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Joseph Ratzinger Mirar a Cristo Ejercicios de Fe, Esperanza y Amor

Joseph Ratzinger - Mirar a Cristo

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Joseph Ratzinger

Mirar a Cristo

Ejercicios de Fe, Esperanza y Amor

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Indice

Prologo............................................................................................4

Fe.....................................................................................................6

1. Fe en la vida cotidiana como actitud fundamental del hombre....................................................................................................7

2. ¿Supone el agnosticismo una vía de salida?.........................10

3. Conocimiento natural de Dios ..............................................20

4. La fe «sobrenatural» y sus razones.......................................25

5. Desarrollos del principio fundamental .................................28 a. El fundamento de la fe en la visión de Jesús y de los santos. ..................................................................................28 b. Verificación de la fe en la vida ........................................30 c. Yo, tú y nosotros en la fe..................................................32

Esperanza .....................................................................................36

1. Optimismo moderno y esperanza cristiana...........................36

2. Tres ejemplos bíblicos respecto a la esencia de la esperanza cristiana ....................................................................................44

a. El profeta Jeremías ...........................................................45 b. El Apocalipsis de San Juan ..............................................47 c. El Sermón de la montaña..................................................49

3. Buenaventura y Tomás de Aquino acerca de la esperanza cristiana ....................................................................................57

Esperanza y Amor .......................................................................61

1. Esperanza y amor en el espejo de sus contrarios .................61 a. Llenar de arena la esperanza y el amor en la pereza del corazón (acidia)....................................................................62 b. Las hijas de la acidia ........................................................67 c. Modalidad de la auto glorificación: el pelagianismo burgués y el pelagianismo de los piadosos...........................71 d. Miedo, esperanza, amor ...................................................72

2. Acerca de la esencia del amor ..............................................77 a. El amor como un sí...........................................................78

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b. Amor y verdad, amor y cruz ............................................80 c. ¿Qué es el amor de sí mismo?..........................................85

3. Esencia y vía del ágape ........................................................88

4. Del Sermón de la montaña....................................................91

Epílogo Dos Homilías sobre fe y amor .......................................95

I: «¿Que tengo que hacer para heredar vida eterna?» (Homilía sobre Lc 10, 25-37)...................................................................96

II: La mirada pura y el buen camino (Homilía de la festividad de San Enrique, emperador) ...................................................101

DaDaDaDatos editoriales:tos editoriales:tos editoriales:tos editoriales: Auf Christus schauen © 1989 Editoriale Jaca Book, Milano Traducción del texto italiano al español por Xavier Serra. © by EDICEP PRINTED IN SPAIN I.S.B.N.: 84 - 7050 - 198 - 4 Dep. Legal V152-1990 IMPRIME GRÁFICAS GUADA

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Prologo

Cuando en el verano de 1986 Monseñor Luigi Giussani, fundador de «Comunión y Liberación», me invitó a dirigir unos ejercicios espirituales a sacerdotes de su movimiento en Collevalenza, acababa de llegar a mi despacho el volumen en el que Josef Pieper había recogido y publicado de nuevo sus tratados sobre «Amar, esperar, creer», publicados originariamente en 1935, 1962 y 1971. Esta circunstancia me indujo a afrontar, durante los ejercicios espirituales, las tres «virtudes teologales», sirviéndome de las meditaciones filosóficas de Pieper como si fuera un libro de texto. Así se explica el hecho de que, sobre todo en el capítulo tercero, la línea de fondo de mi pensamiento siga la exposición de Pieper, a la que por otra parte debo una serie de preciosas citas de Tomás de Aquino. Mi aportación personal ha sido la de ampliar sobre el plano teológico y espiritual la exposición filosófica de Pieper, que por otra parte ya se proyectaba en un horizonte cristiano.

Al principio dudé en su publicación, conforme me solicitaban los participantes en los ejercicios de Collevalenza. Pero cuando, dos años después, examiné de nuevo el manuscrito, me pareció que la unión entre filosofía, teología y espiritualidad podía ser fecunda y ofrecer nuevos puntos de vista. Para la traducción en alemán elaboré de nuevo los textos, pero no quise eliminar su carácter de exposición oral y conscientemente dejé intactas las alusiones al motivo original de los ejercicios.

Había que mantener el calor real de las expresiones y al mismo tiempo abrir espirales para nuevas concretizaciones. Para enriquecer un poco las afirmaciones sobre el amor, quizás excesivamente fragmentarias, añadí para la publicación dos homilías predicadas en el verano de 1988 en Chile. Espero que este pequeño volumen, así como

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los ejercicios que fueron su origen, puedan servir como nueva iniciación a aquellas actitudes fundamentales, en las que la existencia del hombre se abre a Dios, convirtiéndose así en una existencia totalmente humana.

Roma, miércoles de Ceniza de 1989

José cardenal Ratzinger

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Fe

Las reflexiones contenidas en este libro no son únicamente consideraciones teóricas, sino que quieren ser una invitación a unos «ejercicios espirituales». Sólo se puede «ejercitar» aquello que de alguna forma ya se posee; el ejercicio presupone un fundamento ya dado. Únicamente con el ejercicio hago mía aquella cualidad que estoy ejercitando, de modo que pueda disponer de ella y volverla fructífera. Un pianista debe ejercitarse en su arte, y si no, lo pierde. Un deportista debe «entrenarse», porque sólo así estará en plena forma. Si me rompo una pierna, debo ejercitar el órgano que está en vías de curación, para que aprenda de nuevo a sostenerme. Y así en todas las cosas. ¿Qué debemos «ejercitar» en estos días? Los «ejercicios» son una iniciación a la existencia cristiana. Pero, puesto que la existencia cristiana no es un arte más junto a otros, sino simplemente la existencia humana vivida tal y como se debe, se podría afirmar que queremos ejercitar el arte de la vida justa. Queremos aprender el arte de las artes: la existencia humana.

Aquí se impone de inmediato una visión panorámica sobre nuestra vida cotidiana. Existe en nuestra sociedad contemporánea un sistema altamente desarrollado de formación profesional, que ha conducido al máximo nivel la posibilidad del dominio del hombre sobre todas las cosas. El poder del hombre, en el sentido de dominio del mundo, ha alcanzado proporciones casi vertiginosas. En el «hacer» somos grandes, grandísimos, pero en el ser, en el arte del existir las cosas son bien distintas. Sabemos muy bien qué se puede «hacer» con las cosas y con los hombres, pero qué son las cosas, qué es el hombre, eso ya es otra cuestión. En estos días trataremos precisamente acerca de este arte perdido, el arte de saber vivir. Nos encontramos en la misma situación de aquel que ha sufrido diversas fracturas en la pierna:

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debemos volver a aprender a «andar» en la fe, haciendo uso de nuestras internas energías. Las conferencias sólo podrán ser una especie de arranque, un primer empuje hacia el íntimo compromiso personal y comunitario, que es lo verdaderamente importante, si queremos que nuestros «ejercicios» den su fruto adecuado.

La fe es el acto fundamental de la existencia cristiana. En el acto de fe se expresa la estructura esencial del cristianismo, su respuesta a la pregunta de cómo es posible llegar a la meta en el arte de la existencia humana. Hay otras respuestas, por supuesto, pero no todas las religiones son «fe». El budismo, en su forma clásica, por ejemplo, no considera este acto de autotrascendencia, de encuentro con el Otro Absoluto: Dios que me habla y me invita al amor. Sin embargo es característico del budismo un acto de radical interiorización: no salir de sí mismo (ex-ire) sino entrar más adentro; este proceso es el que debe conducir a la liberación del yugo de la individualidad, del peso de ser persona, al retorno a la identidad común de todo ser. Y esto, en comparación con nuestra experiencia existencial, se puede definir como no ser, como nada, si queremos expresar toda su alteridad1.

1. Fe en la vida cotidiana como actitud fundamental del hombre

Pero aquí no queremos entrar en esa discusión, aunque muchas de las cosas que diremos en estas conversaciones

1 Cfr. a este respecto en la colección Die Religionen der Menschheit, de Chr. M. Schröder, el vol. 13: Die Religionen Indiens III, de A. Bareau, W. Schubring, Chr. von Fürer-Haimendorf, Stuttgart 1964; para la relación entre cristianismo y budismo, así como bibliografía sobre el tema, v. H. Bürkle, Einfährung in die Theologie der Religonen, Darmstadt 1977, pp. 63-92.

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pueden servir perfectamente como respuesta a ciertas cuestiones que pudieran resultar. Lo que nos importa ahora es simplemente aprender lo mejor posible el acto fundamental de la existencia cristiana, el acto de la fe. Si nos introducimos por esta vía, surge súbitamente un impedimento. Advertimos, por decirlo así, una de aquellas íntimas rupturas nuestras, que bloquean nuestro movimiento en el campo de la fe. La pregunta es: ¿la fe es una actitud digna de un hombre moderno y maduro? «Creer» parece algo provisional, transitorio; se desearía más bien salir de esa situación, aunque con frecuencia —precisamente como actitud transitoria— es inevitable: nadie puede saber realmente y dominar con su propio saber todo aquello en lo que se basa nuestra vida en una civilización técnica. Muchísimas cosas —la mayoría— debemos aceptarlas con confianza en la «ciencia», y tanto más teniendo en cuenta que dicha confianza aparece suficientemente confirmada por la experiencia común.

Durante todo el día todos nosotros utilizamos productos de la técnica, cuyos fundamentos científicos nos resultan desconocidos: ¿quién va a calcular y verificar la estática de los rascacielos? ¿Y el funcionamiento del ascensor? ¿Y el campo de la electricidad y de la electrónica, de los que nos servimos cada día? O bien, lo que aún resulta más grave, ¿quién va a comprobar la fiabilidad de la composición de un producto farmacéutico? Podríamos continuar por mucho tiempo. Efectivamente vivimos dentro de una red de no conocimientos, de los que sin embargo nos fiamos a causa de experiencias generalmente positivas. «Creemos» que todo es suficientemente justo, y con esta «fe» tenemos parte en el producto del saber de otros.

Pero, ¿qué clase de fe es ésta, que practicamos normalmente sin darnos cuenta y que está en la base de nuestra vida diaria? Intentemos no comenzar con una

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definición, sino que veamos lo que se puede establecer rápidamente. Saltan a la vista dos aspectos opuestos de esta especie de «fe». En primer lugar podemos establecer que tal fe es indispensable para nuestra vida. Porque de lo contrario no funcionaría nada: cada uno tendría que empezar desde el principio. Esta reflexión es válida también en un sentido más profundo: la vida humana sería imposible si no hubiera confianza en el otro y en los otros, puesto que uno no puede fiarse únicamente en su propia experiencia, en sus propios conocimientos. Este es el aspecto positivo de esa fe. Pero por otra parte resulta al mismo tiempo expresión de una ignorancia y, en ese sentido, tiene un aspecto secundario: conocer sería mejor. De hecho muchos pueden confiar en todo el mecanismo de un mundo tan técnico, únicamente porque algunos estudiaron un sector particular y lo conocen con exactitud. En este sentido existe el deseo de pasar, en la medida de lo posible, de la fe al conocer, y en todo caso a un conocer justo y significativo, al menos en el campo de la técnica. Aún estamos muy lejos de la zona de la religión y nos movemos todavía en el espacio del dominio de la vida puramente intramundana, cotidiana, sin embargo hemos alcanzado logros e intuiciones importantes para el fenómeno de la vida religiosa, y que por supuesto deseamos precisar expresamente. Decíamos que en el cuadro de la «fe de cada día» (así queremos llamarla) se deben distinguir dos aspectos: por una parte el carácter de la insuficiencia, de la provisionalidad; estamos ante un estadio incipiente del saber, del que se intenta salir, si es posible. Pero junto a este aspecto hay algo más: una «fe» de este tipo es confianza recíproca, participación común en la comprensión y en el dominio de este mundo; este aspecto en general es esencial para la formación de la vida humana. Una sociedad sin confianza no puede vivir. Las palabras pronunciadas por Tomás de Aquino, aunque dichas a otro nivel, tienen aquí total validez:

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la incredulidad es esencialmente contraria a la naturaleza del hombre2. Los distintos niveles no dejan de tener alguna relación entre sí.

Hasta ahora hemos elaborado una «estructura axiológica» de la fe natural; hemos visto que dicha fe es un valor ciertamente menor respecto al «conocer», pero que resulta fundamental para la existencia humana y constituye un valor sin el que una sociedad no podría subsistir. Además ahora podemos elencar asimismo los elementos individuales que pertenecen a esta fe (la «estructura de su acto»). Son tres. Esa fe refiere siempre a alguien que «conoce»: presupone el conocimiento real de personas cualificadas y dignas de confianza. Se añade, como segundo elemento, la confianza de «muchos» que en el uso cotidiano de las cosas se basan en la solidez del saber que hay dentro de ellas. Y finalmente, como tercer elemento, se debe hacer mención de una cierta verificación del saber en la experiencia de cada día. Que la corriente eléctrica funcione correctamente no lo podré demostrar científicamente, pero el funcionamiento diario de mi lámpara en el estudio me demuestra que yo, aunque no sea uno de los que «conocen», no obro con una «fe» totalmente pura, carente de todo tipo de confirmación.

2. ¿Supone el agnosticismo una vía de salida?

Esta reflexión nos hace ver distintos pasos abiertos hacia la fe religiosa y evidentes semejanzas en su estructura. Pero si ahora intentamos el paso, el camino se verá rápidamente bloqueado por una objeción grave e importante, que más o menos se podría formular así: puede ocurrir que en la vida social del hombre sea imposible que cada uno pueda

2 S. Theol. II—II q. 10 a. 1 ad 1; cfr. J. Pieper, Lieben, hoffen, glauben, München 1986, pp. 315 y 376.

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«conocer» todo lo que sea útil y necesario en la vida y que nuestro actuar se deba basar necesariamente sobre la «fe» en el «conocer» de los otros. Pero estamos en el campo del saber humano, que en principio todos podrían alcanzar. Por el contrario, con la fe en la revelación, superamos los confines del conocer propiamente humano. Incluso si la existencia de Dios pudiera convertirse de alguna forma en un «conocer», la revelación y sus contenidos permanecerían siempre y para todos en el terreno de la fe, algo que está más allá de cuanto sea accesible a nuestro conocer. Aquí no hay referencia alguna al conocer especializado de unos cuantos en quienes poder confiar y que conocen de forma inmediata en base a sus propias investigaciones. Nos encontramos una vez más ante la siguiente cuestión: ¿esta especie de fe es conciliable con la moderna conciencia crítica? ¿No sería más conforme al hombre de nuestro tiempo abstenerse del juicio sobre esta materia y esperar el momento en el que la ciencia pueda dar respuestas definitivas, incluso para este tipo de cuestiones? La actitud que se expresa en tales cuestiones corresponde indudablemente a la conciencia media de un universitario de hoy día. La honestidad en el pensamiento y la humildad ante lo desconocido parecen aconsejar el agnosticismo, mientras que el ateísmo declarado pretende saber demasiado y lleva consigo claramente un elemento dogmático. Nadie puede afirmar que «sabe», en sentido estricto, que Dios no existe. Se puede trabajar con la hipótesis de que Dios no exista e intentar, a partir de aquí, explicar el universo. Las ciencias naturales modernas parten fundamentalmente de este presupuesto. Pero si el método respeta sus propios límites, aparece claro que no se puede superar el campo de lo hipotético y que incluso una explicación atea del universo, coherente en apariencia, no conduce a una certeza científica de la no existencia de Dios. Nadie puede afirmar experimentalmente la totalidad del ser y de sus condiciones.

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En este punto simplemente alcanzamos los límites de la «condition humaine», de la posibilidad cognoscitiva humana en cuanto tal, y no sólo en relación con sus condiciones presentes, sino esencialmente, de manera insuperable. Por su propia naturaleza la cuestión de Dios no puede reducirse a los confines de la investigación científica, en el sentido estricto del término. En este sentido la declaración de «ateísmo científico» es una pretensión insensata, ayer, hoy y mañana. Pero se impone el problema de saber si la cuestión de Dios no supera los límites de la posibilidad humana, y en este sentido el agnosticismo parece que sea la única actitud justa del hombre real, leal, incluso «pío», en el sentido más profundo de la palabra; reconocimiento de que nuestro campo visual tiene unos límites y de que no podemos llegar a lo inaccesible. La nueva religiosidad del pensamiento ¿no debiera quizás dejar de lado lo inescrutable y contentarse con lo que se nos ha dado?

Quien intente responder a esta cuestión, propia de un auténtico creyente, debe actuar sin precipitación. En efecto, ante esta forma de humildad y de religiosidad, se impone rápidamente una objeción: la sed de lo infinito pertenece a la misma naturaleza del hombre, más aún en su misma esencia. Su límite es únicamente lo ilimitado, y los confines de la ciencia no pueden cambiarse, en principio, con los confines de nuestra propia existencia. Esto supondría una incomprensión total tanto de la ciencia como del hombre. Donde la ciencia alce la pretensión de agotar los límites del conocimiento humano, estaría transpasando los confines de lo propiamente científico. Todo esto me parece verdad, pero, como acabo de decir, resulta una respuesta demasiado precipitada. Más bien deberíamos examinar con paciencia la importancia de la hipótesis del agnosticismo, para verificar si resulta consistente no sólo desde el punto de vista científico, sino en la misma vida humana. La pregunta que se le hace al

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agnosticismo suena más o menos así: ¿Su pretensión es realmente posible? ¿Acaso podemos, como hombres, dejar simplemente de lado la cuestión sobre Dios, es decir la cuestión acerca de nuestro origen, de nuestro destino final, de nuestro propio ser? ¿Podemos vivir de una forma puramente hipotética, «como si Dios no existiese», aunque pudiera existir? La cuestión de Dios no es para el hombre un problema teórico, como por ejemplo la pregunta sobre si en el sistema periódico de los elementos puede haber otros elementos desconocidos, o cosas por el estilo. Al contrario, la pregunta sobre Dios es una cuestión eminentemente práctica, que tiene consecuencias en todos los campos de nuestra vida. Si yo, por tanto, en teoría opto por el agnosticismo, en la práctica debo decidirme entre dos posibilidades: vivir como si Dios no existiera, o bien vivir como si Dios existiera y como si Él fuese la realidad normativa para mi vida. Si elijo la primero, prácticamente he adoptado una postura atea y además he puesto como base de toda mi vida una hipótesis que podría resultar falsa. Si me decido por la segunda posibilidad, me muevo en el campo de una fe puramente subjetiva, y enseguida me acuerdo de Pascal, cuya batalla filosófica al inicio de la edad moderna se movía enteramente en torno a esta constelación especulativa. Pero puesto que al fin comprendió que la cuestión no podía resolverse de hecho en el pensamiento puro, él mismo recomendó a los agnósticos intentar la segunda elección y vivir como si Dios existiera. En el transcurso del experimento (y sólo en él) se llegaría a la conclusión de haber elegido justamente3. En todo caso la solución agnóstica no resiste un examen más atento. Como pura teoría parece muy brillante, pero el agnosticismo

3 Pensées 451, 4, en la edición de J. Chevalier para la Bibliotèque de la Pléiade, Paris 1954, pp. 1215s.; cfr. R. Guardini, Christliches Bewusstsein. Versuche über Pascal, München 19502, pp. 199-246.

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es por su propia naturaleza algo más que una teoría: está en juego la práctica de la vida. Y cuando se intenta «practicarlo» en su verdadera dimensión, desaparece como pompa de jabón; se deshace, porque no se puede huir ante la elección que el agnosticismo quisiera evitar. Frente a la cuestión de Dios no hay neutralidad posible para el hombre. Este puede únicamente decir sí o no, y además con todas las consecuencias hasta en los sucesos más ínfimos de la vida diaria.

Intermedio: la locura del inteligente y las condiciones de la verdadera sabiduría

En este momento quisiera interrumpir por un instante nuestra reflexión, quizás un poco abstracta, e insertar una parábola bíblica; después volveremos al hilo de nuestro pensamiento. Pienso en la historia contada por Jesús, que leemos en Lucas 12, 16-21: «Las tierras de un hombre rico dieron una gran cosecha. Él estuvo echando cálculos: "¿Qué hago? No tengo dónde almacenarla". Y entonces se dijo: Voy a hacer lo siguiente: derribaré mis graneros, construiré otros más grandes y almacenaré allí el grano y las demás provisiones. Luego podré decirme: "Amigo, tienes muchos bienes almacenados para muchos años: túmbate, come, bebe y date la buena vida". Pero Dios le dijo: Insensato, esta noche te van a reclamar la vida. Lo que te has preparado, ¿para quién será? Eso le pasa al que amontona riquezas para sí y para Dios no es rico».

El hombre rico de esta parábola es sin duda inteligente: conoce sus propios asuntos. Sabe calcular las posibilidades del mercado; tiene en consideración los factores de inseguridad tanto de la naturaleza como del comportamiento humano. Sus reflexiones están bien pensadas, y el éxito le da la razón. Si se me consiente ampliar un tanto la parábola,

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podríamos decir que este hombre era, con seguridad, demasiado inteligente como para ser ateo. Pero ha vivido como un agnóstico: «como si Dios no existiera». Un hombre así no se ocupa de cosas inciertas, como la existencia de un Dios. Él trata con asuntos seguros, calculables. Por eso incluso la finalidad de su vida es muy intramundana, tangible: el bienestar y la felicidad del bienestar. Pero resulta que le sucede precisamente lo que no había calculado: Dios le habla y le manifiesta un suceso que había excluido totalmente de su cálculo, ya que era demasiado incierto y poco importante: lo que le sucederá a su alma cuando se encuentre desnuda ante Dios, más allá de posesiones y éxitos. «Esta noche te van a reclamar la vida». El hombre, que todos conocían como inteligente y afortunado, es un idiota a los ojos de Dios: «Insensato», le dice, y frente a lo verdaderamente auténtico, aparece con todos sus cálculos extrañamente necio y corto de vista, porque en esos cálculos había olvidado lo auténtico: que su alma deseaba algo más que bienes y alegrías, y que algún día se iba a encontrar frente a Dios. Este inteligente necio me parece una imagen muy exacta del comportamiento medio de la gente moderna. Nuestras capacidades técnicas y económicas han crecido de modo antes inimaginable. La precisión de nuestros cálculos es maravillosa. Frente a todos los horrores de nuestro tiempo se consolida cada vez más la opinión de que estamos próximos a realizar la mayor felicidad posible para el mayor número posible de hombres, y a iniciar finalmente una nueva fase de la historia, una civilización de la humanidad en la que todos podrán comer, beber y disfrutar. Pero precisamente en este aparente acercamiento a la autoredención de la humanidad irrumpen las siniestras explosiones desde lo más profundo del alma insaciada y oprimida que nos dicen: Insensato, te has olvidado de ti mismo, de tu alma y de su sed incolmable., de su deseo de Dios. El agnosticismo de nuestro

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tiempo, en apariencia tan razonable, que deja que Dios sea Dios para hacer del hombre simplemente un hombre, denota una idiotez de miope. Pero la finalidad de nuestros ejercicios debiera consistir en escuchar las palabras que Dios nos dirige, en percibir el grito de nuestra alma y redescubrir, en su profundidad, el misterio de Dios.

Detengámonos un instante ante las perspectivas que se abren en esta reflexión, antes de volver a tomar el hilo de nuestros pensamientos precedentes. El proyectarse del hombre en Dios, la búsqueda y la vía hacia el fundamento creador de todas las cosas, es algo muy distinto del pensamiento «precrítico» o no crítico. Por el contrario, la negación de la cuestión de Dios, la renuncia a tan elevada apertura del hombre, es un acto de oclusión, es un olvidar el íntimo grito de nuestro ser. En este contexto Josef Pieper ha citado palabras de Hesíodo tomadas del cardenal Newman, en las que se expresa con inimitable elegancia y precisión esta problemática: «El ser sabio con la cabeza de otro... es por supuesto más pequeño que nuestro propio saber, pero tiene infinitamente más peso que el estéril orgullo de quien no realiza la independencia del que sabe y al mismo tiempo desprecia la dependencia del creyente»4. En la misma dirección va un razonamiento del mismo Newman sobre la relación fundamental del hombre hacia la verdad. Con demasiada frecuencia los hombres se inclinan —así razona el gran filósofo de las religiones— a quedarse tranquilos y esperar a ver si llegan a su casa pruebas de la realidad de la revelación, como si fueran árbitros y no personas que lo necesiten. «Han decidido examinar al Omnipotente de una manera neutral y objetiva, con plena imparcialidad, con la

4 Pieper, op. cit., pp. 292 y 372 con referencia a Newman, Philosophie des Glaubens (traducción de Th. Haecker, München 1921), p. 292 y Aristóteles, Etica a Nicómaco, 1, 2; 1095b.

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cabeza clara». Pero el hombre, que cree que así se convierte en señor de la verdad, se engaña. La verdad se cierra a estas personas, y se abre únicamente a quien se le acerca con respeto y humildad reverente5-

«Derribó a los poderosos de su trono y ensalzó a los humildes». Nos vienen a la memoria las palabras del Magnificat. Y quizás sea ésta precisamente la perspectiva que nos acerca más a su comprensión, ya que en él no se presupone la idea de la lucha de clases, sino que se expresa el estupor de un hombre tocado por Dios. Resalta en un primer plano algo fundamental. No se trata de cambios políticos, no al menos en un primer lugar; se trata de la dignidad del hombre, de su perdición y de su salvación. El hombre que se hace señor de la verdad y la deja después de lado, cuando no se deja dominar, coloca el poder por encima de la verdad. Su norma se convierte en el poder. Pero precisamente así se pierde a sí mismo: el trono sobre el que se sitúa es un trono falso; su presunta ascensión al trono es ya, en realidad, una caída.

Pero quizás todo esto tenga un sonido demasiado apocalíptico, demasiado teológico. Sin embargo resulta más concreto si miramos por la vía del pensamiento en la edad moderna. La ciencia de la naturaleza, en sentido moderno, se inicia cuando el hombre —como dijo Galileo— mediante el experimento tortura, si es preciso, a la naturaleza, y así le arranca los secretos que ella no quiere mostrar voluntariamente. De esta forma se ha llevado a la luz indudablemente algo importante y útil para todos. Hemos aprendido así todo lo que se puede hacer a la naturaleza6. La importancia de este conocer y del poder alcanzado de esta

5 Pieper, op. cit., p. 318; Newman, Grammar of Assent, London 1892, p. 425s. 6 Cfr. mi discurso a la universidad de Salzburgo: Konsequenzen des Schöpfungglaubens, Salzburg 1980.

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forma no debe ser atenuada. Sólo que, si únicamente valoramos esta forma de pensar, el trono del dominio sobre la naturaleza sobre el que nos asentamos, se ha construido sobre la nada; inevitablemente caerá arrastrándonos consigo a nosotros mismos y a nuestro mundo. Poder hacer es una cosa, poder ser es otra bien distinta. El poder hacer no sirve para nada si no sabemos para qué hemos de utilizarlo, si no nos interrogamos acerca de nuestra propia esencia y acerca de la verdad de las cosas. El aislamiento del conocer de dominio es aquel trono del orgullo, cuya caída sigue inevitablemente a la falta de terreno bajo los pies. Si valoramos únicamente aquel conocer que, en último término, se expresa mediante un poder hacer, entonces somos necios miopes que construimos sobre un fundamento inexistente. Hemos ensalzado el «poder» como norma única y así hemos traicionado nuestra auténtica vocación: la verdad. La sabiduría del orgullo se convierte en locura banal. A una mentalidad «crítica», con la que el hombre critica todo excepto a sí mismo, contraponemos la apertura hacia el infinito, la vigilancia y la sensibilidad para la totalidad del ser, y una humildad de pensamiento preparada siempre a inclinarse ante la majestad de la verdad, ante la que no somos jueces sino pobres mendicantes. La verdad sólo se muestra al corazón vigilante y humilde. Si es verdad que los grandes resultados de la ciencia se abren únicamente al trabajo intenso, vigilante y paciente, siempre preparado a una corrección y a un aprendizaje, entonces se comprenderá que las verdades más dignas exigen una gran constancia y humildad en la escucha. «Y ensalzó a los humildes». No se trata de un slogan de lucha de clases, ni siquiera es un moralismo primitivo. Estamos frente a primeras actitudes del hombre como tal. La dignidad de la verdad, y por tanto el acceso a la verdadera grandeza del hombre, se abre únicamente a la percepción humilde, que no se descorazona ante negativa alguna, ni se desvía por los

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aplausos o por las contradicciones, ni siquiera por los deseos y los asuntos del propio corazón. Esta apertura hacia el infinito, hacia el Dios infinito, no tiene nada que ver con la credulidad; exige por el contrario la autocrítica más consciente. Es mucho más abierta y crítica que la misma limitación del empírico, cuando el hombre hace de su voluntad de dominio el último criterio del conocimiento.

Estas son, pues, las actitudes que debemos contraponer ante un agnosticismo contento de sí mismo, porque solo estas corresponden a la ineludibilidad de la cuestión de Dios: vigilancia ante las más profundas dimensiones de lo real; pregunta acerca de la totalidad de nuestra existencia humana y en general acerca de la realidad; humildad ante la grandeza de la verdad y disponibilidad para dejarnos purificar por ella. Más adelante se demostrará que debemos dejar espacio para otro factor, del que, hasta el momento, no hemos hablado: lo mismo que cuando en las cosas empíricas iniciamos con un poco de fe y tenemos necesidad del testimonio de quien ya conoce para llegar nosotros mismos a conocer, así también en este sector de nuestro conocer, al mismo tiempo difícil y decisivo, es necesaria la disponibilidad para escuchar a los grandes testigos de la verdad, los testigos de Dios; es necesario dejarnos conducir por ellos, a fin de alcanzar la vía del conocimiento. Además, como toda ciencia y todo arte, se exige constancia y ejercicio en el caminar hacia Dios. Los órganos de la verdad pueden debilitarse hasta la ceguera y sordera total. Ya Pío XII tuvo unas palabras de advertencia ante la pérdida del sentimiento de Dios, y el papa actual ha repetido este pensamiento7. En este contexto, los Padres de la

7 Según Pío XII «el pecado del siglo es la pérdida del sentido del pecado»: Discursos y radiomensajes VII (1946), p. 288. El Papa Juan Pablo II en Dominum et vivificantem II, 6, 46 añade: «esta pérdida acompaña al mismo tiempo a la "pérdida del sentido de Dios"»

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Iglesia han apelado frecuentemente a las palabras de Cristo: «Felices los limpios de corazón, porque verán a Dios» (Mt 5,8). El corazón «limpio» es el corazón abierto y humilde. El corazón impuro es, por el contrario, el corazón presuntuoso y cerrado, completamente lleno de sí mismo, incapaz de dar un lugar a la majestad de la verdad, que pide respeto y, al fin, adoración.

Resumamos brevemente —antes de volver a tomar el hilo de las precedentes reflexiones— los resultados que se originan de este intermedio antropológico. Hemos dicho que la cuestión de Dios es ineludible, que no nos podemos abstener de ella. Para acercarnos a tal cuestión son indispensables algunas virtudes fundamentales, que son, por así decirlo, sus presupuestos metodológicos: la escucha del mensaje que proviene de nuestra existencia y del mundo en su totalidad; la atención respecto al conocimiento y a la experiencia religiosa de la humanidad; el empeño decidido y constante de nuestro tiempo y de nuestra fuerza interior ante una cuestión que concierne a cada uno de nosotros personalmente.

3. Conocimiento natural de Dios Pero ahora se nos plantea la pregunta: ¿existe una

respuesta a la cuestión? Si sí, ¿qué tipo de certeza podemos esperar? El apóstol Pablo en su carta a los Romanos se planteó exactamente la misma problemática. Y respondió con una reflexión filosófica, que se apoya en la historia de las religiones. En la megalópolis de Roma, la Babilonia de la época, se encontraba ante una decadencia moral, que tenía su raíz en la pérdida total de las tradiciones, en la desaparición de aquella íntima evidencia, fruto de los usos y costumbres, que en otro tiempo le llegaba al hombre. No se comprende nada por sí mismo, todo es posible, nada es imposible. En este punto sólo cuentan el yo y el momento. Las religiones

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tradicionales son únicamente cómodas fachadas, sin interioridad; lo que queda es un puro cinismo.

La respuesta del apóstol a este cinismo moral y metafísico de una sociedad decadente, dominada únicamente por la ley del dominio, es sorprendente. Afirma que dicha sociedad, en realidad, conocía mucho y bien acerca de Dios: «Porque lo que puede conocerse de Dios lo tienen a la vista: Dios mismo se lo ha puesto delante» (Rm 1,19). Y fundamenta así dicha afirmación: «Desde que el mundo es mundo, lo invisible de Dios, es decir, su eterno poder y su divinidad, resulta visible para el que reflexiona sobre sus obras» (1,20). Pablo saca de aquí sus propias conclusiones: «de modo que no tienen disculpa» (1,20). La verdad les resultaría accesible, pero no la quieren, rechazan las exigencias que la misma verdad les reclamaría. El apóstol habla de que «reprimen con injusticias la verdad» (1,18). El hombre se opone a la verdad que exige de él sometimiento en la forma de alabanzas y gracias a Dios (1,21). La decadencia moral de la sociedad es para Pablo únicamente la consecuencia lógica y el reflejo exacto de este comportamiento; cuando el hombre coloca su voluntad, su soberbia y su comodidad por encima de la pretensión de verdad, al final todo queda trastornado. Ya no se adora a Dios, a quien le pertenece la adoración; se adoran las imágenes, la apariencia, la opinión que se impone, que adquiere dominio sobre el hombre. Esta inversión general se extiende a todos los campos de la vida. Lo antinatural se convierte en lo normal; el hombre que vive en contra de la verdad, vive también en contra de la naturaleza. Su capacidad de inventiva ya no sirve para el bien, se convierte en genialidad y finura para el mal. La relación entre hombre y mujer, entre padres e hijos se deshace, y así se cierran las fuentes de la vida. Ya no domina la vida, sino la muerte, se establece una civilización de la muerte (Rm 1,21-32).

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Pablo ha delineado en este lugar una imagen de la decadencia, cuya actualidad afecta de forma increíble al lector de hoy. Pero el apóstol no se contenta con una descripción, como está de moda en estos tiempos: hoy existe un perverso género de moralismo, que se complace en detenerse en lo negativo, al mismo tiempo que lo condena. El análisis de Pablo, por el contrario, conduce a un diagnóstico y se convierte así en una llamada moral: al inicio de todo está la negación de la verdad en favor de la comodidad, o podemos decir, de la utilidad. El punto de partida es la oposición a la evidencia del creador puesta en el hombre, del creador que se le presenta y le habla. El ateísmo, o incluso el agnosticismo vivido de forma atea, no es para Pablo una postura sin culpa. Se basa, para él, en una resistencia contra un conocimiento, que en realidad es accesible al hombre, pero cuyas condiciones rechaza. El hombre no está condenado a la ignorancia con respecto a Dios. Le puede «ver» si escucha la voz de la propia naturaleza, la voz de la creación, y se deja guiar por esta voz. Pablo no conoce el ateísmo puramente ideal.

¿Qué debemos decir? El apóstol alude aquí, evidentemente, a la contradicción entre filosofía y religión en el mundo antiguo. La filosofía griega estaba muy avanzada, hasta el punto que había llegado al conocimiento del único fundamento espiritual del mundo, el que merece el nombre de Dios, aunque hubiera llegado de forma contradictoria y, en algún punto particular, insuficiente. Pero su empuje crítico-religioso se detuvo pronto y se abandonó, a pesar de este carácter fundamental, a la justificación del culto de los dioses y a la adoración del poder del Estado. El «ahogar a la verdad» fue un hecho manifiesto8. En esa determinada

8 W. Jaeger, Die Theologie der frühen griechischen Denker, Stuttgart 1953 (tr. it. Teologia dei primi pensatori greci, La Nuova Italia, Firenze 1984) ha delineado el tremendo drama

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situación histórica, de la que Pablo se distancia, su diagnóstico está muy bien fundamentado. Pero sus afirmaciones ¿tienen valor también más allá de aquella determinada situación histórica? Los particulares deberían adaptarse, pero en el fondo Pablo describe no solamente un sector cualquiera de la historia, sino la perenne situación de la humanidad, del hombre ante Dios. La historia de las religiones anda al paso de la historia de la humanidad. Por cuanto podemos observar, no ha existido un tiempo en el que la cuestión ante el Otro Absoluto, ante lo Divino, haya permanecido extraña al hombre. Siempre ha existido un saber acerca de Dios. Y por todas partes, en la historia de las religiones, encontramos de formas distintas la extraña ruptura entre el conocimiento del único Dios y la entrega a otras potencias, que se consideran más peligrosas, más próximas, y por tanto más importantes para el hombre, que el misterioso y lejano Dios. Toda la historia de la humanidad está señalada por este singular dilema entre la calma pretendida, no violenta, de la verdad, y la presión de la utilidad, de la necesidad de pactar con las potencias que caracterizan la vida cotidiana. Y siempre aparece esta victoria de lo útil frente a la verdad, aunque nunca la huella de la verdad y su propio poder se pierdan por completo; más aún continúan viviendo de forma con frecuencia sorprendente, como en una jungla llena de plantas venenosas.

Y esto ¿continúa siendo válido hoy en día, en una civilización completamente sin religión, en una cultura de la

del ascenso y caida de la filosofia presocràtica, que después de la ruptura de Parménides y Jenófanes llega finalmente con Demócrito a derivar la religión de una ficción política consciente. «Dios es el "como si" que sirve para llenar los vacíos de la organización del sistema político dominante» (p. 214). Para tiempos sucesivos podríamos referirnos a mi libro Casa y pueblo de Dios en san Agustín, Milán 1978, pp. 265-279.

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racionalidad y de su gestión técnica? Creo que sí. Ya que hoy la cuestión del hombre va más allá del campo de la racionalidad técnica. También hoy nos preguntamos no solamente: ¿qué puedo hacer?, sino también: ¿qué debo hacer y quién soy yo? Existen, por supuesto, sistemas evolucionistas que elevan a evidencia racional la no existencia de Dios y quieren demostrar que la verdad es precisamente que no existe ningún Dios. Pero el carácter mitológico de semejantes proyectos totalizadores de la comprensión es evidente en los puntos esenciales. Las desmesuradas lagunas de nuestro saber vienen superadas por elementos de apoyo mitológicos, cuya racionalidad aparente no puede deslumbrar seriamente a nadie9. Es evidente que la racionalidad del mundo no puede explicarse partiendo de la irracionalidad. Y así el Logos al principio de todas las cosas

9 Piénsese por ejemplo en la estructura lógica de las siguientes proposiciones en J. Monod, Il caso e la necessità, Milano 1970, p. 105: «La desaparición de los vertebrados tetrápodos... se debe a que un pez primitivo "eligió" ir a explorar la tierra, sobre la que era incapaz de moverse si no era a saltos y de mala forma, creando así, como consecuencia de una modificación del comportamiento, la presión selectiva gracias a la cual se habrían desarrollado los miembros articulados robustos de los tetrápodos. Entre los descendientes de este audaz explorador, de este Magallanes de la evolución, algunos pueden correr a una velocidad superior a los 70 km. por hora...» Resulta difícil ver, en estas formulaciones que caracterizan todo el capítulo sobre la evolución, algo más que la autoironía del científico, convencido de lo absurdo de su construcción, pero que la debe mantener basándose en sus decisiones metodológicas. Es en especial evidente el elemento mítico en R. Dawkins, Das egoistische Gen, Berlin 1978; cfr. también P. Koslowski, Evolutionstheorie als Soziologie und Bioökonomie. Eine Kritik ihres Totalitätauspruchs, en R. Spaeman, R. Low, P. Koslowski, Evolutionismus und Christentum, Civitas Resultate vol. 9, Weinheim 1986, pp. 29-56.

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resulta, hoy como entonces, la mejor hipótesis. Es verdad que exige de nosotros una renuncia a expresiones de dominio y un intento de escucha humilde. La evidencia tranquila de Dios no ha quedado eliminada aún en nuestros días, pero tiene en contra la influencia que el poder y la utilidad ejercen sobre nosotros. Así la situación está hoy fundamentalmente caracterizada por la misma tensión entre dos tendencias opuestas que atraviesan toda la historia: la íntima apertura del alma humana hacia Dios, por una parte, y la atracción más fuerte de la necesidad y de la experiencia inmediata, por otra. El hombre está en medio de estas dos fuerzas divergentes. No se libera de Dios, pero no tiene tampoco la fuerza para abrirse un camino hacia él; por sí mismo no puede crearse un puente que se convierta en una relación concreta con este Dios. Podemos decir, con Tomás, que la incredulidad no es natural en el hombre, pero hay que añadir al mismo tiempo, que el hombre no puede iluminar completamente el extraño crepúsculo sobre la cuestión de lo Eterno, de forma que Dios debe tomar la iniciativa de salirle al encuentro, debe hablarle, y así tendrá lugar una verdadera relación con Él10.

4. La fe «sobrenatural» y sus razones ¿Y todo esto cómo ocurre? Esta pregunta nos lleva de

nuevo a nuestras iniciales consideraciones sobre la estructura de la fe. La respuesta suena así: La palabra de Dios llega a nosotros mediante hombres que la han escuchado; mediante hombres para quienes Dios se ha convertido en una

10 Esta es exactamente la doctrina del Vaticano I sobre el conocimiento humano de Dios. Cfr. sobre todo el capítulo segundo de la constitución Dei Filius, Denzinger—Schonmetzer 3004—3007; cfr. en el volumen De doctrina Concila Vaticani Primi, Libreria Editrice Vaticana 1969, las aportaciones de R. Aubert (pp. 46-121) y de G. Paradis (pp. 221-282).

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experiencia concreta y que, por decirlo así, le conocen de primera mano. Para comprender esto debemos reflexionar acerca de la estructura del conocer y del creer elaborada al principio. Dijimos que de la fe forman parte por un lado el aspecto del saber no autosuficiente, pero por otro lado también el elemento de la confianza recíproca, mediante la cual el saber del otro se convierte en mi propio saber. El elemento de la confianza comporta, por tanto, consigo mismo el factor de la participación: con mi confianza me hago partícipe del conocer del otro. Aquí reside, por así decirlo, el aspecto social del fenómeno de la fe. Nadie lo sabe todo, pero en conjunto sabemos lo necesario; la fe forma una red de recíproca dependencia, de personas que se sostienen y que vienen sostenidas por otras. Esta estructura antropológica de fondo viene de nuestra relación con Dios; más aún adquiere así su forma primordial y el centro que la unifica. También nuestro conocimiento de Dios se funda sobre esta reciprocidad, sobre una confianza que se convierte en participación y que después se verifica en cada momento de la experiencia. También la relación con Dios es al mismo tiempo y sobre todo una relación humana; se fundamente en una comunión de los hombres, más aún, la comunión en la relación con Dios transmite por principio la posibilidad más profunda de comunicación humana, que más allá de la utilidad alcanza el fondo de la persona misma.

Verdaderamente, a fin de que yo pueda recibir como mío este conocimiento del otro en esa comunión y pueda probarlo en mi propia vida, yo mismo debo estar abierto a Dios. Sólo si en mí mismo está ese órgano de recepción, el sonido del Eterno podrá llegar a mí a través de los otros. En este sentido el con-saber acerca de Dios mediante los otros es más personal que el con-saber con el técnico, con el especialista. El conocimiento de Dios postula una vigilancia interna, una interiorización, un corazón abierto, que se hace

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consciente personalmente en la acogida silenciosa de su inmediatez con el creador. Pero al mismo tiempo es verdad que Dios no se abre al yo aislado y que excluye al individuo encerrado en sí mismo. La relación con Dios está unida a la relación, a la comunión con nuestros hermanos y hermanas.

En este punto se abre un paso inesperado. La «fe natural» por la que nos fiamos de los resultados que nosotros mismos no podemos examinar, encuentra su justificación —así lo dijimos— en el conocimiento de las personas individuales que conocen el tema y lo han experimentado. Una fe similar es fe, de acuerdo, pero está reclamando un «ver» que el otro posee. En un primer encuentro con la cuestión religiosa nos pareció que precisamente este elemento decisivo faltaba en la fe religiosa, sobrenatural: aquí parece que no esté aquel que «ve», sino que todos parecen ser solamente creyentes, y esto nos aparece como un punto problemático de la fe religiosa. Pero ahora debemos decir que las cosas no ocurren así. También en la fe sobrenatural son muchos los que viven de pocos, y pocos los que viven para muchos. También en el campo de Dios no todos somos ciegos, que caminan tanteando por la oscuridad. También aquí hay personas a quienes les ha sido dado el «ver»: «Abrahán... gozaba esperando ver este día mío, y cuánto se alegró al verlo!», dice Jesús hablando del antepasado de Israel (Jn 8,56). En medio de la historia él mismo está como el gran vidente, y todas sus palabras brotan de esta inmediatez con el Padre. Y esto vale para todos nosotros: «Quien me ve a mí, está viendo al Padre» (Jn 14,9).

La fe cristiana es, en su esencia, participación en la visión de Jesús, mediada por su palabra, que es la expresión auténtica de su visión. La visión de Jesús es el punto de referencia de nuestra fe, su anclaje más concreto.

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5. Desarrollos del principio fundamental Esta expresión del principio incluye una serie de

conocimientos, que desearía desarrollar brevemente.

a. El fundamento de la fe en la visión de Jesús y de los santos.

Jesús, que conoce a Dios de primera mano y le ve, es por tanto el mediador entre Dios y el hombre. Su visión humana de la realidad divina es la fuente de luz para todos. Pero tampoco Jesús se puede considerar aisladamente, no se le puede apartar a un lejano pasado histórico. Ya hemos hablado de Abrahán; ahora debemos añadir algo: la luz de Jesús se refleja en los santos e irradia de nuevo desde ellos. Pero «santos» no son únicamente las personas que ya han sido canonizadas. Siempre hay santos ocultos, que en comunión con Jesús reciben un rayo de su esplendor, una experiencia concreta y real de Dios. Quizás, para precisar más, podemos tomar una extraña expresión que el Antiguo Testamento utiliza en relación con la historia de Moisés: si los santos no pueden ver plenamente a Dios cara a cara, al menos pueden verlo «de espaldas» (Ex 33,23)11. Y así como brillaba el rostro de Moisés después de este encuentro con 11 Cfr. en la Vita Moysis de Gregorio de Niza el magnífico estudio que hace sobre este texto, que culminan en la proposición: «a quien pregunta por la vida eterna, él (el Señor) le responde...: "¡Ven, sígueme!" (Le 18,22). Pero quien sigue mira la espalda de aquel que camina delante. Entonces Moisés, que deseaba ver a Dios, aprendió la forma de verle: seguir a Dios hacia donde Él guía, es ver a Dios» (PG 44, 408 D). Esta exposición tuvo después diversas variantes en las tradiciones espirituales; cfr. para el medioevo por ejemplo Guillermo de Saint-Thierry, De Contemplando Deo, 3, en la edición alemana de H. U. von Balthasar, Der Spiegel des Glaubens, Einsiedeln 1981, p. 101.

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Dios, así irradia la luz de Jesús en la vida de hombres semejantes.

Santo Tomás de Aquino basándose en un análisis similar ha desarrollado así el carácter de ciencia de la teología. Recuerda que (según Aristóteles) todas las ciencias se refieren una a otra en un sistema de fundamentación y dependencia recíproca. Ninguna fundamenta y refleja la totalidad, todas, de alguna forma, presuponen fundamentos anteriores de otras ciencias. Solo una ciencia —según Aristóteles— llega al fundamento verdadero y propio de todo conocimiento humano; por eso él la llama «filosofía primera». Todas las otras presuponen al menos esta reflexión de base y son por tanto «ciencias subalternas»; ciencias subalternas construidas sobre otra u otras. En esta teoría general de la ciencia Tomás introduce su explicación de la teología. Él dice que también la teología es, en este sentido, una «ciencia subalterna», porque no «ve» o «demuestra» sus fundamentos últimos. Es, por decirlo así, dependiente del saber de los santos, de sus visiones. Estas visiones son el punto de referencia del pensamiento teológico, punto que garantiza su justicia. El trabajo de los teólogos es, en este sentido, siempre «secundario», relativo a la experiencia real de los santos. Sin este punto de referencia, sin este íntimo anclaje en experiencias similares, perdería su carácter de realidad. Esta es la humildad que se les pide a los teólogos... La teología se convierte así en un puro juego intelectual y pierde incluso su carácter de ciencia si no tiene el realismo de los santos, sin su contacto con la realidad12.

12 Sobre el concepto de teología de Santo Tomás, cfr. P. Wyser, Theologie ais Wissenschaft, Salzburg-Leipzig 1938; A. Patfoort, St. Thomas d'Aquin. Les clefs d'une théologie, FAC-éditions 1983. Cfr. sobre el problema objetivo mi trabajo Theologie und Kirche, en «Internat. kath. Zeitschrift», 15 (1986), pp. 515-533.

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b. Verificación de la fe en la vida

Si confiamos en la visión de Jesús y creemos en sus palabras, no nos encontraremos, por supuesto, en plena oscuridad. El mensaje de Jesús responde a una escucha íntima de nuestro corazón; corresponde a una luz interna de nuestro ser que mira a la verdad de Dios. Es cierto que somos creyentes de «segunda mano». Pero Santo Tomás de Aquino caracteriza justamente la fe como un proceso, un camino interior cuando dice: «La luz de la fe nos conduce a la visión»13. Juan alude varias veces en su Evangelio, por ejemplo en la historia de Jesús con la samaritana, a este proceso. La mujer cuenta lo que le ha sucedido con Jesús y cómo ha reconocido en él al Mesías, al Salvador que abre el camino hacia Dios y que consecuentemente introduce en su conocimiento vivificador. Y precisamente que esta mujer diga todo esto es lo que hace estar atentos a sus conciudadanos; creen a Jesús «a causa de la mujer», creen de segunda mano. Pero precisamente por esto invitan a Jesús a que se quede con ellos y les hable. Al final pueden decir a la mujer: ya no creemos por tus palabras, sino que ahora sabemos que éste es verdaderamente el Salvador del mundo (Jn 4,42). En el encuentro vivo la fe se ha convertido en conocimiento, en «saber». A decir verdad, sería una ilusión si nos representáramos la vida de la fe simplemente como un camino rectilíneo de progreso. Puesto que la fe está ligada estrechamente a nuestra vida, con todos sus altos y sus bajos, hay siempre pasos hacia atrás que obligan a comenzar de nuevo. Toda etapa en la vida debe encontrar su propia madurez, y ello pasa siempre por una recaída en la inmadurez correspondiente. Y sin embargo podemos igualmente afirmar que en la vida de la fe crece también una cierta evidencia de

13 «Lumen fidei facit videre ea quae creduntur.» S. Theol., II—II q. 1, a. 4 ad 3; Pieper, op. cit., p. 374.

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esta fe. Su realidad nos alcanza, y la experiencia de una vida vivida en la fe nos asegura que de hecho Jesús es el Salvador del mundo. En este punto el segundo aspecto, del que hablábamos, se une al primero. En el Nuevo Testamento la palabra «santo» indicaba a los cristianos en general, los cuales, tampoco entonces, tenían todas las cualidades que se exigen a un santo canonizado. Pero con esta denominación se pretendía significar que todos estaban llamados, por su experiencia del Señor resucitado, a ser para los otros un punto de referencia, que pudiera ponerlos en contacto con la visión del Dios viviente propia de Jesús. Y eso es válido también para hoy. Un creyente, que se deja formar y conducir en la fe de la Iglesia, debiera ser, con todas sus debilidades y dificultades, una ventana a la luz del Dios vivo, y si verdaderamente cree, lo es sin duda alguna. Contra las fuerzas que sofocan la verdad, contra este muro de prejuicios que bloquea en nosotros la mirada de Dios, el creyente debiera ser una fuerza antagonista. Una fe aún en sus inicios debiera poder apoyarse en él. Como la samaritana se convierte en una invitación a Jesús, así la fe de los creyentes es por esencia un punto de referencia para la búsqueda de Dios en la oscuridad de un mundo tan hostil al mismo Dios. En este contexto es interesante recordar que la Iglesia antigua, después del tiempo de los apóstoles, desarrolló como Iglesia una actividad misionera relativamente reducida, no tenía estrategia alguna para el anuncio de la fe a los paganos, y sin embargo ese tiempo fue un período de gran éxito misionero. La conversión del mundo antiguo al cristianismo no fue el resultado de una actividad planificada, sino el fruto de la prueba de la fe en el mundo como se podía ver en la vida de los cristianos y en la comunidad de la Iglesia. La invitación real de experiencia a experiencia, y no otra cosa, fue, humanamente hablando, la fuerza misionera de la antigua Iglesia. La comunidad de vida de la Iglesia invitaba a

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la participación en esta vida, en la que descubría la verdad con la que la misma vida se nutre. Y al contrario, la apostasía de la edad moderna se funda en la caída de la verificación de la fe en la vida de los cristianos. En esto se demuestra la gran responsabilidad de los cristianos hoy día. Debieran ser puntos de referencia de la fe como personas que «saben» de Dios, demostrar en su vida la fe como verdad, a fin de convertirse así en indicadores del camino que recorren los otros. La nueva evangelización, que tanta falta nos hace hoy, no la realizamos con teorías astutamente pensadas: la catastrófica falta de éxito de la catequesis moderna es demasiado evidente. Solo la relación entre una verdad consecuente consigo misma y la garantía en la vida de esta verdad, puede hacer brilla aquella evidencia de la fe esperada por el corazón humano; solo a través de esta puerta entrará el Espíritu en el mundo.

c. Yo, tú y nosotros en la fe

La mediación a través de Jesús y de los santos desemboca finalmente en una tercera reflexión. El acto de fe es un acto profundamente personal, ansiado en la más íntima profundidad del yo humano. Pero precisamente porque es totalmente personal, es también un acto de comunicación. El yo en su esencia más profunda se refiere al tú, y viceversa: la relación real, que se convierte en «comunión», puede nacer únicamente en la profundidad de la persona. El acto de fe, hemos dicho, es participación en la visión de Jesús, un apoyarse en Jesús; Juan, que se apoya en el corazón de Jesús, es un símbolo de todo cuanto la fe significa14. La fe y

14 Entre Jn 1,18 ( «A Dios nadie lo ha visto jamás; es el Hijo único, que es Dios y está al lado del Padre, quien lo ha explicado.») y Jn 13, 25 ( «Entonces él [el discípulo predilecto] apoyándose sin más en el pecho de Jesús, le

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comunión con Jesús es asimismo liberación de la represión que se opone a la verdad, liberación de mi yo de un cerrarse en sí mismo a una respuesta al Padre, en el sí del amor, el sí hacia el ser, el sí que significa nuestra redención y que vence al «mundo».

La fe es, correspondientemente y desde su más íntima esencia, un «co-existir», fuera de aquel aislamiento de mi yo, que era su enfermedad. El acto de fe es apertura a la inmensidad, ruptura de las barreras de mi subjetividad —lo que Pablo describe con las palabras: «Ya no vivo yo, vive en mí Cristo» (Gal 2 , 2 0 )15. E l yo liberado, se encuentra en un yo mayor, nuevo. Pablo define como «volver a nacer» este proceso de disolución del primer yo y de su nuevo despertar en un yo mayor. Es este nuevo yo, hacia el que la fe me libera, me encuentro unido no sólo con Jesús, sino con todos aquellos que han recorrido el mismo camino. En otras palabras: la fe es necesariamente fe eclesial. Vive y se mueve en el nosotros de la Iglesia, unida con el yo común de Jesucristo. En este nuevo sujeto se rompe el muro entre yo y el otro; el muro que divide mi subjetividad de la objetividad del mundo y que me lo hace inaccesible, el muro entre mí y la profundidad del ser. En este nuevo sujeto yo estoy al mismo tiempo con Jesús, y todas las experiencias de la

preguntó: Señor ¿quién es?») me parece que no obstante la diferencia de terminología (kólpos en 1,18; stézos en 13,25) y de planos, subsiste un cierto paralelismo: en la intimidad de Jesús con el Padre corresponde la cercanía amorosa del discípulo con Jesús; conforme a la participación de Jesús en el conocimiento del Padre, también el discípulo adquiere una parte en el conocimiento de Jesús. 15 Cfr. mi trabajo sobre teología e iglesia citado en la nota 12, especialmente la p. 518s.; es muy útil R. Guardini, Das Chrisíusbild der paulinischen und johanneischen Schriften, Würzburg 19612, pp. 72-84.

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Iglesia me pertenecen también a mí, se han convertido en mías16.

Naturalmente este renacer no se realiza en un momento, sino que atraviesa todo el camino de mi vida. Pero resulta esencial el hecho de que no puedo construir mi fe personal en un diálogo privado con Jesús. La fe o vive en este nosotros, o no vive. Fe y vida, verdad y vida, yo y nosotros no son separables, y sólo en el contexto de la comunión de vida en el nosotros de los creyentes, en el nosotros de la Iglesia, la fe desarrolla su lógica, su forma orgánica.

Aquí puede surgir una pregunta: ¿dónde encuentro la Iglesia? ¿Dónde se hace visible para mi, como es en realidad, más allá de su doctrina ministerial y de su orden sacramental? Esta pregunta puede convertirse en una verdadera necesidad. Ysin embargo hoy se ofrecen junto a la parroquia, como espacio normal de la experiencia de fe, otras comunidades formadas recientemente, que nacen precisamente de esta comunión de la fe y le confieren de nuevo la frescura de una experiencia inmediata. Comunión y Liberación es uno de estos lugares de experiencia de Iglesia y de acceso a la comunión con Jesús, a la participación de su visión. Para que un movimiento de este tipo permanezca sano y verdaderamente fecundo, es importante mantener en su justo equilibrio dos aspectos. Por una parte una conducta similar debe ser realmente católica, es decir, llevar en sí misma la vida y la fe de todos los lugares y de todos los tiempos. Si no hunde sus raíces en este fundamento común, se convierte en sectorial e insensata. Pero por otra parte la Iglesia universal se hace abstracta e irreal si no se representa viva aquí y ahora, en este lugar y en este tiempo, en una comunidad concreta. De esta forma la vocación de movimientos semejantes, en las «comunidades» particulares, 16 Cfr. las hermosas afirmaciones de R. Guardini, Die Kirche des Herrn, Würzburg 1965, pp. 59-70.

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de la clase que sean, es la de vivir una verdadera y profunda catolicidad, incluso renunciando a lo propio, si es necesario. Entonces se convierten en fecundas, porque sólo entonces son ellas mismas Iglesia: lugar donde la fe nace y lugar del renacer de la verdad.

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Esperanza

1. Optimismo moderno y esperanza cristiana

En la primera mitad de los años setenta, un amigo de nuestro grupo hizo un viaje a Holanda. Allí la Iglesia siempre estaba dando que hablar, vista por unos como la imagen y la esperanza de una Iglesia mejor para el mañana y por otros como un síntoma de decadencia, lógica consecuencia de la actitud asumida. Con cierta curiosidad esperábamos el relato que nuestro amigo hiciera a su vuelta. Como era un hombre leal y un preciso observador, nos habló de todos los fenómenos de descomposición de los que ya habíamos oído algo: seminarios vacíos, órdenes religiosas sin vocaciones, sacerdotes y religiosos que en grupo dan la espalda a su propia vocación, desaparición de la confesión, dramática caída de la frecuencia en la práctica dominical, etc., etc. Por supuesto nos describió también las experiencias y novedades, que no podían, a decir verdad, cambiar ninguno de los signos de decadencia, más bien la confirmaban. La verdadera sorpresa del relato fue, sin embargo, la valoración final: a pesar de todo, una Iglesia grande, porque en ninguna parte se observaba pesimismo, todos iban al encuentro del futuro llenos de optimismo. El fenómeno del optimismo general hacía olvidar toda decadencia y toda destrucción; era suficiente para compensar todo lo negativo.

Yo hice mis reflexiones particulares en silencio. ¿Qué se habría dicho de un hombre de negocios que escribe siempre cifras en rojo, pero que en lugar de reconocer sus pérdidas, de buscar las razones y de oponerse con valentía, se presenta ante sus acreedores únicamente con optimismo? ¿Qué habría que pensar de la exaltación de un optimismo, simplemente contrario a la realidad? Intenté llegar al fondo

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de la cuestión y examiné diversas hipótesis. El optimismo podía ser sencillamente una cobertura, detrás de la que se escondiera precisamente la desesperación, intentando superarla de esa forma. Pero podía tratarse de algo peor: este optimismo metódico venía producido por quienes deseaban la destrucción de la vieja Iglesia y, con la excusa de reforma, querían construir una Iglesia completamente distinta, a su gusto, pero que no podían empezarla para no descubrir demasiado pronto sus intencione. Entonces el optimismo público era una especie de tranquilizante para los fieles, con el fin de crear el clima adecuado para deshacer, posiblemente en paz, la misma Iglesia, y conquistar así el dominio sobre ella. El fenómeno del optimismo tendría por tanto dos caras: por una parte supondría la felicidad de la confianza, aunque más bien la ceguera de los fieles, que se dejan calmar con buenas palabras; por otra existiría una estrategia consciente para un cambio en la Iglesia, en la que ninguna otra voluntad superior —voluntad de Dios— nos molestara, inquietando nuestras conciencias, y nuestra propia voluntad tendría la última palabra. El optimismo sería finalmente la forma de liberarse de la pretensión, ya amarga pretensión, del Dios vivo sobre nuestra vida. Este optimismo del orgullo, de la apostasía, se habría servido del optimismo ingenuo, más aún, lo habría alimentado, como si este optimismo no fuera sino esperanza cierta del cristiano, la divina virtud de la esperanza, cuando en realidad era una parodia de la fe y de la esperanza.

Reflexioné igualmente sobre otra hipótesis. Era posible que un optimismo similar fuera sencillamente una variante de la perenne fe liberal en el progreso: el sustituto burgués de la esperanza perdida de la fe. Llegué incluso a concluir que todos estos componentes trabajaban conjuntamente, sin que se pudiera fácilmente decidir cuál de ellos, cuando y dónde predominaba sobre los otros.

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Poco después mi trabajo me llevó a ocuparme del pensamiento de Ernst Bloch, para quien el «principio de la esperanza» es la figura especulativa central. Según Bloch, la esperanza es la ontología de lo aún no existente. Una filosofía justa no debe pensar en estudiar lo que es (habría sido conservadurismo o reacción), sino a preparar lo que aún no es, ya que lo que es, es digno de perecer; el mundo verdaderamente digno de ser vivido todavía debe ser construido. La tarea del hombre creativo es por tanto la de crear el mundo justo que aún no existe; para esta tarea tan elevada la filosofía debe desempeñar una función decisiva: se convierte en el laboratorio de la esperanza, en la anticipación del mundo del mañana en el pensamiento, en la anticipación de un mundo razonable y humano, que no se ha formado por casualidad, sino pensado y realizado por medio de nuestra razón. Teniendo como telón de fondo estas experiencias, lo que me sorprendió fue el uso del término «optimismo» en este contexto. Para Bloch (y para algunos teólogos que le siguen) el optimismo es la forma y la expresión de la fe en la historia, y por tanto es necesario, en una persona que quiera servir a la liberación, para la evocación revolucionaria del mundo nuevo y del hombre nuevo1. La esperanza es por tanto

1 Cfr. F. Hartl, Der Begriff des Chöpferische. Deutungsversuche der Dialektik durch Ernst Bloch und Franz von Baader, Frankfurt a. M. 1979; G. Gutierrez, Theologie der Befreiung, München-Mainz 1982®, especialmente pp. 200-207 (tr. it., Teología della Liberazione, Queriniana, Brescia). Análisis interesantes sobre la oposición entre optimismo y esperanza en J. Pieper, Uber das Ende der Zeit, München 19803, cfr. por ejemplo la página 85s., donde Pieper cita la tesis de J. Burckhardt, según la cual en toda Europa occidental subsiste el conflicto entre la Weltanschauung surgida de la Revolución francesa y la Iglesia, precisamente la Iglesia católica; conflicto que Burckhardt ve entre el optimismo y el pesimismo. A este respecto afirma Pieper: "De alguna forma puede ser verdad

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la virtud de una ontología de lucha, la fuerza dinámica de la marcha hacia la utopía.

Mientras leía a Bloch pensaba que el «optimismo» es la virtud teológica de un Dios nuevo y de una nueva religión, la virtud de la historia divinizada, de una «historia» de Dios, del gran Dios de las ideologías modernas y de sus promesas. Esta promesa es la utopía, que debe realizarse por medio de la «revolución», que por su parte representa una especie de divinidad mítica, por así decirlo, una «hija de Dios» en relación con el Dios-Padre «Historia». En el sistema cristiano de las virtudes la desesperación, es decir la oposición radical contra la fe y la esperanza, se califica como pecado contra el Espíritu, porque excluye su poder de curar y de perdonar, y se niega por tanto a la redención2. En la nueva religión el «pesimismo» es el pecado de todos los pecados, y la duda ante el optimismo, ante el progreso y la utopía, es un asalto frontal al espíritu de la edad moderna, es el ataque a su credo fundamental sobre el que se fundamenta su seguridad, que por otra parte está continuamente amenazada por la debilidad de aquella divinidad ilusoria que es la historia.

Todo esto me vino a la mente de nuevo cuando saltó el debate sobre mi libro Rapporto sulla fede, publicado en 1985. El grito de oposición que se levantó contra este libro sin pretensiones, culminaba con una acusación: es un libro pesimista. En algún lugar se intentó incluso prohibir la venta, porque una herejía de este calibre sencillamente no podía ser

calificar como optimismo la Weltanschauung de 1789 (Burckhardt ve el optimismo en el "sentido de conquista" y "sentido de poder"); si bien presumiblemente un análisis más profundo debiera llegar a la desesperación como base que hiciera posible este optimismo". 2 Cfr. la encíclica sobre el Espíritu Santo del papa Juan Pablo II: «La blasfemia contra el Espíritu Santo consiste precisamente en el rechazo radical de la aceptación del perdón» (II, 6, 46).

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tolerada. Los detentadores del poder de la opinión pusieron el libro en el índice. La nueva inquisición hizo sentir su fuerza. Se demostró una vez más que no existe peor pecado contra el espíritu de la época que convertirse en rey de una falta de optimismo. La cuestión no era: ¿es verdad o no lo que se afirma?, ¿los diagnósticos son justos o no? Pude constatar que nadie se preocupaba en formular tales cuestiones fuera de moda. El criterio era muy simple: o hay optimismo o no, y frente a este criterio mi libro era, sin duda, una frustración. La discusión, encendida artificialmente, sobre el uso de la palabra «restauración», que no tenía nada que ver con lo que se decía en el libro, era solamente una parte del debate sobre el optimismo: parecía ponerse en cuestión el dogma del progreso. Con cólera, que sólo un sacrilegio puede evocar, se atacaba a esta supuesta negación del Dios Historia y de su promesa. Pensé en un paralelo en el campo teológico. El profetismo ha sido visto por muchos unido por una parte a la «crítica» (revolución), por otra al «optimismo», y de esta forma se ha convertido en el criterio central de la distinción entre verdadera y falsa teología.

¿Por qué digo todo esto? Creo que es posible comprender la verdadera esencia de la esperanza cristiana y revivirla, únicamente si se mira a la cara a las imitaciones deformadoras que intentan insinuarse por todas partes. La grandeza y la razón de la esperanza cristiana vienen a la luz sólo cuando nos liberamos del falso esplendor de sus imitaciones profanas.

Antes de iniciar la reflexión positiva sobre la esencia de la esperanza cristiana, me parece importante precisar y completar los resultados que hemos alcanzado hasta el momento. Habíamos dicho que existe hoy un optimismo ideológico que se podría definir como un acto de fe fundamental en las ideologías modernas. Añado ahora tres elementos importantes:

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1. El optimismo ideológico, este sustituto de la esperanza cristiana, debe ser distinto de un optimismo de temperamento y de disposición. Este es sencillamente una cualidad natural psicológica que puede ir unida a la esperanza cristiana, lo mismo que al optimismo ideológico, pero que de por si no coincide con ninguno de los dos. El optimismo de temperamento es algo hermoso y útil ante la angustia de la vida: ¿quién no se regocija ante la alegría y confianza que irradia de una persona? ¿Quién no lo desearía para sí mismo? Como todas las disposiciones naturales, un optimismo de este tipo es sobre todo una cualidad moralmente neutra; como todas las disposiciones debe ser desarrollado y cultivado para formar positivamente la fisonomía moral de una persona. Ahora bien, puede crecer mediante la esperanza cristiana y convertirse en algo más puro y profundo; al contrario, en una existencia vacía y falsa puede decaer y convertirse en pura fachada. Es importante para nuestra reflexión no confundirlo con el optimismo ideológico, pero también es importante no identificarlo con la esperanza cristiana, que (como ya se ha dicho) puede crecer sobre él, pero que como virtud teológica es una cualidad humana de otro nivel, mucho más profundo e importante.

2. El optimismo ideológico puede sostenerse en una base liberal o marxista. En el primer caso es fiel al progreso mediante la evolución y mediante el desarrollo de la historia humana guiada científicamente. En el segundo es fiel al movimiento dialéctico de la historia, al progreso mediante la lucha de clases y la revolución. La divergencia entre estas dos corrientes fundamentales del pensamiento moderno son manifiestas; ambas se pueden fragmentar en múltiples variantes sobre el modelo de fondo: «herejías» que descienden del mismo tronco. Sin embargo, las oposiciones, visibles sobre todo en el campo político, no deben desviar nuestra atención de la profunda unidad última del

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pensamiento que actúa en ellas. Esa especie de optimismo es una secularización de la esperanza cristiana; se fundamenta, en último término, en el paso del Dios trascendente al Dios Historia. Aquí reside el profundo irracionalismo de esta vía, frente a toda su aparente racionalidad, que es sólo superficial.

3. Finalmente debemos prestar atención a la estructura diversa del acto del «optimismo» y de «esperanza» para tener a la vista su esencia relativa. La finalidad del optimismo es la utopía del mundo, definitivamente y para siempre libre y feliz; la sociedad perfecta, en la que la historia alcanza su meta y manifiesta su divinidad. La meta próxima, que nos garantiza, por decirlo así, la seguridad del lejano fin, es el éxito de nuestro poder hacer. El fin de la esperanza cristiana es el reino de Dios, es decir la unión de hombre y mundo con Dios mediante un acto del divino poder y amor. La finalidad próxima, que nos indica el camino y nos confirma la justicia del gran fin, es la presencia continua de este amor y de este poder que nos acompaña en nuestra actividad y nos socorre allí donde llegan nuestras posibilidades al límite. La justificación íntima del «optimismo» es la lógica de la historia que anda su camino moviéndose inevitablemente hacia su último fin; la justificación de la esperanza cristiana es la encarnación del Verbo y del Amor de Dios en Jesucristo.

Intentemos ahora acercar al lenguaje y a las reflexiones de nuestra vida cotidiana lo que hasta ahora se ha dicho en terminología más bien filosófica y teológica. Podemos decir: la finalidad de las ideologías es, en último término, el éxito, la realización de nuestros propios planes y deseos. Nuestro hacer y poder, en los que confiamos plenamente, son conscientes de ser conducidos y confirmados por una irracional tendencia evolutiva de fondo. La dinámica del progreso hace que todo sea justo: así me lo dijo hace poco tiempo un físico que se considera importante, cuando yo me

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atreví a expresar mis dudas acerca de algunas técnicas modernas en relación con el desarrollo de la vida humana sobre el nacimiento. La finalidad de la esperanza cristiana es, sin embargo, un don, el don del amor, que nos viene dado más allá de nuestras posibilidades operativas; tenemos la esperanza de que existe este don, que no podemos forzar, pero que es la cosa más esencial para el hombre que, consecuentemente, no espera ante el vacío con su hambre infinita; y la garantía es la intervención del amor de Dios en la historia, y de forma especial en la figura de Jesucristo, mediante el cual nos viene al encuentro el amor divino en persona.

Todo esto significa que el producto esperado del optimismo lo debemos realizar nosotros mismos y tener confianza en que el curso, en sí ciego, de la evolución desemboque al final, en unión con nuestro propio hacer, en un justo fin. La promesa de la esperanza es un don que en cierto modo ya se nos ha dado y que esperamos de aquel que es el único que nos lo puede regalar: de aquel Dios que ya ha construido su tienda en la historia por medio de Jesús. Además todo esto significa lo siguiente: en el primer caso no hay nada que esperar en realidad; lo que esperamos debemos hacerlo nosotros mismos y no se nos da nada más allá de nuestro propio poder; en el segundo caso existe una esperanza real más allá de nuestras posibilidades, esperanza en el amor ilimitado, que al mismo tiempo es poder3.

El optimismo ideológico es en realidad una pura fachada de un mundo sin. esperanza, un mundo que con esta fachada ilusoria quiere esconder su propia desesperación. Sólo así se explica la desmesurada e irracional angustia, el miedo traumático y violento que irrumpe, cuando un accidente en el desarrollo técnico o económico plantea dudas 3 Cfr. mi trabajo Gottes Kraft, unsere Hoffnung, en «Klerusblatt» 67 (1987), pp. 342-347.

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sobre el dogma del progreso. El terror y la actitud violenta de una angustia, recíprocamente fomentada, que hemos vivido después de lo de Chernobyl, tenía en sí algo de irracional y de espectral, comprensible únicamente si detrás hay algo más profundo que no un suceso desafortunado, pero, a pesar de su importancia, limitado. La violencia de esta explosión de angustia es una especie de autodefensa contra la duda que puede amenazar la fe en una sociedad futura perfecta, ya que el hombre está por esencia dirigido al futuro. No podría vivir si este elemento de fondo de su ser quedara eliminado.

En este momento debemos situar también el problema de la muerte. El optimismo ideológico es un intento de olvidar la muerte con el continuo discurrir de una historia dirigida hacia la sociedad perfecta. Aquí se olvida hablar de lo auténtico y al hombre se le calma con una mentira; ocurre siempre que la misma muerte se aproxima. En cambio la esperanza en la fe se abre hacia un verdadero futuro, más allá de la muerte, y solamente así el progreso se convierte en un futuro para nosotros, para mí, para todos.

2. Tres ejemplos bíblicos respecto a la esencia de la esperanza cristiana

Para comprender desde dentro la esencia de la esperanza cristiana recurrimos al lugar donde fundamentalmente se manifiesta: la Biblia. No se trata de una búsqueda sistemática de sus afirmaciones sobre la esperanza; quisiera sencillamente sacar tres grupos de textos, en los que la distinción esencial entre «optimismo» y fe se vuelve clarísima y, partiendo de su contrario, aclara cuanto es propio e inmutable en la esperanza de la fe.

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a. El profeta Jeremías

El ejemplo clásico de esta oposición, que mencionamos, es para mí el profeta Jeremías. Jeremías fue condenado y encarcelado por su pesimismo. El optimismo oficial de los militares, de la nobleza, de los sacerdotes y de los profetas oficiales exigía la convicción de que Dios habría protegido su ciudad y su templo. Y así Dios venía rebajado a garante del éxito humano y reducido a justificación del irracionalismo. La situación real, empíricamente comprensible y controlable, excluía un éxito militar contra Babilonia. El resultado racional de un análisis lúcido de la situación debía ser, por tanto, el de intentar un compromiso honorable, hasta lo que estuviera dispuesto el adversario. El optimismo oficial, sin embargo, pretendía una continuación de la lucha y la firme convicción de un fin victorioso. La oposición entre Jeremías por una parte y los círculos directivos, políticos y religiosos de Israel por otra, representa válidamente la esencia de la oposición entre una teología orientada según un poder político, irracional e ideológico, y el realismo del creyente que encarna la verdadera moralidad y la racionalidad política. En este realismo los diversos planos del ser humano y del pensamiento se refieren justamente unos a otros, sin confusión y sin falsas divisiones4. Desde la óptica del optimismo oficial el realismo del profeta aparece como un pesimismo banal e inadmisible. Es significativo el encuentro entre Jeremías y Ananías, el profeta del éxito, que justifica el optimismo oficial y al mismo tiempo lo fundamenta. Jeremías, el verdadero profeta,

4 Para la historia del profeta Jeremías, J. Scharbert, Die Propheten Israels II, Körl 1967, pp. 61-295; comentarios en J. Schreiner, Jeremía I y II, Würzburg 1981 y 1984. Para la distinción justa y relación entre los planos de lo real en la esperanza cristiana ver J. Ratzinger, Politik und Erlösung, Opladen 1986.

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permanece firme ante el realismo de la razón como si fuera un deber moral, condena el optimismo ideológico y hace visible la promesa de Dios y su esperanza invencible de hecho (Jer 28). El criterio de juicio, enunciado por Jeremías en el versículo 9, permanece válido: el anuncio de éxitos empíricos hay que juzgarlo según criterios empíricos y no se puede apoyar en la teología. Quien anuncie hoy una sociedad definitiva y perfecta para el mañana, debe garantizarlo empíricamente y no adornarlo con argumentos teológicos. El anuncio del reino de Dios y de la redención no puede aducirse como prueba en una sociedad intrahistórica, que por tanto funciona positivamente.

Jeremías, el profeta pesimista —la catastrófica derrota de Israel, supone el derrumbamiento de todos los precedentes optimistas— se demuestra como el verdadero portador de la esperanza. Para los otros esta derrota debiera suponer el final de todo, para él todo comienza de nuevo en ese preciso momento. Dios nunca sale derrotado, y sus promesas no caen junto con las derrotas humanas; más aún se hacen mayores, como el amor, que crece en la medida en que lo necesita el ser amado. La derrota de Israel, la desaparición oficial de su existencia nacional, hace llegar la hora del «pesimista» Jeremías y de su mensaje de esperanza. En este momento el profeta encuentra inmortales palabras de consuelo. Él da la fuerza para vivir y sobrevivir, la fuerza para un inicio nuevo y la esperanza que, a través de setenta años de exilio, condujo finalmente a la vuelta a la patria. Precisamente en este momento nació el anuncio de la nueva Alianza (31,31-34), de la nueva presencia de Dios con su Espíritu en nuestros corazones. En este momento tienen origen aquellas palabras, que Jesús repitió en la última cena descubriendo su más pleno significado (cfr. Lc 22,20), en el momento de su derrota mortal, que en realidad era su definitiva victoria.

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Por su negativa ante el optimismo oficial Jeremías fue condenado como pesimista. Pero este pesimismo está unido indivisiblemente con la esperanza más grande e invencible anunciada por él; más aún, esta verdadera esperanza la hacía posible el realismo de la oposición contra el optimismo engañoso. En esta inseparable unidad de realismo y de verdadera esperanza Jeremías es, por otra parte, el representante de todos los verdaderos profetas. La teoría sostenida por algunos exégetas de que todos los grandes profetas fueron únicamente profetas de desgracias, es falsa. Es cierto que su esperanza, verdaderamente teológica, no coincidía con los optimismos superficiales, pero estas grandes figuras fueron los portadores de la verdadera esperanza y al mismo tiempo los críticos inexorables de parodias fútiles sobre la misma.

b. El Apocalipsis de San Juan

Un segundo ejemplo, que aclara nuestra cuestión, nos lo proporciona el Apocalipsis de Juan. La visión de la historia que se le revela, es la oposición más grande que nos podamos imaginar contra la fe en un progreso perenne. Por cuanto el curso de la historia dependa únicamente de las decisiones humanas, el texto aparece en esta visión como un continuo retorno al episodio de la torre de Babel. Incesantemente los hombres intentan construir, con sus poderes técnicos, un puente hacia el cielo, es decir, convertirse en dioses con sus propias fuerzas. Intentan para el hombre aquella completa libertad, aquel ilimitado bienestar, aquel infinito poder que por sí mismo aparece como la esencia de lo divino y que quisieran hacerlo llegar a la propia existencia de la altura inalcanzable del Otro Absoluto. Estos intentos, que guían el actuar histórico del hombre en todos los períodos, se fundamentan sin embargo no sobre la verdad, sino sobre «el

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ahogar la verdad». El hombre no es Dios, es un ser finito y limitado y no puede, de ninguna manera y por ningún poder, hacer de sí mismo aquello que no es. Por eso todos estos intentos, aunque al principio sean gigantescos, acaban en su propia destrucción. Su propio terreno no les sostiene.

El Apocalipsis conoce, sin embargo, junto a este fautor de la historia —las fatigas de Sísifo para hacer descender el cielo— una segunda fuerza en la historia: la mano de Dios. A primera vista parece punitiva. Pero Dios no crea el dolor y no quiere la miseria de sus creaturas. No es un Dios envidioso. En realidad esta mano, frente al poder de un actuar fundado sobre la no verdad autodestructora, es la fuerza que da, sin embargo, la esperanza a la historia. La mano de Dios impide al hombre el último acto de autodestrucción. Dios no permite el aniquilamiento de sus creaturas. Este es el sentido de su acción con ocasión de la construcción de la torre de Babel; éste es el sentido de todas las intervenciones descritas en el Apocalipsis. Lo que externamente aparece como un castigo divino no es un flagelo positivamente decidido desde fuera, sino simplemente que la ley interna de un actuar humano, que se opone a la verdad y tiende a la nada, a la muerte, se hace así evidente. La «mano de Dios», que se manifiesta en el íntimo contraste del ser contra su propia destrucción, impide la marcha hacia la nada y lleva consigo la oveja descarriada al pasto del ser, del amor. Y si el ser arrancado del zarzal para volverlo al redil, causa dolor, es, sin embargo, el acto de nuestra salvación, el suceso que nos da la esperanza. ¿Y quién no vería, incluso hoy, la mano de Dios que alcanza al hombre en el borde mismo de su furor destructor y de su perversión y le impide ir más adelante?

Sintetizando, podemos afirmar que en el Apocalipsis aparece el mismo enjaretado entre «pesimismo» aparente y esperanza radical, que habíamos visto en Jeremías. Sólo que, en Jeremías nos referíamos a un determinado momento

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histórico y a sus conexiones, y en el Apocalipsis extendemos el concepto a una amplia visión de la totalidad de la historia5. El Apocalipsis está bien lejos de las promesas de un progreso constante; ni siquiera conoce la posibilidad de construir por obra del hombre una forma de sociedad definitiva de una vez para siempre. Sin embargo, precisamente a causa de esta renuncia a esperar sucesos irracionales, es un libro de esperanza.

Lo que al final se nos dice es lo siguiente: la historia humana con todos sus terrores no se precipitará en la noche de la autodestrucción; Dios no deja que se la arranquen de sus manos. Los juicios punitivos de Dios, los grandes dolores, en los que está inmersa la humanidad, no son destrucción, sino que sirven precisamente a la salvación de la humanidad. Incluso «después de Auschwitz», después de las trágicas catástrofes de la historia, Dios sigue siendo Dios; él sigue siendo bueno, con una bondad indestructible. Sigue siendo el Salvador, en cuyas manos la actividad cruel y destructora del hombre se transforma en amor. El hombre no es el único autor de la historia, y por eso la muerte no tiene la última palabra. El hecho de que exista otro autor supone el anclaje firme y seguro de una esperanza que es más fuerte y más real que todos los miedos del mundo.

c. El Sermón de la montaña

El tercer ejemplo viene sacado del Sermón de la montaña, y me limitaré principalmente a las Bienaventuranzas. En su estructura lingüística y especulativa son paradojas. Escojamos una en la que la paradoja aparece

5 Cfr. H. Schelier, Besinnung auf das neue Testament, Freiburg 1964, pp. 358-373; idem, Das Ende der Zeit, Freiburg 1971, pp 67-84 (tr. it., La fine del tempo, Brecia 1975).

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en toda su drasticidad: «Bienaventurados los que sufren» (Mt 5,4). Para subrayar la paradoja, podríamos traducir así: dichosos los que no se ven alcanzados por la felicidad. El término «beato» en las Bienaventuranzas semánticamente no tiene nada que ver con palabras como «feliz» o «bien». El que sufre, de hecho no se siente «bien». Para resaltar totalmente la paradoja habría que traducir «felices y no felices».

¿Pero qué tipo de extraña «felicidad» se entiende con la palabra «Bienaventurado»? Creo que esta palabra tiene dos dimensiones temporales: abraza presente y futuro, aunque naturalmente de forma diversa. El aspecto del presente consiste en el hecho de que al interesado se le anuncia una particular cercanía de Dios y de su reino. Lo cual significaría, que precisamente en el espacio del dolor y de la aflicción Dios y su reino están particularmente cercanos. Cuando un hombre sufre y se lamenta, el corazón de Dios sufre y se lamenta. El lamento del hombre provoca el «descender» (cfr. Ex 3,7) de Dios. Esta presencia divina, oculta en la palabra «Bienaventurado», incluye también un futuro: la presencia, aún escondida, de Dios llegará un día en que será manifiesta. Por tanto la palabra dice: no tengáis miedo en vuestra angustia, Dios está junto a vosotros y será vuestro gran consuelo. La proporción entre presente y futuro es distinta en cada una de las Bienaventuranzas, pero la relación de fondo siempre es la misma.

En las paradojas de las Bienaventuranzas se refleja exactamente la paradoja de la figura de Jeremías y la visión de la historia que hace el Apocalipsis. El elemento propio de las Bienaventuranzas consiste en el hecho de que la paradoja profética se convierte ahora en modelo de la existencia cristiana. Las Bienaventuranzas nos dicen: si vivís como cristianos os encontraréis siempre ante esta tensión paradójica. Todo esto se hace evidente en el retrato que el

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apóstol Pablo ha trazado de sí mismo en su segunda Carta a los Corintios. Esta imagen parece, además, desarrollada a partir de las paradojas del Sermón de la montaña, que a su vez quedan ilustradas de forma especial por medio de las experiencias personales del apóstol de los gentiles: «Somos los impostores que dicen la verdad, los desconocidos conocidos de sobra, los moribundos que están bien vivos, los penados nunca ajusticiados, los afligidos siempre alegres, los pobretones que enriquecen a muchos, los necesitados que todo lo poseen» (2 Cor 6, 8-10). Una maravillosa síntesis de toda la paradoja de la existencia cristiana, constituida de experiencia sufrida y vivida, se encuentra en el capítulo 4, 16: «...aunque nuestro exterior va decayendo, lo interior se renueva de día en día». Al movimiento linear de nuestra vida hacia la muerte responde el amor divino, que se convierte para nosotros en una nueva línea: una renovación perenne y progresiva de la vida en nosotros, una vida que se resulta sencillamente en relación entre yo mismo y la verdad personificada: Jesús. La inevitable linearidad de nuestro camino hacia la muerte viene transformada por la línea directa de nuestro camino hacia Jesús: «En vida o en muerte, somos del Señor» (Rm 14, 8).

Volvamos a las Bienaventuranzas. Desde la misma Biblia podemos establecer una doble línea de movimiento sobre este tema. Por una parte el camino conduce desde figuras de experiencia concreta como Jeremías y otros profetas a la forma, generalmente válida, que se expresa en el Sermón de la montaña, donde las Bienaventuranzas dividen ya en secciones diversas esta forma única. Las Bienaventuranzas no son (como a veces se malinterpretan) un reflejo que resuma hábitos cristianos, una especie de decálogo del Nuevo Testamento, sino que suponen una representación de la única paradoja cristiana, que se realiza de formas diversas conforme a la diversidad de los destinos

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existenciales del hombre; en general no se encontrarán todos juntos, reunidos de la misma forma y en la misma persona. Por otra parte a partir de esta forma universal se desenvuelven nuevas concretizaciones, como la que ya hemos verificado en la figura del apóstol Pablo.

Para comprender con firmeza la verdadera profundidad de las Bienaventuranzas y, en ellas, el núcleo de la esperanza cristiana, debemos sacar a la luz otro aspecto, que en la exégesis moderna (por cuanto me parece) se considera muy poco, pero que, a mi juicio, es decisivo para una interpretación realista del Sermón de la montaña en su conjunto: su lógica interna dependerá de ello. Me refiero a la dimensión cristológica del texto.

Para que de la forma más rápida posible resulte claro lo que pretendo, empezaré de nuevo con un ejemplo concreto: una breve interpretación de la redacción final de Mateo sobre el Sermón de la montaña (Mt 7, 24-27): «Todo aquel que escucha estas palabras mías y las pone por obra se parece al hombre sensato que edificó su casa sobre roca. Cayó la lluvia, vino la riada, soplaron los vientos y arremetieron contra la casa; pero no se hundió, porque estaba cimentada en la roca. Y todo aquel que escucha estas palabras mías y no las pone por obra se parece al necio que edificó su casa sobre arena. Cayó la lluvia, vino la riada, soplaron los vientos, embistieron contra la casa y se hundió. ¡Y qué hundimiento más grande!».

El significado que aparece inmediatamente en esta parábola es una advertencia de Jesús a construir la propia vida sobre un fundamento seguro. El fundamento seguro, que soporta todas las tempestades, es la misma palabra de Jesús. Este «sentido moral» inmediato tiene, obviamente, un valor ilimitado. Pero su profundidad, así como su promesa, se aclara por completo si se atiende al contexto oculto en otro pasaje del Evangelio de Mateo: Mt 16, 1320. También aquí

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habla Jesús de una casa que se debe construir y que se fundamenta sobre la roca, para que no puedan destruirla los poderes del abismo. Imagen y lengua son en ambos casos idénticas, incluso en ciertos detalles, de forma que se manifiesta un nexo evidente. Sin embargo en el segundo texto es Jesús mismo quien construye la casa; es él quien actúa como hombre prudente que elige la roca; él a quien el mismo Evangelio llama «la Sabiduría» (11, 19). Me viene a la mente aquella antigua imagen de la sabiduría que construye su casa (Prov. 9). Y así, detrás del significado moral, se hace visible el plano cristológico, que da a la moral su dimensión de la esperanza. Si nos quedamos solos con nuestras propias fuerzas, no conseguiremos construir nuestra vida como sólida casa. Nuestra fuerza y nuestra sabiduría no llegan a tanto. La vida humana ¿es, pues, absurda, es desesperación, es vía inútil hacia la muerte? El Evangelio nos dice: existe el verdaderamente Sabio, y él mismo (su palabra) es la roca, él mismo ha puesto el fundamento de la casa. Nosotros seremos sabios cuando salgamos de nuestro estúpido aislamiento de la autorrealización, que construye sobre la arena de la propia capacidad. Seremos sabios, cuando dejemos de intentar, cada uno por su cuenta y aisladamente, construir la casa particular de nuestra vida individual. Nuestra sabiduría consiste en construir con él la casa común, de forma que nosotros mismos nos convirtamos en su casa llena de vida.

Si es justo leer la Biblia, como hace el Vaticano II, como una totalidad y unidad, podríamos además dar un paso hacia adelante. En el Apocalipsis se nos dice que el dragón —el gran adversario del Salvador— fijó su morada «en la playa del mar» (Ap 12, 18)6. A pesar de sus grandes palabras,

6 Mt. 7, 26 y Ap 12, 18 utilizan la misma palabra «epí ten ammon». Se puede considerar desde el punto de vista

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de su inmenso poder técnico, a veces incluso maravilloso, a pesar de su poderío y de su refinada astucia, la bestia no conoce la verdadera sabiduría, representa la imagen del hombre necio de la misma forma que Cristo es la imagen del sabio. Y por eso el dragón al final desaparece, como la casa construida sobre la arena: su caída fue estrepitosa. Encontramos nuevamente, en la relación entre el dragón y Cristo, la paradoja de la esperanza cristiana, su miseria empírica y su invencibilidad: «somos como los moribundos, que están bien vivos» (2 Cor 6, 9; cfr. 4, 712).

Volvamos al Sermón de la montaña. La parábola conclusiva, con su fondo cristológico difícil de olvidar, me parece una llave que abre la puerta hacia la base profunda del texto. El sujeto secreto del Sermón de la montaña es Jesús. Únicamente a partir de este sujeto podemos descubrir toda la importancia de este texto clave en la fe y la vida cristiana. El Sermón de la montaña no es un moralismo exagerado e irreal, que pierde toda relación concreta con nuestra vida y aparece en su conjunto impracticable. Y ni siquiera es —como piensa la hipótesis contraria— simplemente un reflejo en el que se ve que todos son pecadores en todo, y que sólo podemos alcanzar la salvación por una gracia incondicionada. Con esta oposición entre moralismo y pura teoría de la gracia, correspondiente a la total contraposición entre ley y Evangelio, no se penetra en el texto sino que lo alejamos de nosotros mismos. Cristo es el centro que une las dos cosas, y sólo el descubrimiento de Cristo en el texto es capaz de desvelarlo para nosotros y convertirlo en palabra de esperanza. Aquí no podemos precisarlo con más detalle, pero bastará reflexionar sobre un elemento particular. Si andamos a fondo en las Bienaventuranzas, observaremos que siempre aparece el sujeto secreto: Jesús. Él es aquel en quien se ve lo meramente literario, pero me parece también evidente una semejanza en cuanto al objeto.

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que significa «ser pobres en el Espíritu»; él es el afligido, el manso, quien tiene hambre y sed de justicia, el misericordioso. Él tiene el corazón puro, es el que lleva la paz, el perseguido por causa de la justicia. Todas las palabras del Sermón de la montaña son carne y sangre en él7. Y así podemos descubrir finalmente la doble intención antropológica del texto, su enseñanza concreta:

1. El Sermón de la montaña es una llamada a la imitación de Jesucristo. Sólo él es «perfecto como és perfecto nuestro Padre que está en los cielos» (la exigencia que llega al ser, en quien las concretas enseñanzas del Sermón se concentran y se unen: 5, 48). Por nuestros propios medios no podemos ser «perfectos como nuestro Padre que está en los cielos», y sin embargo debemos serlo para corresponder a las exigencias de nuestra propia naturaleza. Nosotros solos no podemos, pero podemos seguirle a él, adherirnos a él, «ser suyos». Si nosotros le pertenecemos como sus propios miembros, entonces nos convertiremos, por participación, en lo que él es y su bondad será la nuestra. Las palabras del 7 En el estado actual de la discusión exagética, en cuanto a la explica- ción del sermón de la montaña, son interesantes los agudos análisis de M. Hengel, Zur matthäischen Bergpredigt und ihren jüdischen Hintergrund, en «Theol. Rundschau» 52 (1987), pp. 327-400. Para la interpretación de las Bienaventuranzas, J. Gnilka, Das Matthäusevangelium I, Freiburg 1986, pp. 115-132. Agudos en cuanto al pensamiento moderno, y afín en muchos aspectos a cuanto aquí hemos dicho, son los comentarios del cardenal J.M. Lustiger sobre las Bienaventuranzas, Wagt den Glauben, Einsiedeln 1986, pp. 112-128. La institución patrística según la cual las palabras de Jesús se deben in- terpetar como testimonios de su camino y de su obra, ha sido evi- denciada en nuestros días por E. Biser (por ejemplo Die Gleichnisse Jesu, München 1965). G. Baudler ha intentado reproducir esa misma intuición en su «teología narrativa» (recientemente: Jesus im Spiegel seiner Gleichnisse, Stuttgart-München 1986).

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Padre en la parábola del hijo pródigo se realizarán en nosotros: todo lo mío es tuvo (Lc 15, 31). El moralismo del Sermón, demasiado arduo para nosotros, se recoge y transforma en la comunión con Jesús, en ser sus discípulos, en permanecer en relación con él, en su amistad, en su confianza.

2. El segundo aspecto concierne al futuro oculto en el presente. El Sermón de la montaña es una palabra de esperanza. En la comunión con Jesús, lo imposible se hace posible: el camello pasa por el ojo de la aguja (Mc 10, 25). Siendo una sola cosa con él somos capaces de la comunión con Dios y, consecuentemente, de la salvación definitiva. En la medida en que pertenezcamos a Jesús, se realizarán en nosotros sus mismas cualidades: las Bienaventuranzas, la perfección del Padre. La carta a los Hebreos aclara este nexo entre cristología y esperanza, cuando dice que poseemos un ancla sólida y firme que llega hasta el interior del santuario, dentro de la tienda, donde Jesús mismo ha entrado (6, 19s.). El hombre nuevo no es una utopía: existe, y en la medida en que estemos unidos a él, la esperanza está presente, no se trata de un puro futuro. La vida eterna, la verdadera comunión, la liberación, no son utopías, pura espera de lo inconsistente. La «vida eterna» es la vida real, y también hoy está presente en la comunión con Jesús. Agustín ha subrayado esta presencia de la esperanza cristiana en su exposición del versículo de la carta a los Romanos: «Con esta esperanza nos salvaron» (8, 24). Dice a este respecto: Pablo no enseña que habrá una esperanza para nosotros, no, él dice: Nos salvaron. Ciertamente aún no vemos lo que esperamos, pero ya somos cuerpo de la Cabeza en quien ya es presencia lo que nosotros esperamos8.

8 Agustín, Contra Faustum 11, 7; Pieper, op. cit., p. 212.

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3. Buenaventura y Tomás de Aquino acerca de la esperanza cristiana

Dejadme cerrar esta meditación sobre la esperanza con dos breves consideraciones sobre el acto de la esperanza, sobre el modo como se debe vivir esa esperanza. Una hermosa imagen de la esperanza la he encontrado en la predicación de Adviento que hace San Buenaventura. El doctor seráfico dice a sus auditores que el movimiento de la esperanza se parece al vuelo de un pájaro, que para volar distiende sus alas todo lo que puede y emplea todas sus fuerzas para moverlas; todo él se hace movimiento y de esta forma va hacia lo alto, vuela. Esperar es volar, dice Buenaventura: la esperanza exige de nosotros un esfuerzo radical; requiere de nosotros que todos nuestros miembros se conviertan en movimiento, para elevarnos sobre la fuerza de la gravedad de la tierra, para llegar a la verdadera altura de nuestro ser, a las promesas de Dios. El doctor franciscano desarrolla en ese momento una bellísima síntesis de la doctrina de los sentidos externos e internos. Quien espera —dice— «debe levantar la cabeza, girando hacia lo alto sus propios pensamientos, hacia la altura de nuestra existencia, es decir hacia Dios. Debe alzar sus ojos para percibir todas las dimensiones de la realidad. Debe alzar su corazón disponiendo su sentimiento por el sumo amor y por todos sus reflejos en este mundo. Debe también mover sus manos en el trabajo...»9. Se habla aquí también de lo esencial de una teología del trabajo, que pertenece al movimiento de la esperanza y, realizado correctamente, es una de sus dimensiones.

9 Buenaventura, Sermón XVI, Dominica I Adv., Opera IX 40a; cfr. J. Ratzinger, Über die Hoffnung, en "Internat. kath. Zeitschrift" 13 (1984), pp. 293-305.

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Lo sobrenatural, la gran promesa, no deja de lado la naturaleza, sino todo lo contrario. Exige el empeño de todas nuestras fuerzas para la apertura completa de nuestro ser, para el desarrollo de todas sus posibilidades. En otras palabras: la gran promesa de la fe no destruye nuestro actuar y no lo hace superfluo, sino que le confiere finalmente su justa forma, su lugar y su libertad. Un ejemplo significativo lo ofrece la historia monástica. Comienza con la fuga saeculi, la huida de un mundo, que se cerraba en sí mismo, al desierto, al no mundo. Allí domina la esperanza que precisamente en el no mundo, en la pobreza radical, encontrará el todo de Dios, la verdadera libertad. Pero precisamente esta libertad de la nueva vida ha hecho iniciar en el desierto la nueva ciudad, una nueva posibilidad de vida humana, una cultura de la fraternidad, de la que se formarán islas de vida y de supervivencia en la gran decadencia de la cultura antigua10. «Buscad primero que reine su justicia, y todo eso se os dará por añadidura», dice el Señor (Mt 6, 33). La historia confirma sus palabras: añade a la esperanza teológica un optimismo completamente humano.

La segunda consideración se refiere a una intuición de Tomás de Aquino, que después recogió y desarrolló el Catechismo romano. En la Summa Theologica Tomás dice que la oración es interpretación de la esperanza11. La oración es la lengua de la esperanza. La fórmula conclusiva de la oración litúrgica, «por Cristo nuestro Señor», corresponde a la realidad de hecho: Cristo es la esperanza realizada, el ancla de nuestro esperar. En su Compendium theologiae, incompleto, Tomás pretendía exponer toda la teología en el esquema de fe, esperanza, caridad. La obra finaliza de hecho con el primer capítulo de la segunda parte, es decir con el 10 Cfr. J. Ratzinger, Chiesa, ecumenismo e política, Milano 1987, pp. 222-238. 11 S. Theol. II -II q. 17 a.; cfr. Pieper, op. cit., p. 213.

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inicio del tratado sobre la esperanza. Pero este tratado aparece concretamente como interpretación del Padre nuestro. El Señor nos enseña la esperanza al tiempo de enseñarnos su oración, dice Tomás. El Padre nuestro es escuela de esperanza, su iniciación concreta.

En el Catechismo romano la exposición del Padre nuestro forma la cuarta parte de la catequesis fundamental cristiana, junto a la confesión de fe, el credo, los mandamientos y los sacramentos. Y también aquí la oración del Señor es explicación de la esperanza. Un hombre desesperado no reza, porque no espera; un hombre seguro de su poder y de sí mismo no reza, porque confía únicamente en sí mismo. Quien reza espera en una bondad y en un poder que van más allá de sus propias posibilidades. La oración es esperanza en acto. Dejando por el momento la primera parte de las invocaciones del Padre nuestro, podemos decir: en las invocaciones de la segunda parte nuestras ansias y angustias diarias se convierten en esperanza. Está presente el deseo de nuestro bienestar material, la paz con nuestro prójimo y finalmente la amenaza de todas las amenazas: el peligro de perder la fe, de caer en el abandono de Dios, de no poder percibir a Dios y de acabar de esta manera en el más absoluto vacío, expuestos a todos los males. En el momento en que estos anhelos se conviertan en invocaciones, se abre la vía de las ansias y de los deseos hacia la esperanza, de la segunda a la primera parte del Padre nuestro. Todas nuestras angustias son, en último término, miedo por la pérdida del amor y por la soledad total que le sigue. Todas nuestras esperanzas están en la profunda gran esperanza, en el amor ilimitado: son esperanzas del paraíso, del reino de Dios, del ser con Dios y como Dios, partícipes de su naturaleza (2P 1,4). Todas nuestras esperanzas desembocan en la única esperanza: venga tu reino, hágase tu voluntad en el cielo como en la tierra. Que la tierra se haga como el cielo, que la misma tierra se

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convierta en cielo. En su voluntad está toda nuestra esperanza. Aprender a rezar es aprender a esperar y por lo tanto es aprender a vivir.

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Esperanza y Amor

1. Esperanza y amor en el espejo de sus contrarios

La esperanza es fruto de la fe, así lo hemos afirmado. En ella nuestra vida se extiende hacia la totalidad de todo lo real, hacia un futuro ilimitado, que se nos hace accesible en la fe. Esta plena totalidad del ser, cuya clave es la fe, es un amor sin reservas: un amor que consiste en un gran sí hacia mi existencia y que me abre, en su anchura y profundidad, la totalidad del ser. En él el creador de todas las cosas me dice: «Todo lo mío es tuyo» (Lc 15, 31). Pero Dios es «todo en todo» (1Cor 15,28). Para aquel a quien le da todo lo suyo, ya no existen límites o confines. El amor buscado por la esperanza cristiana a la luz de la fe no es un asunto particular, individual, no se cierra en un pequeño mundo privado. Este amor me abre todo el universo, que por medio del amor se convierte en «paraíso». La angustia de todas las angustias, ya lo hemos dicho, es el miedo a no ser amados, a perder el amor; la desesperación es la convicción de haber perdido para siempre todo amor, el horror de la total soledad. Y viceversa, la esperanza, en el sentido propio de la palabra, es la certeza de que recibiré el gran amor, que es indestructible, y que ya desde ahora soy amado por este amor.

Esperanza y amor se pertenecen íntimamente, lo mismo que la fe y la esperanza no son separables una de la otra. Y puesto que, consecuentemente, el amor se puede comprender bien, sólo si se le considera a partir de la esperanza (y de la fe), en esta última meditación quisiera detenerme todavía un momento sobre el tema de la esperanza, siempre, a decir verdad, con la mirada puesta sobre el amor, de forma que en el espejo de la esperanza se vea la verdadera esencia del amor. Todavía debemos

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guiarnos por otro punto de vista en los pasos siguientes: la esencia positiva de cualquier cosa, con frecuencia nos resulta totalmente clara, sólo si hemos comprendido sus contrarios. Quisiera de esta forma iluminar algunos de los obstáculos de la esperanza, que por otra parte son al mismo tiempo los opuestos del amor.

La tradición cristiana conoce dos actitudes fundamentales opuestas a la esperanza: la desesperación y la «temeridad». Prescindiendo de su superficial oposición, las dos actitudes están muy cercanas una a la otra, e internamente contactan. A primera vista me gustaría decir que ambas son formas marginales de la existencia humana, que emergen sólo en casos límites y no deben atraer sobre sí mismas demasiada atención. Si se definen los dos conceptos de forma muy rigurosa, ese análisis puede ser verdadero, si bien en la secularización creciente del mundo, en el que la necesidad de lo infinito del hombre va en vano en contra del muro de lo finito, la desesperación ya hace tiempo que no es una excepción, y precisamente en la edad de la esperanza, en la juventud e incluso en la infancia, es cada día más frecuente. La reflexión cristiana, por otra parte, ha elaborado un estudio de toda la estructura de actos y actitudes, que en último término crecen todos del tronco de estas dos plantas venenosas, y así se puede ver la gran familia ramificada. Si seguimos este análisis, verificaremos con estupor que se trata exactamente de una fotocopia de los problemas de nuestra época.

a. Llenar de arena la esperanza y el amor en la pereza del corazón (acidia)

Consideramos esta tradición en el pensamiento de Tomás de Aquino, que ha recuperado la herencia de los antiguos y de los padres de forma magistral, y ha sido capaz

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de unificarlos1. Según él la raiz de la desesperación se encuentra en la así llamada acidia, que nosotros, a falta de una palabra mejor, traducimos por pereza (Trägheit), entendiendo en todo caso con este término algo mucho más profundo que la simple pereza, en cuanto falta de voluntad de un hacer activo. Según Tomás esta pereza metafísica es idéntica a la «melancolía de este mundo», que según San Pablo, conduce a la muerte (2Cor 7,10). ¿Cómo van las cosas con la misteriosa melancolía de este mundo? No hace mucho esta palabra podía parecer algo oscura, más aún, irreal, ya que daba a entender que los hijos de este mundo fueran mucho más alegres que los creyentes, quienes, atormentados por escrúpulos de conciencia, parecían excluidos del sereno placer de la existencia, e incluso un poco envidiosos miraban hacia los no creyentes, a quienes parecía abierto, sin ningún tipo de reflexión o de miedo, el entero jardín paradisíaco de la felicidad terrena. El gran éxodo de la Iglesia ha tenido ciertamente este fundamento, se quería ser libre de pesados límites, allí donde no sólo un árbol, sino casi todos los árboles del jardín parecían prohibidos. Parecía que sólo había libertad de alegría para los no creyentes. Para muchos cristianos de la edad moderna, el yugo de Cristo no parecía, en verdad, «ligero»; lo sentían como demasiado pesado, por lo menos como les venía propuesto por la Iglesia2.

Hoy ya se han experimentado hasta la saciedad las promesas de libertad ilimitada, y empezamos a comprender de nuevo la expresión «melancolía de este mundo». Las alegrías prohibidas pierden su esplendor en el momento en que ya no están prohibidas. Esas alegrías debían y deben ser

1 En las páginas siguientes sigo fielmente el tratado de Pieper sobre la esperanza en su obra, varias veces citada, Lieben, hoffen, glauben, pp. 189-254. 2 Cfr. al respecto mi trabajo Theologische Prinzipienlehre, München 1982, pp. 78-87.

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radicalizadas y aumentadas cada vez más, apareciendo finalmente insípidas, porque todas ellas son limitadas, mientras que la llama del hambre de lo infinito siempre permanece encendida. Y así hoy vemos, frecuentemente en el rostro de los jóvenes, una extraña amargura, un conformismo bastante lejano del empuje juvenil hacia lo desconocido. La raíz más profunda de esta tristeza es la falta de una gran esperanza y la imposibilidad de alcanzar el gran amor. Todo lo que se puede esperar ya se conoce y todo amor desemboca en la desilusión por la finitud de un mundo, cuyos enormes substitutos no son sino una mísera cobertura de una desesperación abismal. Y así la verdad de que la tristeza del mundo conduce a la muerte, es cada vez más real. Ahora solamente el flirt con la muerte, el juego cruel de la violencia, es suficientemente excitante como para crear una apariencia de satisfacción. «Si comes de él morirás»: hace mucho tiempo que estas palabras dejaron de ser mitológicas (Gn 3, 17).

Después de este primer acercamiento a la esencia de la «tristeza de este mundo», o sea a la pereza metafísica (acidia), miremos un poco más de cerca su fisonomía. La antropología cristiana tradicional dice al respecto, que tal tristeza deriva de una falta de magnanimitas (ánimo grande), de una incapacidad en creer en la propia grandeza de la vocación humana, la que pensó Dios para nosotros. El hombre no tiene confianza en su propia grandeza, quiere ser «más realista». La pereza metafísica es, por tanto, idéntica a la pseudo-humildad, hoy tan difundida. El hombre no quiere creer que Dios se ocupe de él, que le conozca, le ame, le mire, le esté cercano.

Hoy existe un extraño odio del hombre contra su propia grandeza. El hombre se ve a sí mismo como el enemigo de la vida, del equilibrio de la creación; se ve como el gran perturbador de la paz de la naturaleza, aquel que

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hubiera sido mejor que no hubiese existido, la criatura que ha salido mal. Su liberación y la del mundo consistiría en el destruirse a sí mismo y al mundo, en el hecho de eliminar el espíritu, de hacer desaparecer lo específico del ser humano, de forma que la naturaleza retorne a su inconsciente perfección, a su propio ritmo y a su propia sabiduría del morir y transformarse.

Al inicio de este camino estaba el orgullo de «ser como Dios». Era preciso desembarazarse del vigilante Dios para ser libres; hacerse Dios proyectado en el cielo y dominar como Dios sobre toda la creación. Y así surgió una especie de espíritu y voluntad, que estaban y están en contra de la vida, y son dominio de la muerte. Y cuanto más se siente este estado, tanto más el inicial propósito se vuelve en su propio contrario y permanece prisionero del mismo punto de partida: el hombre que quería ser el único creador de sí mismo y subir a la grupa de la creación con una evolución mejor, por él pensada, acaba en la autonegación y en la autodestrucción. Se da cuenta de que sería mejor que no existiese3. Esta acidia metafísica puede coexistir con una gran actividad. Su esencia es la huida de Dios, el deseo de estar sólo consigo mismo y con la propia finitud, de no ser molestado por la cercanía de Dios.

En la historia de Israel, como la cuentan los Libros Sagrados, encontramos con bastante frecuencia este intento: Israel encuentra su elección demasiado pesada, andando continuamente junto a Dios. Se prefiere volver a Egipto, a la normalidad, y ser como todos los otros. Esta rebelión de la pereza humana contra la grandeza de la elección es una imagen de la sublevación contra Dios, que vuelve

3 Cfr. R. Low, Die Unverzichtbarkeit des Naturbegriffs für die Moraltheologie, en Weisheit Gottes, Weisheit der Welt. Festschrift für J. Ratzinger, vol. I, St. Ottilien 1987, pp. 157-177.

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cíclicamente en la historia y cualifica, de modo particular, precisamente a nuestra época. Con este intento de quitarse de encima la obligación de elegir, el hombre no se rebela contra cualquier cosa. Si para él este ser amado por Dios está demasiado lleno de pretensiones, se convierte en una molestia indeseada, entonces se subleva contra su propia esencia. No quiere ser lo que es como criatura concreta. En este contexto me parece muy actual una consideración hecha por Josef Pieper en 1935, con una clara alusión al espíritu del nacional-socialismo; quien lea el texto, se dará cuenta rápidamente de que este espíritu ha adquirido hoy, de forma derivada, una nueva actualidad. Pieper decía entonces que la «tristeza perezosa» es «uno de los elementos determinantes del rostro secreto de nuestro tiempo, del mismo tiempo que ha proclamado la imagen ideal del mundo total del trabajo. Esta tristeza —continúa— determina como signo visible de la secularización el rostro de todos los tiempos, en el que la llamada a las tareas verdaderamente cristianas comienza a perder su pública obligatoriedad... No es con el «trabajo» como se elimina la desesperación (todo lo más la conciencia de la desesperación), sino únicamente con la limpia magnanimidad y el bendito empuje de la esperanza en la vida eterna»4.

Es importante en este texto la indicación al nexo entre actividad externa y negación extrema de la pereza profunda del ser. Igualmente importante me parece el hecho de que la magnanimidad de la vocación humana se alza más allá de lo individual de la existencia humana y no se puede comprender en la pura privaticidad. Una sociedad que hace de lo auténticamente humano un asunto únicamente privado, y que se define a sí misma en una total secularización (que por otra parte se hace inevitablemente una pseudoreligión y una

4 J. Pieper, op. cit., p. 232s.

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nueva totalidad esclava), una tal sociedad se hace melancólica por esencia, se convierte en un lugar propicio para la desesperación. Se funda de hecho en una reducción de la verdadera dignidad del hombre. Una sociedad, cuyo orden público viene determinado por el agnosticismo, no es una sociedad que se ha hecho libre, sino una sociedad desesperada, señalada por la tristeza del hombre, que se encuentra huida de Dios y en contradicción consigo misma. Una Iglesia que no tuviese la valentía de evidenciar el valor, incluso públicamente, de su visión del hombre, habría dejado de ser sal de la tierra, luz del mundo, ciudad sobre el monte. Y también la Iglesia puede caer en la tristeza metafísica —en la acidia—; un exceso de actividad exterior puede ser el intento lamentable de colmar la íntima miseria y la pereza del corazón, que siguen a la falta de fe, de esperanza y de amor a Dios y a su imagen reflejada en el hombre. Y puesto que no se atreve ya a lo auténtico y grande, tiene necesidad de preocuparse con las cosas penúltimas. Y sin embargo ese sentimiento de «demasiado poco» permanece en crecimiento continuo.

b. Las hijas de la acidia

La actualidad de los análisis de Santo Tomás se hace, si es posible, todavía más manifiesta, si vemos lo que dice sobre las hijas de la acidia. Junto con la desesperación, del seno del perezoso alejado de la grandeza del hombre amado de Dios, nace la «evagatio mentis», el espíritu giróvago, porque —así dice Tomás— «ningún hombre puede habitar en la tristeza»5. Pero si el fondo del alma es la tristeza, se llega necesariamente a una continua huida del alma de sí misma, a una profunda inquietud. El hombre tiene miedo de estar sólo consigo mismo, pierde su centro, se convierte en un

5 De malo 11, 4; Pieper, op. cit., p. 232.

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vagabundo intelectual, que siempre se está alejando de sí mismo. Síntomas de esta inquietud vabagunda del espíritu son la verbosidad y la curiosidad. El hombre al hablar huye del pensamiento. Y puesto que se le ha quitado la visión hacia lo infinito, busca insaciablemente sustitutos. Actitudes ulteriores reforzarán este comportamiento: la inquietud interior (importunitas, inquietudo), es decir una ininterrumpida búsqueda de cosas nuevas substitutorias de la pérdida de la inagotable sorpresa del amor divino; en fin la instabilitas loci vel propositi6.

Este análisis, apenas esbozado, sobre las hijas de la acidia metafísica aparece en muchos de sus aspectos como una imagen de la situación psicológica normal de hoy. Pero resulta aún más importante el hecho de que el diagnóstico indique al mismo tiempo la vía de curación. Solamente la valentía de reencontrar la dimensión divina en nuestro ser y de acogerla, puede dar de nuevo a nuestro espíritu y a nuestra sociedad una nueva e íntima estabilidad.

Santo Tomás trata además de otros cuatro hijos o hijas de la acidia: la indolencia (torpor) frente a todo lo que resulta necesario para la salvación; la pusilanimidad (pusillanimitas), el rencor (rancor) y la malicia voluntaria (malitia). Añadiremos una breve nota únicamente a estas dos actitudes: el rencor se propone hoy incluso como un elemento del moderno catálogo de las virtudes. Pero el rencor es el opuesto a la justa ira, que no quiere aceptar la reducción del hombre según los parámetros del positivismo. El rencor es el descontento fundamental del hombre consigo mismo, que se venga, por decirlo así, en el otro, porque del otro no me llega lo que sólo se me puede conceder con una apertura de mi alma. Hoy se puede observar de varias formas incluso en la misma Iglesia: en último término depende siempre de no

6 Pieper, op. cit., p. 131.

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querer de la Iglesia lo que ella tiene para comunicar: la gracia de los hijos de Dios; consecuentemente se considera insuficiente todo lo que la Iglesia ofrece, de forma que una desilusión sigue a la otra. La gran esperanza de la existencia cristiana es que ella puede dar el Otro Absoluto (que no se encuentra en ningún otro lugar), la comunión de los santos y la curación, incluso de nuestra propia interioridad. Pero esta esperanza se ha transferido al aspecto terreno-institucional en la Iglesia, que debiera ser la santa comunidad, y que ahora sólo puede acabar en una ira desesperada.

Afín a esta actitud es el odio del apóstata, que ha arrojado lejos de sí mismo el peso de la vocación cristiana y se ha procurado un significado a la vida, aparentemente más simple que el de la existencia cristiana. Y les describirá ese nuevo significado a los demás como el verdadero contenido del mensaje cristiano, porque nadie puede soportar considerarse a sí mismo como un apóstata. Pero de esta forma nace un odio siniestro a todo aquello que le recuerde la verdadera grandeza del mensaje. Todo le despertará su propia conciencia y le hará dudar de la autojustificación en la que se ha refugiado, después de haber perdido la fe. La conciencia ha sido pisoteada, y ahora se debe pisotear también todo lo que le dio voz a esa conciencia. En un sentido general podríamos decir que el hombre que se niega a su grandeza metafísica, es un apóstata de la divina vocación de la humanidad. El inmenso odio que hoy aparece en ciertos grupos terroristas, no se puede comprender sin esa «necesidad» que hay de pisotear la conciencia y todo lo que recuerde su mensaje7.

7 Resultan muy interesantes estos nexos y contextos conforme han sido analizados en la novela L'inganno de Bernanos cuando habla de la figura del abad Cénabre; cfr. Oeuvres romanesques de Bernanos, Bibliothèque de la Pléiade, Paris 1961, pp. 309-530. Veamos algunos textos:

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La «malicia» en sentido propio consiste para Tomás de Aquino en la rebelión deseada contra Dios, en el odio a Dios: una posición verdaderamente absurda, posible únicamente allí donde la acidia metafísica, el no contra el amor de Dios, se ha convertido además en el centro de la existencia. Aquí se encuentran la «pereza» (falsa humildad) y el orgullo de la negación. Hoy podemos darnos cuenta de cómo se amplían las consecuencias y de qué forma alcanza a ciertas personas, que en la prisión de su «no» se mueven hacia un odio, que se calma únicamente por la destrucción del hombre. Una desesperación de este tipo puede ponerse también la máscara del optimismo, más aún, del optimismo ideológico, como fue descrito en la meditación precedente, que en profundidad resulta siempre una máscara de la desesperación.

«Des sentiments nouveaux... sourdaient ensemble d'un sol saturé. A sa grande surprise, le plus fort d'entre eux ressemblait singulièrement à la haine» (p. 335). «...C'était une haine imperson- nelle, un jet de haine pure, essentielle» (p. 375). «Je crois qu'il n'ai- me pas, disait-il. Il ne s'aume même pas...» (p. 363). A este respecto hay que notar un elemento clave en el análisis de los motivos de este odio absoluto, que precisamente hoy nos hace pensar. Al abad le irrita su repugnancia ante «son horror invincible de la passion de Notre-Seigneur, dont la pensée fut toujours si douloureuse à ses nerfs, qu'il détournait involontairement le regard du crucifix» (p. 364). Esta hostilidad contra el dolor del Señor se ha convertido además en un signo de los tiempos. Vista hoy día, la visión desgarradora de Bernanos asquiere una claridad incluso profética. Para la interpretación que hoy debiera darse cfr. H. U. von Balthasar, Gelebte Kirche, Einsiedeln-Trier 19883, pp. 339-343.

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c. Modalidad de la auto glorificación: el pelagianismo burgués y el pelagianismo de los piadosos

Para no alargar demasiado esta meditación renunciaré a un análisis de la «presunción», la hermana gemela de la desesperación. El fondo común de ambas actitudes consiste en el error de que no se tiene necesidad de Dios para la realización del propio ser. En estrecha unión con J. Pieper quisiera únicamente dibujar algunos rasgos de dos formas expresivas, bastante difusas, de este vicio que únicamente en la superficie puede aparecer inocuo8.

La primera variante de la presunción es el pelagianismo burgués liberal, que se basa aproximadamente en las siguientes consideraciones. Si Dios existe y en verdad se preocupa del hombre, no puede estar tan terriblemente lleno de exigencias, como le presenta la fe de la Iglesia. En el fondo yo no soy peor que los demás; cumplo mi deber, y las pequeñas debilidades humanas no pueden ser verdaderamente tan peligrosas. En esta actitud tan difusa se esconde nuevamente aquella autorreducción y personal modestia (ya descritas con ocasión de la acidia) respecto al amor infinito, del cual uno piensa que no tiene necesidad, confiado como está en la satisfacción burguesa de sí mismo. Quizás en estos tiempos más tranquilos se pueda vivir por mucho tiempo con esta actitud, pero en momentos de crisis, o uno se convierte o cae en la desesperación.

La otra cara del mismo vicio es el pelagianismo de los piadosos. No quieren obtener perdón alguno, y en general don alguno, de parte de Dios. Quieren el orden puro: no perdón sino justa recompensa, no esperanza sino seguridad. Con un duro rigorismo de ejercicios religiosos, con oraciones y acciones, quieren procurarse un derecho a la felicidad en el

8 Cfr. Pieper, op. cit., pp. 237ss.

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cielo. Les falta la humildad esencial para el amor, la humildad de poder recibir dones más allá de nuestro actuar y merecer. La negación de la esperanza en favor de la seguridad se basa en la incapacidad de vivir la tensión ante lo que debe venir, y de abandonarse a la bondad de Dios. Así este pelagianismo es una apostasía del amor y de la esperanza, pero en profundidad, es también una apostasía de la fe. El corazón del hombre se endurece hacia sí mismo y hacia los demás, y finalmente hacia Dios: el hombre ya no tiene necesidad de la divinidad de Dios o de su amor. Es su propio derecho el que triunfa y un Dios que no colabore se convierte en su enemigo. Los fariseos del Nuevo Testamento son la muestra, siempre válida, de esta deformada religión. El núcleo de este pelagianismo es una religión sin amor, que así se convierte en una triste caricatura de la religión.

d. Miedo, esperanza, amor

Si hablamos de las relaciones entre esperanza y amor, al final hay que apuntar también al tema del miedo. El pelagianismo de los piadosos es hijo del miedo, de una esperanza paralizada que no puede sostener la tensión hacia el don del amor, que no se puede forzar. Y así la esperanza se convierte en angustia y ésta a su vez en madre de aquella búsqueda de seguridad en la que no puede haber ningún tipo de incertidumbre. Ahora el amor no elimina el miedo, porque quien de esta forma se busca a sí mismo no quiere confiarse en su propia seguridad, que es «únicamente» y siempre dialogal. El miedo debe ser eliminado con lo que tengo a mi disposición: con mi propio hacer, con mis propias «obras».

Esta búsqueda de seguridad se basa en la total autoafirmación del yo que se niega al riesgo de salir de sí mismo y de confiarse al otro. Esta es, además, la prueba de la falta del verdadero amor. Por el contrario, hay que someterse

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a una forma de miedo que no sólo sea compatible con el amor, sino que necesariamente derive de él: el miedo de ofender al amado, de destruir por culpa propia las bases del amor. Liberalismo e iluminismo pretenden insinuarnos un mundo sin miedo; prometen la total eliminación de todo tipo de miedo. Quisieran eliminar todo el «todavía no», toda dependencia del otro, así como de sus internas tensiones. Quien de esta forma «libera» al hombre del miedo, le «libera» de la esperanza y del amor.

«El temor de Dios es el principio de la sabiduría» (Pr 1,7 y passim) dice la Escritura. Y esta afirmación permanece válida hoy en día. La posibilidad de pecar pertenece a nuestra situación natural fundamental, en particular después de la caída, y es precisamente esta peligrosidad propia nuestra el fundamento ontológico de un miedo justo y bien orientado. La educación cristiana no puede intentar quitar de las personas toda clase de miedo, pues estaríamos en contradicción con nosotros mismos. Su tarea debe ser la de purificar el miedo, colocarlo en su justo medio e integrarlo en la esperanza y en el amor, de forma que se pueda convertir en protección y ayuda. Así podrá crecer la verdadera valentía, de la que el hombre no tendría necesidad, si no tuviera razón de tener miedo. Cuando uno se propone eliminar totalmente el miedo y sus consecuencias, parece no acordarse que son reales las amenazas contra nuestra salvación y contra la integridad de nuestro ser; el miedo, si no se pone en su justo medio, aparece repetidamente bajo distintos disfraces, como expresión de la angustia fundamental del hombre.

En nuestro tiempo, en el que han desaparecido del hombre el ansia por la salvación y la conciencia del pecado, y en el que se presume de haberse liberado del miedo, germinan nuevas angustias y aparece de diversas formas una especie de psicosis colectiva: miedo del azote de las grandes enfermedades que destruyen al hombre; angustia ante las

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consecuencias de nuestra potencia técnica; angustia por el vacío y el absurdo de la existencia. Quien piense en las reacciones habidas después de Chernobyl, verá que el miedo, no subyugado en el fondo del corazón humano, puede conducir en cualquier tiempo a explosiones irracionales. Todas estas angustias son máscaras del miedo a la muerte, del horror por la finitud de nuestro ser. Una forma tal de miedo se introduce cuando nos enfrentamos al Infinito con angustia en vez de con amor, y creemos habernos liberado de esta angustia a través de su negación. Pero el miedo de la finitud es más terrible y sin consuelo que no el miedo de lo Infinito, en el que siempre nos espera, oculto, el misterio de la consolación.

Quien ama a Dios sabe que únicamente existe una amenaza real para el hombre: el peligro de perder a Dios mismo. Y por eso el hombre reza: No nos dejes caer en tentación, mas líbranos del mal, es decir de la pérdida de la fe y, en general, del pecado. Quien aparta a Dios de su vida para liberarse del verdadero miedo, entra en la tiranía del miedo sin esperanza. El evangelio de San Juan nos refiere que el Señor presentaba el «miedo de los judíos» como un impedimento fundamental para la fe. Para aclarar la oposición entre fe y miedo el evangelista utiliza preferentemente la ambigüedad de la palabra griega doxa, que en principio viene a significar «apariencia», «esplendor», etc. Este significado de fondo se divide en dos direcciones opuestas. Por una parte se indica con este término la pura apariencia, lo que únicamente «aparece» y no es; significa así la opinión, la apariencia de la verdad por ella generada. Pero por otra parte la palabra se usa también para denominar el «esplendor» verdadero, la gloria de Dios; para decir la opinión que él tiene del hombre y del mundo, opinión que es verdad y realidad.

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Las dos especies de «apariencia» entran sin embargo en contradicción en el mundo. La opinión de los hombres es el poder. Incluso aunque no concuerde con la verdad, está ejercitando su poder; hay que contar con ella. Un hombre aislado se crea una imagen de sí mismo, una «apariencia», mediante la cual quiere afirmarse ante la opinión de los otros; quiere proteger su «apariencia» y por tanto debe inclinarse ante la «apariencia» del otro. La verdad misma está lejos y no muestra su poder; pero la opinión de los hombres existe y es un poder dominante. Y, además, se nos juzga según esa opinión. El hombre tiene más miedo de la cercana apariencia del humano poder de la opinión, que de la lejana e inerme luz de la verdad. Y se doblega al poder de la opinión, convirtiéndose en su aliado, en uno de sus portadores. Se hace esclavo de la apariencia. Si en algún momento ha empezado a confiar en ella, después no tendrá más remedio que seguirla paso a paso. Ya no puede romper la red de la deformación común. En sus acciones ya no se orienta según la realidad, sino según las presumibles reacciones de los otros. Se llega así a un dominio de la opinión, de lo falso. De este modo toda la vida de una sociedad, las decisiones políticas y personales, puede basarse en una dictadura de lo falso: de la forma como las cosas se representan y se refieren, en lugar de la misma realidad. Toda una sociedad puede caer así de la verdad en el engaño común, en una esclavitud de lo falso, del no ser. La redención que ofrece el Logos, la Palabra encarnada de Dios, es por su misma esencia liberación de la esclavitud de la apariencia, retorno a la verdad. Pero el paso de lo aparente a la luz de la verdad pasa a través de la cruz.

Hoy, en la sociedad determinada por los «mass media», esta imagen del hombre y de su mundo ha asumido una nueva y opresora realidad. Lo que se nos muestra y «aparece» (por ejemplo en la televisión) es más fuerte aún que la misma realidad. La «apariencia» del mundo, que nos

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ofrecen los media cada vez más, es el verdadero gobierno del mundo. El miedo por lo aparente se convierte en poder universal y paraliza la audacia de la verdad. Quizás nos resulte difícil referir prácticamente las palabras de la Escritura a nuestra propia vida, esas palabras que afirman que el temor de Dios es el principio de la sabiduría. Pero si las giramos del revés, su significado se ve con claridad: la falta del temor de Dios es el principio de toda locura. Donde no reina el temor de Dios, que tiene su lugar exacto en el interior de su amor, el hombre pierde su propia medida; el miedo de los hombres asume el dominio sobre él, llega a la idolatría de la apariencia, y queda abierta la puerta a todo tipo de estupidez9.

9 Bernanos ha representado este punto con fina ironía en la figura del obispo Espelette, en la segunda parte de L'ignanno. Bernanos habla del hecho de que la ruindad intelectual de este sacerdote es ilimitada (p. 387); «pertenezco a mi tiempo», repite... «Pero nunca ha prestado atención al hecho de que de tal forma estaba renunciando al signo eterno con el que había sido señalado». La definición más bella del temor de Dios la he encontrado en una homilía de R. Guardini: «Temer a Dios no significa tener miedo de él, sino experimentar lo Santo en él; lo inaccesible y, sin embargo, cercano; lo únicamente real, que por medio de la gracia transmite a los suyos su terrible poder. Por eso hay que apartarse asustados de todo lo que le es contrario y, al mismo tiempo, confiar en él, sin límites, más allá de todo poder finito» (en Wahrheit und Ordnung 3, homilías universitarias, München 1955, p. 75; Homilía: II Dio vívente, Salmo 113). Bellos textos sobre el temor de Dios se encuentran en Diádoco de Fotice, Senso di Dio. Cento capitoli sulla perfezione cristiana, introducción y traducción de K. Suso Frank, Einsiedeln 1982; texto griego: Sources chrétiennes, vol. 5, a c. de E. des Places, París 19663, cap. 16 (p. 56): «Nadie está en situación de amar con un corazón sensible a Dios si antes no le teme de todo corazón, ya que, purificada y, por así decir, aligerada con la eficaz fuerza del temor, el alma llega al amor activo. De ninguna manera

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2. Acerca de la esencia del amor Hasta este momento, la cuestión acerca de lo que es el

amor, estaba ocultamente presente en el hilo conductor de nuestras reflexiones. Pero ahora, finalmente, debemos afrontarla de forma ya directa. ¿Qué es el «amor»? ¿Qué relación hay entre el amor «natural» y el «sobrenatural»? Lo primero que hay que hacer es oponerse a una tendencia, que pretende separar eros y amor religioso, como si fueran dos realidades completamente diversas. De esta forma se deformarían ambos, porque un amor que sólo quiera ser «sobrenatural» pierde su fuerza, mientras que, por otra parte, encerrar el amor en lo finito, su secularización y separación de la dinámica hacia lo eterno, falsifica también el amor terreno, que conforme a su esencia es sed de plenitud, infinita.

Quien limita el amor al más aca, le priva de su más profunda identidad, porque al amor le pertenece un futuro sin límites, un sí total, que no soporta restricciones ni en el espacio ni en el tiempo, no soporta una finitud. El principio

puede uno llegar al temor de Dios... si no está libre de toda preocupación terrena. Porque cuando el espíritu llega a la gran paz y ausencia de ansia, entonces queda movido y purificado por el temor de Dios de toda carga terrena, para ser conducido al gran amor de la bondad de Dios». Cap. 17 (p. 57): «...Hasta que (el alma), completamente cubierta por la lepra del deseo del placer, no pueda sentir el temor de Dios... Sin embargo, si empieza a purificarse, entonces siente el temor de Dios como un medio de sal- vación para su vida». Cap. 35 (p. 67): «Cuando en un mar tempes- tuoso y agitado se vierte aceite, entonces por su propia naturaleza vuelve la paz al mar...; lo mismo ocurre con nuestra alma; cuando viene ungida por la bondad del Espíritu, entonces se calma, se serena... Llega a ese estado... en el que el alma se calma ininterrumpidamente por medio del temor de Dios».

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general según el cual la gracia presupone la naturaleza, es también válido en este momento. Por tanto, viceversa, el intento de vivir el nuevo amor dado por Dios (agape, caritas) dejando de lado la naturaleza, o incluso oponiéndose a ella, desembocará necesariamente en una caricatura de este amor. El creador y el salvador es el mismo único Dios. La salvación no niega la creación, sino que la cura y la eleva10. Incluso si nuestra meditación contempla esencialmente el aprendizaje del ágape, sin embargo debemos, antes que nada, empezar con un intento de comprensión del amor en general.

a. El amor como un sí

En alemán la palabra «Liebe» (amor) está expuesta, hoy día, a una degradación y a una banalización que poco a poco parece estar haciendo imposible su uso. Sin embargo no podemos renunciar a las primeras palabras (Dios, amor, vida, verdad, etc.) y, sencillamente, no debemos dejar que nos las arranquen de las manos. Si tomamos la palabra en toda la grandeza de su significado originario, resulta casi imposible decir lo que la misma palabra indica. Tan rico y complejo es el fenómeno que se intenta comprender con este término. Pero a pesar de la multiplicidad de aspectos y planos distintos, podemos afirmar que por encima de ellos domina un acto de aprobación general hacia el otro, un sí a aquel a quien se dirige nuestro amor: «es bueno que tú existas», es

10 Cfr. M. Marmann, Preámbulo ad gratiam. Ideengeschichtliche Untersuchung über die Enststehung des Axioms «garttia praesupponit naturam», disertación, Regensburg 1974; J. Ratzinger, Gratia praesupponit naturam. Erwägungen über Sinn und Granz eines scholastischen Axioms, in J. Ratzinger, H. Fries, Einsicht und Glaube, Freiburg 1962, pp. 135-149.

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como Josef Pieper ha definido la esencia del amor11. El amante descubre la bondad del ser en esa persona, está contento de su existencia, dice sí a esa existencia y la confirma. Antes de cualquier otro pensamiento sobre sí mismo, antes de cualquier otro deseo, está el simple ser feliz ante la existencia del amado, el sí a ese tú. Sólo en segundo lugar (no en el sentido cronológico, sino real) el amante descubre de esta forma (porque la existencia del tú es buena) que su propia existencia se ha hecho también más hermosa, más preciosa, más feliz. Mediante el sí hacia el otro, hacia el tú, yo me recibo a mí mismo de nuevo y puedo ahora decir sí a mi propio yo, partiendo del tú.

Pero consideremos un poco más de cerca este primer paso, el sí al tú, la afirmación de su ser (y en tal modo del ser en el amor y por el amor). Este tú es un acto creador, una nueva creación. Para poder vivir el hombre tiene necesidad de este sí. El nacimiento biológico no es suficiente. El hombre puede asumir su propio yo únicamente en la fuerza de aceptación de su ser, que viene de otro, del tú. Este sí del amante le proporciona su existencia de forma nueva y definitiva, recibiendo una especie de renacimiento, sin el que su primer nacimiento quedaría incompleto y le enfrentaría a una contradicción consigo mismo. Para reforzar la validez de esta afirmación, será suficiente pensar en la historia de algunas personas que en los primeros meses de su vida han sido abandonadas por sus padres y no han sido recogidas con un amor, que afirmase y abrazase sus vidas. Sólo el renacimiento del ser amado completa el nacimiento y abre al hombre al espacio de una existencia significativa.

Esta intuición nos puede ayudar a comprender algo de los misterios de la creación y redención. Ahora se comprende

11 J. Pieper, op. cit., p. 45. Los pensamientos y reflexiones que expongo a continuación se basan ampliamente en el magistral tratado de Pieper sobre el amor teologal.

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bien que el amor es creativo y que el amor de Dios fue la fuerza que creó de la nada al ser, que el amor de Dios es el verdadero «terreno» sobre el que se asienta toda otra realidad. Pero desde aquí podemos comprender también que el segundo sí, pronunciado con grandes letras en el leño de la cruz, es nuestro renacimiento, y que únicamente este renacimiento hace de nosotros seres definitivamente «vivos». Y finalmente puede surgir el presentimiento de que nosotros, confirmados en Dios, hemos sido llamados a participar de su propio sí. Tenemos el encargo de continuar la creación, de ser co-creadores con él, con la «nueva» tarea de ser para el otro en el sí del amor, de convertir el don del ser verdaderamente en un don.

b. Amor y verdad, amor y cruz

Si consideramos algo más de cerca este «sí», que es la esencia del amor, se nos abren otros aspectos importantes. Habíamos dicho que el amante afirma y confirma el ser del tú, y habíamos añadido entre paréntesis: en este ser del tú e, indirectamente, el ser en general. Si ahora continuamos con esta idea, se evidencian dos verdades de hecho. Por una parte se ve que todo amor lleva consigo una tendencia universal. El mundo, al que pertenece este tú, aparece distinto de lo que yo amo. El amante quisiera, por decirlo así, abrazar con su amado todo el mundo. El encuentro con el uno me abre de nuevo el universo. Ciertamente el amor es una elección: no mira a «millones», sino precisamente a esta persona. Pero en esa misma elección, en esa única persona, se me aparece la realidad entera con una nueva luz. El puro universalismo, la filantropía general, permanecen vacíos, mientras que la elección distintiva y determinada, que recae sobre esta única persona, me da de nuevo el mundo y las otras personas, y ofrece mi propio ser a los demás.

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Esta observación es importante, porque desde aquí podemos comenzar a comprender por qué el universalismo de Dios (Dios quiere la salvación de todos) se sirve del particularismo de la historia de la salvación (de Abrahán a la Iglesia). La preocupación por la salvación de los otros no puede conducir a excluir completamente este particularismo de Dios: la historia de la salvación y la historia del mundo no pueden simplemente ser declaradas idénticas, porque Dios debe preocuparse de todos12. Pero este «universalismo» directo destruiría la verdadera totalidad del actuar de Dios, que precisamente a través de la selección llega al todo.

Desde estas observaciones el camino nos conduce ahora a la segunda verdad de hecho. De ella vamos a hablar a continuación. El sí hacia esa persona perdería, en último término, su significado, si el ser en su totalidad no fuera bueno. El sí, primero limitado por el amor, presupone la general bondad del ser. En otras palabras: el sí de mi amor —es bueno que tú existas— presupone la verdad; presupone que el ser de esta persona sea realmente bueno. También que el ser del otro derive de una verdadera bondad, de un verdadero sí. En este sentido podemos decir que el amor sin un Dios creador, que garantice la bondad de lo existente, perdería su fundamento y su terreno13.

12 Así, a mi juicio, en el último Karl Rahner, y en particular en su Grundkurs des Glaubens, Freiburg 1976, p. Í48: «La Historia del mundo significa, pues, la historia de la salvación». Página 151: «mostrar que el cristianismo... es una reflexión completamente de- terminada y un llegar a esa misma reflexión de la historia de la reve- lación, extendiéndose pareja con la misma historia del mundo». Para una discusión al respecto véase mi trabajo Thelogische Prinzipienlehre, München 1982, pp. 169-179. 13 Véase para mayor detalle mi trabajo: Vorfragen zu einer Theologie der Erlösung, en L. Scheffczyk, Erlösung und Emanzipation, Frei- burg 1973, pp. 141-155.

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Dejemos de lado otras consideraciones teológicas y ontológicas y reflexionemos sobre una conclusión totalmente práctica. El amante dice un sí incondicional hacia el amado. Le ama no en base a esta o a aquella cualidad, sino que ama la misma persona, que se manifiesta en sus cualidades, pero que es algo más que su mera suma. El amor hace referencia a la persona tal y como ella es, incluso con sus debilidades. Pero un amor real, a diferencia del breve encanto del momento, tiene que ver con la verdad y se dirige de tal modo a la verdad de esta persona, que incluso puede no desarrollarse, esconderse o deformarse. Ciertamente que el amor incluye una disponibilidad inagotable al perdón, pero el perdón presupone el reconocimiento del pecado como pecado. El perdón es curación, mientras que la aprobación del mal sería destrucción, sería aceptación de la enfermedad y, precisamente de esa forma, no bondad para el otro.

Esto se ve rápidamente si consideramos el ejemplo de un tóxicodependiente, convertido en prisionero de su vicio. Quien realmente ama no sigue la voluntad desordenada de este enfermo, su deseo de autoenvenenamiento, sino que trabaja por su verdadera felicidad: hará todo lo posible para curar al amado de su enfermedad, incluso si es doloroso e incluso si debe ir contra la ciega voluntad del enfermo. Otro ejemplo. En un sistema totalitario uno puede salvar su vida y quizás hasta su posición, pero al precio de la traición de un amigo y de la traición a sus propias convicciones, al precio de su alma. El verdadero amor está preparado para comprender. pero no para aprobar, declarando bueno lo que no lo es. El perdón tiene su vía interior: perdón y curación, que exigen retorno a la verdad. Cuando no ocurre así, el perdón se convierte en una aprobación de la autodestrucción,

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se coloca en contradicción con la verdad y por tanto en contradicción con el amor14.

Ahora se puede entender qué significa la denominada «ira de Dios» y el indignarse del Señor, así como los modos necesarios de su amor, siempre idéntico con la verdad. Un Jesús que está de acuerdo con todo y con todos, un Jesús sin su santa ira, sin la dureza de la verdad y del verdadero amor, no es el verdadero Jesús tal y como lo muestra la Escritura, sino una caricatura suya miserable. Una concepción del «Evangelio» en la que ya no existe la seriedad de la ira de Dios, no tiene nada que hacer con el Evangelio bíblico. Un verdadero perdón es algo completamente distinto de una débil permisibilidad. El perdón está lleno de pretensiones y compromete a los dos: al que perdona y al que recibe el perdón en todo su ser. Un Jesús que aprueba todo es un Jesús sin la cruz, porque entonces no hay necesidad del dolor de la cruz para curar al hombre. Y, efectivamente, la cruz cada vez más viene excluida de la teología y falsamente interpretada como un mal suceso o como un acontecer puramente político.

La cruz como expiación, la cruz como modo del perdón y de la salvación no se adapta a un determinado esquema de pensamiento moderno. Sólo cuando se ve bien el nexo entre verdad y amor, la cruz se hace comprensible en su 14 Este ejemplo está tomado de Pieper, op. cit., p. 76; cfr. ibid. los agudos análisis de las pp. 73-80. Pieper introduce en este contexto (p. 75) la distinción entre excusa y perdón. «Por "excusa" entendemos el mal reducido a nimiedad; yo dejo que algo "sea bueno", aunque sea malo». Consecuentemente «se puede perdonar sólo algo que se considera expresamente como malo y cuyos elementos negativos no se ignoran... Por otra parte el perdón presupone que el otro también condena ("se arrepiente") lo que ha hecho y que además acepta el perdón». A. Gorres proporciona importantes intuiciones sobre este asunto en Schuld und Schuldgefühle, en «Internat. kath. Zeitschrift» 13 (1984), pp. 430-443.

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verdadera profundidad teológica. El perdón tiene que ver con la verdad y por tanto exige la cruz del Hijo y exige nuestra conversión. Perdón es, precisamente, restauración de la verdad, renovación del ser y superación de la mentira oculta en todo pecado. El pecado es por esencia un abandono de la verdad del propio ser y por tanto de la verdad del creador, de Dios.

Se podría añadir: el perdón es la participación en el dolor del paso de la droga del pecado a la verdad del amor. Es un precedente y un andar con paso grave en este camino de la muerte al renacimiento. Solamente este andar en compañía puede ayudar al toxicómano (y el pecado es siempre una «droga», mentira de falsa felicidad) a dejarse conducir a lo largo de la oscura línea del dolor. Unicamente la decisión previa de entrar en el dolor y en la muerte del camino de transformación hace soportable esta vía, porque sólo así, en la noche oscura de la vía estrecha, se hace visible la luz de la esperanza de una nueva vida. Y viceversa: es verdad que sólo el amor da la fuerza del perdón, es decir, del andar junto con el otro por el camino del dolor de la transfiguración. Sólamente el amor hace posible asumir y llevar junto con el otro, y en favor del otro, la muerte de la mentira. Sólo el amor hace capaces de ser portadores de la luz en la oscuridad interminable de un túnel, y de hacer sentir el aire fresco de la promesa que conduce al renacimiento.

Desde aquí habría que desarrollar una teología de la cruz, una teología de la verdad y del amor: cruz de Cristo significa que él va delante de nosotros y con nosotros en la via dolorosa de nuestra curación. Desde aquí habría que llevar a cabo, asimismo, una teología del bautismo y de la penitencia: cruz, bautismo, penitencia. Estos temas acaban por coincidir y son en último término el desarrollo del único fundamental tema del amor, que ha creado y redimido al mundo.

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Ni siquiera habría necesidad de decir que todo esto tiene consecuencias pastorales muy concretas. Una pastoral de la tranquilidad, del «comprenderlo todo, perdonarlo todo» (en el sentido superficial de estas palabras) se encontraría en drástica oposición con el testimonio bíblico. La pastoral justa conduciría a la verdad y ayudaría a soportar el dolor de la misma verdad. Debiera ser un modo de caminar juntos, a lo largo de la vía difícil, pero hermosa, hacía la nueva vida, que es, al mismo tiempo, la vía hacia la verdadera y gran alegría.

c. ¿Qué es el amor de sí mismo?

En nuestro análisis sobre la esencia del amor apenas hemos rozado hasta ahora la cuestión del yo. Pero en este momento debemos afrontarla directamente. ¿Puede existir el «amor de sí mismo»? Es un concepto significativo, y si la respuesta es sí, ¿cómo se debe entender? Si nos dirigimos con esta cuestión a la Biblia, encontraremos en primer lugar posiciones aparentemente contradictorias. Escuchamos, por ejemplo, palabras como: «Si uno quiere salvar su vida (alma), la perderá, pero el que pierda su vida (alma) por mí y por la buena noticia, la salvará» (Mc 8,35). Y aún suenan más fuertes las siguientes palabras de Jesús: «Si uno quiere ser de los míos y no me prefiere a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y hermanas, y hasta a sí mismo, no puede ser discípulo mío». En la misma dirección se mueven las palabras de la «negación de sí» como presupuesto necesario para el seguimiento de Jesús (Mc 8,34), y otros textos. Por otra parte se nos ha dicho que hay que amar al prójimo «como a ti mismo». Pero esto significa lo siguiente: el amor de sí mismo, la afirmación del propio ser, ofrece la forma y la medida para el amor al prójimo. El amor de sí mismo es una cosa natural y necesaria, sin la que el amor al prójimo perdería su propio fundamento.

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Pero ¿cómo es posible encontrar una unidad interna en estos dos grupos de textos? No queremos en este momento abundar en datos e investigaciones exegéticas; puede ser suficiente, para aclarar esta cuestión, llamar la atención sobre una verdad fundamental en el pensamiento bíblico. Todos los hombres han sido llamados a la salvación. El hombre es querido y amado por Dios y su tarea máxima consiste en corresponder a este amor. No puede odiar lo que Dios ama. No puede destruir lo que está destinado a la eternidad. Ser llamados al amor de Dios es ser llamados a la felicidad. Ser felices es un «deber» humano-natural y sobrenatural. Cuando Jesús habla de negarse a sí mismo, de perder la propia vida, etc., está indicando el camino de la justa afirmación de sí («amor de sí mismo»), que reclama siempre un abrirse, un trascender. Pero la necesidad de salir de sí no excluye la autoafirmación, sino todo lo contrario: es el modo de encontrarse a sí mismo y de «amarse». Cuando hace cuarenta años leí por primera vea el Diario de un cura rural de Bernanos, me impresionó muchísimo la última frase de aquella alma sufriente: No es difícil odiarse a sí mismo; pero la gracia de las gracias sería amarse a sí mismo como un miembro del Cuerpo de Cristo...

El realismo de esta afirmación es evidente. Hay muchas personas que viven en contradicción consigo mismas. Su aversión a sus propias personas, su incapacidad de aceptarse y de reconciliarse consigo mismas, queda muy lejos de la «auto-negación» pretendida por el Señor. Quien no se ama a sí mismo no puede amar a su prójimo. No le puede aceptar «como sí mismo», porque está contra sí mismo y por tanto es incapaz de amarle partiendo de lo profundo de su ser15.

15 Cfr. R. Guardini, Die Annahme seiner selbst, Mainz 1987, pp. 9-35; muy útiles también las ideas de W. K. Grossouw, Biblische Frömmigkeit, München 1956, especialmente pp.

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Todo esto significa lo siguiente: egoísmo y amor auténtico de sí mismo no sólo no son idénticos, sino que se excluyen. Uno puede ser un gran egoísta y estar en discordia consigo mismo. Sí, el egoísmo proviene con frecuencia precisamente de una laceración interna, de un intento de crearse otro yo, mientras que la justa relación con el yo crece con la libertad de sí mismo. Incluso se podría hablar de un círculo antropológico: en la medida en que uno se busca siempre a sí mismo, intenta realizarse e insiste en la plenitud del propio yo, el resultado es contradictorio, penoso y triste. El individuo se disolverá en mil formas y al final quedará únicamente la huida de sí mismo, la incapacidad de soportarse. El refugio en la droga o en otras múltiples formas de egoísmo es, en sí, contradictorio. Sólo el sí que me viene dado de un tú me posibilita una respuesta afirmativa a mí mismo, en el tú y con el tú. El yo se realiza mediante el tú. Por otra parte resulta también cierto que únicamente quien se ha aceptado a sí mismo puede decir sí al otro. Aceptarse a sí mismo, «amarse», presupone a su vez la verdad, y postula el encuentro en un camino hacia esa verdad.

Además —de manera similar al caso de la esperanza— una forma ascética falsa puede incluso destruir las bases de una justa existencia cristiana. En la historia más reciente se encuentran dos de estas actitudes erróneas. Existe, en primer lugar, una falsa toma de conciencia, que conduce a un continuo indagar en la propia conciencia moral, una perenne búsqueda de la propia perfección, concentrando toda la atención sobre el propio yo, sobre sus pecados y virtudes. llega a un egoísmo religioso, que impide a la persona abrirse sencillamente a la mirada de Dios y dirigir la vista hacia él. La persona religiosa y piadosa, ocupada siempre en sí misma, no tiene tiempo de buscar el rostro de Dios y de escuchar su 61-96; cfr. también mi trabajo Theologische Prinzipienlehre, pp. 82ss.

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sí liberador y redentor. La forma contrapuesta y, sin embargo, afín es un excesivo desinterés de sí, una renuncia que se convierte en negación de sí: ya no quiere admitir el yo y, precisamente de esta forma, se deja dominar por un egoísmo sutil. Un yo destruido, que no puede amar. Aquí resulta también cierto, que la gracia no quita, sino que supone, la naturaleza. Respecto a esto podríamos recordar las palabras de San Pablo, cuando afirma que no existe primero lo «sobrenatural» (pneumatikón), sino que lo primero es lo natural (psychikón) y después lo sobrenatural (1Cor 15,46). El amor sobrenatural no puede crecer si le faltan sus bases humanas. El amor divino no es la negación del amor humano, sino su profundización, su radicalización dentro de una dimensión nueva.

3. Esencia y vía del ágape El amor «sobrenatural» es, como todo amor, un sí que

se me ha dado. Sin embargo, es un sí que viene de un tú mayor que el tú humano. Es el sí de Dios, que penetra en mi vida mediante el sí de Jesús en su encarnación, cruz y resurrección. Un sí proferido por Cristo en nuestro favor, cuando nos encontrábamos alejados del sí de Dios. El «ágape» supone que el amor de Cristo crucificado se me ha hecho perceptible, me ha alcanzado, gracias a la fe. Esto puede parecer un tanto difícil, si lo miramos desde el punto de vista meramente humano-psicológico, pues estamos ante el famoso problema de la «actualización». ¿Cómo puede la cruz del Señor llegar hasta mí a través de la historia, de forma que me haga experimentar lo que Pascal percibió con gran agudeza en su meditación sobre el Señor en el Huerto de los olivos: la sangre que he derramado por ti16? La

16 Pensées 736: Le mystère de Jésus, Bibliothèque de la Pléiade (v. no- ta 4 p. 16), p. 1313.

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«actualización» es posible porque el Señor, aún hoy, vive en sus santos y porque, en el amor que viene desde su fe, me puede alcanzar su amor inmediatamente. Recordemos lo que se ha dicho en el capítulo sobre la fe, acerca de nuestro camino desde una fe de «segunda mano» a una fe de «primera mano»: en todo encuentro con el amor de los «santos», de aquellos que realmente creen y aman, yo encuentro siempre algo más que un hombre determinado. Yo encuentro lo nuevo que sólo mediante el otro —mediante Él— podía formarse en ellos, y así se abre también en mí la vía de la inmediatez con él.

Pero esto es solamente el primer paso. Si este sí del Señor penetra realmente en mí, de forma que regenere mi alma, entonces mi propio yo está en él, participa de él: «No vivo yo, es Cristo quien vive en mí». Es entonces cuando se realiza el misterio del Cuerpo de Cristo, como lo expuso San Juan Eudes en su tratado sobre el Corazón de Jesús: «Te ruego que pienses que Jesucristo es tu verdadera cabeza y que tú eres uno de sus miembros. Él es para ti lo que la cabeza para sus miembros; todo lo que es suyo es tuyo: espíritu, corazón, cuerpo, alma, todo. Lo puedes utilizar como si fuera tuyo... Tú eres para él como un miembro para la cabeza, que desea intensamente adoptar todas tus capacidades como si fuesen suyas...»17. En el encuentro con Cristo se instaura, como diría la teología, una «comunicación de idiomas», un intercambio interno y recíproco en el gran nuevo Yo, en el que me introduce la transformación de la fe. Entonces el otro ya deja de ser un extraño para mí, también él es un miembro. Cristo quiere utilizar mis capacidades para él,

17 Traktat Über das Harz Jesu 1, 5: lectura del breviario 19, 8; cfr. a este respecto H. Bremond, Histoire littéraire du sentiment religieux en France, III. La conquête mystique, Paris 1923, pp. 583-671; F. Cayré, Patrologie et histoire de la théologie III, París 19502' pp. 81- 85.

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incluso si no está presente una atracción humana natural. En ese momento yo puedo transferirle a él el sí de Cristo que me vivifica, como un sí mío personal y al mismo tiempo suyo, incluso y precisamente si no existe simpatía natural. En lugar de las simpatías y antipatías particulares aparece la simpatía de Cristo, su sufrir y amar con nosotros.

De esta simpatía de Cristo, de la que yo participo, que es mía en la vida de la fe, yo puedo transmitir una simpatía, un sí mayor que el mío propio, que haga sentir al otro aquel profundo sí que es el único que puede dar sentido y valor a todo sí humano.

Desgraciadamente aquí no podemos considerar más de cerca la modalidad humana de este ágape. Este está exigiendo iniciación, paciencia e incluso la previsión de recaídas continuas. Presupone que yo, en la vida de la fe, llegue a un intercambio interno de mi yo con Cristo de modo que su sí penetre realmente en mí y se convierta en mi sí. Presupone también el ejercicio: al valor concreto de este sí que viene de él y que pasa al otro y que para ello tiene necesidad de mi. Puesto que únicamente en este valor, al principio no habitual y un poco ingrato, crece la fuerza y se reconoce cada vez más el acontecer pascual: esta cruz que me atraviesa («auto-negación») conduce a una gran e íntima alegría: a la «resurrección». Cuanto más tenga el valor de perderme a mí mismo, tanto más experimentaré que precisamente es en ese momento, cuando me reencuentro. Y de esa forma, mediante el encuentro con Jesús, crece para mí un nuevo realismo que me ratifica en mi actuar como un miembro suyo. Igual que existe un circulus vitiosus, un encadenamiento en lo negativo, cuando un no condiciona a otro, aislándose cada vez más, lo mismo existe un circulus salutis, un anillo de salvación, en el que un sí genera a otro. En ese caso es importante garantizar la relación justa entre naturaleza y gracia. Un ágape que no lleve consigo y afirme

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en uno su propia «naturaleza», que intente rechazar y combatir al yo, se hace amargo y obstinado. Asusta al otro y nutre una íntima ruptura en mí mismo.

La exigencia de la cruz es algo completamente distinto. Llega más en profundidad; exige que ponga en manos de Jesús mi propio yo, no para que los destruya, sino para que en él se haga libre y abierto. El sí de Jesucristo que yo transmito, es realmente suyo sólo si es totalmente mío. Por eso esta vía requiere mucha paciencia y humildad, como el mismo Señor tiene paciencia con nosotros: no es un salto mortal en el heroísmo lo que hace santo al hombre, sino el humilde y paciente camino con Jesús, paso a paso. La santidad no consiste en aventurados actos de virtud, sino en amar junto a él. Por eso los santos verdaderos son hombres completamente humanos y naturales, seres en quienes lo humano, mediante la transformación y purificación pascual, llega la luz en toda su original belleza.

4. Del Sermón de la montaña Quisiera finalizar estas consideraciones con algunos

pensamientos sobre tres versículos del Sermón de la montaña, que aparecen como irreales, incluso escandalosos, si se leen desde una perspectiva únicamente moral-antropológica, pero que se abren a una consideración cristológica, si reflexionamos sobre ellos como hicimos en la precedente meditación.

Pienso en Mt 5, 38s. y 41: «Os han enseñado que se mandó: "Ojo por ojo, diente por diente". Pues yo os digo: No hagáis frente al que os agravia. Al contrario, si uno te abofetea en la mejilla derecha, vuélvele también la otra». Para comprender justamente este texto, hemos de tener presente que el principio veterotestamentario «ojo por ojo, diente por diente» (Ex 21, 24; Lev 24, 20; Dt 19, 21) no es la canonización de una sed de venganza, sino, por el contrario,

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el principio del derecho en lugar del principio de venganza. El principio fundamental de los hijos de Caín era (¡y es!): «Caín fue vengado siete veces, mientras que Lamech lo fue setenta veces siete». Contra este principio se levanta aquí el de la correspondencia: delito y castigo deben estar en equilibrio recíproco. El derecho debe asegurarse, pero su realización no debe deformarse en venganza.

Jesús no rechaza el principio del equilibrio como principio del derecho, por supuesto, sino que quiere en este pasaje abrir al hombre a una nueva dimensión de su comportamiento. Un derecho aislado y absolutizado es un círculo vicioso, un sucederse de retorsiones, con las que nadie puede acabar. En su relación con nosotros Dios ha roto este círculo. Estamos equivocados respecto a Dios, desviados de él en la búsqueda de nuestra propia gloria, y así caemos en la muerte. Pero Dios renuncia al justo castigo y en su lugar nos proporciona algo nuevo: la curación, nuestra conversión a un sí renovado a la verdad de nosotros mismos. Para que se produzca esta metamorfosis, él mismo nos precede y asume sobre sí mismo el dolor de la trasformación. La cruz de Cristo es el verdadero cumplimiento de estas palabras: no ojo por ojo, diente por diente, sino transformar el mal con la fuerza del amor. En toda su existencia humana, desde la encarnación hasta la cruz, Jesús hace y es lo que aquí venimos diciendo. Él destruye nuestro no con un sí más fuerte, más poderoso. En la cruz de Cristo y sólo allí las palabras mencionadas se abren y se convierten en revelación. En comunión con él se transforman en posibilidad para nuestra vida.

Añadamos ahora el versículo 41: «a quien te fuerza a caminar una milla, acompáñalo dos». Este versículo es una especie de confirmación filológica de la interpretación cristológica del Sermón de la montaña. La palabra griega que hemos traducido por «forzar» (angarieuein) se encuentra sólo

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otra vez en el Nuevo Testamento, cuando se nos relata la historia de la pasión (Mc 15, 21; Mt 27, 32). Se nos dice que los soldados «forzaron» a Simón de Cirene a ayudar a Jesús a llevar la cruz. Esta palabra griega era una expresión técnica de la lengua militar romana: definía el derecho de los soldados romanos a «forzar», en particulares ocasiones, a los ciudadanos a determinadas prestaciones personales, una especie de obligación de servicio18. De estas observaciones se comprenderá lo complejas que resultan las palabras de Jesús. Se pueden interpretar como un desacuerdo con los zelotes, que rechazaban estas prestaciones personales. Pero contienen, sobre todo, una dimensión cristológica. Nos llaman a todos nosotros a ser Simones de Cirene en el via crucis de Jesús, en todos los siglos de la historia. A mí me parece que aquí (a pesar de las discusiones exegéticas sobre el derecho y los límites de interpretaciones similares) viene a la luz el verdadero núcleo del ágape cristiano, su verdadera esencia: prestación de servicio a Cristo que ama y sufre, tomar de él la «obligación de servicio» de los hermanos más pequeños en quienes él mismo sufre, para llevar junto con él el yugo de su sí. En esta prestación de servicio al recorrer juntos «dos millas» de su camino, descubriremos finalmente que su yugo, en apariencia tan pesado y opresor, es en realidad el peso del amor, que de yugo se convierte en alas de ligero vuelo. Descubriremos la verdad de sus palabras: mi yugo es suave y mi carga ligera (Mt 11,30)19

.

18 W. Bauer, Wörterbuch zum NT, Berlin 1958 (angareio); E. Schweizer, Das Evangelium nach Matthäus, NTD, Göttingen 1981, p. 79. 19 A propósito de esta reflexión resultan muy interesantes los pensa- mientos de Agustín en su sermón «Un hombre tenía dos hijos» (parábola del hijo pródigo). «"Él corrió a su encuentro y lo abrazó": es decir le puso su brazo en torno a su cuello. El brazo del padre es el hijo: le concedió llevar a Cristo; un peso que no oprime, sino que aligera. "Mi yugo es

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suave y mi carga ligera". Dejó caer su carga so- bre el que estaba de pie, y "cargando" sobre él le impidió caer de nuevo. Así de ligera es la carga de Jesús, que no sólo no oprime, si- no que aligera... es bueno que tú lo lleves, a fin de que se te aligere la carga; si lo dejas, entonces sí te verás duramente oprimido... Qui- zás se pueda encontrar un ejemplo donde podamos ver físicamente lo que pretendo decir. Observad a los pájaros. Cada pájaro tiene dos alas... ¿Crees que siente su peso? Si le faltan las alas, caerá; cuanto menos el pájaro soporte el peso de las alas, tanto menos volará... Cuando el padre deja caer el brazo sobre el cuello de su hijo, es para levantarle, no para hundirle. ¿De qué forma sería capaz el hombre de llevar a Dios sino en el sentido de que es realmente Dios quien lleva al hombre?» en (J. Morin, S. Augustini sermones post Maurinos reperti, Roma 1930. S. Caillau II, 11, p. 256-264.

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Epílogo Dos Homilías sobre fe y amor

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I: «¿Que tengo que hacer para heredar vida eterna?» (Homilía sobre Lc 10, 25-37)

El diálogo entre Jesús y el doctor de la ley trata una cuestión que nos afecta a todos: ¿Cómo podemos vivir justamente? ¿Qué debo hacer para que mi ser de hombre llegue a su realización? No es suficiente ganar dinero: uno puede ser muy rico y sin embargo pasar junto a la vida auténtica, haciéndose a sí mismo y a los que le rodean personas desgraciadas. Uno puede ser poderoso, pero destruir más que construir con este poder. ¿Cómo, pues, puedo aprender a ser hombre? ¿Qué hace falta para ello?

El doctor de la ley en su pregunta menciona ya un presupuesto en el que hoy ya no pensamos: para que esta vida llegue a su plena realización, debo ir en contra de la vida eterna. Debo reflexionar sobre el hecho de que Dios ha pensado una tarea para mí en el mundo y que un día me pedirá cuentas de lo que yo he hecho de mi vida. Hoy muchos afirman que la idea de la vida eterna impide a los hombres hacer lo que es justo en este mundo. Pero es precisamente lo contrario: si perdemos de vista el criterio de Dios, el criterio de la eternidad, entonces permanecerá como línea-guía únicamente el egoísmo. Entonces cada uno intentará acaparar todo lo que pueda de la vida misma. Entonces considerará a todos los otros como enemigos de la propia felicidad, amenazadores y ladrones; la envidia y el deseo marcharán en primera línea y envenenarán al mundo. Si, por el contrario, construimos nuestra vida de forma que pueda estar firme ante los ojos de Dios, entonces se hará visible, también para los otros, un reflejo de la bondad de Dios. Esto es un primer criterio: no vivir para sí mismo; vive bajo los ojos de Dios, vive de forma que él pueda mirarte y

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que un día tú puedas ser bienvenido a la eterna compañía de Dios y de sus santos.

Por tanto, en la cuestión del doctor de la ley se contiene ya la verdadera respuesta que después él mismo se da: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente. Y a tu prójimo como a ti mismo» (10, 27). Lo primero debiera ser que Dios esté presente en nuestra vida. No saldrán las cuentas de nuestra vida si dejamos fuera a Dios; en ese caso todo serán contradicciones. Por tanto, debemos creer en Dios, pero no sólo teóricamente; debemos considerarlo como la realidad más real de toda nuestra vida. Él debe, como dice la Escritura, penetrar en todos los estratos de nuestra vida y llenarla completamente: el corazón debe saber de él y dejarse alcanzar por él; el alma, las energías de nuestro querer y decidir, la inteligencia, el pensamiento. Él debe estar presente en todo momento. Y nuestra relación de fondo con él mismo debe llamarse amor.

Esto a veces puede resultar muy difícil. Puede suceder, por ejemplo, que un hombre esté enfermo o impedido. A otra persona la pobreza le hará la vida insoportable. Otro perderá las personas, de cuyo amor dependía toda su vida. Las desgracias pueden ser múltiples. Entonces es grande el peligro de que el hombre se amargue y diga: Dios no puede ser bueno, pues si lo fuera no se habría comportado conmigo de esta forma. Si Dios me amase, me habría creado de otra forma y me habría dado otras circunstancias existenciales.

Una tal rebelión contra Dios es muy comprensible, pues en esos momentos parece casi imposible el amor de Dios. Pero quien se abandona a una rebelión de ese tipo está envenenando su propia vida. El veneno del no, de la rabia contra Dios y contra el mundo que le devora desde dentro. Pero Dios nos está exigiendo, por decirlo así, un anticipo de confianza. Nos está diciendo: sé que ahora tú no me

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comprendes, pero confía en mí a pesar de todo; cree que soy bueno y ten el valor de vivir en esta confianza. Entonces reconocerás que precisamente así te he hecho bien. Existen múltiples ejemplos de santos y de grandes hombres que han tenido el valor de esta confianza y que, precisamente así, en la mayor oscuridad han encontrado la verdadera felicidad: para sí mismos y para otros muchos.

Para una vida feliz es preciso, por tanto, un entendimiento íntimo con Dios, sólo si esta relación de fondo funciona bien, las otras relaciones podrán ser justas. Por eso es importante aprender a lo largo de toda una vida y desde la juventud, a pensar con Dios, a sentir con Dios, a querer con Dios, de modo que desde aquí surja el amor. De esa forma el amor se convierte en el elemento de fondo de nuestra vida. Estamos hablando del amor del prójimo, por supuesto. Porque si el elemento de fondo de mi vida es amor, entonces también mi relación con el prójimo, que Dios ha puesto en mi camino, podré vivirla a partir de la aceptación, de la confianza, de la afirmación y del amor. La Sagrada Escritura adopta para descripción del amor del prójimo un modo de decir muy sabio y profundo: «amar como a ti mismo». No exige un heroísmo aventurado y falso. No dice: debes negarte a tí mismo y existir únicamente para el otro, debes olvidarte de ti, o cosas parecidas. No, sino: como a ti mismo. Ni más ni menos. Una persona que no esté en paz consigo misma no será tampoco buena para los otros. El amor verdadero es justo y nos conduce a amarnos como a miembros del cuerpo de Cristo. A sí mismo como a los otros. Liberarse de la falsa perspectiva con la que todos nacemos, como si el mundo girase en torno a mi yo. Todos nosotros debemos aprender a hacer por medio de la fe una especie de giro copernicano. Copérnico descubrió que no es el sol el que gira alrededor de la tierra, sino que es esta tierra junto con los otros planetas la que gira en torno al sol. Cada uno de nosotros se ve a sí

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mismo, al principio, como una pequeña tierra en torno a la que todos los soles deberán girar. La fe nos enseña a salir de este error y a entrar junto con todos los otros, por decirlo así, en la danza del amor en torno al único centro, en torno al centro que es Dios. Únicamente si Dios existe, sólo si él es el centro de mi vida, solamente entonces será posible este «amar como a mí mismo». Pero si él existe, si se ha convertido en mi centro, entonces es posible también llegar a la interna libertad del amor.

En teoría el doctor de la ley del evangelio de hoy lo sabía todo esto muy bien. ¿Por qué, pues, se lo pregunta al Señor? El evangelio nos dice que le quería tentar, le quería poner en un aprieto. Su segunda pregunta, sin embargo, nos hace ver que él mismo no estaba muy satisfecho de la relación recíproca en que se encontraban teoría y praxis en su propia vida. En efecto, en su tiempo —en el tiempo de Jesús— existía una fuerte controversia sobre la praxis justa del amor al prójimo. El buen hombre quería, evidentemente, enredar a Jesús en esta controversia y así quitarle simpatías, aún sabiendo que la respuesta teórica no se cuestionaba. Con la parábola (la del buen samaritano) Jesús responde a la controversia viva en el Israel de su tiempo.

Estaba, en primer lugar, el grupo de los combatientes que militaban por el reino de Dios, llamados los sicarios, que se habían agrupado en torno a Judas el galileo. Eran guerrilleros que buscaban el reino de Dios con la guerrilla armada. Se podría pensar que los ladrones que asaltan al hombre camino de Jericó pertenecían a los sicarios. Para ellos la violencia era el medio del amor, a fin de provocar la llegada del futuro reino. Después estaban los fanáticos religiosos, los zelotes, que deseaban la restauración de la religión pura con todos los medios, incluidos los violentos. Estos y otros grupos similares tenían en común una confianza total en la estructura, y en ella depositaban todo su amor.

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Para ellos amor era cambiar el mundo de modo que se convirtiera en reino de Dios. Con esta máxima en su corazón podían atacar a otros, o al menos pasar junto a ellos y abandonarlos. Sin embargo el samaritano aparece sin teoría alguna. Es su corazón quien le sugiere lo que es el amor: aquí y ahora ayudar al necesitado con todo lo que tengo y poseo. Actuar con él como si fuera yo mismo.

Y así la respuesta de Jesús a la controversia de las teorías es completamente práctica: el amor del prójimo debe ser realmente amor del prójimo, amor por el prójimo; su esencia consiste precisamente en el hecho de no diferir el bien en un futuro, sino que en total proximidad hago lo que puedo hacer. La violencia no puede ser un medio del amor, y tampoco la indiferencia. El amor no debe tener miedo. Quizás el sacerdote y el levita, independientemente de las teorías, solamente tenían miedo de que les pudiera ocurrir algo, y por eso pasaron deprisa junto a aquel lugar siniestro. La parábola nos enseña que no son las grandes teorías las que salvan al mundo, sino el valor del acercarse, la humildad que sigue a la voz del corazón, que es la voz de Dios.

La parábola intenta, pues, hacer nuestro corazón vigilante, para que aprendamos a ver dónde hay necesidad de nuestro amor. A base de hablar del amor del prójimo hemos llegado, y no pocas veces, incluso a «mordernos y devorarnos mutuamente» (Gal 5,15). Discutimos acerca del amor y nos hemos hecho incapaces de darnos cuenta de lo que está cercano a nosotros, del prójimo que nos necesita. Pidamos al Señor que despierte nuestro corazón para que podamos ver. Porque solamente así comprenderemos lo que significa: ama a tu prójimo.

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II: La mirada pura y el buen camino (Homilía de la festividad de San Enrique, emperador)

La Iglesia celebra hoy la fiesta de San Enrique, que desde 1002 a 1024 fue emperador del Sacro Imperio Romano, y por tanto el hombre más poderoso de la Europa de su tiempo. Fue declarado santo porque puso su poder al servicio de la verdad y del bien; porque supo reconocer el poder como deber y servicio. Por eso le podemos venerar, aunque no parezca ser el mejor modelo de quien aprender, debido a la gran distancia que hay entre las situaciones de su vida y las nuestras. El problema de la mayor parte de nosotros no está en la justa relación con el poder, sino en llegar a ser señor de nuestra

impotencia. Y si él tuvo que luchar para no dejarse deslumbrar por la riqueza, la mayor parte de los cristianos en esta tierra deben procurar, para que en su pobreza puedan mantener libre la mirada hacia Dios.

Y así este santo parece a primera vista muy lejano de nosotros. Pero la oración de hoy de la Iglesia traduce su vida en un camino que nos afecta a todos. Los puntos de partida son diversos, ciertamente, pero la dirección es la misma. La oración de la Iglesia extrae, por decirlo así, de la multiplicidad de sucesos externos el íntimo hilo conductor y nos indica el camino a todos nosotros. Intentemos entender paso a paso algunas de sus enseñanzas.

En primer lugar esta oración habla del hecho de que San Enrique poseyó la plenitud de la gracia. Lo que tenía, lo que era, no lo tenía por sí mismo: le había sido regalado, era gracia, y por tanto era también responsabilidad, que debía llevar ante Dios y ante los otros. Si bien nuestra vida sea completamente distinta, sin embargo, vale lo mismo para nosotros: todo lo esencial de nuestra vida se nos ha dado sin

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nuestra colaboración. El hecho de que yo viva no se debe a mi esfuerzo; el hecho de que haya personas que me han introducido en la vida, que me han hecho sentir el amor, que me han dado la fe y abierto la mirada hacia Dios, todo eso es gracia. No habríamos podido hacer nada si antes no se nos hubiera dado.

En este momento se precipitan en nosotros las preguntas: ¿Acaso es justo Dios con sus dones? ¿Por qué da a uno tanto y a otro tan poco? ¿Por qué para uno todo se convierte en una carga pesada y para otro todo parece que le sea favorable? Mientras nos devanemos los sesos con semejantes preguntas, no llegaremos nunca a vislumbrar la verdad. No sabemos cómo van las cosas en el corazón del otro; conocemos únicamente pequeños sectores de la totalidad de lo real y seríamos, por tanto, muy irracionales en nuestras reflexiones si quisiéramos, con lo poco que sabemos, juzgar todo el mundo. Por ejemplo, ¿cómo podemos saber que para el emperador Enrique el poder significó también felicidad? ¿No podría ser que el poder hubiera sido un terrible peso para él ante la magnitud de las decisiones en que se encontraba? Podemos hacernos una ligera idea de lo difícil que fue en su alma el destino de no tener hijos, y los historiadores nos han transmitido los tormentos y dolores que por muchos años tuvo que sufrir con su enfermedad. Y así, también él, tuvo que aprender que la gracia de Dios con frecuencia es oscura, pero que se encuentra precisamente en el dolor.

La gracia es por tanto una cosa muy especial: no se la puede medir como se cuenta el dinero o se calcula el patrimonio. Hay que aprender a reconocerla como gracia en la vida y en el dolor, en el hablar cotidiano con Dios. Dios se nos anticipa siempre con su gracia, y en cada vida existe lo bello y lo bueno, y lo podemos reconocer fácilmente como gracia, como rayo de luz de la divina bondad, si tenemos

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abiertos los ojos de nuestro corazón. Y si nosotros hacemos esto, si hemos conocido primero a Dios en su bondad, entonces podremos también aprender que Dios nos precede siempre como gracia, y que su pensamiento es bueno para con nosotros. Así este santo nos puede animar, en primer lugar, a buscar la gracia, y a confiar en Dios, incluso cuando no le comprendemos .

En la siguiente proposición la oración nos dice que Dios ha orientado admirablemente a este santo desde la preocupación del poder terreno hacia las cosas superiores. Para quien rece, es ya una especie de milagro, cuando uno, atareado en las preocupaciones de un gran imperio, aún puede darse cuenta de la existencia de algo más alto, y encuentra todavía la fuerza de levantarse y de mirar a esa realidad superior.

Para nosotros la situación no es esencialmente distinta. ¿Acaso no nos parece la preocupación por la vida diaria tan importante, que no encontramos tiempo para mirar más allá? Nos preocupamos por la comida y por la vivienda, por nosotros mismos y por las personas que nos rodean; la profesión, el trabajo; está la responsabilidad por la sociedad en general, para que sea cada vez mejor, para que cesen las injusticias y todos podamos comer el pan en libertad y en paz. ¿No es lo suficientemente importante todo esto como para que las otras cosas nos parezcan no significativas? ¿Acaso no es todo esto lo más importante? Cada día más se extiende la opinión de que la religión es perder el tiempo y que sólo la acción social representa un modo de actuar eficaz para el hombre.

Hoy parece también un milagro el hecho de que nos dejemos orientar hacia cosas superiores. Gracias a Dios, aún hoy se da este milagro. Un obispo amigo mío me ha contado que con ocasión de un viaje a Rusia se le dijo que en este país hay un 25% de creyentes y un 13% de ateos; el resto, es decir

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la mayor parte, serían «buscadores». Resulta impresionante. Setenta años después de la revolución, que ha definido la religión como superflua y engañosa, existe un 62% de gente preocupada, que experimentan interiormente la existencia de algo superior, aunque no lo conozcan todavía. Las cosas terrenas van bien sólo cuando no olvidamos las superiores: no podemos perder el camino justo que distingue al hombre. No podemos mirar sólo hacia abajo; debemos levantarnos y mirar hacia arriba, sólo entonces viviremos justamente. Debemos insistir en la busca de cosas mayores y convertirnos en una ayuda para quienes intentan levantarse y encontrar la verdadera luz, sin la que todo es tiniebla en el mundo.

Finalmente las dos afirmaciones, en las que se refleja la vida de nuestro santo, desembocan en una invocación: Quiera Dios concedernos lo que se le ha dado a él; en el sucederse de las cosas de este mundo nos conceda caminar, andar con rapidez hacia Dios con un sentimiento puro. Hay que considerar aquí tres elementos. Por una parte está la multiplicidad de las cosas terrenas. Son las preocupaciones y los deberes, desde la mañana a la noche, que llenan nuestra mente y nuestro corazón, y nos siguen durante el sueño. Entre todo esto está también la ola de transformaciones en la que estamos envueltos; las imágenes que se precipitan incesantemente, y todos los pensamientos y las opiniones con las que el mundo nos acomete. Al poder opresor de esta multitud la oración opone otros dos elementos: la mirada pura y el camino dirigido a la meta. No son fáciles de alcanzar ni uno ni otro. Porque ¿quién puede, todavía hoy, alzar la mirada a través de la multitud de experiencias y de imágenes, de ideologías y de opiniones dominantes? ¿Quién puede darse cuenta de lo que es justo en la enormidad cada vez mayor del saber y de las contradicciones de los especialistas? Solamente Dios nos lo puede conceder, y por

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eso ésta es una oración a Dios, en quien converge todo lo demás.

Solamente Dios nos puede procurar una mirada pura; sólo él puede liberarnos del desconsuelo del escepticismo y hacernos ver la verdad a través de _toda la confusión. La mirada pura e idéntica con la fe, que nos dice lo que es decisivo y esencial en la impenetrabilidad de las cosas de este mundo. Pero conservar la fe y, así, ver la justa dirección es hoy, como en todo tiempo, y quizás más que en ningún momento, una gracia que debemos invocar a Dios.

La segunda oración, la del camino hacia la meta, que es Dios, se evidencia por sí misma después de todo lo que llevamos dicho. La fe permanece estéril si no es una fe viva. Ciertamente puede suceder que alguien adquiera la intuición de la fe, pero que espere en adecuar su vida a ella para otro momento. Pero la fe no se puede posponer. La fe es siempre actual. Por eso la oración nos recuerda que debemos «apresurarnos» ante Dios. «Nada se puede anteponer a la obra de Dios»: así se expresa esta urgencia de la fe en la regla de San Benito. Tampoco esta postura la acepta fácilmente un hombre, agobiado por las inquietudes de cada día. Hace falta un paso ligero y enérgico que no nos deje distraer de la meta.

Si hubiéramos tenido que componer la oración nosotros mismos, habríamos expresado otras peticiones: que nos vaya bien este o aquel asunto, que se nos ahorre algún mal que nos amenaza, o cosas parecidas. También el santo emperador Enrique habría hecho lo mismo con respecto a otros temas; encontrar la decisión justa ante un problema, superar ciertos obstáculos, conducir a buen fin un determinado proyecto, etc., etc. Todos estos intereses están justificado, los podemos, sin más, presentar ante Dios. Pertenecen a las «cosas mutables de este mundo». Son importantes para nosotros, por supuesto; pero no son lo único ni lo definitivo. Estas cosas no nos pueden absorber hasta el

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punto de perder la mirada pura, la mirada por la verdad que nos vincula a todos, y el camino justo, el camino que nos conduce hacia Dios.

Así esta oración, a partir de la personalidad de San Enrique, nos recuerda lo esencial de nuestra vida. Nos exhorta a no precipitarnos en nuestras cosas particulares, sino a mirar a la meta y a ser, al mismo tiempo, útiles a los demás, ya que cada persona, que ve la verdad y la hace suya, ayuda al otro y ayuda al todo: para que Dios permanezca visible en el mundo y el mundo continúe en movimiento hacia él; esto es lo más importante y necesario de todas las cosas, el presupuesto de todos los otros bienes. Y por esto hemos de rezar. Amén.