly y a Jolly.Tienes a Milly y a Molly. Tienes aElizabeth y a Margaret, a Caroline y

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a Roberta. —Con voz normal y unacarcajada maliciosa, agregó—:Nadie podría tacharlas de inmaduras.

«Pero yo quiero a Sylvia»,pensaba Franklin. Esa niña pálida,con su algodonosa melena rubia, lohabía hechizado; estrecharla entresus brazos sería... Apartó la mirada yguardó silencio. Colin percibió queaquellos hombros, bajo su brazo,despedían calor y angustia. Cuánto seidentificaba con esa angustia, quéseguro estaba de que nada de lo quepudiera decir haría que Franklin sesintiera mejor. Comenzó a acunarlo

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suavemente. Lo único que Franklinquería en ese momento era regresar aÁfrica, marcharse para no volver;aquello era demasiado para él, y noobstante sabía que Colin era bueno.Y le gustaba estar sentado allí,rodeado por los brazos de ese buenchico.

—¿Quieres subir tu saco dedormir a mi habitación? Será mejorque estar en compañía de Rose, ypodremos dormir hasta que nos dé lagana.

—Sí..., no, no, es igual. Me voyabajo. Gracias, Colin. —«Pero la

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quiero», repetía para sus adentros.—Como te apetezca —dijo

Colin. Se levantó y subió a su cuarto.Franklin bajó al suyo, pensando:

«Por la mañana me pondrá de vueltay media...» Se refería a Andrew. Sinembargo, éste no mencionó elincidente, y Sylvia nunca supo que laañoranza había empujado a Franklina llamar a su puerta.

Cuando llegó al pie de laescalera, encontró a Rose con losbrazos en jarras y una mueca dedesconfianza en el rostro.

—Si pretendes acostarte con

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Sophie, piénsatelo mejor. AunqueRoland Shattock no le haga caso,Colin está loco por ella.

—¿Sophie? —balbuceóFranklin.

—Oh, sí, todos vais detrás deSophie.

—Ha sido un error —dijoFranklin—. Un error, nada más.

—¿De veras? —preguntó Rose—. ¿Crees que puedes engañarme?—Le dio la espalda y se metió en lacama.

Pese a que no estaba enamoradade Franklin, que ni siquiera le

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gustaba, le habría gustado queintentara ligársela. Una hermana;vamos, ya le enseñaría ella qué clasede hermana era. No podía rechazar aun negro, ¿verdad? Lo heriría en suamor propio.

Franklin, hecho un ovillo en sucama, tenso como un puño, llorabadesconsoladamente.

Aquel año tumultuoso, 1968, fuebastante pacífico en casa de Julia,que desde hacía tiempo no estaballena de «críos» sino de adultosformales.

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Cuatro años es mucho tiempo...,al menos cuando uno es joven.

Sylvia, que al final se revelócomo una personaextraordinariamente brillante, habíacomprimido los estudios de dos añosen uno, abordaba los exámenes comosi de retos estimulantes se tratase yno parecía cultivar amistades. Sehabía convertido al catolicismo,visitaba a menudo a un jesuita deFarm Street llamado padre Jack e ibatodos los domingos a la catedral deWestminster. Le faltaba poco paralicenciarse en Medicina.

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A Andrew también le iba bien.Viajaba desde Cambridge confrecuencia. A su madre lepreocupaba que no tuviese novia,pero él decía que aún le daba denterapensar en todas las uvas verdes queles había visto comer a ellos, «loscarrozas».

Colin había accedido apresentarse a los exámenes finalesdel instituto, pero no lo hizo. Pasósemanas enteras en la cama, gritando«largo» a cualquiera que llamase asu puerta. Un día se levantó como sital cosa y anunció que quería ver

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mundo —«Es hora de que veamundo, mamá»—, y se marchó.Llegaron postales de Italia,Alemania, Estados Unidos, Cuba(«Ya podéis decirle a Johnny de miparte que está como una cabra. Estepaís es una mierda»), Brasil yEcuador. Entre viaje y viajeregresaba a casa y se mostrabacortés, pero poco comunicativo.

Sophie se había graduado en laescuela de arte dramático y de vez encuando le ofrecían un pequeño papelen una obra. Fue a ver a Frances y sequejó de que la habían encasillado

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por culpa de su aspecto. Frances norespondió: «No te preocupes, esopasará con el tiempo.» Vivía conRoland Shattock, que ya se habíahecho un nombre e interpretado aHamlet. Le confesó a Frances que noera feliz con él y que sabía que debíadejarlo.

Frances había estado a punto devolver al teatro. Había llegado aaceptar un papel tentador, pero en elúltimo momento se había vistoobligada a rechazarlo. El dinero; eldinero otra vez. Ya no tenía quepagar los estudios de Colin, y Julia

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se había ofrecido a hacerse cargo delos de Sylvia y Andrew, peroentonces Sylvia les pidió permisopara que Phyllida se instalara en elapartamento del sótano. He aquí loque había ocurrido: Johnny habíatelefoneado a Sylvia para ordenarleque fuera a ver a su madre: «Y no teniegues, Tilly, no pongas excusas.»

Sylvia había encontrado a sumadre esperándola, vestida comopara aparentar cordura, aunque conaspecto enfermizo. En la casa nohabía nada que comer, ni siquierauna barra de pan. Johnny se había ido

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a vivir con Stella Linch y no pagabael alquiler. Le había dicho que sebuscara un trabajo.

—¿Cómo voy a buscar trabajo,Tilly? —había preguntado Phyllida asu hija—. No estoy bien.

Era evidente.—¿Por qué no me llamas

Sylvia?—No puedo. Todavía oigo a mi

niña diciendo: «Soy Tilly.» Lapequeña Tilly; así es como terecuerdo.

—Fuiste tú quien me puso elnombre de Sylvia.

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—De acuerdo, Tilly, lointentaré. —Antes de que laverdadera conversación hubieseempezado, Phyllida estabaenjugándose las lágrimas conpañuelos de papel—. Si pudieravivir en ese apartamento, me lasapañaría. A veces consigo sacarlealgo de dinero a tu padre.

—No quiero oír hablar de él —dijo Sylvia—. Nunca fue un padrepara mí. Casi no lo recuerdo.

Su padre era el camarada AlanJohnson, tan célebre como elcamarada Johnny. Había combatido

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en la guerra civil española —en sucaso, de verdad— y lo habíanherido. Julia, que había seguido suascenso hacia el estrellato, lodescribía como «un eminente rojoerrante, igual que Johnny».

—Johnny piensa que Alan meda más dinero del que en realidad meentrega. Hace más de dos años queno me pasa ni un penique.

—Te he dicho que no quiero oírhablar de él.

Estaban sentadas en unahabitación casi desierta, porqueJohnny se había llevado

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prácticamente todos los muebles paraempezar su nueva vida con Stella.Había una mesa pequeña, dos sillas yun viejo sofá.

—Mi vida ha sido un calvario—se lamentó Phyllida, en un tono tanfamiliar que Sylvia se levantó. No setrataba de una táctica ni de unaartimaña: se sentía expulsada por sumadre, por el miedo. Comenzaba aapoderarse de ella ese temblorinterior que en el pasado la habíadejado indefensa, incapacitada,histérica.

—No es culpa mía —dijo.

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—Tampoco mía, desde luego —replicó Phyllida con la ronca yfluctuante voz de su letanía de quejas—. Nunca he hecho nada paramerecer el trato que he recibido.

En ese momento reparó en queSylvia se había ido al otro extremode la habitación, lo más lejos posiblede ella, y que la miraba con unamano sobre la boca, como siestuviera a punto de vomitar.

—Lo siento —se disculpó—.Por favor, no te vayas. Siéntate,Tilly... Sylvia.

La chica regresó, apartó su silla

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de la de su madre, se sentó y aguardócon expresión gélida.

—Si pudiera vivir en eseapartamento, me las apañaría. Se lopediría a Julia, pero Frances me damiedo. Se negaría. Por favor,pídeselo por mí.

—¿Acaso no harías tú lomismo? —inquirió Sylvia conaspereza. La gente que conocía yquería a la deliciosa criatura que, enpalabras de Julia, «da vida a estacasa como un pajarillo», no habríareconocido ese semblante pétreo.

—Pero no es culpa mía... —

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empezó Phyllida otra vez, y al verque Sylvia se levantaba para irse,dijo—: No, no, espera. Lo lamento.

—No aguanto tus quejas ni tusacusaciones. ¿No lo entiendes,mamá? No lo soporto.

—No lo haré más, te lo prometo—aseguró Phyllida, intentandosonreír.

—¿Lo dices en serio? Quieroterminar con los exámenes y sermédico. Si estás en la casa,acosándome todo el tiempo, tendréque largarme. No lo soporto.

Su vehemencia sorprendió a

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Phyllida.—Ay, cariño —suspiró—, ¿tan

mala madre he sido?—Sí, y todavía lo eres. Cuando

era niña no dejabas de decirme quetodo era culpa mía, que si no fuesepor mí podrías hacer esto o aquello.Una vez me amenazaste con que lasdos meteríamos la cabeza en el hornoy moriríamos juntas.

—¿De veras? Supongo quesería por una buena razón.

—Oh, mamá. —Sylvia selevantó—. Hablaré con Julia y conFrances, pero no pienso cuidar de ti.

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No esperes que lo haga. Estaríasmartirizándome todo el tiempo.

De manera que justo cuandoFrances decidió con alegría dejarpara siempre el periodismo, a TíaVera y los artículos sociológicosserios, por no mencionar lospequeños trabajos que hacía conRupert Boland, Julia le comunicó quetendría que pasarle una asignación aPhyllida y cuidar de ella.

—No es como tú, Frances. Esincapaz de valerse por sí misma;pero ya le he dicho que deberáarreglárselas sola y no molestarte.

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—Lo más importante es que nomoleste a Sylvia.

—Según ella, sabráarreglárselas.

—Espero que no se equivoque.—Pero si yo le paso una

asignación a Phyllida... ¿podríasocuparte tú de los gastos de Andrew?¿Ganas lo suficiente?

—Sí, por supuesto.Así fue como volvió a

esfumarse el sueño del teatro. Todoeso había ocurrido en el otoño de1964, junto con otro acontecimiento:Rose se había marchado. Sabía que

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le había ido bien en los exámenes; nonecesitaba que los resultados se loconfirmaran. Apareció en unmomento en que Frances, Colin yAndrew estaban juntos.

—Tengo una gran noticia: melargo —anunció—. De manera quepor fin os libraréis de mí. Me voypara siempre. Voy a estudiar a launiversidad. —Y bajó la escaleracorriendo.

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Poco después se esfumó.Esperaban que llamara o escribiese,pero no lo hizo. Dejó el apartamentodel sótano hecho una pocilga: ropaesparcida por el suelo, restos de unbocadillo en una silla y un par demedias colgadas en el tendedero delbaño. Por otro lado, los «críos»vivían de esa manera, y aquello noera necesariamente un indicio de quehubiera sucedido algo fuera de lonormal.

Frances telefoneó a los padresde Rose. No, no sabían nada de ella.

—Dijo que iba a estudiar a la

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universidad.—¿De veras? Bueno, supongo

que cuando le venga bien nos lo harásaber.

¿Habría que avisar a la policía?No parecía lo más indicado en elcaso de Rose. En varias ocasioneshabían discutido largamente la ideade llamar a la policía por Rose, Jill eincluso por Daniel —que cierta vezhabía desaparecido durante variassemanas—, y siempre la habíanrechazado porque no constituía unamedida acorde con los principios delos sesenta. No debían ponerse en

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contacto con la pasma, los maderos,la bofia, los representantes de latiranía fascista (Gran Bretaña).Julio..., agosto... Geoffrey había oídoa través de la red de información queentonces comunicaba a los jóvenesde distintos continentes que Roseestaba en Grecia con unrevolucionario americano.

En agosto Phyllida consiguió loque quería y se instaló en elapartamento del sótano. Enseptiembre Rose regresó con unaenorme mochila negra a la espalda yla dejó en el suelo de la cocina.

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—He vuelto —proclamó—, contodos mis bienes terrenales.

—Espero que te lo hayaspasado bien —comentó Frances.

—Y una mierda. Los griegosson un asco. Bueno, llevaré miscosas abajo.

—No puedes. ¿Por qué no nosinformaste de tus planes? Elapartamento está ocupado.

Rose se dejó caer en una silla,pasmada e impotente.

—Pero... ¿por qué?... Dije que...¡No es justo!

—Dijiste que te marchabas para

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siempre. Y no te pusiste en contactocon nosotros para contarnos lo quepensabas hacer.

—Pero es mi apartamento.—Lo siento, Rose.—Puedo acampar en el salón.—No, no puedes.—Ya tengo los resultados de

los exámenes. Sobresaliente entodos.

—Enhorabuena.—Voy a ingresar en la

universidad. En la London School ofEconomics.

—Pero ¿has solicitado plaza?

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—Oh, mierda.—Tus padres no saben nada al

respecto.—Ya veo, hay una conspiración

contra mí.Rose estaba encorvada y su

rechoncha cara reflejaba unafragilidad insólita en ella. Estabaafrontando —quizá por primera vez,aunque seguramente no sería laúltima— el hecho de que su forma deser podía hundirla en la...

—¡Mierda! —Repitió—:¡Mierda! He sacado cuatrosobresalientes.

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—Te aconsejo que preguntes atus padres si están dispuestos apagarte los estudios. En tal caso, veal instituto y pídeles que intercedanpor ti en la LSE. De todas maneras,me temo que el curso empezó hacetiempo.

Se levantó con dificultad, comoun pájaro herido, cogió su enormemochila negra y salió con pasovacilante de la cocina. No se oíanada desde el vestíbulo. ¿Estabarecuperándose, pensándolo mejor, talvez? Entonces se oyó un portazo. Nofue al instituto ni a casa de sus

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padres, pero los chicos la vieron endiscotecas, manifestaciones y mítinespolíticos en distintos puntos deLondres.

Casi inmediatamente después deque Phyllida se instalara allí, llegóJill. Era un fin de semana y Andrewse encontraba allí. Frances y élestaban cenando e invitaron a Jill aque los acompañara.

No le preguntaron qué habíahecho. Tenía las manos cubiertas decicatrices y había engordado hasta unextremo insalubre. Ya no era lajovencita rubia, delgada y pulcra del

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pasado; la ropa le venía demasiadoceñida y sus facciones se habíanvuelto fofas. Aunque no lainterrogaron, ella los puso al día. Lahabían internado en una instituciónpsiquiátrica, se había fugado, habíaregresado voluntariamente y habíaacabado ayudando a las enfermerascon los demás pacientes. Pensabaque estaba curada, y los médicoscoincidían con ella.

«¿Crees que podrías intercederante el colegio para que mereadmitieran? Si pudiera presentarmea los exámenes... Estoy segura de que

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aprobaría. Estuve estudiando un pocoen el manicomio. —De nuevoFrances respondió que era un pocotarde—. ¿No podrías hablar conellos?» —insistió Jill.

La complació, y en el institutohicieron una excepción por Jill, aquien creían capaz de superar losexámenes si se aplicaba. Pero¿dónde iba a vivir? Le preguntaron aPhyllida si le importaría ocupar lahabitación donde se había alojadoFranklin: «A caballo regalado...»

En cuanto Jill se instaló, sinembargo, Phyllida la convirtió en

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blanco de sus acusaciones. Desde lacocina oían la constante y monótonaretahíla de quejas, y al cabo de unsolo día Jill pidió ayuda a Sylvia, yjuntas fueron a hablar con Frances yAndrew.

—Nadie la soporta —dijoSylvia—. No culpéis a Jill.

—No la culpo —repusoFrances.

—No la culpamos —convinoAndrew.

—Podría dormir en el salón —sugirió Jill.

—Puedes usar nuestro cuarto de

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baño —ofreció Andrew.Concedieron a Jill lo que les

había parecido inadmisible en elcaso de Rose, pues ella no llenaría elcentro de la casa con nubarrones deira y desconfianza.

—Lo sabía —comentó Julia—.Sabía que llegaría este momento.Esta hermosa casa se ha convertidoen una pensión. Me sorprende que nohaya sucedido antes.

—Casi nunca usamos el salón.—Esa no es la cuestión,

Andrew.—Lo sé, abuela.

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Tal fue la situación a partir delotoño de 1964: Andrew iba y veníadesde Cambridge, Jill estudiaba conesmero, como una chica responsabley buena, Sylvia se esforzaba tantoque Julia decía entre lágrimas queacabaría por enfermar, Colin pasabatemporadas allí y temporadas fuera.Frances trabajaba en casa y en elCosmo, a menudo colaborando conRupert Boland en interesantesproyectos. Phyllida permanecía en elapartamento del sótano y se portababien, sin molestar a Sylvia, querehuía su compañía.

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En 1965 Jill se reconcilió consus padres y se matriculó en la LSE,«para estar con mis amigos».Aseguró que jamás olvidaría labondad que la había sacado delabismo. «Me rescatasteis —declarócon seriedad—. No sé qué habríahecho sin vosotros.» De ahí enadelante recibieron noticias suyas através de terceros: estaba muy metidaen los nuevos movimientos políticosy se veía a menudo con Johnny y suscamaradas.

Habían transcurrido cuatro añosy corría el verano de 1968.

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Era fin de semana. Ni Andrewni Sylvia se habían tomado fiesta;estaban estudiando. Colin habíaregresado a casa y anunciado que ibaa escribir una novela. «¡Desde luego!—se había escandalizado Julia, no enpresencia de su nieto, aunque él sehabía enterado—. La profesión delos fracasados.» De ese modo loproveyó del primer requisito paraconvertirse en novelista, el despreciode los más allegados y queridos,aunque Frances tomó la precauciónde mostrarse evasiva, y Andrew,enigmático.

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Johnny telefoneó para decir queles haría una visita. «No tepreocupes por la comida. Yahabremos cenado.» Estasorprendente desfachatez —pensóFrances mientras su tensión arterialexperimentaba una subida y volvía abajar— debía de ser el concepto queJohnny tenía de lo que significabacongraciarse. Aquel «habremos»resultaba intrigante. No podíareferirse a Stella, que estaba enEstados Unidos. Había acudido atomar parte en las grandes batallaspara erradicar la discriminación de

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los negros en el Sur, y había acabadodestacando por su valentía y sucapacidad de organización. Alconstatar que se le terminaba elvisado de turista, se había casadocon un americano, aunque habíallamado a Johnny para comunicarleque se trataba de una meraformalidad. Regresaría cuandohubieran ganado la guerra. Sinembargo, según rumores procedentesdel otro lado del Atlántico, esematrimonio de convenienciamarchaba bien, mejor que su relacióncon Johnny, que había sido bastante

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desastrosa. Ella mucho más jovenque él, lo había admirado en unprincipio, pero pronto habíaaprendido a ver las cosas tal comoeran. Había tenido tiempo de sobrapara reflexionar, ya que Johnny ladejaba sola a menudo para asistir areuniones o viajar con distintasdelegaciones a los países amigos.

A Johnny le habría gustadoparticipar en las grandes batallasamericanas, por las que suspirabacomo un niño a quien no habíaninvitado a una fiesta, pero noconsiguió un visado. Insinuó que se

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lo habían denegado debido a susantecedentes en la guerra civilespañola. No obstante, prontollegaron los conflictos de Francia yél se unió a todos los frentesconforme aparecían en las noticias.De hecho, los acontecimientos de1968 le sirvieron de escarmiento.Por doquier surgían héroes jóvenes,armados de biblias nuevas. A Johnnyno le quedó otro remedio quedocumentarse.

No fue el único miembro de lavieja guardia obligado a releer elManifiesto comunista. «Es la

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auténtica literatura revolucionaria»,murmuraba.

En Francia cada héroe tenía ungrupo de jovencitas a su servicio, ygracias al nuevo puntal del programarevolucionario, la libertad sexual,todo el mundo se acostaba con todoel mundo. Pero a Johnny no habíaquien lo cortejase. Además de inglés,era mayor.

Jamás recordaría con placer elaño 1968, a diferencia de loscentenares de miles de militantes queparticiparon en las revueltascallejeras, los enfrentamientos con la

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policía, los apedreamientos, lascarreras, la construcción debarricadas y las orgías sexuales, quelo rememorarían como el luminosoapogeo de sus conquistas juveniles.

Al comprender que Stella noalbergaba la menor intención deregresar a su lado, había vuelto amudarse al piso que había dejadolibre Phyllida, convertido en la sedede una especie de comuna que acogíaa revolucionarios de todo el mundo,incluidos estadounidenses quedeseaban librarse de ir a Vietnam,sudamericanos y políticos africanos.

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La cocina pareció atestada tanpronto como Johnny entró en ella, y alas tres personas que cenabansentadas a la mesa les entróinstantáneamente complejo deinsulsas y apáticas, pues los reciénllegados, que acababan de salir deuna asamblea, estaban eufóricos yllenos de energía. Johnny y elcamarada Mo reían, y este últimoabrazó a Frances.

—Danny Cohn-Bendit ha dichoque el socialismo no llegará hastaque se ahorque al último capitalistacon las tripas del último burócrata —

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le comentó.Franklin —ella no había

reconocido de inmediato a esehombre robusto y elegantementetrajeado— le presentó al negro queiba con él:

—Ésta es Frances, de quien yate he hablado. Fue como una madrepara mí. Éste es el camaradaMatthew, nuestro líder.

—Es un placer —dijo elhombre sin sonreír, con lasolemnidad de los compañeros de laépoca en que había prevalecido laseveridad de Lenin (que pronto

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regresaría).Saltaba a la vista que se sentía

incómodo, que no le gustaba estarallí. Permaneció de pie, serio, eincluso echó un vistazo al relojmientras «los críos», que ya eranadultos, saludaban a Franklin. Éste seaproximó a Sylvia, que se levantó y,tras titubear por un instante, loabrazó afectuosamente; él cerró losojos, y al abrirlos segundos despuésestaban arrasados en lágrimas.

—Sentaos —los invitó Andrew,acercando las sillas que estabanapiladas contra la pared.

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El camarada Matthew se sentócon expresión ceñuda y miró denuevo el reloj.

El camarada Mo, que despuésde su última visita había viajado aChina para dar su bendición a laRevolución Cultural (como habíahecho con el Gran Salto Adelante yQue Florezcan Cien Flores delPensamiento), impartía conferenciaspor todo el mundo sobre losbeneficios de dicha revolución nosólo para China sino para toda lahumanidad. Se sentó y cogió un trozode pan.

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—El camarada Matthew es miprimo —informó Franklin a Frances.

—Pertenecemos a la mismatribu —lo corrigió el hombre mayor.

—Bueno, es que eso de lastribus suena desfasado —se excusóFranklin. Resultaba evidente que ledaba miedo contradecir a su jefe.

—Soy consciente de que eninglés se emplea el término «primo».

Estaban todos sentados, menosJohnny, que se dirigió a sus hijos:

—¿Habéis oído lo que dijoDanny Cohn-Bendit de...?

Frances, temerosa de que el

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camarada Mo sucumbiese a otroataque de risa, se apresuró ainterrumpirlo:

—Lo oímos la primera vez.Pobre muchacho, tuvo una infanciahorrible. Padre alemán..., madrefrancesa..., poco dinero... Fue unproducto de la guerra. Su madre crióa sus hijos sola.

Sí, lo hacía adrede,naturalmente, sonriendo mientrashablaba, y primero Andrew ydespués Colin rieron.

—Me temo que mi mujer jamásha entendido de política —gruñó

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Johnny, enfadado.—Ex mujer —precisó Frances

—. En un pasado muy lejano.—Éstos son mis hijos —señaló

Johnny.Andrew apuró el vino de su

copa mientras Colin decía:—Sí, es un privilegio para

nosotros.Los tres negros parecían

incómodos, pero de repente elcamarada Mo, que había pasado diezaños viajando por el ancho mundo,soltó una carcajada alegre.

—Mi mujer también me hace

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reproches —observó—. No entiendeque la lucha está por encima de lasobligaciones familiares.

—¿Te ve alguna vez? —preguntó Frances.

—¿Y se alegra de verte? —añadió Colin.

El camarada Mo lo fulminó conla mirada, pero sólo vio una carasonriente.

—El problema son mis hijos —explicó, sacudiendo la cabeza—. Eslo más duro para mí... A veces nisiquiera los reconozco.

Sylvia había preparado café y

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estaba sirviendo un pastel y galletas.Saltaba a la vista que los invitadosesperaban algo más. Como tantasotras veces, Frances sacó todo lo quehabía en la nevera, así como losrestos de la cena, y los colocó sobrela mesa.

—Siéntate —le dijo a Johnny,que se acomodó con aire digno ycomenzó a servirse.

—No has preguntado porPhyllida —le reprochó Sylvia—. Note has interesado por el estado de mimadre.

—Sí, yo también me he fijado

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—se sumó Frances.—Iba a hacerlo dentro de un

momento —aseguró Johnny.—Cuando Johnny me dijo que

vendría a veros, pensé que tenía queacompañarlo —contó Franklin—.Nunca olvidaré lo bien que metrataron aquí.

—¿Has vuelto a casa? —preguntó Frances—. Al final nofuiste a la universidad, ¿no?

—Sólo a la universidad de lavida —respondió Franklin.

—Frances, en los tiempos quecorren uno no le pregunta a la

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directiva negra lo que está haciendo—la riñó Johnny—. Hasta túdeberías darte cuenta.

—No —convino el camaradaMatthew—, no es el momento depreguntar esas cosas. —Y añadió—:No debemos olvidar que tengo quepronunciar un discurso dentro de unahora.

Los camaradas Johnny, Frankliny Mo comenzaron a comer lo másrápidamente posible, pero elcamarada Matthew ya habíaterminado: era uno de esosindividuos que comen con frugalidad,

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casi por obligación.—Antes de irme debo

transmitiros un mensaje de Geoffrey—anunció Johnny—. Ha estadoconmigo en las barricadas de París.Os envía recuerdos.

—Dios santo —exclamó Colin—, nuestro pequeño Geoffrey, con subonita cara de niño inocente, en lasbarricadas.

—Es un compañero serio yvalioso —repuso Johnny—. Tiene unrincón en mi casa.

—Hablas como en una antiguanovela rusa —comentó Andrew—.

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¿Qué es eso de un rincón?—Él y Daniel pasan alguna que

otra noche en mi casa. Tengo un parde sacos de dormir reservados paraellos. Y ahora, antes de irme, debopreguntaros si sabéis en qué estámetida Phyllida.

—¿En qué está metida? —inquirió Sylvia con tanto desprecioque todos pudieron ver a la otraSylvia.

Sorpresa. Estaban estupefactos.Franklin dejó escapar una risitanerviosa. Johnny se obligó aplantarle cara.

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—Tu madre está trabajando deadivina. Se anuncia en los tablonesde las tiendas de prensa y chucherías,y da esta dirección.

Andrew rió. Colin y Frances loimitaron.

—¿Qué os hace tanta gracia? —preguntó Sylvia.

El camarada Mo, desconcertadopor este «choque de culturas», dijo:

—Uno de estos días vendré aque me lea el futuro.

—Si posee el don, será porquesus antepasados la aprecian —explicó Franklin—. Mi abuela era

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una mujer sabia. Vosotros lallamaríais hechicera. Era unan’ganga.

—Una mujer chamán —tradujoJohnny.

—Yo estoy de acuerdo con elcamarada Johnny —declaró elcamarada Matthew—. Esassupersticiones son reaccionarias ydeberían prohibirse. —Se levantópara irse.

—Deberías alegrarte de quegane algo de dinero —le dijoFrances a Johnny, que también sepuso en pie.

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—Vamos, compañeros. Es horade irnos.

Antes de salir titubeó por uninstante.

—Decidle a Julia que disuada aPhyllida de hacer esas cosas —pidió, como para recuperar el controlde la situación.

Frances descubrió que sentíapena por Johnny. Se lo veía tanmayor... Bueno, ambos se acercabana los cincuenta. La chaqueta a lo Maole venía grande. Por su airecompungido dedujo que no le habíaido bien en París. «Se ha quedado

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atrás —pensó—. Igual que yo.»Se equivocaba con respecto a

los dos.A la vuelta de la esquina estaba

la década de los setenta, que a lolargo y ancho del mundo (el mundono comunista) engendró una raza declones del Che Guevara, y durante lacual las universidades, en particularlas de Londres, celebraron casicontinuamente la Revolución conmanifestaciones, revueltas, sentadas,encierros y toda clase de batallas.Mirase uno a donde mirase, seencontraba con jóvenes héroes, y

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Johnny se convirtió en un viejopatriarca: el hecho de que fuera unestalinista casi impenitente leconfería un atractivo limitado anteaquellos jóvenes, que en generalestaban convencidos de que siTrotski hubiera ganado la batalla delpoder contra Stalin, el comunismohabría lucido una cara beatífica.Además tenía otra desventaja, quehacía que su séquito estuvieracompuesto casi exclusivamente porhombres en lugar de por jovencitasentusiastas. Su estilo resultaba undesastre. El adecuado era el de los

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camaradas Tommy, Billy, o Jimmy,que llamaban la atención de unachica con un desdeñoso chasquido dededos y espetaban: «Eres una basuraburguesa», con la consiguienteconnotación de: «Deja todo lo quetienes y vente conmigo.» (O másbien: «Dame todo lo que tienes.»)Esto sigue vigente en la actualidad.Resulta irresistible. Y había algopeor: mientras que en el pasado lalimpieza había sido equiparable a lasantidad, ahora la mugre y el malolor se consideraban tan valiososcomo la tarjeta de afiliación al

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partido. Por desgracia Johnny, quehabía sido criado por Julia —o porsus criados—, era incapaz de ofrecerhediondos abrazos. La jerga... bueno,sí, se las apañaba con ella. Mierda,joder, vendido, fascista: tododiscurso político debía contener esaspalabras.

Sin embargo, estos placeresmalolientes aún estaban por llegar.

Wilhelm Stein, que tan a menudosubía por la escalera para visitar aJulia, saludando con un formalmovimiento de cabeza a quien

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encontrase en su camino, llamó esanoche a la puerta de la cocina,aguardó hasta que oyó un «adelante»y entró, haciendo una pequeñareverencia. El cabello y la barbaplatinados, el bastón con empuñadurade plata, el traje y hasta la posiciónde sus gafas traslucían unarecriminación hacia las tres personasque estaban sentadas a la mesa,cenando.

Cuando Frances, Andrew yColin lo invitaron a sentarse,obedeció y mantuvo el bastónvertical a su lado, sostenido por una

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mano maravillosamente cuidada quelucía un anillo con una oscura piedraazul.

—Me he tomado la libertad deinterrumpirlos para hablarles deJulia —dijo, y posó la mirada sobrecada uno de ellos como paraimpresionarlos con su seriedad.Todos esperaron—. Vuestra abuelano se encuentra bien —informó a losjóvenes, volviéndose hacia Frances,añadió—: Soy consciente de lo quecuesta convencer a Julia de que hagalas cosas que le convienen.

Los tres pares de ojos que lo

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observaban le indicaron que loshabía juzgado mal. Suspiró e hizoademán de levantarse, pero cambióde idea, tosió y dijo:

—No es que crea que no hancuidado debidamente de ella.

Colin se hizo cargo de lasituación. Se había convertido en unjoven robusto, con un aire todavíainfantil en su redonda cara, y laspesadas gafas de montura negra quellevaba parecían querer controlarunas facciones que con demasiadafrecuencia amenazaban con estallaren una carcajada irónica.

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—Sé que no es feliz —comentó—. Todos lo sabemos.

—Me temo que podría estarenferma.

El problema residía en que Juliahabía perdido a Sylvia. Sí, la jovenseguía en la casa, que era su hogar,pero los acontecimientos habíanobligado a Julia a pensar que estavez la separación era definitiva.¿Acaso Wilhelm no lo veía?

—Julia está sufriendo porSylvia —explicó Andrew—. Es asíde sencillo.

—No soy tan idiota para no

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darme cuenta de cuáles son lossentimientos de Julia. Pero el asuntono tiene nada de sencillo.

Se puso en pie, decepcionado.—¿Qué quiere que hagamos? —

quiso saber Frances.—Julia no debería pasar tanto

tiempo sola. Tendría que salir acaminar. Sale muy poco, y noconsigo convencerla de que suproblema no es la edad. Yo tengodiez años más que ella y no me hedado por vencido. Me temo que Juliasí.

Frances estaba pensando que en

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todos aquellos años Julia jamáshabía aceptado una invitación para ira cenar, a dar un paseo, al teatro o auna galería de arte. «Gracias,Frances, eres muy amable», selimitaba a decir.

—Quiero pedirles permiso paracomprarle un perro a Julia. No, no unperro grande y alborotador, sino unopequeño. Tendrá que ocuparse de ély sacarlo a pasear.

Una vez más, los tres rostrosevidenciaron que no le confiarían loque opinaban.

¿De verdad creía el viejo que

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un perrito iba a llenar el vacío en elcorazón de Julia? Un trueque: ¡unperro a cambio de Sylvia!

—Claro que puede regalárselo—dijo Frances—, si piensa que ellase alegrará...

Ahora Wilhelm, que acababa deconfesar que contaba más de ochentaaños, aunque no le creyeran,respondió:

—No es que esté convencido deque sea lo mejor para ella. Pero laverdad es que... estoy desesperado.—La solemnidad de sus modales, desu estilo, se esfumó, y de repente

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vieron ante sí a un anciano humilde,con lágrimas que se deslizaban haciala barba—. Es necesario decirlesque le profeso un gran afecto a Julia.Me entristece verla tan... tan... —Salía de la cocina—. Discúlpenme,deben disculparme.

—¿Quién será el primero endecir: «No pienso ocuparme de eseperro.»? —preguntó Frances.

Wilhelm apareció con unpequeño terrier al que ya habíapuesto el nombre de Stückchen —quesignificaba «trocito», «cosapequeña»— y a modo de broma le

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había atado un gran lazo azul alcuello. Si bien la primera reacciónde Julia fue apartarse del perro quecorreteaba ladrando alrededor de sufalda, al advertir la ansiedad de suamigo por verla contenta se inclinópara acariciar al animal ytranquilizarlo. Hizo unainterpretación lo bastante buenacomo para que Wilhelm pensara quellegaría a querer al cachorro, perocuando él se marchó, ella, conscientede que tendría que encargarse de lacomida y las cacas del animal, sesentó temblando en una silla y pensó:

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«Es mi mejor amigo y me conoce tanpoco que cree que deseo unamascota.»

Los días siguientes fueronincómodos: alimentos para perro,excrementos en el suelo, olores y unbicho inquieto que ponía a Julia alborde del llanto con sus ladridos.«¿Cómo ha podido?», se preguntaba,y cuando Wilhelm volvió a visitarla,los esfuerzos de Julia por mostrarseamable le indicaron que habíacometido un gran error.

—Pero, querida, te vendría muybien sacarlo a pasear. ¿Cómo lo has

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llamado? ¿Huracán? ¡Ya veo! —Ytomó la puerta ofendido, de maneraque ahora Julia habría depreocuparse también por él.

Como sabía que su ama lodetestaba, Huracán trabó amistad conColin, que lo quería porque lo hacíareír, y así fue como se convirtió enFiera, debido a lo ridículo queresultaba ver a ese animal minúsculogruñendo, defendiéndose y atacandocon unas mandíbulas del tamaño delas pinzas de Julia para servir elazúcar. Sus patas eran como bolas dealgodón, sus ojos como negras

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semillas de papaya, su cola como unaensortijada cinta de seda plateada.Fiera seguía a Colin a todas partes,de manera que el perro quesupuestamente iba a ser bueno paraJulia acabó siendo bueno para Colin,que no tenía amigos, daba solitariospaseos por el parque y bebía enexceso; nada grave, pero losuficiente para que Frances leconfesara que estaba preocupada. Élse enfadó. «No me gusta que meespíen.»

El verdadero problema era quedetestaba depender de su madre y su

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abuela. Había escrito dos novelasque distaban de ser buenas, lo sabía,y estaba trabajando en la tercera, conWilhelm Stein como mentor. Sealegraba de que Andrew hubieravuelto a convertirse en una personadependiente. Después de aprobar susexámenes con notas brillantes, éstese había incorporado a un bufete,pero ahora había decidido estudiarDerecho Internacional. Había vueltoa casa y planeaba ingresar en Oxfordpara seguir un curso de dos años.

Sylvia ya era médico residente,mucho más joven que sus

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compañeros, y trabajaba tan durocomo los demás. Siempre regresabaa casa agotada y subía por laescalera como en trance, sin fijarseen nadie ni en nada; mentalmente yaestaba en la cama. Era capaz dedormir veinticuatro horas seguidas yluego se levantaba, se duchaba yvolvía a largarse. A veces ni siquieraiba a saludar a Julia, y mucho menosa darle un beso de buenas noches.

Había algo más. El padre deSylvia, su verdadero padre, elcamarada Alan Johnson, habíamuerto y le había dejado una

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importante suma de dinero. La cartadel abogado llevaba adjunta unacarta de él, que obviamente habíaescrito en estado de ebriedad y quedecía que entendía que ella, Tilly,había sido la única verdad de suvida: «Eres mi legado para elmundo»; por lo visto pensaba que sulegado tangible no representaba másque una irrisoria contribuciónmaterial. Ella ni siquiera recordabasi lo había visto alguna vez.

Sylvia subió a comunicarle lanoticia a Julia y dijo: «Has sido muygenerosa conmigo, pero ya no

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necesito más limosnas.»Julia calló y se estrujó las

manos sobre el regazo como si lajoven la hubiera golpeado. La faltade tacto se debía al agotamiento.Sencillamente, Sylvia no estaba ensus cabales. No era una personacapaz de soportar una tensión y unestrés continuos; seguía siendo unajovencita frágil, con los ojos azulessiempre irritados, por no hablar de lomucho que tosía.

Wilhelm se encontró con Sylviacuando ésta subía por la escalera,después de una semana de trabajo

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ininterrumpido y casi sin dormir, y lepidió consejo médico sobre Julia.«Lo siento, no me he especializadoen geriatría», repuso ella y siguióhacia su cuarto, donde se acostó y sedurmió en el acto.

Julia la había oído desde elrellano. Geriatría. Rumiaba, sufría...,todo constituía una afrenta para ellaen su estado paranoico. Sentía queSylvia se había vuelto contra ella.

Sylvia había leído la carta delabogado cuando estaba tannecesitada de sueño como unprisionero torturado, o como la

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madre de un recién nacido. Bajó aver a Phyllida con la carta en lamano, y la encontró enfundada en unquimono estampado con los signosdel zodíaco. Interrumpió elsarcástico «¿a qué debo el honor...?»de su madre con una pregunta:

—¿Te ha dejado dinero, mamá?—¿Quién? ¿De qué hablas?—Mi padre. Me ha dejado

dinero. —Antes de que Phyllidaestallara, como auguraba su rostro, ledijo—: Escucha, calla y escucha.

Phyllida, empero, ya habíaempezado con su letanía de quejas:

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—Así que yo no cuento, ¿no?Por supuesto que no, te ha dejado eldinero a ti...

Sin embargo, Sylvia se habíadejado caer en una silla y se habíaquedado dormida en el acto. Phyllidasospechó que se trataba de un truco ouna trampa. Miró con fijeza a su hijae incluso le levantó una lánguidamano y la dejó caer. Se sentópesadamente, estupefacta, pasmada ysin habla. No era consciente de queSylvia trabajase tanto; todo el mundosabía que los médicos jóvenes...,pero que pudiera dormirse de esa

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manera, así sin más... Recogió lacarta que había caído al suelo, laleyó y se sentó con ella en la mano.Hacía años que no se le presentabala oportunidad de observar a su hija,de observarla de verdad. En esemomento lo hizo. Tilly estaba tandelgada, pálida y desmejorada... Eraun crimen lo que les exigían a losmédicos residentes, alguien deberíapagar por ello...

Esos pensamientos se fundieroncon la quietud. Las pesadas cortinasestaban echadas, la casa en silencio.¿Debía despertar a Tilly? Llegaría

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tarde al trabajo. Ese rostro... no separecía en absoluto al suyo. Tenía laboca de su padre, roja y delicada.«Rojo y delicado», buenas palabraspara describir al camarada Alan, elhéroe..., o eso creían todos. Se habíacasado con dos héroes comunistas,uno detrás del otro. ¿En quédemonios habría estado pensando?(Esta autocrítica tan impropia de ellapronto la conduciría a la víadolorosa de la psicoterapia, y de allía una existencia nueva.)

¿Tilly había bajado a contarlelo de la herencia para jactarse? ¿Se

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trataba de una provocación? Susentido de la justicia le dijo que no.Sylvia se daba muchas ínfulas ydetestaba a su madre, pero jamás lahabía tratado con crueldad.

La joven despertó sobresaltaday creyó que se encontraba en mediode una pesadilla. La áspera y rojacara de su madre, con susdesquiciados ojos acusadores, estabajusto encima de la suya, y al cabo deun instante esa voz comenzaría achillarle, a gritarle como decostumbre. «Me has destrozado lavida. Si no hubiera sido por ti,

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habría... Eres mi maldición, micruz...»

Sylvia gritó, empujó a su madrey se irguió en la silla. Vio su carta enla mano de Phyllida y se la arrebató.Por último se levantó y dijo:

—Ahora escucha, mamá, perono hables, por favor; sé que esinjusto que me haya dejado todo eldinero, de modo que te daré la mitad.Se lo comunicaré al abogado. —Semarchó corriendo, tapándose losoídos con las manos.

Después de consultar a Andrew,Sylvia informó a los abogados y

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éstos realizaron las gestionesnecesarias. Al repartirse el dinerocon Phyllida había convertido unaherencia sustanciosa en una sumaútil, suficiente para comprar unabuena casa, contratar una póliza... ensuma, garantizar cierta seguridad.Andrew le recomendó que buscaraasesoramiento económico.

De buenas a primeras sólohabía que pagar los estudios de unapersona —Andrew—, y Francesdecidió que la siguiente vez que leofrecieran un buen papel en el teatro,lo aceptaría.

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Wilhelm volvió a llamar a la puertade la cocina, pero esta vez el doctorStein era todo sonrisas y se mostrabatímido como un colegial. De nuevoera domingo, y Frances, junto con losdos jóvenes de la casa, interpretabauna escena familiar en torno a lamesa de la cena.

—Tengo novedades —anuncióWilhelm a Frances—. Es decir Coliny yo tenemos novedades. —Sacó unacarta y la sacudió en el aire—.Deberías leerla en voz alta, Colin...¿no? Entonces lo haré yo.

Y leyó la carta de un buen

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editor que decía que El hijastro, laúltima novela de Colin, se publicaríapronto, y que habían depositadograndes esperanzas en ella.

Besos, abrazos, enhorabuenas,Colin sin habla a causa de la alegría.De hecho, estaban esperando aquellacarta. Wilhelm había leído ycondenado las dos primerasversiones de la novela, pero habíaaprobado la última y la habíaentregado a un editor, un amigo. Ellargo aprendizaje de Colin, que habíapuesto a prueba su paciencia y superseverancia, había llegado a su fin.

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Mientras los humanos se besaban, seabrazaban y gritaban, el minúsculoperro saltaba y emitía pequeñosladridos de éxtasis que reflejaban susansias de sumarse a la fiesta, hastaque saltó al hombro de Colin yempezó a agitar su plumífera colacomo un limpiaparabrisas contra surostro, amenazando con tirarle lasgafas.

—Abajo, Fiera —lo riñó Colin.La absurda situación lo movió aatragantarse con las lágrimas y larisa, y se puso en pie de un saltogritando «¡Fiera! ¡Fiera!» mientras

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corría escaleras arriba con el perroen sus brazos.

—Magnífico, magnífico —exclamó Wilhelm Stein, quien trasbesar el aire por encima de la manode Frances se marchó sonriendo aver a Julia, que al enterarse de lanoticia permaneció sentada ensilencio por unos instantes.

—De manera que yo estabaequivocada, muy equivocada —dijopor fin.

Wilhelm, que sabía lo muchoque a ella le molestaba equivocarse,se volvió para no ver las lágrimas de

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remordimiento que asomaban a susojos. Sirvió dos copas de madeira,tomándose su tiempo:

—Tiene talento, Julia, pero lomás importante es su tenacidad.

—Entonces tendré que pedirledisculpas, porque no he sido justacon él.

—¿Y mañana me acompañarásal Cosmo? Te vendrá bien dar unpequeño paseo.

De manera que Julia se disculpócon Colin, que frente al evidentetrastorno emocional de la ancianapuso todo su empeño en

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tranquilizarla. Después, con el brazoenlazado con el de Wilhelm, Juliabajó lentamente la cuesta hasta elCosmo, donde él la cortejó con tartasy cumplidos mientras las llamas deldebate político saltaban o humeabanalrededor de los dos.

Frances leyó El hijastro y se lopasó a Andrew, que comentó: «Esinteresante. Muy interesante.»

Años antes Frances se habíavisto obligada a sentarse a escucharlas críticas de Colin contra ella y supadre, tan encendidas y crueles quese había sentido abrasada por ríos de

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lava. Y en esas páginas estaba todaesa ira destilada. Era la historia deun niño cuya madre se había casadocon un embaucador, un sinvergüenzacon pico de oro que ocultaba suscrímenes detrás de cortinas depalabras persuasivas, palabras queprometían toda clase de paraísos. Semostraba cruel o indiferente con suhijo. Cuando éste pensaba que sutorturador se había marchado parasiempre, aparecía otra vez, y lamadre sucumbía a sus encantos,porque era encantador, aunque de unamanera siniestra. El pequeño le

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contaba su historia a un amigoimaginario, el tradicional compañerode juegos de los niños solitarios, y lanarración resultaba triste y graciosa ala vez, ya que el lector adulto podíainterpretar la distorsionada visióninfantil como una exageración: lasescenas casi de pesadilla, semejantesa sombras proyectadas por una velaen la pared, eran más bien trilladas,casi chabacanas. Un lector de laeditorial había descrito la novelacomo una pequeña obra de arte, yquizá lo fuera. Pero la madre y elhermano mayor del autor veían algo

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más: la magia de la historia habíaconjurado una terrible angustia. Conese libro Colin demostraba que eraun adulto:

—¿Sabes? —dijo Andrew—,creo que mi hermano pequeño me hasuperado; yo sería incapaz dealcanzar ese grado dedistanciamiento.

—¿Tan espantoso fue? —preguntó Frances, temiendo larespuesta.

—Sí, fue espantoso, me pareceque no eres consciente de ello... Noimagino un padre peor, ¿tú sí?

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—No os pegaba —repusoFrances con un hilo de voz, buscandodesesperadamente una circunstanciaque mejorase la historia.

Andrew contestó que habíacosas peores que las palizas.

A pesar de todo, cuandodecidieron organizar una cena paracelebrar la publicación de Elhijastro, el propio Colin añadió elnombre de su padre a la lista deconvidados.

«Todo el mundo» volvería asentarse alrededor de la enormemesa. «He invitado a todo el

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mundo», anunció Colin. Sophie, laprimera, había aceptado. Geoffrey,Daniel y James, que frecuentaban lacasa de Johnny, dijeron que irían,aunque tarde: tenían una reunión.Johnny dijo lo mismo. Jill, a quienColin había encontrado en la calle,había prometido asistir. Juliaprotestó que nadie querría lacompañía de una vieja aburrida, peroWilhelm la riñó: «No digas tonterías,querida.» Sylvia le aseguró que haríatodo lo posible por escaparse deltrabajo.

Pusieron la mesa para once

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personas. Wilhelm había aportado unpastel maravilloso y muy pocoinglés, una espiral alta y redondeadacubierta de algo que semejaba un tulbrillante y acartonado y que enrealidad era una capa de crema ymerengue. Estaba salpicado depequeñas escamas doradas. Sophieseñaló que resultaba más apropiadopara llevarlo puesto que paracomérselo.

Cuando se sentaron a cenar lamitad de los sitios estabandesocupados, pero enseguida llegóSophie, acompañada por Roland.

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—No, no me sentaré —avisó eljoven actor, hechizando a lospresentes con su poderoso atractivo—. Sólo he venido a darte laenhorabuena, Colin. Como sabes, soyun trepador impenitente, y tenía quecongraciarme contigo por si llegas aconvertirte en un escritor famoso.

Besó a Frances y luego aAndrew —que se lo tomó con humor—, le estrechó la mano a Colin,saludó a Julia con una inclinación dela cabeza y a Wilhelm con unaexagerada reverencia.

—Hasta luego, cariño —le dijo

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a Sophie. Y luego—: Tengo unafunción dentro de veinte minutos. —Poco después oyeron el rugido de sucoche.

Sophie y Colin, que estabansentados el uno al lado del otro, sebesaban, se abrazaban y unían susmejillas. Todos se permitieronfantasear con que Sophieabandonaría a Roland, que la hacíainfeliz, y luego ella y Colin...

Brindaron. Sirvieron la comida.En mitad de la cena, se presentóSylvia. Como de costumbre, estabadesencajada: parecía a punto de caer

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rendida, y sabían que lo haría encualquier momento. La acompañabaun joven colega a quien definió comootra víctima del sistema. Ambos sesentaron, aceptaron sendas copas devino y permitieron que les sirvieranla comida, pero estaban quedándosedormidos en la silla.

—Será mejor que subáis a lacama —sugirió Frances.

Se levantaron como fantasmas yse marcharon.

—Qué sistema tan extraño —opinó Julia con una voz áspera queúltimamente sonaba amenazadora y

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triste—. ¿Cómo es posible que tratentan mal a estos jóvenes?

Jill llegó tarde, con actitudculpable. Ahora era una mujerrobusta, con una cabellera rubia yencrespada y ropa que parecíaespecialmente diseñada paraconferirle un aspecto competente, loque resultó comprensible cuandoanunció que se presentaría comocandidata a concejala en laselecciones municipales. Se mostrabamuy efusiva y no paraba de decir lomucho que se alegraba de habervuelto: vivía a setecientos metros de

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distancia. Sin que nadie se lopidiera, les informó de que Rose eraperiodista y «políticamente muyactiva».

—¿Puedo preguntar qué causaha acaparado su atención? —quisosaber Julia.

Jill, que no entendió a qué serefería la pregunta, pues no habíamás que una causa, la Revolución,contestó que Rose estaba «metida entodo».

Johnny llegó hacia el final de laalegre velada. Últimamente tenía unaire más marcial que nunca, serio y

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taciturno. Llevaba una chaqueta decamuflaje y, debajo, un jersey negrode cuello cisne y tejanos negros. Sucabello gris estaba cortado casi alrape. Le tendió una mano a Colin ydijo:

—Enhorabuena. —Luego,dirigiéndose a su madre—: Esperoque te encuentres bien, Mutti.

—Bastante bien —respondióJulia.

Johnny se volvió haciaWilhelm:

—Ah, ha venido. Excelente. —Saludó a Frances con una inclinación

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de la cabeza y le comentó a Andrew—: Me alegro de que estésestudiando Derecho Internacional.Nos resultará útil. —Se acordó deSophie y le hizo una brevereverencia, mientras que a Jill, aquien conocía bien, le dispensó unsaludo de camarada.

Cuando se sentó, Frances lellenó el plato y Wilhelm le sirvióvino. El camarada Johnny alzó sucopa para brindar por loscompañeros obreros del mundo yluego continuó con el discurso quehabía pronunciado en el mitin al que

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acababa de asistir, aunque primerotransmitió las disculpas de Geoffrey,James y Daniel, que estabanconvencidos de que todosentenderían que la lucha era loprimero. El imperialismoamericano..., la maquinaria militar-industrial..., el servil papel de GranBretaña..., la guerra de Vietnam...

No obstante, Julia, que se sentíaangustiada por lo que estabaocurriendo en Vietnam, lointerrumpió para preguntar:

—¿Podrías informarme mejor,Johnny? Me gustaría mucho saber

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algo más al respecto. No consigoentender cuál es la causa de estaguerra.

—¿La causa? ¿Necesitaspreguntarlo, Mutti? Es económica,naturalmente. —Prosiguió con superorata, deteniéndose únicamentepara llevarse comida a la boca.

Colin lo detuvo.—Un momento. Para un

momento. ¿Has leído mi libro? Nome has dicho nada.

Johnny dejó el cuchillo y eltenedor y miró a su hijo conexpresión grave.

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—Sí, lo he leído.—¿Y qué te parece?Aquella imprudencia dejó

boquiabiertos a Frances, a Julia ysobre todo a Andrew, como si Colinhubiera decidido pinchar con un paloa un león a quien nadie hubieraprovocado hasta el momento.

—Si de verdad te importa miopinión, te la daré, Colin; pero paraello debo insistir en mis principios:no me interesan los subproductos deun sistema podrido, y tu libro lo es.Es subjetivo, personal y no intentacontemplar los acontecimientos

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desde una óptica política. Esta clasede texto, al que llaman «literatura»,es el detritus del capitalismo, y losescritores como tú son siervosburgueses.

—¡Bah, cierra el pico! —exclamó Frances—. Compórtatecomo un ser humano por una vez entu vida.

—¿A sí? Cómo te delatas,Frances, «Un ser humano»... ¿Paraquién crees que trabajamos yo ytodos mis camaradas, si no es para lahumanidad?

—Papá —terció Colin, pálido y

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compungido—. Me gustaría quedejaras a un lado la propagandapolítica y me dijeras qué piensasrealmente de mi libro.

Padre e hijo estaban inclinadossobre la mesa, el uno hacia el otro;Colin, como alguien a quienamenazaran con darle una paliza, yJohnny, con aire triunfal y laconvicción de hallarse en posesiónde la verdad. ¿Se había reconocidoen el libro? Probablemente no.

—Ya lo has oído. He leído ellibro, y te estoy diciendo lo quepienso. Nadie me inspira más

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desprecio que un liberal. Y eso es loque eres, lo que sois todos. Sois losgacetilleros del decadente sistemacapitalista.

Colin se levantó y salió de lacocina. Lo oyeron subir losescalones de dos en dos.

—Ahora vete, Johnny —pidióJulia—. Vete, por favor.

Johnny siguió sentado con airereflexivo: ¿estaría pensando quepodría haberse comportado de otramanera? Se zampó rápidamente loque le quedaba en el plato y apuró elvino.

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—Muy bien, Mutti. Me estásechando de mi casa. —Se levantó einstantes después sonó un portazo enel vestíbulo.

Sophie, deshecha en llanto, echóa correr en pos de Colin.

—Ha sido horrible.Jill rompió el silencio:—Pero es un gran hombre, es

tan maravilloso... —Miró alrededor,y al detectar disgusto e ira en todoslos semblantes, agregó—: Creo quedebería irme. —Nadie la detuvo—.Muchas gracias por invitarme.

Frances hizo ademán de cortar

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el pastel, pero Julia se estabaponiendo en pie con la ayuda deWilhelm.

—Estoy avergonzada. Muyavergonzada. —Se marchó a suhabitación, seguida por Wilhelm.

Sólo quedaban Andrew y sumadre.

Frances empezó a dar puñetazoscontra la mesa, con la cara alzadahacia el techo y los ojos arrasados enlágrimas.

—Lo mataré —murmuró—. Unode estos días lo mataré. ¿Cómo hapodido hacer eso? No lo entiendo.

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—Escucha, mamá...Sin embargo, Frances prosiguió

con sus lamentos, e incluso se tiródel pelo como si quisieraarrancárselo.

—Lo mataré. ¿Cómo ha podidoherir a Colin de esa manera? Sehabría contentado con una palabraamable.

—Mamá, escúchame. Para.Escúchame.

Frances dejó caer las manos,apoyó los puños sobre la mesa yaguardó.

—¿Sabes que hay algo que

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nunca has entendido? Y me extrañaque no te hayas dado cuenta. Johnnyes un idiota. Un imbécil. ¿Cómo esposible que no lo hayas notado?

Al pronunciar la palabra«idiota» Frances sintió como si losplatillos de una balanza oscilaransobre su cabeza. Claro que eraidiota. Pero ella nunca lo habíaadmitido, y no lo había hecho porculpa del Gran Sueño. Después detodo lo que había tenido que soportarde parte de Johnny, nunca había sidocapaz de decirse a sí misma que eraun idiota, sencillamente.

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—El problema es su falta desensibilidad —insistió—. Ha sidotan despiadado...

—Pero, mamá, todos ellos loson. ¿Por qué te crees que losadmiran?

Entonces, sorprendiéndose a símisma, Frances apoyó la cabezasobre sus brazos, entre los platossucios. Prorrumpió en sollozos.Andrew esperó, y cada vez que creíaque su madre se había recuperado,las lágrimas volvían a brotar. Éltambién estaba pálido y tembloroso.Nunca había visto llorar a Frances ni

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criticar a Johnny de esa manera.Aunque sabía que no lo atacaba paraprotegerlos a él y a Colin, nuncahabía imaginado que estuvieraconteniendo un torrente de lágrimasde furia; al menos no las habíaderramado delante de él y Colin. Yen ese momento pensaba que habíahecho bien al no llorar ni quejarse ensu presencia. Le habían entradonáuseas. Al fin y al cabo, Johnny erasu padre..., y Andrew sabía que enciertos aspectos se parecía a él.Johnny jamás alcanzaría ese grado deintrospección. Andrew estaba

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condenado a vivir observándose conojo crítico; con una actitudindulgente, incluso humorística, perosiempre juzgándose.

Ahora se irguió en la silla ehizo girar la copa entre los dedosmientras su madre sollozaba.Finalmente se bebió el vino, selevantó y posó una mano en elhombro de su madre.

—Deja todo esto como está,mamá. Ya limpiaremos por lamañana. Y vete a la cama. Nomerece la pena, ¿sabes? Johnny nocambiará.

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Se alejó y llamó a la puerta desu abuela. Wilhelm abrió y dijo envoz alta:

—Julia se ha tomado un Valium.Está muy alterada.

Titubeó junto a la puerta deColin y oyó cantar a Sophie: estabacantando para su hermano.

Después echó una ojeada alcuarto de Sylvia. Se había acostadovestida, y su joven acompañanteyacía en el suelo, durmiendo con lacabeza apoyada sobre un cojín. Noparecía una posición cómoda, perosaltaba a la vista que a él no le

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importaba.Andrew se dirigió a su

habitación y encendió un porro: antelas emergencias emocionales,recurría a la marihuana y al jazztradicional, sobre todo al blues. Lamúsica clásica era para losmomentos alegres. De lo contrariorecitaba en voz baja todos lospoemas que sabía —muchos— paraasegurarse de que permanecíanintactos en su memoria, o leía aMontaigne, aunque lo guardaba ensecreto, porque se le antojaba elconsuelo de un viejo, no de un joven.

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Wilhelm había dejado a Julia enun sillón, envuelta en una manta yempeñada en que no tenía sueño. Aunasí, dormitó un poco y luego, cuandola ansiedad pudo más que el Valium,despertó. Se quitó de encima lamanta, irritada al oír al perro, queestaba alborotando en la habitaciónde abajo. También oyó cantar aSophie, si bien pensó que se tratabade la radio. Vio que salía luz pordebajo de la puerta del cuarto deAndrew. Bajó sigilosamente por laescalera, preguntándose si entrar ono, pero continuó bajando y llegó al

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rellano de Sylvia. Una rendijailuminada le indicó que Francesseguía despierta. Se apoderó de ellala sensación de que debía ir a verla ysentarse con ella, hacer algo, buscarlas palabras adecuadas..., pero ¿quépalabras?

Hizo girar suavemente el pomode la puerta de Sylvia y entró en unahabitación donde la luz de la lunacubría a la joven y acababa dealcanzar al muchacho que descansabaen el suelo. Se había olvidado de él,y de pronto su corazón le recordó suterrible e inadmisible desdicha. Poco

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tiempo antes, Wilhelm le había dichoque Sylvia se casaría y que ella,Julia, no debía angustiarse. «Demanera que eso es lo que piensa demí», había protestado Julia para sí,aunque sabía que él estaba en locierto. Sylvia se casaría, aunque noprecisamente con ese hombre. De locontrario, ¿no estaría en la camajunto a ella? A Julia le parecíaterrible que un joven de sexomasculino, un «colega», durmiera enla habitación de Sylvia. «Son comocachorros en un cesto —pensó—, selamen mutuamente y luego se

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duermen como si tal cosa. Deberíatener alguna importancia la presenciade un hombre en la habitación de unajovencita. Debería significar algo.»Julia se sentó en la silla que solíaocupar para obligar a la pequeñaSylvia a comer, aunque de estoúltimo hacía siglos. En ese instantevio su rostro con claridad, y cuandola luz de la luna avanzó por el suelo,también el del hombre. Bueno, si noera ese joven de aspecto agradable,sería otro.

Sentía que nunca había queridoa nadie aparte de Sylvia, que esa

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niña había sido la gran pasión de suvida; oh, sí, sabía que quería aSylvia porque no le habían permitidoamar a Johnny. Pero eso era unatontería, porque también sabía —conla cabeza— lo mucho que habíaañorado a Philip durante la guerra ylo mucho que la había amado éldespués. Los rayos de luz queincidían sobre la cama y el suelo seasemejaban a la arbitrariedad de lamemoria, al resaltar primero unacosa y luego otra. Cuando volvía lavista sobre el camino de su vida,ciertos períodos que antaño habían

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presentado un carácter distintivoquedaban reducidos a una especie defórmula: ésos fueron los cinco añosde la Primera Guerra Mundial;aquella pequeña porción, la SegundaGuerra Mundial. Sin embargo,aquellos cinco años se le habíanhecho eternos mientras estabainmersa en ellos, siempre fiel en suspensamientos y sentimientos hacia unsoldado enemigo. La Segunda GuerraMundial se había convertido en unasombra movediza en su memoria; laépoca en que había perdido a sumarido a causa del agotamiento y

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porque él no estaba en condicionesde contarle nada de lo que hacía,había sido horrible, y a menudohabía pensado que no hallaría elmodo de soportarla. Por las nochesyacía junto a un hombre preocupadopor la forma en que destruirían elpaís de su mujer, y ella estabaobligada a alegrarse de que quisierandestruirlo; y se había alegrado,aunque a veces había sentido que lasbombas caían sobre su corazón. Sinembargo, ahora podía decirle aWilhelm, que se había visto forzadoa huir del monstruoso régimen que se

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negaba a calificar de alemán: «Esofue durante la guerra... No, laSegunda», como si se refiriera a unítem de una lista que había quemantener actualizada y exacta,señalando un acontecimiento acontinuación del otro; o acaso fueracomo la luz de la luna y las sombrasen un camino, que aunque parecentener unos límites precisos mientrasse avanza entre ellas, luego, al mirarhacia atrás, se percibe un bosqueatravesado por una franja oscurasalpicada de fragmentos de luz. «Ichhabe gelebt una geliebt», murmuró.

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Era la frase de Schiller que seguíagrabada en su memoria después desesenta y cinco años; pero lapronunció como una pregunta: «¿Hevivido y amado?»

La luz de la luna había llegado asus pies. Eso significaba que llevabaun rato sentada allí. Sylvia no habíahecho el más leve movimiento.Ninguno de los dos parecía respirar;podía haberlos dado por muertos. Sesorprendió pensando: «Si murieras,no te perderías gran cosa, Sylvia,porque acabarás como yo, una viejacon toda la vida a sus espaldas,

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consumiéndose en un caos derecuerdos dolorosos.» El Valiumobró efecto por fin, y Julia se sumióen un sueño tan profundo que sebalanceó lánguidamente entre lasmanos de Sylvia cuando ésta lasacudió.

La joven había despertado conla boca seca, y al ir a buscar aguahabía vislumbrado un pequeñofantasma sentado a la luz de la luna,que confiaba en que se esfumaracuando despertase del todo. Sinembargo, Julia no se esfumó. Sylviase acercó a ella, la abrazó y la

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sacudió mientras la vieja emitía ungemido triste, desgarrador.

—Julia, Julia —susurro Sylvia,pensando que el joven necesitabadescansar—. Despierta, soy yo.

—Ay, Sylvia, no sé qué hacer.Ya no soy la que era.

—Levántate, querida, por favor.Tienes que ir a la cama.

Julia se puso en pie,tambaleándose, y Sylvia, que tambiénse tambaleaba porque aún estabaadormilada, la acompañó fuera de lahabitación y la ayudó a subir por laescalera.

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Ya no salía luz de debajo de lapuerta de Frances ni de la deAndrew, pero sí de la de Colin.

Sylvia acostó a Julia en su camay la arropó con el edredón.

—Creo que estoy enferma,Sylvia. Debo de estarlo.

El lamento llegó directamente ala médico que había en Sylvia, quienla tranquilizó:

—Yo te cuidaré. Por favor, noestés triste.

Julia ya había cerrado los ojos.Sylvia, que también empezaba adormirse, cruzó la habitación

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agarrándose a los respaldos de lassillas y regresó a su cuarto, dondeencontró a su colega sentado en elsuelo.

—¿Ya es de día?—No, no, duérmete.—Gracias a Dios. —Se tendió

de nuevo mientras ella se arrojabasobre la cama.

Colin era el único quepermanecía despierto, acostado conlos brazos alrededor de Sophie, quedormía con el perrito sobre lacadera, dormido también, aunque devez en cuando agitaba su minúscula

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cola.No estaba pensando en la

hermosa mujer a quien abrazaba. Aligual que su madre un rato antes, seprometía insensatamente: «Lomataré. ¡Juro que lo mataré!» ¡Heaquí la cuestión! Si Johnny se habíareconocido en la ponzoñosa trama dela novela, lo que se le pedía era unjuicio de sobrehumanaimparcialidad: sus pensamientosdebían basarse sólo en criterios deexcelencia literaria —¿Era una buenanovela o no lo era?—, tal vez enrecuerdos de las novelas que había

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leído cuando era un hombre culto,antes de sucumbir a los simplonesencantos del realismo social. Eracomo esperar que la víctima de unacaricatura cruel exclamase: «¡Oh,bien hecho! ¡Tienes mucho talento!»

En suma, al camarada Johnny sele exigía una conducta de la que sufamilia lo consideraba incapaz. Porotra parte, si no se había reconocido,era culpable de no sospechar cómolo veían sus hijos, o al menos uno deellos.

Julia, sufriendo y sufriendo, aunque

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no habría sabido decir por qué, sipor Sylvia o por su propia vida,hojeaba los periódicos, los arrojabaa un lado, luego lo intentaba denuevo y, cuando Wilhelm la llevabaal Cosmo, trataba de asimilar lo quese decía a su alrededor. El tema erala guerra de Vietnam. En ocasionesaparecía Johnny con su séquito,histriónico, persuasivo, y la saludabacon una inclinación de la cabeza oincluso con el puño en alto. Amenudo lo acompañaba Geoffrey, aquien ella conocía bien, el apuestojoven que semejaba un Lochinvar

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llegado del oeste, como le decía aWilhelm en tono burlón, citando elpoema de Walter Scott; o Daniel, consu cabello rojo como un semáforo, oJames, que se aproximó a ella y dijo:«Soy James, ¿me recuerda?» PeroJulia no recordaba a nadie conacento cockney.

—Es lo que se lleva —explicóWilhelm—. Todos hablan con elacento de los barrios bajos.

—Pero ¿por qué? Es muy feo.—Para conseguir trabajo. Son

unos oportunistas. Si uno quiereconseguir un empleo en la televisión

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o en una película, tiene que dejar dehablar como una persona culta.

Los envolvía el humo de loscigarrillos y el ruido confuso devoces a menudo furiosas.

—¿Por qué cuando hablan depolítica parece que estén peleando?

—Ah, querida, si pudiéramosentenderlo...

—Me recuerda a los viejostiempos, cuando iba de visita aAlemania y los nazis...

—Y los comunistas.Acudieron a su mente las

peleas, los gritos, las pedradas, las

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carreras... Sí, despertaba por lasnoches y oía pasos de gente que noparaba de correr. Después de algunaatrocidad, corrían por las callesgritando.

Julia se sentaba en el sillón,rodeada de periódicos, hasta que suspensamientos la empujaban alevantarse y pasearse por sushabitaciones, chascando la lenguacon irritación cuando encontraba unadorno fuera de lugar o un vestidosobre el respaldo de una silla (¿quéhacía la señora Philby?). Toda suangustia se concentraba en esa época

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en la guerra de Vietnam. Resultabainadmisible. ¿No les había bastadocon aquella terrible guerra, laPrimera, y luego con la Segunda?¿Qué más querían? Se habían hartadode matar, y comenzaban de nuevo.¿Estaban locos los americanos, queenviaban allí a sus jóvenes? A nadiele importaban los jóvenes, y cuandoestallaba una guerra los reunían igualque a rebaños y los mandaban almatadero, como si no sirvieran paranada más. Una y otra vez. Nadieaprendía; aquello de las lecciones dela historia era una mentira: si

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hubieran asimilado la lección, enesos momentos no estarían lanzandobombas sobre Vietnam y losjóvenes... Por primera vez en muchosaños Julia empezó a soñar con sushermanos. Tenía pesadillas por culpade esta guerra. En la televisión veía alos americanos luchar contra lapolicía porque no estaban de acuerdocon la guerra, y ella tampoco loestaba; simpatizaba con losamericanos que organizabanrevueltas en Chicago o en lasuniversidades, aunque cuando sehabía marchado de Alemania para

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casarse con Philip había escogido elbando de Estados Unidos. Philiphabía deseado que Andrew estudiaraen este país, y si lo hubiera hechocon toda probabilidad se contaríaentre los partidarios de dispersar alos manifestantes con mangueras ygases lacrimógenos. Julia sabía queAndrew era conservador pornaturaleza, o, mejor dicho, queestaba del lado de la autoridad. Lanueva mujer de Johnny, que por lovisto lo había abandonado, luchabaen las calles contra la guerra. Juliatemía y detestaba las peleas

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callejeras; aún la asaltabanpesadillas sobre las que había vistoen los años treinta en Alemania, queprácticamente había quedadoarrasada por las pandillas quecausaban disturbios, rompían cosas,gritaban y corrían por las noches. Ensu mente y su corazón se agitaba untorbellino de imágenes, pensamientosy sentimientos contradictorios.

Su hijo Johnny aparecíaconstantemente en la prensa,haciendo declaraciones contra laguerra, y ella pensaba que teníarazón. Era la primera vez que

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opinaba algo así de Johnny, pero ¿ysi en este caso verdaderamenteestaba en lo cierto?

Sin decir una palabra aWilhelm, Julia se puso el sombreroque mejor le ocultaba la cara, el delvelo más tupido, y unos guantes decolor sufrido —puesto que asociabala política con la suciedad— y se fuea escuchar a Johnny en un mitincontra la guerra de Vietnam.

Se celebraba en una sala queella consideraba comunista. Lascalles circundantes estaban atestadasde jóvenes. El taxi la dejó frente a la

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entrada principal, y entró ante laatónita mirada de jóvenes vestidoscomo gitanos o matones. Los que lahabían visto llegar en taxicomentaron que debía de ser unaespía de la CIA, mientras que otros,sorprendidos por la presencia de unaanciana —allí nadie rebasaba loscincuenta—, conjeturaron que sehabía equivocado de sitio. Algunosla tomaron por la señora de lalimpieza.

La sala estaba abarrotada.Parecía expandirse, hincharse yoscilar. El olor era espantoso. Justo

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delante de Julia había dos grasientasmelenas rubias: ¿en qué cabeza cabíaque existieran chicas que serespetaban tan poco a sí mismas?Luego reparó en que se trataba dehombres. Y apestaban. Había tantoruido que tardó unos instantes enpercatarse de que los discursoshabían comenzado. Allí arriba seencontraba Johnny, y Geoffrey, cuyorostro limpio y compuesto conocíamuy bien, si bien ahora llevaba unacabellera de vikingo, estaba de piecon las piernas abiertas, lanzandopuñetazos al aire con la mano

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derecha, como si apuñalara aalguien, y asentía con sonrisas a loque decía Johnny, que era una nuevaversión de lo que Julia había oídotantas veces: el imperialismoamericano..., rugidos de aprobación;el complejo industrial-militar...,gruñidos y abucheos; siervos,chacales, explotadores, vendidos,fascistas. Apenas se distinguía unapalabra, porque las ovaciones eranatronadoras. Allí estaba James, en supapel de hombre público, robusto yafable, el James que se habíaconvertido en cockney; y junto a

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Johnny un negro a quien Julia creyóreconocer. Sobre la plataforma habíaun montón de gente. Todas las carasestaban radiantes, llenas depresunción, suficiencia ytriunfalismo. Qué bien conocíaaquellos gestos, y cuánto laasustaban. Se pavoneaban en lo altodel escenario, iluminados porpotentes focos, desgranando frasesque ella invariablemente adivinabaantes de que salieran de sus bocas. Yel público componía una unidad, untodo, una masa capaz de matar oprovocar disturbios, y ardía de... Sí,

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de odio. Aun así, dejando a un ladosus estúpidos clichés, Julia estaba deacuerdo con ellos, estaba de su parte;¿cómo era posible, tratándose deunos locos, unos temerarios? Sinembargo, la violencia que másdetestaba era la de la guerra. Lecostaba mantenerse derecha: estabaapoyada contra una pared, rodeadade patanes que bien podían irarmados con garrotes. Echó unúltimo vistazo a la plataforma yadvirtió que su hijo, que la habíareconocido, le dirigía una miradatriunfal y hostil al mismo tiempo. Si

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no se marchaba, cabía la posibilidadde que la escogiera como blanco desus sarcasmos. Se abrió paso entre lamultitud hacia la puerta. Por suerte,no se hallaba muy lejos. Le habíantorcido el sombrero, y sospechabaque adrede. Tenía razón. Losrumores de que era una agente de laCIA la seguían. Intentó sujetarse elsombrero, y en la puerta divisó a unagorda con su rechoncha caraenrojecida por la euforia y elalcohol. Llevaba una chapa que laidentificaba como una de lasorganizadoras. La mujer la

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reconoció.—Vaya, si es la madre de

Johnny Lennox —dijo en voz alta,para que se enterasen suscompañeros.

—Déjeme pasar —pidió Julia,que empezaba a asustarse—. Quierosalir.

—¿Qué ocurre? ¿No soporta oírla verdad? —se burló un joven. Olíatan mal que Julia sintió náuseas y secubrió la boca con las manos.

—¿Sabe Johnny que está aquí,Julia? —inquirió Rose—. ¿A qué havenido? ¿A vigilarlo? —Miró

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alrededor y sonrió, buscandoaprobación.

Julia consiguió cruzar la puerta,pero la estancia contigua estabarepleta de gente que acababa deentrar.

—¡Dejad paso a la madre deJohnny Lennox! —gritó Rose, y lamultitud abrió un pasillo para ella.

Allí fuera, donde los discursosse oían por altavoces, reinaba unambiente menos populachero, menosviolento. Los jóvenes observabanfijamente a Julia, su sombrerotorcido, su expresión angustiada.

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Llegó a la puerta de la calle y seagarró al marco como si fuera adesmayarse.

—¿Quiere un taxi, Julia? —preguntó Rose.

—No recuerdo haberte dadopermiso para llamarme Julia.

—Oh, lo siento mucho, señoraLennox —repuso Rose mirando entorno, de nuevo en busca deaprobación. Soltó una carcajada yagregó—: ¡Vaya mierda!

— E l ancien régime, supongo—dijo una voz con acentoamericano.

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Julia había llegado al bordillo,segura de que se desvanecería.Desde el umbral, Rose exclamó:

—¡Es la madre de JohnnyLennox! Está borracha.

Se acercó un taxi y Julia le hizouna seña, pero el conductor noparecía dispuesto a parar pararecoger a esa vieja de aspectodudoso. Rose corrió tras él, gritando,y al final se detuvo.

—Gracias —dijo Julia mientrassubía al coche. Todavía se tapaba elrostro con el pañuelo.

—Oh, no hay de qué, faltaría

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más —repuso Rose con delicadezaafectada; miró a quienes la rodeabanesperando risas, que no tardaron enllegar.

Mientras se alejaba, Rose oyóaplausos, gritos de desprecio yconsignas: «¡Abajo el imperialismoyanqui! ¡Abajo...!»

Rose aprovechó esa afortunadaoportunidad para abordar a Johnny,la gran estrella, y comentarle de iguala igual:

—Tu madre ha estado aquí.—La he visto —dijo él sin

mirarla. Nunca le hacía caso.

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—Estaba borracha —se atrevióa añadir ella, pero Johnny pasó delargo sin decir nada.

Sylvia no había olvidado supromesa. Le concertó una cita a Juliacon un tal doctor Lehman. Wilhelm,que lo conocía, explicó que estabaespecializado en los problemas delas personas mayores.

—Nuestros problemas, querida.—En geriatría —señaló Julia.—¿Qué más da una simple

palabra? Pide hora para mí también.Julia se sentó enfrente del

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doctor Lehman, una personaagradable, a su juicio, aunque muyjoven (en realidad se trataba de unhombre de mediana edad). ¿Seríaalemán como ella? ¿Con ese nombre?¿Judío, entonces? ¿Un refugiado? Lesorprendía la frecuencia con quepensaba en esa clase de cosas.

Hablaba modulando la voz conun perfecto acento inglés: por lovisto, los médicos no necesitabanimitar a los cockney.

Julia supuso que había captadomuchos detalles sobre ella alobservarla mientras se acercaba a la

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silla, que Sylvia le habríaproporcionado más información yque, después de practicar un análisisde orina, tomarle la tensión yauscultarla, sabía más de ella queella misma.

—Señora Lennox —dijo elmédico con una sonrisa—, la hanenviado a verme por trastornosrelacionados con la edad.

—Eso parece —contestó ella, ynotó que él había percibido el dejode resentimiento en su voz.

El doctor Lehman volvió asonreír.

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—Tiene setenta y cinco años.—Sí.—No son muchos en la

actualidad.Ella sucumbió.—Mire, doctor —dijo-, a veces

me siento como si tuviera cien años.—Sólo porque se permite a sí

misma pensar de ese modo.Aquello no era lo que Julia

había esperado, y, más tranquila,sonrió a ese hombre que no iba aatormentarla con el tema de la edad.

—No padece ningún trastornofísico. Enhorabuena. Ya me gustaría

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a mí estar tan bien. Pero todo elmundo sabe que los médicos nuncasiguen sus propios consejos.

Julia no pudo evitar reír, yasintió con la cabeza, comodiciendo: «De acuerdo, vamos algrano.»

—Me encuentro con esto amenudo, señora Lennox: personas aquienes han convencido de que sonviejas antes de hora.

¿Wilhelm?, se preguntó Julia.¿Acaso...?

—O que se han persuadido a símismos de que son viejos —

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prosiguió el médico.—¿Es lo que he hecho yo?

Bueno..., tal vez.—Voy a decirle algo que quizá

la sorprenda.—No me sorprendo con

facilidad, doctor.—Bien. Uno puede envejecer

por decisión propia. Se encuentra enuna encrucijada, señora Lennox. Sidecide que es vieja, se morirá. Porotro lado, también puede decidir noenvejecer, al menos por el momento.

Julia reflexionó por unossegundos y luego asintió.

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—Creo que usted ha recibido ungolpe de alguna clase. ¿Una muerte?Pero no importa la causa. Me da laimpresión de que está sufriendo poruna pérdida.

—Es usted un joven muy listo.—Gracias, pero no soy tan

joven. Ya tengo cincuenta y cincoaños.

—Podría ser mi hijo.—Sí, es verdad. Ahora, señora

Lennox, quiero que se levante de esasilla y salga... de la situación en quese encuentra. La decisión es suya.Usted no es vieja. No necesita un

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médico. Voy a recetarle vitaminas yminerales.

—¡Vitaminas!—¿Por qué no? Yo las tomo.

Vuelva dentro de cinco años yentonces discutiremos si le hallegado la hora de envejecer.

Las brumosas y doradas nubesdejaban caer brillantes que seesparcían encima y alrededor deltaxi, estallando en cristales máspequeños o deslizándose por lasventanillas, y sus sombras dibujabanpuntos y manchas que imitaban la

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trama del pequeño velo con lunaresde Julia, sujeto en la coronilla con unsobrio pasador de azabache. Aquelcielo de abril, con intervalos de sol ychaparrones, era un farsante, ya quecorría el mes de septiembre. Juliaiba vestida como de costumbre. «Miquerida, mi querida Julia, voy acomprarte un vestido nuevo», lehabía dicho Wilhelm. Gruñendo yprotestando, pero contenta, dejó quela llevara a las mejores tiendas,donde Wilhelm solicitó la ayuda dejovencitas primero displicentes yluego encantadas, y Julia terminó con

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un traje de terciopelo de colorgranate que en nada se diferenciabade los que había usado durantedécadas. Vestida con él, se manteníaerguida pensando en las pequeñaspuntadas de hilo de seda en el cuelloy los puños y la perfecta caída delsedoso forro, que se le antojaba unadefensa contra los bárbaros. A sulado, Frances estaba inclinada,cambiándose el calzado de calle ylas gruesas medias por zapatos detacón y unos leotardos finos. Por lodemás, era evidente que esperabaque su ropa de trabajo —Julia había

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ido a recogerla al periódico—resultase apropiada para la ocasión.Andrew había dicho que seorganizaría una pequeña celebración,pero que no necesitaban ponerse depunta en blanco. ¿Que habría queridodecir? ¿Qué había que celebrar?

Se dirigían con inevitablelentitud al encuentro de Andrew, enun silencio amistoso, aunque lleno decautela. Frances cayó en la cuenta deque, en todos los años que llevabaviviendo en casa de Julia, habíanviajado juntas en tan pocas ocasionesque habría podido enumerarlas.

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Julia, por su parte, pensaba que nohabía intimidad entre ellas, y que sinembargo la joven —¡vamos, Julia, notenía nada de joven!— era capaz dequitarse las medias y enseñarle susrobustas y blancas piernas sin elmenor pudor. Con toda seguridad, aella nadie le había visto las piernasdesnudas desde que había alcanzadola edad adulta, excepto su marido ylos médicos. ¿Y Wilhelm? Nadie losabía.

Juntas habían llegado a laconclusión de que la celebración sedebía sin duda a que a Andrew le

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habían ofrecido un empleo en una deesas grandes organizacionesinternacionales que inhalan y exhalandinero y controlan losacontecimientos del mundo. Trasobtener su segundo título en Derecho—le había ido bien— habíaabandonado la casa de su abuela porsegunda vez para compartir un pisocon otros jóvenes, aunque noesperaba pasar mucho tiempo allí.

Cuando llegaron a GordonSquare, la luz del día se habíaextinguido. Del negro cielo caíangrandes gotas que repiqueteaban a su

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alrededor, sin que las vieran. Setrataba de una casa decente, de la queno había por qué avergonzarse: Juliase había preguntado si Andrew no lashabía invitado antes porque seavergonzaba del lugar donde vivía, yen tal caso, ¿por qué se había ido?No se le cruzó por la cabeza que suautoridad y la de Frances, o al menosla competencia de ambas, podíaconstituir una carga para él: «¿Yo?¡Bromeas!», dicen los padres de unageneración tras otra ante estasituación. «¿Yo una amenaza? Si soyuna criatura frágil y fácil de dominar,

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siempre colgando precariamente delos bordes de la vida.» Si bienAndrew se había marchado de casapara sobrevivir, las cosas habían idomejor cuando había regresado parahacer el segundo curso, porqueentonces había descubierto que ya notemía a su estricta y crítica abuela nia los pensamientos que le inspirabala insatisfactoria vida de su madre.

No había ascensor, pero Juliasubió con energía por la empinadaescalera, cubierta por una elegante yraída alfombra que estaba a tono conel piso, según constataron cuando

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Andrew les abrió la puerta, pues eraamplio y estaba lleno de muebles detodo tipo, algunos majestuosos apesar de su vetustez. Durantedécadas había sido un piso paraestudiantes, o para jóvenes que seiniciaban en la vida laboral, y granparte de su contenido terminaría en labasura. Andrew no las hizo pasar ala espaciosa sala, sino a unahabitación más pequeña, separada deaquélla por una mampara de cristal.Aunque en el salón un par demuchachos y una chica leían o veíanla televisión, allí había una mesa

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elegantemente dispuesta para cuatro:mantel blanco, copas de cristal,flores, cubiertos de plata yservilletas de verdad.

—Tendremos que tomar elaperitivo en la mesa —dijo Andrew—; de lo contrario, no podremoshablar.

De manera que los tres sesentaron, y el lugar vacío esperó a suocupante.

Andrew parecía cansado, ajuicio de su madre. En losadolescentes, las ojeras, la palidez,la gordura, los granos o cierta

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temblorosa serenidad son clarossignos de un colapso inminente o deun trastorno emocional, pero cuandolos adultos presentan el mismoaspecto que Andrew, una tiende apensar que en los tiempos que correnla vida es tan dura que resulta cruel...Andrew sonreía, estaba encantador,como de costumbre, y vestido para laocasión, y no obstante rezumabaansiedad. Su madre estaba resuelta ano hacer preguntas, pero Julia soltó:

—Nos tienes en vilo. ¿Cuál esla noticia?

Andrew emitió una risita

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deliciosa.—Preparaos para una gran

sorpresa —anunció.En ese momento, una joven

salió de la cocina con una bandejacargada de botellas. Se la veíarisueña y tranquila.

—Estamos un poco cortos debebidas, Andy. Esto es lo único quequeda del jerez bueno.

—Ésta es Rosemary —lapresentó Andrew—. Esta nochepreparará la cena para nosotros.

—Cocino para ganarme la vida—explicó Rosemary.

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—Estudia Derecho en laUniversidad de Londres —informóAndrew.

La chica hizo una graciosareverencia y dijo:

—Avisadme cuando estéislistos para la sopa.

—No quiero hablaros detrabajo —informó Andrew—. Aúnestoy esperando que me confirmen unempleo. —Titubeó por un instante:un fantasma etéreo o lúgubre estaba apunto de materializarse; sí, qué mejormanera de hacerlo realidad quecomunicar la noticia a la familia—.

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Es Sophie —les reveló por fin—.Sophie y yo... Estamos...

Las dos mujeres se quedaron sinhabla. ¡Sophie y Andrew! Duranteaños Frances se había preguntado siColin y Sophie... Porque salían a darpaseos, él acudía siempre a susestrenos, y ella lloraba en su hombrocuando Roland se ponía difícil.Amigos. Hermanos. O eso decían.

En la mente de las dos mujeresse agolpaban las mismasconsideraciones de orden práctico.Andrew se iría a trabajar alextranjero, probablemente a Nueva

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York, y Sophie era una actrizbastante bien considerada enLondres. ¿Abandonaría su carrerapor él? Las mujeres solían hacerlo, amenudo cuando no debían. Y ambaspensaban que la emotiva y dramáticaSophie sería una pareja pocoapropiada para un hombre público.

—Bueno, gracias —dijo él alfin.

—Lo siento —se disculpó sumadre—. Es la sorpresa.

Julia meditaba sobre los añosque había pasado separada de Philip,su amor, esperándolo. ¿Había

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merecido la pena? En los últimostiempos esta idea sediciosa laasaltaba cada vez más a menudo,clara y contundente, y ella no seesforzaba por desecharla. Lo ciertoes que Julia ya estaba dispuesta aadmitir que Philip debería habercontraído matrimonio con aquellajoven inglesa, tan apropiada para él,y ella... Pero el pánico la embargabacuando pensaba en cuál habría sidosu destino en la Alemania en ruinas,ante semejante catástrofe, con losproblemas políticos y la SegundaGuerra Mundial... No. Siempre

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llegaba a la conclusión de que habíahecho bien en casarse con Philip,aunque él no debería haberse casadocon ella.

—Tienes que entenderlo —dijoal fin—. Sophie está tan unida aColin...

—Lo sé —repuso Andrew—,pero son como hermanos, nuncahan... —Alzando la voz, añadió—:Rosie, trae el champán. —Sin mirara su madre ni a su abuela, murmuró—: Creo que deberíamos empezar.Llega tarde.

—Se habrá entretenido con

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algo..., el teatro..., cualquier cosa —aventuró Frances, buscando palabrasque disiparan la angustia quecrispaba la cara de su hijo, porquesí, era angustia.

—No. Es Roland. Cuando latenía segura, no le hacía el menorcaso, pero ahora está celoso. Noquiere que se vaya.

—¿Todavía no se ha ido de sucasa?

—No, aún no.Frances se sintió mejor. Sabía

que a Sophie no le resultaría fácilabandonar al hechicero Roland. «Es

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mi condena, Colin —se habíalamentado—. Es mi sino.» Despuésde todo, había intentado dejarlo enmuchas ocasiones, y si lo cambiabapor Andrew... En fin, bastaba conmirarlo para percatarse de que era unpeso ligero desde el punto de vistaemocional, reconfortante quizádespués del presuntuoso Roland, sibien no el contrapeso adecuado.Escenas, gritos, proyectiles —en unaocasión un pesado florero, que lehabía roto el meñique a Sophie—,lágrimas, súplicas por el perdón:¿qué podía ofrecerle el civilizado

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Andrew a Sophie, quien seguramenteecharía de menos todas esas cosas?«Tal vez me equivoque —sereprochó Frances—. Siempre listapara ver el final de una historia antesde que haya comenzado.»

—No es justo que le pidas quedeje su trabajo, Andrew —intervinoJulia.

—No tengo intención dehacerlo, abuela.

—Pero tú estarás tan lejos...—Nos las arreglaremos —

aseguró él, y se levantó para abrirlela puerta a Rosemary, que traía la

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sopa.Convinieron en no abrir el

champán. Comieron la sopa.Aguardaron unos minutos antes deempezar el segundo plato, peroRosemary dijo que se echaría aperder, de modo que tambiénprocedieron a dar cuenta de él,Andrew pendiente del timbre y delteléfono. Éste sonó por fin y el jovense fue a otra habitación para hablarcon Sophie.

Frances y Julia permanecieronsentadas, unidas por un malpresentimiento.

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—Quizá Sophie sea la clase depersona que necesita ser infeliz —dijo Julia.

—Espero que Andrew no losea.

—Tampoco debemos olvidar lacuestión de los hijos.

—Los nietos, Julia —lacorrigió Frances en broma, sin saberque Julia sonreía porque yaimaginaba el perfume de una cabecitainfantil recién lavada, ni que a sulado estaba el fantasma de... ¿quién?Una criatura, tal vez una niña.

—Sí —dijo Julia—. Los nietos.

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Estoy convencida de que a Andrewle gustaría tener hijos.

Andrew, que regresó en esemomento, la oyó.

—Sí, mucho. Sophie me hapedido que la disculpe. Está..., la hanretenido. —Parecía a punto deecharse a llorar.

—¿Qué ocurre? ¿La haencerrado? —preguntó su madre.

—La..., la presiona —repuso él.Aquella situación no podía ser

peor, y lo sabían.—No me imagino el futuro sin

Sophie —dijo Andrew con voz

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entrecortada, y la frase sonó comouna despedida—. Ha sido tan... —Saltaba a la vista que se estabadesmoronando. Salió corriendo de lahabitación.

—No llegarán a nada —sentenció Frances.

—Espero que no.—Creo que deberíamos irnos.—Aguarda a que vuelva.Tardó casi media hora en

regresar, y los jóvenes que sehallaban al otro lado de la mamparade cristal las invitaron al salón. Juliay Frances aceptaron de buen grado.

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Temían desmoronarse ellas también.Había media docena de

muchachos y un par de chicas, una delas cuales era Rosemary. Ésta sabíaque se había producido unacatástrofe —¿grande?, ¿pequeña?—y les dio conversación, haciendo galade diplomacia. Julia encontró que erauna joven encantadora: guapa,inteligente y sin duda buena cocinera.Estudiaba Derecho, al igual queAndrew. Evidentemente estabanhechos el uno para el otro, ¿no?

Todos los jóvenes eranestudiantes y comentaban lo que

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habían hecho el último verano. Desus palabras se infería que entretodos habían visitado la mayor partede los países del mundo. Hablaronde la situación en Nicaragua, España,México, Alemania, Finlandia yKenia. Todos se habían divertido,pero al mismo tiempo habían viajadoen busca de información: eranviajeros serios. Frances reflexionósobre las abismales diferencias quehabía entre aquel ambiente y el quese había vivido en casa de Juliahacía diez años. A estos jóvenes selos veía mucho más felices... ¿Era

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ésa la palabra adecuada? Recordólos agobios, las dificultades, loscrios trastornados. Éstos erandistintos. Claro que eran mayores,pero aun así... Julia habría dicho queninguno de ellos era hijo de laguerra: la sombra de ésta ya habíaquedado muy atrás.

Aquella media hora, que habríapodido resultar muy agradable, no lofue tanto debido a la preocupaciónpor Andrew, que entró por unmomento para informarles que leshabía pedido un taxi. Debíandisculparlo. Por las expresiones de

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sorpresa de los demás, Frances yJulia comprendieron que no estabanacostumbrados a ver alterado alafable Andrew. Una vez en la calle,las besó; un abrazo para Julia, unabrazo para Frances. Les abrió lapuerta del taxi, pero no estabapensando en ellas. De inmediatosubió corriendo por la escalera.

—Me pregunto si estos jóvenesson conscientes de la suerte quetienen —dijo Julia.

—Mucha más que nosotros,desde luego.

—Pobre Frances, nunca se te

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presentó la ocasión de ver mundo.—Entonces, pobre Julia

también.Compadeciéndose mutuamente,

terminaron el viaje en silencio.—No llegarán a nada —fue la

conclusión de Julia.—No, ya lo sé.—De modo que no debemos

pasarnos la noche en vela,preocupándonos.

Sentada sola en la cocina, ante unamesa que era la mitad de grande quela anterior, Frances bebió una taza de

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té, deseando que apareciera Colin.Sylvia rara vez lo hacía. Aunque yano era una residente, sino un médicode verdad, y no se quedaba dormidaen cuanto se sentaba, trabajabamucho y casi no pisaba la habitaciónsituada enfrente de la de Frances. Sedejaba caer para darse un baño,cambiarse de ropa y a veces pasar lanoche, en cuyo caso subía —nosiempre— a abrazar a Julia, peronada más. Por consiguiente, Colinera el único «crío» que Frances veíaúltimamente.

No sabía nada de su vida fuera

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de la casa. Cierto día un hombre deaspecto dudoso, acompañado por unenorme perro negro, llamó al timbrey preguntó por Colin, que bajócorriendo y quedó en verse con él enel parque. Frances empezó apreocuparse: ¿Colin seríahomosexual? Parecía poco probable,¿no? Sin embargo, cuando empezabaa prepararse para adoptar la actitudcorrecta ante una situaciónsemejante, apareció una chica pálida,y luego otra, y tuvo que decirles queColin no estaba. «Pero si no está encasa, ¿por qué no está conmigo?»:

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Frances supo que pensaban esoporque ella habría pensado lomismo. Esos incidentes eranindicativos de la existencia quellevaba Colin. Paseaba por el parquecon Fiera a todas horas, hablaba conla gente que se sentaba en los bancos,entablaba amistad con otrospropietarios de perros y de vez encuando iba a un pub. Julia, que lehabía dicho a Colin que no erasaludable que un hombre joven notuviese vida sexual, había recibidoesta respuesta: «Tengo una oscura ypeligrosa vida secreta, llena de

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salvajes aventuras sentimentales, demodo que no te preocupes por mí,abuela.»

Esa noche entró acompañadopor el perrito, como de costumbre, yvio a Frances.

—Me prepararé una taza de té—dijo. El perro se subió a la mesa.

—Saca a ese pequeño trasto deahí.

—¿Lo has oído, Fiera? —Lodepositó en una silla y le ordenó quese quedara allí. El perro obedeció,meneando la cola mientras losmiraba con ojos inquisitivos—. Sé

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que quieres hablarme de Andrew —agregó, sentándose con la taza de téentre las manos.

—Desde luego. Sería undesastre.

—No necesitamos másdesastres en esta familia.

Su sonrisa le reveló a Francesque estaba de un humor belicoso.Hizo de tripas corazón, recordandoque a Andrew podía decirlecualquier cosa, mientras que conColin siempre la invadía ciertaaprensión mientras intentabadescubrir de qué talante estaba. Se

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disponía a decir: «Bueno, olvídalo,ya hablaremos», cuando él prosiguió:

—Julia ya ha estado dándome lalata. ¿Qué queréis que haga? ¿Queles aconseje: «No seas idiota,Andrew; no te precipites, Sophie.»?La cuestión es que ella necesita aAndrew para librarse de Roland.

Aguardó, sonriendo. Se habíaconvertido en un hombre corpulento,con el cabello negro y rizado y unasgafas de montura negra que le dabanaspecto de intelectual. Siempreestaba listo para atacar, entre otrascosas porque aún no se mantenía

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solo. Julia le había dicho a Frances:«Es preferible que le pase dinero yoa que se lo pases tú. Lo encuentromejor desde el punto de vistapsicológico.» Y tenía razón, lo queno impedía que él se desfogara consu madre. Frances también esperó.La batalla estaba a punto decomenzar.

—Si quieres una bola de cristal,deberías consultar a nuestra queridaPhyllida, pero basándome en misprofundos conocimientos sobre lanaturaleza humana, por citar elsuplemento literario de The Times, te

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diré que Sophie seguirá con Andrewhasta que supere lo de Roland, yluego lo dejará por otro.

—Pobre Andrew.—Pobre Sophie. Bueno, es una

masoquista. Tú deberías entenderlo.—¿Eso es lo que crees que soy?—Es evidente que tienes talento

para sufrir, ¿no estás de acuerdo?—Ahora no. Hace mucho

tiempo que no es así.Colin titubeó. La escena podría

haber acabado allí, pero se levantóde un salto, puso otra bolsita de té ensu taza, le echó agua, reparó en que

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ésta no había hervido, extrajo labolsita de la taza y la arrojó alfregadero, soltó una maldición, sacóla bolsita del fregadero y la tiró a labasura, encendió el hervidoreléctrico, escogió otra bolsita, vertióagua hirviendo..., todo esto con unaprecipitada torpeza que le indicó aFrances que no estaba disfrutandocon el enfrentamiento. Regresó ycolocó la taza sobre la mesa. Selevantó, acarició rápidamente alperro y se sentó de nuevo.

—No es nada personal —dijo—, pero he estado pensando... Es tu

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generación. Sois todos iguales.—Ah —respondió Frances,

contenta de que tocara el manidotema de los principios generales.

—El deseo de salvar el mundo.El paraíso apuntado en cada nuevoorden del día.

—Me estás confundiendo con tupadre —dijo Frances, y decidiócontraatacar—. Estoy harta de esto.Siempre me involucran en loscrímenes de Johnny. —Reflexionósobre la palabra empleada—. Sí,crímenes. A estas alturas puedenllamarse así.

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—¿Alguna vez no lo fueron?¿Sabes una cosa? Leí en The Timesque dijo: «Sí, hemos cometidoerrores.»

—Ya. Pero yo no cometí esoscrímenes ni los apoyé.

—De todas maneras, ibas desalvadora del mundo, como él.Todos vosotros. Sois unosarrogantes, ¿lo sabías? No creo quehaya existido una generación máspresuntuosa. —Seguía sonriendo;disfrutaba del ataque, aunque tambiénse sentía culpable—. Johnny siempredando discursos y tú llenando la casa

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de descarriados y menesterosos.Vaya, habían llegado al meollo

de la cuestión.—Lo siento —repuso Frances

—, pero no veo la relación. Norecuerdo que Johnny ayudara nunca anadie.

—¿Ayudar? Si quieres llamarloasí... Bueno, su casa está atestada deamericanos que huyen del ejército(no es que yo tenga nada contra eso)y de camaradas de todos los rinconesdel mundo.

—No es lo mismo.—¿Nunca te has preguntado qué

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les habría pasado si no los hubierasmetido a todos en esta casa?

—Uno de ellos era tu amigaSophie.

—Pero nunca llegó a instalarseaquí.

—Prácticamente vivía aquí. ¿Yqué me dices de Franklin? Estuvocon nosotros más de un año. Tambiénera amigo tuyo.

—Y el maldito Geoffrey. Teníaque aguantarlo día y noche en elcolegio, por no mencionar lasvacaciones que pasaba aquí, duranteaños.

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—Yo no sabía que te cayera tanmal. ¿Por qué no lo dijiste? ¿Por quélos jóvenes nunca habláis de lo queos molesta?

—Ahí tienes... No fuiste lobastante perspicaz para darte cuenta.

—Vamos, Colin; ahora me dirásque no debimos permitir que Sylviase mudara a esta casa.

—Yo no he dicho eso.—Ahora no, pero solías

decirlo. Me hacías la vida imposiblecon tus quejas. Ya estoy harta. Todoeso pertenece a un pasado lejano.

—Las consecuencias no

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pertenecen al pasado. ¿Sabías queesa arpía de Rose va por ahídiciendo que Julia es una borracha ytú una ninfómana?

Frances soltó una carcajadacargada de furia, pero sincera. Colin,que detestaba esa clase de risa, ledirigió una mirada angustiada yacusadora.

—Ay, Colin, si supieras quévida más casta he llevado... —Hizouna pausa e, imbuyéndose delespíritu de la época, añadió—:Además, si hubiera tenido un liguediferente cada fin de semana, habría

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estado en mi derecho, ¿no? Vosotrosno habríais podido reprocharmenada.

Lo absurdo de la situaciónquedó de manifiesto en el acto. Colinpalideció y guardó silencio.

—Por el amor de Dios, Colin,sabes perfectamente que...

—Guau, guau, guau —intervinoel perro.

Frances se dobló de la risa.Colin sonrió con amargura.

Lo cierto era que el peso de suprincipal acusación se alzaba entrelos dos, como un objeto envenenado.

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—¿De dónde sacasteis esaseguridad en vosotros mismos? Papásalvando el mundo, un millón demuertos aquí, otro millón allá, y tú:«Ven, entra y ponte cómodo, te darébesitos en las pupas para que tesientas mejor.» —Parecíatraumatizado por su triste infancia, yde hecho ofrecía todo el aspecto deun niño, con los ojos húmedos y loslabios temblorosos...

Fiera bajó de su silla, saltó alas rodillas de su amo y se puso alamerle la cara. Colin ocultó elrostro —o parte de él— contra el

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lomo del perrito, y luego lo alzó paradecir:

—¿De qué ibais? ¿Quédemonios os creíais? Todossalvadores del mundo, y osdedicabais a crear desiertos... ¿No tedas cuenta de que nos habéis jodido?¿Sabes que Sophie sueña concámaras de gas y ningún miembro desu familia ha estado ni siquiera cercade una? —Se levantó, abrazando alperro.

—Un momento, Colin...—Ya hemos hablado del punto

principal del orden del día: Sophie.

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Es desgraciada y seguirá siéndolo.Hará desgraciado a Andrew. Luegose buscará otro hombre y continuarásiendo desgraciada.

Salió corriendo de la cocina ysubió por la escalera, mientras elperrito profería en sus brazos suestridente y ridículo guau, guau, guau.

En la casa de Julia sucedía algode lo que nadie estaba al corriente.Wilhelm y Julia querían casarse, opor lo menos que él se instalase enaquélla. Se quejaba, al principio entono de broma, de que lo obligaban avivir como un adolescente, haciendo

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pequeñas escapadas para encontrarsecon su amada en el Cosmo o en unrestaurante; en ocasiones pasaba eldía y la mitad de la noche con Julia,pero luego debía volver a su casa.Julia eludía el compromisobromeando con que por lo menos noeran adolescentes que suspiraban pormeterse en la cama juntos, a lo que élrespondía que la cama no servía sólopara el sexo. Por lo visto recordabaabrazos y conversaciones sobre elmundo en la oscuridad. Si bien Juliano estaba convencida de querercompartir el lecho después de tantos

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años de viudez, poco a poco empezóa entenderlo. Siempre le sabía malquedarse cómodamente en sushabitaciones cuando él tenía quemarcharse, hiciera el tiempo quehiciese. Wilhelm vivía en un pisomuy grande, que en el pasado habíacompartido con su esposa —muertahacía mucho tiempo— y sus doshijos, que ahora vivían en EstadosUnidos. Rara vez estaba allí. Aunqueno era pobre, no parecía sensato quemantuviera el piso con portero y unpequeño jardín cuando ella poseíauna casa enorme. Hablaron,

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discutieron y finalmente riñeron entorno a lo que había que hacer alrespecto.

Resultaba inconcebible queWilhelm viviese con Julia en lascuatro pequeñas habitaciones quepara ella bastaban. Además, ¿dóndemetería sus libros? Tenía miles,muchos de ellos de los tiempos enque era librero. Tras colonizar elcuarto de Andrew, Colin se habíaapoderado de todo el piso de abajo.No podían pedirle que se marchara,¿o sí? De todos los habitantes de lacasa, con excepción de la propia

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Julia, era el que más necesitaba suespacio, un lugar seguro en el mundo.Debajo de Colin estaba Frances, queocupaba dos habitaciones amplias yuna pequeña. Y en esa misma plantase encontraba el cuarto de Sylvia.Aunque sólo lo usaba una vez al mes,era su hogar y debía seguir siéndolo.

No obstante, Wilhelm quisosaber por qué no podían pedirle aFrances que se buscara otra casa.Ganaba suficiente dinero, ¿no? Juliase negó. La familia Lennox habíautilizado a Frances para que criase ados hijos, ¿y ahora iban a ponerla de

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patitas en la calle? Julia jamás lehabía perdonado a Johnny que tras lamuerte de Philip le sugiriera que semudase a un pequeño apartamento.

Debajo de las habitaciones deFrances, el amplio salón se extendíade un extremo al otro de la casa.¿Cabrían más estanterías para loslibros de Wilhelm? Sin embargo,éste sabía que Julia no queríasacrificar esa estancia. Y aúnquedaba Phyllida, que ahora estabaen condiciones de pagarse unavivienda propia. Contaba con eldinero que le había prometido

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Sylvia, y su actividad como vidente—y cada vez más comopsicoterapeuta— le proporcionabaunos ingresos estables. Cuando losmiembros de la familia se habíanenterado de que Phyllida se dedicabaahora a la terapéutica, habían soltadouna retahíla de chistes, todos en lalínea de «Pero no puede salvarse a símisma». A pesar de todo, captabapacientes. Si se libraban de Phylliday sus fieles clientes, nadie pondríaobjeciones. Bueno, sí, quizá Sylvia,que había adoptado una actitudmaternal hacia su madre. Se

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preocupaba por ella. ¿Y de quéserviría que Phyllida se marchase?Sólo resultaría útil si Frances oColin se mudaban al apartamento delsótano, pero ¿por qué iban a hacerlo?Y había algo más, un argumentopoderoso que a Wilhelm no se lehabía pasado por la cabeza. Juliasiempre había soñado con que Sylviase instalase en la casa cuando secasara o encontrase «una pareja».(Una expresión ridícula, en suopinión.) ¿Dónde? Bueno, Phyllidase iría del sótano y entonces...

Wilhelm empezó a decir que

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finalmente lo entendía: en realidad, aJulia no le apetecía vivir con él:«Siempre te he querido más que tú amí.»

Julia nunca había pensado queel amor entre ellos fuera mensurable.Simplemente contaba con él.Wilhelm le prestaba apoyo yconsuelo, y ahora que estabaenvejeciendo (por mucho que eldoctor Lehman dijese lo contrario),sabía que sería incapaz de vivir sinél. ¿No lo amaba? Bueno, no si locomparaba con Philip. Pero esospensamientos la incomodaban y no

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quería que siguieran haciéndolo,como tampoco quería oír losreproches de Wilhelm. Le habríagustado que se mudara a su casa silas cosas no hubieran sido tancomplicadas, aunque sólo fuese paradejar de sentirse culpable por elamplio y desaprovechado piso deWilhelm. Incluso estaba dispuesta aimaginar abrazos y conversacionesnocturnas en su antigua camaconyugal. Por otro lado, sólo habíacompartido el lecho con un hombreen su larga vida: le pedíandemasiado, ¿no? Los reproches de

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Wilhelm se convirtieron enacusaciones; Julia lloraba y Wilhelmse arrepentía.

Frances planeaba irse de la casa deJulia. Por fin dispondría de un pisopropio. Ahora que no tenía que pagarmatrículas escolares niuniversitarias, estaba ahorrandodinero. Viviría en una casa propia,no en la de Julia o de Johnny, un sitiolo bastante grande para dar cabida asus libros y su material deinvestigación, que ahora estabanrepartidos entre la casa de Julia y

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The Defender. «Qué agradable esrecibir un sueldo fijo»; sólo alguienque no ha disfrutado de él puededecirlo con el sentimiento quemerece. Frances recordó sus tiemposde periodista free-lance y susinsignificantes empleos en el teatro.Aun así, cuando consiguiera ahorrarsuficiente dinero para pagar laentrada de un piso, renunciaría a supuesto en The Defender, que cadavez se le antojaba menos apropiadopara ella.

Siempre había llevado a cabo lamayor parte del trabajo en casa y

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nunca se había considerado parteintegrante del periódico. Sus colegasse quejaban de sus idas y venidas,como si su conducta entrañara unacrítica a The Defender. Y así era. Sesentía una extraña en una institucióndonde todo el mundo se sentíaacosado por hordas hostiles y fuerzasreaccionarias, como si nada hubieracambiado desde los gloriosos díasdel siglo anterior, cuando TheDefender era prácticamente el únicobastión de los saludables valoressolidarios: no había habido una solacausa justa que ellos no hubieran

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defendido. En la actualidad elperiódico abogaba por los injuriadosy los agraviados, pero se comportabacomo si difundieran problemas de lasminorías, en lugar de —en general—«opiniones aceptadas».

Frances ya no era Tía Vera(«Mi hijo se orina en la cama, ¿quépuedo hacer?»), sino que escribíaartículos serios y bien documentadossobre temas como las diferenciasentre los salarios masculinos y losfemeninos, las desigualesoportunidades de trabajo o lasguarderías: prácticamente todos sus

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reportajes trataban de ladiscriminación de la mujer.

En ciertos círculos, casisiempre masculinos (pues concreciente frecuencia los hombres seveían como víctimas de hostileshordas femeninas), predominaba laopinión de que las periodistas de TheDefender componían una especie demafia formada por mujeres cargantes,obsesivas y sin sentido del humorpero con talento. Frances tenía deeste último, desde luego: todos susartículos acababan publicados enrevistas e incluso en libros y se

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citaban en la radio o la televisión. Enel fondo coincidía con que suscolegas eran unas pesadas, si biensospechaba que ella no era muchomejor. Ciertamente se sentía pesada,cargada con los males del mundo: laacusación de Colín había sidofundada: creía en el progreso y enque era posible cambiar las cosas siuno no cejaba en su empeño dedenunciar las injusticias. ¿Acaso noera verdad, aunque sólo fuese aveces? Ella se enorgullecía dealgunos pequeños triunfos. Al menosnunca había volado en los procelosos

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cielos del feminismo de moda: no eracomo Julie Hackett, que habíaprorrumpido en llanto al oír por laradio que la malaria la transmitía elmosquito hembra. «¡Los muycabrones! ¡Cabrones fascistas!»Cuando Frances consiguióconvencerla de que se trataba de undato técnico y no de una calumniainventada por científicos machistaspara rebajar al sexo femenino—«perdón, al género femenino»—,Julie se tranquilizó y dijo entresollozos: «¡Es tan injusto!» JulieHackett continuaba entregada al

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periódico. En casa llevaba delantalesd e The Defender, bebía en tazas deThe Defender, usaba paños decocina de The Defender. Pillaba unarabieta cada vez que alguiencriticaba al periódico. Consciente deque Frances no estaba tan«comprometida» como ella (esapalabra le encantaba), a menudo lesoltaba breves sermones destinados aconcienciarla. Frances la encontrabatremendamente aburrida. Losaficionados a observar las diablurasde la vida ya habrán reconocido aeste personaje, que a menudo nos

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acompaña y que aparece en todas lasépocas y lugares, cual una sombra dela que nos gustaría librarnos peroque sigue ahí, como una burlonacaricatura de sí misma aunquetambién, oh, sí, como un saludablerecordatorio. Al fin y al caboFrances había sucumbido a lacargante retórica de Johnny, se habíadejado seducir por el Gran Sueñoque había condicionado su vidadesde entonces. Sencillamente, habíasido incapaz de librarse de suinflujo, y ahora trabajaba dos o tresdías a la semana con una mujer para

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q ui e n The Defender cumplía lamisma función que habíarepresentado el partido para suspadres, que se jactaban de seguirsiendo comunistas ortodoxos.

Algunas personas han llegado ala conclusión de que nuestra mayornecesidad —la del ser humano— estener algo o alguien a quien odiar.Durante décadas, las clases altas ymedias desempeñaron este prácticopapel, que en los países comunistasles acarreaba la muerte, la tortura yel encarcelamiento, y en países másecuánimes, como Inglaterra,

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sencillamente las hacía merecedorasdel oprobio general o de molestasobligaciones, como la de adquirir unacento cockney. No obstante,últimamente ese credo empezaba aquedar desfasado. El nuevo enemigo—los hombres— resultaba aún másútil, pues abarcaba a la mitad de laespecie humana. A lo largo y anchodel planeta las mujeres enjuiciaban alos hombres, y cuando Francesestaba con sus colegas de TheDefender, se sentía como miembrode un jurado enteramente femeninoque acabara de dictar un veredicto

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unánime de culpabilidad.Convencidas de estar en posesión dela verdad, en los momentos de ociocontaban anécdotas que ilustraban lagrosería de fulano o la desfachatezde mengano, cambiaban miradas ocomentarios irónicos, apretaban loslabios y enmarcaban las cejas, ycuando había hombres presentes, losvigilaban buscando pruebas de suincorrección ideológica paralanzarse sobre ellos como una gatasobre un gorrión. Nunca han existidopersonas más arrogantes y seguras desu superioridad moral, ni con menor

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capacidad de autocrítica. Sinembargo, sólo marcaron una etapadel movimiento de liberación de lamujer. En sus inicios, el nuevofeminismo de los sesenta semejabauna niña en una fiesta: loca dealegría, con las mejillas arreboladasy los ojos brillantes, bailando ygritando: «No llevo bragas, ¿podéisverme el culo?» Al igual que a unaniña de tres años a quien los adultosno hacen el menor caso, ya se lepasaría con la edad. Y así fue.«¿Quién, yo? Yo jamás hice nadasemejante... Vale, de acuerdo, pero

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era una cría.»La sensatez se impuso

rápidamente, y si el precio que huboque pagar para hacerse valer fueronunas irritantes ínfulas desuperioridad moral, sin duda setrataba de un precio muy bajo acambio de una investigación tan seriay rigurosa: la tarea infinitamentetediosa de desenterrar hechos, cifras,informes gubernamentales y datoshistóricos, la clase de trabajo quecambia leyes y opiniones e instaurala justicia.

A esta etapa, como es lógico, le

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sucedió otra.Entretanto, Frances llegó a la

conclusión de que trabajar para TheDefender no se diferenciaba muchode ser la mujer de Johnny: tenía quecerrar el pico y reservarse susopiniones. Por eso siempre se habíallevado gran parte del trabajo a casa,porque guardarse lo que uno piensaresulta desgastador, extenuante. Demanera que tardó bastante tiempo encaer en la cuenta de que muchos delos periodistas que trabajaban paraThe Defender eran hijos de loscamaradas del partido, aunque había

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que conocerlos bien para reparar enello. Si uno había recibido unaeducación de izquierdas, se locallaba: resultaba demasiado difícilde explicar. Pero ¿y si los demás sehallaban en la misma situación? Estono ocurría únicamente en TheDefender. Era sorprendente lafrecuencia con que uno oía: «Mispadres estuvieron en el partido,¿sabes?» Aquella generación decreyentes, ahora desautorizada, habíatraído al mundo hijos que, si bienrenegaban de las ideas de sus padres,admiraban su dedicación, al

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principio en secreto, luegoabiertamente. «¡Qué fe! ¡Qué pasión!¡Qué idealismo! ¿Cómo pudierontragarse tantas mentiras?» Por elcontrario ellos, los hijos, tenían unamente abierta y libre, no contaminadapor la propaganda.

Sin embargo, la realidad eraque la atmósfera de The Defender yotros organismos liberales la había«fijado» el partido. La semejanzamás ostensible residía en lahostilidad hacia las personas que nocompartían sus ideas. Los hijosliberales o izquierdosos de padres

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que ellos tachaban de fanáticosmantenían intactos ciertos hábitos depensamiento heredados. «Si no estáscon nosotros, estás contra nosotros.»La costumbre de radicalizar: «Si nopiensas como nosotros, eres unfascista.»

Y al igual que en el partido enlos viejos tiempos, se había erigidoun altar con personajes admirados,héroes y heroínas, ahora por logeneral no comunistas, aunque elcamarada Johnny era una figuraprominente, un viejo patriarca, unmiembro de la vieja guardia a quien

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sin duda habrían retratado subido auna plataforma, agitandocontinuamente el puño hacia un cieloreaccionario. Oh, sí, se habíancometido «errores», y todos loadmitían, pero aquel gran poderseguía defendiéndose, porque elhábito estaba demasiado arraigado.

En el periódico se rumoreabaque ciertas personas eran espías dela CIA. Nadie ponía en duda que éstatenía espías en todas partes, demanera que debía de haberlos allítambién: nadie insinuó jamás que elKGB soviético estuviese detrás,

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manipulando e influyendo, como sereconoció veinte años después. Elprincipal enemigo era EstadosUnidos: eso se sobreentendía o seproclamaba a bombo y platillo. Eraun estado fascista y militarista en elque no había libertad ni democraciaverdadera, según denunciabancontinuamente en artículos ydiscursos quienes pasaban susvacaciones allí, enviaban a sus hijosa las universidades estadounidenseso «cruzaban el charco» paraparticipar en manifestaciones,revueltas, marchas y asambleas.

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Un joven ingenuo, que se habíaunido a la plantilla de The Defenderporque admiraba su glorioso yhonorable historial en la línea delpensamiento libre y justo, alegóimpulsivamente que era un errortachar de fascista a Stephen Spenderpor hacer campaña contra la UniónSoviética e intentar convencer a lagente de «la verdad», expresión quesignificaba lo contrario de lo queaseveraban los comunistas. En suopinión, dado que todo el mundoestaba al corriente de los fraudeselectorales, las farsas de los juicios,

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los campos de concentración, lostrabajos forzados y el hecho de queStalin era peor que Hitler, no habíanada de malo en denunciar todas esascosas. Hubo gritos, aullidos,lágrimas: un escándalo que estuvo apunto de desembocar en una pelea apuñetazos. El joven se marchó y losdemás lo tildaron de agente de laCIA.

Frances no era la única quesuspiraba por largarse de aquel antrolleno de gente quisquillosa ehipócrita. Rupert Boland, su buenamigo, era otro. Esta secreta

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antipatía que albergaban hacia lainstitución en la que trabajaban fue loque los unió en primer lugar ydespués, cuando se les presentó laoportunidad de marcharse a escribirartículos para otros periódicos, sequedaron, cada uno de ellospensando en el otro, algo que ningunode los dos sabía, ya que tardaronmucho tiempo en confesárselo.Cuando Frances descubrió que corríael peligro de enamorarse de esehombre, era demasiado tarde; ya sehabía enamorado. ¿Y por qué no?Las cosas se desarrollaron

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lentamente pero de manerasatisfactoria. Rupert quería vivir conFrances.

—¿Por qué no te instalas en micasa? —preguntó. Tenía un piso enMarylebone.

Frances contestó que queríaposeer una casa propia por una vezen su vida. Al cabo de un año habríaahorrado suficiente dinero.

—Deja que te preste lo que tefalta —propuso él.

Ella rechazó el ofrecimiento conexcusas. Entonces no sería un lugarcompletamente suyo, un refugio que

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pudiese considerar propio. El no loentendió y se ofendió. A pesar deestas discrepancias, el amor entreellos prosperó. Ella pasaba algunasnoches en su casa, aunque nodemasiadas, por miedo de disgustar aJulia y a Colin.

—¿Por qué? —se quejabaRupert—. Ya has cumplido losveintiuno, ¿no?

Cuando se llega a cierta edad,hay momentos en que episodiosenteros de una historia de sufrimientoy golpes se yuxtaponen y afloran a lasuperficie. No se sentía capaz de

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explicárselo. Y tampoco queríahacerlo: que no se hablara más.Basta. Fin. Rupert no locomprendería. Había estado casado ytenía dos hijos que vivían con sumadre. Los veía con regularidad, yahora también los veía Frances. Sinembargo, él no había sufrido lasferoces imposiciones de losadolescentes.

—Pero no somos unos críos quetengan que esconderse de losmayores —protestaba, comoWilhelm.

—No lo sé, pero por el

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momento es divertido.Surgió un posible problema, que

al final no lo fue: él era diez añosmenor que ella. ¡Frances tenía casisesenta, y él diez menos! Después decierta edad, diez años más o menosno significan mucho. Además derecordarle que el sexo era algoagradable, Rupert constituía unaestupenda compañía. La hacía reír, yella sabía que lo necesitaba. Ambosestaban descubriendo conincredulidad lo fácil que resultabaser feliz. ¿Cómo era posible que algotan sencillo se les hubiera antojado

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tan difícil, agotador y doloroso?Entretanto, no parecía haber un

domicilio para ese amor, que no semanifestaba como un frenesíadolescente sino como un sentimientomás reposado y cotidiano.

La multitud que celebraba laindependencia de Zimlia no cabía enel local: había invadido la escalinatade la entrada y amenazaba conobstruir el tráfico, como habíaocurrido durante las fiestas porKenia, Tanzania, Uganda y Zimliadel Norte. La mayor parte de la

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concurrencia seguramente habíaasistido a todas las celebracionesanteriores. Los sentimientos detriunfo estaban representados en todasu gama: desde la serena satisfacciónde quienes habían trabajado duranteaños para que llegara este momentohasta la desbordante euforia deaquellos que encuentran a lamuchedumbre tan embriagadoracomo el amor, el odio o el fútbol.Frances estaba allí porque Franklinla había telefoneado: «Os quiero allí.Tenéis que ir. Tú y todos mis viejosamigos. —Era halagador—. ¿Y

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dónde está la señorita Sylvia? Porfavor, invítala también a ella.»

Por eso Sylvia estaba conFrances, abriéndose paso entre elgentío, aunque había dicho y seguíadiciendo:

—Tengo que hablar contigo,Frances. Es importante.

Alguien tiró de la manga deFrances.

—¿Señora Lennox? ¿Es usted laseñora Lennox? —preguntó unaansiosa joven con pelo rojo tancrespo como el de una muñeca detrapo y pinta de desorientada—.

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Necesito su ayuda.Frances se detuvo, con Sylvia

detrás.—¿Qué ocurre? —gritó

Frances.—¡Ha sido tan buena con mi

hermana...! Le debe la vida. Porfavor, necesito ir a verla. —La joventambién hablaba a voces.

Frances tardó unos segundos encomprender lo que sucedía.

—Ya entiendo. Creo que quierehablar con la otra señora Lennox, conPhyllida.

La chica contrajo el rostro en

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sucesivas muecas de desconfianza,frustración y tristeza.

—¿No quiere...? ¿No puede?¿No es usted...?

—Se ha equivocado de persona.—Frances echó a andar de nuevo,del brazo de Sylvia. Tardaría untiempo en asimilar la idea de quealguien tuviese semejante conceptode Phyllida—. Se refería a Phyllida—explicó.

—Lo sé —repuso Sylvia.Al llegar a la puerta del local,

advirtieron que se hallaba atestado yque era imposible entrar, aunque

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Rose y Jill estaban de porteras.Ambas lucían escarapelas deltamaño de platos y con los coloresde la bandera de Zimlia. Rose soltóun grito de alegría al ver a Frances.

—Es como una reunión familiar—le dijo al oído—. Ha venido todoel mundo. —Entonces reparó enSylvia y añadió en tono deindignación—. No sé por qué creesque vas a encontrar sitio. Jamás te hevisto en una manifestación.

—Ni a mí —señaló Frances—.De todos modos, espero que eso nome convierta en una oveja negra.

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—Oveja negra —se mofó Rose—. Una expresión típica. —Se hizo aun lado para dejar paso a Frances yluego, por obligación, también aSylvia—. Necesito hablar conFranklin, Frances —dijo.

—¿No deberías comentárselo aJohnny? Franklin se aloja con élcuando está en Londres.

—Johnny no parece acordarsede mí..., aunque formé parte de lafamilia, ¿no? Durante siglos.

Se oyó una ovación. Losoradores estaban subiendo a latribuna: eran unos veinte, y entre

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ellos figuraban Johnny, Franklin yotros negros. Franklin avistó aFrances, que se había abierto paso aempujones hasta las primeras filas, ysaltó de la tribuna riendo, casillorando, frotándose las manos,rebosante de alegría. Abrazó aFrances, miró alrededor y preguntó:

—¿Dónde está Sylvia? —Sefijó en una mujer joven y delgada,con la lacia melena rubia recogida enla nuca y la cara muy pálida, quellevaba un jersey negro de cuelloalto. A continuación miró alrededorpor un instante y volvió a posar la

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vista en ella.—¡Aquí estoy! —exclamó

Sylvia para hacerse oír por encimade los aplausos y los gritos.

En la tribuna, los oradoresagitaban los brazos, entrelazaban losdedos por encima de la cabeza ysaludaban con el puño en alto acierto ente que aparentemente flotabasobre las cabezas del público.Sonreían y reían, absorbiendo elamor de la multitud y devolviéndoloen forma de rayos calurosos y casivisibles.

—Estoy aquí. Ya no me

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recuerdas, Franklin.Jamás el rostro de un hombre

expresó una desilusión mayor.Durante años, Franklin habíaretenido en su memoria a aquelladelicada niña rubia que era como unpollito recién nacido, tan dulce comola Virgen y las santas de lasimágenes sagradas de la misión.Ahora, la mujer de aspecto grave quetenía delante, le hacía daño. Noquería mirarla. No obstante, ella seacercó desde detrás de Frances y loabrazó, sonriendo, y por un segundoFranklin pensó: «Sí, es Sylvia...»

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—¡Franklin! —gritaron desde latribuna.

En ese momento llegó Rose einsistió en abrazarlo.

—Soy yo, Franklin —dijo—.¿Me recuerdas?

—Si, sí, sí —contestó él, queguardaba recuerdos ambiguos deRose.

—Necesito hablar contigo.—De acuerdo, pero ahora debo

subir.—Te esperaré después de la

asamblea. Recuerda que es por tupropio bien.

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Subió y se convirtió en unabrillante y risueña cara negra entrelas otras, al lado de Johnny Lennox,que semejaba un viejo aunque dignoleón sarnoso y saludaba a losseguidores de abajo agitando elpuño. Sin embargo, Franklin continuórecorriendo la sala con la miradacomo si buscase a la antigua Sylvia,y cuando la fijó en la auténtica,sentada en la primera fila, ella losaludó con la mano y le sonrió. Unaexpresión de dicha volvió a iluminarel rostro de Franklin, que abrió losbrazos como si quisiera estrechar al

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público entre éstos, aunque era a ellaa quien quería abrazar.

Durante la celebración de unavictoria no se habla mucho de lossoldados muertos, o bien todo locontrario e incluso se canta sobre loscompañeros caídos «que hicieronposible este triunfo», pero lasaclamaciones y las estruendosasconsignas por parte de losvencedores están destinadas arelegar al olvido los huesos queyacen en la grieta de una roca, en unacolina o en una tumba tan pocoprofunda que los chacales la abren

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para esparcir costillas, dedos, unacalavera... Detrás del jolgorio reinaun silencio acusador, que pronto sellenará de olvido. En aquel local,había pocas personas que hubieranperdido hijos en la guerra —losasistentes, en su mayoría, eranblancos— o que hubieran luchado enella, pero los hombres de la tribunahabían estado en el ejército o habíanvisitado a los combatientes. Tambiénhabía individuos que se habíanentrenado para la lucha política o laguerra de guerrillas en la UniónSoviética o en los campos de

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instrucción soviéticos en territorioafricano. Y muchos de los miembrosdel público habían estado endistintas regiones de África «en losviejos tiempos». Pese a que entreellos y los activistas mediaba unabismo, todos habían prorrumpido envítores.

Los veinte años de guerrahabían empezado con revueltasaisladas, manifestaciones de«descontento social» y de«desobediencia civil» o rencores quese habían cometido en matanzas oincendios, pero todas esas gotas se

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habían unido para formar el torrentede la guerra, una guerra que, aunquehabía durado dos décadas, prontosería recordada únicamente en lascelebraciones conmemorativas. Elruido era ensordecedor y no parecíaque fuese a cesar. La gente gritaba,lloraba, se abrazaba y besaba adesconocidos mientras en la tribunase sucedían los oradores negros yblancos. Franklin habló una vez yluego otra. La multitud simpatizabacon ese hombre robusto y risueñoque, según se comentaba, prontoformaría parte del Gobierno del

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camarada Matthew Mungozi, hastahacía poco un nombre más entre unadocena de líderes potenciales y quehabía ganado inesperadamente lasrecientes elecciones. Un poco tarde,llegó el camarada Mo, emocionado,sonriente, saludando con la mano.Subió de un salto a la tribuna yexplicó que acababa de regresar delos territorios ocupados por laguerrilla, que había depuesto lasarmas y estaba trazando planes parahacer realidad los dulces sueños quelos habían mantenido en la luchadurante tantos años. De esos sueños

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le habló a la multitud, gesticulando,agitado y lloroso: habían estado tanpendientes de las noticias de laguerra que no habían tenido tiempode pensar cuan pronto oirían la frase:«Y ahora construiremos el futurojuntos.» El camarada Mo no procedíade Zimlia, pero eso no importaba:ningún otro orador había visitado alos guerrilleros recientemente, nisiquiera el camarada Matthew, quehabía estado demasiado ocupadonegociando con el Gobiernobritánico o asistiendo a reunionesinternacionales. La mayor parte de

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los estados del mundo le habíanprometido su apoyo. De la noche a lamañana se había convertido en unpersonaje público.

A Frances y Sylvia les resultóimposible abrirse paso para salir deallí, y el vocerío, las lágrimas y losdiscursos continuaron hasta que elencargado del local se presentó paracomunicarles que les quedaban diezminutos del tiempo que habíanpagado. Se oyeron gruñidos,abucheos y gritos de «fascistas». Laconcurrencia se encaminó hacia laspuertas. Frances se quedó mirando a

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Johnny, esperando que al menosdiese alguna señal de haberla visto,lo cual finalmente hizo con unaadusta inclinación de la cabeza. Rosetrepó a la tribuna para saludar aJohnny, que le dedicó otra cabezada.A continuación Rose se puso delantede Franklin, interponiéndose entreéste y la gente que quería abrazarlo,estrechar su mano o incluso sacarlo ahombros de la sala.

Cuando Frances y Sylviallegaron al vestíbulo, Rose lasalcanzó, henchida de satisfacción.Franklin le había prometido una

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entrevista con el camarada Matthew.Sí, de inmediato. Sí, sí, sí, le habíaprometido que podría hablar con elcamarada Matthew, quien viajaría aLondres la semana siguiente.

—¿Lo ves? —le comentó aFrances, sin mirar a Sylvia—. Yavoy bien encaminada.

—¿Hacia dónde? —inquirióFrances. Era la pregunta que Roseesperaba.

—Ya lo verás —respondióRose—. Lo único que quería era unaoportunidad —aclaró y acontinuación se marchó para cumplir

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con sus obligaciones.Frances y Sylvia permanecieron

un rato en la acera, rodeadas depersonas felices que se resistían adispersarse.

—Tengo que hablar contigo,Frances —dijo Sylvia—. Esimportante. Tengo que hablar contodos vosotros.

—¿Con todos?—Sí, ya entenderás por qué.Se reunirían al cabo de una

semana; Sylvia prometió que pasaríala noche en casa.

Rose leyó todos los artículos

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que encontró sobre el camaradaMatthew, el presidente Mungozi,pero no demasiado sobre Zimlia. Losautores de los numerosos escritos,que en su mayor parte ensalzaban alpersonaje, se habían expresado entérminos muy críticos anteriormente.

Para empezar, Mungozi eracomunista. Se preguntaban quéconsecuencias tendría ese hecho enel contexto político de Zimlia. Roseno pensaba seguir esa línea deinterrogatorio, y mucho menos conactitud contenciosa. Había preparadoun borrador, con preguntas copiadas

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de otras entrevistas, antes incluso deconocer al Líder. Como periodistafreelance, había redactado notassobre asuntos locales, casi siemprebasándose en información que lepasaba Jill, que formaba parte devarias comisiones municipales.Siempre recopilaba datos y artículosde otros para escribir sus artículos, yel presente trabajo sólo sediferenciaba por su envergadura ysus repercusiones (o eso esperabaella).

No tuvo en cuenta ninguna delas críticas al camarada Matthew, y

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terminó con un par de párrafosrepletos de vaguedades optimistascomo las que tantas veces había oídopronunciar al camarada Johnny.

Con ese borrador acudió alhotel donde se alojaba el Líder. Ésteno se mostró muy comunicativo, almenos al principio, pero después deleer el borrador de la entrevista, sudesconfianza se disipó y leproporcionó algunas citas útiles.«Como me dijo el presidenteMungozi...»

Había transcurrido una semana.

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Frances había abierto la mesa,esperando que la gente dijera:«Como en los viejos tiempos.»Había preparado un guiso y unpostre. ¿Quién acudiría? Al enterarsede que Sylvia estaría presente, Juliahabía prometido bajar y llevar aWilhelm. Colin había asegurado queno se perdería la «reunión» por nadadel mundo. Andrew, que habíaestado de luna de miel con Sophie —eso decía, aunque no se habíancasado—, anunció que los dosasistirían.

Julia y Frances aguardaron

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juntas. Andrew fue el primero enllegar, solo. Una mirada bastó paracomprobar que aquél no era el afableAndrew de costumbre: ofrecía unaspecto cansino, incluso enfermizo.Se lo veía triste. Y tenía los ojosenrojecidos.

—Sophie tal vez venga mástarde —dijo y se sirvió varias copasde vino tinto, una detrás de otra—.Muy bien, mamá. Ya sé lo que estáspensando, pero me siento hechopolvo.

—¿Ha vuelto con Roland?—No lo sé. Es posible. Como

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suele decirse, los lazos del amor sondifíciles de romper, aunque si eso esamor, no quiero saber nada de él. —Ya empezaba a arrastrar las palabras—. He venido porque nunca tengoocasión de ver a Sylvia. ¿Quién esSylvia? Quizá sea ella a quien enrealidad quiero, pero ¿sabes unacosa, Frances?, creo que tiene almade monja. —Prosiguió de ese modo,soltando una retahíla cada vez máslenta y confusa, hasta que se levantó,se acercó al fregadero y se refrescóla cara—. Según cierta superstición—pronunció «supersisión»—, el

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agua fría apaga las llamas delalcohol. No es verdad. —Se sentó,inclinando bruscamente la cabeza, yvolvió a ponerse de pie al instante—.Me parece que me echaré un rato.

—Colin se ha apoderado de tuhabitación.

—Iré al salón. —Subióruidosamente por la escalera.

Al cabo de unos minutos llegóSylvia. Abrazó a Julia, que no pudoevitar decir:

—Ya casi no te veo el pelo.Sylvia sonrió, se sentó enfrente

de Frances y desplegó unos papeles

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sobre la mesa.—¿No vas a cenar con

nosotras? —preguntó Julia.—Lo siento —se disculpó

Sylvia, y apiló los papeles a un lado.Colin bajó los escalones de tres

en tres. Sylvia , cuyo rostro seiluminó al verlo, abrió los brazossonriendo. Se abrazaron.

Wilhelm llamó antes de entrar,como de costumbre, pidió permisopara unirse a ellos y se sentó junto aJulia, aunque antes le besó la mano yla contempló con atención. ¿Estabapreocupado por ella? Tenía el

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aspecto de siempre, igual que él. Apesar de que ya rondaba los noventa,se le veía fuerte y sano.

Al enterarse de que Andrewestaba durmiendo la mona en elsalón, Colin dijo:

—La belle dame setns merci. Telo advertí, Frances, ¿no?

En ese momento se presentóSophie, deshaciéndose en disculpas.Llevaba un holgado vestido blancosobre el que su negra melena caíacomo una cascada; su rostro noparecía marcado por el amor o elsufrimiento, pero sus ojos..., sus ojos

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eran otra historia.Frances tenía las manos

ocupadas, pues estaba sirviendo lacomida. Inclinó la cabeza para queSophie la besara en la mejilla. Lachica se sentó enfrente de Colin yadvirtió que éste la estudiaba conseriedad.

—Mi querido Colin —dijo.—Tu víctima está arriba,

destrozada —le informó él.—Eso no ha sido muy amable

—protestó Frances.—No pretendía serlo —replicó

Colin.

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A Sophie se le humedecieronlos ojos.

—A las mujeres hermosasnunca hay que reprocharles el dañoque ocasionan —lo aleccionóWilhelm—. Gozan del permiso delos dioses para atormentarnos. —Levantó la mano de Julia, la besó dosveces, suspiró, la dejó en la mesa yla acarició.

Entonces se presentó Rupert, sindar explicaciones y sin que nadie selas pidiera: iba a menudo por allí ylo aceptaban (o eso esperabaFrances). Colin lo miró largamente,

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no con hostilidad, sino con tristeza,como si acabara de recordar susoledad. Rupert se sentó al lado deFrances y saludó a todo el mundo coninclinaciones de la cabeza.

—Una reunión —observó—;pero también es una cena.

Frances depositó un plato llenodelante de cada comensal, sinceremonia, y las botellas de vino enel centro de la mesa.

—Es maravilloso, Frances,estupendo, igual que en los viejostiempos; si supieras lo mucho que meacuerdo de aquellas veladas

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maravillosas, todos sentados aquí...—farfulló Sophie, al borde delllanto, mientras desmigaba un trozode pan con sus largos y delgadosdedos, ideales para lucir anillos.

El perro, que había escapado dedonde lo tenían encerrado, entrócorriendo en la cocina y subió de unsalto al regazo de Colin, agitando lapeluda cola como si fuera unplumero.

—Baja, Fiera, baja ahoramismo —ordenó Colin, pero elchucho se había acomodado y tratabade lamerle la cara.

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—No deberías permitirle quehaga eso —dijo Sylvia—. No eshigiénico.

—Lo sé —repuso Colin.—¿No podrías ponerle un

nombre más sensato a ese perro? —preguntó Julia—. Cada vez que lollamas Fiera me entran ganas de reíra carcajadas.

—Una carcajada al día es lamejor medicina —apuntó Colin—.¿No estás de acuerdo, Sylvia?

—Me gustaría que pudiéramosseguir cenando —dijo Sylvia, queprácticamente no había tocado la

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comida.—Es maravilloso estar aquí —

intervino Sophie, comiendo como siestuviese muerta de hambre.

En ese momento llegó Andrew,con mala cara pero erguido. El ySophie cambiaron una mirada deangustia. Se sentó y Frances le pusoun plato.

—¿No podríamos empezar ya?—preguntó Andrew—. Sophie y yotenemos prisa. —La miró conexpresión humilde e inquisitiva, peroella parecía incómoda.

—¿Tengo que recapitular? —

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inquirió Sylvia, apartando el plato ycolocando los papeles en su lugar—.Os envié un resumen a todos.

—Fue una gran idea —dijoAndrew—. Gracias.

La situación era la siguiente: ungrupo de jóvenes médicos queríaorganizar una campaña paraconvencer al Gobierno de queconstruyera refugios antinucleares. Elproblema era que los responsablesde la Campaña por el DesarmeNuclear Unilateral —unaorganización alborotadora, firme yeficaz— se oponían a la construcción

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de cualquier tipo de refugio e inclusoa que se informara a la población delas medidas básicas de protección.Hacían oídos sordos a las críticas, ysus declaraciones eran violentas,casi histéricas.

—Necesito que me expliquenalgo —dijo Julia—. ¿Por qué esagente se queja tanto de que se hayaconstruido un refugio para elGobierno y los miembros de lafamilia real? —La protesta que másse oía era: «El Gobierno quiereasegurarse de que estará protegido, yla gente le importa un pimiento»—.

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No lo entiendo. Si hay una guerra, esimprescindible que el Gobierno estéa salvo, ¿no? Es una cuestión desentido común.

—El sentido común parecebrillar por su ausencia en esacampaña —señaló Wilhelm—. Esevidente que esas personas no hanvivido una guerra; de lo contrario, nodirían tantas tonterías.

—Su razonamiento es elsiguiente: caerá una bomba y todo elmundo morirá. Por lo tanto, no haynecesidad de construir refugios —explicó Colin.

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—Pero no es lógico —protestóJulia—, ni coherente.

Frances y Rupert, que estabahojeando la pila de artículos de TheDefender, se miraron conresignación. The Defender habíaoptado por seguir la «línea» de lacampaña. Varios miembros de laplantilla del periódico figuraban enlas comisiones de la organización.Los periodistas les escribían losartículos.

—Aducen que si el Gobierno seconsidera protegido, se mostrará másdispuesto a arrojar la bomba —

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prosiguió Colin.—¿Qué bomba? —quiso saber

Julia—. ¿Por qué hablan de una solabomba? En una guerra siempre haymás de una bomba.

—Esa es la cuestión, Julia. Esoes lo que debemos hacer entender —señaló Sylvia.

—Tal vez Johnny pueda darnosmás información —sugirió Wilhelm—. Él pertenece a la comisión.

—¿Hay alguna comisión a laque no pertenezca? —dijo Colin.

—¿Por qué no le telefoneamos yle pedimos que venga a defenderse?

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—propuso Rupert.Todos aceptaron la idea, que

curiosamente no se le había ocurridoa ningún miembro de la familia.Andrew fue al teléfono, marcó elnúmero de Johnny y habló con él. Leexplicó que estaban celebrando unareunión, y él respondió que acudiría.

Mientras esperaban, estudiaronlos recortes de Sylvia.

—No he visto nada tan extrañoen toda mi vida —comentó Julia—.Estas personas son como niños.

—Estoy de acuerdo —convinoSylvia.

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Agradecida por aquella migaja,Julia tomó la mano de Sylvia y laacarició.

—Ay, mi pobre niña; no comes,no te cuidas.

—Me encuentro bien —repusoSylvia—. Todo el mundo come enexceso.

A pesar de esa reprimenda,Frances les ofreció más guiso.

Johnny no se presentó solo. Loacompañaba James. Ambos llevabancazadoras negras de cuello Mao ybotas de cuero del ejército. Johnny,que había estado en Cuba

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recientemente, lucía una bufanda conlos colores de la bandera cubana.James se había convertido en unhombre corpulento, risueño y afable,el clásico buenazo. ¿Cómo no iban aalegrarse de verlo? Abrazó aFrances, dio una palmada en laespalda a Andrew y otra a Colin,besó a Sophie, estrechó en sus brazosa la rígida Sylvia y saludó a Julialevantando el puño, aunque sólohasta el hombro, en una versiónmodificada para las reunionessociales.

—Me alegro de estar aquí —

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dijo y se sentó en una silla vacía,rebosante de expectación. Johnnytomó asiento a su lado, pero como siestar al mismo nivel que los demáslo rebajase, se levantó y ocupó suantiguo puesto junto a la ventana.

—Ya he comido —dijo—. ¿Quétal te encuentras, Mutti?

—Ya lo ves.James empezó a comer con

voracidad.—No sabes lo que te pierdes —

le aseguró a su guía y mentor. Al oírsu acento cockney, Julia chascó lalengua con irritación.

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Johnny titubeó y luego se sentóen el instante mismo en que Frances,que ya lo había previsto, le ponía elplato delante.

—Esto es importante —dijoSylvia—. Johnny, James, estamosmanteniendo una discusión seria.

—¿Cuándo no son serias lasdiscusiones? —preguntó Johnny.Había saludado a sus hijos con ungesto al entrar, y le pidió a Andrew—: Pásame el pan.

—La vida, como todossabemos, es intrínsecamente seria —apostilló Colin.

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—Cada día más, según miexperiencia —apuntó Andrew.

—Basta —los riñó Sylvia—.Hemos invitado a Johnny por unarazón.

—¡Dispara! —exclamó Johnny.—Un grupo de médicos

jóvenes, entre los que me cuento, haconstituido una comisión.Llevábamos un tiempo preocupados,pero el detonante fue una carta quealguien trajo de la Unión Soviética...

Johnny dejó el cuchillo y eltenedor con gesto dramático y alzóuna mano para interrumpirla. Sin

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hacerle caso, Sylvia prosiguió:—Es de un grupo de médicos

soviéticos. Dicen que se hanproducido accidentes en las plantasnucleares y que han muerto muchaspersonas. Grandes extensiones delpaís quedaron contaminadas por lalluvia radiactiva...

—No me interesa oírpropaganda antisoviética —la atajóJohnny y se colocó de nuevo junto ala ventana, sin haber terminado suplato; James abandonó el suyo demala gana y se situó junto a sucapitán y teniente.

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—La carta la trajo alguien quefue allí con una delegación —continuó Sylvia—. La sacóclandestinamente y así llegó anosotros. Es auténtica.

—En primer lugar —dijoJohnny en tono cada vez más áspero—, los camaradas de la UniónSoviética son responsables y nopermitirían que hubiera fallos en susinstalaciones nucleares. En segundolugar, no estoy dispuesto a oírinformación que evidentementeprocede de fuentes fascistas.

—Dios santo —exclamó Sylvia

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—. ¿No te avergüenzas de ti mismo,Johnny? Siempre con la mismacantinela que todo el mundo conoce...

—¿Y quién es todo el mundo?—preguntó él, burlón.

—Yo quiero saber por quétus..., tus masas... insisten en que esun delito que el Gobierno y la familiareal se protejan en caso de guerra.No lo entiendo —terció Julia.

—Es muy sencillo —repusoAndrew—. Detestan a cualquiera quetenga autoridad.

—Y con razón —señaló James,entre risas, y repitió—: Y con razón.

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—Son como niños —declaróJulia—. Como niños tontos, y ejercentanta influencia... Si hubierais vividouna guerra, no diríais esas tonterías.

—Olvida que el camaradaJohnny luchó en la guerra civilespañola —apuntó James.

Se hizo el silencio. Los jóvenessabían poco de las antiguas hazañasde Johnny, y hacía tiempo que losmayores intentaban olvidarlas.Johnny se limitó a bajar la vista conexpresión de modestia y acontinuación asintió, recuperando elcontrol.

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—Si estalla la bomba, será elfin de todos los habitantes delplaneta.

—¿Qué bomba? —preguntóJulia—. ¿Por qué habláis siempre dela bomba, la bomba?

—No debemos preocuparnospor la Unión Soviética, sino por lasbombas americanas —afirmó él.

—Vamos, Johnny, me gustaríaque hablaras en serio —lo reconvinoSylvia—. No paras de decirdisparates.

Johnny empezaba a perder lapaciencia ante las provocaciones de

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aquella niñata insignificante.—No me dicen eso a menudo.—Eso es porque sólo te juntas

con gente que también dicedisparates —espetó Colín.

Frances, que permanecíacallada porque desde el momento enque Johnny había entrado sabía quela conversación distaría de sersensata, estaba retirando los platos yrepartiendo boles con crema delimón, mousse de albaricoque y nata.Al reparar en ello, James emitió unauténtico rugido de gula y volvió a susitio en la mesa.

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—¿Quién prepara postres en lostiempos que corren? —preguntóJohnny.

—Sólo nuestra querida Frances—dijo Sophie, interviniendo por fin.

—Y eso excepcionalmente —apuntó Frances.

—De acuerdo, Johnny —concedió Sylvia—, supongamos queen la Unión Soviética nunca seprodujeron esos terriblesaccidentes...

—Por supuesto que no.—¿En qué se basa vuestra

objeción a que se proteja a la gente

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de este país de la lluvia radiactiva?Ni siquiera estáis de acuerdo en quelos ciudadanos reciban informaciónsobre cómo proteger sus casas.Estáis en contra de cualquier medidapreventiva. No lo entiendo. Ningunode nosotros lo entiende. En cuanto semenciona este tema todos ponéis elgrito en el cielo.

—Porque aceptar que seconstruyan refugios equivale a darpor sentado que la guerra esinevitable.

—Eso no es lógico —protestóJulia.

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—No para una mente normal —convino Rupert.

—Todo se reduce a lo siguiente—dijo Sylvia—: Por culpa vuestra yde vuestra organización, ningúngobierno de este país se atrevería ainsinuar siquiera que es necesarioproteger a la población. La Campañapor el Desarme Nuclear Unilateraltiene tanto poder que el Gobiernoestá asustado.

—Eso es verdad —intervinoJames—. Y más les vale.

—¿Por qué hablas con eseacento tan desagradable? —le

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recriminó Julia—. Lo encuentroinnecesario.

—Si no hablas con ese acentodesagradable, te consideran un niñobien —aclaró Colin con acentoafectado—, y en este país libre noconsigues empleo. Otra tiranía.

Johnny y James hicieron ademánde marcharse.

—Me voy al hospital —anuncióSylvia—. Al menos allí es posiblemantener conversacionesinteligentes.

—Me gustaría ver la carta de laque hablas —dijo Johnny.

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—¿Por qué? Ni siquiera estásdispuesto a discutir su contenido.

—Es evidente que quiereinformar de él a la embajadasoviética —se burló Andrew—. Asípodrán investigar su procedencia yfusilar o mandar a los campos detrabajos forzados a quienes la hayanescrito.

—Esos campos no existen —declaró Johnny—. Si alguna vezexistieron, o si existió algo parecido,lo que se ha dicho al respecto esexagerado. Pero ahora no existen.

—¡Dios! —exclamó Andrew—.

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Eres un plasta, de verdad.—Los plastas no son peligrosos

—replicó Julia—, y Johnny y susamigos lo son.

—Eso es cierto —convinoWilhelm con la amabilidad decostumbre—. Sois muy peligrosos.¿No os dais cuenta de que si seprodujera un accidente nuclear aquí,en este país, si algún loco arrojaseuna bomba o, peor aún, si hubierauna guerra, morirían millones depersonas por culpa vuestra?

—Bueno, gracias por eltentempié —dijo Johnny.

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—Y gracias a ti por nada —soltó Sylvia, al borde de las lágrimas—. Debería haber sabido que noserviría de nada hablar contigo.

Los dos hombres se marcharon.Andrew y Sophie se fueron tomadospor la cintura. Ni a ellos ni a losdemás les pasó inadvertida la sonrisairónica de Colin al verlos de esamanera.

—Bueno, la cuestión es quehemos creado una comisión —concluyó Sylvia—. Por el momentoes sólo para médicos, aunquepensamos ampliarla.

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—Apúntanos a todos —dijoColin—, pero prepárate paraencontrar cristales en tu copa y saposen tu buzón.

Sylvia abrazó a Julia y semarchó.

—¿No os parece increíble queesa gentuza estúpida tenga tantopoder? —preguntó Julia casillorando, afectada por la rápidadespedida de Sylvia.

—No —dijo Colin.—No —dijo Frances.—No —dijo Wilhelm Stein.—No —dijo Rupert.

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—Pero estamos en Inglaterra,estamos en Inglaterra... —protestóJulia.

Sólo quedaban Frances, Rupert,Colin y el perro. Un pequeñoproblema: Rupert quería pasar lanoche en la casa, y Frances, quequería que se quedase, no podíaevitar temer la reacción de Colin.

—Bueno —dijo Colin conevidente esfuerzo—, creo que eshora de que os vayáis a la cama. —Parecía que estuviera autorizándolosa hacerlo. Empezó a provocar alperro hasta que éste ladró—. Lo

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veis. Él siempre tiene la últimapalabra.

Un par de semanas después, Frances,Rupert, Julia y Wilhelm asistieron auna reunión convocada por losjóvenes médicos. Había unasdoscientas personas. Sylvia fue laprimera en hablar, y lo hizo bien.Luego tomaron la palabra otrosmédicos. Unos treinta miembros dela oposición, que se habían enteradodel mitin, los interrumpían conabucheos y gritos de: «¡Fascistas!»,«¡Belicistas!», «¡Agentes de la

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CIA!» Algunos eran de TheDefender. Cuando el grupo salió,algunos jóvenes que aguardaban en lapuerta rodearon a Wilhelm y loarrojaron contra una verja. Alprincipio pensaron que el viejo sóloestaba conmocionado, pero el hechoes que le habían roto varias costillas.Lo llevaron a casa de Julia y lometieron en la cama. «Ah, querida —resolló, con voz de anciano—, miquerida Julia, por fin he conseguidolo imposible: estoy viviendocontigo.» Así fue como los demás seenteraron de que quería vivir con

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Julia.Lo instalaron en la antigua

habitación de Andrew, y Julia sereveló como una enfermera devota ymaniática. Wilhelm, que siempre sehabía considerado el caballero de suamada, su galán, detestaba verse enesa situación. El áspero Colin, por suparte, los sorprendió a todos, quizásincluso a sí mismo, mostrándoseencantador y atento con el viejo. Sesentaba a su lado y le contabahistorias sobre «mi peligrosa vida enel parque y en los pubs deHampstead», en las que Fiera

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representaba un papel semejante aldel perro de los Baskerville.Wilhelm reía y le suplicaba que nosiguiera, porque le dolían lascostillas de tanto reír. El doctorLehman acudió a verlo y les dijo aFrances y a Julia que el ancianoestaba en las últimas. «Las caídasson peligrosas a esta edad.» Recetósedantes para Wilhelm y unavariedad de píldoras para Julia, quefinalmente se había permitidosentirse vieja.

E n The Defender, Frances yRupert reivindicaron su derecho de

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expresar una opinión contraria a lade los partidarios del desarmeunilateral y escribieron un artículoque suscitó un alud de cartas derespuesta, casi todas airadas oinsultantes. En las oficinas delperiódico se creó un clima tenso, yambos empezaron a encontrar notassobre sus mesas, algunas anónimas.Comprendieron que esa furia estabademasiado arraigada en elinconsciente colectivo para intentarrazonar con la gente. Aquello nadatenía que ver con la disyuntiva deproteger o no a la población, aunque

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en realidad no sabían con qué teníaque ver. Su situación en TheDefender se volvió tan desagradableque decidieron dimitir mucho antesde que les convinieraeconómicamente. Estaban en el lugarequivocado, eso era todo. Siemprehabía sido así, repuso Frances. ¿Yaquellos largos y bien argumentadosartículos sobre temas sociales?Podría haberlos escrito cualquiera,dijo Frances. Casi de inmediato,Rupert consiguió un empleo en unperiódico que los adictos a TheDefender habrían tachado de

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fascista, pero que la mayoría de losciudadanos catalogaba deconservador. «Quizá yo seaconservador —dijo Rupert—, almenos si nos tomamos en serio esasviejas etiquetas.»

La misma semana en querenunciaron alguien echó un paquetecon excrementos al buzón de la casade Julia: no el de la puerta principal,sino el del apartamento de Phyllida.A Frances le llegó una carta conamenazas de muerte. Y Rupertrecibió otra parecida, junto confotografías de Hiroshima después de

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la bomba. Phyllida subió por primeravez en varios meses para decir queno permitiría que la involucrasen enese debate. No estaba dispuesta atener que vérselas con mierda deninguna clase. Se marchaba.Compartiría piso con otra mujer. Yse fue.

En cuanto a las enconadasdiscusiones sobre si se protegía o noa la población, pronto todo el mundoconvendría en que si la guerra sehabía evitado durante tanto tiempoera porque las nacionespotencialmente beligerantes poseían

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armas nucleares y no las usaban. Sinembargo, admitir esto no respondía aciertas preguntas. Podían producirseaccidentes en las instalacionesnucleares; de hecho, ocurrían amenudo, pero no se difundían. En laUnión Soviética, regiones enterashabían quedado contaminadas. Elmundo estaba lleno de locos que novacilarían en arrojar «la bomba», ovarias bombas, aunque resultabacuando menos extraño que la gente serefiriese a esa amenaza empleando elsingular. La población seguíaindefensa, y sin embargo la

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violencia, la virulencia, la furiasencillamente desaparecieron deldebate. A pesar de que el peligro eramás acuciante que nunca, la histeriase evaporó. «Es curioso», comentóJulia en su nueva voz, triste ycansina.

Wilhelm continuaba en la casa,por lo que su amplio y lujoso pisoestaba vacío. Siempre decía que ibaa sacar sus libros de allí y poner fina «esta situación increíblementeabsurda», ya que no vivía ni conJulia ni en su casa. Concertaba citasuna y otra vez con las empresas de

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mudanzas, y luego las cancelaba. Noparecía el de siempre. Necesitabaque lo animaran. Julia estabadesolada. Eran dos personasenfermas que querían cuidarsemutuamente, pero su debilidad se loimpedía. Julia había contraído unaneumonía, y durante una temporadalos dos inválidos vivieron en plantasdistintas, comunicándose mediantenotas. Finalmente Wilhelm insistió ensubir a visitarla. Ella lo vio entrar ensu habitación, agarrándose al marcode la puerta y los respaldos de lassillas, y pensó que semejaba una

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tortuga vieja. Llevaba una chaquetaoscura y un gorro, ya que siempresentía frío en la cabeza. Y ella...Wilhelm se quedó atónito al fijarseen los prominentes huesos de su caray sus brazos delgados como palillos.

Los dos estaban muy tristes,desolados. Al igual que las personasaquejadas de una profundadepresión, sentían que la únicarealidad era el paisaje gris quetenían delante. «Parece que me hehecho viejo, Julia», bromeó él,tratando de revivir al amablecaballero que le besaba la mano y se

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interponía entre ella y lasdificultades. Eso había creído. Noobstante, ahora tomó conciencia deque nunca había sido un viejosolitario que dependía de Juliapara..., en fin, para todo. Y ella, labenevolente y elegante dama quehabía alojado a tantas personas en sucasa, aunque a menudo se quejara deello, sin Wilhelm habría sido unavieja idiota y emocionalmenteindigente, obsesionada por una niñaque ni siquiera era su nieta. Así seveían a sí mismos y el uno al otro enlos días malos, como las sombras

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que un árbol pelado proyecta sobrela tierra, como una difusa e inútiltracería sin rastro de calor ni decarne, y se besaban y abrazaban convacilación, como fantasmasintentando tocarse.

Cuando Johnny se enteró de queWilhelm vivía en casa de Julia, fue adecirle a su madre que esperaba queno planease dejarle dinero. «Eso noes asunto tuyo —repuso Julia—. Nopienso discutirlo contigo. Pero yaque has venido, te diré que he tenidoque mantener a tus esposas e hijosabandonados, de manera que no te

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dejaré ni un céntimo. ¿Por qué no lepides a tu precioso partido que tepase una pensión?»

Colin y Andrew heredarían lacasa, y tanto Phyllida como Francesrecibirían una asignación que nosería espléndida, pero sí decente.Sylvia había dicho: «Oh, Julia, no lohagas. Yo no necesito dinero.» Aunasí, Julia puso su nombre en eltestamento. Aunque Sylvia nonecesitara el dinero, ella necesitabadejarle algo.

Sylvia estaba a punto deabandonar Gran Bretaña, quizá por

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mucho tiempo. Se iba a África, a unamisión situada en la selva de Zimlia.«Entonces no volveré a verte», selamentó Julia cuando se enteró.

Sylvia fue a despedirse de sumadre, tras anunciarle su visita porteléfono. «Ha sido todo un detalleavisarme», dijo Phyllida.

Su piso estaba situado en unedificio señorial de Highgate, y elbotón del portero automáticoanunciaba que allí vivían la doctoraPhyllida Lennox y Mary Constable,fisioterapeuta. El pequeño ascensorsubió como una obediente jaula para

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pájaros. Sylvia tocó el timbre, oyó ungrito y descubrió que quien la recibíano era su madre, sino una risueñamujer que estaba a punto demarcharse.

—Os dejaré a solas —dijoMary Constable, revelando que sehabían hecho confidencias. Elpequeño vestíbulo le recordó unaiglesia, y tras un breve examenSylvia concluyó que se debía a unaespecie de panel de cristales decolores semejantes a los de loscaramelos, indudablemente moderna,en la que aparecía san Francisco con

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sus pájaros. Estaba apoyada contrauna silla, como un cartel queanunciara la espiritualidad de loshabitantes de la casa. Al otro lado dela puerta había una espaciosa sala enla que destacaban un amplio sillóncubierto con una tela oriental y unaustero e incómodo diván, inspiradoen el que había tenido Freud enMaresfield Gardens. Phyllida sehabía convertido en una mujerrobusta, y dos gruesas trenzas grisesenmarcaban su rostro de matrona.Llevaba un colorido caftán y varioscollares, pulseras y pendientes.

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Sylvia, que la recordaba apática,llorosa y fofa, tardó unos minutos enacostumbrarse a su nueva imagen; sinduda había adquirido seguridad en símisma.

—Ponte cómoda —dijoPhyllida, señalando una silla en lazona no terapéutica de la sala.

Sylvia se sentó con cautela en elborde. Percibió un penetrante olor aespecias... ¿Acaso Phyllida habíaempezado a usar perfume? No, era elincienso que salía de la habitacióncontigua, cuya puerta estaba abierta.Sylvia estornudó. Phyllida cerró la

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puerta y se sentó en su sillón deconfesor.

—He oído que vas a convertir alos infieles, ¿eh, Tilly?

—Voy al hospital de unamisión, como médico. Seré el únicomédico en la zona.

Tanto la fuerte y corpulentamujer como la delicada jovencita —o eso parecía todavía— estabantomando conciencia de susdiferencias.

—¡Qué cara tan pálida! —comentó Phyllida—. Eres clavada alalfeñique de tu padre. Yo solía

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llamarlo «camarada Lirio». Desegundo nombre le habían puestoLillie, en honor a ciertorevolucionario de los tiempos deCromwell. Bueno, tenía quedefenderme de alguna manera cuandoél se ponía en el papel de comisariopolítico. Aunque cueste creerlo, erapeor que Johnny. Siempre estabadando la lata. Esa malditaRevolución no era más que unaexcusa para fastidiar a la gente. Tupadre me obligaba a aprender lostextos revolucionarios de memoria.Creo que aún podría recitar el

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Manifiesto comunista. Aunquecontigo, volvemos a la Biblia.

—¿Volvemos?—Sí, mi padre fue sacerdote.

En Bethnal Green.—¿Y cómo eran mis abuelos?—No lo sé. Prácticamente no

volví a saber de ellos desde que meecharon. No quería verlos. Me fui avivir con una tía. Y era obvio queellos tampoco deseaban verme,teniendo en cuenta que me enviaronfuera durante cinco años... ¿Por quéiba a desear verlos?

—¿Conservas alguna foto de

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ellos?—Las rompí todas.—Me habría gustado saber

cómo eran.—¿Qué más te da? Estás a punto

de irte. Supongo que intentas huir lomás lejos posible. Con lo frágil queeres... Deben de estar locos paramandarte allí.

—No sé de qué hablas, pero hevenido a decirte algo importante. Apropósito, ¿a qué viene eso de«doctora» en la placa con tu nombre?

—Soy doctora en Filosofía,¿no? Estudié Filosofía en la

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universidad.—Pero en este país no

empleamos esa palabra en esesentido. Sólo los alemanes lo hacenasí.

—Nadie puede negar que seadoctora.

—Podrías meterte en un lío.—Por el momento nadie se ha

quejado.—He venido a verte para hablar

de esas..., de esas terapias queaplicas. Ya sé que no se necesita unaformación especial, pero...

—Voy aprendiendo sobre la

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marcha. Es una forma de educarse.—Lo sé. He oído que has

ayudado a algunas personas.Phyllida pareció experimentar

una transformación: se ruborizó, seinclinó hacia delante con las manosenlazadas y sonrió, rebosante dealegría.

—¿De veras? ¿Has oído cosasbuenas sobre mí?

—Sí, pero ¿por qué no teapuntas a un curso? Hay algunos muybuenos.

—Estoy bien así.—Eso de ofrecer té y

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comprensión está muy bien...—Te aseguro que en otros

tiempos no me habría venido nadamal un poco de té y comprensión...—dijo Phyllida, cuya voz amenazócon adoptar su antiguo dejoplañidero.

Sylvia notó que se ponía tensa,y comenzó a levantarse cuandoPhyllida añadió:

—No, no, siéntate, Tilly.Sylvia hizo lo que su madre le

decía, sacó unos papeles de sumaletín y se los entregó.

—He elaborado una lista de

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cursos buenos. Un día de éstosvendrá alguien con un dolor decabeza o de estómago y tú le dirásque es psicosomático, cuando enrealidad se trate de un cáncer.Después te sentirás culpable.

Phyllida se quedó callada,sosteniendo los papeles en lasmanos. Entonces entró MaryConstable, con una sonrisa queirradiaba seguridad en sí misma.

—Ven a conocer a Tilly —lainvitó Phyllida.

—¿Cómo estás, Tilly? —dijoMary, abrazando a una Sylvia reacia.

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—¿Usted también espsicoterapeuta?

—Fisioterapeuta —puntualizóla compañera de Phyllida..., o tal vezsu amante. En esos tiempos nunca sesabía—. Doy clases de fisioterapia.Solemos decir que entre las doscuidamos a la persona entera —agregó Mary, exudando unapersuasiva familiaridad y un ligeroaroma a incienso.

—Debo irme —anunció Sylvia.—Pero si acabas de llegar —

protestó Phyllida, satisfecha por queSylvia se estaba comportando tal

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como ella había previsto.—Tengo una reunión.—Hablas igual que el camarada

Johnny.—Espero que no —replicó

Sylvia.—Bueno, adiós entonces.

Envíame una postal desde tu paraísotropical.

—Acaban de salir de unaterrible guerra.

Sylvia telefoneó a Andrew a NuevaYork y le informaron de que estabaen París, y allí de que estaba en

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Kenia. Su voz sonó débil y confusadesde Nairobi.

—Soy yo, Andrew.—¿Quién? Maldita línea.

Bueno, no mejorará. Tecnologíatercermundista —gritó.

—Soy Sylvia.A pesar de los ruidos, advirtió

que el tono de voz de Andrew lecambiaba.

—Ah, mi querida, ¿desde dóndehablas?

—He estado pensando en ti,Andrew.

Era cierto, pues necesitaba oír

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su voz serena y segura, pero esefantasma lejano estaba poniéndolanerviosa, como si le transmitiera lopoco que podía hacer por ella. ¿Quéhabía esperado?

—Creía que estabas en Zimlia—gritó él.

—Me voy la semana que viene.Me siento como si estuviera a puntode saltar por un precipicio, Andrew.

Una carta del padre KevinMcGuire, de la misión de San Lucas,la había obligado a contemplar unfuturo que no había imaginado hastael momento.

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El cura adjuntaba una lista delas cosas que debía llevar:suministros médicos cuya existenciaella había dado por sentada, tanelementales como jeringas, aspirinas,antibióticos, antisépticos, agujas desutura, un estetoscopio, etcétera,etcétera, «además de ciertas cosasque necesitan las señoras, pues aquíno las encontrarás con facilidad».Tijeras para las uñas, agujas depunto y de ganchillo, lana. «Y daleuna alegría a este viejo, que adora lamermelada de Oxford.» Pilas parauna radio; una radio pequeña; un

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jersey bueno de la talla 38 paraRebecca («Es la chica de la casa.Tiene tos»); un ejemplar reciente deThe Irish Times y otro de TheObserver; algunas latas de sardinas,«si puedes meterlas en algún rincónde tu equipaje». Con un saludocordial de Kevin McGuire. «P.D.: Yno olvides los libros. Todos los quepuedas. Hacen mucha falta.»

Le habían dicho que allí eltiempo solía ser tempestuoso.

—Estoy muerta de miedo,Andrew.

—No es tan terrible. Nairobi no

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está mal. Aunque resulta algo cutre.—Estaré a ciento cincuenta

kilómetros de Senga.—Mira, Sylvia, pasaré por

Londres de camino a Nueva York eiré a verte.

—¿Qué estás haciendo allí?—Distribuyendo riqueza.—Oh, sí, me hablaron de ello.

Estás en Dinero Mundial.—Estoy financiando un dique,

un silo, sistemas de riego y todo loque se te ocurra.

—¿Tú personalmente?—Sí, agito la varita mágica y el

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desierto florece.De manera que estaba borracho.

Lo último que Sylvia necesitaba enese preciso instante eran aquellasfanfarronadas desde el éter. Andrew,su apoyo, su amigo, su hermano,estaba comportándose como... en fin,como un idiota mezquino.

—Adiós —gritó.Colgó el auricular y se echó a

llorar.Éste fue su peor momento: no

pasaría otro tan malo. Estabaconvencida de que Andrew habíaolvidado su conversación, de manera

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que no lo esperaba, pero al cabo dedos días él telefoneó desdeHeathrow. «Ya estoy aquí, Sylvia.¿Dónde podemos encontrarnos paracharlar?»

Llamó a Julia desde elaeropuerto y le pidió permiso paraencontrarse con Sylvia en su casa.Andrew había alquilado su piso ySylvia compartía un apartamentominúsculo con otro médico.

Julia guardó silencio durante unrato.

—¿Te he entendido bien? —dijo por fin—. ¿Me preguntas si

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Sylvia y tú podéis venir a esta casa?¿Es eso?

—No te gustaría que lo dierapor sentado, ¿verdad?

Tras una pausa, ella repuso:—Creo que todavía tienes una

llave, ¿no?Cuando llegaron, fueron

directamente a saludarla. Julia estabasentada muy seria a la mesa, con unsolitario desplegado ante sí. Ofrecióuna mejilla para que Andrew le dieseun beso e intentó hacer lo mismo conSylvia, pero, incapaz de resistirse, selevantó para abrazarla.

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—Pensé que te habías marchadoa Zimlia.

—¿Cómo me iba a ir sindespedirme?

—¿De modo que ésta es ladespedida?

—No, la semana que viene.Los viejos y penetrantes ojos

escrutaron largamente a Sylvia y aAndrew. Habría querido decir queaquélla estaba demasiado delgada yque éste tenía mal aspecto. ¿Qué leocurría?

—Id a hablar de vuestras cosas—les ordenó, levantando la mano de

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cartas.Los dos se dirigieron con aire

culpable al amplio salón, lleno derecuerdos, y se arrellanaron,abrazados, en el viejo sofá rojo.

—Me siento más cómodacontigo que con cualquier otrapersona, Andrew.

—Y yo contigo.—¿Qué me dices de Sophie?Andrew soltó una risita

nerviosa.—¡Muy placentero! Pero eso se

ha terminado.—Oh, pobre Andrew. ¿Regresó

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con Roland?—Sí, después de que él le

mandara un bonito ramo.—¿De qué exactamente?—Caléndulas, que significan

dolor. Anémonas: abandono. Y, porsupuesto, un millar de rosas rojas. Elsímbolo del amor. Sí, le basta condecirlo mediante flores. De todosmodos, no duró. El empezó acomportarse como de costumbre yella le envío un ramo que significaba«guerra»: cardos.

—¿Ahora está con alguien?—Sí, pero no sé quién es.

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—Pobre Sophie.—Y pobre Sylvia. ¿Por qué no

nos cuentas que has encontrado untipo increíblemente afortunado?

Se habría escabullido de susbrazos, pero él no se lo permitió.

—Supongo que no tengo suerte.—¿Estás enamorada del padre

Jack?Sylvia se irguió en el sofá y

apartó a Andrew de un empujón.—No, cómo se te ocurre... —

No obstante, al ver su expresióncomprensiva, añadió—: Sí. Loestuve.

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—Las monjas siempre seenamoran de los curas —murmuró él.Sylvia, que no supo si su crueldadera intencional, repuso:

—Yo no soy una monja.—Vuelve aquí —murmuró él, y

la estrechó otra vez entre sus brazos.—Creo que me pasa algo malo

—dijo ella con un hilo de voz, unsonido que él recordaba de lapequeña Sylvia—. Me he acostadocon alguien, con un médico delhospital, pero... ése es el problema,¿sabes? No me gusta el sexo. —Yrompió a sollozar mientras él la

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acunaba.—Bueno, creo que en ese

departamento yo tampoco soy tanhábil como debería. De hecho Sophiedejó bien claro que comparado conRoland soy un desastre.

—Pobre Andrew.—Y pobre Sylvia.Lloraron hasta que se quedaron

dormidos, como niños.Colin, que coligió por la

inquietud de Fiera que había unextraño en la casa, fue a verlos. Lasala estaba en penumbra. Colin losobservó por unos instantes sin

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despertarlos, sujetándole lasmandíbulas al perro para que noladrase.

—Eres un animalito muy bueno—le susurró a Fiera, que ahora eraun perro viejo y achacoso, mientrasbajaba la escalera.

Más tarde entró Frances. Lahabitación estaba en penumbra.Encendió una lámpara pequeña, lamisma que Sylvia tenía en su mesitade noche cuando era una niñatemerosa de la oscuridad, y al igualque Colin contempló lo quealcanzaba a vislumbrar: sólo las

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cabezas y los rostros. Sylvia yAndrew... oh, no, no, pensó Francesen su papel de madre, como cruzandolos dedos para espantar al diablo.Sería un desastre. No cabía duda deque los dos necesitaban... ¿a alguienmás fuerte? ¿Cuándo sentarían lacabeza sus hijos? ¿Cuándo estaríanseguros? (¿Seguros? Vaya, sí quepensaba como una madre, por lovisto se trata de algo inevitable.) Losdos habían cumplido más de treintaaños. «La culpa es nuestra —se dijo,refiriéndose a todos, a la generaciónde los mayores. Y entonces, como

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para consolarse—: Tal vez tardentanto como yo en ser felices. Nodebo perder la esperanza.»

Mucho más tarde Julia bajó porla escalera. Pensaba que no habíanadie en la sala, aunque Frances lehabía avisado que los dos estabanallí, ajenos al mundo. Entonces violas caras a la luz de la pequeñalámpara; la de Sylvia más abajo,apoyada en el hombro de Andrew. Apesar de la penumbra observó queestaba pálida y demacrada. Losenvolvía una profunda negrura, puesel sofá rojo intensificaba la

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oscuridad, como cuando un pintoraplica una base carmesí que acentúay da brillo al negro. A los lados de laamplia sala las ventanas sólodejaban entrar la luz suficiente parateñir las sombras de gris. Era unanoche nublada, sin luna ni estrellas.«Son demasiado jóvenes para estartan agotados», pensó Julia. Los dosrostros eran como cenizas esparcidasen la oscuridad.

Permaneció largo rato allí,mirando a Sylvia, grabándose susfacciones en la memoria. De hecho,no volvería a verla. Se produjo una

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confusión respecto de la hora delvuelo y Sylvia se despidió porteléfono: «Ay, Julia, lo lamentomucho; pero estoy segura de quevolveré pronto.»

Wilhelm murió. A su entierroasistieron unas doscientas personas.Se rumoreaba que estaban todos losque alguna vez habían tomado un caféen el Cosmo. Colin, Andrew yFrances sujetaban a una Julia que nohabía derramado una sola lágrima,permanecía muda y parecía unrecorte de papel. «Dios santo, no

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falta nadie», oyeron una y otra vez asu alrededor. No sabían que WilhelmStein fuese un hombre tan popular nilo mucho que lo estimaban susamigos. Imperaba la sensación deque al enterrar a ese viejo librerocortés, bondadoso y erudito, estabandespidiéndose de un pasado mejor eimposible de recuperar. «Es el fin deuna era», murmuraba la gente, yalgunos lloraban por eso. Los doshijos de Wilhelm, que habían llegadode Estados Unidos esa mismamañana, agradecieron amablemente alos Lennox las molestias que se

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habían tomado al organizar elentierro y aseguraron que a partir deese momento se ocuparían de todo:Wilhelm les había dejado una sumaconsiderable de dinero.

Julia se metió en la cama, y porsupuesto todo el mundo comentó quela muerte de Wilhelm había acabadocon ella. Sin embargo, había algomás, algo terrible, como si sucorazón hubiera sufrido un golpe queningún miembro de la familiaacertaba a entender.

Colin publicó su segundanovela, Muerte macabra, pero desde

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un principio fue evidente que norecibiría tan buena acogida como laanterior. De menor calidad, era casiun panfleto sobre un gobiernocriminalmente irresponsable que noprotegía a sus ciudadanos de lasbombas, la lluvia radiactiva,etcétera. En ella, una eficaz campañapropagandística, inspirada poragentes de una potencia enemiga,fomentaba un ambiente de histeriaque llevaba al Gobierno, preocupadopor su popularidad, a eludir susresponsabilidades. La novela indignóa los diversos movimientos que

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luchaban contra la bomba.Aparecieron algunas críticasmaliciosas, entre ellas la de RoseTrimble. Se había ganado ciertanotoriedad con su libro sobre elpresidente Matthew Mungozi, que lehabía abierto la puerta a toda clasede oportunidades, pero ella se sentíaen su elemento trabajando para TheDaily Post, famoso por su virulencia.Aprovechó el libro de Colin paraatacar a todos aquellos que abogabanpor la construcción de refugiosantinucleares, en particular losjóvenes médicos y muy en especial

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Sylvia Lennox. En cuanto a Colin,decía: «El público debería saber quetiene antepasados nazis. Su abuela,Julia Lennox, fue miembro de lasJuventudes Hitlerianas.» Rose sesentía segura. Por una parte, TheDaily Post era un periódico quedestinaba parte de su presupuesto apagar compensaciones pordifamación —cosa que hacía amenudo—; por otra, sabía que Juliano se rebajaría a refutar sus ataques.«Vieja asquerosa», murmuró Rose.

Un amigo del Cosmo le habíamostrado el artículo a Wilhelm, que

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meditó cuidadosamente laconveniencia de que Julia se enterasey decidió contárselo; y no searrepintió, porque más tarde un almabondadosa le envió un anónimo conel recorte.

—No les hagas caso —le habíadicho a Wilhelm—. Son unosmierdas. Creo que tengo suficientesmotivos para usar su palabrafavorita, ¿no?

—Mi querida Julia —habíacontestado Wilhelm, a un tiempodivertido y asombrado por oírlepronunciar esa palabra.

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Julia estaba reclinada contra lasalmohadas, entre las enfermeras queiban y venían, con el recorte sobre lamesilla de noche, consciente de queno lograría conciliar el sueño. Demanera que de pronto ella, Julia vonArne, era nazi. Lo que más le dolíaera la ligereza con que se afirmabansemejantes cosas. Claro que esamujer —Julia recordaba a unaantipática adolescente— no tenía lamenor idea de lo que decía. Todosempleaban constantemente términoscomo «fascistas»; llamaban así acualquiera que no les cayese bien.

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Eran tan ignorantes que no sabían quehabían existido fascistas de verdad,que habían causado la ruina de Italia.Y los nazis..., sobre ellos habíaartículos de periódicos y programasde radio y televisión que Julia veía,porque se sentía directamenteafectada, pero estaba claro que esosjóvenes no entendían nada. Por lovisto ignoraban que los fascistas ylos nazis habían sido losresponsables de la encarcelación y latortura de mucha gente, y quemillones de personas habían muertoen aquella guerra. Cuando pensaba

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en esa ignorancia, en esa ligereza,Julia notaba que a sus ojos acudíanlágrimas de furia. Se sentía anulada,devastada: una periodista joven yambiciosa de un periodicuchosensacionalista había reducido ainsultos su historia y la de Philip.Julia permaneció sentada, en vela (sehabía deshecho de los somníferoscuando las enfermeras no la veían),envenenada por la impotencia. Nointerpondría demanda, naturalmente,ni siquiera escribiría una carta: ¿porqué iba a dignificar a esa canailleprestándole atención? Wilhelm le

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había llevado el borrador de unacarta en la que constaba que los VonArne eran una antigua familiaalemana que jamás había mantenidorelaciones con los nazis. Ella lepidió que no la enviase. Seequivocó: debería haberla mandado,aunque sólo fuese para aliviar suangustia. Y también se equivocó conrespecto a Rose Trimble. Su ligerezae indiferencia ante la historia..., sí,no diferían de las del resto de sugeneración, pero lo que la habíainducido a escribir el artículo era suprofundo odio hacia los Lennox, la

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necesidad de «vengarse de ellos».Había olvidado el motivo que lahabía llevado a esa casa en primerlugar, o que alguna vez habíadeclarado que Andrew la habíadejado embarazada. No; era esacasa, la tranquilidad con que se vivíaallí, el hecho de que no tuvieranpreocupaciones y se protegiesen losunos a los otros. Sylvia, esa zorrarepipi; Frances, la maldita abejareina, que en realidad era una avispa;Julia, siempre dando órdenes a todoel mundo. Y en cuanto a los hombres,se comportaban como cerdos

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presuntuosos. Su artículo había sidoinspirado por la bilis y la maliciaque no paraban de bullir en suinterior y que conseguía calmar, almenos temporalmente, cuandoescribía palabras capaces deatravesar el corazón de sus víctimas.Mientras componía un artículo,imaginaba que sufrirían y seretorcerían al leerlo, gimiendo dedolor. Por eso Julia se estabamuriendo prematuramente. Tenía lasensación de que había sufrido unataque directo del mal. Se sentabacontra las almohadas en una

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habitación donde la luz que entrabapor la ventana avanzaba del suelo ala cama y de allí a la pared, por laque regresaba hasta la ventana: quédébil respuesta a la oscuridad que secernía sobre Julia, propiciada porinvisibles fuerzas adversas. Leparecía que se había pasado la vidahuyendo de ellas, pero en esemomento el monstruo de la estupidez,la ignominia y la vulgaridad estabadevorándola. Todo se distorsionabay malograba. De manera que sequedó en la cama, pensando en suinfancia, una época en que todo había

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sido tan hermoso, tan schón, sckón,schón; aunque en aquel paraísohubiera irrumpido la guerra y elmundo se hubiese llenado deuniformes. Por las noches, cuando loúnico que iluminaba la oscuridad erala pequeña lámpara que habíapertenecido a Sylvia y que le habíansubido desde el salón, sus hermanosy Philip, aquellos jóvenes valientes yapuestos, se acercaban a los pies desu lecho, vestidos con elegantesuniformes que no tenían ni unamancha, ni una salpicadura, ni unamácula. Les suplicaba llorando que

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se quedaran con ella, que no semarchasen.

Murmuraba en alemán, en inglésy en su francés, comme-il-fautmientras Colin permanecía a su lado,a veces durante horas, sosteniendo elpequeño atado de huesos en que sehabía convertido su mano. Se sentíatriste, culpable porque no sabíaprácticamente nada sobre Ernst,Frederich y Max; apenas había oídohablar de su abuelo. A su espalda, lanormalidad, la cotidiana vidafamiliar, había caído en un pozo o unabismo, y allí estaba él, un nieto que

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no había conocido a su abuelo ni a lafamilia alemana de Julia. Aunquetambién era su familia...

—Por favor, háblame de tushermanos, de tu madre y tu padre,¿Tuviste abuelos? Cuéntame cosas deellos —le pidió a Julia, inclinándosesobre ella.

Ella se despertó.—¿Qué has dicho? ¿De quién

hablas? Todos están muertos. Losmataron. Mi familia ya no existe. Yla casa tampoco. No queda nada. Esterrible, terrible...

No le gustaba que la arrancasen

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de su mundo de recuerdos o sueños.Detestaba el presente, lleno demedicinas, píldoras y enfermeras, yno soportaba ver su decrépito cuerpoamarillento cuando la lavaban. Ypara colmo sufría una diarreapertinaz debido a la cual, por muchoque le cambiaran las sábanas y elcamisón, por mucho que lalimpiasen, la habitación siempre olíamal. Exigía que rociaran el cuartocon colonia, y se perfumaba lasmanos y la cara, pero el hedor aheces no desaparecía, y la vergüenzay la desdicha se apoderaban de ella.

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«Es horrible, horrible, horrible»,murmuraba. Era una viejacascarrabias que a menudoderramaba lágrimas de furia.

Cuando murió, Frances encontróen la mesilla de noche el artículo quetachaba a Julia de nazi. Se lo enseñóa Colin, y ambos se rieron de eseabsurdo. Colin aseveró que si setopaba con Rose Trimble le pegaríauna paliza, pero Frances, igual queJulia, respondió que no merecía lapena preocuparse por esa gentuza.

El entierro de Julia no fue tan

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emotivo como el de Wilhelm.Aunque Julia había profesado

una especie de catolicismo, no habíamandado llamar a un sacerdote ensus últimos días, y en el testamentono hacía mención alguna a su funeral.Decidieron celebrar una ceremoniaecuménica poco definida, aunqueesta perspectiva se les antojódeprimente hasta que recordaron quea Julia le gustaba la poesía. Seleerían poemas. Pero ¿cuáles?Andrew revisó las estanterías deJulia, y en el cajón de la mesita denoche encontró un poemario de

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Gerard Manley Hopkins. Estaba muymanoseado y había algunos versossubrayados. Se trataba de los poemas«terribles». Andrew dijo que no, queleerlos en la ceremonia resultaríademasiado doloroso.

No, no hay nada peor. Hundidoen el abismo sin fondo del dolor...

No.Escogió La alondra enjaulada,

que a ella le había gustado, ya que eltítulo estaba subrayado con lápiz, yluego el poema dedicado a un niño

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titulado Primavera y otoño, quecomenzaba así:

¿Te lamentas Margaret,porque se deshoja

Goldengrove?

Éste también estaba señalado,aunque los poemas más deprimenteseran los que tenían subrayadosdobles o triples y signos deexclamación añadidos.

Así pues, la familia pensó quetraicionaría a Julia si elegía lospoemas más blandos, y no les quedó

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otro remedio que reconocer que nohabían conocido a la anciana, ya quejamás habrían esperado ver esasgruesas líneas negras debajo de:

Despierto y veo la llegada dela noche, no del día.

¡Qué horas, ah, qué negrashoras hemos pasado!

También debía de gustarle lapoesía alemana, pero Wilhelm noestaba allí para asesorarlos.

Andrew leyó los poemas convoz suave pero lo bastante fuerte

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para la ocasión: había pocaspersonas, aparte de la familia. Laseñora Philby guardó las distancias,vestida del más negro de los negrosdesde el sombrero, que reservabapara los funerales, hasta las botas,cuyo brillo entrañaba un reproche: semantenía en su papel de censora anteel desordenado estilo de vida de lafamilia. Era la única que llevabaluto. Su cara reflejaba rencor ysuperioridad moral. Sin embargo, alfinal lloró. «La señora Lennox era miamiga más antigua —le dijo aFrances en tono reprobatorio—. No

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volveré a la casa. Sólo iba por ella.»En mitad del entierro apareció

una figura demacrada, con losblancos rizos y las holgadas ropasagitándose a merced del viento quesoplaba entre las tumbas, y se acercóa los deudos con paso vacilante. EraJohnny, triste, taciturno, demasiadoenvejecido para su edad. Permanecióa una distancia prudencial de losdemás y de lado, como si planearaechar a correr en cualquier momento.Era evidente que las palabras delresponso le parecían una afrenta. Alfinal de la ceremonia, Frances y sus

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hijos se acercaron a él para invitarloa la casa, pero los saludó con unainclinación de la cabeza y se marchó.Antes de salir del cementerio diomedia vuelta y levantó el puño, conla palma hacia ellos, hasta la alturadel hombro.

Sylvia no asistió al entierro.Una fuerte tormenta había dejado sinteléfono la misión de San Lucas.

Entretanto, la existencia de Frances yRupert no marchaba como habíanprevisto. Ella prácticamente vivíacon él, aunque sus libros y papeles

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seguían en casa de Julia. No era unpiso grande. El salón, que tambiénhacía las veces de comedor y secomunicaba con la diminuta cocina através de una especie de ventana, eratres veces más pequeño que el deJulia. El dormitorio principal teníaun área adecuada. Los dos cuartosmás pequeños eran para Margaret yWilliam, que pasaban los fines desemana allí. Cuando Meriel se habíaido a vivir con otro hombre, Jaspar,habían proyectado comprar una casamás grande. A Frances le caían bienlos niños y creía caerles bien a ellos:

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eran amables y obedientes. Los díasde colegio vivían en el piso de sumadre, y pasaban las vacaciones conésta y con Jaspar. Cierto fin desemana en que los notó máspreocupados y silenciosos de lonormal, dijeron que su madre no seencontraba bien. Y no, Jaspar noestaba con ella. Aunque no semiraron mientras ofrecían estainformación, fue como si hubieranintercambiado una mirada deangustia.

En ese momento la vida realvolvió a atrapar a Frances, o así lo

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sintió ella. Durante los meses —no,ya eran años— que había pasado conRupert, se había convertido en unapersona diferente, había aprendidopoco a poco a dar por sentada sufelicidad. Dios santo, si Rupert nohubiera aparecido en su vida, habríacontinuado con la tediosa rutina desus obligaciones, sin amor, sexo niintimidad.

Rupert acompañó a los niños acasa de su ex mujer y se encontró conlo que había temido. Muchos añosantes, después del nacimiento deMargaret, Meriel había sufrido una

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grave depresión. Pese a que la habíaapoyado y ella se había recuperado,a Rupert le aterrorizaba laposibilidad de que recayese. Y habíarecaído. Meriel estaba hecha unovillo en un extremo del sofá, con lamirada ausente, envuelta en una batamugrienta y con el pelo sucio ydesgreñado. Los niños, queflanqueaban a su padre,contemplaron fijamente a la mujer yse arrimaron a Rupert, deseosos deque los rodease con sus brazos.

—¿Dónde está Jaspar? —lepreguntó a la silenciosa mujer, que

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obviamente se hallaba muy lejos,sumida en la terrible angustia de ladepresión.

Al cabo de unos minutos repitióla pregunta.

—Se ha ido —respondió ella,irritada por la interrupción.

—¿Va a regresar?—No.Cuando parecía que ya no

soltaría prenda, murmuró conindiferencia, sin moverse ni girar lacabeza:

—Será mejor que te lleves a losniños. No tienen nada que hacer aquí.

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Bajo la supervisión de Margarety William, Rupert recogió juguetes,ropa y artículos escolares, y seacercó de nuevo a Meriel.

—¿Qué piensas hacer? —lepreguntó.

Después de un largo silencio,ella sacudió la cabeza comodiciendo: «Déjame en paz.» Noobstante, cuando los tres sedisponían a marcharse, dijo en elmismo tono que antes:

—Méteme en un hospital. Encualquiera. Me da igual.

Los niños se instalaron en sus

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antiguos dormitorios y llenaron elpiso con sus posesiones.Permanecían silenciosos, asustados.

Rupert telefoneó al médico, queprometió ingresarla en una clínicapsiquiátrica. Intentó contactar conJaspar, pero éste no le devolvió lasllamadas.

En la mente de Frances seagolpaban pensamientos fríos,insensibles. Sabía que si Jasparhabía huido, asustado ante laexperiencia de convivir con unapersona depresiva, difícilmenteregresaría. Contaba diez años menos

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que ella, era una estrella del mundode la moda y estaba amasando unafortuna con sus diseños de ropainformal. Su nombre aparecía confrecuencia en los periódicos. ¿Porqué se había liado con una mujer quetenía dos hijos crecidos? SegúnRupert, seguramente había disfrutadoviéndose como un hombre maduro yresponsable, demostrándose a símismo que era una persona seria. Sehabía ganado la fama de serdemasiado moderno, de entregarse alas drogas, las fiestas salvajes ydemás vicios de un mundo al que sin

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duda había regresado. Esosignificaba que Meriel se hallabasola y que con toda probabilidadlucharía por recuperar a su marido.Allí estaban esos dos niñostraumatizados, y allí estaba Frances,la madre sustituta. Sí, sufría, laatormentaba la triste y aplastantesensación que se apodera de unocuando la vida retoma las familiarespautas del pasado. «Corro el peligrode que me endosen a estos niños —pensó—. No, ya me los hanendosado. ¿Es lo que quiero?»

Margaret tenía doce años, y

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William diez. Pronto seríanadolescentes. No temía que Rupertdescargase sus responsabilidadessobre ella, sino que la intimidadentre ambos se resintiese —lo queocurriría inevitablemente— o inclusodesapareciera, absorbida por lasinsensatas demandas adolescentes. Apesar de todo, Rupert le gustabamucho..., lo quería. No mentiría siaseverase que nunca había amadohasta ahora; sí, aceptaría lo queviniese. Al fin y al cabo, hasta lasdepresiones se esfuman, y cuandollegara ese momento los niños

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querrían volver con su madre.Desde el hospital donde estaba

Meriel llegaron hojas garabateadas—no podía llamárseles cartas— conletra casi ilegible. «Rupert, notraigas a los niños. No sería buenopara ellos. Frances, Margaret padeceasma y necesita medicación.»

Cuando Rupert telefoneó a losmédicos, éstos le dijeron que estabamuy enferma pero se recuperaría. Ladepresión anterior había durado dosaños.

Frances y Rupert yacían en laoscuridad, ella con la cabeza sobre

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el hombro derecho de él; él con lamano derecha sobre el pechoizquierdo de ella. La mano deFrances reposaba sobre el muslo deRupert, con los nudillos contra lostestículos, un peso suave peroconsiderable que le infundíaseguridad. Esta escena conyugal,consagrada por la tradición, eratípica de la media hora previa a quese durmieran, hubiesen hecho el amoro no. Ahora tendrían que tratar untema que habían estado eludiendo.

—¿Dónde pasó Meriel los dosaños de su depresión anterior?

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—Casi siempre en la cama. Eraincapaz de hacer nada.

—No puede pasarse dos añosen un hospital.

—No, necesitará que la cuiden.—Supongo que Jaspar no se

encargará de ello, ¿verdad?—Es poco probable. —Hablaba

en voz baja, casidespreocupadamente, aunque con unatriste y valiente franqueza quederritió el corazón de Frances—.Mira, esto es terrible para ti. Nocreas que no lo sé. —Como ella nolo desmintió, Rupert titubeó y se

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apresuró a añadir—: No te culparé sime dejas... —Su voz sonóangustiada.

—No voy a dejarte. Sólo estoypensando —repuso Frances. Él labesó en la mejilla, y ella descubrióque estaba húmeda—. Si vendieraseste piso y juntáramos nuestrosahorros, podríamos comprar un pisogrande, pero incluso entonces habríaun problema. Vivirías bajo el mismotecho que tu primera esposa y tuconcubina, como un polígamoafricano.

—O como en una historieta

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cómica de Thurber. No me imagino aMeriel encima de un armario.

Rieron. Rieron con ganas.—¿Tenemos dinero para

comprar una casa? —preguntó ella.—No en un barrio decente de

Londres. Ni para una casa grande.—¿Meriel no tiene ingresos?—Nunca quiso trabajar —

respondió él con aspereza: de hecho,Frances detectó que allí había unahistoria oculta—. Meriel siempre hasido una mujer chapada a la antigua,o una abanderada del feminismo. Ypor supuesto, mientras estuvo con

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Jaspar no trabajó; se dio la granvida. De manera que sí, podemoscontar con que habrá que mantenerla.—Hizo una pausa y agregó—: Losmédicos me advirtieron que quizásufra nuevas depresiones.

—He estado meditándolo,Rupert. Seguirías teniendo a dosesposas en una misma casa, pero almenos no en el mismo piso.

—Tú ya has pasado por esasituación, ¿no?

—Soy una veterana en lamateria.

—¿Piensas casarte conmigo,

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Frances?—Sería lo mejor para los críos.

La querida convertida en esposa.Nunca subestimes elconservadurismo de los niños.

Frances telefoneó a Colin parapreguntarle si podían hablar. Élsugirió que fuera a verlo y se ofrecióa cocinar para ella. Así pues,Frances se encontró de nuevo en casade Julia, en la cocina y ante la mesamás pequeña que había habido allí,con sólo dos sillas. Colin la recibióefusivamente.

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Se abrazaron.—¿Dónde está el perro? —

preguntó Frances.Colin titubeó, le dio la espalda

para sacar unos platos de la nevera—un recurso que ella había utilizadoa menudo para evitar o postergar unarespuesta—, le puso un plato de sopadelante y se sentó enfrente de ella.

—Fiera está con Sophie. En elsótano.

Frances dejó la cuchara yasimiló la sorprendente noticia.

—¿Sophie y tú vivís juntos?—Está enferma. Sufre una

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especie de crisis nerviosa. Elhombre con el que convivió despuésde Andrew..., bueno, era un mal tipo.Ella me pidió ayuda.

Tras reflexionar un instantesobre aquella información, Francesvolvió a concentrarse en la sopa.Colin era un buen cocinero.

—Bueno, eso cambia las cosas.—Explícate.Ella lo hizo, y él demostró que

había entendido lo esencial diciendo:—Vaya, mamá, eres una adicta

al sufrimiento.—El problema es que Rupert...

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—Iba a decir «me gusta», perocambió de idea—: Quiero a Rupert.Lo quiero de verdad.

—Es un buen tipo.—¿Te has instalado en el piso

de Julia?—Aquello es un museo y no me

atrevo a destruirlo. Claro que nopensábamos desaprovecharlo.

—Supongamos que alojamos ala mujer de Rupert en el apartamentodel sótano.

—Como a la pobre Phyllida.—Aunque espero que no sea

para siempre. Rupert dice que Meriel

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estaba deseando deshacerse de él. Lamuy tonta.

—De acuerdo. Meriel en elsótano. Sophie y yo en la planta dearriba. También usaremos la antiguahabitación de Sylvia, y yo seguirétrabajando en el salón. De maneraque Rupert, tú y los críos tendréisseis habitaciones, en mi piso, el deAndrew y el tuyo. Además de estafiel cocina, desde luego.

—No se me habría ocurrido sino hubiera sabido que la casa estabaprácticamente vacía. Por otro lado,dispondríamos de más espacio...

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—No es mala idea. —Con laenergía que lo caracterizaba, Colinretiró los platos de la sopa y sacó delhorno una fuente con pescado. Sirvióvino, se bebió el suyo y se sirvió unpoco más.

—¿Y Sophie y tú?—Andrew no era el hombre

apropiado para ella. No sediferenciaba en nada de los demás.Dice que a la hora de la verdadRoland era una especie de agujeronegro y que Andrew..., bueno, estaballeno de buenas intenciones, peroconvendrás conmigo en que es un

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peso pluma, ¿no? No se compromete—explicó con una sonrisa quepretendía ser de complicidad—,mientras que yo me hago cargo de lagente. En mi pasado hay variasvíctimas que lo atestiguan; rotas ydestrozadas, si bien ninguna puededecir que no me responsabilicé deellas. Tú no las conoces. En fin,ahora me he hecho cargo de Sophie.

—Dos lunáticas bajo el mismotecho —comentó Frances.

—Una manera elegante dedescribirlo.

—Y no será la primera vez.

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Pero no importa; los críos tienen diezy doce años, de modo que prontocrecerán, ¿no?

—En primer lugar, creo queAndrew, yo e incluso Sylvia nohemos dejado de necesitar unafamilia ni siquiera cuando noshicimos adultos. En segundo lugar...,bueno, hasta hace poco no entendí tuactitud despreocupada ante el pasodel tiempo. ¿Qué son cuatro años? Oseis, o diez... Nada. Un soplo. Nohay nada como una muerte paraentenderlo... y hay algo más. ¿No sete ha ocurrido pensar que esos críos

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quizá te prefieran a la delincuente desu madre?

—¿Delincuente? Está enferma.—Se largó con un amante

perverso, ¿no? Los abandonó, ¿no?—No, se los llevó consigo. El

caso es que ahora sí que estánabandonados.

—Espero que por lo menos seansoportables. ¿Lo son?

—Hasta el momento se hanportado de maravilla, pero no lo sé.

—¿No te angustia que lahistoria de repita?

—Sí. Ya lo creo que sí. Y es

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peor de lo que piensas. Meriel eshija de Sebastian Heath..., aunquequizá no lo recuerdes. ¿Sí? Era uncomunista célebre, como Johnny. Loarrestaron en la Unión Soviética ydesapareció para siempre.

—Supongo que el hecho de quelos compañeros del padre de alguienlo apuñalen por la espalda justificacierto grado de confusión emocional,¿no?

—Y después su madre sesuicidó. Ella también era comunista.Meriel se crió en una familiacomunista..., aunque por lo visto ya

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no lo son.—De manera que tuvo una

infancia desdichada, como sueledecirse.

—Por eso tengo la sensación deque todo vuelve a empezar.

—Pobre mamá —dijo éljovialmente—. No te preocupes.Pero no creas que mudándonos aquíresolveréis vuestro problema devivienda para siempre. Piensocasarme.

—¿Con Sophie?—Santo cielo, no. No estoy tan

loco. Sólo somos amigos. Pero busco

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una esposa. Me casaré y tendrécuatro hijos, a diferencia de ti, quehas tenido dos y medio. Y entoncesnecesitaré esta casa.

—Bien —repuso su madre—.Me parece justo.

Después de la cena, Frances señalóque se hacía tarde y que era hora deque Margaret y William se acostasen.La niña se levantó y se encaró conella, como un pequeño toro dispuestoa embestir a Frances con aquellavirginal frente pecosa.

—¿Por qué hemos de

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obedecerte? No puedes darnosórdenes. No eres nuestra madre.

William se sumó a la protesta.Por lo visto habían discutido lasituación y decidido plantarle cara.Dos semblantes obstinados, doscuerpos hostiles, y Rupertobservándolos, tan pálido comoellos.

—No, no soy vuestra madre,pero me temo que mientras cuide devosotros tendréis que hacer lo que osdiga.

—Ni hablar —dijo Margaret.—Ni hablar —dijo William.

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En el redondo rostro infantil deMargaret apareció una remilgadamueca de desaprobación.

—Te odiamos —dijo concautela William, que había ensayadola escena con Margaret.

Frances estaba inusitada eirracionalmente furiosa.

—Sentaos —gruñó, y sesorprendió al ver que los niñoshacían lo que les decía—. Ahoraescuchadme bien. Yo no esperabatener que cuidaros. No lo deseaba.—Miró a Rupert, que se mostrabadolido por la desagradable situación

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—. No me importa hacer cosas porvosotros. No me importa cocinar,lavaros la ropa y todo lo demás, perono pienso tolerar groserías. Yapodéis olvidaros de montar escenas yrefunfuñar, porque no estoy dispuestaa aguantarlo. —Empezaba aembalarse, y ni siquiera esas doscaritas compungidas la detendrían—.Vosotros no sabéis nada de mipasado, ni tenéis por qué saberlo,pero os aseguro que ya he soportadosuficientes portazos, rebelionesadolescentes y demás chiquilladas.—Estaba gritándoles. Era la primera

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vez en su vida que gritaba a unosniños—. ¿Me habéis oído? Y sivosotros me obligáis a pasar portodo eso de nuevo, me marcharé. Oslo advierto. Sencillamentedesapareceré. —Se interrumpió alquedarse sin aire. Advirtió que lascejas de Rupert, siempre listas paraexpresar ironía, le indicaban que seestaba excediendo—. Lo siento —añadió, más para él que para losniños. Y luego—: No, no lo siento.Estoy convencida de todo lo que hedicho. De modo que pensad en ello.

Sin abrir la boca, los niños se

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pusieron en pie y se retiraron a susrespectivas habitaciones, aunqueluego se reunirían en una o en otrapara criticar a Frances.

—Bien hecho —murmuróRupert.

—¿De veras? —preguntóFrances angustiada, temblando.Apoyó la cabeza sobre los brazos.

—Sí, claro que sí. Tarde otemprano teníais que enfrentaros. Apropósito, no creas que yo noaprecio lo que haces. No te culparíasi te fueras.

—No voy a irme. —Frances

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buscó la mano de Rupert, que estabatemblando—. Oh, Dios, es tan...

Él le tendió el brazo, ellaacercó su silla para que pudierarodearla con él y permanecieron muyjuntos, unidos por la tristeza.

Una semana después se produjouna repetición de la escena quecomenzaba con la frase: «Tú no eresnuestra madre, así que...»

Frances se había pasado el díatratando de avanzar con elcomplicado libro de sociología queestaba escribiendo, interrumpida porllamadas del colegio de los chicos,

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del hospital de Meriel y de Rupert,que quería saber qué debía llevarpara la cena. Estaba histérica, conlos nervios de punta. La situación ladesbordaba. ¿Qué estaba haciendoallí? ¿En qué trampa se habíametido? ¿Le inspiraban algunasimpatía esos críos? La niña con suboquita de remilgada y presuntuosa,el niño (pobrecillo) tan asustado queapenas se atrevía a posar la vista ensu padre y en ella, con su permanentesonrisa de miedo que intentaba hacerpasar por irónica.

—Muy bien —dijo ella—, ya es

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suficiente. —Apartó su plato y selevantó de la mesa. No miró aRupert, porque estaba haciendo loimperdonable: golpearlo cuandoestaba caído.

—¿Qué quieres decir? —preguntó la niña..., pues al fin y alcabo todavía era una niña.

—¿Tú qué crees? Me largo. Oslo advertí.

Se dirigió al dormitorio quecompartía con Rupert, despacio,porque sentía las piernas rígidas, yno a causa de la indecisión, sinoporque las obligaba a alejarla de

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Rupert. Una vez allí sacó la ropa delos armarios, la apiló sobre la cama,buscó un par de maletas y empezó aguardar las prendas en ellasmetódicamente. Su estado de ánimoya no era el que había alimentadodurante semanas. De la mismamanera que una novia o un novio quese ha dejado arrastrar por la mareade los acontecimientos sin apenasexperimentar un momento de duda yque de repente, en la víspera de laboda, se pregunta cómo pudo ser tanimprudente, una situación que se lehabía antojado perfectamente

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razonable, si bien difícil, la hacíasentirse como si estuvieranconduciéndola a una prisión,encadenada de pies y manos. ¿Quédemonios la había inducido aprometer que se haría cargo de esosniños, siquiera temporalmente? Y¿cómo sabía que se trataba de unarreglo temporal? Debía huir deinmediato, antes de que fuesedemasiado tarde. La única parte desu mente que no había cambiado porcompleto de parecer era la quepensaba en Rupert. No podíarenunciar a él. Bueno, había una

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solución muy sencilla. Finalmente secompraría una casa propia, su casay... La puerta se abrió, primero unpoco, luego un poco más y el niñoasomó la cabeza.

—Margaret pregunta qué estáshaciendo.

—Me largo —contestó Frances—. Cierra la puerta.

El niño cerró la puerta conmovimientos intermitentes ycautelosos, como si cada uno deellos hubiera estado interrumpidopor un cambio de idea: ¿debía volvera entrar?

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Las maletas estaban hechas y enfila cuando Margaret entró con lacabeza gacha y la boca, esa bonitaboca rosa temblorosa por el llanto,entreabierta.

—¿De verdad te vas?—Sí —respondió Frances,

convencida de que así era—. Cierrala puerta... con suavidad.

Más tarde salió y vio a Ruperttodavía sentado a la mesa.

—No he estado bien, lo siento—se disculpó Frances.

Él sacudió la cabeza, sinmirarla. Era una figura solitaria y

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valiente, y su dolor se alzaba entrelos dos como una barrera. Frances nopudo soportarlo. Supo que no se iría,por lo menos de aquella manera. Enun último arrebato de rebeldía,pensó: «Me compraré una casa; queél se las apañe con Meriel y los críosy venga a verme...»

—Claro que no me voy —dijo—. ¿Cómo iba a irme?

Él no se movió, pero de repenteextendió muy despacio un brazohacia ella. Frances se sentó a sulado, debajo de ese brazo, y Rupertdescansó la cabeza sobre la de ella.

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—Bueno, al menos dejarán deincordiarte —dijo—. Si es quedecides quedarte.

La ocasión exigía quecimentaran su fragilidad haciendo elamor. Él entró en el dormitorio y ellase preparó para seguirlo, apagandolas luces. Se acercó a la puerta de laniña con la intención de entrar ydarle las buenas noches. «Olvídalo,no hablaba en serio.» Entonces oyósollozos, un espantoso ydesconsolado llanto queevidentemente había estallado hacíaun rato. Frances apoyó la cabeza en

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la puerta, con un arrebato de «oh, no,no puedo, no puedo...». Sin embargo,el sonido de aquella angustia infantilla estaba destrozando. Respiró afondo y entró en la habitación. Laniña se levantó de un salto y searrojó a sus brazos.

—Ay, Frances, Frances, losiento, no lo hice adrede.

—Está bien, tranquila. No meiré. Lo decía en serio, pero hecambiado de idea.

Besos, abrazos, un nuevocomienzo.

Con William las cosas

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resultarían más difíciles. Era un niñoherido que se protegía con unaarmadura de orgullo y se negaba allorar o recibir el consuelo de unabrazo, aunque fuera de su padre; noconfiaba en ellos. Había visto a sumadre enferma y silenciosa, tanabsorta en sí misma que no loescuchaba, y esa imagen loacompañaba mientras cumplíaobedientemente con lo que se leordenaba: iba a la escuela, estudiaba,ayudaba a recoger la mesa, se hacíala cama. Si Frances y Ruperthubieran sabido lo que ocurría en el

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interior de William, si hubierancomprendido su feroz y solitariaangustia...; pero ¿qué habrían podidohacer? Hasta se sentíanreconfortados por ese niño dócil,mucho menos problemático queMargaret, ¿o no?

Sylvia estaba en la terminal dellegadas del aeropuerto de Senga,que albergaba la cintatransportadora, las oficinas deInmigración y Aduana y a todos lospasajeros del avión, que a primeravista podían clasificarse en negros

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con terno y blancos con tejanos,camisetas y jerséis atados a lacintura. Los negros estabaneufóricos, maniobrando neveras,cocinas, televisores y mueblesmientras solicitaban la aprobación delos agentes de aduanas, la queobtenían rápidamente, pues dichosagentes se mostraban afables ygenerosos con los garabatos quetrazaban con tiza roja en cada cajaque les ponían delante. Sylviallevaba un bolso de mano con susefectos personales y dos maletasgrandes con los suministros médicos

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y los demás artículos que le habíapedido el padre McGuire; cada listaque había llegado a Londres ibaapostillada con un: «No te sientasobligada a traer esto si te suponemucha molestia.» En el avión, Sylviahabía oído a los blancos hablar de loimprevisibles que eran losfuncionarios de aduana y del clarotrato de favor que dispensaban a losnegros, a quienes permitían entrarcon muebles suficientes para equiparuna casa entera. En el asientocontiguo al de Sylvia viajaba unhombre silencioso, que aunque iba

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vestido con tejanos y camiseta, comolos demás, llevaba al cuello unacadena con una cruz. Cuando, sinsaber si se trataba de un fetiche demoda, Sylvia le preguntó con timidezsi era sacerdote, se enteró de queestaba ante el hermano Jude, de unamisión u otra —no prestó atención aldesconocido nombre— y lo consultóacerca de los posibles problemascon el equipaje. Cuando él supoadonde se dirigía —conocía al padreMcGuire— se ofreció a ayudarla.Más tarde lo encontró justo delantede ella en la cola de la aduana. El

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hermano Jude dejaba que la gente loadelantase, porque estabaaguardando a un joven negro, quefinalmente lo saludó por su nombre,preguntó si las maletas eran para lamisión y las hizo pasar.

—Esta es Sylvia, una amiga delpadre McGuire —le presentó elhermano Jude—. Es médico. Llevasuministros para el hospital deKwadere.

—Ah, una amiga del padreMcGuire —dijo el joven con unasonrisa amistosa—. Dele recuerdosde mi parte —añadió, y trazó la

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mística señal roja en las maletas.Tampoco surgieron dificultades

en Inmigración, ya que Sylvia teníatodos los papeles en regla, y salierona la despejada y calurosa mañana. Enla escalinata de la terminal, unajoven con holgados pantalones cortosazules, camiseta floreada y unaimponente cruz de plata se aproximóa Sylvia.

—Ah —comentó su salvador—.Veo que estás en buenas manos.Hola, hermana Molly —la saludó, yechó a andar hacia un grupo de genteque había acudido a recogerlo.

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La hermana Molly la llevaría encoche a la misión de San Lucas. Dijoque no valía la pena que seentretuvieran en Senga y que lo mejorsería partir de inmediato. Subieron auna destartalada camioneta y seinternaron en el paisaje de África,que Sylvia esperaba admirar cuandose acostumbrase a él. Por elmomento, se le antojaba extraño.Hacía mucho calor. El viento queentraba en la cabina de la camionetaestaba cargado de polvo. Sylvia seagarró a la portezuela y escuchó aMolly, que no paraba de hablar,

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sobre todo de los hombres de suorden religiosa, que según ella eranunos cerdos machistas. Estaexpresión, que en Londres habíaperdido la gracia de la novedad,sonó como recién acuñada al salir desus sonrientes labios. En cuanto alpapa, era reaccionario, intransigente,burgués, demasiado viejo, misógino,y qué pena que gozara de buenasalud. Que Dios la perdonase pordecir eso.

Desde luego, no era lo queSylvia había esperado oír. No leimportaba mucho el papa, aunque

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sabía que como católica debíaimportarle, y el lenguaje delfeminismo extremista nunca habíaconcordado con su experienciapersonal. La hermana Molly condujoa toda velocidad por carreteras enbuen estado que pronto seconvirtieron en caminos cada vezmás accidentados, hasta que al cabode una hora el vehículo se detuvofrente a una especie de granja.

—Te dejo aquí. Y no permitasque el padre Kevin McGuire temangonee. Es un encanto, no loniego, pero todos los curas de la

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vieja escuela son iguales. —Semarchó, despidiéndose con la manode Sylvia y de cualquiera queestuviera mirando.

Sylvia aceptó una invitaciónpara tomar el té con Edna Pyne, encuya voz, llena de extraños sonidosvocálicos, Sylvia detectó un dejo deautocompasión que le resultabademasiado familiar. Además, lavetusta cara reflejaba insatisfacción.Cedric Pyne tenía unas piernas largasy bronceadas, los pantalones máscortos que Sylvia hubiera visto en suvida y ojos azules —como los de su

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esposa— y enrojecidos.En la soleada terraza donde se

sentaron Sylvia mantuvo la vista fijaen la pareja para evitar el potenteresplandor amarillo, de modo que enaquella primera visita sólo los vio aellos. Descubrió que dejar gente ypaquetes en casa de los Pyneformaba parte de las transaccioneslocales, porque cuando subió denuevo a un coche, esta vez untodoterreno, se encontró con pilas deperiódicos y cartas para el padreMcGuire y con dos jóvenes negros.

—Voy al hospital —explicó uno

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de ellos, que parecía muy enfermo.—Yo también —repuso Sylvia.Los dos chicos viajaban en la

parte trasera, y ella al lado deCedric, que conducía igual que lahermana Molly, como si intentaraganar una apuesta. El todoterrenoavanzó dando tumbos por un caminode tierra, y al cabo de unos quincekilómetros se adentró en unapolvorienta arboleda entre la quedivisaron un edificio bajo, con techode planchas de metal acanalado.Detrás, sobre una colina, se alzabanotros edificios esparcidos entre

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árboles.—Dile a Kevin que no puedo

esperar —dijo Cedric Pyne—. Ven avernos cuando quieras. —Sedespidió y se marchó, levantandomás nubes de polvo.

A Sylvia le dolía la cabeza.Estaba pensando que prácticamenteno había salido de Londres en todasu vida y que nunca le había parecidouna privación, como empezaba asospechar, sino algo bastante normal.Los dos jóvenes negros seencaminaron hacia el hospital.

—Adiós, hasta luego —dijeron

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en tono despreocupado, aunque elsemblante del enfermo pedía a gritosque lo atendieran de inmediato.

Sylvia subió con sus maletas aun pequeño porche de cemento verdepulido. A continuación entró en unaestancia más bien pequeña en la quehabía una mesa de tablas teñidas,sillas con asiento de tiras de cuero,una estantería que cubría toda unapared y varios cuadros, todos deJesucristo excepto uno, que mostrabaun brumoso atardecer en lasmontañas de Mourne.

Apareció una delgada joven

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negra, que con una amplia sonrisa, sepresentó como Rebecca y se ofrecióa acompañar a Sylvia a suhabitación.

En el cuarto, contiguo a la salaprincipal, apenas cabía una cama dehierro, una mesa diminuta, un par deduras sillas y algunos estantes paralibros. También había ido a pararallí una cómoda pequeña, del estilode las que en otro tiempo se usabanen los hoteles. Las paredes y el sueloeran de ladrillo y el techo de cañas.Rebecca anunció que le traería unataza de té y se marchó. Sylvia se dejó

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caer en una silla, embargada por unsentimiento que no conseguíaidentificar. Sí, esperaba impresionesnuevas; sabía que se sentiría fuera delugar; pero ¿qué era aquello?Experimentó un amargo vacío en suinterior, y cuando miró al crucifijo enbusca de consuelo, le pareció que elpropio Cristo estaba asombrado deencontrarse allí. Por otro lado, nodebía sorprenderse de hallar a Cristoen un lugar tan miserable, ¿o sí?¿Qué le ocurría entonces? Fuera laspalomas zureaban y las gallinasconversaban entre sí. «No soy más

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que una chiquilla consentida», sedijo Sylvia evocando aquellaspalabras, un eco lejano de suinfancia. La catedral deWestminster..., sí; una casucha deladrillo, aparentemente, no. Unviento cargado de polvo soplabajunto a la ventana. A juzgar por lavista desde el exterior, esa casa noconstaba de más de tres o cuatrohabitaciones. ¿Dónde estaba la delpadre McGuire? ¿Dónde dormíaRebecca? No entendía nada, ycuando ésta regresó con el té, Sylviale dijo que le dolía la cabeza y que

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quería echarse un rato.—Sí, doctora, acuéstese; pronto

se sentirá mejor —contestó Rebecca,cuya alegría la identificaba comocristiana: los hijos de Dios sonríen yestán preparados para lo que sea(como los hippies). Rebecca corriólas cortinas, confeccionadas con unatela de colchón en tonos negros yblancos que Sylvia sospechó quepodría convertirse en el último gritoen ciertos círculos londinenses—. Lallamaré a la hora del almuerzo.

El almuerzo... Sylvia tenía lasensación de que era de noche, pues

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el día se le había hecho eterno, peroeran sólo las once de la mañana.

Se tendió con las manos sobrelos ojos, vio que la luz perfilaba susdelgados dedos, se durmió ydespertó al cabo de una hora, cuandoRebecca llegó con más té y lasdisculpas del padre McGuire, quedecía que lo habían retenido en laescuela, que la vería a la hora decomer y que se tomara las cosas concalma hasta el día siguiente.

Una vez transmitido esteconsejo, Rebecca comentó que elpaciente de la granja de los Pyne

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estaba aguardando al médico, quehabía más personas esperando y quequizá la doctora... Sylvia empezó acubrirse con una bata blanca, peroRebecca la miró con una expresiónque hizo que Sylvia preguntara:

—¿Cómo tengo que vestirme?Rebecca respondió que la bata

no permanecería blanca por muchotiempo y que quizá la doctoradebería ponerse un vestido viejo.

Sylvia no usaba vestidos. Sehabía puesto sus tejanos más viejospara el viaje. Se recogió el pelo conun pañuelo, tal como lo llevaba

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Rebecca. Ésta le señaló un camino yse marchó a la cocina. Junto alpolvoriento sendero crecían flores dehibisco, adelfas y dentelarias, todascubiertas de polvo pero con aspectode estar en el sitio que lescorrespondía, en un calor seco y bajoel sol de un cielo totalmentedespejado. El camino descendía poruna cuesta rocosa, y frente a ellaaparecieron unos techos de pajasobre postes clavados en la tierrarojiza y una choza por cuya puertaentornada salió una gallina. Entre losarbustos había otras, tendidas de

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lado, jadeando con el pico abierto.Los dos jóvenes que habían viajadoen el todoterreno estaban sentados ala sombra de un árbol. Uno de ellosse levantó.

—Mi amigo está enfermo —señaló—. Demasiado enfermo.

Sylvia ya lo veía.—¿Dónde está el hospital?—Esto es el hospital.Entonces Sylvia cayó en la

cuenta de que bajo los árboles, losarbustos o los cobertizos de pajahabía personas, algunas de ellasmutiladas.

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—Llevamos mucho tiempo sindoctor —dijo el joven—. Ahoratenemos doctor otra vez.

—¿Qué le pasó al anterior?—Bebía demasiado, y el padre

McGuire dijo que tenía que irse. Asíque estábamos esperándola, doctora.

Sylvia miró alrededor,preguntándose dónde estarían losinstrumentos, las medicinas —losutensilios de su oficio—, y entró enla choza. Dentro había tres estantes, yen uno de ellos un frasco grande deaspirinas... vacío; varios botes depíldoras para la malaria... vacíos; un

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tubo grande de pomada... sin etiquetay vacío. Detrás de la puerta, unestetoscopio colgaba de un clavo.Estaba estropeado. El amigo delchico enfermo se encontraba al ladode Sylvia, sonriendo.

—Todas las medicinas se hanterminado —dijo.

—¿Cómo te llamas?—Aaron.—¿Trabajas en la granja de los

Pyne?—No, vivo aquí. Fui a

acompañar a mi amigo cuando nosenteramos que venía un coche.

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—¿Y cómo llegaste allí?—Andando.—Pero hay un buen trecho, ¿no?—No, no es demasiado lejos.Regresó con él junto al chico

enfermo, que antes parecíadesmayado y ahora temblabaviolentamente. No necesitaba unestetoscopio para hacer eldiagnóstico.

—¿Ha estado tomando lamedicina? —preguntó—. Es malaria.

—Sí, el señor Pyne le dio lamedicina, pero se ha terminado.

—Para empezar, debería beber

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algo.En la choza encontró tres

bidones de agua con tapón de rosca,pero su contenido olía mal. Le pidióa Aaron que le diese agua alenfermo. Sin embargo, no había niuna taza ni un vaso..., nada.

—Cuando el otro doctor se fue,me temo que alguien robó.

—Ya veo.—Sí, me temo que eso fue lo

que ocurrió.Sylvia entendió que estaba

oyendo ese «me temo» como debíade haber sonado mucho tiempo antes,

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cuando la expresión acababa deacuñarse. Aaron la empleaba comopara disculparse. ¿Acaso en elpasado esperaban un golpe o unareprimenda cuando decían «metemo»?

Qué suerte que hubiera llevadoconsigo su estetoscopio nuevo y losmedicamentos básicos.

—¿No hay un candado para estapuerta?

—Me temo que no sé. —Aaronse puso a buscar, como si fuera aencontrar el candado debajo de latierra—. Sí, aquí está —exclamó al

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hallarlo entre las cañas del techo.—¿Y la llave?Hurgó de nuevo, pero era

demasiado pedir.Ella no estaba dispuesta a dejar

su pequeño equipo en una choza sincandado. Titubeó, pensando que noentendía nada de lo que ocurría y quenecesitaba una llave además de unachoza.

—Y mire, doctora, me temo queaquí las cosas no están bien... Mire.—Aaron empujó unos ladrillos de lapared del fondo hasta que cayeron.Alguien había aflojado

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cuidadosamente unos cuantos, demanera que era posible abrir unboquete lo bastante grande paraentrar en él.

Sylvia hizo una rápida rondaentre sus pacientes, tendidos aquí yallí, aunque a veces costabadistinguirlos de los amigos oparientes que les hacían compañía.Un hombro dislocado: lo puso en susitio de inmediato y le recomendó aljoven lesionado que descansara y nousase el brazo durante unos días,pero él se alejó tambaleándose porentre los árboles. Algunas heridas...

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infectadas. Otro caso de malaria, oeso creyó ella. Una pierna tanhinchada que semejaba unaalmohada, cuya piel parecía a puntode reventar: se dirigió a suhabitación, regresó con una lanceta,jabón, vendas y una palangana que lefacilitó Rebecca, se acuclilló ypracticó una incisión en la pierna, dela que brotó un chorro de pus que fuerápidamente absorbido por el polvo,creando una fuente de infección. Lapaciente emitía gemidos de gratitud;era una mujer joven junto a la cualhabía dos niños sentados a su lado;

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uno de ellos chupándole una teta,aunque aparentaba al menos cuatroaños, y el otro colgando de su cuello.Sylvia le vendó la pierna procurandodejar parte del polvo fuera, aunquesin duda se trataba de una ideaabsurda, y examinó a una mujerembarazada que estaba a punto deparir. El niño estaba mal colocado.

Sylvia recogió sus instrumentosy la palangana y dijo que debía ir ahablar con el padre McGuire. Lepreguntó a Aaron qué pensabancomer él y el enfermo de malaria. Élrespondió que quizá Rebecca tuviera

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la bondad de darles un plato desadza, una especie de gachas deharina de maíz.

Encontró al padre McGuiresentado a la mesa de la salita,comiendo. Era un hombre corpulento,con una abundante cabellera blanca,ojos oscuros de expresióncomprensiva y aire jovial, vestidocon una sotana andrajosa.

Él insistió en que se sentara aprobar un filete de arenque de lata...que había llevado ella misma. Sylvialo complació, y luego, con la mismainsistencia, el padre McGuire la

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invitó a comer una naranja.Rebecca, que estaba

mirándolos, comentó que en elhospital decían que Sylvia no podíaser doctora, porque era demasiadopequeña y delgada.

—¿Debería enseñarles midiploma? —preguntó Sylvia.

—Ya les enseñaré yo lo quepesa mi mano —soltó el padreMcGuire—. Vaya impertinencia.

—Necesitaría una choza que secierre con llave —dijo Sylvia—. Nopuedo llevar y traer mis cosas variasveces al día.

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—Le pediré al albañil quearregle el agujero de la pared.

—¿Y un candado?—Eso no es tan fácil. Habrá que

buscarlo. Le diré a Aaron que vaya acasa de los Pyne y les pregunte sitienen alguno. —Encendió uncigarrillo y le ofreció uno a Sylvia.Pese a que ella había fumado pocasveces en su vida, lo aceptó congratitud—. Sí —añadió—. Ha sidoun día muy largo para ti. Siemprepasa lo mismo cuando uno viajadesde Inglaterra. Nuestras jornadas,al menos las mías, empiezan a las

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cinco y media de la mañana yterminan a las nueve de la noche. Aesa hora todo lo que desearás serámeterte en la cama, aunque si estásacostumbrada a los horarios deLondres quizás ahora no me creas.

—La verdad es que ya estoydeseándolo —admitió Sylvia.

—Entonces échate una pequeñasiesta, que es lo que haré yo.

—Pero ¿qué pasa con toda esagente que está esperándome?¿Podrían proporcionarme una tazapara que les dé agua?

—Sí. Por lo menos tenemos

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tazas.Sylvia durmió media hora;

Rebecca la despertó ofreciéndoleuna taza de té. Cuando Sylvia lepreguntó si había dormido, obtuvouna sonrisa por respuesta. ¿Aaron ysu amigo habían comido algo? Ladoctora no debía preocuparse porellos, contestó Rebecca, sin dejar desonreír.

Sylvia regresó al conjunto dechozas, cobertizos y árbolesfrondosos donde los enfermosaguardaban. Habían llegado variosmás, pues se habían enterado de la

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llegada de un nuevo médico. Entreellos se contaban unos cuantosmutilados a los que les faltaba unapierna o un brazo y cuyas heridas nohabían sido suturadas o curadasdebidamente. Eran las víctimas de laguerra, que a fin de cuentas habíaacabado recientemente. Supuso quese encontraban en el «hospital»porque al menos allí su situaciónquedaba validada, definida. Comoheridos de guerra, los asistía elderecho a exigir medicamentos —analgésicos, aspirinas, pomadas, loque fuese—; algunos eran casi niños,

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héroes de guerra, y se les debía algo.No obstante, Sylvia disponía de tanpocas medicinas que las escatimabaal máximo. Por consiguienterecibieron tazas de agua y preguntascompasivas:

—¿Cómo perdiste la pierna?—La bomba estalló cuando me

senté.—Lo siento. Qué mala suerte.—Sí, demasiada mala suerte.—Y ¿qué te pasó en el pie?—Una piedra cayó rodando por

la colina hasta la mina, y yo estabaallí.

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—Lo lamento. Debió de dolertemucho.

—Sí, grité y mis compañerosme hicieron callar, porque elenemigo no andaba lejos.

A última hora de la tarde,cuando el sol estaba bajo y amarillo,apareció un hombre desgarbado, muyalto y delgado y con expresiónenfurruñada.

Según dijo, se llamaba Joshua ysu trabajo consistiría en ayudarla.

—¿Es enfermero? —preguntóella—. ¿Ha estudiado?

—No, no he estudiado; pero

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siempre he trabajado aquí.—Entonces ¿por qué no vino

antes? —inquirió Sylvia, que nopretendía reñirlo sino informarse.

Sin embargo, él replicó coninsolencia, una insolencia formal,como cuando uno masculla «malditasea»:

—¿Por qué iba a venir si nohabía ningún doctor?

Estaba bajo los efectos dealguna sustancia. No, no eraalcohol... ¿Qué, entonces? Sí, olía amarihuana.

—¿Qué ha estado fumando?

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—Dagga.—¿Crece por aquí?—Sí, crece por todas partes.—Si va a trabajar conmigo, más

vale que deje de fumar dagga.Desplazando el peso del cuerpo

de una pierna a la otra y balanceandolos brazos, el hombre gruñó:

—Hoy no pensaba trabajar.—¿Cuándo se marchó el otro

médico?—Hace mucho. Un año.—¿Qué hacen los enfermos

cuando llueve?—Si no hay sitio en los

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cobertizos, se mojan. Son negros, demodo que no les hace daño.

—Pero ahora tienen un gobiernonegro, así que las cosas cambiarán.

—Sí —repuso, o más bienladró, Joshua—. Ahora todocambiará, y nosotros tambiéntendremos cosas buenas.

—Joshua —dijo Sylvia con unasonrisa—, si vamos a trabajar juntos,debemos intentar llevarnos bien.

—Sí, sería conveniente que noslleváramos bien —repuso Joshuaesbozando una sonrisa o algo que sele parecía.

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—Tengo entendido que susrelaciones con el médico anterior noeran buenas, ¿verdad? A propósito,¿era blanco o negro?

—Negro. Bueno, puede que nofuese un doctor de verdad. Bebíademasiado. Era un skellum.

—¿Un qué?—Una persona mala. No como

usted.—Espero no acabar bebiendo

demasiado.—Yo también lo espero,

doctora.—Me llamo Svlvia.

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—Bien, doctora Sylvia. —Joshua frunció el entrecejo, como sihubiera decidido que debíademostrar antagonismo.

—Ahora la doctora Sylviavolverá a la casa del padre McGuire—le informó ella—. Me dijo queregresara al anochecer, para cenar.

—Espero que la doctora Sylviadisfrute de su cena. —Joshua seinternó entre los árboles, riendo.Luego se lo oyó cantar. Era unacanción vehemente, pensó ella, unhimno revolucionario, que insultabaa todos los blancos.

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El padre McGuire sentado a lamesa, con una lámpara de gas a sulado, bebía zumo de naranja. Habíaun vaso esperando a Sylvia.

—No crea que no tenemoselectricidad —explicó—, lo queocurre es que ha habido un corte deluz.

Rebecca se acercó con unabandeja e informó de que Aaron y suamigo pasarían la noche en elhospital.

—¿Por qué vive aquí?Sin mirarla, el sacerdote

contestó que Aaron tenía familia en

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la aldea, pero que en adelantedormiría en la casa por las noches.

Las caras del padre McGuire yde Rebecca reflejaban ciertaturbación, de manera que Sylviaquiso indagar los motivos. Era unasunto absurdo, respondió elsacerdote, verdaderamente ridículo,y tenía que disculparse, pero el jovenviviría en la casa para guardar lasapariencias. Sylvia no entendió. Elpadre McGuire parecía impaciente,incluso ofendido por verse obligadoa explicárselo claramente.

—No consideran apropiado que

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un sacerdote viva con una mujer.—¿Qué? —Sylvia estaba tan

molesta como él.Rebecca comentó que la gente

cotilleaba, y que no era de extrañar.Sylvia repuso con amargura y

seriedad que la gente tenía la menteretorcida, y el padre McGuire semostró plácidamente de acuerdo enese punto.

Después de una pausa, añadióque le habían sugerido que Sylviaviviese con las monjas de la colina.

—¿Qué monjas?—Un grupo de hermanas

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misioneras que habitan una casa en lacolina; pero como no eres religiosa,imaginé que te sentirías más cómodaaquí.

Sylvia paseó la vista entre él yRebecca, convencida de que leocultaban cosas.

—Se supone que las hermanasdeben ayudar en el hospital, pero notodo el mundo está hecho para lossucios trabajos de enfermería.

—¿Son enfermeras?—Yo no diría tanto. Han

realizado cursillos de primerosauxilios. De todos modos, puedes

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acudir a ellas para que laven lasvendas, las compresas y la ropa decama. No deben de sobrarte lasvendas desechables, ¿verdad? No.Tendrás que pedirle a Joshua quelleve lo que haya que lavar a la casade las hermanas todos los días. Y yoles diré que lo hagan como unservicio a Dios.

—Joshua no querrá ir, padre —apuntó Rebecca.

—Y tú tampoco, de manera quehemos topado con un problema.

—No es mi trabajo sino el deJoshua —dijo Sylvia.

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—Pues ya te encuentras en unapequeña dificultad —repuso elsacerdote—, y aguardaré con interésa ver cómo la solucionas.

Se levantó, les dio las buenasnoches y se fue a la cama. Sin mirar aSylvia, Rebecca también se despidióy se marchó.

Transcurrió un mes. Habían reparadoel agujero de la choza e instalado unacerradura. Alrededor de dos de loscobertizos habían puesto unascortinas confeccionadas con laarpillera que usaban para embalar el

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tabaco, y aunque no constituían unabarrera eficaz contra las fuerteslluvias, impedían el paso del viento yel polvo. Habían construido unachoza nueva con paredes y techo depaja y agujeros en los costados paraque entrase la luz. El interior semantenía fresco. El suelo era detierra apisonada. Los enfermos másgraves podían guarecerse allí. Sylviahabía curado sorderas pertinacescausadas sencillamente por viejostapones de cera, y había tratadocataratas. Con las medicinas que lehabían enviado de Senga, había

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conseguido aliviar algunos casos demalaria, aunque casi todos losafectados eran enfermos crónicos.Restituía en su sitio miembrosdislocados, cauterizaba heridas,administraba medicinas para el dolorde garganta y la tos y, a veces,cuando se agotaban, recurría a losremedios de la abuela que el padreMcGuire recordaba de su Irlandanatal. Llevaba una clínica dematernidad y traía niños al mundo. Apesar de que todo esto era bastantesatisfactorio, no podía evitar sentirsefrustrada por no ser cirujana, ya que

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habría resultado muy útil.Transportaban a los enfermos gravesa un hospital situado a treintakilómetros de distancia, y enocasiones la demora era perjudicialo incluso letal. Debería haber sidocapaz de hacer una cesárea, extirparun apéndice, amputar una mano oabrir una rodilla con una fracturacomplicada. Se movía en un terrenopantanoso en el que era difícilprecisar si actuaba dentro de lalegalidad o no: de vez en cuandoutilizaba instrumentos quirúrgicospara hacer una incisión en un brazo

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con el fin de tratar una úlcera o abriruna herida infectada con objeto delimpiarla. Ojalá hubiera sabido lomucho que iba a necesitar losconocimientos de cirugía mientrasasistía a toda clase de cursillos queen sus nuevas circunstancias no leservían para nada...

También se ocupaba de tareasque en Europa no están asociadascon la profesión médica. Habíarecorrido las aldeas cercanas parainspeccionar las fuentes de agua yencontrado ríos sucios y pozoscontaminados. El agua escaseaba en

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esa época del año y a menudo sesacaba de lagos estancados que erancaldo de cultivo del parásito de laesquistosomiasis. Enseñó a lasmujeres a reconocer algunasdolencias para que supieran cuándodebían llevar a los enfermos alhospital. Cada vez recibía máspacientes, pues la gente laconsideraba una especie detaumaturgia, sobre todo por suséxitos a la hora de devolver laaudición extrayendo tapones de cera.Joshua le hacía propaganda, ya quede esa manera ayudaba a limpiar su

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fama, mancillada por su antiguarelación con el médico malo. Él ySylvia se llevaban bien, aunque ellatenía que hacer oídos sordos a susvirulentas acusaciones contra losblancos. A veces estallaba:

—Pero Joshua, yo no estabaaquí, ¿cómo puedes culparme?

—Mala suerte, doctora Sylvia.Si yo digo que es culpable, lo es.Ahora que manda un Gobierno negro,lo que yo digo va a misa. Y un díaéste será un buen hospital en el quetrabajen nuestros propios doctoresnegros.

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—Eso espero.—Y usted podrá volver a

Inglaterra y curar a los enfermos deallí. ¿Hay enfermos en Inglaterra?

—Por supuesto.—¿Y pobres?—Sí.—¿Tan pobres como aquí?—No, ni de lejos.—Eso es porque ustedes nos lo

robaron todo.—Si tú lo dices, Joshua, será

así.—¿Y por qué no está en su país,

cuidando a los enfermos de allí?

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—Buena pregunta. Yo mismame la hago a menudo.

—Pero no se vaya todavía. Lanecesitaremos hasta que vengannuestros doctores.

—Vuestros doctores no quierentrabajar en lugares miserables comoéste. Prefieren quedarse en Senga.

—Este lugar dejará de sermiserable. Será rico y bonito, comoInglaterra.

El padre McGuire le dijo:—Escúchame, pequeña, he de

hablar contigo seriamente, comoconfesor y consejero.

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—Sí, padre.La situación había tomado un

giro algo cómico: aunque no habíarenunciado al catolicismo, no cabíaduda de que estaba redefiniendo suscreencias. Había abrazado la religióngracias al padre Jack, un hombredelgado y austero, consumido por unascetismo que no iba con supersonalidad. Sus ojos acusaban almundo que lo rodeaba, y cada uno desus movimientos parecía destinado aevitar cualquier error o pecado.Sylvia había estado enamorada delpadre Jack y pensaba que ella no le

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había sido del todo indiferente. Hastael momento, era el único hombre delque había estado enamorada.Encarnaba el sacerdocio, la fe, elcatolicismo, pero ahora seencontraba en la selva con el padreMcGuire, un plácido anciano a quienle encantaba comer. Nadie hubieradicho que una persona acostumbradaa una dieta de gachas de avena,carne, tomate y fruta casi siempre delata pudiese calificarse de gourmet.Sin embargo, el padre Kevin legritaba a Rebecca si sus gachas noestaban perfectas, si no encontraba el

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filete en su punto y si las patatas...Sylvia le cobró cariño: tal comohabía asegurado la hermana Molly,Kevin McGuire era un buen hombre,pero lo que había seducido a Sylviahabía sido la apasionada abstinenciade un individuo muy diferente,además de una visita a las maravillasde la catedral de Westminster y unbreve y lejano viaje a Notre Dame,que quedó grabado en su memoriacomo la materialización de cuantoamaba. Una vez a la semana, lossábados por la tarde, la gente de todoel distrito asistía a misa en una

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pequeña capilla de ladrillosdesnudos, con bancos y sillasfabricados por los nativos. Laceremonia se oficiaba en la lengualocal, y los fieles bailaban... Lasmujeres se levantaban de los asientosy expresaban su fe bailando confrenesí y cantando —oh, quémaravillosamente lo hacían—, y lacelebración se convertía en un actocordial y bullicioso, como si de unafiesta se tratara. Sylvia se preguntabasi era una católica de verdad y sialguna vez lo había sido, aunque elpadre McGuire, en su papel de

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mentor, la tranquilizaba. También sepreguntaba si le habría gustado másque en aquella pequeña capillapolvorienta la misa se hubierapronunciado en latín y los fieles sehubieran arrodillado y respondido alas frases del sacerdote a la viejausanza. Sí, lo habría preferido;detestaba las misas del padreMcGuire, los bailes voluptuosos y elentusiasmo con que cantaban losfeligreses, aunque sabía que era laforma que tenían de evadirse de sulimitada y miserable vida. Ytampoco le gustaban las monjas, con

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sus hábitos azules y blancossemejantes a uniformes escolares.

—Sylvia, debes aprender a notomarte las cosas tan a pecho —lerecomendó el padre McGuire.

—No lo soporto, padre. Notolero lo que veo. Las nueve décimaspartes me parecen innecesarias.

—Te entiendo, pero así son lascosas; o así son ahora. Estoy segurode que cambiarán. Sí, seguramentecambiarán. Tú tienes pasta de mártir,Sylvia, y eso no es bueno. Irías a lahoguera con una sonrisa, ¿verdad?Sí, estoy convencido de ello. Y ahora

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te prescribiré algo, igual que haces túcon esta pobre gente. Debes comerdecentemente tres veces al día.Debes dormir más; veo luz pordebajo de tu puerta a las once, lasdoce e incluso más tarde. Y debesdar un paseo por el bosque todas lastardes. O ir de visita. Puedes llevartemi coche e ir a ver a los Pyne. Sonbuena gente.

—Pero no tengo nada en comúncon ellos.

—¿Crees que no están a tualtura, Sylvia? ¿Sabes que pasarontoda la guerra encerrados en esa

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casa, prácticamente sitiados?Alguien le prendió fuego a la casamientras estaban dentro. Sonpersonas valientes.

—Pero que eligieron el bandoequivocado.

—Probablemente, pero no sondemonios sólo porque ahora losperiódicos digan que todos losgranjeros blancos lo son.

—Haré lo posible por mejorar.Ya sé que me involucro demasiadoen las cosas.

—Tú y Rebecca... las dos soiscomo conejos en un año de sequía.

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Claro que ella tiene seis hijos yninguno come lo suficiente. Uno nopuede alimentarse de...

—Nunca he comido mucho. Lacomida me trae sin cuidado.

—Es una pena que no podamosrepartirnos los defectos. A mí meencanta comer; que Dios me perdone,pero me encanta.

La vida de Sylvia se habíaconvertido en un circuito que iba desu pequeña habitación a la mesa dela estancia principal, luego alhospital, de allí de regreso a la casa

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y vuelta a empezar una y otra vez.Casi nunca entraba en la cocina, queera el territorio de Rebecca, noconocía la habitación del padreMcGuire y sabía que Aaron dormíaen algún lugar de la parte trasera. Undía que no halló al sacerdote a lamesa y Rebecca le informó que seencontraba indispuesto —algo queocurría a menudo—, entró en suhabitación por primera vez. Un tufo asudor reciente y no tan reciente, elacre hedor de la enfermedad,impregnaba el ambiente. El padreMcGuire estaba apoyado sobre las

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almohadas, pero inclinado hacia unlado. Permanecía muy quieto, si biensu pecho se movía. Malaria. Seencontraba en la etapa de latencia.

Las pequeñas ventanas, una deellas rota, estaban abiertas, y elfresco aroma a tierra mojada secolaba para competir con los demásolores. El padre McGuire estaba fríoy húmedo, con el pelo enmarañado yel sudado camisón pegado al cuerpo.Aunque estuviesen en la estacióncálida, corría el peligro deresfriarse. Sylvia llamó a Rebecca yentre las dos, desoyendo las

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protestas del sacerdote, lo levantarony lo sentaron en una silla de mimbreque se hundió bajo su peso.

—Siempre quiero cambiarle lassábanas cuando está enfermo —explicó Rebecca—, pero él dice:«No, no, déjame en paz.»

—Pues yo voy a cambiárselas.Lo hicieron, el paciente se

acostó de nuevo y acto seguido,mientras se quejaba de que le dolíala cabeza, Sylvia lo lavó allí mismo.Rebecca desvió la vista de lavirilidad del sacerdote, murmurandouna disculpa tras otra.

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—Lo siento, padre, lo sientomucho.

Un camisón limpio. Limonada.Comenzó un nuevo ciclo detemblores y sudores; el sacerdoteapretaba los dientes y se agarraba alos barrotes de hierro de la cabecerade la cama. Aunque había repasadoel tema en el avión, antes de llegar aÁfrica, Sylvia nunca había visto auna víctima de las fiebres palúdicas,las fiebres cuartanas, las fiebrestercianas, los temblores, la rigidez,las convulsiones, los espasmos deuna enfermedad transmitida por

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mosquitos que hasta no hacía muchotiempo habían infestado también lospantanos londinenses e italianos,llegados allí desde cualquier lugardel mundo donde hubiera aguasestancadas. Ahora no pasaba un solodía sin que una persona consumida sedesplomase sobre las esteras de loscobertizos y se echara a temblar conviolencia.

—¿Está tomando las píldoras?—gritó Sylvia, ya que la malaria, olos medicamentos para combatirla,producen sordera.

El padre McGuire contestó que

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las tomaba, pero que pensaba que erainútil, pues los temblores lo atacabantres o cuatro veces al año.

Al final del último accesoquedó nuevamente empapado, por loque volvieron a cambiar la ropa decama. Rebecca dejó traslucir elcansancio mientras se llevaba lassábanas. Sylvia quiso saber si habíaalguna mujer en la aldea a quienpedirle que echase una mano.Rebecca respondió que todas estabanocupadas.

—¿Y qué me dice de sushermanitas? —le preguntó al

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enfermo.—No creo que aceptase su

ayuda. —Por una cuestión de celos,Rebecca no quería compartir susobligaciones.

Sylvia había renunciado a tratarde entender aquellas complicadasrivalidades, de manera que sugirióque lo hiciera Aaron. Bromeando, elpadre McGuire dijo que no osaríapedirle que realizara semejantetrabajo, ya que se había convertidoen un intelectual: había empezado aestudiar con él con vistas a ordenarsesacerdote.

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¿Sería Aaron demasiado buenopara salir a buscar larvas demosquitos en los árboles y losarbustos?

—Creo que descubrirás que seconsidera demasiado bueno para eso.

—¿Y las monjas? —Sylvia seabstuvo de decir que por lo visto nohacían gran cosa, pero el padreMcGuire repuso que seríanincapaces de reconocer una larva.

—A nuestras hermanitas no lesgusta mucho el monte.

Los mosquitos ponen los huevosen cualquier superficie de agua que

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encuentren. Las negras larvas, tanvigorosas en esta etapa de su vidacomo cuando empiezan a buscarvíctimas a las que devorar, puedenencontrarse entre los pliegues de unahoja seca de papaya o en una oxidadalata de galletas escondida bajo unarbusto. El día anterior Sylvia habíavisto algunas en un diminuto hoyoabierto por un reguero de agua, bajolas arqueadas raíces de una planta demaíz. No las mató porque el solempezaba a desecar el charco,condenándolas a morir. Sin embargo,dos horas después cayó un

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chaparrón, y si la corriente no lashabía arrastrado hasta la tierra en esemomento estarían completando,triunfales, su ciclo.

El padre McGuire parecíasemiconsciente. Sylvia pensó queestaba peor de lo que ella habíacreído, aunque se repondríarápidamente. Dada su tez rojiza,resultaba difícil detectar su palidez,o incluso una ictericia. Padecíaanemia, uno de los efectos de lamalaria. Necesitaba tomar hierro.Necesitaba unas vacaciones.Necesitaba...

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En la oscuridad del exterior,unas figuras blancas ondeaban alviento que anunciaba la inminentelluvia: era la ropa que había tendidoRebecca unas horas antes. Sylvia,sentada junto al enfermo en esperadel siguiente ataque, miródistraídamente alrededor.

Paredes de ladrillo, iguales quelas suyas; el mismo techo de caña; elsuelo, también de ladrillo. En unrincón había una imagen de laVirgen. En las paredes, otra vez laVirgen en representacionesconvencionales, vagamente

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inspiradas en el Renacimientoitaliano: en azul y blanco, la miradabaja... ¿No estaban fuera de lugar enel monte? Pero había algo más; sobreun banco de madera oscura, talladaen la misma madera oscura, unaMaría nativa, una mujer joven yfuerte, amamantaba a su hijo. Esoestaba mejor. Colgado de un clavocerca de la cama, al alcance del cura,había un rosario de ébano.

Durante los sesenta, el furorideológico que sacudía al mundoadoptó una forma propia en la Iglesiacatólica, generando una efervescente

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inquietud que había amenazado condestronar a la Virgen María. La SantaMadre estaba out, al igual que losrosarios. Sylvia no había recibidouna educación católica, de niña nohabía mojado sus dedos en las pilasde agua bendita ni había jugueteadocon las cuentas de hermososrosarios, no se había santiguado nihabía intercambiado estampassagradas con sus amigas. («Te doytres de san Jerónimo por una de laMadre de Dios.») Jamás le habíarezado a la Virgen; sólo a Cristo. Porlo tanto, cuando se convirtió al

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catolicismo no echó de menos lo quenunca había vivido, y sólo cuandoconoció a curas, monjas y feligresesmayores, descubrió que se habíaproducido una revolución que habíadejado a muchos llenos de añoranza,sobre todo por la Virgen (que seríarehabilitada décadas después).Entretanto, en los lugares del mundoque se hallaban lejos de los ojos quepermanecían alertas a cualquierherejía o reincidencia, los curas y lasmonjas conservaron sus rosarios, elagua bendita, las imágenes y loscuadros de Nuestra Señora,

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esperando que nadie reparase enello.

A alguien como Rebecca, quetenía una estampa de la Virgen Maríaclavada en el poste central de suchoza, esta discusión ideológica se lehabría antojado inconcebiblementeestúpida; pero no había oído hablarde ella.

En la pared del cuarto de Sylviahabía una enorme reproducción de LaVirgen de las rocas de Leonardo yotras vírgenes más pequeñas.Alguien que hubiese contemplado esapared, habría llegado seguramente a

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la conclusión de que el catolicismoera una religión que adoraba a lasmujeres. En comparación, elcrucifijo parecía insignificante. Aveces Rebecca se sentaba a los piesde la cama de Sylvia y admiraba lareproducción de Leonardo con lasmanos juntas y lágrimas en los ojos,suspirando. «¡Son tan hermosas!»Podía decirse que la Virgen se habíacolado por los intersticios del dogmagracias al arte. Aunque Sylvia nosentía un especial interés por laSanta Madre, se sabía incapaz devivir sin las reproducciones de los

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cuadros que amaba. Las lepismasestaban atacando los bordes de loscarteles. Debía pedirle a alguien quele trajese láminas nuevas.

Se durmió en la silla, mirandola insulsa estatuilla del padreMcGuire y preguntándose quiénescogería algo así teniendo laoportunidad de conseguir unaescultura de verdad, una imagenauténtica. Jamás se habría atrevido apreguntárselo a él, que había crecidoen una pequeña casa de Donegalllena de críos y había llegado aZimlia directamente desde el

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seminario. ¿No le gustaría elLeonardo? Había permanecido unbuen rato a la puerta de la habitaciónde Sylvia, porque Rebecca le habíaavisado:

—Padre, padre, mire lo que nosha traído la doctora Sylvia.

Sus manos cruzadas sobre elvientre y enlazadas por el rosario,subían y bajaban mientras estudiabala lámina.

—Ésas son las caras de losángeles —declaró por fin—, y elpintor debió de vislumbrarlas en unavisión. Ninguna mujer humana

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ofrecería ese aspecto.A la mañana siguiente, mientras

la colada de Rebecca volvía asecarse después de la tormenta,Sylvia le pidió a Aaron queregistrase el monte en busca delarvas, pero él le respondió que teníaque leer unos libros para el padreMcGuire.

Sylvia se encaminó hacia laaldea, topó con unos chicos —quedeberían haber estado en la escuela— y les prometió dinero a cambio deque fuesen en busca de larvas.

—¿Cuánto?

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—Os daré una cantidadconsiderable para que la repartáisentre todos.

—¿Cuánto?Acabaron pidiéndole bicicletas,

libros de texto para la escuela ycamisetas nuevas. Estabanconvencidos de que todos losblancos eran ricos y podían comprarcuanto quisieran. Sylvia rió, ellos laimitaron, y finalmente acordaron queles daría lo que llevaba en la mano,un puñado de dólares de Zimlia quealcanzaban para comprar dulces en latienda. Se internaron en el monte

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riendo y tonteando: la búsqueda seríapoco concienzuda. A continuación sedirigió al hospital, donde encontró aJoshua cosiendo una herida larga yprofunda.

—Usted no estaba aquí,doctora.

—Sólo me he retrasado cincominutos.

—¿Y cómo iba yo a saberlo?Ése era un punto en el que no se

ponían de acuerdo. Joshua habíacomenzado a suturar heridas, y lohacía bien. Sin embargo, se atrevíatambién con casos que requerían una

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destreza de la que carecía, y Sylviahabía intentado disuadirle. Los dosobservaron la cara del jovenpaciente, que no apartaba la vista dela aguja que se hundía en latemblorosa carne de su brazo,mordiéndose los labios con valor.Joshua estaba terminando la suturacon torpeza, de modo que Sylvia lequitó la aguja y continuó. Luego fueal cobertizo provisto de cerraduradonde guardaba los medicamentos.Joshua la siguió, dejando tras de síuna estela de olor a dagga.

—Camarada Sylvia, quiero ser

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doctor. Es lo que he deseado durantetoda mi vida.

—Nadie aceptará a unestudiante que consuma dagga.

—Si estuviera estudiando, nofumaría dagga.

—¿Y quién va a pagarte losestudios?

—Usted. Sí, tendría quepagarlos usted.

Como todo el mundo, Joshuasabía que Sylvia había corrido conlos gastos de los nuevos edificios,así como con las medicinas y susueldo. Creían que la respaldaba una

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organización de ayuda internacional,y por más que le explicaba a Joshuaque no, que lo hacía con su propiodinero, él se negaba a creerla.

Sobre una vieja bandeja decocina, cedida por Rebecca, Sylviadispuso tazas con medicamentos ypequeños montículos de píldoras,casi todas vitaminas. Se acercó conla bandeja al árbol bajo el que suspacientes aguardaban tendidos osentados, y empezó a repartir tazas ypastillas.

—Quiero ser doctor —insistióJoshua con brusquedad.

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—¿Sabes lo que cuesta estudiarMedicina? —le dijo ella por encimadel hombro—. Ahora explícale a estechico cómo tragarse esto; no sabenada bien.

Joshua habló y el niño protestó,pero tomó el brebaje. Tenía unosdoce años y estaba desnutrido einfectado por varias clases deparásitos.

—Bueno, dígame cuánto cuesta.—En total, incluyéndolo todo,

unas cien mil libras.—Muy bien; usted me las dará.—Yo no tengo tanto dinero.

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—Entonces, ¿quién le pagó losestudios? ¿El Gobierno? ¿Algúnorganismo de cooperacióninternacional?

—No, mi abuela.—Debe convencer a nuestro

Gobierno de que me deje estudiarMedicina y de que seré un buendoctor.

—¿Qué te hace pensar que tuGobierno negro escuchará a estadiabólica mujer blanca, Joshua?

—El presidente Matthew hadicho que todos tenemos derecho a laeducación, y ésa es la educación que

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yo quiero. Nos lo prometió cuandolos camaradas todavía estabanluchando en la selva; sí, el camaradapresidente nos prometió a todos unaeducación secundaria y unaformación, de modo que vaya a veral presidente y dígale que cumplacon su promesa.

—Veo que tienes mucha fe enlas promesas de los políticos. —Sylvia se arrodilló para ayudar aponerse en pie a una mujer queacababa de dar a luz a un hijomuerto. Al sujetarla, notó que lanegra piel estaba áspera y fría al

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tacto, en lugar de caliente y suave.—Políticos —repitió Joshua—.

¿Los llama políticos?Sylvia advirtió que en la mente

de Joshua el camarada presidente ysu Gobierno negro ocupaban un lugardistinto del de los «políticos», queeran blancos.

—Si elaborase una lista de laspromesas que hizo tu camaradaMungozi mientras sus compañerosluchaban en el monte, nosdesternillaríamos de risa —replicóSylvia. Hizo que la mujer apoyase lacabeza en el suelo, sobre una tela

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plegada que la protegía del barro quese había formado con la lluvia, ypreguntó—: ¿Esta mujer tiene algúnfamiliar que pueda darle de comer?

—No. Vive sola. Su marido hamuerto.

—¿De qué?El sida todavía no se había

incorporado del todo a la concienciacolectiva, aunque Sylvia sospechabaque muchas de las muertes quepresenciaba no eran lo que parecían.

—Le salieron llagas, estabademasiado flaco y de repente murió.

—Alguien debería alimentar a

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esta mujer.—Tal vez Rebecca pueda darle

un poco de la sopa que estápreparando para el padre.

Sylvia guardó silencio. Ése erael peor de sus problemas. Deacuerdo con su experiencia, loshospitales se encargaban dealimentar a los pacientes, y sinembargo allí el que no teníafamiliares no comía. Y si Rebeccaaparecía con sopa u otro de losplatos que preparaba para el padreMcGuire, suscitaría resentimientos.Eso si Rebecca accedía a llevar

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algo: ella y Joshua no paraban dediscutir sobre cuáles eran susrespectivas funciones. «Esta mujermorirá —se dijo Sylvia—. En unhospital decente, seguramente securaría.» Si la metían en un coche yla trasladaban al hospital máscercano, situado a treinta kilómetros,moriría antes de llegar. Aún lequedaba un poco de Complan, uncomplejo vitamínico en polvo queella no calificaba de alimento sino demedicina. Le indicó a Joshua quepreparase un poco para la mujer,pensando que desperdiciaba unos

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recursos inestimables en unamoribunda.

—¿Para qué? —preguntó Joshua—. No le queda mucho tiempo devida.

Sin abrir la boca, Sylvia fue alcobertizo, que estúpidamente habíaolvidado cerrar con llave, y encontróa una vieja intentando alcanzar unmedicamento del estante más alto.

—¿Qué quiere?—Quiero muti, doctora.

Necesito muti.Sylvia oía esa frase con mayor

frecuencia que cualquier otra:

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«Quiero medicina. Quiero muti.»—Entonces vaya adonde están

los demás, esperando a que losexamine.

—Gracias, gracias, doctora —dijo la vieja entre risas. Saliócorriendo de la choza y se internó enel monte.

—Es una skellum —señalóJoshua—. Quiere vender lasmedicinas en la aldea.

—Olvidé cerrar el dispensario.—Lo llamaba así, burlándose de símisma en su fuero interno.

—¿Por qué llora? ¿Le da

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lástima que yo no pueda ser doctor?—Eso también —respondió

Sylvia.—Yo sé lo que usted sabe. La

miro y aprendo. No necesitaríaestudiar mucho.

Sylvia mezcló el Complan conagua y se lo llevó a la mujer, a quienya no le hacía falta: estaba casimuerta, y su respiración se apagabaentre débiles estertores.

Joshua se dirigió a un niñosentado junto a su madre enferma.

—Vuelve a la aldea y dile aListo que cave una fosa para esta

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mujer. La doctora le pagará.Cuando el niño echó a correr,

Joshua le comentó a Sylvia:—Quiero que le enseñe a mi

hijo Listo; él es capaz de aprender.—¿Listo? ¿Se llama así?—Cuando nació, su madre dijo

que quería llamarlo Listo para quefuese listo. Y lo es, así que no seequivocó.

—¿Cuántos años tiene?—Seis.—Debería ir a la escuela.—¿De qué sirve ir a la escuela

si no hay director ni libros para

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aprender?—Pronto vendrá un director

nuevo.—Pero no hay libros. —Era

verdad. Al advertir que Sylviatitubeaba, Joshua volvió al ataque—.Puede venir aquí para que usted leenseñe lo que sabe y yo le enseñe loque sé. Así los dos seremosdoctores.

—No lo entiendes, Joshua. Aquíyo no aprovecho más que unapequeña parte de mis conocimientos.¿No lo ves? Esto no es un hospital deverdad. En un hospital de verdad

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hay... —Frustrada, Sylvia desvió lavista y sacudió la cabeza ante lamagnitud de lo que pretendíaexplicar, como solía hacer Joshua: setrataba de un gesto típicamenteafricano. Luego se agachó, recogióuna ramita y empezó a dibujar unedificio de muchas plantas en latierra mojada. «¿Qué diría Julia sime viese ahora?», se preguntó.Estaba en cuclillas, con las piernasseparadas, enfrente de Joshua, quehabía adoptado una posiciónparecida, aunque él se sentabasuavemente y con soltura sobre los

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muslos, mientras que ella luchabapor mantener el equilibrio con unamano apoyada detrás. Cuando huboterminado el dibujo, añadió—: Unhospital es algo así. Tiene máquinaspara hacer radiografías, ¿sabes loque son las radiografías? Tiene... —Mientras contemplaba los techos depaja, las esteras, el cobertizo quehacía las veces de dispensario, lachoza donde parían las mujeres,pensó en el hospital donde se habíaformado. Los ojos se le volvieron allenar de lágrimas.

—Llora porque éste es un

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hospital malo, pero soy yo, Joshua, elque debería llorar.

—Sí, tienes razón.—Y debe permitir a Listo que

venga aquí.—Pero debería ir a la escuela.

Si no aprueba los exámenes noconseguirá ser médico, ni siquieraenfermero.

—No puedo pagar para quevaya a la escuela.

Syivia se había hecho cargo delos gastos escolares de cuatro de loshijos de Joshua y de tres de los deRebecca. El padre McGuire costeaba

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los estudios a otros dos hijos deRebecca, pero su sueldo desacerdote no le alcanzaba paramucho.

—¿No estoy pagando yo?—No, por él todavía no.En teoría, las escuelas eran

gratuitas. Y al principio lo habíansido. Ante la promesa de que sushijos recibirían una educación,padres de todo el país habíanayudado a construir escuelas,regalando horas de trabajo ytrabajando con auténtica devociónpara levantar colegios donde no los

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había. No obstante, ahora había quepagar una cuota, y cada trimestre eramás alta.

—Espero que no tengas máshijos, Joshua. Es una estupidez.

—Los blancos no quieren quetengamos más hijos porque asíseremos más débiles y ustedespodrán hacer lo que quieran connosotros.

—Eso es ridículo. ¿Por quécrees esas tonterías?

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—Yo creo lo que ven mis ojos.—Sí, y también crees que hay

una conspiración de los blancos paramataros mediante el sida. —Él lollamaba «flaco». «Tiene flaco»,decía la gente refiriéndose a laenfermedad que hacía adelgazar.Joshua había asimilado todo lo queella sabía sobre el sida yseguramente estaba mejor informadoque los miembros del Gobierno, quetodavía negaban su existencia. Sinembargo, estaba convencido de queel virus procedía de algúnlaboratorio de Estados Unidos y los

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blancos lo habían introducidodeliberadamente para perjudicar alos africanos.

El hotel Selous de Senga había sidointerracial, lo cual lo condenó aloprobio mucho antes de laliberación, y se había convertido enun sitio confortable y anticuadodonde solían celebrar nostálgicasreuniones aquellos blancos quehabían estado en la cárcel durante elrégimen anterior —dominado por losblancos— o habían sido desterrados,proscritos o sencillamente acosados

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y atormentados. Si bien seguía siendouno de los mejores hoteles, otrosnuevos, más acordes con el gustointernacional, comenzaban a alzarsehacia el cielo «como flechas queseñalan el futuro»: una frase delpresidente Matthew, citada a menudoen los folletos publicitarios.

Esa noche una mesa de veintepersonas destacaba en el salón,donde los comensales menosimportantes cambiaban comentarioscomo «Mira, ahí están los de DineroMundial», o «Y allí la gente deCooperación Internacional». En uno

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de los extremos de la mesa sehallaba situado Cyrus B. Johnson,director de la sección de DineroMundial que se ocupaba de esaespecie de Oliver Twist que eraÁfrica, un impecable caballero decabello plateado, acostumbrado aejercer la autoridad. Junto a él estabaAndrew Lennox, de Dinero Mundial,y al otro lado Geoffrey Bone, deCooperación Internacional. Hacíaaños que Geoffrey era un experto entemas africanos. Gracias a susgestiones, centenares de sofisticadostractores de última generación,

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donados a una ex colonia del norte,se pudrían y oxidaban en las lindesde otros tantos campos: habíanfaltado piezas, instrucciones ycombustible, además delconsentimiento de los granjeroslocales, que habrían preferido unasmáquinas menos ostentosas. Por otraparte, había mandado plantar café enzonas de Zimlia donde los cultivos sehabían echado a perder de inmediato.En Kenia, millones de librasdesembolsadas por él habían ido aparar a los bolsillos de loscorruptos, y en ese momento estaba

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desembolsando más millones enZimlia, que correrían la mismasuerte. Esos errores no habíanrepresentado un obstáculo en sucarrera, como quizás hubiesesucedido en tiempos menoscomplejos. Era subdirector de CI, yestaba en contacto permanente conDM. Lo acompañaba su admiradorincondicional, Daniel, cuya melenaroja aún parecía un semáforo: elimportante cargo de secretario deGeoffrey representaba un premio atantas décadas de devoción. JamesPatton, ahora diputado laborista por

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Shortlands, supuestamente estaba allíen viaje de investigación, pero laverdad era que se había encontradocon el camarada Mo en casa deJohnny y éste le había dicho: «¿Porqué no nos haces una visita?» Esto nosignificaba que el camarada Mofuera ciudadano de Zimlia, al menosen mayor medida que de cualquierotro país de África. Aun así, conocíaal camarada Matthew —porsupuesto, como a todos lospresidentes nuevos, al parecer— ycuando estaba en casa de Johnnyinvitaba a la gente a una especie de

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África genérica, un lugar benévolo ypujante que recogía a todo el mundocon los brazos abiertos. A él y a suscontactos debía Geoffrey sueminencia; y Dinero Mundial lehabía ofrecido un puesto a AndrewLennox cuando trabajaba en unaorganización rival porque elcamarada Mo le había comentado aun individuo influyente que se tratabade un abogado listo y prometedor.Otras personas de esa mesa, entreellas el camarada Mo, habíanfrecuentado la casa de Johnny: laayuda internacional era la heredera

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legítima de los camaradas. En elextremo opuesto adonde seencontraba Cyrus B. —como lollamaba afectuosamente mediomundo— estaba el camaradaFranklin Tichafa, ministro deSanidad, un robusto hombre públicode vientre voluminoso y doble otriple papada, siempre afable,siempre con una sonrisa en loslabios, aunque últimamente sus ojostendían a eludir las preguntas.Aunque él y Cyrus B. iban mejorvestidos que el resto, no parecíanmás satisfechos de sí mismos. Esos

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individuos y varios representantes deotras organizaciones benéficas,esparcidos ese día por distintoshoteles, habían pasado varios díasrecorriendo Zimlia, parando enciudades con hoteles aceptables entrevisita y visita a lugares pintorescos yfamosos parques naturales. Durantelos almuerzos, las cenas y los viajesen autocar —que es donde realmentese toman las decisiones que afectan alas naciones— habían convenido enque Zimlia necesitaba un rápidodesarrollo de la industria secundaria,ya establecida aunque en estado

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embrionario; por desgracia teníanproblemas con el presiente Matthew,que estaba estancado en la etapamarxista y obstaculizaba todos losplanes para convertir Zimlia en unpaís moderno, y muchas personasintrigaban para acceder a puestosdesde donde cosechar los frutos de lapujante marea.

Al día siguiente se rendiría unhomenaje a los héroes de laliberación, y el camarada Franklinquería que todos asistieran al acto:

—El camarada presidente sealegrará de verlos —dijo—. Me

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ocuparé de conseguirles asientospreferentes a todos.

—Yo tengo una reserva paraviajar a Mozambique mañana por lamañana —repuso Cyrus B.

—¡Cancélela! Le conseguiré unbuen sitio en el avión de pasadomañana.

—Lo lamento, pero tengo unacita con el presidente.

—Tú no te negarás —le dijoFranklin a Andrew en tonoautoritario y áspero a causa de unincidente que no recordaba del todo.

—No me queda otro remedio.

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Pensaba visitar a Sylvia. ¿Teacuerdas de Sylvia?

Franklin miró hacia otro lado yguardó silencio por unos instantes.

—Creo que sí —contestó alcabo—. Era una especie de parientevuestra, ¿no?

—Sí. Está trabajando comomédico en Kwadere. Espero haberlopronunciado bien.

Franklin sonrió.—¿En Kwadere? No sabía que

ya tuviésemos un hospital allí. No esuna región desarrollada.

—Pues tengo que ir a verla, de

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manera que no podré asistir a vuestramaravillosa celebración.

Una sombra había apagado lachispa de Franklin, que se quedócallado y con el entrecejo fruncido.

Se recobró enseguida y dijo:—Pero estoy seguro de que

nuestro buen amigo Geoffrey asistirá.Geoffrey se había convertido en

un hombre atlético y apuesto queseguía atrayendo tantas miradascomo en su adolescencia, y losmillones que manejaba a su antojo lehabían conferido un brillo casivisible, el brillo de la

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autosuficiencia.—Estaré allí, ministro, no me lo

perdería por nada del mundo.—Un viejo amigo como tú no

debería llamarme ministro —protestó Franklin, eximiéndolo de laobligación con una sonrisa.

—Gracias —dijo Geoffrey conuna pequeña reverencia—. ¿Qué talministro Franklin?

Franklin soltó una carcajada desatisfacción.

—Y antes de irte, Geoffrey,quiero que visites mis oficinas.

—Esperaba que me invitaras a

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conocer a tu esposa y a tus hijos. Omucho me equivoco o tienes seishijos, ¿verdad?

—Sí, y pronto serán siete. Hijosy problemas económicos —contestóFranklin, mirando fijamente aGeoffrey. A pesar de todo no loinvitó a su casa.

Se oyeron risas comprensivas.Pidieron más vino, pero Cyrus B.,alegando que era un viejo quenecesitaba dormir, se despidió hastael congreso del mes siguiente en lasBermudas.

—Tengo entendido que a

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nuestra amiga Rose Trimble le vamuy bien —comentó Franklin—.Nuestro presidente la aprecia mucho.

—Ya lo creo que le va bien —reconoció Andrew con una sonrisaradiante que Franklin interpretó mal.

—¡Erais todos tan buenosamigos! —exclamó—. Me alegrasaberlo. Cuando la veas, transmítelemis saludos más cordiales.

—Lo haré cuando la vea —aseguró Andrew aún másafablemente.

—De manera que prontorecibiremos una generosa ayuda —

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observó Franklin, ligeramenteborracho—. Una ayuda muy generosapara nuestro pobre y explotado país.

En este punto el camarada Mo,que aún no había intervenido,observó:

—En mi opinión, no deberíamosnecesitar ayuda. África debería saliradelante por sí sola.

Fue como si hubiera dejadocaer una bomba en la mesa.Parpadeó, mostrando los dientes conuna sonrisa avergonzada ysoportando las miradas atónitas. Él ytodos sus coetáneos habían pasado

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por alto o aplaudido las noticias quellegaban de la Unión Soviética; conmuchos menos camaradas habíacelebrado cada nueva matanzacometida en China y con menos aúnhabía arruinado la agricultura de supaís, obligando a los infortunadosagricultores a crear granjascolectivas —los matones delGobierno habían agredido y acosadoa cualquiera que se resistiese—; lamayor parte de las causas que habíaalentado o promovido habíanterminado en escándalos, pero allí,en ese momento, en esta mesa, en

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compañía de esas personas, estabadiciendo algo sensato, la verdad, ypor expresarla merecía sin duda quele perdonasen todos sus errores.

—No nos hará ningún bien alargo plazo —explicó—. ¿Sabíaisque en el momento de la liberaciónZimlia se encontraba en el mismonivel que Francia en la épocainmediatamente anterior a laRevolución?

Se oyeron risas, esta vez dealivio. Para empezar, habíamencionado a Francia, a laRevolución; estaban nuevamente en

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territorio seguro.—No, la Revolución se debió a

las malas cosechas, al mal tiempo...Francia era en esencia una naciónpróspera. Y este país también, almenos hasta que se adoptaron ciertaspolíticas desafortunadas.

Se produjo un silencio rayanoen el pánico.

—¿Qué estás diciendo? —inquirió Daniel, acalorado y molesto,con el rostro encendido bajo lamelena roja—. ¿Insinúas que estepaís estaba mejor bajo el dominio delos blancos?

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—No —replicó Mo—. No hedicho eso. ¿Cuándo he dicho eso? —Arrastraba las palabras, y todoscomprendieron aliviados que estababebido—. Lo que digo es que éste esel país más desarrollado de Áfricadespués de Sudáfrica.

—¿Y adonde quieres ir a parar?—preguntó el ministro Franklin conamabilidad, disimulando suirritación.

—Quiero decir que deberíaisconstruir unos cimientos sólidos quepermitan que el país se sostengasobre sus propios pies. De lo

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contrario, Dinero Mundial,Cooperación Internacional y estaorganización o aquélla, con laexcepción de los presentes —masculló con torpeza, levantando lacopa en un saludo que los incluía atodos—, acabarán por deciros lo quetenéis que hacer. Al fin y al cabo estepaís no se ha declarado zonacatastrófica, como otros que yasabemos. Contáis con una economíasólida y una buena infraestructura.

—Si no te conociera tan bien —señaló el camarada ministro mientrasmiraba con nerviosismo alrededor,

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preocupado por que alguien hubieseoído aquellas palabras sediciosas—,diría que estás a sueldo de Sudáfrica;que eres un agente de nuestropoderoso vecino.

—De acuerdo —dijo elcamarada Mo—, pero no llames a lapolicía ideológica todavía. —Pocosdías antes habían detenido a variosperiodistas por expresar opinionesincorrectas—. Estoy entre amigos.Me limito a decir lo que pienso. Esoes todo.

Se produjo otro silencio.Geoffrey consultó su reloj de

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pulsera. Obedientemente, Daniel lomiró a él. Varias personasempezaron a levantarse eludiendo losojos del camarada Mo, que se quedósentado, en parte por tozudez y enparte porque sabía que le costaría losuyo mantenerse en pie.

—Tal vez deberíamos tratareste tema más detenidamente, ¿no?—le sugirió a Franklin. Hablaba concalma y confianza: al fin y al cabohacía años que se conocían y siemprediscutían los problemas de África demanera acalorada pero amigable, ¿ono?

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—No —repuso Franklin—. No,camarada, yo no tengo nada queañadir al respecto. —Se puso en pie.Un par de negros que habíanpermanecido sentados en silencio auna mesa cercana también selevantaron, revelándose como susayudantes o guardaespaldas.

Franklin saludó con el puño enalto, a la altura del hombro, aGeoffrey, Daniel y otrosrepresentantes de la solidaridadinternacional y se marchó flanqueadopor sus gorilas.

—Me voy a la cama —anunció

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Andrew—. Tengo que madrugar.—Me temo que el camarada

Franklin ha olvidado que nosprometió asientos para el acto demañana —comentó Geoffrey conmalhumor. Era su reprimenda alcamarada Mo.

—Yo me ocuparé de todo —afirmó Mo—. Decid que vais de miparte. Te reservaré un sitio en lazona VIP.

—Yo también quiero uno —terció el diputado James.

—No te preocupes —repuso elcamarada Mo, agitando las manos

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como si distribuyera riquezas,invitaciones, entradas—. No perdáisel sueño. Ya veréis que os dejanentrar. —La hora de la verdad habíapasado; lo había derrotado eldemonio: la «presión de susiguales».

La mañana de la llegada de Andrewsurgieron problemas en el hospital.Cuando Sylvia pasó entre losarbustos nuevamente polvorientosvio gallinas tendidas, jadeando conlos picos muy abiertos, y esta vez lacausa no era el calor. Sus bebederos

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y comederos estaban vacíos.Encontró a Joshua bamboleándose,con un cuchillo en la mano, junto auna aterrorizada joven agachada ycon las manos alzadas paraprotegerse. Era como si fuese aasesinarla, y observó que la mujertenía un brazo hinchado. Sylvia learrebató el cuchillo.

—Te advertí que si volvías afumar dagga, te echaría. Se haacabado, Joshua. ¿Lo entiendes? —Sobre ella se erguía el corpulento yamenazador cuerpo del hombre derostro furioso y ojos enrojecidos—.

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Y las gallinas se están muriendo. Notienen agua.

—Eso es trabajo de Rebecca.—Acordasteis que lo harías tú.—Tiene que hacerlo ella.—Ahora vete. Largo de aquí.Ofendido, Joshua se dirigió a un

árbol situado a unos veinte metros dedistancia y se sentó debajo con lacara apoyada en las manos. Casi deinmediato se desplomó, dormido oinconsciente. Su hijo pequeño, Listo,contemplaba la escena. Habíaadquirido la costumbre de rondar porel hospital, esperando que le

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asignaran cualquier tarea.—Listo —le dijo Sylvia—,

¿quieres darles agua y comida a lasgallinas?

—Sí, doctora Sylvia.—Te enseñaré a hacerlo.—No es necesario. Ya sé.Sylvia lo observó mientras iba

en busca de agua, llenaba losbebederos y arrojaba grano en loscomederos. Las gallinas corrieronhasta las latas con agua y bebieroncon avidez, pero una de ellas estabademasiado débil para levantarse.Sylvia le indicó al niño que se la

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llevase a Rebecca.A Andrew no le había resultado

fácil alquilar la clase de vehículo ala que estaba habituado. Todos loscoches eran viejos y espantosos.«¿No tienen nada más? —Sabía quetodos los coches importados iban aparar directamente a manos de losmiembros de la nueva élite pese aque, por otro lado, Zimlia intentabafomentar el turismo. Le dijo a lajoven negra del mostrador—:Deberían conseguir automóvilesmejores si quieren atraer a losturistas.»

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El rostro de la chica le indicóque estaba de acuerdo, aunque él noera quién para criticar a sussuperiores. Aceptó un Volvoabollado, preguntó si llevaba ruedade recambio y le contestaron que sí,pero que no estaba en muy buenascondiciones, y puesto que le corríaprisa, Andrew decidió arriesgarse.Sylvia le había dado instruccionesprecisas: «Toma la carretera de lapresa de Kudú, cruza el paso BlackOx y cuando veas un pueblo grande,toma el camino de tierra de laderecha, recorre unos siete

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kilómetros, gira a la derecha cuandotopes con un gran baobab y quincekilómetros más adelante verás elcartel de la misión de San Lucas enel mismo indicador de la granja dePyne.»

El paisaje le parecióimpresionante, majestuoso peroinhóspito, demasiado seco ypolvoriento, aunque sabía que habíallovido recientemente. Si bien habíaviajado a Zimlia en numerosasocasiones, nunca se había vistoobligado a encontrar solo un lugar.Se perdió, pero cuando por fin

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vislumbró el cartel de la granja dePyne vio a un blanco alto que agitabalos brazos. Se detuvo y el hombre ledijo: «Soy Cedric Pyne. ¿Leimportaría llevar esto a la misión?Sabíamos que vendría.» El granjerodepositó un saco grande en el asientotrasero y echó a andar hacia la casa,que estaba a varios centenares demetros. Andrew dedujo que Pyne uotra persona había permanecidoatento al camino, esperando queapareciese la polvareda de unautomóvil. Camino de la misión,avistó una pequeña casa de piedra

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rodeada de árboles del caucho y másallá una serie de edificios bajos,semejantes a barracas, queseguramente pertenecían a la escuela.Aparcó. Una negra risueña salió alporche y le informó de que el padreMcGuire se encontraba en la escuelay la doctora Sylvia no tardaría enllegar.

Andrew subió al porche y lasiguió al interior del salón, dondeella lo invitó a sentarse.

Andrew conocía el África delos presidentes, los funcionariosgubernamentales y los hoteles

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elegantes, pero nunca habíadescendido al África que estabaviendo en ese momento. Aquellamiserable estancia lo ofendía,precisamente porque constituía undesafío. Cuando hablaba del DineroMundial, cuando regalaba DineroMundial, cuando se comportabacomo administrador de unainagotable fuente de riquezas...bueno, todo estaba destinado a sitioscomo ése, ¿no? Pero aquello era unamisión, ¡por Dios! Pertenecía a laIglesia católica, ¿no? ¿No se suponíaque eran ricos? Había un roto en la

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cortina de cretona que pretendíainterceptar el resplandor de un solapenas lo bastante alto para no darde lleno en ella. Diminutas hormigasnegras caminaban por el suelo. Lamujer le ofreció un vaso de zumo denaranja. Caliente. ¿No tenían hielo?

La cocina, adonde la negrahabía regresado, se encontraba a suderecha. A la izquierda había otrapuerta, que estaba entornada.Suspendida de un clavo había unabata que Andrew reconoció como deSylvia. Entró en la habitación. Elsuelo y las paredes de ladrillo, así

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como el brillante y pálido techo decaña, que para Sylvia ya era comouna segunda piel, se le antojarondegradantemente precarios. Quéestancia tan pequeña, tan austera.Sobre la cómoda había fotografías enmarcos de plata. Allí estaba Julia, yallí Frances. Desde una foto suya,tomada cuando tenía veinticincoaños, una cara amable y enigmáticale devolvió la sonrisa. Dolía versemás joven; se volvió, tocándoseinconscientemente la cara como pararecuperar aquel rostro terso einocente. Burlándose de las cosas

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que lo rodeaban, tan hostiles para él—como ese pequeño crucifijo—,pensó que no había comido del árboldel bien y del mal. Estudió conatención el crucifijo, que definía auna Sylvia que él no conocía enabsoluto, esforzándose por aceptarlo,por aceptarla a ella. Su ropa colgabade clavos. Su calzado, en su mayorparte sandalias, estaba alineadocontra la pared.

Al oír que alguien se acercaba,se asomó a la ventana que daba alporche y vio a Sylvia subir por elsendero. Llevaba tejanos, una

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camisola holgada parecida a la de lasirvienta negra y el cabello,decolorado por el sol, recogido conuna cinta elástica. Entre sus cejashabía un profundo surco depreocupación. Tenía la piel reseca yde color marrón oscuro. Estaba másdelgada que nunca. Andrew salió,ella corrió hacia él y se estrecharonen un abrazo lleno de amor yrecuerdos.

Andrew quiso conocer elhospital, pero ella se resistió allevarlo, pues sabía que no acabaríade entender lo que viese: ¿cómo iba

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a comprenderlo, cuando ella habíatardado tanto tiempo enacostumbrarse? Sin embargo bajaronla cuesta juntos, y le enseñó lo queella llamaba el dispensario, loscobertizos y la amplia choza de laque parecía tan orgullosa. Algunosnegros yacían sobre las esteras odebajo de los árboles. Un par dehombres emergieron del monte,tendieron sobre una camilla —hechade ramas y cubierta de hojasentrelazadas para proporcionarleblandura— a una mujer que Andrewdio por dormida y se la llevaron.

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«Ha muerto —explicó Sylvia—. Departo. Pero estaba enferma. Sé quetenía el sida.» Andrew se preguntóqué esperaba que respondiese, siacaso esperaba una respuesta. Se laveía... ¿qué? ¿Enfadada?¿Resignada?

Cuando regresaron a la casa seencontraron con el padre McGuire. AAndrew le cayó mal, por lo que sepuso a hablar, como solía hacer enlas situaciones incómodas. Pasaba lamayor parte de su tiempo encomisiones, congresos oconferencias, siempre presidiendo y

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coordinando a personas decentenares de países querepresentaban exigencias e interesesencontrados. Ningún hombre merecíamás ese adjetivo técnico de«moderador»: eso era él, y su trabajoconsistía en allanar caminos y abriravenidas. Algunos moderadoresrecurren al silencio, permanecensentados con cara inexpresiva y sólosalen a la palestra para formular susconclusiones, y en cambio otrosoptan por hablar, y Andrew estabaacostumbrado a dirimirdiscrepancias con su amable y

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civilizada verborrea, así como a verrostros recelosos que se relajaban yesbozaban sonrisas optimistas.

En ese momento hablaba de lacena de la noche anterior, quedescrita por él se convirtió en unacomedia social relativamentegraciosa que habría hecho reír a losoyentes que conocieran el contexto.Pero aquellos dos ni siquieraesbozaron una sonrisa —tampoco lanegra—, y Andrew pensó: «Esnatural, son unos paletos, no estánacostumbrados a...» Sylvia y elsacerdote continuaban de pie junto a

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las sillas, mientras que él ya estabasentado, listo para tomar el mando,esperando que sonrieran. No se losestaba ganando, no, en absoluto, y losvio intercambiar una mirada que loexplicó todo: querían bendecir lamesa. Andrew enrojeció, enfadadoconsigo mismo.

—Lo lamento mucho —sedisculpó, levantándose.

El padre McGuire recitó unaspalabras en latín que Andrew noentendió, y Sylvia dijo «amén» conuna voz clara que despertó en élrecuerdos de una vida pasada y

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lejana.Se sentaron. Andrew guardó

silencio, avergonzado de la metedurade pata que a su juicio acababa decometer.

La negra, cuyo nombre, según leinformaron, era Rebecca, sirvió elalmuerzo: el pollo que había muertoesa mañana de deshidratación.Estaba duro. El padre McGuire lehizo notar a Rebecca que no habíaque cocinar un pollo cuando se loacababa de matar, pero ellarespondió que quería ofrecerle algoespecial al visitante. También había

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preparado gelatina, y el sacerdotecomentó que deberían recibir visitasmás a menudo.

Consciente de que Andrewestaba mirándola, Sylvia hizo unesfuerzo para comer su ración depollo y se tragó la gelatina como sifuese un medicamento.

Andrew quería conocer lahistoria del hospital. Lo habíahorrorizado tanto como la presenciade Syivia en él, ¿Cómo podíanllamar hospital a un sitio tansórdido? Syivia, el padre McGuire eincluso Rebecca, que estaba de pie

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junto a la puerta de la cocina,escuchando con las manos enlazadas,percibieron su disgusto y sus recelos.No le gustaba Rebecca. Y lemolestaba profundamente que Sylviapresentara un aspecto semejante al deella: la camisola nativa y ciertosademanes, gestos y miradas de losque no parecía consciente. Andrewpasaba mucho tiempo con «personasde color», y ¿no parecía Sylvia unade éstas con esa pinta y casi tanmorena como Rebecca? Estabaseguro de no tener prejuiciosraciales. No, se trataba más bien de

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prejuicios de clase, y a menudo unosy otros se confunden. ¿Cómo eraposible que Syivia se abandonara deesa manera?

Todos estos pensamientos, quesu rostro reflejaba pese a sussonrisas y su característico encantosocial, estaban ganándose lareprobación de aquel trío, dos decuyos miembros le inspiraban unaprofunda antipatía.

Las emociones del padreMcGuire afloraron de la siguientemanera:

—¿Cómo se le ocurrió ponerse

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ese traje blanco para venir a estaregión polvorienta?

Andrew era consciente de quehabía sido una idiotez. Poseía unadocena de trajes de lino blancos ocolor crema, que en sus viajes por elTercer Mundo le conferían unaapariencia fresca y elegante. Sinembargo, hoy estaba cubierto depolvo, y había notado que Syivia loinspeccionaba con ojo crítico,interpretando el traje como unsíntoma negativo.

—Es una suerte que no vieras elhospital en el estado en que se

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encontraba cuando llegué —dijoSyivia.

—Es verdad —convino elpadre McGuire—. Si se haescandalizado por lo que ha vistoahora, ¿qué hubiera pensadoentonces?

—Yo no he dicho que meescandalizara.

—Estamos acostumbrados aleer ciertas expresiones en la cara denuestros visitantes —repuso elsacerdote—, pero si quiere entenderla situación, pregúntele a la gente denuestra aldea lo que piensa del

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hospital.—Pensamos que la doctora

Sylvia es una enviada de Dios —intervino Rebecca.

Aquello hizo callar a Andrew.Seguían sentados a la mesa, bebiendoun café insípido por el que el padreMcGuire pidió disculpas; costabaencontrar por allí un café decente,los artículos importados erancarísimos y había escasez de todo acausa de la incompetencia, porque deeso se trataba... Prosiguió con suletanía de quejas hasta que tomóconciencia de sus palabras; entonces

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suspiró y se interrumpió.—Que Dios me perdone por

quejarme de una insignificanciacomo el café.

Andrew comprendió que no lecontarían la historia del hospital, yque él era el único culpable de ello.Quería marcharse, pero le habíanprogramado una visita a la escuela.Tendrían que salir a la calurosa ycegadora luz que se colaba por laventana. El padre McGuire anuncióque iba a echar una cabezada y seretiró a su habitación. Andrew ySylvia permanecieron en su sitio,

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ambos con ganas de dormir un ratopero resistiéndose a la tentación.Rebecca entró a recoger los platossucios.

—¿Ha traído los libros? —lepreguntó directamente a Andrew.

Sylvia bajó los ojos como sihubiese querido hacer la mismapregunta pero no se hubiera atrevido.Le había enviado una lista de librosdespués de que él telefoneara paraanunciar su visita. Andrew no sehabía acordado, a pesar de queSylvia había escrito «por favor, porfavor» al final de la lista.

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—Lo siento, me olvidé —respondió.

La negra lo miró fijamente, conincredulidad. Rompió a llorar y saliócorriendo del salón, dejando labandeja en la mesa. Sin levantar lavista, Sylvia comenzó a colocar losplatos y las tazas sobre la bandeja.

—Significan mucho paranosotros —murmuró—. Sé que noentenderías cuánto.

—Te los enviaré por correo.—Se perderían o los robarían

por el camino. No importa. Olvídalo.—No lo olvidaré, por supuesto

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que no.Entonces recordó que en la

habitación de Sylvia había visto unaestantería y, encima de ella, unatarjeta que rezaba «Biblioteca».

—Un momento —dijo y entró enel cuarto. Ella lo siguió.

Sobre los estantes había doslibros, un diccionario y un ejemplarde Jane Eyre. En una hoja de papelclavada a la pared estaba anotado losiguiente: «Libros de la biblioteca.Retirados. Devueltos. El viaje delperegrino, El señor de los anillos,Cristo se detuvo en Éboli, Las uvas

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de la ira, Llanto por la tierraamada. El alcalde de Casterbridge.La Santa Biblia. El idiota.Mujercitas. El señor de las moscas.Rebelión en la granja. Santa Teresade Ávila.» Se trataba de los librosque Sylvia había llevado consigo ylos que habían donado algunosvisitantes, atendiendo a sus súplicas.

—Curiosa colección —observóAndrew con humildad. Estaba tanconmovido que se le saltaron laslágrimas.

—Ya lo ves —dijo Sylvia—.Necesitamos libros. Les encantan y

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no es nada fácil conseguirlos, poreso éstos están tan manoseados.

—Te prometo que te enviaré losque me pediste.

Ella guardó silencio. Calló conuna actitud que Andrew supuso quehabía aprendido a adoptar y queahora mismo estaba practicando.Sospechó que rezaba para susadentros, pidiendo paciencia.

—Mira, tú no entiendes loimportantes que son los libros aquí—intentó explicar—. Ver a alguiensentado en una choza por la noche,leyendo a la luz de una vela..., ver a

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alguien que apenas sabe leer,esforzándose... —Se le quebró lavoz.

—Oh, Sylvia, lo lamentomuchísimo.

—No te preocupes.La lista que le había enviado

estaba en el maletín que habíallevado consigo: ¿por qué? Porquesiempre lo llevaba consigo.

Las flores de María. Teoría ypráctica de la agricultura en elÁfrica subsahariana. Cómo escribiren buen inglés. Las tragedias deShakespeare. Los desnudos y los

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muertos. Sir Gawain y el CaballeroVerde. El jardín secreto. Manual deingeniería práctica. Mowgli. Lasenfermedades del ganado en el surde África. Sbaka, el rey zulú. Jude eloscuro. Cumbres borrascosas.Tarzán. Y así sucesivamente.

Volvió a la sala. El padreMcGuire estaba de nuevo allí, trasrecuperar las fuerzas. Cuando los doshombres salieron al furiosoresplandor del sol, Sylvia se arrojósobre la cama, llorando. Habíaprometido a quienes acudían una yotra vez a la casa en busca de libros

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que estaba a punto de recibir unanueva remesa. Se sentía abandonada.Andrew siempre había representadopara ella la ternura y la bondadperfectas; era el dulce hermanomayor a quien podía contarle opedirle cualquier cosa, pero se habíaconvertido en un extraño. ¡Esedeslumbrante traje blanco...! ¿Cómose le había ocurrido vestirse de linoblanco para visitar la misión de SanLucas? Esa tela debía de tener eltacto de una crema espesa entre losdedos. Ese traje entrañaba una ofensamuy sutil hacia ella, el padre

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McGuire y Rebecca. En otro tiempohabría podido decírselo y ambos sehabrían reído de ello.

Durmió, se despertó y preparóté: Rebecca no volvería hasta la horade la cena. Había hecho galletas parael visitante.

Los dos hombres regresaron.Aunque Andrew sonreía, estabasilencioso y parecía agotado; nohabía dormido.

—Aquí está mi té —dijo elpadre McGuire—. Te aseguro que lonecesito, pequeña, vaya si lonecesito.

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—¿Y bien? —preguntó Sylviaen tono agresivo dirigiéndose aAndrew, pues sabía lo que habíavisto.

Seis edificios, cada uno concuatro aulas abarrotadas de alumnos,desde niños hasta hombres y mujeresjóvenes. Habían recibido a esterepresentante de las altas esferas delpoder con exagerada efusividad yluego se habían quejado de quenecesitaban libros de texto. «¿Cómovamos a hacer los deberes, señor?¿Cómo vamos a estudiar?»

No había un solo atlas ni un

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globo terráqueo en toda la escuela.Cuando les había interrogado alrespecto, los alumnos no habíanentendido de qué les hablaba. Losafligidos y frustrados jóvenesmaestros se lo habían llevado apartepara suplicarle que les consiguieselibros que les enseñaran a enseñar.Tenían entre dieciocho y veinte años,pocos estudios y ninguna preparaciónpedagógica.

Andrew nunca había estado enun lugar más deprimente: aquello noera una escuela. El padre McGuire lohabía escoltado de un edificio al

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otro, caminando a toda prisa por elpolvo para huir del sol y refugiarseen las zonas de sombra,presentándolo como un amigo deZimlia. Su fama como miembro deDinero Mundial —aunque el padreMcGuire no había pronunciado esaspalabras mágicas— se habíadifundido por toda la escuela. Lorecibieron con gritos de alegría y concanciones, y mirara donde miraseveía caras expectantes.

—Le contaré la historia de estelugar —le había dicho el sacerdote—. Nosotros, los miembros de la

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misión, tuvimos una escuela aquídurante muchos años, desde losprincipios de la colonia. Era unabuena escuela. No había más decincuenta alumnos. Algunos de ellosocupan ahora cargos en el Gobierno.¿Sabía que la mayoría de losgobernantes africanos se educaron enlas escuelas de las misiones?Durante la guerra, el camaradapresidente Matthew prometió quetodos los niños del país podríanacceder a la educación secundaria.Se construyeron escuelas por todaspartes. Pero no hay maestros, no hay

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libros ni cuadernos. Cuando elGobierno tomó las riendas de nuestraescuela..., bueno, fue el fin. No creoque uno solo de los niños que hoy veaquí lleguen a ser miembros delgabinete; de hecho, nunca ocuparánpuestos que requieran cierto nivel deeducación. —Después de beber unsorbo de té, agregó—: Las cosasmejorarán. Le ha tocado ver lo peor.Esta es una región muy pobre.

—¿Hay muchas escuelas comoésta?

—Sí, desde luego —respondióel padre McGuire con sinceridad—.

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Muchas. Muchísimas.—¿Y qué pasará con esos

niños? Aunque muchos parecenadultos.

—Serán desempleados —contestó el padre McGuire—.Desempleados, sí, con todaseguridad.

—Debería marcharme —seexcusó Andrew—. Mi vuelo sale alas nueve.

—Ahora, si me permite elatrevimiento, ¿existe algunaposibilidad de que haga algo pornosotros, por la escuela, por el

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hospital? ¿Pensará en nosotroscuando regrese a la paz y latranquilidad de...? ¿Dónde ha dichoque está la sede de su organización?

—En Nueva York. Pero creoque ha entendido mal la situación.Destinaremos fondos a Zimlia, unpréstamo muy importante, pero no...

—¿Quiere decir que somosindignos de su atención?

—De la mía no —dijo Andrewcon una sonrisa—, pero DineroMundial trabaja con las altas esferasde... Sea como fuere, hablaré conalguien. Me pondré en contacto con

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Cooperación Internacional.—Se lo agradeceríamos mucho

—dijo el padre McGuire.Sylvia guardaba silencio. El

pliegue de su entrecejo la hacíaparecer una bruja enfurruñada.

—¿Por qué no te tomas unasvacaciones y vas a verme a NuevaYork? —le propuso.

—Te convendría, niña —dijo elpadre McGuire—. Sí, te convendría.

—Gracias, lo pensaré. —No lomiró.

—¿Y podría usted dejar unpaquete en casa de los Pyne? —pidió

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el sacerdote a Andrew—. Sólodejarlo en la puerta. No hace faltaque entre si tiene prisa.

Fueron hasta el Volvo ypusieron el paquete para los Pyne enel asiento trasero.

—Te enviaré los libros, cariño—le aseguró a Sylvia.

Un par de semanas después unmensajero especial, un motorista deSenga, les llevó un saco. Conteníalibros, enviados por avión desdeNueva York hasta Senga, recogidospor InterGlobe, que se encargó depasarlos por la aduana, y

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transportados en moto hasta allí.—¿Cuánto ha costado el envío?

—quiso saber el padre McGuire, trasofrecer una taza de té al exiliado delas brillantes luces de Senga.

—¿Se refiere a la suma total?—preguntó el mensajero, un elegantenegro de uniforme—. Bueno, aquí lopone. —Sacó un papel—. Elremitente se gastó unas cien libras —añadió, impresionado por la suma.

—Con eso podríamos construiruna sala de lectura, o una guarderíainfantil —observó Sylvia.

—A caballo regalado no le

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mires el dentado —sentenció elpadre McGuire.

—Pues yo se lo estoy mirando—replicó ella, repasando la lista delibros. Andrew se la había pasado asu secretaria, y ésta la había perdido.Por lo tanto, había ido a la libreríamás cercana y había comprado todoslos éxitos de venta, sintiéndosesatisfecha de sí misma, inclusosaciada, como si los hubiera leídoella misma: se había propuestoempezar a leer muy pronto. Aquellasnovelas resultaban inapropiadas parala biblioteca de Sylvia—. Todo el

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que pide recibe y el que buscaencuentra.

La historia del hospital, queAndrew no había llegado a oír, era lasiguiente: durante la guerra de laliberación, aquella región habíaestado atestada de combatientes,porque sus colinas, cuevas ybarrancos la hacían ideal para lalucha guerrillera. Una noche el padreMcGuire había despertado y visto aun joven de pie junto a su cama,apuntándolo con un arma. «Levántesecon las manos en alto», le habíaordenado. El sacerdote, todavía

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adormilado, empezó a levantarse conlentitud, y el guerrillero le juró quelo mataría si no se daba prisa. Era unmuchacho de dieciocho años, omenos, y estaba tan asustado como elpadre McGuire: el fusil temblaba.

—Tranquilo, ya voy —respondió, el padre McGuire,poniéndose de pie con torpeza. Sinembargo, no podía mantener lasmanos en alto; las necesitaba paraponerse la bata mientras el chicosacudía el arma en un gestoapremiante—. ¿Qué quieres?

—Queremos medicinas,

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queremos muti. Uno de nuestroshombres está muy enfermo.

—Entonces acompáñame alcuarto de baño. —En el botiquín nohabía más que píldoras para lamalaria, aspirinas y algunas vendas—. Llévate lo que quieras.

—¿Es todo lo que tiene? No lecreo —Aun así cogió todo lo quehabía y añadió—: Queremos quevenga un médico.

—Vamos a la cocina —dijo elsacerdote. Una vez allí le indicó—:Siéntate. —Preparó té y sirvió unasgalletas, que desaparecieron en el

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acto. Sacó un par de hogazas quehabía horneado Rebecca y se lasentregó al joven junto con un poco deembutido. Todo fue a parar a unfardo de tela.

—¿Cómo quieres que consigaun médico? ¿Qué sugieres que lesdiga? Vosotros no hacéis más quetender emboscadas en la carretera.

—Diga que está enfermo y quenecesita un médico. Cuando crea queesté por llegar, ate un trapo a esaventana. Estaremos vigilando ytraeremos a nuestro compañero. Estáherido.

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—Lo intentaré —prometió elcura.

Antes de internarse en laoscuridad, el joven se volvió.

—No le diga a Rebecca quehemos estado aquí —le advirtió entono amenazador.

—¿Conoces a Rebecca?—Nosotros conocemos a todo

el mundo.El padre McGuire reflexionó

por un instante y luego escribió a uncolega de Senga pidiendo un médicopara un caso especial. Debía viajarmientras hubiera luz, no detenerse

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bajo ninguna circunstancia y llevarun arma. «Y no le comente nada anuestras queridas hermanas, para noalarmarlas.» Una llamada telefónica:una conversación discreta,aparentemente sobre el tiempo y elestado de las cosechas. Luego: «Iré averle con el padre Patrick, queestudió Medicina.»

El cura ató un trapo a la ventanay rezó para que Rebecca no reparaseen él. Ella no dijo nada: él sabía queentendía mucho más de lo queaparentaba. Llegó el coche con lossacerdotes. Esa noche aparecieron

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dos guerrilleros y les informaron quesu camarada estaba demasiadoenfermo para trasladarlo.Necesitaban antibióticos. Los curashabían traído una buena provisión defármacos, entre los que habíaantibióticos. El padre Patrickrecomendó los más convenientes ylos guerrilleros se marcharon, no sinantes comer hasta hartarse y vaciar ladespensa.

El padre McGuire no se marchóde esa casa en la que cualquierapodía entrar cuando quisiera. Lasmonjas vivían rodeadas de vallas de

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seguridad, pero él las detestaba:cada vez que las visitaba se sentíacomo un prisionero. En su casaestaba indefenso; sabía que lovigilaban y que corría el riesgo deque lo matasen: habían asesinado avarios blancos no muy lejos de allí.Cuando la guerra terminó, los dosguerrilleros se presentaron paraexpresarle su gratitud. Rebecca lesdio de comer, aunque sólo porque elcura se lo ordenó. «Son mala gente»,dijo.

El padre McGuire se interesópor la salud del herido: había

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muerto. Días después avistó denuevo a los jóvenes por losalrededores: estaban sin empleo yfuriosos porque habían creído quetras la liberación conseguirían unbuen empleo y una vivienda digna.Contrató a uno de ellos para que seocupara de pequeños trabajos demantenimiento en la escuela. El otroera el hijo mayor de Joshua, queentró a estudiar en una clase llena deniños pequeños: aunque hablaba elinglés bastante bien, no sabía leer niescribir. Además, estaba enfermo,muy delgado y cubierto de llagas.

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El padre McGuire no habíahablado de ellos con nadie hasta quele contó la historia a Sylvia. Rebeccano hablaba de los jóvenes. Lasmonjas no sabían de su existencia.

El cura se vio obligado a teneren la casa una cantidad cada vezmayor de medicamentos, porque lagente se los pedía. Mandó construirlos cobertizos, incluido el que estabaal pie de la colina, y solicitó que leenviasen un médico de Senga: elcamarada presidente Matthew habíaprometido atención médica gratuitapara todo el mundo. Le mandaron un

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joven que no había terminado losestudios de enfermería por culpa dela guerra. El padre McGuire no seenteró de ello hasta una noche en queel joven se emborrachó y le preguntósi lo ayudaría a acabar la carrera.«Cuando dejes de beber —contestóel padre McGuire—, te escribiré unacarta de recomendación.» Noobstante, la guerra había trastornadoa aquel guerrillero, que se habíavisto envuelto en ella a los veinteaños: era incapaz de dejar la bebida.Se trataba del «doctor» del queJoshua le había hablado a Sylvia. En

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una larga carta dirigida a sus colegasde Senga, el padre McGuire se habíaquejado de que en la aldea no habíamédico y el hospital más cercanoestaba a treinta kilómetros dedistancia. Resultó que un sacerdotehabía conocido al padre Jack y aSylvia durante una visita a Londres.Y así había comenzado todo.

Sin embargo, tenían previstoconstruir un buen hospital a diezkilómetros de allí, y cuando seinaugurara podrían desmantelar eselugar vergonzoso, como lo llamabaSylvia. «¿Por qué vergonzoso? —

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preguntó el padre McGuire—. Esmuy útil. El día de tu llegada fuedichoso para nosotros. Eres unabendición para esta aldea.» ¿Y porqué las hermanitas de la colina nohabían sido una bendición?

Las cuatro que habían estadoexpuestas a los peligros de la guerrano siempre habían vivido recluidasdetrás de una verja. Habían enseñadoen la escuela cuando ésta era buena.Se habían marchado después delconflicto. Eran blancas, pero lasreemplazaron unas jóvenes negrascuyos hábitos azules y blancos las

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diferenciaban de las demás mujeresnegras y les permitían huir de lapobreza, las desgracias y el peligro.Carecían de estudios, de manera queno podían impartir clases. Y habíanacabado en ese sitio, que para ellasno era un refugio contra la pobreza,sino un horrible recordatorio de suexistencia. Había cuatro monjas: lahermana Perpetua, la hermana Grace,la hermana Úrsula y la hermanaBoniface. El «hospital» no era tal enel momento de su llegada, y cuandoJoshua les ordenó que acudieran allícada día, se encontraron con el

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mismo escenario del que habíanescapado: bajo el dominio de unnegro que esperaba ser servido.Buscaron excusas para no volver y elpadre McGuire no insistió: de hecho,eran bastante inútiles. Habíanescogido el refinamiento, no heridassupurantes. Cuando Sylvia llegó, laenemistad entre él y las monjas eratal que cada vez que se encontrabanellas le decían que rezarían por él, ya cambio recibían pullas, insultos ymaldiciones.

Lavaban las vendas y losapósitos, aunque se quejaban de que

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estaban asquerosamente sucios, perosólo se volcaban de verdad con lacapilla, bonita y agradable como lasiglesias que las habían inducido atomar los hábitos. Cuando eran niñas,no había edificios más limpios nihermosos en kilómetros a la redonda,y ahora la iglesia de San Lucas, aligual que aquéllos, estaba siempreinmaculada, porque la limpiabanvarias veces al día, sacaban brillo alas imágenes de Cristo y la VirgenMaría, y cuando entraba polvocorrían a cerrar las puertas y lasventanas y lo recogían antes de que

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llegara a asentarse. Las monjasestaban allí para servir a la iglesia yal padre McGuire, y cada vez queéste se acercaba, según Joshua, quelas imitaba, cloqueaban comogallinas.

Enfermaban a menudo, porquede ese modo tenían una excusa paravolver a Senga, a casa de mamá.

Joshua se pasaba el día sentadodebajo de la gran acacia, mientras elsol y las sombras se sucedían sobreél, observando lo que ocurría en elhospital, aunque a menudo sus ojos

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distorsionaban las imágenes. Fumabadagga casi sin parar. Su hijopequeño, Listo, siempre estaba conSylvia, que a partir de ciertomomento tuvo otro acompañanteinfantil: Zebedee. Ninguno de los dosse asemejaba remotamente a laimagen del adorable negrito delargas y rizadas pestañas queconmueve a los sensibleros. Eranmuy delgados, y en sus huesudascaras ardían unos ojos hambrientosde conocimientos y —como se hizoevidente— de comida. Llegaban alhospital a las siete de la mañana, sin

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desayunar; Sylvia los llevaba a lacasa y les daba pan con mermeladadelante de Rebecca, que una vezseñaló que sus niños no comían pancon mermelada sino gachas frías, yno siempre. El padre McGuire lecomentó que se había convertido enla madre de dos niños y que esperabaque supiese lo que hacía. «Pero si yatienen una madre», replicó Sylvia, yél le contestó que no, que habíamuerto en una de las violentascarreteras de Zimlia, y el padre, demalaria, de modo que los chicoshabían quedado bajo la

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responsabilidad de Joshua, a quienllamaban padre.

Sylvia experimentó un profundoalivio al oír esa historia. Joshua yahabía perdido dos hijos —uno deellos hacía poco— y ella sabía que:no por «neumonía», como constabaen el certificado de defunción. Asípues, esos niños no eran «de lamisma sangre» que Joshua: qué útil,qué dolorosamente pertinente sehabía vuelto esa vieja expresión.Ambos eran avispados, tal comohabía asegurado Joshua: su hermanohabía sido maestro y su cuñada la

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primera de la clase. Los pequeños,que se fijaban en cada movimiento deSylvia y la imitaban, observaban sucara y sus ojos mientras hablaba,adivinando lo que quería quehiciesen antes de que lo dijera;cuidaban a los pollos y a las gallinasponedoras, recogían los huevos sinromper uno solo y corrían de aquípara allá con medicinas para lospacientes. Se acuclillaban junto aella cuando restituía en su sitiomiembros dislocados o practicabaincisiones, y a Sylvia le costabaacordarse de que tenían cuatro y seis

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años y no el doble de edad.Absorbían la información comoesponjas. Sin embargo, no iban a laescuela. Sylvia los citaba en la casaa las cuatro de la tarde, cuandoterminaba la jornada en el hospital, yles impartía clases particulares.Otros niños quisieron unirse algrupo, al igual que Rebecca. Prontose encontró dirigiendo una especiede guardería infantil. No obstante,cuando los demás niños dijeron quequerían trabajar en el hospital, comoListo y Zebedee, respondió que no.¿Por qué hacía favoritismos con

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ellos? No era justo. Puso la excusade que eran huérfanos. Pero en laaldea había otros huérfanos.

—Bueno, niña —comentó elcura—, ya entiendes por qué Áfricale rompe el corazón a la gente.¿Conoces la historia del hombre aquien le preguntaron por quécaminaba por la playa después deuna tormenta, devolviendo al agualas estrellas de mar que arrastraba lacorriente, si de todos modos moriríanmiles de ellas? Respondió que lohacía porque las pocas que salvasese sentirían dichosas de regresar al

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mar...—¿Hasta la siguiente tormenta,

padre? ¿Era eso lo que iba a decir?—No, aunque quizá lo piense. Y

me preguntaba si tú también estaríasempezando a pensar de esa manera.

—¿Se refiere a que empiezo apensar con mayor realismo, comousted dice, padre?

—Sí, exactamente. Aunque ya tehe repetido muchas veces que eresmás idealista de lo que te conviene.

El camión Studebaker, un trastodonado por los Pyne a la misión para

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reemplazar el que acababa deestropearse definitivamente, losesperaba en la carretera. Sylvia lehabía pedido a Rebecca que avisaraen la aldea que iría al Centro deDesarrollo y que se ofrecía a llevar aseis personas en la caja. Ya habíantrepado unas veinte. Con Sylvia ibanRebecca y dos de sus hijos: éstahabía insistido en que esta vez lesconsintiese un capricho a ellos, enlugar de a los hijos de Joshua.

Sylvia advirtió a los queestaban en la caja que los neumáticoseran muy viejos y podían estallar.

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Nadie se movió. La misión habíasolicitado neumáticos, aunque fuerande segunda mano, pero ya se habíaperdido toda esperanza de recibirlos.Luego habló Rebecca, primero en lalengua local y luego en inglés. Nadiese movió, y una mujer le dijo aSylvia: «Conduzca despacio y nopasará nada.»

Sylvia, Rebecca y los dos niñosse sentaron en la cabina. El camiónarrancó y avanzó a paso de tortuga.En el cruce de la granja les hizoseñas el cocinero de los Pyne, quequería ir al Centro de Desarrollo

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porque no quedaba comida en la casay su mujer... Rebecca se echó a reír,y en la caja sonaron fuertescarcajadas cuando el hombre subió yse las ingenió para hacerse sitio.Rebecca se volvió; atrás todos reíany le tomaban el pelo al cocinero:Sylvia nunca sabría por qué motivo.

El Centro de Desarrollo sehallaba a siete kilómetros de lamisión. El Gobierno blanco habíaconcebido la idea de crear una redde núcleos —cada uno con unatienda, una oficina de laadministración, una comisaría, una

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iglesia, un taller mecánico—alrededor de los cuales sedesarrollarían las poblaciones. Elproyecto prosperó, de manera queahora el Gobierno negro se atribuíael mérito. Nadie los contradijo. Pesea que el Centro de Desarrollotodavía se encontraba en estadoembrionario, empezaba a expandirse:había media docena de casitas y unsupermercado nuevo. Sylvia aparcóenfrente de la oficina de laadministración, un edificio pequeñosituado en una calle pálida ypolvorienta, donde dormían varios

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perros. Todo el mundo se bajó delcamión, pero los hijos de Rebeccatendrían que quedarse a vigilarlopara que no robaran todo, incluidoslos neumáticos. Les dieron una Pepsiy un bollo y les dijeron que si veían aalguien que les resultara sospechoso,uno de ellos debía correr a avisar asu madre.

Las dos mujeres entraron juntasen la oficina, en cuya sala de esperahabía una docena de personas, y sesentaron muy juntas en el extremo deun banco. Sylvia era la única blancaen el lugar, pero con la piel

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bronceada y el pañuelo que llevabaen la cabeza para protegerse delpolvo estaba casi idéntica aRebecca, dos jóvenes delgadas y concara de preocupación en una escenaintemporal: peticionariosaguardando, arrullados por el tedio.En el interior, al otro lado de unapuerta con un rótulo que rezaba «Sr.M. Mandizi» en desconchada pinturablanca sobre el fondo marrón, resonóun grito autoritario. Sylvia hizo unamueca de disgusto mirando aRebecca, que respondió con otramueca. Pasó un rato. De repente salió

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una joven negra, llorando.—¡Qué vergüenza! —exclamó

un viejo hacia el final de la cola.Chascó la lengua, sacudió la cabezay repitió «qué vergüenza» en vozmuy alta, mientras un negrocorpulento e imponente, vestido conel consabido terno hizo acto depresencia intimidándolos a todos.

—Siguiente —dijo, y retrocedióal tiempo que cerraba la puerta, demanera que el siguiente peticionariotuvo que llamar y esperar a que loautorizase a entrar.

Transcurrió un rato. El

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individuo que salió parecíasatisfecho: al menos no lloraba.Además, batía palmas suavemente,sin mirar a nadie, de manera que elsaludo o aplauso era para sí.

—Siguiente —gritó laestentórea voz del interior.

Sylvia envió a Rebecca acomprar algo de comer y de beber alos niños y a cerciorarse de queseguían allí.

Sí, dormían. Rebecca regresócon una Fanta, que compartió conSylvia.

Transcurrieron dos horas.

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Les llegó el turno, y elfuncionario, que vio que la siguienteera una mujer blanca, se disponía ahacer pasar al hombre que estabasentado a su lado cuando el viejodijo:

—Qué vergüenza, la mujerblanca ha estado esperando comotodos los demás.

—Soy yo quien decide quiénentra a continuación —replicó elseñor Mandizi.

—De acuerdo —dijo el viejo—, pero lo que hace no está bien. Nonos gusta.

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Tras titubear por un instante,Mandizi señaló a Sylvia con el dedoy regresó a su despacho.

Sylvia obsequió al viejo conuna sonrisa de agradecimiento, yRebecca le murmuró algo en lalengua local. Se oyeron risasalrededor. ¿Cuál había sido elchiste? Una vez más, Sylvia pensóque nunca se enteraría, pero mientrasentraban en la oficina Rebecca seacercó a ella y murmuró:

—Le he dicho que es como untoro viejo que sabe mantener a raya alos jóvenes.

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Aún sonreían cuando llegaronante Mandizi. Éste levantó la vista delos papeles, frunció el entrecejo,advirtió que Rebecca también habíaentrado, y cuando estaba en un tris deespetarle algo, ella le dirigió elsaludo ritual:

—Buenos días... No, veo que yaes la tarde. De modo que buenastardes.

—Buenas tardes —respondióél.

—Espero que se encuentre bien.—Me encuentro bien si usted se

encuentra bien... —dijo él, y así

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sucesivamente. A pesar de todo, lafórmula era un admirablerecordatorio de los buenos modales.Al fin miró a Sylvia e inquirió—:¿Qué quiere?

—Pertenezco a la misión de SanLucas, señor Mandizi, y he venido apreguntar por qué no nos han enviadolos preservativos que pedimos.Tenían que haber llegado hace unmes.

Mandizi pareció a punto deestallar, se levantó a medias y suexpresión de sorpresa se transformóen un gesto de ofendido. Se dejó caer

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otra vez en la silla y dijo:—¿Acaso cree que voy a hablar

de preservativos con una mujer? Noes lo que esperaba oír.

—Soy el médico del hospital dela misión. El año pasado el Gobiernodijo que enviarían preservativos atodos los hospitales.

Saltaba a la vista que Mandizino había oído hablar de ese absurdodecreto, pero en ese momento ganótiempo enjugándose el sudor de lafrente con un enorme pañuelo blanco.La cara que tenía lo obligaba aesforzarse para reflejar autoridad. El

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ceño que había impuesto a su rostro,afable y complaciente por naturaleza,no casaba con su personalidad.

—¿Y puedo preguntar qué sepropone hacer con esos condones?

—Supongo que habrá oído quehay una nueva enfermedad..., unaenfermedad muy mala que setransmite a través del contactosexual.

Ahora su semblante era el de unhombre obligado a tragar algodesagradable.

—Sí, sí —dijo—, pero sabemosque esa enfermedad es un invento de

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los blancos. Pretenden que usemoscondones porque así no tendremoshijos y nuestro pueblo se debilitará.

—Perdone, señor Mandizi, peroestá usted desinformado. Si bien escierto que su Gobierno declaró queel sida no existía, ahora consideraque tal vez exista y que los hombresdeberían usar preservativo.

Fantasmas de escarnioasomaron a la cara grande negra yafable, desplazando al ceño.Rebecca comenzó a hablarle en lalengua local, y al parecer todomarchaba bien, porque Mandizi la

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escuchaba sin apartar los ojos deella, una mujer a quien, de acuerdocon su cultura, no tendría que haberoído hablar de esos temas, por lomenos en público.

—¿Piensa que la enfermedad seha propagado hasta nuestro distrito?—le preguntó a Sylvia—. ¿El flacoha llegado aquí?

—Sí, estoy segura de ello,señor Mandizi. Hay gente muriendode esa enfermedad. Verá, elproblema es el diagnóstico. Muchosmueren de neumonía, tuberculosis,diarrea o lesiones cutáneas, pero la

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verdadera causa es el sida. El flaco.Y hay muchos enfermos. Muchos másque cuando yo llegué al hospital.

Rebecca habló de nuevo yMandizi la escuchó, sin mirarla, peroasintiendo.

—¿Así que quiere que llame ala oficina principal y pida que nosmanden condones?

—Sí, y también necesitamospíldoras contra la malaria. No hemosrecibido suficientes medicamentos.

—La doctora Sylvia ha estadocomprando medicinas con su dinero—explicó Rebecca.

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Mandizi asintió y se quedópensando. Finalmente, convertido enotro hombre, en un peticionario éltambién, se inclinó hacia delante ypreguntó:

—¿Le basta con mirar a unapersona para saber si tiene el flaco?

—No. Hay que realizar pruebas.—Mi mujer no se encuentra

bien. Tose continuamente.—No tiene por qué tratarse de

sida. ¿Ha adelgazado?—Está delgada. Demasiado

delgada.—Debería llevarla al hospital

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grande.—Ya lo he hecho. Le dieron

muti, pero sigue enferma.—A veces envío muestras a

Senga... de pacientes que no estándemasiado enfermos.

—¿Quiere decir que si alguienestá muy enfermo no envía lasmuestras?

—En ocasiones vienen a vermepersonas en tan mal estado, que séque van a morir, y no vale la penaderrochar en ellas el dinero quecuestan los análisis.

—En nuestra cultura —dijo

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Mandizi, recuperando su autoridadgracias a esa manida fórmula—,tenemos buena medicina, pero sé quelos blancos la desprecian.

—Yo no la desprecio. Soyamiga del n'ganga local y a veces lepido que me ayude. Sin embargo, élmismo reconoce que no puede hacernada para combatir el sida.

—¿Por eso su medicina noalivió a mi mujer? —Al oír suspropias palabras Mandizi se quedómuy rígido, como paralizado demiedo, con la mirada perdida, hastaque se levantó con brusquedad y

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añadió—: Debe venir conmigo ahoramismo, sí, ahora; mi mujer está en micasa, que queda a cinco minutos deaquí.

Salió a toda prisa de la oficinaempujando ante sí a las dos mujeres.

—Volveré dentro de diezminutos —dijo a los que aguardabanen silencio—. Esperen aquí.

Bajo el ardiente y polvorientoresplandor guió a Rebecca y a Sylviahasta una de las nuevas viviendas,diez casas dispuestas en fila quesemejaban cajas abandonadas en elpolvo, idénticas a las construcciones

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recientes de Kwadere pero máspequeñas, construidas a la medida dela importancia del Centro deDesarrollo. Las buganvillas rojas,violetas y magenta les conferían unaire de distinción: allí residían todoslos funcionarios locales.

—Pasen, pasen —las apremióMandizi. Entraron en una pequeñasala abarrotada con un tresillo, unacómoda, una nevera y un puf, y luegoen un dormitorio donde había unacama enorme, en la que yacía laesposa de aquél, y una joven guapa yrolliza que la abanicaba con una

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rama de eucalipto para disipar losmalos olores; pero ¿dormía laenferma? Sylvia se acercó a ella ycomprobó con horror que estabamoribunda. En vez de presentar unbrillante y saludable color negro, sela veía gris, con la cara cubierta depápulas y tremendamente delgada: lacabeza que reposaba sobre laalmohada parecía una calavera. Casino respiraba. Tenía los ojosentreabiertos. Sylvia la tocó y sintiósu piel fría al tacto. Incapaz dehablar, se volvió hacia eldesesperado marido, y Rebecca

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rompió a sollozar a su lado. La jovenrolliza mantuvo la vista al frente ycontinuó abanicando a la mujer.

Sylvia se dirigió con pasovacilante a la estancia contigua y seapoyó contra la pared.

—Señor Mandizi —dijo—,señor Mandizi.

Él se aproximó, le sujetó lamano, se inclinó para mirarla a losojos y murmuró:

—¿Está muy enferma? Mimujer...

—Señor Mandizi...El hombre se dejó caer hacia

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delante, ocultando la cara sobre elbrazo apoyado en la pared. Estabatan cerca que Sylvia le rodeó loshombros con un brazo, estrechándolomientras lloraba.

—Tengo miedo de que muera—musitó él.

—Sí. Lo siento, pero creo queno le queda mucho tiempo de vida.

—¿Qué voy a hacer? ¿Qué voya hacer?

—¿Tienen hijos, señorMandizi?

—Teníamos una niña, peromurió.

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Las lágrimas caían sobre elsuelo de cemento.

—Señor Mandizi —susurróSylvia, pensando en la saludablejoven que estaba en la habitacióncontigua—, debe escucharme, esimportante: por favor, no mantengarelaciones sexuales sin preservativo.—Le parecía terrible decir una cosaasí en un momento semejante, eraridículo, pero la urgencia de lasituación la obligaba a ello—. Porfavor, soy consciente de cómo ha desonarle esto... Por favor no se enfadeconmigo.

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—Sí, sí, la he oído. Y no estoyenfadado.

—Si quiere que regrese mástarde, cuando se haya... Puedo volvermás tarde y explicárselo mejor.

—No, ya lo entiendo. Perousted no entiende una cosa. —Seseparó de la pared, se irguió yrecuperó su tono normal—. Mi mujerse está muriendo. Mi hija estámuerta. Y yo sé quién es elresponsable. Tendré que consultar denuevo a nuestro buen n'ganga.

—Señor Mandizi, no querrádecir que...

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—Sí, lo digo. Lo afirmo. Unenemigo me ha echado unamaldición. Esto es obra de un brujo.

—Vamos, señor Mandizi, ustedes un hombre con estudios...

—Sé lo que está pensando. Sélo que piensan ustedes. —La mirócon expresión de ira y dedesconfianza—. Llegaré hasta elfondo de este asunto. —Hizo unapausa y ordenó—: Avise en laoficina que estaré allí en media hora.

Mientras Sylvia y Rebecca sealejaban en dirección al camión,oyeron:

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—Y lo sabemos todo de esesupuesto hospital de la misión. Porsuerte pronto se construirá unhospital nuevo, y entonces habrámedicina de verdad en nuestrodistrito.

—Por favor, Rebecca —murmuró Sylvia—, no me digas queestás de acuerdo con lo que afirmaese hombre. Es absurdo.

Rebecca guardó silencio porunos segundos y luego respondió:

—En nuestra cultura no esabsurdo.

—Pero se trata de una

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enfermedad. Cada vez sabemos másde ella. Es una enfermedad terrible.

—Pero ¿por qué algunos lapillan y otros no? ¿Puede explicarlo?Ésa es la cuestión. ¿Entiende lo quequiero decir? A lo mejor alguienquería hacer daño al señor Mandizi,o deshacerse de su mujer, ¿no? ¿Sefijó en esa joven que estaba en eldormitorio? Tal vez quiera ser lanueva señora Mandizi.

—Bueno, veo que no nospondremos de acuerdo, Rebecca.

—No, Sylvia, no nospondremos de acuerdo.

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La gente ya las esperaba junto alcamión, lista para subir.

—Todavía no vuelvo a casa —les informó Sylvia—. Y sólo dejarésubir a seis personas. Sólo seis.Vamos al hospital nuevo y el caminoes malo. —Alcanzaba a ver elcomienzo de un accidentado senderoque se internaba en el monte.

Rebecca impartió órdenes entono autoritario. Seis mujeressubieron a la caja.

—Os recogeré dentro de mediahora —anunció Sylvia, y a lo largode un kilómetro y medio el camión

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avanzó pesadamente, traqueteandosobre raíces, piedras y baches, hastaque llegaron a un claro donde sealzaba el esqueleto de un edificiorodeado de árboles añosos. Sehallaban en un bosque viejo ypolvoriento, pero verde y frondoso.

Sylvia, Rebecca y los niños seapearon, y las seis mujeres lossiguieron. Contemplaron lo quesupuestamente sería el nuevohospital.

¿Suecos? ¿Daneses?¿Estadounidenses? ¿Alemanes?... ElGobierno de algún país preocupado

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por las penurias de África habíaenviado mucho dinero allí, a eseclaro, y el resultado se alzaba anteellos. Como si se hallaran ante elplano de un arquitecto, tuvieron queusar la imaginación para concebir lasformas que saldrían de esoscimientos y de los muros sinterminar, porque el problema era queel siguiente envío de dinero seretrasaba, y las habitaciones, lassalas, los pasillos, los quirófanos ylos laboratorios estaban cubriéndosede un polvo blanquecino. Algunasparedes llegaban a la altura de la

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cintura, otras a la de la rodilla, y losagujeros abiertos en los bloques decemento estaban anegados. Lasmujeres de la aldea atisbaron lapromesa de algo útil, se adelantaron,llenaron de agua un par de botellas ymedia docena de latas y lasguardaron cuidadosamente en susenormes bolsos de viaje. Alguienhabía comido allí, quizás unvagabundo, que había encendido unfuego para mantener alejados a losanimales durante la noche. Laexpresión de las caras de lasvisitantes recordaba a la que es tan

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común en la actualidad, esa que dice:«No haremos comentarios, peroalguien ha metido la pata hasta elfondo.» ¿Quién? Y ¿por qué? Serumoreaba que alguien había robadoel dinero destinado al hospital;algunos afirmaban que el Gobiernoen cuestión se había quedado sinfondos.

Al otro lado del claro, bajo losárboles, había varias cajas demadera. Las seis mujeres fueron ainvestigar, seguidas por Rebecca.Una caja estaba abierta. En elinterior había un sillón de dentista.

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—Qué pena que no sea dentista—comentó Sylvia—. Nos vendríamuy bien contar con uno.

Otra caja, rota en los laterales,contenía una silla de ruedas.

—Oh, doctora —dijo una de lasmujeres—, no deberíamosllevárnosla. A lo mejor algún díaterminan de construir el hospital.

—Necesitamos una —replicóRebecca mientras tiraba de la sillade ruedas para sacarla de la caja.

—Pero querrán saber de dóndesalió, y nuestro hospital no tienefondos para esta clase de cosas.

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—Deberíamos llevárnosla —insistió Rebecca.

—Está rota —señaló la mujer.Alguien se les había adelantado y ensu intento había hecho que se lesoltara una rueda.

Había otras cuatro cajas. Dosmujeres se acercaron a una yempezaron a forcejear con la maderapodrida. Dentro había varias cuñas.Sin mirar a Sylvia, Rebecca llevómedia docena al camión y regresó.Otra mujer encontró mantas, pero losinsectos las habían roído, los ratoneslas utilizaban como madriguera y los

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pájaros las habían deshilachado paraconstruir sus nidos.

—Será un buen hospital —dijootra de las mujeres entre risas.

—Tendremos un excelentehospital nuevo en Kwadere —observó otra.

Las mujeres de la aldeaprorrumpieron en carcajadas, y tantoSylvia como Rebecca se unieron aellas. Estaban en medio del monte, amuchos kilómetros de los filántroposde Senga (o para el caso, de Londres,Berlín o Nueva York),desternillándose.

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Volvieron al Centro deDesarrollo, recogieron al resto de lagente y emprendieron el lento viajede regreso a la misión, todosaguzando el oído por si se pinchabaun neumático. La suerte losacompañó. Rebecca y Sylviallevaron las cuñas al hospital. Losenfermos graves, alojados en lachoza que Sylvia había mandadoconstruir poco después de su llegada,habían estado orinando en botellasde plástico y viejos utensilios decocina.

«¿Qué es eso?», preguntaron los

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hijos de Joshua, y cuandoentendieron para qué servían lascuñas, se pusieron como unaspascuas y corrieron a mostrárselas aquien quisiera verlas.

Colin abrió la puerta tras oír untímido timbrazo y le pareció ver antesí a una niña mendiga o una gitana,pero luego, con un grito de «¡Oh, esSylvia, es Sylvia!», la levantó envolandas y la metió en la casa. Allíla abrazó, y sintió que sus lágrimas lemojaban las mejillas cuando lasrestregó contra las de ella en una

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especie de saludo gatuno.En la cocina la hizo sentarse a

la mesa, la de siempre, nuevamenteextendida. Sirvió un torrente de vinoen un vaso grande y se sentó frente aella, rebosando amor y alegría.

—¿Por qué no avisaste quevenías? Pero no importa, no teimaginas lo mucho que me alegro deverte.

Sylvia se esforzó por animarsey demostrar el mismo entusiasmo queél, porque en realidad se sentíaabatida: Londres suele causar eseefecto en los londinenses que han

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vivido fuera, como si al regresartomaran súbitamente conciencia desu vastedad y sus incontablesventajas y posibilidades. Era comosi, al venir de la misión, la ciudad lagolpease en un punto indeterminadodel vientre. Cometen un error quienesregresan directamente a Londresdesde un lugar como Kwadere; antestendrían que pasar por el equivalentea una cámara de descompresión.

Sylvia sonreía y bebía pequeñosy cautelosos sorbos de vino —sehabía desacostumbrado al alcohol—,mientras percibía la casa como un

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ser vivo alrededor, arriba y debajode ella. Era la casa, su casa, la quehabía representado para ella lo másparecido a un hogar cuando eraconsciente de lo que ocurría allí, enla atmósfera y el aire de cadaestancia y cada tramo de escalera.Ahora estaba habitada por muchagente, lo intuía, pero no porpresencias familiares, sino porextraños, y agradeció el que Colin sehallara a su lado, sonriéndole. Eranlas diez de la noche. Arriba, alguienhabía puesto un disco que le sonaba;quizá se tratara de una canción

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famosa, como Blue Suede Shoes,pero no estaba segura.

—La pequeña Sylvia... Tengo laimpresión de que necesitasalimentarte, como de costumbre.¿Puedo ofrecerte algo para comer?

—He comido en el avión.Aun así, Colin se levantó, abrió

la nevera y se puso a examinar sucontenido. A Sylvia se le encogió elcorazón; sí, era el corazón, porqueestaba pensando en Rebecca, en sucocina con la pequeña nevera y elpequeño armario, aquella cocina quesu familia de la aldea consideraba el

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colmo de la fortuna, una generosafuente de provisiones. Observó loshuevos que llenaban la mitad de lapuerta del frigorífico, la lechebrillante y limpia, los recipientesrepletos de comida, la abundancia...

—Aunque éste no es miterritorio, sino el de Frances, mesiento seguro... —Sacó una barra depan y un plato con pollo frío. ASylvia se le despertó el apetito: lohabía cocinado Frances, Frances lahabía alimentado; con ella a un ladoy Andrew al otro había sobrevividoa su infancia.

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—¿Y cuál es tu territorio? —preguntó, atacando un bocadillo depollo.

—Estoy arriba —respondióColin—, en la última planta.

—¿En las habitaciones de Julia?—Sí; Sophie y yo.Sylvia se sorprendió tanto que

dejó el bocadillo en el plato, como sipor el momento renunciase a laseguridad.

—¡Sophie y tú...!—Claro, no lo sabías. Vino

para recuperarse y entonces... Estuvoenferma, ¿sabes?

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—¿Y entonces?—Está embarazada, de modo

que vamos a casarnos.—Pobre Colín —dejó escapar

Sylvia y de inmediato se ruborizó; enrealidad no sabía...

—No del todo. Le tengo muchocariño.

Sylvia cogió otra vez elbocadillo, pero enseguida volvió adejarlo en el plato: la noticia lehabía cerrado el estómago.

—Vamos, continúa. Veo queestás angustiado.

—Eres muy perspicaz —repuso

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Colin—. Bueno, siempre lo has sido,a pesar de tu aspecto de mosquitamuerta. —Advirtió que había heridoa Sylvia, y de hecho era lo quepretendía—. No. Lo lamento, lolamento de veras. No soy el desiempre. Me has pillado en unmomento... En fin, a lo mejor sí soyel de siempre. —Se sirvió más vino.

—No bebas hasta que me lohayas contado todo.

Colin dejó el vaso.—Sophie tiene cuarenta y tres

años. Es tarde.—Sí, pero a menudo las madres

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maduras... —Advirtió que él daba unrespingo.

—Exactamente —dijo—. Esuna madre madura. De todos modos,lo creas o no, lo que me preocupa noes la posibilidad de que el hijo nazcacon síndrome de Down, al fin y alcabo aseguran que son encantadores,¿no?, ni el resto de horrores. Sophieestá convencida de que yo estoyconvencido de que metió por lafuerza un feto en su reacio útero conla intención de aprovecharse de mí,porque se le estaba pasando elmomento. Sé que no lo hizo adrede,

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no es propio de ella, pero no deja demachacar el tema. Tengo que oír suslamentaciones día y noche: «Ay, yasé lo que estás pensando...» —Pronunció estas palabras en tonoplañidero, consiguiendo una buenainterpretación—. ¿Sabes una cosa?Sí, claro que sí. No existe placercomparable al de recrearse en lossentimientos de culpa. Mi Sophie selo está pasando en granderegodeándose con ellos,revolcándose en ellos, creyendo quela odio porque me ha cazado, y nadade lo que le diga la consolará porque

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sentirse culpable es tan divertido...—Era la observación más cruel queSylvia había oído de boca del cruelColin, que levantó el vaso y lo vacióde un trago.

—Ay, Colin, vas aemborracharte, y hace tanto que no teveo...

—Tienes razón, Sylvia. —Volvió a llenar el vaso—. Voy acasarme con Sophie, que ya está desiete meses, y viviremos en elantiguo apartamento de Julia, en esascuatro habitaciones, y yo trabajaré enel sótano..., cuando se desocupe. —

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Su rostro, rojo y furioso, reflejó laeuforia que suele acompañar a lacontemplación del implacablesentido trágico de la vida—. ¿Sabíasque Frances se ha hecho cargo de losdos hijos de su último ligue?

—Sí, me lo contó en una carta.—¿Y te contó que la esposa de

él es una depresiva? Está abajo, en elapartamento donde vivió Phyllida.

—Pero...—Nada de peros. La cosa ha

salido bastante bien. Ella se harecuperado de la depresión. Los dosniños se instalaron arriba, en mi

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habitación y la de Andrew. Frances yRupert viven en la planta quesiempre ocupó mamá.

—¿De verdad ha salido bien?—Sí, pero los niños, como era

de esperar, consideran que, ahoraque su madre ha roto con el amanteque tenía, debería reconciliarse consu marido, por lo que Francesdebería desaparecer.

—¿Y le están haciendo la vidaimposible?

—No. Es mucho peor. Sonencantadores y razonables. Lasventajas de esa posible solución se

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discuten en todas las comidas. Laniña, que dicho sea de paso es unapequeña arpía, dice cosas como:«Todo sería mucho mejor si tú noestuvieras, ¿verdad, Frances?» Elprincipal problema es ella, no elniño. Y Rupert se aferra a Francescomo a una tabla de salvación, lo queresulta comprensible para quienconozca a Meriel.

Sylvia pensó en Rebecca, quenunca se quejaba a pesar de sus seishijos —dos de los cuales habíanmuerto, probablemente de sida— yun marido que rara vez estaba en

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casa, porque trabajaba dieciochohoras diarias.

Suspiró y vio la expresión deColin, que exclamó:

—¡Qué suerte tienes de estar tanlejos de nuestros vergonzososconflictos emocionales, Sylvia!

—Sí, a veces me alegro de nohaberme casado... Lo siento.Continúa. Meriel...

—Bueno, Meriel es de lo queno hay. Fría, manipuladora, egoísta, ysiempre ha tratado muy mal a Rupert.Es feminista, ¿sabes? Una feministaamparada por la ley de la selva.

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Siempre le ha dicho a Rupert que sudeber es mantenerla, incluso loobligó a financiarle una carrera de nosé qué tontería; criticismo avanzado,supongo. Jamás en su vida ha ganadoun penique, y ahora que van adivorciarse pretende sacarle unapensión vitalicia. Pertenece a ungrupo de mujeres, una hermandadsecreta, cuyo principal objetivo esjoder a los hombres y chuparles lasangre... ¿No me crees?

—Te lo estás inventando.—Mi dulce Sylvia, ahora me

acuerdo de que nunca fuiste capaz de

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creer en los aspectos másdesagradables de la naturalezahumana; pero ahora el destino hadado un giro y..., no te lo vas a creer.Meriel fue a tratarse con Phyllida.Frances le pagó la terapia y luego fuea ver a Phyllida, que ha demostradoser una mujer bastante sensata... ¿Tesorprende?

—Desde luego.—Frances le dijo a Phyllida que

le pagaría para que formase a Merielcomo psicoterapeuta.

Sylvia soltó una carcajada.—Ay, Colin. Ay, Colin...

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—Sí, es verdad. Porque, verás,Meriel nunca ha obtenido un título.No terminó su carrera. Sin embargo,como psicoterapeuta podrámantenerse sola. La psicoterapia seha convertido en una mina de oropara las mujeres sin estudios... Hareemplazado a la máquina de coserde las generaciones pasadas.

—En Zimlia no. La máquina decoser sigue en vigor, ayudando a lasmujeres a ganarse la vida. —Sylviarió otra vez.

—Por fin —dijo Colin—.Empezaba a pensar que no te vería ni

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sonreír. —Le sirvió más vino, puessorprendentemente se lo habíabebido todo, y volvió a llenar supropio vaso—. Bueno, la cuestión esque Meriel va a mudarse a la casa dePhyllida, cuya socia ha decididoindependizarse y montar su propiogabinete de fisioterapia, de maneraque el apartamento del sótanoquedará libre y lo usaré para trabajary, por supuesto, para eludir misresponsabilidades paternas.

—Lo que no resuelve elproblema de que a Frances le hayancolgado el sambenito de madrastra

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mala. Y al margen de los problemascon los críos, ¿está contenta?

—Muchísimo. En primer lugar,está colada por Rupert, y no es deextrañar, ¿verdad? Pero hay algomás. ¿Te has enterado de que havuelto al teatro?

—¿A qué te refieres? No sabíaque hubiera hecho teatro.

—Qué poco sabemos denuestros padres. Bueno, resulta queel teatro fue el primer amor de mimadre. Trabaja en una obra conSophie. En este mismo momentoestarán aplaudiéndolas a las dos. —

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Colin frunció el entrecejo y seconcentró en lo que decía, puesempezaba a arrastrar las palabras—.Joder, estoy borracho.

—Por favor, Colin, cariño, nobebas, por favor.

—Hablas como Sonia. Bien.—Ah, Chéjov, sí. Ya veo.

Aunque la verdad es que sí, estoy desu parte. —Sylvia rió, no sin ciertatristeza—. Hay un hombre en lamisión... —¿Cómo describirle aColin la situación de Joshua?—. Unnegro. Cuando no está colocado conhierba, está borracho. Bueno, si

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supieras algo de su vida...—¿La mía no justifica el

alcoholismo?—No, claro que no. De modo

que preferirías que Sophie no...—Preferiría que no tuviera

cuarenta y tres años. —Colin dejóescapar un gemido que había estadoconteniendo—. Ya ves, Sylvia, séque es ridículo, sé que soy un idiotadigno de lástima, pero quería unafamilia feliz, una mamá, un papá ycuatro niños. Quería todas esascosas, y con Sophie no tendréninguna.

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—No —convino Sylvia.—No. —Colin trataba de

contener el llanto restregándose losojos con los puños, igual que un niño—. Y si no quieres estar aquí pararecibir a la feliz Sophie y a mitriunfante madre, ambas embriagadasde éxito con Romeo y Julieta...

—¿Quieres decir que Sophieinterpreta el papel de Julieta?

—Aparenta dieciocho años.Está preciosa, te lo aseguro. Elembarazo le sienta de maravilla, yademás casi no se le nota. Aun así,los periódicos están ensañándose con

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ella. Sarah Bernhardt hizo de Julietacon ciento un años y una pata depalo... En cualquier caso, una Julietaembarazada añade una inesperadadimensión a la obra. En cuanto alpúblico, la adora; nunca la habíanaplaudido tanto. Lleva holgadastúnicas blancas y flores blancas en elpelo. ¿Te acuerdas de su pelo,Sylvia? —Finalmente, Colin se echóa llorar.

Sylvia se acercó, lo convencióde que se levantase, lo ayudó a subirpor la escalera y, en el mismo lugardonde se había sentado con Andrew

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abrazó a Colin y escuchó sussollozos hasta que se quedó dormido.

Como no sabía si en la casahabía una cama libre, decidiómarcharse, pero antes le dejó unanota a Colin que escribiera «laverdad sobre Zimlia». Alguien debíahacerlo.

Salió a la calle y se metió en elprimer hotel que encontró.

Había quedado en ir a comercon la familia. Por la mañana sedirigió a varias librerías y comprócuanto pudo. Llegó a la casa de Julia—porque para ella seguía siendo la

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casa de Julia— con dos grandescajas llenas de libros. La recibióFrances, que al igual que Colin lacondujo a la cocina, la abrazó comoa una hija largamente añorada y lahizo sentarse en su antiguo sitio en lamesa, al lado de ella.

—No me digas que necesitoalimentarme —le rogó Sylvia—. Porfavor.

Cuando Frances depositó sobrela mesa un cesto con rebanadas depan, Sylvia imaginó lo mucho queesa visión habría complacido alpadre McGuire; le llevaría una buena

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hogaza. Un plato lleno de rizos demantequilla: bueno, eso no podríallevárselo. Sylvia siguiócontemplando la comida y pensandoen Kwadere mientras Francestrajinaba poniendo la mesa. Se habíaconvertido en una mujer robusta yatractiva, y su cabello rubio —teñido— presentaba un corte que debía dehaber costado una fortuna. Ibaelegantemente vestida: Julia habríaaprobado su nuevo aspecto.

Cuatro platos... ¿para quiénes?Entró un niño alto que se detuvo aexaminar a Sylvia, la desconocida.

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—Este es William —lopresentó Frances—, y ésta es Sylvia,que antes vivía aquí. Es la hija dePhyllida, la amiga de Meriel.

—Ah, hola —la saludó elhermoso niño, con tanta formalidadcomo si hubiera dicho «muchogusto», y se sentó, frunciendo lasrubias cejas mientras trataba deentender la relación entre ambasmujeres. Al fin se dio por vencido—.Frances, tengo una clase de natacióna las dos. ¿Puedo comer algo rápido?

—Y yo tengo un ensayo. Teserviré a ti primero.

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Lo que estaba sirviendo noguardaba la menor semejanza con lassuculentas comidas caseras delpasado. Iban apareciendo toda clasede platos preparados; Frances pusouna pizza en el microondas, la sacóal cabo de unos minutos y se laofreció a William, que empezó a darcuenta de ella de inmediato.

—Come un poco de ensalada —ordenó Frances.

Con gesto de heroicaresignación el niño ensartó con eltenedor un par de hojas de lechuga yun rábano y se los llevó a la boca

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como si fuesen una medicina.—Bien hecho —dijo Frances—.

Supongo que Colin te habrá puesto alcorriente de nuestros asuntos, ¿no,Sylvia?

—Creo que sí. —Sylviaadvirtió que Frances le dirigía unamirada significativa, de lo quededujo que habría agregado algo si elniño no hubiera estado delante—. Alparecer voy a perderme una boda.

—Yo no lo llamaría así. Sólofirmarán los papeles ante una docenade personas en el registro civil.

—Aun así me gustaría estar

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presente.—Pero no puedes. No quieres

abandonar tu... hospital, ¿verdad?El titubeo le indicó a Sylvia que

Andrew había descrito el lugar entérminos poco caritativos.

—No se puede juzgar aquellocon los criterios de aquí.

—No estaba juzgándolo. Perotodos nos preguntamos si no estarásdesperdiciando tu talento. Al fin y alcabo, aquí has tenido empleosbastante buenos.

En ese momento hizo su entradaSophie. Llevaba puesto algo

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semejante a un anticuado salto decama blanco con grandes floresnegras, y era toda una visión, comoOfelia flotando en el agua, con sularga melena negra dramáticamentesalpicada de hebras de plata y susojos tan hermosos como siempre. Lapequeña protuberancia que delatabasu embarazo no habría podido sermás elegante.

—Siete meses —dijo Sylvia—.¿Cómo lo consigues?

Se habían fundido en un abrazo.Las dos lloraron, y aunque no cabíaesperar otra cosa de Sophie, pues el

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llanto la favorecía, Sylvia soltó,enjugándose las lágrimas:

—Maldita sea.Frances también estaba

llorando. El niño las observaba conindiferente seriedad entre bocado ybocado de pizza. Sophie se reclinóen una silla con brazos situada alotro extremo de la mesa, y conademán elocuente deslizó las manospor el contorno de su vientre.

—Tengo cuarenta y tres años,Sylvia —dijo en tono dramático.

—Lo sé. Anímate. ¿Te hashecho todas las pruebas?

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—Sí.—Entonces todo irá bien.—Pero Colin... —Sophie se

echó a llorar de nuevo—. ¿Podráperdonarme algún día?

—Tonterías —replicó conimpaciencia Frances, que había oídoesa cantinela demasiadas veces.

—Por lo que me contó anoche,no parece que tenga nada queperdonar.

—Eres muy buena, Sylvia. Todoel mundo es muy bueno conmigo. Yvivir en esta casa, esta casa quesiempre consideré mi verdadero

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hogar, con Frances... Has sido unamadre para mí, en la misma medidaque mi verdadera madre, que ahoraestá muerta, pobrecilla.

—Más que tu madre fui tu ama—puntualizó Frances.

—Sí, ¿sabías que interpreta elpapel de ama? Y lo hacemaravillosamente; pero prontotendremos un ama de verdad en lacasa, porque yo seguiré actuando yFrances también, por supuesto.

—Desde luego, no estoydispuesta a ocuparme de un bebé —señaló Frances.

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—Por supuesto que no —convino Sophie, aunque era evidenteque le habría gustado.

—Además, no olvides queRupert, los niños y yo nos iremos avivir a otra parte.

—Oh, no —gimió Sophie—.Por favor, no te vayas. Hay sitio paratodos.

William se había erguido en lasilla y las miraba con expresión depánico.

—¿Qué? ¿Adonde nos vamos?¿Por qué, Frances?

—Bueno, esta casa pertenece

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ahora a Colin y Sophie. Van a tenerun hijo.

—Pero si hay lugar de sobra —protestó William a gritos, como sipretendiera hacerlas callar—. Noveo por qué hemos de irnos.

—Baja la voz —dijo Sophie,inútilmente, y miró a Frances paraque calmase la angustia del niño.

—Me gusta esta casa —insistióWilliam—. No quiero irme. ¿Por quétenemos que hacerlo? —Prorrumpióen sollozos ahogados, propios de unniño acostumbrado a llorar a solas,confiando en que nadie lo oyese.

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Se levantó y salió corriendo dela cocina. Nadie pronunció unapalabra.

Finalmente, Sophie rompió elsilencio.

—Colin no te ha pedido que temarches, ¿verdad, Frances?

—No.—Yo tampoco quiero que te

vayas.—Siempre nos olvidamos de

Andrew. Seguramente tiene planespara esta casa.

—¿Por qué? Lo está pasando defábula viajando por el mundo, y no

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querría que fuésemos infelices.—No deberías excederte,

Sophie —la reconvino Sylvia—.Imagino que no pensarás seguirtrabajando hasta el último momento.—La alegría del encuentro se habíadisipado, y se la veía tensa,demacrada y exhausta.

Se estrujó las manos sobre supequeña barriga.

—Bueno..., yo había pensado...Pero tal vez...

—Sé sensata —terció Frances—. Ya es bastante malo que...

—Que sea una vieja, sí, ya lo

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sé.—Me gustaría hablar con Colin

—dijo Sylvia.—Está trabajando —repuso

Sophie—. Nadie osa interrumpirlocuando está trabajando.

—Es una pena, porque se tratade algo importante.

Al pasar junto a Frances,camino de la escalera, Sophie le dioun breve abrazo.

—Por favor, no te vayas,Frances. Por favor. Estoy segura deque nadie quiere que te vayas.

Frances la siguió y encontró a

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William acurrucado en la cama,como un animal asustado o unapersona dolorida.

—No quiero irme. No quieroirme —repetía en voz alta.

Lo estrechó entre sus brazos.—Para. Todavía no lo hemos

decidido. Lo más probable es que nonos vayamos.

—Entonces prométemelo.—No puedo. No hay que hacer

promesas cuando uno no está segurode poder cumplirlas.

—Pero estás casi segura, ¿no?—Sí, supongo que sí.

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Frances permaneció en lahabitación mientras él reunía suscosas para la clase de natación.

—Me parece que Margaret noestá tan interesada como tú enquedarse aquí, ¿me equivoco?

—No. Quiere ir a vivir con sumadre. Pero yo no. Meriel me odiaporque soy un chico. Me gustaríaquedarme contigo y con papá.

Mientras subía a prepararsepara el ensayo, Frances pensó quehacía mucho tiempo que norecordaba su deseo de poseer unacasa propia y vivir sola, como una

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mujer autosuficiente e independiente.Sus ahorros se habían reducido demanera alarmante. Una parte habíaido a parar a la terapia de Meriel, decuya pensión también se había hechocargo. Rupert había vendido el pisode Marylebone y Meriel se habíaquedado con las dos terceras partesdel dinero. Rupert y Frances estabanpagando un alquiler razonable porvivir en la casa con los dos niños. Élse ocupaba de los gastos de lasescuelas. A pesar de que Franceshabía ganado bastante dinero con suslibros, artículos y reimpresiones,

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cada vez que hacía cuentas advertíaque gran parte de esa suma habíaacabado en el bolsillo de Meriel. Seencontraba en una situación no pocofrecuente en nuestros días: manteníaa la ex mujer de su pareja.

Entró en la habitación conyugal,con sus dos camas: aquella en la quehabía dormido sola durante tantotiempo y otra más grande, que sehabía convertido en el centroemocional de su vida. Se sentó en sucama de solterona y miró el pijamade Rupert, que estaba doblado sobrela almohada. Era de popelina verde

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azulada, de lo más formal, perosuave y sedoso al tacto. Aunque aprimera vista Rupert parecía unhombre fuerte y seguro, cuando unoreparaba en la delicadeza de susfacciones, en sus manos sensibles...Frances se sentó en el lado de lacama donde dormía Rupert y acaricióel pijama.

¿Se arrepentía de haberle dichoque sí a Rupert, a sus hijos, a aquellasituación sin situación? No, ni por uninstante. Se sentía como si al final desu vida hubiera llegado porcasualidad, como en un cuento de

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hadas, a un claro bañado por la luzdel sol; hasta en sus sueñosaparecían escenas semejantes, ysabía que estaba soñando con Rupert.Los dos habían estado casados yhabían creído que sus desagradablesparejas los habían inmunizado parasiempre contra el matrimonio, y noobstante, habían alcanzado unafelicidad que no habían esperado nicreído posible. Los dos llevaban unavida ajetreada, él en el periódico,ella en el teatro, y conocían acentenares de personas; pero esascosas formaban parte del mundo

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exterior, y lo más importante era esacama enorme donde todo se entendíasin necesidad de palabras. Francesdespertaba y se decía a sí misma, yluego a Rupert, que había estadosoñando con la felicidad. Que seburlaran quienes pensasen locontrario, y de hecho se burlaban,pero la felicidad existía y estaba allí;sí, allí estaban ellos dos, contentoscomo gatos al sol. Sin embargo, estasdos personas maduras —la cortesíahabría exigido llamarlos así—guardaban un secreto que sabían quese marchitaría si lo desvelaban. Y no

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eran los únicos: la ideología hadictaminado que una situaciónsemejante es imposible, y por eso lagente calla.

Regresaba a una casa que la habíaamado, acogido, amparado, que larodeaba con sus brazos, que laarropaba como si fuese una manta, enla que se refugiaba igual que unanimalito asustado..., con la salvedadde que ya no era su casa, sino la deotras personas... Sylvia ascendió porla escalera, consciente de cadapeldaño, de cada giro: allí se había

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acurrucado, escuchando el ruido ylas risas procedentes de la cocina,temerosa de que nunca la aceptaran;y allí la había encontrado Andrewantes de subirla en brazos, meterla enla cama y darle una chocolatina quehabía sacado del bolsillo. Aquéllahabía sido su habitación, pero debíapasar de largo. Esos habían sido losdormitorios de Andrew y Colin.Estaba subiendo el último tramo deescalera. Al llegar a la planta deJulia no supo a qué puerta llamar,pero acertó, porque al oír la voz deColin decir «adelante», entró en la

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antigua salita de Julia, donde él sehallaba sentado ante... No, no era elescritorio de Julia, sino uno grande,que ocupaba el ancho de una pared.Habría resultado menos dolorosopara ella que todos los muebles deJulia hubiesen sido reemplazados porotros, pero ahí estaba el sillón deJulia con el pequeño escabel, y fuecomo si aquel lugar le diese labienvenida y la rechazara a la vez.Colin tenía todo el aspecto de unapersona disoluta. Era un hombrecorpulento e hinchado que pronto seconvertiría en un gordo fofo si...

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—¿Por qué te fuiste de esamanera, Sylvia? —preguntó—.Cuando me avisaron esta mañana...

—Da igual. No importa. Debohablar contigo.

—Te pido disculpas. Olvida loque te dije anoche. Me pillaste en unmal momento. Si critiqué a Sophie...,olvídalo. La quiero. Siempre la hequerido. ¿No recuerdas que siempreformamos... un equipo?

Sylvia se sentó en el sillón deJulia, aun cuando sabía que se lerompería el corazón si pensaba enella, y no quería, no quería perder

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tiempo en... Colin estaba enfrente deella, en una silla giratoria. Searrellanó, estirando las piernas, yesbozó una sonrisa a modo de ferozautocrítica por su borrachera.

—Y hay algo más. ¿Quéderecho tenemos a esperar una vidanormal con los antecedentes denuestra familia? Las batallasconstantes, los problemas, loscompañeros... ¡Qué absurdo! —Rió,y la habitación se llenó de olor aalcohol.

—Si vas a tener un hijo, has dedejar de beber. Podría caérsete

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accidentalmente de las manos o...—¿O qué? ¿Qué más, mi

pequeña Sylvia?Ella suspiró y dijo en voz baja y

tono de humildad, tal que si leenseñara una ilustración de un libro:

—A Joshua, el hombre del quete hablé..., un negro, naturalmente...,su hijo de dos años se le cayó sobreuna hoguera... Las quemaduras fuerontan graves que... Por supuesto, sihubiese ocurrido en este país, habríarecibido el tratamiento adecuado.

—Bueno, Sylvia, no creo que yovaya a tirar a mi hijo al fuego. Soy

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perfectamente consciente de queyo..., de que mi comportamientopodría ser más satisfactorio. —Estaforma de expresarlo le hizo tantagracia a Sylvia que rompió a reír;Colin también, aunque no deinmediato—. Soy un desastre; pero¿qué puedes esperar de la progeniedel camarada Johnny? Sin embargo,¿sabes una cosa? En la época en quevivía como un oso en una cueva ysólo salía para ir al pub, o para teneruna aventura o una relación (he ahíuna palabra perfecta para escurrir elbulto)... en fin, entonces no me

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consideraba un desastre. Pero encuanto Sophie se instaló aquí y nosconvertimos en una familia feliz,descubrí que soy un oso que no estáadiestrado para vivircivilizadamente. No sé por qué mesoporta.

—Colin, me gustaría muchohablar contigo de otra cuestión.

—Le digo que, si persevera, esposible que algún día consigaconvertirme en un marido.

—Por favor, Colin.—¿Qué quieres que haga?—Quiero que vayas a Zimlia,

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que veas las cosas con tus propiosojos y escribas la verdad.

Se produjo un silencio. Unasonrisa ligeramente irónica se dibujóen el rostro de Colin.

—¡Cuántas cosas me traes a lamemoria! ¿Recuerdas cuando loscamaradas viajaban constantemente ala Unión Soviética y demás paraísoscomunistas para ver las cosas consus propios ojos y contar la verdad asu regreso? De hecho, con lasabiduría que hemos tenido la fortunade heredar, estamos en condicionesde concluir que, si existe una fórmula

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infalible para no descubrir la verdad,es la de ir adonde sea a ver las cosascon tus propios ojos.

—De manera que no quieres ir.—No. No sé nada sobre África.—Yo podría informarte. ¿No te

das cuenta? Lo que cuentan losperiódicos no tiene nada que ver conla realidad.

—Aguarda un momento. —Colin giró en la silla, abrió un cajóny extrajo un recorte de periódico—.¿Has visto esto? —Se lo tendió.

Se trataba de un artículofirmado por Johnny Lennox.

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—Sí, me lo envió Frances. Esuna sarta de patrañas; el camaradapresidente no es como lo describe laprensa.

—Vaya sorpresa.—Cuando vi el nombre de

Johnny no lo podía creer. ¿Se haconvertido en un experto en África?

—¿Por qué no? Todos susídolos han demostrado tener pies debarro, ¡pero no importa! En Áfricahay una reserva ilimitada de grandeslíderes, matones, bravucones ysinvergüenzas, así que todas laspobres almas que necesitan idolatrar

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a un héroe tienen a los héroes negrosa su disposición.

—Y cuando hay una matanza,una guerra entre tribus o variosmillones de desaparecidos, selimitan a murmurar: «Es una culturadiferente» —apuntó Sylvia,sucumbiendo a los placeres delresentimiento.

—A fin de cuentas, el camaradaJohnny tiene que comer, y de estemodo siempre es el invitado dehonor de un dictador u otro.

—O en una conferencia dondese discute el significado de la

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libertad.—O en un simposio sobre la

pobreza.—O en un seminario organizado

por el Banco Mundial.—De hecho, eso forma parte del

problema; los rojos de la viejaguardia no pueden dar lecciones delibertad y democracia, y por esoJohnny ya no está tan solicitado comoantes. ¡Ah, Sylvia, te echo tanto demenos! ¿Por qué vives tan lejos?¿Por qué no podemos vivir todosjuntos en esta casa y olvidarnos de loque sucede fuera? —Estaba animado,

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había perdido la palidez de la resacay reía.

—Si te paso toda lainformación, dispondrías de materialsuficiente para escribir algunosartículos.

—¿Por qué no se lo pides aRupert? Es un periodista serio. Unode los mejores. Muy bueno.

—Los periodistas famosos noquieren correr riesgos. Todosescriben maravillas sobre Zimlia. Sies el primero en decir lo contrario,lo harán pedazos.

—En teoría, a los periodistas

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les gusta ser los primeros en decir loque sea.

—Entonces ¿por qué no lo hahecho? Yo podría pedirle al padreMcGuire que redactase un borrador,y tú trabajarías sobre esa base.

—Ah, sí, el padre McGuire.Andrew me contó que no supo lo queera un capón cebado hasta que loconoció. —Al percatarse de queSylvia se había ofendido, rectificó—: Perdona.

—Es un buen hombre.—Y tú una buena mujer. No

estamos a tu altura... Lo siento, lo

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siento, pero ¿no te das cuenta de quete envidio, Sylvia? Envidio esainocente y entusiasta honestidadtuya... ¿De dónde ha salido? Ah, sí,claro, eres católica. —Colin selevantó, sentó a Sylvia en susrodillas y hundió la cara en su cuello—. Juraría que hueles a sol. Es loque pensé anoche, cuando te portastetan bien conmigo: «Huele a sol».

Sylvia se sentía incómoda. YColin también. Se encontraba en unaposición incongruente con la formade ser de los dos. Ella regresó alsillón.

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—¿Intentarás beber menos?—Sí.—¿Me lo prometes?—Sí, Sylvia, te lo prometo.—Te enviaré el material.—Haré lo que pueda.

Sylvia llamó a la puerta delapartamento del sótano, oyó unáspero «¿quién es?», abrió la puertay asomó la cabeza. Una mujerdelgada con elegantes tejanos decolor tostado, una camiseta a juego yuna melena corta de color cobrizo lamiró desde el pie de la escalera; era

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cortante como un cuchillo.—Hace tiempo viví en esta casa

—explicó Sylvia—, y he oído queusted se va a vivir con mi madre.

Meriel continuóinspeccionándola con gesto hostil.Luego le dio la espalda y encendióun cigarrillo.

—Sí; ése es el plan por elmomento —contestó a través de unanube de humo.

—Yo soy Sylvia.—Lo suponía.Las habitaciones eran tal como

Sylvia las recordaba, semejantes a

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las de un piso de estudiantes, aunqueimpecablemente ordenadas. Meriel,que estaba haciendo las maletas, sevolvió para decir:

—Quieren que desocupe estesitio. Tu madre ha tenido la bondadde ofrecerme un techo mientras buscootra cosa.

—¿Y trabajará con ella?—Cuando termine mi

formación, me estableceré por micuenta.

—Entiendo.—Y en cuanto tenga mi propio

piso, me llevaré a los niños.

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—Ah, bueno, espero que todosalga bien. Perdone la interrupción.Sólo quería..., en fin, evocar losviejos tiempos.

—No des un portazo al salir.Esta casa es muy ruidosa. Los niñoshacen lo que les viene en gana.

Sylvia tomó un taxi para ir a la casade su madre. Las cosas no habíancambiado mucho: incienso, dibujosmísticos en los cojines y las cortinas,y su madre gorda y enfadada, perodeshaciéndose en sonrisas debienvenida.

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—Es todo un detalle que tehayas tomado la molestia de venir averme.

—Esta noche vuelvo a Zimlia.Phyllida la escrutó lentamente y

con suma atención.—Vaya, Tilly, pareces una

pasa. ¿Por qué no usas cremas parala piel?

—Tienes razón. Lo haré. Acabode conocer a Meriel.

—¿De veras?—¿Qué sucedió con Mary

Constable?—Tuvimos unas palabras.

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Esa expresión desató un torrentede recuerdos en la mente de Sylvia;ella y su madre en una pensión o enla habitación de una casa ajena,mudándose constantemente, casisiempre porque no habían pagado elalquiler; caseras que se habíanmostrado muy amigables convertidasen enemigas, y la frase: «Tuvimosunas palabras.» Tantas palabras, tana menudo... Después Phyllida se casócon Johnny.

—Lo lamento.—No lo lamentes. Hay muchos

peces en el mar. Al menos Meriel ha

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tenido hijos. Sabe lo que se sientecuando te roban un hijo.

—Bueno, debo marcharme.Sólo quería ver cómo estabas.

—No esperaba que te sentases atomar una taza de té.

—De acuerdo, tomaré una tazade té.

—Los críos de Meriel son unaverdadera lata.

—Entonces se alegrará delibrarse de ellos, ¿no?

—Aquí no los traerá, desdeluego. Que no se le ocurra.

—Si vamos a tomar té,

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hagámoslo ya. Es casi la hora desalir hacia el aeropuerto.

—En ese caso tal vez sea mejorque te vayas.

Sylvia estaba otra vez en la terminalde llegadas del aeropuerto de Senga,tan atestada como en su primeravisita y con los mismos dos gruposde personas divididas por el color dela piel, pero sobre todo por suposición social. Sin embargo, algohabía cambiado. Hacía cuatro..., no,cinco años aquella muchedumbreparecía eufórica y confiada, pero

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había transcurrido muy poco tiempodesde la guerra y los rostros y lasactitudes reflejaban una aprensiónarraigada, como si todavía nohubieran terminado de asimilar lanoticia de la paz. Los nervios seguíana flor de piel. Por otro lado, sinembargo, la multitud estaba radiante,satisfecha con las compras hechas enLondres, que abarrotaban la pequeñay chirriante cinta transportadorahasta el punto de que no paraban decaer grandes maletas, neveras ymuebles, cuyos risueños propietariostenían que correr a levantarlos.

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Nunca había existido una poblaciónde viajeros más satisfecha de símisma que aquélla; en el avión, laspalabras «la nueva nomenclatura»habían circulado entre los blancoscomo un chisme transmitido condeleite.

Y de nuevo se apreciabandiferencias en la forma de vestir: lanueva élite negra con sus ternosenjugándose el sudor de sus radiantescaras, y los blancos enfundados entejanos y camisetas, listos para partirhacia sus humildes destinos en elmonte o en la ciudad. Pronto, esos

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dos grupos tan distintos de sereshumanos fijaron la vista en un mismopunto: una joven negra de unosdieciocho años, muy bonita, quelucía la última creación de undiseñador de moda con tacones deaguja y el presuntuoso ceño de losjóvenes consentidos. Había reclutadoa dos mozos de equipaje, querecogieron de la cinta una, dos, tres,cuatro —¿eso era todo?—, no, siete,ocho maletas Vuitton.

—Eh, tú, chico, trae eso aquí —ordenó en el tono autoritario yestridente que había copiado de las

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señoronas blancas de otros tiempos yque ya nadie se atrevía a emplear—.Deprisa, chico. —Llegó al primerpuesto de la cola—. Muéstrale mismaletas al señor.

Un negro corpulento que estabaen la cola le dijo algo en vozpaternal y amistosa, como parajactarse de conocer a semejantebelleza, y ella volvió la cabeza y lededicó una sonrisa medianamenteamable que al mismo tiemposignificaba: «¿Quién eres tú paradecirme lo que tengo que hacer?»Todos los negros observaban con

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orgullo a aquel símbolo de suindependencia, y los blancos,claramente inferiores, no hicieroncomentarios, aunque cambiaronmiradas. Más tarde, cuando seencontrasen en un lugar seguro,comentarían el episodio. La jovenllegó a la aduana.

—Soy la hija de... —pronuncióel nombre de un ministro,volviéndose hacia los mozos añadió—: Eh, chico..., chico... Seguidme.—Pasó por la aduana y se saltó laventanilla de Inmigración como si noexistiera.

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Sylvia llevaba cuatro cajasgrandes y un bolso pequeño con laropa, y aunque veía que losfuncionarios de aduanas daban elvisto bueno a lotes de enseres quebastaban para equipar una casa,sabía que no podía esperar el mismotrato. En esta ocasión no había tenidosuerte con su compañero de viaje.Miraba a los funcionarios buscandoel rostro joven, entusiasta y amistosode la última vez, pero no estaba allí,o se había transformado en el de unburócrata más. Cuando llegó alprimer puesto de la cola, un hombre

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enfurruñado le preguntó:—¿Qué lleva ahí?—En esta caja y en esta otra hay

máquinas de coser.—¿Y para qué las quiere? ¿Para

trabajar?—No, son regalos para las

mujeres de la misión de Kwadere.—Regalos. ¿Y cuánto le

pagarán por ellas?—Nada —respondió Sylvia con

una sonrisa: sabía que la mención delas máquinas de coser habíaconmovido a ese hombre, que quizáshubiera visto a su madre o a su

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hermana trabajando con una. Pordesgracia el deber prevaleció.

—Tendrá que dejarlas endepósito. Ya le informarán cuántodebe pagar para llevárselas. —Levantó las dos cajas y las puso a unlado. Sylvia supo que no volvería averlas. Se «extraviarían».

—¿Y qué hay aquí? —Elhombre golpeó los costados de lasotras dos cajas como si se tratara depuertas.

—Libros para la misión.La cara del funcionario reflejó

instantáneamente un sentimiento que

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Sylvia conocía bien: avidez. Cogióuna palanca y abrió la tapa de una delas cajas. Contenía libros. Escogióuno, lo hojeó despacio y suspiró.Devolvió el libro a su sitio, colocónuevamente la tapa y titubeó por unosinstantes.

—Por favor, estos libros hacenmucha falta —dijo Sylvia.

Se salvó por muy poco.—De acuerdo —repuso el

hombre.Sylvia acababa de cambiar dos

máquinas de coser por los libros,pero sabía que las mujeres de la

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misión los preferirían.Pasó por Inmigración sin

incidentes y poco después divisó a lahermana Molly, que la aguardaba conuna sonrisa en los labios, rodeadapor un resplandor que indicaba queun aguacero reciente había limpiadoel aire. Había llegado la estación delas lluvias. Tarde, pero ya estabaallí. La cuestión era si duraría: en lostres o cuatros años anteriores habíacontribuido a mitigar el resecamientodel suelo, pero habían cesado antesde hora. Oficialmente la regiónestaba sufriendo una sequía, aunque

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nadie lo hubiera dicho al ver laspresuntuosas nubes blancas quesurcaban el cielo azul o los charcosque salpicaban la tierra.

El sol destellaba en la cruz dela hermana Molly y hacía brillar susatléticas y bronceadas piernas.Lozana, ésa era la palabra que mejorla describía. Y lozano era aquelpaisaje, además de vigoroso, con susárboles y arbustos recién lavados yuna alegre multitud que se dispersabaen coches oficiales o modestosautobuses. Sylvia se sintió de nuevoen su elemento. Salvo por los libros,

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su visita a Londres había sido unfracaso. No obstante dejó esaexperiencia atrás como quien cierrauna puerta de golpe. Londres se leantojaba irreal; lo real era el lugardonde ahora se encontraba.

El asiento trasero del coche sehundió bajo el peso de los libros. Lahermana Molly se puso al volante yde inmediato procedió a contarle elúltimo escándalo: habían procesadoa varios ministros por malversarfondos y aceptar sobornos. Hablabacon la satisfacción de quien veconfirmadas sus predicciones.

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—Y el padre McGuire ha dichoque hay problemas en la misión —agregó—. Os acusan de un robo.

—Qué tontería.—Las tonterías pueden hacer

mucho daño.Sylvia tuvo la impresión de que

la monja —porque a fin de cuentasera una monja— la miraba conexpresión reprobatoria; ¿se tratabade una advertencia? Algo iba mal.De nada serviría contradecirla. Esamujer era muy hábil. Coordinaba unaorganización que llevaba docentesestadounidenses y europeos a Zimlia,

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donde faltaban maestros, para queimpartiesen clases durante dos años;un programa que el Gobierno veíacon buenos ojos —por el momento—, porque se ahorraba dinero ensueldos. Algunas escuelas estaban enzonas remotas, y la hermana Mollyviajaba constantemente paraaveriguar qué tal les iba a losmaestros.

—Algunos proceden de familiasricas y no tienen la menor idea dedónde van a meterse, así que lopasan muy mal cuando llegan aescuelas como la de Kwadere.

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Aquella joven competente veíalas crisis nerviosas, las depresionesy los colapsos de todo tipo comosimples gajes del oficio: amable ycomprensiva, Molly, que habíacrecido en una humilde casa deGalway, podía acunar en sus brazosa una niña mimada de Los Ángeles oFiladelfia arrullándole con vozgrave: «Tranquila, tranquila.»

—Me he enterado de que otravez hay problemas en la escuela: eldirector se ha largado con el dinero yel padre McGuire ha vuelto a hacerdoble turno. Es curioso, ¿no te

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parece? Esos directores y el resto denuestros picaros ladrones secomportan como si fueran invisibles,como si la policía y los ciudadanosno pudiéramos verlos, ¿Qué creesque se imaginan? —No esperaba unarespuesta, sólo quería hablar y queSylvia la escuchase. Pronto volvió asu centro de gravedad, que era elpadre McGuire y sus deficiencias,porque, aparte de ser un hombre,estaba «metiéndoles ideas en lacabeza» a sacerdotes que trabajabanen distintas regiones del mundo. Oíraquella expresión en semejante

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contexto, habida cuenta de que losblancos se quejaban a menudo de quelos misioneros «metían ideas» en lacabeza de los negros, resultaba de lomás irónico, como el tema quesubyacía en las novelas de Colin: lainfinita incoherencia de que eracapaz la vida. (Poco antes de queSylvia viajase a Londres, Edna Pynele había asegurado que la actualcorrupción de los negros se debía aque les habían metido ideas en lacabeza en un estadio demasiadotemprano de su proceso evolutivo.)

—¿Qué clase de ideas? —

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consiguió interpolar Sylvia, yentonces oyó a Molly repetir porenésima vez que el machista del papano comprendía los problemas de lasmujeres. La clave residía en elcontrol de la natalidad, dijo, y quizásel Sumo Pontífice tuviese las llavesdel cielo, eso no se lo discutía, peroestaba totalmente desinformado conrespecto a lo que sucedía en la tierra.Si se hubiera criado con nuevehermanos y sin nada que llevarse a laboca, seguro que estaría soltando unrollo bien distinto. Así, en un estadode inofensiva y simpática

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indignación, la hermana Mollycondujo hasta la misión de SanLucas, donde dejó a Sylvia con suscajas de libros.

—No, no voy a entrar, pues delo contrario tendría que visitar a lasmonjas.

Sylvia entendió, tal como Mollypretendía, «a las tontas».

La casa del cura, que se alzabaen medio del polvo, los enmarañadosárboles del caucho, el convento,perfilado por el sol, y la mediadocena de tejados de la escuela en sucolina parecían miserables, una

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incursión superficial en el viejopaisaje... Había vuelto a casa —esosentía, en efecto—, pero temía que unsimple soplo lo arrasara todo.Permaneció unos instantes allí,percibiendo el aroma de la tierrahúmeda y un suave calor queascendía desde ésta hacia suspiernas. Entonces apareció Rebecca.

—¡Sylvia, ah, Sylvia! —gritó.Se abrazaron—. ¡Cuánto la heechado de menos, Sylvia!

Sin embargo, lo que Sylviaestrechaba en sus brazos acentuabasu sensación de evanescencia, de

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fugacidad. El cuerpo de Rebecca eraun frágil haz de huesos ligeros, ycuando Sylvia la apartó para mirarlaa la cara, vio sus ojos profundamentehundidos en el cráneo, bajo el viejo ydescolorido pañuelo.

—¿Ocurre algo malo, Rebecca?—Bueno —respondió, como

diciendo: «Ya se lo explicaré»; peroprimero la llevó a la casa, le pidióque se sentara a la mesa y se colocóenfrente de ella—. Mi Tenderai estámal.

Se miraron mutuamente a losojos, sin disimulo. Dos hijos de

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Rebecca habían muerto, otro llevabatiempo enfermo, y ahora había caídoTenderai. La fuente de contagio erael marido de Rebecca, todavíaaparentemente sano pese a sudelgadez y su adicción a la bebida.Lo más probable era que Rebeccafuese seropositiva, pero ¿cómoasegurarlo sin un análisis? Y ¿quépodía hacer si lo era? Sylvia dudabaque se acostase con otros hombrespropagando así el terrible virus.

Sylvia había estado fuera unasemana.

—Vale —dijo. Últimamente

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parecía iniciar todas las frases conesa palabra. Significaba que habíaabsorbido la información y quecompartía los temores de Rebecca—.Lo examinaré. Tal vez sólo sea unaenfermedad pasajera.

—Eso espero —dijo Rebecca, yahuyentando sus preocupaciones,añadió—: El padre McGuire estátrabajando demasiado.

—Ya me he enterado. ¿Qué eseso de que nos acusan de un robo?

—Una tontería. Es por las cajasdel hospital que visitamos. Dicen queusted las robó.

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Sylvia, que en Londres no habíadejado de pensar en la misión, habíadecidido que lo más sensato seríaregresar al hospital en ruinas yllevarse todo lo aprovechable. Noobstante, Rebecca le ocultaba algo.Tenía la mirada perdida y su carareflejaba nerviosismo y temor.

—Cuéntamelo todo, Rebecca,por favor.

Sin levantar los ojos haciaSylvia, repitió que todo era unatontería. Sobre esas cajas pesaba unamaldición —empleó la palabrainglesa—, y agregó:

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—El n’ganga ha dicho que atodos los que robaron en el hospitalles pasarán cosas malas. —Selevantó y murmuró que era hora depreparar la comida del padreMcGuire y que esperaba que Sylviatuviese hambre, porque había hechoun arroz con leche especial.

Durante el rato en que Rebeccay Sylvia, sentadas frente a frente,habían estado pensando en Tenderaiy los demás niños, tanto los muertoscomo los vivos, se habían tratadocon una confianza y una franquezaabsolutas; pero de pronto Sylvia

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comprendió que Rebecca no lecontaría nada más sobre ese tema,porque estaba convencida de que nola entendería.

Sylvia se sentó en su cama,rodeada por las paredes de ladrillo,y tuvo la sensación de que lasmujeres de Leonardo le daban labienvenida. Después se volvió haciael crucifijo colgado a su espalda conla intención de confirmar ciertasideas que habían estado germinandoen su mente. Alguien que aceptabalos milagros de la Iglesia católica noestaba en condiciones de tachar a

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otros de supersticiosos: ése era surazonamiento, y distaba mucho desuponer una crítica a la religión. Losfeligreses que asistían a la misadominical del padre McGuire oíanque iban a beber la sangre y comer lacarne de Cristo. Poco a poco habíatomado conciencia de que lassupersticiones estabanprofundamente arraigadas en la vidade los negros de su entorno, ydeseaba asimilar este hecho, en lugarde limitarse a formular «ingeniososcomentarios intelectuales», como losque harían Colin y Andrew, se dijo.

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Estaba claro que se encontraba anteun terreno inaccesible para ella, yque no debía criticar a lostrabajadores negros ni a Rebecca,que además era su amiga, por creeren supersticiones.

Si el padre McGuire no laayudaba, tendría que ir a casa de losPyne. Mencionó el tema a la hora decomer, y cuando el cura le pidióconfirmación a Rebecca, queescuchaba junto al aparador, éstacontestó: «Bueno. Es verdad; y ahorala gente que robó cosas está enfermay todos piensan que es por lo que

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dijo el n'ganga.»El padre McGuire no

presentaba buen aspecto. Tenía lapiel amarillenta y las manchasrojizas de sus anchos pómulosirlandeses parecían llamear. Nopodía disimular su enfado y sunerviosismo. Era la segunda vez encinco años que se veía obligado aduplicar sus horas de clase. Laescuela se estaba viniendo abajo y elseñor Mandizi se limitaba a repetirque ya había comunicado la situacióna Senga. Cuando el sacerdote se hubomarchado a la escuela, sin haber

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dormido la siesta, Sylvia y Rebeccasacaron los libros de las cajas yechando mano de tablas y ladrillosmontaron un par de estanterías quemuy pronto cubrieron una paredcompleta, a los lados de la pequeñacómoda. Rebecca había llorado alenterarse de que habían requisado lasmáquinas de coser —acariciaba laesperanza de ganar algún dineroextra haciendo trabajos de costura—,pero las lágrimas que derramómientras contemplaba y tocaba loslibros fueron de alegría. Hasta losbesó. «Es maravilloso que pensara

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en nosotros y nos trajera estoslibros», dijo.

Sylvia fue al hospital, dondeJoshua dormitaba bajo el árbol comosi durante su ausencia no se hubieramovido de allí. Los niños larecibieron con gritos de alegría, yella se puso de inmediato a atender asus pacientes, la mayoría de ellosaquejados de tos y resfriadoscausados por las lluvias y los súbitoscambios de temperatura. Luego subióal coche e hizo una visita a los Pyne,que cumplían una función específicaen su vida: ser fuente de información

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cada vez que lo necesitaba.Los Pyne habían comprado su

hacienda después de la SegundaGuerra Mundial, en la década de loscincuenta, durante la última oleadade la inmigración blanca. Cultivabansobre todo tabaco y habíanprosperado. Desde la casa, situadasobre un promontorio, se dominabanlas onduladas colinas que en laestación seca se veían azules a causadel humo y la niebla, pero que en esemomento estaban veteadas por elintenso verde del follaje y el gris delas rocas de granito. El porche con

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columnas era lo bastante ancho paracelebrar fiestas en él; antes de laliberación habían celebrado muchas,pero tras la diáspora de los blancosrara vez se organizaba alguna. Sobreel encerado suelo rojo había variasmesas bajas, además de unos cuantosperros y gatos.

Cedric Pyne bebía té a grandessorbos mientras acariciaba la cabezade su mascota favorita, una perra delomo abultado llamada Lusaka. EdnaPyne, vestida con un eleganteconjunto de pantalón y camisa y conla piel lustrosa a causa de los

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protectores solares, estaba sentadajunto a la bandeja del té, con lahermana de Lusaka, Sheba,prácticamente pegada a su silla.Escuchaba a su marido, quedespotricaba contra el Gobiernonegro. Sylvia también lo escuchabamientras bebía su té.

Al igual que le ocurría cuandoescuchaba a la hermana Mollyquejarse del papa y su impenitentemachismo; o al padre McGuirerepetir a diario que era viejo, que yano estaba a la altura de lascircunstancias y que regresaría a

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Irlanda; o a Colin lamentarse por susituación con Sophie, tuvo queesperar el momento oportuno parameter baza y hablar de lo que lepreocupaba.

El fondo de la situaciónresultaba fácil de entender: losagricultores blancos eran el principalobjeto del odio de los negros, y elLíder los cubría de insultos cada vezque abría la boca, pese a que eranellos quienes ingresaban las divisasextranjeras que mantenían a flote elpaís y servían principalmente parapagar los intereses de los préstamos

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de... Sylvia imaginó al risueño ycortés Andrew entregando con unamano un talón con un montón deceros mientras con la otra aceptabaotro talón con la misma cantidad deceros. Ésta era la gráfica imagen quehabía utilizado para explicarle lasoperaciones de Dinero Mundial aRebecca, que, tras soltar unacarcajada, había dicho con unsuspiro: «Vale.»

Debido a que el Líderpropugnaba ideas socialistas,abrazadas en la madurez con elfanatismo del converso, diversas

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políticas que consideraba esencialespara el marxismo habían adquirido elpeso de mandamientos divinos. Unade ellas establecía que nadie podíaser despedido de su empleo, lo cualsignificaba que todo empresariodebía cargar con trabajadores que,sabiéndose a salvo, bebían, eludíansus obligaciones, se tendían al sol yrobaban siempre que se presentaba laoportunidad, al igual que sussuperiores. Ésta constituía una de lasinnumerables quejas que Sylvia oía amenudo. Otra era que no seconseguían piezas de recambio para

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las máquinas que se averiaban, y queresultaba imposible comprar otrasnuevas. Las que se importaban iban aparar directamente a manos de losministros y sus familiares. Estaslamentaciones, las más frecuentes,revestían menor gravedad que laprincipal, que, como tantos hechosimportantes, cruciales y básicos, raravez se mencionaba, porque era tanevidente que no hacía faltaexpresarla con palabras. Ante lacontinua amenaza de que losexpulsasen y les quitaran las tierras,los agricultores blancos se sentían

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inseguros, no sabían si invertir o no yvivían a salto de mata, sin hacerplanes a largo plazo. Edna Pyneinterrumpió a su marido para decirque estaba harta y que queríamarcharse.

—Que se queden con todo; yase enterarán de lo que han perdidocuando nos hayamos largado.

La hacienda, que en el momentoen que la habían comprado no eramás que un vasto terreno virgen sindesmontar —y sin la casa, porsupuesto—, estaba perfectamenteequipada para la agricultura, con

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graneros, cobertizos, corrales,abrevaderos, pozos y el añadidoreciente de una gran acequia. Lapareja había invertido allí todo sucapital, del cual carecían en elmomento de llegar.

—No pienso darme por vencido—replicó Cedric; eran palabras queSylvia ya había oído—. Tendrán quevenir y echarme por la fuerza.

Entonces empezaron laslamentaciones de Edna. Desde laliberación costaba muchísimoproveerse de productos básicoscomo un café decente o una lata de

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pescado. Ni siquiera contaban con unsuministro constante de harina, ynecesitaban tener un almacén llenohasta el techo de ésta para cuando lostrabajadores fueran a mendigarcomida. Estaba harta de que lainjuriasen. Ellos —los Pyne—estaban financiando los estudios dedoce niños negros, pero los cabronesdel Gobierno jamás reconocerían losméritos de los granjeros. Eranpresuntuosos, incompetentes, inútilesy sólo les interesaba robar todo loposible, y ella estaba hasta lacoronilla de...

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Su marido sabía que, al igualque él, necesitaba desahogarsecuando aparecía una cara nueva en elporche, de manera que guardósilencio y dirigió la vista más allá delos tabacales —de un verdereluciente— hacia el cúmulo denubes oscuras que parecía anunciaruna tormenta vespertina.

—Estás loco, Cedric —le dijosu esposa, como si fuese lacontinuación de un altercado privado—. Deberíamos cortar por lo sano eirnos a Australia, como los Freemany los Butler.

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—Nosotros no somos tanjóvenes como ellos —repuso Cedric—. Siempre lo olvidas.

—Y las tonterías que tenemosque aguantar... —prosiguió ella—.La mujer del cocinero dice que estáenferma porque le echaron el mal deojo. La verdad es que padece malariaporque no toma las píldoras. No parode decirles a todos: «Si no tomáis lasmedicinas, enfermaréis.» Pero esemaldito n'ganga tiene más influenciaen este distrito que cualquierfuncionario del Gobierno.

—Precisamente quería hablaros

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de eso —dijo Sylvia, interrumpiendoel efusivo discurso—. Necesitovuestro consejo.

En el acto, los dos pares de ojosazules le concedieron toda suatención: dar consejos era algo paralo que sabían que estabancapacitados.

Sylvia les contó la historia agrandes rasgos.

—De modo que ahora soy unaladrona. ¿Y qué hay de la supuestamaldición que ha caído sobre elnuevo hospital?

Edna soltó una risita débil,

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cargada de furia.—Ahí tienes otro ejemplo. ¿Lo

ves? Es una tontería. Cuando sequedaron sin dinero para el nuevohospital...

—¿Qué ocurrió? He oído decirque era de los suecos, luego de losalemanes... ¿Quién lo estabaconstruyendo?

—¿Qué más da? Suecos,daneses, yanquis, vaya uno a saber...La cuestión es que el dinero seevaporó de la cuenta de Senga dondelo depositaron y, entonces,decidieron retirarse. Dinero

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Mundial, Cooperación Internacionalo no sé quién, porque hay centenaresde esos idiotas solidarios, estátratando de conseguir nuevos fondos,pero hasta ahora no ha habido suerte.No sabemos qué está pasando.Entretanto, las cajas con material seestán pudriendo, o eso dicen losnegros.

—Es verdad. Yo las he visto.Pero ¿por qué enviaron materialantes de terminar de construir elhospital?

—Típico —espetó Edna Pyne,con la satisfacción de haber acertado

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una vez más—. ¿Por qué va a ser?Porque son unos incompetentes. Enteoría el hospital iba a estarterminado y funcionando en seismeses, pero ya ves, menuda patraña,aunque ¿qué se puede esperar deesos idiotas de Senga? De maneraque el gran jefe local, el señorMandizi, como se hace llamar él, fuea ver al n'ganga y le pidió que hicieracorrer la voz de que había echadouna maldición que afectaría acualquiera que robase o simplementetocase las cajas del hospital.

Cedric Pyne soltó una breve

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carcajada perruna:—Genial —dijo—. Continúa,

Edna, fue una treta muy ingeniosa.—Si tú lo dices, cariño...

Bueno, lo cierto es que funcionó.Pero luego fuiste tú y te llevaste loque querías. Por lo visto, rompiste elhechizo.

—Sólo me llevé media docenade cuñas de hospital. No teníamos niuna.

—Media docena más de lo queconvenía —apuntó Cedric.

—¿Por qué nadie me dijo nada?Me acompañaban Rebecca y unas

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seis mujeres de la aldea. Ellasrecogieron las cuñas. Y no medijeron una palabra de eso.

—¿Qué iban a decirte?Representas a la misión, a Dios y ala Iglesia, por no mencionar que elpadre McGuire siempre estácriticando sus supersticiones; y comotú estabas allí, quizá pensaron que lamuti de Dios es más poderosa que lamedicina del brujo.

—Pues no ha resultado ser así,porque ahora hay gente muriéndosepor haber robado cosas de las cajas.O eso opina Rebecca, aunque la

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verdadera causa es el sida.—Ah, el sida.—¿Por qué lo dices de ese

modo? Es un hecho.—Es la maldita gota que colma

el vaso —saltó Edna Pyne—. Ahoravienen de la aldea para pedir muti.Les digo que no hay muti para elsida, pero ellos creen que tengo unamedicina y no quiero dársela.

—Yo conozco al n'ganga —dijoSylvia—. A veces le pido ayuda.

—Vaya, eso es como meterseingenuamente en la guarida del león—señaló Cedric.

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—No empieces... —dijo Ednaen tono deliberadamentequisquilloso, para demostrar queestaba hasta la coronilla.

—Cuando me encuentro concasos que no puedo tratar, lo cualocurre a menudo, y Rebecca mecuenta que el paciente cree que lehan echado mal de ojo, le pido aln'ganga que venga y lo convenza deque no le han lanzado una maldicióno algo por estilo... Le he aseguradoque no quiero interferir en sumedicina, que sencillamente necesitosu ayuda. La última vez habló con

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cada uno de los pacientes que yosuponía al borde de la muerte. No séqué les dijo, pero algunos selevantaron y se marcharon... Estabancurados.

—¿Y los demás?—Los n'gangas están al

corriente de la existencia del sida...,del flaco. Saben más al respecto quela gente del Gobierno. Bueno, éstame dijo que no podía curar el sida,pero sí tratar algunos de lossíntomas, como la tos. ¿No loentendéis? Me alegro de contar consus remedios, porque casi no tengo

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medicamentos. La mayor parte deltiempo ni siquiera hay antibióticos.Esta tarde, cuando volví de Londresy entré en la choza de las medicinas,descubrí que no queda prácticamentenada; lo han robado todo. —Se lequebró la voz, y finalmente rompió allorar.

Los Pyne cambiaron una mirada.—Estás dejando que la

situación te desborde —dijo Edna—.No es bueno tomarse las cosas tan apecho.

—Mira quién habla —se burlóCedric.

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—De acuerdo, tienes razón —reconoció Edna, y dirigiéndose aSylvia añadió—: Yo sé lo que sesiente. Regresas de Inglaterracargada de adrenalina y de repente...pum, te vienes abajo y estás un parde días hecha polvo. Vamos, entra yecha una cabezada. Llamaré a lamisión y les avisaré.

—Un momento —dijo Sylviaentre sollozos al recordar la preguntamás importante que quería formular.Durante la comida se había enteradode que corría el rumor de que ellaera una espía al servicio de

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Sudáfrica.Edna soltó una carcajada.—No les hagas caso. No

desperdicies lágrimas en esatontería. Se supone que nosotrostambién somos espías. Una vez que tehan colgado el sambenito no haynada que hacer. El día que seapoderen de la hacienda lo harán conla conciencia limpia, porque a fin decuentas somos espías sudafricanos,¿no?

—No seas tonta, Edna —intervino Cedric—. No necesitanesas artimañas. Pueden quedarse con

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la hacienda cuando se les antoje.

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Edna rodeó a Sylvia con sufuerte brazo, la condujo a una ampliahabitación del fondo de la casa y laobligó a tenderse en la cama.Después corrió las cortinas y se fue.Los movimientos de las nubesproyectaban inquietas sombras sobrelas delgadas telas de algodón. Laamarilla luz del atardecer regresópara dar paso a una súbita oscuridad;a continuación sonó un trueno y lalluvia comenzó a caer con estruendosobre el techado de hierro. Sylviadurmió. La despertó un negro risueñoofreciéndole una taza de té. Durante

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la guerra de liberación, el entoncesleal cocinero de los Pyne habíadejado entrar a unos guerrilleros enla casa y luego se había marchadocon ellos. «No le quedaba másremedio —había dicho el padreMcGuire—. No es un mal hombre.Ahora trabaja para los Finlay enKoodoo Creek. No, claro que noconocen sus antecedentes, ¿de quéserviría informarles?» Loscomentarios del cura sobre esta clasede episodios eran tan imparcialescomo los de un historiador, aunqueno demostraba la misma objetividad

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cuando se lamentaba de sus propiosproblemas. Era curioso: a juzgar porlos tonos de voz, la indigestión delpadre McGuire tenía la mismaenvergadura que las críticas de lahermana Molly al papa, losreproches de los Pyne al Gobiernonegro... o las lágrimas de Sylviaporque el cobertizo de losmedicamentos estaba vacío.

Aperitivos en el porche alanochecer: la tormenta había pasado,los arbustos y las floresresplandecían, los pájaros cantabancon frenesí. Si ella, Sylvia, hubiera

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establecido esa granja, si hubieseconstruido esa casa, ¿no habríaopinado lo mismo que los Pyne? Laintensa sensación de que eranvíctimas de una injusticia estabaenvenenándolos. Al tiempo queservían las copas y arrojabansuculentos bocados a Lusaka ySbeba, las uñas de cuyos dedoschirriaban y martilleaban sobre elcemento cada vez que saltabanabriendo y cerrando las mandíbulas,y mientras Sylvia escuchaba, losPyne hablaron sin parar,obsesionados y llenos de rencor.

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Cierta vez, cuando era una ignoranterecién llegada, Sylvia había dicho enese mismo porche:

—Si vosotros, quiero decir losblancos, hubieseis educado a losnegros, ahora no habría ningúnproblema, ¿no? Serían personasinstruidas y competentes.

—¿A qué te refieres? Porsupuesto que los educamos.

—En la administración públicales habían impuesto un techo —señaló Sylvia—. No les permitíanascender por encima de un nivelbastante bajo.

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—Tonterías —dijo Edna.—No, no es una tontería —

reconoció Cedric—. Cometimoserrores.

—¿Por qué dices «cometimos»?—inquirió Edna—. En esa época aúnno estábamos aquí.

No obstante, si los erroresquedan marcados en un paisaje, unpaís, una historia, significa... Cienaños antes los blancos habíanllegado a un país del tamaño deEspaña poblado únicamente por uncuarto de millón de negros. Unopensaría —el «uno» aquí es el Ojo

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de la Historia, que lo observa tododesde el futuro— que con tantoterritorio libre no habría habidonecesidad de apoderarse de la tierrade nadie. Sin embargo, lo que eseOjo estaría pasando por alto, poradoptar la óptica del sentido común,sería la arrogancia y la codicia delImperio. Porque además de que losblancos querían tierras que lespertenecieran para siempre, convallas firmes y límites precisos,mientras que los negros pensaban quenadie podía adjudicarse la tierra, queera su madre, también estaba la

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cuestión de la mano de obra barata.Cuando en los años cincuentallegaron los Pyne, en esa hermosatierra había un millón y medio denegros y menos de doscientos milblancos. Para quienes procedían dela atestada Europa se trataba de unpaisaje desierto. Los movimientosnacionalistas de Zimlia no habíansurgido. Los Pyne, unas almasinocentes, por no decir ignorantes,habían salido de un pequeño pueblorural de Devon, dispuestos a trabajarde firme y prosperar.

Ahora miraron los pájaros que

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volaban desde las flores de pascua,perladas con gotas de lluvia, hasta lafuente, contemplaron las colinas, queparecían más cercanas debido a lalimpidez del aire, y él dijo que pornada del mundo se iría de allí, y ellaque estaba harta de que la tratasencomo a una criminal, que ya habíatenido bastante.

Sylvia les dio las gracias consinceridad, consciente de que laveían como a una pobre desgraciadacon ideas demasiado sentimentales,subió al coche y regresó a la misióna través de la creciente oscuridad del

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monte. Durante la cena, volvió amencionar que la tomaban por unaespía sudafricana, y el padreMcGuire comentó que lo habíanacusado de lo mismo cuando se habíaquejado ante el señor Mandizi de quela escuela era una vergüenza para unpaís civilizado, ¿dónde estaban loslibros de texto? «Padecen una formade paranoia bastante aguda, querida—añadió—. Sería conveniente queno te dejases abrumar por esascosas.»

A las cinco de la mañana del día

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siguiente, cuando el sol apenas era unpequeño resplandor amarillo que secolaba por entre los árboles delcaucho, Sylvia salió al pequeñoporche y a la luz del amanecer viouna figura trágica con la cabezagacha, estrujándose las manos comosi le doliera algo, o como si laembargara una profunda tristeza...Reconoció a Aaron.

—¿Qué ocurre?—Ay, doctora Sylvia. Ay,

doctora... —Se acercó a ellalentamente, como si lo dominase unaangustia profunda: su cara, por lo

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general risueña, estaba bañada enlágrimas—. No lo hice con malaintención. Lo lamento tanto, tanto,tanto... Perdóneme, señorita Sylvia.El diablo me poseyó. Estoy segurode que ésa fue la razón.

—Aaron, no sé a qué te refieres.—Robé su retrato, por eso el

padre me pegó.—Aaron, por favor...Él se dejó caer en el suelo de

ladrillo del porche, apoyó la cabezacontra la delgada columna y llorócon desconsuelo. Era demasiadotemprano para que Rebecca estuviera

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en la cocina. Sylvia se sentó junto aljoven, pero no dijo nada,simplemente permaneció a su lado.Al cabo de unos minutos el padreMcGuire salió a respirar el aire purode la mañana y topó con ellos.

—¿Qué pasa aquí? Te advertíque no le contases nada a la doctoraSylvia.

—Pero estoy avergonzado. Porfavor, pídale que me perdone.

—¿Dónde has estado durantelos tres últimos días?

—Escondido en el monte.Eso explicaba sus temblores;

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tenía frío y estaba hambriento. Elcalor ya se acercaba desde el este.

—Ve a la cocina, prepárate unataza de té con leche y azúcar y comeun poco de pan con mermelada.

—Sí, padre. Lo lamento mucho,padre.

Aaron se alejó despacio, comosi no tuviera prisa por tomar unacomida reparadora, aunque debía deestar muerto de hambre: mientrascaminaba lanzaba miradas a Sylviapor encima del hombro.

—¿Y bien, padre?—Robó tu fotografía con el

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bonito marco de plata.—Pero...—No, Sylvia, no debes

regalársela. Ahora está otra vezsobre tu mesa. Dijo que le gustaba lacara de la anciana y que queríamirarla. Creo que no tiene noción delvalor de la plata.

—Bueno, entonces ya está todosolucionado.

—Pero le pegué, le peguédemasiado fuerte. Lo hice sangrar.Este viejo ya no está en sus cabales.

El sol ya se había elevado,cálido y amarillo, sobre el horizonte.

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Una cigarra se puso a cantar, otra seunió a ella y una paloma lasacompañó con su arrullo.

—Me he ganado una temporadaadicional en el purgatorio —añadióel sacerdote.

—¿Ha estado tomando lasvitaminas?

—Lo único que puedo alegar enmi defensa es que esta gente entiendemuy bien aquello de que la letra consangre entra. Aun así eso no justificami comportamiento. Se supone queestoy enseñando a Aaron aconvertirse en un hombre de Dios.

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No puedo permitir que robe.—Necesita vitamina B, padre.

Para los nervios. He traído unascajas de Londres.

Oyeron que alguien discutía enla cocina; eran Rebecca y Aaron.

—Rebecca, Aaron necesitacomer algo —gritó el padreMcGuire. Las voces se silenciaron—. Empieza a hacer calor; entremos.

Sylvia lo siguió. Rebeccaestaba depositando la bandeja deldesayuno sobre la mesa.

—Se ha comido todo el pan quehorneé ayer.

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—Pues tendrás que hornearmás, Rebecca.

—Sí, padre. —Rebecca vaciló—. Creo que él pensaba devolver elretrato. Sólo quería mirarlo mientrasSylvia estaba fuera.

—Lo sé. Le pegué demasiadofuerte.

—Vale.—Sí.—¿Quién es la señora mayor,

Sylvia? —preguntó Rebecca—.Tiene una cara muy bonita.

—Julia, se llamaba Julia. Ya hamuerto. Fue mi... Creo que me salvó

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la vida cuando era muy joven.—Vale.Un hombre puede ser austero

por temperamento, no necesariamenteporque haya decidido castigar sucuerpo. El Líder no era la clase depersona que analiza su vida con laintención de mejorar su carácter,pues pensaba que el hecho de que losjesuitas lo hubieran aceptadoconstituía suficiente garantía de queiría al cielo; y cuando se enteró delas supuestas bondades de lafrugalidad, recordó su primerainfancia, en la que a menudo había

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pasado hambre y otras privaciones.Su padre realizaba pequeños trabajosde mantenimiento en una misiónjesuítica y casi siempre estababorracho. Su madre era una mujersilenciosa y enfermiza, y él no teníahermanos. Su padre le pegaba de vezen cuando, al igual que a su mujer, enel caso de ella porque no podía tenermás hijos. El futuro Líder no habíacumplido los diez años cuando seenfrentó a su padre para proteger a sumadre, y los golpes dirigidos a éstale dejaron cicatrices en las piernas ylos brazos.

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Los curas, que repararon en lainteligencia del niño, loseleccionaron para darle unaeducación secundaria. Delgado comoun chucho vagabundo —así lodescribía el padre Paul—, de bajaestatura, físicamente torpe y pocodotado para los deportes, solía serobjeto de burlas, en especial porparte del padre Paul, a quien no leinspiraba la menor simpatía. A pesarde que había otros sacerdotes,maestros y salvadores de almas, suexperiencia infantil del mundoblanco se forjó en torno al padre

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Paul, un mezquino hombrecillo deLiverpool, traumatizado por unainfancia triste, que continuamentehablaba pestes de los negros.Aquellos infieles eran unos salvajes,unos animales que no sediferenciaban demasiado de loschimpancés. Aún más aficionado alos castigos corporales que el restode los curas, golpeaba a Matthew pormostrarse obstinado, insolente osoberbio, por hablar su propialengua, o por traducir un proverbioshona al inglés y emplearlo en unacomposición: «No discutas con tu

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prójimo si él es más fuerte que tú.»El padre Paul estaba

convencido de que tenía laimportante responsabilidad de librara sus alumnos de esas ideasretrógradas. Matthew odiaba alpadre Paul: su olor le repugnaba, yaque sudaba mucho, se lavaba poco ysu sotana negra despedía un acre oloranimal.

Detestaba los pelillos rojos queasomaban por sus orejas y sus fosasnasales y cubrían sus huesudas manosblancas. La repulsión física que leproducía era tan intensa que en

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ocasiones lo asaltaban auténticosimpulsos asesinos, que reprimíaentre temblores, echando fuego porlos ojos.

Era un niño reservado. Alprincipio leía libros religiosos, perodurante un retiro espiritual conoció aun niño de otra misión que lo fascinócon su personalidad jovial y, sobretodo, con sus opiniones. Este chico,mayor que él y con inquietudespolíticas —a la desinformada manerade la época, pues aún faltaba muchopara que nacieran los movimientosnacionalistas—, le dejó libros de

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autores negros estadounidenses,como Richard Wright, Ralph Ellisono James Baldwin, y le pasó panfletosde una secta religiosa que abogabapor la destrucción de los blancos, laprogenie del demonio. Matthew,todavía brillante y silencioso, dejóatrás al padre Paul para ingresar enla universidad, donde más tarde,convertido ya en el Líder, lodescribirían como «un joven callado,observador, ascético e inteligente,que siempre leía libros de política ytenía dificultades para hacer amigos;en definitiva un solitario».

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Cuando surgieron losmovimientos nacionalistas, Matthewse convirtió rápidamente en cabecillade su grupo local. Dado que no leresultaba fácil enzarzarse endiscusiones y peleas, y que a menudose mantenía a una distanciaprudencial, si bien en el fondodeseaba ser tan simpático y sociablecomo los demás, adquirió fama dehombre imparcial, políticamentehábil y, por supuesto, bieninformado, ya que había leído mucho.Finalmente, tras una desagradablelucha por el poder, ascendió al

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puesto de líder del partido. «El finjustifica los medios» era su dichofavorito. Durante la guerra deliberación, estuvo al frente de uno delos ejércitos rebeldes. Hizo muchaspromesas, como todos los políticos,pero la que más lo perjudicaría alargo plazo fue la de que todociudadano negro recibiría unaparcela de tierra para cultivar. Lospequeños absurdos, como laafirmación de que la práctica dedesinfectar a las ovejas ponía demanifiesto la naturaleza demoníacade los blancos, o que mantener el

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cultivo en curvas de nivel equivalía adoblar la cerviz ante los blancos,eran nimiedades en comparación consu principal engaño: que habríatierras para todos. Sin embargo, enaquel entonces él no sabía que lonombrarían presidente del país. En elmomento de la liberación, cuando supartido ganó las elecciones, le costóconvencerse de que lo habíanpreferido a otros candidatos máscarismáticos; no creía que la gentefuese capaz de apreciarlo. Oh, sí,necesitaba inspirar respeto y temor;el chucho vagabundo lo necesitaría

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durante el resto de su vida. Cuandose convirtió al marxismo —otra vezpor influencia de una personalidadfuerte y persuasiva—, comenzó apronunciar solemnes discursoscopiados de otros líderescomunistas. En lo más profundo de suser admiraba a los dirigentes fuertesy despiadados. En su calidad depresidente viajó por todo el mundo,como corresponde a los gobernantes,y ya estuviera en Estados Unidos, enEtiopía, en Ghana o en Birmania,rehuía la compañía de los blancos,que no le caían bien. Como hombre

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de estado se veía obligado a ocultarsus sentimientos, pero aborrecía alos blancos, ni siquiera soportabaestar en la misma habitación queellos. Tendía a acercarseintuitivamente a los dictadores,algunos de los cuales no tardarían encaer, al igual que las estatuas deLenin, cuyos escombros cubrirían lascalles de la antigua Unión Soviética.El Líder, afecto al Gran SaltoAdelante y la Revolución Cultural,había visitado China en variasocasiones. Llevaba en su comitiva alcamarada Mo, que lo había instruido

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en los requisitos del poder muchoantes de que accediese a él.

En cuanto asumió el mando, seconvirtió en prisionero del temor quele inspiraba la gente. No veía anadie, salvo a algunos amigos y a unajoven de su aldea, con la que seacostaba; jamás salía de suresidencia sin una escolta armada;tenía un coche blindado —regalo deun dictador— y una guardia personalque le había enviado el déspota másodiado de Asia. Todas las noches, encuanto oscurecía, las calles querodeaban su residencia quedaban

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cortadas al tráfico, de manera que losciudadanos que necesitaran pasar porallí debían dar grandes rodeos. Sinembargo, aunque vivía tanenclaustrado como la víctima de uncuento que se ve obligada a levantarcon sus propias manos un muro entorno a sí, no había en toda África ungobernante más amado por su pueblo,ni uno que suscitase mayoresexpectativas. Para bien o para mal,podría haber hecho cualquier cosacon su pueblo: como campesinos deotros tiempos, sus súbditos lo teníanpor un rey capaz de solucionar todos

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los males, y lo seguirían allí dondelos guiase. Pero no guiaba a nadie.Aquel hombrecillo asustadopermaneció oculto en la prisión queél mismo había construido.

Entretanto, los «progresistas»del mundo lo adoraban, y todos losJohnny Lennox, todos los exestalinistas y los liberales queamaban a los personajes fuertesdecían: «Es muy sensato, ¿sabes? Elcamarada presidente MatthewMungozi es un hombre inteligente.»Y la gente que se había visto privadade la reconfortante retórica del

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mundo comunista volvió aencontrarla en Zimlia.

Bien podría haber sucedido quenadie penetrase jamás en aquel fuerteapuntalado por el miedo, y noobstante alguien lo consiguió, porqueen una recepción de honor a laOrganización para la UnidadAfricana Matthew vio a una mujernegra, la atractiva Gloria, flirteandoy prodigando sonrisas a los hombresque la rodeaban, pero con los ojosfijos en el único que se manteníaalejado y seguía cada uno de susmovimientos igual que un perro

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hambriento observa la comida que vaa parar a otras bocas. Sabía quiénera desde el principio, había hechoplanes y esperaba que conquistarlofuera muy fácil... Y lo fue. De cercalo cautivó, embelesándolo con cadapequeño detalle. Tenía una manerapeculiar de mover los labios, comosi triturase una fruta, y unos ojos deexpresión tierna que reían..., aunqueno de él, se había fijado bien, puesestaba convencido de que paramucha gente era objeto de burla. Y sesentía a gusto allí donde él no loestaba, dentro de su piel, de su

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magnífico cuerpo, con el movimientoy el deleite que éste le producía, conla comida y con su propia belleza. Ledijo que necesitaba una mujer comoella, y él supo que era verdad. Habíacursado estudios universitarios enEstados Unidos e Inglaterra ycontaba con amistades entre losfamosos gracias a su carácter, no a lapolítica. Hablaba de este tema con uncinismo risueño que escandalizaba aMatthew, quien, sin embargo,intentaba imitarla. En suma, fueinevitable que se celebrara una bodamaravillosa y que él iniciara una

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vida desbordante de placer. Todo loque antes le resultaba difícil —y amenudo imposible— se volviósencillo. Ella le hizo notar que estabasexualmente reprimido y lo curó, enla medida en que su naturaleza lopermitía. Le dijo que necesitaba másdiversión, que nunca había sabidodisfrutar de la vida. Cuando él lehablaba de su pobre y castigadainfancia, ella lo cubría de grandes ysonoros besos y lo abrazaba,apretándole la cabeza contra susgrandes pechos.

Gloria se reía de todo lo que él

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hacía.Al principio de su mandato

Matthew había evitado que suscamaradas, sus socios y losmiembros de su camarillasucumbieran a la codicia. Lesprohibió enriquecerse. Lo poco quele quedaba de la influencia de losjesuitas, quienes le habían enseñadoque la pobreza se asemejaba a lasantidad: por muchos errores quecometiesen, los curas siempre habíanvivido austeramente. Pero de prontoGloria le decía que estaba loco, yque quería esa casa, aquella

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hacienda, luego otra hacienda, yfinalmente algunos de los hoteles quese ponían a la venta conforme semarchaban los blancos. Le aconsejóque abriera una cuenta en Suiza ydepositase el dinero allí. ¿Quédinero?, quiso saber él, y Gloria seburló de su ingenuidad. Cuando ellahablaba de dinero, Matthew aún veíaen las delgadas manos de su madrelos miserables billetes y monedasque su padre ponía en ellas a fin demes, y al principio de su mandato sehabía asegurado de que su salario nofuera superior al de un alto

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funcionario de la administración. Noobstante, Gloria cambió todas estascosas con sus burlas, sus risas, suscaricias y su sentido práctico, porquese había hecho cargo de la vida deMatthew, y como Madre de laNación podía conseguir fácilmenteque el dinero fluyese hacia susbolsillos. Era ella quiendiscretamente desviaba hacia suspropias cuentas los generososdonativos de diversos filántropos yorganizaciones benéficas. «No seastonto —decía cuando él protestaba—. Todo está a mi nombre. No es

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responsabilidad tuya.»Las batallas por el alma de

alguien rara vez son tan ostensibles—y breves— como la que libró eldemonio por el alma del camaradaMatthew; y Zimlia, hasta entoncesmal gobernada por un mal digeridomarxismo y los clichés yperogrulladas del dogma, así comopor frases memorizadas de losmanuales de economía, cayórápidamente en la corrupción. Deinmediato, la moneda inició uncontinuo pero acelerado proceso dedevaluación. En Senga, los peces

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gordos engordaban un poco más cadadía, y en lugares como Kwadere,donde el dinero había estadollegando con cuentagotas, el goteo seinterrumpió por completo.

Gloria se volvió más fascinante,hermosa y rica; compró otrahacienda, un bosque, hoteles,restaurantes..., y lucía todo ello comosi de collares se tratara. Cuando elcamarada presidente Matthew iba alextranjero para reunirse con susamigos favoritos, los disolutos,corruptos e inmensamente ricosgobernantes de la nueva África y la

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nueva Asia, ya no permanecíacallado mientras ellos hacíanostentación de sus riquezas y alardede su codicia. Ahora que estaba encondiciones de alardear de las suyas,lo hacía, y cuando esos hombres ledemostraban su admiración conregalos y cumplidos, conseguíallenar al menos momentáneamenteaquel vacío interior donde siemprehabría un esquelético perrovagabundo con la cola entre laspatas, y Gloria lo acariciaba,mimaba, manoseaba, lamía ychupaba, lo estrechaba contra sus

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grandes pechos y besaba las viejascicatrices de sus piernas. «PobreMatthew, mi pobre, pobre pequeño.»

La noche anterior a su viaje aLondres, Sylvia se había detenido enel camino, justo donde terminabanlas adelfas, los hibiscos y lasdentelarias, y había contemplado elhospital con más orgullo delpermisible. Ahora cualquiera podríaemplear la palabra «hospital» parareferirse a aquel conjunto deestructuras. Pese a que hacía tiempoque el camarada Mandizi no enviaba

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dinero, la devaluación de la monedapermitía que sumas insignificantespara los criterios ingleses, en Zimliase convirtieran en fortunas. Diezlibras, que en Londres era lo quecostaba llenar una pequeña bolsa concomestibles, alcanzaban paraconstruir una choza de paja o renovarlas existencias de analgésicos yfármacos contra la malaria.

Ahora disponían de dos«salas», grandes barracas contechado de paja a dos aguas, una quese extendía casi hasta el suelo —dellado desde el que solía llegar la

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lluvia— y la otra más alta. En elinterior de cada una había unadocena de camastros con susrespectivas mantas y almohadas.Sylvia proyectaba construir otrachoza, pues pronto ya no habríasuficientes camas para las víctimasdel sida, o el flaco, cuya existenciael Gobierno por fin había decididoreconocer abiertamente y confranqueza, aprovechando la ocasiónpara solicitar ayuda a losbenefactores extranjeros. Sylviasabía que en la aldea las llamaban«las chozas de la muerte» y deseaba

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levantar otra para pacientes conafecciones más corrientes, como lamalaria, o las parturientas. Tambiénhabía mandado obrar una auténticacasita de ladrillos, a la que se referíacomo «el consultorio», dentro de lacual había una suerte de camillahecha por los jóvenes de la aldea,consistente en una serie de tiras decuero atadas a un armazón y con unbuen colchón encima. Allí examinabaa la gente, recetaba, enyesaba brazosy piernas y vendaba heridas. Paratodas esas tareas contaba con laayuda de Listo y Zebedee. El dinero

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para pagar todo aquello, incluidoslos medicamentos, había salido de supropio bolsillo. Sabía que en laaldea algunos decían: «¿Y por qué nova a pagar, si todo lo que tiene nos loha robado a nosotros?» Joshua habíapropagado ese rumor. Rebecca ladefendía, haciendo notar a todo elmundo que de no ser por Sylvia notendrían hospital.

La tarde del día de su regreso,Sylvia contempló su hospital desdeel mismo punto del camino, yexperimentó esa debilidad del ánimoy la voluntad que a menudo aflige a

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las personas que acaban de volver deEuropa. Lo que divisaba allí abajo,el grupo de miserables cobertizos,chozas y barracas, sólo le resultabatolerable si no pensaba en Londres,en la casa de Julia, con su solidez, suestabilidad, su permanencia, sushabitaciones llenas de objetos quetenían un propósito preciso, quesatisfacían una necesidad entremuchas, de manera que cada día sushabitantes podían disponer de losservicios que, como si de silenciososcriados se tratase, les prestaban losutensilios, herramientas, aparatos,

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artefactos y las superficies en las quesentarse o poner cosas; un intrincadoconjunto de cosas que semultiplicaban permanentemente.

A primera hora de la mañanaJoshua se levantaba del lugar dondehabía dormido, cerca del tronco queardía en el centro de la choza, cogíala olla donde se espesaban lasgachas de la noche anterior, hundíaen ellas la cuchara de palo y comíarápidamente, apenas loindispensable, bebía de una latasituada en la cornisa que rodeaba lachoza, se internaba entre los árboles,

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orinaba, quizá se acuclillaba paracagar, cogía una rama para usarlacomo bastón y recorría el kilómetro ymedio que lo separaba del hospitalpara sentarse a la sombra de un árboly permanecer allí el día entero.

Sin duda Sylvia, que segúnRebecca era «una religiosa» —«Hedicho en la aldea que usted es unareligiosa»—, debería haberadmirado esas pruebas de la pobrezade bienes y probablemente deespíritu, aunque no se considerabacapacitada para emitir esa clase dejuicios. Aquella enorme ciudad, tan

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vasta y tan rica, tan rica..., y luegoeste miserable grupo de cobertizos ychozas: África, la hermosa África,que oprimía su espíritu con suscarencias, necesitada de todo,privada de todo, llena de negros yblancos que trabajaban afanosamentepara..., ¿para qué? Para poner unatirita en una vieja y supuratoriaherida.

De pie allí, Sylvia tuvo lasensación de que estaba perdiendopoco a poco su verdadero yo, susustancia, el fundamento de la fe. Unatardecer, un ocaso en la estación de

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las lluvias..., una nube negra, posadaen el rojo horizonte, comenzó adespedir rayos gruesos como loshaces dorados que resplandecenalrededor de la cabeza de un santo.Se sintió víctima de una broma, comosi un astuto ladrón la robara y seriese de ella al mismo tiempo. ¿Quéhacía allí? ¿Servía de algo supresencia? Y, sobre todo, ¿dóndeestaba aquella fe inocente que lahabía sostenido al llegar? ¿En quécreía realmente? En Dios, sí, siemprey cuando nadie le exigiesedefiniciones. Había sufrido una

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conversión con síntomas tancaracterísticos como los de un ataquede malaria; una conversión a la Fe,como la llamaba el padre McGuire, ysabía que en el origen de todo estabael ascético padre Jack, de quien sehabía enamorado, aunque en sumomento hubiese afirmado que era aDios a quien amaba. Nada quedabade aquella valiente certeza, y ahorasólo sabía que debía cumplir con sudeber allí, en ese hospital, porqueera el sitio al que la había enviado elDestino.

Su estado mental también podía

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describirse en términos clínicos: uncentenar de textos religiosos lodefinía de ese modo. Los doctores dela Fe le dirían: «No le desimportancia, no es nada, todospasamos por épocas de sequía.» Peroella no necesitaba a esos expertos enalmas, no necesitaba al padreMcGuire; era capaz de hacer supropio diagnóstico. ¿Para qué queríaentonces un mentor espiritual, si nole contaba nada porque conocía deantemano su respuesta?

Sin embargo, la gran preguntaera la siguiente: ¿por qué al padre

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McGuire le resultaría tan fácilcalificar de «época de sequía» lo quepara ella significaba una sentencia deautoexcomunión? Había aportado asu conversión un corazón ansioso ynecesitado pero también ira, aunqueno lo hubiese admitido hasta hacíapoco. Reconocería en Joshua a laSylvia de otros tiempos, pues en él lafuria bullía constantemente yestallaba en forma de acusaciones yexigencias airadas. ¿Quién era ellapara criticarlo? La ira había acabadopor envenenarla, aunque en sumomento pensase que sólo deseaba

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los reconfortantes brazos de Julia. ¿Yahora recriminaba a Julia que suamor no hubiese bastado para llenaraquel vacío, obligándola a recurrir alpadre Jack? ¿Qué había llenadoaquel vacío? El trabajo, siempre eltrabajo, y nada más que el trabajo. Yallí estaba, en una seca colina deÁfrica, con la sensación de que todolo que hacía tenía el mismo efectoque verter agua sobre la tierrapolvorienta en un día caluroso.

«No hay una sola persona entoda Europa (que no haya visto estelugar en persona) capaz de entender

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esta necesidad extrema, esta carenciade todo en un pueblo al que susgobernantes prometieron todo»,pensó, y fue entonces cuando notóque un mudo espanto brotaba en suinterior. Era como el pavoroso sida,la callada y furtiva enfermedadsalida de la nada: decían queprocedía de los monos, quizá de losmismos que en ocasiones jugaban enlos árboles de los alrededores. Elladrón que acecha en la noche: ésaera su imagen del sida.

Le dolía el corazón... Debíapedirles a Listo y Zebedee que

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encargaran a los albañiles laconstrucción de otro edificio deladrillos. Además, accedería aimpartir más clases particulares a losniños de la aldea.

Al enterarse de esta decisión, elpadre McGuire le comentó queparecía agotada y que debía cuidarsemás.

Aunque habría sido el momentoideal para mencionar su temporadade sequía e incluso bromear alrespecto, le recomendó que noolvidara tomar las vitaminas y loreconvino por no dormir la siesta

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últimamente. El cura escuchó estasreprimendas con paciencia, tal comoella había escuchado las suyas.

Colin recordó que cuando Sylvia lehabía suplicado que «hiciera algopor África», él se había mofado parasus adentros. «¡África!» Ni que fueraidiota. Por allí abajo se extendía uncontinente que la mayoría de la gentese representaba con la imagen de unniño tendiendo el plato de laslimosnas. Por otra parte, Sylvia nohabía nombrado África, sino Zimlia.Era su deber ayudar a Zimlia.

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¡Cuántas veces había bromeado élcon que la señora Jellaby, elpersonaje de Dickens, simbolizaba atodas aquellas personas que daban lalata con África en lugar de ocuparsede las necesidades locales! ¿Por quéÁfrica? ¿Por qué no Liverpool?Como de costumbre, la izquierdaeuropea se preocupaba por lo queocurría fuera: se había identificadocon la Unión Soviética y, comoconsecuencia de ello, había acabadosuicidándose. Ahora estaban África,India, China y demás, pero sobretodo África. Era su deber hacer algo

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al respecto. Sylvia había dicho quese contaban mentiras. Vaya novedad.¿Qué esperaba? Así murmuraba ygruñía Colin, un oso enjaulado enhabitaciones que se le antojabandemasiado pequeñas desde elnacimiento del bebé. Estababorracho pero sólo un poco, porquese había tomado en serio lasadvertencias de Sylvia. ¿Y por quécreía ella que él estaba capacitadopara escribir sobre África o queconocía gente a la que le interesaseel tema? No conocía a nadierelacionado con el mundo de los

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periódicos, las revistas, latelevisión; vivía prácticamenteaislado, escribiendo sus novelas,aunque... sí, de hecho conocía a lapersona idónea.

Durante la larga temporada enque frecuentaba los pubs yconversaba con gente en los bancosdel parque, mientras paseaba a superro, se había hecho con uncompinche, un amigo del alma. Lossetenta: Fred Cope vivía sus años dejuventud como era de rigor en eseentonces, manifestándose,apedreando a la policía, coreando

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consignas y haciéndose notar, aunquecuando estaba con Colin, quedespreciaba todas esas cosas, aveces se avenía a criticarlas. Cadauno de ellos sabía que el otrorepresentaba un aspecto reprimido desí mismo. A fin de cuentas, cuando susensatez no se imponía, Colindisfrutaba dando rienda suelta a sutemperamento combativo. Fred Cope,por su parte, había descubierto laresponsabilidad y la seriedad en losochenta. Se había casado. Tenía unacasa. Diez años antes se habíaburlado de que Colin residiese en

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Hampstead: cualquiera que aspirasea estar a tono con los tiempospronunciaba el nombre de ese barriocon un dejo peyorativo. Lossocialistas de Hampstead, la novelade Hampstead, Hampstead engeneral..., todas estas cosassuscitaban comentarios despectivos,pero en cuanto aquellos críticospodían permitírselo, se comprabanuna casa en Hampstead. Y Fred Copeno fue una excepción. Ahora ejercíade jefe de redacción de un periódico,The Monitor, y de vez en cuando sereunían para tomar una copa.

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¿Ha existido alguna generaciónque no contemplase atónita —aunquea estas alturas nadie deberíasorprenderse, ¿verdad?— latransformación de los vagos, losgamberros y los rebeldes de sujuventud en portavoces de lasensatez? Colin telefoneó a FredCope consciente de que a losjuiciosos a menudo les resulta difícilrecordar las locuras del pasado. Seencontraron en un pub, un domingo, yColin fue directo al grano:

—Una hermana mía..., bueno,una especie de hermana..., está

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trabajando en Zimlia. Hace pocovino a verme y me contó que aquí sedicen muchas tonterías sobre elpresidente Matthew, que en realidades bastante sinvergüenza.

—Como todos, ¿no? —murmuróFred Cope, asumiendo su antiguopapel de escéptico ante cualquierclase de autoridad, aunque añadió—:Sin embargo, es uno de los menosmalos, ¿no?

—Sylvia se encuentra en unasituación comprometida, según meinformó —dijo Colin—. Estaba muyalterada cuando vino a verme. Quizá

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fuese conveniente... pedir unasegunda opinión.

El jefe de redacción sonrió.—La dificultad reside en que no

debemos juzgar a esa gente segúnnuestros criterios. Las dificultadesque afrontan son tremendas. Y es unacultura completamente distinta.

—¿Por qué no podemos? Es unaactitud paternalista. ¿Y no nos hemoshartado ya de no juzgar a otros segúnnuestros criterios?

—Síiiii... —repuso Fred—. Yaveo por dónde vas. De acuerdo,investigaré el asunto.

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Superado ese momentoincómodo para los dos, intentaronrecuperar la gloriosairresponsabilidad de épocas pasadas,cuando Colin casi no se atrevía aexpresar sus insólitas opiniones fuerade la seguridad de su hogar, y cuandola vida del joven Fred discurríacomo una prolongada fiesta delibertinaje y anarquía. Por desgraciano lo consiguieron. Fred, un segundohijo. Colin, como de costumbre, sólopodía pensar en la novela que estabaescribiendo. Sabía que quizá debíahacer algo más por Sylvia, pero

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¿tener una novela a medias no habíasido siempre la mejor de lasexcusas? Además, Sylvia leinspiraba sentimientos de culpa, y noentendía por qué. Había olvidado lomucho que le había molestado el quese instalara en casa de Julia, cuántose lo había recriminado a su madre.Ahora recordaba aquella época conorgullo: él, Sophie y cualquiera quehubiese pasado por la casa enaquellos tiempos hablaba conañoranza de lo mucho que se habíandivertido. Por otra parte, sabía quesiempre había envidiado la serena

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actitud de su hermano ante Sylvia,pero le irritaba la religiosidad deésta y lo que él interpretaba comouna necesidad neurótica desacrificarse. Y en la última visita lahabía obligado a sentarse en susrodillas..., ¡qué momento tanincómodo para los dos! A pesar detodo la quería, sí, la quería, y sehabía visto obligado a hacer algo porÁfrica, y lo había hecho.

Sin embargo... ahí estabaRupert, que tras escucharlo, y aligual que Fred Cope, dijo que nohabía que juzgarlos (¿se refería a

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África en su totalidad?) segúnnuestros criterios.

—¿Y qué pasa con la verdad?—preguntó Colin, sabiendo por sularga y dolorosa experiencia que laverdad siempre sería como unpariente pobre.

Estaba tan claro que Rupert noera uno de los herederos espiritualesde Johnny, o de lo contrario, lapropuesta de defender y promulgar laverdad le habría sonado como untoque de rebato. No obstante, «laverdad» sobre la Unión Soviéticaaún llegaba con cuentagotas en

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comparación con los torrentes quemanarían al cabo de una década;aunque el gran imperio todavíaexistía (pese a que nadie que seconsiderase mínimamente deizquierdas lo habría llamadoimperio), lo que había salido yseguía saliendo a la luz constituía unaguijón lo bastante poderoso pararecordar que la verdad debía figurarentre las prioridades de todo elmundo. Sin embargo, Rupert, siemprecoherente con sus ideas liberales,preguntó:

—¿No crees que a veces la

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verdad hace más mal que bien?—No, por supuesto que no —

respondió Colin.Con el ajetreo que supuso la

mudanza de su estudio al sótano, queMeriel había dejado libre, Colinolvidó la petición de Sylvia: teníaque terminar su novela; a fin decuentas, el dinero que había dejadoJulia no bastaba para permitir a susherederos achantarse.

Tras desenterrar artículos sobreZimlia de los archivos de superiódico y de otras publicaciones,Fred Cope llegó a la conclusión de

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que era cierto que a ese país siemprese le había concedido el beneficio dela duda. Una de las personas que máshabía escrito sobre el tema, en el quese la consideraba una experta, eraRose Trimble, y si ella no habíacensurado al nuevo Gobierno, ¿quiéniba a hacerlo? The Monitor encargóun artículo sobre «La primera décadade Zimlia» a su corresponsal enSenga. La crónica que llegó era máscrítica que cualquier otra, aunquerecordaba al lector que no conveníajuzgar a África según los criterioseuropeos. Fred Cope le envió una

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copia a Colin. «Espero que esto estémás o menos en la línea de lo quesugeriste.» Y una posdata: «¿Tegustaría escribir un artículo queanalice la incidencia de la célebrefrase de Proudhon "toda propiedades un robo" en la corrupción y elcolapso de la sociedad moderna? Nome avergüenza admitir que la idea seme ha ocurrido porque acaban derobar en mi casa por tercera vez entres años.»

Cuando el jefe de redacción delperiódico en que Rose Trimblepublicaba la mayor parte de sus

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artículos sobre Zimlia y el cámaradapresidente Matthew leyeron lacrónica de The Monitor, invitaron aRose a regresar a Zimlia para quecomprobase si las críticas eranfundadas.

Rose ya se había hecho unnombre en el mundo del periodismo.Se lo debía sobre todo a susoportunas alabanzas al Gobierno deZimlia, pero eso había sido sólo elprincipio. Las cosas le había salidobien; en el caso de que alguna vezhubiera leído poesía o si hubierasido capaz de pronunciar la palabra

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«Dios» sin sarcasmo, podría haberdicho: «Bendito sea Dios que haseñalado mi hora en sus designios.»Si en los tiempos en que vivía encasa de Julia se había sentidoinferior, ahora eran los demásquienes le parecían por debajo deella. En los ochenta estaba en suelemento. Tenía las cualidadesnecesarias para vivir en una época enla que se aplaudía oficialmente atodo el que medraba, se enriquecía ydespreciaba al prójimo. Era cruel,codiciosa y mordaz por naturaleza.Sin perder el contacto con el

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periódico relativamente serio quepublicaba sus notas sobre Zimlia,había encontrado un hueco en WorldScandals, donde su trabajo consistíaen ir a la caza de debilidades orumores y luego acosar a una víctimau otra día y noche, hasta aireartriunfalmente sus trapos sucios.Acampaba a las puertas de las casas,rebuscaba en la basura, sobornaba aparientes y amigos con el fin derevelar o inventar hechosvergonzosos: su talento comocarroñera era tan grande como eltemor que inspiraba. Buena parte de

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su fama se debía a sus «retratos», enlos que el periodismo alcanzabanuevas cotas de revanchismo, y sutrabajo no le suponía un graveesfuerzo habida cuenta su auténticaincapacidad para ver virtudes en lagente: creía que las verdades debíanser deshonrosas y que la verdaderaesencia de una persona se encontrabaen sus mezquindades. El afán deburlarse, ofender y ridiculizar surgíade lo más profundo de su ser yconcordaba con el de toda unageneración. Era como si algodesagradable y cruel hubiese salido a

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la luz en Inglaterra, algo que, aunquehasta entonces había permanecidooculto, de pronto semejara unmendigo que se arrancaba losandrajos para enseñar sus pústulas.Lo que antes se respetaba era ahoraobjeto de escarnio; la decencia y laconsideración hacia los demás seconsideraban una extravagancia. Loslectores veían el mundo a través deun grueso filtro que eliminabacualquier rasgo agradable osimpático: Rose Trimble y la gentede su calaña, que se negaban a creerque existieran otras motivaciones que

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las del interés personal, habíanmarcado la pauta. Rose detestabaespecialmente a quienes leían libroso fingían hacerlo —eran unospretenciosos; ella despreciaba lasartes y se ensañaba sobre todo con elteatro—, se jactaba de haberinventado la palabra «luvi», con quemuchos habían empezado a designara los actores faltos de personalidad,y le gustaban las películas violentasy macabras. Frecuentaba ciertosbares o discotecas donde serelacionaba con personas que, aligual que ella, ignoraban que

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constituían un nuevo fenómeno quelas generaciones anteriores habríandespreciado y calificado de prensasensacionalista, propia de lo másbajo de la sociedad. Sin embargo, laexpresión había adquirido un matizvagamente halagador, como sidenotara una valerosa búsqueda de laverdad; pero ¿cómo podían saberlo?Se burlaban de la historia porque nohabían aprendido nada de ella. Sólouna vez en su vida Rose había escritoalgo con admiración y reverencia: elartículo sobre el camaradapresidente Matthew Mungozi; y más

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recientemente había elogiadotambién a la camarada Gloria, aquien idolatraba por su dureza. Sóloen una ocasión su pluma no habíarezumado veneno. Había leído lanota del corresponsal de TheMonitor con furia y una incipienteaprensión.

Un periodista de The Monitorle había contado que Colin Lennoxestaba detrás del artículo. ¿Y quiéncoño se creía Colin para opinarsobre África?

Detestaba a Colín. Los poetas ylos novelistas siempre le habían

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parecido unos farsantes, porquecreaban algo de la nada y salíanairosos de la experiencia. Rose sehallaba en los comienzos de sucarrera cuando Colin habíapublicado su primera novela, perohabía alcanzado a cubrir de mierdala segunda (y de paso a los Lennox),en tanto que la tercera le habíaprovocado un ataque de cólera.Trataba de dos personasaparentemente muy distintas, peroque se profesaban un amor tierno ycasi estrafalario; el hecho de que eseamor perdurase se les antojaba una

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broma del destino. Mientrasmantenían relaciones con otrasparejas, se veían clandestinamentepara compartir esos sentimientos, lacerteza de que se entendían mejor delo que nadie lo haría. La novelahabía gustado a los críticos, queconvenían en que era evocativa ypoética. Uno la había calificado de«elíptica», y esa palabra había hechoque Rose volviera a montar encólera: había tenido que buscarla enel diccionario. Leyó el libro, o almenos lo intentó, porque en realidadera incapaz de leer cualquier texto

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más complicado que un artículo deperiódico. Naturalmente, trataba deSophie, esa puta estirada. Bueno,más les valía andar con cuidado.Rose mantenía un archivo sobre losLennox con toda clase de papeles,algunos robados hacía mucho tiempo,en la época en que husmeaba en lacasa para ver qué encontraba.Pensaba ponerlos en evidencia algúndía. Ahora convertida en una mujermás bien gorda, se sentaba a hojearlas carpetas con una perenne sonrisamaliciosa, que, cuando daba con unapalabra o una frase verdaderamente

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hiriente, se transformaba en risaburlona.

En el avión con destino a Sengase sentó al lado de un individuocorpulento que ocupaba demasiadoespacio. Pidió que la cambiasen deasiento, pero el avión estaba lleno.El hombre se movía de una maneraque ella consideraba agresiva y ledirigía miradas de soslayoindecentemente masculinas. No ledejaba sitio para apoyar el brazo.Arrimó el codo al de él, a fin dereivindicar sus derechos, pero elhombre ni se movió, lo que la

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obligaba a permanecer concentradapara que el brazo no resbalase. Elhombre retiró el suyo cuando pidióun whisky a la azafata, que bebió deun trago para exigir otro acontinuación. Rose se maravilló dela actitud autoritaria con que tratabaa aquélla, cuyas sonrisas eran falsas,lo sabía. También pidió un whisky,lo apuró de un trago, para no sermenos, y se quedó esperando a quevolvieran a llenarle el vaso.

—Malditos vagos —comentó elhombre, a quien Rose, en tanto mujer,identificó como su enemigo—. Hacen

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lo que les viene en gana.Rose no sabía de qué se

quejaba, así que respondió con unformulismo:

—Son todos iguales.—Exactamente. No hay ninguno

mejor que otro.Entonces Rose advirtió que una

azafata guiaba a dos negros, queprocedían del fondo del avión, haciala sección de la clase preferente... oquizás incluso a primera.

—¡Fíjese! Alardeando, como decostumbre.

A pesar de que su ideología la

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impulsaba a protestar, Rose secontuvo: sí, se hallaba ante un racistaimpenitente, pero le aguardabannueve horas de vuelo a su lado.

—Si dedicasen menos tiempo afanfarronear y más a dirigir el país,las cosas serían muy distintas —añadió el hombre, cuyo brazoamenazaba con aplastar a Rose.

—Perdone, pero estos asientosson muy pequeños —dijo ella,empujándolo un poco con el hombro.Él tenía los ojos entornados, pero losabrió para mirarla con asombro—.Está ocupando demasiado sitio.

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—Usted no es precisamente unpeso pluma —replicó él, pero aunasí retiró el brazo.

Cuando les sirvieron la cena, elhombre la rechazó.

—Estoy acostumbrado a laexcelente comida de mi granja —argumentó.

Rose aceptó la pequeña bandejay empezó a comer. Estaba sentada allado de un agricultor blanco. No erade extrañar que le repugnase. Unavez más se preguntó si debía insistiren que la cambiaran de sitio. No;aprovecharía la oportunidad e

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intentaría sonsacarle datos para suartículo. El hombre había clavado lavista en ella sin disimulo. Rose,consciente de que estaba comiendodemasiado, optó por dejar el exóticopostre.

—Si no lo quiere, me lo comeréyo —dijo él, estirando el brazo paracoger el pequeño vaso lleno decrema, que engulló en un instante—.Poca cosa. Y un tanto insípido. Estoyacostumbrado a comer bien. Mimujer es una maravilla. Y mi mozode cocina, otra.

«Mozo» de cocina.

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—De manera que está bienservido —observó Rose, usando lajerga política del momento.

—¿Perdón? —El hombre intuíaque el comentario entrañaba unacrítica, pero no sabía el motivo deésta. Rose decidió que no semolestaría en explicarse—. ¿Y quéhace usted cuando no está en casa? Apropósito, ¿dónde vive? ¿Va a casa oviene de allí?

—Soy periodista.—Ay, Dios, lo que me faltaba.

Supongo que va a escribir otroartículo sobre las maravillas del

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Gobierno negro, ¿no?—De acuerdo, entonces hable

usted —dijo Rose, ya en planprofesional.

El hombre la complació. Hablómientras retiraban las bandejas de lacomida, mientras servían bebidas ymientras vendían los artículos libresde impuestos, y continuó hablandocuando apagaron las luces. Sellamaba Barry Angleton. Habíatrabajado toda su vida en una granjade Zimlia, igual que su padre antesque él. Tenían tanto derecho como...,y así sucesivamente. Rose no

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prestaba atención a los detalles,porque a esas alturas se habíapercatado de que el tipo le gustaba,aunque también le disgustaba, desdeluego, y de que su voz quejumbrosahacía que se sintiese como si sederritiera en melaza caliente.

Sus relaciones con los hombreshabían estado condenadas al fracasopor culpa de los tiempos.Naturalmente, era una feministaestricta. Se había casado a finales delos setenta con un camarada quehabía conocido en una manifestaciónante la embajada de Estados Unidos.

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Él se mostraba de acuerdo con todolo que ella afirmaba sobre elfeminismo, los hombres y la cargaque soportaban las mujeres:coincidía con sus opiniones, sonreíay soltaba clichés tan progresistascomo los suyos, pero Rose sabía quese trataba de una conformidadsuperficial, que no entendíaverdaderamente a las mujeres ni suherencia fatídica. Lo criticaba portodo, y él lo aceptaba, aduciendo queera imposible superar en un día losdefectos que los hombres arrastrabandesde hacía miles de años. «Me temo

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que tienes razón, Rosie», decía conecuanimidad y cierto aire de sensatoequilibrio cuando ella terminaba unade sus diatribas contra todo, desde laventa de esposas hasta la ablacióndel clítoris. Y sonreía. Siempresonreía. Pese a que ella lo odiaba, almismo tiempo se decía que era buenmaterial. Se sentía confusa, porquecomo despreciaba prácticamente atodo el mundo, el desdén hacia sumarido no constituía suficienteacicate para la introspección, aunquede vez en cuando se preguntaba si sucostumbre de soltarle exabruptos

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mientras estaban en la camaguardaría alguna relación con elhecho de que se hubiera vueltoimpotente. Sea como fuere, cuantomás coincidía con ella, cuanto mássonreía, asentía y le quitaba laspalabras de la boca, más lodespreciaba Rose. Y cuando le pidióel divorcio, él dijo: «Me parecejusto. Eres demasiado buena para mí,Rosie. Siempre lo he afirmado.»

En cambio este hombre,Barry..., bueno, con él sería muydiferente.

A la salida del aeropuerto lo

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vio darle dinero a un mozo deequipaje con una actitud tanautoritaria y arrogante que le hizohervir la sangre. A continuación, élse le acercó al percatarse de queestaba buscando con la vista el cocheque había pedido.

—La dejaré en la ciudad —seofreció. Depositó su maleta junto a lade Rose y echó a andar hacia elaparcamiento.

Al cabo de un instante unmagnífico Buick se detuvo ante ella,con la portezuela delantera abierta.Rose subió. Un negro había

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aparecido de la nada y metido lasmaletas en el coche. Barry dio otrapropina.

—Había pedido un taxi.—Mala suerte. Ya encontrará

otro cliente.En el avión, había concluido su

perorata con la frase «¿Por qué noviene a la granja y lo ve con suspropios ojos?», y ahora Rose searrepentía de haber declinado lainvitación.

—Venga usted a desayunar a lagranja —insistió él, mientrasconducía.

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Rose conocía los alrededoresde Senga, una ciudad demasiadomonótona y pretenciosa para sugusto. De hecho, lo que pensaba deZimlia era justo lo contrario de loque escribía. Sólo el camaradapresidente Matthew lo habíajustificado, y de pronto...

Titubeó.—¿Por qué no? —respondió al

fin.No entraron en la ciudad, sino

que la rodearon, y, en pocos minutosllegaron al monte. No todo el mundoama África y no todo el mundo, tras

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dejarla, sueña con volver a unapromesa eternamente risueña yatractiva. Rose sabía que esa clasede gente existía: ¿por qué no secontaba entre ellos, cuando losamantes del continente proclamabansu amor como si de la prueba de unavirtud espiritual se tratara? Paraempezar, era demasiado grande.Había una desproporción entre elpueblo —que se hacía llamar ciudad— y las zonas rurales o la selva.Demasiado monte, colinasabigarradas y la constante amenazade una desagradable alteración del

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orden. Rose no había salido delcentro de la ciudad salvo para daralgún que otro paseo por un parque.Le gustaban el asfalto, los bares, losayuntamientos donde se pronunciabandiscursos y los restaurantes. Depronto se dijo que sería una buenaexperiencia conocer una granja deblancos y a un agricultor blanco,aunque por supuesto no escribiríasobre las quejas de aquel hombre,pues casi todas se referían a losnegros y no sentarían bien. Sinembargo, podía aseverar confranqueza que estaba ampliando sus

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horizontes.Cuando se detuvieron junto a

una gran casa de ladrillos cercadapor unos árboles del caucho que aRose se le antojaron muy feos, Barryle indicó que rodease el edificio ysubiese al porche mientras él iba a lacocina a pedir el desayuno. Eran lassiete y media de la mañana, y encircunstancias normales ella habríaestado en la cama, con una hora desueño por delante. El sol ya se habíaelevado sobre el horizonte, hacíacalor, los colores eran demasiadointensos —rojos, violetas y verdes

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subidos— y un polvo rosado locubría todo. Sus zapatosprácticamente desaparecieron en él.

—Mi mujer está pasando unasemana fuera —comentó Barrycuando ella echó a andar—. Tengoque organizar la maldita cocina yosolo. —No sonaba exactamente comouna invitación para acostarse con él.

Cuando terminó de subir laescalera y llegó al porche, queabierto por tres lados se le antojóuna habitación a medio construir, élasomó la cabeza.

—Hay problemas en el granero

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—le informó—. Pase, que el chico leservirá el desayuno. Volveré dentrode un momento.

No desayunaría. Ya no leapetecía. De todos modos entró enuna amplia sala cuya decoración leparecía demasiado severa —¿unosbonitos cojines, tal vez?— y luegopasó a una estancia en la que habíauna enorme mesa y donde un ancianonegro la recibió con una sonrisa.

—Siéntese, por favor —lainvitó el criado.

Rose tomó asiento y vio a sualrededor platos con huevos, beicon,

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tomates y salchichas.—¿Hay café? —preguntó. Era

la primera vez en su vida quehablaba con un criado..., o al menoscon un criado negro.

—Ah, sí, café. Tengo café parala señorita —respondió el ancianocon cortesía, y Rose se llevó unaagradable sorpresa al ver que de lacafetera de plata salía un líquidooscuro y cargado.

Se sirvió un huevo y una lonchade beicon en el instante mismo enque entraba el amo, que dejó caer unobjeto de metal sobre una silla, retiró

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la suya con un chirrido y se sentó.—¿Eso es todo lo que va a

comer? —preguntó Barry, mirandocon desdén el plato de Rose yllenándose el suyo—. Vamos, hagaun esfuerzo.

Rose se sirvió otro huevo ypreguntó en un tono menosindiferente de lo que se habíapropuesto:

—¿Dónde ha dicho que está sumujer?

—De paseo. Las mujerespasean, ¿no lo sabía?

Rose esbozó una sonrisa cortés:

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hacía horas que había caído en lacuenta de que la revolución feministano había llegado a todos los rinconesdel mundo.

Barry se atiborró de huevos ybeicon, tomó una taza de café trasotra y finalmente anunció que debíarecorrer la granja e inspeccionar loque habían estado haciendo aquelloscafres durante su ausencia. La invitóa acompañarlo para que lo viesetodo por sí misma. Rose respondióque no y luego, al reparar en laexpresión ceñuda de Barry, que sí.

—Siempre haciéndose desear

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—observó él, aunque al parecer sinsegunda intención.

Le habría gustado que le dijera:«Entra en esa habitación, encontrarásuna cama, métete en ella yespérame.» En cambio, pasó variashoras dando tumbos en unacamioneta, yendo de un lado a otrode la propiedad, donde un grupo denegros, un mecánico o un individuovestido con un mono de trabajoaguardaba sus órdenes, discutía,discrepaba y cedía diciendo:«Bueno, a lo mejor tienes razón. Loharemos a tu manera», o «¡Por Dios,

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mira lo que has hecho! Te lo advertí,¿no? ¿No te lo advertí? Ahora hazlootra vez, y más vale que te salgabien.» Rose no tenía la menor ideade qué era lo que veía ni qué hacíacada uno, y aunque aparecieron unasvacas apestosas, lo cual eraprevisible tratándose de una granja,no entendía nada y le dolía la cabeza.Cuando regresaron a la casa, bastóuna palmada de Barry para que lessirvieran el té. Estaba sudoroso, conla cara roja y húmeda y tenía unamancha de grasa en una manga;irresistible. Sin embargo, dijo que

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debía ocuparse del papeleo, porqueel Gobierno lo estaba matando contanto trámite, y ¿podría entretenersesola hasta la hora de comer? Rose sesentó en la parte del porche queestaba protegida del resplandor, enun asiento tapizado con una cretonareconfortantemente familiar, y hojeóunas revistas sudafricanas: el mundode la mujer de Barry,presumiblemente; y también el suyo.

Transcurrió una hora. Sirvieronel almuerzo: toneladas de carne.Aunque Rose sabía que comer carneera políticamente incorrecto, le

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encantaba, así que no se reprimió.Le entró sueño. Barry le lanzaba

miradas que ella tomó porinsinuaciones, pero por lo visto seequivocó, porque dijo:

—Voy a echar una cabezada. Suhabitación está allí.

Se marchó en la direccióncontraria al cuarto donde ellaencontró su maleta sobre el suelo depiedra, junto a una cama en la que setendió y durmió hasta que oyó unaspalmadas y el grito de «té». Selevantó tambaleándose, salió alporche y allí topó con Barry, que

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estaba delante de la bandeja del té,con las largas y bronceadas piernasestiradas.

—Podría dormir durante unasemana —comentó.

—Oh, vamos, anoche no durmiómal. Estuvo roncando sobre mihombro durante horas.

—No, no es verdad...—Pues claro que lo es. Vamos,

sirva el té. Haga de mamá.La tarde africana se desplegaba

en torno a ellos, inundada de luzamarilla y el canto de los pájaros.Había polvo en las manos de Rose y

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en el suelo del porche.—Maldita sequía —masculló

Barry—. Hace tres años que nollueve como es debido en esta granja.El ganado no aguantará mucho más.

—¿Por qué ha dicho «en estagranja»?

—Las montañas impiden elpaso de las nubes. Cuando la compréno lo sabía.

—Ah.—Bueno, espero que empiece a

formarse una idea. Si ahora vuelve acasa y escribe que aquí todos somoscomo Simón Leggree, al menos se

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habrá tomado la molestia decomprobarlo personalmente.

Rose no sabía quién era SimónLegree, pero dedujo que debía detratarse de un racista blanco.

—Hago cuanto puedo.—Nadie está obligado a más.

—Barry se levantó de un salto, alparecer inquieto—. Tengo que ir aechar un vistazo a los terneros.¿Quiere venir?

Aunque ella sabía que debíaaceptar la invitación, contestó queprefería quedarse.

—Es una pena que mi media

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naranja no esté —apuntó él—. Asítendría con quién cotillear.

Barry se marchó y regresó alcaer la noche. Cenaron. Mientrasescuchaban las noticias de la radio,maldijo al locutor negro porpronunciar mal una palabra.

—Lo siento —dijo—, peronecesito acostarme. Estoy agotado.

Y así transcurrió la estancia deRose en la granja, que se prolongócinco días. Por las noches pasaba lashoras en vela, deseando que losruidos que oía fuesen los sigilosospasos de Barry que acudía a su

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encuentro, pero nada de eso sucedió.Recorrió la propiedad con él y seesforzó por aprender lo máximoposible. Durante sus conversaciones,siempre demasiado breves einterrumpidas por una u otraemergencia —un tractor averiado, unincendio en el monte, una vacacorneada— que suscitaba reacciones(¿exageradamente?) dramáticas,Rose descubrió que su viejo amigoFranklin era «uno de los peores deesa banda de ladrones», y que elcamarada Matthew era un corruptode tomo y lomo y estaba tan

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cualificado para gobernar un paíscomo él, Barry Angleton, para dirigirel Banco de Inglaterra. Ellamencionó el nombre de SylviaLennox, pero Barry sólo sabía deella que trabajaba en una misión deKwadere. Añadió que cuando él erapequeño nadie hablaba bien de losmisioneros, porque se decía queeducaban a los negros por encima desus posibilidades, aunque algunosempezaban a opinar, y él estaba deacuerdo con ellos, que era una penaque no hubiesen terminado su laborpedagógica, porque lo que el país

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necesitaba eran unos cuantos negroseducados. En fin, vivir paraaprender.

La mujer de Barry no sepresentó durante el tiempo que Rosepasó allí, aunque habló con ella porteléfono y le dio un mensaje para él.

—Es una suerte que usted estéahí —dijo la displicente esposa—,así tendrá algo en que pensar apartede la granja y él mismo. Bueno, loshombres son todos iguales.

Este comentario, expresado enlos mismos términos que latradicional queja feminista pero muy

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lejos del refinamiento del grupo demujeres que frecuentaba Rose, lepermitió responder que sí, que loshombres eran iguales en todo elmundo.

—Bueno, dígale a mi maridoque esta tarde pasaré por la casa deBetty y me llevaré uno de suscachorros. —Y agregó—: Esperoque sea justa y escriba algoagradable de nosotros, para variar.

Barry acogió la noticia con un:«Vaya, que no piense que ese perrova a dormir con nosotros, como elanterior.»

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La siguiente parada en elitinerario de Rose, que habría sido laprimera de no haber intervenido eldestino y Barry Angleton, fue la casade un viejo amigo del camaradaJohnny, Bill Case, un sudafricanocomunista que había estado en lacárcel y se había refugiado en Zimliapara continuar con sus estudios deDerecho y defender a losnecesitados, los pobres y losexplotados, que bajo el Gobiernonegro estaban resultando ser más omenos los mismos que bajo elGobierno blanco. Bill Case era

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famoso, un héroe. Rose estabadeseando que le contase por fin «laverdad» sobre Zimlia.

Aunque gustosamente se habríaabierto de piernas para Barry, loúnico que había logrado sacarle enese sentido, cuando la había dejadoen la ciudad, había sido elcomentario de que si no hubieseestado casado la habría invitado acomer fuera. No obstante, supo quese trataba de una galantería tan vacuacomo su: «Hasta otra; ya nosveremos.»

Bill Case... Lo primero que hay

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que decir de quienes militaron en elcomunismo durante el apartheid esque pocas personas han sido tanvalientes o han luchado con mayorentusiasmo contra la opresión...Claro que, en la misma época, losdisidentes de la Unión Soviética seenfrentaban a la tiranía comunistacon igual vehemencia. Rose habíaafrontado los problemas de la UniónSoviética negándose a pensar enellos: ¿acaso eran responsabilidadsuya? No llevaba una hora en casa deBill cuando descubrió que éste habíaadoptado la misma actitud. Durante

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años había afirmado que en la UniónSoviética había nacido una nuevacivilización que había abolido parasiempre las desigualdades, incluidala más relevante a efectos de susactuales circunstancias: el racismo.Y ahora hasta en las provincias, a lasque pertenecía Senga, por más quefuese la capital, se reconocía que laUnión Soviética no era lo que leshabían hecho creer. Entre quienes loadmitían no estaba el Gobiernonegro, naturalmente, que seguíapregonando las glorias delcomunismo. Sin embargo, Bill no

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hablaba de ese gran sueño frustrado,sino de otro local: Rose estabaoyendo de sus labios lo mismo quehabía oído de los de Barry Angletondurante cinco días. Al principiocreyó que Bill se estaba divirtiendo ytomándole el pelo, parodiando lo quesabía que había escuchado, pero no,sus quejas eran tan sinceras,detalladas y furiosas como las delagricultor. A los agricultores blancosse los maltrataba, eran el chivoexpiatorio de todos los fracasos delGobierno, y aunque constituían laprincipal fuente de divisas

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extranjeras, estaban obligados apagar impuestos exagerados; ¡quépena que el país se hubieraconvertido en un vasallo, en ellameculos del Banco Mundial, elFondo Monetario Internacional yDinero Mundial!

Durante esos días Rose asimilóal fin una verdad dolorosa: se habíaequivocado al apostar por elcamarada Matthew. Tendría queretroceder, retractarse, hacer algopara limpiar su reputación. Erademasiado pronto para publicar unartículo que describiese al camarada

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presidente como se merecía: a fin decuentas ella había publicado suúltimo panegírico hacía tres meses.No; daría un rodeo, desviaría laatención del público, buscaría otroobjetivo.

De la casa de Bill Case setrasladó a la de un amigo de éste,Frank Diddy, el afable redactor jefede The Zimlia Post. Estaba encantadacon la hospitalidad de Zimlia: enLondres ya era invierno y ella estabaviviendo sin gastar un penique. Sabíaque The Post tenía mala fama entretodas las personas con un mínimo de

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inteligencia..., en fin, entre lamayoría de los habitantes del país.Sus editoriales decían cosas como:«Nuestra gran nación ha superadocon éxito otro pequeño obstáculo. Lasemana pasada se produjeron algunasinterrupciones en el suministroeléctrico debido a las ingentesdemandas de nuestra florecienteindustria y también, según serumorea, a la intervención de espíassudafricanos. No debemos bajar laguardia ante el enemigo. No debemosolvidar que Zimlia es objeto de losataques de quienes desean

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desestabilizar nuestro exitosorégimen comunista. Viva Zimlia.»

Rose descubrió que para FrankDiddy esos textos cumplían la mismafunción que un hueso destinado aaplacar a los perros guardianes delGobierno, quienes sospechaban queél y sus colegas «escribían mentiras»sobre el progreso del país. Losperiodistas del Post no habían tenidolas cosas fáciles desde la liberación.Los habían arrestado, detenido sincargos, soltado, detenido de nuevo eintimidado, y los gorilas de lapolicía secreta, conocidos en el

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periódico como «los Muchachos»,amenazaban con meterlos en lacárcel a la mínima señal dedisidencia. En cuanto a la verdadsobre Zimlia, Frank Diddy opinabaexactamente lo mismo que BarryAngleton y Bill Case.

Rose intentaba conseguir unaentrevista con Franklin. No sedejaría amilanar, aunque pensabaformularle preguntas como: «Serumorea que tienes cuatro hoteles,cinco granjas y un bosque de árbolesde madera noble, ¿es verdad?»Pensaba que la verdad debía salir a

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la luz, como un gusano que asomaserpeando por la grieta de la mentira.Hablaría con él de igual a igual; alfin y al cabo era su amigo, ¿no?

Pese a que siempre alardeabade esa amistad, hacía años que no loveía. En los triunfales albores de laliberación, cada vez que Roseviajaba a Zimlia lo llamaba porteléfono y concertaba una cita,aunque nunca se encontraban a solas,porque él acudía con amigos,colegas, secretarias e incluso en unaocasión con su esposa, una mujertímida que se había limitado a

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sonreír y no había abierto la boca entoda la velada. Franklin presentaba aRose como «mi mejor amiga cuandoestuve en Londres». Más adelante,cuando le telefoneaba desde Londreso poco después de llegar a Senga,empezaron a decirle que estabareunido. Que pretendiesen encajarleese cuento a ella, Rose, le pareció uninsulto. ¿Quién diablos se creía queera? Debería dar las gracias a losLennox por todo lo que habían hechopor él. Por lo que «hicimos» por él.

Esta vez, cuando llamó aldespacho del camarada ministro

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Franklin, quedó estupefacta al oír suvoz de inmediato, saludándola concordialidad. «Vaya, Rose Trimble,cuánto tiempo; eres precisamente lapersona con quien quería hablar.»

De manera que Franklin y Rosese reencontraron, en esta ocasión enun rincón del vestíbulo del nuevohotel Butler, un lugar ostentoso yespecialmente diseñado para que losdignatarios que visitaban el país nohicieran comparaciones insidiosasentre esa capital y cualquier otra.Franklin, que estaba gordísimo,ocupaba todo el sillón, y la carne de

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su ancha cara se desbordaba enpapadas y mofletes negros ylustrosos. Tenía los ojos pequeños,aunque Rose los recordaba grandes,encantadores y de expresiónsuplicante.

—Necesitamos tu ayuda, Rose.Ayer mismo el camarada presidentedijo que te necesitábamos.

El olfato periodístico le indicóa Rose que ese último comentarioequivalía a su: «El camaradaFranklin es un buen amigo mío.»Todo el mundo mentaba alpresidente, ya fuese para elogiarlo o

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para maldecirlo. Las palabras«camarada Matthew» debían de estartintineando y susurrando en el éter,como la sintonía de un programa deradio popular.

—Sí, Rose, me alegro de queestés aquí —comentó sonriendo ylanzándole breves miradas recelosas.

«Son todos unos paranoicos»,había oído decir Rose a Barry, aFrank, a Bill y a todos los invitadosque entraban y salían de las casas deSenga con el despreocupado talantecolonial —¡eh, alto!— poscolonial.

—Me he enterado de que tenéis

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problemas, ¿no, Franklin?—¡Problemas! Nuestro dólar ha

vuelto a bajar esta semana. Vale latrigésima parte que en el momento dela liberación. ¿Y sabes de quién es laculpa? —Se inclinó hacia delante,agitando su gordo dedo—. De lacomunidad internacional.

Ella había esperado que culpasea los agentes sudafricanos.

—Pero el país va bien. Lo heleído esta misma mañana en ThePost.

Franklin se irguióenérgicamente en su asiento, como

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para plantarle cara, apoyando el pesode su voluminoso cuerpo sobre loscodos.

—Sí, nuestro proyecto ha sidoun éxito; pero nuestros enemigos nolo reconocen, y ahí es dondeintervienes tú.

—Sólo hace tres meses queescribí un artículo sobre el Líder.

—Y muy bueno por cierto, muybueno. —Saltaba a la vista que no lohabía leído—. Sin embargo, se estánpublicando otros artículos quemancillan el buen nombre de estepaís y lanzan graves acusaciones

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contra el compañero presidente.—Todo el mundo dice que sois

muy ricos, Franklin; que estáiscomprando haciendas, hoteles..., detodo.

—¿Quién dice eso? Es unacalumnia. —Sacudió la mano comosi pretendiera espantar las mentiras yse arrellanó de nuevo en el sillón.Rose permaneció callada. Él levantóla cabeza para mirarla y la dejó caerotra vez—. Soy un hombre pobre —gimió—. Un hombre muy pobre.Tengo muchos hijos, y todos misparientes... Sé que tú lo entiendes,

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que sabes que, en nuestra cultura,cuando un hombre prospera todos susfamiliares recurren a él. Debemosmantenerlos y educar a sus hijos.

—Una gran cultura —observóRose, sinceramente conmovida poresa costumbre. ¿Qué había hecho sufamilia por ella en la época en quehabía estado sola y desvalida? Ydespués, el hijo rico de una familiacapitalista explotadora se habíaaprovechado de su buena fe...

—Sí, estamos orgullosos deella. Nuestros ancianos no muerensolos en frías residencias y no

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tenemos huérfanos.Rose sabía que eso no era

cierto. Había oído hablar de lasconsecuencias del sida: huérfanosindigentes, ancianas obligadas a criara sus nietos...

—Quiero que escribas sobrenosotros —prosiguió él—. Quecuentes la verdad. Sólo te pido quedescribas lo que ves en Zimlia, paraque las mentiras no lleguen máslejos. —Echó un vistazo al elegantevestíbulo del hotel y a los risueñoscamareros de librea—. Tú erestestigo, Rose. Mira a tu alrededor.

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—He visto una lista en uno denuestros periódicos. En ellaaparecían detalladas las posesionesde los ministros y otros altos cargospúblicos. Algunos tienen hasta docegranjas.

—¿Y por qué no podemos tenergranjas? —dijo él—. ¿Es justo queme impidan tener una granja sóloporque soy ministro? ¿De qué vivirécuando me retire? Te aseguro que megustaría ser un vulgar agricultor yvivir con mi familia en mis propiastierras. —Frunció el entrecejo—. Yahora hay sequía. En la granja del

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valle de Buvu he perdido a todos misanimales. No queda más que polvo.Mi nuevo pozo se ha secado. —Laslágrimas comenzaron a deslizarsepor sus mejillas—. Es terrible vermorir a tus mombies. Losagricultores blancos no estánsufriendo porque todos cuentan conrepresas y pozos.

Rose empezaba a pensar queaquél sería un buen tema. Quizásescribiese sobre la sequía, queafectaba a todo el mundo por igual, yde esa manera no tendría que tomarpartido. Si bien no sabía nada del

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asunto, pediría información a Frank ya Bill y redactaría algo que noofendiese a los gobernantes deZimlia; no quería perder tan rentablerelación. No; se convertiría en unacombatiente ecologista... Estospensamientos le rondaban la cabezamientras Franklin peroraba sobre ellugar de Zimlia en la vanguardia delprogreso y las conquistas socialistas,para finalizar con los agentessudafricanos y la necesidad depermanecer en guardia.

—¿Los espías sudafricanos?—Sí, son espías. Ésa es la

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palabra correcta. Están por todaspartes. Son los principalesresponsables de las calumnias.Nuestras fuerzas de seguridad hanreunido pruebas. Pretendendesestabilizar el Gobierno paraluego invadir Zimlia y anexionarla asu abyecto imperio. ¿Sabes que estánatacando Mozambique? Intentanexpandirse. —La escrutó paracomprobar qué efecto causaban suspalabras—. Bueno, entoncesescribirás algunos artículosexplicando la verdad y lospublicarás en los periódicos

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ingleses, ¿no? —Comenzó aforcejear para levantarse del sillón,emitiendo leves jadeos—. Mi mujeropina que debería ponerme a dieta,pero cuesta resistirse a la tentacióncuando tienes una buena comidadelante, y por desgracia los ministrosdebemos asistir a tantasrecepciones...

Llegó el momento de ladespedida. Rose vaciló. Un arrebatode añoranza por el Franklinadolescente, para quien a fin decuentas había robado ropa —no,mejor aún, le había enseñado a robar

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por sí mismo—, la impulsaba aabrazarlo. Y que él le devolviese elabrazo significaría mucho para ella.No obstante, Franklin se limitó atenderle la mano, y Rose se laestrechó.

—No, así no, Rose. Debeshacerlo al estilo africano, así, así...—De hecho era un apretón de manosinspirador: sugería que resultabadifícil separarse de un buen amigo—.Espero oír buenas noticias tuyas.Envíame tus artículos. Los estaréesperando. —Se dirigió a la puertadel vestíbulo, donde lo aguardaban

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dos hombres corpulentos, susguardaespaldas.

Segura de que habíaimpresionado a Frank Diddy alcontarle que había conseguido unaentrevista con el ministro Franklin,procedió a descubrirle el encuentrocomo si de una proeza se tratara; másaún, como si supusiera una ventajasobre él, pero Frank se limitó adecir: «Ya eres de los nuestros. ¿Tegustaría redactar un editorial para mihumilde periódico?»

Rose decidió que no queríaabordar la cuestión de la sequía; al

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fin y al cabo, cualquiera podríaescribir sobre eso. Necesitaba algo...En The Post, que estaba leyendo condesprecio profesional mientrasdesayunaba, reparó en la siguientenoticia: «La policía investiga un roboen el nuevo hospital de Kwadere. Hadesaparecido material por valor demiles de dólares. Se sospecha quelos ladrones son gente de la zona.»

A Rose se le aceleró el pulso.Le enseñó la nota a Frank Diddy, queencogiéndose de hombros, comentó:

—Esas cosas sucedenconstantemente.

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—¿Dónde puedo informarmemejor?

—No te molestes, no vale lapena.

Kwadere. Barry había dichoque Sylvia estaba allí. Sí, eso eraotra cosa. La prensa solía hacerseeco de los viajes de Andrew aLondres: Andrew era noticia, o loera al menos Dinero Mundial. Laúltima vez, unos meses atrás, lohabía llamado.

—Hola, Andrew, soy RoseTrimble.

—Hola, Rose.

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—Estoy trabajando en WorldScandals.

—Dudo que mis asuntos leinteresen a World Scandals.

Sin embargo, en una ocasiónanterior, unos años antes, habíaaceptado reunirse con ella paratomar un café. ¿Por qué? «Porque sesiente culpable, ¡por eso!», habíapensado Rose de entrada. Aunquehabía olvidado que en otro tiempo lohabía acusado de dejarla embarazada—los mentirosos tienen malamemoria—, estaba convencida deque le debía algo. Y aquella reunión

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le recordó que en ese entonces loencontraba tan atractivo que habíasido incapaz de dejarlo escapar. Nohabía perdido su carisma, esaelegancia desenfadada, ese encanto.Consideraba que esas cualidades lehabían roto el corazón. Si bien estabadispuesta a elevar a Andrew a lacategoría de «el hombre al que máshe amado en mi vida», poco a pococayó en la cuenta de que él estabahaciéndole una advertencia. Toda esacháchara jovial era su forma dedecirle que dejase en paz a losLennox. ¿Quién se creía que era?

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Como periodista, tenía el deber decontar la verdad. ¡La típicaarrogancia de las clases altas!¡Pretendía coartar la libertad deexpresión! El café duró un buen rato,mientras él se andaba por las ramaspara insinuar esto o aquello, pero lesonsacó algunas noticias de lafamilia, como la de que Sylvia eramédico y estaba trabajando enKwadere. Sí, había archivado esedato en el fondo de su mente. Ahorasabía con certeza que Sylvia, a quientodavía odiaba, en efecto era médicoen Kwadere, donde alguien había

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robado material de un hospital.Había encontrado el tema de suartículo.

Pocos días después de colocar conRebecca los libros nuevos en lasestanterías de su habitación, Sylviasalió de la casa en dirección alhospital y vio a un grupo de aldeanosque la esperaban. Un joven seacercó, sonriendo.

—Por favor, doctora Sylvia,déme un libro. Rebecca nos ha dichoque ha traído libros.

—Ahora debo ir al hospital.

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Volved esta noche.Se marcharon con renuencia,

mirando por encima del hombro endirección a la casa del padreMcGuire, donde los libros nuevoslos estaban llamando.

Sylvia trabajó todo el día conListo y Zebedee, que habíanpermanecido en sus puestos durantesu ausencia. Eran tan rápidos yhábiles que se le rompía el corazóncuando pensaba en su potencial y enel destino que les aguardaba. Nopodía por menos de preguntarse si enLondres, en Inglaterra o en toda

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Europa habría niños tan ávidos deconocimientos como aquéllos.Habían aprendido a leer en inglésfijándose en las inscripciones de lospaquetes de alimentos. Cuandoterminaban de trabajar, los dos sesentaban a la luz de una vela aemprender la lectura de libros cadavez más difíciles.

Su padre se pasaba las horasdormitando bajo el árbol, comoantes, con una manaza esqueléticacolgando sobre una rodilla nudosa.Había contraído neumonía variasveces. Estaba muriendo de sida.

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Al atardecer había casi uncentenar de personas esperando antela casa del padre McGuire. Éstetambién se encontraba allí cuandoSylvia regresó del hospital.

—Ya es hora de que hagas algo,hija mía.

Sylvia se volvió hacia lamultitud y anunció que esa noche ibaa decepcionarlos, pero que seencargaría de trasladar los libros a laaldea.

—¿Y quién los vigilará? —preguntó alguien—. Los robarán.

—No, nadie los robará. Me

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ocuparé de todo mañana.Sylvia y el padre McGuire

observaron a la desilusionadamuchedumbre dispersarse en eloscuro monte, entre las piedras y losmatorrales, por caminos invisiblespara ellos.

—A veces pienso que ven conlos pies —comentó el sacerdote—.Ahora entrarás, te sentarás, cenarás ypasarás la velada conmigo,escuchando la radio. Tenemos laspilas que trajiste.

Rebecca no estaba allí por lasnoches. Preparaba la cena, la dejaba

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en la nevera y a las dos de la tardevolvía a su casa. No obstante, en estaocasión se presentó mientrascenaban.

—He venido porque debo deciralgo.

—Siéntate —la invitó el padreMcGuire.

Cierto protocolo, que al parecernunca se había fijado formalmente,establecía que Rebecca no sesentaría a la mesa cuandodesempeñara su papel de criada, yella misma había vetado lassugerencias del padre McGuire para

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que lo pasase por alto: no estaríabien. Pero cuando iba de visita,como en ese momento, se sentaba y,si le ofrecían una galleta, la cogía yla dejaba delante de ella; sabían quese la llevaría a sus hijos. Sylvia leacercó el plato y Rebecca contócinco galletas. En repuesta a susexpresiones inquisitivas —sólo lequedaban tres hijos vivos—, lesinformó que también estabaalimentando a Zebedee y a Listo.

—Debemos hacer algo con loslibros —dijo Rebecca—. He estadohablando con todo el mundo. Hay una

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choza desocupada..., la de Daniel, yasaben quién era.

—Lo enterramos el domingopasado —puntualizó el padreMcGuire.

—Sí. y sus hijos murieron antesque él. Ahora nadie quiere su casa.Creen que trae mala suerte. —Estabaempleando las palabras de ellos.

—Daniel murió de sida, no poresa tontería de la mala muti. —Elpadre McGuire usó el término conque Rebecca se refería a laspociones del n'ganga.

En el transcurso de su larga

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relación, Rebecca y el padreMcGuire habían mantenido muchasdiscusiones sobre el particular, queéste ganaba invariablemente porqueél era sacerdote y ella cristiana, peroahora Rebecca sonrió y repuso:

—Vale.—¿Quieres decir que la choza

no traerá mala suerte a los libros? —preguntó Sylvia.

—No —contestó Rebecca—,estarán bien allí. Así que sacaremoslos estantes de su habitación y losmontaremos en la choza de Daniel.Mi Tenderai vigilará los libros.

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El niño estaba muy enfermo y lequedaban pocos meses de vida: todoel mundo sabía que una maldiciónpesaba sobre él. Rebecca leyó lospensamientos de Sylvia y murmuró:

—Está lo bastante bien paracuidar los libros. Además, seentretendrá con ellos y se sentirámenos triste.

—No hay suficientes paratodos.

—Sí que los hay. Tenderai lesdará uno a la semana. Los forrará conpapel de periódico. Y todo el mundotendrá que pagar... —Al advertir que

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Sylvia iba a protestar, precisó—:Muy poco, quizá diez centavos. Sí,no es mucho, pero bastará para quecomprendan que los libros son carosy debemos cuidarlos.

Se levantó. No tenía buenaspecto. Sus hijos enfermos ladespertaban por las noches, y Sylviasolía reñirla porque trabajaba enexceso.

—Trabajas demasiado,Rebecca —señaló una vez más.

—Soy fuerte. Igual que usted,Sylvia. Trabajo bien porque no estoygorda. Un perro gordo duerme al sol

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mientras las moscas revolotean a sualrededor, pero un perro flacopermanece alerta y se come a lasmoscas.

El padre McGuire rió.—Citaré tus palabras en mi

sermón del domingo.—Como guste, padre. —

Rebecca hizo la pequeña reverenciaque le habían enseñado en la escuelapara demostrar respeto a laspersonas mayores. Unió sus delgadasmanos y sonrió. Luego se dirigió aSylvia—: Reuniré a unos cuantoschicos para que nos ayuden a

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trasladar los estantes y los libros a lachoza. Deje los suyos sobre la cama,para que no se los lleven.

Se marchó.—Qué pena que Rebecca no

pueda gobernar este país, en lugar delos incompetentes que nos hanendilgado —comentó el padreMcGuire.

—¿Por qué pretenden hacernoscreer que un país tiene el gobiernoque se merece? Yo no creo que estapobre gente merezca semejantegobierno —señaló Sylvia.

El sacerdote asintió, pero luego

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preguntó:—¿No has pensado que quizá no

hayan degollado aún a esos payasosineptos porque a los povos lesgustaría estar en su lugar y saben queharían lo mismo si se les presentarala oportunidad?

—¿De veras piensa eso, padre?—No es casual que tengamos

una oración que dice: «No nos dejescaer en la tentación» y «Líbranos detodo mal».

—¿Eso significa que la virtudse alcanza evitando la tentación,sencillamente?

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—Ah, la virtud, he ahí unapalabra que me cuesta emplear.

Era evidente que Sylvia estabaal borde del llanto, y el sacerdotereparó en ello. Se acercó a unarmario y regresó con dos vasos yuna botella de buen whisky queSylvia le había traído de Londres.Sirvió una medida generosa paracada uno, asintió con la cabeza yapuró el contenido de su vaso.

Sylvia contempló lasondulaciones del dorado líquido a laluz de la lámpara: un brillanteremolino oleoso que al detenerse

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quedó convertido en un lagoambarino.

—Siempre he pensado quepodría llegar a ser alcohólica.

—No, Sylvia, imposible.—Entiendo por qué en los

viejos tiempos la gente tomaba unacopa al atardecer.

—¿En los viejos tiempos? LosPyne no se saltan el aperitivo ni unsolo día.

—Cuando se pone el sol, amenudo pienso que daría cualquiercosa por beberme una botella entera.El crepúsculo es tan triste...

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—Es por el color del cielo, quenos recuerda las glorias divinas quenos están vedadas.

Sylvia se sorprendió: el padreMcGuire no acostumbraba hablar deesas cosas.

—Muchas veces he deseadoabandonar África —añadió él—,pero cada vez que veo ponerse el soldetrás de las colinas, sé que no memarcharía por nada del mundo.

—Otro día que llega a su fin sinresultados —se lamentó Sylvia—,sin ningún cambio.

—Ah, de manera que eres de

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esos a los que les gustaría cambiar elmundo.

Había puesto el dedo en lallaga. «Quizá las tonterías de Johnnycalaron hondo en mí y acabaron porfastidiarme», pensó Sylvia.

—¿A quién no le gustaríacambiarlo? —preguntó.

—¿A quién no le gustaría verlocambiado? Pero pretender cambiarlouno mismo..., no, es demoníaco —objetó el sacerdote.

—¿Y quién podría discrepar deeso, después de lo que hemosaprendido?

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—Si lo has aprendido, hasllegado más lejos que la mayoría. Sinembargo, es un sueño tan poderosoque difícilmente deja escapar a susvíctimas.

—No me dirá que cuando erajoven nunca salió a la calle a gritar yarrojar piedras a los británicos.

—Olvidas que era pobre, tantocomo algunos de los aldeanos deaquí. Sólo me quedaba una salida, unúnico camino. No tuve alternativa.

—Sí, me resulta imposibleimaginarlo haciendo otra cosa; es unsacerdote nato.

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—Es verdad... Sólo había unaelección posible para mí.

—En cambio, cuando oigodespotricar a la hermana Molly,pienso que de no ser por la cruz quelleva colgada al cuello, nadie diríaque es una monja.

—¿No has pensado que lasniñas pobres de cualquier país deEuropa tampoco tuvieron otraopción? Se metieron a monjas paraque sus familias se ahorraran eldinero que gastaban en darles decomer, de modo que los conventos sellenaron de jóvenes que habrían

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estado más a gusto criando hijos o...dedicándose a cualquier otra cosa.

Hace cincuenta años la hermanaMolly se habría vuelto loca en unconvento; jamás habría entrado enuno; pero ahora... ¿sabes lo que ledijo a su superiora? «Me iré de esteconvento y seré una monja delmundo.» Creo que llegará el día enque se dirá a sí misma: «No soy unamonja. Nunca lo he sido.» Entoncesabandonará la orden sin más. Así sonlas cosas. Sí, ya sé lo que estáspensando. A las monjas negras de lacolina no les resultaría tan fácil dejar

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los hábitos como a la hermana Molly.

Todos los días, después de comer,Sylvia iba andando hasta la aldea yconstataba que, junto a cada choza odebajo de los árboles, había gentesentada en bancos o troncos, leyendoo esforzándose por aprender aescribir con un cuaderno sobre lasrodillas. Les había prometido queestaría allí desde la una hasta las dosy media para ayudarlos. Se habríaofrecido a ir a las doce, pero sabíaque el padre McGuire no lepermitiría saltarse la comida. De

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todas maneras, no necesitaba dormirla siesta. En el transcurso de un parde semanas, unos sesenta libroshabían empezado a transformar laaldea, cuyos niños, aunque asistían aclases, no recibían una educación, ydonde la mayoría de los adultos sólohabía pasado cuatro o cinco años enla escuela. Aprovechando un viaje delos Pyne, Sylvia había ido con ellosa Senga y había comprado cuadernos,bolígrafos, un atlas, un pequeñoglobo terráqueo y algunos manualessobre técnicas de enseñanza. Al fin yal cabo, no sabía cómo abordaría la

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tarea un profesional, y los maestrosde la escuela de la colina, donde enesa época del año el polvo seacumulaba en montículos o flotabaformando auténticas nubes en el aire,carecían también de una formaciónpedagógica. Además había ido a laaduana para preguntar por lasmáquinas de coser, pero nadie sabíanada al respecto.

Se sentaba junto a la choza deRebecca, un árbol muy altoproyectaba una amplia sombra amediodía, e impartía clases, lo mejorque podía, a unas sesenta personas:

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las escuchaba leer, escribía frasespara que las copiasen y colocaba elatlas abierto en un estante o apoyadoen la rama de un árbol para ilustrarlas lecciones de geografía. Entre susalumnos a veces se contaban losmaestros de la escuela, que leechaban una mano y aprendían almismo tiempo.

Las palomas arrullaban en losárboles. A esa hora todos teníansueño, y aunque a la agotada Sylviale pesaban los párpados, por nadadel mundo se dormiría. Rebeccarepartía agua en jarras de acero

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inoxidable o aluminio robadas delhospital abandonado; no mucha, puesla sequía era acuciante, y como el ríomás cercano estaba casi seco yestancado, las mujeres se levantabana las tres o a las cuatro de la mañanapara ir a otro más lejano, cargandocuencos y vasijas sobre la cabeza.Habían dejado de lavar la ropa; noles quedaba otro remedio si queríanguardar suficiente agua para beber ycocinar. La multitud despedía un olorpenetrante, que Sylvia habíaempezado a asociar con la paciencia,el sufrimiento y la rabia contenida.

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Siempre que bebía de las jarrasrobadas de Rebecca, sentía lo quecreía que debía sentir, pero no sentía,cuando recibía la sagrada comunión.Todos sus alumnos, desde los niñoshasta los viejos, escuchaban cadapalabra suya en silencio, atentos yembelesados. Ésta era la clase deeducación que la mayoría habíaanhelado toda su vida, la queesperaban recibir desde que habíanoído las promesas del Gobierno. Alas dos y media Sylvia escogía a unniño o una niña que estuviese másadelantado que los demás y le pedía

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que leyese unos párrafos de EnidBlyton —a todos les encantaba—; deTarzán —otro favorito—; de El librode la selva, que les gustaba aunqueera más difícil; o de Rebelión en lagranja, el de mayor éxito entre todos,porque, como ellos decían, lahistoria que contaba les resultabamuy conocida. Si no, se pasaban elatlas, abierto por la página queacaban de estudiar, a fin de reforzarlo aprendido.

Sylvia visitaba la aldea todaslas mañanas, después de asegurarsede que las cosas marchaban bien en

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el hospital. Se hacía acompañar porListo o por Zebedee, pues uno deellos debía quedarse a atender a losenfermos. En las chozas seencontraban los pacientes aquejadosde enfermedades lentas y crónicas,en cuya presencia ella y el n'gangacambiaban miradas que expresabanlo que se guardaban muy bien dedecir. Porque si algo entendía estedoctor del monte mejor que cualquiermédico corriente era el valor de lospensamientos alegres; y era evidenteque la mayor parte de su muti,hechizos y prácticas estaban

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especialmente concebidos paracumplir con ese objetivo: mantenerun sistema inmunitario optimista. Noobstante, cuando ella y ese hombreinteligente se miraban de ciertamanera, su expresión denotaba que elpaciente en cuestión prontodescansaría entre los árboles delnuevo cementerio, que estababastante alejado de la aldea ydestinado a las víctimas del sida oflaco. Se excavaban tumbas muyprofundas, ya que la gente temía queel demonio que había matado a esaspersonas escapase y atacara a otros.

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Sylvia sabía —aunque no se lohabía contado Rebecca, sino Listo—que esta mujer sensata y práctica, enquien tanto confiaban el padreMcGuire y ella, creía que sus treshijos habían muerto y un cuartoestaba enfermo porque la jovenesposa de su hermano, que siemprela había odiado, había contratado aun n'ganga más poderoso que el dellugar para que atacase a los niños.Esa cuñada suya era estéril y estabaconvencida de que Rebecca habíapagado por pociones, encantamientosy hechizos con el fin de evitar que

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tuviera hijos.Algunos pensaban que no los

tenía porque en su choza había máscosas robadas del hospitalabandonado que en cualquier otra.Todos consideraban que el objetomás peligroso del saqueo era la sillade dentista, que durante un tiempohabía estado en medio de la aldea,donde los niños jugaban con ella,pero había acabado en el fondo deuna zanja, adonde la arrojaron paralibrarse de sus malignas influencias.Ahora servía de escenario para losinofensivos juegos de los micos, y en

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una ocasión Sylvia había vistosentado en ella a un viejo babuinocon una brizna de hierba entre loslabios, mirando alrededor con airepensativo, como un abuelo que matael tiempo en un porche.

Edna Pyne subió a la vieja camionetapara ir a la misión, porque laperseguía lo que ella llamaba su«perro negro», que incluso teníanombre: «Plutón me está pisando lostalones otra vez», decía y asegurabaque tanto Sheba como Lusakapercibían la presencia de este

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misterioso perseguidor y le gruñían.Cuando ella bromeaba al

respecto, Cedric, lejos de reírse,comentaba que su mujer estabavolviéndose tan supersticiosa comolos negros. Hasta hacía cinco añosEdna había tenido amigas en lasgranjas cercanas, a quienes visitabacuando estaba deprimida, pero ya nole quedaba ninguna. Las que nohabían establecido granjas en Perth(Australia), o en Devon, habían«dado el salto» a Sudáfrica. Endefinitiva, se habían largado. Estabadesesperada por hablar con mujeres,

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pues se sentía sola en medio de undesierto masculino: su marido, loshombres que trabajaban en la casa yen el jardín, las visitas, losinspectores del Gobierno, lostopógrafos, los expertos en cultivosen curvas de nivel y los nuevosmetomentodos negros, siempreimponiendo extrañas normas. Todoseran hombres. Esperaba encontrar aSylvia para charlar un rato, aunqueno le caía tan bien como sabía que semerecía: era admirable, sí, peroestaba un poco loca. Cuando llegó ala casa del padre McGuire, se le

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antojó vacía. Entró en el fresco yoscuro salón, y Rebecca salió de lacocina con un paño que deberíahaber estado más limpio. Pordesgracia la sequía estabacomprometiendo también la pulcritudde su casa: en el pozo había menosagua que nunca.

—¿Está la doctora Sylvia?—Ha ido al hospital. Hay una

chica de parto. Y el padre McGuirese ha llevado el coche para ir a veral cura de la vieja misión.

Edna se sentó como si lehubiesen asestado un golpe en las

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rodillas. Echó la cabeza hacia atrás ycerró los ojos. Cuando los abrió,Rebecca continuaba de pie delantede ella, esperando.

—Dios. —Edna suspiró—. Nopuedo más.

—Le prepararé una taza de té—dijo Rebecca, volviéndose haciala cocina.

—¿Cuándo regresará ladoctora?

—No lo sé. Es un parto difícil.El niño viene de nalgas.

Edna abrió desorbitadamentelos ojos al oír aquella explicación

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médica. Al igual que la mayoría delos viejos colonos blancos, su menteestaba dividida en compartimentos;es decir, como nos ocurre a casitodos, si bien en mayor medida.Sabía que algunos negros eran taninteligentes como la mayoría de losblancos, pero equiparaba lainteligencia con la educación, yRebecca trabajaba en una cocina.

Cuando la criada depositó labandeja del té delante de ella y girósobre sus talones para irse, Edna seoyó decir:

—Siéntate, Rebecca. —Y

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añadió—: ¿Tienes un momento?Rebecca no tenía un momento;

había estado corriendo de aquí paraallí toda la mañana. Como el hijo quesolía ir a buscar agua al río estabacon su padre, que la noche anteriorhabía vuelto a emborracharse, ella sehabía visto obligada a acarrear aguaa su casa desde esa misma cocina,después de pedirle permiso al padreMcGuire no una sino cinco veces. Elaljibe de la casa estabaprácticamente vacío: en todas partesla tierra parecía absorber el agua,cada vez más difícil de obtener. A

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pesar de todo, Rebecca advirtió queesa mujer blanca estaba muy alteraday la necesitaba. Se sentó y aguardó.Se alegró de que la señora Pyneestuviese allí con la camioneta,porque el padre se había llevado elcoche y Sylvia había dicho quequizás hubiera que trasladar a laparturienta al hospital parapracticarle una cesárea.

Las palabras que habían estadobullendo en la cabeza de Ednadurante días brotaron en un torrentelleno de vehemencia, resentimiento yautocompasión, aunque Rebecca no

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era la persona más indicada paraoírlas. Claro que Sylvia tampoco loera.

—No sé qué hacer —dijo conojos muy abiertos y la vista fija, noen Rebecca, sino en las cuentasazules cosidas en el borde de lacampana para proteger de losinsectos que cubría la bandeja del té—. Estoy al borde de un ataque denervios. Creo que mi marido se havuelto loco. Bueno, todos loshombres están locos, ¿no te parece?

Rebecca, que la noche anteriorhabía tenido que esquivar los golpes

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y los abrazos de su desquiciadomarido, contestó que sí, que a veceslos hombres se ponían difíciles.

—Y que lo digas. ¿Sabes qué hahecho? Ha comprado otra granja.Dice que si no lo hubiera hecho,algún ministro se habría quedado conella. Si os la dieran a vosotros, seríaotra historia, desde luego. En fin,asegura que puede pagarla, que se laofrecieron al Gobierno y no la quiso,de modo que la ha comprado. Yahora está construyendo una represacerca de las colinas.

—Una represa —repitió

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Rebecca, recobrando el sentido:había estado dormitando—. Vale...,una represa..., vale.

—En cuanto la haya construido—prosiguió Edna—, uno de esoscerdos negros se la quitará; sí, señor,es lo que hacen siempre: esperan aque uno haga algo útil, como unarepresa, y después van y lo roban.Así que «para qué lo haces», lepregunto, pero él dice... —Estabasentada con una galleta en una manoy la taza en la otra. Hablaba tandeprisa que no tenía tiempo parabeber—. Quiero marcharme,

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Rebecca, ¿te parece mal? ¿Loentiendes? Éste no es mi país;vosotros mismos lo decís, y yo estoyde acuerdo, pero según mi marido estan suyo como vuestro, así que hacomprado... —Se le escapó unsollozo. Dejó la taza, luego lagalleta, sacó un pañuelo del bolso yse enjugó las lágrimas. Guardósilencio por unos instantes, despuésse inclinó hacia delante y, con elentrecejo fruncido, tocó las cuentasazules—. Muy bonito. ¿Lo has hechotú?

—Sí.

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—Bonito. Bien hecho. Y hayalgo más. El Gobierno no para decriticarnos, pero en nuestrosbarracones vive el triple de gente dela que debería estar allí; vienentodos los días desde las tierrascomunales, y les damos de comer,estamos alimentando a todas esaspersonas, que se mueren de hambrepor culpa de la sequía, aunque tú yalo sabes, ¿verdad, Rebecca?

—Vale. Sí. Es verdad. Semueren de hambre. El padreMcGuire ha abierto un comedor en laescuela, porque los niños están tan

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hambrientos que en cuanto llegan sesientan y se echan a llorar.

—Ya ves. Y aun así tuGobierno es incapaz de decir algobueno de nosotros.

Edna lloraba con desconsuelo,igual que una niña. Rebecca sabíaque no lo hacía por quienes no teníannada que llevarse a la boca, sino porlo que ella consideraba«demasiado». «Es demasiado —ledecía a Sylvia—. Es demasiado paramí.» Entonces se sentaba, se cubríala cara con las manos y se mecíaemitiendo un gemido monocorde,

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mientras Sylvia buscaba píldoras(sedantes)— que ella luego tragabaobedientemente.

—A veces todo me parecedemasiado, todo me desborda —añadió Edna entre sollozos aunque suvoz parecía indicar que seencontraba mejor—. Las cosas yaiban mal, pero ahora con la sequía, elGobierno y...

En ese momento, Listo aparecióen la puerta para comunicarle aRebecca que la doctora Sylvia lehabía dicho que corriese a casa delos Pyne y pidiera que alguien

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llevase a la parturienta al hospital encoche.

¡Y allí estaba Edna Pyne! Alchico se le iluminó el rostro, y hastase marcó unos pasos de baile en elporche.

—Bien. Ahora no morirá. Elniño está atascado —informó—,pero si llega al hospital a tiempo...—Echó a correr cuesta abajo y alcabo de unos instantes llegó Sylvia,sosteniendo a una mujer envuelta enuna manta.

—Bueno, veo que después detodo serviré para algo —dijo Edna, y

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fue a ayudar a Sylvia a sujetar a lamujer, que lloraba de dolor.

—Ojalá terminasen el hospitalnuevo... —comentó Sylvia.

—Baja de las nubes.—Le tiene miedo a la cesárea.

Ya le he asegurado mil veces que noes nada.

—¿No puedes operarla tú?—Todos cometemos errores —

repuso Sylvia—, y el más estúpido,absurdo e imperdonable que hecometido yo es no especializarme encirugía. —Hablaba con vozmonocorde, pero Edna reconoció en

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su estado el arrebato emocional queella misma acababa de sufrir. Sylviase estaba desahogando, y no habíaque tomarla en serio—. Enviaré aListo contigo. Debo ocuparme de unhombre muy enfermo.

—Espero no tener que traer almundo a un niño.

—Pues lo harías tan bien comocualquiera. Pero Listo es muy bueno.Además, le he dado algo a esta mujerpara retrasar el nacimiento. Suhermana os acompañará.

En el coche ya esperaba unamujer. Tendió los brazos, y la

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parturienta se arrojó a ellos,gimiendo.

Sylvia corrió hacia el hospital.La camioneta se puso en marcha. Elcamino era accidentado y el viajeduró casi una hora, porque laparturienta gritaba cada vez quepasaban por un bache. Edna dejó alas dos mujeres en el viejo hospital,que había sido construido durante elGobierno de los blancos y debíaatender a medio millón de pacientes,cuando había sido concebido paraque se ocupara de unos pocos miles.

Edna se puso al volante y Listo

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se sentó a su lado. «Debería irdetrás», pensó ella aunque sinirritarse. Escuchó su entusiastaparloteo sobre las clases de ladoctora Sylvia bajo los árboles, loslibros, los cuadernos, los bolígrafos,todo lo cual era mucho mejor que enla escuela. A Edna le picó lacuriosidad, de manera que en lugarde dejar al muchacho en el crucepara que regresara a la misión a pielo llevó hasta ésta y aparcó.

Sólo eran las doce y media, ySylvia almorzaba con el cura en elcomedor, sentada en el sitio que ella

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había ocupado un rato antes. Ednaestaba a punto de aceptar lainvitación a comer cuando Sylvia ledijo que no se ofendiese, pero quetenía que ir a la aldea. De maneraque Edna, una mujer que apreciaba elarte culinario, esperó a que el cura lepreparase un bocadillo de rebanadasde tomate y sin mantequilla —sí, conla sequía era difícil conseguirmantequilla— y se marchó conSylvia.

Ignoraba con qué iba aencontrarse, y se quedóimpresionada. Todo el mundo sabía

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quién era la señora Pyne, porsupuesto, y la recibieron consonrisas. Después de acercarle unabanqueta, se olvidaron por completode su presencia. Dejó el bocadillo enel bolso, porque sospechaba quealgunos de los que la rodeabandebían de estar hambrientos, y noconvenía que comiese delante deellos. «Santo Dios —pensó—, quiénme iba a decir que llegaría el día enque dos rebanadas de pan duro y unarodaja de tomate me parecieran unlujo vergonzoso.»

Escuchó a Sylvia leer en inglés,

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pronunciando cada palabra conlentitud, un texto de un autor africanodel que nunca había oído hablar,aunque sabía que los negros tambiénescribían novelas, mientras la gentela escuchaba como si..., Dios, comosi estuvieran en la iglesia. LuegoSylvia le pidió a un joven, y luego auna niña, que explicasen de quétrataba la historia. Lo hicieron bien,y Edna se alegró de ello: deseabaque ese proyecto fuese un éxito, yestaba orgullosa de sí misma pordesearlo.

Sylvia le dijo a una anciana que

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describiese una sequía que recordarade su infancia. La vieja hablaba uninglés entrecortado y confuso, ySylvia recurrió a una muchacha paraque tradujese sus palabras.

Aquella sequía no parecía muydistinta de la actual. El Gobiernoblanco había distribuido maíz en laszonas más afectadas, rememoró laanciana, arrancando de los presentesaplausos que sólo podíaninterpretarse como una crítica a losgobernantes negros. Terminado elrelato, Sylvia indicó a los que sabíanescribir que volcasen al papel sus

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propios recuerdos, y a los que nosabían, que inventasen un cuento paracontarlo al día siguiente.

Eran las dos y media. Sylviadejó a la anciana que había contadola historia de la sequía al frente delos demás, que eran casi un centenar,y regresó con Edna a la casa.Tomarían una taza de té, se sentaríana charlar y por fin Edna tendría laoportunidad de conversar con ella...,aunque, curiosamente, su necesidadde desahogarse parecía haberseesfumado.

—Son muy buena gente —

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señaló Sylvia—. No soporto ver lodesperdiciados que están.

Se hallaban de pie junto a lacasa, cerca del coche.

—Bueno, supongo que todosvalemos más de lo que nos permitendemostrar.

La glacial mirada de Sylviaevidenció que ésa no era la clase decomentario que esperaba oír de ella.¿Por qué?

—¿Te gustaría que te ayudasecon la escuela..., o con tus pacientes?—preguntó Edna.

—Oh, sí, ¿lo harías? ¿De

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verdad lo harías?—Avísame cuando me necesites

—dijo Edna. Subió al coche y semarchó con la sensación de queacababa de dar un gran paso haciauna nueva dimensión. Ignoraba que siallí y entonces hubiese preguntado:«¿Puedo empezar ahora?», Sylvia lehabría respondido: «Sí, ven aayudarme con un enfermo que estámuriéndose de malaria entre terriblestemblores.» Sin embargo, Sylviatomó el ofrecimiento de Edna por unasimple fórmula de cortesía y novolvió a pensar en él.

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En cuanto a Edna, durante elresto de su vida pensaría que habíaperdido una oportunidad, que se lehabía abierto una puerta, y que habíaelegido no darse cuenta. El problemaera que durante años se habíaburlado de los buenos samaritanos, yconvertirse en uno... A pesar de todo,no bromeaba cuando se habíaprestado a echar una mano. Por unmomento había dejado de ser la EdnaPyne que conocía para transformarseen una persona muy distinta. No lecontó a Cedric que había llevado auna negra al hospital: ¿y si se

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quejaba por la gasolina, con lo quecostaba conseguirla? En cambio, símencionó que había estado en laaldea y había visto los objetosrobados del hospital en obras.«Mejor para ellos —comentó él—.Estarán mejor allí que pudriéndoseen el monte.»

El señor Edward Phiri, inspectorescolar, había escrito al director dela escuela secundaria de Kwaderepara avisar que llegaría a las nuevede la mañana y que esperaba comercon él y con el personal. Su

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Mercedes, comprado de terceramano —no merecía uno nuevo, puesno era ministro—, se había averiadocerca del letrero de la granja de losPyne. Se apeó y recorrió enfurruñadolos doscientos metros que loseparaban de la casa de éstos. Alllegar se presentó y dijo que debíahablar con el señor Mandizi, delCentro de Desarrollo, para quepasase a recogerlo y lo llevase a laescuela, pero le informaron de quehacía un mes que la línea telefónicaestaba cortada.

—¿Y por qué no la han

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reparado?—Me temo que eso debería

preguntárselo al ministro deComunicaciones. Hay constantesdesperfectos en la red y en ocasionestardan semanas en arreglarlos. —Pese a que era Edna la que hablaba,Phiri no quitaba ojo al marido deésta, que por ser hombre era elresponsable de imponer el orden.Aparentemente ajeno a su papel,Cedric guardó silencio.

Phiri contempló la mesa deldesayuno.

—Desayunan tarde. Yo lo hice

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hace horas.—Cedric se fue al campo poco

después de las cinco de la mañana —dijo Edna en el mismo tono acusador—. Todavía no había luz. ¿Leapetece tomar una taza de té, o quizádesayunar de nuevo?

Phiri recuperó el buen humor yse sentó.

—Tal vez. Me sorprende oírque empieza a trabajar tan temprano—le dijo a Cedric—. Yo tenía laimpresión de que los agricultoresblancos se tomaban las cosas concalma.

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—Por lo visto tenía usted variasimpresiones falsas —repuso Cedric—. Y ahora debo pedirle que medisculpe; he de volver a la represa.

—¿La represa? ¿Qué represa?No hay ninguna señalada en el mapa.

Edna y Cedric cambiaron unamirada. Empezaban a sospechar queel funcionario había fingido lo de laavería con el fin de inspeccionar lagranja. Prácticamente lo habíaconfesado al mencionar el mapa.

—¿Quiere que mande prepararotra tetera?

—No, me basta con lo que hay

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en ésta. Y si no le importa mecomeré esos huevos que han dejado.Sería una pena tirarlos.

—No los tiraríamos. Se loscomería el cocinero.

—Vaya, me sorprenden. Noestoy a favor de consentir a loscriados. Mi cocinero come sadza; nohuevos de granja, desde luego. —Aparentemente inconsciente de suincorrección política, Phiri sonriómientras Edna le llenaba el plato conhuevos fritos, beicon y salchichas.Empezó a comer y añadió—: No leimporta que lo acompañe, ¿verdad?

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Todo indica que esta mañana nopodré ir a la escuela.

—¿Por qué? —inquirió Edna—.Lo acercaré en mi coche, y cuandotermine, alguien de la misión lollevará al Centro de Desarrollo.

—Pero ¿qué pasará con micoche si lo dejo en el camino? Me lorobarán.

—Es muy posible —admitióCedric con el mismo tono seco ydistante que había empleado desde elprincipio, muy diferente del de suesposa, que destilaba emoción.

—Entonces, ¿podría ordenar a

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uno de sus trabajadores que lovigile?

Edna y Cedric se miraron denuevo. Ella, que había recuperado lacompostura ante la furia de sumarido, en la que Phiri al parecer nohabía reparado, exigía en silencioque lo complaciera. Cedric selevantó, fue a la cocina, regresó alcabo de unos instantes y dijo:

—Le he indicado al cocineroque mande al jardinero a vigilar elcoche; pero ¿no deberíamos haceralgo para repararlo?

—Excelente idea —repuso

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Phiri, que había terminado loshuevos y estaba comiendo conevidente deleite unos dulcescubiertos de azúcar—. ¿Y cómo loharemos?

Edna, al advertir que Cedric seestaba conteniendo para no espetaralgo como «¿Y a mí qué más meda?», se apresuró a intervenir.

—Podrías comprobar sifunciona la radio, Cedric.

—Ah, ¿así que tienen una radio?—preguntó Phiri.

—Las pilas están casidescargadas. Supongo que ya sabrá

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que es difícil conseguir pilas nuevas.—Es verdad, pero ¿podría

intentarlo?Cedric no había mencionado la

radio porque no quería malgastar lapoca energía que le quedabahaciéndole un favor a Phiri.

—Lo intentaré, aunque no leprometo nada. —Volvió a marcharse.

—¿Qué son estos dulcesdeliciosos que estoy comiendo?

—Papaya escarchada.—Tiene que darme la receta. Le

diré a mi esposa que la prepare.—Es probable que ya la tenga.

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La dieron por la radio, en Saquetodo el partido a nuestrosproductos.

—Me extraña que escuche unprograma dedicado a las negraspobres.

—Esta blanca pobre escuchatodos los programas femeninos, y sisu esposa considera que éste no esdigno de sus oídos, no sabe lo que sepierde.

—Pobre... —Phiri rió conganas, sinceramente, y cuando cayóen la cuenta de que acababan desoltarle una grosería, añadió con

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acritud—: Eso sí que es un buenchiste.

—Me alegro de que le guste.—Vale —dijo Phiri, lo que

significaba: «Ya es suficiente.»Sin embargo, Edna prosiguió:—Es un programa muy bueno.

He aprendido mucho escuchándolo.Todo lo que ve en esta mesa seproduce en la granja.

Phiri se tomó su tiempo paraobservar los platos, pero se resistióa reconocer que algunos le resultabanextraños: paté de pescado, paté dehígado, pescado al curry...

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—Las mermeladas, porsupuesto. ¿Me permite probar ésta?—Levantó un frasco—. Rosa deJamaica..., rosa de Jamaica..., pero sies una planta silvestre que crece entodas partes, ¿no?

—¿Y qué? Sirve para hacer unamermelada estupenda.

Phiri dejó el frasco sin degustarsu contenido.

—He oído que las monjas de lamisión se niegan a comer losmaravillosos melocotones que crecenen su jardín —dijo—; sólo comenmelocotones de lata, porque no

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quieren que las tomen por seresprimitivos. —Rió con desprecio yañadió—: Su marido ha comprado lagranja aledaña a ésta, ¿verdad?

—Estaba en venta. Ustedes nola quisieron cuando se la ofrecieron.Le aseguro que lo hizo en contra demi voluntad.

Volvieron a mirarse, pero estavez de verdad, hasta el momento losojos de ambos no habían expresadomás que el esfuerzo por causar unabuena impresión en el otro.

A Phiri no le caía bien aquellamujer. En primer lugar, por

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principios: era la esposa de unagricultor blanco, la clase de féminaque, estaba convencido, habíatomado las armas durante la guerrade liberación para defender lascasas, los caminos y los depósitos demuniciones: en esa zona se habíanlibrado batallas encarnizadas. Sí, laimaginaba en traje de campaña y conun fusil en la mano. Por otro lado, aél la guerra ni siquiera lo habíarozado, pues en aquel entonces era unniño que vivía protegido en Senga.

Edna detestaba a esosfuncionarios negros a quienes

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llamaba «pequeños Hitleres», y leencantaba repetir todas lasbarbaridades que oía acerca de ellos.Trataban a sus criados como sifuesen basura, mucho peor quecualquier blanco, hasta el punto deque los negros preferían trabajarpara éstos. Abusaban de su poder,aceptaban sobornos y formaban unapanda de incompetentes, lo queconstituía su principal pecado. Y eseindividuo en particular le habíacaído mal desde el principio.

La tensa y acartonada mujerblanca y el robusto y seguro de sí

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mismo hombre negro se observaron ydejaron que sus ojos hablasen porellos.

—Vale —dijo Phiri por fin.Por suerte Cedric llegó en ese

momento.—Conseguí transmitir un

mensaje justo antes de que ese trastose parara. Mandizi vendrá arecogerlo. Aunque ha dicho que no seencuentra bien.

—Estoy seguro de que el señorMandizi se dará toda la prisaposible, pero de todos modostenemos tiempo para ver esa represa.

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Los dos hombres seencaminaron hacia la camioneta, queestaba aparcada debajo de un árbol,sin mirar siquiera a Edna, quienesbozó una sonrisa que más parecíauna mueca de amargura.

Cedric condujo a todavelocidad por los accidentadoscaminos de la granja, a través decampos, suaves colinas y parcelas demonte. Phiri, que prácticamente nosalía de Senga, no sabía cómointerpretar lo que veía, tal como lehabía ocurrido a Rose.

—¿De qué son esos cultivos?

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—De tabaco. Es lo quemantiene la economía de su país.

—Conque ése es el famosotabaco, ¿eh?

—¿Me está diciendo que nuncahabía visto plantas de tabaco?

—Cuando salgo de Senga parainspeccionar una escuela, siempretengo mucha prisa; soy un hombremuy ocupado. Por eso me alegro deesta oportunidad de ver una haciendade verdad, y con un granjero blanco.

—Algunos agricultores negroscultivan buen tabaco, ¿no lo sabía?

Phiri no respondió, pues a la

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vuelta de una colina apareció anteellos un yermo de tierra amarilla, conmontículos, surcos y una excavadoraque trabajaba, manteniendo unprecario equilibrio sobre cuestas ydeclives.

—Hemos llegado —anuncióCedric, que se apeó de un salto yechó a andar sin fijarse en si elinspector lo seguía.

Un negro, el compañero del quemanejaba la excavadora, se acercó aCedric y los dos estudiaron unaespecie de mapa, junto al borde deun foso excavado en la densa tierra

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amarilla. Phiri avanzó con cautelaentre los montículos, procurando noensuciarse los zapatos. El polvoflotaba en el aire. Su mejor traje yaestaba sucio.

—Bueno, esto es lo que hay —comentó Cedric al regresar a su lado.

—Pero ¿dónde está la represa?—Ahí. —Cedric se la señaló.—¿Y qué tamaño tendrá cuando

esté terminada?—Desde allí hasta allí... Desde

el límite de aquella arboleda hastaesa colina, y desde ahí hasta dondeestamos nosotros.

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—Entonces será una represagrande, ¿no?

—No será la de Kariba.—Vale —murmuró Phiri,

decepcionado. Había esperado verun lago de bonitas aguas pardas, convacas metidas hasta el vientre, yrodeado de espinos coronados connidos colgantes de pájaros tejedores.Si bien no recordaba haber visto unaescena parecida, ésa era la imagenque el término «represa» evocaba ensu mente—. ¿Cuándo estará llena?

—¿No podría usted conseguirque llueva a cántaros? Es la tercera

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temporada en que sólo caen unasgotas.

Phiri rió, pero se sentía como uncolegial, y eso no le gustaba. Eraincapaz de imaginar una masa deagua debajo de esas colinas.

—Si no quiere que se le escapeMandizi, deberíamos volver —sugirió Cedric.

—Vale. —Esta vez Phiriempleó el término en su acepciónoriginal: «Sí, de acuerdo.»

—Ahora lo llevaré por otrocamino —le informó Cedric. Aunqueno le convenía impresionar a ese

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hombre que quería robarle la granja,deseaba manifestar su orgullo por loque había hecho con el monte.

A un kilómetro y medio de lacasa, una manada de vacas comíamazorcas de maíz secas. Phiri sólovio reses, mombies, y lo asaltó elansia de poseerlas. Sus ojos, llenosde admiración por esos animales, nose percataron de que teníanproblemas.

—Me veo obligado a matar alos terneros en cuanto nacen —explicó Cedric con aspereza.

—Pero, pero... —balbuceó

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Phiri, horrorizado—. Sí, he leídoalgo en el periódico..., pero eso esterrible. —Advirtió que habíalágrimas en las mejillas del blanco—. Terrible —repitió con unsuspiro, y tuvo la delicadeza deapartar la vista de Cedric. Empezabaa caerle simpático, pero no sabía quéactitud tomar si el hombre blanco sedesmoronaba y se echaba a llorar—.Matar terneros... Pero ¿no haynada..., nada...?

—Sus madres no tienen leche—señaló Cedric—, y cuando unavaca está tan flaca como ésas, pare

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terneros de mala calidad.Ya estaban junto a la casa.Acababa de llegar Mandizi,

aunque al verlo Cedric pensó quehabía enviado a otra persona: sutamaño había quedado reducido a lamitad.

—Ha adelgazado mucho —dijo.—Sí, así es.Había dejado al mecánico junto

al Mercedes y abrió la portezuelatrasera de su coche.

—Suba, por favor —le dijo aPhiri y luego, dirigiéndose a Cedricen tono formal, añadió—: Debería

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mandar arreglar la radio. Casi no leoía.

—Ya me gustaría hacerlo —repuso Cedric.

—Y ahora, a la escuela —ordenó Phiri, desanimado a causa delos terneros. No abrió la boca hastallegar a la misión.

—Ésta es la casa del cura —leinformó Mandizi.

—Pero yo quiero ver aldirector.

—No hay ningún director. Metemo que está en la cárcel.

—¿Y por qué no han mandado

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un sustituto?—Lo hemos pedido, pero, como

puede comprobar, éste no es undestino agradable. Prefieren trabajaren la ciudad, o lo más cerca posiblede ella.

La ira devolvió la vitalidad aPhiri, que caminó a paso vivo haciala casa, seguido de su subordinado.No había nadie a la vista. Dio un parde palmadas y apareció Rebecca.

—Avísale al cura que hellegado.

—El padre McGuire está en laescuela. Si sube por ese sendero, lo

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encontrará.—¿Y por qué no vas tú?—Tengo algo en el horno. Y el

padre McGuire lo espera allí.—¿Qué hace allí?—Enseña a los niños mayores.

Creo que da muchas clases porque eldirector no está. —Rebecca sevolvió para regresar a la cocina.

—¿Adonde vas? No te he dadopermiso para marcharte.

Rebecca hizo una ampulosa ylenta reverencia, juntó las manos yagachó la cabeza.

Phiri la fulminó con la mirada y

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rehuyó los ojos de Mandizi,consciente de que estaban tomándoleel pelo.

—Muy bien, ya puedes irte.—Vale —dijo Rebecca.Los dos hombres echaron a

andar por el polvoriento sendero,bajo un sol que caía de plano sobresu cabeza y sus hombros.

Desde las ocho de la mañanalas aulas eran un pandemóniumdonde los niños aguardaban al granhombre rebosantes de expectación.Los maestros, que al fin y al cabo noeran mucho mayores que ellos,

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también estaban eufóricos. Sinembargo, no llegaba ningún coche;sólo se oían los arrullos de laspalomas y el canto de las cigarras enla arboleda cercana al depósito delagua, que estaba vacío. Hacíasemanas que todos los niños teníansed, y algunos también hambre, y nohabían comido más que lo que elpadre McGuire había repartido paradesayunar: unos trozos del pesadopan hecho con harina blanca y lecheen polvo. Dieron las nueve, luego lasdiez. Reanudadas las clases, elestruendo de varios centenares de

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voces coreando las inevitablesrepeticiones, ya que no había librosni cuadernos, podía oírse a más dequinientos metros a la redonda, y nocesó hasta que aparecieron Phiri yMandizi, acalorados y sudorosos.

—¿Qué es esto? ¿Dónde está elprofesor?

—Aquí —respondióhumildemente un joven, sonriendocon expresión de angustia yaprensión.

—¿Y qué clase es ésta? ¿A quéviene tanto barullo? No recuerdo queel programa comprendiese lecciones

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orales. ¿Dónde están los cuadernos?Cincuenta niños exaltados

respondieron al unísono:—Camarada inspector,

camarada inspector, no tenemoscuadernos ni libros; por favor, denoscuadernos. Y lápices, sí, lápices, nose olvide de nosotros, camaradainspector.

—¿Y por qué no tienencuadernos? —preguntó Phiri aMandizi en tono autoritario.

—Enviamos los formularios desolicitud, pero no nos mandan nicuadernos ni libros. —Aunque

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llevaban tres años en esa situación,no se atrevió a decírselo delante delos niños y el maestro.

—Si se han retrasado, llame aSenga y métales prisa.

No le dejó alternativa.—Hace tres años que la escuela

recibió la última remesa de libros ycuadernos.

Phiri miró a Mandizi, al jovenmaestro y a los niños.

—Camarada inspector, señor —dijo el maestro—, nosotros hacemostodo lo que podemos, pero es difíciltrabajar sin libros.

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El camarada inspector se sintióatrapado. Sabía que en algunasescuelas —bueno, sólo en unas pocas— escaseaban los libros. Lo ciertoera que rara vez salía de lasciudades, pues se aseguraba de quele tocase inspeccionar las escuelasurbanas. Aunque en éstas tambiénhabía carencias, no resultaba tanterrible que hubiese un manual cadacuatro o cinco niños, que éstostuvieran que escribir en papel deembalar, ¿no? Sin embargo, allí nohabía un solo libro. Alcanzó el puntode ebullición y estalló.

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—Y fíjese en ese suelo.¿Cuándo fue la última vez quebarrieron?

—Hay muchísimo polvo —sejustificó el maestro en voz baja,avergonzado—. El polvo...

—Hable más alto.Los niños intervinieron:—En cuanto terminamos de

barrer, todo vuelve a llenarse depolvo.

—Poneos de pie para hablarconmigo —los increpó Phiri.

El joven maestro no les habíaindicado que se levantaran porque

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los funcionarios habían irrumpido sinanunciarse, pero en ese momento seoyeron chirridos de pupitres y pies.

—¿Cómo es posible que estosniños no sepan recibir a unrepresentante del Gobierno?

—Buenos días, camaradainspector —retumbó el ensayadosaludo de los niños, todos sonrientesy entusiasmados por esa visita de laque esperaban conseguir libros,lápices y, quizás, un director.

—Ocúpese del suelo —ordenóPhiri al maestro, que sonreía comoun mendigo despreciado.

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—Señor Phiri, camaradainspector, señor... —El maestro fuedetrás de los funcionarios, que sedirigían al aula contigua.

—¿Qué ocurre?—Si usted pudiera pedir al

departamento que nos enviaran loslibros... —Corría al lado de ellos,como un mensajero tratando detransmitir un mensaje urgente, y yasin pizca de dignidad, con las manosunidas y sollozando—. Camaradainspector, cuesta tanto enseñarcuando uno no tiene...

Pero los funcionarios habían

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entrado en el aula, donde casi deinmediato resonaron los furiososgritos e imprecaciones de Phiri. Alcabo de un minuto salió de allí yentró en la clase contigua, paradescargar otra andanada de alaridos.El maestro de la primera aula, quehabía estado escuchando mientrasintentaba recuperar la compostura,hizo de tripas corazón y regresó consus alumnos, que lo aguardabanesperanzados. Cincuenta pares debrillantes ojos se posaron en él: «Porfavor, denos una buena noticia.»

—Vale —dijo, la alegría se

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borró de todos los rostros.El maestro hacía visibles

esfuerzos por contener el llanto. Seoyeron comprensivos chasquidos delengua y murmullos de: «Quévergüenza.»

—Ahora toca la clase deescritura. —Se volvió hacia lapizarra y con un fragmento de tizagarabateó con letra redonda einfantil: «El camarada inspector havenido a nuestra escuela.»—. Yahora, Mary...

Una muchacha corpulenta, deunos dieciséis años, aunque

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aparentaba más, se acercó por entrelas hileras de apretujados pupitres,cogió la tiza y copió la frase. Hizouna reverencia al maestro —que sólodos años antes había sido alumno deesa misma clase— y regresó a susitio. Los niños estaban callados,pendientes de los gritos queprocedían de la barraca de al lado.Todos deseaban que les permitiesendemostrar sus conocimientos en lapizarra. El problema era la escasezde tizas. El maestro tenía aquel trozoy dos barras enteras que guardaba enel bolsillo, porque aunque en los

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armarios de la escuela no habíaprácticamente nada, los forzaban amenudo. Resultaba impensable sacaral frente a todos los niños para quecopiasen la frase.

Los gritos que acompañaban alseñor Phiri y el señor Mandizillegaron a la puerta del aula —ah,¿volverían a entrar?, al menos habíauna frase bonita escrita en la pizarra—, pero no, pasaron de largo. Losniños corrieron a la ventana paraechar un último vistazo al camaradainspector. Dos espaldas se alejabanen dirección a la casa del cura.

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Detrás de ellas, una tercera, cubiertapor la polvorienta sotana negra delpadre McGuire, agitaba la mano y lesgritaba que se detuviesen.

Los niños regresaron a suspupitres en silencio. Eran casi lasdoce, la hora del almuerzo. Quienesno habían llevado comida sesentarían a contemplar a suscompañeros mientras tomaban unascucharadas de gachas frías o un trozode calabaza.

—Después del recreo habrágimnasia —anunció el maestro.

Gritos de alegría. A todos les

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encantaban los ejercicios que hacíanen los polvorientos descampados quese extendían entre los barracones. Nohabía espalderas ni potro ni cuerdasni colchonetas donde tenderse.

Los dos hombres entraron en lacasa del cura, que les pisaba lostalones.

—No le he visto en la escuela—dijo Phiri.

—Creo que no inspeccionó eltercer grupo de aulas, que es dondeestaba yo.

—Tengo entendido que enseñaen nuestra escuela. ¿Cómo es eso?

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—Doy clases de recuperación.—No sabía que tuviéramos

cursos de recuperación.—Enseño a niños que van tres o

cuatro años retrasados por culpa dellamentable estado de la escuela. Aeso lo llamo recuperación. No cobroun sueldo. No le cuesto un centavo alGobierno.

—¿Y por qué no impartenclases esas monjas que he visto poraquí?

—No están cualificadas. Nisiquiera para esta escuela.

A Phiri le entraron deseos de

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gritar y maldecir —e incluso golpeara alguien—, pero notaba un martilleoen la cabeza: su médico le habíaadvertido que no debía exasperarse.Observó la comida dispuesta sobrela mesa: unas delgadas lonchas deembutido y unos tomates. Una hogazarecién horneada emanaba undelicioso aroma. Sadza, pensó, justolo que necesitaba. Si pudiera sentirel peso y el calor de un buen plato desadza en su estómago, revuelto porun centenar de emociones...

—¿Le apetece compartir nuestroalmuerzo? —preguntó el cura.

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Rebecca entró con un plato depatatas hervidas.

—¿Has preparado sadza?—No, señor. No sabía que lo

esperábamos a comer.—Por desgracia —se apresuró

a intervenir el padre McGuire—,como todos sabemos, se necesita almenos media hora para cocinar unabuena sadza, y no querríamosofenderlo sirviéndole una de inferiorcalidad; pero ¿qué tal un filete?Lamento decir que hay abundancia decarne por aquí, con tantos animalesmuertos por la sequía...

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Phiri, que había empezado aacariciar la idea de comer sadza,sintió que el estómago se le revolvíade nuevo.

—Vaya a ver si está listo elcoche —le ordenó a Mandizi, peroéste, que había puesto el ojo en elpan, le lanzó una mirada de protestaa su jefe. Tenía derecho a comer. Nose movió—. Y vuelva a informarme.Si el mecánico no ha terminado, meiré con usted a su oficina.

—Estoy seguro de que habráterminado. Ha tenido más de treshoras —repuso Mandizi.

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—¿Cómo se atreve adesafiarme, señor Mandizi? ¿Soy ono soy su jefe? Por hoy ya he sidotestigo de suficientes muestras deincompetencia. Su deber es estar alcorriente de lo que ocurre en lasescuelas locales y dar parte de lasdeficiencias. —Aunque gritaba, lavoz de Phiri sonaba cansina y débil.Estaba a punto de prorrumpir ensollozos de impotencia, rabia yvergüenza por lo que había visto esamañana.

Justo a tiempo, el padreMcGuire lo salvó, movido por el

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mismo impulso que unas horas anteshabía inducido al señor Phiri aapartar la vista de un Cedric Pyneque lloraba por sus vacas.

—Siéntese, por favor, señorPhiri. Me alegro mucho de contar consu presencia, porque soy un viejoamigo de su padre, ¿no lo sabía? Fuealumno mío... Sí, en esa silla, y elseñor Mandizi...

—El señor Mandizi hará lo quele he ordenado: ir a averiguar si micoche está listo.

Sin mirar al inspector, Rebeccase acercó a la mesa, cortó dos

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gruesas rebanadas de pan, colocó untrozo de embutido en el medio y, conuna pequeña reverencia, esta vezdesprovista de burla, le ofreció elbocadillo a Mandizi.

—No se encuentra bien —señaló—. Sí, veo que no se encuentrabien.

El funcionario guardó silencio ypermaneció donde estaba, con elbocadillo en la mano.

—¿Qué le ocurre, señorMandizi? —preguntó Phiri.

Sin responder, Mandizi salió alporche, donde topó con Sylvia. Ésta

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le puso una mano sobre el brazo y lehabló en voz baja y persuasiva.

Desde el salón oyeron:—Sí, estoy enfermo, y mi mujer

también.Sylvia le rodeó los hombros con

un brazo —resultaba fácil, porquehabía perdido mucho peso— y loacompañó hasta el coche.

El padre McGuire no paraba dehablar mientras le pasaba al invitadoel plato de la carne, el de lostomates, el de las patatas.

—Sí, llénese el plato, debe deestar hambriento, han pasado muchas

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horas desde el desayuno. Sí, yotambién estoy muerto de hambre, y¿qué tal está su padre? Era mialumno favorito cuando enseñaba enGuti. Qué joven tan listo...

Phiri, sentado con los ojoscerrados, trataba de recuperarse.

Cuando los abrió, vio ante sí auna menuda mujer de piel morena.¿Una negra? No, era el color queadquirían cuando estaban demasiadoexpuestas al sol, ah, sí, era la mujerque había visto hacía un momentocon Mandizi. Miraba a Rebecca conuna sonrisa. ¿Estaría burlándose de

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él? La furia, que había empezado aabandonarlo gracias al filete y laspatatas, volvió a apoderarse dePhiri:

—¿Es usted la mujer que, segúnme han dicho, ha estado usando elmaterial de nuestra escuela para susclases, o lo que usted llama clases?

Sylvia miró al sacerdote, queapretó los labios para indicarle queno dijese nada e intervino:

—La doctora Lennox hacomprado cuadernos y un atlas consu dinero, no debe preocuparse poreso; y ahora me gustaría saber algo

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de su madre... Fue mi cocineradurante una temporada, y he de decirque lo envidio por tener una madreque cocina tan bien.

—¿Y qué le enseña a susalumnos? ¿Es usted maestra? ¿Tieneun título? Por lo que sé no es maestrasino médico.

Una vez más, el padre McGuireimpidió que Sylvia contestara.

—Sí, no es maestra sinomédico, nuestra médico, pero no senecesita un título para leer a losniños, o para enseñarles a leer.

—Vale —dijo Phiri. Estaba

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comiendo con el nerviosismo y larapidez de alguien que se sirve de lacomida para tranquilizarse. Cortóuna gruesa rebanada de la hogaza quetenía delante; no había sadza, perouna cantidad suficiente de panobraría el mismo efecto.

Rebecca intervinoinesperadamente en la conversación.

—Quizás el camarada inspectorquiera bajar a la aldea y comprobarlo mucho que nuestra gente aprecia loque hace la doctora, la ayuda que nospresta.

El padre McGuire consiguió

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contener su irritación.—Sí, sí, claro; pero en un día

tan caluroso como éste, estoy segurode que el señor Phiri preferiráquedarse con nosotros a la sombra ytomar una taza de té. Prepara té parael inspector, Rebecca, por favor.

Sylvia se disponía a preguntarpor los libros y los cuadernosperdidos, cuando el cura, que lointuía, dijo:

—Sylvia, creo que al inspectorle gustaría que le hablases de labiblioteca que has organizado en laaldea.

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—Sí. —Sylvia asintió—. Yatenemos casi un centenar de libros.

—¿Y puedo preguntar quién lospagó?

—La doctora ha tenido labondad de comprarlos con su dinero.

—Vaya. Supongo que en esecaso debemos estarle agradecidos.—Phiri suspiró y añadió—: Vale. —Sonó como otro suspiro.

—No has comido nada, Sylvia.—Tomaré una taza de té.Rebecca entró con la bandeja,

distribuyó las tazas y los platos condeliberada lentitud, cubrió la jarra de

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leche con la campana de mallaadornada con cuentas azules yempujó la gran tetera hacia Sylvia.Aunque normalmente era laencargada de servir el té, regresó ala cocina. El inspector frunció elentrecejo, consciente de que lohabían tratado con insolencia, aunqueno habría sabido explicarexactamente cómo.

Sylvia sirvió el té sin levantarla vista de sus manos. Puso una tazadelante del inspector, le acercó elazúcar y empezó a desmigar unmendrugo. Todos permanecían en

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silencio. En la cocina, Rebeccatarareaba una de las canciones de laguerra de liberación con la intenciónde molestar a Phiri, pero éste nopareció reconocer la tonada.

Por suerte, oyeron el motor deun coche, que al frenar levantó nubesde polvo. De él se apeó el mecánico,vestido con un elegante mono azul.Phiri se puso en pie.

—Veo que mi coche ya estáarreglado —comentó con airedistraído, como quien ha perdidoalgo pero no sabe el qué ni dónde.Sospechaba que se había comportado

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de un modo poco apropiado, aunqueno, claro que no, porque en todomomento había estado en lo cierto.

—Confío en que les cuente a suspadres que nos hemos visto y querezaré por ellos —dijo el padreMcGuire.

—Se lo diré cuando los vea.Viven en el monte, al otro lado delCentro de Desarrollo de Pambili.Han envejecido mucho.

Salió al porche. Una multitud demariposas revoloteaba en torno a loshibiscos. El canto de un turaco se oíadesde varios centenares de metros de

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distancia. Phiri subió al asientotrasero del vehículo y éste se alejóentre ríos de polvo.

Rebecca entró en el salón y sesentó a la mesa, algo insólito en ella.Sylvia le sirvió té. Nadie hablódurante un rato.

—Los gritos de ese idiota seoían desde el hospital —dijo Sylviaal fin—. El camarada inspector tienemás probabilidades de sufrir unaapoplejía que cualquier persona quehaya conocido en mi vida.

—Sí, sí —reconoció elsacerdote.

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—Qué vergüenza —prosiguióSylvia—. Los niños han estadosoñando con la visita de ese tipodurante semanas. «El inspector haráesto, el inspector hará lo otro, elinspector traerá libros...»

—No es para tanto, Sylvia —murmuró el padre McGuire.

—¿Qué? Cómo puede decir...—Es una vergüenza, una

vergüenza —terció Rebecca.—¿Cómo puede estar tan

tranquilo, Kevin? —Sylvia rara vezllamaba al padre McGuire por sunombre de pila—. Es un crimen. Ese

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hombre es un criminal.—Sí, sí, sí —dijo el sacerdote.

Al cabo de un largo silencio, yañadió—: ¿Nunca has pensado queésa es la historia de la humanidad?Los poderosos le sacan el pan de laboca a los povos, pero los povossiempre se las ingenian para saliradelante.

—¿Se refiere a que los pobressiguen existiendo? —preguntó Sylviacon sarcasmo.

—¿Alguna vez has observado locontrario?

—Y no hay nada que hacer

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porque todo seguirá igual, ¿verdad?—Quizá —contestó el padre

McGuire—. Lo que me llama laatención es tu actitud. Las injusticiasno dejan de sorprenderte, a pesar deque las cosas siempre han sido así.

—Pero les prometieron tantascosas... En el momento de laindependencia les prometieron...,bueno, de todo.

—Los políticos hacen promesasque luego rompen.

—Yo les creí —admitióRebecca—. Fui una idiota; cuandollegó la liberación me puse a dar

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gritos de alegría. Pensé que hablabanen serio.

—Claro que hablaban en serio—repuso el sacerdote.

—Creo que todos nuestrosgobernantes se volvieron malosporque les echaron una maldición —dijo Rebecca.

—¡Que Dios nos asista! —exclamó el padre McGuire,perdiendo la paciencia—. No estoyde humor para escuchar esastonterías. —Sin embargo, no selevantó de la mesa.

—Sí —continuó Rebecca—.

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Fue por la guerra, porque en laguerra no enterramos a nuestrosmuertos. ¿Sabe que hay esqueletos enlas cuevas de las colinas? ¿Lo sabía?Me lo contó Aaron. Y si noenterramos a los muertos segúnnuestras costumbres, ellos regresan ynos maldicen.

—Rebecca, eres una de lasmujeres más inteligentes que conozcoy...

—Y ahora aparece eso del sida.Es una maldición. ¿Qué otra cosapuede ser?

—No es una maldición,

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Rebecca —intervino Sylvia—, sinoun virus.

—Yo tenía seis hijos, ahoratengo tres y pronto sólo me quedarándos. Todos los días hay una tumbanueva en el cementerio.

—¿Sabes algo de la pestenegra?

—¿Qué voy a saber yo? Nopasé del primer curso.

Eso significaba que, si bienhabía oído algo al respecto y sabíamás de lo que estaba dispuesta areconocer, quería que la instruyesen.

—Fue una epidemia que afectó

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a Asia, Europa y el norte de África.Acabó con la tercera parte de lapoblación —explicó Sylvia.

—Las ratas y las moscas —terció el padre McGuire—. Ellaspropagaron la enfermedad.

—¿Y quién les señaló el caminoa las ratas?

—Fue una epidemia, Rebecca.Igual que el sida, que el flaco.

—Dios está enfadado connosotros —insistió Rebecca.

—Que el Señor nos asista atodos —dijo el sacerdote—. Ya soyviejo y quiero volver a Irlanda, a

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casa.Lo cierto es que se quejaba

tanto como un viejo y no tenía buenaspecto... Al menos en su caso, nocabía culpar al sida. Hacía poco quehabía sufrido otro ataque de malaria.Estaba extenuado.

Sylvia rompió a llorar.—Voy a echarme un rato —

anunció el padre McGuire—. Sé quees inútil que te sugiera que hagas lomismo.

Rebecca ayudó a Sylvia aponerse en pie y la acompañó a suhabitación. La dejó en la cama,

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donde se tendió con una mano sobrelos ojos. Rebecca se arrodilló a sulado y le pasó un brazo por debajode la cabeza.

—Pobre Sylvia —susurró ycomenzó a tararear una nana.

Rebecca llevaba una túnica demangas anchas, y por entre los dedosSylvia vio el delgado brazo negro yen él una úlcera que conocía muybien. Esa misma mañana habíavendado unas idénticas que padecíauna paciente del hospital. La niñallorica que la había dominado hastaese momento desapareció, para dar

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paso nuevamente a la doctora.Rebecca había contraído el sida.Sylvia lo sabía, ya era evidente, y losospechaba desde hacía tiempo,aunque se hubiera resistido aadmitirlo. Rebecca había contraídola enfermedad y ella no podía hacernada al respecto. Cerró los ojos yfingió dormir. Notó que Rebecca seapartaba con sigilo y salía de lahabitación.

Sylvia permaneció tendida,oyendo crujir el techo de hierro acausa del calor. Miró el crucifijodonde estaba el Redentor. Miró las

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distintas imágenes de la Virgen, consu túnica azul. Descolgó el rosariodel clavo que había junto a la cama ylo sujetó entre los dedos: las cuentasde cristal estaban calientes, comocarne humana. Volvió a colgarlo.

Enfrente de ella, las mujeres deLeonardo ocupaban media pared. Laslepismas habían roído las hermosascaras, los bordes de la lámina sehabían ondulado como una puntilla, ylas rollizas extremidades de losniños estaban cubiertas de manchas.

Sylvia se levantó y echó a andarhacia la aldea, donde la aguardaba

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una muchedumbre de personasdecepcionadas.

«Nieta de una conocida nazi ehija de un comunista de carrera,Sylvia Lennox ha encontrado unescondrijo rural en Zimlia, dondeposee una clínica privada que utilizamaterial robado del hospital estatalde la zona.»

Por desgracia, en ese país deignorantes aún no se habían enteradode que el comunismo erapolíticamente incorrecto, y la palabra«nazi» no suscitaba las mismasreacciones que en Londres. De

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hecho, mucha gente simpatizaba allícon los nazis. Sólo había dostérminos capaces de escandalizar ala gente. Uno era «racista», y el otro«espía sudafricano».

Rose sabía que Sylvia no eraracista, pero como era blanca, lamayoría de los negros estaríandispuestos a creer lo contrario. Sinembargo, bastaría con que un negroenviase una carta al The Post en laque afirmase que Sylvia era amiga delos negros para... No, ¿y si laacusaba de espía? Eso también teníasus inconvenientes. En esa época,

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poco antes de la caída del apartheid,la fiebre del miedo a los espíascausaba estragos en los paíseslimítrofes de Sudáfrica. Cualquieraque hubiese nacido, vivido o pasadorecientemente las vacaciones enSudáfrica, o que tuviera parientesallí; cualquiera que criticase a Zimliao insinuase que era posible hacer lascosas mejor; cualquiera que«sabotease» un proyecto o unaempresa perdiendo o dañandomaterial, aunque se tratara de unacaja de sobres o media docena detornillos; o cualquiera, en fin, que se

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hubiese granjeado la mínimaantipatía de los demás, podía sertachado, y casi siempre lo era, deespía de Sudáfrica, un país que, porsupuesto, hacía todo lo posible paradesestabilizar a sus vecinos. Ensemejante ambiente, a Rose no lecostaría convencerse a sí misma deque Sylvia era una espía sudafricana,pero habiendo tantos como había, nole bastaría con eso.

Pero entonces tuvo un golpe desuerte. La llamaron del despacho deFranklin para invitarla a unarecepción en honor del embajador

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chino, en la que estaría presente elLíder. Se celebraría en el hotelButler, el mejor. Rose se puso unvestido y llegó temprano. Aunquellevaba pocas semanas allí, asistía auna fiesta organizada para quienesella describía como «la pandaalternativa», los conocía a todos, o almenos lo suficiente para intercambiarsaludos. Periodistas, editores,escritores, profesores universitarios,expatriados, miembros de lasONG...; una multitud variopinta en laque todavía predominaban losblancos y cuya inteligencia

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inquietaba a Rose, que siempre sefiguraba que la gente se reía de ella.Eran informales, irreverentes ytrabajadores, y la mayoría todavíadepositaba grandes esperanzas en elfuturo de Zimlia, aunque algunoshabían perdido la fe y estabanamargados. No obstante, se sentíamás a gusto con otro grupo, aquel conel que se reuniría esa noche: el delos mandamases, los jefes, losgobernantes, los ministros, los queejercían el poder, y entre éstos habíamás negros que blancos.

Rose estaba en un rincón del

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enorme salón, cuya elegancia latranquilizaba y le indicaba que seencontraba en el sitio oportuno,esperando a Franklin. No queríabeber demasiado, al menos por elmomento. Ya se emborracharía mástarde. Los invitados no paraban dellegar, hasta que el salón se llenó,pero seguía sin haber señales deFranklin. A su lado vio a un hombrea quien conocía de las fotos de ThePost. Lo abordó sin decirle que erauna periodista londinense, una razaodiada por el Gobierno.

—Es un honor para mí

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encontrarme en su hermoso país,camarada ministro. Estoy de visita.

—Vale —respondió él,complacido pero poco interesado enperder el tiempo con esa blanca nomuy agraciada que seguramente seríala esposa de alguien.

—¿Me equivoco o es usted elministro de Educación? —inquirióRose, a sabiendas de que no lo era.

Amable pero indiferente, elhombre respondió:

—No, tengo el honor de ser elsubsecretario de Sanidad. —Estiró elcuello para ver por encima y entre

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las cabezas que tenía delante; queríacaptar la atención del Líder en cuantoentrase, pues aunque en todo elmundo se lo consideraba un hombredel pueblo, rara vez ofrecía a susministros la oportunidad deconversar con él. En las pocasreuniones de gabinete a las queasistía, decía lo que tenía que decir yse marchaba; el camarada Líder nodestacaba por su camaradería. Hacíatiempo que el subsecretario buscabauna ocasión para discutir ciertostemas con el Jefe, y esperabaencontrarla esa noche. Además,

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estaba secretamente enamorado de lafascinante Gloria. ¿Y quién no? Erauna mujer voluptuosa, exuberante,increíblemente atractiva y con unrostro que invitaba a... ¿Dóndeestaba? ¿Dónde estaban elcompañero presidente y la Madre dela Nación?

—Me preguntaba si usted sabríaalgo sobre cierto hospital deKwadere —dijo Rose, o más bienrepitió, porque la primera vez él nola había oído.

Aquello suponía unaindiscreción, desde luego. Para

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empezar, nadie podía esperar que unhombre de su nivel estuvierainformado de lo que sucedía en cadapequeño hospital, y además sehallaban en una recepción oficial; noera el momento ni el lugar. Sinembargo, daba la casualidad de quesabía algo de Kwadere. Esa mismamañana había tenido sobre suescritorio los expedientes de treshospitales a medio construir porquelos fondos —para decirlo sin tapujos— habían sido robados. (Nadie lolamentaba más que él, pero eraprevisible que se cometiesen

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errores.) En el caso de doshospitales, los furiosos y a esasalturas escépticos filántropos habíanpropuesto que si ellos, losbenefactores originales, conseguíanreunir la mitad de los fondosnecesarios para terminar las obras, elGobierno debía aportar la otra mitad.De lo contrario, nada, mala suerte,adiós a los hospitales. En Kwadere,el filántropo en cuestión habíaenviado una delegación al hospitalabandonado y luego se había negadoa continuar financiándolo. Pordesgracia ese hospital hacía mucha

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falta. El Gobierno sencillamente nodisponía de dinero suficiente paraterminar de construirlo. Aunquehabía una especie de clínica en lamisión de San Lucas, los informes alrespecto no eran alentadores. Unsitio tan miserable y atrasadorepresentaba una vergüenza para elpaís; Zimlia merecía algo mejor.Además, según una nota enviada porlos servicios de seguridad, el nombrede la doctora que lo dirigía figurabaen una lista de posibles agentessudafricanos. Su padre era unconocido comunista que mantenía

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estrechos vínculos con los rusos.Zimlia no simpatizaba con los rusos,pues le habían dado la espalda alcamarada Matthew cuando éste —omás bien sus tropas— combatía en elmonte. Entonces llegó el embajadorchino con su esposa, una mujerdelgada como un fideo, los dossonriendo y estrechando manos. Elsubsecretario debía abrirse pasohacia ellos rápidamente, ya que allídonde estuviera el embajador tarde otemprano aparecería el Líder.

—Tendrá que disculparme —ledijo a Rose.

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—¿Le importaría concedermeuna entrevista? ¿Quizás en sudespacho?

—¿Puedo preguntar para qué?—inquirió con aspereza.

—La doctora que dirige elhospital de Kwadere es..., bueno, esprima mía —improvisó Rose—, y heoído que...

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—Ha oído bien. Su primadebería tener más cuidado con lascompañías que elige. Sé de fuentesfidedignas que trabaja para..., en fin,da igual para quién.

—Por favor, espere unmomento, ¿qué es eso de que miprima ha robado material de...?

El subsecretario, que no habíaoído nada al respecto, se enfadó consus consejeros. Ese asunto resultabairritante y no quería pensar en él. Notenía la menor idea de cómosolucionar el problema del hospitalde Kwadere.

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—¿De qué habla? —preguntóvolviéndose mientras avanzaba entrela multitud—. Si eso es verdad, serácastigada, que no le quepa la menorduda. Lamento oír que es parientesuya. —Enfiló sus pasos hacia labella Gloria, que, envuelta en tulescarlata, lucía un collar dediamantes. ¿Y el Líder? Su esposaestaba haciendo los honores, demodo que por lo visto no sepresentaría.

Rose se marchó discretamente ypasó por un café que era un nido decotilleos y noticias. Allí informó de

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la recepción oficial, la ausencia delLíder y el tul escarlata y losdiamantes de la Madre de la Nación,así como de los comentarios delsubsecretario de Sanidad sobre elhospital de Kwadere. Había unafuncionaría nigeriana, una mujer quehabía viajado a Senga para asistir auna conferencia sobre la Prosperidadde las Naciones, que cuando lehablaron de la espía de Kwaderecomentó que desde su llegada sólohabía oído hablar de espías, espías ymás espías, y que su experiencia ledictaba que los espías y las guerras

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eran un recurso muy socorridocuando la economía no marchababien, pues en su país ocurría lomismo. Esto suscitó una animadadiscusión en la que prontoparticiparon todos los presentes. Unode ellos, un periodista, había sidoarrestado por espionaje y luegopuesto en libertad. Otros conocían apersonas sospechosas de ser agentesy... Rose, oliéndose que hablarían delos espías sudafricanos durante todala velada, se escabulló y fue a unrestaurante situado a la vuelta de laesquina. Dos hombres que la habían

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seguido desde el café sin que ella lonotara le pidieron permiso paracompartir su mesa: el lugar estabaatestado. Rose, hambrienta y un pocoachispada, encontró simpáticos aesos dos individuos, que leparecieron imponentes, aunque nosabía muy bien por qué. Cualquierciudadano de Zimlia se habríapercatado en el acto de quepertenecían al servicio deinteligencia, pero, por citar unpráctico cliché, hacía tanto tiempoque los británicos no sufrían unainvasión, que aún conservaban cierta

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inocencia. De hecho, Rose imaginóque esa noche debía de estaratractiva. En casi todos los paísesdel mundo, es decir, en aquéllos conun servicio de inteligencia activo,cualquiera habría comprendido deinmediato la conveniencia demantener la boca cerrada delante deaquellos tipos. En cuanto a éstos, loque querían era saber cosas sobreRose: ¿por qué había salido del cafétan precipitadamente en cuanto sehabía tocado el tema de los espías?

—¿Saben algo del hospital de lamisión de Kwadere? —preguntó—.

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Una prima mía es médico allí. Acabode hablar con el subsecretario deSanidad y me ha contado quesospechan que es una agentesudafricana.

Los hombres cambiaron unamirada. Sabían lo de la doctora deKwadere, porque su nombreconstaba en la lista, pero no sehabían tomado el asunto muy enserio. Por un lado, ¿qué daño podíahacer en aquel sitio dejado de lamano de Dios? Pero por otro, si elmismísimo subsecretario deSanidad...

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Ninguno de los dos hombresllevaba mucho tiempo en el servicio.Ambos habían conseguido suspuestos porque eran parientes de unministro. No venían de los díasprevios a la liberación. Por logeneral, los estados nuevos, inclusoaquellos cuyo sistema de gobiernocambia por completo, mantienenintacto el servicio secreto, en parteporque los que suben al poderquedan fascinados por los ampliosconocimientos de quienes hasta hacepoco los espiaban a ellos, y en parteporque unos cuantos guardan secretos

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que preferirían no ver revelados.Aquellos dos aún no se habían hechoun nombre, por lo que necesitabanimpresionar a sus superiores.

—¿Zimlia ha expulsado algunavez a alguien acusado de ser espía?—quiso saber Rose.

—Oh, sí, muchas veces.No era verdad, pero pensar que

pertenecían a un servicio tan severoy competente hacía que se sintieranimportantes.

—¿De veras? —preguntó Rose,emocionada, oliendo que allí habíauna noticia.

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—Uno se llamaba MatabeleSmith —dijo uno de los hombres.

—Matabele Bosman Smith —puntualizó el otro.

Una noche, en el café del queRose acababa de salir, un grupo deperiodistas que bromeaban sobre elbulo de los agentes extranjeros habíainventado un espía cuyo nombrecondensaba todas las característicasnegativas —desde el punto de vistadel actual Gobierno— que fueroncapaces de imaginar entre todos.Habían descartado Whitesmith, quealguien sugirió por analogía con

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Blacksmith. Este personaje era unsudafricano que realizaba frecuentesviajes de negocios a Zimlia y habíaintentado hacer volar las minas decarbón de Hwange, la Casa deGobierno, el nuevo estadio deportivoy el aeropuerto. Había servido deentretenimiento a los parroquianosdurante varias veladas, hasta queéstos perdieron el interés. Entretanto,la información había llegado a losarchivos policiales. Losparroquianos del café habíanacabado por emplear el nombreMatabele Bosman Smith para aludir

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a la obsesión por los espías, y losagentes que frecuentaban el lugar looían nombrar, pero nunca habíanconseguido descubrir más datossobre él.

—¿Lo deportaron? —preguntóRose.

Los hombres callaron y semiraron de nuevo.

—Sí, lo deportamos —respondió uno.

—Lo enviamos de vuelta aSudáfrica —señaló el otro.

Al día siguiente Rose completósu nota: «Se sabe que Sylvia Lennox

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era amiga íntima de MatabeleBosman Smith, el espía sudafricanoque fue deportado de Zimlia.»

A pesar de que el estilo generaly la virulencia del artículo resultabanapropiados para la clase deperiódicos que Rose solía usar enInglaterra como receptáculos de susgenialidades, decidió enseñárseloantes a Bill Case y a Frank Diddy.Aunque ambos conocían el origen delcélebre deportado, no le contaronnada. Rose no les caía bien. Hacíatiempo que abusaba de suhospitalidad. Además, les seducía la

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idea de que el famoso Smithrecibiera una inyección de vida y lesproporcionara un par de noches dediversión en el café.

La nota apareció en The Post,donde costaba que un párrafoincendiario destacara entre tantosotros. Rose la envió también a WorldScandals, y llegó a manos de Colin,de acuerdo con la regla según la cualsiempre hay un alma caritativadispuesta a informar a una personade cualquier cosa negativa que sepublique acerca de ella. Colindemandó al periódico de inmediato,

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pidiendo una importantecompensación económica y unadisculpa, pero, como suele sucederen esa clase de publicaciones, laretractación apareció en letrasdiminutas y en una sección dondepocas personas la verían. Lo de quecalumniaran a Julia llamándola nazino era nuevo, y en cuanto a lainsinuación de que Sylvia era unaespía, a Colin le parecía demasiadoridícula para preocuparse por ella.

El padre McGuire vio la nota enThe Post, pero no se la enseñó aSylvia. Sin embargo, Mandizi la leyó

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y la añadió al expediente de lamisión de San Lucas.

Un día ocurrió algo que Sylvia habíaestado temiendo desde su llegada ala misión. Listo y Zebedee sepresentaron en el hospital con unaniña de la aldea que sufría unaapendicitis aguda. El padre McGuirese había llevado el coche para ir a laantigua misión. Sylvia no consiguióhablar con los Pyne, ya que uno delos dos teléfonos no funcionaba. Laniña necesitaba una intervenciónurgente. Sylvia había imaginado

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muchas veces una emergencia comoaquélla u otra parecida, y habíaresuelto que no operaría. No podía.Una cosa era realizar operacionessencillas en las que se corrían pocosriesgos, pero si llegaba a producirseuna fatalidad, se lanzarían sobre ellade inmediato.

En la choza que llamaban «elpabellón», los dos niños, con susimpecables camisas blancas(planchadas por Rebecca), el cabelloperfectamente peinado, y las manosescrupulosamente lavadas, searrodillaron a los lados de la niña y

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la contemplaron con los ojosarrasados en lágrimas.

—Está ardiendo —dijoZebedee—. Tóquela.

—¿Por qué ha tardado tanto envenir? —preguntó Sylvia—. Si lohubiera hecho ayer... ¿Por qué novino? Siempre pasa lo mismo. —Suvoz sonaba hosca y severa pero sedebía al miedo que la embargaba—.¿Os dais cuenta de lo grave que está?

—Le dijimos que viniera, se lodijimos.

Si la niña fallecía de muertenatural nadie responsabilizaría a

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Sylvia, pero si ésta la operaba yresultaba que moría, le echarían laculpa. Listo y Zebedee miraron a ladoctora con expresión de súplica. Laniña era prima suya, y tambiénpariente de Joshua.

—Ya os he explicado que nosoy cirujana, y sabéis lo que esosignifica.

—Pero tiene que hacerlo —imploró Listo—. Por favor, porfavor.

La niña tenía las rodillasflexionadas contra el estómago y noparaba de gemir.

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—De acuerdo, traedme elcuchillo más afilado. Y aguacaliente. —Se inclinó sobre laenferma y le susurró al oído—: Reza,rézale a la Virgen. —Sabía que eracatólica, pues la había visto en lapequeña iglesia. Su sistemainmunitario iba a necesitar toda laayuda posible.

Los chicos le trajeron losinstrumentos. La niña no yacía en la«mesa de operaciones», pues noconvenía moverla, sino bajo el techode paja, cerca del suelo de tierra.Las condiciones no podían ser

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peores.Sylvia le pidió a Listo que

sujetase un paño empapado encloroformo (que reservaba paracasos de emergencia) lo más lejosposible de su rostro, que debíamantener vuelto hacia un lado. Leindicó a Zebedee que sostuviese lapalangana con los instrumentos a unadistancia considerable del suelo yprocedió a operar en cuanto la niñadejó de gemir. No intentaríapracticar el corte en forma de cruzque les había descrito a los niños.

—Estoy haciendo una incisión

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que ya no se practica. Cuandoestudiéis, descubriréis que esta clasede corte largo está obsoleta.

En cuanto hubo cortadodescubrió que era demasiado tarde.El apéndice había estallado y habíapus y materia fecal por todas partes.No disponía de penicilina. Así quelimpió la zona, cosió la larga heriday dijo:

—Me temo que va a morir.Los niños lloraron

desconsoladamente; Listo con lacabeza sobre las rodillas, Zebedeecon la frente contra la espalda de

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aquél.—Tendré que informar de lo

que he hecho —añadió Sylvia.—No diremos nada —murmuró

Listo—. No se lo contaremos anadie.

Zebedee la tomó de las manos,que estaban cubiertas de sangre.

—Ay, Sylvia, ay, doctora —selamentó—. ¿Se meterá enproblemas?

—Vosotros también os meteréisen problemas si no digo nada yalguien se entera de que lo sabíais.Debo informar. —Subió la cinturilla

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de la falda de la niña y le bajó lablusa. Estaba muerta. Tenía doceaños—. Avisadle al carpintero quenecesitaremos un ataúd.

Llegó a la casa poco después deque regresara el padre McGuire, y lerefirió lo sucedido.

—Debo comunicárselo al señorMandizi.

—Sí. ¿Me equivoco, o teadvertí que esto podía ocurrir?

—Es verdad, me lo advirtió.—Llamaré a Mandizi y le

pediré que venga.—El teléfono no funciona.

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—Enviaré a Aaron en subicicleta.

Sylvia regresó al hospital,ayudó a colocar a la niña en el ataúdy fue a ver a Joshua a su árbol paracomunicarle que la pequeña habíamuerto. El viejo tardaba bastante enasimilar la información, y Sylvia noquería esperar a que la maldijera, locual haría con toda seguridad:siempre la maldecía, no hacía faltaque se lo predijera ningún adivino.Luego pidió a los chicos queavisaran en la aldea que esa tarde noiría, pero que ellos escucharían leer

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a la gente y corregirían los ejerciciosde escritura.

En la casa, el padre McGuireestaba bebiendo té.

—Sylvia, querida, creo quedeberías tomarte unas pequeñasvacaciones.

—¿De qué serviría?—Te ayudaría a olvidar lo

sucedido.—¿Cree que alguna vez lo

olvidaré? —Ante el silencio de él,añadió—. ¿Y adonde iría, padre?Este es mi hogar, y además la genteme necesitará hasta que construyan el

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otro hospital.—Veamos qué opina el señor

Mandizi.Últimamente Mandizi se

mostraba amigable, hacía tiempo queno se mostraba grosero nidesconfiado, pero esta vez tendríaque asumir el papel de un funcionarioobligado a cumplir con su deber.

Cuando llegó, lo único quereconocieron de él fue su nombre.Era Mandizi, y así se presentó, y sinembargo sólo vieron a un hombreterriblemente enfermo.

—¿No debería estar en la cama,

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señor Mandizi?—No, doctora. Puedo realizar

mi trabajo. En mi cama está miesposa, y muy enferma. Los dosjuntos, el uno al lado del otro... No,creo que no me gustaría.

—¿Les han hecho análisis?Mandizi tardó unos instantes en

responder. Finalmente soltó unsuspiro y dijo:

—Sí, doctora, nos han hechoanálisis.

En ese momento entró Rebeccacon la carne, los tomates y el panpara el almuerzo.

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—¡Qué pena, ay, qué pena,señor Mandizi! —exclamóhorrorizada al ver al funcionario.

Como Rebecca siempre habíasido una mujer delgada, menuda y decara huesuda, Mandizi no reparó enque también ella estaba enferma, demanera que se sentó a la mesa comoun condenado en un banqueterodeado de gente saludable.

—Lo lamento mucho, señorMandizi —agregó Rebecca, yregresó a la cocina, llorando.

—Ahora cuéntemelo todo,doctora Sylvia.

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Ella le explicó lo ocurrido.—¿La niña habría muerto si no

la hubiese operado?—Sí.—¿Existía alguna posibilidad

de salvarla?—Una muy pequeña. Mínima.

Verá, no tengo penicilina porque seterminó y...

Mandizi hizo un ademán con lamano que ella conocía bien; «No mecritique por cosas que no puedoresolver», significaba.

—Tendré que informar alhospital.

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—Desde luego.—Es probable que soliciten una

autopsia.—Entonces más vale que se den

prisa. La niña ya está en el ataúd.¿Por qué no dice sencillamente quefue culpa mía? No soy cirujano.

—¿Es una operación difícil?—No, es una de las más

sencillas.—¿Un cirujano de verdad

habría hecho las cosas de otramanera?

—No, no lo creo.—No sé qué decir, doctora

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Sylvia.Saltaba a la vista que Mandizi

deseaba añadir algo. Estaba sentadocon la cabeza gacha, pero la alzópara observarla con recelo, y luegocambió una mirada con el cura.Sylvia se percató de que los dossabían algo que ella ignoraba.

—¿Qué pasa? —preguntó.—¿Quién es ese amigo suyo,

ese tal Matabele Bosman Smith?—¿Quién?Mandizi exhaló un suspiro. El

contenido de su plato seguía intacto,al igual que el de Sylvia. El padre

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McGuire estaba ceñudo, pero comía.Mandizi apoyó la cabeza en unamano.

—Doctora Sylvia —dijo—, séque no hay muti para lo que yopadezco, pero me dan unos doloresde cabeza muy fuertes; no sabía quela cabeza pudiera llegar a dolertanto.

—Tengo algo para aliviarlos.Le daré unas píldoras antes de que sevaya.

—Gracias, doctora, pero debodecirle algo... Hay algo... —Mandizimiró de nuevo al sacerdote, que hizo

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un gesto de asentimiento—. Van acerrar su hospital.

—¡Pero si la gente lo necesita!—exclamó Sylvia.

—Pronto tendremos un hospitalnuevo...

A ella se le iluminó la cara,pero de inmediato advirtió que elfuncionario sólo trataba de animarseun poco, así que asintió.

—Sí, estoy seguro. Sí, ésa es lasituación.

—Vale —dijo Sylvia.—Vale —dijo Mandizi.

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Una semana después recibieron unabreve carta escrita a máquina ydirigida al padre McGuire,ordenándole que cerrase el hospital«sin dilaciones». Esa misma mañanallegó un policía en moto. Era unjoven negro de unos veinte o veintiúnaños, ostensiblemente incómodo enel papel de la autoridad. El padreMcGuire lo invitó a sentarse, yRebecca preparó té para los dos.

—Bien, ¿qué puedo hacer porusted, hijo?

—Estoy buscando objetosrobados.

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—Ya entiendo. Bueno, no losencontrará en esta casa.

Rebecca permanecía de piejunto al aparador, callada. El policíase dirigió a ella.

—Tal vez la acompañe a sucasa y los busque allí.

—Hemos visto el hospitalnuevo —repuso Rebecca—. Estáinvadido por jabalíes.

—Yo también he estado allí. Sí,hay jabalíes, e incluso mandriles. —El policía rió, se contuvo y suspiró—. Pero aquí hay un hospital, y tengoórdenes de registrarlo.

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—El hospital está cerrado.El sacerdote le entregó la carta

oficial y el policía la leyó.—Si está cerrado, no veo cuál

es el problema —dijo.—Yo tampoco.—Creo que debo ir a hablar con

el señor Mandizi.—Buena idea.—Pero no se encuentra bien —

puntualizó el policía—. El señorMandizi está enfermo, y me pareceque pronto tendremos un sustituto. —Se levantó sin mirar a Rebecca, cuyacasa habría debido registrar. La moto

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se alejó rugiendo en la tranquilidaddel monte.

Se suponía que Sylvia estabaobligada a cerrar el hospital.

Había pacientes en las camas, yListo y Zebedee les administrabanlas medicinas.

—Me voy a Senga a ver alcompañero ministro Franklin —leinformó Sylvia al padre McGuire—.Era amigo nuestro. Solía pasar lasvacaciones con nosotros. Fuecompañero de clase de Colin.

—Ah. No hay nada más irritanteque reencontrarse con la gente que

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uno conoció antes de convertirse enministro.

—Aun así lo intentaré.—¿No sería conveniente que te

pusieras un vestido bonito y limpio?—Creo que sí. —Sylvia se

encerró en su habitación y salió alcabo de un rato con la ropa que teníapara las grandes ocasiones: unconjunto de lino verde.

—Y tal vez deberías llevar uncamisón, o lo que sea que necesitespara pasar la noche fuera —señaló elpadre McGuire.

Ella entró de nuevo en su cuarto

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y reapareció con un bolso.—¿Quieres que llame a los

Pyne y les pregunte si planeaban ir aSenga?

Edna Pyne dijo que se alegrabade tener una excusa para salir de lamaldita hacienda, y en media hora seplantó en la casa. Sylvia subió alcoche y se despidió del padreMcGuire agitando la mano.

—Hasta mañana. —Y asíSylvia emprendió un viaje del que noregresaría hasta varias semanasdespués.

Edna, que fue desgranando

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quejas durante todo el trayecto, ledijo en cierto momento que tenía quecontarle algo increíble, algo que enteoría no debía mencionar, pero leresultaba imposible guardárselo. Unode esos sinvergüenzas habíaabordado a Cedric para asegurarleque si le entregaba sus tierras «yamismo», le ingresarían en su cuentabancaria de Londres una cantidadequivalente a la tercera parte de suvalor real.

Sylvia asimiló la noticia y soltóuna carcajada.

—Eso es, ríete. Es lo único que

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podemos hacer. «Acepta ylarguémonos», le digo a Cedric, perose niega a conformarse con la terceraparte de lo que vale la granja, porquesegún él la represa por sí solaincrementará en un cincuenta porciento el valor de la propiedad. Yoquiero irme de una vez. No soportoesa maldita hipocresía. Me ponenenferma. —Edna continuó hablandodurante todo el camino hasta Senga,donde dejó a Sylvia enfrente de lasoficinas del Gobierno.

Cuando Franklin se enteró deque Sylvia Lennox quería verlo,

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sintió pánico. Aunque habíacontemplado la posibilidad de queintentara ponerse en contacto con élno la esperaba tan pronto. Hacía unasemana que había firmado la ordende clausura del hospital. Trató deganar tiempo: «Dile que estoyreunido.» Sentado a su escritorio,con las palmas de las manos haciaabajo, miró con expresión depesadumbre la pared en la quecolgaba el retrato del Líder, queadornaba todos los despachosoficiales de Zimlia.

Aquella casa del norte de

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Londres, donde solía pasar susvacaciones escolares, aparecía ensus recuerdos como un lugar bendito,como un árbol de frondosa sombra,un sitio completamente desvinculadode lo que había vivido antes odespués. Había sido su hogar cuandono lo había tenido, una fuente decordialidad cuando más la habíanecesitado. La anciana, esa terriblenazi, le había parecido una especiede secretaria que entraba y salía,aunque nunca le había prestadodemasiada atención. A pesar de todo,jamás había oído una palabra a favor

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de los nazis en aquella casa, ¿o sí? Yallí había conocido a la pequeñaSylvia, con sus brillantes rizosrubios y su carita de ángel. En cuantoa Rose Trimble, sonreía cada vezque pensaba en ella; era una auténticacanalla, pero no podía quejarse,porque le había sido de utilidad. Yahora había escrito esa espantosanota sobre... Al igual que él, se habíahospedado en aquella casa, ¿no? Sinembargo, había pasado mucho mástiempo allí que él, por lo que sinduda escribía con conocimiento decausa. Aun así lo que recordaba era

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amabilidad, risas, buena comida ysobre todo a Frances, que se habíacomportado con él como una madre.Las cosas habían sido muy distintasmás adelante, cuando se habíaalojado en la casa de Johnny, un pisono demasiado grande que no teníanada que ver con la casona dondeColin se había mostrado tan amable,y que siempre estaba llena de gentede todas partes, estadounidenses,cubanos, suramericanos, africanos...El piso de Johnny había servido deaula para su formaciónrevolucionaria. Recordaba al menos

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a dos negros compatriotas (connombres falsos) que se habíanentrenado en Moscú para la guerrade guerrillas. Finalmente habíanvenido y gracias a hombres comoaquéllos él estaba sentado ahí en esemomento, detrás de ese escritorio,convertido en ministro. No habíavuelto a verlos, aunque solíabuscarlos con la vista en los mítinesy las reuniones importantes.Seguramente habían muerto. Y depronto ocurría algo desconcertante.Sabía lo que se decía de la UniónSoviética, desde luego, no era uno de

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esos inocentones que jamás salían deZimlia. El término «comunista»empezaba a emplearse como unaespecie de insulto; aunque esosucedía en otros sitios, no ahí, dondea uno le bastaba con pronunciar lapalabra «marxismo» paracongraciarse con sus antepasados.(Por otro lado, ¿qué pintaban ellos enese asunto?) Había también un hechocurioso: la casa de Londres se leantojaba más cercana a la paz y latranquilidad de la choza de susabuelos en la aldea (que casualmenteno quedaba lejos de la misión de San

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Lucas) que cualquier otro sitio quehubiese conocido desde entonces. Noobstante, la carpeta que estaba sobreel escritorio contenía un artículo muydesagradable. Su resentimiento haciaSylvia aumentaba por momentos.¿Por qué había hecho esas cosasmalas? Había robado material delhospital nuevo, practicadooperaciones cuando no estabaautorizada para ello y ocasionado lamuerte de una paciente. ¿Quéesperaba que hiciera él? De hecho,su hospital nunca había sido legal.«La misión decide montar un

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hospital, trae a un médico, en elexpediente no consta que solicitaseno les concediesen permiso alguno...—pensó—. Estos blancos vienenaquí y hacen lo que les da la gana.No han cambiado, siguen...»

Mandó pedir unos bocadillospara el almuerzo, temeroso de queSylvia estuviese esperándolo fuera, ycuando llegó la segunda solicitud deésta —«Por favor, Franklin, necesitoverte», había garabateado en unsobre; ¿quién se creía que era paratratarlo así?— ordenó que le dijeranque había salido para atender un

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asunto urgente.Se acercó a la ventana, levantó

una lama de la cortina veneciana y lavio pasar. Los vehementes reprochesque podría haber dirigido a la VidaMisma, no sin razón, se concentraronen la espalda de Sylvia con tantaintensidad que ella debió depercibirlos: la pequeña Sylvia, elpequeño ángel, tan presente yradiante en la memoria de Franklincomo un santo en una estampa, sehabía transformado en una mujermadura con el cabello opaco ycastigado recogido con un lazo

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negro, no muy distinta de lasarrugadas señoras blancas que tantole repelían y a quienes evitaba mirar.Se apoderó de él la sensación de queella lo había traicionado. Inclusoderramó unas lágrimas mientrassujetaba la lama y observaba aSylvia, esa mancha verde, fundirsecon el gentío de la calle.

Sylvia fue directamente hacia unalto y distinguido caballero que laabrazó.

—Mi querida Sylvia. —EraAndrew, acompañado por unasonriente mujer de gafas oscuras y

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boca muy roja. ¿Italiana? ¿Española?—. Ésta es Mona —la presentó—.Nos hemos casado. Me temo que estáconmocionada por el caos de lascalles de Senga.

—Tonterías, cariño. Es un sitiomuy bonito.

—Americana —explicóAndrew—. Es una modelo famosa. Ypreciosa, como ves.

—Sólo cuando estoy maquillada—repuso Mona, se excusó porquequería dormir un poco y estabasegura de que tenían mucho de quehablar.

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—La altitud la está afectandomucho. —Andrew la besócariñosamente y le hizo una seña deque entrase en el hotel Butler, que sealzaba a unos pasos de allí.

A Sylvia le sorprendió que dosmil metros de altitud pudieran afectara alguien, pero le daba igual: ahíestaba Andrew, e iban a sentarse acharlar, dijo él señalando un cafécercano. Y hacia allí se dirigieron,cogidos de la mano, y mientrasesperaban a que llegasen losrefrescos Andrew le pidió que lopusiese al día.

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Sylvia se disponía a hablar,pensando que se hallaba ante unhombre importante y que una solapalabra suya tal vez consiguieraanular la orden de clausura delhospital, cuando un grupo depersonas bien vestidas entró en elcafé. Él las saludó, y ellas a él, ytodos se pusieron a bromear sobre laconferencia que los había llevado aSenga.

—Es la mejor de las nuevassedes, pero no es exactamente lasBermudas —comentó alguien.

Sylvia no sabía que estaban

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promocionando a Senga como sedepara toda clase de reunionesinternacionales, y al ver a esa gentealegre e inteligente se percató dehasta qué punto las gravesnecesidades de Kwadere la habíaninhabilitado para participar en esaclase de conversaciones.

Andrew le sonreía a menudo,sin soltarle la mano, y en ciertomomento insinuó que quizá noestuvieran en el sitio más indicadopara hablar. Llegaron más delegadosy siguieron bromeando, ahora sobrelas reducidas dimensiones del local,

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equiparándolo en cierto modo a lafalta de refinamiento de Zimlia.Aquellos expertos en todo loimaginable, en este caso «la Ética dela Cooperación Internacional»,semejaban niños comparando lasfiestas que sus respectivos padreshabían celebrado recientemente.Había tanto ruido, risas y alborozoque Sylvia le suplicó a Andrew quela dejase marchar. Él le dijo queesperaba verla en la cena de esanoche.

—Ofrecen una gran cena paradespedir a los asistentes a la

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conferencia, y debes venir.—No tengo ningún vestido

apropiado.El la miró de arriba abajo con

indulgencia.—No se exige traje de noche;

estarás bien así.Sylvia debía buscar un sitio

donde pasar la noche. Se había idode la misión sin dinero suficiente, yse reprochó el haber salido demanera tan precipitada, improvisadae insensata. Todo había sucedido enuna especie de trance: recordaba queel padre McGuire había asumido el

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mando. ¿Había estado enferma? ¿Loestaba ahora? No se sentía la desiempre, significara eso lo quesignificase, porque si no era ladoctora Sylvia que todo el mundoconocía en el hospital, ¿quién era?

Llamó a la hermana Molly y lepidió que le dejase pasar la nochecon ella. Fue en taxi hasta su casa,donde fue bien recibida y escuchóburlas más bien inofensivas sobre laÉtica de la CooperaciónInternacional y otras conferenciasparecidas.

—No hacen más que hablar —

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masculló la hermana Molly—. Lespagan para que viajen a un lugarbonito y suelten una sarta desandeces increíbles.

—Yo no diría que Senga es unlugar bonito.

—No, es verdad, pero todos losdías salen a ver los leones, lasjirafas y los encantadores monos, yestoy segura de que ni siquierareparan en que la sequía estáasolando los campos.

Sylvia le habló de la cena deesa noche y dijo que no habíallevado más ropa que la que tenía

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puesta. Molly contestó que era unapena que fuese al menos cuatro tallasmás grande que ella, pues de locontrario le habría dejado su únicovestido, pero que se ocuparíapersonalmente de que el traje quelucía estuviese limpio y planchadopara las seis de la tarde. Sylvia, quehabía olvidado las ventajas de lacivilización, sintió una emociónquizás exagerada, se quitó el traje, seacostó en la pequeña cama de hierro,igual que la que tenía en la misión, yse quedó dormida. La hermana Mollypermaneció a su lado durante unos

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minutos, con el traje verde colgandode un brazo y una cara de curiosidadbenevolente, juiciosa yexperimentada: a fin de cuentas sepasaba la vida evaluando personas ysituaciones de un extremo al otro deZimlia. No le gustó lo que vio. Seinclinó con la intención de examinarlos rasgos de Sylvia, la sudorosafrente, los labios secos, la pielsonrosada, y le levantó una manopara observar su muñeca ycomprobar el pulso, visiblementeacelerado.

Cuando Sylvia despertó, su traje

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estaba colgado de la puerta,impecablemente planchado yprendido con alfileres. En la sillahabía una selección de bragas y unacombinación de seda —«Hace siglosque me vienen pequeñas», dijo Molly—, así como unos elegantes zapatos.Sylvia se mojó el pelo para quitarseel polvo, se vistió, se calzópreguntándose si aún sería capaz decaminar sobre tacones y cogió un taxihacia el Butler. Sentía que le habíadado fiebre, pero como no era elmomento más oportuno para ponerseenferma, decidió que se encontraba

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bien.A las puertas del hotel Butler,

personas de todas las nacionalidadescharlaban, se saludaban agitando lamano, reanudaban conversacionesque quizá fueron interrumpidas enBogotá o Varanasi. Andrew laaguardaba en la escalinata de laentrada. A su lado, Mona lucía unvaporoso vestido rosa que laasemejaba a esa variedad de tulipánde pétalos irregulares que parecehecho de luz cristalizada. Sylviasabía que Andrew estaba inquietopor su aspecto, porque aunque el

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vestido de noche no era obligatorio,ninguna de las mujeres presentes ibamenos elegante que ella. No obstante,le sonrió como diciendo: «Estásbien», y la tomó del brazo. Los tressubieron por una escalera lo bastantemajestuosa para formar parte deldecorado de una película, aunque deun gusto soberbio. Llegaron a unaterraza donde una fuente y pequeñosárboles en flor impregnaban elcrepúsculo de frescura. Las lucesprocedentes del interior se reflejabanen una cara, en el resplandor de untraje blanco, en el brillo de un collar.

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Todo el mundo saludaba a Andrew:qué popular era ese elegante ydistinguido caballero de pelo cano,sin duda digno de la atractiva jovenque estaba con él, como demostrabael hecho de que se hubieran casado.

Cuando entraron, vieron que lacena se celebraría en un salónprivado pero lo bastante amplio parael centenar de invitados. El lugarconseguía a la perfección lo que susdiseñadores se habían propuesto: quelos privilegiados que se reunieran enél fuesen incapaces de distinguir siestaban en Varanasi, en Bogotá o en

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Senga.Aunque Sylvia reconoció

algunos rostros del café dondehabían estado esa mañana, a otrostuvo que mirarlos dos veces. Sí, Diossanto, ahí estaba Geoffrey Bone, tanapuesto como siempre, y a su lado lacabellera llameante, ahora bienpeinada y de un rojizo más tenue, deDaniel, su sombra. Y aquél eraJames Patton. En ocasiones hay queesperar décadas para comprender eldestino que la Naturaleza le reservaa ciertas personas desde un primermomento: en este caso, James había

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alcanzado su apogeo como hombredel pueblo, afable y amistoso,agradablemente robusto, siemprelisto para tender la mano derecha yestrechar la de cualquiera que secruzase en su camino. Helo ahí, undiputado con un seguro escañolaborista, y en esta oportunidadinvitado por CooperaciónInternacional, gracias a Geoffrey. YJill..., sí, Jill, una mujer gorda con elcabello gris y un peinado depeluquería, concejala de un distritode Londres conocido por la malaadministración de sus fondos,

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aunque, desde luego, la palabra«corrupción» jamás se asociaría conesa responsable ciudadana que habíadejado tan atrás sus días derevueltas, luchas contra la policía ymanifestaciones ante la embajadaestadounidense que sin duda ya loshabía olvidado o comentaba alrespecto: «Ah, sí, en un tiempo fuirojilla.»

No sentaron a Sylvia junto aAndrew, que estaba en la cabeceraflanqueado por dos personalidadessuramericanas, sino al lado de Mona,varios sitios más allá. Sylvia se

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sentía tan invisible como un anónimopajarillo pardo al lado de un pavoreal, porque la gente no quitaba ojo aMona, conocida por cualquiera quesupiese algo del mundo de la moda.¿Y qué hacía Mona allí? Explicó quehabía asistido a la conferencia encalidad de ayudante personal deAndrew y luego, entre risas, le dio laenhorabuena a Sylvia por su nuevocargo de secretaria de éste, ya queasí la presentaba él a todo el mundo.Sylvia permaneció callada,observando, figurándose qué aspectoofrecerían Listo y Zebedee con los

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bonitos uniformes de los risueñoscamareros, con su maravillosocontraste entre el rojo y el blanco yla piel morena. Sabía lo mucho quehabrían tenido que bregar, intrigar ysuplicar esos jóvenes para conseguirsu empleo, y hasta qué punto sehabrían sacrificado sus padres paraque pudieran servir a esas estrellasinternacionales unos platos quejamás habían oído nombrar hasta queentraron a trabajar en este hotel.

Le dieron a elegir entre colas decocodrilo con salsa rosa y palmitosimportados del sureste asiático, pero

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el corazón de Sylvia no paraba dellorar, silenciosamente, mientras ellapermanecía sentada junto a lahermosa mujer de Andrew. Elmatrimonio no duraría, bastaba confijarse en el modo en que sepresentaban, con la elegantecomplacencia de unos gatos bienalimentados, para saber que Mona lohabía aceptado quizá por la sencillarazón de que le divertía molestar alos hombres jóvenes diciendo:«Siempre me han gustado losmaduros»; y Andrew, que a pesar dehaber tenido una docena de «amigas»

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famosas había sido objeto de lasinevitables habladurías por nocontraer matrimonio, finalmentehabía decidido dejar las cosas clarasy allí estaba, con su esposajovencísima.

Sylvia miró alrededor, abatida,porque el hospital estaba cerradoaunque en la aldea había mucha genteenferma, con algún miembro roto, o...por lo menos treinta o cuarentapersonas necesitaban ayuda cada día;recordó la falta de agua, el polvo, elsida; no podía ahuyentar esos viejospensamientos, que la rondaban

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demasiado a menudo y sin ningúnpropósito. Imaginó los angustiadosrostros de Listo y Zebedee, quehabían soñado con ser médicos...Qué mal había hecho las cosas. Sí,debía de haberlas hecho muy malpara que todo acabase de ese modo.

Mona charlaba con el hombresituado a su izquierda de sushumildes orígenes en un suburbio deQuito: la había descubierto undelegado que había asistido a unaconferencia sobre las costumbres delmundo. Le confesó a su compañerode mesa que le horrorizaba Zimlia,

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en cuyas calles veía demasiadascosas que le recordaban el sitio dedonde había escapado.

—En realidad, lo que más megusta es Manhattan. Lo tiene todo,¿no? ¿Quién querría irse de allí?

De pronto todo el mundo sepuso a hablar de la siguienteconferencia anual: asistiríandoscientos delegados, duraría unasemana y trataría sobre todo de «Lasperspectivas y las repercusiones dela pobreza». ¿Dónde la celebrarían?La delegada de India, una atractivamujer de sari rojo, sugirió Sri Lanka;

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habría que andarse con cuidado conlos terroristas, pero no había en elmundo un lugar más hermoso.Geoffrey Bone contó que habíapasado tres días en Río, durante uncongreso sobre «La ecoestructuraamenazada del mundo», y que habíaun hotel...

Pero la última conferencia anualse había organizado en Sudamérica,repuso un japonés, y en Bali había unhotel estupendo; sí, esa parte delmundo merecía el honor derecibirlos. La conversación sobrediversos hoteles y sus encantos se

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prolongó durante la mayor parte de lacena, y la opinión más generalizadaera que en esta ocasión debían optarpor Europa, ¿qué tal Italia?, aunqueseguramente tendrían que someterse auna vigilancia estricta, ya que todoseran objetivos apetecibles para lossecuestradores.

Finalmente decidieron reunirseen Ciudad del Cabo, porque elapartheid estaba a punto dedesaparecer y todos querían apoyar aMandela.

El café se sirvió en la estanciacontigua, donde Andrew pronunció

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un discurso que sonó como si losdespidiese a todos, aunque aseguróque estaba impaciente porreencontrarse con ellos el messiguiente en Nueva York..., en otraconferencia; luego Geoffrey, Daniel,Jill y James se acercaron a Sylviapara decirle que no la habíanreconocido y que se alegraban muchode volver a verla. Los risueñosrostros reflejaron horror ante lo queveían.

—Eras una niña tan guapa —murmuró Jill—. Oh, no, no quierodecir que... Es que en esa época me

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recordabas a un hada.—Y en cambio mírame ahora.—Y mírame a mí. Bueno, estas

conferencias no ayudan precisamentea guardar la línea.

—Podrías ponerte a dieta —sugirió Geoffrey, que se conservabatan delgado como siempre.

—O ir a un balneario —añadióJames—. Yo voy todos los años. Nome queda otra alternativa. En laCámara de los Comunes haydemasiadas tentaciones.

—Nuestros antepasadosburgueses iban a Baden-Baden o a

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Marienbad para perder la grasaacumulada durante un año de excesos—apuntó Geoffrey.

—Serían los tuyos —señalóJames—. Yo soy nieto de unverdulero.

—Y mi abuelo era ayudante deun agrimensor —dijo Jill.

—Y mi otro abuelo era peón enuna granja de Dorset —contraatacóJames.

—Enhorabuena, tú ganas —concedió Geoffrey—. Nadie puedecompetir con eso. —Se despidió deSylvia con la mano y se marchó

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seguido muy de cerca por Daniel.—Siempre ha sido un estirado

—dijo Jill.—Yo diría más bien un maricón

—soltó James.—Vamos, vamos, lo menos que

podemos esperar aquí es un poco decorrección política.

—Tú espera lo que quieras. Enmi opinión, la corrección política noes más que otra pequeña muestra delimperialismo yanqui —replicó elhombre del pueblo.

—Explícate —pidió Jill.Y mientras se explicaba, los dos

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se alejaron.Una agitada Rose Trimble

rondaba la entrada del hotel Butler,vestida con un elegante atuendo quehabía comprado con la esperanza deque Andrew la invitase a la cena; sinembargo él no había respondido asus mensajes.

Jill salió sin dirigir una solapalabra a Rose, que había descrito sudistrito como una afrenta a losprincipios e ideales de lademocracia.

—Sólo cumplía con mi deber—le dijo Rose mientras Jill pasaba

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por su lado y se alejaba.Luego el primo James, cuyas

facciones se endurecieron al verla, lepreguntó, apartándola de un empujón:

—¿Qué demonios haces aquí?¿Ya no queda basura donde escarbaren Londres?

Cuando Andrew bajó laescalinata con Mona y Sylvia, lasaludó de inmediato:

—Rose, dichosos los ojos.—¿No recibiste mis mensajes?—¿Me dejaste algún mensaje?—Hazme una declaración,

Andrew. ¿Qué tal ha ido la

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conferencia?—Estoy seguro de que mañana

todo saldrá en los periódicos.—Y ésta debe de ser Mona

Moon... —dijo Rose—. Háblame deti, Mona. ¿Cómo te sienta la vida decasada?

Mona no respondió y siguióandando con Andrew. Rose noreconoció a Sylvia, o quizá muchodespués pensase que aquella mujerinsulsa e insignificante debía de serSylvia.

Abandonada, se dirigió conamargura a los delegados que

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pasaban cerca de ella:—Los malditos Lennox. Eran mi

familia.Tras recibir un abrazo de

Andrew y un delicado beso de Mona,pidieron un taxi para Sylvia; ellos seiban a una fiesta.

La casa de la hermana Molly estaba aoscuras y cerrada con llave. Sylviatuvo que pulsar el timbre una y otravez. Chasquido de pestillos, chirridode cadenas, tintineo de llaves, y porfin apareció Molly, con un pequeñocamisón azul y la cruz colgada entre

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los pechos.—Lo siento; en los tiempos que

corren no nos queda más remedioque vivir en una fortaleza.

Sylvia se dirigió a su habitacióncon cautela, como si temiera licuarseigual que un postre de gelatina. Teníala sensación de que había comidodemasiado y además había bebidovino, y no le sentaba bien. Estabaalgo mareada y temblorosa. Lahermana Molly la observó mientrasse dejaba caer sobre la cama.

—Será mejor que te desvistas.—Molly le quitó el traje, los zapatos

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y las medias—. Así está mejor.¿Cuándo te dio el último ataque demalaria?

—Creo que hace un año.—Pues ahora tienes otro.

Quédate quieta. Estás ardiendo defiebre.

—Se pasará.—No por sí sola.De modo que Sylvia sufrió otro

ataque de malaria, que aunque no semanifestó en su forma más grave ypeligrosa, la que afecta al cerebro, síresultó bastante desagradable. Tiritó,se estremeció y tomó sus píldoras —

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otra vez la obsoleta quinina, ya quelos nuevos fármacos no le hacían elmenor efecto—, y cuando se huborecuperado, la hermana Mollycomentó:

—Ésta sí que ha sido buena;pero veo que ya estás con nosotros.

—Llama al padre McGuire, porfavor —le pidió Sylvia—, yexplícale lo que ha pasado.

—¿Por quién nos tomas? Hacesemanas que le avisé.

—¿Semanas?—Has estado bastante mal.

Aunque yo diría que al ataque de

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malaria se sumó una especie decolapso general. Y además estásanémica, de modo que debes comer.

—¿Qué dijo el padre McGuire?—No te preocupes. Todo sigue

igual por allí.Lo cierto era que Rebecca y

Tenderai habían muerto. Los doshijos que le quedaban se habían ido avivir con la cuñada a quien Rebeccaacusaba de haberla envenenado. Noobstante, era demasiado pronto paracomunicarle la mala noticia.

Sylvia comió, bebió lo que leparecieron litros de agua y fue al

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baño, donde por fin se libró de lossudores de la fiebre. Estaba débilpero lúcida.

Acostada en la pequeña camade hierro, se dijo que los tembloresfebriles le habían quitado de encimaun montón de tonterías innecesarias.Una de ellas era su concepto delpadre McGuire: en los momentosdifíciles, se había persuadido de queel sacerdote era un santo, como sieso lo justificase todo, pero ahorapensó: «¿Quién demonios soy yo,Sylvia Lennox, para juzgar quién esun santo y quién no lo es?»

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—He llegado a la conclusión deque no soy católica —le confesó a lahermana Molly—. No soy unacatólica en un sentido estricto, y talvez nunca lo haya sido.

—¿De veras? Conque es blancoo negro, ¿no? ¿Has descubierto queen realidad eres protestante? Bueno,debo confesarte que en mi opinión elbueno de Dios tiene cosas mejoresque hacer que preocuparse pornuestras pequeñas luchas interiores,pero no lo cuentes en Belfast... Lapróxima vez que vaya allí no quieropasarme un montón de días castigada

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de rodillas.—He sucumbido al pecado de

la soberbia, estoy segura.—Vaya. ¿Acaso no sucumbimos

todos? Aun así me extraña que Kevinno mencionara que eres soberbia. Sele da muy bien detectar esa clase depecados.

—Seguro que lo ha notado.—De acuerdo, ahora tómate las

cosas con calma. Cuando te hayasrestablecido, podrás pensar en lospasos que quieres seguir. Nosotras teharemos algunas sugerencias.

De manera que Sylvia descansó,

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segura de que en la misión noesperaban que regresase; pero ¿quésucedería con Listo y Zebedee?

Les telefoneó. Oyó sus vocesinfantiles, clamando desesperadaspor ayuda.

—¿Cuándo volverá? Por favor,vuelva.

—Tan pronto como pueda.—Ahora que Rebecca no está,

todo es tan difícil...—¿Qué?Así se enteró de lo ocurrido. Se

tendió en la cama pero no lloró; erademasiado terrible para llorar.

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Sentada en la cama, sorbía nutritivaspociones mientras la hermana Mollyla vigilaba con los brazos en jarras yuna sonrisa en los labios; y durantetodo el día, hasta la hora másavanzada que toleraban losmadrugadores ciudadanos de Zimlia,acudían personas del estilo deAndrew Lennox, turistas, parientesque estaban de paso o individuos quedurante el Gobierno blanco no habíansido bien recibidos. Sylvia noconocía a ninguno de ellos.

Trataban de convencerla de queaunque en Zimlia había muchos sitios

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como Kwadere, acaso demasiados,tal vez su experiencia allí hubierasido tan limitada, a su manera, comola de las personas que jamás habríancreído que existieran aldeas como lade la misión de San Lucas. A fin decuentas, había escuelas que formabande verdad a los alumnos, que teníanal menos algunos libros y cuadernos,así como hospitales dotados deequipamiento, cirujanos e inclusolaboratorios de investigación. Era sutemperamento el que la habíainducido a buscar el lugar másmiserable posible; lo entendió con

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tanta claridad como el hecho de queresultaba absurdo preocuparse por lamagnitud de su fe o la falta de ésta.

En un ámbito muy distinto delde las embajadas, los salones delhotel Butler, las ferias comerciales oel círculo de corruptos (que lahermana Molly llamaba «el pastel dechocolate»), había gente que dirigíaorganizaciones con presupuestospequeños, a veces financiadas por unsolo individuo, y que conseguía máscon su dinero de lo que CooperaciónInternacional o Dinero Mundialhabían soñado jamás; personas que

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trabajaban en lugares difíciles con elfin de recaudar fondos para unabiblioteca, un albergue para mujeresmaltratadas o un pequeño negocio;otros concedían créditos porimportes que los bancos habríandespreciado. Eran blancos y negros,nativos de Zimlia o expatriados, yderrochaban un brioso optimismoque había contagiado a losfuncionarios públicos con cargosmodestos, porque nunca había habidoun país que dependiera tanto de suspequeños funcionarios, que no erancorruptos sino trabajadores y

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competentes. Aunque pasabaninadvertidos y nadie reconociese susméritos, cualquiera que entendiese lasituación habría ido a pedir ayuda auna humilde oficina dirigida por unhombre o una mujer que, encircunstancias más justas, hubieseestado gobernando el país, y que enrealidad era quien mantenía todo enmarcha. La casa de la hermana Mollyy otra docena de viviendassemejantes componían una red depuntos de encuentro de gente sensata.No se hablaba de política, pero nopor principios sino por la naturaleza

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de las personas involucradas: enalgunos países, la política es elenemigo del sentido común. Sialguna vez mencionaban alcompañero Líder o a sus corruptoscompinches, lo hacían como quienhabla del tiempo..., como algo que nohabía más remedio que soportar. Sí,el camarada presidente los habíadecepcionado a todos, pero ¿acasoconstituía eso una novedad?

A Sylvia le sugirieron unadocena de posibilidades para sufuturo. Era médico, y la gente sabíaque había levantado un hospital en el

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monte prácticamente de la nada. ¿Sehabía ganado la antipatía delGobierno?, mala suerte, pero Zimliano era el único país de África.

Uno de nuestros libros de textodice algo así: «Durante la segundamitad del siglo XIX, y hasta elestallido de la Primera GuerraMundial, las grandes potencias sedisputaron África como perrospeleando por un hueso.» Lo queleemos con menos frecuencia es queese hueso no fue menos disputadodurante el resto del siglo XX, aunqueno por las mismas jaurías.

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Un joven médico nativo(blanco) acababa de regresar de lasguerras de Somalia. Se sentó en lasilla que había en la habitación deSylvia y escuchó hablar a éstacompulsivamente (según la hermanaMolly se trataba de una«autoterapia») del destino de la genteque moría de sida en la misión deSan Lucas, aparentemente invisiblepara el Gobierno. Se explayó durantehoras y después fue el turno de él,que también habló compulsivamente,mientras ella escuchaba.

Somalia había formado parte de

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la esfera de influencia de la UniónSoviética, que había montado allí suhabitual aparato de prisiones,cámaras de tortura y escuadrones dela muerte. Luego, gracias a uningenioso juego de prestidigitacióninternacional, pasó a manosestadounidenses, permutada por otrotrozo de África. Los ciudadanosingenuos esperaban que losamericanos desmantelaran el sistemade seguridad soviético y losliberasen, pero aún no habíanaprendido la lección, esencial ennuestro tiempo, de que no hay nada

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tan estable como ese aparato. Losmarxistas y comunistas de diversasfiliaciones que se habían encumbradobajo el dominio de los rusos,torturando, encarcelando yasesinando a sus enemigos, cayeron asu vez víctimas de torturas,encarcelamientos y asesinatos. Elotrora razonable Estado de Somaliaera como un hormiguero en el quehubiesen arrojado agua hirviendo. Laestructura que permitía una vidadecente quedó destruida. Ahoragobernaban los caudillos, losbandidos, los jefes tribales, los

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criminales y los ladrones. A pesar desus grandes esfuerzos, lasorganizaciones humanitarias nopodían prestar mucha ayuda, sobretodo porque la guerra les impedíaacceder a vastas regiones del país.

El médico habló durante horas,sentado en la dura silla, porquellevaba meses sin ver más quepersonas matándose entre sí. Pocoantes de marcharse se había detenidoal costado de un camino, en unpaisaje que la falta de agua habíaconvertido en polvo, para mirar aquienes huían de la hambruna. Una

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cosa era verlos por televisión, habíadicho (como disculpándose por suverborrea), abstraído en su relato, yotra muy distinta encontrarse allí.Quizá Sylvia estuviera tan capacitadacomo el que más para imaginar loque describía, porque le bastaba concolocar en aquel polvoriento camino,situado tres mil kilómetros más alnorte, a la población de la moribundaaldea de Kwadere. Sin embargo, esehombre había visto, además, arefugiados que escapaban de lastropas asesinas de Mengistu, algunosmutilados y ensangrentados, otros,

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moribundos, o llevando a niñosmuertos en brazos: habíacontemplado esas escenas durantedías, y la experiencia de Sylvia noera comparable. Además, en la casadel padre McGuire no habíatelevisión.

Este médico había observadocon impotencia a personas quenecesitaban medicinas, un refugio,cirugía, y sólo había podido darlesunas cuantas cajas de antibióticos,que se agotaron en cuestión deminutos.

El mundo está lleno de seres

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humanos que han sobrevivido aguerras, genocidios, sequías,inundaciones, y ninguno de ellosolvidará lo que ha sufrido, perotambién están aquellos que han sidotestigos, durante días, de unadiáspora de miles, de centenares demiles, de millones de personas, sinposibilidad alguna de ayudarlas... Enfin, aquel médico se habíaencontrado en esa situación y ahora,con la mirada extraviada y el rostrodesencajado, le resultaba imposibleparar de hablar.

Una médico estadounidense

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quería que Sylvia la acompañase aZaire, pero le preguntó si se sentía encondiciones —aquello era muy duro—, a lo que Sylvia respondió que seencontraba bien, que era una mujerfuerte. También dijo que habíapracticado una operación pese a noser cirujana, pero los dos médicos serieron: en estos lugares cada unohacía lo que podía, «salvotrasplantes de órganos, yposiblemente tampoco me atrevieracon un bypass».

Finalmente Sylvia aceptó viajara Somalia como parte de un equipo

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financiado por Francia. Antes, noobstante, debía volver a la misiónpara ver a Zebedee y a Listo, cuyasvoces, cuando hablaban por teléfono,sonaban como los chillidos de unospajarillos atrapados en una tormenta.No sabía qué hacer. Les habló deesos niños, que en realidad ya eranadolescentes, a la hermana Molly y alos médicos. Uno de ellos, queatendía a muchachos parecidos todoslos días de su vida, pensaba queaquéllos estaban destinados aldesempleo (aunque los tendríapresentes, tal vez pudiera

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encontrarles un trabajo comocriados, ¿no?), y Sylvia advirtió quelos otros dos, con miles dehambrientos e interminables colas depobres víctimas en la cabeza, hacíanun enorme esfuerzo para imaginar aun par de niños desgraciados quehabían soñado con ser médicos peroahora... ¡Qué novedad!

La hermana Molly, que tendría querecorrer otros setenta y cincokilómetros después de llegar aKwadere para reanudar el trabajoque había interrumpido a causa de la

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enfermedad de Sylvia, habíaencargado a Aaron que recogiese aésta en el cruce. Sus críticas al papay la machista jerarquía eclesiásticasólo cesaron cuando avistó seisenormes silos cuyo contenido —elmaíz de la última cosecha— unministro había vendido, para supropio beneficio, a otro país africanoafectado por la sequía. Avanzabanpor un territorio hambriento: unmonte árido y sediento se extendía avarios kilómetros a la redonda, comoconsecuencia de una estación delluvias que se negaba a llegar.

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—No me gustaría tener suconciencia —comentó Sylvia, y lahermana Molly repuso que por lovisto mucha gente no entendía quealgunas personas nacían sin ella.

Fue el detonante para queSylvia reanudase su monólogo sobrela aldea donde había estadotrabajando, y la hermana Molly laescuchó interpolando de vez encuando: «Sí, es verdad», o «En esotienes razón».

Al llegar al cruce vieron queAaron estaba esperándolas en elcoche de la misión.

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—Bueno, aquí te quedas —anunció la hermana Molly—. Esperoverte pronto.

—Yo también —repuso Sylvia—, y siempre recordaré lo que hashecho por mí.

—Bah, olvídalo —dijo lahermana Molly, y se alejó agitandouna mano.

Aaron estaba entusiasmado,ansioso, a punto de comenzar unanueva vida: se marchaba a la viejamisión para continuar sus estudiossacerdotales. El padre McGuire seiba. Todo el mundo se iba. ¿Y la

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biblioteca?—Me temo que quedan pocos

libros, porque..., verá, con Tenderaiy Rebecca muertos y usted lejos deaquí, ¿quién iba a cuidarlos?

—¿Y Listo y Zebedee?Aaron, que nunca había

simpatizado con ellos (el sentimientoera mutuo), se limitó a contestar:

—Bien.Aparcó bajo los árboles del

caucho y se marchó. Caía la tarde, yla luz que teñía las nubes de oro yrosa se extinguían rápidamente. En elotro extremo del cielo la media luna,

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apenas una mancha blanquecina,aguardaba a que oscureciera paraadquirir dignidad.

Cuando Sylvia llegó al porchelos dos chicos se aproximaron a todaprisa. Se detuvieron. La miraronfijamente. Ella no sabía qué ocurría.Durante la enfermedad su piel habíaperdido el tono cobrizo y estabablanca como la leche, y su melena,que Molly se había visto obligada acortar a causa de los sudores, era unamata de rizos amarillos. Ellos lahabían conocido con la piel de unagradable y amistoso tono marrón.

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—¡Cuánto me alegro de veros!Corrieron a su encuentro y los

abrazó. Estaban más flacos quenunca.

—¿Nadie os da de comer?—Sí, sí, doctora Sylvia —

respondieron llorando entre susbrazos.

Sin embargo, Sylvia sabía queno estaban alimentándose bien.Además las camisas blancas quellevaban estaban sucias porqueRebecca ya no se hallaba allí paralavarlas. A través de las lágrimas,sus ojos imploraban: «Por favor, por

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favor.»Cuando llegó el padre McGuire,

les preguntó si habían comido ycontestaron que sí. No obstantecogieron la barra de pan que lestendió, la partieron por la mitad yempezaron a comer con voracidadmientras echaban a andar hacia laaldea. Regresarían al amanecer.

Sylvia y el cura se sentaron a lamesa, donde a la luz de la bombillaél advirtió lo enferma que habíaestado ella, y ella, lo envejecido queestaba él.

—Verás tumbas nuevas en la

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colina, y el número de huérfanos haaumentado. El padre Thomas, elsacerdote negro de la vieja misión, yyo vamos a organizar un refugio paralos huérfanos de las víctimas delsida. Nos enviarán fondos deCanadá, Dios los bendiga. ¿Haspensado que, tal como van las cosas,pronto habrá aproximadamente unmillón de niños sin padres?

—La peste negra asoló ciudadesenteras. En las fotografías aéreas deInglaterra todavía se aprecia dóndeestaban esas ciudades.

—Esta aldea no tardará en

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desaparecer. Se marchan porquecreen que el lugar está maldito.

—¿Y usted no les dice lo quedeberían pensar, padre?

—Sí, lo hago.Se produjo un súbito apagón. El

cura encendió un par de velas, a cuyaluz cenaron servidos por la sobrinade Rebecca, una joven saludable —al menos por el momento— quehabía llegado para ayudar a su tíamoribunda y se marcharía cuando sefuera el sacerdote.

—He oído que por fin hay unnuevo director.

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—Sí, pero verás, Sylvia, no lesgusta venir a estos sitios tanapartados, y me temo que a éste,además, la bebida le gusta más de lacuenta.

—Entiendo.—Tiene una familia numerosa y

se instalará en esta casa.Ambos sabían que quedaba algo

en el tintero, y finalmente el curapreguntó:

—¿Qué vas a hacer con esoschicos?

—No debería haberles creadofalsas ilusiones. Claro que jamás les

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prometí nada directamente.—Ah, pero la auténtica promesa

es el mundo, el enorme y rico mundo.—¿Qué debo hacer?—Llevarlos a Londres.

Mandarlos a una escuela de verdad.Permitir que estudien Medicina. Diossabe que este pobre país necesitarámédicos. —Sylvia guardó silencio—. Están sanos. Su padre murióantes de que existiera el sida. Loshijos biológicos de Joshua morirán,pero estos dos vivirán. A propósito,Joshua quiere verte.

—Me sorprende que siga vivo.

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—Lo que lo ha mantenido convida es el deseo de verte. Y estátotalmente loco, así que vepreparándote. —Antes de darle unavela para que se la llevase a suhabitación, levantó la suya paramirarla a la cara y añadió—: Sylvia,te conozco muy bien, hija mía. Sé quete culpas de todo lo que sucedió.

—Sí.—Aunque hace mucho tiempo

que no me pides que te confiese, nonecesito escucharte. En el estadomental en que te encuentras, ydebilitada por la enfermedad, no

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debes confiar en la idea que te hasformado de ti misma.

—El demonio acecha,aprovechando la ausencia deglóbulos rojos.

—El demonio acecha allí dondehay mala salud... Espero que estéstomando tus píldoras de hierro.

—Y yo confío en que ustedtome las suyas.

Se abrazaron, los dos con ganasde llorar, y luego se separaron paradirigirse a sus respectivos cuartos.El cura le avisó que saldría tempranoy que era probable que no la viera, lo

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que en realidad significaba que noquería pasar por otra despedida. Adiferencia de la hermana Molly, nodiría: «Espero verte pronto.»

A la mañana siguiente se habíamarchado: Aaron lo había llevadohasta el cruce, donde lo recogería uncoche de la vieja misión.

Zebedee y Listo esperaban aSylvia en el camino de la aldea. Lamitad de las chozas estaban vacías.Un perro hambriento olfateaba entreel polvo. La choza donde Tenderaihabía cuidado los libros estabaabierta, y los libros habían

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desaparecido.—Intentamos encontrarlos, lo

intentamos.—No importa.Antes de su partida, la aldea

había sido un lugar triste yabandonado pero vivo: ahora suespíritu se había esfumado. Habíadesaparecido junto con Rebecca. Enlas instituciones, los pueblos, loshospitales y las escuelas, a menudohay una persona que es el alma dellugar, bien un directivo, bien unportero o la criada de un cura. Lamuerte de Rebecca ocasionó la de la

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aldea entera.Los tres subieron por la colina

hasta donde estaban las tumbas, queahora sumaban casi cincuenta. Entrelas más nuevas se contaban las deRebecca y Tenderai, dos rectángulosde tierra roja bajo un árbol grande.Sylvia se quedó contemplándolos;abrazó a los niños, que se acercaronal reparar en su expresión, y esta vezsí que lloró, con sus cabezasapoyadas en la suya: ya eran másaltos que ella.

—Ahora debe ver a nuestropadre.

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—Sí, lo sé.—Por favor, no se enfade con

nosotros. La policía vino y se llevólas medicinas y las vendas. Lesdijimos que las había pagado ustedcon su dinero.

—No importa.—Les dijimos que eso era

robar, que las medicinas eran suyas.—Da igual, de veras.—Y las abuelas están usando el

hospital para los niños enfermos.En todos los rincones de Zimlia,

los ancianos que habían perdido asus hijos adultos habían quedado a

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cargo de sus nietos.—¿Qué les dan de comer?—El nuevo director ha

prometido que repartirá comida.—Pero son demasiados, ¿cómo

va a alimentarlos a todos?Estaban en un pequeño

promontorio, enfrente de la casa delcura y encima del hospital. Bajo lostechados de paja había tres viejasrodeadas de una veintena de niñospequeños. Viejas según los criteriosdel Tercer Mundo: en países másafortunados, estas cincuentonasestarían a dieta, buscando nuevos

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amantes.Debajo del árbol de Joshua

había un montículo de harapos, oalgo que semejaba una pitón grande,moteada por las sombras. Sylvia searrodilló a su lado.

—Joshua —dijo, pero él no semovió.

Algunas personas, poco antes demorir, adoptan el mismo aspecto queofrecerán cuando mueran: el pellejose les pega al esqueleto. La cara deJoshua era puro hueso, con la pielmarchita hundida en los huecos.Abrió los ojos y se humedeció los

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sucios labios con una lenguaagrietada.

—¿Hay agua? —preguntóSylvia, y Zebedee corrió hacia unade las ancianas, que parecióprotestar: ¿por qué desperdiciar elagua en un moribundo?

Aun así Zebedee sumergió unvaso de plástico en un cubo expuestoal polvo y a las hojas arrastradas porel viento, se arrodilló junto a supadre y le acercó el vaso a losresecos labios. El anciano (unhombre de mediana edad según otroscriterios) revivió súbitamente y se

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puso a beber con avidez, contrayendovisiblemente los músculos delcuello. Su esquelética mano se alzócon brusquedad y atenazó la muñecade Sylvia. Fue como si la sujetasecon un aro de hueso. Aunque nopodía incorporarse, levantó lacabeza y comenzó a murmurar lo queella interpretó como maldiciones einsultos, con los hundidos ojosardiendo de odio.

—No lo dice en serio —aseguró Listo.

—No, no lo dice en serio —repitió Zebedee.

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Entonces Joshua masculló.—Llévese a mis hijos. Tiene

que llevarlos a Inglaterra.La estrecha pulsera de hueso la

apretaba con tanta fuerza que le dolíala muñeca.

—Suéltame, Joshua, por favor.Me haces daño.

Por el contrario, aumentó lapresión.

—Debe prometérmelo, ahoramismo, debe prometérmelo.

Su cabeza se alzó sobre elagonizante cuerpo como la de unaserpiente con el espinazo roto.

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—Suéltame, Joshua.—Me lo prometerá. Me lo... —

Siguió farfullando maldiciones, conlos ojos fijos en los de ella, hastaque su cabeza cayó hacia atrás. Sinembargo, no cerró los ojos ni dejó desusurrar con odio.

—De acuerdo, te lo prometo,Joshua. Ahora suéltame.

Pero no la soltó, y a Sylvia laasaltó la loca idea de que iba a moriry ella quedaría esposada parasiempre a un esqueleto.

—No le crea, doctora Sylvia —musitó Zebedee.

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—No habla en serio —dijoListo.

—Bueno, tal vez sea una suerteque no le entienda.

La esposa de hueso se abrió ycayó. A Sylvia se le había dormidola mano. Comenzó a agitarla,acuclillada junto al moribundo.

—¿Quién cuidará de él?—Las viejas.Sylvia se aproximó a las

mujeres y les entregó prácticamentetodo el dinero que tenía, si bien seguardó el mínimo imprescindiblepara volver a Senga. Esa suma

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alcanzaría para alimentar a esosniños durante un mes.

—Y ahora recoged vuestrascosas. Nos vamos.

—¿Ahora? —Estabansorprendidos y asustados.

—Os compraré ropa en Senga.Echaron a correr hacia la aldea

mientras ella ascendía por la cuesta,entre los laureles y las dentelarias,en dirección a la casa, donde todo loque pensaba llevarse estaba ya en supequeña bolsa de viaje. Habíaanimado a la sobrina de Rebecca aquedarse con sus libros. Podía

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escoger lo que quisiera. No obstante,la joven le pidió la lámina que estabaen la pared. Le gustaban los rostrosde esas mujeres, según dijo.

Aparecieron los chicos, cadauno con una pequeña bolsa deplástico que contenía todas susposesiones.

—¿Habéis comido algo?No, saltaba a la vista que no.

Los sentó a la mesa, cortó pan ycolocó un frasco de mermelada entrelos dos. Ella y la sobrina de Rebeccalos observaron mientras untaban elpan torpemente con los cuchillos. Les

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quedaba mucho que aprender. Elcorazón de Sylvia nunca estaría máslleno de congoja: estos dos huérfanos—pues eso eran— tendrían queviajar a Londres y aprenderlo todo,desde cómo usar cuchillos ytenedores hasta cómo ser médicos.

Sylvia telefoneó a Edna Pyne,que dijo que Cedric estaba enfermo yno se atrevía a dejarlo: creía que setrataba de una esquistosomiasis.

—No importa, iremos a Sengaen autobús.

—No tomes uno de esosautobuses; son peligrosos.

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—La gente viaja en ellos.—Bueno, allá tú.—Debo despedirme, Edna.—Bueno. No te preocupes. En

este continente nuestras obras quedanescritas en el agua. Ay, Dios, quédigo, en la arena. Es precisamente loque estaba diciendo Cedric, que estádeprimido, con el ánimo por lossuelos. «Nuestras obras estánescritas en el agua», dice. Se estáponiendo religioso. Bueno, lo quenos faltaba. Adiós, entonces. Ya nosveremos.

Los tres se hallaban en el punto

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en que el camino procedente de casade los Pyne y de la misióndesembocaba en una de lasprincipales carreteras que conducíanal norte. Era una estrecha vía deasfalto, llena de baches y con losbordes tan gastados como los de lalámina que la sobrina de Rebeccahabía descolgado de la pared esamisma mañana. Era hora de quepasara el autobús, pero llegaríatarde, como de costumbre.Aguardaron de pie, y luego sentadosen piedras colocadas allí con ese fin,bajo los árboles.

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Aunque nadie pensaría grancosa de esa carretera que seinternaba en la espesura, con subrillo gris apagado allí donde elviento había acumulado arena, nohacía mucho que los más elegantescoches del país lo habían recorrido atoda velocidad hacia donde secelebraría la boda del compañeroLíder con su nueva esposa, pues laMadre de la Nación había muerto.Habían invitado a todos losmandatarios del mundo, camaradas ono, y luego los habían llevado poresta carretera, o en helicóptero, hasta

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un Centro de Desarrollo cercano allugar de nacimiento del compañeropresidente. Cerca de allí, entre losárboles, habían montado dos tiendasenormes. En una de ellas instalaronmesas con bollos y Fanta para losciudadanos locales, mientras que enla otra dispusieron mesas conmanteles blancos para el banquete dela flor y nata. Sin embargo, laceremonia religiosa se prolongódemasiado. Cuando se terminaron losbollos, los povos —la plebe—salieron de su tienda, entraron en lade los dirigentes y se lo comieron

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todo mientras los camarerosprotestaban inútilmente. Luego seinternaron en el monte para regresara sus hogares. Tuvieron que mandarmás comida en helicóptero desdeSenga. Este episodio tan ilustrativo...en fin, es tan parecido a un cuento dehadas que no necesita comentarios.

Unos diez años después, losbravucones y matones del partido delLíder correrían por esta mismacarretera blandiendo machetes,cuchillos y palos para atacar a losagricultores blancos que deseabanvotar por la oposición. Entre ellos

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figuraban los jóvenes —o ex jóvenes— a quienes el padre McGuire habíaadministrado medicinas durante laguerra. Una parte de este ejércitotorció por el camino de la haciendade los Pyne, sin saber que ahorapertenecía al señor Phiri, que lahabía comprado por la fuerza, aunquelos Pyne, ajenos a ello, todavíavivían allí. Unos doscientos hombresinvadieron el jardín delantero de lacasa y exigieron que Cedric Pynesacrificase un animal para ellos.Mató un gordo buey —la sequíahabía remitido— y lo asaron en una

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gran fogata en el mismo jardín.Bajaron a los Pyne a rastras delporche y les ordenaron que cantasenalabanzas al Líder. Edna se negó.«Que me cuelguen si voy a decirmentiras sólo para complaceros —espetó, por lo que la golpearon hastaque exclamó con ellos—: ¡Viva elcamarada Matthew!» Cuando elseñor Phiri llegó a tomar posesión desus dos haciendas, el jardín estabachamuscado, y la casa llena debasura.

Ocho años antes Sylvia habíallegado por esa carretera, aturdida y

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fascinada por la singularidad delmonte, su extraña magnificencia,escuchando las advertencias de lahermana Molly respecto de laintransigencia del mundo masculino:«El padre Kevin aún no ha caído enla cuenta de que el mundo que lorodea ha cambiado.»

En esa misma carretera, no muylejos de allí, en una zona de colinasrepleta de cuevas, piedras y baobabs,hay un lugar al que de vez en cuandoacudía el compañero Líder,convocado por los curanderos delalma (n'gangas, brujos, chamanes),

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para participar en sesiones nocturnasdonde hombres (y un par de mujeres)que acaso trabajaran en una cocina oen una fábrica, pintados y ataviadospara la ocasión con pieles de monosy otros animales, bailaban hasta caeren trance para luego informarle deque debía matar o expulsar a losblancos si no quería enfadar a susancestros. El se postraba, lloraba,prometía portarse mejor y luegoregresaba a su fortaleza en la ciudady planeaba su siguiente viaje parareunirse con los líderes del mundo oasistir a una conferencia con el

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Banco Mundial.Llegó el autobús. El viejo

vehículo traqueteaba, se sacudía ydejaba una estela de grasiento humonegro que se extendía a lo largo dekilómetros, marcando el camino.Aunque estaba abarrotado,milagrosamente apareció un espaciopara Sylvia y sus... ¿qué eran, suscriados? No obstante, los pasajeros,preparados para mostrarse críticoscon esa mujer blanca —la única quehabía entre ellos—, vieron querodeaba a los muchachos con losbrazos y que éstos se pegaban a ella

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como niños. Compungidos yasustados, pugnaban por contener elllanto. Sylvia, por su parte, sentíaauténtico pánico. ¿Qué estabahaciendo? ¿Qué otra cosa podríahaber hecho?

—¿Qué habríais hecho si yo nohubiese vuelto? —les preguntó porencima del traqueteo del autobús.

—No sé —respondió Listo—.No teníamos adonde ir.

—Gracias por venir abuscarnos —dijo Zebedee—.Teníamos mucho, mucho miedo deque no volviera.

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Desde la estación de autobusesfueron andando hasta el viejo hotel,muy venido a menos tras laconstrucción del Butler, y pidió unahabitación para los tres, esperandocomentarios que al final nadie hizo:en los hoteles de Zimlia, algunashabitaciones tenían hasta mediadocena de camas para alojar a unafamilia entera.

Fue con los chicos al ascensor,consciente de que nunca habían vistouno y con toda probabilidad tampocohabían oído hablar de ellos. Lesexplicó cómo funcionaba, salió a un

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polvoriento pasillo en el que el solproyectaba formas caprichosas y, unavez en la habitación, les mostró elcuarto de baño: les enseñó a manejarlos grifos y la cadena, a abrir ycerrar las ventanas. Luego los llevó aun restaurante, donde pidió sadza yun postre, indicándoles que nodebían comer con los dedos y,gracias a la ayuda de un amablecamarero, se apañaron bastante bien.

A las dos de la tarde los llevó ala habitación y telefoneó alaeropuerto a fin de reservar billetespara el vuelo del día siguiente. Les

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dijo que iba a solicitar pasaportespara ellos —les aclaró lo que era unpasaporte— y que podían dormir siquerían. Sin embargo, estabandemasiado excitados, así que losdejó pegando saltos en las camasentre exclamaciones que podíanhaber sido de alegría o de pena.

Encaminó sus pasos hacia lasede de las oficinas gubernamentalesy cuando estaba en la escalinata deentrada, preguntándose qué hacer acontinuación, Franklin bajó de suMercedes. Lo agarró del brazo.

—Voy a entrar contigo —le dijo

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—, y no te atrevas a decir que tienesuna reunión.

Franklin trató de liberarse, y sedisponía a gritar pidiendo ayudacuando se percató de que esa mujerera Sylvia. Se sorprendió tanto quedejó de resistirse, y Sylvia lo soltó.Cuando la había visto por última vez,hacía unas semanas, le habíaparecido una impostora que se hacíallamar Sylvia, pero aquí estaba laSylvia que recordaba, una criaturamenuda de una blancura casireluciente, con el suave cabello rubioy los enormes ojos azules. Llevaba

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una blusa blanca, y no aquel horribletraje verde de señora anglosajona. Sela veía traslúcida, como un espíritu,o como las vírgenes de dorados rizosque recordaba de sus años escolares.

—Pasa —dijo, desarmado eindefenso.

Recorrieron los pasillos delpoder, subieron escaleras y entraronen un despacho donde Franklin sesentó, suspiró, aunque sonriendo, y leseñaló una silla.

—¿Qué quieres?—He traído conmigo a dos

niños de Kwadere. Tienen once y

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trece años. Todos sus familiares hanmuerto de sida. Voy a llevármelos aLondres y quiero que les consigaspasaportes.

—Recurres al ministroequivocado —respondió, riendo—.Eso no es cosa mía.

—Por favor, arréglalo. Túpuedes.

—¿Y por qué quieres robarnosa nuestros niños?

—¿Robarlos? Han perdido a sufamilia. No tienen futuro. No hanaprendido nada en eso que vosotrosllamáis escuela y donde ni siquiera

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hay libros. Yo he estado dándolesclases. Son inteligentes. Conmigotendrán la oportunidad de recibir unaeducación. Y quieren ser médicos.

—¿Y por qué quieres hacereso?

—Se lo prometí a su padre, queestá consumiéndose de sida. Supongoque ya estará muerto. Le prometí queeducaría a sus hijos.

—Es absurdo. Imposible. Deacuerdo con nuestra cultura, alguiense ocupará de ellos.

—Tú nunca sales de Senga, demanera que no sabes cómo son las

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cosas. La aldea entera se estámuriendo. Ahora mismo hay másgente en el cementerio que en elpoblado.

—¿Y es culpa mía que su padrehaya contraído el sida? ¿Acaso esaenfermedad terrible es culpa nuestra?

—Bueno, no es nuestra, comodeclaráis constantemente. Y creo quedeberías saber que en las zonasrurales la gente opina que el sida esresponsabilidad del Gobierno,porque los gobernantes handemostrado ser una panda dedelincuentes.

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Franklin desvió la mirada.Bebió un sorbo de agua y se secó lacara.

—Me sorprende que des créditoa esos cotilleos. Son rumoresdifundidos por agentes sudafricanos.

—No perdamos el tiempo,Franklin; he reservado asientos parael vuelo de mañana por la noche. —Le pasó un papel con los nombrestanto de los niños como de su padre ysu lugar de nacimiento—. Aquítienes. Lo único que necesito es undocumento para sacarlos del país.Cuando lleguemos a Londres,

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conseguiré que les expidanpasaportes británicos.

Franklin se quedó mirando elpapel. Luego alzó lentamente lacabeza, con los ojos anegados enlágrimas.

—Has dicho algo terrible,Sylvia.

—Deberías saber lo quecomenta la gente.

—Mira que decirle una cosasemejante a un viejo amigo...

—Ayer estuve oyendo... Elviejo me maldijo para obligarme allevar a sus hijos a Londres. Me

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maldijo... Pesan sobre mí tantasmaldiciones que probablemente voyderramándolas por ahí.

Ahora Franklin se inquietó deverdad.

—¿A qué te refieres, Sylvia?¿Me estás maldiciendo a mí también?

—¿He dicho eso? —Noobstante, la profunda arruga detensión que le surcaba el entrecejo leconfería un aspecto de bruja—.¿Alguna vez te has sentado junto a unenfermo de sida para oír cómo temaldice a voz en cuello? Fue tanhorrible que sus hijos no quisieron

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traducirme sus palabras. —Levantóla muñeca, rodeada por un moratónque parecía una pulsera.

—¿Qué es eso?Se inclinó sobre el escritorio y

le atenazó la muñeca con la mismafuerza que recordaba haber sentido eldía anterior. La sujetó mientras élforcejeaba y luego la soltó.

El permaneció sentado y con lacabeza gacha, levantándola de vez encuando para lanzarle miradas llenasde aprensión.

—Si tu hijo quisiera ir aLondres mañana por la noche y

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necesitase un pasaporte, no me digasque no se lo conseguirías.

—Bueno —cedió por fin.—Envíame los documentos al

hotel Selous.—¿Has estado enferma?—Sí. De malaria. No de sida.—¿Se supone que eso es un

chiste?—Lo siento. Gracias, Franklin.—Bueno.

Cuando Sylvia llamó a Londresdesde el aeropuerto, antes deembarcar, anunció que llegaría al día

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siguiente con dos niños, sí, negros, yhabía prometido darles unaeducación; eran muy listos —uno deellos se llamaba Listo—, y esperabaque no hiciera mucho frío, porque noestaban acostumbrados a las bajastemperaturas, y continuó hablandohasta que Frances señaló que lallamada le costaría un ojo de la cara.

—Ay, sí, lo siento, lo sientomucho —se disculpó entonces.Añadió que se lo contaría todo al díasiguiente, y colgó.

Cuando Colin se enteró de lanoticia, manifestó su certeza de que

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Sylvia pretendía que los niñosvivieran allí.

—No seas tonto, ¿cómo van avivir aquí? Además, Sylvia se va aSomalia. Me lo ha dicho.

—Ahí tienes, más a mi favor.Después de meditar por unos

instantes, como de costumbre, Rupertdijo que esperaba que William no sedisgustara, lo que significaba que éltambién creía que iban a dejarles alos niños.

Aunque ni Rupert ni Francesestarían allí para recibir a Sylvia, yaque tenían que trabajar, ella sugirió

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que se reunieran para cenar. Estaconferencia familiar habría deposponerse por falta de información.

—Hablaba como si estuvieradesquiciada —comentó Frances.

Fue Colin quien abrió la puertaa Sylvia y a los chicos. Sostenía enbrazos a su hija, Celia, una niñaencantadora de negros rizos,seductores ojos negros y hoyuelos,todo enmarcado por un primorosovestido rojo. Echó un vistazo a lascaras morenas y rompió a llorar.

—Tonterías —dijo su padre,estrechando con firmeza las manos

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de los niños, que estaban heladas ytemblorosas. Era un frío día denoviembre.

—Nunca ha visto caras negrasdesde tan cerca —les explicó Sylviaa los niños—. No le hagáis caso.

Entraron en la cocina y sesentaron alrededor de la entrañablemesa. Resultaba obvio que los niñosestaban conmocionados, o algo porel estilo. Si es posible que losrostros negros palidezcan, los suyosestaban pálidos. Habían cobrado uncolor ceniciento, y tiritaban a pesarde sus gruesos jerséis. Sylvia sabía

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que se sentían como peces fuera delagua porque a ella le ocurría lomismo: acababan de experimentaruna transición demasiado bruscadesde las chozas de paja, losmontículos de polvo y las nuevastumbas de la misión.

Una joven guapa, vestida contéjanos y una alegre camiseta derayas, entró en la cocina.

—Hola, soy Marusha —sepresentó y se quedó junto al hervidormientras calentaba agua. Se tratabade la aupair. Pronto aparecierontazas de té ante Sylvia y los niños, y

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Marusha les acercó un plato congalletas, sonriendo. Era una polacacon el pensamiento y la imaginacióncentrados en la desintegración de laUnión Soviética, que seguía unacelerado proceso.

—Quiero ver las noticias en latele —dijo y después de sentar aCelia sobre su cadera subió laescalera cantando.

Los niños observaron a Sylviamientras ponía galletas en su plato yañadía leche y azúcar al té. Copiarontodos sus movimientos, con los ojosfijos en su cara, tal como habían

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hecho durante tantos años en elhospital.

—Listo y Zebedee me hanayudado en el hospital —dijo Sylvia—. Los matricularé en un colegio encuanto pueda. Quieren ser médicos.Están tristes porque su padre acabade morir. No les queda ningúnfamiliar.

—Ah —respondió Colin,inclinando la cabeza como en ungesto de bienvenida. Las tristes yasustadas sonrisas de los niñosparecían petrificadas—. Lo lamento.Supongo que este cambio debe de ser

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muy difícil para vosotros. Ya osacostumbraréis.

—¿Sophie está en el teatro?—Sophie está intermitentemente

con Roland... No, no me ha dejado.Yo diría que vive con los dos.

—Ya veo.—Sí, así están las cosas.—Pobre Colin.—Él le envía cuatro docenas de

rosas rojas con cualquier excusa, osignificativos mensajes conpensamientos o nomeolvides. A míjamás se me ocurren esas cosas. Melo merezco.

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—Ay, pobre Colin.—Y a juzgar por tu aspecto,

pobre Sylvia.—Está enferma. Está muy

enferma —afirmaron los niños.La noche anterior habían pasado

mucho miedo, no sólo por el avión,vehículo con el que no estabanfamiliarizados, sino también porqueSylvia vomitaba, se dormía ydespertaba gritando y llorando. Leshabía explicado cómo funcionaba elretrete, y habían creído entenderle,pero Listo debió de apretar el botónequivocado, porque cuando volvió al

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lavabo, en la puerta había un cartelde «Averiado». Los dos,convencidos de que las azafatas losmiraban con desconfianza, temíancometer una tontería y que el aviónse cayese por culpa suya.

Ahora, cuando Sylvia losabrazó, sintieron a través de la ropaque estaba fría y temblorosa. No seextrañaron. Lo que habían visto porla ventanilla en el viaje desde elaeropuerto —brumosos cielos grises,interminables edificios y tanta genteenvuelta en ropa como paquetes—había ocasionado que les entrase el

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deseo de ocultar la cabeza bajo unamanta.

—Tengo la impresión de que nohabéis dormido mucho en el avión —señaló Colin.

—No, no mucho —contestóSylvia—. Los niños estabandemasiado conmocionados. Vienende una aldea, ¿sabes? Todo esto esnuevo para ellos.

—Lo entiendo —aseveró Colin,y era verdad, al menos en la medidaen que es capaz de entender esascosas alguien que no ha estado allí.

—¿Hay alguien en la antigua

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habitación de Andrew?—Yo trabajo en ella.—¿Y en la tuya?—Ahora es de William.—¿Y en la habitación pequeña

de esa planta? Podríamos poner doscamas allí.

—Hay muy poco espacio parados camas, ¿no?

—En nuestra choza dormíancinco personas hasta que mi hermanamurió —dijo Zebedee.

—No era nuestra hermana —repuso Listo—, sino nuestra prima,según las ideas de aquí. Nosotros

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tenemos un sistema de parentescodiferente. —Y añadió—: Estabaenferma. Se puso muy grave y murió.

—Sé que las cosas no soniguales. Espero que me lo expliquéistodo. —Colin empezaba a distinguira los niños. Listo era delgado, serioy con enormes y atractivos ojos;Zebedee era algo más corpulento,ancho de hombros y con una sonrisaque le recordaba a la de Franklin.

—¿Podemos echar una ojeada ala nevera? Nunca habíamos visto unanevera tan grande como ésa.

Colin les enseñó la nevera con

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sus múltiples estantes, las lucesinteriores y los compartimentos paracongelados. Prorrumpieron enexclamaciones, se admiraron ycabecearon, y luego empezaron abostezar.

—Vamos —dijo Colin, lesrodeó los hombros con los brazos ylos condujo a la escalera, seguidospor Sylvia. Escaleras, escaleras...Los niños no habían visto escalerashasta que entraron en el hotel Selous.

Pasaron frente al salón, por elpiso de Frances y Rupert, donde seencontraba la pequeña habitación que

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en otro tiempo había ocupado Sylvia,y llegaron a la antigua planta deColin y Andrew. En el cuartopequeño había una cama grande, ymientras Colin decía: «Osbuscaremos algo mejor», los dosniños se dejaron caer sobre elcolchón y se quedaron dormidos enel acto.

—Pobrecillos —comentó Colin.—Cuando despierten, se

llevarán un buen susto.—Le diré a Marusha que esté

atenta... ¿Y dónde piensas dormir tú?¿Lo has pensado?

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—Puedo quedarme en el salónhasta que...

—Sylvia, ¿no estarás pensandoen dejarnos a los críos cuando temarches...? ¿Adonde has dicho que teibas?

—A Somalia.Sylvia no había pensado. Se

había dejado arrastrar por losacontecimientos desde el momento enque le había hecho la promesa aJoshua y no se había permitidoreflexionar ni asociar los dos hechos:que era responsable de los niños yque había prometido viajar a

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Somalia dentro de tres semanas.Bajaron la escalera, se sentaron

a la mesa y se sonrieron.—Supongo que habrás tenido en

cuenta que Frances ya no es unajovencita, ¿verdad, Sylvia? Hacumplido los setenta. Le organizamosuna gran fiesta. Claro que no losaparenta ni se comporta como unavieja.

—Y ya tiene a Margaret y aWilliam.

—Sólo a William. —Y ahora,tranquilamente, ya que disponían detodo el tiempo del mundo, le contó la

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historia. Sin consultarlos, Margarethabía decidido irse a vivir con sumadre. Tampoco se lo habíaanunciado a ella; simplemente sepresentó en casa de Phyllida y le dijoa Meriel:

—Vengo a vivir contigo.—No hay sitio —replicó Meriel

rápidamente—. No podrás vivirconmigo hasta que tenga casa propia.

—Entonces, búscala —ordenóla hija—. Tenemos dinero, ¿no?

El problema era el siguiente:Meriel había decidido ir a launiversidad para estudiar Psicología.

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Frances se puso furiosa, puesesperaba que Meriel empezara amantenerse, pero Rupert no sesorprendió.

—Te advertí que no tenía lamenor intención de ganarse la vida,¿no?

—Sí.—Aunque nadie lo creería por

su aspecto, es una mujer muydependiente.

Por eso Meriel no deseaba irsede casa de Phyllida: no le gustaba laidea de vivir sola. Por otro ladoPhyllida quería que se marchara.

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Había experimentado una oscurasatisfacción, que jamás habíaanalizado a fondo, al convivir con laex mujer de Rupert en su piso, comosi se tratara de una extensión de lacasa de los Lennox, pero se habíahartado. Pese a que Meriel no le caíadel todo mal, su actitud cortante aveces resultaba deprimente. CuandoMargaret se mudó a la casa, seapoderó de Phyllida la sensación deque estaba reviviendo una antiguapesadilla: se veía a sí misma enMeriel; madre e hija discutiendo,gruñendo, besándose y haciendo las

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paces, todo escandalosamente, conmucho ruido, entre lágrimas, peleas,gritos y los largos silencios de lareconciliación.

Luego Meriel sufrió una recaíday la ingresaron en el hospital.Phyllida y Margaret se quedaronsolas. Phyllida le sugirió quevolviese a la casa de los Lennox,pero Margaret respondió que estabamejor con ella.

—Frances es una vieja arpía —alegó—. No le importa nadie, salvoRupert. Me parece asqueroso queunos viejos estén así, siempre de la

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mano. Y me gusta vivir contigo —agregó con timidez, temerosa de quePhyllida rechazase ese papel demadre sustituía—: Quiero quedarmecontigo.

—De acuerdo, pero cuando tumadre se recupere, creo quedeberíais mudaros a otro sitio.

Meriel no mostraba señales demejoría. Margaret se negaba avisitarla, aduciendo que le afectabademasiado, mientras que William ibaa verla todas las tardes, se sentabajunto a la mujer acurrucada en lacama, sumida en el gris

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ensimismamiento de la depresión, ycon su característico tono cauteloso yconsiderado le contaba cómo habíapasado el día y las cosas que habíahecho. Sin embargo, ella norespondía, no se movía ni lo miraba.

Cuando Colin terminó de hablarde Meriel, la puso al tanto de la vidade Sophie y Frances, que estabaescribiendo libros que trataban enparte de historia y en parte desociología y se vendían muy bien.Añadió que Rupert era lo mejor quehabía ocurrido en esa casa:

—Imagínatelo, alguien cuerdo

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por fin.Los dos conversaron durante

toda la tarde, entre visita y visita dela encantadora niña en los brazos deMarusha, que estaba cada vez másalborozada con las últimas noticiasde los telediarios sobre la tremendahumillación del ancestral enemigo dePolonia, hasta que por fin llegóFrances cargada de comida, como enlos viejos tiempos. Los tresextendieron la mesa como sipreparasen el escenario para lasfiestas del pasado.

Mientras Frances cocinaba,

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apareció William, justo en elmomento en que los dos niños negrosbajaban la escalera. Los presentaron.

—Listo y Zebedee pasarán unatemporada aquí —le informó Colin.Frances, sin abrir la boca, empezó aponer la mesa para nueve personas,Sophie se uniría a ellos más tarde.

Frances se sentó a la cabecera,y Colin en la otra punta, junto al sitioreservado para Sophie, al lado deMarusha, que tenía a su vera la sillaalta de la niña. Contando a Celia,eran diez. Rupert estaba flanqueadopor Frances y William. Sylvia y los

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dos niños se encontraban en elcentro. Sylvia les habló de la grancena en el hotel Butler, de losimportantes comensales, algunos delos cuales se habían sentado a esamisma mesa, y luego de la mujer deAndrew, diciendo sin ambages que larelación no duraría. Hablaba sininflexiones, transmitiendoinformación, sin la complacenciapropia de quien chismorrea ocomenta las sorprendentes vueltasque da la vida. Los niños la miraban,intentando adivinar qué le ocurría,pues parecía estar esforzándose para

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que su voz dejara traslucir sussentimientos: esta inquietud puso alos demás sobre aviso de que habíaque preocuparse por Sylvia. Dehecho, ella se sentía como si flotaraen alguna parte, y no era sólo por lafalta de sueño. Estaba cansada, sí,muy cansada, y le costabaconcentrarse, aunque sabía que nodebía distraerse, pues los niñosconfiaban en ella, la única personacapaz de entender el difícil momentoque atravesaban. Rupert le hacíapreguntas, como buen periodista,pero sobre todo porque sabía que

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Sylvia necesitaba que la contuvieran,como a una cometa descontrolada:era sensible a su angustia ya quehacía tiempo que vivía pendiente deWilliam, que sufría mucho ynecesitaba que él, Rupert, locomprendiera. Y en medio de todoesto la niña balbuceaba, parloteaba ydedicaba miradas seductoras a todos,incluidos los niños negros, a quienesya se había acostumbrado.

Sophie irrumpióprecipitadamente, envuelta en unanube de perfume. Estaba más gorda,«más Madame Bovary que Dama de

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las Camelias», como decía ellamisma. Llevaba un elegante yholgado vestido blanco y el cabellorecogido en un moño. Clavó los ojosen Colin con una vehementeexpresión de culpa hasta que éste labesó y dijo:

—Bueno, cierra el pico, Sophie.Esta noche no serás el centro deatención.

—Por el amor de Dios, ¿qué teha pasado, Sylvia? —exclamóSophie—. Pareces la muerte enpersona.

Estas palabras la estremecieron,

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pero Sophie no podía saber que elpadre de los niños acababa de moriry que desde hacía meses pasaban lastardes de los sábados en entierros depersonas que conocían de toda suvida.

—Me gustaría echar unacabezada —dijo Sylvia,levantándose de la silla—. Mesiento... —Besó a Frances—. Miquerida Frances, si supieras lo quesignifica para mí estar aquí otra vezcontigo... Sophie, cariño... —Sonrióde un modo apenas perceptible atodo el mundo y posó una mano

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trémula sobre el hombro de Listo yluego sobre el de Zebedee—. Osveré más tarde. —Y se marchó,sujetándose del borde de la puerta yde la jamba.

—No os preocupéis —les dijoFrances a los niños—. Nosotros oscuidaremos. Pero tendréis quedecirnos lo que necesitáis, porque noos entendemos tan bien como Sylvia.

Sin embargo, miraban fijamenteel vano por donde había salidoSylvia, y resultaba evidente queestaban abrumados por la situación.Querían volver a la cama, y Marusha

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los acompañó llevándose a Celia.Luego los siguió Sophie, que por lovisto se quedaría a dormir.

Frances, Colin y Rupert sevolvieron hacia William, intuyendolo que se avecinaba.

Ahora era un joven alto ydelgado, apuesto aunque la pálidapiel se le tensaba sobre la cara y amenudo tenía ojeras de cansancio.Amaba a su padre y permanecíasiempre lo más cerca posible de él,aunque Rupert le había contado aFrances que no se atrevía aabrazarlo: a William no parecía

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gustarle. Según Rupert, erademasiado hermético y noexteriorizaba sus pensamientos.

—Quizá sea mejor que no losconozcamos —dijo Frances. Veía aWilliam, que la consultaba cuandotopaba con pequeñas dificultades,como con una angustia controlada ala que se le antojaba imposibleacceder mediante un beso o unabrazo. Por otra parte, ponía muchoempeño, estaba ansioso por destacaren los estudios y era como si siempreestuviera luchando contra unosángeles invisibles.

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—¿Van a vivir aquí?—Eso parece —dijo Colin.—¿Porqué?—Vamos, colega, no seas así —

lo reconvino su padre.La sonrisa que William le

dirigió a Colin, a quien debíansuponer que quería, fue como unasúplica.

—Son huérfanos —explicóColin—. Su padre acaba de morir.—No se atrevió a añadir «de sida»,debido al terror que infundía esaenfermedad, aunque en esta casa elsida era algo tan lejano como la

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peste negra—. Además, son muypobres... Es difícil de entender paralas personas como nosotros. No hanrecibido otra educación que lasclases que les dio Sylvia. —En lamente de todos apareció fugazmentela imagen de un aula con pupitres,una pizarra y una maestra al frente.

—Pero ¿por qué aquí? ¿Quétienen que ver con nosotros?

Resulta imposible responder aesta reacción automática —«¿por quéyo?»— sin sacar a relucir lasinjusticias del universo.

—Alguien tiene que hacerse

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cargo de ellos —dijo Frances.—Además, Sylvia estará aquí.

Ella sabrá qué hacer. Estoy deacuerdo en que no podemosresponsabilizarnos nosotros —agregó Colín.

—¿Cómo que estará aquí?¿Dónde? ¿Dónde va a dormir?

Si la mente de Sylvia era untorbellino debido a la imposibilidadde estar en Somalia y en Londres almismo tiempo, estos tres adultos sehallaban en una situación parecida:William tenía razón.

—Oh, ya nos arreglaremos de

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alguna manera —aseguró Frances.—Y debemos ayudarles —

apuntó Colin.Como bien sabía William, eso

significaba: «Confiamos en que losayudes.» Eran más pequeños que él,pero precisamente por eso era muyprobable que acabasen dependiendode él.

—Si no se encuentran a gustoaquí, ¿se marcharán?

—Podríamos mandarlos devuelta a casa —contestó Colin—,aunque tengo entendido que en sualdea todo el mundo ha muerto o está

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muriendo de sida.William palideció.—¡Sida! ¿Tienen sida?—No. Sylvia dice que no

pueden haberse contagiado.—¿Y ella qué sabe? Bueno, sí,

ya sé que es médico, pero ¿por quéparece tan enferma? Se la ve fatal.

—Ya se recuperará. Y los niñosnecesitarán clases particulares paraalcanzar el nivel de los de su edad,pero estoy seguro de que loconseguirán.

—Es una locura llamarse Listoy Zebedee en este país. Con esos

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nombres, los harán picadillo. Esperoque no vayan a mi escuela.

—No podemos quitarles susnombres.

—Pues yo no piensodefenderlos.

Dijo que debía subir a terminarsus deberes. Se marchó: todos sabíanque antes de centrarse en su tareajugaría un rato con la niña, si estabadespierta. La adoraba.

Sylvia no reapareció. Se acostóen el sofá rojo, con los brazosestirados, y se durmió en el acto. Sesumergió a fondo en su pasado, en

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unos brazos que la esperaban.Rupert y Frances estaban

desvistiéndose cuando Colin llamó ala puerta para decir que había ido aver a Sylvia y que a juzgar por cómodormía, debía de estar muerta decansancio. Más tarde, sobre lascuatro de la mañana, Frances sedespertó inquieta, bajó al salón ycuando regresó le comentó a Rupert,que se había despertado al oírlasalir, que Sylvia estaba sumida en unsueño tan profundo que recordaba ala muerte. Se disponía a meterse enla cama, pero de repente tomó

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conciencia de sus palabras y recordólo que había dicho Colin.

—Tengo un mal presentimiento—murmuró—. Algo va mal.

Rupert y Frances bajaron alsalón, en cuyo sofá Sylvia yacíarealmente como si estuviera muerta:de hecho lo estaba.

Los niños lloraban en la cama.Frances refrenó su instinto, que laempujaba a abrazarlos, debido a lamás antigua de las inhibiciones: losbrazos que ellos anhelaban no eranlos suyos. Al advertir que el día

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avanzaba y los llantos no cesaban,ella y Colin subieron a la pequeñahabitación y los obligaron aincorporarse —Frances a Listo yColin a Zebedee—, los estrecharonentre sus brazos y los acunaron,diciendo que si no paraban de llorarenfermarían, que tenían que bajar atomar algo caliente y que a nadie lemolestaría que estuvieran tristes.

Superaron los terriblesprimeros días y llegó el del entierro;Zebedee y Listo ocupaban un lugarpredominante entre los deudos.Trataron de comunicarse con la

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misión, pero una voz que los niñosno conocían les informó de que elpadre McGuire se había llevadotodas sus cosas y que el nuevodirector aún no se había instalado enla casa. Dejaron un mensaje. Lahermana Molly telefoneó en cuantorecibió el suyo y habló con voz alta yclara, a pesar de los miles dekilómetros de distancia.

—¿Han pensado qué van ahacer con los niños? —Sin dudahabría trabajo para ellos en la viejamisión como cuidadores de loshuérfanos causados por el sida.

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Cuando llamó el cura, la líneaestaba tan mal que su pesar porSylvia les llegó en frasesentrecortadas.

—Pobrecilla, murió deagotamiento. —Y—: Si encontrasenla forma de dejar a los niños allí,sería estupendo. —Y—: Aquí lascosas están muy mal.

El dolor de Listo y Zebedee,terrible y extraordinario, empezaba aasustar a sus nuevos amigos, quecoincidían en lo extremado de lascircunstancias: a fin de cuentas esosniños —porque eran unos niños— se

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habían visto arrancados de todo loque conocían y arrojados a... Aunasí, la expresión «choque cultural»no resultaba apropiada, habidacuenta de que se usaba a menudopara describir el tolerable malestarque se experimentaba al viajar deLondres a París. No, era imposibleimaginar la magnitud del trauma quehabían sufrido Listo y Zebedee, y enconsecuencia pasaban por alto esascaras semejantes a máscaras trágicascon miradas trágicas, ¿extraviadas,quizá?

Había algo que los nuevos

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amigos ignoraban y jamás habríanentendido: los niños estabanconvencidos de que Sylvia habíacaído víctima de las maldiciones deJoshua. Si ella hubiera estado allípara decir: «Oh, ¿cómo podéispensar esa tontería?», no le habríancreído, pero se habrían sentidomenos culpables. De hecho, lossentimientos de culpa losatormentaban hasta un puntoinsoportable. Por lo tanto, comohacemos todos con el dolor másintenso y profundo, comenzaron aolvidar.

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Mantenían vivo en su memoriacada minuto de los largos días en quehabían aguardado que Sylviaregresara de Senga para rescatarlos,mientras Rebecca moría y Joshua senegaba a morir hasta que llegase ladoctora. La angustia de laansiedad..., no, no la olvidaban,como tampoco el momento en queella reapareció, como un pequeñofantasma blanco, para abrazarlos yllevarlos consigo. A partir de esemomento empezaba la bruma: lahuesuda mano de Joshua atenazandola muñeca de Sylvia y sus palabras

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asesinas, el aterrador avión, lallegada a esta casa extraña, la muertede Sylvia... No, todas esas imágenesse desvanecieron poco a poco, ypronto Sylvia se convirtió en unapresencia protectora y amistosa, a laque recordaban arrodillada en elpolvo para enyesar una pierna osentada en el porche entre los dos,enseñándoles a leer.

Entretanto, Frances sedespertaba por las noches, con unnudo de ansiedad en el estómago, yColin decía que también dormía mal.Según Rupert, el problema estribaba

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en que aquella decisión no se habíameditado lo suficiente.

Frances abrió los ojossobresaltada, gritando, y se encontróentre los brazos de Rupert.

—Baja. Te prepararé una tazade té. —Cuando llegaron a la cocina,Colin ya estaba allí, con una botellade vino delante.

Al otro lado de la ventanareinaba la oscuridad de las cuatro dela madrugada de una noche deinvierno. Rupert corrió las cortinas,se sentó junto a Frances y la rodeócon un brazo.

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—Bueno, hemos de tomar unadecisión. Y decidáis lo que decidáis,ambos tendréis que sacaros la otraopción de la cabeza. De lo contrario,enfermaréis.

—De acuerdo —dijo Colin yextendió un brazo tembloroso paraasir la botella de vino.

—Vamos, hijo, sé un buenchico, no bebas más —dijo Rupert.

Frances experimentó laaprensión de una mujer cuya pareja,que no es el padre de su hijo, asumeun papel paternal: Rupert habíahablado como si se dirigiera a

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William.Colin apartó la botella con

brusquedad.—Esta puta situación es

irresoluble.—Sí, lo es —asintió Frances—.

¿En qué nos estamos metiendo? ¿Osdais cuenta de que estaré muertaantes de que ellos terminen deestudiar?

El brazo de Rupert apretó sushombros.

—Pero no podemos echarlos —replicó Colin con voz agresiva yllorosa, casi suplicante—. Si un par

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de gatitos tratan de salir del cubodonde los están ahogando, uno no losempuja para que vuelvan a caer. —Hacía años que Frances no veía nioía al Colin que hablaba en esosmomentos; Rupert no había conocidoa ese joven apasionado—.Sencillamente no se hace —insistióColin inclinándose hacia delante yfijando los ojos en los de su madre yluego en los de Rupert—. No losempujas para que vuelvan a caer. —Emitió un gemido, que Francestampoco había oído en muchotiempo. Apoyó la cabeza sobre sus

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brazos, cruzados sobre la mesa.Rupert y Frances se comunicaron ensilencio.

—Creo que sólo podéis tomaruna decisión —señaló Rupert.

—Sí —dijo Colin, levantandola cabeza.

—Sí —dijo Frances.—Ya está, pues. Ahora enterrad

la otra opción. Olvidadla.—Supongo que una casa de los

sesenta siempre será una casa de lossesenta —sentenció Colin—. No, noes una observación mía, sino deSophie. A ella le parece maravilloso.

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Me atreví a hacerle notar que no seráella quien se encargue del trabajo.Pero aseguró que arrimará elhombro, que echará una mano... entodo, según ella. —Rió.

Cuando volvieron a la cama,Rupert dijo:

—Creo que no soportaría que temurieras. Por suerte, las mujeresviven más que los hombres.

—Y yo soy incapaz de imaginarla vida sin ti.

Estas dos personas del mundode las letras rara vez habían ido másallá de este tipo de comentario. «No

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nos va mal, ¿verdad?» era una fraseque rayaba en el límite. Vivir tandesfasado respecto de los tiemposrequiere cierto valor: un hombre yuna mujer que se atreven a amarsetanto... en fin, resulta difícilconfesarlo, incluso confesárselo eluno al otro.

—¿A qué venía eso de losgatitos?

—Ni idea. Jamás ocurrió enesta casa, y estoy segura de quetampoco en la escuela. En loscolegios progresistas no ahogangatos. Por lo menos delante de los

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alumnos.—Pasara donde pasase, es

obvio que caló hondo.—Es la primera vez que lo

menciona.—Cuando era pequeño vi a una

pandilla de gamberros torturar a unperro. Eso me enseñó más sobre lanaturaleza del mundo que cualquierotra cosa en toda mi vida.

Empezaron las clases. Rupertayudaba a Listo y a Zebedee con lasmatemáticas: no sabían más que lastablas de multiplicar, pero eran muyrápidos y se pondrían al día. Frances

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descubrió que habían hecho lecturasde lo más extraordinarias:recordaban pasajes enteros de Ellibro de la selva, Rebelión en lagranja y libros de Enid Blyton yHardy, si bien no habían oído hablarde Shakespeare. Se proponíaremediar esta deficiencia; siempreestaban leyendo algo de lasestanterías del salón. Colincolaboraba con la geografía y lahistoria. El pequeño atlas de Sylviahabía prestado un buen servicio: losconocimientos que tenían del mundoeran amplios, aunque no profundos;

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en cuanto a la historia, sólo sabíanalgo de Los papas del Renacimiento,libro procedente de los estantes delpadre McGuire. Sophie los llevaríaal teatro. Y de repente, sin que se lopidieran, William empezó aenseñarles cosas de sus viejos librosde texto, y esto fue lo que más lessirvió.

William afirmaba que laaplicación de los chicos lo poníanervioso: él se empeñaba en hacerlas cosas bien, pero comparado conellos...

—Es como si su vida

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dependiera de ello —dijo y, trasmeditar sus propias palabras añadió—: Bueno, supongo que depende deello. Al fin y al cabo yo siemprepodré ser...

—¿Qué? —preguntaron losadultos, aprovechando laoportunidad para averiguar qué lepasaba realmente por la cabeza.

—Un jardinero en Kew —prosiguió William con seriedad—.Sí, eso me gustaría. O podría sercomo Thoreau y vivir solo cerca deun lago, escribiendo sobre lanaturaleza.

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Puesto que Sylvia había muertosin otorgar testamento, dijeron losabogados, su dinero iría a parar a sumadre, que era el familiar máscercano. Se trataba de una sumaconsiderable, y habría bastado paracubrir los gastos de la educación delos niños. Le pidieron a Andrew que,como antiguo amigo de Phyllida, lavisitase cuando pasase por Londres,y así fue como se produjo lasiguiente conversación:

—A Sylvia le habría gustadoque su dinero sirviese para educar alos dos niños africanos que al

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parecer adoptó.—Ah, sí, los niños negros, he

oído hablar de ellos.—Estoy aquí para pedirte

formalmente que renuncies a esedinero, porque estamos seguros deque es justo lo que ella habríadeseado.

—No recuerdo que dijese nadaal respecto.

—Pero ¿cómo iba a hacerlo,Phyllida?

Ella negó con la cabeza y en surostro se dibujó una sonrisa triunfalque también tenía algo de divertida,

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como la de alguien que aplaude loscaprichos del destino después dehaber ganado una fortuna en lascarreras.

—Santa Rita, Rita, lo que se dano se quita. Además, creo que memerezco algo bueno.

Hubo una discusión familiar.A pesar de que Rupert era

redactor jefe en su periódico yganaba bastante dinero, sabía queincluso cuando acabara de pagar laescuela de Margaret (ahora Francescosteaba la de William) tendría queseguir manteniendo a Meriel.

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Las inteligentes novelas deColin, que Rose Trimble habíadescrito como «novelas elitistas paralas clases verbosas», no alcanzaríanmás que para mantener a la niña y aSophie, que, como la mayoría de losactores, pasaba largas temporadas enel paro. Él gastaba tan poco en símismo que casi no contaba.

Frances se encontró en unconflicto familiar. Le habían ofrecidoun empleo para ayudar a dirigir unpequeño teatro experimental: sudeseo del alma, mucha diversión ypoco dinero. Sus serios y fiables

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libros, que se vendían por todas laslibrerías del país, rendían buenosbeneficios. Se vería obligada a decirque no al teatro y continuarescribiendo. Se comprometió aresponsabilizarse de Listo y sugirióque Andrew se encargase deZebedee.

Aunque Andrew quería tenerhijos, recibía un sueldo tan bueno,que estaba seguro de poder afrontaresos gastos. Sin embargo, las cosasno salieron como esperaban. Elmatrimonio, que ya atravesaba malosmomentos, pronto se disolvería,

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aunque Mona estaba embarazada.Siguieron años de batallas legales, ycuando Andrew conseguía arrancar ala niña de las garras de su celosamadre, la pequeña pasaba la mayorparte del tiempo con su prima,compartiendo las atenciones de laniñera de turno y del padre de Celia.Como a menudo gimoteaba Sophie,Colin era un padre maravilloso,mientras que ella era una pésimamadre. («No importa —balbucíaCelia, cuando la oía decir eso—,eres una mamá tan bonita que no nosimporta.»)

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¿Dónde meterían a todo elmundo?

Listo ocuparía la antiguahabitación de Andrew, y Zebedee lade Colin. Éste trabajaría en el salón.La habitación de William estaba enla planta de Frances y su padre. Laau pair dormía en el cuarto quehabía pertenecido a Sylvia.

¿Y el apartamento del sótano?Alguien vivía en él: Johnny.

Frances se disponía a tomar elautobús cuando oyó unos pasospresurosos a su espalda y un:«Frances, Frances Lennox.» Se

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volvió y vio a una mujer con unablanca melena alborotada por elviento que pugnaba por mantener labufanda en su sitio. Frances no laconocía... o sí, casi: era la camaradaJinny, de los viejos tiempos.

—Ay, no estaba segura de quefueses tú —parloteó ésta—; pero sí,eres tú, bueno, todos hemosenvejecido, ¿no? Ay, Señor, sóloquería decirte... Se trata de tumarido, ¿sabes? Estoy muypreocupada por él.

—Mi marido se encontrabaperfectamente hace menos de cinco

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minutos.—Ay, querida, querida, qué

tonta soy, me refería a Johnny, alcamarada Johnny, si supierais lo quelos dos significabais para mí cuandoera joven, cuánto me inspiraron loscamaradas Johnny y FrancesLennox...

—Mira, lo siento, pero...—Espero que esto no te parezca

una intromisión.—¿Qué pasa?—Está tan viejo, pobrecillo...—Tiene mi edad.—Sí, pero algunos envejecen

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mucho más que otros. Sólo pensé quedebías saberlo —dijo y se alejóagitando la mano con una mezcla deaprensión y agresividad.

Frances se lo contó a Colin, querepuso que lo que le ocurriese a supadre lo traía sin cuidado. Y Francesaseguró que ni loca recogería lospedazos de Johnny. Sólo quedabaAndrew, que llegó desde Roma parapasar una tarde en Londres. Encontróa Johnny en una habitación bastanteagradable de Highgate, en la casa deuna mujer que describió como la salde la tierra. Se había convertido en

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un frágil anciano con mechones depelo plateado alrededor de unabrillante calva blanca, la vivaimagen del patetismo yvulnerabilidad. Se alegró de ver aAndrew, si bien no estaba dispuestoa demostrarlo.

—Siéntate. Estoy seguro de quela hermana Meg nos hará una taza deté.

Sin embargo, Andrewpermaneció de pie y dijo:

—He venido porque nos handicho que estás pasando una malaracha.

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—Cosa que no puede decirse deti, según me han contado.

—Me alegra decir que lo que tehan contado es cierto.

La situación de Johnny no leparecería tan lastimosa a muchagente, pero al fin y al cabo habíapasado las dos terceras partes de suvida en hoteles de lujo de la UniónSoviética, Polonia, China,Checoslovaquia, Yugoslavia, Chile,Angola, Cuba... Allí donde se habíacelebrado una reunión decompañeros había estado elcamarada Johnny, para quien el

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mundo era un tonel de ostras, un tarrode miel, una lata siempre abierta decaviar de Beluga, y allí estaba ahora,en una habitación, agradable perosencilla, viviendo de una jubilación.

—Y el pase de autobús paraviejos también ayuda.

—Por fin eres un buen miembrodel proletariado —observó Andrew,sonriendo con benevolencia a sudesposeído padre desde su sinecura.

—Y también me han dicho quete has casado. Empezaba a pensarque eras maricón.

—En estos tiempos, nunca se

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sabe. Pero olvida todo eso; hemospensado que quizá te gustaría viviren el apartamento del sótano.

—Es mi casa, así que no lopintes como si me hicierais un favor.

No obstante, aceptó gustoso lasdos habitaciones con todos los gastoscubiertos.

Colin bajó para ayudarlo ainstalarse y le advirtió que no debíapensar que Frances lo atendería.

—¿Cuándo me atendió?Siempre ha sido una pésima ama decasa.

Pero Johnny no necesitaba que

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su familia le hiciera compañía. Lasvisitas le traían regalos y florescomo si fuese un altar. Johnny iba envías de convertirse en un santón,siguiendo los pasos de un santónsuperior, y se le oía decir a menudo:«Sí, en un tiempo fui algo rojillo.»Se sentaba con las piernas cruzadassobre los cojines de la cama, y suantiguo ademán, con las manosabiertas como ofreciéndose a símismo a su público, encajabaperfectamente con su nuevopersonaje. Tenía discípulos yenseñaba meditación y el Cuádruple

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Camino. A cambio le limpiaban elapartamento y le cocinaban platos enlos que las lentejas ocupaban unlugar destacado.

Sin embargo, éste era su nuevoyo, o quizá su nuevo papel, en unaobra donde las hermanas, loshermanos y las Santas Madres habíareemplazado a los camaradas. Suantiguo yo aún salía a la superficieen ocasiones, cuando otros visitantes,los camaradas, acudían pararememorar los viejos tiempos comosi el gran fracaso de la UniónSoviética no se hubiera producido,

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como si ese Imperio siguiese en pie.Aquellos viejos y viejas, cuya vidahabía estado iluminada por el GranSueño, se sentaban a beber vino enun ambiente no muy diferente del delas lejanas veladas combativas,salvo por una cosa: ahora nofumaban, mientras que en el pasadoel humo que había pasado primeropor sus pulmones imposibilitaba lavisión de un extremo al otro de laestancia.

A última hora, antes de que susinvitados se marcharan, Johnnylevantaba su vaso y proponía un

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brindis: «Por El.»Y con tierna admiración

brindaban por quien posiblementehabía sido el asesino más cruel detodos los tiempos.

Dicen que varias décadasdespués de la muerte de Napoleónlos viejos soldados se reunían entabernas y bares, y que secretamente,en la intimidad de sus cabañas,alzaban las copas para beber por ElOtro: eran los pocos supervivientesde la Grand Armée (cuyas heroicashazañas no consiguieron más que ladestrucción de una generación),

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hombres tullidos y enfermos quehabían sobrevivido a indescriptiblessufrimientos. ¿Y qué? Lo que cuentaes siempre el Sueño.

Johnny recibía a menudo otravisita, la de Celia, que bajaba de lamano de Marusha, Bertha o Chantal ycorría hacia él:

—Pobrecillo Johnny.—¡Es tu abuelo! ¡No puedes

llamarlo así!La angelical criatura no hacía

caso, acariciaba la calva del viejoreformado, la besaba y cantaba sutonadilla:

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—Mi pequeño abuelito, mipobrecillo Johnny.

La conjunción de Colin ySophie había producido un serextraordinario: todo el mundo lonotaba.

Los niños mayores, William,Listo y Zebedee, jugaban con Celiadelicadamente, casi con humildad,como si fuera un privilegio, un favorque ella les hacía.

A veces Rupert, Frances, Colin,William, Listo, Zebedee —y confrecuencia también Sophie— estabansentados a la mesa, prolongando la

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cena indefinidamente, y la pequeñaentraba corriendo, huyendo de lacama. Quería estar cerca de ellos,pero que no la levantasen, la tocasenni la sentasen en un regazo. Estabaprofundamente absorta en su juego,hablando para sí en tonoconfidencial, con voces que habíanllegado a reconocer:

—Celia está aquí, sí, está aquí,ésta es Celia, y ésta es mi Frances, yahí está mi Listo... —La pequeña consu diminuto vestido de colores,chachareando sola o dirigiéndose aun trozo de tela, una flor o un juguete

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que para ella representaba a unapersona, un personaje o un amigoimaginario..., era tan absolutamentehermosa que los hacía callar ycontemplarla embelesados,maravillados—. Y ahí está miWilliam... —Tendió la mano paratocarlo, para asegurarse de queestaba allí, pero no lo miraba a élsino a una flor, o tal vez un juguete—.

Y mi Zebedee... —Colin, eltorpe y corpulento hombretón, tanpesado y basto al lado de ella, sepuso en pie y la miró desde arriba—.

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Y aquí está mi Colin, sí, mipapá...

Con lágrimas en los ojos, Colinse inclinó como haciéndole unareverencia desde el fondo de sualma, tendió las manos y gimió:

—Ay, Frances, ay, Sophie,¿alguna vez habéis visto algo más...?

Sin embargo, la niña, que noquería que la alzaran en brazos,empezó a girar como un trompo,cantando para sí y sólo para sí:

—Sí, mi Colin, sí, mi Sophie,sí, y allí está mi pobrecillo Johnny...

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Fin