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1 LA EMPRESA DE VIVIR. ETICA I. LA VERDAD MARKÉTICA. 1. Berlín y La Tablada.Cuántas veces se ha dicho que el mundo cambió? Seguramente infinidad de veces. La división de la historia en eras también pretende reflejar los cambios fundamentales de la evolución humana. La Revolución Francesa, por ejemplo, dió inicio a la era contemporánea, apelativo absurdo porque es el del eterno presente. Otros insisten con la palabra modernidad para designar un ciclo cultural que aún pervive. Apelativos hay muchos, sirven para no servir, no dan cuenta de nada, tan sólo marcan una posición para no marearse, acotan una reflexión para simplificar un problema porque lo complejo es dificil de entender y cuesta un esfuerzo que pocos quieren realizar, y dan de comer a los promotores de mesas redondas. Así que si queremos bautizar esto que está pasando en el mundo, la etiqueta será pobre y reductora, artificial y tendenciosa. Poscapitalismo? Posliberalismo? Neoliberalismo? La era de la Globalización? La era del Homo Informáticus? La del Pitecantrópus Flexibilis?Pero quién duda de que el mundo cambió y que nadie lo entiende a fuerza de analizarlo? Cuándo cambió? Respuesta: en 1989. Doscientos años después de la Revolución Francesa y con el ataque a La Tablada, cambió el mundo. De qué estamos hablando? Qué delirio estamos profesando? La Tablada cambió el mundo? Y claro, cambió el Mundo Argentino, nombre que no recuerda sólo el de una vieja revista, y el mundo mundial también cambió, con la caída del Muro de Berlín. Berlín y La Tablada, dos puntos cardinales de esta mutación histórica. Después de 1989 nada es igual, ni en Argentina ni en el mundo. Por lo que debemos deducir que como argentinos tenemos el privilegio de una doble mutación, la caída del comunismo y la caída del alfonsinismo.Valen entonces dos preguntas. Una sobre la esencia del comunismo que cayó, y otra sobre el alfonsinismo que cayó. Daremos dos respuestas rápidas y simultáneas: el comunismo fue el sueño de la igualdad; el alfonsinismo el de la libertad. Los dos lo fueron de la justicia, la social para uno, la moral para otro. No estuvimos presentes la noche en que cayó el Muro, tan sólo vimos las imágenes televisadas de gente sobre el Muro mirando para el otro lado, de piqueteros y hacheros derribando el hormigón, de caravanas del lado oriental queriendo pasar la ya inexistente frontera. Estuvimos más cercanos a lo

LA EMPRESA DE VIVIR. ETICA I. LA VERDAD … · que una vez más salió fortalecida con el optimismo que trasmiten los que han tomado la secreta decisión de suicidarse. Otros dicen

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LA EMPRESA DE VIVIR.

ETICA

I. LA VERDAD MARKÉTICA.

1. Berlín y La Tablada.Cuántas veces se ha dicho que el mundo cambió? Seguramente infinidad de

veces. La división de la historia en eras también pretende reflejar los cambios fundamentales

de la evolución humana. La Revolución Francesa, por ejemplo, dió inicio a la era contemporánea,

apelativo absurdo porque es el del eterno presente. Otros insisten con la palabra modernidad para

designar un ciclo cultural que aún pervive. Apelativos hay muchos, sirven para no servir, no dan cuenta

de nada, tan sólo marcan una posición para no marearse, acotan una reflexión para simplificar un

problema porque lo complejo es dificil de entender y cuesta un esfuerzo que pocos quieren realizar, y

dan de comer a los promotores de mesas redondas. Así que si queremos bautizar esto que está

pasando en el mundo, la etiqueta será pobre y reductora, artificial y tendenciosa. Poscapitalismo?

Posliberalismo? Neoliberalismo? La era de la Globalización? La era del Homo Informáticus? La del

Pitecantrópus Flexibilis?Pero quién duda de que el mundo cambió y que nadie lo entiende a fuerza

de analizarlo? Cuándo cambió? Respuesta: en 1989. Doscientos años después de la Revolución

Francesa y con el ataque a La Tablada, cambió el mundo. De qué estamos hablando? Qué delirio

estamos profesando? La Tablada cambió el mundo? Y claro, cambió el Mundo Argentino, nombre

que no recuerda sólo el de una vieja revista, y el mundo mundial también cambió, con la caída del

Muro de Berlín. Berlín y La Tablada, dos puntos cardinales de esta mutación histórica.

Después de 1989 nada es igual, ni en Argentina ni en el mundo. Por lo que debemos

deducir que como argentinos tenemos el privilegio de una doble mutación, la caída del comunismo y

la caída del alfonsinismo.Valen entonces dos preguntas. Una sobre la esencia del comunismo que

cayó, y otra sobre el alfonsinismo que cayó. Daremos dos respuestas rápidas y simultáneas: el

comunismo fue el sueño de la igualdad; el alfonsinismo el de la libertad. Los dos lo fueron de la

justicia, la social para uno, la moral para otro.

No estuvimos presentes la noche en que cayó el Muro, tan sólo vimos las imágenes televisadas de

gente sobre el Muro mirando para el otro lado, de piqueteros y hacheros derribando el hormigón, de

caravanas del lado oriental queriendo pasar la ya inexistente frontera. Estuvimos más cercanos a lo

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que sucedió en La Tablada, los tanques, el fuego, los muertos, la victoria y la derrota, y la democracia

que una vez más salió fortalecida con el optimismo que trasmiten los que han tomado la secreta

decisión de suicidarse. Otros dicen que el mundo cambió en 1973, año de la crisis petrolera. Afirman

que desde ese momento Occidente cambió su estrategia global, desarrolló tecnologías alternativas,

plasmó también políticas financieras que inundaron el mundo con flujos que se consolidaron en la nueva

forma de dependencia: la deuda externa; a lo que podemos agregar alguno que otro argumento que

considero débil frente a lo que sucedió 16 años después. Pero más allá de la fecha del inicio del

cambio, de esta mutación planetaria con la que entramos en el tercer milenio, no es posible afirmar

que haya un origen datado, el cambio no sólo no es puntual, sino que dibuja la trayectoria de un

proyectil que no deja de estallar en miríadas de luces.

Con la caída del Muro de Berlín se inicia el futuro, el tiempo de los verbos empuja hacia adelante. La

flecha de la temporalidad histórica se despegó hacia un universo desconocido. Muertas las ideologías

del progreso acompasado y de una civilización evolutiva, y muertas también las ideologías del sentido

de la historia hacia una redención final, el tiempo que emerge es diaspórico, disperso, incontrolable,

inconmensurable. Los analistas del mundo, los geopoliticólogos, los megacomunicólogos, los

hiperantroposofistólogos, los marketinólogos, los estratególogos, todos los sabios de la

poscontemporaneidad están de acuerdo en que se ha producido un big bang terrestre, milenario. Es el

triunfo del futuro, y el fin de la historia; pero no un fin a lo Fukuyama, no es el triunfo del capitalismo

liberal, porque este capitalismo y este liberalismo han metamorfoseado y trastocado mil veces su

rostro, es el fin de la historia porque nada de lo que sucedió atrás sirve para pensar, prever,

calcular o sospechar lo que vendrá.

La ciencia se ha hecho ficción no por sus sueños futuristas sino porque el futuro tiene la intriga de las

novelas de misterio.Esto quiere decir que nada se puede pensar si nada se puede anticipar? Todo lo

contrario, todo se puede pensar, mejor dicho, todo se piensa, y además, quién lo sabe, quizás todo se

pueda hacer en este nuevo universo más allá del bien y del mal.Pero que el lector no huya, no lo

dormiré con la letanía de la crisis de los valores y del nihilismo preanunciado por Nietzsche,

Heidegger y otras viejas reliquias; hay crisis de los valores en el sentido en que la recién citada reliquia

lo decía hace un siglo - Nietzsche -, porque estamos en presencia de la creación de valores, del calor

y del sonido de una fragua planetaria en donde todo se discute, y cuando todo se discute es porque

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Cronos está pariendo nuevos Titanes. Todo lo humano se discute en una lengua nueva y móvil. El

sistema lexical con que lo humano se debatía hacia algunas décadas también mudó su cáscara. No es

con la literatura, ni en la forma de novela, ni en la forma de poesía; ni es con las ciencias sociales, en

la forma de la sociología o en la de la psicología, no es con ese lenguaje que los humanos de las

academias y las editoriales, juzgan sus propias y ajenas conductas. Por supuesto que hay buenos

novelistas, excelentes sociólogos y psicólogos inteligentes, excepción que hace regla, porque, para

decir una brutalidad: que haya fósiles bien conservados no quiere decir que nos topemos con una

civilización. También conozco institutos en donde se dan clases de declamación, y no por eso estamos

en el imperio romano.

La lengua de hoy se bifurca en dos lenguetas. Una es la economía, la otra es la filosofía. Decir

economía es algo obvio, aunque no tan obvio para los habitantes de La Tablada. Con esto vuelvo a

recalcar la existencia de dos mundos, Berlín y La Tablada, y en estos dos mundos las cosas suceden

iguales y diferentes, al mismo tiempo y en tiempos distintos. Es una temporalidad fisurada pero no

desmembrada, es un tiempo que lleva su rostro como una costra apenas pero inevitablemente

despegada.Todo esto es muy abstracto, trataré de ser más preciso. En La Tablada las cosas pasan al

mismo tiempo que en Berlín, pero en un sitio diferente, en un contexto diferente, en una tradición

distinta, con gentes y lenguas diferentes.

En el mundo de los berlines la obviedad económica tiene sus años, en La Tablada los tiene menos.

Nosotros los tabladeños hemos descubierto el diluvio económico en 1989, los berlineses también lo

hicieron a su modo; pero su modo no fue el de la hiperinflación, el asalto a los supermercados, el

vaciamiento bancario, la paralización sindical, la conspiración de la casta militar, la reprobación

espiritual de la Iglesia Oficial, y el derretimiento del asfalto legal. La economía nos llegó así a

nosotros los Tabladeños, pero de todos modos lo hizo al estado puro. Si bien teníamos una tradición

asentada en una moneda devaluada y una inflación permanente que hacía que los ciudadanos

comunes se fijaran todos los días en la paridad cambiaria, si ya habían pasado años en que la

literatura económica giraba frente a la atención general alrededor de una tablita, los argentinos

entraron en la dimensión económica desde 1989.

Hoy se impone que no hay propuesta política posible sin una política económica que la haga viable. Y

las políticas económicas son desafíos a contraer a mediano y largo plazo en poblaciones de paciencias

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de corto plazo, y con desconfianza hacia las clases dirigentes y personales gubernamentales, que se

basa en un olfato entrenado, un historial denso y un latrocinio grueso. Sin embargo, nadie escapa de

la racionalidad dominante de la actualidad, la racionalidad económica, el nuevo nombre del Bien, el

Bienestar que nace del Capital.

El Capital Benefactor es el nombre de este nuevo fantasma que nos sobrevuela ciento cincuenta

años después de aquel otro que unió a los proletarios.Primero Virreynato, luego patria, luego país,

luego país subdesarrollado, luego país dependiente, joven democracia, y ahora mercado emergente.

Esta es la sigla económica que hoy nos corresponde.

Primero esbozemos la racionalidad económica. Y digo racionalidad porque se trata de reglas de

comprensión, de una inteligibilidad que se pretende coherente, de una grilla lexical que se abate

sobre el mundo, de una producción de un saber autorizado y sostenido por un orden discursivo que lo

legitima a través de instituciones de variado tipo, de una práctica social que se interpreta a sí misma en

nombre de una verdad que invoca un orden del mundo. Esto es lo que denomino racionalidad, es una

interpretación elaborada de la percepción social, de la circulación de símbolos culturales, de nuestras

vivencias, de nuestro lugar en el mundo, de nuestros deseos encontrados y fugitivos. Interpretación que

cambia de modelos, pueden ser biológicos, cibernéticos, comunicacionales, y que aquí invoco como

económicos porque han sido lanzados a nuestro mundo con una hegemonía sin par.

Había dicho economía y filosofía. La filosofía no penetra como racionalidad. Filosofía, vieja ramera

del saber, antigualla ridícula de desván hediondo, sopa de penitenciaría, pedantería dieciochesca,

militancia de la tercera edad, qué otro adjetivo puedo inventar para mi más querida momia? La

filosofía no entra como racionalidad sino como espiritualidad. No es la única espiritualidad, existen las

sectas religiosas, todos los cristianismos corporativos, los budismos corporativos, los shintoísmos

corporativos, los vuduísmos, los sufismos, los candombleísmos, los zoroastrismos, los ovnismos, los

astrologismos y mentalismos, los neojasidismos, no niego que la espiritualidad es políglota y politeísta;

pero cuando se trata de participación, de consenso en las decisiones, de cogestión, de organización

diagonal, de transversalidad de los niveles de decisión, de achatamiento de las jerarquías, de

sociabilidad espontánea, de grupalidad fresca, de experiencias transpersonales, de círculos de

calidad, de cuidado del medio ambiente, de la salud de nuestros hijos, de nuestro reencuentro con

los valores de la ancianidad, del amor por el cliente, de la pasión edificante por la empresa, de la

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vocación de servicio, de la comunicación fluída, del sacar afuera nuestro niño caprichoso, de

exorcizar al padre autoritario que todos tenemos, de mejorar las ondas, de la fraternidad internética,

de la globalización del amor; o, por el contrario, si vamos en sentido inverso y exhalamos amargor de

ruda macho en las narices de este mundo que nos disgusta, para hablar entonces de la robótica

maquiavélica, del consumismo ponzoñoso, del mercantilismo disecador, de la bolsa contra la vida, del

shoppingcenterismo y drugstorismo del alma, del yuppismo hiperkinético, del arrasamiento del

planeta, de las estrategias expoliadoras de la irresponsabilidad no sustentable, de la sponzorización

de la moral, del merchandizing de los fundadores de la patria, del downsizing de los ideales, del

target de nuestros afectos, del abandono definitivo del débil por inservible, de la bacterización de los

pobres, de la incineración de los excluídos; cuando hablamos como lo hacemos de todas estas

cosas, estemos maravillados con la aurora futurista o espantados ante las penumbras del tercer milenio,

ya no nos sirven los vuduísmos, estamos tremendamente necesitados de eticismos, muchos eticismos,

quintales de los mismos. Y cuando se dice eticismo, se dice ética, y ética es filosofía, y filosofía es la

vieja momia de la que hablaba antes.

Filosofía es entonces la onda del tercer milenio con el agregado que para ella es el cuarto, la vieja

sabia nos lleva nada menos que quinientos años de ventaja.Algo debe estar pasando para que la

filosofía haya vuelto a subir al escenario cultural en un mundo que los positivistas creían suyo hace

décadas. Y cuando digo filosofía me estoy refiriendo a la filosofía más meditabunda, más imprecisa,

más tautológica, aporística, laberíntica, falsable a más no poder, arbitraria y difusa, como lo es la

filosofía ética.

Esto que debe estar sucediendo en el mundo no sólo tiene que ver con la economía. Es cierto que los

países se han lanzado a ocupar porciones del mercado mundial en una irrefrenable competencia por

atraer capitales, producir, crecer y vender. Ni siquiera podemos decir con precisión que son los

países los actores reales, porque la transnacionalización de la economía ha configurado estos nuevos

Estados económico-tecnológico-financieros que son las megaempresas de hoy. Tailandia que en

Julio de 1997 tenía problemas financieros, fuga de capitales, balanza de pagos negativa y mermas en la

credibilidad, acusa a George Soros por atacar premeditadamente a su país y desbancarlo de la

escena internacional, y aduce, además, que el motivo del financista húngaro reside en que está muy

disgustado con Tailandia porque aceptó la entrada de un país dictatorial, Birmania, al mercado

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económico del lejano oriente. Así es que por su particular convicción democrática, resuelve castigar

financieramente al mercado tailandés. Financista húngaro ya varias veces acusado de

desestabilizador de mercados, desde Tokio hasta Londres y que nos muestra un modo diferente en

que se dirimen los conflictos meganacionales en la actualidad.

Este modo de funcionar de los poderes económicos ha cambiado la concepción clásica e institucional

de la política. Nunca la política se decidió en forma concluyente en los estrados legales en la que la

dispuso la ley y el estado de derecho, pero ante las formas gubernamentales o representativas de un

poder político tildado como estructuralmente hipócrita, la visión política incluía el corrector de la

resistencia civil, de la lucha armada, las guerrillas, las huelgas insurrecionales, los golpes de Estado,

las presiones corporativas, las invasiones y los movimientos de liberación, las propuestas asambleístas,

la organización de movilizaciones, las propuestas de crear consciencias, la de formar sujetos de la

historia, la de fundirse en la praxis - única garantía de transformación personal y social - toda forma de

acción ya sea directa o no representativa pretendía desnudar la endeblez del aspecto meramente formal

y no real de la organización política. Hoy se ha dado una nueva vuelta de tuerca. Las formas

clásicas de la política, las que convergían en distintos rituales de la palabra y de la acción y que

prometían y auguraban la transformación de la opresión existente o del peligro amenazante, estas

formas se diluyen y quedan desarmadas ante una red de poderes económicos que no son sólo

económicos. La política y los políticos han quedado desarmados ante la magnitud del poder conversor

y moldeador de los recursos de poder de los capitales que preanuncian paraísos como instalan

infiernos. Y esto también lo hemos descubierto, nosotros, los tabladeños, desde 1989.

El político que en nuestros países aprendió que las formas de la violencia nacidas de la indignación por

la injusticia y el hambre, provocaban una represión imposible de detener por la enorme disimetría de

fuerzas y por el desencadenamiento de las fuerzas estatales y paraestatales del terror, también aprendió

que el retorno a la democracia representativa tradicional no le permite el uso pacífico de la palabra,

porque su palabra se hizo `flatus vocis', achatamiento nominalista que hizo de su tradicional oratoria con

la que engalanaba los congresos, vana y hartante cháchara.

`La gente está cansada del verso' dicen los mandamaces y mayordomos de los resortes de la nueva

economía ante las denuncias y reclamos de los insistentes políticos.No es de extrañar entonces que

sean actores, deportistas, personajes del espectáculo o cualquier `parvenu' al mundo de la política los

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que puedan ser funcionales en un sistema de palabras desvalorizadas y resistencias vencidas. Pero

esto no se debe a que la clase política ha dejada de ser creíble por venderse al mejor postor ni

por cualquier disposición corrupta. Se trata de un fenómeno estructural, es por la metamorfósis del

espacio político, por el mecanismo nuevo de las decisiones, por la nueva configuración del mundo,

que la palabra política tal como la estuvimos escuchando hasta la fecha gira como trompo en el vacío.

Veamos como podemos conjugar esta bisagra entre economía y filosofía. Racionalidad económica y

espiritualidad filosófica. La racionalidad económica tiene una estructura trágica. Ya sea por su herencia

liberal que siempre propuso al mercado como un dispositivo de leyes, leyes de composición de

precios como medida objetiva de intersección de curvas entre oferta y demanda, ya sea porque el

saber económico tiene un perfil epistemólogico que le permite describir situaciones, estamparnos

ciclos y predecir su sistema de transformaciones, en cualquiera de sus formas la racionalidad

económica presenta su figura de ley en un escenario trágico. Se trata del peso de las cosas, de su

fatalidad, de su Moira.

El destino en la cultura griega se debía al loteo divino que hace corresponder la decisión de los dioses

a la singular aventura de cada uno de los humanos. La moira es el lote que nos corresponde, es

nuestro lugar sobrenatural y natural. Sobrenatural porque el loteo no depende de nosotros, y natural

porque es lo que nos corresponde por naturaleza, por adecuación, medida y justeza, es decir

justicia. Rebelarse contra el destino trae dos consecuencias posibles. Una es la que le ocurrió a

Prometeo, la otra a Edipo. En el primero de los casos, perteneciente a lo griego puro, clásico,

esquíleo, Prometeo engaña, roba, desafía a los dioses. Su frontalidad recibe un castigo frontal. Edipo ,

por su lado, no desafía con un robo, sino que se apropia de lo que cree suyo, a partir de un saber

absoluto, tiránico, augusto. Y las musas lo castigan mostrándole en el centro de su visión preclara, la

oscuridad más ciega. El destino se disfraza de buenaventuranza y seduce al protagonista que cuando

se siente en la cumbre de su gloria, cae en el más profundo de los abismos.

El destino es inexorable, y la racionalidad económica se presenta a la percepción social con la misma

inexorabilidad. La globalización es un término que se refiere a la existencia de un mercado mundial,

de un nuevo conjunto que nada deja afuera, que se interconecta mediante flujos nómades y cada

vez más veloces, y lo que deja afuera se marchita como tigre de papel. Este reino de la necesidad

que establece la racionalidad económica deja la libertad de la táctica y de la estrategia, pero jamás

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suelta la presa en cuanto a los objetivos.

La escolástica medieval también permitía los azares de la `disputatio', las repetidas y minuciosas

discusiones acerca del sistema divino y de sus transfiguraciones, pero la necesidad y la autoridad del

ser divino se reforzaba con la acumulación de las variantes argumentativas.La racionalidad

económica es el despertador de las utopías, de todos los sueños de la voluntad humana por

confeccionar mundos a la medida de sus valores, esta racionalidad anestesia a la misma curiosidad y

reconvierte la ansiedad de cambio en un templado letargo. Cuando escuchamos las exclamaciones de

quienes se asombran porque en la actualidad la angustia se reduce a no entrar en el sistema, a quedar

afuera, del otro lado, a tener el temor de que una vez traspado el umbral se puede no volver sino es

en la forma de la marginación, social o nacional; cuando nos sorprendemos de que los políticos

prediquen en el desierto y que su voz se pierda ante la sordera del ciudadano, que haya un cierto `

da lo mismo'; cuando se insiste en la pérdida de prestigio de la clase política, no hacemos más que

recibir los efectos de este nuevo destino, de este peso de las cosas, de este más allá de lo humano

que se presenta como un dios sin nombre, con la fuerza de un ateísmo contable.

Despertador de utopías y nuevo realismo. La racionalidad económica paralizó a la palabra política,

le clavó el aguijón que congela cualquier voluntad política, nos anestesió con la jeringa trágica. Qué

sucedió entonces?La política sufrió un proceso de sublimación, se vuelve un ser sublime.

Aquí es donde interviene la espiritualidad filosófica. Ha habido una cierta muerte de la política.

Podemos recordar varias muertes anunciadas; Georges Steiner hablaba de la muerte de la tragedia,

luego de la muerte de la novela; desde el siglo pasado se anuncia la muerte de la filosofía, luego la

muerte del teatro, la muerte del juego de bochas, la muerte del ludo, la muerte del tinenti, la muerte

del balero, así que hablar de la muerte de la política no tiene por qué provocar particular congoja en

este galpón de los velorios. Pero la muerte de la política aparece como el fin de un tipo de pensamiento

que asignaba a la comunidad la posibilidad de una autonomía de grupo.

La política y su quehacer se vinculan al diagrama de las decisiones colectivas, ya sea directamente

a través de deseos autogestionarios, o indirectamente a través de líderes o representantes. Pero

hoy cuando un padre de familia tailandés, un honesto y laborioso albañil tailandés, puede quedar

despedido, y por un régimen de trabajo modernamente desregulado, ser enviado a la calle sin

indemnización alguna con la que aguantar la falta de trabajo y de pan para sus tres hijos, si este albañil

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tailandés es despedido por una decisión del señor Soros que ataca la bolsa de Tailandia con certeras

maniobras financieras, y lo hace como ya dijimos, en nombre de sus principios democráticos, despido

que no es directo sino la consecuencia de una fuga de dólares, del aumento de la tasa de interés del

Banco Central de Tailandia, del encarecimiento del crédito y de los costos financieros, de una pérdida

de confianza en los inversores, de la suspensión en ciertos proyectos de inversión en una empresa

constructora, de la remoción de cierto personal, y por lo tanto de nuestro albañil, la pregunta que

cualquiera puede hacerse es: a quién va a ir a quejarse el obrero tailandés? A qué sindicato le va a

plantear su situación en un régimen laboral de convenios por empresa? Qué estrategia política

pueden tener los partidos políticos nacionales o provinciales frente a estos sacudones que tienen que

ver con la supervivencia del ser humano? Qué puede decirse cuando la culpa la tiene el señor Soros y

el señor Soros nunca viajó a Bangkok?

Recuerdan los lectores a los epistemólogos que se divierten con el famoso efecto mariposa? Bien, esto

es lo que produce tal efecto, y cuando hay efecto mariposa, no hay política posible. Pero, y gracias a

la filosofía, hay ética, mucha ética, mucho pedido de ética.La muerte de la política coincide con el

renacimiento de la ética.

Es sabido que hay muchos que se dedican a hablar de ética como también hay quienes denuncian

que hay muchos que hablan de ética. Nuestro país vive alegre e ingenuamente una inflación ética

que en otros lares ya ha cansado a algunos, aunque no tantos. La ética opera desde 1989 un nuevo

dibujo moral. Su antecedente más cercano fue el impulso que la crisis del sovietismo polaco y la

emergencia del movimiento Solidaridad dió a la política de los derechos humanos, política ya teñida de

un trasfondo ético y de un más allá de la política. Las denuncias de los campos del Gulag reforzó

esta tendencia. Era como si el derrumbe de las convicciones ideológicas, aquellas que nacidas de

los movimientos marxistas se apoyaban en una posición de clase y en cierto optimismo histórico,

abriera una brecha para la reflexión moral. Pero desde 1989 no es la política de los derechos humanos

la que guía las reflexiones éticas, aquellas que se basaban en la prédica del respeto al diferente, en

las loas al pluralismo contra el autoritarismo y en la democracia como concepción integrada de la vida

social. Hoy la ética atraviesa el espacio económico, es el mercado la que la solicita, es la empresa la

que lo hace, el management la pide, el marketing la compra.

El nuevo orden económico solicita la ética y mata la política. La ética es el conversor de la política

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ausente, se coloca ahí como presencia espiritual en donde falla el control material. Ya sea en las

críticas a la corrupción de los gobiernos, o a las nuevas formas de sociabilidad gerencial, ya sea,

por supuesto en cualesquiera de las cuestiones que conciernan a la biología, a la farmacología, a la

industria bélica o al narcotráfico, estos problemas reciben inmediata traducción en lengua ética.

De todas la variantes que recorre el lenguaje moral, seleccionamos una, la que vincula la ética al mundo

de la empresa. Es cierto que nosotros los tabladeños no tenemos una relación frecuente con

comisiones y expertos de ética que pueblan nuestros lugares de trabajo. Pero su presencia se

incrementa y lo hace en la medida en que la simbología de la modernidad empresarial que modela

nuestro porvenir, así lo requiere. Dirijámonos entonces a los portones del umbral de alguna magnífica

corporación, dejémonos observar por la mirilla computada, presentémonos como lo que somos,

filósofos de profesión, y veremos que en lugar de echarnos los perros, nos hacen pasar porque somos

los consultores que la gerencia espera.

I. 2.Eticas empresarias. El punto de vista cortesano.

Me veo obligado a decir una obviedad: la empresa y los empresarios son fashion. Voy a decir otra

banalidad: Adam Smith y los economistas liberales están de onda. Y me voy a permitir una advertencia:

la de no caer en el facilismo que cree que estos dos acontecimientos son una muestra de frivolidad,

porque no son ni una frivolidad, ni el fantasma de una falsa consciencia, ni una manipulación

ideológica que al fin de los tiempos de la crítica será desnudado en su mentira. Se acabaron los

tiempos del buen señor que tiene un almacén y también terminaron los del dentista de barrio. Se

vienen las corporaciones, aquí también, en La Tablada. Que sin duda van a estar acompañados por un

cuentapropismo de boliviano, es casi seguro. Se vienen los magavideos, los megadiscos,

megaalmacenes, las megatiendas, las megapizzerías, las megaagencias de turismo, los megabancos, los

megaestudios jurídicos, los megaestudios de arquitectura, las megaaseguradoras...y, no sé, quizás,

espero que no, las megamáfias.Así es, los megaservicios.

Vivimos una época de megaservicios, y ya no de pequeñas empresas. Claro, hay excepciones, siempre

singulares, no dan cabida a un conjunto. El desparramo de una red empresarial de altísima tecnología -

como en Alemania -, puede contratar y subcontratar pequeños emprendimientos, sobarlos, nutrirlos,

coparlos, y prendérselos como aros descartables. Pero no es el caso de nuestro país. Nuestras

pymes sobreviven, no nacen.En esta nueva Argentina las cosas ya no son como antes, aunque

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tampoco son como en otro lado. La abundancia de la literatura de ética de los negocios, de expertos y

consultores, y, lo que es más importante, la innovación de estrategias de gestión de organizaciones

económicas, es decir empresas, esta abundancia editorial, social y económica, no se da en nuestro

país, en el que todos esto aparece como una inquietud de los círculos atentos a la moda, de otros

que de esta novedad sólo toman lo que reluce, que es lo más pobre y cómico, pero que pese a

cholulajes inevitables, se instala como modelo de conducta y percepción social.

Para ser didáctico agrego: basta fijarse en los contingentes de estudiantes en las carreras de todas las

universidades ya sean públicas o privadas, espécificas o integradas en otra unidad, en todos los que

estudian asuntos de marketing y management. Éstas no son disciplinas sino matrices en las que se

configuran otras disciplinas. Todas tienen que ver con la gestión, el manejo de los hombres y de las

cosas. Una nueva ciencia de la administración.

Lo mismo en lo que concierne a la vigencia de los economistas liberales que desde Smith hasta Hayek

y Von Mises pueden aparecer para el intelectual crítico como ideólogos, como fetichistas que

toman la apariencia como una esencia. Es algo complicado para el intelectual formado en el espíritu

de protesta de las últimas décadas, cambiar de ángulo interpretativo frente a los liberales. Y esto por

una sencilla razón: existió un filósofo llamado Carlos Marx, y este señor realizó una crítica teórica

de los economistas ingleses, y de las condiciones epistemológicas del pensamiento liberal que no ha

caído con el Muro de Berlín.

Pero simultáneamente a esta crítica radical, la red del pescador marxista dejó escapar más de una

sardina. Se dogmatizó, y en un mundo bipolar, bipolaridad que fue el diseño privilegiado de la

geopolítica del siglo que termina, impidió la percepción de que entre los cultores del pensamiento

liberal había utopías sinceras e inteligentes.

Volvamos a la ética de los negocios. Los filósofos profesionales se acercan al mundo de los

negocios de varias maneras. Para no repetir las dos vías tradicionales en que se dividen las virtudes

de la mira filosófica, es decir el ángulo crítico por el lado de los inteligentes y abiertos, y el dogmático

por el de los obsecados y cerrados, división edulcorada y tautológica ya que el sujeto de la enunciación

siempre se sitúa del lado crítico, aportaré una nueva división algo más cruda: por un lado nos

encontramos con los filósofos de la adulación, y por el otro los del desprecio.Los filósofos de la

adulación cortesana hacia el mundo de los negocios tuvieron su especial desarrollo en los EE.UU,

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región en la que el desarrollo de la meditación empresarial tuvo su particular urgencia. La caída de la

competitividad norteamericana, la pérdida de mercados, especialmente en el sector que era el logotipo

de la revolución industrial norteamericana: el automóvil; esta pérdida que se deslizó a favor de los

japoneses, obligó a pensar sobre los defectos ya no de la tecnología industrial sino de la cultura del

trabajo en los EE.UU.

Sin duda, los japoneses eran seres más esforzados, sacrificados, leales y austeros; desde los tiempos

de la gestión de Taiichi Ohno en Toyota habían ideado un cambio en la gestión empresaria que no se

terminaba de entender pero que daba resultados impresionantes. Esta casi revolución japonesa era

difícilmente trasladable a los EE.UU, más aún cuando se partía de una justificación cultural, en la que

predominaba la concepción de que el trabajador japonés era hijo de la tradición confuciana, y

budista-samurai de su tierra. Mientras, por su lado, los EE.UU eran los naturales de las leyes de la

emancipación de las sectas minoritarias y de la prédica del desarrollo épico del individuo, tal como

se selló en los tiempos de las actas de Virginia.

La palabra cortesano sin duda tiene algo de servil, pero al mismo tiempo designa una funcionalidad. La

ética de los negocios en los EE.UU se propone como necesaria para el mejor funcionamiento de la

productividad empresaria, de su eficacia, de su eficiencia, y, al fin, para usar un vocabulario más

preciso, de su excelencia. Pero hay dos modos de ejercer esta cortesía. Una es la de ofrecer

directamente un servicio de mejoras tal como puede hacerlo un plomero. Otra es la mostrar que se

quiera o no, en toda empresa la ética es algo presente, ya existente, consciente o inconscientemente,

porque las acciones humanas por ser humanas ya son éticas. El filósofo consultor se ofrece para

mostrar la inevitabilidad de la reflexión ética, que al ser salvaje y en manos de la espontaneidad

empresarial, puede deambular por los laberintos del error, y que gracias a su experta intervención

puede llevar al management virtuoso.

Este tipo de reflexión parte de Aristóteles, pegamento griego útil para todos los quehaceres. Los

filósofos cortesanos portavoces de Aristóteles definen a la ética como un tipo de saber que orienta la

acción, un tipo de saber práctico, un saber que nos guía para actuar de modo racional en la vida.

Podrán decir racional, o para mostrar que no se trata de recetas, de razonable, un marco de

orientaciones mínimas y generales que son útiles para todo oficio, toda vida, toda persona, cualquier

circunstancia, y que nos hace mejores de lo que somos. La ética ya no se presenta con la

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especificidad de los negocios, sino que ubica a los negocios en la generalidad de la acción humana.

Se parte de un axioma desarrollado por los teóricos del management: vivimos en una sociedad de

organizaciones. La palabra organización es el útil institucional que designa el modo de operar de los

conjuntos humanos. El paradigma de la sociedad de las organizaciones es la empresa, organización

tipo. Cuando se usa la palabra paradigma, de procedencia epistemológica, se la ubica en el modelo de

las mutaciones, rupturas, revoluciones, que para mostrar que alteran conjuntos plenos, se las llama

paradigmáticas. Por lo que nos referimos a un cambio de paradigmas en la civilización occidental

distante de la referencia bipolar. No es la diferencia entre capitalismo y socialismo la que marca el

hiato, sino una localización y una periodización renovada. Por ejemplo, siguiendo a Peter Drucker,

teórico del management en los que se basan los filósofos analítico-cortesanos, la sociedad de

organizaciones que vivimos es una ruptura respecto de realidades e ideales del pasado.

Este pasado ni siquiera lleva el apellido de Marx, sino el del que lo hizo posible, Rousseau, porque

con el filósofo francés la idea igualitaria, la de una soberanía compartida en forma equitativa

mediante un contrato social entre iguales, la distribución de la libertad entre iguales como fundamento

del orden social, esta idea igualitaria que mató el liberalismo clásico, introdujo en la política y en la

concepción social, una moral y una utopía: la de que es posible una sociedad justa que redime a los

hombres de la injusticia. Que los hombres mediante un acto de su voluntad pueden crear una justicia

terrena. Esto es lo que llama Drucker `salvación por la sociedad', y que Adela Cortina, entre otros

catedráticos de la ética organizacional, enarbolan como actualidad suprimida.

Se ha derrumado el siniestro mito de la salvación por la sociedad, nombre con el que Drucker

define lo que los marxistas humanistas llamaron creación del hombre nuevo. Este intento que para

Drucker, y para los filósofos que inspiró, condenó a los occidentales a extraviarse por los senderos

de la esclavitud, el atraso y el sometimiento al Estado, tampoco se compensa con la prédica irreal de

la salvación por el corazón, con la que los librepensadores de la tradición kantiana soñaron los

fundamentos de la rectitud moral.

Pero la disolución de estos ideales pueden provocar la anomia moral, un sálvese quien pueda en

las junglas de cemento. El triunfo del capitalismo no debe ser el del individualismo, concepción

parasitaria derivada del arquetipo del egoísmo moral con el que se fabricó el homo economicus. La

necesidad de una nueva cultura, de una nueva moral, se articula con las organizaciones, porque ya no

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son las personas las unidades sociales de conversión, sino ese más allá de las personas, los ámbitos

en los que éstas pasan la mayor parte de sus vidas, los dispositivos institucionales en los que ganan su

pan.

Porque de las organizaciones es la empresa la que tiene el rol rector, ya no es la familia, y menos la

iglesia, el cuartel, las instituciones llamadas totales como el psiquiátrico o las cárceles, las que modelan

la reflexión sobre el funcionamiento social, ni es la fábrica, este dinosaurio económico, antepasado

secular de la empresa; cuando se habla de organizaciones la destinada para los bienes transables y no

transables es la privilegiada. Y es desde ahí que se prolongará el arquetipo hacia otras formas de

organización que se modelarán sobre esta fuente primaria.

El management se constituye como un saber transversal, transinstitucional, una forja en la que se

plasmarán los agentes de la organización. La universidad, la familia, los establecimientos culturales,

todo podrá ser concebido como una empresa, porque todos son organizaciones en las que - para

hablar el lenguaje invocado - los agentes ofrecen servicios y en todas se disponen recursos humanos.

De estos agentes los hay diversos, pero sin duda el que resalta es el llamado líder, palabra que

desde el tercer Reich no pudo retornar a la estética cognitiva. El líder, ya sea bajo el nombre de

directivo, empresario, gerente, es el paladín de los valores que sustituye al caballero andante de las

gestas medievales, al prudente burgués de la revolución industrial, al obrero revolucionario de la

tradición socialista, a los héroes bíblicos de nuestros relatos infantiles, al militante comprometido de

nuestra lejana juventud; nuestro líder no sólo ya no combate al capital, sino que lo hace bueno.Cómo

se logra esta bondad? Cómo llegar a establecer el Bien del Capital, el Capital Benefactor?

Las reflexiones sobre el nuevo paradigma empresarial tiene diversas formas de materialización. Por

un lado, claro está, se publican libros, que pueden, con frecuencia, convertirse en best sellers.

Por el otro, se organizan seminarios internacionales y nacionales, que pueden hacer confluir la visita

de un gurú del tema, rodeado por alguna notoriedad nacional. Estos seminarios sobre management,

calidad total, reingeniería y marketing, pululan semanalmente y tienen por clientela repetida la gerencia

media de empresas con ambiciones de liderazgo e imagen actualizada, a la que se suman los

graduados universitarios. Cuanto más notoria es la luminaria invitada más social, ceremonial y

jerarquizado es el acontecimiento convocante. Y, además, otra fuente de información son las

publicaciones periódicas en los suplementos de los diarios y en las revistas especializadas. En estos

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diarios, como en Clarín del 26 de enero de 1997, hay un suplemento dedicado a los nuevos jefes,

así se titula el tema: Los nuevos jefes, y subtitula: son flexibles, saben delegar y motivar a su gente.

Aclara: los cambios en la economía y los mercados están transformando los modelos de liderazgo

en las empresas argentinas.

Quienes son y cómo trabajan los ejecutivos último modelo. En las fotos que ilustran las notas se

ven repetidas mesas de forma circular u ovalada, rodeadas por señores, algunos más jóvenes que

otros, con alguna señorita delgada y pelo lacio, en mangas de camisa, mirando el centro de la mesa en

la que están depositados algunos papeles con sus llamativos gráficos.En estas notas se confirma que

la visión del jefe como la de un policía que otorga premios y castigos, está dejando lugar a la del líder

entrenador, a quien le importan más los objetivos que la autoridad.

El jefe ya no es el malo de la película, inaccesible, anónimo y temible. Lo antiguo es el jefe autocrático,

autoritario, aislacionista, no motivador. Lo nuevo es el coacher, el incentivador, el que se baja al

nivel de ser un par más del equipo. El trabajo en equipo es la sana costumbre; la participación está

cada vez más presente; se han revisado las estructuras jerárquicas y se ha llegado a una pirámide

achatada que favorece el diálogo, un arte - se aclara - que todo gerente que se precie de

moderno, debe cultivar con esmero. Las características del líder de hoy se basan fundamentalmente en

la comunicación; a través de ella no sólo sabrá motivar sino también delegar,_con lo que contribuirá al

desarrollo de los recursos humanos de la empresa. Este agente de cambio que es el líder

empresario, más que ejecutivo, debería llamárselo directivo, porque el ejecutivo está más cerca de

hacer que de hacer hacer o de enseñar a hacer, y el directivo, en cambio, es alguien que enseña,

acompaña, motiva y lidera.

Los líderes deben tener el ojo del cazador, y saber elegir a los miembros de su grupo que en lo

posible deben tener entre 25 y 35 años, ya que superada esta edad tienen ciertos problemas de

adaptación a las dinámicas actuales y lenta aptitud para el cambio. Este personal ya sabe que no

debe presentar su curriculum, es demasiado limitado presentar una lista de lo hecho a lo largo de una

carrera, lo que sí sabe presentar es un bioinventario, en el que se detalla no sólo lo realizado sino el

modo en que fue efectuado.

`El management es un arte' dice el señor David Fagiano, presidente de la American Managment

Association, quien además manifiesta su cansancio de los que quieren inventar novedades por las

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novedades mismas, y así para seducir a los cándidos hablan de enabling cuando no es más que otro

nombre para empowerment; o insisten en el downsizing cuando se sabe que no dió resultados y

aumentó los costos al requerir contratar como consultores externos a quienes habían sido

invitados a retirarse con una buena suma de dinero; por eso en lugar del downsizing es mejor el

outsourcing con el que el trabajo específico directamente se hace afuera. Aunque un adecuado

outsourcing debe ajustarse con un preciso broadbranding que categoriza al personal por los beneficios

que obtienen, personal que puede ser parte del área del outsourcing para realizar la importante tarea

del benchmarking que permite enterarse de ciertos secretos de los competidores.

Ah, me olvidaba, no se olvide el lector de implementar el costumer value.

El requerido consultor Pérez Santamarina señala que los aspectos que un ejecutivo fin de siglo no

puede descuidar son el movilizar el compromiso hacia el proceso; saber asignar el liderazgo;

conducir con consenso; compartir la visión del negocio; saber trasmitir el liderazgo. Por esta misma

razón el especialista Carlos Costa dice que las capacidades más demandadas por las compañías

no sólo incluyen las relaciones interpersonales, la capacidad analítica para entender las tendencias

que rigen, sino, y especialmente, el autoconocimiento para conocer las propias limitaciones y fortalezas,

y así llegar a la certeza número uno: que cada uno es responsable de su propio destino.

En un emotivo artículo en El Cronista, el ingeniero civil Alejandro A. Tagliavini, se dedica a

desarrollar su pensamiento sobre la empresa del futuro, a la que imagina como empresa virtual. Para

esto parte de una verdad indiscutible: la de que el Estado es una institución que pretende organizar a

la sociedad por vía coercitiva, ya sea por el monopolio de la violencia, o por la presión impositiva sin

la cual no podría subsistir. Por el contrario, sostiene, el mercado libre es la negación de la coerción y la

violencia: el único modo que existe para ganar dinero es el servir a los clientes para así ganar su

preferencia. Si tenemos en cuenta - sigue el ingeniero - que la violencia es contraria al hombre y al

orden natural, la desaparición del estatismo, de la coerción como medio de organización social,

significa una confirmación del orden natural.

Como la liberación de los mercados exige ser más eficiente, es decir servir mejor a los clientes, es

urgente preguntarse sobre los conceptos mismos de eficiencia y servicio. Para que el trabajo y la

inversión justifiquen su existencia, la tasa de retorno del capital debe ser al menos algo superior a la

tasa bancaria de plazo fijo dice con brillantez Tagliavini. Pero, además, como en el mercado libre el

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trabajo empresario es el servir a la gente, la palabra servicio significa ayudar a la vida de las

personas, que también es el objeto del orden natural. De donde la eficiencia no será sino la medida

de la adecuación del trabajo al orden natural en toda su dimensión.

Cuenta el ingeniero una historia narrada por James Robinson en su Empire of Freedom, en la que

dice que dos exitosos empresarios empezaron no porque querían estar en los negocios sino

por...ayudar a la gente..., y encontraron que ningún trabajo social, ningún esquema de bienestar social

o caridad podría mejorar efectivamente a la sociedad como podía hacerlo una empresa trabajando

en el mercado libre.Una vez asegurada la finalidad de servicio de la empresa, se la construye

cuidando su bien más preciado, su capital humano, ya que la primera prioridad es la inversión en sus

miembros. Se forma entonces un equipo humano de alta calidad, y bien remunerado, en altas

condiciones para servir. Y es a partir de aquí que los clientes los recompensarán con creces.

Realizándose así, para alegría de Tagliavini, lo que denomina el círculo virtuoso propio y excluyente

del orden natural.

Virtudes como la lealtad, la seriedad, el liderazgo, entendido como capacidad de sacrificio en pos

del servicio a los demás, y la amistad, son realidades cotidianas de un ambiente sano gracias al cual

la empresa se convierte en un círculo virtuoso que se autogenera.No hay duda de que aquellos que

vieron emerger la efigie del homo economicus, jamás hubieran sospechado que debajo de su

aparente fachada tildada con los atributos del egóísmo y de la búsqueda del beneficio propio y el

interés, yacía en silencio un Beato Angelico gracias al cual la visión aristotélica del orden natural se

componía con las virtudes de amor al prójimo tal como nos la enseñaron inmemoriales sumas

teológicas.

La empresa no sólo es un espacio virtual como anuncia el ingeniero, creemos que quiso decir

virtuoso a pesar de que el título de su artículo dice virtual, quizás por afanes de un equívoco de

vanguardia telemática; decía que no sólo es virtuoso o virtual, esta cosmovisión empresarial es

también una bisagra, una juntura, el exacto pliegue en el se anudan cielo y tierra. La empresa tiene

entonces la simetría compensada de una rayuela soñada por Cortázar.

I. 3-Eticas empresarias. El punto de vista escéptico.

Imagino que no aportaré ninguna novedad al decir que el punto de vista escéptico es un plato

preferido por franceses. Estos señores no se tragan con facilidad la hamburguesa de la gloria

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empresarial, haciendo caso a una tradición que desde Montaigne y La Rochefoucauld siempre hizo

gala de una cierta distancia racional respecto de la vida, y mucho más de la vida y los gustos de los

prósperos norteamericanos. Pero tampoco pueden permitirse el regresar a épocas ya disueltas, las de

la ilusión de un fuerte Estado nacional y participativo a la Malraux y De Gaulle, o a la idea de un

comunismo francés que nunca tuvo independencia de la URSS cuando ésta existía, y menos hoy que

no existe, ni en el sueño de un anarquismo artístico que ya descansa hace treinta años, y que en el

presente sólo alcanza a rumbear alrededor de un socialismo que habla como antes y hace como ahora

debe hacerse.

Gilles Lipovetzky en su interesante libro El crepúsculo del deber da cuenta de lo que llama la

nueva cultura del bienestar que se hace invocando el nombre de ética. Constata el paso de una cultura

del deber que imponía un ideal exigente de sacrificio de sí, una cultura de la autoridad, a otra en que

impera un uno mismo y su potencialización. Se trata de hacer el record óptimo de nuestro potencial.

De esta cultura, el paradigma empresario es clave; Lipovetzky nos habla de la miseria de la filosofía

soft de la empresa. Esta miseria la despacha como fruto de una manipulación ideológica que usa todas

las estratagemas posibles de la sugestión y del control de las almas.

Este control de almas ya no opera con los antiguos medios pastorales sostenidos por la

majestuosidad de la catedral, la altura espiritual del púlpito, la ensoñación de la tubería del órgano, el

sistema de penitencias u otros rituales religiosos. Hoy es comunicación e imagen, es la venta de un

gesto y de un rostro multiplicado por millones de repetidoras que trasladan su sonrisa de viajante de

comercio o su llanto de madre despojada de su bien más preciado. La empresa como hogar de

producción de identidad es una manipulación comunicacional porque no modifica las estructuras de

poder, estas microestructuras que en toda empresa sostienen la gestión. Nos referimos a la

distribución de los beneficios y a la intervención en la técnica de la gestión. Para Lipovetzky, al

revés de los que anuncian la mutación paradigmática de este fin de milenio, con la gestión

polifuncional y consensuada, y la participación en las rentas con las acciones y los fondos de pensión,

entre otros mecanismos de participación financiera, considera que la ética de los negocios no

pretende, en realidad, más que dar una satisfacción moral sin cambio material.

Por eso la ética no es más que una markética, un modo de utilizar el lenguaje moral para mejorar la

imagen empresaria y conquistar nuevos lugares en el mercado. Para él, la ilusión ética no es más que

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una nueva forma de la consciencia democrática, que en la empresa busca su alma, su suplemento de

espiritualidad.

Si en los medios masivos de comunicación proliferan las normas de un espectáculo caritativo que va

desde los primeros planos de un inocente diezmado en lugares de genocidio, o el de cualquier

injustica cotidiana transformada en superproducción, en la empresa la ética de los negocios se basa

en la moral del interés bien concebido, una combinación entre interés propio y bien, que el mismo

Lipovetzky, en última instancia tampoco puede deshechar. Es lo que llama moral de la

responsabilidad que junta a la otra de la convicción tienen la monotonía de un fruto estimado de los

analistas morales.

Pero Lipovetzky insiste en la necesidad, al fin de cuentas, de una ética razonable, que concilie valores e

intereses, y que no se refugie en principios imposibles de cumplir porque más que impulsar a una

mejora del género humano, lo cobija y justifica en la inacción y en la permanente condena del

semejante. También considera con sensatez que todos lo peligros ya no de una empresa

espiritualizada, sino de una tecnología irrefrenable, en todos los campos, no se encauzará hacia el

bien por medio de imprecaciones y correcciones ascéticas y virtuosas, sino por nuevos avances

tecnológicos, nuevas formas de transformar y crear más mundos, de otro modo, con otras metas,

desde otros intereses, pero con las mismas armas, un dispositivo que parta de una inteligencia

razonable y de un humanismo aplicado, ya que el viejo humanismo de la universalidad, cualquiera que

ésta sea, el del corazón, el de la razón, o el de la función comunicacional o diálogica, tienen como

única aplicación su difusión profesoral, becaria, espirituosa, puritana, y finalmente, hipócrita.

Para Lipovetzky nuestra época ya no es disciplinaria y panóptica; no se trata de dominar mediante

un control rígido, directo, siempre observable, homogenizador de comportamientos. Hoy se trata de

comunicar globalmente, funcionar con la imagen, personalizar, lograr comunicaciones polimorfas e

intersticiales con sus principios de innovación permanente. Hoy la gestión, nombre que no

clausura un orden como la palabra control, ya no tiene como soporte la disciplina sino la ética. La

empresa piramidal correspondía a la cultura disciplinaria de las primeras estrategias de la

individuación, la empresa en redes coincide - usando palabras de Lipovetzky - con la cultura

posmoderna, abierta y psi, personalizada y comunicacional.

Alain Etchegoyen - filósofo y consultor de empresas - llama vals de la ética, al baile

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moralizador que pretende responder a una demanda de juntar denuncias y nutrir un espectro

negativo que oficia de purgante y autocomplacencia. Pide nuevas enunciaciones y no tantas

denuncias.

Etchegoyen es otro en busca de una definitiva noción del Bien, desde la cual construir

afirmaciones, enunciados positivos y nuevos deber ser. Olvida, quizás, otra lección nietzscheana, la

de que el poder afirmativo sólo puede enunciarse desde la muerte de Dios, es decir desde la caída del

ídolo del Bien. Pero lo que perturba a Etchegoyen es la ilegítima mezcla de la ética con la moral,

porque, para él, no es lo mismo.Etchegoyen, junto a Le Goff y Le Mouel, entre otros, son egresados

de las mejores escuelas de filosofía, y se han dedicado a instalar consultorías de empresas, lo que

los coloca en un particular lugar de compromiso. Ninguno de ellos quiere perder la virtud filosófica

de búsqueda de la verdad y ejercicio del espíritu crítico; pero simultáneamente responden al ritmo de

los tiempos, los tiempos de las organizaciones capitalistas.

Etchegoyen recapitula la crónica de los héroes de la década del setenta: el ladrón, entre Genet y Bonnie

and Clyde, el criminal, digamos, para recordar un ejemplo, de A sangre fría, de Truman Capote o

el Pierre Riviere de Foucault, y los millones de locos del movimiento antipsiquiátrico, desde

Cooper a Atrapado sin salida de Milos Forman. Para Etchegoyen,ladrones. locos y asesinos,

estos eran los héroes de una rebelión que se consideraba interesante, a los que podríamos agregar a

todos los revolucionarios de la lucha armada, guerrilleros de todos los continentes, para terminar con

una heroicidad compactada ante nuestro actual y exclusivo llanero solitario: el empresario. Qué pasó?

Qué es lo que cambió en el mundo para semejante transformación? Nos contentaremos con un adjetivo

despreciativo como el de pensamiento débil, ideologías soft y cultura light?

Para Etchegoyen esta reconversión que algunos celebran como un deseado fin de heroísmos que no

son más que la voz de la muerte, puede ser la oportunidad de algo nuevo, la de una moral no

heroica pero posible, necesaria, el enunciado de un nuevo Bien.Para esto hay que desbrozar la maleza,

separar la paja del trigo, la ética de la moral.

Etchegoyen dice que el vals ético, el que danza entre las bioéticas, la ética de los negocios y las

diferentes expresiones de la markética, son el comienzo de una claudicación de la moral.Para él la

moral es un asunto serio, inclaudicable, se define como imperativo categórico, como estas dos mismas

palabras lo expresan, la moral es imperativa y categorial; mientras la ética es un imperativo que llama

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hipotético, toma en cuenta la posición singular que transitamos y a partir de ahí lo que cuenta es la

prudencia como único imperativo.

La ética no puede ser una moral aplicada, la moral no es un compromiso entre sus principios y el

interés. La moral es sagrada e inviolable, el tiempo no interviene en su enunciado, ni en su práctica. El

largo o corto plazo, la temporalidad de la conveniencia no pertenece a su ámbito. Por eso el

management según valores es arbitrario, deportivo, preocupado por la rentabilidad y las perfomances,

termina por ser una adulación a la patronal.

La empresa es un lugar de privilegio para el vals de la ética. La ética de los negocios es una

megalomanía cultivada con la que se pretende seducir albañiles para que sientan que colocando un

andamio son parte del Imperio Trump, como los aprendices medievales debían sentirse partícipes del

orden catedralicio cuando pulían las piedras. La ética comienza así como un engaño sobre los fines.

La ética de los negocios constituyen un vivero de valores, una tómbola de la que salen una larga serie

de números morales como la solidaridad, la responsabilidad, el derecho al error, la tolerancia, la

confianza, la lealtad, la integridad, el rigor, el respeto, el coraje, la constancia, la equidad, la

autonomía, la dignidad. Las éticas banalizan el espacio de poder. La ética debe ser un cuestionamiento,

una interrogación, una posición crítica, y no una adulación. La ética de los negocios es ante todo una

serie de reglas de conducta, un dispositivo de reglamentos para el mejor control en los

hipermercados, para la manipulación de materiales, para la seguridad de los lugares de trabajo, para

la mejor atención al cliente, para el control de calidad, para la divulgación de los secretos, para el

acoso sexual, no son más que reglas para una sana gestión. No son cuestiones morales, no son

planteos, son respuestas confeccionadas.

Etchegoyen es preciso, coherente con su planteo de un orden moral afirmativo, no se complace con

denunciar a la ética al servicio del sistema. Nos enuncia su orden moral que sin huir del mundo de los

negocios, por el contrario, nos invita a él. Dice que el cliente es el Otro, con mayúscula. El gran Otro

es un emblema filosófico, además de lacaniano, que nos remite a lo que hace el devenir posible, a lo

que kantianos y fenomenólogos, además de Etchegoyen, llaman horizonte. El horizonte es lo que

marca nuestro lugar. Ante su inaccesibilidad nos situamos. El cliente, dice Etchegoyen, es lo que hay

que seguir, es lo que está afuera pero condiciona nuestro adentro. Y da un paso más: el cliente es la

manifestación del Hombre en la empresa. El humanismo es un concepto económico. La empresa es

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un espacio pedagógico en el que se lleva a cabo la práctica del prójimo.

Por si no hemos entendido, agrega: el cliente es una idea reguladora, condición de toda acción y

de toda organización. El cliente es la exigencia de un servicio en el corazón de la actividad

económica.El enunciado moral ha sido dado, y sus apóstoles serán anunciados por su portavoz

Etchegoyen: Kant y Cristo. Kant para la idea de buena voluntad como paradigma de la consciencia

racional; y Cristo para la paz en la tierra a los hombres de buena voluntad. El Bien, la Paz, deduzcamos

que es la paz de los bienes. Etchegoyen nos dice que cristianos y francmasones convergen en el

pensamiento moral.

Debo decir ahora que lamento mi desconcierto frente a esta aparición de la francmasonería, esta

fraternidad laica que por ser secreta poco aporta a la elucidación moral. Es extraña esta apelación

a una nueva orden de Templarios, otra variedad de cruzados. Sin embargo, Etchegoyen anuncia los

principios de la moral del futuro: el peso de la palabra; la coherencia entre discurso y acto; la

generosidad.

Una vez que el Otro purifica un mundo empresarial teñido de hipocresías éticas, una vez más en que el

cliente se dió la razón, de un modo algo nostálgico, porque no hace más que repetir la ética mercantil,

que ni siquiera es industrial, y menos la realidad actual signada como una economía post industrial de

servicios; las recomendaciones de Etchegoyen nos dan la sensación de presenciar una actitud frente

al cliente que cualquier hijo de comerciantes aprendió de su padre en la mesa de comedor; una vez

establecido este escepticismo, crítico por un lado y conciliador por el otro, escéptico frente a los

pequeños principios anglosajones, pero solemne y devoto respecto de los guías espirituales del

verdadero occidente, el judío Jesús y el alemán Kant, una vez que ha establecido su metafísica

comercial, este consultor distante y cercano, se asocia a un colega, filósofo y consultor también, Jean

Pierre Le Goff, que renueva la forma de este juego analítico exponiendo ciertas diferencias.

Para le Goff, por el contrario, la lógica liberal del cliente rey, refuerza el egoísmo del consumidor en

detrimento del ciudadano. Esta falencia se compensa con del mito de la empresa-ciudadana, la

empresa comprometida con la vida civil de la comunidad a la que pertenece, un angelismo que se

expresa con la retórica de la responsabilidad social. La condición de los que trabajan importa menos

que el precio, la calidad y el servicio que se ofrece. Y cuando esta condición es objeto de

problematización, se aplica la operación del análisis transaccional al servicio del management. Se trata

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de que el individuo exprese su personalidad sin por eso separarse socialmente y sin el temor de

suscitar la hostilidad del prójimo. Dulce espera es ésta, ser uno mismo, y apreciado por serlo.

Hacer del mundo del negocio una obra de arte, es armonizar al hombre y la empresa, calificar el

trabajo, depender de valores tolerancia, de diálogo, de confianza, coraje y combatividad. Mediante

la lógica de la responsabilidad, el empresario no debe ser un escultor que modela, sino un jardinero

que riega, no alguien que conforma la materia según una idea preestablecida, como en el sistema

tayloriano, sino alguien que deja crecer, que ampara el libre desarrollo del individuo. Quieto y mudo

como una planta.

Para Le Goff, la servidumbre voluntaria en la empresa se construye con una cultura, un conjunto de

normas interiorizadas, una Regla en el sentido monástico del término. Regla que hace innecesaria la

proliferación de reglamentos, que es factor de adhesión y autoridad moral.

La empresa ya no es una institución de la sociedad civil que se rige por el derecho y la negociación,

sino una comunidad originaria de pertenencia.Este comunitarismo empresarial hace eco al paternalismo

del siglo pasado, pero este eco marca la diferencia. En los comienzos del industrialización se trataba

de una caza a la pereza, a la disipación, al alcoholismo, a la `flanerie'( el yirar), no sólo buscaba el

óptimo productivo sino que tenía una voluntad moralizadora. Inculcar buenas costumbres a las clases

inferiores, la disciplina, la obediencia y el respeto por las jerarquías.Durante el segundo imperio de

Napoleón III, el Emperador era a la vez todopoderoso y padre benefactor de la nación.

Si pensamos en una institución arquetípica del siglo pasado como el cuartel, la disciplina - dispositivos

institucionales en los que se diagrama una anátomopolítica de los cuerpos - , tal como aparece en

los análisis de Marx, traslada su modalidad a la manufactura en la que combina su aspecto

coactivo con un clima de mansedumbre y benevolencia. La vida de los talleres de manufactura toma

su modelo de la armada y de la familia, por los lazos afectivos diagramados alrededor de la figura del

padre. Esta benevolencia patriarcal, que ya no corresponde a la filantropía enmarcada como estaba en

los derechos del ciudadano y en el universalismo de la Revolución Francesa, es parte de las

necesidades y los problemas que plantea la naciente industrialización, con su correspondiente

explosión demográfica, sus migraciones masivas, su éxodo rural, su imprevista e impresionante

urbanización, y la novedad que plantea aquel fenómeno inédito que se llamó `población'.

Arraigar al obrero a su casa y a su jardín, alejarlo del mundo de las tabernas, cuidar de su familia, de

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su ocio, de la educación de sus hijos, la política contra los vicios y la corrupción que provienen del

alcoholismo, la promiscuidad, el sindicalismo y la política, todas éstas eran tareas del paternalismo

moralista.

Más de un siglo después, el retorno moral a la empresa presenta sus nuevos rasgos éticos en una

sociedad en la que las figuras tradicionales de la Iglesia, el ejército y la familia están en

crisis.Compensar esta falta con una ideología de management que oculte las divisiones en la

empresa, que edulcore los conflictos, que se vista como un arte, que haga del directivo un excelente

animador de su equipo, que invente un vocabulario energético y un modelo de placer como

entelequia motivadora, que convierta al budismo en un antídoto para el stress, que sancione al

cigarrillo como un anatema organizacional y filtro insoslayable en la selección de personal, nos atrapa

- para Le Goff - en la consabida manipulación y en una retórica de la dominación. Sólo a través de

frecuentes discusiones, de la comprensión de que ningún ser humano se conoce como un producto o

un paquete que se mueve en todos sus perfiles, sólo a partir de la convicción de que por un retoque

de pequeños toques sucesivos se va dibujando una existencia y se llega a conocer a los hombres,

que únicamente con un puntillismo de las relaciones humanas se limita el formalismo metodológico y la

pedantería cientificista, es con estas precauciones que podemos estar preparados para la

intervención de la filosofía en el ámbito de los negocios humanos.

Pequeños grupos de trabajo filosófico en las empresas pueden, para Le Goff, contribuir a una

pedagogía de la gestión. Los comentarios de lectura muestran el defasaje entre la propia

subjetividad y las significaciones de un texto; el trabajo textual nos permite romper con los modos

espontáneos de la adhesión o rechazo; se favorece la escucha. El filósofo debe evitar dos grandes

desviaciones: una es la referencia a lo vivido que termina en un parecer generalizado y en una

enumeración fragmentada de experiencias. La otra es lo que Le Goff llama demagogia obrerista o

técnica, la permanente humildad profesoral que reconoce que sólo la práctica profesional y técnica

posee los auténticos valores de verdad.

Desarrollar la cultura general también puede entenderse de dos modos. Uno es el de encararla en

relación y en función de la formación técnica. El otro es el de desarticular ambos aspectos,

haciendo de la cultura un mundo aparte, una suerte de distintivo social, un suplemento espiritual a la

actividad técnica o económica; la cultura sirve, entonces, para incrementar el capital simbólico. La

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cultura general tiene así un carácter paradojal pero no descartable, ya que el trabajo de crítica cultural

guiado por el filósofo, produce un sano descentramiento, un repliegue reflexivo; abre la posibilidad

de la interpelación, y de la comprensión de su aporte a la memoria colectiva y a la identidad común.

Cuál es la causa de la aparición de la noción de ética en la literatura gerencial? Para Jacques Le Mouel

en su Crítica de la eficacia, esta aparición es el signo de una falla en el sistema social, una

contradicción en un sistema que necesita nuevas legitimaciones. De Mouel cita a Foucault para

denunciar la utilización de códigos morales por el poder para obstruir el ejercicio de la autonomía.

Pero no hay ética sino eximida de la moral. No debe confundirse el Bien con el orden de lo Justo. La

justicia remite a la moral, al establecimiento de reglas, la cuestión moral es inseparable de las

cuestiones del derecho.Por eso es un contrasentido hablar de ética de los negocios, se convierte en

un disfraz para los que quieren triunfar sin perder la decencia. Es un desculpabilizador más, pero en

este caso un desculpabilizador moralista, un especie de boomerang acolchado.De Mouel sostiene que

en toda empresa se establecen relaciones contractuales entre quienes trabajan, entre quienes emplean

y quienes ofrecen sus servicios. El modo de establecer estas relaciones varían de acuerdo a las

pautas culturales y a la historia de las relaciones laborales de cada nación. Y no se trata sólo de citar el

famoso ejemplo japonés. Trasladar el marco ideológico de las relaciones de trabajo de un lugar a otro

en nombre de democratismos, es un falso modo de entender la globalización. Las doctrinas de Palo

Alto que tienen buena pregnancia en las gerencias de las corporaciones norteamericanas, pueden

causar estupor en otras áreas culturales, como sucedió en Gran Bretaña que luego de darse las manos,

mirarse a los ojos, sacar al duende vergonzoso que todos tenemos adentro, los empleados británicos

no quisieron más de este particular pastel. Los franceses, por ejemplo, tienen la visión - según Le

Mouel que proviene de esa matriz - de que en todo trabajar para alguien hay algo de servil, y

desprecian los gestos que consideran obsecuentes de los empleados de las compañías

norteamericanas. Pero en EE.UU, la relación contractual que se establece en el trabajar para alguien

no es signo de ningúna posición inferior, y el control ejercido por el superior es menos una

injerencia indebida que la actitud normal de cliente exigente. Satisfacer a su jefe no es ni más ni

menos que satisfacer a un cliente, por eso los norteamericanos identifican con facilidad el trabajo con

el servicio, y la literatura servicial tiene un eco fácil en su medio gerencial. Le Mouel habla de un

consenso a la holandesa, que no es el mismo que a la japonesa. Escuchar, hablar con pausas,

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consultar, explicar, abstenerse de la violencia verbal y del argumento de autoridad, conforman el estilo

de la administración holandesa.

De Mouel, de formación filosófica, es también consultor de empresas, se ve constreñido por su propia

lucidez a opciones llamativas, pero pertinentes para lo aficionados a la historia de la filosofía. Se

arrincona en su propio rincón, se cita como testigo y acusado a la vez, y, en nombre de la verdad y

nada más que la verdad, se pregunta: Diógenes o Maquiavelo?, el consultor debe elegir.

I. 4- Etica de empresas. El punto de vista crítico.

Diógenes le echaba la verdad en la cara de los poderosos. Su modo de decir era despojado.

Despreciaba tanto la técnica de la persuación sofística como la pretensión de la trascendencia

platónica. Su grosería era provocadora y exigente. Las escenas que construía desnudaban a la razón

política y a la espiritualidad filosófica. Eso era el cinismo, todo lo contrario de lo que se definió con

ese término siglos después. No era un uso inteligente, es decir conveniente e ilegítimo, de la verdad;

el uso antiguo concuerda con las versiones posteriores del cinismo en que muestra la otra cara del

moralismo edificante, pero no lo hace instalándose en él para hacer uso del poder que le da el haber

vuelto de aquella otra cara. No es el cínico el que se define por la frialdad del decepcionado, la sonrisa

del retorno, el poder del que en nada cree, y la crueldad del que no se deja engañar por falsas

autenticidades y señala las verguenzas ajenas. Diógenes, el cínico, tenía la ingenuidad del que cree en

su verdad, y del que desafía el oro imperial. Es lo que Foucault llama parrhesiastés, un decidor de

verdad que se enfrenta a la amenaza del poder.

La `virtus' maquiavélica remite a la fuerza y al vigor de la institución, es una apelación al poder del

Príncipe, al cálculo conveniente de su estabilidad y de su expansión. Un consultor cínico, como

Diógenes lo fue de Alejandro Magno, crearía una situación insoportable para el líder empresarial,

porque la ética cínica está más allá de la razón política, y de la económica; por el contrario, no hace

más que mostrar los desastres a los que lleva su exclusiva invocación.

El maquiavélico es funcional, responde a los intereses para los que se lo pretende contratar; el

problema es que hace de la fuerza una legitimidad en una cultura que necesita nuevos escenarios en los

que el poder tenga su drama, y el drama tiene intriga, suspenso, incertidumbre e ilusiones. La

invocación de la fuerza no permite el drama moral, porque en todo drama se necesita del protagonismo

de la víctima o del débil, como tampoco lo permite el desafío de la ética cínica que acusa a los

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protectores del Bien.

Si el consultor no puede ser Diógenes ni Maquiavelo, hay algunos que prefieren un estilo aristotélico,

el modo de operar de un consejero en ciencias, un depurador de motivos, un tejedor que hile sutiles

diagramas entre posiciones consecuencialistas, utilitaristas, rigoristas, pragmáticas, todo el armazón

metaético y deontológico de los coleccionistas de argumentos. En todo caso, es muy difícil para el

consultor lograr la confianza de los líderes empresariales sin la cortesanía que se espera de él.

El punto de vista escéptico que acabamos de transitar trata de modificar el uso habitual de la ética de

los negocios. Estima que esta rama de la filosofía institucional tiene su pertinencia, hay un lugar para ella

bajo el sol. Pero no es el de la justificación de las jerarquías económicas ni el de paraguas moral de

los intereses empresarios. Debe ser auténtica e innovadora. Ya sea el Otro como idea reguladora de

un cliente que nos llega del universo de Kant, ya sea un cliente que baja de la montaña y anuncia la paz

entre los hombres; o una ética de los negocios que provenga de un trabajo de reflexión y distancia

respecto de sí con la ayuda de un profesor mas que el de un consultor; el consultor escéptico es un

reformador de la misma ética de los negocios antes de serlo del mismo negocio.

El punto de vista crítico, por su lado, no es reformador ni siquiera consultable. Hemos

seleccionados a dos exponentes que parten desde ángulos y preocupaciones diferentes.

Convocamos en primera instancia a Alain Ehrenberg, un aficionado al deporte y al estudio de las

culturas deportivas. Nos referiremos a su libro Le culte de la perfomance. Para ubicarnos en el

tema de la incidencia de la mística deportiva en las relaciones empresariales, Ehrenberg cuenta la

historia del Club Mediterraneé. Paradigma del ocio durante una cierta época, provocó una

innovación que aún hoy en día, a pesar de la permanente transformación y expansión de la

industria del turismo, nos permite reconocer el rol pionero que tuvieron sus fundadores.

Hubo un momento en que las típicas relaciones del huesped en un ambiente hotelero dejaron de

tener su encanto. La sonrisa del mayordomo, la conducta del ama de llaves, y la pacatería y

solemnidad de las viejas hosterías recicladas dejaron de producir el ambiente de ensueño de otras

épocas. Ya no se estaba en la atmósfera de una burguesía que imitaba con sus medios y su llaneza

citadina, las legendarias e inimitables costumbres de la antigua nobleza. El modo de vida hotelero

encarnaba una cortesanía burguesa que siendo roída por el americanismo, debió trasformar la

relación del personal con el cliente.

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Se impuso una corta pero memorable vida aldeana concebida como un espectáculo en el que es

posible ser actor. Ya no se está ni en el hotel burgués ni en el camping popular. Recorriendo la historia

del Club, Ehrenberg marca el pasaje de unas vacaciones pensadas como un activismo polinesio de la

pereza, activismo de la nada, del drink bajo las palmeras, a una política supermercadista del ocio. Los

turistas son invitados a ejercer oficios nobles y simples, con la ayuda de los cursos de jardinería,

plomería, electricidad, y todos los sueños que puede realizar la consigna del `do it yourself'. Se hace

converger así la modernidad tecnológica y el desarrollo del potencial personal, la utopía

tecnológica y el sujeto soberano.

La historia del Club Mediterranée, de sus cambios, de su imágenes paradisíacas, de sus sueños

sexuales, de toda la imaginería que puede hacerse con el llamado tiempo libre, también aporta

elementos de análisis para el estudio de las conductas empresariales modernas. El espíritu de aventura

se usa como tema en la formación empresarial. El asumir personalmente riesgos se motiva con

entrenamientos de rafting, saltos al vacío, paracaidismo. Se necesitan directivos rápidos, elásticos,

audaces, aptos para el reflejo rápido ante lo imprevisible. La empresa-pasión es el mensaje principal

de los pastores del rendimiento. Para estos siempre vienen bien las leyendas de los conquistadores, y

la heroicidad actual de los nuevos campeones.

Lo que se ha modificado es la antigua polarización que entregaba los objetos de satisfacción a un

consumo progresivo y medido de las clases medias; y a las clases populares, ante las barreras de

clase que no le permitían este mismo consumo, le regalaba sueños extraídos del imaginario de las

competencia deportiva. Ehrenburg nos habla de los ambientes motivacionales de las empresas que

sponzorizan gestas deportivas; de la identificación que se busca entre el personal y el deportista

auspiciado, de la gloria compartida entre la empresa y su gente y el orgullo del logotipo abanderado.

En la actualidad, la forma física y la apariencia corporal no son un asunto privado, nadie puede vivir

encapuchado, forrado en frazadas o escondido en una guarida. Salir a la calle ya nos delata, es la

delación de la forma de nuestro cuerpo, de su indolencia o de su vigor, de su abandonarse o de su

cuidado, de su fealdad o de su belleza, la forma y la consistencia del cuerpo es nuestro nuevo rostro

moral. La práctica deportiva ha dejado de ser recreativa para ser parte de la eficacia de la inserción

profesional en la empresa; rige la esperanza de una carrera como establece la dignidad del protagonista.

Para Ehrenberg es fácil trazar los paralelos entre la estética deportiva y la ética empresarial en un

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mundo en que se reconoce que los valores religiosos y éticos del primer capitalismo se han diluído

con el ocaso de ciertos puritanismos, y ha quedado el espíritu agonístico, y la competitividad

concentrada en el ganar. La metafísica del éxito. La empresa ha dejado de ser un lugar de trabajo para

convertirse en una oportunidad para ser uno mismo.

Se crea un modelo cultural, una técnica de fabricación de autonomía, un aprendizaje del gobierno de

sí para la vida pública-privada. Las encuestas francesas le dan a Ehrenberg el dato de un 12% de la

población activa de Francia reconociéndose a sí misma como empresaria. Empresario no es aquel que

ha acumulado un capital que le permite contratar fuerza de trabajo para la fabricación y venta de un

producto, sino quien emprende algo, el que tiene un modo de conducirse que le permite apostar a

favor de un proyecto personal en el que combina creatividad y voluntad de ganar. Cantillon en 1720

definía al empresario como el que vive en la incertidumbre, el que debe reflexionar constantemente; y

concibe al empresario a semejanza del filósofo, como el que está obligado a conducirse a sí mismo. El

empresario es así menos el poderoso que domina a los humildes que el hombre que sacude la rutina

de la existencia, que arroja las falsas comodidades de la seguridad, y usa su libertad para controlar la

situación en lugar de padecerla.

El empresario se presenta como un individuo puro, el que es su propia raíz, el único cuya genealogía

apunta hacia el futuro. Estamos lejos de los estudios médicos que en el siglo pasado se dedicaban

a los ambiciosos, en los que se consideraba a la ambición como una pasión peligrosa, dañina para el

equilibrio psíquico. Theodor Zeldin, por ejemplo, en sus estudios recomendaba no apuntar

demasiado alto; sugería diferenciar entre la estima pública y la celebridad. Los textos médicos

insisten sobre la sintomatología del ambicioso - aquel que quiere elevarse demasiado - cuyo

inexorable destino es la melancolía. Por eso no se aconsejaban las carreras que tuvieran que ver con la

industria, espacio laboral aún sospechoso y poco claro; por el contrario, el comercio podía ser

aconsejable ya que era un ámbito del ejercicio de la prudencia, de moderación y honorabilidad.

Había que desconfiar de los `parvenu', estos advenedizos cuya patología era un deseo de movilidad

ascensional exacerbado. Los enceguecidos por escalar no eran bienvenidos en una sociedad en que la

clase social aún tenía los atributos del rango.Ser uno mismo. Pero, cómo se sabe que se es uno

mismo? Ser uno mismo y el mejor. Pero cómo se sabe que se es uno mismo y el mejor? Ehrenberg

considera que la búsqueda de la autenticidad es indisociable en la cultura empresarial, de la

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visibilidad. Lo que se debe conquistar en realidad es la intimidad psíquica, abordarla con el código

público de la visibilidad; hacer de nuestro superyo un estadio lleno, de nuestros deseos un figurar en el

podio, de nuestras neuronas una hinchada, de nuestros secretos una táctica, de nuestra identidad un

record, de nuestra voluntad una barra brava. Ser uno mismo es tener a todos con uno. Así,

paulatinamente, se podrá borrar el tabique entre el espacio íntimo de la identidad( quién soy?) y el

espacio público de la realización( aquello que hago).

Ehrenberg concluye su diagnóstico con una serie de constataciones sobre ciertas consecuencias

somáticas de esta cultura, fundamentalmente el incremento de los estados de ansiedad, y la

importancia de los psicotrópicos para aligerar el peso de la presión competitiva. Pero las vueltas del

sistema empresarial hace que aquello que está destinado a calmar también excite, que los bajadores

nos alcen, que los amortiguadores nos tensen, que los relajadores nos endurezcan. Tranquilizantes hay

muchos, pero los que sabemos de la cosa, los que no nos satisfacemos con simulacros o productos

truchos, no tomamos cualquier baratija, por lo menos consumimos prozak, y si no se consigue, no

vamos a parar hasta conseguir alguna preciosura del surtido de las `wonder drugs'. Pero si la

farmacia no está de turno, quien nos baja la ansiedad cuando nos falta o cuando no conseguimos el

imprescindible bajador!?

Evidentemente no tenemos los occidentales, hijos de la Ilustración, una cultura de la resignación.

Todo lo contrario, nuestra cultura es la de la inconformidad, la de la rebelión, la de convertirmos en

seres mutantes, singulares y transformadores de lo dado. Como hijos el siglo XVIII hemos

aprendido a liberarnos de las tutelas y a ser mayores de edad, seres emancipados que pueden pensar

por sí mismos. Si en la democracia liberal clásica se nos instruyó a pensar por nosotros mismos, a

elegir a nuestros representantes, a descreer de las autoridades sacrosantas, a tener un yo y cuidarlo, las

prédicas de la actualidad han engrandecido esta misión, le han puesto una lente de aumento en la que

nos exigen creatividad, imaginación, audacia, destrucción creativa, expansión, innovación, reflejos,

disconformidad, dólares.

La cultura de la empresa busca su ética congregante para un mundo en que todos, se sabe, no pueden

ganar, pero todos tienen la oportunidad de hacerlo; si no existiera esta oportunidad el liberalismo

no sería enunciable. Esta competencia tiene sus reglas, no es una jungla; y tiene su suerte. La suerte

reside en que si bien hay que admitir que el capitalismo en las épocas de los comienzos de la

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industrialización, llenó de hollín las ciudades, hizo trabajar a los niños, usó, abusó en los telares de los

finos dedos de las mujeres y urbanizó a los hombres como si fueran ratones; si bien es cierto que las

disciplina fabril se modeló sobre el ordenamiento de los contingentes de los cuarteles, o que a

comienzos de nuestro siglo la invención del cronómetro productivo exigió una monotonía laboral de

chimpancé; si también es cierto que el capitalismo innovó su tecnología con el aliciente de las

carnicerías bélicas, que lo hizo metiendo su sopapa en las fuentes primarias de los países del tercer

mundo, todo esto, por suerte, terminó.

Es una gran suerte que el desarrollo de las fuerzas productivas haya convertido al capitalismo en lo

que es hoy en la aurora del tercer milenio. El capitalismo en plena revolución informática deshecha

todas las formas autoritarias de gestión, todo su verticalismo; el capitalismo hoy ya no necesita de la

pobreza de los países pobres , quienes por virtud del nomadismo horizontal, se hacen más ricos que

los mismos países ricos; el capitalismo produjo una revolución microeconómica, mutó los dispositivos

de gestión. Hoy necesita de la capacitación de la gente, de la polifuncionalidad de los que trabajan, de

la movilidad entre sectores, del consenso en las decisiones, de un control de la calidad de los bienes,

y de la calidad de la misma vida; hoy, el capitalismo necesita del progreso y de la libertad por

imposición de su dinámica estructural. El capitalismo, por esencia, es revolucionario; por eso podemos

hablar de la revolución capitalista.

Esta, la que se acaba de desplegar, es una verdad de coliseo, vitoreado por millares de economistas,

asesores, consultores y millares de especialistas en relaciones internacionales, con la salvedad de

algunos nombres. Uno de ellos es el de un escritor de especialidad difusa, quizás un antropólogo en el

sentido del que considera que las interpretaciones que los hombres dan de su vida, es parte de su

vida. Que la diferencia entre el símbolo y la cosa no existe, porque la cosa es más que un objeto, es

una objeto valorizado, distinguido, marcado; se llama Robert Jackall, autor de The moral

mazes( Laberintos morales).

Isla flotante en el mar de lo mismo, el pensamiento de Jackall le regala al paraíso de las

corporaciones el mismo obsequio que le hacía Scott Fitzgerald en su Ultimo magnate al mundo

de Hollywood. Nombramos a un novelista porque las observaciones de Jackall tienen la virtud del

espíritu narrativo; y en nombre de éste, de la perversión mínima que implica la percepción del modo en

que se manejan los hombres que pertenecen a una organización en la que corre dinero, mucho dinero,

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y que sólo un espíritu filosófico bañado en formol académico, ensueña como espacio democrático,

consensuado, armónico, fenomenológico y cristiano; perversión - decía - que es lo que exige el

sentido del humor cuando no está amarrado a la moraleja y se permite ver las mil y una zancadillas con

las que el ser humano juega su supervivencia, y que no siempre da lugar a la amonestación pastoral ni

a la elucubración metaética, y que se atreve verla y disfrutarla como se paladea la tragicomedia de

la existencia y al mundo con espesor de teatro que no pierde la brutalidad de la vida. Mostrando el

artificio hace sobresalir las venas de las pasiones humanas. Lo que no quiere decir que Jackall sea

Shakespeare, sino que llama la atención la libertad con la que piensa la sociabilidad ejercida en las

corporaciones.

Digamos que está más cerca de la vida real, arriesgando con esta afirmación un infundio filosófico que

los filósofos repelen, este de que la vida real existe. Esta vida real puede retratarse en las novelas,

pero no siempre pasa por ellas.

Tomemos - antes de llegar a Jackall - tres ejemplos novelísticos que tienen que ver con el mundo

de los negocios desde tres ópticas y estilos diferentes. Uno es el de Thomas Mann y su obra Los

Buddenbrook, el de Easton Ellis American Psycho, y el de Tom Wolf La hoguera de las

vanidades. Tres obras en las que la palabra negocio hace intersección con la palabra vida.La obra de

Mann es una gran obra, como lo es el crear un mundo, meternos en él de mano de un autor que

oficia de nuestro Virgilio. Así son las grandes novelas, descensos a los infiernos y ascensos a los

paraísos de la mano de un poeta, de un calibrador de existencias, como lo es Mann, quien nos

presenta a mediados del siglo pasado hasta los albores de nuestro siglo, la saga de los Buddenbrook,

sus peripecias, casamientos, jerarquías, intrigas, pequeñas y grandes ambiciones, las inolvidables

mezquindades, las frivolidades, las sumisiones de la clase inferior, la decadencia de los que antes

tenían el dinero, las humillaciones de los que fueron ricos y ya no lo son, los arribismos de los nuevos

ricos, la debilidad de algunos hijos, la fortaleza de otros, la inversión de roles, el confort de broderie,

piano de cola, y tarjetas de visita de una burguesía almacenera, comercial y al por mayor; la

contabilidad secreta del señor de la casa, la hija caprichosa y mimada que sueña y renuncia a su

príncipe azul; el mundo de Thomas Mann contado con toda la malicia ilustrada de un gran escritor.

Conclusión de la elegía de la familia Buddenbrook: el abuelo funda la empresa, la hace grande y a la

familia la hace rica; el hijo la administra, vive tiempos difíciles y contrae las primeras deudas; el nieto,

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gasta lo que queda. Esta es la historia de los Buddenbrook, y de miles de familias argentinas que

pueden contar la historia de la inmigración y de la conquista de América. Los Buddenbrook es un

modelo de decadencia de clases mercantiles que en tres generaciones consumen el patrimonio

familiar, y todo esto con una cierta inconsciencia y gran candor de la última generación, una cierta

sorpresa, motivada por una memoria que se juega en otra escena, la memoria de la alegría del

negocio próspero, la época en el que el dinero no era tema, un gran ausente que nunca se calculaba y

que ahora - pero si esto es imposible! - falta .

American Psycho es la historia de un yuppie que puede dar lugar a un año de titulares de un

periódico amarillo, aquellos que anuncian crímenes por partida doble y triple. El yuppie es muy

yuppie, hace todo lo que hay que hacer para serlo, y tiene la perversión asesina de asesinar,

decapitar, descuartizar, canibalizar y antropofagocitar el hígado de sus víctimas, mujeres o

japoneses, negros o pobres; hervirles las orejas, abrirles los intestinos, y luego volver a encontrarse

con sus amigos yuppies en un restaurant chic de la ciudad de Nueva York. Una de los aspectos

más atrayentes de esta novela es la actualización que un pobre tabladeño como yo puede tener de las

marcas de onda en perfumes, corbatas, coches, peluqueros, estilistas, modistos, lugares para comer

y beber, comidas que hay que comer, las que no hay que comer; cada velada que Ellis describe es

la apertura de un catálogo de 400 dólares para arriba que nos muestra no el consumo de una clase

social, es mucho más que éso, es el gesto preciso del irse al baño en un restaurant top, descalzarse la

cocaína, darse el bambolazo con la cabeza hacia atrás, sentir la dureza en la garganta, volver a la

mesa, y observar el plato de base de calabaza con un jamón de pato envuelto en hojas de endivia

enmantecada en maní con un rocío de oporto del oeste del Ebro. Por supuesto que en ese lugar no

se come bien, mejor dejar las cosas como están, pagar la cuenta, y probar la misma noche en el

restaurancito jamaiquino que abrió en la séptima y treinta y cuatro. Y después pasar antes de ir a casa

por el Central Park a ver si nos cruzamos con algún ciclista negro para arrancarle la lengua con la

sevillana con empuñadura esmaltada en falso nácar.

El libro de Tom Wolf, por su lado, muestra la contracara del universo yuppie. Los que del otro lado

de la sociedad aprovechan una torpeza del directivo millonario para meter toda la basura progresista,

los reclamos de embaucadores que ofician de portavoces de minorías, el negocio de los oprimidos,

la demagogia de los que lucran con la escasez y la marginación.

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Tres novelas para tres dineros. Esta es la atmósfera que respiran las nasales de Jackall. No tiene el

prurito de los consultores de empresa, ni el esquema laudatorio de los cortesanos ni la duda atrapada

de los escépticos. No tiene otro cepo que el de sus laberintos intelectuales, lo que lo hace libre.

Su empezar es al mismo tiempo un concluir, sirve para que no pierdan el tiempo los que buscan un

texto útil para entrar con elegancia en un despacho, ni aquellos que usan a la filosofía para desplegar

interminables taxonomías de posiciones retribucionistas, utilitaristas, neointuicionistas; para evitar

malentendidos, de entrada nos dice Jackhall que el bienestar del trabajo corporativo, la vida que se

lleva en los salones del management depende de los contactos, de la suerte y de las autopromociones.

Ya enterados de su propuesta grosero-utilitarista, Jackall nos invita a pensar.Podemos llamar,

siguiendo a la tradición filosófica, materialista el punto de vista de Jackall; describe los mecanismos

de poder, no solamente porque descree de las simetrías, sino porque considera que en toda

organización se instituye un poder, y no por la única via de los reglamentos, sino por la constitución de

grupos, de alianzas, de estrategias para ocupar lugares, hacerse dueño de ciertas funciones,

participar en el encumbramiento de ciertas figuras, en el desbancamiento de otras; todo un juego

social que tiene las mismas exigencias que imponen los espacios públicos, sus rituales, sus

ceremonias, sus símbolos, sus jerarquías, sus valores de prestigio, sus anatemas, descalificaciones, su

juego de apariencias, de máscaras convenientes e inconvenientes. El análisis del poder corporativo y

la estética de la existencia que le correponde, nos da una muestra de lo que Foucault definió como

microfísica del poder.Para Jackall la ética de los negocios se inscribe en algo que llama la ética

burocrática, que subordina a un tema mayor: la ética ocupacional. Cita a un vicepresidente de una

gran compañía: lo que es correcto en la corporación no es lo que corresponde en el hogar o en una

iglesia. Lo correcto en una corporación es lo que tu jefe quiere que hagas o seas.

Así define Jackall a la moralidad corporativa. Los managers son un grupo ocupacional que funcionan

en una economía burocratizada, con sus jerarquías administrativas, reglas organizacionales, sus

procedimientos laborales, sus protocolos, sus cronogramas regulares, políticas uniformes, sistema

de controles, peritajes especializados. Pero esta burocracia no es la de Max Weber, quien para

Jackall se inspiró en el modelo del Estado prusiano que se caracterizaba por la legalidad objetiva, la

atención a los detalles, los procedimientos standart, el archivismo, la impersonalidad, la separación de

oficios y personas. Todo esto no congenia, dice Jackall, con el carácter norteamericano. En el joven

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estilo norteamericano cuenta el tuteo, o el primer nombre, `call me Jack'. Hay una herencia

democrática y una retórica igualitaria.

Con el jefe se tiene una deferencia ritual. Se debe seguir el liderazgo conversacional del jefe. Reir de

sus chistes, disimular sus tropiezos, borrarse para mejor resaltar su brillo. El subordinado debe

reforzar permanentemente su subordinación. Hay una relación patrón cliente.

Patrón cliente no es lo mismo que empresario cliente, no se trata de un intercambio de servicios, sino

de la lealtad personal, la que se entrega a la persona y no a un oficio. Un sistema marcado por

patronazgos, intrigas y conspiraciones. Es lo que Jackall llama burocracia patrimonial, término

adecuado para el análisis político del sistema cortesano; de las cortes, como él dice.

Lo que se instaló en la actualidad es una burocracia híbrida, una combinación entre facetas de la

organización moderna y la recreación de la burocracia patrimonial en el contexto de la

corporación. No iba a ser de otro modo una vez que declinó la clase media empresarial, las

profesiones liberales, los granjeros independientes, los pequeños hombres de negocios, es decir, los

miembros de las carreras de la vieja ética protestante.

La vida en la corporación moderna está signada por lo que Jackall llama un agudo sentido de la

contingencia organizacional. Las jerarquías del management se destacan por su ambiguedad y su

estructura paradojal. Hay una lógica institucional subyacente que obliga a aprender uno del otro las

claves sobre cómo comportarse. Se conforman círculos de tertulia en los que sus miembros observan

el rostro público de sus colegas. Hay un aprendizaje del control del rostro público (the mastery of

public faces).

La burocracia no sólo racionaliza el trabajo, también racionaliza las caras públicas, las apariencias,

los modos de presentarse a sí mismo, la conducta internacional.Entre las variadas impresiones que

recoge Jackall, destacamos el tabú contra los trajes marrones; el marrón es un color de perdedor, el

azul es de ganador. No es un detalle frívolo no saber vestirse; ignorar o malinterpretar los signos más

evidentes de la vida social, si somos incapaces de descifrar las apariencias más obvias, el inevitable

corolario nos hace totalmente inaptos para descifrar enigmas más complejos. El manejo prolijo de

las apariencias nos prepara para otro tipo de adaptaciones.

Hay que estar atento cuando se quiere lograr el perfil del directivo. Hay una política de la

subjetividad, que incluye un control de las emociones. La oportunidad de las sonrisas, la suavidad que

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debe cubrir la agresividad, el medido entusiasmo y alegría que nunca debe llevarnos al cotorreo ni al

conventillo. Se debe soportar las ofensas de otro, saber poner ojo de pez(fish eye), saber ejercer

una ingenuidad desarmante, no tener convicciones demasiado firmes - siempre despiertan sospechas

-.

Todo rasgo distintivo, cualquier singularidad, son peligrosos en el mundo corporativo. Uno de los

comentarios más dañinos que pueden hacerse sobre alguien, es que es brillante. Una persona que

exhibe públicamente su inteligencia es percibido como una amenaza para los otros. Qué se puede

esperar de un personaje que disfruta cuando incomoda a los otros?

Un aspirante a directivo debe tener una disposición solar( a sunny disposition). Debe conseguir un

patrón que sea su mentor, su sponzor, su rabino, padrino. Un patrón es quien le provee a su cliente los

medios para lograr la visibilidad. Lo hará notar, le fabricará el espacio para que pueda mostrarse.

Qué sucede con aquel que cae en desgracia. Ir a consolarlo? Intermediar por él? Parece que no es lo

recomendable. Lo que se hace cuando alguien cae, es meterlo en un botecito, empujarlo al mar,

cortar la soga, y no pensar más en él. Existen palabras japonesas, tan englobantes como ideogramas,

pinceladas de brocha sobre papel de arroz, como aquella que dice `golpecito en el hombro' para quien

recibió la infausta nueva de la caída; la palabra japonesa que designa a quienes por deber de lealtad no

son despedidos a pesar de su edad, y se los desplaza hacia algún lugar decorativo, esta situación

conmiserativa se expresa con la frase : fulano `mira por la ventana'. Escena de escritorio vacío en un

subsuelo con abertura al tragaluz, en el que un veterano pasa sus días.

Es compleja la vida familiar en las corporaciones modernas. Jackall cuenta el caso de un directivo de

una poderosa industria química cuya mujer militaba en los movimientos ecológicos. La lucha de su

cónyuge contra la contaminación llegó a oídos de sus superiores y comenzaron los primeros

problemas. No se trataba de una recriminación dirigida exclusivamente a las tareas de su mujer,

labor que, sin duda, provocaba cierta incomodidad, ni de una censura que no sé qué enmienda de la

constitución yanqui prohibe, sino de la falta de autoridad del señor que no podía tener su casa en

regla, y que aspiraba demostrar a sus colegas que sí podía hacerlo frente a secciones de decenas de

empleados.

Una vez Sócrates, en un conocido diálogo de Platón, le advertía al joven Alcibíades que aquel griego

que quisiera gobernar a sus ciudadanos, debía primero gobernar sus propios deseos, porque nadie

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que fuera esclavo de sí mismo podía guiar y conservar la libertad de su pueblo. Esta lección socrática

es la que le recordaban los superiores al inquieto directivo, aquel que no tenga su casa en orden que

no aspire a ordenar casas más grandes.

Para Jackall hay dos tipos comunes de jefe: el `take charge guy', líder que llega más temprano y

empuña el cetro; el `consensus manager', el que gusta presidir reuniones; y aquel que respeta la

creatividad de sus subordinados y cuando les dice lo que hay que hacer, jamás les dice cómo

hacerlo, no da detalles sobre la ejecución de las tareas, es alguien que respeta la autonomía creativa

del subordinado, y así, para Jackall, encuentra el mejor modo de deshacerse de una labor tediosa.

Podrá ser un `lazy guy' o un indolente `guy', siempre necesitado de ser cubierto.

En una corporación los conflictos generalmente se ocultan en el benigno ambiente social de las

corporaciones norteamericanas. Alfombras mullidas, árboles enmacetados, paneles laminados en

roble, finas reproducciones de pinturas, algunas obras originales, escritorios de nogal, estilo

`mahogany', mesas con vidrios pulidos, tapizados de excelente cuero, atractivas y bien peinadas

recepcionistas, cafeterías subsidiadas. Agregémosle las utilísimas publicaciones a las que nos hacemos

acreedores por pertenecer a la corporación: datos sobre paquetes de vacaciones, cheques de viajero

gratuitos, precios reducidos en las entradas para funciones de ballet, para partidos de tenis,

exhibiciones de arte; remedios caseros para resfríos, clínicas ambulantes para diagnósticos previsores

de alta presión, avisos para control ocular, recomendaciones para el jogging y otros modos de

caminar, instrucciones para cambiar ciertos hábitos negativos en el manejo del coche, premios a

quienes cultivan sus hortalizas orgánicas, avisos de baby sitters, indicaciones para hacer buenas

compras, avisos sobre sistemas de seguridad contra incendios, orientaciones para formularios

impositivos.

Jackall se permite llamar la atención sobre el extraño oficio de consultor de empresas, y sobre uno

de sus modos más habituales de difusión: la literatura gerencial. La consultorías de management se

proponen como un cuerpo de especialistas en ciencias sociales al servicio del establecimiento del buen

control en los lugares de trabajo. Transformaron la sociología de la burocracia en un núcleo activo de

una ciencia de la administración, o, como llaman otros, de una teoría de las organizaciones. Enumera

cuales son los requerimientos para confeccionar una adecuada literatura gerencial. a) Suprimir del

texto toda ironía, ambiguedad, complejidad, y resaltar el sentido literal de los fenómenos; b) ignorar

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toda derivación teórica que no pueda ser encapsulada en esquemas fáciles de recordar; c) exagerar el

aspecto luminoso de ciertas cosas, seducir con la novedad, inflarla hasta convertirla en algo

revolucionario, en un instrumento útil para neutralizar los conflictos y saber cómo usarlos en

beneficio propio; d) proveer un programa escalonado que augure develar el secreto de las

organizaciones y de cómo hacerlas cada vez más poderosas; e) terminar el diagrama con una visión del

futuro que haga del libro experto, de su programa, y de los servicios de consultoría, algo indispensable.

La frase ideológica que debe persistir en la concatenación argumentativa de estos manuales, es que la

sociedad es como es, que está dominada por el poder y el dinero, que los problemas son simples.

Que la verdad nada tiene que ver con todo esto, y que el mundo, en realidad, es cuadrado, que

mienten los globos terráqueos, que el que quiera trasgredir su último límite, o probar el filo de su

contorno, se cae, porque más allá de él sólo está el abismo.

El aprendizaje del management no permite candores infantiles. En todo manual de formación de

directivos y empresarios son muy útiles los ejemplos del éxito de las personas. Es lo que antiguamente

se llamaba hagiografía, y que transita por lejanos caminos, que nos vienen de las leyendas de las

proezas de los dioses, de los heroes mitológicos, de los santos, de los artistas, de los revolucionarios,

de los fundadores de la patria; los relatos que tienen un valor didáctico y ensoñador, que se inscribe

en la natural propensión del ser humano a dejarse encantar por el don de la palabra y la imaginación.

Lo mismo ocurre en la actualidad con los medios de comunicación, la gente mira o lee noticias, y lo

hace para entretenerse y no para estar informado o para llegar a la verdad. Jackall refuerza su

constatación, al comprobar que esta verdad de perogrullo es perfectamente comprendida por los

expertos en management, ya que hacen uso de las historias de éxito ( success stories ), de los ejemplos

a imitar, de las construcciones de la realidad que cualquier negociante de historias conoce bien. Se

obtienen resultados palpables cuando se producen resonancias emotivas en el ámbito privado, en las

cuerdas sensibles de la intimidad; aún cuando estas resonancias provocan antagonismo respecto del

narrador, basta que se augure un shock de autoconocimiento.

Las resonancias de lo público en lo privado, la conformación del rostro empresarial, el mutuo

aprendizaje de los gestos para una adecuada sociabilidad, hace del mundo de las relaciones públicas

un centro simbólico cuasirreligioso; y al experto en relaciones públicas, especialista en relaciones ya

sea con el cliente, con el colega, con el jefe, con el subordinado, con la familia del jefe o con la

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secretaria, un nuevo pastor tradicional o un neoterapista secular.

Para concluir con las meditaciones de estos pensadores que hemos denominado como críticos,

retomamos algunas advertencias de Jackall, que curiosamente coinciden con las de Ehrenberg.

El especialista en mística deportiva, se había detenido en el consumo de los psicotrópicos, en la

abundancia de ansiolíticos y sedantes, de antidepresivos, de todo lo que rodea al fantasma de la nada,

cuando el todo ya no se puede; Jackall también nota en los ejecutivos y directivos, ciertas

consecuencias que produce el inevitable ascetismo psíquico que exige el deber empresarial, y las

sensaciones de culpa que produce. Una vida abnegada, dedicada a la empresa y a su gloria, induce,

pruebas estadísticas mediante, a la bebida, a estados de ansiedad seguidos por los de depresión, a

accesos difíciles de cortar de rabia indiscriminada, del disgusto de sí; del resquemor por no haber

estado más tiempo con los hijos, o con la esposa; la sensación de falta por no haberse dedicado más y

mejor a la empresa, por no haber seguido con interés anhelante la vida, de lo que Jackhall llama, la

socialburocracia.

I. I LA TRANSVALORACION

1- Egoísmo de Uno.

El problema que plantearemos aquí es el de la crisis del Estado. Nos acercaremos a ella por la doble

conversión del Mal en el Bien y el del Bien en el Mal. Con respecto a la crisis en sí, todo el mundo

habla de ella; los economistas, los políticos, los ciudadanos, los consumidores, los profesionales. Una

de las características en las que mejor se marca la revulsión que provocó la cáida del Muro, es la

constatación de la impotencia del Estado para seguir cumpliendo con su rol secular. Desde la entrada

de la economía como aspecto regidor de los mecanismos sociales, desde las épocas en que Marx

anunciaba que un fantasma invadía la tierra, el Estado es llamado a hacerse cargo de los débiles, los

pobres y los perdedores del sistema de competencia abierta. Porque es abierta, todos contra todos,

una magnífica armonía ideada por los teóricos de la economía política en la que la guerra es paz y la

paz guerra. El mercado es el trasmutador de los estados y de las pasiones, es el lugar en que el

egoísmo se hace altruísta, la avaricia dispendio, el para sí para los otros, el contra a favor.

La economía política desarrolla lo que ya estaba en germen en la moral filosófica de la época barroca;

trasladó a sus dominios el escepticismo moral que los filósofos elaboraban sobre las cenizas de las

viejas armonías, las de la perfecta distribución, las de los sistemas del mundo, las de una ley natural

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compensada. Los escépticos descubrían la vanidad, el egoísmo, el placer de sí, todas las pasiones

humanas cuya moderación ya no se lograban con los ejercicios antiguos. Ni la ascética cristiana de

la carne, ni la ascética grecorromana de la prudencia y la templanza, ninguno de esos trabajos

sobre sí mismo sostenidos por una administración de las pasiones enmarcada en una concepción

integrada del mundo - ya sea en un cosmos que reúne al azar y al destino, o en un mundo en la que las

criaturas están bañadas por la misma luz - , ningún viejo ascetismo vuelve a convencer a nadie con la

elaboración de más mundos en los que sus partes se reflejan alegremente. Occidente descubre al

egoísmo, y con el egoísmo descubre a las riquezas, pero fundamentalmente, con el egoísmo descubre a

los otros.

Por eso antes de analizar las particulares relaciones que tuvieron el Estado y el Capital, y sus cruces

entre el bien y el mal, detengámonos en la genealogía de las categorías económicas y en su

funcionamiento moral. La economía política es escéptica por naturaleza,_es ésta una de las

razones por las cuales le es tan difícil a un mundo, como el nuestro, en que se afirma la hegemonía

cultural del pensamiento económico, trazar marcos morales y encontrar trascendencias humanas. Una

vez que se admite como premisa filosófica que el egoísmo es la base de la conducta humana, una vez

que en los fundamentos del comportamiento económico se establece este mecanismo psicológico,

todos los cimientos del Bien quedan fisurados. La moral se vuelve funcional; la paz, el bienestar, la

felicidad, los ideales de la vida terrena, resultan de una agraciada combinación, de una lotería

afortunada. La moral se vuelve química.

Este acontecimiento puede desvelar a más de uno, sobre todo a los que piensan que si el Bien no

existe, todo está permitido. Para no autorizar este nihilismo criminal, muchos son los que

emprenden la cruzada axiológica. Las tensiones y oposiciones entre utilitaristas y rigoristas, entre

defensores de la moral de la convicción y aquellos de la responsabilidad, entre los principistas y los

pregoneros de la conveniencia, entre convencionalistas y trascendentalistas, conforman el modelo del

enciclopedismo académico. El pulido prolijo y minucioso de los argumentos axiológicos conforman un

espíritu singular. El espíritu coleccionista que puede dar lugar a curiosos aficionados a los lepidópteros,

produce, en el caso de la filosofía, al anticurioso, al espíritu opaco que junta pensamientos ya sin

savia pensante, ideas disecadas y fijas, los junta como migas y pretende hacer con ellas un pan; y, no

es sorpresa, las migas viene de un pan, pero no se hace pan con ellas. Las colecciones de

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argumentos deontológicos, deónticos o metaéticos de los especialistas, remiten a lo que fue en algún

momento un pensamiento vivo, es decir, estratégico, pero que separado de su sujeto de

enunciación, anulados sus contextos, deshistorizados y desgeografizados, despolemizados, se

convierten en argumentos encolumnados, remedo momificado de lo que siempre se llamó ideas.

Por eso, no incursionaré en el listado que anotan los pequeños pro y los mínimos contras, de los

argumentos morales; es cierto que las ideas son mariposas, pero prefiero dejarlas posar antes que

inmovilizarlas con el alfiler y la vitrina, y simplemente recordar que el egoísmo es la cualidad casi

metafísica de las economía política, aquella que deriva en el homo economicus, y que las actuales

variantes de humanización y de renovación moral tratan de menguarla sin pausa y sin tregua.

Albert Hirschman en su libro Les passions et les intérets nos da un ejemplo de una trasmutación

moral, de los recorridos epistemológicos que producen la inversión de un signo axiológico, de la

conversión de un mal en un bien.

Hubo una epoca en que el mal de la concupiscencia tenía tres agujas: el dinero, la carne y el poder.

El dinero estaba separado del poder, grieta que nos llama la atención a nosotros, todos los que

sabemos que poder y dinero se conjugan al mismo tiempo. Sin embargo, en aquella cristiandad

agustiniana, el dinero está separado del poder, le corresponde el pecado de la codicia; esta lucrae

rabia, el aura sacra fames, concita un afán particular, insaciable, desmedido, una locura propia, el de

poseer riqueza, el tener, tener mucho. Pero para qué? Por el poder?; no, sino por el placer centrífugo,

el que nos lanza a apoderarnos de las riquezas de este mundo; nos impulsa la aguja deseante, la

trampa del goce, cerca de la carne, y del infierno. La riqueza se toca; pero cuando ya está a nuestro

alcance, se produce un proceso inverso, un movimiento centrípeto por el cual la codicia se vuelve

avaricia, la que transforma la sensualidad del tacto en el agarrar y esconder de las largas uñas del

avaro. Un ser encorvado, con perfil de cuervo, con sus bolsitas tintineantes, sus harapos

disimuladores, la mirada abrasadora. El personaje del avaro encarna una codicia poco principesca,

no es faraónica, sino sierva,_sometida al oro escondido, a una voracidad glotona. El avaro es un glotón,

todo para sí, nada fuera de sí. Los otros no existen, el avaro no es envidioso, no sufre por el tener de

los otros, los otros no existen, sólo existen las cosas, y su desesperación por tenerlas. Centrífugo y

centrípeto, el círculo del egoísmo reune a la codicia y a la avaricia.

Pero la avaricia tiene su aspecto angelical; como dicen los místicos: siempre hay una luz en la más negra

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oscuridad. El avaro es insaciable, pero constante. Lo posee una pasión continua, regular, sin altibajos.

No tiene de las pasiones, ese arrojarse a la satisfacción, al desahogo, al nivel cero, para luego

reiniciar su aleteo ansioso. Todo lo contrario, con la avaricia se acumula, se tiene la satisfacción de

contar, contabilizar, de volver a contar; lejos del cero, se disfruta de la meticulosa multiplicidad.

Hirschman señala que esta pasión en particular, la codicia, se convierte en un purgante de las otras

pasiones. En un movimiento que hubiera sorprendido a los filósofos antiguos, una pasión puede no

sólo enfrentar a otras pasiones, sino moderarlas. Aquí nace la problemática del interés que despliega

un nuevo orden pasional, funcional al pensamiento económico. El interés es la pasión de la codicia en

su nueva función. Es una pasión que impulsa a la constancia, a la diligencia, a la continuidad, es una

pasión racional, la que mejor se adapta al cálculo.

Así se limita la brusquedad de la pasión, las conductas abruptas que provoca, su inestabilidad. La

codicia es el antídoto de la pereza, de la indulgencia, también lo es de

los placeres carnales, de todos los placeres fugaces. Existen, entonces, las pasiones

compensadoras, y su revalorización es uno de los ejes del liberalismo económico. El interés - categoría

que se deduce de las pasiones compensadotorias - tiene aquí un acepción más antigua que el de su

atributo económico; designa un elemento de reflexión y de cálculo en la elección de los medios para la

satisfacción. Se reconoce en el interés un amor de sí controlado, razonado; y una razón guiada por el

amor de sí.

Hirschman agrega a esta trasmutación ético-epistemológica que permite la existencia de las pasiones

virtuosas, el de la nueva visión del comercio que aparece en el siglo XVII. El comercio se vincula a la

dulzura de la vida; el comercio es el ámbito del imtercambio, un espacio en que gentes y cosas

entregan lo que tienen y se ofrecen ventajas. En el comercio, los que intercambian se benefician

mutuamente, ambos son ganadores. El comercio amplía el conocimiento, pone en contacto

costumbres y lenguas diferentes, elimina prejuicios y los peligros de la ignorancia. Es una prenda de

civilización, más aún, de civilidad, de las formas de sociabilidad y del buen trato entre las gentes. El

comercio no es únicamente actividad de mercader, es el modelo de una sociabilidad que se encarna en

la conversación, el intercambio de palabras que ilustra el buen uso del espacio público. La

conversación es el platonismo mercantil.

El lujo deja de ser pecado para convertirse en el antídoto de la indolencia; pero esta codicia afinará

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sus aristas virtuosas para convertirse en conducta frugal, en acumulación lenta por un lado, pero

también en desprendimiento del placer en pos del beneficio. El beneficio es un placer

recategorizado, del mismo modo en que el interés era una pasión trasmutada y compensadora. El

beneficio es un placer que se articula al trabajo, a la tranquilidad y a la sabiduría.

Louis Dumont en su Homo Aequalis nos recuerda la fábula de Mandeville: La fábula de las

abejas, relato del siglo XVIII, que, siguiendo con las trasmutaciones de las pasiones, muestra los

efectos benéficos de los vicios privados. Se trata de la historia de una colmena que vive en la

prosperidad y la corrupción. Pero sus habitantes, imbuídos por las nostalgias de la virtud perdida, se

deciden a orar para que las oraciones los ayuden a recuperar la rectitud. Obtenida la demanda de la

plegaria, el vicio desaparece, y, mediante una transformación extraordinaria, con el vicio desaparecen

la prosperidad y la actividad; sobrevienen simultáneamente la inactividad, la pereza, el tedio y la

pobreza. El bienestar general se edificaba con la corrupción.

Para Mandeville, esta consecuencia sólo es evitable con la elaboración de una dirección política que

reconvierta los efectos que tienen los vicios. No es que los vicios sean en sí mismos impuros, sino que

es a partir de una sabia manipulación de ellos y a través de una educación del hombre que sus vicios

se disponen en provecho del conjunto. Mandeville no duda de que el egoísmo es el trasfondo de

todas las acciones humanas, el hombre todo lo quiere para sí; esta voluntad no proviene

necesariamente de una maldad gratuita, puede derivar del instinto de conservación de la vida, aquel

que nos defiende de los peligros del mundo. El salir de sí es un impulso necesario para el mismo

instinto de autopreservación, que necesita del rodeo, de los otros, del merodeo; el mismo mundo

exterior pone obstáculos a la conservación de sí, y tenemos que salir de nosotros mismos para

preservarnos en nuestro ser.

La sociabilidad resulta de la necesidad y de la conveniencia, de una útil hipocresía que combina el mal

con el bien. Hay quienes catalogan a esta actitud como la de un pesimismo ilustrado, la aceptación del

vicio innato, del mal fundante, frente al cual la sabiduría tiene la misión de hacerlo provechoso.

Tanto el lujo como el orgullo son los motores de una sociabilidad que nos conecta con las cosas y con

los hombres.

El lujo nos impulsa a crear riquezas, al cuidado de las cosas; el orgullo nos vuelve sensibles a las

alabanzas y temerosos de la verguenza, nos pondera e impone la presencia del prójimo. Del mal se

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declina la sociabilidad; la sociedad no es un rebaño guiado por un pastor, sino un cuerpo político

en el que cada miembro está sometido al conjunto. Para Mandeville hay tres mecanismos que se

oponen al egoísmo: la negación de sí; la conformidad a la razón y la orientación hacia el bien público.

La relación al bien público es normativa pero la acción es siempre egoísta. El bien público se consigue

mediante una acción que no está destinada explícitamente hacia él.

Hay un automatismo involuntario, que es propio de la moralidad que caracteriza a la esfera económica.

El bien público es la expresión de una felicidad conjunta, de un placer distribuído; pero su génesis

proviene del proceso del mal. Mandeville - dice Dumont - expresa la separación del bien y la felicidad,

incomprensible para la antiguedad filosófica, la de Platón.

Esta reconversión del mal es parte de la modernidad. La sabia conducción de los asuntos humanos

invierte el sentido de las pasiones. Para esto se necesita la instancia política; pero la mano invisible que

orquesta al mercado y le permite su armonía espontánea, también es un artificio, que, como todo

artificio del pensamiento clásico, debe restituir un orden natural.

Ahora que hemos seguido el recorrido de la trasmutación del mal, la que permite que un orden

terreno, material, tenga la legitimidad de buscar la felicidad en esta tierra sin acudir a la salvación o a

la renuncia de este mundo; converjamos en otra trasmutación, ésta vez de un bien en un mal, de una

benevolencia en una malediscencia. No partiremos de un egoísmo sustancial, sino de una devoción y

una entrega a los otros, de un dispositivo que Michel Foucault llama poder pastoral.

2- El pastor de hombres y la buena policía.

La modalidad pastoral del poder es individualizante. Se dirige a cada uno de los miembros de una

comunidad. Foucault traza en Omnis et singulatium una historia que remonta a las concepciones

antiguas de la realeza, en la que el rey, el jefe o la divinidad, es un pastor seguido de un rebaño de

ovejas. El faraón egipcio era un pastor de hombres, que conducía a los hombres a las praderas,

proveía los alimentos, y velaba por la seguridad. Esta concepción de un poder que conduce, provee y

protege está presente en la literatura hebrea, en la descripción del pastor Yahvé, en el poder

delegado a Moisés que conduce a su pueblo a una tierra prometida.

Foucault distingue esta concepción del poder de otro enunciado por la filosofía griega, concepción

política en el sentido de que se rige por las leyes de la ciudad; el político ateniense, el

diagramado por los diálogos de Platón, es el tejedor de los hilos sociales, es un componedor de

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litigios, su tarea es la de urdir la trama entre el uno y lo múltiple para crear la unidad de la ciudad, el

orden de la República y de la justicia.

El rebaño necesita de la presencia constante e inmediata de su pastor; en el orden griego, el legislador

arbitra los conflictos y establece las leyes para que la ciudad riga su armonía sin su presencia. El pastor

debe cuidar a su rebaño, a cada una de sus ovejas, no hay distingos entre ellas. Cada oveja vale la

totalidad del rebaño; el pastor abandona el rebaño para buscar a una oveja perdida. Por eso Foucault

habla de benevolencia, el poder pastoral es benevolente; jornada tras jornada el pastor vela, guía y

provee. Benevolencia constante, benevolencia individualizada, y también final: debe conducir a su

rebaño a un pastizal o a un redil.

Foucault remarca la importancia de la vigilia pastoral. El

pastor es abnegado, gasta para su rebaño, vela por él, no pierde de vista a ninguno, debe conocer a

su rebaño en todos sus detalles, la geografía de los pastizales, las leyes de las estaciones, las

necesidades de cada cual. Foucault recuerda el modo en que Moisés separaba a las ovejas más

jóvenes parea que pastaran primero, que comieran las hierbas más tiernas, luego a las mayores

capaces de alimentarse con pastos más duros.

Así la tecnología pastoral se ocupa de la vida de los individuos. En el cristianismo el poder pastoral

extiende su preocupación a la vida de cada uno de los actos individuales. La vida monástica pone en

relación a la grey de los monjes con las autoridades monásticas, a las que les deben obediencia, entrega

total, a cambio de la salvación de sus almas. Pero lo que a Foucault le interesa en este trabajo, es

trazar una genealogía del Estado Providencia o Estado Benefactor. Es esta entidad moderna signada

por el diagnóstico de su crisis y de su agonía, la que le interesa, dentro, por supuesto, del marco de

su investigación, el de las artes de gobernar y el del poder individualizante. A nosotros, en nuestro

marco, también nos interesa esta perspectiva, pero restringida a la conversión de la benevolencia del

poder, encarnada en benevolencia pastoral del Estado, trasmutada en un mal a extirpar; trasmutación

valorativa inscripta en las diatribas de los economistas liberales que desde hace décadas pugnan por

mostrar el mal del Estado Protector, y que hoy, en la actualidad, aparece como verdad insoslayable.

La inserción de la tecnología pastoral en un marco estatal pasa a través de lo que desde el siglo XVII

se llamó el poder de policía. No se entiende por policía aquella institución de control y vigilancia

inserta en los aparatos de Estado. Es una técnica de gobierno propia del Estado; se compone de

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técnicas y objetivos que requieren la intervención del Estado. El poder de policía es paralelo al

desarrollo de las teorías de la razón de Estado, las que conforman la concepción de una

naturaleza del Estado, independiente de modelos teológicos, domésticos, o principescos.

Ni los dioses, ni la familia, ni el príncipe, constituyen el modelo sobre el que pensar la función estatal,

que así se convierte en una entidad autónoma. Ni es la virtud, ni la prudencia, ni cualidad alguna la

que tiñe las funciones del Estado. El Estado tiene el problema de su supervivencia, de su fuerza, de

la necesidad de su expansión. La racionalidad que constituye la temática de la razón de Estado, se

plantea el problema de sus leyes, los mecanismos, de su poder, de su potencia, de su capacidad de ser

y crecer; para esto ya no sirven las lecciones generales de sabiduría, es necesario un saber concreto,

que se llamó estadística o aritmética política, el conocimiento de las fuerzas respectivas de los

diversos Estados.

El poder de policía tiene un objeto diferente. La razón de Estado apunta hacia los bordes externos,

las relaciones entre las diferentes potencias, la defensa, la guerra, la diplomacia; el poder de policía

inquiere hacia adentro, pero su dominio es englobante, porque debe ocuparse de los aspectos

positivos y negativos de la vida. Aspecto positivo es la educación, los oficios, las aptitutes; negativo es

la vida de los pobres, viudas, huérfanos, ancianos, necesitados, vagabundos, enfermos; como también

la negatividad de los incendios, las catástrofes, las epidemias, los accidentes. El poder de policía debe

preocuparse además de los bienes, de qué y cómo producirlos, del control de los mercados y el

comercio.

Hay dos palabras fundamentales que emplea Foucault para entender lo que abarca el poder de

policía: la vida y las poblaciones. Preocuparse por la vida de los habitantes es la tarea del poder de

policía; poder que fue motivo de especial preocupación de teóricos alemanes e italianos, de los

oriundos de regiones en los que la soberanía se distribuía en un mosaico de entidades independientes y,

a veces, confederadas. Mejorar la vida no era una tarea caritativa, sino la necesidad de un Estado

para el cual la vida de su gente, es decir de la población, era uno de los recursos que fortalecen al

mismo Estado.

Digamos que la población es el rebaño del poder pastoral moderno. La población como entidad de la

reflexión filosófica y política es una novedad de la modernidad desde el siglo XVIII. La aparición de

este nuevo objeto en la percepción social, es una inquietud que Foucault seguirá hasta en los

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recovecos de nuestro siglo, hasta lo que llama la biopolítica y en su análisis de la resemantización de

la noción de raza.

Que la demografía sea una ciencia política, que la población mundial, su número, crecimiento, áreas

de explosión, estrategias de experimentación y eliminación, planes de equilibrios raciales, que la

población sea una entidad problemática, ni es una invención de los tiempos de Auschwitz, ni una

preocupación técnica de censistas. La población es la protagonista del paisaje social de la modernidad

industrial y, quizás, posindustrial , con el agregado de que la aparición de la entidad llamada clon,

complica las cosas. La constitución problemática de la población es concomitante del

funcionamiento del Estado Benefactor moderno.

La población es una de las riquezas del Estado, es parte de los ingredientes de su potencia deseable.El

estudio de la población incluye el inventario, la enumeración, el conteo, las tablas, los diagramas, las

curvas, los gráficos; toda una ciencia de la observación que constituye la estadística. Uno de los

grandes acontecimientos políticos de la modernidad fue el descubrimiento de la razón probabilística

aplicada. La aplicación del cálculo de probabilidades al gobierno de la sociedad.

En 1713 se publica el Ars conjectandi de Jacques Bernouli, aporte para lo que es un arte de la

conjetura que no es sólo una invención de las matemáticas sino un arte de conducir los asuntos de

Estado, un arte de gobernar, como dice Francois Ewald. El cálculo de probabilidades permitirá la

constitución de una nueva tecnología política, la tecnología del riesgo, de la que hablaron, entre otros

Robert Castel y Francois Ewald en un libro que en seguida abarcaremos.

A.Quetelet construyó hacia fines del siglo pasado una física social, con las herramientas del cálculo

de probabilidades aplicados a la estadística. Su física social nos vuelve extraños a nosotros mismos;

no realizamos identificación alguna con un ideal perfeccionista, a la manera de Saint Simon, Comte o

Spencer. El probabilismo de la física social de Quetelet, remodela los parámetros morales. Inagura lo

que puede llamarse la moral sociológica, o, quizás, el positivismo moral.

El objeto del estudio de Quetelet es el hombre y sus cualidades físicas y morales. Se despliega una

variedad infinita de diferencias individuales( altura, peso, fuerza; tendencia al crimen, al matrimonio), de

irregularidades, incoherencias, inconstancias. Pero para estudiar al individuo en su individualidad hay

que pasar por la masa, por la colectividad. Al tomar a los individuos en masa los podremos conocer

uno por uno. La identidad del individuo no reside en la relación que tiene consigo mismo, sino con el

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grupo al que pertenece. Así se conforma el estudio de los fenómenos poblacionales - como los

primeros estudios de la población, las tablas de mortalidad de W.Petty -, futuro objeto de la

tecnología pastoral correspondiente al nacimiento de la revolución industrial. Estadística y burocracia

estatal se implican, desde los informes de Villermé sobre la higiene de los miembros de la clase

obrera, hasta Quetelet. Este nuevo saber permite hablar de todas las particularidades del medio, del

sistema de influencias, de tendencias y probabilidades; y crea, además, la idea de hombre normal u

hombre medio.

Se parte de la normalidad de una colectividad y se clasifican los individuos. El promedio, el hombre

medio, ya no es más un ente universal, sino uno general siempre especificado. Se pasa así de las

identidades metafísicas a la identidad sociológica; y del ideal de la perfección al de normalidad. El

ideal ya no será salirse de la norma sino socializarse. El libre arbitrio transita por una zona

intermedia entre la sociedad y el Estado, el espacio de las costumbres, usos y hábitos. El vocabulario

social, a diferencia del político, se desplaza del tema metafísico de la libertad, al de conjunto de

fuerzas y resistencias. La libertad se concibe como una reacción a las influencias; de la libertad,

entonces, a la liberación.

El poder de policía, la tecnología pastoral inscripta en el aparato estatal, tiene desde este momento por

objeto la vida de las poblaciones, y se da como meta su felicidad. No es la perspectiva de las teorías

contractualistas, de los análisis de los mecanismos de la sociedad civil, de su funcionamiento

convencional, de sus relaciones con la ley natural, de la jerarquía social, de la problemática de la

subordinación, de la propiedad y de la posesión, del problema de la libertad, no son las disquisiciones

sobre la trama del tejido social ni el orden de la ciudad y de su gobierno; desde otro arte de

gobernar, desde otra tecnología del poder, desde otro sistema de veridicciones - como llamaba

Foucault a los modos históricos en los que se dicen las verdades - el poder pastoral se ocupará de la

felicidad y de la vida de las poblaciones. Y para esto se ocupa de la administración, de las cuestiones

de salubridad, de vivienda, educación, todo el abanico de la hoy mentada calidad de vida.

3- La risa de los ricos..

Francois Ewald en su erudito e interesante libro L' "Etat Providence, investiga la singularidad que

adquiere la tecnología pastoral en el siglo XIX; estudia la constitución del derecho social, de su

diferencia respecto del derecho civil, de la problemática que surge en la política estatal y en la

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literatura económica sobre el necesitado. Especialista en derecho, Ewald entre en el tema a través de

una minucia, de un punto perdido de la problemática jurídica del siglo pasado, del pequeño detalle

siempre recomendado por Nietzsche para averiguar cuestiones genealógicas, de procedencia y

conformación, por eso estudia la aparición de la noción de `accidente' y de las fisuras que provoca

en el pensamiento convencional del orden jurídico.

En el siglo XIX se disocia la idea de accidente de su connotación metafísica. Se la deja de vincular

al azar, al infortunio y a la inseguridad propia de la existencia del hombre, de su precaria constitución

vital. El accidente en su nueva acepción es parte de los nuevos males sociales que produjo la

industrialización. Ewald marca la diferencia de esta forma del mal en relación con lo que se entendía

por mal en el siglo XVIII.

En el siglo de la Ilustración cuando se hablaba de mal, se lo ubicaba en el orden de la metafísica, que

es un orden de creación, de una teodicea, de una vergueza que se expulsa del paraíso, de un desliz

que también puede derivar en el sufrimiento físico. El dolor del trabajo, la agonía de la muerte, el

sufrimiento del parto. Existe un mal moral, el de falta y el pecado, el del remordimiento. El nuevo mal,

esta vez social, vincula a la noción de accidente con la de riesgo.

El riesgo es un concepto clave para entender el pasaje de un modo de control social a otro. Es uno

de los elementos con el que podemos entender la traslación de un orden punitivo, el del castigo, a

otro, el de la vigilancia. La idea de riesgo modifica la idea de castigo, en tanto ésta se aplica sobre una

falta cometida, y la de riesgo la previene, se anticipa; pertenece a una temporalidad distinta, la del

futuro. Esta anticipación que connota la idea de riesgo, se articula a la noción de peligrosidad, que

hace al sujeto portador de un diagrama de tendencias, latencias, propensiones, que clama por un

dispositivo de seguridad. La problemática del accidente se conecta con la de riesgo, la de peligrosidad

y la de seguridad.

Este ensamble le servía a Foucault, y ahora a Ewald, para trabajar el problema del nuevo contorno

del poder en los comienzos de la revolución industrial. Pero Ewald cuando habla de seguridad, se

referirá a una parte de aquel ensamble, la parte que le corresponde al seguro, el de la aparición de las

compañías de seguro, y de las figuras teóricas que debe desplegar para articular una serie de prácticas

y dispositivos de solidaridad. He aquí la otra palabra vinculada a esta cadena de ideas sociales, la

solidaridad, que sustituye a la libertad y a la fraternidad de la revolución francesa. Ewald, siguiendo a

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Foucault, quiere mostrar el cambio de paradigma político entre la revolución francesa y la revolución

industrial.

La ideología de la revolución francesa se concibió en términos contractualistas, de los que se

diferenciarán las disciplinas. No es lo mismo un lazo contractual que un lazo disciplinario. Las

disciplinas introducen disimetrías y excluyen reciprocidades. Mientras los sistemas jurídicos califican

a los sujetos de derecho según normas universales, las disciplinas clasifican, especializan, distribuyen

alrededor de una norma; jerarquizan.

La revolución francesa fue en parte una subversión del tercer Estado, la de un orden de notarios,

juristas, literatos, de personal administrativo, vinculado al espacio de poder del absolutismo

monárquico. La industrialización pone en escena nuevos protagonistas, y constituye el orden

disciplinario, aquel que diagramará un espacio de poder disimétrico, de lazos sociales tejidos

desde posiciones desiguales. La solidaridad, dirá Ewald, es el pensamiento fraternal para una

desigualdad social y económica aceptada.

La transición entre ambos órdenes se da en las guerras napoleónicas, que como ocurre con

frecuencia con las guerras, pone en juego experimentos tecnológicos y sociales, que luego serán

parte del nuevo orden político.

La noción de riesgo es una categoría tanto de las compañías de seguro, como una categoría social

general. El accidente es un fenómeno puntual y un incorpóreo - como decían los estoicos - entre la

regularidad estadística y la libertad individual. La vida, la muerte, la enfermedad, la salud, son

riesgos. Pero también el éxito y el fracaso escolar, el trabajo, la vida doméstica, la vía pública, la vejez,

todo esto también son riesgos. Las técnicas del seguro sustituirán a las leyes de la responsabilidad

jurídica.

La idea de contrato era una metáfora para pensar el contenido y la naturaleza de las obligaciones

sociales. Suponía que los hombres debían unirse para defenderse de cierto mal. El contrato de

solidaridad no es un contrato social a la manera de Rousseau. Su objetivo será la conformación de un

Estado Providencia directamente abocado a la sociedad civil, y su tarea incluirá los deberes de la

moral que debe regir la vida de cada uno de los habitantes de la sociedad.

Para los liberales el accidente es una realidad irreductible que se inscribe en la relación general del

hombre con la naturaleza. Todos los hombres - para los liberales - son iguales, son iguales

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naturalmente, y son iguales ante la `fortuna´; la desigualdad proviene del modo en que encaran y se

las arreglan frente a lo imprevisto, lo inevitable, lo incierto, lo que no fue anticipado por nuestra razón y

por nuestra voluntad. La perfectibilidad individual y el progreso social son los correctores de estas

caídas que se producen en el orden igualitario.

Pero el modo liberal de entender lo accidental, ha de ser desplazado en el panorama del siglo pasado,

y lo es por la aparición del fenómeno de la pauperización, la pobreza colectiva irreductible a las

voluntades individuales.

El pauperismo no es el resultado de la falta de trabajo, sino la consecuencia del trabajo industrial.

Como se decía en la época: ¿qué es la manufactura? Es una invención que produce algodón y

pobres.

Entre 1830 y 1840 hay una transformación de la razón liberal. En la Revolución Francesa ya hay una

lucha sobre la situación social, política y legal de los desprotegidos. La confiscación de los bienes de

la Iglesia, que tenía a su cargo la organización general de la caridad, deja en manos seculares la

situación de los necesitados. No faltaron los problemas financieros; los aristócratas podían hacer

dádivas a un episcopado que así los bendecía con una posteridad celestial, pero a aquellos salvajes

guillotinadores que representaban a la chusma, nada les darían. Los líderes populares decían que el

derecho de propiedad debía subordinarse al derecho a la existencia. Colocaban así el fundamento

teórico de una nación unitaria que no excluía a las clases populares. El derecho a la existencia

supone la igualdad de goces.

En su Revolución Francesa, Albert Soboul, recuerda que en 1790 se instituye el Comité de

Mendicidad que tiene por doctrina el deber de asistir a sus miembros en la miseria; el Estado tiene la

responsabilidad y la carga. Prevee la creación de un establecimiento general de socorros públicos

para educar a los niños abandonados, aliviar a los enfermos pobres y proponer trabajo a los pobres

inválidos que no hubieran podido procurárselo. La Convención de 1793, da un nuevo impulso a la

legislación sobre la asistencia; dicta un decreto sobre las bases de la organización general de los

socorros, en el que dice: 1- que toda persona tiene derecho a su sostenimiento por medio del trabajo

si está capacitada para ello, y si no lo está tiene derecho a socorros gratuitos. 2- que el cuidado

de vigilar por la subsistencia del pobre es una obligación nacional. También se promulga una ley por

la que para acabar con la mendicidad, se prevee trabajo de socorro y galeras para los vagabundos.

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Con lo que los revolucionarios se daban cuenta que volvían a los procedimientos caritativios del

Antiguo Régimen, los destinados a encerrar a los pobres y crear talleres de caridad. Se crearon así

oficinas de beneficencia, y se financiaban con un impuesto del 2% sobre la entrada a los

espectáculos. Éste era el derecho de los pobres.

Esta obligatoriedad de asistencia es la que cambia alrededor de 1830. Ya en aquellos años, la

situación del pobre, había llegado a una cronicidad que inquietaba a la burguesía europea.

Federico Engels, en su insoslayable obra La situación de la clase trabajadora en Inglaterra,

publicada en 1845, obra de un estudioso que, además, debía dedicarse a gerenciar una empresa

textil en la más que ilustrativa ciudad de Manchester, traza uno de los cuadros más lúcidos y

completos de la situación social de los centros urbanos en los comienzos de la industrialización. Su

análisis amplía el punto de vista que se dirige al pobre; su objeto de estudio es la situación vital y

social del proletariado, víctima social como clase, y único agente posible de un cambio, y nos

permite reconstruir uno de los avatares por los que atravesó la agitada vida del Estado Benefactor.

La pauperización es el resultado de las condiciones estructurales, objetivas, del modo en que se

conduce la industrialización, y de la situación de la clase obrera en su conjunto. No hay pobres y

ricos en general, sino una clase proletaria que ocupa un lugar específico en la producción económica,

y cuya vida social, sus recursos , pautas de consumo, futuro y aspiraciones, dependen de estas

condiciones de vida. Engels usando una bibliografía revolucionaria para alguien formado en la filosofía

alemana, me refiero a los trabajos monográficos y estadísticos de las primeras encuestas

encargadas por los comités de asistencia; las entregas del Periódico de la Sociedad de Estadística,

los informes de los comisionados que elaboraban una nueva ley de pobres, las investigaciones sobre

la condición sanitaria de las clases trabajadoras que se presentaban a la Casa de los Comunes, los

informes para el Ministerio del Interior; Engels presta atención a los diarios de la época, como The

Times, al que sigue en sus crónicas sobre la escandalosa y tristísima vida de los pobres en los

fondos de Londres. Este material le sirve a Engels para trazar el cuadro de la desesperación obrera;

en un capítulo de su libro: Las Grandes Ciudades, sigue la descripción de los diarios que relatan

con la minuciosidad de la compasión morbosa, las muertes de madres que caen de agotamiento

general entre media docena de hijos semidesnudos en frías piezas de tugurios londinenses. No le

hace falta inspirarse en Dickens, al que también lee, para darse cuenta de lo que sucede; más

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todavía él, que siendo dueño de una fábrica textil, de una tejeduría de algodón, en Manchester, le

basta con pasearse por zonas aledañas de su ciudad.

Engels no es escandaloso, sabe , y lo dice, que no toda la clase obrera vive en condiciones de

animalidad, que es una minoría, pero los contingentes de miserables son grandes, aquellos que están

recluídos en los `Workhouses', son miles. El paisaje urbano que se le presenta, nace con

mansiones Tudor, con `villas' que se enfrentan al mar, con jardines y bosques que tienen la prestancia

y la elegancia inglesa, pero no lejos, muy cerca, comienza a oscurecerse la atmósfera, y no es lejos,

porque no hay cinturones industriales ni avenidas que cortan la pobreza de la riqueza, ni muros

protectores que resguardan la propiedad, la vida y la vista; es cercana la presencia de la extrema

pobreza, de las calles laberínticas, de los patios internos que sirven de basurales, de los cuartos de

doce metros cuadrados en los que viven familias de siete o diez miembros, de toses finales, de hollín,

de falta de abrigo, de trapos, de niños agarrados a su madre deshecha.

¿Qué está describiendo Engels en 1845, tres años antes de la revolución del 48, antes de la

sublevación de la chusma que narró Marx; ¿ qué es lo que describe Engels? ¿ Nos pinta, acaso, la

ciudad de Djakarta, San Pablo, Méjico, Shangai, Bangkok, cuál de las megaciudades de este fin de

milenio está describiendo Engels? ¿Qué paisaje que no conozcamos los que aún no tenemos los ojos

vaciados, en este fin de siglo, ciento cincuenta años después de la descripción del socio de Marx?

Aquella vida urbana en el nacimiento de la industrialización tiene algo más que una nota residual que

hace eco a nuestras ciudades en lo que se nombra triunfalmente hoy como el fin de la sociedad

industrial y el comienzo de una nueva era.

La riqueza se ríe, dice Engels; en sus paseos por las mansiones y los parques de Londres la

escucha reir, y al adyacente sufrimiento de los pobres, gemir. Éste es el contraste que recibe en

plena facha Engels cuando repite en su libro, un texto del Times del 12 de octubre de 1843.

Es la risa de la riqueza, la que le hace pensar aquello que si bien es cierto que el bestialismo de la

crueldad burguesa ataca de frente sólo a una porción del proletariado inglés - y no porque el resto

viviera el gran progreso - no puede olvidar que entre esos niños hacinados, esas mujeres agonizantes

y esos hombres humillados, hay personalidades de un valor, de una calidad humana, de un corazón,

mayor, más limpio, más valiente y más generoso, que en esas casonas que imitaban el gótico con la

misma falta de grandeza con la que la religión anglicana remedaba el catolicismo del papado

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romano.

La actitud burguesa frente al proletariado, es el nombre del último capítulo del libro de Engels, habla

de la propensión caritativa de la burguesía inglesa, en cuyo humanitarismo poco confía. La burguesía

no regala nada, practica la caridad por interés, considera sus dones como un producto mercantil, trata

a los pobres como un negocio, y agrega después de leer una carta de lectores del Manchester

Guardian, que reproduce el lamento de una dama que se quejaba de que a pesar de pagar el

impuesto a la pobreza según lo establecía la ley, además de contribuir a obras de beneficiencia, nadie

le evitaba el desagrado de ser importunada por contingentes de mendigos de los que no la amaparaba

la policía municipal, que ella, como contribuyente constrita, también mantenía. ¿Para qué sirve ser una

honesta ciudadana, si no es posible volver a casa con la mínima tranquilidad? Engels, lector minucioso

de los periódicos, reflexiona a propósito de esto: es evidente que si yo consagro tanto dinero a

fines benéficos, compro también mi derecho a no ser importunado aún más de lo que

desgraciadamente ya me toca serlo; el mínimo intercambio que merezco es de que os quedéis en

vuestros antros oscuros y no irritéis más mis nervios sensibles con la exhibición pública de vuestras

miserias! Si necesitáis desesperar, hacedlo en silencio, así lo estipula el contrato, enteráos de que he

adquirido este derecho habiendo depositado mi cotización de 20 libras a favor del Hospital.

4- Egoísmo del Otro.

Filantropía infame!, exclama Engels, es ésta y no otra la cristiandad de los burgueses, sentencia.

No se trata de amor, sino de guerra. Engels define la guerra social que impone la industrialización;

la palabra guerra es algo más que una metáfora belicista para describir las relaciones sociales.

La declaración de guerra de la burguesía al proletariado fue puesta por escrito - en tiempos en que

Engels escribía su libro - por Robert Malthus, en su ensayo sobre la población. Dice Malthus que la

tierra está superpoblada, y que la miseria, el hambre, la pobreza, el desamparo y la inmoralidad son

inevitables. Todo beneficencia, todo caja de socorro mutuo o ajeno, son sinsentidos porque sólo

sirven para mantenir en vida y multiplicar una población supernumeraria. Cada sueldo que se consigue

mediante la asistencia y las casas de trabajo, es un sueldo que se deja de pagar en el otro extremo de

la cadena social.

El de Malthus, es un ensayo de pensamiento marginalista, que en lugar de determinar en este caso la

utilidad general por el agregado de la rentabilidad del último producto, la llamada utilidad marginal,

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supone que el nacimiento de un pobre más es la muerte de otro y el empobrecimiento de la sociedad

en general. El derecho a la existencia que se reconocía al hombre por su sola entrada al mundo, es,

para Malthus, otra tontería. Por eso dice citando palabras del poeta: el hombre ha sido invitado al

festín que le prodiga la naturaleza, pero no hay cubiertos para él; así es que la Naturaleza le ordena

retirarse, porque no preguntó a la sociedad antes de nacer si ella tenía deseos de su aparición.

Malthus, según recuerda Keynes en su introducción al Primer ensayo sobre la población, era un

hombre sumamante afable, de una cortés sociabilidad, con amigos que lo invitaban a cenar,

organizándole con prudencia reuniones en las que sólo hubiera gente soltera. Era un hombre de buen

carácter, dice Sidney Smith en una carta de julio de 1821, si no se topaba con una mujer que diera

señales de una próxima fecundidad.

Recuerda Engels que existía una antigua ley de pobres, de un acta de 1601, que todavía sostenía el

deber de la comunidad de velar sobre la subsistencia de los pobres, ley que a Engels le parece un acto

de candor medido en términos de la actitud de la burguesía de su tiempo.

En 1833, se pide en Inglaterra la promulgación de una nueva ley de pobres. Se nombra una comisión

para que investigue el destino y uso de los fondos que provee la aplicación de la antigua ley de

pobres, y se descubren un sinnúmero de abusos. Se constataba que la clase obrera está en gran

medida pauperizada, que dependía entera o parcialmente de la Caja de los pobres; ya que si un

obrero recibía un salario caído, se le pagaba un complemento; se constataba que el sistema hacía

vivir al desocupado, indemnizaba al obrero mal pago, al padre de familia numerosa, obligaba al

padre de hijos del adulterio, a pagar una pensión alimenticia, y reconocía de modo general que la

pobreza necesitaba protección, y que este sistema arruinaba al país. El informe decía, además, que el

viejo sistema era un obstáculo a la industria, una recompensa a los casamientos no meditados, al

crecimiento poblacional, que impedía que el excedente poblacional tuviera su peso moderador sobre

el monto de los salarios; el sistema desalentaba a los obreros diligentes y laboriosos, protegía a

los perezosos, a los viciosos y a los desconsiderados; destruía los lazos familiares, obstaculizaba la

acumulación de capital, arruinaba al contribuyente.

Todo este sistema de protección social no sólo no hacía desaparecer la pobreza,sino que la

acomodaba, la hacía funcional y le permitía perpetuarse a sí misma a costa de la sociedad en su

conjunto. Era un cáncer.

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Y Engels, para colmo, dice que el informe de la comisión es totalemente exacto!, que no dice más que

la verdad, que no hace más que describir las actitudes que genera lo que llama el egoísmo obrero.

Porque también existe en el mundo del egoísmo que sustenta el trasfondo filosófico de la economía

política y de la sociedad que administra y explica, existe otro egoísmo, que podemos bautizar

como El Egoísmo del Otro, y que Engels justifica porque de vivir de todas maneras sin grandes

cambios, de modo más o menos parecido, con una diferencia mínima entre un piso y un techo en

las aspiraciones, si da lo mismo, es mejor no hacer nada que morirse trabajando.

La conclusión a la que llega Engels, es que las condiciones de vida de la sociedad de su tiempo no

valen nada, y no concluye, como dice que hacen sus contemporáneos, que la pobreza sea un

crimen, y que haya que tratarla con las armas que propone una teoría de la intimidación. Cuando no

hay esperanza social, la protección social es una guarida, un escudo que esconde y permite las

pequeñas trampas.

En 1834 se promulga la nueva ley de pobres que suprime toda la asistencia en especie, y deja como

única ayuda la organización de casas de trabajo, que aglutinará a los pobres en uniforme,

encasillados en una ordenada vida mísera, separados por sexos en galpones, con comidas que

envidiaban a las de las prisiones, trabajos inútiles y humillantes que hacían partir piedras a los hombres

y anudar cuerdas de navíos a las mujeres, y que bajo la mirada de los inspectores, amuraron la

pauperización entre muros sin ventanas.

La tecnología pastoral como funcionalidad estatal entra en crisis a mediados del siglo XIX, no será su

última crisis. La racionalidad liberal como arte de gobierno no puede soslayar, sin embargo, en

esta ocasión histórica, las secuelas de la industrialización. El liberalismo deberá hacerse social. Es

éste el punto en que Ewald ubica el sistema de seguridad social y su rol de modelo para un nuevo

concepto de asistencia social.

Ya sea sobre la base de principios cooperativos, en el que todos ponen su contribución para recibir lo

suyo cuando sea necesario; o por una combinación entre un sistema de contrato que obliga a las

partes pero en lugar de establecer una realidad, prevee una posibilidad, de cualesquiera de los dos

modos hay una abertura temporal permitida por la noción de riesgo.

Una vez que el informe de las comisiones condenaron los efectos nefastos de la protección estatal,

lo que emergerá como un acontecimiento inédito de mediados del siglo pasado, es la inscripción de la

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problemática de la beneficiencia en el capital industrial privado. Es el nacimiento de un capitalismo

benefactor, que no nacerá por generación espontánea, sino que deberá ser impulsado por una

razón liberal, que al desconfiar tradicionalmente del gobierno excesivo, imagina un arte de gobernar

en el que el espacio social se hace cargo él mismo de sus procedimientos de control y

autosustentación.

La pauperización no sólo era un tema inglés, también era una preocupación francesa, basta recordar

un clásico como el informe de Villermé Tableau physique et moral des ouvriers employés dans

les manufactures de cotton , de laine et de soie( Cuadro físico y moral de los obreros empleados

en la manufactura de algodón, lana y seda), descripción madre entre otras, que presionará para la

transformación de la razón liberal entre 1830 y 1840.

Con la reglamentación del trabajo de los niños en la manufactura en 1841, se interfiere con dos

principios claves del orden liberal: la libertad de empresa y la autoridad del jefe de familia. Hay un

cruce entre los principios de economía social con los de la economía liberal. Este cruce no siempre

es pacífico. Se exige que los patrones cumplan con su función social, no sólo la de obtener

beneficios económicos, sino la de ser verdaderos patrones y ya no amos. La diferencia reside en

que el patrón es responsable de sus obreros, ya no es un amo que sostiene su poder en la jerarquía,

sino un patrón que apadrina. No sólo paga a sus obreros, sino que debe conducirlos y gobernarlos.

La función del patrón es pública.

El economista Le Play reafirma el rol político de la empresa, el interés que debe tener en sus obreros

como una comunidad integrada. Se levantan en las cercanías de las fábricas las ciudades obreras, las

escuelas patronales, las provedurías patronales. La moral y la higiene, emergen como disciplinas de

una tecnología de poder que tiene por objeto la disciplina, la moralización, el arraigo de masas obreras

proclives a la taberna, atraídas por los vicios que nacen de la promuscuidad, del alcoholismo, de la

indolencia, de la prostitución y …de la actividad política.

Las prácticas liberales frente a la pobreza durante el siglo XIX, incluyen el contrato de servicios, la

beneficiencia, el patronazgo, la filantropía, las cajas de ahorro,la caja de seguros y de jubilación, las

compañías de seguro. Todas estas instituciones deben responder a una reelaboración de la

legitimidad jurídica.

Un derecho social se distingue de un derecho civil, en que esta vez se trata de la vida y no de la

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libertad. En realidad, toda libertad es relativa, depende de los fines. Si un Estado liberal debe garantizar

el ejercicio de la libertad en una sociedad civil, el liberalismo social por su parte impone a la

sociedad el hacerse cargo de los derechos sociales, pero al mismo tiempo puede imponer las

conductas que considera socialmente buenas. Se debe maximizar la vida.

En el marco del derecho civil se supone que el sujeto sabe cuál es su bien; todo individuo, por más

imbécil que sea - como decía Hobbes - sabe en donde le aprieta su zapato; en el derecho social hay

una racionalidad totalizante.

Cuando el liberalismo se hace cargo del derecho social, cambia la dirección del derecho. El

liberalismo no acepta que la ayuda a los pobres sea un derecho de los pobres. La política del

desamparo siempre termina en abusos. Es necesario para la razón liberal buscar el marco jurídico

que componga la caridad con la justicia. El liberalismo jurídico se caracteriza por el hecho de que niega

toda posibilidad de sanción jurídica de un deber positivo hacia los otros. Sólo reconoce el no hacer

daño a los otros. No hagas a tu prójimo lo que no quieres que te haga a ti. Hablando de modo liberal,

un derecho a la asistencia es una contradicción en los términos. No puede haber una caridad legal;

toda beneficencia es de naturaleza moral y no legal. No se fuerza la virtud.

Existe la desigualdad social, eliminarla es una mala utopía; se debe convertir a la superioridad en una

relación de tutela. Si se pretende juridizar la relación entre ricos y pobres, si se obliga por ley al rico,

se lo convierte en un ser cruel y avaro, y al pobre en un ser resentido y violento. Todo derecho del

pobre es por definición infinito; la igualdad es una política del mal infinito, es divisible infinitamente,

y en el caso social, se puede decir que es maximizable infinitamente. Nunca se termina por delimitar y

lograr la perfecta igualdad en lo social. El derecho no puede obligar sino impedir.

Para la posición liberal de los doctrinarios del siglo pasado, nadie puede descargar sobre otro el

peso de su existencia, salvo si, y sólo si, se viola la ley de coexistencias de libertades. Tal como lo

definió Kant - a quien nos remite Ewald - : el derecho es el conjunto de las condiciones bajo las

cuales el arbitrio de uno puede unirse al arbitrio de otro según una ley universal de libertad.

Thiers decía en 1848: cada hombre es responsable de proveerse y de proveer a los suyos. Esta

aseveración implica que no hay excusas, que se es sujeto y no objeto; la causa del mal es siempre

moral.

El desamparo es el resultado de la desmoralización del individuo; los males sociales se remedian

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con un esfuerzo de moralización. Por eso es necesario cambiar el contenido del sentido de

responsabilidad. No se la debe delegar en los cuerpos intermediarios de la sociedad; cada individuo

debe encontrar en sí mismo la posibilidad de rectificar su conducta. En el modelo liberal no hay

víctimas, sólo hay perdedores.

El sentido social de la economía según el liberalismo escapa a la esfera del contrato. Se sustituye la

idea de un gobierno de la libertad, por un régimen de obligaciones en torno a la seguridad. El patrón

le asegura la vida al obrero, le da trabajo, a cambio de un servicio. En realidad, la relación entre

patrón y obrero, es una relación casi sentimental, porque es de ayuda, generosidad y agradecimiento.

De lealtad. No se trata del modelo liberal de la igualdad jurídica entre patrón y obrero, es mucho más

que este aspecto formal. Hay un régimen de patronazgo que demistifica a la relación salarial, y la

desenmascara como un mal modo de remuneración.

Se supone que el salario otorga la libertad del gasto, es tanta esta libertad y tan nociva, que cuanto

más se gana más se gasta. Para el pensamiento liberal del siglo pasado, lo único que importa es

subvenir a las necesidades del obrero, y esta conducta se realiza con la figura de la subvención, y

no con la del salario. La subvención permite evitar la inmoralidad del obrero. Por eso la relación no es

la de trabajo-salario; la relación cambia, es la de servicio-subvención. Lo que distingue - dice con

acierto Ewald - el servicio del trabajo, es menos la naturaleza de la prestación ofrecida, que la

relaciones sociales que implica. Mientras que la idea de trabajo supone la igualdad jurídica del que

vende y del que paga el trabajo, el servicio se basa en una relación de dependencia y subordinación

entre amo y servidor.

Pasar de una economía de trabajo a otra de servicio, hace que ya no se tome en cuenta el trabajo,

sino el modo en que fue ejecutado. La disposición de espíritu, la entrega, el respeto hacia quien

trabajamos, constituye el modo, que es lo que más importa, de esta nueva relación servicial.

Siempre se intercambia un servicio por otro; el obrero ofrece su habilidad, lealtad, el patrón

garantiza la existencia del obrero.

5- Los bienes terrenales del hombre .

Digamos que esta prédica liberal es consistente, aunque no pueda dejar escapar ciertas

insuficiencias. Nadie puede estar conforme con un fundamento maligno en la base de la

modernidad. Ésta se define o por el progreso, o por la libertad, pero no puede autoproclamarse

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como el reino del egoísmo funcional. Aceptarlo es una resignación moral para una humanidad

occidental que siempre se ha otorgado a sí misma una misión salvacionista, puritana, redentora,

desde Moisés hasta Marx, pasando por Jesús; la dimensión utópico-moral es paralela a toda la

historia de occidente.

Que una cultura con estas pretensiones y estos sueños, se satisfaga con un último invento tan

mezquino como el egoísmo, y que todo su caudal intelectivo se invierta en mostrar que éste es motor

de bienestar, de un vivir mejor con un mejor en bienes; afirmar que las riquezas terrenales son la

única verdad real, ésto no gusta, no satisface, asusta, irrita. Y, ya que estamos en la tierra, voy a

agregar, que esta constatación fue una de las desagradables verdades que sostuvo Marx; a quien se

cree sepultado bajo el muro del mismo modo que se creyó a Jesús dormido en una tumba antes de

resuscitar.

Claro, él lo llamó explotación, y sabemos que se equivocó; hoy se sabe gracias al neoliberalismo que

pobre es el que quiere, y nadie usa a nadie, nadie puede a nadie; la única opresión que existe es la de

un ente pesado acostado sobre otro más liviano; en el mercado hay quienes ganan, hay quienes

pierden, y al que no le guste este mundo, que se libere, es decir, suicide.

Esta interpretación suena fuerte. Parece una parodia malintencionada de un intelectual desencajado. El

neoliberalismo no es caníbal. Después de todo no es tan malo pretender que los hombres vivan

mejor, que disfruten de los placeres terrenales, y que, quizás, con el tiempo, el lastre del sudor en

la frente, desaparezca, y estemos frescos con toda la vida a nuestra merced, para lo que nos venga

en gana hacer. Lo Otro, el mundo de las profundidades, la pregunta y la respuesta sobre el sentido

de la existencia, ésta y otras trascendencias, que queden para nuestra intimidad compartida en

sectas, comunidades, iglesias, comisiones de ética, hermandades cualesquiera; todas estas

fraternalias, después de todo, también harán uso de los bienes terrenales, por que si nó, ni habría

aviones para gurúes, entidades financieras para las Iglesias, ni techo para los fieles. Por lo que los

bienes terrenales son necesarios tanto en el cielo como aquí abajo, y su producción, una de las

metas más importantes de la humanidad.

Y sí, es cierto, además, que es el hombre el encargado de esta tarea, la de crear codiciosamente

riquezas, y el hombre es tal como lo conocemos, un embutido de ángel y bestia. ¿Que sea

perfectible? Puede ser, pero eso nunca lo sabremos con certeza, salvo que instituyamos una Ley del

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Bien, un Universal deductivo y coactivo, que, de todos modos, se amparará en el Poder, y que por

no ser económico, será despótico. Porque de esto se trata, de mostrar que en la economía, la

riqueza, es hermana del mercado: proceso de intercambio entre individuos libres, poseedores de sí y

de lo que tienen, y que deciden la naturaleza, la calidad, el contenido y el momento, de su acto. Son

libres; no hay obligación de comprar, ni siquiera de trabajar.

La defensa del punto de vista liberal no fue fácil en todos los tiempos. Esta concepción que hoy

parece triunfante, no siempre fue una voz dominante. El intervencionismo del Estado fue durante

al menos treinta años una política poderosa. La resurrección económica de Alemania después de

Weimar; la de EE.UU después de la crisis del 29; de la U.R.S.S. con el plan de Stalin para la

industria básica; el fascismo corporativo Italiano; la presencia política y estatal del laborismo

inglés; la eclosión de los frentes populares; la economía de guerra; el plan Marshall y el socorro y

reconstrucción de Europa; el Mercado Común. No son pocos los datos que nos instruyen sobre la

actividad y la presencia del Estado en la economía y en la sociedad. No se puede arguir que esta

política haya sido sólo perniciosa, y que debemos constreñirnos al más duro de los arrepentimientos.

El petróleo, el automóvil, dos guerras impresionantes, reedificaciones de ciudades diezmadas,

arrasamiento de ciudades flamantes; conformación de una clase obrera multitudinaria y agremiada;

inversión continua en tecnología; alfabetización y tercerización de la educación, transformación del

rol social de la mujer; una nueva cultura del trabajo; no es poco lo que puede adscribirse a

aquellos años. Decir frente a esta colosal presencia que el Estado era una entelequia nefasta que

había que jibarizar hasta su más mínima existencia, constituía hasta los principios de la década del

cincuenta un atrevimiento teórico. Y era a lo que se atrevían, por ejemplo, Ludwig von Mises y

Friedrich A.Hayek, quienes también pusieron a punto el liberalismo en su fundamento filosófico.

Von Mises desplaza con astucia el problema del egoísmo en el hombre económico. Reconoce que

hasta fines del siglo pasado, la economía no tenía otro horizonte que el de compaginar el

egoísmo y las riquezas; que no tenía otra interpretación de la conducta de los hombres que la

determinada por el móvil egoísta. Von Mises en una obra monumental por su peso físico, más de mil

páginas, La acción humana , se centra, precisamente, sobre las características de la acción

humana. Von Mises dice que la economía es la teoría general de la acción humana, y llama a esta

singular disciplina praxeología. Esta teoría general aplicada al mercado, lo que nos da la economía

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en sentido estricto, se llama cataláctica o ciencia de los intercambios. La economía queda convertida

por obra de von Mises, desde fines de la década del 40, en una teoría general de la elección

humana.

Se parte de una verdad mínima pero evidente, a la manera de las verdades de Descartes, las que

nos exige eliminar mediante una duda metódica, todo el material descartable de nuestra percepción e

imaginación, hasta llegar a un nudo duro, un callo, una evidencia cierta. La de von Mises es la de

que la acción humana viene impuesta por el deseo de suprimir determinado malestar. Cada cosa

que hacemos, opción que tomamos, cada búsqueda que emprendemos, y, ya veremos, cosa que

compramos, lo hacemos para suprimir una molestia. La economía, entonces, se ocupa de la acción,

es decir, del esfuerzo consciente del hombre por paliar, en lo posible, sus diversos malestares.

No habría teoría del valor si en el mundo reinara la perfecta felicidad. Sólo hay valor si hay escasez.

El hombre capaz de pensar y actuar únicamente puede aparecer en un universo en el que hay

escasez. Actuar, continua von Mises, es preferir o rechazar; y el actuar es inconcebible cuando la

gente está satisfecha o cuando no sabe cómo aumentar su bienestar.

El hombre no busca los bienes materiales por sí mismos, sino por el servicio que tales bienes le

pueden proporcionar; quiere incrementar su bienestar. Von Mises afirma que no cabe excluir de las

acciones económicas aquellas que de algún modo también son útiles para suprimir determinados

malestares humanos: los consejos médicos, la clase de un maestro, el recital de un artista, los planos

de un arquitecto, las fórmulas científicas. La cataláctica se ocupa de todos los fenómenos de

mercado; estamos equivocados, nos recuerda von Mises, si creemos que los hombres sólo buscan

en el mercado alimentos, abrigo y satisfacción sexual; también buscan procurarse deleites más

espirituales. Por supuesto que no queda tan claro qué tipo de malestar se suprime con el recital de

un artista o una fórmula científica, pero podemos adivinarlo. Dejar de hacer, quizás, la interminable

cola para escucharlo; o encontrar una resolución adecuada después de mucho bregar y tener libre el

fin de semana.

Es cuestión de imaginar, quizás no tanto como von Mises, que hace un uso grandioso de la

imaginación, tan grande es su sabiduría, que sólo él pudo lograr que la economía se constituya en la

nueva Madre de las ciencias. Más grande que la arquitectura, una disciplina que sólo los ilusos

creen que tienen que ver con casas, puentes y ciudades; casas y cosas. No lo es la arquitectura, a

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pesar de lo que me dijo un decano de una facultad de arquitectura y urbanismo, que también la

definió como la madre de las ciencias, punto final y total en el que convergen todas las disciplinas

del universo, punto bautizado como teoría general de los signos en el espacio; culminación

originaria que ya está inscripta en su etimología griega; arché quiere decir origen; bien pero para von

Mises la verdadera madre es la economía que descifra el enigma de la conducta humana. Ya no es

el egoísmo la base filosófica de la economía, sino el saber general sobre la conducta humana que

afirma que el hombre actúa cuando algo le molesta. Y al hombre le molesta tener hambre, frío,

calor, la constipación, el dolor de oídos, la retención de líquidos, el ruido de los grillos, los

pneumáticos lisos, las tetas caídas, la tinta de los periódicos, la voz de Nestor Fabián, hay muchas

cosas que le molestan a los hombres, todas son objeto de la praxeología.

El beneficio es la ganancia que deriva de la acción; es un incremento de la satisfacción o reducción de

malestar. Para que haya beneficio es necesario que haya una diferencia positiva entre el mayor valor

atribuído al resultado logrado, y el menor asignado a los sacrificios. La cataláctica o economía en

sentido restringido, se propone analizar los precios de los bienes que reflejan la disposición del

mercado y del modo en que los hombres despliegan sus estrategias contra el malestar.

Junto a esta teoría general de la acción humana, a esta magna ciencia de la subjetividad con la

que von Mises sortea el obstáculo del egoísmo aunque no desconoce su existencia, también

construye un ataque contra la tecnología pastoral enmarcada en el Estado Benefactor. Es uno de los

economistas liberales que da certeros golpes a la creencia en las políticas activas del Estado, y

fundamentalmente, a la supuesta misión que le compete en la redistribución, vía fiscal, de la renta

nacional, y con ello la implementación de una mayor justicia social.

Esta política benevolente será criticada por los economistas liberales de la década del cuarenta, en

momentos en que ya sea por la guerra sin terminar, o porque ya terminó, constituyen voces aisladas

entre aserciones y prácticas de intervencionismo estatal. Trabajos teóricos de von Mises, Hayek,

Schumpeter, y de quien habiendo comenzado la misma prédica en la época, la continua hoy en

repetidas conferencias y publicaciones: Peter Drucker, de todos ellos seleccionaremos unas pocas

pero gruesas municiones contra esta última muestra del poder de policía, en su vieja acepción, la

tecnología pastoral moderna: El Estado Benefactor.

Estos economistas son parte de un mundo y de una cultura que había visto el surgimiento del

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Estado hitleriano, algunos de ellos elaboran sus teorías cuando la guerra no estaba decidida, forman

parte con su liberalismo económico y con su idea de mercado de una de las corrientes de resistencia

a la hegemonía de la política económica del Tercer Reich. Lo señalo para que no se haga fácil el

prejuicio de que el liberalismo económico es igual a conservadurismo, espíritu retrógado y

salvajismo monetario. En esto se distinguen del neoliberalismo que décadas más tarde, desde fines

de los sesenta, instauran las plataformas monetaristas, y de ellos también se distinguen en que

tampoco aspiran a privatizar toda la existencia. Pero sí hacen escuchar una voz minoritaria en un

mundo para el cual la economía pura era un anatema.

Pensemos que los New Deals, los planes quinquenales, trienales, la economía de guerra, las

monumentales obras públicas, las economías de las grandes potencias de la entreguerra manifiestan

una formidable voluntad política encarnada en un Estado poderoso y activo. Es el Estado de entre

guerras el suturador de las crisis, el que reconstituye con implementación de políticas ordenadas, a

poblaciones desesperadas por la hiperinflación, la desocupación, las quiebras; se ocupa de la

multitud de inválidos de guerra, de la total desprotección social, y de la lucha de clases indecidida. El

Estado interviene, y el capitalismo crece. Todo esto muestra una profunda fe en la voluntad política,

en la planificación, en las metas que se imponen desde arriba, en la organización administrativa. Es un

mundo en el que la economía se subordina a la política. El tan criticado Estado Benefactor debe

su auge a las carnicerías de este siglo, tuve la misión de socorrer a sus víctimas.

Este rol activo del Estado estaba en consonancia ideológica con la crítica al capitalismo liberal, o al

capitalismo en sí. En la entreguerra, después de la crisis del 29 y de la masacre del 14, la crisis

cultural que había alcanzado a la civilización de los valores ilustrados, también apunta al capitalismo.

Es toda la sociedad burguesa la que está bajo la mirada crítica y condenatoria, desde la izquierda

y desde las derechas; desde los socialismos y los fascismos. La sociedad que desde 1870 había

crecido bajo la bandera del orden, del progreso, de la libertad y la ciencia, caía. Se huele a

decadencia del sistema capitalista. El mismo Schumpeter en su libro Capitalismo, socialismo y

democracia , de 1942, anuncia la decadencia del sistema, su falta de mecanismos de renovación, la

desaparición de la mística de los fundadores y pioneros y la debilidad de la función empresarial.

El Estado es la entidad que suple, compensa y activa los engranajes de una sociedad que las leyes

del mercado dejan debilitada y desprotegida. El Estado es el encargado de dar trabajo, promover la

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educación, congregar y tejer alianzas entre las corporaciones económicas, responsabilizarse de la

defensa de la nación, subsidiar a los desempleados y retirados, fomentar las artes. El Estado fue el

símbolo de la comunidad. Pero, además, el Estado es el que redistribuye las rentas en una

sociedad con alta desigualdad en las riquezas. Y lo hace por la vía de su política fiscal, con una

ponderación diferenciada de los impuestos de acuerdo a las categorías de ingreso. El Estado es el

garante de la justicia social.

Ya sea en las manos de Stalin, Mussolini, Blum, Lloyd George, Perón o Roosevelt, en cada

formación social, el Estado entre 1920 y 1950, se configura como pieza clave del desarrollo de las

sociedades.

Frente a esta realidad ciclópea, los economistas liberales, levantan sus argumentos en defensa de la

libertad económica, del capitalismo de mercado y de la propiedad privada. Von Mises acusa a

Sismondi, a los románticos defensores de las instituciones medievales, a los autores socialistas, a la

escuela histórica alemana, al institucionalismo americano, los acusa de haber adoctrinado a la gente

para convencerla de que el capitalismo constituye un inicuo sistema de explotación. Pero, para von

Mises, esto no es así. La sociedad capitalista de mercado es una sociedad en la que los

consumidores son soberanos; y a los empresarios corresponde satisfacerlos. A los empresarios

corresponde el gobierno de todos los asuntos económicos, ordenan personalmente la producción.

Son los pilotos del navío y están sometidos a las órdenes del capitán del navío: el consumidor. El

mercado constituye una democracia en la que cada centavo da derecho a un voto. Por las

constituciones democráticas se aspira a conceder a los ciudadanos en la esfera política, las mismas

prerrogativas que el mercado les confiere como consumidores.

Es cierto que en el mercado, reconoce von Mises, no todos tienen el mismo número de votos; los

ricos pueden depositar más sufragios que los pobres. Es el resultado de una votación previa; pero,

insiste, el que se enriquece en una sociedad de mercado es el que sabe atender mejor el deseo de

los consumidores.

Se ha querido hacer del mercado una entidad arbitraria y tiránica; se han empleado metáforas para

dar al mercado un contenido político o militar. Por eso se habla de capitán de la industria, rey del

bizcocho, magnates; a las empresas se las ha nombrado como imperios o reinos. Pero por más

terminología que se use, no hay dudas de que el rey del chocolate no gobierna a sus consumidores,

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por el contrario, se pone a su servicio.

Von Mises dice que en una sociedad contractual el individuo sólo es libre sirviendo a los demás; es el

único modo en que se sirve a sí mismo. El intercambio de bienes y servicios es siempre mutuo, ni al

vender ni al comprar se pretende hacer favores; el egoísmo personal de ambos contratantes

engendra la transacción y el beneficio mutuo.

Dijimos ya lo que significa el beneficio para von Mises, ese plus de satisfacción que excede al

sacrificio empeñado. Pero la verdadera palabra es: ganancia. El empresario procura obtener

ganancias, ése es el objetivo de su postura de especulador. Especula, dice von Mises, porque

pondera circunstancias futuras, calibra las posibilidades, apuesta entre incertidumbres.

Pero la ganancia es una palabra maldita, tiene la vileza que en otra época tenía el oro del avaro. La

crítica - contraataca von Mises - que los moralistas y los sermoneadores formulan contra la ganancia,

fallan en el blanco. Los empresarios no tienen la culpa de que los consumidores prefieran las

bebidas alcohólicas a las biblias. No compete al empresario cambiar las ideologías erróneas de la

gente. Si se quiere cambiar el mundo y las ideas, hay que dedicarse a la filosofía, pero no reclamárselo

al empresario.

Von Mises dice que también se equivocan todos los que sostienen que el valor de los bienes sólo es

creado por los producen directamente, es decir los que trabajan, olvidando por completo a aquellos

que contribuyen a la creación del producto con su capital y con su pensamiento empresarial. Los

maravillosos progresos económicos de los últimos doscientos años fueron conseguidos gracias a los

bienes de capital que los ahorradores engendraron, y al aporte intelectual de una elite de

investigadores y empresarios.

Para von Mises la propiedad privada de los medios de producción no es un privilegio sino una

responsabilidad social. A pesar de esto el empresario es maldecido, denunciado, despreciado. Se

rebaja la conducta mercantil a niveles de vulgaridad y grosería, como se lo rebaja al empresario a la

chatura del que sólo piensa en vender y ganar dinero. Un prototipo humano ignorante, más cerca del

animal, del ave de presa, mezquino, incapaz de las virtudes de la generosidad y del desprendimiento,

el antihumano. Pero, fundamentalmente vulgar.

Dice von Mises que el fabricante de zapatos no imagina calzados sólo para personas finas y

elegantes; ni plantillas y hevillas para seres dotados artísticamente. Sus prójimos carecen de las

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virtudes de las que él mismo se ve despojado.

Se dice que el hombre común vilipendia a los empresarios y a todos los que prosperaron más que

él; piensa que los empresarios que lograron enriquecerse es porque no tienen escrúpulos. Se

sostiene que cualquiera de nosotros podría ser igualmente rico si no fuera porque preferimos respetar

a los demás, y respetar las normas de la moral y la decencia. Von Mises, en la página 399, resume

así su parecer: grato resulta a muchos autobeatificarse con tales pensamientos llenos de

farisaica santurronería.

Hay quienes afirman que el hombre de menores recursos fracasa en la competencia mercantil por

su falta de ilustración, olvidándose , según von Mises, que la ilustración académica implica aprender

tan sólo teorías e ideas anteriormente formuladas. Ni el innovador, ni el inventor, se forman en

aulas; las escuelas y facultades no fabrican empresarios sino personal subalterno. El hombre que

deviene empresario es el que aprovecha oportunidades y llena vacíos. Por eso el empresario es

algo más que el individuo rústico e inculto con que se lo quiere tildar.

En la economía capitalista el mercado es la institución social por excelencia. Por eso los críticos

del sistema pretenden disolver esta entidad o reformarla. Von Mises cita a los humanizadores de

las leyes del mercado; quieren paliar sus crueldades y hacerlo más humano protegiendo al débil. A

veces es la protección del consumidor contra el productor, quien le mete necesidades en la cabeza,

lo usa para sus réditos, lo atrae con señuelos y anzuelos como si fuera una rata; pero otras veces el

humanismo reformador protege al productor contra el consumidor, cuándo éste elige productos de

grandes firmas en lugar de compartir el contenido de su bolsillo con las pequeñas empresas o con

las de origen nacional. Este humanismo no descansa nunca por sus contradictorias pretensiones.

Mediante el intervencionismo estatal se defiende al productor torpe y se censura la libertad del

consumidor.

Von Mises tampoco se olvida de las clásicas y reiteradas críticas a las manipulaciones publicitarias,

símbolo estético-moral de los vicios del sistema capitalista. Pero para él, la propaganda comercial no

hace más que brindar información acerca del estado del mercado en un momento puntual.

No tiene dudas de que la publicidad debe ser llamativa y hasta chillona. Debe atraer a la gente

domesticada por percepciones rutinarias, despertar inquietudes dormidas, inducir a innovar; la

publicidad es la incitación a la distinción masiva. Es posible, reconoce von Mises, que la publicidad

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hable un lenguaje burdo, escandoloso, exagerado; la gente no reacciona ante las insinuaciones

delicadas. Hay un mal gusto del público que obliga a desplegar idéntico mal gusto en las campañas.

Por eso produce repugnancia en las almas de sentimientos refinados que pretenden reemplazar la

propaganda comercial por técnicas imparciales, escuelas públicas, una prensa no partidista,

cooperativas voluntarias y desinteresadas de todo tipo. Reaccionan sobre la base de la creencia de

que el consumidor se halla desprotegido y completamente indefenso ante el avasallamiento

comercial, que la publicidad está destinada a engañar a las almas cándidas.

Es toda la teoría del mercado la que es atacada en nombre de una teoría del bien común. Este bien

común se concibe sobre la base de una democracia utilitaria, cuando no lo hace en nombre del

sentido de la historia. Ambas concepciones transitan sobre una particular idea de la justicia. Este

bien común resulta de la mayor felicidad posible para el mayor número posible de personas. Cuando

esto no parece lograrse, los que no participan de esta felicidad soñada se constituyen en víctimas y

deben ser socorridos mediante la administración de un sistema paracaritativo que corrompe

doblemente. Debilita y rebaja al que recibe, y permite la autobeatificación del que otorga.

Una de las razones por las que el capitalismo ha sido un proceso social revolucionario es que ha

mostrado la indignidad de la limosna - además de demostrar con la ayuda de la economía liberal

que no deja de ser lícito y justo vencer a un competidor cuando se produce mejor y más barato,

que no es reprochable desviarse de los métodos tradicionales de producción, que las máquinas no

son perniciosas, que el deber del gobernante no es el de impedir el enriquecimiento del empresario,

que la virtud del Estado no es la de proteger al más débil frente a la competencia de los más

eficientes -, por eso, resume von Mises, todas las relaciones que se pretenden alentar fuera del

sistema mercantil de intercambio, terminan en un sistema caritativo, que rejuvenece al sistema feudal.

La gracia por un lado, el agredecimiento por el otro.

El arcaico sistema de dependencias y subordinación que desde el mismo filósofo liberal Locke se

ha denunciado como alternativa reaccionaria al mundo del dinero y la propiedad; este mundo, lejos

de ser pernicioso, fue un avance hacia la dignidad del hombre.

En la época del escrito de von Mises, a fines de la década del cuarenta, se tiene la larga experiencia

de un paternalismo dirigista que pretende erigirse en defensor de los verdaderos intereses de la

sociedad frente al actuar egoísta del empresario ávido de ganancias. Para von Mises un gobierno

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que se erige como promotor de la felicidad humana desconoce, lisa y llanamente, la mecánica del

egoísmo humano, lo rechaza puritanamente, y esclaviza a los ciudadanos en nombre de la virtud.

Considera, además, que la idea de igualdad superpuesta a la de libertad, da un compendio de

derecho natural que los caballeros virginianos, los que fundaron la sociedad de EE.UU, tuvieron la

suerte de desconocer. Por el contrario, consideraron que la innata disparidad entre los seres

humanos eran causa y origen de la cooperación social en toda civilización avanzada. Analizaron el

problema de la desigualdad desde el exclusivo prisma de lo social y utilitario.

7- Los intelectuales

Dejemos por un momento a este león de la economía, combatiente de una idea de Estado que tenía

más de un siglo de vigencia.

El Estado monárquico una vez disuelto con la última decapitación, una vez sesgado el vínculo que

permitía al Estado ser absoluto - su ascendencia divina - , su reconstitución se lleva a cabo por la

vía de la política secular, la centralización burocrática, la reforma administrativa, la política militar e

industrial, y se hace, además, por la vía de la ética, es decir de una moral republicana en la que el

Estado se hace cargo del sufrimiento social. Ante esta unión del Bien con el Estado, la prédica de

Von Mises, en tiempos de posguerra y de reconstrucción social, no fue una tarea sencilla.

El Estado Benefactor, o el Estado Providencia, como dice Ewald, se consolida en las últimas

décadas del siglo pasado. Se le adscribe a Bismark el impulso de su implementación. En

permanente litigio contra los socialistas, a quienes con frecuencia censura y reprime, decide

rescatar algo del estilo de sus reivindicaciones. Su política de construcción de la unidad alemana,

de su entrada en la modernidad, en la industrialización, incluyó una política de centralismo y la

conformación de una burocracia jerarquizada. Fue a los socialistas de cátedra o socialistas

académicos, que Bismark tomó sus ideas de seguridad social. Entre 1883 y 1888, Bismark inventó el

seguro nacional de enfermedad y el seguro obligatorio de vejez. Con la seguridad social nace el

Estado Benefactor. Es en las misma época que Austria y Gran Bretaña, comienzan a recortar el

poder de los empresarios por medio de inspecciones a fábricas, reglamentos de seguridad e higiene

y restriccions al trabajo de mujeres y niños.

Por eso Peter Drucker afirma que desde 1873 asistimos al fin de la era liberal; época de libertad

privada y política social, que en un breve interregno , lo vimos, se había desarrollado alrededor de

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1840. Este liberalismo de hace siglo y medio, suprime mediante decretos, la política de protección

a los débiles que se heredaban de los ideales de la Revolución Francesa, y diagrama las nuevas

formas de un liberalismo social que dejaba en manos de la patronal la libertad y el compromiso

moral de socorrer, asistir, y, también, educar a la masa proletarizada. La política bismarkiana

termina con esta práctica, y recupera para el Estado moderno centralizado, las riendas de la

política social.

Para Peter Drucker el Estado de Bienestar dura cien años, su agonía y fin acontece en 1973, con la

crisis del petróleo. Para Drucker, en Nuevas realidades, si 1873 es el fin de la era liberal, 1973 es

el fin de la causa progresista. Esto significa que las causas socialdemócratas y socializantes, como la

redistribución de las riquezas por cobranza de impuestos, idea de los socialistas de cátedra del siglo

XIX, como todas las llamadas terceras vías entre la llamada explotación capitalista y la guerra de

clases marxista, los terceros caminos, desaparecieron, para Drucker, un siglo después.

La crisis del petróleo transnacionalizó la economía, impulsó a los países a la expansión y a la búsqueda

de mercados. Toda una serie de fenómenos nuevos cambiaron el rostro de la economía y de la

sociedad, configurando un semblante irreconocible para la envejecida doctrina del Estado social y

económico. Es el fin de la experiencia del Estado indicativo que elaboró De Gaulle en Francia, y el

Estado japonés en la posguerra. Queda invalidado el Estado que sugiere, alienta, retiene, estimula y

desestimula, un Estado estratégico que orienta a la actividad privada.

La búsqueda de beneficios se subordinada a la conquista de mercados, a veces se lo sacrifica por un

tiempo para poder instalarse en espacios competitivos. Es más importante maximizar mercados

que beneficios.

La crisis del petróleo da un insólito empujón a una tecnología que estaba en ciernes, la energía

informática, totalmente intensiva, cuyo principal soporte material es el conocimiento. Drucker dice

que se descubre también que la pobreza no es una urgencia en los primeros tiempos del desarrollo

económico, no es una urgencia remediable, que su solución depende del crecimiento y aparece una

vez que éste se consolida. La misma teoría económica cambia el eje de su problematización, gira

alrededor de tres esferas: la macroeconomía del dinero, el crédito y los tipos de interés; las decisiones

microeconómicas sobre la velocidad del dinero; la actividad empresarial y las innovaciones en la

gestión del mundo económico.

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Irrumpe en el mundo un nuevo amor a las riquezas; cita Drucker al primer ministro de la China

comunista, Deng, que en 1985 dijo: convertirse en rico es hermoso. Porque ya constituye una

verdad universal que la prosperidad es servicio, que la actividad mercantil es benefactora; los

antiguos desprecios elitistas, el del gentleman, el del junker prusiano, el del aristócrata francés, el del

clérigo y el del intelectual progresista, quedan en el desván de los resentimientos.

Descubren todos junto a Drucker la importancia de un nuevo sector social, el llamado tercer sector,

el de las instituciones de la sociedad civil que invierten y se hacen cargo de las disimetrías, y de las

falencias que los sectores políticos y económicos dejan escapar. Las instituciones no

gubernamentales ya insumen el 15% del P.B.I. en los EE.UU., y con 90 millones de voluntarios

dedican parte de su tiempo al cambio del ser humano, modo en que Drucker designa la función que

hace de un enfermo un ser sano y de un delincuente un ciudadano.

Como coronación de este festival de novedades, está el management, un nuevo arte liberal, una

herencia de los ideales del Renacimiento, en el que el más grandes de los pintores, era también un

proyectista de aeroplanos y un investigador de nuestra anatomía. Arte porque es práctica y

aplicación; liberal porque se refiere a los fundamentos del saber, al conocimiento de uno mismo, a la

prudencia como marco de las conductas, y al liderazgo como capacidad individual y

responsabilidad social.

Drucker en la cúspide de la época, anuncia que el management abreva en todos los conocimientos

de las humanidades y las ciencias sociales, en la psicología, filosofía, economía, historia, ciencias

físicas y la ética. Pero el manager, el director, el empresario, no es un académico que se satisface en

su erudición, está en las antípodas del espíritu contemplativo. Por el contrario, orienta su saber

hacia la eficacia y los logros de proyectos sociales, que pueden ir desde la construcción de un

puente, a la cura de un paciente, la enseñanza, el diseño de un software.

No termina nunca el listado que Drucker confecciona en sus libros sobre las glorias de esta

modernidad inédita y asombrosa, hiperactiva y entusiasmante, este nuevo pensamiento planetario

que tiene a la economía y al pensamiento económico como su marco teórico general.

Toda la prédica de Friedrich Hayek, en los últimos cincuenta años, la crítica al Estado como agencia

de servicios; a la impaciencia de los ansiosos que al no soportar el rostro de la pobreza forman una

ejército de administradores del bien público que no hacen más que cercenar libertades. La crítica al

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dogma del pleno empleo conseguible con dosis altas o graduales de inflación; el anuncio solitario

del fin de la mitología que hace de los sindicatos y de la fuerte agremiación la causa del progreso

social, la comprobación de que no sólo no es así, sino que los gremios sojuzgan a sus afiliados y

condicionan su posibilidad laboral, todo esto ahora es mensaje coral.

Asistimos al fin de tantos años de prédica en el desierto, de profecía solitaria, en que hombres como

Hayek sostenían que la política de redistribución de rentas, de impuestos progresivos, no tenía

ningún basamento moral. Que, en realidad, no hay límite para hacer pesar sobre los que más tienen

la carga tributaria, que no hay medida ni escala justa para ponderar que un diez por ciento de una

renta exigua equivale a una cuarenta por ciento de un ingreso importante.

Nada vincula a la redistribución de las rentas con la justicia, y menos con la moral. Es injusto,

dice Hayek, pretender que a la mayoría le está permitido transferir, mediante una política

discriminatoria, las cargas fiscales a la minoría. No hay peor mal para los hombres que los

reformadores impacientes.

Pero podemos decir que el furibundo defensor del poscapitalismo, Peter Drucker, esté diciendo algo

muy distinto que uno de los más lúcidos críticos de nuestras sociedades industriales, como Michel

Foucault? En qué se distingue el experto en management, este director de orquesta, este hombre

culto y práctico, de lo que Foucault llamó intelectual específico? Para comenzar con el orden de las

semejanzas, suponemos que se parecen en que ambos sepultan al intelectual crítico calcado sobre

las virtudes del jurista. El intelectual enterrado, es el venerado por sus dotes literarias, en la

novela, la filosofía, y que juzga la conducta de sus contemporáneos. El intelectual jurista, como

dice Foucault, que se disuelve mientras nace un nuevo tipo de intelectual que llama específico cuando

piensa en la acción del físico atómico Oppenheimmer. La disolución de este intelectual agonizante,

mosaico y eterno juzgador, que, como decía Schumpeter, ejerce el poder de la palabra hablada y

escrita, que no tiene responsabilidad directa en los negocios prácticos, que no tiene conocimiento de

primera mano.

Qué más dice Schumpeter de los intelectuales, para agregarlo a lo que ya dijeron Von Mises, Hayek

y Drucker? Que viven de la crítica. Que su vida histórica está asociada al ascenso de la burguesía, y

esto desde el invento de la imprenta. Que su consolidación es parte de la revolución industrial,

cuando dejan de ser domésticos de las iglesias y de las monarquías, para depender del público

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burgués, lector o espectador. Que como el ascenso de la burguesía se abría camino con una visión

crítica del mundo, el intelectual era burgúes por definición.

Schumpeter dice que el nacimiento y crecimiento del movimiento obrero le dió nuevo auge a los

intelectuales. Pero, afirma, que los obreros nunca necesitaron el caudillaje de los intelectuales, y que

éstos, sin embargo, invadieron la política obrera. Y lo hicieron con su arma tradicional: la adulación.

Faltos de autoridad frente al trabajador, el intelectual compensa esta ausencia con adulación,

promesas, instigaciones. Estimula a los militantes izquierdistas, a las minorías resentidas, defiende

casos dudosos, se alinea con filas de submarginales. Se comporta con las masa de mismo modo

que sus ancestros lo hacían con las autoridades eclesiásticas, luego con los príncipes y otros

protectores individuales y luego con los propietarios burgueses.

Los intelectuales ocupan puestos subalternos; integran buró políticos, escriben panfletos, discursos

de políticos, actúan como secretarios y asesores, crean la reputación periodística de los políticos

para los que trabajan.Con el agregado, que son parte - debido a la formidable expansión del

aparato educativo, que aumenta el número de puestos, pero muchos más el número de aspirantes -

del ejército de reserva, de los desempleados, de los graduados sin trabajo. Lo que aumenta su

descontento y resentimiento y su hambre crítica.

Podemos afirmar que asistimos entonces - según el punto de vista de estos eruditos del saber

económico, de estos nuevos reyes magos que anuncian la llegada de una nueva Madre del Saber -

a la muerte del intelectual crítico y al nacimiento de un nuevo personaje que retoma la guía espiritual,

pero esta vez con plena inscripción en el aparato productivo, en el proceso material de producción

de riquezas? Muere así el intelectual nutrido en la educación liberal y en la cultura general, una

educación que pretendía basarse en la formación y el desarrollo de la persona, y que se

vanagloriaba de su inutilidad? Hoy la palabra, dice por ejemplo Drucker, es techné y no sofía.

Es cierto que asistimos, además, con el derrumbre del Estado Benefactor, al fin de uno de los

ideales de universalidad encarnado en un Estado protector, utopía soñada por los intelectuales que

dibujaron una y mil veces el diseño del perfecto espacio público? En qué se diferencia un

intelectual específico de un director de recursos humanos? Existe es

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SUPERVIVENCIA

1-El enorme nombre de Marx

Este es el último punto de la zona capitular que hemos llamado ética. Remite a un punto que es el

nudo problemático de una reflexión de alcances difusos. Es nudo y es difuso, no se sabe en qué

lugar no aprieta, ni en dónde termina el lazo, que en realidad no es tal, porque si tuviera lazo

habría posibilidad de desanudarlo, pero el lazo no se ve, y gran cantidad de pregoneros y analistas,

lejos de toda resignación, anuncian con premura su localización y contorno. Me refiero a la

desocupación, otra coincidencia en el tiempo y en el espacio que hace converger a nuestros puntos

cardinales preferenciales: Berlín y La Tablada.

A los alemanes se les cayó el Muro, y entraron los otros alemanes, seguidos por polacos, rumanos,

bosnios, para así aumentar la oferta laboral. A nosotros se nos cayó el Muro en México por el efecto

Tequila, algo lejos, pero bastante cerca por la globalización financiera, y no nos entró nadie, y

tampoco salió nadie, todos quedamos adentro, pero demás. Somos demás en la Argentina.

Este nudo problemático que es la desocupación, es difuso en sus alcances porque no es materia de

ciencia alguna, ni especialidad de experto alguno. Por supuesto que es un problema económico,

¿pero qué sucede cuando los economistas no le ven solución económica, ni a corto ni a largo plazo?

Algunos miembros de una feligresía que bautizaremos como economistas culturales, ven a la

desocupación como un fenómeno estructural del mismo poscapitalismo; su tendencia sólo puede ser

creciente, y plantea problemas que ya no son sólo de economía, ni siquiera pueden llamarse culturales,

son problemas de civilización. Estos analistas proponen pensar una civilización en la que el valor

trabajo ya no sea el principal integrador social.¿ Qué tipo de sociedad puede ser aquella en la que

sólo una parte de la población trabaje? ¿ Cuales serán las nuevas formas de asociación, la distribución

del poder entre las nuevas fuerzas sociales, la jerarquía y la estima social de los no asalariados?

Estas son apenas algunas preguntas que suscita este giro civilizatorio.

Dejamos de lado, por el momento, otras preocupaciones que derivan de la percepción y del uso

del tiempo en nuestra cultura. Me refiero al problema de si el tiempo se nos escapa, si lo dividimos,

controlamos, medimos, para que no se nos escape; si el tiempo es oro, joya preciosa que el hombre

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quiere almacenar en vano y más ahora porque este tiempo ahora nacerá fugado. El tiempo sin

trabajo se viene en estado casi puro. Este tiempo destilado algunos lo sopesan en los ocios, en los

tiempos de espera, en el aburrimiento, en la monotonía. Ahora ya no será un tiempo especial, será

un tiempo normal. Tener tiempo es una posesión a la que la humanidad no ha sido acostumbrada, y

no se trata sólo de confort, el tiempo disfrutado en viajes, hoteles, diversiones, compras, caprichos; ni

siquiera el tiempo del estudio, de la contemplación erudita.

El tiempo sin trabajo que dicen que se avecina es inédito, porque se trata de contingentes inmensos

de las futuras generaciones que no conocerán el trabajo asalariado, el pago de servicios, el

reconocimiento por el ejercicio de una profesión, nada de lo que la humanidad vivió en su larga

historia, servirá de parámetro para enmarcar esta nueva condición humana. Esto en cuanto a los que

anuncian el parto de nuevas civilizaciones. Los economistas, más modestos, descreen de la

prospectiva y de los anuncios altisonantes, lo que ellos hacen es calcular.

Si Argentina crece con un promedio del 7% anual, con una inversión de más del 20% del PBI, con un

aumento de sus exportaciones de por lo menos del 15% anual, y con la misma tasa de empleo, es

decir de una oferta constante de la población económicamente activa, quizás, con estas

condiciones, en el año 2008, los índices de desocupación podrán bajar a la mitad de lo que son hoy

en día. Estos anuncios que dependen de las una y mil variables de la geoeconomía, la única certeza

que producen es la de la amenaza. Es como si todas las palabras del mundo, todas las estadísticas,

curvas y gráficos, no pueden ocultar, que nuestro país está inserto en una estructura económica y

política, en la que varios millones de personas no encontrarán trabajo. Esta sensación se refuerza por

el hecho de que este tipo de sociedad transnacionalizada, que depende de fondos de inversión, y de

ventajas comparativas en competencia con mercados de alto grado de disciplina social y cultural, no

deja alternativas. Es este un punto polémico, el más arduo, que dejaremos para más adelante, aunque

sus huellas se marquen desde el mismo principio de este libro.

Volviendo al tema inicial, está claro que la desocupación nada tiene que ver con el ocio soñado por

los utopistas románticos, ni por los comunistas de la primera hora. No es el libre disfrute paradisíaco

en el que el hombre al fin desarrollará su personalidad total. No es el estadio de pura creatividad,

de juego eterno, de gratuidad gozosa. Es un infierno, es, de los inventos culturales ideados por la

humanidad, el que más se parece a la guerra, y a la esclavitud.

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Para incursionar en el tema, me pareció útil interrogar al mismo valor trabajo, tomarlo por algunas de

sus aristas, y enfocarlo en lo que significó para la cultura moderna. Por supuesto que trabajar no es

un verbo obvio, ni es sólo ganar el pan con el sudor de la frente, aunque sin duda es esto también,

pero el trabajo en la fragua de los valores se ha anunciado como liberador del hombre, y como su

esclavizador también. Digo valor trabajo, dos palabras que unidas no sólo remiten al dominio de la

ética, sino al de la historia, a la historia de la economía.

El valor es un doble término, es familiar a la economía y a la ética. Es comercial y moral, es precio y es

coraje. Y la economía nace con esta afirmación de que el valor es tiempo, que el trabajo es el tiempo

en que se ejerce una fuerza, y que su valor resulta de las energías que necesita esta fuerza para

reproducirse. Afirmaciones de la economía política inglesa leída, comentada y criticada por Marx, el

que da su nombre a este apartado.

Pero antes de hablar de Marx, quiero introducir en esta reseña del valor trabajo al conde de Saint

Simon, noble venido a menos, descendiente de Carlomagno, filósofo inventor como se define a sí

mismo, quien ha sido uno de los primeros, sino el primero, en marcar una diferencia en el homogéneo

concepto de pueblo con el que los filósofos de la Ilustración habían concebido al agente social

revolucionario.

Esta diferencia es la de los industriales, ya no el tercer estado burgués, despreciado por el Conde,

aquella junta de juristas, funcionarios, notarios y pequeños terratenientes que no se sentían

reconocidos por la alta nobleza, sino un nuevo estamento, el más valioso, el conjunto de quienes

mediante su industria crean la riqueza de la nación.

Saint Simon reemplaza la idea de contrato social de Rousseau, la que pensaba la constitución de una

sociedad mediante un acto libre de sujetos soberanos dispuestos a entregar al grupo su libertad y

recibirla a su vez del conjunto, reciprocidad global que permite a la misma sociedad ser soberana;

Saint Simon deshecha esta idea homogenizadora y uniforme de los sujetos políticos, para presentar

nuevas categorías, esta vez las que designan a los sujetos sociales. Por ejemplo los industriales, la

elite de la sociedad soñada por este utopista.

No es la misma capa social formada por lo que hoy llamamos industriales, en realidad tiene que ver

con los industriosos, los que trabajan y crean bienes materiales.

Rescatemos dos preguntas que hace Saint Simon. ¿Qué es ser un filósofo?, es la primera. Para ser

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filósofo se deben reunir cuatro condiciones. Para comenzar se trata de llevar, mientras la vida lo

permita, la vida más original y activa que sea posible. Segundo: adquirir conocimientos, con cuidado

de todas las teorías y de todas las prácticas. Tercero: recorrer todas las clases sociales y situarse

personalmente en las posiciones sociales más dispares, e incluso crear relaciones que jamás hayan

existido. Por último emplear la vejez para resumir las observaciones tanto en los otros como en uno

mismo, y de dicho resumen establecer principios.

Filosofo inventor,_estima que una vida filósofica debe ser agitada, con experiencias renovadas,

nuevas series de acciones, actos que para muchos pueden considerarse locuras. Desde su viaje a

América para ponerse a las órdenes de George Washington, hasta su insistente prédica para que el

Virrey de México financie un canal que abra una brecha entre el Pacífico y el Atlántico, sus intentos

de convencer a Napoleón de vaya a saber qué soberbio proyecto, son algunos ejemplos de un

filósofo inquieto. Inventar es una palabra con un sentido profundo en Saint Simon, tiene que ver con

la vida, con la filosofía, con la sociedad y con la industria.

No nos olvidemos de la segunda pregunta de Saint Simon: ¿qué es un industrial?, es esta la que

encabeza su Catecismo político de los industriales, publicado en 1823. Responde así: un

industrial es un hombre que trabaja en producir o en poner al alcance de la mano de los

diferentes miembros de la sociedad uno o varios medios materiales de satisfacer sus

necesidades o sus gustos físicos; de esta forma, un cultivador que siembra trigo, que cría aves o

animales domésticos, es un industrial; un operador, un herrero, un cerrajero, un carpintero, son

industriales; un fabricante de zapatos, de sombreros, de telas, de paños, de cachemiras, es igualmente

un industrial; un negociante, un carretero, un marino empleado a bordo de los buques mercantes, son

industriales. Todos los industriales reunidos trabajan para producir y poner al alcance de la mano de

todos los miembros de la sociedad todos los medios materiales para satisfacer sus necesidades o

sus gustos físicos, y forman tres grandes clases que se llaman los cultivadores, los fabricantes y los

negociantes.

La situación de los industriales los relega a una posición de subordinación en una sociedad que sólo

vive de lo que ella produce. Rentistas y ociosos se aprovechan de su fatiga y de su inventiva. Los

industriales constituyen el noventa por ciento del país, por lo que poseen la superioridad de la fuerza

física; son quienes producen todas las riquezas, por lo que tienen la fuerza pecuniaria; también poseen

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la superioridad en el aspecto de la inteligencia, ya que son sus combinaciones las que contribuyen más

directamente a la prosperidad pública. Así es que, concluye Saint Simon, los industriales están

investidos de medios irresistibles para operar la transición que los haga pasar de clase de

gobernados a la de gobernantes.

Para acelerar el proceso de transformación de la realidad, Saint Simon hace circular sus sueños,

aquellos en los que dibuja la estructura política de la sociedad industrial.

En la utopía de Saint Simon las instituciones del régimen industrial se conforman con una cámara de

las invenciones compuesta por 300 miembros repartidos en tres secciones. En la primera se reunen

200 ingenieros. En la segunda 50 poetas y otros inventores literarios. Y en la tercera, 25 pintores,

15 escultores o arquitectos, y 10 músicos.

La primera cámara de inventores debe realizar toda la obra técnica que la producción de riquezas

necesita. Pero una asociación de productores no se basta a sí misma con el solo hecho de producir

bienes, necesita el impulso de la fe, el estímulo de crear una sociedad mejor, la esperanza de una

vida más plena, y ésta no es una tarea de ingenieros. Las cámaras segunda y tercera diseñarán un

calendario festivo en el que se combinen fiestas del recuerdo y fiestas de la esperanza. El dispositivo

general que impulsarán los artistas está destinado a forjar la voluntad de sus semejantes. Ellos son

los creadores de ilusiones, los que dan una visión positiva del futuro, los que insisten sobre los

aspectos benéficos del sistema. Estará en manos de los artistas la exaltación sentimental de una nueva

fraternidad, semejante a la que forjaron los primeros cristianos. No contento con lo elaborado, Saint

Simon corona su proyecto con el `Canto de los Industriales', que pide componer al autor de La

Marsellesa, Rouget de Lisle.

Esta oda a la industria soñada y elaborada por un Conde, nos introduce en las primeras

elucubraciones sobre el nuevo paisaje de la revolución industrial. Nos da la obertura para presentar

al gran solista del materialismo filosófico del siglo XIX. Materialismo que indica un referente teórico,

un modo de pensar a la filosofía y su inserción en el mundo.

Marx es un filósofo alemán educado en la filosofía de Hegel. La sombra del maestro de Iena cubre

la instrucción filosófica de las primera décadas del siglo pasado. Muy cerca de ahí, en un sala

contigua, vacía de alumnos, un oscuro profesor dicta en el desierto una prédica que sólo será

escuchada años más tarde, y que dará lugar a otra potencia de pensamiento que también diagramará

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la fisiología de nuestra modernidad. Las solitarias clases de Shopenhauer, al lado del aula del solicitado

Hegel, serán retomadas por un músico, Wagner, y por su discípulo Federico Nietzsche.

Volvamos a los jóvenes hegelianos. Entre ellos, Marx seguirá un curso propio y diferente. A la filosofía

alemana le inyectará las preocupaciones de la economía política inglesa, y esto desde sus primeros

escritos. Entiende que la filosofía tal como es practicada en Alemania, es idealista, todo lo juega en el

terreno de las ideas, pero no cualquier idea, sino aquellas que derivan de una pretensión espiritual,

sublime, propia de una sociedad que no había sido llamada a ninguno de los grandes

acontecimientos de la época. Ausente de la revolución política francesa, ausente también de la

revolución económica inglesa, Alemania destina sus pensadores a tejer una variedad monótona de

concepciones del mundo, en la que los cataclismos históricos, como la revolución de los ciudadanos,

la emergencia napoleónica, la transformación urbana y la aparición de nuevos grupos sociales, se

piensan en términos de una metafísica espiritual que cumple funciones teológicas. La filosofía como

crítica de la religión es casi todo lo que puede dar la filosofía alemana, y esto es lo que hará que el

jóven Marx con las armas de su formación, comience a dedicarse desde su juventud a leer textos, y

estudiar fuentes inhabituales para los filósofos.

Sismondi, Smith, Ricardo, Say, Mill, son los nombres que habitan sus referencias bibliográficas junto

a las de Hegel y Feuerbach. Marx comienza, convertido en archivista, a estudiar los informes de las

distintas comisiones encargadas de censar y describir las condiciones de vida de los pobres, en el

marco de la nueva problemática poblacional, la de la pauperización, la pobreza provocada por la

industria. Esta combinación entre riqueza y pobreza, entre exuberancia y miseria, entre poder e

impotencia, las insurrecciones obreras y las represiones del Estado, despertaron en Marx la necesidad

de recurrir a otros materiales, a otra cultura, a modificar su orientación. Deja Alemania y la filosofía

alemana, y va a Londres.

Tanto se ha hablado de Marx, toda una cultura ha moldeado el siglo XX con su firma. Y tanto se ha

silenciado a Marx, especialmente en los últimos tiempos, que hoy es más ruidoso el silencio que lo

cubre que el ruido que lo recuerda. Si metemos en un cofre el aluvión de palabras y comentarios de la

hermenéutica marxista, si dejamos de lado por un momento la densidad bibliográfica producida por

los marxistas, si separamos la historia de los socialismos de Estado, los mamotretos dogmáticos de los

partidos comunistas de todas las tendencias, si exculpamos al pensamiento de Marx de los horrores

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del Gulag, de la tiranía de Stalin, quizá, con todo este esfuerzo de separación, al leer un texto de

Marx, escrito en 1844, en su juventud, antes de que todo lo nombrado ocurriera, podamos

reencontrar la frescura y la genialidad de uno de los más grandes pensadores de la modernidad, y

cuando digo modernidad, digo nuestro tiempo, el que aún corre.

Los Manuscritos de 1844, constituyen un texto en el que la filosofía alemana y la teoría económica

inglesa conjugan sus recursos y exhudan sus tensiones, para pensar al capitalismo, nombre nuevo de

una entidad teórica que delimita la dinámica social. El capitalismo, bautismo de fuego, excrecencia

en la filosofía; no es la sociedad civil, ni el Estado, ni la historia, ni el hombre, ni los dioses o Dios, ni el

pueblo ni el contrato, es una fábrica social de hombres y cosas. Es una de las primeras ideas que

pensará Marx en el texto, el capitalismo como productor de hombres.

En el capitalismo hay oferta de hombres como también hay demanda de hombres. Tanto como de

cualquier otra mercancía; mercancía, palabra antigua, hoy en día velada por otra palabra: producto,

con la que se etiqueta cualquier actividad. En nuestros días si una agencia de modelos organiza un

desfile, presenta su realización como un producto; un cineasta ofrece su película como un

producto; y los que hacen productos, como la industria textil, la metalúrgica o la de televisores, dicen

que entregan un servicio, que sirven con un bien que hace bien. Nosotros diremos mercancía, tal

como lo decía Marx hace 150 breves años.

Hay una mercancía que se llama hombre que se ofrece en el mercado. Es el obrero. Su precio

equivale a lo que cuestan sus medios de subsistencia. Pero el obrero no sólo tiene que luchar, dice

Marx, por acceder a estos medios de subsistencia, sino también para ganar trabajo, no sueldo sino

trabajo; debe luchar para conseguir trabajo, tener la posibilidad de realizar su actividad.

Si la riqueza de una sociedad declina, es el obrero el que sufre. La prosperidad del capital favorece

al obrero, agrega Marx, la competencia entre los capitalistas, incrementa la demanda de hombres

sobre la oferta disponible.

Si hay demanda, los salarios suben. Para compensar el aumento existen dos equilibrantes. La

tecnología que aumenta la oferta de hombres, por lo tanto su tasa de prescindibilidad, y el incremento

en la intensidad del trabajo. Con lo que, para Marx, se obtiene un resultado beneficioso. El mayor

tiempo de trabajo reduce el tiempo de vida del obrero, y al hacerlo, permite la renovación de la oferta

laboral, para satisfacción de la clase obrera. La clase obrera siempre debe sacrificar una parte de sus

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miembros para no perecer en su conjunto. La clase obrera es unas entidad sacrificial.

El trabajo humano se convierte en una actividad abstracta, no es más que tiempo homogéneo y

universal, cantidad pura, tanto en su inversión como en su rendimiento; no es más que movimiento

maquínico, dispositivo uniforme en una teleología común; y además de abstracción temporal y de

rendimiento, el hombre es un vientre que depende de las fluctuaciones de los precios del mercado.

El vientre del obrero pertenece, huelga decirlo,a una gastronomía histórica. En este vientre no sólo

entra el pan, sino aparatos domésticos, agencias de turismo, lentes de contacto, bicicletas con

diecisésis cambios. En los tiempos de Marx primaba lo comestible, algo parecido a lo que pasa en

la Argentina, en la que las estadísticas de 1997, señalan que el 70% del consumo del sector pobre se

invierte en productos alimenticios. Estas asociaciones entre la Europa de los 1850 y la Argentina de

los 1990, dan para pensar sobre las continuidades de los tiempos históricos a pesar de la

atronadora globalización.

Decía Marx que el vientre del obrero depende de los precios del mercado, del empleo de los

capitales, y de lo que llama, con genialidad, el humor de los ricos. Humor que constituye uno de los

datos políticos que más hay que tomar en cuenta para todo tipo de proyecciones colectivas.

Para Marx, en una fase de gran prosperidad ocurren dos fenómenos simultáneos: el descenso de las

tasas de interés y el estancamiento de los salarios, debido a la tecnología y a las crisis de

superproducción. Citando a A.Smith que afirmaba que una sociedad no puede reclamar un estado

general de felicidad y prosperidad cuando la mayor parte de su población sufre, y tomando en cuenta

que el sector más rico de la sociedad provoca el sufrimiento de la mayoría, y como, además, la

economía política es la que promueve a este mentado estado de extrema riqueza, no le hace falta

nada más a Marx para darnos su interesante definición de la economía política: la finalidad de la

economía política es la desdicha social.

A la economía política - objeto teórico que concita en esta época todo el interés crítico de Marx -

sólo le interesa el hombre como proletario, es decir agente social sin capital ni renta, y el proletario

sólo como obrero, es decir fuerza de trabajo. Esta disciplina establece, entonces, como si se tratara

de un caballo cualquiera, que todo hombre debe encontrar su sustento para ser capaz de trabajar.

Porque lo único que le interesa a la economía política es el hombre que trabaja, lo que el hombre hace

fuera del trabajo no le importa, es asunto de otro costal y de otras disciplinas, como la justicia

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criminal, las distintos grupos de médicos, el personal de las instituciones religiosas, los expertos en

informes estadísticos, los políticos, los cancerberos de los depósitos de mendigos.

Es el trabajo el que interesa a la economía política que define a su objeto como una actividad que

persigue un beneficio.

Para Marx, y así lo dice en su primer manuscrito del 44, la sociedad capitalista posee una dinámica

irrefrenable. Todo crece en ella, todo se incrementa, no sólo la producción global, sino las

necesidades de la gente, los deseos se inflan, los apetitos se expanden, las aspiraciones se vuelven

más imaginativas, y las demandas más apremiantes. Es lo que Marx, siendo fiel a su olfato histórico,

llamará el estado de pobreza relativa de una sociedad. Pobreza medida históricamente, siguiendo un

razonamiento comparativo entre deseos histórico-culturales y bienes de satisfacción. Disminución

posible, entonces, en el capitalismo de la pobreza absoluta y aumento de la pobreza relativa en un

mismo y único movimiento. Si a esta propuesta comparativa, le agregamos un diferencial de

participación, que es el que se mide como tasa de participación de la masa salarial en el total de lo

producido por una sociedad, se podrá tener en algunos casos dos variables comparativas de un índice

de pobreza relativa.

Marx interesado en los informes estadísticos, trasmite algunas observaciones del trabajo de un señor

Schulz, Die Bewebung der Produktion y de Charles Loudon Solución del problema de la

población y de la subsistencia, entregada a un médico en una serie de cartas, todo estas

fuentes para informarnos de lo que llama la prostitución de la carne no propietaria, de la carne sin

capital. Abyección que no deriva solamente de las mismas características de los que ejercen el

trabajo manufacturero, sino de los seres que, en algunos casos, forman parte de sus mismas familias,

la abyección de las mujeres de virtudes dudosas, atributo así consignado en los informes. El número

estimado de prostitutas en Inglaterra era en 1842 alrededor de 70.000, con una renovación anual de

8 mil a 9 mil.

¿Por qué rescato esta cita del joven Marx de un paisaje social de hace 150 años, en un mundo

que pertenece al recuerdo de épocas olvidadas por muertas? ¿Qué tiene que ver esta ilustración de

bajo fondo con el poscapitalismo actual y sus ingredientes urbanos en las ciudades más populosas del

planeta como Djakarta, San Pablo, México, Bangkok, en las que la economía de servicios ha

trasmutado su aspecto hasta volver irreconocible los nefastos orígenes del sistema? ¿Qué tiene que ver

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con lo que sucede en el mundo de hoy estas dos escenas geográficas e históricas tan disímiles? En

todo, en todo tienen que ver, basta leer cualquier informe periodístico para saber que el tráfico de

órganos es una de las principales fuentes del caudal que alimenta el lavado de dinero, para dar un solo

ejemplo poscapitalista de una tenebrosidad siempre viva.

A Marx no le faltan elementos descriptivos ni explicativos para sostener que, finalmente, el trabajo

asalariado no es más que otra forma travestida de la servidumbre humana. Y tampoco le faltan datos

para concluir que el famoso mercado de los economistas no tiene nada que ver con un nuevo

espacio de libertades, el mercado es el encuentro de dos disimetrías: la del capitalista que tiene la

libertad de contratar la fuerza de trabajo, y la del obrero que está forzado a vender su fuerza de

trabajo. La fuerza de trabajo no es un bien atesorable, acumulable, si no se vende a cada instante queda

automáticamente destruída.

El capital es una posesión que le permite a su dueño comprar, le da poder de compra; y con esta

facultad tiene, además, el derecho de mandar sobre el trabajo de otro y sobre el producto del

trabajo de otro. Por esta razón, Marx agrega que el capitalista tiene el poder de gobernar al trabajo

y a sus productos, y lo hace no por sus cualidades personales, sino por el hecho de ser propietario

de un capital.

Este es el mundo que describe Marx en estos manuscritos filosóficos, un mundo diferente al que

describían los filósofos; la economía política presenta un mundo con sus leyes inexorables, con su

irrestricta necesidad, tal como las enumeraban los economistas, como Ricardo, quien, según Marx,

concebía a las naciones como talleres de producción, y al hombre como una máquina de producir y

consumir.

Para la economía política clásica, la vida humana es un capital, y las leyes económicas rigen

ciegamente el mundo. Esta dura legislación del mundo de las cosas no se explica por un origen; Marx

está en pleno proceso de divorcio del idealismo filosófico, no hay un mal originario que sostenga el

mecanismo económico. Ni siquiera la codicia o el afán de riquezas, que como variantes del egoísmo,

la economía yergue como motor de todas las acciones humanas.

La economía no desentraña la verdadera necesidad del proceso capitalista a partir de una causa final.

Marx, en lugar de operar al modo de los filósofos clásicos, buscando un origen explicativo, parte de

lo que llama un hecho económico actual, y trazará la genealogía de su recorrido.

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Pero aún nada en las aguas de la dialéctica hegeliana. Los datos y las elaboraciones de la economía

política inglesa se depositan en una procesadora hegeliana, en la que la dialéctica opera con sus

conocidos mecanismos.

En la dialéctica lo uno se vuelve otro por una negación, es el trabajo de lo negativo; la palabra trabajo,

insistentemente empleada por Hegel, indica el modo en que las transformaciones de los elementos se

inscriben en un proceso de mediaciones, de eslabones indirectos que llevan a la nueva posición, una

nueva tesis o afirmación. La negación de sí es un trabajo, y en lo que concierne a la dimensión

económica, Marx maneja los instrumentos dialécticos, para mostrar como el obrero mediante su

trabajo productivo, niega su esencia humana, la vuelve ajena de sí, la desprende de sí, y se aliena en

ella.

Esta esencia tiene el mismo recorrido que había pensado el neohegeliano más importante de la época,

Feuerbach, quien realizó su crítica a la religión según un trayecto de inversiones. El hombre pone en

el cielo lo que corresponde a su esencia terrena. Y adora como otro lo que no es más que lo mismo

alienado, vuelto exterior. Lo interior se vuelve exterior, y solamente una reapropiación interior, una

recuperación de la esencia perdida e idolatrada en un Otro, desalienará al hombre, liberado y total, en

el que el trabajo ya no será el desencadenamiento de un mecanismo de extrañamiento, sino la

expresión de una auténtica personalidad recuperada y total.

Pero existe, además, una dialéctica del Amo y del Esclavo en Hegel. En ella el trabajo es la redención

del hombre, es la venganza dulce del hombre débil. Hegel distingue al amo del esclavo por la actitud

que tienen respectivamente frente a la muerte.

El amo ofreció su vida, es aquel que se desprendió de la conservación de sí, el instinto supremo, y

conoció el más allá de la animalidad, lo propiamente humano, al integrar el instinto en el valor. El

esclavo es el que bajó los ojos, el que se dio vuelta, se escondió o mintió. Tuvo el miedo radical,

fue embargado por la vergüenza de sí. La verguenza es lo que hace al esclavo, el orgullo al amo.

Servir al amo es tarea de esclavo, y este servilismo es, además un servicio, la prosecución de bienes

para satisfacer necesidades y placer del amo. El amo nada hace, porque es. El esclavo no es, la sola

existencia no lo legitima, debe ganarse su lugar en el mundo. Y hace, produce bienes, obras; se

consume lo que hace, se lo usa, aprecia, recompensa. El esclavo trabaja, ejerce la actividad del

cobarde, que se vuelve necesario.

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El amo sin el esclavo no come, no se orienta en la cotidianeidad, no sabe vivir. El amo sabe morir,

pero nada más; sobrevivir es tarea de siervos, y la hormiga doméstica le hará sentir su poder al

Señor. Sabe que sin él, el amo ni come ni se entretiene. Estar solo en la cima es la mismidad sin

arrugas, la monotonía, la rutina del silencio del hombre sin par. El esclavo y su trabajo es un forjador

de variaciones, el trabajo diferencia, multiplica, acumula, ofrece la rudeza de la posesión. El trabajador

recibe de Hegel la redención que se merece por ser esclavo. Anuncia al burgués, entierra al noble.

Esta imagen del trabajador era la matriz que, modificada, ungirá al proletario, el que nada tiene que

perder, el que no sólo deberá recuperar su dignidad haciéndose necesario al amo, sino que se hará

libre tomando consciencia de su poder para abandonarlo en su soledad inútil, y consumir lo que le

rinde su propio esfuerzo.

Pasarán algunos años antes de que Marx lleve a cabo lo que Althusser definió como ruptura

epistemológica, un pasaje de problemática, la aparición de nuevos problemas, por un lado, la

reubicación de los viejos problemas, por el otro, que permitirá leer en El Capital, un tratamiento

distinto de las fuentes económicas respecto de la dialéctica hegeliana.

Si en esta dialéctica el proceso de alienación recorre un trayecto engendrado desde una interioridad,

engendramiento causal que motiva las relaciones exteriores que no son más que sus desprendimientos;

en sus obras posteriores, ya no será un interior que saca de sí los ídolos de su cautiverio, sino una

serie de instancias, fuerzas sociales, relaciones de dominación, que tienen entre sí una relación de

exterioridad, como la que conforma toda relación de poder, en la que ya no será un sujeto separado

de su esencia, sino un grupo de hombres que ocupan la misma posición en el aparato productivo;

ya no será una relación de alienación en la que los predicados se sustantivizan, sino una relación de

explotación en la que un plus de valor es apropiado por otro grupos de hombres que ocupan la

posición polar como propietaria del capital. En definitiva, Marx, en sus escritos pertencientes al

materialismo histórico, abandonará las bases teóricas de la crítica de la religión neohegeliana, y creará

nuevos conceptos para entender el proceso de producción capitalista.

En los últimos capítulos del tercer manuscrito del 44, Marx dice que la economía política es una

ciencia moral, más aún, la más moral de las ciencias. La economía política es la ciencia de la riqueza,

lo que la hace al mismo tiempo, una ciencia del renunciamiento, de las privaciones, del ahorro. Esta

ciencia de la industria maravillosa también es una ciencia del ascetismo y su verdadero ideal, es el del

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avaro ascético y usurero, y además, tiene el ideal del esclavo ascético pero productivo. Su ideal es

el ver al obrero llevar una parte de su salario a la caja de ahorro. La renuncia de sí, dice Marx, la

renuncia a la vida y a todas las necesidades humanas es el deber moral : menos tu comes, menos

libros compras, menos vas a los espectáculos, menos piensas, amas, haces teoría, menos cantas,

hablas, haces esgrima, más ahorras, más aumentas tu tesoro, tu capital. Menos eres, menos

manifiestas tu vida, más posees.

Estas listas confeccionadas por Marx pueden rebatirse aduciendo que ya hace tiempo el ahorro no

es el motor ni el ideal ni de la economía política ni de la vida económica. Que desde que se inventó el

crédito de consumo y desde que Ford creyó que el mejor modo que tenía el capital de crecer era que

los obreros gastaran su sueldo en comprar lo que ellos mismos producían, toda esta oratoria del

ahorro es anacrónica. Pero hay leer con cuidado, que la gente viva para ahorrar o que viva para

comprar no mejora en demasía la calidad de vida tal como la entendía Marx.

Además, es el mismo Marx quien se adelanta a ciertas simplificaciones, recordando que las polémicas

entre economistas como Malthus y otros como Ricardo y Say, los primeros arguyendo que no sólo la

ganancia es el motor de la actividad económica sino la búsqueda de lo que llaman el lujo, y los otros

replicando que no es el lujo sino el ahorro y la acumulación, lo que desencadena el proceso, estas

diatribas, para Marx, son espectáculos huecos en los que nada verdadero se juega porque, en

realidad, el consumo pródigo de lujos está destinado a crear más horas de trabajo, y el ascetismo

pacato de los economistas de lo sólo útil, no pueden desconocer que si no se consume no se

produce, y que el consumo en gran medida es un impulso caprichoso y una inspiración volátil; que

tanto se produce lo útil como lo inútil, y que desperdicio y ahorro, lujo y devoción, se equivalen.

Pero lo que interesa es que para la economía política lo que importa no es sólo la moderación de los

sentidos, sino se debe tener además medida en los sentimientos de piedad, recato en la compasión,

limitado interés por lo que les sucede a los otros, y otros altruísmos. La economía política recomienda

la economía generalizada.

¿Qué es lo que promete la economía? se pregunta Marx. Promete la satisfacción de las necesidades.

Aunque no sólo eso. Dice el joven Marx: la economía política y moral es la riqueza con buena

consciencia, en estado virtuoso.

Habíamos dicho en capítulos anteriores que la economía política tenía una base moral sustentada en

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el egoísmo, por eso era escéptica, porque a pesar de que podía, filósofos mediante, dar toda clase

de volteretas para limar esta aspereza, descubrir algún anexo de generosidad en algún rincón del

corazón contable y monetario, qedaba incólume en las semillas de su creación, que el interés privado

constituía el motor de la actividad económica moderna. Y Marx agrega: no sólo el egoísmo, sino el

dinero.

El dinero es el alquimista universal. Todo lo trasmuta, todo lo invierte, hace de lo lindo algo feo, de lo

feo algo lindo, de lo inexistente algo real, de lo real una nada. El dinero es un mago.

Dice el joven Marx que lo que puedo pagar, lo que puedo comprar con dinero, lo soy en mi mismo,

porque soy el poseedor del dinero. Mi fuerza tiene la fuerza del dinero. Los atributos del dinero son

mis propios atributos. Si soy feo, pero puedo comprarme la más bella de las mujeres, ya no soy feo,

porque puedo lo que los bellos pueden. El dinero suprime mi fealdad. Si soy deshonesto pero tengo

dinero, la veneración al dinero me liberará de mi deshonestidad, el bien supremo que yo poseo, hará

de mi ante los otros , alguien bueno. Esto no se debe por supuesto a las excelentes cualidades de mi

espíritu, sino a las cualidades del único y verdadero espíritu, el dinero.

El dinero es el cortesano universal, para decirlo en masculino; la plata es la cortesana universal, para

decirlo en femenino. Máxima potencia de perversión, que hace de las verdaderas vocaciones, falsas,

porque no pueden realizarse, concretarse, ser efectivas; y de las falsas vocaciones, de las

presunciones vanas, verdaderas vocaciones, porque pueden realizarse y apreciarse; la cortesana

universal transforma la fidelidad en infedilidad, el amor en odio, la virtud en vicio, el vicio en virtud, al

valet en amo, al amo en valet, al cretinismo en inteligencia y a la inteligencia en cretinismo. Marx dixit.

2- De la pereza a la fatiga.

Hay un momento en que el maquinismo industrial se vuelve optimista. Entre 1870 y 1920 - para dar

dos fechas sólo indicativas - la visión de la industria no se reduce a las imágenes de Dickens, ni a las

de Engels, Proudhon o Marx. Este optimismo tiene varios estilos. No es precisamente la moral liberal

que recuerda las ilusiones de los filósofos de las luces. Ni los ideales de fraternidad ni los de

libertad. Es un optimismo más cercano a la voluntad de poder tal como la imaginó Nietzsche. Una

civilización que al fin se siente dueña de sus fuerzas y se dispone a desplegarlas en toda su dimensión.

Este empuje civilizatorio que trasciende las fronteras nacionales y da una nueva forma al valor

trabajo.

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Frederick Winslow Taylor es un hombre que revolucionó la modalidad técnica del trabajo. Su

nombre y su obra fueron un mojón insoslayable en las primeras décadas de nuestro siglo. Con él el

capitalismo industrial reordenó sus piezas y el trabajo potenció sus fuerzas. Inventó la productividad.

Fue uno de los principales enemigos de los sindicatos combativos, logró el apoyo de grandes

contingentes de obreros; vilipendiado por los artistas, glorificado por Diego Rivera, respetado por

Lenín, discutido y aceptado por las mismas fuerzas políticas.

Taylor cambió las leyes de la tecnología industrial y creó al nuevo obrero capitalista. Este nuevo ser

resulta de otra novedad: la creación de la organización científica del trabajo, y de la dirección

científica fabril. Con Taylor no sólo nace el obrero sino también el directivo moderno, el directivo de

fábrica.Su muerte en 1915 sólo fue el inicio de la revolución productiva.

A Taylor se lo recuerda como el hombre del cronómetro. Fue el inventor de su uso laboral. Este útil

de relojería fue un instrumento político de dominación. Y de producción. En una novela de John Dos

Passos, el personaje Taylor agoniza en su última noche en un hospital. La enfermera en el pasillo le

dice a los allegados que cuando se despierta le da cuerda a su reloj.

Taylor realizó un milagro contable. Que el obrero ganara más, el producto costara menos y que el

patrón aumentara su capital. A esto se le llama productividad. Para lograrlo, ideó la dirección

científica del trabajo que, vulgarmente hablando, consiste en imaginar al trabajador como un cuerpo

mecánico. Un aparato de producción, con sus piezas, su motor, sus movimientos, sus

articulaciones, posiciones, ubicación, rendimiento, velocidad, freno.

La descomposición anatómica de los gestos, el parcelamiento de las tareas, la repetición de las

maniobras, la automaticidad del movimiento, la medición del trabajo, la vigilancia del jefe, todo esto

incrementó enormemente la producción, y provocó un aumento en los salarios entre el 30 y el 60%

por ciento. Por eso muchas resistencias que Taylor encontraba en su camino se vieron allanadas por

este doble resultado.

El nuevo uso serial del trabajo se vería potenciado geométricamente años más tarde, con el invento

fordiano de la cinta transportadora. El material a trabajar iría hasta el lugar del obrero, el famoso

deambular obrero que inquietaba a la patronal, veía su fin.

Existían cuatro obstáculos tradicionales que resistían a la productividad. Uno era el caminar en el taller,

otro la conversación. Pasear y hablar eran los interruptores del trabajo. Los otros dos obstáculos

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eran estructurales. Uno era el oficio que provenía de la tradición artesanal, por el cual el obrero era

dueño de su saber y también del tiempo de su puesta en aplicación. El obrero tradicional

conservaba el secreto de su pericia técnica, esto constituía un arma política, lo convertía en elemento

necesario y poco prescindible. El último obstáculo, era el sindicato, que en los primeros años del siglo,

era de oficios, controlando el acceso de nuevos miembros al ejercicio de la profesión.

El sistema tayloriano barre con todos estos obstáculos a la vez. La pericia, al simpificarse los trabajos

en sus elementos más simples, se escapará del control obrero y pasará a las manos de un nuevo

personaje, que será estrella durante unas décadas: el ingeniero. Y del ingeniero bajará la jerarquía a

una serie de capataces encargados de los distintos aspectos de esta descomposición laboral.

Pero el aspecto filosófico que se decidió alterar con las nuevas metodologías es la pereza. Lo llamo

filosófico porque la pereza obrera se pensaba como un atributo casi insoslayable e irreductible de la

condición humana. La pereza tiene que ver con el tiempo. El tiempo es lo que hay que domesticar, y

la pereza es su pérdida, el holgazán sencillamente pierde el tiempo.

En su obra La Dirección de los talleres, Taylor dice que la pérdida del tiempo tiene dos facetas.

Una deriva de un instinto natural. Una tendencia del obrero a distraerse, y a ejercer así lo que llama

una pereza natural. La otra la define como pereza sistemática. El obrero va despacio, calcula la

justa lentitud, mide los tiempos, confabula el letargo con sus compañeros. Este doble aspecto de la

pereza es el que hay que combatir mediante nuevos controles y nuevos estímulos. Porque no se

trata sólo de control. Aunque a algunos les parezca extraño, Taylor también fue perseguido por

socialista; su prédica de que el obrero debía participar de los beneficios incrementados, que la tarea

del patrón no consistía únicamente en colocarse al lado del obrero con el cronómetro en la mano,

que los supervisores debían estar al servicio del obrero para facilitarle la labor, no fue apreciado

por todos los capitalistas.

La dirección científica es un arte del ingeniero. Consiste según la definición de Taylor en saber

exactamente lo que se espera del personal y vigilar para que lo haga del mejor modo y del más

económico posible.

El obrero no deberá sentir que ha perdido su antigua jerarquía, en realidad, tiene una nueva jerarquía

que se enuncia así: ¿soy o no soy un obrero moderno? Debe apreciar que los tiempos han cambiado

y que se ha convertido en un pieza importante de un nuevo orden. Es lo que Taylor llama nuevo orden

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administrativo que se diferencia del antiguo régimen de trabajo de tipo militar.

El ejército moderno fue durante la última parte del siglo XIX, el modelo de organización fabril. Fue el

antecedente organizacional, por ejemplo, de las compañías de ferrocarril. Se diseñaron uniformes para

el personal ferroviario, tanto para los antiguos trabajadores agrícolas, como para los que provenían

del servicio doméstico. Para directores de estaciones se buscaron antiguos oficiales del ejército;

mayores y capitanes dirigieron muchas de las principales compañías. El jefe de la estación con su

sombrero alto era el símbolo de una nueva autoridad.

Pero no fue sólo en esta escenificación militar de los ferrocarriles, que el ejército se constituyó en

modelo de organización industrial. La organización de tipo militar tal como la define Taylor, es

aquella en la que un mismo contingente de hombres depende de un sólo jefe. Las órdenes las reciben

de un solo hombre,_único agente con el que tienen relación. La organización de tipo administrativo

y de base científica consiste en repartir la tarea de la dirección de tal manera que, desde el director

adjunto, descendiendo todos los escalones de la jerarquía, cada individuo tenga la mímina cantidad

de atribuciones. Cada uno de los obreros en lugar de estar en contacto con la dirección en un solo

punto, recibe directamente sus órdenes diarias, los programas de trabajo y ayuda, de ocho jefes

diferentes. La entrega de las piezas, su exacta colocación, la limpieza de la maquinaria, el control de

la ejecución, todas las tareas serán supervisadas por distintos jerárquicos como el jefe de tajo, el

jefe de brigada, el jefe de marcha, el jefe de conservación, el personal de vigilancia, el jefe de

disciplina.

La dirección administrativa debe operar como una gran escuela moderna, en la que los estudiantes,

están en presencia de un cuerpo diferenciado de profesores especializados. La dirección modifica su

localización. Por un lado se acerca al lugar de producción, ya que las oficinas de la patronal tienen

que residir ahora en la fábrica, y no en un punto cualquiera y distante de la ciudad, los patrones

deben pertenecer al órgano fabril; y por el otro la dirección separa de la esfera de la producción todo

lo que es planificación, programación, distribución del trabajo, innovación tecnológica, todos los

trabajos intelectuales deberán excluirse del taller.

El ingeniero es el rey de la industria, al menos de una industria que tenía la estética del acero y del

hierro. Mientras la industria tuviera la solidez del metal, el ingeniero no sólo se convirtió en un

modelo de autoridad laboral, sino en todo un símbolo cultural. Que el ingeniero fuera un ideal, que el

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positivismo del siglo XIX, al fin tuviera a su personaje adecuado, y que éste modelo fuera, además,

el valor encomiado por los artistas, puede parecer un eco lejano en días, como los nuestros, en los que

priman los personajes aniñados con miles de millones en acciones y zapatillas blancas saliendo de los

jeans. El héroe pesado del que ahora hablamos es el de los engranajes y no el héroe soft de los

microships.

Como recuerda Rifkin en El fin del trabajo, los valores de la ingeniería en las primeras décadas de

nuestro siglo, ungen al sustituto del héroe que había engendrado la guerra civil norteamericana: el

cowboy. El vaquero , para traducirlo quijotescamente, tenía un nuevo compañero: el ingeniero civil de

la nueva era tecnológica. Cerca de la década del treinta, la moda ingenieril, hacía que la garantía de

calidad, duración, consistencia, seriedad, llevara la marca de esta noble y sólida profesión. Este

racionalismo profesional convertía a los fabricantes de colchones en ingenieros del sueño; los

maquilladores eran ingenieros del aspecto, los basureros pasaron a ser ingenieros de saneamiento.

En la actualidad la palabra ingeniería ha olvidado su antiguo temple de acero, y se ha acoplado a la

informática, metamorfósis que da una ingeniería genética, y se ha duplicado por una repetición de tipo

administrativa que produce todo tipo de reingenierías.

Pero volvamos a la belle époque, aquellos años de la entreguerra, en la que las revoluciones artísticas,

se combinaban con las revoluciones políticas y las guerras mundiales. Es la época que Jeffrey Herf

llama en su libro El modernismo reaccionario, del romanticismo de acero. Esta particular visión del

mundo que sucedió a la primera guerra mundial, carnicería humana en la que se desplegaron los

primeros avances de la ingeniería de guerra, rescataba como estética maravillosa los logros de la

tecnología industrial, ya fuera bélica o civil, y deshechaba en la lacra de la decadencia histórica los

valores del liberalismo ilustrado.

Desde el futurismo hasta las variantes del modernismo trágico, la tecnología es belleza, y el

trabajador, escultura viril. El hombre de acero, la máquina de acero, la grasa, el aceite, el mameluco,

la tenaza y el martillo, el humo, el ruido cascado de las poleas, el crujir de los neumáticos, y el

hombre de la técnica, aquel aque sale de las trincheras del frente, llega a la ciudad, y pone en

funcionamiento la nueva cultura, es la civilización del soldado-trabajador.

Romanticismo de valientes, de seres que miraron a la muerte de frente, amos del porvenir, señores de

la voluntad; las profecías de la tecnología romántica anuncia una nueva aurora. Fin de los

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romanticismos anacrónicos, de la blanda ideología pastoral; romántica no es la escena del grupito que

hace pic nic con sus doncellas semivestidas y sus ovejas de boca rosada; romántico tampoco es el

castillo en ruinas que se vislumbra entre las sombras de la neblina; ni es romántico el jefe de ejércitos

que otea el horizonte y los campos de batalla con los cuerpos diezmados. El romanticismo es voluntad

de crear, y la modernidad es acero, el romanticismo moderno es crear con acero, y su ejecutor y

artista es el trabajador.

El trabajador es el ser que acabará con los falsos profetas de la falsa modernidad. La judía y

norteamericana, la modernidad de las finanzas, la del comercio, la del dinero. El liberalismo tiene una

doble cara. Desde uno de sus rostros elogia la virtud ciudadana, la de la libre opinión, la libre prensa,

el voto secreto, la intimidad de zagúan, el placer de la conversación, la del habla prostituída en

retórica de mesa y sobremesa; desde su otra cara, cuenta su dinero, impersonaliza y homogeneiza,

calcula el porvenir, ahorra el coraje.

Sombart lo decía: el cristiano asciende al cielo como un ingeniero, el judío lo hace como agente de

viajes o empleado de comercio. La economía judía es el comercio y las finanzas, es hija del desierto,

geografía del pueblo perdido que se proclama elegido. Su nomadismo nada respeta, por todas partes

se mete y envenena. Infesta a los pueblos del bosque poblado por las almas del misterio,

inmediatas, soñadoras, concretas. El oro bajo contamina las aguas negras del Rhin. El desierto

diseca el bosque.

El trabajador soldado debe ser movilizado para tomar el mando del panel de control. La guerra será

el modelo de la industria, el soldado el del obrero, y el tanque el símbolo del tractor.

Los ingenieros deben ser los ideólogos de esta transformación. Su labor se equiparará en prestigio a

la de los juristas, siempre privilegiados por el aire de los tiempos. Los ingenieros deberán echar por la

borda todos los complejos que los rebajan frente a los humanistas y aficionados a las dispersas

humanidades. Los cultores de las palabras están desnudos, sus fláccidos vientres y su miopía

entrecejada, muestran lo que valen sus palabras. Los ingenieros, orientadores de la vida tecnológica,

modificarán los valores. La modernidad no será el reino del egoísmo compartido, el de la búsqueda

del beneficio propio, del utilitarismo funcional. Habrá una nueva hermandad, es la de la cofradía de

los trabajadores, cuya meta es la de servir, entregarse, con la misma generosidad que la de los

soldados de las trincheras humeantes. Valor de servicio y no valor de cambio.

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Se vive la edad del trabajador. Dice Ernst Junger: todo es trabajo. Trabajo es el tiempo de los puños,

de los pensamientos y del corazón. Trabajo es la vida de día y de noche; trabajo es la ciencia, el

amor, el arte,la fe, el culto, la guerra; trabajo es la vibración del átomo y trabajo es la fuerza que

mueve las estrellas y los sistemas solares.

El trabajador no es un burgués indigente con todos sus atributos decadentes. Se desconoce la

novedad de los tiempos que amanecen al hacer del trabajador un burgués incipiente. El obrero no es

un futuro burgués, es el anuncio de un nuevo mito y de una nueva cultura. La figura(gestalt) del

trabajador debe desprenderse del virtuosismo demoliberal, su rostro recién se está construyendo. Por

eso sentencia Junger: el trabajador es un Titán, es hijo de la tierra. Para Junger, el desafío reside en

que la sociedad no pierda el temple que tuvo durante la guerra, que los excombatientes tiñan con su

valentía y sacrificio a la sociedad civil, y que la sociedad no se desmovilice. Junger llama a la

movilización total, una cohesión social de acero, en la que el trabajo y la defensa constituyan una sola

consigna. El trabajador, después del cortesano y luego del burgués, es el protagonista arquetipíco de

una nueva civilización.

El empuje del capitalismo industrial era llevado de la mano del ingeniero y del trabajador. Los dos son

las caras de una misma moneda.

Reafirman la era de la técnica pero la inscriben en una nueva cultura. La vieja cultura se sostienía

sobre el aspecto mercantil del capitalismo burgués, con sus virtudes calvinistas del ahorro, la

prudencia, el instinto conservador, a las que se añadió la descomposición filosófica y política del

atomismo social inventado por los ideológos. Empirismo, utilitarismo, las distintas formas del

individualismo, se agregaron al ascetismo de la primera época. Mientras tanto, de modo paralelo a los

restos de individualismo burgúes, la modernidad exhibe un panorama social que teje una trama

inédita. Es la aparición de las masas congregadas en los enormes talleres de producción, de una

potencia de creación nunca vista, y cuyo enorme poder se vió y calibró al invertir la dirección de su

potencia en la guerra del 14. Fue la guerra la que mostró el enorme poder de la nueva civilización, y

la decadencia de una clase dirigente investida por los valores del egoísmo mercantil y la virtud

burguesa.

Las elaboraciones filósoficas de los llamados por Herf, modernistas reaccionarios, las innovaciones

en la metodología del trabajo que introdujo Taylor, la existencia de toda una gama de visiones

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tecnoutópicas que van desde la combinación de la tecnología con los mitos arcaicos o con una

filosofía contemplativa, como en Alemania; o las visiones utópicas de una tecnología mezclada con la

noción cristiana de la salvación eterna, o con elementos de la concepción moral del utilitarismo

norteamericano; la aparición de toda una nueva galería de personajes llamados a ser la encarnación de

los nuevos ideales del fin de siglo, como George Eastman que fundó Kodak, el creador de los

vagones refrigerados Gustavus Swift, William Wrigley que introdujo en occidente la goma de

mascar alias el chicle, Asa Chandler que imaginó la primera forma de la Coca Cola, o el señor Adolf

Busch que nos regaló la ecuménica Busweisser, todos personajes pioneros que marcarán la vida

cotidiana de generaciones, que no provenían del pequeño burgués ideado desde el Renacimiento,

moldeado sobre la masterizzia, la buena administración, sino que venían del mundo de la audacia,

del navegante explorador, del inventor atrevido, como el mismo King Camp Gillette, que antes de

rasurar a todo el mundo por más de un siglo, era un escritor popular de lo que Rifkin llama el género

tecnoutópico; todos estos acontecimientos individuales y colectivos muestran la pujanza del primer

capitalismo de nuestro siglo. Pujanza que invitaba a todos al ascenso en el nuevo alpinismo

material, pero que tenía sus tropiezas, sus víctimas, sus resistencias poco domesticables.

La pereza era una, Taylor la deshizo disolviéndola con el control cronometrado del trabajo, la

disolución de los oficios y el estímulo del incremento salarial, pero este plus de ganancia comenzó a

plantear un nuevo tipo de problemas, y exigió la presencia de una camada fresca de especialistas.

La organización científica del trabajo necesitaba algo más que un ingeniero.

Georges Friedman en su libro Adonde va el trabajo humano de 1953, recuerda una novela de los

años treinta, escrita por un obrero novelista, Navel, que en sendos libros, Parcours y Travaux,

relata su experiencia de fábrica. Estas vivencias, como otras prototípicas que narran los protagonistas

de la producción, comienzan, desde el fin de la primera guerra, a preocupar a intelectuales, políticos,

abogados, sociólogos y médicos. El fin de la guerra presentaba un panorama laboral conflictivo. Los

capitalistas se quejaban de la indolencia obrera. Parece usual que el retorno del frente de los

contingentes de sobrevivientes, remuevan los cimientos de la sociedad civil. La integración de los

excombatientes, el choque entre los que combatieron y los que fueron sostén de retaguardia o

reserva militar, la frustración provocada por la distancia entre la mística patriótica que se emplea

para entusiasmar a los que pelean, y el retorno a una domesticidad que por fuera es la misma y por

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dentro ya no existe, crea un clima de resentimiento y de venganza. La ideología social que ahora

pide nuevas obligaciones mientras expone más de un rostro hipócrita, la memoria colectiva que no es

memoria sino olvido social y cultural, que con frecuencia unge en los puestos de la dirigencia a los

oportunistas y relega a los que ofrecieron su vida por los otros, traba el funcionamiento social, deja una

borra de nuevos marginados, abre el espacio para nuevos líderes, y siembra el campo para nuevas

preguntas.

Navel, el obrero filósofo, nos habla de lo triste que es la muchedumbre de la mañana, los batallones de

obreros marchando hacia la fábrica...Que llueva es triste...triste en invierno, porque está oscuro en la

mañana cuando uno entra, y oscuro por la tarde cuando se sale. Triste en verano por encerrarse en

una fábrica que casi toca el campo. Se está en el mismo día que ayer y que mañana.

El aburrimiento es el compañero del obrero. Ganarás el pan con tristeza y aburrimiento, dice Navel.

No es sudor ni esfuerzo, es un dolor distinto. El mal del obrero moderno no es el dolor de la carne o

de los músculos; el aburrimiento, el estado de sequedad interna, es éste el verdadero mal de los

hombres... Hay una fatiga que proviene de la ausencia de interés en lo que se hace. El obrero es

carne de fábrica.

Simone Weil, la escritora, mística, filósofa, fue también obrera. Durante un año trabajó en una fábrica,

luego volvió a las fábricas esporádicamente, tuvo trabajos con cierta estabilidad, recorrió las oficinas

de reclutamiento de personal, vivió de sueldo obrero. No lo hizo con espíritu deportivo, no fue una

vacación proletaria, sería conocer poco a esta pensadora que unos años después se dejó morir de

hambre. Será poco apreciar su coraje. Simone Weil no tenía el futuro asegurado, ni sponsors que la

protegieran en una competición proletaria. Su único protector era su pensamiento y su voluntad de

ser y hacer. Y es justamente este doble aspecto existencial, esta doble llave de la supervivencia, la

que sintió en peligro en su trabajo obrero. Vió como fue perdiendo gradualmente el oxígeno de las

ideas, perdía la energía crítica, no podía escribir, estaba demasiado cansada.

Tampoco tenía la palabra facil del optimismo mesiánico; miraba a sus compañeros, no veía en la

clase obrera de la Francia de 1935 a un escuadrón revolucionario ni a un grupo de hombres

prometeicos que encarnaban la posibilidad de una nueva vida, con nuevos valores. Los veía sometidos,

resignados, en silencio, vacíos, a veces mezquinos y crueles, otras, nobles. Una de las

preocupaciones mayores de Simone Weil en su experiencia de la condición obrera, fue la del modo

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en que se podía vivir esta condición inalterable, cómo conservar la voluntad de vivir, el sentimiento de la

dignidad, las ganas de amar, cómo aceptar la condición obrera sin resignarse. En Simone Weil se

puede interrogar las sutiles relaciones entre condición y destino. Aceptar el destino no es resignarse,

dice.

La monotonía es lo más bello que hay en el mundo, y también lo más terrible. Cuando es bella, dice

Simone Weil, refleja la eternidad, como en el canto gregoriano. ¿Cómo hacer para repetir siempre el

mismo gesto y ausentar la mente, conservar el pensar, no fatigarlo? ¿Cómo lograr la disciplina

taoista del pensamiento inmóvil, gracias a la cual el herrero forja su materia sin cansarse?

El gran dolor del trabajo manual, dice en su trabajo -Le travail manuel et la condition ouvriere,

inédito en vida, como casi todos sus escritos, es la obligación de hacer un gran esfuerzo durante

largas horas simplemente para existir. No hay escapatoria. La condición obrera debería exigir una

máxima seguridad, y también máxima sensación de seguridad; el obrero debe tener la certeza de que

alimento, abrigo, vivienda, educación para los hijos, retiro en dignidad, que al menos eso esté

asegurado y no se libre al azar del mercado. Este pensamiento de Simone Weil puede vincularse a

un interrogante que si por ahora está olvidado, algún día se remozará. La pregunta es : ¿no hay nada

que rescatar del socialismo de Estado? ¿Fue sólo una aterradora pesadilla que sojuzgó y embruteció a

media humanidad? ¿No hubo en él una postura moral que justamente coincide con esta visión que

eleva socialmente a los trabajadores más sacrificados, a los que realizan las necesarias tareas

repetitivas, mecánicas, que la sociedad total disfruta en su diario vivir? ¿No fue acaso el socialismo de

Estado el que ennobleció el trabajo manual, y lo hizo mediante la temida seguridad? Claro, se

podrá decir, este tipo de seguridad fue una estricta forma de esclavitud, más si se la compara con el

modo en que tuvo el capitalismo de dignificar el trabajo obrero, el modo de Henry Ford, el de que los

trabajadores consumieran lo que trabajaban, el mundo de la libertad en la matriz del consumo. Pero ni

en el espíritu ascético de Simone Weil ni en las formas de vida del capitalismo coitidiano que ella

vivía, cabía esta nueva especie de dignidad.

Cómo es el trabajo obrero es lo que ella quiere saber. En qué momento se rompe la resistencia

psíquica, hasta qué punto hay un resto conservado para no animalizarse totalmente, qué tipo de

relación, en definitiva, se establece entre el obrero y su máquina, qué ejemplos comparativos ha dado

la historia de la humanidad para poder entenderlo?

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Cita a Conrad para quien el verdadero marino, el capitán de navío, tiene una particular simbiosis con su

barco; cada orden le viene de una inspiración inmediata, con una certeza directa y pronta. ¿Qué

régimen de atención, se pregunta, preside esta labor? ¿Qué es un régimen de atención, qué es lo que

esconden las elaboraciones de los especialistas del mundo laboral cuando estudian los fenómenos de

atención para mejorar la productividad? Para Simone Weil, el sistema tayloriano puede llegar a exigir,

por su mismo mecanismo de repetición, un bajo umbral de atención, pero este foco debilitado de

atención,no deja mayor libertad. La preocupación por la velocidad, la presión de la norma acelerativa

vacía el alma de restos de libertad.

Hay muchos, nos dice, que pretenden remediar esta situación proponiendo una disminución del tiempo

de trabajo. Para ella es una desubicación ilusoria, nadie aceptaría ser esclavo dos horas por día. La

esclavitud para ser aceptada, debe durar lo suficiente cada día de la vida de un hombre, para romper

algo en él.

En su Journal d'usine ( Diario de fábrica) en el que anota lo que ocurre cada día, que no es mucho

más que una serie de cifras, fundamentalmente horarios, peripecias laborales que tienen la misma

monotonía que la de cualquier informe de capataz, en este diario expresa una inquietud que busea por

cualesquiera de los recovecos de la historia del pensamiento, para ver si de ellos puede extraerse algún

instrumental que sirva para sublimar o para enviar hacia alguna dimensión poética o redentora, la

condición obrera. Informada sobre la historia de la filosofía, se detiene en el estoicismo antiguo,

mojón fascinante para su búsqueda porque el estoicismo no sólo fue una escuela moral, sino que

por su inscripción en la sociedad romana, circuló entre amos y esclavos. Los esclavos de Roma

habían tenido una escuela moral de la que extrajeron los ejercicios de vida que algunos, como el

liberto Epicteto, transformaron en doctrina. Gracias a ellos sabemos que si uno es pobre y

dependiente, siempre existe el recurso, si se posee fortaleza de alma, de tener el coraje de ser

indiferente a los sufrimientos y a las privaciones. Pero, para Simone Weil, la disciplina ascética le está

vedada a los esclavos de la industria moderna. Esto es así porque dada la sucesión maquínica de

los movimientos y la rapidez de la cadencia, no permite otro estímulo que el miedo, la inseguridad y la

esperanza de la mejora salarial. Suprimir en nuestra alma y en nuestra mente, estos estímulos,

relegándolos de acuerdo al modelo estoico en el desván de las ilusiones representativas, significa la lisa

y llana expulsión de uno mismo del universo del trabajo. La actitud más simple para sufrir lo menos

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posible, es la de rebajar nuestra alma al nivel de los estímulos del miedo y la ganancia, lo que nos

degrada. Para Simone Weil la vida obrera es la épica cotidiana de las mil y una batallas que se tienen

consigo mismo, fisuras y despedazamientos permanentes, acoso de la sombra insistente de la

humillación, sufrimientos morales agotadores. Debemos rebajarnos permanentemente para ser

funcionales para la actividad industrial, levantarse del piso para no perder la autoestima y así siempre.

Aceptar, la aceptación de los sufrimientos físicos y morales, aceptar su inevitabilidad, es la única

dignidad posible. Pero aceptación no es sumisión. Estamos en el mundo para obedecer y callarse.

Dormirse en el tren después de un fin de jornada.

Pero el trabajador puede ser salvado, dice en sus trabajos el sociólogo Georges Friedman, salvado

por los cientistas sociales, sugiere este investigador. Salvación en el silencio de una ascética obrera de

la que da cuenta Navel, el obrero filósofo, cuando narra su ascética de la higiene. El sacrificio obrero

que ennoblece a su portador,porque es el obrero quien es sometido a la peor de las humillaciones, a

quien se presiona para que renuncie a su condición humana, y que en su porfía, su constancia, en su

cuidado de sí, recupera su dignidad. La higiene del cuerpo, la lectura, la limpieza del lugar, una cama

dura para un cuerpo duro, el levantarse de la noche para mirar en el silencio el cielo estrellado; Navel

nos anota estos signos de una estética sacrificial que no es salvacionista porque no es religiosa, que

aspira a crear un hombre nuevo independientemente de plegarse o no a una lucha revolucionaria.

Navel insiste en esta nueva toma de consciencia, en la higiene personal, en la acción propia sobre sí

mismo, el dominio de sí, aspectos que no son parte del misterio de la trascendencia ultraterrena, pero

que pertenecen al no menos misterioso mundo de la ética, en este caso una ética obrera. La

respuesta humana ante el embrutecimiento.

Pero tampoco desdeña la salida política. Hay una tristeza obrera, dice, que sólo se cura con la

participación política. Ya sea en sindicatos porque la actividad gremial no sólo es la defensa de sus

intereses, sino que constituye una brújula en la jungla industrial, o también en los partidos políticos.

Pero, decíamos, que hay una salvación de la condición obrera, para Georges Friedman. Es la

salvación soñada por los cientistas sociales, y que Friedman, a fines de la década del cuarenta,

sopesa en un viaje a los EE.UU. Friedman, sociólogo formado en los parámetros ideológicos de la

izquierda europea, abre su espíritu y se asombra de lo que ve en el país del norte en su informe de

sociología laboral. La situación de la condición de los trabajadores le muestran un momento de

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mezcla, de transición. Por un lado la vigencia del sistema tayloriano aplicado al gigantismo de la

industria por Ford. En este sistema prevalece el punto de vista técnico según el cual el director

industrial es por esencia un experto en producción. Pero desde 1930, constata Friedman, se afirma

un nuevo movimiento que conforma el espectro de las relaciones laborales e industriales. En ellas lo

que cuenta es el factor humano. Esto es lo que llama la atención de Friedman, que viene de un mundo

en el que el idioma explicativo de la condición obrera aún se expresa en las palabras de la lucha de

clases.

Para el movimiento de las relaciones laborales el hombre que trabaja, el homo oeconomicus, es un

ser social. No es un ser encadenado a la famosa cadena móvil que inventaron los norteamericanos, el

conveywork, que copiaron los alemanes con su fliessarbeit, el fluir continuo o neprerivriu potok de

los rusos. Un enorme esfuerzo de humanización de las cadenas, reconoce Friedman, se ha intentado

en los EE.UU.

¿De qué modo nació este mundo de las relaciones laborales que descubre en la década del cuarenta,

el sociólogo Friedman?

La indolencia obrera que se manifestó terminada la primera guerra mundial, tiene el nombre de fatiga.

Así como la pereza fue el fenómeno laboral que motivó la inquietud de los capitalistas y el interés de

los estudiosos, la fatiga, concita la atención de estos mismos grupos sociales. Ya en 1917 se crean las

primeras juntas sobre la fatiga industrial; luego, desde la Harvard School of Business Administration,

en la que descolló el principal investigador de esta sintomatología fabril, Elton Mayo, hasta el

Comittee of Human Relations in Industry de la Universidad de Chicago, no faltaron los laboratorios de

investigación sobre la fatiga industrial.

Elton Mayo en su obra Problemas humanos de una civilización industrial, de 1933, en la que da

cuenta de años de investigación en este nuevo campo, dice que la palabra fatiga como la palabra

monotonía, es una palabra cómoda para designar una gran variedad de fenómenos. De lo que se trata

es de estudiar los efectos que producen en el individuo las tareas de repetición. Dice Mayo que la

cantidad de monotonía producida depende de la actitud del obrero frente a su trabajo. Hay que

estudiar al obrero como un ser humano y no como el ejecutor de un proceso de repetición. Se

estudian las actitudes por la motivación y ya no por la reacción, entre ambas media toda una

psicología que se pretende total. Es la personalidad obrera la que hay tener en cuenta porque de ella

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dependerá, de su carácter y de su entorno que el obrero estará más o menos motivado para encarar

su trabajo. Se estudia la incidencia de la luz en el trabajo, el de los tiempos de descanso, el modo en

que inciden el primer día de la semana las noticias de los resultados deportivos. Se instalan

laboratorios con personal discreto al que pueden acudir los obreros, y contar sinsabores

extralaborales. Se disponen estudios fisiológicos ya que la fatiga es un productor de toxinas, no deja de

ser un agente químico. Merma la producción de lactosa, envenena el cuerpo, y, como dice el pionero

Alfredo Palacios en su texto La fatiga y sus proyecciones sociales, de 1922, la fatiga nos vuelve

irritables, consume lo que el cerebro del hombre tiene de civilizado, lo vuelve primitivo, rudo, violento

en su hogar, propenso a buscar un despegue vital mediante la ingestión de estimulantes artificiales

como el alcohol, que, finalmente, lo destruyen.

Cuando Friedman llega a los EE.UU aprecia la expansión ya establecida de esta preocupación por las

relaciones laborales. El buen clima psicológico de las empresas progresistas, el enclave repetido de

los surtidores automáticos de candies( caramelos, chocolates, gaseosas). Permiso para hablar y

fumar. Las oficinas terapéuticas para las tensiones industriales, en las que counsellors ofrecen sillones,

cigarrillos, para fumar y relajarse un rato. Estos consejeros saben tratar al personal, nunca discuten

con él, ni siquiera intervienen dando su punto de vista, no contradicen jamás, en ninguna circunstancia

dan consejos. Su función es la de un oyente calificado, a `skilled listener'.

Comparar este paisaje humano con los antecedentes que traía Friedman, por un lado el acento militante

sobre la sede del imperialismo superexplotador que succiona la sangre de su grey, o que la envenena

con artificios que la incita, como a ratas, a comprar lo que quieren venderle, comparado este paisaje

con su antecedente fordiano, aquel trabajo en cadena inspirado en la cinta continua de los

mataderos de Chicago, provocaba una única reflexión: el capitalismo al fin tomaba en cuenta el factor

humano. Intentaba trazar un puente entre la cultura humanista y las pericias técnicas.

Para Alfredo Palacios, Taylor no sólo no estudió el factor humano, sino que. a pesar de ser un hombre

sincero, perjudicó a los trabajadores, arruinó la salud del obrero, degradó la fuerza de la raza.

Lo que Palacios llama la orgía del capitalismo, le merece esta última reflexión: la Argentina es hoy el

granero del mundo; nuestro cielo es el más hermoso de todos los cielos. No hay sino un culpable de la

degeneración de la raza: es el hombre que explota al hombre. Y esta es la más amarga de las

comprobaciones.

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3- Los tigres asiáticos no son de papel.

Gracias a la guerra del opio, a las bombas atómicas, a la guerra de Vietnam, entre otras cosas,

podemos decir que el extremo oriente conoce a los occidentales,a los blancos. Creemos que los

occidentales recién comienzan a conocer a los del extremo oriente, a los amarillos, para seguir con los

colores. Debemos reconocer, además, que existe una ligera inquietud en los prospectivistas,

economistas culturales y todos los especialistas de la geopolítica actual y por venir que inundan con sus

novedades las librerías y los salones de conferencias, sobre una posible hegemonía asiática, y hacen

bien en preocuparse. Pero no me refiero a un temor enloquecido como el que tenía Celine en sus

desvaríos, que luego de cansarse de amenazar a los judíos y desearles lo peor que puede deseársele

a quien más se odia, en sus momentos de letargo perpetraba su arsenal de reserva contra los chinos,

que demografía mediante, veía por todas partes. No es ése el temor que comienzan a tener los

especialistas, empresarios y políticos, están lejos del delirio y del genio gramático de Celine, es un

temor lógico, me refiero a que sigue las tendencias de lo más objetivo e implacable de lo que hoy se

muestra en el mundo: el mercado. Es por razones de mercado que Asia aparece como una realidad

incontrastable, con un porvenir creciente.

Hay dos vías por las cuales Asia penetró la cultura occidental. Una pretérita, otra venidera. Por la

pretérita, estimo que en los últimos quince años, las vueltas que da la cultura blanca y europea sobre

sus fundamentos sociales, la crisis del Estado, los replanteos microeconómicos que tienen que ver con

el arte del management, los debates y las medidas que ponen en cuestión una trayectoria de relaciones

laborales y sindicales en la sociedad democrático-occidental; la crisis de productividad, los

requerimientos de una mayor disciplina laboral, el freno a las aspiraciones de mayor bienestar, las

crisis de la seguridad social, las miradas interrogativas sobre las falencias culturales del neoliberalismo

actual, la búsqueda de nuevas formas de cohesión social y de valores que la cimenten, estas y otras

cosas, son consecuencia de un desafío asiático que a lo largo de estos años puso en jaque las bases

de occidente.

Primero Japón, luego Corea, Singapur, Taiwan, y como enorme sombra que se avecina: China, esta

realidad asiática que recién comienza, reubicó a las potencias occidentales en franca retirada frente

a la eficiencia asiática. Esto en relación a lo que ya pasó.

Con respecto al futuro, podemos decir que este comienzo que considero reciente, debe su frescura a

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que hasta ahora los tigres asiáticos se comportan como chanchitos prácticos. Son hacendosos,

sumamente laboriosos, frugales y grupales. Lo que aún no han mostrado son ambiciones político

culturales, afán de revitalizar su cultura e inyectarle voluntad de universalidad. Aún parecen estar a la

defensiva; algunos celosos de su insularidad, otros protegiéndose de una posible invasión de modos

de vida extraños, y otros con una actitud de retorno incipiente que mira hacia atrás para rescatar y

expandir filosofías de la identidad semiocultas durante siglos, y que hoy parecen recibir un

develamiento soleado.

Cualquier ser medianamente despierto se pregunta que pasará en el mundo, qué cambios en el nivel de

la balanza o del peso en los bordes del columpio político se producirá el día en que chinos y

japoneses limen asperezas históricas y condensen sus ventajas comparativas para crecer juntos.

No hay por qué pensar en un choque de civilizaciones o en cualquier otro temor barato que enuncian

aquellos que nunca se sabe que glorioso tesoro quieren salvaguardar, llámense derechos humanos,

libertades públicas, individualismo sacrosanto, tesoros que en las megalópolis del fin de milenio

parecen más un espejo de catedráticos o pretextos para organizar congresos internacionales en

hoteles cinco estrellas, que realidad práctica de obrero rumano en Alemania o cuentapropista en una

esquina de la ciudad de Bogotá, o trabajador a perpetuidad en la ciudad de Juarez. Pero ni en Méjico

ni en San Pablo ni en el conourbano bonaerense, se vive de acuerdo a las leyes del atomismo liberal,

salvo para los que pueden permitirse el lujo de los sistemas de seguridad privados, dispositivos de

salvaguarda de las libertades de las urbes de más de tres millones de personas. Tampoco estamos

tan seguros que Asia siga siendo la prolongación del eterno despotismo oriental que desde los países

árabes hasta el otro lado de la muralla china, espanta a nuestras princesas y a nuestros moralistas

que nos auguran un futuro choque de civilizaciones.

Hubo un milagro japonés. A veces se lo cuenta del mismo modo en que los historiadores han dado

cuenta de otros milagros. La filosofía que nació con el milagro de Tales que en Mileto de tanto

auscultar el cielo se cayó en un pozo. Eterna lección para el filósofo. Milagro de Guillermo de

Aquitania que cabalgando en los bordes de los Pirineos, compuso una canción de amor que dió

origen a la lírica romance de occidente; milagro de la ley de gravedad ilustrada por la manzana de

Newton, y milagro de Taiicho Ohno que sorprendido por los mecanismos de despacho y exhibición en

los primeros supermercados de Detroit volvió a su país natal y produjo la más importante de las

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revoluciones en la gestión de la industria desde los tiempos de Ford.

Por supuesto que la historia es mucho más maravillosa que la leyenda. Una vez disipado el fondo

milagrero que unge a un héroe solitario, nos encontramos con el cruce de muchedumbres, de grupos

sociales que pugnan por imponer sus intereses, de culturas que también pugnan por imponer sus

ficciones, y ahí sí, sobre este fondo plural y múltiple, se levanta el individuo que construye su

singularidad a través del peso de la monotonía de la costumbre y de la ley. Apreciamos, entonces,

el milagro de Taiichi Ohno, si inscribimos su inspiración en la materialidad histórica.

No hay claridad respecto de la anatomía de este milagro. La fecha de su inauguración tampoco es

puntual. Hay un momento importante en 1949; otro en 1952, un tercer momento de consolidación en

1962. El héroe es uno solo, rodeado por dos pioneros del mesianismo industrial: Kiichiro

Toyota(1894-1952), y antes de él, Sakichi Toyota. Ohno es un técnico que ingresó a la fábrica textil

Toyota en 1932, y que dió su nombre a lo que se conocerá por ohnismo. El ohnismo es el reverso

del fordismo. Si la concepción que Ford tenía de la producción era producir grandes cantidades de un

mismo modelo, standartizar la producción, homogeneizar los oficios, elevar la productividad mediante

el taylorismo mecanizado; si el modelo empresario era vertical, con una correa de trasmisión que de la

administración llegaba impóluta a los escanios inferiores, si la oferta determinaba la demanda, Ohno

pensó al revés. Se enfrentó con un desafío singular: producir más barato en pequeñas cantidades. Ni

el trabajo en serie, o en cadena, ni la repetición de un mismo producto, ninguna de las viejas

condiciones del modelo americano, servían de guía a Ohno. El desafío provino de una consigna lanzada

por Kiichiro Toyota a fines de la década del cuarenta: alcanzar en tres años los niveles de la

producción automovilística de los EE.UU. Este reto demoró un poco más, pero no tanto. La oferta

japonesa de vehículos era de 69 mil en 1955, 1.876.000 diez años después, y once millones en 1980.

Esta audacia no concitaba todas las adhesiones. En su libro Pensar al revés, B. Coriat recuerda las

palabras del presidente del Banco de Japón, dichas en abril de 1950: en el plano de la división

internacional el trabajo, visto el poder de la industria automotriz estadounidense, parece inútil

desarrollarla en Japón.

Pero lo que aparentemente dio el empujón definitivo hacia la megaindustria japonesa y a una nueva

inserción en la división internacional del trabajo, fue la guerra de Corea. Esta guerra que solidifica

todos los temores y las hostilidades de lo que será la guerra fría, sella la nueva alianza entre los EE.UU

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y un nuevo Japón.

Es dificil imaginarse para un occidental liberal lo que piensa un japonés, más aún lo es si deseamos

saber algo de los sentimientos de un pueblo despúes de haber recibido dos bombas atómicas

arrojadas sobre la población civil. Imaginación cortada y censurada en el terreno de los vencedores

aliados. La historia divulgada del fin de la segunda guerra mundial tejió un manto de silencio sobre

los bombardeos a las poblaciones civiles de Alemania. Desde la masacre de Dresde, ciudad

indefensa en la que en una noche se mata a más de 100.000 personas hasta la transformación de

Frankfurt y Berlín en dos inmensos cráteres, muestra que la derrota militar es un sellado mudo que

abarca también las dos bombas que mataron a cientos de miles de japoneses. Por supuesto que

preguntar a un veterano del Japón sobre tales recuerdos produce la consabida respuesta de cortesía

sintetizada en una delgada sonrisa y una mirada que se retrae. Pero sin duda existía en Japón en los

primeros años de la posguerra un estado de ánimo poco festivo, no hay mucho que pensar sobre ello.

La derrota militar había sorprendido a una población entusiasmada con su poderío nacional y militar,

que de un día para el otro debe capitular, ver a su autoridad sacra, el emperador, rendirse, a sus

ejércitos diezmarse y a su población desangrarse en medio de un holocausto desconocido que

quemaba miles de cuerpos.

EE.UU lo primero que hace es disolver el poder de Japón concentrado en la famosa alianza militar

e industrial, entre los zaibatsu - grandes conglomerados industriales - y el ejército que se había

conformado desde la llamada era Showa, en 1926. La ocupación del Japón por las tropas de Mc

Arthur no fue un estacionamiento de tropas a la espera de su retiro, fue parte de una idea política

que apostaba hacia una nueva modernización del país y su inclusión en el frente democrático

occidental; la propaganda contra las viejas veleidades militares y nacionalistas que se pregonaba en el

país desde la ocupación japonesa de Manchuria, hasta la intervención del mismo Mc.Arthur que

redactó en dos semanas una constitución de género occidental para colocar los fundamentos de una

nueva sociedad política, la intervención se convirtió en alianza definitivamente consolidada con la

guerra de Corea. Esta guerra convierte al Japón en nuevo aliado de EE.UU en el Pacífico, será su

trampolín no sólo como base militar para las incursiones aéreas de las tropas norteamericanas hacia

Corea, sino para el reconocimiento internacional, vía Naciones Unidas, de su lugar estratégico para un

futuro amenazado por el peligro de la China Comunista.

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Japón se ha transformado por este nuevo azar de la geopolítica, en un nuevo país, con un nuevo

lugar en la política mundial, con nuevos aliados, viejos enemigos ahora remozados por la nueva

situación, me refiero a los chinos, sólo faltaba lo que sería para Japón lo más importante, su despegue

explosivo hacia el mercado mundial capitalista. Y es aquí que la familia Toyota y su técnico industrial

Taiichi Ohno, adquieren toda su importancia.

La fábrica Toyota, pequeña para las dimensiones acostumbradas de la industria automotriz, recibe

ingentes pedidos durante la guerra de Corea, se necesitan rodados para uso cívico militar, y esto en

momentos en que Toyota por necesidades de baja productividad y alto costo, tiene conflictos con su

personal. El problema que se plantea a Toyota es cómo hacer para producir más con menos personal,

y cómo hacer para mejorar sustancialmente la productividad en una empresa que debe fabricar

cantidades pequeñas pero en aumento, sin grandes recursos de capital.

Ya había llamado la atención de Toyota la organización de la empresa de aviones Lockheed, que

había adoptado un sistema llamado de supermercado, que les hizo ahorrar dinero. La innovación

de Ohno fue que el único modo para producir poco y barato era ahorrar stock en todas las etapas

del proceso de producción. Si en el sistema de Ford se trabajaba con un stock productivo promedio

entre tres y seis meses de estacionamiento, Ohno lo redujo a tres días. Para esto pensó al revés, en

lugar de que el plan de producción fuera de arriba hacia abajo, lo hizo de abajo hacia arriba. Metió el

mercado en la empresa, serían los pedidos efectivos los que diagramaran la producción. Este es el

sistema kan ban, que no es más que una tarjeta en la se informa la cantidad y las modalidades de

producción. Esta tarjeta es una contraseña desencadenante de un funcionamiento productivo para

satisfacer el pedido de un cliente. Hay inmediatez entre el deseo del cliente, la oferta en el mostrador

y la entrega, por eso tiene un mecanismo supermercadista. Fue una revelación dice Ohno en su libro

El espíritu Toyota, aumentar la productividad sin aumentar las cantidades. Dice Ohno que un

contingente laboral debe parecerse a una comunidad de cazadores, grupos de hombres que se

procuran lo que necesitan en el momento y en las cantidades queridas, y no a un pueblo de

agricultores que siembre y espera. La demanda guía la oferta.

Pero lo que esta nueva modalidad provocó no se redujo a una innovación administrativa en la gestión,

ni a una tarjeta móvil, ni a una brusca reducción de stocks intermedios, ni a la posibilidad de tener los

instrumentos de trabajo ` just in time', sino a una mutación en los procesos de trabajo. La

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reducción de personal iniciada por Kiichiro Toyota recibió una declaración de guerra de parte de los

sindicatos. Finalmente despedió a más de dos mil empleados, destruyó la estructura sindical, pero no

salió indemne, renunció a la presidencia de Toyota. Esta localizada guerra de clases cambió el

panorama de la gestión del trabajo, y lanzó al mundo una modo de trabajar con las últimas

tecnologías, en empresas de altísima productividad, que no ha termimado de agotar sus cartuchos

publicitarios. Me refiero que hace cuatro décadas se forjaba en los talleres de Toyota la hoy

mentada flexibilidad laboral.

La destrucción del aparato sindical por gremios de industria, se convirtió en sindicato por empresa. El

sindicato es parte de una gran firma, tiene en ella sus instalaciones, sus directivos tienen una

permanente comunicación con la dirección empresarial, hasta tal punto que se dice que para subir en

la escala jerárquica de la administración, es siempre recomendable ya haber sido un hombre respetado

y responsable en la estructura sindical.

Desde 1962 en adelante esta estructura ya está en marcha. Pero el nuevo dispositivo de relaciones

laborales no queda acotado a un nuevo sistema de decisiones, implica nuevas formas de trabajo, de

responsabilidad en la ejecución, de decisión en las tareas, de comunicación entre secciones.

Recordemos que el sistema tayloriano asignaba un tiempo a los movimientos del cuerpo del obrero;

los ingenieros reunían los micromovimientos de este cuerpo para constituir perfiles de tareas con sus

respectivos tiempos de operación, y las cantidades a producir. La gestión fordista sostenida sobre

esta metodología, también impone el tiempo. La línea de trabajadores está animada por una cadena

móvil. El tiempo asignado a cada trabajador se encuentra incorporado en lo sucesivo al ritmo impreso

a la banda transportadora y está fijado por ella. El sistema de Ohno es flexible. A cada trabajador le

corresponden varias máquinas, éstas no siempre son las mismas, pueden constituir islotes de trabajo

diferenciado, que el obrero pone en funcionamiento según los requerimientos del plan de producción.

Su responsabilidad y la magnitud de su tarea dependen de un programa determinado por los

requerimientos del mercado. La flexibilidad del mercado exige flexibilidad laboral. No hay nada fijo y

determinado por un plan inalterable, ni un sistema de trabajo por oficio o especializaciones.

Se dice que las cuatro piernas sobre las que se sostiene la empresa japonesa son : el empleo vitalicio, el

salario por antiguedad,los sindicatos por empresa y la orientación grupal con dispersión de las

decisiones en los niveles más bajos. Hablemos de cada una de estas piernas, famosas por su rol de

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ejemplos para un occidente atrasado respecto de estas innovaciones.

Empleo vitalicio. Lo es para los empleados regulares, es decir los que pertenecen a las grandes

empresas, de más de mil empleados, en las que hay unos 73% de regulares. Estos contingentes

excluyen a las mujeres, que en gran número llevan a cabo trabajos de tiempo parcial. En las

empresas pequeñas que congregan a la mayor parte de los asalariados japoneses, los empleados

regulares representan un 20% del personal total. La edad de jubilación es más temprana que en

occidente, a los 55 años. Como el promedio de vida en el Japón es, según Taichi Sakaiya, de 81

años para las mujeres y de 76 para los hombres, los japoneses tienen una larga vida activa por

desarrollar después de su retiro. Pueden seguir en la empresa, pero en puestos honorarios, extrañas

funciones que se sintetizan con la palabra madogiwa - zoku, que nos da traducida: aquellos que miran

por la ventana, que ya en otra sección recordamos que era el destino de los que aún en la

empresa, se los salva de volver a su hogar para siempre dándoles un escritorio, sin papeles ni

archivos ni formularios, y una hermosa computadora con datos secundarios, para que puedan dejar

prendida mientras miran por una ventana que da a un tragaluz.

A los 55 años y por un acto de retribución por años de lealtad, se lo puede indemnizar a razón de

un sueldo por año de servicio, para que ponga algún comercio propio y se sumen a la enorme

cadena de negocios minoristas de las ciudades de la isla. Pero, además, todo el mundo lo sabe, los

japoneses viajan, y la fuerza de yen, les permite comprar con cierta facilidad. El terrible miedo al

vacío que tienen los japoneses, al tiempo vacío sin llenar, hace que sus programadas vacaciones de

retirados siempre les recuerden su días laborables. Todo lo preveen, todo lo saben lo anticipado,

todo quieren conocer, aprovechar. Los taxistas del aeropuerto de Río - lo supe por una comunicación

personal - adoran a los italianos porque son amables y candorosos, disfrutan de la conversación con

el taxista mientras éste recorre el zig zag y las elipses imaginativas de su extraño trayecto citadino,

periplo prohibido cuando le toca un japonés que le advierte al chofer los indebidos desvíos, porque

ya estudió en su ciudad natal el modo más efectivo, práctico y rápido, de llegar a destino.

No se despide personal en Japón ni nadie se va en busca de mejores posibilidades. Pero este

modalidad japonesa tiene sus raíces históricas y contingentes, que provienen del hecho, como lo

recuerda Coriat, de que en los años 50, la economía japonesa se caracterizaba por una fuerte escasez

de mano de obra, sobre todo en el grupo de adultos con experiencia laboral. Se desarrollaron así lo

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que se llama técnicas de retención de mano de obra. De todas modos los datos no presentan un

altísimo porcentaje de empleo de por vida, no más de 30% en las grandes empresas. Además, curso

que se aprecia en la actualidad, cuando la economía está estancada, como sucede en Japón estos

últimos años, las exigencias del momento impulsan a que las empresas tienten a directivos de sus

competidoras, y que empleados jerarquizados estén atentos a mejores oportunidades.

Esto se vincula al salario por antiguedad. Hay que tomar en cuenta que el empleado japonés entra a la

empresa cuando es joven. Recorre, independientemente de sus estudios, pretensiones o antecedentes,

distintos sectores de la empresa, comenzando por los de más modesta función. Sigue las peripecias

de los escalafones de la empresa, hasta que entre los 45 y 50 años, llega a un umbral después del cual

puede tener la suerte de ser nombrado `jicho', subjefe de departamento, o `bucho', jefe de

departamento, siempre que ya haya sido `kacho', es decir jefe de sección, o `kakaricho', subjefe de

sección. Muy pocos tiene la suerte de llegar a `kaichos', administrador general.

De todos modos los salarios en el Japón, a pesar de la fuerza del yen, no son tan altos como uno

se lo podría imaginar. Según el profesor Arthur M. Whitehill, especialista en Dirección Internacional

de Empresas en las universidades de Hawai y Keio de Japón, y autor de un muy interesante libro,

La gestión empresarial japonesa, dice que alrededor de los 50 años un empleado japonés gana

entre 2000 y 3000 dólares por mes. Si constatamos los precios del costo de vida del Japón, que en los

altos niveles de consumo son precios de otro sistema galáctico, como lo cuenta Whitehill, que hace

que en la zona de Guinza, comercial y financiera, el costo, y ya no del metro cuadrado sino del

centímetro de tierra, la superficie sobre la que se apoya un hombre parado, y recordemos que los

japoneses no son patones, se calcula en 15 mil dólares para el perímetro que rodean los inmóviles

zapatos; pero, aclara Whitehill, si el hombre estacionado en el barrio de Guinza, abre un poco sus

piernas, el precio de la superficie que ocupa asciende a 30 mil. Una exquisita cena en un restaurant

de primera asciende a 2 mil dólares, lo mismo que un buen par de zapatos. Vemos entonces, que una

vida de lujo en Japón no es para antiguos empleados, ni para casi nadie. La distancia entre el 20%

más rico y el 20% más pobre, nueva metría con la que los institutos miden la distribución de las

riquezas es para Taichi Sakaiya, en su libro Qué es el Japón, de 2,9 veces; basta compararlo con las

9,1 veces de los EE.UU, o los más de 10 de Gran Bretaña.

Lo extraño es que a pesar de un ingreso moderado, los japoneses sean los más grandes ahorristas

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del mundo, con un ahorro promedio de 25.600 mil dólares anuales por ciudadano adulto,

comparado con los 16 mil de los EE.UU y los 10 mil de G. Bretaña.

Ya hemos dicho algo sobre el fenómeno de los sindicatos por empresa. Su creación se debe a una

lucha que tiene su momento decisorio en las vísperas de la guerra de Corea. Hay que tomar en

cuenta una diferencia con respecto a la calidad de la siindicalización japonesa que la distingue de las

de occidente. Todas las jerarquías forman parte del sindicato. Del mismo modo en que los

empleados, los kakarichos, los kachos, los kaichos, se mezclan en los bares despúes del trabajo,

para beber y acariciarse con las hostess, hasta volver a sus casas cuando la familia ya está dormida,

menos la esposa que espera para masajearles los piés, del mismo modo en que los japoneses de

distinto nivel salarial y administrativo, se mezclan en sus ratos de ocio, en el sindicato confluyen jefes

de personal, cadetes y directivos. En cuanto a la cantidad, los datos son menos sugerentes y más

relativos,no más del 27% de los asalariados japoneses están sindicalizados.

Lo que también se percibe en la actualidad, es que el sistema de sindicatos por empresa, que

supone una atomización en la defensa de los intereses de la fuerza laboral, se reconvierte para

constituir nuevas unidades agrupadas como la Federación Nacional de Sindicatos del Sector Privado,

que los japoneses llaman Rengo.

Pero creo que una de las vertientes más interesantes que produce la historia de la emergencia del

Japón en el mundo occidental, es la del lugar y función de la cultura en el desarrollo del

poscapitalismo. Me refiero a que muchos asignan las singularidadesde la moderna historia japonesa a

su cultura, a sus raíces budistas, confusianas, shintoístas, samurais, patriarcales, feudales, a toda una

serie de culturalismos que explicarían las ventajas comparativas del Japón respecto de otras potencias

basadas en fundamentos filosóficos, liberales, individualistas, democráticos, igualitarias, más

anarquizantes y disolventes.

Estas características se usan para explicar la lealtad de los empleados japoneses hacia sus empresas,

la gestión y conducción de las empresas, su particular modo de tomar decisiones, las pautas de

consumo de su sociedad, el espíritu de abnegación del pueblo en su conjunto. Pero la realidad es

más compleja que los esquemas. De un modo análogo, no sería tan sencillo explicar las

características del capitalismo actual en los países de la avanzada de occidente, sobre la base de la

religión calvinista, ya que el burgués de hoy, para llamarlo de un modo que ya suena raro, no es

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pariente cercano ni de los personajes de las pinturas de Holbein, con sus catalejos, sus mapas, sus

terciopelos, sus balancines; ni siquiera es pariente cercano de la mente ni de la estética de los nuevos

personajes del mundo de los negocios tal como los retrataba Sinclair Lewis en 1922: los bolsillos

contenían una moderna libreta de anotaciones de hojas sueltas, una pluma, un lápiz de plata,

la cadena del reloj, un cortaplumas de oro, una pitillera de plata, siete llaves y un buen reloj.

Aunque al mismo tiempo no podemos dejar de reconocer que el protestantismo marcó un pliegue en la

cultura de occidente que en un momento crucial diseñó la matriz ideológica del capitalismo burgúes.

En Japón las raíces culturales también son flexibles pero no inalterables.

Los estudiosos insisten sobre la insularidad del pueblo japonés. Hasta que el comodoro Perry

ocupara los puertos de la isla en 1852, los japoneses dividían el mundo entre ellos y los de afuera.

Con la restauración Meiji a partir de 1865, Japón produce su primera apertura a occidente. Pero

siempre relativa y con una temporalidad diferente. Basta recordar que sólo durante el llamado

período democrático, el período Taisho, aparece el sufragio masculino en 1925. También podemos

recordar las palabras de Sakichi Toyota dichas en 1923, y que el mismo Taiichi Ohno recuerda:

debemos inventar algo extraordinario que no le deba nada a los blancos. Palabras que también

deben meditarse para tomar en cuenta que la cultura no siempre es funcional a las revoluciones

económicas sino que puede serle adversa.

Hoy en día se dice que existe una preocupación por tejer los fragmentos sociales del capitalismo

neoliberal con adherencias culturales. Se percibe que grandes sociedades como las asiáticas, no

reconocen su identidad en los universalismos inventados por occidente. Ni la universalidad

democrático-liberal para los japoneses, ni la universalidad marxisto-igualitaria para los chinos. Cada

uno de estos pueblos intenta componer el impacto disolvente del mercado con sus raíces culturales.

La economía de mercado disgrega, la cultura histórica cimenta. Ya sea con caminos religiosos,

enseñanzas de una antigua sabiduría, costumbres ancestrales, retazos de un arte aún conservado,

remozamientos de jerarquías fundadoras, ecos de la vieja sociedad civil.

Hay muchos que afirman que una de las desventajas de occidente es que ni busca y cuando lo hace no

encuentra en su historia, este cimiento cultural. El capitalismo es hermano de una cultura igualitaria,

individualista, liberal, fundada en el egoísmo útil, en el escepticismo frente a los valores integradores,

en la división entre vida privada y espacio público, es un sistema esquizofrénico y axiomático, como

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bien lo decía Gilles Deleuze. Y como también lo decía Marx, el capitalismo es disolvente de culturas,

no es constructor de valores. No seguiré con el tema del nihilismo para no parecer sombrío.

Francis Fukuyama, aparentemente a caballo entre ambas culturas, señala en su libro Trust, la

urgencia que tiene occidente en encontrar valores de cohesión en una sociedad que se disgrega.

Dice que es hora de terminar con las falacias de las últimas décadas que construía valores que se

pretendían de liberación, ya sea de negros, de mujeres, de indios, de niños, de ancianos, de chicanos,

de jóvenes, de homosexuales, de animales, que atomizan lo que ya está atomizado y enfrentan lo

que en el mercado ya está enfrentado. Estos movimientos de liberación occidentales no sólo ni

siquiera liberan, sino que tampoco son funcionales como los actos del mercado económico. No

constituyen el egoísmo útil que hace que en el mercado los recursos de cada uno beneficien al

conjunto, sino que incitan al enfrentamiento generalizado. Para Fukuyama, la doctrina de la

tolerancia, la del pluralismo respetuoso, o la del mosaico de singularidades armoniosas, es una

doctrina débil. Los valores fuertes hay que encontrarlos en la propia historia, en el caso de los

EE.UU, en los pioneros que forjaron la nación, en las pequenas comunidades de disidentes

religiosos que se unieron como puno cerrado alrededor de sus valores puritanos; en la firme creencia

de una ciudadanía que durante la guerra fría enarboló hasta los años sesenta, desdichado

advenimiento de la disolución con Kennedy, los valores de la cruzada democrática. Qué necesita la

democracia poscapitalista para reencontrar su cultura, si alguna vez la tuvo, sus valores, si alguna vez

los tuvo? Necesita religión? Necesita un nuevo enemigo? Faltan herejes? No hay hogueras a la vista?

Dejemos a Fukuyama, rescatemos al extraño escritor samurai Yukio Mishima, quien un día de 1970,

ocupó, con un grupo de héroes, un cuartel en plena ciudad de Tokyo, e hizo un llamado al

levantamiento civil y militar generalizado contra la corrupción de la casta gobernante en connivencia

con el capitalismo invasor. Su hara kiri se hizo mundialmente famoso.

Los estudiosos de la tradición japonesa recuerdan con un particular favor el período Tokugawa, a

principios del siglo XVII, época feudal tardía respecto de los parámetros de occidente, pero en plena

florescencia en Japón, con todo su despliegue de samurais, artes varias, unidad entre shogunes y

daimyos - señores y vasallos -, y enseñanzas inmortales que forjaron la identidad japonesa. De esta

época se heredan las lecciones del Bushido, un código de principios morales enseñado a los

caballeros, por los que trasmite la bondad que debe ejercer el fuerte respecto de los débiles, la

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cultura de los sentimientos de ternura que engendra la virtud de tomar parte en los sufrimientos

ajenos, la modestia y la amabilidad nacidas del respeto hacia los sentimientos de otro, las bases de la

cortesía, y de la gracia, es decir de la retención de la fuerza.

La cultura feudal no era salvaje, sino todo lo contrario, generosa y heroica, con valores basados en

el honor, en la importancia de la limpieza del nombre, de la reputación. Una cultura de la verguenza,

la cultura del re-chi-shin, del enorme peso de la burla y del desprecio de los otros, y no de la culpa,

propia de las civilizaciones en las que la intimidad es el refugio de las pasiones. Cultura del chi-jin-yu,

de la sabiduría, de la bonda y del coraje. De esta época es el bu-shi-do( guerrero-señor-camino),

en esta época se despliega la versión japonesa del Chan, secta budista proveniente de la China,

que da origen al zen, de esta época son las enseñanzas de Ishida Baigan, en la que el trabajo se

compone en una misma experiencia con el conocimimiento(shogyo soku shugyo), y de esta época es

el Hagakure, las enseñanzas del samurai, luego monje, Jocho Yamamoto, lecciones editadas por su

discípulo Tsuramoto Tashiro, que Yukio Mishima rescata y devuelve a un Japón prostituído por

quien muere para redimir.

Del Hagakure Mishima destaca - en su libro On Hagakure - la importancia de la acción, del

carácter expeditivo de las resoluciones frente al carácter especulativo de los pensadores y artistas.

Mishima quiere encontrar la soldadura entre el hombre de acción y el artista, entre el académico y el

guerrero. Nos trasmite un pensamiento que debería estar colocado en el frontispicio de todas las

academias: si el arte( puede ser cualquier sistema de pensamiento, como la filosofía) no está

permanentemente amenazado, estipulado por lo que sucede fuera de su dominio, está exhausto.

Para Mishima el Hagakure es una filosofía de la acción, recupera los valores del honor, de la belleza

de hielo, del recato, del secreto - la doctrina del amor del Hagakure enseña que hasta el mismo

nombre de la amada debe ser secreto hasta para su misma destinataria - , y de la muerte. El camino

del samurai es la muerte, subraya Mishima.

En su novela Los caballos desbocados, Mishima construye una narración que será la epopeya

escrita previa a la que será vivida por él y su grupo. En la novela también se trata de una

conspiración de un grupo de jóvenes valientes contra la decadencia y la corrupción japonesa. Por

razones artísticas y para salvaguardar las apariencias, Mishima la ubica unas décadas antes, en los

comienzos de la década del treinta, en la que en Japón la jerarquía militar establece una alianza con los

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poderes económicos.

Es la historia del joven Isao y un grupo estudiantes nacionalistas, fascinados por la lectura de La Liga

del Viento Divino, o por el libro de Ikki Kita, Esbozo para una reorganización planificada del

Japón; jóvenes que sentían verguenza por lo que sucedía en su país. Había un personaje que

condensaba el odio y desprecio por todo lo que sucedía en la sociedad, era el alto funcionario y

financista Busuké Kuruhara, que encarnaba, además, para vastos sectores de la población, los pobres

y los desocupados, las miserias del capitalismo.

Sigamos el retrato que Mishima, desde su personaje Isao, hace de Kurahara, su perfil bordea otros

perfiles que no cesan de aparecer. En realidad, Isao, sabía muy poco de Kuruhara: sólo lo que

ciertas fotografías publicadas en los periódicos le revelaban y los informes sobre lo que Kuruhara hacía

o decía. Resultaba la inconfundible encarnación del capitalismo desprovisto de fidelidad a la nación. Si

se deseaba trazar la imagen aterradora del hombre que no era capaz de venerar nada, no existía

mejor modelo que el de Kuruhara. En una época en que todos parecían asfixiarse, el hecho de que

sólo aquel hombre pudiese respirar cómodamente era suficiente indicio para que se sospechara que

era un delincuente.

Uno de sus comentarios más conocido había sido divulgado por un diario. Mostraba una frialdad

despreocupada que se hubiese dicho había sido puesta a punto con todo esmero:

Por cierto que contar con grandes índices de desempleo es desagradable; pero establecer una

relación entre tales índices y una economía poco segura es una falacia. Precisamente, el

sentido común nos dice que la verdad está en lo opuesto. El bienestar del Japón nada tiene que

ver con que la alegría reine en las cocinas".

Que un personaje hable así, concitaba todos los rencores, no sólo de Isao, de Mishima, y de todos lo

que deben resignarse a prestar sus oídos al realismo economicista, siempre actual. Desdicha poco

soportable en un Japón que, narra Mishima, se muestra obsecuentemente ansioso por agradar a los

EE.UU, desplegando mil encantos e inventando otras mil coqueterías. Los hombres de negocios,

apestando a codicia y ganancia, olfateaban el terreno en busca de banquetes gigantescos. Los

políticos, subraya Mishima, se habían transformado en corrupciones vivientes. Las camarillas

militares sólo pensaban en las carreras de sus integrantes, parecían cucarachas inmóviles. Los

intelectuales, con sus gafas caladas, eran como blancas larvas en caldo. La estética de Mishima es

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altamente contrastada y especializada en insectos.

Ante las inmensas sumas que amasaban las corporaciones- las zaibatsus -, ante la especulación con las

divisas extranjeras, ante la mísera situación cultural o material de las masas, el grupo de Isao, resuelve

atentar contra la vida de los principales líderes de la administración japonesa. Ante el fracaso de la

asonada, Isao, tal como es descripto en los últimos renglones del libro, verá, lo que muy poco

después vería el mismo Mishima: Isao aspiró una gran bocanada de aire y cerró los ojos mientras

su mano izquierda recorría acariciante la pared de su estómago. Empuñando su cuchillo con la

mano derecha, acercó la punta a su cuerpo y la guió hacia el lugar indicado sirviéndose de los

dedos de su mano izquierda. Entonces, con un poderoso impulso de su brazo, hundió la hoja

en su vientre. En aquel momento cuando sus carnes se entreabrían, el brillante disco del sol

surgió de pronto, estallando tras sus párpados.

4-Los ositos de occidente son de peluche-

¿Pero podemos asegurar con alguna certeza que es la mismísima tradición japonesa del Bushidó, del

Hagakure, del período Tokugawa, o que es el temple samurai de un Mishima, de su pasión nacional,

que sea todo esto lo que esté en el fondo de la cohesión, del sentimiento comunitario, de la lealtad,

de la devoción, y de la austeridad japonesa? ¿Es posible afirmar que la gestión empresarial japonesa

sea la heredera de todas estas epopeyas?

Se habla de la particular conjunción que existe en el Japón entre la lealtad vertical y la fluidez

consensual. Por un lado verticalidad, por el otro horizontalidad, lo que permite diseñar todas las

modas actuales sobre las virtudes de la diagonalidad. Tomemos el ejemplo de la empresa Matsuchita

Electric, para darnos una idea de este fenómeno de doble orientación. Por un lado la lealtad,

encarnada en un himno, uno de los tantos himnos que los asalariados japoneses entonan antes de

entrar a la empresa, o en conmemoración de las efemérides de su establecimiento, escuchemos: para

la construcción de un nuevo Japón/unamos nuestra fuerza y nuestra mente/hagamos lo mejor

para aumentar la producción/crece industria, crece! crece! crece!/armonía y

sinceridad/Matsuchita Electric!/.

Este himno, cuya letra rimada no puede apreciarse en la traducción, es uno de los tantos ejemplos

que nuestro occidente quiere imitar, ya lo percibimos en los himnos y canciones con los que nuestros

canales de televisión una vez reunido su personal, imponen cantar a sus empleados. Esta es una

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muestra de la tesis de este punto: si es vox populi que los japoneses son ancestrales imitadores, en

nuestros tiempos asistimos a una imitación redoblada, la doble imitación de lo imitado, de la copia del

modelo japonés. Que no sólo se sostiene en la adoración abanderada del lugar de trabajo, sino en la

necesidad de implementar en nuestras empresas el consenso y la participación en las decisiones que

han sido atribuídas a dicho modelo.

Volvamos a la empresa que ha merecido la reproducción de su himno, la Matsuchita Electric, y nos

enteramos gracias al especialista Whitehill, que en esta empresa hay una incréible participación de la

masa salarial en las decisiones de la empresa. La jerarquía administrativa , los kaichos, incita a que

los kachos, los buchos y los kakarichos propongan ideas, y que a su vez estimulen al personal a su

cargo a que sugieran nuevas ideas al directorio. En la planta de televisores Ibaragi de la Matsuchita,

se recibe un promedio de 50 sugerencias para cada uno de los 1500 trabajadores. Hacia 1982, una

encuesta a 512 organizaciones realizadas por la Asociación de Relaciones Humanas y la Asociación

del sistema de Sugerencias, entregó la impresionante cifra de 14,74 sugerencias por empleado. En

Hitachi se recibieron 5,8 millones de sugerencias( 102,12 por persona). Otras empresas

alcanzaron a las 400 sugerencias por empleado, y se dice que una sola persona, en Fuji Electric,

posee el record de 13.173 sugerencias en un solo año. Detengámonos un momento en este empleado,

revisemos la cifra, dividamos las 13 mil y pico sugerencias por las 2044 horas de trabajo anuales de

cada asalariado japonés, nos da unas seis y media sugerencias por hora. Y todo por el mismo sueldo.

Si es cierto lo que informan las comisiones encargadas de censar las sugerencias, la de que sólo un

promedio de un 10% es rescatado de todas las ideas que llegan a la dirección, no debemos

sorprendernos de lo que nos cuentan los interesados en los temas de robótica, otra innovación

japonesa. Me refiero a la creación de la compañía Tommy, que desarrolló un robot cuya única razón

de ser es la de aliviar tensiones. Está programado para inclinar la cabeza en señal de disculpa cada

vez que le gritan. Poco después se entusiasma y baila hasta que alguien le vuelve a gritar. Se llama

Rakuten, lo que se traduce como señor optimismo, vale menos de cincuenta dólares y dicen que está

destinado a hogares donde no hay perro a cual patear. Nuestro empleado de Fuji Electric, el

recordman japonés en sugerencias, que además de trabajar todas las horas del día que su aliento

le permite, y después de dejar en el sobre sus cincuenta recomendaciones diarias, tiene un Rakuten

sobre cada tatami( pieza de esterilla que sirve de medida para los interiores de las casas) de su único

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cuarto, a los cuales les grita una por una cada recomendación desoída por la gerencia, mientras el

robotito lo saluda con su graciosa reverencia.

Vertical y horizontal, el mundo japonés tienen diagonalidad histórica. Porque no sabemos como

conjugar, para dar un ejemplo, si no es en términos diagonales, la ética samurai de la cortesía, cómo

declinarla en una misma tradición con la cortesía que se exige a los que comienzan a trabajar en las

Tiendas Matsuya de Tokyo. La capacitación incluye el uso de triángulos de goma para enseñarles a

los nuevos vendedores el ángulo correcto de las reverencias que deben hacer a los clientes. Para

apoyar con el gesto, la expresión ¿puedo ayudarlo?, el ángulo adecuado de la reverencia es de 30

grados; mientras que para expresar ` un momento por favor' es de 15 grados, y se requiere una

reverencia de 45 grados para acompañar el muchísimas gracias.

¿Qué se quiere decir entonces cuando se informa que el modelo japonés nace en una matriz cultural

intransferible? ¿Podemos, acaso, dividir a las civilizaciones, según el maestro o los maestros

fundadores que hayan tenido? Sócrates o Confusio, Isaías o Buda, Lao Tsé o Parménides?; si a

occidente lo caracterizamos por Cristo, Rousseau, Kant, indudablemente que los asiáticos nada

tuvieron parecido, ni nosotros nada parecido a lo de ellos, ya que no reverenciamos a los ancianos

como lo enseñan las meditaciones de Confucio. Pero valdría la pena en un tema tan espinoso,

reflexionar un poco más sobre estas fracturas culturales que pretenden explicar la singularidad de los

modelos socioeconómicos; tanto amor tienen los occidentales por las explicaciones culturalistas, que

parecen olvidar que la historia no es una temporalidad solamente occidental. Japón también tiene

historia y no siempre es la misma, ni son siempre igualmente confucianos, ni probablemente tampoco

sean tan respetuosos ni de los ancianos, ni de las sacrosantas empresas, ni quizás, tampoco sean tan

frugales hasta la eternidad como se dice que lo son hoy en día.

Por eso hemos recordado que el famoso modelo japonés que nace en la década del cincuenta y que

explica la colaboración consensuada de los asalariados japoneses con la empresa, no fue el resultado

de un arrebato confuciano, que habían dejado en el letargo durante unos siglos, sino un

acontecimiento político y económico con la complejidad histórica de cualquier ovillo enmarañado.

No se deshila por una sola punta, como ningún acontecimiento histórico singular. La guerra de Corea,

el retiro de la administración norteamericana, la necesidad de establecer nuevas bases productivas y

la libertad que desde ese momento había para aplicarlas; el tamaño reducido de empresas con

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demandas crecientes, y, fundamentalmente, la resistencia de los sindicatos, derrotados luego de

despidos masivos y de la renuncia del presidente Toyota, muestran, para decirlo brevemente, que

las matrices culturales sin duda existen, pero la lucha de clases sin duda que también.

Las matrices culturales actúan de modo diagonal, su determinismo es indirecto. El rodeo causal se

debe a que no todo es tradición, aunque sería no solamente equivocado sino ridículo, suponer que

los japoneses se inventan a sí mismos todos los días. A ellos también la memoria los constituye.

Esta idea de que es posible inventarse todos los días, que la autonomía es un camino sin regreso, que

nuestras mudas de piel tienen un dinamismo sin fin, es típicamente occidental. Y esta glorificación del

permanente cambio, de la novedad infinita, fue justamente uno de los modos en que los occidentales

diagramaron su estrategia empresarial para equilibrar y hacer frente al desafío japonés.

A fines de la década del setenta los poderes económicos de occidente debían inventar algo para no

seguir perdiendo mercados en manos de los japoneses. Se dieron muchas vueltas, y en medio del

rodeo nace esta palabra que concitó particular fama: excelencia. Peters y Waterman vendieron

millones de ejemplares de su libro En busca de la excelencia, con lo que no sólo conformaron un

fenómeno editorial, sino que entregaron un nuevo marco ideológico para reorientar las estrategias

empresariales en occidente.

La insuficiencia de la metodología tayloriana ya indicaba la crisis. En realidad lo que ya no era

suficiente era lo que Peters y Waterman, llamaban el punto de vista racionalista o cuantitativo, por el

cual la rentabilidad como índice excluyente, y las finanzas como departamento prioritario, constituían

la doble bisagra de toda eficacia empresarial. El aporte de la escuela de relaciones laborales de Elton

Mayo, se había fijado en los empleados pero había dejado inalteradas las condiciones de trabajo.

La escuela de Taylor articulada a la sociología weberiana, veía a las empresas como un sistema

cerrado, con las connotaciones de impersonalidad, objetividad, autoridad, y de orden programado

para un personal percibido como un conjunto de agentes racionales. Ya en la década del treinta,

emergen críticas contras las teorías convencionales de la organización para la que el arma primordial

del control administrativo es la autoridad. Peters y Waterman, cuentan que en 1938, Barnard en un

libro The functions of the executive, fue el primero en hablar sobre el papel primordial del

gerente general como modelador y administrador de los valores compartidos en una organización.

Por otra parte, Philip Selznik es uno de los primeros que hablan de una personalidad en la

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organización cuando se le infunden valores que le dan una identidad propia.

En la década del sesenta y setenta circula una concepción por la cual la organización empresaria

deja de ser un sistema cerrado; se convierte en un sistema abierto con agentes racionales. Abierto

significa que el mercado será una de las variables internas de la empresa, no ya su afuera, sino su

límite, la línea que tanta separa como constituye un conjunto. Despúes de 1970, hasta el 80,

Peters y Waterman, en el recorrido de las etapas sobre las teorías de las organizaciones, situan uno de

los cambios más importantes en la disolución de la figura del agente racional por otra forma, la del

agente social complejo. Esto implicó lo que llaman, un cambio total de metáforas. Ya no sirve el

lenguaje del orden clásico, el de las metáforas militares en las que se habla de plana mayor, jerarquía

de mando, estrategias y tácticas, y todo el resto de un idioma que se usa para reforzar a la tropa

cuando flaquean sus filas; se dice, entonces, combatir al enemigo, destituir personal, cerrar filas, no

dejar el control. El nuevo idioma que nace habla de navegación a vela, balancines, tribus, mercados,

campeones, equipos, zares. Habla de grupalidades abiertas, sistemas móviles, redes inmanentes, de

una forma que ya no es piramidal, sino plástica y veloz. La velocidad es uno de los ingredientes de lo

que llaman nuevo paradigma.

La disciplina no es un valor nuclear en las nuevas organizaciones, supone alguien que manda, uno que

obedece, supone también que el trabajo se cumple, que las reglas se aplican, que para todo hay una

regla. La disciplina exige que cada uno de los agentes se esmerará en ser cumplidor, ordenado y

puntual. La organización productiva con normas disciplinarias se concibe como una ciudadela. La

solidez, la duración, la seriedad, componen una administración que linda entre la higiene y la

contabilidad.

Para la nueva mentalidad el quid de la cuestión está en que los miembros no sólo estén orgullosos de

pertenecer a una empresa, sino que estén casi enamorados. Parece una broma, pero no lo es, son sus

mismos apólogos los que entonan con la mayor claridad cánticos de devoción, en cofradías varias,

alimentan una simbología de secta. ¿Cómo componer la lógica empresarial con la lógica de las sectas?

Esta puede ser una pregunta para hacerle a la modernidad organizacional.

Se habla de motivación, de adhesión, de identidad, de cohesión, y , hagamos la siguiente pregunta:

¿a través de qué y con qué se pegarán individuos, instituciones y valores, si carecemos de tradición

aldeana, isleña, de raza pura y lengua única, de autoridad del Padre, de marcialidad? ¿Cómo conjugar

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la extrema adhesión con la libertad?, esta es una importante pregunta occidental. Hay una solución

para el interrogante, es la leyenda del triunfador, del ganador. Ganar, ser el mejor, es ser el más

fuerte, el más poderoso, famoso, exitoso, nombrado, renombrado, encumbrado. Es decir, el más

libre, en su nueva acepción, inscripta en una problemática de la supervivencia.

La sintomatología que resulta de los últimos adelantos del management, dicen especialistas de la

sociología clínica, es la del individuo enamorado que quiere ser ungido en el pedestal, y que, con

mucha frecuencia, cae en el abismo de la depresión. Esta depresión resulta de una decepción, de una

de las grandes, no una en la que sólo se fractura una agradable realidad, lo que se pierde es un

sentido que teñía con su luz todo el espacio de la vida.

Vivir para la empresa, porque la empresa vive en mí. Lo llaman management pasional. En algún

momento de la terrible y excitante carrera, el suelo se abre, y sobreviene la depresión. Las ganas de

no hacer nada, salvo que aparezca una señal, un signo casi sexual, como un convite, una promesa

de grandes placeres, basta con renovar la fe para disfrutar de un nuevo orgasmo corporativo,

estimulado por la amenaza siempre presente de un futuro desplante. Por eso hay quienes dicen que el

management del tercer tipo, entre lo social y lo individual , nos referimos a la dirección

organizacional, reconvierte la frustración en deseo, lo que da ansiedad. Ésta crece, pide más de sí, tiene

una dinámica autoexigente, y se quiebra.

¿Pero a qué viene este oficio de penumbras, de augurios sombríos, de terror a la novedad? ¿De qué

finalmente se trata si no es de una nueva actitud frente al trabajo, en la que ya no se trata de ser

cumplidor, sino inventor? Inventar no tiene por qué ser cosa de artistas ni galerías, todos somos

artistas en potencia, artistas de la invención, de abrir nuevos caminos, de inaugurar espacios, de ver

florecer nuevas semillas. Ser un hombre excelente es crear permanentemente, ser un esteta de la

organización.

Se recomienda para esto usar el hemisferio derecho de nuestro cerebro, el de la imaginación, el de la

intuición. La belleza es el punto de partida de la lógica comercial.

Lo dice Ray Krock, el inventor del Mc.Donalds, lo expresa en repetidas letanías poéticas sobre sus

hamburguesas. Que los críticos no se confundan, la hamburguesa no será como la calavera de

Hamlet, pero al menos tiene más grasa.

La nueva organización necesita un nuevo lenguaje, una nueva simbología. El nuevo vocabulario

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administrativo habla de estructuras temporales, de grupos ad hoc, de organizacionbes fluídas, de

experimentación, orientación hacia la acción, de técnica de fantasía, campeones de producto,

equipos cábalas. Y velocidad, mucha velocidad, ya lo dijo un ejecutivo de Cadbury: atención! fuego!

apunten!

Cada empresa tiene su propios valores y su sentido de la belleza. Esto jamás puede comprenderse

con un racionalismo numérico a la usanza de la antigua administración. ¿Cómo contabilizar el espíritu

de familia que reina en la empresa Delta, o el respeto por el individuo en las empresas del grupo I.B.M,

la manía de limpieza de la que se jactan los responsables de Mc Donalds y Disney? Hay cosas que

no pueden calcularse, pero que a la hora de la conquista del mercado, inciden más que una

racionalidad pulcra. Dicen Peters y Waterman: las mejores compañías mezclan una cucharada de

profundo análisis con medio litro de amor al producto. No hay que olvidarse del bidón de cinco litros

de amor al cliente.

Peter Drucker en su libro La administración, dice que es necesario pasar del ícono del progreso

representado por la escalera, a otro de la liana. El directivo es Tarzán, de liana en liana sube y baja

de acuerdo a lo que su mirada le indica, sus piés le ordenan, su intuición salvaje lo guía, y no se

olvida, como lo subraya Drucker, de llevar su propio machete.

Para ser el indicado para un trabajo, para ser competente y excelente, no bastan ya los conocimientos

objetivos ni los antecedentes cuantitativos. Drucker sabe de las antiguas consignas legadas por la

historia de la filosofía, dice: para encontrar los empleos adecuados ya no bastan los

conocimientos, has de asumir la responsabilidad de conocerte a ti mismo.

Es muy probable que la empresa Disney le haya comprado la patente de esta frase a otra empresa,

esta vez griega, la Delfos Corporation, especializada en la distribución del servicio oracular a

domicilio, para globalizarla en el mercado mundial. Drucker nos pone a nuestra disposición un

cuestionario guía para orientarnos en este conocernos a nosotros mismos: ¿te gusta la presión?;

¿cómo te manejás cuando las cosas se ponen feas?; ¿cómo absorvés mejor la información,

leyendo, hablando o mirando gráficos o cifras?

En toda economía que pasa de un modelo de mando a otro de saber, el autoconocimiento es

necesario para sobrevivir. Un adecuado y practicado conocimiento de sí es imprescindible para ubicar

nuestras aptitudes, y para competir con los famosos japoneses, que tienen la palabra `kaizen', que

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significa mejorarse a sí mismo. El objetivo del kaizen es mejorar un producto o un servicio diferente

cada dos o tres años.

Es mucho lo que tiene que hacer el candidato a la felicidad empresaria para sentirse a sus anchas, pero

es mucho lo que pueden hacer los altos directivos para que el candidato se sienta estimulado. Ejercer

el efecto Hawthorne es estar atento al trabajo que hace otro, darle una señal de su importancia,

esta atención sin duda mejora sus resultados; el axioma de la predicción creadora nos muestra que

las creencias tienen efectos en la realidad; y los llamados `strokes' positivos que hacen que el

reconocimiento del esfuerzo realizado, el elogio bien dicho, en el exacto momento y en lugar

apropiado, siempre motiva más, y satisface lo que Nicole Aubert y Vincent de Gaulejac en Le cout

de l´excelence llaman la solicitud narcisista.

Ya el psicólogo conductista Skinner había marcado que una tecnología del comportamiento que se

basara en el refuerzo negativo repetido, es decir en la amenaza de castigo, no sirve para nada,

porque lo máximo que puede lograr es que la persona castigada piense en las formas de evitar el

castigo, pero su disposición a conducirse en la misma forma, se mantiene inalterada. Skinner

recomienda practicar el refuerzo positivo, las recompensas por el trabajo bien hecho, porque

recompensar es dar valor a la imagen que de sí tiene el candidato.

Son muchas las cosas que un occidental debe implementar en la empresa para equilibrar el handicap

cultural de los pueblos asiáticos. Un autor, Bernard Nadoulek, citado por Hubert y de Gaulejac,

sostiene que en el mundo hay tres grandes concepciones del management: la anglosajona, que incita

a la victoria a todo precio; la concepción asiática que gira alrededor del kharma, que traduce como

interiorización de la noción de deber; y lo que llama la concepción latina, en la que incluye a la propia,

la francesa, en la que un mímino desorden es fecundo porque estimula la creatividad. Estimo que no

todos los franceses aceptarían con gusto pertenecer a una concepción que los hermana con sus

colegas italianos, españoles, portugueses y sudamericanos; seguramente hubieran deseado un

argumento distinto si es realmente necesario salvaguardar cierta dosis, pretendidamente francesa, de

romanticismo. Más adelante, nosotros, intentaremos trazar un perfil de la concepción argentina del

management, que toma algo de la latina, pero aporta aspectos que ninguna escuela del mundo ni

siquiera sospechó.

En la terminología de la cultura empresarial, se dice que hay dos posibles destinos para el candidato al

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management dichoso, una es la esperada, la otra es una maldición. La esperada es la de formar parte

de los `gold collars´, nuevo pelotón victorioso que asoma al tercer milenio, dejando en la baulera a

los blue y a los white collars del viejo capitalismo. El gold collar tiene algo que los anglosajones llaman

el `right thing', es un algo que nos susurra la vía conveniente para tomar una decisión. Es un no se qué

que nos guia, nos protege, reminiscencia del antiguo `daimon' de los griegos, que nos señala el camino

dorado. La maldición es que se nos quemen todos los cables, que nos enfermemos de, como dicen,

de idealidad; patología que se manifiesta en que un día dejamos de creer en lo que siempre creímos y

todos creyeron, y que nos convirtamos en un ser `burn out', sigla anglosajona con la que se etiqueta

al ejecutivo ejecutado, con sus cables pelados y achicharrado.

5- Sin pan y sin trabajo

Es el nombre que le dió el pintor De la Cárcova a uno de sus cuadros. Un trabajador sentado junto a

una ventana, con sus puños apretados sobre una mesa de madera gruesa, frente a él, su mujer con un

niño en brazos. Su cara mira hacia afuera, con su cuello estirado, con ánsias, desesperación,

impotencia. Su mujer lo observa. El mira el suburbio cubierto por humo de chimenea, ollín que no le

corresponde. El mundo del hollín se ha convertido en el impenetrable, en un muro que le cierra el

camino.

La desocupación no es simplemente un término que reemplazó al de inflación, y que muestra un mero

cambio de protagonismo periodístico. Es una realidad que los argentinos desconocíamos, no

porque no hubiera desocupados, sino porque nunca se había convertido en una realidad sistemática.

Del mismo modo, a mediados del siglo pasado, la pauperización, no era un fenómeno que inauguraba

la pobreza social o individual, como se dice: pobres hubo siempre; la pauperización nombraba la

pobreza sistemática como efecto de la industrialización y la manufactura.

Desocupados hubo antes, lo que no se conocía era una desocupación estructural o sistemática,

funcional a la economía, y problemática para lo social. La desocupación argentina será un punto del

debate de la escolástica económica nacional, que analizaremos en el capítulo correspondiente; aquí

nos limitaremos a describir ciertos problemas generales que plantea su realidad mundial, y las

soluciones que algunos estudiosos que hemos seleccionado, aportaron.

Vimos hasta este punto las distintas modalidades históricas que invistieron al valor trabajo. Desde el

Conde de Saint Simon hasta las interpretaciones de lo que algunos llaman neosimonianos; desde

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aquel que imaginó una sociedad industrial regida por una cámara de inventores, hasta los que hoy en

día esgrimen la teoría de la organización que requiere excelencia y inventiva de parte de sus líderes.

El trabajo decae como valor, también como palabra, se convierte en servicio, en un quehacer que

pierde su relación al mundo de la necesidad, y que pretende adscribirse a un mundo de valoración

ética, por un lado, y estética por el otro. El bien y la belleza, se invierten en el mundo de la economía,

secando su sudor, maquillando su rostro, y homenageándolo con la virtud.

Ser rico es hermoso, ser ganador es bueno. La caída del Muro fue un alivio en el superyo de la

humanidad beneficiada, y un impacto sin palabras en los que nada tenían que perder. Creían que nada

tenían que perder, hoy se han dado cuenta que sí había algo que perder: el trabajo.

Las luchas reinvidicativas de nuestro siglo que denunciaban la explotación del hombre por el hombre,

las ganancias excesivas de las empresas y de los empresarios, los impuestos regresivos, los bajos

salarios, el imperialismo succionador de riquezas coloniales, todos estos argumentos y posiciones,

se han reducido a dos simples sustantivos: capital y trabajo, tan simples como sin pan y sin trabajo.

Esto quiere decir que hay capital o no lo hay, que hay trabajo o no lo hay. Y pueden conjugarse

juntos, si no hay capital no hay trabajo, se ha invertido la relación entre los términos. Si la crítica a la

economía política del siglo pasado demistificaba el carácter fetichista del capital, y de sus formas

como la renta y la ganancia, para mostrar que no eran más que tiempo de trabajo acumulado, y por

lo tanto, inversión de energías de una fuerza de trabajo; hoy la fuerza de trabajo aparece como un

apéndice cada vez más descartable de un capital acumulado y disponible, que espera la propuesta del

mejor oferente. Como el capital es trabajo acumulado, la acumulación puede ser de dos tipos. Una es

la impulsada por un gestor de bienes públicos que organiza la acumulación colectiva por medio de un

plan: me refiero al Estado. La otra, de proveniencia privada, se deposita como fondos acumulados o

ahorrados, que se originan en la rentabilidad de beneficios empresariales, de acciones, de intereses,

colocados en financieras, bancos y fondos de pensión. Con la crisis mundial del Estado, la

acumulación de capital sólo puede provenir de las inversiones de capitales privados, y esto se lee así:

para que haya trabajo, debe haber capital, para que haya capital, tiene que haber confianza, para que

haya confianza en los inversores, tiene que haber seguridad.

Creemos que la crisis mundial del Estado no tiene las mismas características en todo el mundo. En

el tercer mundo está vinculado a la deuda externa, que ha convertido a los Estados en deudores

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universales, sin capital real propio, y sin siquiera la posibilidad de tener capital propio. Por dos

motivos: por la fuga de capitales privados hacia la banca internacional, y por la deuda infinita

estatizada que exige de los poderes públicos diagramar su política económica en relación a la

aprobación de su comportamiento para obtener refinanciación de los intereses de la deuda. No hay

diferencia en los países del tercer mundo, en Argentina está claro, entre un ministro de relaciones

exteriores, un ministro de economía, y, a veces, un primer ministro.

Estas afirmaciones refuerzan la primera frase con la que comenzó esta sección llamada Ética, la

constatación de que el mundo cambió. Algunos datos de Jeremy Rifkin en su libro El fin del trabajo,

dan una precisa coordenada sobre la dirección del cambio. Son datos dispersos, pero tomémoslos

como proviniendo de una perspectiva impresionista. Una vista rápida, gruesa, expeditiva. Leamos.

Las guerras de este siglo salvaron a las economías. El desempleo en los EE.UU en 1933 era del

24,9%, en 1940, en los comienzos de la guerra, del 15%. Descendió a la mitad en 1942. Los gastos

gubernamentales pasaron en estos dos años de 16.900 a 51.900 millones de dólares; en 1943, los

gastos federales llegaron a 81.100, la desocupación bajó a un 4% en el mismo año.

La desocupación fue controlada en la década del 50, siempre en los EE.UU, por la National Defense

Highway Act, uno de los proyectos de vialidad, autopistas, y de obra pública más caros que se

hayan concebido. En la década del 60, la Great Society, se proponía la creación de nuevos puestos de

trabajo en una sociedad presionada por la guerra fría y la guerra de Vietnam.

Las guerras de nuestro siglo se vinculan a la intensa acción del Estado Benefactor, ya sea por la

necesidad social de ocuparse de grandes contingentes de los que volvían del frente, o porque los

que justamente vuelven del frente, se consideran acreedores de derechos y reconocimientos, por

haber arriesgado la vida, o haber entregado la vida de un familiar, a una sociedad sin tantos privilegios.

Recuerda Rifkin que en los EE.UU, entre 1945 y 1955 hubo más de 43.000 huelgas, una cifra que

ilustra una de las mayores olas de confrontaciones de la historia universal.

Los fondos de pensión en los EE.UU representan el 74% de los ahorros netos individuales, un tercio

de las acciones de las empresas y cerca de un 40% de la totalidad de los bonos de empresas en

circulación. Además, los fondos de pensión, cúmulo de dinero de los pequeños ahorristas,

conforman cerca de un tercio de la totalidad de activos financieros de la economía de los EE.UU.

Para aportar datos de otro ámbito, en las economías desarrolladas, poscapitalistas, el 75% de la

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masa laboral no hace tareas repetitivas, según lo expresa Rifkin; o como lo dice Drucker: en los

EE.UU los asalariados de cuello azul, es decir, los que fabrican o trasladan cosas, son menos del 25%

del total. El resto está disperso en las tareas del sector médico, el del seguro, el financiero, el

informático, el turístico o del ocio en general, para nombrar a los más salientes.

Esta drástica reducción de los trabajadores de cuello azul, ha tenido efectos relevantes en el plano

social. Dice Kifkin que a fines de la década del 80, uno de cada cuatro trabajadores de origen

afroamericano se hallaba en prisión o en libertad condicional. En Washington D.C., el 42% por ciento

de la población masculina negra entre 18 y 25 años se hallaba en prisión, libertad condicional, a la

espera de un juicio o arrestados por la policía. Para completar el cuadro: el 62% de las familias

negras corresponden a hogares uniparentales.

Hay cifras que no requieren un gran esfuerzo de imaginación para tener una noción fría de un cuadro de

situación; por supuesto que de un número no se obtiene la singularidad de una escena concreta, y que

una novela como la del Tío Tom de Stowe u otra de Richard Wright, puede despertar una

sensibilidad, y ofrecer una visión de una intensidad de la que una cifra es incapaz; a pesar de esto,

estimo que las cifras, como las estadísticas, tienen una dimensión colosal, de gigantismo, que

pertenecen a los avatares de la percepción apabullante. Las estadísticas, como otras disciplinas

también, son un despertador de utopías, tienen un aire matinal que hay que tomar en cuenta para

evitar tendencias crepusculares hacia la ensoñación viajera.

Por ejemplo, ya que estamos con los datos, ¿qué nos da el saber que 7 millones de niños en los

EE.UU se quedan solos en sus casas la mayor parte del día, o que un tercio del total de los jóvenes

tiene que cuidarse a sí mismos, o que la mujer entre el trabajo y su casa, trabaja un promedio de 80

horas por semana? Al menos nos da una idea del funcionamiento de la familia norteamericana, de la

jerarquía de la función paterna, de la condición de la mujer, y de otras cosas más. Las estadísticas

nos dan la dureza de los límites de la realidad.

Para autores como Rifkin, la desocupación es un fenémeno irreversible. El progreso tecnológico

despide mano de obra. Por otra parte, el envejecimiemto de la población, el incremento relativo

del número de jubilados, hará que la parte activa de la población sea cada vez menor, y la pasiva

cada vez mayor. Esto traerá un sinnúmero de problemas. El Estado se ve imposibilitado por vía fiscal a

subvenir a esta población pasiva; si no se toman medidas, la totalidad del ingreso fiscal estará

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destinado en pocos años a mantener a la población jubilada, ni hablar de los desocupados, cuyo

seguro está despedazándose en los lugares en los que existe.

Las consecuencias pueden ser varias, y para nuestra sorpresa, han sido imaginadas por los que

llamamos economistas culturales, y otros especialistas autorizados, y ya no novelistas de ciencia

ficción y otros menesteres artísticos, me refiero a la caza de viejos. Los jóvenes útiles empleados en

los sectores de punta, ya no tendrán deseos de depositar caudales cada vez mayores de su bienestar

en arcas para viejos. El pregón de que alguna vez ellos también lo serán, no asegura una respuesta

segura y benevolente. Un joven activo, precisamente por serlo, siempre se creerá depositario de

recursos más extraordinarios que los que ofrece esperar la dádiva de la vejez.

Para Rifkin hay una solución posible, es la del desarrollo del tercer sector. Se ubica entre el sector

público y el privado, tiene algo de los dos. Sus fondos provienen del sector privado, su finalidad es

la del bien público. Se llama entonces tercer sector a las organizaciones de voluntarios que sirven a la

comunidad.

¿Quién resuelve los problemas sociales pregunta Peter Drucker, en una sociedad poscapitalista? El

Estado Benefactor no tiene más fondos, y además, sostiene Drucker, fracasó. En un mundo en la que

el grueso del presupuesto de todos los países desarrollados se dedica a satisfacer los derechos

ganados, es decir a todos los servicios sociales, en el que las ingentes sumas de dinero no sólo no

reestablecen las falencias sino que protegen a una sociedad cada vez más enferma, en que el Estado

Asistencial no mejora la situación social, ni alivia ni remedia los abandonos del padre, las drogas, la

deserción escolar, el alcoholismo ni los crímenes; cuando un Estado así no capacita sino que crea

dependencia, hay que inventar nuevas instituciones para que se hagan cargo de los problemas sociales,

para no crear bolsones de corrupción recompensada. Un sector independiente y nuevo.

Rifkin, a diferencia de Drucker, considera que la creación de este sector no es una necesidad que

deriva de la condena al Estado Benefactor, de una condena que despliega todo el arsenal de la

retorta liberal, sino de una situación de hecho causada por el mismo funcionamiento del sector

económico. Parte, además, de una observación en la misma sociedad norteamericana. El sector

empresarial en los EE.UU representa un 80% de la actividad económica, el público un 14%, y el

tercer sector ya representa un 6% de la economía y un 9% del empleo nacional. En 1991, 94,2

millones de norteamericanos adultos, el 51% de la población adulta, emplearon su tiempo en

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diferentes causas y organizaciones. El voluntario medio ofreció 4,2 horas por semana de su tiempo

a las labores asistenciales no lucrativas. Hay más gente trabajando, dice Kifkin, en el sector de

voluntarios que en las industrias de la construcción, de la electrónica, el de transporte o el textil.

¿Qué instituciones conformam parte de este sector? enumeremos: escuelas, universidades, hospitales,

organizaciones de servicios sociales, órdenes fraternales, clubes de mujeres, organizaciones juveniles,

grupos de derechos civiles, organizaciones de justicia social, grupos de protección y conservación

del medio ambiente, asociación para la conservación de las especies animales, teatros, orquestas,

galerías de arte, bibliotecas, museos, asociaciones cívicas, organizaciones de desarrollo comunitario,

consejos y asociaciones de vecinos, departamentos de bomberos voluntarios, patrullas de seguridad

ciudadana. Un conjunto bastante variado.

Esta nueva filantropía universal recuerda en sus diferencias y semejanzas a la filantropía patronal

pregonada por los liberales del siglo pasado. Si antes estaba destinada a la sedentarización de los

obreros recién urbanizados, a la higiene moral de las familias obreras, la actual no se diferencia

tanto, pero sí en algo. Toda la variedad de instituciones del tercer tipo, no nos puede hacer

desconocer un dato que aporta el mismo Drucker, el de que la mitad de los fondos destinados al tercer

sector van a las Iglesias. Y capital con religión da cruzada, y cruzada da hereje, hereje da

hoguera, y hoguera da cenizas. Pese a esto, o quizás, precisamente por esto, Drucker afirma que la

meta de las instituciones del sector social, es la de cambiar al ser humano. Así como el gobierno

exige acatamiento, elabora reglas y exige cumplimiento, así como las empresas esperan ser pagadas

por proporcionar un servicio o producto, las instituciones del tercer sector crean un ser nuevo. De un

enfermo, un hospital produce un ser curado, de una criatura una iglesia crea un feligrés, y , en su

conjunto, las organzaciones del tercer sector, según Drucker, crean ciudadanía.

Aquí es donde aparece el punto de vista que no se satisface con las necesidades funcionales. El punto

de vista de Rifkin es pragmático, parte del fenómeno de la desocupación, de la expulsión de gente

fuera de los sectores productivos, no encuentra que la sociedad civil tal como se la administra en este

momento, ni el Estado, puedan hacerse cargo de estos sectores marginados, excluídos, o desafiliados,

como dice Robert Castel en su libro Las metamorfósis de la cuestión social. Por eso dice Rifkin:

para el creciente número de personas que no tendrán puestos de trabajo en el sector del

mercado, los gobiernos tendrán dos posibilidades: financiar políticas de protección y construir

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un mayor número de prisiones para encarcelar a cada vez mayor número de criminales, o

financiar alternativas de trabajo en el sector de voluntarios.

Este punto de vista práctico tiene sus matices diferenciales con concepciones como las de Drucker, o

las del mismo Fukuyama en su obra Trust. Éstos recalcan el punto de vista moral, o ideológico. La

inquietud proviene de la disolución moral que aparece con una sociedad regida exclusivamente por las

leyes del mercado, inserta en un marco jurídico que reglamenta derechos y obligaciones, pero que

deja en la orfandad el deber ser. No hay sociedad sin ideales, no hay cultura sin valores, sin fines. El

tercer sector, entoncces, no sólo tendrá la finalidad de absorver contingentes de desocupados que de

otro modo se convertirán en un problema social, sino que dará la posibilidad de la acción altruista,

el ejercicio de un amor al prójimo debilitado por la crisis de la religión, el silencio de los dioses, el

nihilismo, el escepticismo de los jóvenes, el descreimiento en los valores universales, la muerte de las

ideologías, y otros dardos clavados en el corazón de occidente.

No sorprende entonces el dato de Drucker sobre el destino de los fondos del tercer sector en cuanto

a las iglesias se refiere. El fundamentalismo es una palabra que hasta ahora ha dado poco, tan sólo un

modo de señalar a grupos religiosos, principalmente musulmanes, que asocian terrorismo y

trascendencia, en su lucha contra la modernidad y la política occidental. Pero si algún futuro tiene esta

palabra, algún otro que no sea el de signar a un tipo específico de alianza político religiosa, sino el de

definir a una modalidad singular de nuestros días, en los que la violencia más desmedida se justifica

en nombre de invocaciones sagradas, entonces, ciertas atribuciones que se pretenden para el tercer

sector, no sólo crearán ciudadanía, como dice Drucker, sino un muestrario insospechado de

tenebrosos gurúes y sangrientos kamikazes.

Por supuesto que esta macabra advertencia no es el único problema que plantea el desarrollo del

tercer sector, sino el de su financiación. Porque a la gente que se dedicará en número de millones a

esta tarea, habrá que pagarles con algo, y la fuente de recursos es una dificultad a la que Rifkin no

escapa, pero tampoco resuelve. Una idea que tiene es el de un impuesto sobre el valor agregado

que producen las mejoras tecnológicas. Las mejoras en la productividad deberán repartirse entre los

beneficios de los accionistas y las necesidades de los desclasados. Gracias a estas nuevas

contribuciones fiscales, se podrá estipular un salario para pobres a cambio de trabajos comunitarios.

De todos modos, reconoce Rifkin, aún estamos lejos de esta infernal utopía, ya que en la actualidad

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las empresas en los EE.UU destinan menos del diez por ciento de sus fondos altruístas, a las

acitvidades del tercer sector. Dije infernal, aventurando una opinión, porque un mundo de

directivos inventivos, círculos de calidad sumamente dinámicos, millonarios en zapatillas, estrellas

fulgurantes, millones de desocupados, otros millones de pobres rentados, y todo esto como andamiaje

de un mundo feliz, da que pensar.

Y como dije pensar, terminaré esta sección, invitando a esta cita ética, a un pensador, un escritor

de formación filosófica, de trayectoria legendaria. Es parte de la leyenda de Jean Paul Sartre, fue

compañero de ruta del filósofo francés, parte integrante durante toda su historia, de la revista Le

temps modernes, y que en una edad en la que debería, según los especialistas nombrados, formar

parte de los asistidos del tercer sector, piensa la actualidad con inteligencia de caballero andante, con

lanza bien afilada. Me refiero a André Gorz.

La obra de Gorz Metamorphose du travail. Quete su sens( Metamorfósis del trabajo.

Búsqueda del sentido), se distingue del resto por el ángulo de su inquietud, por la fineza de sus

elaboraciones, por las preguntas que se hace y nos hace, y, fundamentalmente, por el calibre de su

pensamiento, la calidad filosófica de su reflexión. Y cuando digo filosofía no me refiero a que aporta

argumentos metafísicos, que para algunos constituyen la verdadera filosofía, al fin despojada de

sociologismos, o que nos obsequia argumentos de la analítica del lenguaje al fin despojada de

metafísicas. Gorz se inscribe en la tradición que desde Sócrates hasta Foucault, situa a la filosofía en

el espacio político en el que se dirimen públicamente las cuestiones sobre el poder ejercido en una

comunidad. No necesita galaxias, big bangs, agujeros negros, neuronas multicolores, para sentir

consistencia en su quehacer.

La otra sorpresa es la presencia de Sartre, un maestro de juventudes, que ha sido olvidado, como la

ley de la vida lo impone, anacrónico, como es lógico, denostado postmortem, como es habitual

hacerlo, y vuelto a la vida, por la presencia de su sombra gracias a la escritura de André Gorz.

El punto de vista de Gorz sobre las modalidades actuales del trabajo se puede dividir en tres partes.

Una es el recorrido problemático e histórico del valor trabajo; la otra concierne a la especificidad de

la racionalidad económica; y la tercera se refiere a ciertas características de la categoría de servicio

cuando se habla de la modalidad del trabajo poscapitalista.

Gorz dice que la categoría trabajo tal cual la conocemos es un invento de la modernidad; trabajo en el

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sentido de una actividad en la esfera público-social, demandada, definida, reconocida como útil por

los otros y remunerada por ellos. Es por el trabajo asalariado que se pertenece a la esfera pública y

adquirimos una existencia y una identidad social. El factor de socialización en la sociedad industrial es

el trabajo. En las sociedades pre-modernas, el trabajo necesario a la subsistencia nunca fue un factor

de cohesión social, por el contrario, funcionaba más bien como un principio de exclusión. La idea

misma de trabajador era impensable en este contexto. Abocada a la domesticidad y a la servidumbre,

el trabajo lejos de conferir una identidad social, definía la existencia privada y excluía del dominio

público a los que se sometían a él. La idea contemporánea de trabajo pertenece al capitalismo

manufacturero. Hasta el siglo XVIII el trabajo designaba a jornaleros y siervos. El artesano no

trabajaba, dice Gorz, obraba en su obra, a la que podía agregar o no trabajo( ajeno por definición).

Los jornaleros cobraban por su trabajo, los artesanos por su obra.

El capitalismo industrial sólo pudo consolidarse en el momento en que la racionalidad económica se

emancipó de todos los otros principios de racionalidad. La fábrica taylorista fue la que concretó en

la técnica el ideal de los patrones de las manufacturas del siglo XVIII. La organización científica del

trabajo industrial ha sido el esfuerzo constante de desligar al trabajo de su calidad singular y

conceptualizarlo como categoría cuantificable. Se intentó separar al trabajo de la persona viviente del

trabajador, destruir la cultura de los oficios, y con ellos también la cultura obrera y el orgullo de

trabajar. No quedan restos para el humanismo basado en el trabajo, cuya máxima utopía había sido

elaborada por Marx, para quien - ya algo vimos - la vieja categoría de trabajo se elimina a favor de la

colaboración social y racional de los individuos. Se construye filosóficamente una poiesis colectiva

que ya no es el resultado de la actividad seriada y especializada de los individuos, sino la actividad

autónoma de individuos que colaboran conscientemente en un dispositivo transparente de control

obrero. Se da así la unidad entre el trabajo y la vida, por un lado, y la actividad del individuo como

despliegue total de la personalidad, por el otro. El resultado es una sociedad sin poder, sin jerarquía,

sin administración, sin aparatos institucionales exteriores a la producción, cuya gobierno se resuelve

en una autogestión generalizada en la que los agentes se conducen sin mediaciones. Este es el

sueño que Gorz llama de la razón total; una inmediatez en la que la voluntad y la razón se superponen

sin restos.

Gorz sostiene que en la actualidad hay una crisis de la racionalidad económica. Esta aseveración

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es compleja, porque por un lado se asiste a una hegemonía del pensamiento económico, a un modo

dominante de plantear los problemas de la actualidad que se mide en términos de mercados, de una

globalización del movimiento de capitales para los que se caen todas las fronteras, sin otra ley que la

de la eficiencia, y por otro, aparece un discurso cultural de las mismas entrañas de la economía, que

gira alrededor de la insuficiencia de la racionalidad económica, y de la necesidad de forjar valores

comunitarios, universales, sin el recurso a las ideologías totalizantes. De ahí que aparece el

pragmatismo como una de las posibilidades ya no de fabricar valores, sino de moverse entre ellos,

de inscribirlos en situaciones, de hacerlos prácticos, razonables y permeables a la paradoja, a la

incertidumbre, al caos, a la sensibilidad.

Pero el movimiento que pretende relativizar y acotar la racionalidad económica mediante un

custionamiento ético, no sólo fracasa en su objetivo, sino que, para Gorz, siguiendo a Habermas, es

parte de una estrategia invertida, en la que en lugar de frenar muestra la expansión de la racionalidad

económica sobre todos los ámbitos de la vida social. Esto se ve en la nueva ideología de los recursos

humanos, y está bien forjada la palabra ideología , precisamente después de haber hablado de su

muerte con tanta certeza, pensando que la humanidad iba a vivir de relatos puntuales, pequeñas

narraciones, sin producir más los grandes relatos ni los mitos de una verdad global.

Gorz distingue al pensamiento liberal de la ideología liberal. Para el pensamiento liberal, el

empresario persigue el máximo beneficio posible. En la ideología liberal el empresario es un creador de

sociedad y de cultura, tiene el talento de descubrir en sus contemporáneos la necesidad latente de

un objeto o de un servicio que ningún hombre común en su rutina y domesticidad perceptiva,

hubiera imaginado. La ideología de los recursos humanos pretende superar el panrracionalismo

económico reestableciendo nuevas unidades entre el trabajo y la vida. El trabajo no cumple sólo un

papel funcional, sino que ofrece un lugar de integración social y realización personal. La ideología de

los recursos humanos distingue a la fuerzas de trabajo de cualquier otro tipo de instrumento

productivo, la hace depender de factores no calculables como el clima de trabajo, la satisfacción, la

calidad de las relaciones sociales, el consenso grupal, la adhesión a los valores de la empresa.

La crisis de la racionalidad económica, se expresa en la misma insuficiencia del pensamiento

cuantitativo, de la misma contabilidad y de la idea de cálculo. La ideología liberal busca calidad,

modalidad, estilo, singularidad. Todo esto como un nuevo pliegue en la historia de una

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racionalidad, que fue subversiva alguna vez, que al introducir la idea de contabilidad, puso en crisis la

concepción de un mundo inmutable, en el que cada cosa tendía hacia su lugar natural. La contabilidad

es el mundo del más y del menos, del cálculo, es decir de la necesidad de la demostración, de la

organización, de la previsión; y por lo tanto, de la arrogancia de aquel que desafía la tradicional

caución de la autoridad. La contabilidad fue parienta del orgullo, de la codicia, de la envidia, y de

todos los pecados que, finalmente, permitieron la emancipación de las trascendencias y la generación

de un orden basado en leyes objetivas.

La idea de un gran relojero divino sustituyó a la moralidad religiosa. A partir de esta racionalidad el

hombre quiso aplicar las leyes eternas que gobiernan el universo, a la previsión organizada de sus

propias conductas. Este pensamiento contabilizador, a pesar de su redundancia, está en crisis.

Una de las originalidades de Gorz es que para analizar los límites críticos de la racionalidad económica

en su relación al trabajo, no inquiere sobre el problema de la desocupación, sino sobre lo que llama

tiempo liberado, para distinguirlo de las clásicas acepciones de tiempo libre u ocio. Incluso la

desocupación más que una supresión de empleo, puede aparecer en el futuro, si ya no lo hace en el

presente, como un desplazamiento de actividades. Gorz pregunta qué sentido y qué contenido se le

puede y se le quiere dar al tiempo liberado. Y sostiene una posición: la racionalidad económica es

incapaz de responder a este interrogante.

Las actividades de ocio tienen una racionalidad inversa a la racionalidad económica, no son

productivas sino consumidoras. Pertenecen al tiempo de la fiesta, de la prodigalidad, de la actividad

gratuita que no tiene otro fin que el de su propia realización. Por eso de nada le sirven las categorías

de la racionalidad instrumental - eficacia, rendimiento, perfomance -, que le quieren ser aplicables.

Imaginemos una actividad autónoma, la que se constituye en su propio fin, para el caso la de un pintor

que sigue el llamado de su vocación, pero que, además, ofrece su obra en venta. Si la actividad tiene

autonomía, el pintor no pinta para vender, vende para mostrar y así poder continuar pintando. Si

pintara para vender, pintaría para gustar; y su labor ya no seguiría una actividad inmanente sino una

exterioridad construída con la moda y la publicidad.

Respecto de una de las facetas del tiempo liberado, Gorz interroga al trabajo de servicio personal, lo

que le permite también aportar cierta luz sobre la misma categoría de servicio. Cada vez hay más

empresas que se dedican a la prestación de servicios personales con el fin de liberar el tiempo de una

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elite, e incrementar su placer de vivir. La desigual distribución del trabajo en la esfera económica y la

desigual distribución del tiempo que liberan las innovaciones tecnológicas, llevan a algunos a comprar

un suplemento de tiempo libre, y a los otros a procurárselo.

Esta estratificación es diferente a la estratificación en clases. Hay una clase servil que renace cuando

la industrialización parecía haberla abolido. Pero hoy vemos a los mismos sindicatos junto a los

gobiernos conservadores, legitimar y favorecer a esta, como la llama Gorz, formidable regresión social

bajo el pretexto de que crean empleos, o con el argumento compensatorio de que los servidores

cumplen una función de utilidad social al incrementar el tiempo que sus amos pueden dedicar a las

actividades productivas, que siempre tienen un efecto benéfico para la sociedad.

Esto es lo que Gorz critica y condena, no acepta la calidad bienhechora de la industrialziación del

servicio a las personas. Siempre existió entre las actividades del hombre, un trabajo para sí, una

producción de valores de uso útiles para nosotros mismos. Este trabajo para sí, por supuesto que

demanda una cierta cantidad de tiempo. En los comienzos de la industrialización se trató de reducir

el tiempo doméstico de hombres y mujeres para dedicarlos al rendimiento productivo, económico.

Poco a poco, por ejemplo en el caso de las mujeres, la actividad mercantil la fue sacando de la

domesticidad. La creación en el siglo XVII de los primeros establecimiemtos minoristas permitía a un

ama de casa con un poco de voz y poder, escoger productos, y además, lo que era más importante,

nuevas formas de sociabilidad. Podía escaparse de la esclavitud de las tres K: kinder, kirche, kuche(

niños, iglesia, cocina); accedía a un mundo del cual hasta ese momento sólo recibía información a

través de los jardines vecinales y de los círculos de costura. A fines del siglo XIX, la telefonía de

oficinas, y la fabricación en serie de las máquinas de escribir, permitieron nuevas retracciones de la

domesticidad, para fines prouductivos, sociales.

Si tomamos el ejemplo de las cooperativas agrícolas, como los kiboutzim en Israel, allí también se

reducen los tiempos privados a fin de que cada uno de los miembros de la colectividad invierta sus

energías en la producción de los bienes socialmente necesarios. De ahí que las tareas caseras y de uso

doméstico, se hacen sociales, y se les destina personal especializado. Pero ahora, recalca Gorz, no

se trata de socializar las tareas domésticas para que ocupen el menor tiempo posible en la escala

social, sino, por el contrario, cada vez hay más gente absorvida con el mayor trabajo posible bajo la

forma de un mercado de servicios. De este modo mediante una contabilidad inédita, se destinan más

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horas al trabajo doméstico en forma remunerada que la que se emplearían si cada uno las asumiera

por sí mismo. No hay ahorro de tiempo social, la pizza que nos traen a casa, sumados todos los

trabajos que exige, dan un mayor costo social en tiempo de trabajo que si la hiciéramos en forma

casera, o si la compráramos en un pizzería en nuestra vuelta al hogar. Por lo que el tiempo que se

gana no es tiempo productivo, sino tiempo de consumo, de confort. Es un trabajo que no está al

servicio de la colectividad, como en los ejemplos anteriores, sino para cada uno de nosotros, para

nuestro placer privado. El trabajo de otro es nuestro placer, nuestro placer les da trabajo, esto es lo

que caracteriza el trabajo servil.

Agrega Gorz que el desarrollo de los servicios personales es sólo posible en un contexto de

desigualdad creciente. Impone una sudafricanización de la sociedad, la realización de un modelo

colonial en las mismas metrópolis. Por eso la profesionalización de las tareas domésticas es lo contrario

de una liberación. La economía fundada sobre la proliferación de los servicios para personas, organiza

la dependencia y la heteronomía universales, y define como `pobre' al que está obligado a hacerse

cargo de sí mismo.

Los analistas simbólicos.

Creo que Robert Reich ha hecho un diagnóstico preciso sobre la nueva estructura del mundo del

trabajo y de sus efectos de exclusión. Reich fue ministro de trabajo de Bill Clinton, y es el universo

del trabajo de nuestro fin de milenio que le sirve para reubicar una nueva estratificación de la

humanidad.

Para Reich el trabajo humano se divide en tres sectores. Los servicios rutinarios de producción, los

servicos personales, y los servicios simbólicos analíticos. Los primeros son aquellos en los que se

fabrican productos terminados. La organización de la producción exige un crontrol repetitivo del

trabajo de los subordinados, y las virtudes que se exigen y se premian en este tipo organización son la

fiabilidad, la lealtad y la capacidad para cumplir directivas. Corresponde a la organización tayloriana

de producción en serie y productos standardizados.

El servicio de personas exige una supervisión estrecha. Si queremos ilustrar algunas de las actividades

de este sector citemos a los servicios de custodia privada, la limpieza de oficinas, los camareros, los

conserjes, changadores, botones o variados recepcionistas; los cajeros, enfermeros, niñeras,

choferes, masajistas, secretarias, pastores de nuevos espíritus santos, vendedores, azafatas,

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fisioterapeutas, personal trainers,psicoanalistas. Las virtudes apreciadas para este tipo de labor son

la puntualidad, la docilidad, la cortesía, la sonrrisibilidad, el saludo extendido( con una

preocupación ritualizada por el prójimo). Reich nos dice que los EE.UU crearon en la década

del 80 tres millones de puestos de trabajo en este sector, en la década del 90 hay un incremento del

30% en su población, y que su número ya ha superado a los trabajadores de la siderurgia, automóviles

y textiles sumados.

Los servicios simbólicos analíticos comprenden a los expertos en intermediación estratégica quienes

deben identificar y resolver problemas. Se comercian palabras, símbolos, datos, representaciones

visuales y orales. Podemos enumerar a investigadores científicos, ingenieros proyectistas, ingenieros

de sistemas, ingenieros civiles, biotecnólogos, ingenieros de sonido, ejecutivos de relaciones públicas,

banqueros de inversión, abogados, planificadores de bienes raíces e incluso - esta es una de las sutiles

aclaraciones de Reich - contadores creativos. Se extiende la lista con el agregado de consultores de

variadas especialidades: de management, finanzas, impuestos, energía, agricultura, armamentos,

arquitectura, los especialistas en manejos de la información y en desarrollo de las organizaciones,

planificadores estratégicos, buscadores de talento y cerebro para las empresas(headhunters), y los

analistas de sistemas. Además, los publicistas, estrategas de marketing, directores de arte,

arquitectos, cineastas, guionistas, editores, escritores, periodistas, músicos, productores de cine y

televisión, e incluso - nuevamente esta especial aclaración del sorprendente Reich - catedráticos

universitarios.

Hay algo que se ha complicado respecto de la viejas clasificaciones que dividían a la actividad humana

entre burgueses dedicados al comercio, a la industria, a todas las ramas de la posesión del dinero y

su incremento, los pequeño burgueses que incluían a los intelectuales, y, finalmente a los obreros y

campesinos. Pero sobre todo algo se ha complicado aún más en el grupo llamado de los intelectuales y

su prerrogativa de relacionarse con un mundo particular de difícil definición, pero que concierne a la

esfera de las letras y el espíritu, de la profundidad, de la visión, concepción del mundo, elaboraciones

totales, integraciones en sistemas de mundo; los dueños del pensamiento. Quién es el dueño del

pensamiento? Qué extraña categoría es ésta del pensar cuando cambiamos de rumbo y vamos de

Heidegger a Robert Reich! ¿Qué es lo que queda de la herencia humanista cuando las musas

abandonan las artes liberales, bajan del Parnaso y piden trabajo en las corporaciones?

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Si no hay humanismo ya no hay imagen del Hombre, y la llamada de Foucault - para seguir con el

filósofo que nos gusta recordar - en su libro Las palabras y las cosas - acerca de la muerte del

hombre y del humanismo teórico, recibe este epitafio entre epistemológico y laboral diagnosticado

por el ex ministro Reich. La muerte del hombre de Foucault era una frase referida al fin de una

ilusión filosófica. El humanismo crítico ideado por Kant que se sostenía en la figura doble, sujeto y

súbdito, fundamento y fruto, de la filosofía trascendental; esta figura que permitía todos los juegos

empleados por las ciencias humanas para descifrar el sentido enigmático de la efigie Hombre, se

disolvía para Foucault en una nueva ciencia de los signos que desde el pensamiento estructural trazaba

los límites de su disolución. En realidad la discusión filosófica alrededor de la figura teórica del

Hombre intentaba encontrar una salida al eterno nudo entre libertad y determinismo. Si atacaba los

valores del humanismo teórico, y si estos ataques provocaban reacciones a veces virulentas - siempre

entre otros intelectuales - era porque el valor de la libertad, y de sus sucedáneos, la creatividad, la

posibilidad de transformación de lo dado y del hacerse a sí mismo era mandado al desván de las viejas

ideologías de la razón liberal. La crítica al humanismo teórico planteaba dilemas éticos con el anuncio

del fin de las utopías emancipatorias.

En otro trabajo Foucault sostiene que el fin del humanismo moral y teórico incide sobre otro cierre. Es

el del intelectual universal, aquel que apoyándose en su talento literario se erige en juez de las

conductas de sus semejantes. Juez que es más bien fiscal, reproduciendo el gesto de Zola - el yo

acuso -, denuncia la opresión y la discriminación en una sociedad injusta. Este intelectual universal

cuyo último exponente fue, para Foucault, Sartre, ha de ser reemplazado por el intelectual específico,

el especialista que desde su órbita particular desnuda la política de su especialidad y promueve

caminos de resistencia enmarcados en lo institucional. Redes de resistencia tejidas entre intelectuales

específicos reemplazan al tradicional intelectual universal letrado o al intelectual orgánico de partido.

Para ilustrar su posición Foucault se sentía especialmente inspirado por la actitud contestaria de los

físicos nucleares.

Cuando Robert Reich emplea el concepto de analista simbólico, invierte todas las jerarquías

tradicionales que escalonaban la suma de prestigios de nuestra sociedad. Su ironía dirigida a los

catedráticos, a quienes les da una condescendiente oportunidad de entrar al rubro de los analistas

simbólicos, recordándoles que bien merecerían pertenecer a los servicios rutinarios de producción, da

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una muestra de esta conversión axiológica. Cuando Reich alinea en una misma columna a un

baquero de inversiones con un escritor, a un músico con un ingeniero proyectista, a un cineasta con un

estratega de marketing, está visto que no le interesan los distingos de lo que hemos llamado tradición

humanista.

Los analistas simbólicos - prosigue Reich - hacen de intermediarios, identifican y resuelven problemas

valiéndose de símbolos. Simplifican la realidad valiéndose de signos. Utilizan instrumentos de análisis:

algoritmos, matemáticas, argumentos legales, tácticas financieras, principios científicos, observaciones

psicológicas. Su eficacia se percibe tanto en el despliegue de recursos o activos financieros como en

los modos en que es posible ahorrar tiempo y energía, en las campañas publicitarias para convencer

a la gente que ciertos pasatiempos en realidad remiten a una necesidad vital, como en la creación

de imágenes para distraer a entretener a sus destinatarios o para hacerles reflexionar más

profundamente sobre sus vidas o sobre la condición humana.

Los analistas simbólicos se vinculan más a socios y colegas que a supervisores o jefes que los

controlan. El dinero que ganan no depende de la cantidad de tiempo o esfuerzo invertidos sino de la

calidad, originalidad, destreza y oportunidad de su intervención. No siguen la cadena de una jerarquía

en la que deciden la antigüedad o la experiencia. Pueden tener logros extraordinarios a una edad muy

temprana, como pueden ser excluídos, descartados y olvidados independientemente de su

trayectoria si su capacidad de inventiva se congeló por un tiempo o quedó relegada en la

competencia generalizada. Los analistas simbólicos cuando no conversan con los miembros de su

grupo de trabajo, se sientan frente a las terminales de sus computadoras, examinan las palabras y las

cifras, prueban nuevas expresiones y guarismos, planean estrategias. Pasan largas horas en

reuniones o en conversaciones telefónicas, o en viajes y en hoteles, o en asesoramientos diversos, en

conferencias, negociaciones. Entregan informes, planes, proyectos, los cuales dan a lugar a nuevas

reuniones.

Los analistas simbólicos se presentan en sociedad con un nombre variado como el de director,

coordinador, consultor, asesor, planificador; y su campo de acción puede ser el financiero, el

creativo, el de los sistemas, recursos, el de los productos. Su educación formal requiere el

perfeccionamiento de la abstracción, el pensamiento sistémico, la experimentación y el espíritu de

colaboración. Maneja ecuaciones, fórmulas, analogías, modelos, construcciones, categorías y

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metáforas. Existen analistas simbólicos supersespecializados como los técnicos en software

especializados en escalas gráficas para computadoras; científicos especializados en biología

molecular y biotecnología; ejecutivos con experiencia en los mercados financieros de Corea;

investigadores que se especializan en instrumentos y aparatos médicos; especialistas en

semiconductores de vanguardia; especialistas en metáforas derivadas de clásicos antiguos: los poetas;

especialistas en pigmentos superpuestos en lienzos de yute egipcio: pintores, y toda una serie de

denominaciones que si siguiera la nomenclatura que propone Reich, no sé en qué terminaría. De todos

modos lo que sí parece que caracteriza a los analistas simbólicos es su particular vida social que está

estrechamente ajustada a su labor creativa. Los analistas simbólicos están obligados por las mismas

características de su trabajo a una comunicación fluída y a menudo informal. Se dedican a los

almuerzos que no es lo mismo que almorzar, a reuniones sociales en gimnasios y saunas. Y esto no se

debe a ninguna tradición supuestamente patricia que proviene de las termas romanas, sino a que el

trabajo analítico y simbólico se hace en cualquier momento y lugar. No hay ni sitio ni horario, ni

siquiera una concentración que busque escapar del ruido; por el contrario el rumor es significativo, el

chisme es sintomático, los corrillos y los comentarios distraídos deben ser escuchados, los pasillos,

corredores y ascensores son zonas de alta densidad política. De ahí la ventaja creativa que tiene lo

que Reich llama la proximidad. Ser la sombra de tu prójimo y colega, aliado y competidor,

subordinado hoy y superior mañana, en el colegio de tus hijos, en las canchas de golf, en las playas del

caribe, en los estaños del after hour, en el jogging del Central Park, estimula la concentración y limita

las distracciones.

Reich no hace bromas, todo lo contrario, es muy serio, sus preguntas también lo son. Y sus

descripciones. El 75% de la fuerza laboral de los EE.UU está inscripta en las tres categorías

mencionadas. El 20% lo constituyen los analistas simbólicos, unos 30% los trabajadores rutinarios, y un

25% los servicios a la persona. El resto lo componen un apenas 5% de campesinos, y los que quedan

son los empleados públicos, entre los que Reich destaca a los maestros de las escuelas públicas -

con lo que nuevamente expresa su particular aprecio por el sentido tradicional de la educación

universal -, los empleados de los servicios públicos, y los profesionales pagados por el gobierno, desde

los ingenieros en sistemas de armamentos, los médicos de los programas médico-asistenciales, y

todo lo que define como ocupantes de sectores al amparo de la competencia.

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Estar al amparo de la competencia, trabajar en un sistema protegido por el Estado, es una excelente

manera de caer - no se nos ocurre otro verbo - en el escalón rutinario de los servicios de

producción. Ya depositados en el sótano de la actividad standart, ejercemos tareas intolerablemente

monótonas que no exigen un activo compromiso de nuestra corteza cerebral. Así Reich va

diagramando esta nueva versión del hombre mediocre, del no innovador, el nuevo eslabón de la

humanidad arrebañada, este nuevo cordero corporativo, que no debe su masificación al consumo, ni

a su condición de animal de imitación, sino a su particular ubicación en la vida productiva.

Comprometer la corteza cerebral parecer ser la consigna liberal, digo liberal ya que nadie está

obligado a este tipo de compromiso. Hay seres humanos que prefieren comprometerse con otros

motivos, que prefieren pasar más tiempo con sus hijos o a pasear por la rambla con su señora, o que

no quieren perderse por nada en el mundo el juego de bochas con sus amigos, o los que no quieren

renunciar a sus domingos o quienes le tienen terror a los aviones, todos estos seres pueden vivir

alegremente en la monotonía de los servicios rutinarios de producción, si es que por algún mandato

anónimo, no han sido destinados a lo que Reich llama servicios a la persona, en el que nuestra

vocación de Ché Pibe puede llegar a tener un desarrollo inesperado.

Reich acepta que cuando un analista simbólico vuelve a su casa puede encontrarse en dificultades de

comunicación. A la pregunta de su hijo: ¿qué hiciste hoy papá?, no siempre es constructivo - dice

Reich - contestar que uno ha pasado tres horas hablando por teléfono, cuatro horas en reuniones y el

resto del tiempo con la vista fija en una pantalla. Lo que Reich no agrega es el tema de las secretarias,

pero es una inquietud que ya no le compete específicamente al hijo.

Pero más allá de las inquietudes domésticas, era hora que Reich se preguntara sobre las

consecuencias de esta nueva realidad que envuelve a toda la humanidad. La pregunta se enuncia así:

¿ cuáles son los beneficios colectivos del análisis simbólico para ser utilizados en bien de la

humanidad? Puede realizarse un sinnúmero de avances tecnológicos de valor significativo para los

consumidores, pero no resulta de esto que también mejore las condiciones de vida de la sociedad. La

satisfacción del consumidor no siempre supera los alcances de sus sentidos, los de su paladar, tacto,

oído y vista. Su confort corporal tiene un espacio reducido, no vuela a través del planeta ni a través

del tiempo. La mejora de la calidad del periódico que lee o la buena rusticidad del aparador recién

comprado a magnífico precio, nada le dicen sobre consecuencias climáticas de la tala del Amazonas

Page 140: LA EMPRESA DE VIVIR. ETICA I. LA VERDAD … · que una vez más salió fortalecida con el optimismo que trasmiten los que han tomado la secreta decisión de suicidarse. Otros dicen

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ni sobre la paga o las condiciones de vida del obraje. Todo reside en lograr la convergencia entre

los que los consumidores pretenden y las necesidades colectivas. Se trata de organizar el mercado

para que se incentive a los analistas simbólicos a descubrir los medios para preservar a la humanidad

e infligir el menor daño posible. Los ejemplos de los aportes que los analistas simbólicos pueden

dar a la humanidad nuevamente pone en duda la taxonomía de la tradición humanista. Reich dice que

los analistas simbólicos siempre pueden ser pioneros en mejorar las condiciones de vida de la

especie y acercarla a ideales de felicidad mediante el descubrimiento de nuevos tratamientos médicos,

el diseño de nuevos automóviles y la composición de nuevas partituras musicales.

De todos modos la vida de la humanidad que percibe Reich en esta era del análisis simbólico, tiene una

palabra: secesión, es éste el vaticinio que se presenta también como amenaza en un mundo en que

el motor de la invención y la capacidad de consumo dependen de un sector minoritario servido

por los servicios a la persona y rodeado por un excedente de gente de difícil o casi imposible

ubicación. Con lo que volvemos a lo dicho por André Gorz en el capítulo anterior.