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Cuento.
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jp_2009
Mouriño llegó hasta la puerta de ese edificio en Barracas sin lograr que las
dudas lo abandonaran del todo. Entonces, ahí, en la puerta, fue peor, porque el
edificio parecía de cuarta, de décima, en fin, difícil de calificar.
Tocó el timbre del departamento correspondiente, y alguien le abrió sin siquiera
preguntarle quién era. ¡Funcionaba el portero eléctrico! Ya se había olvidado del
sonido que hacían. Era como si allí no hubiera nada de valor para robar. A la inversa,
parecía más bien que el visitante sería robado apenas ingresara.
En todo caso, ahí tenía que estar él, no se había equivocado, era el lugar donde
Rivera lo había mandado. Y no podía dejar de confiar en Rivera.
Por supuesto: el ascensor no funcionaba. Por supuesto: no había ningún portero
(encargado) a la vista. Esto último, sin embargo, era lo más conveniente. Subió por
las escaleras hasta el cuarto piso y buscó el departamento “C” (había muchos por
piso, una pajarera). La puerta no estaba abierta pero se abrió, sola, apenas él estuvo
enfrente, antes de que tocara el timbre, que probablemente no funcionara. Quiso
buscar dónde estaba la cámara, pero desistió; tenía que entrar.
El departamento era de un solo ambiente, pero bastante grande, hasta donde
podía ver, porque la persiana de la única ventana estaba subida a medias, ladeada,
como si tampoco funcionara. Tardó en acostumbrarse a la media luz, pero cuando lo
hizo vio a quien tenía delante y no lo pudo creer.
—Buenas tardes —dijo, torpemente, para disimular— Yo soy...
—Shhhh. No diga nombres, por favor.
La voz sonaba desganada en general, pero el “por favor” fue decididamente
despectivo.
La voz, esa voz, venía de un ente difícil de describir. Por momentos parecía un
chico; por otros, un viejo al que una extraña enfermedad lo hiciera parecer mucho
más joven. Un adolescente, pensó Mouriño, es un adolescente de mierda. Aun
teniendo en cuenta que la adolescencia, hoy por hoy, se prolonga hasta los treinta, la
comprobación era desoladora. Treinta, tiene por lo menos treinta, pensó, deseó, se
consoló Mouriño.
—Perdón —dijo.
—Es peligroso. —La voz ahora era condescendiente, pero siempre desganada,
monocorde—. Yo sé quién es usted, usted sabe quién soy. Listo.
El ser que tenía adelante estaba en una silla de ruedas destartalada, rodeada de
aparatejos cuya finalidad no se podía adivinar a primera vista (Mouriño no podía).
Por lo visto, y esto iba a confirmarlo a lo largo de la entrevista, la movilidad del
sujeto era casi nula, se reducía a una mano y un antebrazo retorcidos, como
atrofiados, que manejaban un, ¿cómo se llama?, un mouse, con una rapidez
inverosímil. Pero no nos adelantemos.
—¿Peligroso? —Mouriño quiso sonar seguro, aplomado, un poco irónico. No
logró ninguna de esas cosas.
La cosa semihumana encogió los hombros, o hizo el remedo correspondiente
(bastante encogida estaba ya).
—Seguramente habrá oído el dicho “las paredes oyen”, ¿no? Una boludez.
Bueno, ahora todo oye. Todo oye, todo ve, todo registra y todo queda registrado.
Dejémoslo ahí.
Mouriño asintió. Mejor. Estaba de acuerdo. A otro tema. El escaso aire de la
habitación (al que llamar “viciado” hubiera sido hacerle un favor) ya lo estaba
mareando. Trató de dejar de mirar al engendro y distraerse un poco con lo que lo
rodeaba. Para qué.
—También sabrá quién me manda.
—Claro. Un amigo mutuo, digamos. Una referencia segura.
La habitación (que no era tan grande como le había parecido al principio desde
la puerta) casi no tenía muebles. Su anfitrión estaba sentado en un escritorio
abarrotado de... cosas de computación. Él, Mouriño, sólo distinguía bien una variedad
de los llamados “monitores”, esas pantallas como de televisión. Pero hasta él,
Mouriño, se daba cuenta de que eran antiguallas; justamente, hacía poco, uno de sus
hijos, el mayor, le había pedido de regalo un “monitor plano, LCD”. Acá no había
nada como eso (que buena guita le había costado). La mayoría de las pantallas eran
en blanco y negro, a lo sumo una tenía letras de un color amarillento, y otra, verdes.
Después, alrededor de esos cosos que Mouriño podía identificar mejor, se
desparramaba infinidad de recipientes de lata abiertos, como destripados, de los
cuales salía un cablerío infernal. La media luz apenas dejaba ver qué había adentro de
esas latas, pero parecían más latas, más cables, más chirimbolos de todo tipo,
cubiertos de una gruesa capa de polvo gris oscuro. Hasta las paredes estaban forradas
de estantes con este tipo de artefactos: latas y más latas, conectadas entre sí y con la
que el hombrecillo tenía entre manos, por así decir. Ah, gabinetes, las llamaban. Sí,
claro, su otro hijo...
—Y sé a qué viene. Así que podemos abreviar. Digo, si ya terminó de
inspeccionar mi oficina.
¡Oficina! Mouriño, sin saber por qué, se sobresaltó al oír esa expresión. Esa
habitación, más que una oficina, parecía el sótano de un edificio abandonado, un
escenario de cine mudo, una sala de máquinas del infierno.
—Perdón —volvió a decir, y se mordió los labios—. No quise ofender.
Comprenderá que todo esto me resulta un poco extraño.
—No era lo que esperaba, querrá decir. Su amigo, nuestro amigo, no le dio
detalles. Es lo correcto, ya lo hablamos.
—Sí, claro... No, no quise decir eso. Me refiero a que yo soy de otra época,
prácticamente no uso computadoras.
El humanoide lanzó una de sus risitas salivosas, de esas que luego Mouriño
recordaría hasta en pesadillas.
—¡Computadoras! No usa... Muy bueno, muy bueno —cuando dejó de reír se
puso serio de golpe, teatralmente, y agregó—: Hace bien.
—Claro, de vez en cuando es inevitable, por el trabajo. Mis hijos tienen. A veces
me quieren enseñar, pero ya estoy grande, no es fácil. Ellos, insisten, me dicen: “Pa,
si no tenés computadora no existís...” A mí me parece exagerado, pero a lo mejor
tienen razón.
—“Si no tenés computadora, no existís” —volvió a repetir el muchacho, con
otra risa gorgoteante—. Buenísimo. Pero no les haga caso. ¿Quiere tomar algo?
Mouriño se negó. No quería ofender al tipo, pero menos quería verlo deslizarse
con su monstruosa silla hacia algún lado que pudiera considerarse una cocina y
traerle quién sabe qué. ¡O que lo mandara a él a buscarlo!
—Vamos a lo nuestro, entonces.
Mouriño suspiró, aliviado momentáneamente, aunque ya sospechara que no todo
iba a ser tan fácil. Abrió su maletín y manoteó una carpeta.
—Acá le traje algunos datos de... la persona ésta... que...
—¡Eh!
El grito lo sobresaltó (a Mouriño). Ni se le hubiera pasado por la cabeza que esa
voz casi desfalleciente pudiera llegar a ser tan estentórea, como se dice, aunque fuera
en una mínima, pero expresiva, interjección.
—¿Datos? ¿Usted me trajo datos a mí?
Ahora reía entre dientes, con malevolencia.
—Sí, datos, datos. Si no, ¿cómo...?
—¿Cómo qué?
—Cómo... A ver si nos entendemos.
—Nos vamos a entender si me escucha a mí —dijo el homúnculo—. Lo único
que necesito es el nombre y un número que esté asociado a ese nombre. Documento
de identidad, por ejemplo. Es lo ideal. No siempre se consigue. Nada más. Porque
hay nombres repetidos, ¿no? Yo, por ejemplo, me llamo Juan Pérez.
Ahora se reía a todo trapo, o por lo menos parecía que eso estaba queriendo
hacer. ¿Pero cómo?, pensó Mouriño, ¿no era que no había que dar nombres? Después
se dio cuenta de que era una broma y, también, de que de ahí salía esa “dirección de
correo electrónico” que Rivera le había dado para contactar al tipo: jp_2009. Por
suerte no se lo contó a nadie pero él, Mouriño, lo había asociado con algo político: jp,
JP, Juventud Peronista. ¿Todavía existía la Juventud Peronista? Sin ir más lejos, con
Rivera se habían conocido ahí, hacía ya tantos años. Menos mal que no le dijo nada a
Rivera. Lo iba a cargar, a mandar a la mierda.
—Bueno, qué quiere, entonces.
—Ya le dije: un nombre y un número. Escríbalos en un papel, abajo de mi
escritorio, lo dobla y me lo da. Ah, de paso escríbame también su nombre y un
número asociado.
Mouriño hizo lo que el monstruito le pedía, refunfuñando para sus adentros:
“Mucha computadora, mucha computadora, pero al final tengo que escribir un
papelito de mierda.” Garrapateó los dos nombres en un papel, debajo de eso que el
otro había llamado “escritorio” (también en broma o sin una pizca de autocrítica,
cómo saberlo).
—Ahá, gracias —murmuró, cuando Mourinho le entregó el papel,
obedientemente doblado.
Con esa rapidez suya, asombrosa, manipuló el mouse unos segundos. Casi no
miraba la pantalla. Cada tanto, apuntaba sus ojitos legañosos a Mourinho, que se
estaba impacientando. Al rato, de un aparato blanco sucio, ruidoso, que estaba en un
costado, y que Mourinho no habría distinguido de las otras “latas”, empezaron a salir
unos papeles largos, troquelados, con bandas agujereadas a los costados.
—¿Qué le parece? —le preguntó el hombrecito—. Una impresora de matriz de
puntos Epson LX810. Tiene como veinte años y todavía funciona perfectamente. Un
fierro. Ya no se hacen.
Ante la falta de respuesta de Mourinho, que no había entendido nada, el pibe
largó como un bufido de descontento y le fue alcanzando la ristra de papeles. Al
principio, tampoco entendió nada de esto. Después se dio cuenta: allí, en esos papeles
amarillentos (“formularios continuos”), había más datos sobre la persona cuyo
nombre él había escrito debajo del escritorio. Más datos... es un decir. Estaban todos
los datos. Cosas que ni él sabía. Y que quizás el mismo “interesado”, como se dice,
tampoco sospechara.
Y eso no fue todo. El hominoide, en un punto, había cortado la tira de papeles en
dos partes. Mourinho empezó a mirar la segunda. Era sobre él.
—¿Qué es esto? —farfulló.
—Usted.
Mourinho, nervioso, se hizo un lío con el toco de papeles, pero alcanzó a ver
cosas muy concretas. Un currículum suyo, cuentas bancarias compartidas con su
mujer y otras de él sólo, información sobre sus hijos (de la escuela, del psicólogo).
Cuando llegó a ciertos e-mails de Sonia, su secretaria privada, sintió que se le secaba
la boca desagradablemente.
—No lo tome a mal, amigo. Por un lado, quería demostrarle lo absurdo de que
usted quisiera darme datos a mí... Soy un profesional, aunque no lo crea. Por otra
parte, comprenderá que de alguna manera tengo que cubrirme. Aunque me pagara
todo el trabajo por adelantado, cosa que no le pido en absoluto, ya lo sabe, nunca
estaría de más conocer algunos datos suyos, por si las moscas. No es que desconfíe,
pero la gente a veces tiene ideas raras, qué sé yo.
—Pero ¿de dónde saca todo esto?
El baldado parecía a la vez impaciente ante la ignorancia de su cliente y deseoso
de demostrar su propia sabiduría. Es un adolescente, se repitió Mourinho. Dios mío.
—Oyó hablar de Internet, ¿no?
—Bueno, sí, tan desactualizado no estoy. Ya le dije que...
—No, no, no tiene ni idea. Usted habló de computadoras. Está bien. Pero las
computadoras no existen. A ver..., no soy claro. ¿Cómo le explico?
Mourinho tenía ganas de agarrar un cable de ésos y estrangular al enano maldito,
pero se contuvo. Aparte, hay que reconocerlo, estaba bastante impresionado todavía
por lo que había visto de sí mismo. Sí: datos que ni él conocía o no recordaba, no
quería recordar.
—Digamos que, desde que existe Internet, lo que antes llamábamos
computadoras, ordenadores, o como usted quiera, ya no son eso.
—¿Y qué son?
—Armas.
¿Lo estaba cargando? De pronto, Mourinho se dio cuenta de que estaba en el
lugar correcto. Todo cerraba. Todavía no entendía ese todo, pero ya estaba seguro de
que Rivera, cuándo no, había acertado. Ése, quién diría, era el tipo que necesitaba.
—¿Armas?
—Sí, ni más ni menos. Podemos adornar la palabrita, explicarla, darle vueltas.
¿Para qué? Es eso. ¿Usted sabía que Internet empezó como un proyecto militar?
—Nnnoo.
—Bueno. En realidad, nunca dejó de serlo. Sólo que ahora se ha ramificado, se
ha hecho... más compleja, digamos. Por eso, una vez que usted conecta su
“computadora” —hizo el signo de comillas, pero sólo con sus dedos torcidos de la
mano derecha—, y aunque no lo haga, ya está metido en eso, y eso está metido en
usted. De hecho, todo lo que usted hace, y en cierto sentido todo lo que usted es, está
allí, en la red. Es cuestión de saber acceder a eso y usarlo de determinada manera. Ése
es mi trabajo. ¿O no vino a contratarme para eso?
Mourinho suspiró.
—Sí, claro.
—¿Está arrepentido?
Mourinho sacudió la cabeza con la mayor vehemencia que pudo lograr.
—¿Se pensó que porque soy un inválido no puedo... hacer lo que usted necesita?
—No, no...
—No se preocupe, estoy acostumbrado. Riv... —el hombrecito se puso colorado
—, nuestro común amigo le habrá dicho cuánto cobro y, cuando llegó acá, usted
pensó que le habían hecho una broma.
—Le juro que no. Es que yo en todo esto soy nuevo, ya le dije, no entiendo un
carajo. Nuestro amigo no me adelantó nada, lo voy a matar... Perdón, es una manera
de decir —Mourinho miró a su alrededor como buscando micrófonos y hablando con
los que estuvieran escuchando...—. Sólo me aseguró que usted era cien por ciento
efectivo, y yo no tengo por que no creerlo.
—Pero aún duda.
Mourinho suspiró. ¿Qué quería, al final, este monstruito?
—Solamente me pregunto, por curiosidad no más...
—Cómo lo hago. Cómo lo voy a hacer, en su caso.
Asintió apenas.
—Sí. No. Ahora no sé si quiero saberlo. No sé si debo, o si puedo.
—Por supuesto que no debe ni puede. No le conviene. Lo que quiera es cosa
suya.
Mourinho agachó la cabeza, en señal ya no de asentimiento sino de sumisión.
—Mitad antes, mitad después. Estoy en sus manos.
—Bueno, bueno, no se ponga así. Lo que puedo hacer, para se quede más
tranquilo, es contarle las formas en que se puede hacer lo que usted quiere que haga.
¿Entiende? Como si fuera un cuentito. No implica nada, no nos comprometemos.
Mourinho ya no tenía fuerzas como para oponerse a esa conjunción de
genialidad y locura que el baldado representaba ahora para él. Se le ocurrió que, si
verdaderamente alguien los estaba escuchando (y esto, que antes descartó como
paranoia, ahora le volvía como certeza), todo lo que “Stephen Hawking” dijera era
comprometedor para ambos, aunque no lo personalizara. Ya no sentía curiosidad,
sentía una parálisis moral.
—Por ejemplo. Se pueden rastrear con bastante precisión las características
psicológicas de una persona. Si alguna vez hizo un test para entrar a un trabajo, si va
al psiquiatra, si consulta páginas web sobre psicología. ¿Es un depresivo, un potencial
suicida? ¿Cómo tomaría ciertas noticias extremas? ¿Y si de repente perdiera todo el
dinero de sus cuentas bancarias? ¿O su trabajo? ¿O a su novia? Usted dirá: cómo
puede estar seguro de que se va a suicidar. Créame, se puede, con bastante
aproximación. Y, si no, probar no cuesta nada, ¿no?
El jorobado de Notre Dame no podía ocultar su diversión.
—Lo mismo si es cardíaco. Imagínese. Un recurso demasiado fácil..., casi
pornográfico. Una variante más meritoria: si encarga medicación on line,
cambiársela. ¡Ésa es buena!
Se reía histéricamente. Hizo un esfuerzo (inútil) para serenarse.
—Más complicado: buscarle enemigos. O creárselos. ¿Es amante de alguien?
Que se enteren el marido violento, la mujer celosa. Hasta pueden encargarle el trabajo
sucio a otro, subcontratar... En este país, te matan por dos pesos. Una obra de arte:
¿sabía que se trafica mucha merca por la red? ¿Y si los pagos grossos no llegan nunca
a destino? Esa gente no se anda con chiquitas.
Mourinho quería pararlo, pero no sabía cómo hacerlo.
—Otra buena, pero un poco cruel: difundir el identikit, truchado, de un violador
de niños. ¿Quién no va a querer hacer justicia por mano propia? ¿O acaso hay otra?
Se sorprendería de saber cuántos acusados de violación se suicidan, o los suicidan en
la cárcel.
Al “discapacitado” se le había soltado la cadena. En cualquier momento iba a
confesar qué había hecho él exactamente. O que había hecho todo eso alguna vez.
Mouriño prefería no saberlo, no oír nada más, no estar ahí.
—Algo más barroco. ¿Recuerda? “¿Dónde se oculta mejor un cadáver? En un
campo de batalla.” ¿Sabe que la mayoría de los subtes y los trenes tienen un sistema
de señales computarizado? ¿Y que se puede averiguar el trayecto de la persona con
toda exactitud, si tiene una tarjeta magnética de esas que sirven para viajar?
Emitió una risita incalificable.
—Bueno, no seamos tan drásticos. También los autos vienen ahora con una
computadora central. Informan si tiene combustible, la presión de las gomas, cómo
andan los frenos... Qué seguridad, ¿no? Salir a la ruta, poner la 4x4 a 180, 200, qué sé
yo. ¿Vio que inestables son esas cosas?
—Bueno, ya entendí, ya entendí —logró articular Mouriño por fin—. Hay
computadoras en todos lados. Usted puede manejarlas a todas desde acá.
La cara del coso se demudó. Como si lo hubiera ofendido.
—¿Quién dijo eso? Guarda, acá estábamos charlando no más.
—Sí, sí, claro, perdón. ¿Podemos terminar?
—¿Qué? ¿No habíamos terminado? Ya le digo, esto era sólo una charla. Lo
otro... Lo otro ya está en marcha.
Le extendió una mano sarmentosa. Mouriño creyó al principio que era para
estrechársela, para sellar ese pacto de locos (seguía viéndolo como un adolescente;
monstruoso, pero adolescente al fin). Pero no, qué boludo, era para recibir el sobre
con el adelanto prometido, la mitad.
—¿Cuándo...?
El cuasi hombre extendió su manito, vertical.
—Shh. Ya se va a enterar. Generalmente no pasa de una semana. ¿Está bien?
—Muy bien.
—No hace falta que vuelva para el segundo pago. Yo le voy a indicar dónde
dejarlo.
—Muy bien.
—“Muy bien, muy bien.” “P erdón, perdón.” Un poco repetitivo resultó. A lo
mejor me equivoco. Que le vaya bien. ¿Lo acompaño?
—No hace falta —dijo Mouriño, reprimiendo otra vez las ganas de acogotar al
engendro, que ahora se daba el lujo de ser irónico.
***
Los días siguientes, había creído Mouriño, iban a ser insoportables, por la
tensión de la espera y hasta de la incertidumbre (la visita al loco de las computadoras
le parecía una especie de sueño, algo que no podía haber pasado). Sin embargo, sus
ocupaciones cotidianas en el sindicato lo volvieron a la realidad rápidamente, y las
preocupaciones banales de cada día lo alejaron de su preocupación central.
Había pasado justo una semana cuando se enteró de que “todo estaba
consumado”. Al tipo lo habían encontrado muerto en su cama, y todas las sospechas
recaían naturalmente en su esposa: crimen pasional. Algunas otras versiones hablaban
de un “ajuste de cuentas”, pero esto no pasó a mayores; era parte del escaso
vocabulario de los cronistas policiales, o un reflejo condicionado. La mujer cayó
enseguida; había descubierto la infidelidad (las infidelidades) de su marido, y obró en
consecuencia. Estado emocional alterado, o algo así: unos años y afuera.
A Mouriño le importaba poco. Procedió a hacer la segunda y última parte del
pago, y —otra vez— dejó de pensar en el asunto.
Sin embargo, esta vez fue ligeramente distinto. Le pasó algo raro. Cuando leía
el diario y legaba a las páginas de policiales, no podía dejar de pensar en que, detrás
de cada “hecho”, estaba el monstruo de los aparatitos. Qué policiales. Cualquier
noticia le parecía sospechosa: una demora en el subte, un choque de colectivos, la
caída de ascensor en un “edificio inteligente”, un aterrizaje de emergencia... La
imaginación se le desbordaba por todos lados, como continuando la macabra lista de
posibilidades empezada por la voz chillona del engendro.
“Basta —pensó, por fin—, tengo que dejar de pensar en esto. O de leer los
diarios.”
***
Un día, estaba con la vista fija en la muda pantalla de la computadora de su
oficina, cuando sonó el teléfono. Era Rivera.
—¿Qué hacés, papá?
Mouriño gruñó algo ininteligible.
—¿Todo bien? ¿Cómo anduvo el asunto aquel?
—Bien —contestó, al fin.
—Me imagino. Bah, en realidad, ya lo sabía. Pero dejémoslo ahí.
—Sí, gracias. ¿Qué querés, Rivera? Estoy un poco ocupado...
—Sí, claro. Más ahora que se te despejó el panorama... Pero tengo que hablarte
de algo importante.
—¿No puede esperar? —Mouriño sintió como un vacío en el estómago.
—Y..., no. Mirá, te la hago corta. Estuve hablando con el Colorado Mayorga.
“No digas nombres, boludo, no digas nombres”, pensó Mouriño, pero no le salió
nada.
—Estuvimos hablando sobre este tema, justamente. Sobre el gordito...
—¿Gordito?
—Sí, el gordito, el pibe de las computadoras...
A Mouriño nunca se le había ocurrido llamarlo “gordito”.
—Ah.
—Nuestro común amigo, sí. Un fenómeno. En todo sentido —Rivera se reía
francamente, sin recelos.
—¿Te parece hablarlo por teléfono? —preguntó Mouriño, que creía oír otra risa
de fondo, en el mismo teléfono; una risita, completamente distinta, lejana, metálica,
como un eco paródico de la de su amigo.
—Ja, ja. ¿A vos también te hizo el verso ése de que todo habla, de que todo se
oye, y no sé qué carajo más? Por favor, somos grandes.
—Pero...
—Sí, ya sé, el tipo es efectivo, de eso no quedan dudas. Yo te lo dije antes, y te
lo sostengo ahora. Pero, ya te digo, estuvimos hablando con el Colorado..., ¿ubicás al
Colorado Mayorga?
—Sí, creo que sí.
—Bueno, él también fue cliente del pibe éste. Antes que yo. Él fue el que me lo
recomendó. Y a él, algún otro, no sé, hasta ahí llego. La cuestión es que estuvimos
pensando que ya está bien, que el pibe se volvió un poco peligroso, ¿no? ¿Te hizo el
truquito ése de darte tus datos...?
—Sí, sí.
—Bueno, a eso me refiero. Sabe demasiado. También cobra demasiado... Es
hora de ponerle la tapa, nos parece.
—¿Có... cómo?
—Sí, papá, liquidarlo, te lo digo claro. Hoy estás raro, no sé qué te pasa.
Mouriño no sentía las piernas, como si se le hubieran dormido o, mejor,
congelado.
—¿Te parece? —fue lo único que le salió.
—Sí. Y al Colorado también “le parece”. De hecho, vamos a hacer una vaquita.
¿Entendés? Hay un muchacho del sindicato que está dispuesto. De la manera
tradicional, che. Hay que volver a las fuentes... Si no, los precios se van a ir a las
nubes.
Rivera volvió a reírse.
—¿Y? ¿Te prendés? Me parece que no te queda otra, Mouri, te pregunto sólo
porque somos amigos, ¿eh?
Mouriño apoyó el teléfono con cuidado, como si fuera un plato de porcelana.
Después, se agachó y se tiró debajo del escritorio, como si buscara un refugio. Pero
no: de un tirón arrancó todos los cables que había ahí, hasta el de la lámpara. Se
quedó acurrucado, en “posición fetal”, temblando en la oscuridad.
***
El primero en morir fue el Negro Randazzo.
Una salidera bancaria, dijeron. Mouriño se enteró por los diarios pero no pudo
asociar enseguida, más allá de su estado de sospecha permanente, porque no sabía
que Randazzo había sido el primer cliente del gordito (como lo había llamado,
desaprensivamente, Rivera), o por lo menos el anterior a Mayorga.
Cuando murió Mayorga (un falla totalmente inesperada en el coche último
modelo que le había provisto el sindicato), Mouriño recibió otra llamada de Rivera.
Esta vez no se lo oía tan autosuficiente; esta vez, se reunieron en un bar por
Libertador. Un bar modernoso: en la vidriera decía WI FI. Mouriño no sabía qué
significaba eso pero, cuando vio a un montón de tipos con computadoras portátiles, se
le hizo un nudo en la garganta.
—¿No puede ser una casualidad? —preguntó, desganado.
Rivera temblaba de nervios.
—Pero qué te pasa, Mouriño, ¿sos boludo o qué?
—Digo.
—No hablés si no sabés, haceme el favor.
—Si no sé qué.
—Lo que yo sé. Antes de que los figacearan, tanto Randazzo como Mayorga
recibieron un, cómo se llama esa mierda, un correo electrónico. El mismo. Los dos.
—¿Qué... qué decía?
Rivera sacó un papel arrugadísimo de unos de sus bolsillos y lo leyó:
—“Si tenés computadora, no existís.”
Se hizo un silencio. Bueno, salvo por el tecleo de los tipos con las portátiles, los
que hablaban por sus celulares de última generación, el pibe detrás del mostrador que
cerraba las mesas con una computadora más vieja que él...
—¿Me querés decir qué carajo significa esto, Mouriño?
Mouriño estaba tan cansado.
—No sé, Rivera, no sé. No tengo la menor idea.
***
Cuando lo llamó la mujer de Rivera para avisarle, Mouriño tuvo la inesperada
sangre fría de preguntarle si su marido había recibido un correo electrónico
sospechoso en los últimos días. La mujer no sabía, pero, aun en medio de su
desesperación, tuvo a bien ir a preguntarle a uno de sus hijos. El chico fue a ver. Algo
encontró, después de un tiempo. Él mismo tomó el tubo y leyó en voz alta:
—“Si tenés computadora...”
—“... no existís” —terminó Mouriño—. ¿Quién lo manda? ¿Dice?
—No tiene firma. La dirección es jp_2009.
—Ah.
—¿Qué significa eso, Mouriño? —la mujer había agarrado otra vez el teléfono,
histérica—. ¿Usted sabe algo?
—No, Clarita, no tengo la menor idea —tuvo que volver a decir.
***
Hacía rato que Mouriño no iba por su oficina.
Se pasaba las mañanas yirando por el centro. Se quedaba horas con la nariz
pegada a las vidrieras de los grandes comercios, Frávega, Garbarino, mirando las
gigantescas pantallas con esos pececitos de colores tan vívidos. Parecían peceras. A
veces uno de los pescados se ponía de frente y era como si lo mirara, a Mouriño.
Cuando sonaba el celular, miraba el número y no atendía. Su secretaria estaba
harta de buscarlo a toda hora.
Pero esta vez, como llamaba su hijo menor, no tuvo más remedio.
Antes de que el chico se lo dijera, él ya sabía, sabía perfectamente, que le había
llegado un correo electrónico.
(febrero de 2009)