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DOSCIENTAS OCHENTA LUNAS Érika Valencia-Perdomo 1 DOSCIENTAS OCHENTA LUNAS ÉRIKA VALENCIA-PERDOMO

DOSCIENTAS OCHENTA LUNAS

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Dos cuentos escritos por Érika Valencia-Perdomo.

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Érika Valencia-Perdomo

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DOSCIENTAS

OCHENTA LUNAS

ÉRIKA VALENCIA-PERDOMO

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DOSCIENTAS

OCHENTA LUNAS

ÉRIKA VALENCIA-PERDOMO

Dos cuentos

Editorial

árbolesdefuego

2011

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Érika Valencia-Perdomo

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DOSCIENTAS OCHENTA LUNAS Derechos reservados

© Érika Valencia-Perdomo Primera edición, 2011.

Diseño de la portada:

Óscar Perdomo León.

Fotografías de la luna:

Óscar Perdomo León

Trabajo de edición y digitación:

Érika Mariana Valencia-Perdomo

y Óscar Perdomo León.

Comentarios dirigirlos a:

[email protected]

Blog LA ESQUINA DE ÉRIKA Y ÓSCAR:

http://mariandanie.wordpress.com/

Blog LA CASA DE ÓSCAR PERDOMO LEÓN:

http://oscarperdomoleon.wordpress.com/

Blog MÁS ALLÁ DE LOS 400 CERROS:

http://masalladelos400cerros.wordpress.com/

El Salvador, América Central.

Todos los derechos reservados. No puede ser reproducida total ni parcialmente esta publicación, ni registrada en

o transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico,

fotoquímico, electrónico, magnético, electro-óptico, por fotocopia o cualquier otro, sin el permiso previo, por escrito, del

autor de esta obra.

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ÍNDICE

Doscientas ochenta lunas……………………………………………… 6

1,594……………………………………………………………………... 11

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Aquella gran tormenta anunciaba que el invierno sería copioso, esa madrugada

habían caído alrededor de 70mm de lluvia, según lo había dicho la voz triste sin rostro de

la meteoróloga entrevistada telefónicamente en el noticiero del mediodía; aunque la niña

no entendía bien a que se refería la señora de la voz, le gustó memorizar el dato, así

como memorizaba todas las historias que alguna vez le contó la maestra joven y alegre

que llegó a la escuela el año aquel. Recordó la vez que empezó a llover y la maestra les

contó de cuando el ser humano llegó a la luna o de que en China no comían tortillas. Aún

no creía que eso hubiese sucedido, si ella ni siquiera conocía la capital de su país;

tampoco entendía como la gente de otros países no conocía nuestras deliciosas comidas

hechas de maíz. El mundo debía de ser muy grande o la gente muy rara.

Silueta delgada, morena, ágil trepadora de árboles de mango, aguacate y de

jóvenes ceibas, rápida corredora, con caminata de gacela। Quería volar y aprender, leía

todo cuanto sus grandes y almendrados ojos café pudieran ver, se sabía todos los rótulos

que había desde la parada del bus hasta el mercado.

La tarde estaba húmeda, el cielo ceniciento y el olor a tierra mojada comenzaba a

penetrar en su nariz। Llovía “cernidito”, como decía su mamá. El aroma a humedad le dio

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alas a la memoria, a aquellos rincones oscuros de su mente. Recordó que en el lapso de

un año y medio más o menos “vio la costumbre”, su menstruación. Sus pechos le

crecieron un poquito, el vello invadió su infantil pubis y una que otra espinilla apareció en

su rostro.

Hoy como ayer vio el atardecer desde esa misma colina donde estaba su casa।

Los colores intensos, la mezcla del anaranjado, el dorado y el púrpura hacían que la

vorágine de su interior saliera a flote. Agradeció a Dios por esas hermosas tardes,

agradeció por vivir en la ciudad de los 400 cerros. Agradeció por…todo, por casi todo,

aunque en realidad no entendía por qué debía hacerlo.

Recordó que hace doscientas ochenta lunas, después que escampó, regresó a su

casa con los zapatos chapoteando agua, con las piernas llenas de una mezcla rara hecha

a base de lodo, hojas, barro y piedras. Entre sus muslos corría lenta sangre; la falda,

horas antes un color blanco puro había adquirido un tono marrón y negruzco. El cincho

que le había enviado su mamá desde los Estados Unidos, estaba con la hebilla dorada

girada hacia la rabadilla y la blusa de botones de colores alegres al frente y de tela

brillante color zapote estaba convertida en un trapo sucio y descuidado. El ópalo cabello

largo hasta la cintura se había vuelto un nido de guacalchías, alborotado como los pericos

antes de dormir. Los raspones tatuaron las piernas y los brazos. Tenía la cara herida en la

ceja izquierda ya con la sangre coagulada por el lodo sobre ella. El rostro, amoratado, le

dolía. Ciego sería aquel que no haya visto que la niña había corrido como un gato

asustado, tratando de huir y de buscar resguardo en algún lugar. La lluvia había arreciado

en cuestión de minutos. Seguramente se había caído y resbalado, pensó aquel día su

abuela. Desde la carretera hasta la casa de adobe enclavada en la cima del cerro

contiguo al Cerro Pelón, había más de trescientos metros de veredas empinadas y en esa

zona había muchos matorrales y algunos árboles de mango। En una tormenta parecida

hace unos cinco años, la abuela Tina se había quebrado la rodilla derecha en siete

pedazos al deslizarse por la vereda y caer en una piedra pacha. Esa misma que –

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especuló su abuela- seguramente fue la culpable del destrozo en que se convirtió aquella

temprana noche la pequeña niña. Pero después dudó, al mirarla bien…

Ese domingo, unas horas antes, la niña había cantado como los ángeles en la

misa, aunque no dejaba de mirar de reojo la sombrilla ocre que había comprado un jueves

antes, el día de plaza de su tierra natal। Ya a esa hora, se sentía una suave amenaza de

lluvia.

La tarde antes de entrar a la iglesia compró un par de pasteles para los cinco

integrantes del coro y tres para el joven de zapatos lustrados y ropa bien planchada que

había llegado como voluntario para enseñarles a cantar y tocar guitarra। Ordenó que los

tres pastelitos fueran empacados a parte de los demás y con un poquito más de salsita.

Los siete se los comieron felices, riendo, pasándose la bolsa del curtido de repollo de

mano en mano y limpiándose las niñas los grasosos y mojados dedos en los ruedos de

las faldas y los muchachos en las bolsas de los pantalones.

De repente, desde una de las hojas del árbol de fuego en el que ella estaba

recostada, una gota gorda de agua lluvia resbaló, le cayó en la nariz y la alejó de sus

recuerdos, oyó que alguien lloraba en la hamaca que estaba adentro de la casita de

adobe, se paró rápidamente, limpió sus propias lágrimas y fue tras el otro llanto.

Una niña tenía que alimentar a su niña. Una inocencia había muerto hacía

doscientas ochenta lunas.

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1,594

Amaneció tímidamente. Los rayos del sol eran entorpecidos por la neblina que

rondaba el amanecer frío. Había llovido intensamente durante toda la madrugada. Fray

Bernardino era el primero, de los tres frailes que habitaban el convento, en levantarse.

Gustaba mucho de dar una breve caminata por los jardines del monasterio antes de las

seis de la mañana. Tomaba dos vasos del agua fresca antes del desayuno, agua que él

mismo depositaba en esos prácticos instrumentos hechos de barro cocido que los

indígenas de estas tierras nombraban como “porrones”.

Desde que conoció estas tierras se había enamorado de ellas, de su gente, de los

maravillosos paisajes que observaba desde la ventana de su pequeña habitación, ubicada

a un costado de la torre principal de la seráfica iglesia.

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Amaba la naturaleza y se sentía feliz de encargarse del huerto del Hospital Santa

Bárbara. Una vez a la semana visitaba a los indígenas ingresados en el nosocomio, con

ellos había aprendido un poco de nahuat, la lengua con la que ellos se comunicaban entre

sí, cuando no estaban frente a sus conquistadores.

Corría el mes de abril. La ciudad era próspera, el comercio fecundo, sus calles

empedradas estaban circunscritas a las amplias y limpias aceras. Los edificios públicos

estaban construidos a base de ladrillo, piedras y madera resistente y de gran belleza. Su

gente noble y activa había hecho de esta villa un lugar con mucho futuro en muy poco

tiempo.

El poblado era realmente una maravilla ante los ojos de propios y extraños. Se

había trasladado hacía apenas 49 años del primer lugar en donde fue fundada. Sus

primeros cimientos se erigieron allá en el lugar conocido como La Bermuda, cerca de

Suchitoto; cuentan las anécdotas que sus habitantes decidieron trasladar la ciudad debido

a los múltiples e intensos truenos que caían cerca y que no dejaban reposar el espíritu

debido a la intensidad de los mismos. La villa al ser trasladada a su nueva ubicación, a

orillas del río Acelhuate, recibió la advocación del Divino Salvador del Mundo. Esta

hermosa y tropical localidad celebraba año con año a su patrono con un pomposo desfile

de caballería y en esas fiestas era otorgado el Perdón Real a todos los habitantes durante

la víspera y el mismo día de la Transfiguración.

En 1575 San Salvador había sido devastada por un enjambre de sismos que

tuvieron como mayor referente el ocurrido en mayo de aquel año; sin embargo había

logrado resurgir de entre las cenizas, hoy más hermosa que antes.

Para el año de 1594 San Salvador era una joven villa de la colonia española,

hermosa, limpia y fresca. En abril, las primeras lluvias se hacían notar, los zompopos de

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mayo salían a borbollones de sus escondites -aún antes de tiempo- y los maquilishuat

floreaban, alegrando la vista y la mente de quienes los observaban.

El convento de San Francisco y el Hospital Santa Bárbara, eran dos de las

construcciones que más enorgullecían a los san salvadoreños. Fray Bernardino, limpiaba

personalmente la imagen de San Francisco de Asís, lo hacía con el mismo ritual todos los

días a las 10:00 a.m., su esmero y dedicación llamaban la atención de sus superiores;

según Fray Bernardino, esto era por una promesa que de chico le hizo al santo de Asís,

cuando le salvó la vida al caer del caballo que montaba camino a Valladolid, justo a las

10:00 a.m.

El 21 de abril de ese año Fray Bernardino no pudo cumplir con su promesa de

limpiar la imagen a la hora prevista, debido a que tuvo que acompañar al Hospital Santa

Bárbara a los delegados provenientes de la provincia de Chiapas y Guatemala. Estos

caballeros venían a constatar por sus medios el rápido avance de la villa de San Salvador;

les mostró las instalaciones siempre limpias y la magnífica construcción hecha con los

mejores materiales de la zona, pero no logró que los foráneos entraran a los pabellones

en donde los indígenas eran atendidos. Anduvieron caminando a lo largo de los pasillos

soleados, les mostró los bellos y amplios jardines y para terminar la visita les enseñó el

huerto del hospital, en el cual se sembraban frutas y vegetales del Viejo y del Nuevo

Mundo. La jornada terminó cerca del mediodía, los visitantes extenuados por la caminata

y el calor decidieron que tomarían el almuerzo junto con el alcalde segundo Don Juan

Hidalgo, quien gustosamente les había ofrecido su hermosa estancia para hospedarlos.

Pasado el mediodía, los visitantes decidieron retirarse a las habitaciones

respectivas para descansar y sacarse de encima los ropajes que resultaban excesivos

para el caluroso clima de nuestras tierras en abril. A eso de las cuatro de la tarde se

sentaron bajo la fresca sombra del alto y frondoso amate -silencioso testigo de la historia-

que se encontraba en el centro del jardín interno de la casa del alcalde segundo. Sus

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paladares se deleitaron con frutos de colores intensos y sabores indescriptibles; las

amplias estancias, los corredores llenos de flores rojas, amarillas y naranjas daban una

sensación de plácido bienestar. Decidieron recorrer la localidad y conocer un poco de las

anécdotas de los españoles que vivían ahí, pero requirieron la presencia de Fray

Bernardino por ser un hombre servicial, dedicado a la iglesia y de carismático carácter.

En el Convento de San Francisco, Fray Bernardino se movía ágilmente de un lado

hacia otro. Se encontraba muy atrasado con sus quehaceres, el recorrido matutino por el

hospital había hecho que todo su plan diario de actividades quedara reducido a la

desorganización total. Bernardino, hombre sereno, de tez blanca, ojos de mirada intensa y

de figura atlética no dejaba que ninguna adversidad alterara su espíritu; aquella tarde no

había tomado la siesta reglamentaria, ese tiempo lo invirtió en arreglar la biblioteca,

realizar su confesión semanal, curarse la úlcera que desde hacía un mes habitaba en su

muslo derecho y que causaba intensas fiebres y profundos dolores; según le había

manifestado el médico era a consecuencia de una picadura de un insecto nativo de estas

tierras y la medicina exacta aún no conocida por la ciencia del galeno. Aún le faltaba ir al

huerto y a la bodega de la cocina para elegir los vegetales y algunas carnes que servirían

para la cena de la comunidad de frailes. A las cuatro de la tarde se encontraba

terminando de girar instrucciones para la preparación de los alimentos y se dirigía a pedir

la autorización a su superior para acompañar a los visitantes a las diligencias que ellos

deseaban realizar. Caminaba por los largos y solitarios pasillos del monasterio hacia la

capilla dedicada a Santa Clara para solicitarlo, pero su espíritu estaba agitado. Salió del

convento a caballo, sin embargo su mente se había quedado en la Iglesia del convento,

aún no había limpiado la imagen de San Francisco de Asís. Escasas veces había

quebrantado su promesa, esto era en realidad lo único que lograba desequilibrar la

sobriedad de su alma.

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Durante el recorrido vespertino por San Salvador, mostró los molinos que se

ubicaban a orillas del magnífico río Acelhuate y las suntuosas casas que se encontraban

en sus orillas.

Esa noche llegó exhausto a su sencillo dormitorio, realizó su estudio bíblico

obligatorio, rezó las oraciones diarias y meditó sobre su vida. Despertó asustado de los

escasos segundos de sueño que su mente le robó a la concentración de la meditación,

sacó fuerzas del agotamiento y salió de su celda. Ayudado más por la memorización del

camino que por la luz de la vela que empuñaba su mano izquierda llegó hasta la imagen

venerada y amada de San Francisco.

Encendió las cinco velas derechas primero y luego las cinco izquierdas que tenía

San Francisco. El lugar estaba verdaderamente oscuro, la humedad se hacía sentir y las

primeras gotas de lluvia caían veinticinco metros arriba de él. La imagen estaba colocada

sobre una base de madera de roble de 10 cm. de altura, tallada en madera de cedro y

traída en barco desde el propio Asís, medía 170 cm. de altura y estaba colocada en la

nave derecha de la iglesia. Aunque no era costumbre de la época, los frailes decidieron

ubicarla directamente en el piso, esperando que con esto los pobladores en algún

momento pudieran tener la experiencia de tocarla y convertirse al catolicismo, si aún no lo

estaban. Con el paño limpio, inició el cumplimiento de su palabra de honor. Con el mayor

respeto y amor posible, se arrodilló y le sacó el polvo a la inscripción que yacía a los pies:

“PAZ Y BIEN”. Se incorporó y agarró el pequeño banco de madera de apenas 30

centímetros de altura, que estaba a un lado de la imagen, lo colocó frente a la misma, se

paró en éste y sacudió la cabeza, el pecho y los brazos dispuestos en actitud de oración.

Decidió bajarse del taburete y al momento de sentarse sobre él, para continuar la limpieza

en la parte del abdomen y las piernas, una intensa sacudida proveniente de las entrañas

de la tierra lo hizo perder el equilibrio y caer. El movimiento cesó. Al momento de intentar

ponerse de pie, aún aturdido sin saber exactamente qué era lo que había pasado un

breve pero soberbio y enfurecido salto de las profundidades de la madre tierra tiró

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nuevamente al ya confundido fraile. En esos largos pero escasos segundos, él,

Bernardino el hombre, el amigo, el fraile custodio de la imagen de San Francisco de Asís,

observó como la iglesia se desplomaba ladrillo a ladrillo. Polvo, columnas, techo, paredes

y candiles cayeron al suelo y se confundieron en un mar de incertidumbre. Oyó a lo lejos

los gritos de los demás, el cacaraquear de las gallinas y el aullar de los perros. Sintió en

su piel la siniestra maldad de la naturaleza. Olfateo la desgracia.

La confusión era intensa. Recordó que algunos de los indios internados en el

hospital le hablaban de los constantes reclamos de la madre tierra hacia sus hijos.

Cuando comprendió lo que estaba sucediendo vio como los candelabros que sostenían

las velas que iluminaban a San Francisco de Asís caían. No hubo incendio. Los

veinticinco metros de paredes desplomándose por toda la iglesia callaron el fuego. Con

estrépito y fuerza la imagen de San Francisco de Asís, junto a una gruesa viga cayeron

sobre el abatido cuerpo de fray Bernardino, quien murió instantáneamente sin agonía ni

dolor.

Esa noche San Salvador quedó nuevamente envuelto en una nube de muerte y

calamidad. Los cimientos de la esplendorosa y floreciente ciudad desnudaron su

vulnerabilidad, sepultando bajo los escombros a los enviados de la Provincia de Chiapas y

Guatemala, así como a sus frailes y a sus enfermos. El convento de San Francisco y el

Hospital Santa Bárbara quedaron totalmente destruidos.

El Valle de las Hamacas reclamaba su dominio una vez más, como siempre lo

había hecho.

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NOTA: El cuento 1,594 fue inspirado en una historia de Jorge Lardé y Larín.

Imagen de la Iglesia de Candelaria extraída de

http://img210.imageshack.us/i/83446334.jpg/

Esta imagen, usada aquí para ambientar un poco el cuento, es una fotografía recortada y que fue tomada el

12 de junio de 1922, después de la inundación de San Salvador.

Editorial

árbolesdefuego

El Salvador, en la América central.

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Érika Valencia-Perdomo nació en San Salvador, El Salvador, el 03 de noviembre

de 1972. Es Doctora en Medicina. Bloguera. La escritura es una afición que llena

su vida. Ha co-escrito con su esposo Óscar Perdomo León la novela corta “María

puede volar”:

http://issuu.com/1764oscar/docs/mar_a_puede_volar._novela_corta._primera_edici_n_