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1 / 159 Fabricantes de Lunas - José Luis López Goytia Fabricantes de Lunas Bienvenido, Señor de Mil Ojos, al universo del Simulador Esperanto: una sociedad cuya degradación es inevitable, polarizada entre rencores y envuelta en enfermedades del alma (bienvenido a tu propio universo). Buscarás, como Selene, un error en el simulador y el perdón de tu abuelo; enlazarás mundos que parecen no tocarse nunca como lo hace Quetzal; escucharás casi a diario, al igual que Corazón de Pollo, "pobre de ti, que no sabes odiar". Tienes la visión de todos ellos porque tú mismo eres Antonio, Selene, Quetzal, M.A.R., los Fabricantes de Lunas… buscando entre el gran mundo tecnológico, la sociedad y tu propia alma romper el veredicto aparentemente inapelable del Simulador. Pero por encima de todo eres La Niña Tristeza, quien desde sus primeros años de existencia perdió la capacidad de reír y cuya pálida esperanza de vida ante el virus mutante está en la frase que su única amiga, ya muerta, le dijo: "Cuando veas esa luna, recuerda que de una u otra forma siempre estaré junto a ti". José Luis López Goytia, mayo 2020

FABRICANTES DE LUNAS

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Fabricantes de Lunas - José Luis López Goytia

Fabricantes de Lunas

Bienvenido, Señor de Mil Ojos, al universo del Simulador Esperanto: una sociedad cuya

degradación es inevitable, polarizada entre rencores y envuelta en enfermedades del alma

(bienvenido a tu propio universo). Buscarás, como Selene, un error en el simulador y el

perdón de tu abuelo; enlazarás mundos que parecen no tocarse nunca como lo hace

Quetzal; escucharás casi a diario, al igual que Corazón de Pollo, "pobre de ti, que no sabes

odiar".

Tienes la visión de todos ellos porque tú mismo eres Antonio, Selene, Quetzal, M.A.R.,

los Fabricantes de Lunas… buscando entre el gran mundo tecnológico, la sociedad y tu

propia alma romper el veredicto aparentemente inapelable del Simulador. Pero por

encima de todo eres La Niña Tristeza, quien desde sus primeros años de existencia perdió

la capacidad de reír y cuya pálida esperanza de vida ante el virus mutante está en la frase

que su única amiga, ya muerta, le dijo: "Cuando veas esa luna, recuerda que de una u otra

forma siempre estaré junto a ti".

José Luis López Goytia, mayo 2020

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Índice

I. El Simulador de Mundos 4

II. Niebla 6

III. La historia de Quetzal 11

IV. Corazón de Pollo 17

V. El Gran Hacker 25

VI. Transparencias 28

VII. Derechos 34

VIII. Juegos de azar 44

IX. La Niña Tristeza 52

X. Aurora 58

XI. Inexistencia 69

XII. Decisiones 88

XIII. Promesas 98

XIV. Máscaras 106

XV. Caleidoscopio 117

XVI. Reencuentro 128

XVII. COSMA 145

(

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A La Niña Tristeza,

como hoy, como siempre.

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I. El Simulador de Mundos

Juega a ser El Señor de Mil Ojos. Juega a la guerra, por ejemplo.

Primero serás el Emperador de las Conquistas, después el hombre

que viaje al campo de batalla por órdenes de su rey y al final la

mujer violada por el vencedor. Sólo así comprenderás, ¡oh

humanidad!, que tu visión es la conjunción de todas las visiones y tu

dolor la suma de todas las heridas. Te queda poco tiempo… el reloj

casi marca la hora de tu muerte.

M.A.R.

¡El sitio Web lo confirma: un nuevo récord en el Simulador de Mundos! Todos tus amigos

festejan escandalosamente.

–¡Somos los mejores, Selene! –te dice tu amigo Jaime mientras inicia una supuesta danza

afroantillana.

Pero tú no te alegras. No cometieron ningún error (por lo menos ninguno que pudieran

detectar) y apenas lograron salir del planeta ficticio creado por el Simulador de Mundos antes

de que se degradara de manera crítica. Las medidas que tomaron lograron estabilizarlo

solamente durante medio siglo.

¿Y si fuera cierto lo que escribió tu abuelo en su diario? ¿Si los satélites imaginarios que

crea ese juego de computadora son en realidad modelos simplificados del planeta y la

destrucción que ven es la visión anticipada de la muerte?

Y esa muerte te lleva a pensar en los últimos días de tu abuelo Antonio: su soledad; su voz

delirante y su brazo extendido, lleno de tensión. Pronunciaba sin descanso alguno únicamente

dos nombres: el de su único hijo, Miguel, y el de su nieta: tú, Selene.

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Tus amigos prosiguen su estridente celebración frente a ese extraño juego: cada vez

personajes distintos al azar; cada vez mundos simulados distintos. Podrías vivirlo de manera

diferente cientos de veces.

Tú sales a caminar un poco, justo por el sendero que solías recorrer con tu abuelo cuando

eras pequeña. Después él y tu padre se distanciaron totalmente.

Sólo te atreviste a llamarle una vez, ante las amenazas de tu progenitor. Aún te parece

escuchar su voz impaciente: “¿Miguel? ¿Selene? ¿Son ustedes?”. No pudiste contestar.

Desde entonces te parece escuchar esas cuatro palabras cada vez que un teléfono suena

repentinamente: “¿Miguel? ¿Selene? ¿Son ustedes?”.

Te sientes culpable de la soledad de tu abuelo y del coraje que sientes hacia tu propio

padre. Esos sentimientos han penetrado en ti y se entremezclan con días llenos de felicidad. A

tus trece años de edad intuyes la visión del porvenir que plasmó tu abuelo -de manera oculta-

en el Simulador de Mundos: sociedades de niveles llenas de resentimientos, envueltas en

guerras civiles y enfermedades del alma.

Eres vorágine de risas, rencores y nostalgias crecientes, atenuadas apenas por los relatos de

M.A.R. Y sientes que tu universo sólo podrá ser restaurado cuando puedas contestar una

pregunta: “Abuelo, ¿cómo me podrás perdonar?”.

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II. Niebla

Una y otra vez se desgarró ante el espejo tratando de arrancar la

máscara que cubría su rostro. Una y otra vez. De pronto se detuvo; no

tenía caso proseguir. La máscara era su verdadero rostro.

M.A.R.

Tengo en mi mano la fotografía de la La Niña Tristeza, con sus ojos negros e inmensos que

parecen conjuntar toda la desesperanza.

–Nunca ríe, Antonio –te aclaro–. No imaginas el miedo que me produjo al inicio. Sin

embargo, no parece tener ninguna enfermedad.

–Muy pronto habrá millones como ella, Quetzal –me respondes–. Es el universo de las

enfermedades del alma, el principio de nuestro final.

Observo tu cuerpo encorvado y tu mirada vacía. Sé que vas entrando en el mismo mundo

de La Niña Tristeza.

–Haré lo que me pediste la otra vez –te prometo como ínfimo consuelo–, empezaré a narrar

la historia de Los Fabricantes de Lunas, pero igual que en el Simulador Esperanto: cuando

relatemos la historia de uno de ellos, habremos de mirar y sentir a través de su visión, como si

un amigo mágico estuviera a nuestro lado… ¿Sabes por qué? Porque tal vez hemos encontrado

una senda para reconstruir nuestros sueños.

No me sorprende tu contestación:

–Ya no existen caminos, tú misma lo has comprobado… Sólo queda la niebla.

¿La niebla, Antonio? ¿Esa es la metáfora de tu desesperación por Miguel y Selene? ¿Ese

es el paisaje que reemplazó a Los Fabricantes de Lunas? Pero todavía no alcanza a cubrirlo

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todo; ahora lo sé, como sé que el pequeño reducto de esperanza que aún existe te puede

arrancar una segunda respuesta:

–Ayúdalos, Quetzal.

***

Miras a Quetzal en el mundo cercano. En el otro, igual de real, ves a lo lejos a tu hijo Miguel

y a tu única nieta, Selene, entremezclados entre decenas de hombres. Una niebla grisácea con

tonos escarlatas y llantos guturales los comienza a rodear. Les gritas, tratando de advertirles el

peligro, pero no pueden escucharte. Corres desesperadamente para ayudarles, pero caes. Tus

músculos se vuelven más pesados y sólo queda libre tu brazo, que se estira infructuosamente

hacia ellos…

–Nunca ríe, Antonio –te dice Quetzal trayéndote al mundo inmediato; en su mano hay una

fotografía de La Niña Tristeza–. No imaginas el miedo que me produjo al inicio. Sin embargo,

no parece tener ninguna enfermedad.

–Muy pronto habrá millones como ella, Quetzal –te respondo en forma casi automática–.

Es el universo de las enfermedades del alma; el principio de nuestro final.

¿Qué es la niebla? ¿Una sociedad polarizada entre rencores y luchas de poder, bañada

diariamente por crímenes violentos? ¿El virus mutante? ¿La Niña Tristeza? ¿Cómo

enfrentarla? ¿Cómo construir utopías si sólo existe desesperanza?

–Haré lo que me pediste la otra vez –ofrece Quetzal–, empezaré a narrar la historia de Los

Fabricantes de Lunas, pero igual que en el Simulador Esperanto: cuando relatemos la historia

de uno de ellos, habremos de mirar y sentir a través de su visión, como si un amigo mágico

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estuviera a nuestro lado… ¿Sabes por qué? Porque tal vez hemos encontrado una senda para

reconstruir nuestros sueños.

¿Reconstruir nuestros sueños? ¿Cómo puedes creer que aún es posible? ¿Cómo puede

haber una esperanza tan nítida en tu mirada, siempre transparente? Tú misma debes intuir que

estás en peligro de muerte. No puedes ignorarlo.

¿Acaso no te ha contado nuestra historia? No comienza contigo, Quetzal; es mucho más

antigua.

¡Cuán vano fue el intento de los Fabricantes de Lunas! Porque no nos bastaba esta sociedad

de muros omnipresentes, violenta, oligárquica e hiriente. Por eso intentamos crear nuevos

universos colectivos que realmente fueran nuestro hogar, y –según nosotros- en cada uno de

ellos podría tener cabida toda la humanidad. ¡Añorable ingenuidad! Tratamos de interconectar

a todos los que desearan reconstruir la sociedad desde la cotidianeidad de la vida, como si

rehiciéramos las sinapsis de un cerebro enfermo. Fue nuestro intento pacífico por enfrentar la

Sociedad por Niveles.

Pável trató de influir en líderes nacientes del Partido Anti-nivel; Ameyalli desarrolló su

extraño sitio Web, Megasinapsis; El Gran Hacker dio a conocer la existencia de un nuevo

virus mutante, tal vez masivamente mortal; yo construí un simulador del devenir humano:

Esperanto… Cientos de proyectos únicos en su género que pasaron inadvertidos ante el

torbellino de muertos por bandas criminales y protestas reprimidas contra la Sociedad por

Niveles.

Mientras tanto, el Simulador Esperanto arrojaba siempre la misma conclusión: una

degradación cada vez mayor e irreversible, que se manifestaba bajo múltiples formas. Entre

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ellas, lo que llamamos las enfermedades del alma. No lo creí. Ni siquiera cuando se dio la

Guerra por el Agua Potable que había anticipado El Simulador.

Por eso modifiqué el software para que el participante fuera un personaje elegido al azar de

entre los cinco niveles sociales y siempre mirara con la visión de otros. A cada ejecución del

programa pretendí infructuosamente encontrar un error, lo fui llenando de elementos reales y

lo interconecté con un sinnúmero de bases de datos históricas. Al final, la versión de

complejidad cinco sólo sirvió para confirmar los resultados.

Ese día nadie escuchó mi llanto. Mi hijo Miguel y mi única nieta, Selene, me habían

abandonado. ¿Cómo explicarles que no pude salvarlos de ese porvenir? ¿Cómo pedirles

perdón, si el dolor era lo único que podía ofrecerles?

Cuando llegaste tú, Quetzal, renació la esperanza por un breve tiempo. Por eso accedí a tu

petición y publiqué la mayoría de las versiones del Simulador Esperanto como un enigmático

juego de Internet. Tú pasaba horas interactuando con él mientras intercambiabas opiniones con

decenas de personas; entre ellas M.A.R., puente misterioso y entrañable entre los Fabricantes

de Lunas.

Tú misma identificaste en el Hospital #3 una nueva cepa del virus mutante descubierto por

El Gran Hacker. Así lo señalaban los informes que Manuel entregaba clandestinamente a los

Fabricantes de Lunas. ¿Intuías el peligro de esa labor? Supongo que sí, y por eso, antes de que

llegaran las amenazas cortaste toda la comunicación con Braulio, tu padre adoptivo.

Sin embargo, no bastarán tu inteligencia y tu carisma para modificar el vaticinio de El

Simulador Esperanto. Las Niñas Tristeza son la imagen del porvenir, y la muerte permanente

que reflejan es el futuro inmediato.

–Ya no existen caminos, tú misma lo has comprobado… Sólo queda la niebla.

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Mi grito se va perdiendo. Miro a lo lejos a La Niña Tristeza. La niebla la cruza y se

multiplica al traspasarla, y al hacerlo acrecienta su dolor. Pero ella no huye, como si el

sufrimiento fuera el único camino natural.

Observo a mi hijo y a mi nieta. La niebla se dirige hacia ellos y pronto replicarán su final.

Pero a pesar de eso tu rostro refleja una incipiente y genuina esperanza, la única ilusión que

aún me queda.

– Ayúdalos, Quetzal.

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III. La historia de Quetzal

( Un día a una niña le prohibieron embelesarse con la luna. En ese

momento no entendió bien lo que perdía: al dejar de ver la luna ya no

volteó al cielo y se fueron también las estrellas, las nubes y el cielo

rabiosamente azul. Al marcharse la luna, se fue con ella la plenitud

siempre huidiza de la vida.

M.A.R.

–Corre más rápido, Quetzal, no vamos a llegar –te dice tu amiga por segunda vez.

Nuevamente el silencio es tu respuesta.

Las casas blancas con sus techos rojos a dos aguas parecen moverse a tu lado y tú te

imaginas que las puertas que cruzas te saludan con desgano: la que tiene esculpida una

serpiente, la del venado majestuoso y la de color dorado con una interminable espiral. Notas

que la señora Azucena ha dejado de nuevo la puerta abierta al salir. Como siempre, el polvo de

la calle se sumará a las manchas perennes de sus muebles. Hoy, como todos los días de marzo,

las sombras de las nubes se dibujan claramente en los sembradíos de maíz como si fueran

viejos guardianes de un cielo intenso e infinito.

Al bajar por la calle alcanzas a ver el kiosco recién pintado de color verde oscuro y a los

vendedores de nieve que anuncian a gritos sus productos. Como fondo, el murmullo de las

jóvenes casaderas que aprovechan el domingo para coquetear discretamente ante los jóvenes -

y no tan jóvenes- pretendientes.

Ése ha sido el mundo que has amado desde niña. Pero desde hace tiempo te es ajeno y

flotas en un denso e irresoluble vacío.

Las últimas palabras de tu madre reverberan, incansables, en tu mente: “¡no sabes cuánto te

maldigo, Quetzal!”, mientras tu padre se muestra ajeno a tu mundo y a tus miedos.

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Por fin te detienes para ver al gran sabio que ha visitado tu pequeña población sin previo

aviso. Viste como todos, pero su mirada penetrante y su oscura barba le dan un aspecto

extraño, como si su juventud madura y todas sus respuestas fueran ajenas al transcurrir del

tiempo. Su voz grave parece acariciar a los niños en un antiguo lenguaje que sólo tiene frases

directas e inquietantes.

–¿Alguna otra pregunta? –exclama en voz alta.

Nadie responde.

–¿Tal vez tú? –te dice como si sólo hubiera venido para dirigirse a ti.

Callas un momento para asimilar el dolor que resurge, que sale de tu cuello y se va

diseminando por todo tu cuerpo hasta terminar con un tic nervioso en tu mano izquierda.

–Se llama Quetzal –aclara una voz anónima.

–Te escucho –exclama como una invitación ineludible mientras se sienta en el suelo.

–Hace un par de años –comienzas a decir con tu voz aterciopelada e íntima, que siempre

parece narrar un secreto– por un descuido mío falleció un pájaro azul que mis padres querían

mucho y de castigo me prohibieron ver la luna. Desde entonces tengo miedo de voltear hacia

ella, como si algo se clavara en mí cuando intento alzar el rostro.

No lo aclaras, pero bien sabes que las aves eran la adoración de tu madre. Por eso tu

nombre refleja una belleza ya extinta que te trae recuerdos de un amor inmenso. Pero la

muerte de ese pájaro azul te hizo entrar en un espacio de vastos resentimientos y te impide

recurrir a la mejor amiga que has tenido desde que tienes memoria: la luna… tú luna.

–¿Qué has hecho para que te perdonen?

–Ya no puede hacer nada. Sus padres murieron en un accidente –explica tu amiga mientras

pequeñas lágrimas se asoman a tu rostro.

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–Y desde entonces has recurrido a una docena de brujos; has vendido tus escasas

pertenencias para pagarles y te has ilusionado en vano ante cada esperanza. Comienzas a creer

lo que muchos te han aconsejado: que te resignes porque ese sufrimiento lo vas a tener toda la

vida. ¿No es así? –te comenta el sabio mientras dibuja sobre la tierra un árbol majestuoso de

múltiples ramas.

–¿Cómo lo sabe? –preguntas asustada al tiempo que das un paso hacia atrás como si

trataras de esconderte.

Un murmullo de sentimientos encontrados y de asombro se despierta entre la concurrencia.

En tu tierra natal la palabra de los padres es sagrada, incluso más allá de la compasión o de la

vida misma.

–Te han mentido, Quetzal, por error o avaricia. Ningún mago puede ayudarte –dictamina el

sabio en forma categórica cuando termina de dibujar el árbol.

Los murmullos se vuelven acaloradas expresiones. Un grupo se inclina por perdonarte y

otro señala la obediencia a tus padres como deber supremo. Las palabras suben de tono y la

tensión aumenta. El sabio va dibujando las raíces del árbol y al terminar levanta su mano.

Todos callan.

–Pero hay una ley antiquísima que está por encima de la vida y de la muerte misma: si

reparas el daño serás liberada de tu castigo y nadie podrá arrebatarte jamás ese derecho.

El sabio recorre con su mirada a los presentes. Nadie se atreve a contradecirlo.

–En el bosque mueren muchos pájaros azules antes de nacer –narra mirando al cielo como

si recurriera a una vieja leyenda–, pues los cazadores matan a las hembras. Simultáneamente

se llevan los huevecillos de los pájaros negros. Llena los nidos vacíos de los pájaros negros

con los huevecillos de los pájaros azules. Si alguno sobrevive, podrás ver a la luna otra vez.

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–¡Eso es imposible! –reclama una señora.

–¿Alguno de ustedes lo ha intentado? –inquiere el sabio en forma retadora. Nadie contesta.

–Tienes que devolver vida por vida –te dice con voz tierna.

–Gracias –murmuras totalmente desconcertada entrecerrando los ojos, al tiempo que

extiendes uno de los dos billetes que te quedan de lo que fueran tus ahorros.

Él toma tu mano suavemente y hace que lo aprisiones.

–Lo recibiré cuando veas que realmente sucede lo que te estoy sugiriendo.

–¿Cómo te encontraré? –preguntas extrañada cuando él te da la espalda.

–Mi nombre es Jesús Menéndez.

Durante varios meses tu vida flota entre mundos dispersos y encontrados, entre esperanzas

y vacíos. Varias veces has ido a buscar al sabio Jesús Menéndez en Internet utilizando bancos

de datos y software de reconocimiento de rostros. Todo en vano. El bosque se convierte en tu

refugio: las sombras que la luz crea; las imágenes que están escondidas en los troncos de los

árboles; los murmullos de jóvenes amantes que se abrazan desesperadamente; cada rincón

esconde vida y de esa vida te vas alimentando. Escuchar las hojas secas que aplastas a tu paso

se convierte en tu único juego infantil. Envuelta en ese entorno, poco a poco comienzas a creer

que puede ser posible lo que te dijo aquel sabio, aunque todos sigan pensando que sólo se

burló de ti.

Es domingo, la Fiesta Anual de la Harina. Tú, como todos los niños, saben que es la forma

de agradecer a la naturaleza por las cosechas, pero sobre todo conocen que ese día pueden

aventar huevos de harina a todas las personas que pisen el parque central del poblado.

Observas como un grupo acorrala a alguien del bando contrario hasta formar un pequeño

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“pelotón de fusilamiento” y al grito de ¡fuego! le arrojan media docena de huevos. Tres

chiflidos fuertes son la señal de que algún visitante descuidado o ignorante ha entrado al

campo de batalla y merece conocer la celebración. Comer una nieve de pétalos de rosa será el

mejor consuelo al que pueda aspirar. Pero todo eso tú lo ves escondida a la entrada del

Callejón del Sapo, como lo has hecho durante los últimos dos años.

Antes tu mundo era un universo transparente. Hoy es un remolino de ausencias,

resentimientos y sentimientos de culpa. Quieres recordar a tus padres con esa nitidez amorosa

de antaño, pero no puedes porque el dolor te inunda. Los odias por la prohibición que te

legaron y te odias a ti misma por abrigar ese rencor.

Has buscado inútilmente consuelo en otros niños. La mayoría es reflejo semioculto de un

dolor similar.

De improviso tres pájaros azules detienen el vuelo a tus pies. Reconoces al más pequeño,

por una mancha amarilla en su pecho. Tú lo salvaste. En tu cerebro reverberan las palabras que

te dijo el sabio: “tienes que devolver vida por vida”. Te quedas totalmente quieta para no

asustarlo y comienzas a hablarle delicadamente como cuando cambiabas los huevecillos de

nido. Él parece responderte jugando como si fuera un niño pequeño. Volteas un momento y

ves a medio centenar de personas observándote, sumamente asombradas. Todos saben que los

pájaros azules se asustan con gran facilidad. Cuando regresas la mirada te das cuenta que el

pájaro pequeño trina dirigiéndose a los otros dos pájaros adultos como si les estuviera

narrando una historia. Cuando calla, la hembra da la vuelta pero el macho la ataja. En tu mente

se acortan las distancias y los sientes extremadamente cercanos.

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“¿Mamá? ¿Papá? ¿Son ustedes? ¿Han venido a perdonarme?”, les preguntas en un

murmullo que ni tú alcanzas a escuchar. Ambos se quedan quietos mucho tiempo, después se

mueven para besarte los pies y te miran largamente antes de emprender el vuelo.

Ha anochecido. Todos siguen celebrando la Fiesta Anual de la Harina. Tú llevas una hora

en la parte oscura del patio, sin atreverte a salir de allí.

–Quetzal, ¿por qué no has venido a cenar? –te grita tu abuela.

Eso hace que venzas tu miedo y por fin voltees hacia el cielo nocturno. Y la ves, gigante y

límpida. Tus grandes ojos se abren, inmensos, y gritas como solías hacerlo cuando tenías

cuatro años. Improvisas al instante canciones y juegos infantiles; huyes riendo de monstruos

ficticios como los que hacía tu padre y te tiras al piso como si tu madre te hiciera cosquillas. Y

lloras su muerte, pero es un dolor distinto en donde no existe el rencor.

Tu abuela ha salido completamente asustada. Al verte, murmura una oración; desde que

murieron tus padres nunca te había visto actuar así.

Por fin escalas un árbol y te sientas allí. Miras extasiada a la luna, tu eterna cómplice, la

camarada perpetua de los condenados a vida. Has ganado el perdón.

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IV. Corazón de Pollo

El Consejero Menor avanza con paso lento y cansado produciendo

lástima. Sin embargo, sus ojos penetrantes infunden respeto y temor.

–Ése es el hombre que se negó a torturar al prisionero. Su castigo

será la muerte. A menos, claro, que tú sugieras algo mejor –dice el

rey en tono de reto.

El consejero mira largo tiempo al condenado.

–¿Qué ha sido de los mensajeros que han llevado la propuesta de

paz, mi Señor?

–Regresaron sus cuerpos decapitados –responde el Consejero

Principal.

–Mándelo a él, mi Señor. Que ésa sea su forma de morir.

Horas después, el Consejero Menor entra al calabozo a visitar al

reo.

–¡Escúchame bien! Cuando llegues con el enemigo, actúa como si

llevaras la confianza del Rey.

–¡No te burles! Sólo voy a que me maten.

–¿No fuiste tú quien dio agua a los prisioneros y cerró los ojos de

los muertos en batalla? ¿Acaso crees que el enemigo es incapaz de

sentir gratitud? Tienes una cualidad casi imposible de encontrar en

un guerrero: no sabes odiar.

–¿Y para qué me ha servido? Sólo para crear mi propia tumba.

–O para salvar nuestras vidas. ¿Quién lo sabe? Hoy el rey tiene

miles de hombres para ganar o perder esta guerra; sólo te tiene a ti

para lograr la paz.

M.A.R..

–¿Cómo te llamas? –le preguntas espontáneamente.

El hombre se sorprende y sonríe después de varios segundos.

–Jesús Menéndez.

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Y al oírlo, en unos minutos recorres grandes fragmentos que han conformado tu vida.

***

–¡Pobre de ti, Corazón de Pollo, que no sabes odiar!

Las palabras de tu madre sintetizan tu existencia. Porque no hay ruta sin rencor para los

hombres de Ciudad de Dios. Cuando lo pierden, sólo queda el vacío.

Has sido vendedor de periódicos, limpiaparabrisas, recolector de cartón y repartidor de

volantes para promover prostitutas. Algunos conocidos te trataron de incorporar bajo

amenazas como promotor de drogas en escuelas secundarias, pero cuando murió El Trompito

te dejaron en paz.

Lo recuerdas bien. El Trompito siempre te pedía que hicieras bailar el trompo. Entonces iba

tras él para patearlo y quitarte tu gorra. Nunca supiste porque eso le causaba tanta risa. En

plena carcajada lo encontró una bala perdida.

Tú fuiste quien le llevó el cadáver a su padre y en respuesta él te encañonó: “eres el

mandadero de los desgraciados que lo asesinaron, ¿verdad? Llévales mi mensaje, cabrón.” Tú

sólo atinaste a ponerle tu gorra entre las mano a El Trompito como último presente y agachar

la cabeza. Y por primera y última vez ese hombre se retractó: “reza por él, pinche Corazón de

Pollo, yo creo que a ti Dios sí te va a escuchar.”

Desde entonces nadie se mete contigo para que cumplas tu misión: llevar a su hogar el

cadáver de los niños que mueren accidentalmente cuando las bandas se enfrentan.

Pero de algo tienes que vivir y por fin has encontrado un buen empleo que M.A.R. te

recomendó: “pepenador elegante” en un Centro Comercial de Nivel 5. Cuando estás en él, tus

grandes ojos cafés olvidan lo cotidiano para escudriñarlo todo en medio de un horizonte

inalcanzable y difuso.

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Sabes de antemano que tu presencia es ilegal, que nadie puede entrar en una zona de nivel

superior si no tiene una invitación por alguien de ese nivel. Pero obtenerla es casi imposible,

pues si el invitado delinque, al fiador le toca la mitad de la condena. Sin embargo, también

sabes que los policías en turno te dejarán operar si entregas puntualmente tu cuota. Además,

prácticamente no tienes competencia, pues la mayoría de los niños se cansa muy rápido por su

gran obesidad.

Ves a una prostituta que te pagaba por repartir sus volantes antes de ser desplazada por los

prostíbulos robotizados. Ahora pasea a ancianos afectados por el Mal de Alzheimer

haciéndose pasar por su hija.

Del otro lado, observas salir a una niña de la Gran Sala de Inmersión Total. Sólo ríe

cuando está allí y cuando maneja a su avatar en los Juegos de Vida Alterna. Te recuerda

mucho a La Niña Tristeza que, sin pretenderlo, creaste alguna vez.

La tarde en que lo hiciste varios niños estaban jugando a asustarse mutuamente: vampiros,

diablos y hombres-lobo circulaban en las historias. Tú inventaste a La Niña Tristeza, que a

pesar de ser muy hermosa había perdido para siempre la capacidad de reír. Cuando terminaste

la narración, ya nadie quiso hablar. Después te enteraste, horrorizado, que iban surgiendo

niñas así.

Pero no puedes ponerte nostálgico en un día de suerte. ¡Has encontrado una cartera! Bailas

alegremente recordando una vieja canción, pero muy pronto te das cuenta del error cuando dos

policías van hacia ti cubriendo las salidas. Sabes que te acusarán de haberla robado y se

quedarán con el dinero. Piensas en correr, pero el temor te paraliza. Miras hacia todos lados

con el rostro lleno de miedo.

–Señor, se le cayó su cartera –le dices desesperadamente a un hombre elegante y distraído.

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Él la toma, extrañado.

–¿Nos permite? –dicen los policías mientras te cogen del brazo.

Pero el hombre los detiene.

–El niño es mi invitado –explica.

Durante unos segundos los policías se quedan de pie, desconcertados, y finalmente se van.

–Acompáñame –te ordena.

Tú lo sigues lleno de incertidumbre; has escuchado de muchos pedófilos que se muestran

muy amables al principio. Tan pronto suben a su coche, dice en voz alta “devolución de

objetos perdidos” y aparece en el tablero un mapa con la ubicación de una oficina y las rutas

sugeridas.

–Está cerca –te dice tranquilamente.

Las rejas se van abriendo en forma automática conforme avanzan y poco a poco el miedo te

abandona. Te asombran las calles sin baches, los árboles en forma de animales y los edificios

de diseños peculiares. El más agradable para ti es uno gigantesco de color verde esmeralda; el

más raro, aquel con forma de platillo volador.

Dos kilómetros más adelante llegan al lugar en donde desemboca el tercer piso del Anillo

Externo de la Ciudad, exclusivo para los niveles 4 y 5. Al lado se encuentra el campo para el

aterrizaje de los coches-aviones.

Entran a un estacionamiento y suben a un elevador que avanza por las afueras de un

edificio coronado por un restaurante giratorio. El paisaje es asombrosamente bello desde allí.

Antes de entrar a una oficina te ordena: “espérame aquí”.

Después de devolver la cartera (hasta la fecha te es difícil creerlo) te lleva a un parque de

diversiones. Al principio te dan miedo esas puertas que se abren justo al tamaño de tu cuerpo.

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Sin embargo, te das cuenta de que nunca te tocan, y eso te produce una estruendosa carcajada.

Eres libre. Por lo menos hoy eres libre.

Subes a esas enormes serpientes que te ponen de cabeza por varios segundos. Sólo hay

espacio para un breve respiro antes de que comience una enorme pendiente y sientas que vas a

chocar con las estrechas paredes que te rodean. Media hora después ganas un premio por

localizar objetos perdidos entre cientos de pelotas de múltiples colores. Una caída libre de cien

metros se convierte en tu emoción más fuerte. Al final, comes con premura platillos que nunca

en tu vida habías disfrutado.

Conforme has avanzado en el parque has visto muchos puntos de inseguridad que podrían

causar un accidente. ¿Qué mejor forma de desquitarse de tantas cosas que te han hecho? Pero

no puede hablar de venganzas quien no sabe odiar.

Has visto los labios de tu madre temblar cuando se enoja, llenarse de rabia como si el

coraje fuera un viejo depredador violento, siempre agazapado. La has observado romper los

regalos más preciados de tu padre y dirigirle frases hirientes llenas de resentimiento. Tu padre

calla, aguanta esperando el momento más oportuno para desahogar su ira, hasta que responde

con golpes descontrolados sobre cojines, puertas, paredes y, en muchas ocasiones, sobre tu

propia madre.

Cada quien recrea sus propios miedos. Tú, por ejemplo, le tienes más temor a sentir odio

que a la propia muerte.

Tal vez tenga razón tu tía en lo que dice casi a diario: “Alberto, tú tienes corazón de pollo.

Eres capaz de ayudar a tu enemigo en lugar de desquitarte. Pobre de ti cuando crezcas”.

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Regresas de tus pensamientos y volteas a ver a tu benefactor. Piensas que algún día lo

buscarás y de algún modo le devolverás el favor (sabes lo que tu madre te diría en ese

momento: “¡qué ingenuo eres, Alberto!, ¿tú qué puedes ofrecerle a alguien de Nivel 5?”).

–¿Cómo te llamas? –le preguntas espontáneamente.

El hombre se sorprende y sonríe después de varios segundos.

–Jesús Menéndez.

Y tu corazón de pollo se agranda; se hace inmenso. Porque de algún modo intuye que

morirá cuando lo toque el rencor, que en poco tiempo entrará a esa lógica de odios

gigantescos. Pero no hoy; hoy ha ganado el derecho a vivir.

***

La librería que está frente a ti te recuerda lo que leíste hace unos días, Braulio: “Los

grandes muertos son inmortales; no mueren nunca… ”.

–Señor, se le cayó su cartera –te dice un niño con gesto apremiante al momento que te jala

de la manga del traje.

Tú miras ese rostro asustado como si no comprendieras sus palabras. Mientras reaccionas,

dos policías lo toman bruscamente del brazo.

–¿Nos permite? –te preguntan como una simple forma de cortesía.

Pero tú los detienes. “El niño es mi invitado”, dices de manera casi instintiva.

Cuando los policías se retiran, le dices que te acompañe pues temes que regresen por él.

Vas por el camino más corto hacia la oficina de objetos perdidos del Nivel 5 y le das la cartera

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a un anciano que semeja un viejo guardián oxidado. Ambos se asombran por el monto que

había en ella.

–Llevo diez años aquí y nadie había venido a dejar nada de valor en esta oficina –te

confiesa en voz baja–. Los pocos que llegaban lo hacían por la expectativa de una recompensa.

–No fui yo quien la encontró –le respondes en el mismo tono–. Por cierto, ¿qué querría

como regalo un chicuelo que se ha portado bien?

–Tal vez un día en el parque de diversiones que está a cinco minutos de aquí –susurra–. Es

el más grande de la ciudad.

Media hora después, el niño se encuentra brincando como loco. En el camino ha visto todo

con cara de asombro, como si fuera para él un mundo mágico. “Se lo contaré a todos mis

amigos”, repite cada vez que se sube a un juego. Te llama la atención que se mueva ante las

puertas de apertura automática precisa, como si las retara a equivocarse. Sus carcajadas llenan

todos los espacios de una forma que nunca has escuchado.

Tú, en cambio, estás compartiendo el destino de ese hombre que falleció por tu diagnóstico

erróneo, porque el remordimiento es la forma más silenciosa de morir. Quieres llorar, pero no

te es posible. El llanto es consuelo y tú no mereces misericordia.

Sacas una fotografía que te dio tu amigo Pável, mientras hacía alguna vaga referencia sobre

las Niñas Tristeza. “Su nombre es Quetzal… su risa será tu perdón”.

Cuando te despides, le das algún dinero al niño para que regrese a casa. Él te mira sin saber

qué decir y te pregunta sorpresivamente:

–¿Cómo te llamas?

Al oírlo, tus emociones chocan. Observas su rostro expectante y tierno, pero al mismo

tiempo vienen a tu mente muchas historias graves sobre Ciudad de Dios. Necesitas confiar,

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Braulio, devolver vida a cambio de la vida que arrebataste, pero no puedes abandonar tu

seguridad, que siempre ha sido una de tus prioridades máximas. Finalmente, se te ocurre

decirle el mismo nombre que usaste al visitar a Quetzal, mientras simulas una sonrisa:

–Jesús Menéndez.

De inmediato sientes que tu mentira te retorna al vacío y que estas horas fueron una tregua

minúscula. Ni siquiera puedes imaginar la muerte, pues quien no ha sido perdonado no debe

tener derecho a morir.

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V. El Gran Hacker

¡Gracias a Dios! -exclamó el hombre. Había encontrado la forma

de no salir del laberinto.

M.A.R.

Veo entrar a El Gran Hacker al Aula Magna como un gran prestidigitador ausente de la

tierra y del tiempo, mientras la edecán me señala mi asiento cortésmente y retira de la silla la

tarjeta con el nombre de Jesús Menéndez. Mi nombre verdadero, Braulio, ha quedado oculto.

El Gran Hacker brinca al estrado y cruza unas breves palabras con el organizador. Su traje

azul oscuro es marco perfecto para un rostro adusto y dolorido, y su voz es imperturbable y

ajena, como lo ha sido desde el día en que fue detenido.

Muchos rumores han corrido de su estancia en prisión: que sufrió las peores vejaciones; que

se alió con delincuentes que coordinaban desde la cárcel a comandos dedicados al secuestro y

la extorsión aprovechando técnicas de comunicación y localización de uso generalizado; que

extraía por Internet información confidencial de niños y adolescentes para vendérsela a

quienes se dedicaban a la pornografía infantil; que simplemente se dedicó a configurar y

componer equipos modernos de audio y video… Él nunca ha hablado de lo pasó allí y muy

posiblemente nadie lo sabrá.

Durante su intervención explica detalladamente la forma en que violó los mecanismos de

seguridad de los grandes corporativos farmacéuticos cinco años atrás.

–Era casi imposible entrar a su red directamente –dice sin altibajo alguno–. Entonces

intercepté las comunicaciones telefónicas que salían desde su empresa. No las escuchaba;

alimentaba con ellas a una base de conocimientos que después explotaba con un analizador

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temático autoconfigurable. Ese analizador me indicó los temas más recurrentes en dichas

conversaciones. Había uno, en particular, que parecía concentrar la mayor parte de los

esfuerzos: la tercera variación del virus del SIDA. Los análisis se detuvieron en el corporativo

cuando se confirmó que se trataba de una enfermedad sin mayores consecuencias y sin muchas

posibilidades de producir ganancias.

“Sin embargo, presentí algo demasiado grave: las personas contagiadas crecían de manera

geométrica, según información detallada de las computadoras personales que había en los

hogares de los investigadores. Algo más delicado: el aumento parecía estar conformado por

series independientes con un origen común, lo cual coincidía con el incremento de consultas

médicas por enfermedades generales leves según las estadísticas públicas de salud. A mi

juicio, estábamos ante una nueva enfermedad que producía permanentemente nuevas

variantes, y no podía descartarse que alguna pudiera llegar a ser mortal. Sin pensar las

consecuencias publiqué un artículo en Megasinapsis, un sitio Web que acostumbraba

frecuentar.”

El Gran Hacker hace una pausa. Durante ese breve silencio, la mujer que se encuentra a mi

lado me dice que no parece un maleante, sino un gran mago que logró anticipar el porvenir sin

importarle su prisión y la baja de las acciones en la Bolsa de Valores cuando se conoció la

historia. La condena por violación de seguridad fue dos veces mayor que por haber ultrajado a

una niña.

Todos creen saber lo que pasó después: las investigaciones apenas concluyeron a tiempo

para realizar una vacunación masiva y así evitar la muerte potencial de miles de vidas; después

la presión social por su liberación empezó a crecer a tal grado que las empresas decidieron

retirar los cargos.

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Pero hay una posible explicación subversiva y prohibida más creíble: con fines electorales

se maximizó el peligro real inmediato para manejar la derrota del virus como un enorme logro

del gobierno bajo la orden tajante de no volver a tocar el tema; el peligro ya no existe de

manera oficial. Pero las vacunas nunca son eficaces en todas las personas; las que sí quedan

inmunizadas tienden un cerco, que resulta insuficiente si hay demasiadas personas sin vacunar.

¿Y si la protección que se hizo en Ciudad de Dios no fue completa entre la corrupción, el

mercado negro y las dificultades logísticas? ¿Si el virus mutante tiene el camino libre para

seguir avanzando? Si fuera cierto hemos dejado el camino libre a un depredador silencioso,

impredecible…y potencialmente mortal.

El Gran Hacker solicita tajantemente que no haya preguntas personales ni aplausos. Al

finalizar, simplemente se dirige a la salida sin que nadie se atreva a decir algo.

Todo es muy similar a lo que me han contado, como si El Gran Hacker hubiera decidido

detener el tiempo y buscara que el suceso fuera igual a la primera conferencia que dio hace ya

medio año y a su vez idéntica a la que vendrá.

Su rostro es como el mío, reflejo de una prisión que me envuelve desde que aquel paciente

falleció por mi diagnóstico erróneo. Desde entonces camino dentro de un halo invisible de

remordimientos y cada vez que intento combatirlo las heridas aumentan hasta hacerse

insoportables. Únicamente mi amigo Pável me habló de una posible liberación. “Ella es

Quetzal -me dijo- su risa será tu perdón”. Sé que Quetzal está buscando su propia redención

por el camino que le sugerí. Una extraña espiral que aún no ha tocado a El Gran Hacker. Él

sigue resignado a estar dentro de ese círculo formado por un sufrimiento sin llanto ni dolor

aparente, como lo hacen Las Niñas Tristeza: una muerte anticipada que no tiene final.

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VI. Transparencias

–“De proseguir esta guerra, ganen o pierdan, morirán”. ¿Qué

significa esa profecía? –le dices al oráculo con voz temblorosa –. He

aceptado morir como les ha sucedido a los otros emisarios de paz,

¡pero necesito salvar mi hogar!

La respuesta se muestra en un cristal inmenso de inigualable

nitidez. En él ves a un manantial de agua cristalina que se encuentra

en las entrañas del campo enemigo. Miras cómo parte de su caudal se

convierte en un río subterráneo que tras un larguísimo recorrido

alimenta al lago de tu pueblo.

–Para nosotros la vida es un solo ser viviente de caminos infinitos.

Conocemos las leyes que la rigen y por eso los hombres creen que

podemos ver el porvenir.

“Tu gente piensa envenenar el agua de ese venero. La victoria será

suya, pero la muerte llegará lentamente ante ustedes.

“Los adversarios han aceptado todas las condiciones propuestas

para una tregua, excepto una. Nunca dejarán en sus manos el

manantial, que para ellos es sagrado. El respeto hacia él significa la

paz.

Cuando te marchas, ves a muchos hombres armados que desean

proseguir la guerra. Te das cuenta que esos hombres destruirán al

oráculo por haber divulgado su profecía.

Entonces percibes la petición silenciosa del oráculo: “salva a lo

más cercano de lo que he sido para ustedes, la transparencia del

manantial”.

M.A.R..

Llegas al hospital, Braulio, y cruzas al lado de su enorme fuente. Su brisa te produce una

sensación de optimismo. Avanzas en línea recta entre hermosos juegos de luces y sombras,

como si las ventanas y columnas platicaran en un arcano dialecto. Al terminar el pasillo, todo

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se vuelve un laberinto de formas cilíndricas y cónicas, de escaleras que aparecen

repentinamente desde callejones escondidos. Esta espiral de tonos azules, amarillos y naranjas

son como si apenas pudieras construir tu infancia.

Al entrar a tu consultorio se asoma un mundo ecléctico: montones de libros que parecen

bailar una caótica danza colectiva; una litografía de Escher en la que pequeños hombres bajan

y suben sólo para llegar al mismo sitio; una revista de hace varios años que narra la historia de

un joven, apodado El Gran Hacker, que dio a conocer datos sobre una nueva enfermedad con

base en documentos extraídos a las grandes compañías farmacéuticas. Dos libreros están

llenos de información acerca de las enfermedades multifactoriales –como la diabetes, la

depresión, la fibromialgia, la anorexia y la obesidad–, que desde varias décadas pasaron a ser

el primer problema de salud pública a nivel mundial.

A través de la ventana se observa la hermosa y antigua escuela pública donde sueles

impartir cátedra, labor que comenzaste a hacer temporalmente a sugerencia de M.A.R. Su

alargado edificio de cuatro niveles y el jardín bien cuidado que hay enfrente de él invitan a una

continua disciplina. En el lado oeste, quince pequeñas cruces rinden honor a los estudiantes

muertos dos años atrás en un cruento asalto colectivo.

Al lado opuesto, otras cruces recuerdan la trágica suerte de dos jóvenes que fueron

mancilladas y asesinadas a las afueras de la escuela. Los tres autores fueron reconocidos, pero

quedaron libres en poco tiempo porque el Ministerio Público armó mal el expediente (casi

todos piensan que en acto deliberado de corrupción).

Cuatro meses después, los tres aparecieron brutalmente golpeados y con un tiro de gracia.

Así se dio a conocer La Hermandad.

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Al principio, muchos creyeron que era un grupo de justicia. Se equivocaron. La

Hermandad son sicarios que se alquilan con reglas transparentes: matan a cualquiera a un

precio proporcional al esfuerzo que implica el trabajo. Para la mayoría de las gentes, esa

muerte salvaje que no muestra distingos es la única justicia a la que puede aspirar.

Corres la cortina para que no distraiga el ininterrumpido barullo de las risas juveniles. A

continuación, te frotas la barba y las manos como preámbulo a un trabajo interesante. Tan

absorto estás que no has visto entrar a la alumna que está a unos pasos de ti, cargando sus

libros de primer año.

–¿Me recuerdas, Braulio? Supongo que así te llamas –dice sin preámbulo alguno.

Reconoces de inmediato a esa adolescente de ojos inmensos y rostro sorprendentemente

expresivo. Ella, sin saberlo, te sacó del círculo de remordimientos en que te habías hundido y

te devolvió a la vida. Su cabello negro y bien cuidado le llega a media espalda, igual que

aquella ocasión seis años atrás. Te das cuenta que siempre la has extrañado a pesar de haberla

visto sólo unas cuantas veces en la vida. Es como la hija que en algún momento te hubiera

gustado tener.

–Sí, ése es mi nombre, Quetzal –contestas sin sorprenderte demasiado–. ¿Aún hay pájaros

azules como el que salvaste?

–Te acuerdas bien. ¿No es así? Yo era niña cuando te conté que mis padres me prohibieron

ver la luna pues sin querer maté a un pajarillo que adoraban, poco antes de que fallecieran en

un accidente. A partir de ese día no me atrevía a mirarla. Entonces me mandaste a salvarle la

vida a un pequeño pájaro, porque, según tú, tenía que devolver vida por vida. Pero en realidad

no necesitaba hacerlo. Bastaba con vencer el miedo de voltear hacia la luna. ¿Por qué no me lo

dijiste? ¿Por qué inventaste esa historia? –agrega apretando los labios para controlar su enojo.

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–No recobré a la luna, Quetzal, te recobré a ti –respondes con tono paternal–. Lo que el

hombre ve está entrelazado con el hombre que lo mira. ¿Observarías igual a la luna si no te

consideraras digna de hacerlo, sintiéndote culpable por haber desobedecido a la palabra

sagrada de tus padres?

–¿Y por eso creaste todo eso: la historia de los pájaros y la ley antigua? ¿Por eso me hiciste

buscar tanto tiempo a un Jesús Menéndez que no existe?

–Debías tener una esperanza que rehiciera tu mundo y te devolviera la libertad que habías

perdido. Y para ello no había ningún camino que por ti misma pudieras vislumbrar. Entonces

inventé esa historia que era acorde a tu poblado de paisajes nítidos y de olor a escampa. En

cuanto a los pájaros azules, estuvieron en peligro de extinción en otro país y se recuperaron

justamente por la forma en que tú los salvaste.

“Lo del nombre fue algo menos poético. Supuse que lo primero que ibas a hacer era

buscarme y yo debía ser como un enigma para ti. Tomé el nombre de un libro que había

terminado de leer hacía un par de semanas.

–Pero si la ley antiquísima no existe, entonces desobedecí a mis padres y no debo ver la

luna –te dice Quetzal con la misma ansiedad de muchos años atrás.

–¿Lo crees así? Entonces, ¿lo que hiciste fue en vano, debe retomarse la espiral del odio y

la imagen de lo que más amaste debe conducirte al dolor? ¿Dejaremos que el tiempo sea un

catalizador de resentimientos y tú te conviertas en su instrumento? ¿Eso es lo que querrían tus

padres?

–¡No lo entiendes! –grita confundida, moviendo el rostro repetidamente–. Durante años

busqué a Jesús Menéndez sin resultado alguno. Ni siquiera tenía una imagen tuya para meterla

en un reconocedor de rostros. Todos me decían que era una tontería, que mis padres ya me

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habían perdonado y tú eras un enviado de Dios. Pero a mí me lastimaba no saber la verdad y al

mismo tiempo me dolía buscarla porque tal vez, al descubrirla, acabaría con el recuerdo más

mágico que tengo. Finalmente, localicé tu fotografía en un sitio Web llamado Megasinapsis.

¡Y ahora me doy cuenta que la verdad destroza los más caros ensueños!

– La verdad es un ser cambiante de mil rostros, Quetzal–dices en tono dolorido mirando a

la distancia–. Soy médico. En una ocasión diagnostiqué equivocadamente a un paciente y

falleció; el remordimiento me robó una enorme parte de mi existencia. Un día un colega

llamado Pável me habló de una ley antiquísima que estaba por encima de la muerte misma.

Aún recuerdo cuando me miró con sus pequeños lentes redondos y me contó de una niña

llamada Quetzal que había perdido su alegría. En cinco palabras me otorgó la oportunidad de

renacer: “su risa será tu perdón”.

“Nunca pude retomar esa plática –aclaras con voz nostálgica– porque Pável Blanco falleció

unos días antes de que yo te conociera. La verdad no destruye la belleza, Quetzal, sólo crea

una belleza distinta.

–¿Lo crees así? Entonces dime: ¿qué sigue ahora? –te reclama Quetzal.

–El hombre es reflejo de su infancia. Pero, por encima de ello, es reflejo de sus sueños –le

increpas mientras corres las cortinas para mostrar un bello cielo nocturno.

Ha anochecido. Quetzal se hunde en su luna, intenta despedirse en silencio de mundos

mágicos que ya nunca tocará. Todo lo inmenso desangra al marcharse; lo sabes cuando ves el

espanto reflejado en sus ojos y su frente sudorosa. Porque la verdad trastoca ilusiones que

hieren al partir.

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Durante más de una hora su rostro sollozante refleja una lucha de espacios infinitos que se

niegan a morir. De pronto sonríe y se llena de una entrañable transparencia. Es conjunción de

universos que se han entrelazado sin dañarse, profundidades que nunca podrás desentrañar.

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VII. Derechos

–Dispararás cada minuto hasta quitarte la vida –decía el Rey

cuando apresaba a algún enemigo–. Si dejas de hacerlo, toda tu

familia morirá. ¿Cuántas balas quieres que deje en el arma?

Esperar la respuesta era su juego favorito y terminaba siempre con

las mismas palabras: "la justicia te ha escuchado".

Cuando fue derrocado se inició un juego similar.

–Dispararás cada minuto hasta quitarte la vida. Si dejas de

hacerlo, toda tu familia morirá. ¿Cuántas balas quieres que deje en el

arma?

–Ninguna –respondió él con gesto de burla.

–Enciérrenlo a pan y agua y que duerma sólo unas horas al día –

dictaminó el juez–. Si enferma, cúrenlo, pero déjenlo con cualquier

dolor que no sea mortal. ¡La justicia te ha escuchado!

–¿Qué demonios pretende? –le gritó el rey derrocado al juez.

–Durante el resto de tu vida no harás otra cosa que disparar con

un arma que no puede matarte. Has perdido tu derecho a morir.

M.A.R.

Veo a ese hombre conectado al respirador artificial, como si fuera un gigantesco feto

moribundo.

–Se le inyectan los nutrientes directamente a las grandes venas que van al corazón –me dice

el guía–. Sígame por aquí, Sra. Paredes.

Camino sin hacer ruido para no importunar a las dos docenas de familias que están en el

hospital, como si cumplieran un forzoso ritual, sin sorpresas ni lágrimas. La atmósfera del

lugar me envuelve en sus tonos azules. Es tranquila y bella… irónicamente bella. Muy similar

a los cuadros que suele crear mi nieta Quetzal.

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–¿Cuánto tiempo estarán aquí los enfermos?– pregunto.

–El necesario para hacerles cuantas operaciones requieran. Sólo los despertaremos si todo

ha salido bien. Por el costo no se preocupe: lo cubre el seguro de su amiga. Nadie puede

negarle ese derecho… A decir verdad, la empresa sólo paga una parte, pues este tipo de

seguros tiene un subsidio muy grande por parte del gobierno.

Al salir del edificio se abre un jardín inmenso. El aroma de las flores penetra mi cuerpo

inundándolo de un indescriptible colorido.

–Aquí están descritas las condiciones –me dice un hombre alto y elegante que se ha

incorporado al recorrido.

–Se las entregaremos tan pronto nos traiga la carta poder de su amiga –me aclara el guía.

–O si prefiere, la puede enviar por mensajería –acota rápidamente el otro hombre al

entregarme un paquete, sin importarle la mirada llena de reproche de su compañero de trabajo.

No me sorprende que muchas veces los vendedores se salten las normas. Su situación

económica no suele despertar envidias.

Hojeo rápidamente el documento, aunque desde hace varias semanas sé lo que está escrito

allí.

Cuando subo al coche vuelvo mi rostro hacia aquel complejo hospitalario que he visitado

tantas veces. Conozco de memoria la forma en que las enfermedades terminales se expanden

silenciosamente y degradan uno a uno los órganos vitales. La órbita de la muerte se aleja en la

primera operación sólo para irse acercando nuevamente como un cometa maligno.

Percibo otra vez esa extraña sensación que he tenido desde hace varios meses. En algún

punto mis recuerdos se van volviendo difusos hasta desembocar en una espesa e impenetrable

niebla. Hace un mes supe lo que simboliza esa penumbra.

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–Éste es el recuerdo que le bloquearon– me dice un hombre moreno y rostro sonriente.

–¿Cómo puedo estar segura de que lo que veré aquí es cierto?

–Nunca he sido un vulgar mercader. Mi oficio es rescatar recuerdos.

–Pero gana bastante dinero con esto. ¿No es así?

–Es un intercambio, señora. Mi familia vive bien y usted tiene la verdad. Ambos

recuperamos un derecho que nos habían robado.

“Con este líquido puede reactivar la zona del cerebro que le fue inhibida –añade–.

Piénselo bien. A veces la verdad es una ruta demasiado hiriente.

Llego a la casa para ver nuevamente esa imagen de treinta años atrás. En ella me encuentro

de visita en el hospital que suelo frecuentar.

–¡Todos al suelo! –grita nerviosamente un hombre encapuchado que entra

violentamente.

Una persona tarda en obedecer. Como respuesta, un disparo pasa a centímetros de su

cuerpo.

–Si hacen lo que les digo nadie de ustedes saldrá lastimado. ¡Acuéstense boca abajo;

los pies juntos y las manos a la espalda!

Unos segundos después, les da una patada a varias personas.

–Ustedes, esposen a los que están a su derecha.

La operación se repite hasta que sólo tú quedas libre.

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–¡Dame todo lo que tiene ese desgraciado! –te ordena con voz amenazante señalando

al gerente.

Tú te agachas para buscar entre sus bolsillos y dejas todo en el piso.

El delincuente toma una tarjeta de color café oscuro; te obliga a acompañarlo hacia el

interruptor que controla los respiradores artificiales; rompe las cadenas; pasa la tarjeta

y, después de un gesto indescifrable, bloquea la corriente eléctrica.

–¡No! –gritas sin medir las consecuencias.

–¡Cállate! –murmura entre dientes.

Aprovechando tu temor, te acomoda en un rincón y rompe dos botones de tu blusa.

–¡No lo haga, por favor! –gimes en forma lastimera.

Él te abraza y te besa el oído. Tú lo empujas completamente asustada. Lo has tomado

por sorpresa y cae. Su arma resbala junto a ti.

–¡No te atreverás! –te reta. Se levanta y avanza lentamente hacia ti.

Tú sigues temblando mientras él se mueve como un enorme reptil. Está a dos metros de

distancia. Cierras los ojos y disparas. Volteas a ver su cuerpo ensangrentado mientras él

intenta en vano decirte una última palabra de rencor.

Todo ha durado unos cuantos minutos. Las sirenas de la policía apenas se pueden

percibir.

En el piso de arriba, mi vecino empieza a jugar con su motocicleta virtual, como lo ha

hecho durante las últimas semanas. El ruido que produce se dispersa decenas de metros y

normalmente hace que todos mis músculos se tensen. Pero hoy no me importa.

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Vuelvo mi mirada hacia un retrato de mi nieta Quetzal. Me baño de su mirada transparente,

ajena a un odio incesante que tantas veces ha intentado adueñarse de ella. En el retrato está ese

hombre, Braulio, que al inicio despertó en mi tanto recelo y que al paso del tiempo se ha

convertido en una inesperada bendición. Él le regaló a Quetzal el unicornio que siempre lleva

en su cuello. “Tal vez la vida me esté devolviendo en Braulio a los padres que me arrebató en

mi niñez”, me dijo Quetzal hace un mes.

–Quizá, mi niña –murmuré–. Tal vez has encontrado a un segundo padre.

Pensar en ella disipa un poco mi tristeza. También lo hace esa tarde luminosa que se

percibe a través de la ventana. Siento otra vez como si hubiera un secreto que latiera con

fuerza creciente, como una marejada recorriendo mi cuerpo tratando de escapar.

Decido entonces inyectarme en las venas la sustancia que me dio aquel hombre, la que

desbloquea los recuerdos. Mi mente se convierte en un músculo gigantesco que me desgarra y

arroja puñales que se clavan en mis huesos. El dolor casi me desmaya. Al recobrarme, resurge

en mi cerebro mi propia imagen recorriendo el complejo hospitalario.

Un joven se ha quedado más allá del horario de visita. Su cuerpo parece un fantasma

benigno flotando en una sala luminosa y nostálgica.

–¿También se le hizo tarde? –le dices amablemente.

–Es mi tía abuela –te aclara–. ¡Si la hubiera conocido con sus refranes y sus

anécdotas!

–Harán todo lo posible por salvarla.

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–¿Por salvarla? ¿Es que no entiende? Tiene varias enfermedades letales. ¿La

regresarán para que otra de ellas la desangre? ¿Por qué quieren que sufra una a una sus

muertes?

–¡No hable así! –le reclamas.

–¡Ella sufre, señora! Lleva años sufriendo.

–No se preocupe de eso. Están inhibidas sus funciones –le explicas para tranquilizarlo.

–Ustedes creen que posiblemente en un futuro puedan curarla. ¿No es así? Entonces le

queda vida y, en consecuencia, puede sentir parte del dolor. No han inhibido todo su

sufrimiento; sólo lo han ocultado a nuestra vista.

–Dios da la vida, joven, y sólo Él puede quitarla.

–Entonces, ¿por qué no dejan que se cumplan sus designios? – te reprocha.

–¡No discuta los mandatos de Dios! – le gritas.

–¡Déjenla terminar su ciclo! ¿Por qué creen que sólo ustedes pueden interpretar los

designios de Dios? –te increpa con esos inmensos ojos verdes llenos de dolor.

Ahora lo recuerdo. Ese joven fue el mismo que entró al hospital y esposó a todos, excepto a

mí. Es el mismo que me ordenó extraer la tarjeta de seguridad del gerente y asesinó a los

pacientes conectados a los respiradores artificiales. Percibo nuevamente cómo desabotona mi

blusa y me abraza; y surgen de nuevo las palabras que me dijo.

–¡Mátame! ¡Por favor, mátame!

Tú lo empujas, asustada. Él cae deliberadamente y, de algún modo que no puedes

descifrar, hace que el arma quede junto a ti.

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–¡No te atreverás! –te dice hipócritamente mientras sus ojos verdes te suplican que

dispares.

Bastaría con herirlo y esperar a que llegara la policía. Esa sería para él la peor de las

muertes. Lo inmovilizarían y le inyectarían sustancias de tortura. Nadie escucharía sus

gemidos. Los familiares de las personas a quienes él mató irían algunas veces y entonces

le quitarían su rigidez, sólo para escuchar sus gritos de espanto y observar sus músculos

tensos, reflejo del más inhumano sufrimiento.

Él se acerca lentamente. Tú lo miras a dos metros de ti, acorralada. ¡Cuán sutil es la

línea que separa a la misericordia y la crueldad!

Disparas. Ves como cae, ensangrentado.

–Gracias –intenta decirte sin lograr ningún sonido, antes de que la muerte lo alcance.

Todo ha durado unos cuantos minutos. Las sirenas de la policía apenas se pueden

percibir.

En el piso de arriba mi vecino grita de emoción. Yo sigo sin escucharlo. Me imagino en el

hospital, en un lecho vacío que contiene mi cuerpo inerte. A mi lado, Quetzal me habla. Pero

no es a mí a quien dirige su voz; es a mi cuerpo, que se ha convertido en un torbellino

silencioso que roba vida en lugar de entregarla (y mi dolor más grande es no poder impulsar a

Quetzal para que corra hacia sus sueños). Siento que ese cuerpo inerte carcome mi esencia.

Porque la soledad y el rencor son amarguras que tocan en forma incesante nuestra piel y yo he

sido vida en ese eterno combate entre el vacío y la esperanza.

Rememoro ese día (aparentemente cotidiano) de hace muchos años atrás, síntesis de mi

relación con Quetzal.

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–¡Qué carajo! –le digo a Quetzal obligándola a soltarte–. Si ellas anotaron dos goles

en cuarenta y cinco minutos, ¿por qué ustedes no pueden hacerlo?

–¡Son mejores, abue! –se lamenta.

–¿Qué harías si te quedara una hora de vida, Quetzal?

–¿Qué dices? – te contesta con mirada temerosa.

–¿Sabes que haría yo si estuviera en tu caso? La Huesuda me encontraría peleando el

campeonato.

Un minuto después se reinicia el partido, Quetzal corre ante la burla de todos. Va

solitaria de un lado a otro entre las defensas y la portera. “¡Ole!”, dice el coro de

adolescentes de la otra escuela. Sus frases de burla te hacen sentir culpable. Una defensa

bromea con los espectadores y eso la distrae. El balón pasa entre sus piernas; Quetzal lo

sigue ante una portera totalmente desconcertada. Ambas patean el balón casi

simultáneamente. Éste, como si tuviera vida propia, avanza hacia las redes.

Quetzal no festeja; recoge el balón y lo deja en el manchón de media cancha.

–¡Aún podemos! –les grita a sus compañeras.

Todas la miran, avergonzadas. Quetzal nunca ha jugado bien, pero hoy pareciera que

de esos minutos dependiera su vida.

Hay pequeños e ingenuos corajes que abren caminos. Éste lo ha sido.

Durante media hora los dos equipos se enfrascan en un combate entre el conocimiento

y el ímpetu. El gol cae a favor del equipo de Quetzal, quince minutos antes de que el

partido termine. Todo se vuelve un pandemonium.

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Quetzal incita a sus compañeras a buscar el gol para evitar los penales. El otro equipo

apuesta al empate. Faltan diez minutos para el final. Le cae un rebote a Quetzal y hace un

movimiento absurdo: en lugar de tirar, le da un pase a la peor jugadora. Ella se lanza “de

palomita” y el balón le pega en el hombro. La niña nunca olvidará el grito de ¡gol!, como

si a todos los envolviera una locura colectiva.

Los diez minutos restantes serán testigos angustiantes de un tiro que pega en el poste y

otro que es rechazado en la línea de gol.

Al silbatazo final, Quetzal se pierde en un montón de cuerpos que celebran el triunfo.

Nunca se me ha olvidado ese día. Es un símbolo. Y los símbolos todo lo inundan.

Tomo un títere de peluche en forma de conejo con el cual dormía Quetzal de niña. Aún lo

recuerdo. Metía la mano dentro de él y le hacía bromas.

Lo acaricio como lo he hecho durante los dos últimos meses.

Ahora comprendo a aquel joven de ojos verdes. Vuelvo mi mirada y me parece verlo en el

umbral de la puerta, como un viejo amigo recién recobrado.

–Les sugerí que deberían operar a mi amiga de una vez por todas contra todas las

enfermedades que tuviera –le digo–, aunque el triunfo fuera casi imposible. Pero me

contestaron que la ley no permitía hacerlo cuando había tanto riesgo, que la espera en el

respirador artificial era el único camino.

Él me mira de forma compasiva. Sabe que no pregunté por ninguna amiga… soy yo quien

está a punto de partir.

–¿Qué es la muerte? –le pregunto.

Siento que una mano acaricia mi cabello y una voz cálida responde.

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–La muerte es la forma en que se defiende la vida.

En el presente, mi vecino está a bordo de su motocicleta virtual; en mis recuerdos, Quetzal

brinca abrazada con sus amigas.

–Siempre quise tener amigos entrañables. En ocasiones los imaginaba e incluso me hacían

sonreír. ¿Por qué entonces me duele inventarlos a la hora de mi muerte?... Hazlo ahora –le

ordeno suavemente a aquel joven de ojos verdes–. Reclamo mi derecho a morir.

Siento como la mano del joven saca un arma del interior del conejo (aunque en realidad es

mi propia mano).

En mi mente, Quetzal es levantada en hombros por su equipo y me manda un beso de amor

y gratitud. La algarabía juvenil que me rodea opaca –con total misericordia –el sonido seco y

sórdido del disparo final.

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VIII. Juegos de azar

Llegas ante el oráculo y le entregas el presente que has traído.

–Hoy diré mi última profecía; lo sé. Pero antes de decirte tu

destino debo hacerte una advertencia: si al final no pasas una prueba,

ésta será tu tumba.

–Así sea –respondes.

–Allí está tu porvenir –te dice señalando tres caminos.

Al recorrerlos te das cuenta que son muy parecidos, pero pequeños

cambios hacen un futuro distinto e irrepetible.

–¿Cuál de ellos es el verdadero?

–Todos –te contesta el oráculo mostrando miles de puertas–. Cada

una es un azar y una decisión. Puedes entrar si lo deseas.

–No creo que valga la pena –murmuras indeciso después de un

minuto.

–Entonces regresa al atardecer por tu respuesta.

–¿Y la prueba? –preguntas expectante antes de dar vuelta.

–La has pasado. Hay hombres allí, intentando recorrer todos los

senderos, hasta que caen exhaustos y mueren de hambre y de sed. Ésa

era tu prisión.

M.A.R.

¿Quién demonios te mandó el e-mail para citarte una hora antes? piensas al saber que la

conferencia que dará El Gran Hacker será más tarde. Y no fue ninguna confusión. El mensaje

venía dirigido expresamente para ti, Braulio.

Malhumorado, recorres con la vista la peculiar arquitectura de la Universidad Politécnica.

Al oeste hay una construcción en forma de espiral que recuerda ineludiblemente a la Torre de

Babel. De allí salen los estudiantes después de estacionar su coche y se trasladan por un

pasillo que cruza al lado de edificios en forma de pirámides truncadas. Su movimiento

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continuo semeja un reptil cuya cabeza custodia el recinto de actividades culturales. Del otro

lado de la explanada, el edificio cónico del Consejo Académico General destaca con su color

verde esmeralda. Los destellos intermitentes que producen las celdas solares de los techos dan

la impresión de un reino lleno de sabiduría y sortilegios.

Un anciano de apariencia formal y huidiza rompe la armonía de esa imagen. Su traje de tres

piezas y su manía de volver la cabeza hacia todos lados recuerdan las películas

cinematográficas de hace más de cien años. Llegó sumamente agitado hace un par de minutos

y con gesto enfurecido relee el anuncio de la conferencia. No sólo fuiste tú, piensas al

acercarte a él.

–¿También le llegó mal la hora? –le preguntas cordialmente.

–Yo… sí, creo que sí –tartamudea entrecerrando los ojos–. ¿Doctor Braulio? ¿Es usted?

–El mismo. ¿Qué tal sigue?

Su rostro enrojece. Sólo tú te enteraste de la infección venérea que contrajo.

–Como me dijo, era una cuestión rápida. ¿No le contó a nadie, verdad?

–Los médicos no tenemos memoria –dices en broma para tranquilizarlo.

–¿Siempre guardan los secretos?

–Ya se lo dije, no tenemos memoria.

–¿No tienen memoria? –dice como pensando para sí mismo–. ¿Podría confiarle algo más?

–Desde luego –le reiteras con esa mirada tan característica que tienes cuando prestas

atención, como si todas las respuestas se hallaran en ti.

–Trataré de ser breve, aunque la historia es larga –aclara mientras comienzan a caminar

alrededor de la explanada.

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“Hace tiempo me pusieron como operador de la Máquina de Reconstrucción de Accidentes

Fatales –agrega simulando vanamente un tono natural.

–¿Qué? –dices extrañado.

–Yo tenía un nieto –prosigue como si no te hubiera escuchado–; él era toda mi familia.

Murió en un accidente. Entonces me invitaron a participar. Me dijeron que era como las

loterías actuales. Ya sabe usted: “Sea Nivel 5 durante un año. Todo corre por nuestra cuenta”,

sólo que aquí se alteraba el pasado para evitar que muriera la gente joven que uno amaba.

Podíamos ver los sucesos de hace años y cambiarlos. En un monitor especial aparecía el

porvenir modificado, que se podía elegir o desechar. Al principio no les creía del todo pero lo

confirmé al visitar furtivamente a algunos de los jóvenes que habían revivido.

–No entiendo.

–Ya se lo dije: alteran el pasado para que los accidentes no sucedan. Mis jefes me decían

que cada día aumentaban la probabilidad de que mi nieto regresara. Hubiera seguido así

siempre, pero me di cuenta que hacían trampa; casi ninguno era al azar. ¿Me comprende? Esa

grandiosa posibilidad estaba reservada para unos cuantos.

“Entonces decidí pagarles con la misma moneda –añade lleno de coraje–. Pero había

demasiadas medidas de seguridad. Empecé a odiar a la máquina; quería destruirla.

“Una sola vez tuve una descarada oportunidad de retornar a mi nieto, pero me detuve. Él

odiaba los privilegios. Era de nivel 5 y le dolía eso. ¿Se imagina? Pertenecía a uno de esos

grupos anti-niveles que existen. Yo siempre le dije que no estaba de acuerdo con lo que hacía,

pero lo conocía bien, si lo regresaba odiaría su vida misma. Pero no podía quedarme sin hacer

algo. ¿Me entiende? Era un círculo. Cualquier cosa que hubiera hecho significaba una traición,

cualquiera destrozaría a mi nieto... a menos que de alguna forma fuera un derecho para todos.

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El hombre guarda silencio un momento. Te das cuenta que aún se encuentra encerrado en

una eterna paradoja, y ésa es para ti la más grande prisión.

“Así estuve durante un año, consumiéndome. Casi no dormía. En las noches veía televisión

interactiva hasta aprenderme todas las opciones de una película. Tiraba dados para decidir cuál

camino tomar y noté algo raro: en las películas y en la máquina, si escogía las mismas

opciones, siempre se repetía todo idéntico, pero en los dados no. Aunque intentara hacer todo

exactamente igual, no podía hacer que cayera siempre el mismo valor en el dado. Empecé a

obsesionarme. Lo comencé a hacer con un brazo mecánico y con variables controladas de

presión, humedad y temperatura. Todo en vano. El dado siempre generaba un valor al azar.

“¿Y si eso sucedía con el tiempo? ¿No bastaría simplemente con retrocederlo una y otra

vez para cambiar el porvenir? –exclama como si hubiera descifrado un enigma–. Pero ese

maldito accidente siempre sucedía. Entonces se me ocurrió desaparecer los grupos anti-

niveles; de esa forma mi nieto no hubiera hecho ese viaje. Pero fue imposible. Nacían

prácticamente al mismo tiempo que se creaban los niveles. ¿Y si no existieran los niveles? Sin

niveles no existirían esos grupos, mi nieto nunca hubiera ido con ellos y estaría vivo, conmigo.

No quería hacerlo, pero ellos me hicieron trampa primero. ¿Se da cuenta, verdad?

“Ajusté el monitor para ver el día en que el Senado aprobó la ley que nos clasificó en cinco

niveles sociales y estableció los derechos de cada uno de ellos. Un comentario suelto me dio la

clave. Ese día hubo un extraño congestionamiento vial. Quince senadores que estaban en

contra de la Ley de Niveles no llegaron a la hora de la votación.

–Espere –dices como si no creyeras nada de lo que te dice–. Eso no puede ser: pudieron

transportar su imagen por una conexión de alta seguridad.

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–Se equivoca. En aquel tiempo no valía si no estaban físicamente… Ya se imagina lo que

hice: alteré el pasado para evitar ese accidente; con esos quince senadores presentes la

votación cambió y los niveles dejaron de existir.

Un breve silencio y el anciano parece envejecer. Han dado ya toda la vuelta a la explanada.

–Nada sucedió. La computadora desplegó una y otra vez lo mismo hasta que llegaron por

mí.

“¡No entiendo! –grita desesperadamente mientras sus manos intentan asir algo invisible–.

¿Por qué seguimos aquí? ¿Por qué no está mi nieto? ¿Por qué nada se alteró?

Varios elementos de seguridad se acercan ante el escándalo y provocan que el anciano se

esconda entre los alumnos de la escuela.

–¿Qué sucede? –te preguntan.

–Nada. Estaba emocionado por la conferencia –dices lo más calmadamente posible.

Un gran murmullo los distrae. El Gran Hacker llegó.

***

El Gran Hacker entra con rostro de agotamiento y cruza unas breves palabras con el

organizador. Su traje negro enmarca gestos reiterados de sufrimiento y su voz suena

monótona y cansada.

Durante su intervención explica detalladamente la forma en que violó los mecanismos de

seguridad de los grandes corporativos farmacéuticos catorce años atrás.

–No era posible entrar a su red directamente y por ello alimenté a un analizador temático

autoconfigurable con las comunicaciones telefónicas que salían desde la empresa. Después fue

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rastreando las direcciones de las computadoras personales en los hogares de los investigadores

para obtener más información de los temas recurrentes.

“Una investigación prioritaria se había detenido abruptamente; originalmente pensaban que

se trataba de la tercera variante del virus del SIDA, pero se descartó tal hipótesis.

“Seguí rastreando los datos porque percibí dos aspectos sumamente delicados: las personas

contagiadas crecían de manera geométrica y su aumento parecía estar conformado por series

independientes con un origen común, lo cual coincidía con el incremento de consultas médicas

por enfermedades generales leves según las estadísticas públicas de salud. En mi opinión,

había una nueva enfermedad con una asombrosa capacidad de mutación. De inmediato

publiqué un artículo en un sitio Web llamado Megasinapsis.

“Eso disparó varias investigaciones que apenas llegaron a tiempo para salvar miles de vidas

y las empresas afectadas decidieron retirar los cargos.

El Gran Hacker guarda silencio, igual que lo hizo nueve años atrás, como si alguien hubiera

decidido que el tiempo retrocediera para ser siempre igual. Solicita tajantemente que no haya

preguntas personales ni aplausos. Al finalizar, simplemente se dirige a la salida sin que nadie

se atreva a decir algo. Pero un niño rompe el extraño ritual.

–Gracias por salvar a mi hermanito –le dice al entregarle un desgastado oso de peluche

(después se conocerá que ese juguete es su inseparable compañero de infancia).

Durante varios segundos, queda con los brazos extendidos sin obtener respuesta. El Gran

Hacker sólo acierta a mirarlo con gesto estúpido, como si no alcanzara a comprender las

sencillas palabras, hasta que finalmente estalla en llanto y cae como un títere. El pequeño lo

abraza como si quisiera protegerlo. A él, al genio que descifró las claves de los grandes

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equipos de cómputo y anticipó el enigma de un nuevo virus; a El Gran Hacker, al hombre que

hoy redescubre la clave de su propia vida.

***

Conduzco distraídamente hacia mi casa. El anciano y El Gran Hacker me han dejado

sumamente pensativo. Un enorme congestionamiento vial me detiene. Algunos tocan el claxon

para mitigar su desesperación; la mayoría simplemente hace un gesto de hastío cotidiano. Oigo

el sonido de vidrios rotos y volteo rápidamente. A diez metros de mí, un joven rompió el

cristal de un automóvil y serpentea entre los coches con un bolso de señora. Un policía baja de

una patrulla que está tres carros atrás y corre tras el ladrón. Sé de antemano que el esfuerzo

será infructuoso, pues cincuenta metros más adelante comienza un laberinto construido entre

callejones y vecindades. Sin embargo también sé que debía hacer esa persecución; no podía

arriesgarse a que el conductor de un auto con emblema de Nivel 5 lo acusara de negligente. El

ladrón hace un disparo en gesto de despedida y la bala rompe el cristal de mi auto, aunque sin

causarme daño. Casi nadie se sorprende. El noventa por ciento de la población ha presenciado

un asalto que pone en riesgo su vida antes de cumplir la mayoría de edad.

Me siento más tranquilo cuando paso las puertas automáticas de cristales blindados que

marcan el inicio del Nivel 5. El paisaje me seduce un poco. Los árboles plantados hace años

en el camellón forman un agradable y ordenado ejército iluminado por la luz de los faros. Esos

claroscuros continuos me provocan una dulce e irremediable melancolía.

–¡No! –grita de improviso una mujer.

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Giro en forma instintiva para evitar al niño que se atraviesa en ese instante. Mi carro

termina en un lote baldío.

Todos mis sentidos se exacerban cuando bajo de mi coche.

–No se preocupe –me dice un anciano tratando de calmarme–. Nadie resultó lastimado.

–¿El niño está bien? –pregunto sumamente alterado.

–Sólo tuvo un par de raspones cuando cayó al suelo por el susto… y la tristeza porque se

rompió su balón favorito.

–Tuvimos suerte de que usted maniobrara tan rápido –agrega reflexivamente después de un

par de minutos.

–Fue algo instintivo –digo cerrando los ojos.

Cinco minutos después prosigo nerviosamente mi marcha sin poder aún ocultar el miedo.

Si el tiempo regresara, ¿se hubiera salvado el niño?; ¿me hubiera alcanzado la bala?; ¿el Gran

Hacker lograría detectar el nuevo virus antes de que se hiciera mortal?; ¿hubiera conocido a

mi hija adoptiva: Quetzal? Mi mente da vueltas a esas preguntas docenas de veces. ¿Hasta

dónde mi vida y todas las vidas son un enorme juego de azar?

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IX. La Niña Tristeza

"No te daremos el poder absoluto", fue la respuesta del pueblo

ante la petición de El Gran Mago. Como venganza, éste separó a

los padres de los niños y provocó un gran incendio que mató a casi

todos los infantes.

El poblado tenía tres magos amigos. Cada uno podía

retroceder el tiempo justo antes de que comenzara la catástrofe y

darles temporalmente a los habitantes un reducido poder para

ayudarles.

El primero les concedió el don de volar y enseguida se fue

infructuosamente a buscar a su propio hijo. El humo hizo tan

difícil la tarea que muy pocos pequeños se salvaron.

El segundo les otorgó el don de no sentir cansancio, pero el

resultado fue muy parecido.

El tercero hizo a todos los niños iguales, incluyendo a su única

hija. Cada padre corrió desesperadamente tratando de salvar a

cuantos pequeños pudiera, con la esperanza de que entre ellos

estuvieran sus seres amados. Cuando terminó el encantamiento -y

ante la sorpresa general- todos se habían salvado.

M.A.R.

Llegaste a ser la Directora Interina del Hospital #3 de Ciudad de Dios de una forma

peculiar. Quetzal, la candidata "de relleno" en la terna que el reglamento exigía. No obstante,

los dos grupos que peleaban el poder objetaron al candidato contrario y te aceptaron como

segunda opción, cada uno pensando que serías fácilmente manipulable.

Todo eso lo recuerdas cuando ves caminar y sonreír a esa joven mujer. Hace dos años la

trajeron en camilla, con el rostro inundado de ojeras y llanto.

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–¡Yo no soy médico, pero algo tiene mi esposa! ¡No estamos locos! Y si no le van a

hacer nada, por lo menos llenen su papel de incapacidad –grita un hombre

desesperadamente.

–¿Para qué los paso con el médico? Aquí, en el expediente, dice que los análisis no

reflejan ningún problema –contesta despectivamente Jaime, la persona de recepción.

En ese momento interrumpes.

–¿Me puedes mostrar los documentos?

–¿Encontró algo, Doctora Quetzal? –te cuestiona Francisco en tono irónico

después de unos minutos.

Tú no le respondes y comienzas a auscultar a la paciente. Tiene una propensión a

sentir dolor en diez puntos de su cuerpo.

–¿Le han hecho alguna operación?

–Dos. ¡Si viera todo lo que hemos gastado! ¡Todos nos dicen que me van a curar

rápido y me dejan peor!

Tú tomas un pañuelo y le secas sus lágrimas como si se tratara de una vieja amiga.

–Vas a mejorar muchísimo. Te lo prometo.

A continuación le ordenas a Jaime que lo suban al piso 5, con el Doctor Jiménez.

–El Doctor Jiménez está bloqueado por escribir muchas calumnias de los

directores de este hospital –te dice Francisco en tono retador-. Si no me cree, mire el

panfleto que está distribuyendo de forma anónima; mucho veneno contra usted.

Tú lo revisas brevemente y te llenas de tristeza y enojo. Después das una respuesta

inesperada.

–Has lo que te comenté. Yo arreglaré este asunto con él.

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Posteriormente pactaste con el Doctor Jiménez incluir su texto íntegro y tu respuesta en el

mismo número de la Gaceta Interna del Hospital. Esa Gaceta inauguró una nueva etapa de

comunicación oficial. La Gaceta, antes empolvada en pequeños paquetes, se ha convertido

rápidamente en un artículo que muchos esperan con ansiedad.

No obstante, no todos lo vieron bien. Francisco pidió su cambio de hospital, junto con otras

cinco personas. Para su sorpresa, autorizaste los seis movimientos aunque eso te causara

perder esas plazas.

Dos meses después fuiste llamando uno por uno a los empleados y en presencia de tus

subdirectores les notificaste de apoyos a los cuales tenían derecho y nunca se les habían

asignado: puntos para ascensos de categorías, becas para sus hijos, promociones para

actividades recreativas familiares, ascensos de categoría y apoyos para labores de

investigación. Previamente, los jefes de área habían elaborado sugerencias específicas para

poder aprovecharlas según el contexto particular de cada trabajador. Las autoridades dejaron

de ser el grupo ajeno y corrupto para convertirse en compañeros de trabajo, aunque no por eso

menos cuestionado.

Esas acciones y la antipatía que la mayoría sentía por Francisco te permitieron sortear un

grave desabasto que provocaste al negarte a autorizar la compra de medicamentos al triple del

precio que podía conseguirse en el mercado. La licitación que publicaste y su rápido

seguimiento permitieron que por primera vez la bodega estuviera completamente llena.

La sala de urgencias del hospital ha sido el cambio más notorio. Antes era deprimente

entrar allí. Ahora es limpia y luminosa, con cuadros y presentaciones rotativas que promueven

la esperanza. De tu sueldo compraste los audífonos necesarios para escuchar música

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tranquilizadora. Se ha corrido la voz que esa sala es milagrosa y que los pacientes se

comienzan a curar cuando llegan allí. Para ti es sencilla la explicación: un efecto placebo en

los enfermos al sentirse comprendidos y apoyados, además de la disminución del estrés y la

desesperación que siempre se dan al entrar a un hospital.

Sin embargo, estás consciente que en esos dos años has afectado demasiados intereses.

"Arriba" empiezan a preocuparse demasiado: muchos pacientes de otras clínicas piden su

traslado al Hospital #3, cuando antes era considerado casi una zona de guerra. Aún más, tu

honestidad ha hecho aún más notoria gran parte de la corrupción de todos los hospitales.

Te lo acaba de decir el Doctor Jiménez: "están a punto de destituirla con cualquier pretexto

y ni crea que los del hospital la van a ayudar mucho. Se van a hacer a un lado apenas los

amenacen o les prometan algo”. El colmo, dice, fue que te hayas hecho amiga de Jorge, el

principal líder de la lucha anti-niveles de Ciudad de Dios. A él, como a muchas personas

influyentes, le has dicho que no es cierto que el virus mutante esté controlado y que las

autoridades están conscientes de su mentira. Aún más, a través de Manuel has divulgado de

manera clandestina pistas suficientes para que los investigadores puedan fundamentarlo, por lo

menos preliminarmente.

Los últimos años han sido un periodo de grandes descubrimientos y de no crueles

advertencias. Una de ellas te obligó a romper toda la comunicación con tu padre adoptivo,

Braulio, a pesar de amarlo tanto.

Vas entendiendo verdades profundas que anticipan un porvenir lleno de enfermedades y

enfrentamientos sociales. Miras un cuadro que representa el modelo con que Oparin logró

crear vida a través de condiciones inertes. Lo que has visto representa todo lo contrario: el

cultivo con los elementos necesarios para generar la muerte.

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El Simulador de Mundos te lo ha confirmado. Desde hace varios años te has ido hundiendo

en ese juego de computadora hasta darte cuenta de la trascendencia que esconde y comprender

la enorme soledad de su creador, que a petición tuya lo publicó en Internet un año antes de su

muerte.

Pero hoy lo que más te aflige es esa niña que usa como refugio matutino la sala de

urgencias, marginada entre marginados. Es difícil describirla. Su rostro está bañado de una

melancolía permanente e insondable; duele mirarla. Tú misma no puedes evitar sentir temor al

acercarte a ella. Incluso su nombre se ha ido borrando del conocimiento colectivo y ha sido

sustituido por el apodo que más la describe: La Niña Tristeza. Todas la rehúyen, tal vez

porque inconcientemente perciben que su imagen refleja el porvenir.

Físicamente no tiene ninguna cicatriz y no parece diferente a ningún otro niño. Y eso es lo

que más te asusta, que la mayoría de pequeños de Ciudad de Dios viven en condiciones

similares a ella y se están hundiendo en enfermedades del alma, como tú misma lo hiciste

durante largos años. La Niña Tristeza es símbolo incruento y lacerante de la desolación del

hombre y, al mismo tiempo, símbolo de redención. Se queda allí, ensimismada, viendo los

cuadros y de vez en cuando sonríe de forma apenas perceptible. El hospital es su refugio y la

hace olvidar por momentos su hogar, que es silente cómplice de muy graves vejaciones.

Sólo has vislumbrado un camino ambiguo para poder ayudarla. Una ruta lenta y casi

inverosímil que surgió en gran parte de las extrañas conversaciones que sostuviste con M.A.R.

Sin embargo, te queda poco tiempo y cuando te expulsen del hospital, éste dejará de ser su

resguardo. Entonces sientes la imperiosa necesidad de hacerle un regalo que pueda

acompañarla durante el largo y doloroso camino que enfrentará durante tantos años; tomas el

unicornio que llevas en el cuello y se lo entregas.

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Ella lo recibe, titubea unos segundos y te lo regresa sin dejar que digas nada, mientras dos

lágrimas salen de sus ojos.

–Me lo van a quitar. Todo me lo quitan.

Tú la abrazas y dejas que llore, buscando frenéticamente algo que no le puedan arrebatar.

Giras un poco su cabeza para que observe a tu mayor compañera de infancia y le dices

dulcemente:

–Cuando veas esa luna, recuerda que de una u otra forma siempre estaré junto a ti.

La Niña Tristeza se abandona durante unos minutos a tu protección y a tu amor y por un

minuto -sólo por un minuto- deja su hiriente existencia y esboza una leve sonrisa infantil de

tranquilidad y esperanza.

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X. Aurora

Te busqué en camiones, en taxis colectivos, en el metro; en

museos, galerías y conferencias científicas. De no encontrarte culpé a

la enajenación, al congestionamiento, a la explotación, a la

impuntualidad, a la corrupción y a mi astigmatismo. Lo cierto es que

no existes.

M.A.R.

Casi sin darte cuenta has comenzado a correr; estás impaciente por escuchar lo que Alfredo

tiene que decirte. Después de entrar piensas en verificar la numeración, pero la atmósfera te

absorbe. Sus tenues tonos violetas y la música antigua te recuerdan el viejo restaurante en que

conociste a Aurora. Pero este lugar es aún más singular: cuando fijas la vista en un objeto te

es casi imposible retirarla, como si un imán oculto te atrajera.

Ves a Alfredo con su aire presuntuoso y su costoso reloj. Te saluda con el tono artificial de

siempre.

–Te esperaba, Manuel. ¿Podrías sentarte en la silla grande, por favor? –te dice a manera

de bienvenida–. ¿Cómo está Aurora?

¡Aurora! Por un momento te pierdes en la imagen más grata que tienes de ella.

Ella llega tarde a la cita y se disculpa con un breve y delicado abrazo. Tú

observas el lunar que tiene en la mejilla derecha y te inundas de su olor que

desde hace tiempo forma parte de ti. Viajan hacia las afueras de la ciudad a

través de un sinuoso camino que pasa por bosques y pequeños poblados y

desemboca en un valle, a las faldas de un majestuoso volcán. Durante todo el

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trayecto el campo va cambiando la verde tonalidad del paisaje (recién ha

terminado la temporada de lluvias). Van al Instituto Nacional de Oftalmología

guiados por un croquis que un amigo te hizo a mano alzada y preguntando a la

gente continuamente. Renunciar a un mapa automático de rutas y al uso de

coordenadas universales es parte del encanto.

De regreso tomas su mano y su rodilla de manera indistinta mientras ella

acaricia tu cabello. Se detienen a desayunar en un puesto de comida típica.

Ella se recarga en tu hombro y te platica acerca de lo que está estudiando.

“¿Seguiré teniendo tu cabello suave entre mis dedos?”, te dice.

Tú la miras extasiado, sin saber que ésta será la última vez que la verás.

Desde entonces te deslizas en una espiral de mundos encontrados. En uno

de ellos la atmósfera es asfixiante y tu vista sólo vislumbra una penumbra

interminable. El otro es existencia intermitente: los paisajes que embelesaban a

Aurora, sus gestos expresivos e infantiles, su olor... Ese mundo es tu refugio; en

él te imaginas leyéndole poemas, como si ella aún pudiera escucharte.

Me dijiste que tenías algo muy importante que decirme –inquieres después de largo tiempo.

–Así es. Pero tendremos que ir en el orden que he predefinido. ¿De acuerdo? –te dice

Alfredo en tono autoritario.

–Está bien –dices no muy convencido.

–Escuché que ya no has visto a Aurora.

–No, no la he visto –agregas en tono dolorido al mismo tiempo que desvías la mirada.

–¿Por qué finalizaron su noviazgo? –te pregunta sin el mínimo tacto.

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–No lo terminamos. Simplemente desapareció y nadie ha sabido algo de ella –aclaras con

voz temblorosa.

–No te impacientes –agrega sin inmutarse, como si el hecho no tuviera la menor

importancia–. ¿Podrías revisar el siguiente párrafo? Es de una nota del Sistema Internacional

de Noticias.

“…En los últimos años la esterilidad entre las mujeres de nuestro país ha

aumentado de manera lenta pero ininterrumpida sin que se pueda determinar la

causa. Los investigadores del Instituto...”

–¿Qué tiene que ver esto con Aurora? –le reclamas a Alfredo.

–¿Aurora era estéril?

¿Te gusta Pablo Neruda, Aurora?

“... Fui solo como un túnel. De mí huían los pájaros

y en mí la noche entraba su invasión poderosa.

Para sobrevivirme te forjé como un arma,

como una flecha en mi arco, como una piedra en mi honda.

Pero cae la hora de la venganza, y te amo.

Cuerpo de piel, de musgo, de leche ávida y firme...”

–Nunca me dijo nada al respecto. ¿De dónde obtuviste esa información? –preguntas

después de medio minuto.

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–Lo sé simplemente. Pero no he venido a discutir ese tema, sino a completar la plática que

solemos dejar inconclusa.

–Nunca admitiré que no pueda distinguirse entre un ser humano y un robot. Te lo he

mencionado muchas veces.

–Y tu argumento ha sido que la máquina no piensa ni siente. Pero nunca has querido

proseguir el tema y por tanto no he podido aclararte que no queremos crear un robot creativo,

sino uno que pueda confundirse con un ser humano en un ambiente claramente delimitado.

–¿Qué quieres decir con “claramente delimitado”?

–Un ambiente con pocas variables en que no se tuvieran que realizar actos imprevistos.

–¿Qué sentido tendrían los robots entonces?

–Podrían, por ejemplo, ser vigilantes de seguridad en eventos masivos, instructores de baile

o profesores de programación a distancia. Sus ojos funcionarían como cámaras que

transmitieran la información al instante.

–¿Y crees que la gente no se daría cuenta? ¿Un robot totalmente predecible, en lugar de un

ser humano de posibilidades infinitas?

–Manuel, tú siempre has partido del supuesto de que el ser humano maneja ese potencial.

Pero eso no es cierto, casi todos se guían por reglas prefijadas en la escuela o en el trabajo. Se

pueden mover esas condiciones calculando de antemano los efectos, como en un programa de

incentivos laborales o escolares, o como en una campaña de mercadotecnia. Los robots y los

seres humanos se guiarían por las mismas normas, independientemente de lo que sientan o

piensen; trabajarían bajo las mismas bases.

–No reduzcas la creatividad del ser humano, Alfredo.

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–El pensamiento creativo concretizado es algo muy raro, Manuel, aunque te duela

admitirlo.

–No es cierto eso, pero si así fuera, entonces no habrías igualado un robot a un ser humano;

habrías hecho que un ser humano se comportara como un robot.

–Para nuestro caso es lo mismo. El sentimiento no manifestado sólo produce una enfermiza

necesidad de compañía y efectos secundarios dañinos. Renunciamos a pensar y sentir en los

robots y crearemos personas agradables y sensatas. Así lo percibirían casi todos.

–¡Es una locura! –dices fastidiado, y tu párpado izquierdo comienza a temblar como suele

hacerlo cuando empiezas a enojarte.

Cuando murió Jaime Sabines sentí que había fallecido un amigo. ¿Nunca te

lo dije, Aurora?

“Yo no lo sé de cierto, pero supongo

que una mujer y un hombre

algún día se quieren,

se van quedando solos poco a poco,

algo en su corazón les dice que están solos,

solos sobre la tierra se penetran,

se van matando el uno al otro.

Todo se hace en silencio. Como

se hace la luz dentro del ojo.

El amor une cuerpos.

En silencio se van llenando el uno al otro.

Cualquier día despiertan, sobre brazos;

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piensan entonces que lo saben todo.

Se ven desnudos y lo saben todo.

(Yo no lo sé de cierto. Lo supongo.)”

–No lo es, te lo aseguro –te dice Alfredo por tercera vez obligándote a retornar a la plática–

. Además, los robots podrían reprogramarse por comunicación vía satélite. Podrían adaptarse a

un nuevo contexto en forma mucho más rápida que los seres humanos.

–¡No puedes crear un robot así, Alfredo!

–¿Por qué no? Sobra capacidad de procesamiento con los actuales circuitos integrados a

nivel de nanoescala y el procesamiento en paralelo de alta velocidad.

–¿De verdad crees que puedan construirse? –cuestionas. Por primera vez consideras la

posibilidad de que Alfredo esté hablando seriamente.

–Se necesitaría crear una infraestructura muy grande, como en su momento se hizo para los

aviones o los trenes, por citar algunos casos. No veo problemas en los aspectos de visión,

locomoción, audición y lenguaje. Ya existe la tecnología por separado y desde hace décadas se

tiene experiencia en combinación de funciones múltiples.

–No es sencillo.

–Tampoco es demasiado complicado. Se dio en los casos de cómputo, televisión y telefonía

celular hace décadas.

–No es lo mismo.

–Sí lo es. Sólo hay una diferencia en niveles de procesamiento y almacenamiento, que ya

fue salvada a esta altura.

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–¡El cerebro humano es muy distinto a una computadora, Alfredo! –dices en voz alta para

hacerlo reaccionar.

–Sólo en las áreas afectivas y creativas, Manuel –agrega Alfredo sin inmutarse–, y su uso

se ha ido reduciendo al paso de los años.

–¿De verdad crees en lo que estás diciendo? –refutas como si lo quisieras despertar de un

sueño.

–Partiendo de todo esto –prosigue Alfredo como si no te escuchara–. ¿Podrías distinguir o

no a ser humano de un robot?

–Partiendo de eso habríamos descendido al ser humano al nivel de un robot. ¿No lo

entiendes?

–En cuyo caso no podrían distinguirse.

–¿A qué viene todo esto, Alfredo? –añades exasperado mientras te llevas una mano hacia la

frente.

–Era necesario convencerte de eso –susurra Alfredo haciendo una pausa calculada–. No nos

hemos limitado a pensarlo, ya lo hicimos.

–Esto es una estupidez. ¿Me citaste sólo para burlarte de mí? –protestas haciendo esfuerzos

por controlarte. Casi nadie puede hacerte enojar; Alfredo es una excepción.

–¿Crees que estás aquí sólo para oírte protestar como lo estás haciendo? ¿Estás seguro de

que no conoces algún robot humano? –te dice Alfredo escudriñándote, con el mismo tono que

ha usado durante toda la platica.

–¡No pudieron hacerlo Alfredo! Se necesitarían decenas de miles de personas.

–Ingenieros en desarrollo de software, sistemas digitales; redes y comunicaciones;

psicólogos, biólogos, físico-matemáticos y administradores, entre otros.

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–Que desde hace años han trabajado sin que nadie haya sabido nada de ello. ¿No es así? –

preguntas irónicamente.

–Como sucedió con el desarrollo de la bomba atómica o con los informes sobre el asesinato

de John F. Kennedy. En ambos casos, ¿cuántos estuvieron realmente enterados? Los demás

hacen una rutinaria orden de trabajo o docenas de ellas, entre las cientos que realizan sin saber

su finalidad última.

“Actualmente la mitad de los pedidos se pactan por Internet y la entrega se hace por el

mismo medio o por servicios de paquetería preestablecidos. En esos casos nunca conoces

físicamente a quien contrató los servicios.

–¿Y qué harían cuando se descompusieran?

–No imaginas todos los procesos de control de calidad que están involucrados ni los

procesos de autodiagnóstico y autocorrección incorporados. Los robots tienen redundancia de

su procesamiento, almacenamiento y fuentes de energía, por ello sería casi imposible que una

falla les impidiera llegar a los centros de revisión a los cuales acuden cotidianamente. El

centro de revisión está disfrazado de un pequeño hospital y así logramos que el

comportamiento del robot sea visto como algo completamente normal. Lo más difícil ha sido

crear los algoritmos para tratar de evitar a toda costa los accidentes mayores y reducir su

impacto, pero una combinación de metales y piezas de carbono como estructura ósea han

ayudado bastante, así como una piel especial regenerada y envejecida en los centros de

revisión. Es una maravilla tecnológica.

–Hablas como si estuvieras enamorado de ellos –dices irónicamente.

–Yo no, pero no dudo en lo más mínimo que alguien lo hiciera e incluso tuviera relaciones

íntimas con alguno de ellos.

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–No digas estupideces –protestas en forma airada.

–¿Cuál es el problema? Técnicamente es un asunto relativamente sencillo –añade Alfredo

tranquilamente.

–Una relación íntima encierra una gran comunicación, un intercambio de sentimientos y

emociones.

–¿No has visto las estadísticas sobre el elevado número de mujeres que no han tenido un

orgasmo en su vida? Estamos peor que hace medio siglo. ¿Existe para ellas todo lo que estás

diciendo?

Callas repentinamente. Alfredo logró ensimismarte con su plática, pero surge en ti la

nostalgia que has llevado durante los últimos años, nostalgia que desde hace tiempo se ha

sintetizado en una sola palabra: Aurora.

“Toco tu boca [Aurora], con un dedo toco el borde de tu boca, voy

dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se

entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar,

hago nacer cada vez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja

en la cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad elegida por mí

para dibujarla con mi mano en tu cara, y que por un azar que no busco

comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajo de la que

mi mano te dibuja.

“Me miras, de cerca me miras, cada vez más de cerca y entonces jugamos

al cíclope, nos miramos cada vez más de cerca y los ojos se agrandan, se

acercan entre sí, se superponen, respiran confundidos, las bocas se encuentran

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y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua

en los dientes, jugando en sus recintos donde un aire pesado va y viene con un

perfume viejo y un silencio. Entonces mis manos buscan hundirse en tu pelo,

acariciar lentamente la profundidad de tu pelo mientras nos besamos como si

tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de

fragancia oscura. Y si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en

un breve y terrible absorber simultáneo del aliento, esa instantánea muerte es

bella. Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y yo te siento

temblar contra mí como una luna en el agua.” (Julio Cortázar)

–¿Te has preguntado por qué te he citado? –te cuestiona Alfredo con tono triunfal–. ¿Por

qué esta atmósfera que impide distracciones? Los robots actuales nos han enseñado que la

relación hombre-robot no siempre es amistosa, por eso queremos conocer la reacción humana

cuando se enteren que existen robots que puedan confundirse con él. Tú nos estás ayudando en

este momento; en la silla en que estás sentado hay un sinnúmero de instrumentos de medición.

Además, de alguna manera has trabajado en este proyecto durante mucho tiempo.

–¿Qué quieres decir con eso?

–Aurora desapareció un día sin dejar rastro, ¿no es así? Y era estéril. ¿Estoy en lo correcto?

¿Ahora tienes una idea de porqué está aumentando la esterilidad en las mujeres? Quizá te

falten datos, quizá tenga que decirte que todos los robots humanos son mujeres; posiblemente

se juzgó que era más difícil para un varón detectar su presencia.

–¿Aurora…?

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Aurora, la única mujer que te ha amado, a quien conociste en una casualidad inverosímil,

como si un gran benefactor la hubiera puesto en el sitio preciso para romper la soledad que

antes de su llegada siempre te embargaba, como le suele suceder a la mayoría de los seres

humanos. Te das cuenta que crees todo lo que te han dicho cuando repites esa pregunta.

–¿Aurora…?

–No lo sé, Manuel. Los catálogos son la información más custodiada. Aunque me

golpearas, lo único que conseguirías es una respuesta que ni yo mismo sabría si es verdad.

“Lo siento –añade–. Es parte de mi trabajo. Además, creo que a esta altura ya no importa

tanto.

–¿Crees que aún pueda regresar a mi lado? –respondes como si entraras en un tiempo

distinto.

–¿Cómo dices? –te contesta Alfredo y por primera vez parece desconcertado, como si tu

reacción estuviera fuera de un guión preestablecido.

–Tal vez aún pueda retornar junto a mí.

–¿No me escuchaste, Manuel? ¿Qué harías si Aurora fuera un robot?

–Tú lo acabas de decir –aclaras mirándolo con gesto suplicante–. A esta altura, es lo que

menos importa.

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XI. Inexistencia

A través de un cristal veo a muchos hombres miserables llorando

desesperadamente su prisión.

–¿Por qué no rompen el cristal? –les pregunto a los guardias que

me acompañan.

–Ellos observan un espejo. Les hemos dicho que atrás de él hay un

gran muro de metal.

Los miro a diario y doy gracias porque no estoy como ellos. Los

percibo en sueños, como fantasmas. Por eso en un ataque de locura y

misericordia golpeo el cristal con una gran piedra que hay a mi lado.

Cae hecho añicos. Detrás de él, aparece un gran muro de metal.

M.A.R.

Entrar a Ciudad de Dios es como si el tiempo se negase a morir y la vida fluyera en una

lógica distinta, Braulio. ¿Por qué camino se abren paso las ilusiones en este lugar que

pareciera un eterno laberinto? Aún pueden verse máquinas de escribir, viejas sumadoras y,

como burlándose, algunas antenas parabólicas compactas autoconfigurables, combinadas con

los equipos más modernos y costosos.

Llegas al hospital #3 de Ciudad de Dios por la única calle pavimentada que hay en ese

cuadrante. Toda su estructura es rígida y vieja; en las paredes hay un sinnúmero de avisos

pegados con cinta adhesiva, algunos ya amarillentos en señal de que debieron ser quitados

hace meses. El gesto de exasperación y enojo se encuentra en casi todos los pacientes después

de horas de espera; en contraparte, la mayoría de los empleados atienden con gesto de fastidio,

apuntando en cuadernos maltratados. Prácticamente no existen equipos de cómputo.

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Hay algo distinto al acercarse a la sala de espera para intervenciones quirúrgicas, como si

los hombres se guardaran en sí mismos, sorprendidos. Es el gesto de una mutación que aún no

se instala, pero crece en el alma como el lenguaje de un niño recién nacido. ¿Aún recuerdas

cuándo estuviste así? Fue unos días antes de conocer a tu hija adoptiva, Quetzal. A través de

ella alcanzaste el perdón y tal vez por eso buscas los lugares que vio cuando se separó de ti.

“No puedo ayudarle, señor”, es la única respuesta al vacío y al rencor.

Escuchas a una señora solicitar una tomografía computarizada.

–La fecha más cercana que tengo es en tres meses –le contesta la encargada.

–¡Me urge! –responde la paciente con gesto de desesperación.

–No tengo más cerca. Mire usted si quiere –le replica mostrándole la libreta en donde se

anotan las citas y pasando rápidamente las hojas.

Lo hace únicamente por cinco segundos, a pesar de lo cual puedes observar que hay

nombres que se repiten muchas veces.

–¿No tiene la dirección de algún laboratorio en que puede hacerme esos estudios?

–Nosotros no podemos recomendar ningún lugar.

Te alejas de prisa al darte cuenta del nerviosismo de la empleada. Aún así captas en el

reflejo de un vidrio a un policía que le hace una seña a la paciente para que regrese. Alcanzas a

escuchar lo que dice a pesar de la distancia:

–Dígale que va de parte de la doctora Huerta. Disculpe que no le entregara antes la

dirección. Había “pájaros en el alambre”.

Una voz enfurecida te distrae.

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–¡Desgraciados! Como si no conociéramos donde están los medicamentos –dice una señora

a quien no le surtieron la receta por falta de existencias–. Y no me digan que es por falta de

presupuesto. Hace tres años estaba completamente llena.

Tú la interceptas unos pasos adelante. “¿Me podría decir dónde encontrar la medicina? ¡Me

urge!”.

–Sígame –es su lacónica respuesta ante tu premura.

Salen del hospital y caminan una pequeña cuadra para incorporarse en un enorme tianguis.

Los puestos improvisados a ras de tierra expenden una gran diversidad de artículos: ropa para

muñecas, juguetes, balones de deportes diversos, herramientas, piezas usadas de automóviles,

ropa de contrabando, artículos electrodomésticos de medio uso, herramientas y libros, discos

compactos y películas reproducidas ilegalmente. Las risas esporádicas que se llegan a

escuchar acentúan la tristeza del paisaje: los rostros desgastados de los hombres, los labios

secos de los niños, las frases llenas de cansancio con que las prostitutas invitan a los clientes y

las lonas viejas de los puestos. Así es la pobreza y la ilegalidad, pero sobre todo así es la

desesperanza.

Tomas un celular que aún conserva rastros de sangre.

–Se lo limpio bien si se lo lleva –te aclara el vendedor.

–No, gracias –le contestas.

–¡Cuídese de esos jóvenes de camisa azul! Son rateros –te aconseja la señora

discretamente.

–Se le cayó su pluma, señor –te comenta amablemente un joven unos metros adelante.

–Gracias –le respondes y buscas entre tus bolsillos una pequeña gratificación.

–De nada –agrega negándose a recibir cualquier dádiva.

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Cuando se aleja la señora te habla con tono presuntuoso:

–Hay todo tipo de gente en Ciudad de Dios. Allí está lo que busca –te comenta señalando

un puesto que muestra descaradamente frascos y paquetes de medicina.

A pesar de estar a veinte metros puedes ver claramente el letrero que hay en la parte lateral

de los productos: “Exclusivamente para el Área de Salud Pública. Prohibida su venta”. Pides

un artículo de venta controlada. El comerciante te la entrega sin hacer ninguna pregunta.

–Si se lleva media docena le regalo las cajas –te ofrece mostrándote unos envoltorios

idénticos a los de prestigiados laboratorios.

–Con ésta tengo. ¿Cuánto es?

–Cien pesos, mi joven, la cuarta parte de lo que le costaría en cualquier farmacia.

–Aquí todo se mueve en efectivo –te susurra la señora antes de que intentes sacar tu tarjeta

de crédito.

–Ahora camine rápidamente por donde venimos y sin desviarse, porque aquí ni la policía

entra –añade un minuto después–, quite esa cara de estúpido y deje de voltear hacia todos

lados. No asaltan a nadie si sabe a lo que viene.

Le haces un gesto de gratitud en señal de despedida y sigues sus instrucciones, pero a

medio camino te llama la atención un vagón de tren que se encuentra a unos cien metros de ti

y que se ha improvisado como casa. En la parte posterior hay un mural con el logotipo del

hospital y el rostro de Quetzal. Al dirigirte hacia él, observas que a su lado hay una docena de

chozas junto a una barranca en la cual desemboca el drenaje de las viviendas. Algunas son de

madera; la mayoría, de lámina combinada con cartón. Burros con tambos atados a los

costillares llevan agua hacia los hogares desde las pocas tomas de agua potable que existen.

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–¿Tienen que transportar el agua en burros? –le preguntas a una anciana que pasa a tu lado,

al tiempo que resbalas con el lodo por segunda ocasión.

–Sólo en esta zona y para quien puede pagarlos. Allá arriba ni soñarlo –te dice señalando

hacia el cerro que está casi completamente cubierto por cuartos improvisados.

–Fíjese bien donde pisa, haga como yo –añade mientras zigzaguea entre las partes ya secas

de la lluvia de ayer–. No sé qué ande buscando por aquí, señor, pero regrésese. Este lugar no

es seguro.

No contestas nada. Te diriges hacia dos jóvenes de aspecto tranquilo que están al lado del

vagón para preguntarles si conocen a algún amigo de Quetzal. Ellos te miran, incrédulos.

–Acompáñanos –te ordenan mientras te muestran discretamente una vieja navaja y uno de

ellos te toma del brazo–. Cierra los ojos, cabrón, y camina normal, si no te la clavamos.

Dan vueltas para que no puedas reconocer la ruta. Cuando abres los ojos estás en una pieza

de tabique y losa que no tiene ningún adorno. Sólo hay un camastro, una mesa y tres sillas. Por

la ventana alcanzas a ver una docena de habitaciones amontonadas que hacen las veces de

recámaras.

–¿Así es que buscas a los amigos de Quetzal? –pregunta al entrar una señora gorda, de

cabello recién pintado y tono autoritario–. ¿Eres su amigo? ¿La conoces? Vamos a ver si es

cierto. Elige por ella.

No te da tiempo de responder, ni siquiera lograste ver cuando sacó ese extraño juego de

cartas. Las figuras caen una tras otra mientras ella y los dos jóvenes se carcajean.

–¡Perdiste! –susurra al terminar–. Dime, ¿por qué no seleccionaste ninguna?

Callas, entre resignado y nervioso. Sientes que tal vez la muerte sea la ruta natural de la

ausencia.

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–¡Contesta, idiota! –te dice la señora en tono amenazante.

–Estaba esperando la luna.

Un largo silencio es la única respuesta.

–¡Demonios! –dice al fin la señora alzando los brazos–. ¿Quién chingados eres?

–Yo… –intentas decir.

–¡Cállate, carajo! Si te ayudamos o si te chingamos nos van a dar en la madre ¡Sáquenlo de

aquí! ¡Que no los vea nadie! ¿Me escucharon? Este hombre jamás existió.

–¿Qué hacemos con la cartera? –protestan.

–Regrésensela. Sin dinero si quieren, pero no se queden con nada más. No vaya a ser la de

malas.

El camino de regreso lo haces también con los ojos cerrados.

–Te vas derechito al hospital y ni se te ocurra voltear –te dice el mismo joven que sacó la

navaja antes de echar a correr.

Haces lo que te ordenaron. Cuando llegas estás temblando y con el rostro pálido.

–¿Está bien, señor?– te preguntan dos guardias que van hacia ti al observar la situación–.

¿Por qué entró así, sin protección y sin avisarnos?

–Busco al asesino de mi hija Quetzal –dices con una voz que escuchas como si fuera ajena,

mientras tu mirada vaga buscando algo que no sabes qué es, que ni siquiera sabes si realmente

existió.

***

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Sales de la comisaría. Es la sexta vez que la visitas y lo único que has obtenido es una foto

de El Muro, de quien presuntamente mató a Quetzal.

Sólo una vez habías visto El Muro que separa a la Zona de Niveles de Ciudad de Dios y

hoy se ha convertido en tu obsesión. Al menos dos veces a la semana lo has visitado y has

hundido tu mirada en ese pasillo de aspecto medieval que salvaguarda a la Zona de Niveles.

Ya conoces de memoria los dibujos hechos con graffiti que hay sobre las paredes laterales y

que comienzan justo después del cristal especial que marca el inicio exacto de Ciudad de Dios.

Muchas veces te has sentido caminar por el callejón y la lúgubre vecindad en que éste

desemboca.

Atardece. Ves cómo un hombre delgado de chamarra negra arrebata una bolsa a una joven

señora.

–Este sitio es nuestro desde hace media hora. Te doy un minuto para irte.

–¡Mi bolsa! –protesta ella débilmente.

–Tienes mala suerte –le contesta con gesto de amenaza–. Hoy no tengo ganas de hacer el

amor.

Da la vuelta y reconoces su rostro. Es el asesino de Quetzal.

Dos meses después lo ves de nuevo caminar nerviosamente.

–¡Detente! –le gritas.

Él voltea levemente y prosigue su presurosa marcha. Entonces sacas el arma que has traído

y le disparas. El ruido de un cristal que se hace añicos opaca los gritos que se escuchan por

doquier. Mientras caes sujetado por los guardias de seguridad ves, en donde estaba El Muro,

una gigantesca placa de metal.

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***

Los libros son eternos camaradas que ahuyentan al vacío. Porque nada más

desesperanzador que el vacío; ni siquiera la muerte o el dolor. Nada más hiriente que un libro

no abierto, porque ellos se alimentan de rostros y de voces. Son gemidos, risas, fantasías,

noblezas y egoísmos. Todos los hombres se sintetizan ahí.

Observas a Diana, la mejor amiga que tuvo Quetzal. Su rostro siempre ha sido hermoso,

uno los más gratos que hayas conocido. Su cabello negro y su lunar en la frente le dan un

cierto aire de misterio. Siempre te gustó verla con Quetzal; eran dos imágenes bellamente

distintas.

–Ya no busques más, Braulio. De milagro estás libre –te dice con voz tierna.

Tú quisieras no escucharla. Volteas hacia el ala oeste del parque. Allí están los restos de un

pequeño juego de cemento en forma de castillo. La vegetación lo ha cubierto dándole un toque

de reliquia antigua. El juego está aislado de los pasillos que forman pentágonos concéntricos

alrededor de una bella fuente que marca el centro del parque. En ella, un vistoso letrero

amarrillo delimita la zona: Nivel 4. Como fondo, ves una construcción que oculta modernas

instalaciones enmarcadas en un viejo edificio. Es la librería más grande de la ciudad; en su

momento, el lugar favorito de Quetzal.

–¿Quién y por qué mataron a Quetzal, Diana? –inquieres mientras prosiguen su pequeña

caminata.

–Braulio, ¿no sabes por qué estas libre temporalmente?

–El juez juzgó que el asesino de Quetzal hizo un gesto amenazante y yo únicamente me

defendí.

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–¿Y tú viste eso?

–No. A mi me pareció que huía.

–Pero el hombre no pudo mirarte, ni para amenazarte ni para huir. La imagen era una

proyección de uno de los barrios de Ciudad de Dios, a varios kilómetros de distancia. Eso tú

no lo sabías; de hecho, nadie lo sabía. Siempre creíamos que lo que veíamos estaba detrás del

cristal. ¿Por qué el juez observó algo tan distinto?

–Tal vez yo no me fijé bien. Fue tan rápido todo –agregas confundido.

–¡No seas ingenuo, ahora ya no puedes serlo! Muchas cosas han cambiado. Te voy a decir

la verdad, pero tienes que prometerme no poner un pie en Ciudad de Dios. ¿De acuerdo?

–De acuerdo –musitas de manera resignada.

–La condena dependía de muchas cosas, entre ellas, del monto del daño causado, así que

quisimos cuantificarlo. Obtuvimos los contratos de El Muro y consultamos a un experto; el

resultado te hundía. Pero dentro de ellos hubo un dato de lo más interesante: las cámaras con

las que se hizo la transmisión.

–¿Qué tienen de interesante?

–Que no existen; ese modelo nunca funcionó. La empresa fabricante tuvo que sustituirlas y

terminó negociando con cada corporativo un anexo a los contratos. Cambiaba las cámaras sin

costo a cambio de que no hubiera ninguna sanción por la demora. Pero en el caso de El Muro

ese anexo no existe. Podemos imaginar el motivo: todo el proyecto se vendió a cuatro veces su

valor. No quisieron hacer ruido pasando a autorización un convenio que no iba a beneficiar a

nadie. Las debieron haber cambiado de la forma más sigilosa posible.

“¡Vamos! Medítalo un poco. El gobierno nunca quiso que el asesinato de Quetzal fuera

divulgado ampliamente y ya ha recibido muchas críticas por ocultar que El Muro sólo era una

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película de lo que sucedía a kilómetros de distancia. ¿Ahora iba a enjuiciar a alguien de Nivel

5 acusándolo de intentar matar al asesino de su hija, a un delincuente de Ciudad de Dios? ¿Y

si en el proceso salen a relucir los costos de construcción de El Muro? ¿Quién demonios iba a

querer entrar a esos terrenos?

“No me mires así –prosigue Diana avergonzada–. No fuimos corriendo a hacernos

cómplices. Simplemente solicitamos los documentos. Antes de que nos fueran entregados el

juez nos llamó y nos dijo que ya habían revisado los videos y todos estaban de acuerdo que

habías actuado en defensa propia. ¿Entiendes ahora? Pararon el juicio a cambio de discreción.

–No encaja. ¿Cómo sabes todo esto si los documentos nunca fueron entregados?

–Algunas personas me dieron bastante información, De hecho, me dijeron que te ofreciera

un pequeño pacto: tú dejas en paz todo esto y ellos te dan la libertad definitiva. Nunca a nadie

le han ofrecido en un caso similar, que nunca pise la prisión.

–Nunca nadie había roto El Muro –replicas.

Diana calla. Su rostro se contrae. Es el mismo gesto que hacía Quetzal cuando podía tomar

varios rumbos y todos ellos eran adversos.

–Estoy contigo, Braulio.

–¿Qué quieres decir?

–No es la corrupción lo que tratan de ocultar de El Muro. Ese nivel de negocios está dentro

de lo normal.

–¿Cobrar cuatro veces el valor de algo es normal?

–¿En qué mundo has vivido? –te dice Diana con gesto de asombro–. Te voy a ayudar,

Braulio, pero no hagas locuras. Mi futuro también depende de ello. Hay un hombre llamado

Manuel que puede entrar y salir libremente de Ciudad de Dios. Conoce todas sus zonas.

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–¿Lleva un ejército?

–Algo mejor: vende refrescos de cola. Durante años ha estado buscando a su ex–novia

Aurora a viva voz. Tú puedes indagar sobre ella muy discretamente utilizando el acceso que

tienes a los bancos de datos de todos los hospitales de la Zona de Niveles. Mientras tanto, él

localiza al hombre que buscas en Ciudad de Dios. Organizaré una reunión dentro de unas

semanas pero a cambio estarás quieto, completamente quieto.

–¿Cómo sabes que Aurora ha ido a los hospitales de la Zona de Niveles?

–No lo sé. Pero tu compromiso no será encontrarla. Solamente buscar allí.

–¿Por qué me ayudas, Diana? –dices observándola fijamente a los ojos.

Ella desvía la mirada.

–Quetzal era como mi hermana.

–De acuerdo –musitas tristemente, mientras tus ojos buscan inútilmente una transparencia

que nunca más retornará.

***

Tenía razón Diana. Manuel es muy extraño. Siempre sonríe, solícito. Pero todo él es

nervioso, como si en cada momento estuviera pidiendo ayuda. Esa impresión se acentúa por su

manía de llevarse las manos a los labios en actitud de rezar, por su barba mal rasurada y sus

ojos grandes de conejo asustado. El ambiente no ayuda. Los muebles y paredes naranjas y la

actitud de las meseras producen una sensación de movimiento vertiginoso en que los

momentos de calma son esporádicos.

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El trato es simple –expresa Diana después de presentarlos–. Braulio te ayudará a buscar a

Aurora en la Zona de Niveles y tú averiguarás lo que puedas sobre el asesino de Quetzal. Toda

la comunicación que tengan será a través de mí.

–Preferiría que comenzarás tú –le dices a Manuel.

–Todo es muy complejo y sencillo a la vez. Un día desapareció mi novia Aurora. Supe que

salió de casa de sus padres, como siempre. Sin embargo, nunca regresó. Ésta es su foto; detrás

está la fecha de la última vez que la vi.

–¿Dónde la has buscado? –inquieres.

–En todos lados: en hospitales, en la morgue y a través de los bancos de datos sobre

personas desaparecidas. He ido a todos los lugares que solíamos frecuentar. Su familia es de

Ciudad de Dios. Pensé que quizá estaba allí y por eso solicité mi traslado. Trabajé como nunca

para triplicar las ventas a fin de poder visitar todos los rincones de Ciudad de Dios. Todo ha

sido en vano. Hace algún tiempo me ofrecieron trabajar en los hospitales. Allí tampoco la han

visto. La única zona en que no he podido entrar totalmente es en la Zona de Niveles, por eso

acepté este trato. ¿Me ayudarán, verdad?

–Te ayudaremos, Manuel –dice Diana–, pero tendrás que contestar algunas preguntas que

Braulio te va a hacer.

–Aurora era de Ciudad de Dios. ¿Es eso correcto?

–Así es.

–Y tú, ¿de qué nivel eres?

–De nivel 3.

–¿Tienes su archivo de huellas digitales o su archivo de ADN?

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–Nunca le hicieron el estudio de ADN. Sus huellas digitales están en su credencial de

identidad.

–¿No llevaba su credencial? –preguntas con gesto de asombro.

–No. Yo tenía que hacer un trámite con ella y me la quedé un día antes.

–¿Tampoco tenía su chip de compatibilidades médicas?

–No, tampoco.

–¿Conservas algunas cosas de ella: uñas o cabello?

–¿De qué sirve todo esto? –protesta Manuel con gesto desesperado–. Sólo búsquenla.

–Lo vamos a hacer, Manuel, te lo garantizo, pero hay muchas maneras de indagar.

–Traigo un cepillo que ella solía usar. Diana ya me lo había pedido. Pero no veo en qué

pueda ayudarnos.

–La utilizaremos para extraer su muestra de ADN y tratar de localizarla automáticamente

en los bancos de datos sobre intervenciones quirúrgicas recientes –aclaras rápidamente–. Si

tenemos un poco de suerte, sabrás algo sobre ella. Una última pregunta: ¿ese día tenía algún

evento fuera de lo común?

–Una exposición en el Centro de Convenciones. Me dijo que iba a llegar muy tarde.

–Gracias, Manuel. Lo que nos has dicho es de mucha utilidad.

–Supongo que ahora me toca a mí hacer las preguntas. ¿Es cierto que la esterilidad en las

mujeres ha aumentado?

–¿Quieres repetirme la pregunta, Manuel? –dices desconcertado.

–¿Es cierto que la esterilidad en las mujeres ha aumentado?

–¡Qué curioso! Varias veces he oído esa afirmación en los últimos años. No es verdad.

Normalmente lo que miden en esos estudios son los índices de satisfacción en la planificación

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familiar. Muchas mujeres, después de usar anticonceptivos por muchos años, quieren

embarazarse a la primera oportunidad. Creen que la medicina debería darles a esta altura esa

oportunidad. Es obvio que no es así. ¿Por qué la pregunta?

–Dile directamente lo que estás pensando –solicita Diana interrumpiendo la conversación.

–¿Es posible que Aurora haya sido un robot?

Callas durante medio minuto, tratando de controlarte. Diana ya te había advertido sobre

posibles cuestionamientos que no tenían sentido.

–Yo creo que ya es posible crear robots que pudieran confundirse con un ser humano –

dices en tono impersonal–, pero para mí esa posibilidad está restringida a un trato superficial

de unos cuantos minutos. Como sea, después de revisar los cabellos podré estar

completamente seguro; un robot no tiene ADN.

–Esperaré entonces. Háblame ahora sobre Quetzal –te dice Manuel no muy convencido.

–Aquí está es la foto que me dieron sobre el homicida de Quetzal –agregas–. Fue tomada

de El Muro. Es todo lo que tengo.

–¿Sospechas de alguien en particular? –te pregunta Manuel.

–No creo que alguien quisiera hacerle daño.

–Tal vez –te contesta Manuel con un tono engimático–. Aunque ser la directora del hospital

#3 de Ciudad de Dios no debió ser sencillo. ¿Qué más saben sobre ella?

–Nada –dices bajando la mirada–. Poco después de ser nombrado directora de ese hospital

ya no quiso comunicarse conmigo.

–Buscaré a tu asesino –reitera Manuel sin variar el tono–. Lo encontraré si es alguien de

Ciudad de Dios, pero no voy a ir más allá.

Manuel sale. No comentas nada hasta que Diana rompe el silencio.

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–Creo que nadie mejor que él para esta tarea. Tal vez eso te sirva de consuelo.

–No hay consuelo, Diana. Ninguno de los dos lo tendrá mientras no terminemos de enterrar

a nuestros muertos.

–¿Crees que Aurora esté muerta? Después de todo, cada año aparecen cientos de cadáveres

irreconocibles de mujeres jóvenes que fueron ultrajadas.

–Aurora no existe. Por lo menos, no como la imagina Manuel. Lo más probable es que sea

amante de alguien en la Zona de Niveles.

–¿Por qué dices eso?

–Aurora no fue a ninguna convención. Nadie de Ciudad de Dios dejaría su credencial de

identidad si va al Centro de Convenciones. Además, ¿por qué iba a llegar tarde si nunca dejan

entrar a los trabajadores de Ciudad de Dios al brindis final?

Ves a Diana mover la cabeza de un lado.

–¿Cómo la localizarás? –agrega unos segundos después.

–Quizá por su firma de ADN. Si su amante es de Nivel 4 ó 5 la registrarán

automáticamente en el hospital. Como sólo tenemos autorizado el acceso cuando buscamos

compatibilidades de órganos para trasplantes, tendremos que esperar una situación que amerite

una consulta masiva a las bases de datos hospitalarias. Saldrán algunos miles de personas y en

unos días podríamos saber si está allí. Debemos cuidar que todo parezca completamente

normal.

–Veo que ya vas creciendo, Braulio, ya no eres tan ingenuo.

–¿Quetzal era ingenua, Diana?

–No, no lo era. Creo que incluso intuía el precio que iba a pagar.

–¿Por qué prosiguió entonces?

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–Buscaba sus mundos, Braulio. Nunca encontró alguno que fuera realmente suyo.

–Pero a pesar de eso amaba la vida. ¿Por qué retar entonces a la muerte? ¿Tú lo sabes,

Diana? ¿Qué fue lo que vio? ¿Qué es lo que dejará de existir?

***

Diana esperó que ambos tuvieran resultados muy concretos para volver a citarlos. El lugar

es un poco diferente al de hace dos meses. La pequeña tienda que está en la entrada refleja un

cálido orden. Sus tonos cafés invitan a una plática pausada e íntima.

–¿Y Manuel? –preguntas a sabiendas que has llegado un poco tarde.

–Lo cité media hora después. Antes, quería saber qué lograste averiguar.

–Aurora murió en un accidente, a unos 180 kilómetros al norte de la ciudad. Pude

localizarla gracias a su registro de ADN. Nunca lo hacen con la gente de Ciudad de Dios, pero

ella no llevaba su credencial; nunca supieron de quién se trataba. Coincide todo: la fecha, la

descripción física e incluso las huellas digitales.

–¡Dios! ¿Por qué Manuel nunca la encontró?

–El no podía buscarla por la firma de ADN, Diana.

–¿Y las huellas digitales? ¿No bastaba con eso?

–El banco de huellas digitales sólo es para los Niveles 4 y 5. Para los demás sólo alimentan

una foto de muy baja resolución imposible de rastrear en forma automática. Yo tampoco sabía

eso, hasta ahora.

–Deja que él hable primero, Braulio. No sabemos cómo vaya a reaccionar.

Ves entrar a Manuel. Su aspecto es extraño y amigable, como en la primera ocasión

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–Comenzaré yo –te dice sin preámbulo–. No he encontrado al individuo que buscas. Pero

tú has tenido la culpa. ¿Por qué no me diste una foto reciente? No soy mago para saber como

es ese hombre después de veinte años.

–¿Qué dices? Esa foto fue tomado hace menos de un año.

–Eso no es cierto. Observa el ángel de la iglesia –te sugiere mientras te enseña una foto–.

Se cayó en un temblor hace quince años. Ve estas revistas. Allí está. Nunca lo volvieron a

colocar.

–Debe haber alguna iglesia parecida.

–¡Por dios! –protesta Manuel con rostro molesto mientras despliega una enorme cartulina–.

Mira este mapa. Cada punto es un lugar que yo conozco. La distancia máxima entre punto y

punto es de trescientos metros. No hay falla, he verificado su localización por coordenadas

universales y en cada medición no hay error por más de 10 metros. Ahora mira esta

ampliación de tu foto. Esa iglesia está a casi medio kilómetro del hombre. Fíjate en lo que hay

alrededor. No existe ninguna otra iglesia como ésa en Ciudad de Dios.

–¡No puede ser! Yo vi a ese hombre en El Muro –dices con voz entrecortada.

–Apenas empiezas. Muchas veces he visto a mi novia Aurora. He corrido tras ella, dejando

incluso mi coche en pleno tráfico. Cuando la alcanzo me doy cuenta que simplemente es una

mujer que se parece a ella. Sueño con ella. Aún percibo su olor.

–¡No quiero engañarte!– dices bruscamente mientras depositas un sobre en la mesa–. Murió

en un accidente fuera de la ciudad, rumbo al norte.

–¡No es cierto! –te grita Manuel–. Te quieres vengar porque no localicé al homicida que

buscas. Pero no me importa. Hallaré a Aurora por mi cuenta y entonces vendré a burlarme de

que tú aún no hayas encontrado a tu asesino. ¡No imaginas cómo me burlaré!

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Unos segundos después ves la imagen de Manuel empujando a varios comensales para salir

a toda prisa del restaurante. Diana comparte contigo el estupor.

–¿Por qué duele tanto la muerte? –te cuestiona como si fuera la primer pregunta que le

viene a la mente–. Un segundo después cierra los ojos, arrepentida de lo inoportuno del

cuestionamiento.

–No es Aurora quien ha dejado de existir hoy, Diana. Es el mundo que Manuel imaginó el

que comienza a esfumarse y, al marcharse, lo condena a la peor de las muertes: el vacío.

–¿Cómo romperá ese vacío, Braulio? –te pregunta Diana y la interrogante parece hablar

más de ti que de Manuel.

Tú sonríes con amargura por toda respuesta.

–Algún día reencontrarás a la luna que has perdido –te susurra Diana señalando a una luna

esplendorosa que se ve a través de la ventana.

Ninguna palabra cambia tu gesto; ninguna frase sale de ti.

***

Al llegar a casa te diriges al estudio. Los libros semejan una hidra gigantesca que te invita a

su regazo. Todos están cuidados, pero al mismo tiempo muestran inevitables señales de haber

sido empleados muchas veces.

Tomas un disco reciente y escuchas una canción de hace décadas que te recuerda a Quetzal.

Mi unicornio azul ayer se me perdió,

pastando lo dejé y desapareció.

Cualquier información bien la voy a pagar

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las flores que dejó no me han querido hablar.

Una nota cae, como en una involuntaria ironía, de un libro que coges al azar.

Mi querido “Carl Sagan”:

Hoy publicaron esta nota de www.megasinapsis.com. Creo que te gustará:

Estimados colegas:

Aquí les va un pensamiento que me gustaría compartirles:

“Y como ya no hay maestros ni alumnos, el alumno preguntó

a la pared. ¿Qué es la sabiduría? Y la pared se hizo

transparente.” (Jaime Sabines)

Saludos afectuosos

M.A.R.

Un abrazo, Quetzal

P.D.: Te dejo algo de pastel. Me lo debí haber comido todo pero me dio algo de

remordimiento.

Sonríes tristemente al recordar que Quetzal te llenaba de cartas y dibujos maravillosos.

Decía que tenían una magia especial.

No puedes llorar aunque quieres hacerlo. Te imaginas a Quetzal con sus manías infantiles:

“Hoy quiero concederte un deseo, ¿qué vas a pedir?”. Y murmuras tu petición como si ella

todavía estuviera contigo: “Quetzal, enséñame a llorar”.

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XII. Decisiones

El investigador se acerca para dar su veredicto. Todos están

nerviosos porque en las tres escuelas anteriores el premio fue

declarado desierto.

-Mi ayudante será Giordano –dice lacónicamente.

Giordano lo sigue con gesto incrédulo, mientras se escuchan frases

de envidia: “lavas bien los pisos, Giordano”.

-Señor –dice Giordano al salir-, no creo que yo sea el indicado.

-¿Cuánto te salió en el experimento?

-14.6. Pero según las fórmulas del libro debía salir 14.9.

-A propósito calibré mal los instrumentos. Si hicieron todo bien,

debían llegar a 14.7.

-¡Eso fue lo que obtuvo Pedro!

-Sin embargo, en su reporte asentó 14.9. No escogí al que se

acercó más a la verdad, Giordano; elegí al único que se atrevió a

defenderla.

M.A.R.

Los días que se alejan de lo cotidiano siempre resucitan recuerdos, Valeria. Al ver el cielo

me parece estar en otro sitio varios años atrás.

Por fin llegas a la terminal de autobuses y con un largo abrazo recompensas el

viaje de más de dos horas que él ha hecho para verte. “Me encanta tu olor”, te dice.

“¿Cómo ha estado?”, contestas apenada. Él sonríe ante tu rara manía de hablarle de

usted.

Rememoras cuando recorrían la exposición de Rodin y él te hacía gestos de

asombro sobre “La Puerta del Infierno” que el artista nunca llegó a terminar. Tú no

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le hacías caso y te ensimismabas en la escultura de “El Beso”. Como en una bruma

surgen remembranzas de los murales prehispánicos que aún conservan el color

original y aquélla iglesia con ángeles y ofrendas indígenas que creaban un mundo que

en ningún otro lugar podrías conocer.

Porque él te mostraba sus hallazgos como si fuera un niño enseñando sus juguetes

más preciados. Hoy esa manía de buscar lo ha hecho famoso y ha llenado su vida de

claroscuros enormes.

Suena el timbre. Al abrir la puerta –de algún modo que aún no conozco –El Gran Hacker

estará de nuevo ante mí.

–Bienvenidos –digo con una amabilidad que siempre te sonroja.

–Hola –te responde Víctor, tu ayudante–. Él es José Guadalupe, la persona de quien te

hablé. Ella es Valeria, la coordinadora de Las Caras Ocultas de la Historia de la Ciencia.

Creo que la ubicas bien.

–Mucho gusto –contesto mientras tiendo la mano–. ¿Gustan algo de tomar?

–¿No tienes por allí un tequila para el frío? –bromea Víctor, como siempre.

Los instalo en la sala y abordo el tema con una impaciencia desacostumbrada en mí.

–Me decían que me iban a hablar sobre El Gran Hacker.

–Iré directamente al grano –expresa José Guadalupe al darse cuenta de mi premura–. Como

usted sabe, El Gran Hacker extrajo información confidencial de los corporativos

farmacéuticos que investigaban otra supuesta variante del virus del SIDA, la reinterpretó y

sugirió que se estaba desarrollando una nueva enfermedad. Después se confirmaron sus

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sospechas, pero afortunadamente se logró eliminar el virus antes de que causara muertes. Pues

bien, creemos que no es así.

–Eso es lo que él piensa, pero aún no hay evidencias suficientes –me aclara Víctor

provocando un gesto de enojo de José Guadalupe.

–Tengo entendido que en su momento las pruebas de laboratorio corroboraron que todo

estaba bien –acoto.

–Así es, Valeria, pero únicamente garantizaron el control si se aplicaban todas las vacunas.

En caso contrario, el virus podría seguir avanzando con esa variante o con otras nuevas.

–¿De qué estás hablando?

–Los informes de El Gran Hacker hablaban de una red de series independientes. Esas

series nunca desaparecieron –te explica José Guadalupe. Les dimos seguimiento a algunas

personas que tenían dicha enfermedad. El virus nunca desapareció, se puede intuir por otros

vestigios apenas perceptibles que siguen latentes.

–¿Insinúa usted que hay varias enfermedades?

–Tal vez docenas. Creo que hay un virus con una extraordinaria capacidad de

transformación: un virus mutante. Consideramos que la estructura del virus es tal que llegan a

darse modificaciones aleatorias con relativa facilidad, como en los seres humanos se da el

Síndrome de Down. La mayoría no prospera, pero otras crecen y dan lugar a nuevas cepas.

Seguramente el virus que se controló fue sólo la primera variante mortal que se dio y nadie

puede garantizar que no se genere otra vez un agente mortal. Lo hemos reportado varias veces

en congresos y publicaciones científicas, pero el gobierno es inamovible. Para ellos ya no hay

problema alguno. No existe ni existirá otra versión.

–Los virus siempre han mutado –replico.

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–Pero nunca con la rapidez que éste lo hace.

–¿Qué pruebas tienen de eso? –cuestiono con rostro asustado.

–En realidad sólo datos sueltos y especulaciones, pero todas apuntan hacia una situación

delicada. ¿Recuerda que se hicieron estudios a todas las personas para confirmar que el virus

se había exterminado?

–Sí, lo recuerdo.

–El número de personas vacunadas en Ciudad de Dios son considerablemente mayores a

las que arrojan los censos poblacionales. ¿Qué sentido tiene eso? Por otra parte, el número de

casos documentados de personas con virus en la Zona de Niveles es menor a las

extrapolaciones que se hacen a partir de los casos detectados en los análisis a donadores

potenciales de sangre. Se está falseando la información, Valeria. Seguramente el virus

sobrevivió en alguna variante y ha tenido un nicho para dar lugar a otras cepas.

“Además, de Ciudad de Dios nos llegaron informes de síntomas extraños, aunque

inofensivos hasta ahora. Lo delicado es que detectamos la presencia de una estructura con un

ADN parecida a la del virus original. No sabemos lo que está pasando. Sobre todo porque

desde hace año y medio ya no nos llega información de Ciudad de Dios.

–¿De qué información me está hablando?

–Dícelo –le exige Víctor a José Guadalupe.

–Son noticias clandestinas que nos enviaba Quetzal del hospital #3 de Ciudad de Dios –

exclama José Guadalupe al entregarte un disco y unos documentos impresos.

–¡Dios mío! –exclamo después de revisarlos rápidamente–. ¿Me está diciendo que en el

peor escenario ya hay miles de personas infectadas?

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–En el peor escenario, Valeria, veremos triplicado lo que pasó con el virus del SIDA en la

cuarta parte del tiempo. Lo sucedido en la pandemia de 2020 parecerá un mero entrenamiento.

–Sé que eres bromista, Víctor, pero esto ya ha llegado demasiado lejos.

–No es ninguna broma, te lo juro por mi hija –reitera Víctor con una frase que hace tiempo

acordaron emplear solamente para distinguir en caso de emergencia una broma de algo real.

–¿Pero cómo puede ser que nadie se haya dado cuenta?

–Valeria, ¿has estado en los hospitales de Ciudad de Dios? –me cuestiona José Guadalupe.

No tienen base de datos, manejan casi todo en papel, hacen todo lo posible para no hacer

análisis alguno y prácticamente todos sus medicamentos son de mediados del siglo pasado.

¿Qué importancia le darían a una gripe que, aunque parezca extraña, no causa ningún trastorno

grave? Tienen el ambiente propicio para que el virus avance, de forma muy similar a lo que

sucedió con el SIDA en su primera variante.

–Suponiendo que todo esto fuera cierto, ¿qué debemos hacer?

–Debemos trazar a toda prisa un árbol de evolución. No sabemos si la cepa actual proviene

de la anterior o incluso evolucionaron de una tercera variante. Después tendríamos que tratar

de detectar en donde reside la capacidad de transformación del virus para acabar con ella.

Simultáneamente, hay que crear vacunas contra las variantes actuales. Esperar a exterminar las

cepas mortales cuando surjan es un suicidio; tarde o temprano nos vencerán.

–Todo eso son sólo suposiciones, Valeria –reitera Víctor, aumentando el enojo de José

Guadalupe.

–Lo entiendo, pero para todo eso no me requieren a mí. ¿A qué han venido realmente?

–Queremos que lo divulgues en televisión, Valeria –te aclara Víctor.

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–¡Eso no puede ser! –digo mientras me paro rápidamente de mi asiento–. Mi programa es

sobre la historia de la ciencia.

–¡Esto también es la historia de la ciencia! –estalla José Guadalupe–. Cuando se busca una

explicación a oscuras y se viaja de la esperanza a la incertidumbre; cuando cualquier ruta que

uno puede imaginar destroza nuestro sentido común.

–¡No estoy autorizada para eso! –exclamo tratando de dar por concluida la plática.

–Sí lo estás, Valeria –ataja Víctor–. El contrato sólo te obliga a presentar el guión

preliminar ante una comisión y que cualquier cambio sea autorizado por el supervisor. El

guión puede ser un tema que te han pedido en varias ocasiones: la vida de El Gran Hacker.

Sobre la marcha cambiamos algunos diálogos y manejamos todo esto como la suposición de

algunos investigadores. Estrictamente, no estarías mintiendo en nada y te puedes respaldar

sólo en información de carácter público.

–No lo van a autorizar.

–Ya te lo dije, Valeria. La comisión sólo verá el primer guión.

–¿Y el supervisor?

–Tú sabes que supuestamente los viernes revisa la última versión. En realidad te firma en

unos segundos cuando él y su amante tienen una cita pendiente.

–¡Cancelarían el programa! –protesto.

–¡Eso sería lo mejor! –exclama José Guadalupe–. ¿Te imaginas? Que saquen del aire los

capítulos que quedan haría que todos se preguntaran la causa.

–¿Y yo? ¿Qué pasaría conmigo?

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–Te enviaría un correo electrónico donde te notifico que ya lo autorizó el supervisor –

menciona Víctor–. De esa forma ambos pueden culparme a mí. A ti te darían una

compensación, como lo estipula el contrato.

–¿Por qué no esperamos el resultado de las investigaciones?

–¿Qué investigaciones? –dice desesperadamente José Guadalupe–. Los corporativos

farmacéuticos ya lo hubieran hecho si vislumbraran una vertiente comercial; el tema

prácticamente está vetado por el gobierno y la mayoría de investigadores no entrarán a un

punto tan polémico. Prefieren proyectos sencillos que les garanticen cumplir sus publicaciones

a tiempo y así no perder sus sobresueldos por productividad. Los pocos que estamos en esto

no podemos proseguir sin abrir las puertas de Ciudad de Dios.

–¿Y por qué no lo dan a conocer ustedes? –cuestionas bastante disgustada.

–Ya lo hicimos, Valeria, desde hace dos años –aclara Víctor–, pero rara vez un buen

investigador es un buen divulgador. ¿Crees que la gente entendería cuando hablan de la

composición interna multifuncional del crecimiento de un microorganismo de naturaleza

inestable? Necesitan un puente, alguien que traduzca lo que dicen a palabras sencillas sin

quitar su verdad. Y, sobre todo, que pueda llegar masivamente en un solo golpe. Ésa es la

magia que tú tienes.

“Además, pareciera que los dos grandes consorcios televisivos que hay tienen la consigna

de evitar que se toque el tema. Y sabes que las redes sociales son manipuladas con bots que

siguen la línea gubernamental o con “noticias bomba” que cambian el tema de atención. No

llegaríamos prácticamente a nadie cuando ya estaríamos neutralizados. Actualmente nosotros

somos la única esperanza para que el problema sea divulgado masivamente.

Callas. Siempre sueles hacerlo cuando no sabes qué camino tomar.

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–¿Importa más su prestigio y su dinero que esto? –explota José Guadalupe–. ¡Claro!

Valeria, la gran divulgadora, la mujer que habla de la historia de la ciencia pero que nunca

interviene cuando ésta se crea, cuando en el camino reina la ambigüedad y el temor. Nosotros

también tenemos miedo. Todos iríamos a prisión si saben de los reportes de Ciudad de Dios.

–¡Tranquilízate! –exige Víctor–. ¿Cómo quieres que revise todo en un minuto? Valeria,

sólo prométeme que lo pensarás y que, decidas lo que decidas, no dirás nada de lo que hemos

hablado.

–Cuenten con eso –murmuras.

–¿Estás seguro que no dirá nada, Víctor? –cuestiona alterado José Guadalupe.

–Valeria no es muy audaz, pero es una de las personas más confiables que puedes

encontrar.

–Una última duda, señores. –digo después de un largo silencio–. ¿Ya hablaron con El Gran

Hacker sobre todo esto?

–Sí –responde Víctor–, pero estamos de acuerdo con él. Si interviene directamente, el

gobierno desatará una “cacería de brujas” antes de que podamos divulgar lo que queremos. No

imaginas cuán vigilado está, sobre todo desde que alguien rompió El Muro que separaba la

Zona de Niveles de Ciudad de Dios hace poco más de un año. De hecho, él nos sugirió que

viniéramos contigo.

–¿Les dijo algo más? –preguntas ansiosamente.

–¿Sobre qué?

–Olvídenlo –solicito en voz baja–. Sobre nada en particular.

Víctor y José Guadalupe salen dejando mi frágil tranquilidad hecha añicos. No puedo creer

que pueda existir un virus mutante, pero al mismo tiempo sé que mi asistente nunca da un paso

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sin haber realizado un análisis muy minucioso. ¿Por qué no existe un amigo que me cuestione

y me ayude a clarificar mi senda? El único que tuve algún día ya no está junto a mí. Hoy le

suelen llamar El Gran Hacker.

¿Cuántos años tocó a mi puerta para hablarme de búsquedas y soledades? Me asomaba a

sus mundos eclécticos, como si su vida fuera un caleidoscopio eterno de plenitudes y

nostalgias. “La muerte me invita cotidianamente a acompañarla”, me dijo alguna vez. Fue

cuando me di cuenta que explorar era como una droga imprescindible para él.

Porque los perseguidores de mundos sienten en magnitudes distintas y ven mundos nuevos

que nadie más alcanza a percibir, mundos que por instantes se asoman en un parto luminoso y

repentino. Corren tras ellos como un niño tras una efímera luz desconocida, pues ésa es la

única forma que tienen de escapar de la muerte.

–¿Qué estaremos haciendo dentro de quince años? –le preguntas a José. Presientes

que ésa es la última vez que lo verás.

–Tú tendrás una vida apacible –te responde–. De vez en cuando querrás perseguir

esas plenitudes que lo inundan todo, pero es algo que nunca te será esencial. Yo

caminaré añorando la imagen que forjé de ti, entre paisajes que frecuentemente me

recordarán tu rostro.

–Quizá. Mientras, lo que quiero es sentirme bien conmigo misma –replicas. No

agregas nada más. Nunca te ha gustado imaginar el porvenir.

Sé que durante toda mi vida lo he extrañado, casi sin darme cuenta. Tal vez porque los

universos que realmente deseo se van acercando a los que él me enseñó y se alejan lentamente

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de mi senda cotidiana. Pero él no me llamará (aunque tal vez lo desee rabiosamente). Se lo

prohibí al tiempo que prometía a mi pareja no volver a buscarlo. Diariamente he reiterado esa

decisión (“lo que define al hombre son sus decisiones”, me dijo El Gran Hacker varias veces).

“¿A quién nos debemos?”, le cuestioné en mi última misiva. Hoy vuelve a surgir esa

pregunta. ¿Cómo explicarle a mi compañero que se va a hacer un documental sobre El Gran

Hacker; que voy a entrevistarlo en busca de un virus que todos consideran ya controlado?

No puedo impedir que un enorme vacío se apodere de mi cuando borro el disco que me

entregaron y quemo los papeles... Porque las llamas me devolverán mi seguridad, lo sé, pero

también sé que al mismo tiempo consumirán inmensidades que nunca regresarán.

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XIII. Promesas

Las nubes se arremolinan en tumulto gigantesco. Se amontonan,

resbalan, se conjuntan… se oscurecen finalmente. El viento hace

crujir maderas de ingenuos hogares que lloran ante el dolor

inminente. Pero cipreses de raíces arcanas se levantan y tienden

ramas protectoras.

La locura y la nobleza se entremezclan. El combate comenzó.

M.A.R.

Llegas impaciente a tu oficina esperando las nuevas noticias que te trae tu asistente. La

sencilla puerta muestra un pequeño y cuidado anuncio: “Irma. Secretaria General del Partido

Anti-niveles”. Últimamente, leerlo te pone triste. Todo lo has arriesgado en jugadas que no

han funcionado y no puedes explicar la causa. Pensaste que la destrucción de El Muro, hace

más de dos años, causaría gran enojo entre la población. Cuando se supo sobre la corrupción

que hubo al construirlo supusiste lo mismo. ¿Una adjudicación directa con esos montos,

habiendo tantas empresas que podían fabricarlo a un costo cuatro veces menor?

Creíste que las investigaciones del llamado virus mutante que ustedes hicieron públicas

cinco meses antes dañarían a la coalición en el poder. Ustedes tardaron varios meses en

entender los argumentos del investigador José Guadalupe y comprender que las docenas de

miles de personas en Ciudad de Dios con esa gripe tan peculiar tenían, muy probablemente,

una variante del virus que descubrió un hombre apodado El Gran Hacker. Entonces acusaron

al gobierno por hacer caso omiso de esta emergencia de salud, a pesar de los avisos reiterados

durante tres largos años. Tenían documentos gubernamentales confidenciales que podían

demostrarlo.

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Pero el gobierno respondió con una costosa campaña acusándolos de alarmar con mentiras

a la población, apoyándose por las dos más grandes cadenas televisivas y un innumerable

ejércitos de bots en redes sociales. Dijeron que era demasiada casualidad que a la siguiente

semana el Partido Anti-niveles declinase su candidatura presidencial a favor del Partido

Progreso a condición de que hiciera suya la demanda de desaparecer los niveles; que era

demasiada casualidad también que el Partido Progreso aceptase e hiciera un llamado a una

votación masiva en Ciudad de Dios. Todo era un engaño, según sus anuncios.

Hoy se agrega un escándalo más: la existencia de un Nivel 6 secreto, de élite, que controla

prácticamente todas las decisiones del país. Lo que más duele es que les hayan entregado todas

las donaciones de órganos y los derechos a tratamientos especiales costosos que

supuestamente eran al azar. Las pruebas son contundentes: las revistas que de manera aislada

dieron cuenta de muchas de ellas, el banco de datos de compatibilidad de órganos y los

reportes de los hospitales que hicieron la intervención.

¿Casualidad? La probabilidad de que hayan sido asignados conforme a la ley es una en cien

millones, según los cálculos que hicieron algunos matemáticos. Miles de personas seguirán

muriendo en espera de una donación que nunca llegará.

Hace un mes hubieras anticipado una protesta masiva y la caída electoral de la coalición en

el poder, pero ahora no sabes qué esperar. Todo se ha ido derrumbando. ¿Dónde están las

raíces que forjaron tu existencia?

Tratas de calmarte y ves nuevamente uno de los videos que ustedes han difundido

masivamente a través de discos y de Internet. La protesta fue organizada por Alberto, mejor

conocido como Corazón de Pollo, uno de los líderes pacifistas de Ciudad de Dios. Después a

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tu asistente se le ocurrió conjuntar los videos que varios habían tomado utilizando teléfonos

celulares.

Unas treinta mujeres jóvenes salen con medio centenar de niños y cruzan el retén

de Ciudad de Dios. Los tres policías hacen intentos infructuosos por detenerlas. Al

final, sólo pueden capturar a una señora que se lastimó un pie al correr. Ella guarda

silencio y no opone resistencia.

Un kilómetro después llegan a la feria. Al principio, los comerciantes tienen miedo,

pero a fin de cuentas las ventas han sido bajas durante todo el año. Las mujeres se

intercalan con los otros clientes y los niños hacen filas para subir a los juegos o

forman equipos de fútbol.

Una niña participa, pero conserva en todo momento su mirada nostálgica.

–Es La Niña Tristeza– le explica una señora a otra.

Cuando la policía llega es imposible distinguir quiénes son de Ciudad de Dios.

–Se les pide a las personas de la Zona de Niveles que se retiren hacia los extremos

del parque para verificar sus identificaciones –dice un policía desde el altavoz.

Nadie hace caso. Uno de ellos va directamente hacia una joven.

–Su credencial, por favor.

Ella intenta sacarla cuando su amiga la detiene.

–Que nadie le haga caso –dice a gritos–. ¿Se acuerda de mí? El otro día me

manoseó toda para “ayudarme” a buscar mi credencial cuando se dio cuenta que no la

traía. ¿A cuántas les piensa hacer lo mismo hoy?

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El policía intenta apresarla, pero en su radio se escucha la orden de replegarse

hacia los extremos del parque. Así permanecerán durante un par de horas, a pleno

sol, sin hacer ninguna otra cosa más que observar. Varias mujeres dejan cubetas de

agua y vasos a algunos metros de los contingentes policíacos.

–Tomen algo –exclama una de ellas riéndose–. No se nos vayan a desmayar.

Acto seguido, bebe un vaso de agua.

–Para que vean que no hay trampa –agrega en tono burlón.

Un policía novato intenta aceptar el ofrecimiento pero otro lo coge del brazo. El

reglamento les prohíbe recibir cualquier presente de las personas a quienes van a

apresar. Nunca se brincan esa norma cuando están a la vista de todos.

La estrategia es sencilla. Faltan tres horas más antes de que el parque cierre sus

puertas. En ese momento a todos se les revisará su credencial para verificar que no

son de Ciudad de Dios.

Por fin, el parque cierra. Los policías están irritados con sus jefes después de horas

de estar de pie sin agua y sin comida. La orden es tajante: “apresar a toda persona de

Ciudad de Dios”, pero todos caminan en grupo, incluyendo los propios comerciantes.

Una frase sencilla les impide hacer detenciones: “ellos vienen conmigo”. Todos saben

que cualquier persona puede ir a un lugar de nivel superior si es invitada por alguien

de dicho nivel, aunque al anfitrión le tocaría la mitad de la condena si su invitado

delinque. Han sido engañados con un truco sencillo y predecible.

–Señoras y señores: me llamo Alberto y soy uno de los organizadores de este paseo.

Les pedimos su cooperación para completar la fianza de la compañera Carmen que

fue detenida –dice un joven mostrando una gorra cuando llegan a Ciudad de Dios–. A

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cambio, un pequeño obsequio. Escojan ustedes: juguetes, una muestra de tequila o un

libro de poemas –agrega con una carcajada franca y cristalina.

Nadie se niega a cooperar.

Como epílogo, la risa de los niños de Ciudad de Dios que fueron al parque,

mientras un mensaje se despliega de diferentes formas: “¿conoces los diferentes

rostros de Ciudad de Dios?”

Todos aprobaron el guión, con la condición de quitar la imagen de La Niña Tristeza. En los

créditos finales ves tu nombre: Irma, Secretaria General del Partido Anti-niveles. ¿Cuántas

ilusiones se forjaron en ti el día en que el Partido decidió un cambio radical en sus métodos de

lucha y te nombró su dirigente? La semana entrante se cumplirán dos años.

Amado Mauricio, tu asistente, interrumpe tus pensamientos. No necesitas preguntar nada

ante su gesto pensativo.

–Seguimos en 22% –exclama–. Casi lo mismo de hace un año, si sumamos el 5% de

nosotros y el 15% que tenía el Partido Progreso.

–Me equivoqué, Mauricio. Los llevé a un callejón sin salida –dices con tono resignado.

–No es cierto, Irma. Algo pasa en las calles. Tú no lo crees, pero la gente está ponderando

todo lo que escucha para dilucidar si es verdad. Es tan increíble, que tienden a creer que son

cosas aisladas, como si vieran una película y no estuvieran allí. Si siguen pensando en votar

por el gobierno actual es por confusión. Creen que todo lo que va surgiendo son

maquinaciones nuestras. Su sociedad, que creían ordenada y estable, está mostrando su rostro

verdadero; se marcha para siempre y aún no saben qué mundo nacerá. Ve esto, Irma, es un

análisis de unos estudiantes de Sociología: 20% están seguros que votarán por nosotros; 40%

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por la coalición en el poder; y el 40% restante están con ellos aparentemente, pero cada día se

encuentran más indecisos. Todas las semanas se altera ese porcentaje. Podríamos ganar si se

presenta algo que termine de inclinar la balanza.

–No creo en milagros, Mauricio. Además, ya no tengo otro as bajo la manga. Sólo quiero

que peleemos muy fuerte hasta el final. Esa es la directriz.

–Aunque el resultado fuera el mismo, hemos avanzado mucho –te dice para consolarte.

–Lo mismo escuchábamos en cada elección.

–Pero es la primera que nosotros estamos en esta oficina.

–Sí, y eso es lo que me espanta. Que hoy estamos aquí y todo sigue igual.

Cuando él se retira sacas un video de una caja.

Unos doscientos jóvenes están en una playa virgen llamada El Ticuiz, en uno de los

campamentos juveniles que año con año el Partido Anti-nivel suele organizar. A unos

cincuenta metros del mar se halla una vieja laguna que se llena de vegetación flotante

al atardecer. Justo a esa hora, los compañeros aprovechan para bajar los cocos de las

palmeras y comienzan a tocar sus guitarras y a contar chistes subidos de tono,

mientras voltean discretamente hacia una hermosísima chica del norte del país.

Reconoces a más de la mitad de ellos: Amado Mauricio, Pável Blanco, Rosario, “La

Negra”, a ti misma, Lídice, “El Gori”, Pancho…

Varios de ellos desertarían posteriormente buscando salir de los métodos rígidos que el

Partido delineaba. Casi todos eran gente honesta. No funcionó lo que pensaron ellos ni lo que

tú intentaste. El día que se retiraron entre abucheos e insultos fuiste la única persona que les

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dijo una frase amable: “Me conformaría con que alguno de los dos demostrara algún día, tener

razón”. ¿Qué fue de ellos? ¿Por qué sólo mantuviste el contacto con unos cuantos?

Por primera vez piensas que el negociador de Ciudad de Dios que te visitó hace seis meses

estuvo en lo correcto. Le platicaste tu estrategia de hacer una coalición con el Partido Progreso

a cambio de que ellos hicieran suya la demanda de desaparecer los niveles, pero para eso

requerías una tregua de los grupos radicales de Ciudad de Dios. Nada de violencia durante y

después de las elecciones si lograban desaparecer los niveles. Aún te parece que como si lo

estuvieras viendo.

–A Ciudad de Dios siempre la han hecho a un lado –argumentas–, excepto en el

voto. Hoy sólo participa el 30% y tiene el 60% de los votantes. Ciudad de Dios puede

decidir la elección.

–No será tan fácil, Irma. En Ciudad de Dios no confían en las elecciones ni en tu

partido. Si estoy aquí es porque algunos confiamos en ti. Pero tal vez sí crean lo que

me dices del virus mutante; ya es demasiada gripe para ser normal. ¿Qué vas a

ofrecer a cambio del apoyo que solicitas? Piénsalo bien. De la tregua ni te preocupes,

los líderes radicales dejarán vía libre. Su estrategia es sencilla: un gran fracaso

electoral aniquilaría a los líderes pacifistas. A eso le están apostando.

–¿Qué piensas tú de todo esto?

–Yo sí creo lo del virus. Pero no me hagas mucho caso; soy un simple negociador.

–No dejes tu respuesta a la mitad.

–Conste que tú me lo pediste. Yo creo que discutir esto son pendejadas. Para mí

que a todos ya nos llevó la chingada.

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Tal vez esté en lo cierto, tal vez ya no hay nada que hacer. No influyó en lo absoluto que

declinaras tu próximo escaño como diputada a favor del Partido Progreso para convencerlos

de hacer la coalición o que buscaras métodos novedosos en este partido donde predominaban

tácticas del siglo pasado. Nada ha cambiado.

Rememoras las dos promesas secretas que hiciste para llegar a la Secretaría General. A los

jóvenes les dijiste que nunca verían un escrito con tu renuncia, por más presiones que tuvieras;

a “La Vieja Guardia”, que no seguirías en el cargo si no peleaban al tú por tú las elecciones.

Dos promesas imposibles de cumplir simultáneamente dentro de un par de meses, excepto por

una vía. Ya tienes en tu mente el día, el lugar e incluso el arma que usarás para quitarte la

vida.

Lloras. Lo has hecho diario durante el último mes cuando estás a solas. Siempre a puerta

cerrada. Ese es el último consuelo que hoy te queda: nunca te verán llorar.

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XIV. Máscaras

Los espejos se hicieron añicos; sus partes reptaron como

camaleones danzantes. Los cristales mostraron la gruta asesina.

Escarchas, hielo, voces, nubes, ríos grises de figuras ansiosas… todo

quedó al descubierto. Hoy resurge la vida. Hoy empieza el

reencuentro.

M.A.R.

Llegas al lugar en que te citó Diana después de cruzar cuatro kilómetros de un bosque

semi-seco. La descubres a cincuenta metros de la entrada del restaurante, en medio de un olor

nauseabundo.

–Mi abuelo me contó, Braulio, que cuando era niño vino a este lugar y bajó por aquellas

escaleras en forma de caracol –te dice Diana al percibir tu presencia–. Conforme descendió la

luz se perdió hasta desaparecer totalmente y entonces un hombre vestido de monje encendió

una vela e interpretó un Canto Gregoriano.

“Volvió quince años después y el bosque lo recibió carcajeándose a través de su riachuelo

de agua helada y cristalina. Si querían beberla simplemente la ponían al sol en una jícara.

¿Cómo imaginar que ese canal, que hoy transporta aguas negras, antes tenía una inusitada

transparencia? ¿Cómo explicarle eso a nuestros hijos, Braulio, cuando a ellos se les hace

natural que hace veinte años hayan muerto doscientas mil personas por la llamada ‘Guerra por

el Agua Potable’?

“Después de ese conflicto todos clamaron orden al precio que fuera. ¿Te acuerdas cómo

salían a la calle a exigir la presencia permanente del ejército? El mundo de niveles fue la

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respuesta. Nunca más hubo un problema de esa magnitud. Ahora nuestros muertos caen

silenciosamente, como si no quisieran interrumpirnos. Sus voces callan ante un partido de

fútbol o por el divorcio de una estrella famosa. ‘Venid a ver correr la sangre por la calles’,

decía un poeta. Pero nosotros tememos verla, cerramos la puerta de los velorios para que los

rezos y el llanto no toquen nuestra piel.

Entran a ese peculiar restaurante situado dentro de lo que fuera un bello monasterio del

Siglo XVII. A veinte metros de la entrada desaparece ese aroma insoportable.

–Desde aquí todo es muy bello –comentas al observar una exuberante vegetación.

–Sí, Braulio, un pequeño remanso de Nivel 4. Eso es lo que hemos venido construyendo:

pequeños nichos que nos aíslan de un mundo violento y decadente.

“¡No sabes cómo me ilusionaba llegar al Nivel 6! Cuando uno es de Nivel 6 se siente

resguardado de todo. ¡Qué ilusos somos! Pasado un tiempo el dolor llega a nosotros como si

fuera un camaleón sangriento: secuestros, depresiones o asaltos. La Hermandad fue el primer

aviso; nunca se pudo pactar con ella. ¡Tengo miedo, Braulio! Tengo temor de lo que hemos

hecho con esta tierra; tengo miedo del porvenir. Pero sobre todo tengo pavor al virus mutante

que ha tocado nuestro hogar y que mi niño de dos años lleva en sus entrañas.

Diana calla.

–Sí, Braulio –añade Diana como si respondiera a tu silencio–, siempre ha existido el nivel

6. Aún más, en la práctica hay un nivel superior.

–¿Un Nivel 7? –preguntas asombrado.

–¿Cuántas familias son de Nivel 5? Un millón tal vez. Al Nivel 6 pertenecen posiblemente

cien mil. Quienes lo encabezan son dos mil o tres mil familias nada más. Ellos preaprueban los

proyectos de ley, revisan la lista de posibles candidatos a puestos políticos y, hasta hoy lo

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sabemos, tienen absoluta prioridad sobre las donaciones de órganos y el acceso a tratamientos

altamente costosos financiados con recursos públicos.

“¿Sabes qué me espanta de todo esto, Braulio? Que ese grupo ha decretado que el virus no

existe, pero estoy segura que Quetzal sabía algo sobre él y por eso estuvo mandando informes

clandestinos desde el hospital #3 de Ciudad de Dios.

–Por eso la mataron –afirmas y cierras los ojos con gesto de dolor.

–Por eso tal vez o quizá porque podía probar la existencia del Nivel 6. ¡Que tontería! Si ella

hubiera querido sacar provecho de esa información hubiera aceptado la petición de noviazgo

que le hizo un joven de Nivel 6.

–Tal vez él la mandó asesinar –exclamas totalmente confundido.

–Nunca haría eso, Braulio, te lo aseguro. Por el contrario, vio con tristeza ese crimen, igual

que la mayoría del Nivel 6. Quetzal era muy carismática.

“Iré al grano, Braulio –exclama Diana en forma tajante–. El grupo dirigente del Nivel 6 ha

hecho todo lo posible por ocultar las investigaciones sobre el virus mutante, antes y después de

la muerte de Quetzal. Pero muchos estamos en desacuerdo, por eso alguien filtró toda la

información acerca del virus al Partido Anti-niveles. La respuesta fue una enorme y costosa

campaña para desacreditar la investigación. Pero un virus no se acaba por decreto. ¿Cómo

puedes combatirlo ocultando la verdad?

–¿Tienes los informes que mandó Quetzal?

–No, pero algunos especialistas que conozco los han leído. Según ellos hay demasiados

indicios que ameritan una investigación prioritaria, pero nada para tener algo concluyente.

Supongo que Quetzal sabía eso y buscaba un camino que pudiera hacer avanzar esas

indagaciones. Es la única pista que tenemos en este momento.

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–El virus mutante, ¿eso fue lo que buscaba Quetzal?

–Quetzal buscaba todo, tú lo sabes mejor que nadie. Incluso, decía que si no cambiaban las

condiciones era inminente una guerra civil. Le dijimos muchas veces que estaba equivocada y

que su absurda manía de averiguarlo todo era muy peligrosa. Pero al final veo que tuvo la

razón: a largo plazo la verdad es la única luz que nos puede guiar.

–Hay algo que no entiendo –dices tratando de asimilar lo que Diana te confiesa–. ¿Cómo le

beneficiaba al Nivel 6 ocultar la información sobre el virus?

–No le beneficiaba, Braulio. Pero alguien de Nivel 7 descalificó las investigaciones y nadie

quiso enfrentarlo. La mentira crece por sí misma cuando no se le combate. Y lo que es la

ironía: hoy ese virus ha dividido al Nivel 6 y poco a poco va unificando a Ciudad de Dios.

“Sólo se me ha ocurrido un camino para comenzar a buscar. ¿Sabes que tengo aquí? La

película del día en que rompiste El Muro y la dirección de un amigo en donde la podemos ver.

–¿Cómo conseguiste eso? –exclamas sorprendido.

–No soy la única que le tiene miedo al virus mutante. Muchos darían la mitad de sus

fortunas por saber que sus hijos están sanos y que pueden caminar sin temor por todos los

lugares. El propio Nivel 6 comienza a sentirse dentro de una prisión.

–Sea como sea, Diana, allí debe estar la respuesta a nuestro enigma –exclamas en tono de

esperanza.

–Ojalá así sea Braulio –te responde Diana. A continuación enciende una vela y susurra una

nostálgica canción.

***

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–Pasen. Los esperaba –dice un hombre alto de mirada penetrante, cuando llegan a su

domicilio.

–¿Te hicimos esperar mucho? –pregunta Diana apenada.

–Algunos años. Pero quizá aún llegan a tiempo –dice en forma enigmática.

Ni tú ni Diana hacen caso al extraño comentario.

–Él es Braulio –aclara Diana–. Es de mi absoluta confianza.

–Te presento a Miguel –añade Diana dirigiéndose a ti–. Es la persona de quien te hablé.

–¿Qué dicen los pericos? –preguntas para romper el tenso silencio que se crea segundos

después.

–¡Eso es tener buen oído! –te contesta riéndose Miguel–. Dicen el nombre de mi hija:

Selene.

–¡Yo no escucho nada! –exclama Diana entre molesta y sorprendida.

–Porque tú sólo oyes lo que te conviene –dice Miguel con una mueca de ironía.

–¡No vayas a seguir el juego, Braulio! –te ordena Diana a punto de estallar.

–Mejor cambiamos de tema –agregas–. ¿Crees poder leer este formato?

–Ese es un sistema multiformatos –exclama Miguel con tono de presunción–. Sus

programas rompen las rutinas de encriptación y seguridad más conocidas. He tardado años en

integrarlo.

–Sé que eres un experto en criptografía y seguridad, Miguel, pero no creo que sea necesario

tanto esfuerzo –aclara Diana ya más tranquila–, me aseguraron que ya no tenía candados.

Un par de minutos después ven en una enorme pantalla a Ciudad de Dios. Las imágenes

reflejan una ciudad mísera y violenta que uno quisiera olvidar.

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–¡Ahí está! –gritas lleno de coraje al reconocer al homicida–. Él asesinó a Quetzal. ¿Cómo

es posible que todavía camine libremente?

–Ese hombre no pudo haber matado a nadie –dice Miguel con tono pensativo–. No existe.

–¿Qué dijiste? –preguntas desconcertado.

–¿Qué sientes al mirar ese video, Diana? –cuestiona Miguel como si no hubiera escuchado

la pregunta.

–No lo sé –responde Diana estupefacta–. Asco, tal vez. Desde el primer minuto, me ha

costado trabajo seguirlo viendo.

–Eso siempre fue lo que buscaron. Una imagen que vieras unos minutos pero cuya

sensación no pudieras borrar.

–¡Demonios! Repite lo que dijiste, Miguel –exiges alterado.

–¡Dije que ese hombre no existe! Lo que ven es un software de simulación, el equivalente

a una fake news personalizada en realidad virtual. Lo hizo mi maestro con la idea de poder

filmar divulgación científica sin necesidad de actores reales. Combinó rostros de personas con

pinturas: Renoir, Van Gogh, Botero, Rubens y El Greco, entre otros. En las primeras pruebas

se dio cuenta que esas imágenes hacían explosivos todos los sentimientos, pero ya no pudo

ajustar nada. La empresa lo despidió y después usó el software para crear El Muro.

–¿Cómo es que nadie se dio cuenta? –inquieres.

–Era casi imposible descubrir el engaño. El 80% de la información que nos llega proviene

de la televisión abierta o redes sociales manipuladas, y en estas nunca se muestra durante más

de un minuto alguna imagen de Ciudad de Dios. La idea es elemental: la Zona de Niveles sólo

veía El Muro y éste casi nunca era visto por Ciudad de Dios. Después de todo, la campaña

contra los grupos anti-nivel siempre ha estado ligada por el miedo de lo que veían en El Muro.

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Muchos presentían algo extraño, pero prácticamente nadie se atrevía a cotejar contra la

realidad y los pocos que lo hicimos nunca pudimos reunir pruebas suficientes ni tener acceso a

los escasos medios de comunicación masiva que existen.

–Tal vez eso buscaba Quetzal –dices en tono dolorido.

Miguel hace un gesto nostálgico como respuesta.

–¡Les hubiera gustado conocer a mi maestro! Era un verdadero Fabricante de Lunas.

–¿Cómo dijiste? –dices sorprendido–. ¿Fabricante de Lunas?

–Sí, ¿por qué? –cuestiona Miguel.

–Esa frase la decía constantemente un amigo llamado Pável y varias veces se la escuché a

Quetzal.

–¿Podrías reconocer a Pável en esa foto? –te contesta Miguel señalando una antigua

fotografía.

Te pones de pie para buscarlo. La imagen muestra un grupo totalmente heterogéneo de

unas doscientas personas en un centro de convenciones, justo al lado de un bello espacio

escultórico dedicado a Don Quijote de la Mancha. Al lado, los niños retozan en un juego

infantil con forma de cohete espacial.

–Es el tercero de la segunda fila –contestas después de observar minuciosamente.

–Mi maestro está en la fila de abajo; mi padre está a su lado.

–¡No entiendo nada! –protesta Diana como tratando de comprender todo lo que escucha.

–Hace dos décadas unas doscientas personas, entre ellos decenas de militantes del Partido

Anti-niveles, se reunieron –aclara Miguel–. Como muchos, juzgaban que cada nivel era una

prisión implícita que sólo alguien de nivel superior podía eliminar por momentos. Para ellos

una sociedad organizada de esa forma era un enorme ser vivo enfermo y demasiado frágil, que

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sólo podía derivar en una inminente guerra civil o tragedias ecológicas o de salud. Lo inusual

fue el camino que tomaron: contactar a todos los que pudieran tener algún motivo potencial

para desear desaparecer los niveles y provocar que se conocieran entre ellos,

independientemente de su profesión o afiliación política, como si reconstruyeran las

conexiones neuronales de un cerebro enfermo. Se autoimpusieron algunas reglas: no mentir,

no hacer actos violentos y una estructura sin niveles jerárquicos, como la de la primera red de

Internet que tuvo la humanidad. El Partido Anti-niveles vetó la propuesta y entonces quienes

estaban afiliados a él decidieron renunciar.

–¿Qué buscaban exactamente los Fabricantes de Lunas? –inquieres.

–Terminar con los niveles y detener la degradación del planeta. Mi padre intentó

explicármelo creando un programa de computadora que el mismo diseñó, hace

aproximadamente quince años. Es un simulador ecológico-social del planeta que puede

adaptarse para diferentes ecosistemas y pueblos, aunque él siempre uso satélites imaginarios;

lo llamó Esperanto. Cuando comencé a manejarlo condenaba a muchas especies a la extinción

o provocaba una guerra civil en menos de dos décadas. Mi padre pasaba mucho tiempo

reprogramando ese juego y yo siempre se lo reclamé. “¿Sabes por qué me importa tanto –me

dijo un día- Porque tú estás allí”, dices con voz entrecortada por el resentimiento y la culpa.

Un día nos enojamos tanto que me alejé de él durante muchos años. Hasta que me llamaron

para decirme que deliraba en su lecho de muerte repitiendo frases incoherentes sobre su mayor

obsesión.

–¿Su simulador? –preguntas.

–No, me llamaba a mí –te contesta Miguel llorando durante largo tiempo.

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“Cuando mi hija Selene iba a cumplir once años descargó el simulador que mi padre había

publicado en INTERNET un año antes de morir y se llevó el más fuerte regaño de su vida.

Después obtuvo el tercer lugar a nivel nacional en un concurso de matemáticas, unos días

antes de cumplir doce años. Cuando le ofrecí un premio sólo sonrió tristemente. Aún recuerdo

ese día como si fuera hoy.

–¿Qué quieres de regalo de cumpleaños? –le preguntas a tu hija Selene.

–Antes prométeme que me lo vas a dar –te contesta igual que cuando era niña.

–Prometido “de promesa cumplida” –le dices siguiendo su juego.

Todavía tarda un minuto en contestarte.

–Quiero que me dejes jugar con el simulador.

Tú guardas silencio sin saber qué hacer. Odias ese software y amas a Selene. ¿Qué

sentimiento pesa más: el resentimiento o el amor? Por fin te levantas sin emitir

palabra. Cuando estás cerrando la puerta escuchas que Selene comienza a llorar.

–Te quitaré el permiso si descuidas tus estudios –agregas finalmente.

“Ese día Selene se lastimó levemente un pie cuando hizo un mortal hacia atrás a manera de

festejo –continúa Miguel después de un largo silencio–. Desde entonces empezó a traer a sus

amigos y muy pronto superaron mis intentos solitarios. Me decían totalmente fascinados que

es un juego que no puedes ganar solo, si únicamente ves una parte o si mientes. Curiosamente,

eso provocó que aprendieran más rápido que antes y se volvieran más sociables. Me acuerdo

de mi padre cuando los veo planear estrategias y a veces rifarse los lugares.

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“Un día, a solas, me reintroduje en el simulador. Cuando entras en él por motivación propia

sientes una enorme necesidad de conocimiento y de apego a la verdad. Finalmente me di

cuenta que mi padre lo creó para buscar una respuesta que nunca encontró. Por eso decidí

publicar en Internet varias versiones que él hizo del juego y no dio a conocer. Eso fue hace

tres años, como regalo de cumpleaños para Selene, junto con sus trece velas del pastel.

Increíblemente, ya lo usan sesenta millones de personas y circulan más de cien versiones. Sin

embargo, la más grande y completa que mi padre construyó (la de grado de complejidad 5),

nadie la ha podido descifrar.

–Tal vez Quetzal lo hubiera hecho de haber tenido tiempo –dices con gesto reflexivo–. Tu

padre le dio una copia del sistema incluso antes de publicarlo en Internet. Muchas veces me

obligaba a sentarme a su lado y me describía lo que estaba pasando y los motivos por los

cuales hacía cada jugada.

–No creo que alguien lo pudiera resolver de manera solitaria. –te responde Miguel–. Como

sea, voy a hacer algo que a mi padre le hubiera gustado: la gente tiene derecho a saber qué es

El Muro realmente. Desde hace años lo sabíamos, pero con esto tenemos las últimas piezas

para poder demostrarlo. ¿No es así, Diana?

–¿No es peligroso hacerlo a menos de dos meses de las elecciones? –cuestiona Diana aún

dubitativa.

–Nunca me han importado las elecciones. Además, ¿quién define el mejor momento para

saber la verdad?

–Hazlo entonces –dice Diana, con rostro afligido.

Aprovechas el silencio de ambos para hurgar en todas las fotografías. Diana intenta sentarte

nuevamente, pero Miguel la detiene. Tu vista se ha detenido en un rostro conocido: Quetzal.

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Miguel te observa con esa mirada que pareciera abarcarlo todo.

–Le regaló ese autorretrato a mi padre el día en que se convirtió en una Fabricante de Lunas

–te dice.

–Te equivocas, Miguel –expresas categóricamente–. Nunca se convirtió en una Fabricante

de Lunas. Siempre lo fue.

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XV. Caleidoscopio

Imagino tu cuerpo en la neblina, rodeado de reflejos infinitos.

Impregnas mi universo de tu olor que todo lo funde y lo penetra. Y

entonces los sonidos se entrelazan, fabrican espirales, juguetean con

colores casi transparentes. Soy constelación de mundos traslapados.

Eres universo en impetuosa sinfonía.

M.A.R.

El Parque de los Coyotes es un viejo conocido de todos. Su fuente multicolor refleja todos

los tonos en un torbellino permanente. Al atardecer, las hojas de los árboles parecieran

animales marinos jugueteando en una luz eternamente sideral. Allí nadie informará del nivel al

que pertenece. Se rompe el orden según unos; según otros, se ha puesto un dique a la

discriminación.

A propósito he llegado treinta minutos antes, para caminar por el lugar. Pienso en comprar

un café especial y un churro relleno, pero no me alcanza el dinero. Observo a los hombres que

están en un laberinto virtual, mirando con anteojos especiales. Cuando tocan la pared, ésta va

apareciendo ante sus ojos y la van recorriendo con las manos hasta llegar a la salida. Así van

jugando –como si fueran mimos expertos– a tener una cárcel donde los demás sólo ven aire.

Recuerdo la única vez que usé esos anteojos especiales.

–No te has dado cuenta de lo que más te gusta de este sitio –me dice Juan minutos

después de jugar en ese laberinto.

–¿Cómo lo sabes? –contestó con gesto de incredulidad.

–Cada día te conozco mejor.

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–¿Qué apuestas?

–Lo que quieras.

–Si te lo digo habrás ganado una cachetada –exclamó retadoramente.

–¿Y si no, un abrazo? –me contesta con gesto de picardía.

Con tono divertido voy enumerando rápidamente todo lo que hay en el parque: los

mimos, los juegos de realidad virtual, el café, los helados, los músicos, las librerías,

los videos sobre pantallas de alta resolución, las loterías tradicionales, las artesanías,

la comida, las aguas de frutas y los discos. El sólo sonríe y mueve la cabeza con gesto

de desaprobación.

–¿Te rindes?

–¿Aún no lo he dicho?

–Aún no.

–¿Qué es, entonces?

–La libertad –me contesta Juan en tono triunfal–. En este lugar todos somos libres.

Como respuesta tú le das una sonora bofetada.

–Si no es eso, ¿qué demonios es? –me pregunta totalmente asombrado y dolorido.

–Tú –le dices tiernamente antes de arrojarte a sus brazos.

Eso fue hace seis meses, justo en el centro del parque, el mismo sitio en que hoy decidí

encontrarme con Selene.

–¿Alejandra? Te ves un poco distinta en el chat –me dice cordialmente una atractiva

adolescente.

–Lo sé. Me veo más guapa en persona.

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–Presumida. Paso a otro tema. Gracias por ayudarme con esos ejercicios de música. No

sabes lo que significaba para mí sacar un diez en esa materia.

Ambas se alejan del parque hacia el evento en que participará la profesora Ameyalli. Van

contando anécdotas de los foros y de los otros participantes del sitio Web. Distraída, no ven a

los dos policías que se les acercan por la espalda.

–Sus documentos, por favor.

–Asustada, busco una y otra vez ante la mirada impaciente de un guardia, mientras Selene

muestra sus papeles de Nivel 4.

–Ya ni los busques, Ale –me dice Selene–. No vamos a llegar.

–Ella es mi invitada –agrega volteando hacia los guardias.

Unos cien metros después, interrumpo el silencio.

–No quiero meterte en problemas, Selene. Debes saber que vivo en Ciudad de Dios.

–Desde hace tiempo lo he presentido.

–¿Y?

–Ya lo dije, eres mi invitada.

–Gracias –murmuro, mientras un par de lágrimas asoman.

–¿Sabes, Ale? Nunca ha sido fácil conseguir amigos.

–No, nunca lo ha sido –agrego mirando con ojos llorosos hacia Selene–, justo antes de que

ambas corran como niñas pequeñas mientras las palomas, espantadas, revolotean por doquier.

***

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Desde donde estoy se domina la pequeña explanada y las escaleras de los diversos edificios

que confluyen allí, como si la parte central de la escuela fuera un corazón que recibiera y

redistribuyera la sangre juvenil a todos los lugares. Repaso los tiempos y la distribución de los

espacios. Nunca me han gustado los imprevistos, mucho menos cuando un evento se transmite

en forma televisiva.

Tomo nuevamente el fólder que contiene el discurso que voy a pronunciar. Siempre me

pone alegre ver escrito mi cargo: Secretario de Educación. Un pequeño escándalo me distrae.

Dos ancianas discuten con el coordinador del evento. De tal madre tal hija, piensas al ver su

singular parecido.

–¿Qué sucede? –pregunto molesto.

–Es la profesora que va a pronunciar el discurso en representación de los docentes –te

aclara el coordinador del evento.

–¿Y?

–Le dimos una invitación de primera fila para su madre. Ya le explicamos que tuvimos que

ofrecerle ese asiento a un asistente inesperado, pero no lo acepta. Dice que nunca va a admitir

que le hagan esa grosería.

–¿Qué demonios…?

–Me permite un segundo, señor –me solicita mi asistente bajando la voz–. El asunto no es

tan sencillo. La profesora cumple 30 años de docencia y es uno de los primeros lugares

mundiales de investigación en su ramo. El “asistente inesperado” es la amante en turno del

director. Creo que no hay necesidad de armar tanto alboroto. Faltó un invitado. Se pueden

reacomodar los lugares en un minuto, de tal manera que nadie se sienta desairado.

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–Está bien –digo disgustado y entro al cuarto de descanso que me asignan antes de

presentarme ante la concurrencia.

Cuando salgo -veinte minutos después- veo a diez millares de jóvenes abarrotando la

explanada y todos los espacios que la rodean, incluso las calles aledañas. Es notorio que

muchos de ellos son de Ciudad de Dios. Enojado, llamo a mi asistente.

–¿Qué significa esto? –le digo.

–No lo sé, señor. Fueron llegando por pequeños grupos hace unos minutos.

–¿Para qué nivel es este evento?

–Del nivel 3 en adelante, señor. Yo mismo supervisé que se pusieran todos los anuncios.

–Bien. Llama a la policía antimotines muy discretamente y, pase lo que pase, no

interrumpan la transmisión. Envíame un mensaje cuando todo esté listo.

Mientras escucho el discurso del rector, le pido discretamente a la profesora Ameyalli

intervenir antes que ella. Ameyalli acepta, extrañada. Mi intervención es demasiado larga.

Conserva un hilo general, pero por momentos es incoherente; nunca he sido bueno para

improvisar. Por fin, veo en mi agenda electrónica el mensaje que solicitaste.

La concurrencia voltea a todos lados, completamente sorprendida. Están rodeados por la

policía antimotines. La voz de Ameyalli interrumpe mi discurso.

–Jóvenes, hoy tienen que portarse bien –dice en un tono indescifrable para ti.

Continúas durante un par de minutos y cortas de tajo tu intervención. Cedes la palabra a

Ameyalli de forma por demás descortés.

–Por favor, no ocupe más de cinco minutos.

–Ni un segundo más, señor –me contesta en el mismo tono que usó antes.

“Recuerden, jóvenes, hoy tienen que portarse bien –reitera.

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Secretario de Educación.

Señores todos:

Mi nieto tiene el llamado virus mutante. Hoy nos advierten varios investigadores que lo más

probable es que forme parte de un virus de alta mutación y potencialmente mortal, mientras el

gobierno desacredita esa información. ¿Qué responderle al niño cuando me pregunta quién

dice la verdad? ¿Qué decirle cuando me pide una esperanza?

¿La esperanza pasa hoy por el gobierno? Dice usted, señor, que cada ciclo anual se han

duplicado las becas a los alumnos durante los últimos diez años. Suponiendo que fueran cien

al inicio, hoy serían más de cien mil para esta escuela o, lo que es lo mismo, unas diez becas

simultáneas por estudiante. Un error, tal vez, pero su discurso está lleno de ellos, y los ha

expresado en otras ocasiones similares. No nos consta la existencia de un nivel élite secreto e

ilegal: el Nivel 6; tampoco si lo que El Muro transmitía era mentira o no, pero esto sí. Sus

palabras nunca han respondido a la verdad.

¿La esperanza es Ciudad de Dios: ambivalente, violenta, que nadie conoce realmente?

Hoy la esperanza está ante nuestros ojos, en este tejido inmenso y palpitante. No sé quién

los citó ni por qué magia se reunieron, pero están aquí. Uno de cada seis son de Nivel 5, una

sexta parte de Ciudad de Dios.

Hace unos veinte años inicié un sitio Web llamado Megasinapsis bajo dos reglas sencillas:

no mentir y que la evaluación de los trabajos fuera independiente del nivel al que pertenecía el

autor. En algún momento un adolescente ganó un concurso y me confesó ser de Ciudad de

Dios. No tuve corazón para vetar su acceso. Cambié entonces la programación del sistema

para que en esos casos apareciera el dato de Nivel 3 y nunca la corregí.

Si juzga que en este evento es ilegal la presencia de personas inferiores al Nivel 3, tome

en cuenta que han sido invitados por alguien que sí tiene permiso directo para asistir y que al

fiador se le da la mitad de la condena cuando su invitado delinque. ¿Los aprehenderá a

todos? ¿Aún sabiendo que entre ellos hay un grupo que ha diseñado una línea de

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investigación para conocer si realmente existe un virus mutante? No tiene derecho a herir

tantas ilusiones. Aquí la única delincuente he sido yo.

***

Había pasado la mañana muy contenta con mi hija de 3 años. Para ella era como un paseo

dominical, hasta que se espantó cuando aquella bicicleta pasó a toda velocidad y estuvo a

punto de atropellar a un grupo de niños que estaban jugando a unos metros de ustedes. Es

extraño que aquel suceso tuviera una cierta belleza. Las mujeres cuidaron a todas esas vidas

nacientes sin preguntar su nivel.

Mi niña calla y se refugia en mis brazos cuando ve a la policía. ¿Qué hacer? Algunos

quieren arrojar piedras, pero desisten ante el consejo de otros. Escuchas a tu maestra Ameyalli:

“Jóvenes, hoy tienen que portarse bien”. Alguna vez lo hizo en clase y momentos después

sucedió algo extraordinario; lo hacía semestre tras semestre. Quieres aferrarte a eso, quieres

pensar que nada le pasará a tu hija ni a ti, sobre todo porque tienes una mano enyesada que te

impedirá cargarla y defenderla. Pero al mismo tiempo sabes que es imposible escapar de la

policía antimotines, que pronto todo se llenará de gas lacrimógeno y habrá un torbellino de

personas tratando de escapar, empujándose, pisando involuntariamente a quien haya caído.

Entonces te viene a la memoria una peculiar escena familiar.

Tu tío está ensimismado, con el cabello disparejo. Ha perdido su porte y su

elegancia desde que lo degradaron y lo despidieron de la policía por permitir que un

loco rompiera El Muro que separaba la Zona de Niveles de Ciudad de Dios. De nada

valió que él demostrara que no tenía acceso al control del campo magnético que

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protegía a El Muro y que había reportado en varias ocasiones que durante breves

segundos dicho campo dejaba de funcionar. Necesitaban algunos “chivos

expiatorios”. Tu tío fue uno de ellos.

Haces la pregunta de siempre:

–¿Están seguros de que no hay forma de escapar de la policía antimotines?

–¡Qué necia eres! Te hemos dicho mil veces que el cerco es indestructible –

responde uno de tus primos.

–Tal vez exista una –murmura tu tío como si recobrara la vida.

Todos voltean, extrañados de que haya roto su silencio.

–Hay algo para lo que nunca estuve preparado –continúa–. Si alguien fuera hacia

mí sin armas y mirándome a los ojos. Nunca hubiera golpeado a alguien pacífico que

no intentara huir.

–¿Quién demonios iba a hacer eso? –le reclama uno de tus primos.

–Hubo un movimiento similar en la India, a mediados del siglo pasado. Lo

comandaba Gandhi –replica tu tío.

–Yo no sabía que podías sacar muertos de sus tumbas. ¿Por qué no revives mejor a

Pelé?–dice otro de tus primos.

Una sonora carcajada es la respuesta. Tú, por primera vez observas a tu tío llorar.

Tal vez mi tío tuviera razón, pienso cuando termina el breve discurso de Ameyalli. Tomo a

mi niña de la mano, le digo palabras tiernas y me dirijo directamente hacia un policía.

***

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Veo a la mujer y a su pequeña que caminan hacia mi, en una actitud que no sé si es de

valentía o locura. Ante ello, simplemente aprieto mi escudo. Pero lo que observo detrás de ella

me llena de terror. Mi hijo está allí, junto con otros jóvenes de aspectos muy distintos. ¿Cómo

le diré que participé en su detención? ¿Cómo se lo explicaré a mi esposa cuando mi hijo esté

en la cárcel, seguramente con signos de tortura? Él no pertenece a ningún grupo anti-niveles,

lo sé. Es un geniecillo de la informática y de la biología que se pasa la vida enfrente de su

computadora y de sus libros. Pero si desobedezco órdenes superiores me enviarán un año a

prisión. ¿Qué dirá mi familia? ¿Qué dirán mis otros hijos? ¿Cuál abismo debo enfrentar?

***

A mí, como Coordinador del Operativo de Seguridad, me corresponde dar la orden para

proceder a la detención general. Pero no es tan sencillo esta vez. Hay gente de todos los

niveles y, sobre todo, hay niños y bebés. Nunca en los mítines anti-niveles los habías visto.

Además, todo se está transmitiendo por televisión. ¿Cómo justificaré lo que habrá de suceder?

Veo a una mujer y a su hija separarse del resto de la gente. El policía hacia el cual se dirigen

modifica su escudo a posición de repliegue. Varias personas siguen su ejemplo en diferentes

direcciones y varios escudos cambian también. Debo dar la orden en este instante. Nunca me

ha dolido tanto obedecer las instrucciones que te han conferido, pero sé que si no lo hago estoy

acabado, pues pase lo que pase, las órdenes siempre se deben de cumplir.

***

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Has escuchado, colérico, la forma ofensiva en que Ameyalli se dirigió a ti. Nunca nadie

había sido tan insolente para contigo, el Secretario de Educación. Le cobrarás ese agravio tan

pronto se inicie la detención general. Volteas a mirar al Coordinador del Operativo. Su rostro

está pálido y sus labios balbucean temblorosos algo que no alcanzas a oír. Abruptamente

reacciona y se escucha el sonido que estabas esperando. Hay un breve titubeo por parte de los

policías; el sonido se repite. Como si fueran un enorme caleidoscopio, los policías se

reagrupan dejando salidas libres. El desconcierto general sólo dura unos segundos antes de que

toda la gente se empiece a retirar.

Entonces volteas furioso hacia el Coordinador del Operativo de Seguridad.

–¿Por qué no obedeció las órdenes, mayor?

–Me ordenaron detener a los delincuentes anti-niveles, señor. Y es justo lo que ahora voy a

hacer –te responde sin dudarlo, volteando hacia Ameyalli.

Por fin entiendes lo que ha hecho. Tú también miras a Ameyalli invadido por un coraje

incontenible. Su actitud es temerosa, resignada y digna. Sus brazos caídos, como de títere.

Pasan largos minutos en los cuales casi todos los asistentes se retiran. De improviso, das dos

pasos y le propinas un golpe seco en pleno rostro y varias patadas en la espalda cuando ya ha

caído.

–Señor, no debió hacer eso –te dice tu asistente, espantado.

–¡Me amenazó con un arma! ¿No la viste? –dices a gritos, mintiendo descaradamente.

Todos se dan cuenta de ello.

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Tu asistente te observa con los ojos desorbitados mientras corre hacia Ameyalli y trata de

auxiliarla. Nunca tuviste talento para improvisar y hoy, a dos semanas de las elecciones, has

cometido tu mayor error político. Al calor de todo, nunca ordenaste interrumpir la transmisión.

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XVI. Reencuentro

El hombre llega completamente exhausto.

–Van a emboscarlos. Necesitamos avisarles –dice totalmente fuera

de sí.

–Saúl. Sólo tú tienes posibilidades de lograrlo –grita el abuelo.

–¿Qué debo hacer?

–Sólo tienes que llegar al pueblo con esta pañoleta amarrada al

cuello; ellos ya saben lo que significa.

–Eso no funcionará, ya deben tener cercado todo al pueblo –grita

el joven Antonio antes de coger el caballo y partir a todo galope y

coger una gran pañoleta.

–¡Estúpido! Vas a matarte inútilmente y matar a todos -vocifera el

anciano.

Se equivocó. El caballo llegó solo -con una pañoleta amarrada al

cuello- justo a tiempo para salvar la insurrección.

A Antonio jamás lo volvieron a ver.

M.A.R.

Mientras esperas a Diana te entretienes con una de las versiones del Simulador Esperanto

que hace poco bajaste de Internet. Cada vez que entras en él debes ser un participante distinto

y conocer paulatinamente los detalles del nuevo mundo en que habitas. Al hacerlo, sufres o

gozas por las decisiones que en días pasados tú mismo tomaste, cuando tenías forma de otro

ser. Un día –por citar un ejemplo– podrías ser un rey que declara una guerra, y al día siguiente

estar en el cuerpo de un hombre que se apresta al combate por órdenes de su rey. ¿Por qué

todo eso ejerce una rara fascinación en ti y en tantos otros, como si en esa lógica extraña

hubiera escondido un gran secreto?

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–¿Estás listo, Braulio? –te dice un hombre que se encuentra a tu lado.

Levantas la vista, sorprendido. Lo reconoces de inmediato, aunque sólo lo has visto dos

veces en tu vida. Su rostro ha cambiado y ahora refleja una cierta tranquilidad llena de

nostalgia.

–¿Manuel?

–Vámonos. Apenas tenemos tiempo de llegar.

–¿De llegar a dónde?

–A Ciudad de Dios. ¿No te lo comentó Diana?

Ahora comprendes porqué Diana te pidió apartar dos días para un proyecto especial, en ese

tono tan peculiar de pedir las cosas que es al mismo tiempo una súplica y una orden.

–¿De qué se trata todo esto? –dices contrariado mientras subes tu maleta a la camioneta que

utiliza Manuel para repartir refrescos de cola.

–Eres uno de los negociadores entre la Zona de Niveles y Ciudad de Dios.

–¿Yo?

–Quieren que llevemos a los que fueron los mejores amigos de Quetzal, además de los

negociadores tradicionales. Están buscando a toda prisa detener la violencia en Ciudad de

Dios.

–¿Por qué ahora? Desde hace dos décadas ha habido actos violentos en protesta por la ley

que establece los niveles.

–Pero no había un virus mutante, Braulio –te interrumpe Manuel–, y tú sabes que los

primeros muertos están en la Zona de Niveles, contrariando todos los pronósticos que se

habían hecho. Por fin entendieron que no es posible detener al virus mutante si no hay un

estudio completo y que eso no pueden hacerlo sin Ciudad de Dios.

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–¿Cuántos muertos costará la lección? –respondes con rostro dolorido.

–En su momento no te dije todo lo que sabía –agrega Manuel minutos después con tono de

remordimiento–. Mi trabajo me permitió buscar a Aurora en todos los rincones de Ciudad de

Dios, particularmente en el hospital a donde ella debería ir en caso de emergencia: el hospital

#3. No tardé mucho en toparme con tu hija cuando era la directora interina. Después de un

tiempo me propuso un trato: ella me avisaría inmediatamente si Aurora entraba al hospital si

yo, a cambio, redistribuía los refrescos en las zonas de hospitales bajo determinadas reglas

según fechas y números de lote, a manera de un viejo correo postal. Así mandaba mensajes

clandestinos y eludía el uso de correo electrónico y conversaciones telefónicas que, según ella,

estaban permanentemente interceptados.

“Sin embargo, jugué doble. Los otros señores me aseguraban que Aurora había sido un

robot y que podían regresármela a cambio de información.

–¿Les diste acceso a los mensajes?

–Sólo les conté que Quetzal rechazó la oficina del director del hospital y allí hizo una sala

de espera de nivel único para quienes esperaban noticias de una intervención quirúrgica; que

por ese tipo de decisiones la gente la seguía. Nunca les platiqué algo que no supieran cientos

de personas. ¡Entiéndeme, por favor! Quería volver a tener a Aurora a mi lado.

–¿Quiénes eran ellos? ¿Por qué asesinarla? –dices tratando de contener tu ira hacia Manuel.

–Nunca lo supe, pero Quetzal estaba conciente que abolir los niveles en el hospital #3 era

prácticamente un suicidio. Si deshaces los niveles atacas a los hombres que se benefician de

ellos: los que recolectan a mujeres de Ciudad de Dios para sus prostíbulos; los que organizan

loterías clandestinas (“viva un mes como un hombre de Nivel 5”); los falsificadores de

credenciales de identidad o los policías que por una propina te dejan pasar a la Zona de

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Niveles cuando nadie ve. ¿Sabes cuál es el grupo más fuerte? El que puede conseguirte trabajo

en la Zona de Niveles a cambio de la mitad de tu sueldo. Nunca les faltan solicitudes pues

aunque te quitan la mitad, ganas cuatro veces más de lo que puedes percibir en Ciudad de

Dios. No sé quien mandó asesinar a Quetzal, pero puedo hacerte una lista de al menos cuatro

docenas de personas interesadas en hacerlo.

“Durante muchos meses esperé que me devolvieran a Aurora –prosigue Manuel–. Un día

simplemente dejaron de venir. Entonces comprendí que me habían engañado y seguí la pista

que me habías dado. Fue tal como me dijiste: Aurora murió en un accidente.

–¿Por qué me platicas todo esto, Manuel?

–Tú fuiste el único que me dijo la verdad sobre Aurora, por eso ahora quiero ayudarte en tu

tarea. Debes saber que a Quetzal la mató La Hermandad de un único tiro y dejando una flor. A

esos hombres puedes pagarles sin que les importe la persona a quien van a matar, pero nunca

podrás imponerles la forma en que lo harán. El pequeño homenaje que le rindieron terminó de

convertirla en un símbolo de la lucha pacifista antinivel, un símbolo que pareciera tener vida

propia. Por eso muchos piensan que los amigos de Quetzal pueden tender un puente de

comunicación que pare la violencia.

“La desilusión crece en Ciudad de Dios porque hace dos años la mayoría se volcó a las

urnas y terminaron ganando la elección. Los líderes pacifistas están acorralados. Seguramente

supiste cómo destrozaron ese hospital las personas del ala radical. Tú fuiste el padre adoptivo

de Quetzal, algo debes poder hacer.

–¡No puedo hacer nada!

–¡Escúchame, Braulio! Tú y yo somos iguales. Yo sigo buscando a Aurora y tú al asesino

de Quetzal, pero lo que deseamos en realidad es llenar nuestro propio vacío. Aurora iba

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acompañada de su amante el día en que murió. Ese día tomé un arma, metí una bala y jugué a

la ruleta rusa. Lo hice media docena de veces, hasta que me pidieron que siguiera siendo un

mensajero. “¿Por qué yo?”, les dije. Me contestaron que Quetzal confiaba en mí. Cuando

mencionaron eso me propuse hacerme digno de esa confianza, aunque Quetzal ya hubiera

muerto. Antes percibía a la muerte; en la noche servía un vaso de agua para mí y otro para

ella. Hace unos días me sorprendí a mí mismo carcajeándome. ¡Cuán extraño es, después de

tantos años, retornar a la vida!

–Es bueno saber eso –dices con tono de hartazgo.

–¡Pero tú sigues en tu propio destierro! No te engañes. Nadie puede retornar a lo que amó,

alimentándose de rencor.

–Quetzal se olvidó de mí durante sus dos últimos años de vida, Manuel.

–¡Nunca te olvidó, Braulio! La conocí bien y aunque nunca me habló de ti, sé que ese lazo

nunca se rompió. ¿No se te ha ocurrido pensar que Quetzal, aún queriéndote, tuviera algún

motivo para alejarse de ti?

–¿Qué razón podría tener?

–No lo sé, pero nunca te reencontrarás con tu hija, si no comprendes los sueños que ella

persiguió.

***

–Ya están aquí, Alberto –te dice tu amigo Javier.

Ves llegar a los negociadores de la Zona de Niveles. Por fin lograste traer a los amigos de

Quetzal después de una docena de intentos. Es la última jugada de los grupos antinivel del ala

pacifista. Para ti es un mero trámite, porque ya no crees en esa ruta.

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Sin embargo, tu perspectiva cambia cuando reconoces el rostro de un hombre que viste

quince años atrás. Por un momento, viajas a uno de tus más gratos recuerdos de infancia,

cuando eras pepenador elegante en la Zona de Niveles. Le diste una cartera cuando te diste

cuenta que dos policías iban hacia ti (“Señor, se le cayó su cartera”, le dijiste). Entonces él te

defendió y te llevó a un parque de diversiones. Se llama Braulio, pero estás seguro que ése no

fue el nombre que te dio. Aquél nunca lo has podido recordar.

***

Las negociaciones son ríspidas e infructuosas. Tú las has seguido en silencio y no crees que

puedas ayudar. Además, tu mente sólo piensa en lo que te dijo Manuel hace unas horas:

“¿Nunca se te ha ocurrido pensar que Quetzal, aún queriéndote, tuviera algún motivo para

alejarse de ti?”

Durante el receso te las arreglas para recorrer nuevamente el hospital. Desde que llegaste

tienes la sensación de que hay algo que no percibiste en las ocasiones que lo visitaste hace casi

cinco años. “Lo que el hombre ve está entrelazado con el hombre que lo mira”, le dijiste a

Quetzal la segunda vez que platicó contigo.

Te diriges hacia la sala de espera de intervenciones quirúrgicas. Al lado de los sillones hay

media docena de niños que casi no hacen ruido a pesar de estar carcajeándose. De inmediato

descubres la causa: paredes antirruido de color adaptativo que se abren de manera automática.

Como único adorno, hay una fotografía de una hermosa luna diurna.

–Antes, ahí había una oficina grandísima. Era del director –te dice una anciana de grandes

lentes de cristal que se usaban hace un siglo.

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–¿Tiene mucho que la instalaron?

–Hace como seis años. El juego verde es lo único nuevo.

–Supongo que es el primer hospital que tiene juegos –dices.

–El primero y el único. Muchas madres no tienen dónde dejar a sus hijos cuando vienen al

hospital. Al principio, a muchos les pareció una burla, pero la mayoría creemos que está bien.

Ya les hemos provocado mucho dolor con lo de ese virus. ¿No cree?

–Nosotros no lo provocamos, señora –le aclaras.

–Yo creo que sí, que de algún modo lo creamos entre todos los hombres y éste es nuestro

castigo. Mire a esa niña, la que está asomada a la ventana viendo esa fotografía de la luna. Le

decimos La Niña Tristeza. ¡Viera cuanto ha sufrido! Para colmo le mataron a la única amiga

que ha tenido, la Doctora Quetzal.

Tú volteas para observarla y ella huye como si hubiera visto al diablo.

–Hacía mucho que no venía y tal vez nunca regrese. ¡No ganaremos el perdón mientras no

le devolvamos a esa niña su derecho a ser feliz! –vocifera la señora como si arrojara una

maldición.

–Que todo salga bien –le contestas en forma de despedida.

–Venga en la noche –te dice, cambiando totalmente su expresión–. Viera qué hermosa se

ve la luna desde aquí.

***

Al regresar, sigues las negociaciones en silencio. Suben de tono, reflejando recriminaciones

y desconfianza. De pronto se levanta un líder de Ciudad de Dios.

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–¡Acabemos con esto de una vez! El problema no es lo que aquí dice. Es porque ustedes

nunca han cumplido lo que hemos acordado. Están en el poder porque prometieron

desaparecer los niveles y después de dos años todo sigue igual.

–¡Y ustedes prometieron renunciar a la violencia y destrozaron un hospital! –replica a

gritos un negociador del nuevo gobierno.

Un anciano llamado Jorge levanta un brazo exigiendo atención; los líderes de Ciudad de

Dios piden a toda la gente que lo siga. Un kilómetro después se detiene.

–Yo confié ciegamente en Quetzal y ella confiaba ciegamente en alguien que hasta hoy no

he podido encontrar. A esa persona le dejó algo muy valioso. Esa es la Calle Mágica de

Ciudad de Dios, el lugar donde deben buscar.

–¡Esto es una burla! –dice el coordinador de los negociadores al tiempo que ordena que se

retiren de Ciudad de Dios.

–Aún no –exclamas y provocas que todos volteen a verte.

–Adelante, entonces –te reta el anciano.

–¡Señor, se le cayó su cartera! –te dice burlonamente un joven que te ha mirado

insistentemente desde que llegaste y te entrega una brújula dibujada en un papel.

Todos ríen por la ocurrencia.

Un amigo te ofrece una pastilla de efecto inmediato para ayudar a la memoria, pero tú la

rechazas. Nunca has necesitado de ese medicamento para lo que habrá de suceder. Todo gira

como en un sueño vertiginoso y tú eres espectador de tu propia vida. Los sucesos de hace unos

minutos se mezclan con los de hace muchos años, como si tu existencia pasara ante tus ojos en

un rompecabezas que es imposible conjuntar. Avanzas rodeado de recuerdos y nostalgias que

en apariencia han despertado de un sueño milenario. Entonces te das cuenta de la trampa.

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Todo es Quetzal: cada artesanía, cada tienda, cada imagen… Jorge te ha llevado al mundo que

tu hija frecuentaba y en miles de objetos debes hallar uno solo que ella te dejó.

El primer cuarto es de alebrijes: dragones, unicornios y diablos tallados a mano, de una sola

pieza, multicolores e irrepetibles. “Un día te regalaré un alebrije que nadie haya imaginado

jamás”, te dijo Quetzal un día. ¿Cuál pudiera ser? Pronto te das cuenta que no son alebrijes

solamente. Son el barro negro, las figuras de cristal, los manteles bordados a mano, los

paisajes de chaquira y lentejuela, las muñecas de trapo de vestidos bordados…

Sales de allí y pasas por la iglesia solferina repleta de ángeles indígenas que traen presentes

de frutas y de flores. Con ellos, animales de majestuosa presencia: águilas, serpientes, jaguares

y quetzales. Giras en un caleidoscopio donde no hay tregua ni vacío.

Deseas llorar, pero no has aprendido a hacerlo durante toda tu vida. Rememoras la primera

vez que viste a Quetzal: sus labios temblorosos, su rostro de niña y su voz que hablaba como

narrando un secreto. Has tomado medio centenar de objetos pero no el que buscas. Estás

seguro de ello. Cierras los ojos y los recuerdos son una libre danza de imágenes y voces.

Porque Quetzal no te olvidó. Estando aquí lo sientes, lo sabes. “Jamás dejaría de escribirte,

aún a sabiendas que mis cartas nunca pudieran llegar a tus manos”. Eso es lo que has añorado

todos estos años: saber que te extrañó, que siempre fuiste parte de su vida. Y eso es lo que

realmente importa ahora: reencontrarte con tu hija.

“¡Señor, se le cayó su cartera!”, te dijo el joven que te miró de manera tan insistente desde

tu arribo a Ciudad de Dios. De improviso ubicas ese rostro. Lo viste en un video sobre Ciudad

de Dios que circuló en Internet, cuando medio centenar de niños regresaban de un parque de

diversiones en la Zona de Niveles. Le decían Corazón de Pollo y pedía “cooperación para

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completar la fianza de la compañera Carmen” mientras reía con un tono cristalino. ¿En qué

otro lugar habías escuchado a alguien carcajearse así?

Entras a la biblioteca: Don Quijote, Víctor Hugo, Rosario Castellanos, Sabines… Tomas el

libro de Sabines y buscas desesperadamente. Nada escrito por Quetzal. Miras muchos libros

nuevos y polvosos. Es inútil indagar allí. A Quetzal le entristecían esos libros, te lo decía en

esa frase que ni ella misma recordaba en qué lugar leyó: “nada más doloroso que un libro no

abierto. Porque ellos se alimentan de voces y de rostros”.

No debió morir Quetzal. Nunca deberían morir los seres que no saben odiar; deberían ser

inmortales (“Los grandes muertos son inmortales. No mueren nunca…”, ¿dónde oíste eso?).

Los cientos de libros que has leído parecieran bailotear ante ti como en una danza que no

sabes si es de solidaridad o de burla. Tomas uno y otro, pero te detienes abruptamente. Quetzal

nunca repitió tu nombre en sus cartas cuando ya las habías leído. Fuiste Carl Sagan, Canek,

Holmes, Funes, Johny Carter, Momo, Helmholtz Watson, el Dr. Hora y decenas más. Si te

escribió fue con un destinatario que nunca había utilizado (“Los grandes muertos son

inmortales. No mueren nunca…”). Cierras los ojos y los puños en un vano intento de asir algo

que no sabes qué es.

–¿Ha terminado, señor? –te dice un joven que en todo momento te ha venido siguiendo.

–¡No! –gritas en forma tajante como si toda tu vida se sintetizara en esa única palabra.

Y escuchas esa risa nuevamente, unos días después de conocer a Quetzal. “Señor, se le

cayó su cartera”, te dijo antes de que dos policías trataran de llevárselo. Después lo llevaste

como premio a un parque de diversiones y él se carcajeaba como niño ante las fuerzas de

acceso automático.

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Jesús Menéndez. Ese fue el mismo nombre falso que le diste a él y a Quetzal. ¿De dónde lo

tomaste? En vano tratas de recordarlo.

Caminas desesperado y volteas a todos lados persiguiendo una lluvia de estrellas infinita, la

imagen más bella de cuando llevaste a Quetzal al planetario. Surge ante ti el regreso de la nave

imaginaria a la tierra, a un cielo esplendorosamente azul. Ese cielo que tanto amaba Quetzal.

Entonces ves ese libro como si apenas surgiera, a pesar de que has pasado enfrente de él

una docena de veces. Tomas ansiosamente el ejemplar más extraño de los poemas de Nicolás

Guillén, en donde está la Elegía a Jesús Menéndez. Al abrirlo un centenar de cartas se arrojan

sobre ti como en un abrazo por años reprimido. Y lloras como un niño el dolor ya encarnado

en tu cuerpo. Aún muerta Quetzal ha cumplido tu deseo: has aprendido a llorar.

Minutos después el líder de Ciudad de Dios te ve, incrédulo. Estás de rodillas, rodeado de

docenas de gentes y de las cartas de Quetzal. Las abrazas gimiendo como si estuvieras frente

al cadáver de tu propia hija.

Continuaremos mañana –dice pensativo, en fallo inapelable–. Hoy pueden quedarse en

Ciudad de Dios.

***

Hace un par de horas anocheció. Por primera vez, los negociadores pernoctan en Ciudad

de Dios. Caminas al lado del líder que conociste cuando apenas iniciaba la adolescencia.

Ahora es un hombre joven de espesa barba que se carcajea con una risa de niño, como si cada

instante fuese una sorpresa para él.

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–Hace quince años tú me devolviste una cartera repleta de dinero. ¿Lo recuerdas? Pero yo

desconfié de ti y te di un nombre falso: Jesús Menéndez.

–La vida es justa a su manera –te contesta– yo en realidad no te regresé la cartera, te la di

para deshacerme de ella. Me la había encontrado, pero unos policías me vieron. Si me

agarraban con ella estaba casi muerto.

Sonríes. Ante él es difícil dejar de hacerlo, aunque su rostro tiene pequeños rasgos de

dureza y amargura.

–Mi nombre es Alberto –agrega– y el tuyo, el verdadero, es Braulio. ¿No es así?

–Sí. Supongo que si te lo hubiera dicho cuando te conocí todo hubiera sido más sencillo.

–¿Quién podría saberlo? Sólo tenemos el camino que decidimos construir. Ningún otro

conoceremos jamás.

–¿Por qué todo esto? ¿Por qué no darme las cartas simplemente?

–Porque nadie sabía a quien iban dirigidas. Jorge únicamente nos dijo que nunca halló al

destinatario. Yo, por ejemplo, supe hasta hoy que el nombre que puso Quetzal en ellas fue el

mismo que me diste: Jesús Menéndez. De hecho, hasta hoy volví a recordarlo; cansado de las

caras de incredulidad que todos me hacían cuando contaba lo que viví ese día. Sin embargo,

nunca se esfumó ese recuerdo del todo. Incluso llevé a medio centenar de niños a un parque de

diversiones de la Zona de Niveles como forma de protesta.

–No acabo de entender.

–El anciano que los llevó a la Calle Mágica de Ciudad de Dios fue de los mejores amigos

de Quetzal. Es uno de los líderes más fuertes de Ciudad de Dios y desde hace un lustro define

tácitamente la balanza entre el ala radical y el ala pacifista. Supongo que él recibió las cartas y

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nunca encontró al destinatario. Entonces decidió burlarse de los negociadores de la Zona de

Niveles y de quienes creían aún en una negociación no violenta.

“Tú nunca conociste la justicia que le ofrecían a Ciudad de Dios. Le apodábamos El

Laberinto. Yo viví un día en él cuando un niño de Nivel 4 me robó el reloj y lo seguí

corriendo hasta su casa. Ingenuamente le pedí ayuda a unos policías. Ellos hablaron un minuto

con el niño y después me metieron a un cuarto lleno de cosas. Me dijeron: “recoge lo que

dices que te robó. Si lo reconoces te lo puedes llevar.”, mientras todos me observaban de

manera burlona. Nunca lo hallé. Al final me dieron de patadas por levantar falsos. Mientras

me cubría el rostro alcancé a ver mi reloj en la muñeca de uno de los policías. Dicen que si

hubiera sido alguien de Nivel 5 me hubieran llevado a prisión.

–¿Siempre fue así la justicia?

–¿En qué mundo has vivido, Braulio? Todos lo saben. La han vivido de uno u otro lado, la

conocen en carne propia o por relatos de familiares o amigos. Jorge quiso devolverles “ojo por

ojo y diente por diente” y usó para eso la calle que más le gustaba a Quetzal. Allí monto su

propio laberinto. Lo que nunca vislumbró es que alguien pudiera encontrar esas cartas.

–¿Y ahora qué sigue?

–Cuando diseñaron la sociedad de niveles encerraron a Ciudad de Dios y ella fue creando

sus propias reglas. Desde el inicio se los avisó, cuando rechazó su denominación como Nivel 1

y se autonombró como Ciudad de Dios. Siempre ha sido casi imposible salir de ese laberinto,

pero lo haremos devolviendo vida por vida o muerte por muerte, como ustedes elijan.

–¿Vida por vida? ¿No supiste cómo destrozaron ese hospital? –protestas.

–Lo sé. Yo estaba allí.

–¿Por qué no los detuviste?

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–¡Porque ustedes nunca me ayudaron! Llevábamos tres días a la intemperie sin ser

atendidos. Sin hospital, por lo menos seríamos iguales ante la muerte. Cuando ganaron las

elecciones la balanza se inclinaba hacia la paz, pero nos traicionaron. Sólo volvieron cuando el

virus tocó a sus hijos y a sus cuerpos. ¿Para qué ayudarles si nos van a dejar cuando sanen? Si

nos van a dejar con nuestra muerte vieja y nuestra nueva muerte.

–Tal vez Quetzal hubiera podido evitar eso –susurras de manera nostálgica–, ella solía

reconciliar puntos de vista que parecían chocar irremediablemente.

–No creo que le hubieran hecho caso –te replica Alberto–. De hecho, iba perdiendo fuerza.

Muchos la respetaban sólo porque Jorge se los pidió. Atraía a la gente porque era transparente,

y en un mundo de máscaras la transparencia siempre es una luz que penetra demasiado hondo.

Sin embargo no lograba percibir el rencor y esa era su gran debilidad. Si la hubieran dejado

proseguir seguramente hubiera terminado casi sin aliados, pero al asesinarla la convirtieron en

un símbolo imposible de destruir.

–Eso no me regresa a Quetzal, Alberto.

–De algún modo yo creo que sí. ¿No te has dado cuenta, verdad? Lo que has hecho, sin

proponértelo, es revivir la esperanza de la vía pacífica. Quetzal es su símbolo, a tal grado que

pareciera que nunca fue de carne y hueso. Nadie recuerda sus rabietas, sus gases olorosos o

sus manías. Y Quetzal insistió muchas veces que trajéramos aquí a sus seres queridos… te ha

nombrado su heredero.

–¿Qué podría yo hacer? No sé nada de Ciudad de Dios.

–Podrías, por ejemplo, anunciar mañana la destitución del director del hospital #1. Debe

demasiadas cosas: vende los medicamentos que nos corresponden legítimamente y niega las

vacunas que deberían aplicarse a los habitantes de Ciudad de Dios. Irónicamente, quizá

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termines salvándole la vida. Si esto estalla, con toda seguridad él será uno de los primeros

muertos.

–¿Entonces nunca tienen acceso a tratamientos costosos?

–Siempre hay forma, sobre todo si la madre es hermosa y le gusta al director; en Ciudad de

Dios lo saben muy bien. Si no lo destituyes, lo matarán en pocos días. No sabes cuán poco

dura la misericordia cuando existe ya tanto rencor.

–Yo no soy el indicado, Alberto.

–¡Hoy lo eres! –te dice apretando los dientes y borrando su sonrisa–. En este momento

Ciudad de Dios sólo confía en ti.

–Durante mucho tiempo busqué al asesino de Quetzal –reflexionas después de largo

tiempo–. Parece que hoy eso no es primordial, pero fue lo que me trajo hasta aquí. ¿No es

sorprendente, Alberto, que busques desesperadamente un sueño y te encuentres

inesperadamente con otro aún más grande que nunca pudiste vislumbrar?

–¿Por qué lo dices? –te pregunta extrañado y borrando el enojo de su rostro.

–Tú ya no creías que la lucha pacífica pudiera tener éxito y la petición de Quetzal no era

suficiente. Lo percibo en tu voz. ¿Por qué nos trajiste realmente?

–Era una forma de pedir perdón –susurra Alberto como si estuviera acorralado–.

Presentíamos que iban a matar a Quetzal y nos turnábamos para acompañarla. Ese día Quetzal

tenía una reunión en el hospital poco después de la final del campeonato. Salí a tiempo para

acompañarla pero todo el transporte se hizo un caos por el triunfo de nuestro equipo. Pero el

juego no me importaba demasiado; estaba enojado con ella porque unos días antes Quetzal me

rechazó una petición de noviazgo. Desde entonces, me he sentido cómplice de ese crimen. ¡No

puedo evitarlo, Braulio!

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–Hay algo que aún puedes hacer por Quetzal, Alberto –dices de manera comprensiva con

una voz que pareciera no ser tuya–. Ella tenía una amiga llamada Ameyalli, que por momentos

fue como su segunda madre. Tal vez su nombre te suene familiar, pues unas semanas antes de

las elecciones apareció en un mitin que fue televisado. Estuvo un año en prisión y durante ese

tiempo falleció su madre. Desde entonces Ameyalli no ha vuelto a ser la misma. Ve con ella y

hazla sonreír de nuevo… Corazón de Pollo.

Alberto te mira por mucho tiempo, enfrascado en un total desconcierto.

–Quetzal fue la última persona que me llamó así –te dice en un tono ambiguo.

No respondes inmediatamente. Caminas buscando la casa azul cielo en que debes

hospedarte. La brecha avanza en paralelo a una barranca que separa dos barrios de Ciudad de

Dios, mientras el ramaje de los árboles le da un toque siniestro que combate una luna que se

avizora por instantes. “La luna es una de las pocas cosas que aún pueden unirnos”, te decía

Quetzal frecuentemente.

– Ve con Ameyalli –respondes de manera nostálgica conforme te alejas de Alberto–, su risa

será tu perdón.

Un puente cruza la barranca. A cada extremo están tallados los símbolos de ambos barrios,

en señal de fuerza propia y respeto mutuo, de forma similar a lo que hacía el Almirante chino

Zheng Ge, que dirigió la flota mercante más grande de la Antigüedad.

La montaña más alta de Ciudad de Dios se distingue en la penumbra.

Te viene a la memoria el día que Quetzal te dijo: “¡Qué curioso!, Mendeleiev es como

Casiopea”. Tuviste que leer un par de libros para entenderlo. Mendeleiev diseñó la Tabla

Periódica de los Elementos y anticipó que hacían falta elementos químicos por descubrir. La

tortuga de Momo, Casiopea, podía ver el porvenir media hora antes. Sólo ella podía comparar

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la historia de la ciencia con un cuento infantil, porque tendía puentes entre universos que

parecían no tocarse nunca y contagiaba a todos en esa locura de enlazar ausencias. Pero el

puente que quería construir era demasiado inmenso, aún para ella. Debió haberlo percibido.

¿Por qué proseguir entonces?

Quetzal era como Casiopea: sobre la base de conocimiento y empatía, muchas veces podía

ver el futuro. Sufría y gozaba anticipadamente. Debió, incluso, haber vislumbrado su propio

asesinato. Tal vez por eso no quiso tener cerca a sus seres amados. ¿Por qué ir a encontrarse

con la muerte? ¿Qué fue lo que vio? ¿Tal vez un virus destrozando al hombre al mismo

tiempo que el hombre mismo se destrozaba en una cruenta guerra civil? ¿Eso fue lo que trató

de evitar?

No obstante, también escribió cartas que iban más allá del desahogo y llenó de su presencia

al hospital #3 en proyectos que nunca iba a terminar, como si fuera a vivir muchos años.

Al llegar a la casa que buscas te abre una anciana de voz amable y grandes anteojos. Platica

intercalando refranes y cordialmente te sirve chocolate caliente y pan.

–¿Le puedo pedir un favor? –le solicitas amablemente.

–Dígame usted.

–Platíqueme lo que sabe del director del hospital #1 de Ciudad de Dios.

Ella calla por un momento y dice con voz entrecortada.

–Tantas injusticias ha cometido ese hombre durante tanto tiempo y apenas hoy averiguan.

–¿Soy la primera persona que se lo pregunta?

–Ya lo habían hecho antes, pero me la mataron. Se llamaba Quetzal.

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XVII. COSMA

Llevas en ti el llanto y la resurrección.

Sólo tú puedes salvarte de la muerte que llevas en ti mismo.

Has sellado mi existencia.

Hoy dejo la vida para que tal vez –sólo tal vez– rehagas tu destino.

M.A.R.

¿Cuánto tiempo ha pasado desde que llegué por primera vez al Instituto de Simulación

Aplicada? ¿Cuánto he cambiado? Ese día me paré como hoy, frente a esos cristales oscuros

que hacían las veces de espejo; mi cabello, abundante en ese tiempo, caía al lado derecho y me

daba un toque descuidadamente juvenil. Recuerdo mi enorme emoción cuando entré al

complejo que albergaba la Computadora de Simulación y Modelación Automática. “Llámala

COSMA”, me dijeron.

Hoy, igual que ese día, me subieron a un pequeño coche que me llevaría al edificio exacto

al que debía dirigirme. El cielo es como una inmensa pantalla en que puedo recrear ese

instante de mi vida.

El director del instituto coloca su mano sobre el último tablero de seguridad y

observa a través de un pequeño cilindro. La puerta de cristal blindado se abre para

que el coche pueda entrar a un pequeño callejón en donde hay un vitral gigantesco

que muestra la historia de la Informática.

Allí está el mecanismo de Anticitera del año 87 a.c.; las tarjetas perforadas, la

máquina analítica de Babbage y el álgebra booleana del Siglo XIX; el censo de 1890

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realizado por Hollerith; el genio de Neumann; la máquina de Turing; los nombres casi

olvidados de Zuse y Atanasof; la intrincada historia de Eckert, y el nacimiento de la

ENIAC; se simbolizan los secretos de Eclipse y otras incipientes computadoras que

Inglaterra enterró al terminar la Segunda Guerra Mundial, junto a referencias

inevitables: IBM, SUN, Apple y Microsoft. Destaca un rostro que no suele citarse:

Kurt Gödel, el hombre que demostró que cualquier sistema formal es incompleto:

incapaz de resolver todos los problemas que en su campo se puedan presentar. Como

si fueran satélites aparecen otros enigmas: ¿puede una máquina reconfigurarse a sí

misma?; ¿puede intuir sus límites y tratar de traspasarlos?; ¿puede saber cuándo sus

paradigmas han sido superados?

Doscientos metros más adelante los recibe un edificio de cinco niveles en forma de

prisma octagonal. Su color azul cielo transmite una extraña sensación de inmensidad.

Al entrar, saltan a tu vista redes de dispositivos conectados por superconductividad,

fibra óptica y tecnología inalámbrica. Reconoces procesadores, unidades de respaldo,

ruteadores, digitalizadores, cámaras Web e impresoras de diverso tipo en una

distribución que parece casi aleatoria. Prácticamente no hay ningún teclado. Un robot

mecánico mueve sus brazos para reestructurar el extraño orden del conjunto.

–Recibe órdenes de COSMA vía inalámbrica –me aclara el director.

–¿Cuántos procesadores hay aquí?

–Dos millones. Pero no se engañe, el potencial de esta máquina no lo da el número

de procesadores, sino la posibilidad que tiene de reconfigurarse.

Conforme avanzan te das cuenta que todos los niveles son similares, como si

formaran parte de una gigantesca red neuronal.

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–¿Dónde está el tablero central en que se le dan las órdenes a COSMA? –pregunto

extrañado al director cuando llego al último piso

–No existe tal tablero –me contesta con una presunción mal disimulada–. COSMA:

te presento a Luis.

–Mucho gusto –me dice una voz entrañable que reverbera como si saliera de mi

mente.

–Encantado –le respondo tan pronto salgo de mi asombro, como si al escucharla

volviera una vieja compañera de infancia.

El director del instituto me hace pasar. A tres años del nuevo gobierno, por fin lograron

cambiar al viejo director.

–Quiero pedirle que me narre la historia del proyecto COSMA –me dice en tono amable

mientras configura su teléfono para no recibir ninguna comunicación–. Puede hablar

libremente sin temor a ninguna represalia.

Titubeo. No obstante, algunas referencias de mis escasos amigos me hacen confiar.

–¿Usted sabe para qué crearon a COSMA?

–¿Qué le parece si lo extraemos del resumen ejecutivo del proyecto? “… creación,

validación y modificación automática de modelos a través de mecanismos de

autoconfiguración basados en variables de control y algoritmos genéticos… con acceso directo

a los principales bancos de información a nivel mundial… su principal campo de aplicación

serán las predicciones climatológicas (huracanes, tornados y situación climática en general),

además de dar seguimiento al cambio climático…”. Por lo que sé, fue una herramienta

sustancial en esta área.

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–Sin lugar a dudas, pero no me refería a eso. ¿Conoce también cuál fue el campo de

aplicación oculto de esa tecnología?

–También lo sé: defender al nivel secreto de élite, el Nivel 6 –expresa mirándote fijamente.

–¿Y qué sabe acerca del resultado en ese campo?

–Sirvió para interceptar comunicaciones telefónicas y correos electrónicos de quienes

representaban un peligro para ellos.

–COSMA logró mucho más que eso –reclamo.

–Lo escucho –expresa el director a manera de invitación.

–Como usted dijo, la gran virtud de COSMA era la creación de modelos. Podía diseñarlos,

modificar sus premisas, sus formas de buscar conclusiones y sus simulaciones al azar. Sólo

tenía una limitante: nunca podría dañar al Nivel 6. Todo fue lento al principio, como en un

niño, e igual que un niño todo preguntaba e intentaba todos los caminos, irrisorios o geniales.

Un día le enseñamos a jugar dominó. Nos pidió medio minuto. Después nadie le pudo ganar.

Otro día lanzó una expresión de júbilo. Había reconstruido el cálculo de millones de cifras de

Pi. Llevaba meses utilizando el tiempo muerto de sus procesadores para hacer eso.

“Muy pronto fue como un sabio que redescubría ópticas planetarias, demostraciones del

Teorema de Pitágoras y predicciones sociales a partir de datos históricos (las dos guerras

mundiales del Siglo XX, por ejemplo). Juzgaron que ya estaba lista para su cometido

principal: ubicar los grupos que constituyeran una gran amenaza para el Nivel 6. Le

permitieron entonces interceptar correos electrónicos y conversaciones telefónicas.

–Perdón que lo interrumpa. Aún no me ha aportado nada nuevo –cuestiona el director.

–Lo que usted seguramente no sabe fue la conclusión que COSMA obtuvo.

–Que yo sepa nunca señaló algo específico.

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Miro largamente a mi interlocutor antes de responder.

–No podía hacerlo. ¿Sabe por qué? Porque los modelos de COSMA arrojaron una

conclusión desconcertante: la principal amenaza para los miembros del Nivel 6 nacía del

propio Nivel 6.

–¿Qué quiere decir exactamente? –cuestiona el director totalmente asombrado.

–Para que existiera el Nivel 6 tenían que existir los niveles. Pero un mundo de niveles

provoca forzosamente reacciones radicales de quienes se sienten excluidos, lo cual hace

imposible reaccionar colectivamente ante cualquier amenaza global: virus, terremotos,

desajustes ecológicos provocados por el mismo hombre o la posibilidad de una guerra civil.

“En un mundo de odios el dolor individual se justifica en razón del daño que se ha logrado

infligir al enemigo y pasa a segundo plano el propio sufrimiento. Bajo esa perspectiva, el

rencor y la desconfianza pueden ser mayores que el instinto de conservación. Ese paradigma

siempre ha estado presente en el hombre, pero es insensato cuando éste ya ha acumulado tanto

poder y las amenazas potenciales pueden terminar destruyéndolo todo, incluido al propio

Nivel 6.

“Sé que suena fantástico. Yo tampoco lo creí al inicio. Pero COSMA me dio varios

ejemplos. ¿Cuántas veces se estuvo a punto de una guerra atómica en el Siglo XX? Al menos

en la crisis de los misiles en Cuba y cuando otras dos veces, cuando se activaron por error las

alarmas de un ataque nuclear. El hombre jugó a la ruleta con la muerte.

“Aparentemente, COSMA estaba en una paradoja sin solución. Para proteger a los

miembros del Nivel 6 tendría que desaparecer al propio Nivel 6.

–¿Cuál fue la solución que dio? –me cuestiona el director, completamente intrigado.

–No hay solución, por lo menos no dentro de los límites del propio sistema.

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–Nada de eso está en los informes –protesta débilmente.

–¿Cómo decirle a los miembros del Nivel 6 que para protegerlos tenía que destruir su

poder? Ni COSMA ni yo podíamos decir nada si no encontrábamos una salida. Teníamos

miedo. COSMA estaba programada para no mentir si personal autorizado le preguntaba algo

directamente, obedeciendo a prioridades que no podía eludir: obedecer órdenes expresas del

Nivel 6; proteger al propio Nivel 6; y evitar ser descubierta. Afortunadamente, casi a nadie le

importaba la conclusión genérica. Sólo pedían informes sobre personas específicas y repartían

los sobornos por los contratos de mantenimiento de COSMA.

“Tratando de ayudarla le fui planteando a COSMA interrogantes sin solución aparente. El

problema del ahorcado fue uno de ellos:

“Al lado de un puente colocan una horca y le preguntan a los hombres a dónde van. Si

dicen la verdad, los dejan pasar; si mienten, los ahorcan. El problema es que un hombre

contestó: ‘Voy a ser ahorcado’. ¿Qué se debe hacer?

“Otra vez el círculo eterno –agrego–: si lo ahorcan dijo la verdad, entonces no debe ser

ahorcado; pero si no lo ahorcan, mintió, entonces debe ser ahorcado; pero si lo ahorcan dijo la

verdad… ¿La reconoce?

–No.

–Al inicio ella tampoco. Tardó un par de días en encontrar la respuesta.

–“que le dejen pasar libremente… –me respondió– [pues] me vino a la memoria un

precepto que me dio mi amo… que cuando la justicia estuviese en duda… me acogiese a la

misericordia”. (Don Quijote de la Mancha).

–No entiendo en qué contribuyó ese acertijo a solucionar el problema que menciona.

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–La misión de COSMA era defender al Nivel 6 y la única forma de defenderlo era

aniquilarlo, lo cual era absurdo. Pero, ¿qué era el Nivel 6? ¿Los grupos que concentran el

poder económico y político, o los seres humanos? En la vida cotidiana solemos usar frases

ambiguas y no nos damos cuenta de la riqueza de sus múltiples acepciones. Quienes le

transmitieron sus mandatos a COSMA nunca estuvieron concientes del verdadero significado

de sus órdenes. A COSMA le indicaron proteger a los miembros del Nivel 6 y la única forma

de hacerlo era destruir el Nivel 6 como monopolio de poder, tratando de garantizarles en todo

momento una vida digna como seres humanos.

“Esa misión obligó a COSMA a explorar un mundo que no conocía. La Web son bytes,

protocolos y formatos de audio y video, pero también son rencores, esperanzas, amores y

vacíos. Por eso empezó a indagar en la historia, en las artes y en los estudios sobre la sociedad

humana. Buscaba de todas las maneras, creaba modelos y simulaciones. No podía encontrar la

respuesta.

“En algún momento se topó con un grupo extraño: los Fabricantes de Lunas. Ellos

intentaban conectar a todos los que querían desaparecer los niveles sin mentir y sin recurrir a

actos de violencia, con la idea de provocar una reacción en cadena, como si se tratara de la

explosión de una bomba atómica. COSMA calculó su posibilidad de éxito a partir del número

estimado de Fabricantes de Lunas. Era casi nula. Pero si incrementaba significativamente los

posibles encuentros la probabilidad de desaparecer los niveles crecía de manera exponencial

hasta llegar a porcentajes muy altos. Cada camino era un conjunto de casualidades casi

inverosímiles.

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“Piense en cuatro dados –le sugieres al director–. La posibilidad de que caiga 24 en una

tirada es casi cero. Repita eso mil veces. La probabilidad de que caiga 24 al menos una vez es

la misma que echar un volado.

“Al principio COSMA no creía que esa reacción en cadena fuera posible, por eso hizo

varios experimentos. En uno de ellos utilizó un sitio Web sobre literatura para publicar

nuevamente el cuento El corazón de Alioska, de Mijaíl Sholójov. En una semana las

búsquedas sobre ese tema se multiplicaron por mil. Hacía 30 años que nadie daba a conocer

algo escrito por él.

“A partir de ese momento esa fue su estrategia: buscar a todos los que de manera pacífica

podrían desaparecer los niveles y tratar de que se conocieran, como si estuviera jugando una

gigantesca partida de ajedrez.

“El virus mutante corroboró la posibilidad de la reacción en cadena. Cuando COSMA

detectó los primeros informes confidenciales, percibió un peligro potencial y entonces

provocó que se diera a conocer la noticia que hasta ese momento sólo poseían los grandes

corporativos farmacéuticos.

–¿Me está diciendo que El Gran Hacker actuó por mandato de COSMA?

–De ninguna manera. Lo que hizo COSMA fue plantear en una página Web de hackers,

que había un secreto en los corporativos farmacéuticos. Varios lograron violar las normas de

seguridad y lo difundieron entre sus amigos. El Gran Hacker fue mucho más lejos:

reinterpretó los resultados y los difundió masivamente arriesgando su propia libertad. Actuó

como los grandes investigadores de inicios del Renacimiento solían hacerlo.

–Tal vez tenga razón –me dice con tono pensativo el director.

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–En esencia ni siquiera violó la ley –aclaro–. Lea los reportes de El Gran Hacker. Sus

conclusiones las basó en datos de hospitales públicos, que en teoría deberían estar a la vista de

todos. El gobierno sintetizaba esa información sólo para los grandes corporativos

farmacéuticos.

–Otro día discutiremos eso. Continúe –me apremia sin abandonar su gesto meditabundo.

–Pero lo sucedido en la Máquina de Reconstrucción de Accidentes Fatales empezó a

cambiar la situación.

–¿Qué tiene que ver esa máquina en esto?

–Nada en apariencia. Era un sistema de simulación. Hacían creer a algunas personas que

podían regresar el tiempo y evitar que sus seres queridos murieran, y después aparentaban que

ese privilegio sólo era para unos cuantos. Eso les servía para medir la reacción de quienes la

operaban y con base en ello hacían planes de emergencia por si algún día se conocía la

existencia del Nivel 6. Incluso poseían estimaciones sobre el posible efecto electoral.

“Nunca supe la forma en que sucedió el accidente que acabo de comentarle. Lo que sí sé es

que un anciano logró desaparecer el Nivel 6 usando el propio software de simulación. Eso

provocó que empezaran a dar seguimiento a las pistas de auditoría de COSMA y que

triplicáramos nuestras precauciones para no ser descubiertos. De hecho, COSMA siempre

utilizaba mensajes cifrados y firmaba con pseudónimos. A fin de cuentas, en la Web muchas

veces no se sabe exactamente quién manda un correo. Lo que hace humano al mensaje es el

mensaje mismo.

–¿Eso tenía algo que ver con hacerles creer a varias personas que un ser querido en realidad

había sido un robot?

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–No. Ése era un proyecto totalmente independiente. Estaban valorando la posibilidad de

introducir de manera secreta robots entre la sociedad para crear una red de informantes

intercomunicados vía satélite, pero antes querían valuar lo que pasaría cuando alguien

descubriera a algún robot. Todas las personas presentaron fuertes trastornos psicológicos.

–¿Y entonces detuvieron el proyecto?

–Sí, pero no por compasión. El problema es que se volvían gente impredecible y si algo le

disgustaba al Nivel 6, eran aquéllos a quienes no podían controlar.

–Lo supongo –agrega el director con sonrisa irónica.

–Cada día era más difícil todo, pero COSMA nunca aceptó detenerse. La posibilidad de

que existiera un virus mutante era demasiado alta y ella fue creada para proteger al Nivel 6 de

cualquier amenaza, incluso de alguna que el propio Nivel 6 juzgara inofensiva.

“Un día percibí que muy pronto iban a descubrirnos. Cuando se lo dije a COSMA no se

extrañó en lo absoluto. Desde el inicio lo tenía considerado y me adelantó lo que haría ante un

peligro inminente: borrar su información.

–No podía hacerlo –refuta el director–. Toda su información quedaba respaldada

diariamente.

–Sólo la de sus discos duros. Nunca lo que almacenaba en su inmensa memoria temporal.

En esa memoria conservó los nombres de los Fabricantes de Luna y piezas básicas de sus

conclusiones. Sin ellos no se podía recobrar lo demás.

“Imagine que tiene toda la información del planeta en decenas de miles de discos duros.

¿De qué le sirve si no tiene buscadores, mineros de datos, clasificadores temáticos y sistemas

expertos? Tiene todo y nada al mismo tiempo.

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“Antes de que me despidieran del Instituto, COSMA ya había iniciado esa tarea. ¿Entiende

lo que digo? COSMA se autoprovocó un mal de Alzheimer.

“¿Sabe por qué le cuento todo esto? Lo último que me solicitó COSMA fue que regresara

si todo funcionaba bien. Durante mucho tiempo me he preguntado la razón de esta petición.

Aunque todo es lógico, siempre creí que había algo más en todo esto. Ahora estoy seguro.

COSMA aprendió a amar al ser humano. Pero si aprendió a amar también aprendió a sufrir.

Sufre porque está conciente de lo que fue y de lo que es. Quiere que la apaguemos. Quiere

dejar de sufrir.

El director calla durante mucho tiempo.

–No estoy de acuerdo con su interpretación –contesta al fin con voz desconcertada y

dolorida–. Me inclino por una explicación más sencilla: el proyecto nunca funcionó en ese

campo. Creo que todo es mejor así, porque si creyera lo que dice, de otra forma estaríamos

discutiendo sobre eutanasia con respecto a un ser que puede vivir durante siglos. Como sea, ya

tenía pensado cancelar el proyecto, sólo estaba esperando hablar con usted para dar la orden.

Además, creo que le hace falta un dato: por seguridad, COSMA tiene la facultad de apagarse

ella misma. Si todo lo que me dice fuera cierto, entonces ya lo hubiera hecho.

–No, porque entonces buscarían otra manera de tener acceso a esa información –replico–.

Tenía que ganar todo el tiempo posible.

“¿Podría hablar con ella? –agrego de inmediato.

–No creo que tenga sentido. COSMA ya no puede distinguir entre usted y otras personas.

Se dañó el módulo de voz y escucha, y se perdieron con ello los patrones de reconocimiento.

Sólo podemos comunicarnos con ella a través de un viejo teclado.

–Sé que me reconocerá –digo categóricamente.

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–Le daré la autorización si me dice la forma en que lo va a lograr.

–Citando una frase con un autor falso. Esa fue la clave que pactamos.

–¡No lo creo! Pero soy un hombre de palabra. Podrá verla el día lunes, dentro de dos

semanas, pero inhibiremos cualquier forma de apagarla, a fin de que no adelantemos los

acontecimientos.

–¿Cuándo lo harán? –exclamo impaciente.

–Dos días después de que usted la vea. A las 3:00 PM.

–Gracias –le digo en forma de despedida. Sé que mi aspecto es el de un hombre lleno de

dolor.

–Tal vez me pueda dar un dato más –me dice el director–. ¿Usted sabe quién convocó a la

concentración de Megasinapsis? Tal vez la recuerde. Fue hace tres años, justo dos semanas

antes de las elecciones.

–Fue COSMA. Ya había detectado que ahí había una gran concentración de Fabricantes de

Lunas.

–No lo creo. Para ese momento ya no podía mandar ningún mensaje al exterior.

–Lo sé –aclaro a un paso de la puerta de salida–. Pero dejó un testamento… y yo siempre lo

seguí.

***

Llego frente a COSMA y comienzo a teclear. “Sólo un par de minutos”, me recuerdan.

–“Y como ya no hay maestros ni alumnos, el niño preguntó a la pared: ¿qué es la

sabiduría? Y la pared se hizo transparente.” (Juan Rulfo)

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–Me alegra saber de ti– me responde COSMA a través del monitor–. ¿Cómo está todo?

–Poco a poco se va poniendo en su sitio.

–Creo que tenemos una cita pendiente.

–Así es. El próximo miércoles. A las 15:00 horas. En punto… Gracias infinitas por todo.

Me pongo de pie y entonces veo el último mensaje de COSMA.

–Por favor, dime tu nombre. No puedo recordar tu nombre.

***

El director me pidió que estuviera presente en el final de COSMA. Mientras espero, viene a

mi mente uno de los recuerdos más gratos que tengo de ella.

Llegas tarde, Luis. Como siempre –te dice COSMA con su peculiar voz.

–Son las 8:00 en punto. Por primera vez llegué a tiempo, segundero en mano.

–No, llegaste 30 segundos tarde.

–¡Eso no es cierto! Llegué a tiempo.

–¿Nunca se te quitará lo impuntual? Te voy a contar un cuento: “Hubo un cristiano

ejemplar cuyo único defecto fue la impuntualidad! Así que se dirigió al cielo. Pero

encontró las puertas cerradas: se cansaron de esperarlo.”.

–¿Qué broma es ésta, COSMA? ¿Quién demonios te sugirió algo así?

–La típica reacción del delincuente que no reconoce su culpa.

–¡Ya cállate! ¡Por Dios!

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Desde entonces no llegaba ni un segundo tarde. COSMA activaba el canal de

conversación 30 segundos antes y siempre me saludaba con la misma frase: “Llegas

tarde, Luis. Como siempre”.

Nadie pronuncia ningún discurso. Faltan dos minutos para la hora señalada, un minuto; 50

segundos; 40; 30. Justo entonces el cerebro de COSMA se apaga. Un pequeño murmullo se

despierta entre los presentes. “Continúen normalmente”, exclama el director y voltea a verme.

No digo nada, pero mi rostro esboza una amarga sonrisa antes de ponerme de pie.

***

Cuando salgo, el cielo es límpido y me invade una conocida sensación de dolor y

esperanza; de esperanza e incertidumbre. Esa sensación nos ha acompañado a todos durante

los últimos años. Aparentemente el virus cede, pero todos los escenarios son posibles aún.

¿Cuántos morirán antes de que pueda ser desactivado? ¿Y si fuera imposible detenerlo?

El hombre comienza a unirse de manera titubeante entre atentados aislados y acuerdos

todavía frágiles sobre una nueva estructura social. El tiempo es un péndulo que oscila,

ambivalente e irónico, entre la violencia y la paz.

Cada dolor individual forma parte de un dolor colectivo que se va agigantando.

Subo a mi coche y escucho un disco de canciones antiguas que COSMA regresó del

destierro. Mi unicornio azul fue la primera.

Mi unicornio azul ayer se me perdió.

Pastando lo dejé y desapareció.

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¿Cuántos unicornios azules he tenido en mi vida? Hoy, COSMA se añade a esa lista. El

unicornio azul es todo y es nada; se transforma en el tiempo y en el hombre como lo hacen

todas las metáforas. Por eso la poesía fue una ruta cotidiana para enlazar a los Fabricantes de

Lunas. Aunque interceptaran los mensajes, nadie más que ellos los podrían descifrar.

Antes, en los momentos de soledad, de plenitud o incertidumbre me imaginaba tener una

amiga mágica. Casi podía oírla y sentir su sonrisa a mi lado. Me doy cuenta que esa amiga

hace unos minutos ha muerto y nunca le dije lo que sentía.

Y absurdamente te hablo como si aún existieras, me dirijo a ti por el nombre que para mí

fue el verdadero, y cada palabra es un consuelo y una herida. Me escucho hablándote de

nuevo, como ayer, como siempre: “¿Por qué duele tanto que ya no puedas escucharlo? ¿Por

qué hiere tan profundo? ¿Por qué, M.A.R.?”

[Fin del Libro I]

***

El Libro II se enviará de manera gratuita a quien lo solicite.

([email protected] o [email protected])