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La Langosta Literaria recomienda RESACA de L.M. OLIVEIRA

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Hay sentimientos como vértebras: nos mantienen de pie y son endebles. Pablo estaba roto. Por eso, cuando se acomodó en una banca del Parque México, era incapaz de contener el llanto. Lloraba como quien suda caudalosamente, como quien se desangra: sus lagrimales parecían poros en un cuerpo afie-brado, venas en el brazo de un suicida. Le dolían sus pérdidas y además tenía miedo de haberse convertido en asesino: no sabía si sus manos habían matado a la vieja.

estaba en un parque y nadie se detuvo a consolarlo. en lugar de conmoverse ante su dolor, las personas siguieron con sus ejercicios cardiovasculares. algunos incluso lo conocían, pero simplemente no se enteraron de que era Pablo quien sufría; así de invisible es el desconsuelo de los menesterosos.

Como los pájaros no saben de llanto, siguieron con su estruendo matutino. Nada podríamos achacarles.

Sin ningún pudor, Pablo comenzó a jalarse los pelos y a patear la tierra mojada. Lo suyo no era un berrinche ni un ataque de locura, como quizá imaginaron algunos de los despreocupados que corrían, eran los síntomas de un espíri-tu desolado: camposanto en el que ya no se practican las conmemoraciones. Poco a poco el cansancio derrotó sus es-tridencias. entonces, y sin pensarlo dos veces, se recostó para quedarse dormido a la intemperie, igual que un perro.

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Todos hemos visto un árbol frondoso que se yergue, solitario, sobre un otero y domina el panorama, muy seguro de sí mis-mo, como si fuera un vigía que sabe del futuro, de lo que pasa frente a ese promontorio que nos oculta el horizonte. Pero deberíamos saber, porque la vida en eso es tozuda, que así, magnífico como lo vemos, cualquier día quedará desnudo de sus ramas, frágil y afilado, como las manos de una anciana. ese conocimiento tendría que hacernos más humildes, y evitaría-mos terminar como Pablo, que iba por la vida muy satisfecho, como si fuera un gran olmo que se deja mecer por el viento sin preocupaciones; engreído semidiós que no enfrentará im-previstos ni muerte.

Y era así de vanidoso porque parecía irle bien: por un lado era un buen médico general, hábil para detectar sínto-mas y que se actualizaba. además, el barrio en el que estaba su consultorio le permitía tener la agenda llena de pacientes y cobrarles bien. así llevaba una vida sin apremios. Y por el otro lado estaba feliz con Gloria, su esposa, que era un par de años más joven, una mujer de cara linda que dejó su ca-rrera para casarse con él. además tenían una hija, Constanza, que estaba en sus últimos años de adolescencia. era joven, guapa e impulsiva, como sucede con las muchachas de su edad.

Pablo era asiduo al deporte, siempre lo fue, y por ello su cuerpo era atlético. aprovechaba que sólo daba consulta por las tardes para jugar tenis dos veces a la semana. Y corría una hora todos los días, sin importar si más tarde jugaría al tenis.

Sabemos que los engreídos ocultan algo, y no es que sean mentirosos. Muchas veces se lo ocultan a sí mismos.

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Pablo, por ejemplo, tenía miedo de la soledad. Qué difícil es ser engreído y necesitar a los demás.

Una vez, hace unos años, salió de su consultorio, que está en un cuarto piso, y tomó el elevador. Pocos segundos des-pués hubo una falla eléctrica y quedó varado entre dos pisos. el engreído pensó que sería momentáneo, pero pasaron diez minutos y comenzó a impacientarse. No tenía la costumbre de estar solo y sin nada que hacer. entonces decidió sentarse y pensar en lo que le gustaría cenar aquella noche: medallo-nes con foie gras. Pocas personas eran más felices que Pablo con la ola de comida chic que desde años atrás azota al mun-do. en casa comían lo que cocinara la empleada, pero cuando salían les gustaban los restaurantes chic. Ésa era la palabra que usaba y el foie gras, uno de los ingredientes que definían para él ese tipo de cocina.

Todavía sentado y a oscuras, recapituló los casos del día: una onicomicosis, los análisis clínicos de una diabética que cuida bien su enfermedad, dos gripes severas y una intoxica-ción con mariscos. Pero fue la gripe la que lo llevó a otro lado. De pronto recordó que cuando era niño se contagió de influenza, lo que lo tuvo varios días en cama con fiebre y dolores estomacales. en ese tiempo no tenía televisión en el cuarto ni la costumbre de leer, así que se aburrió terrible-mente. Por eso cada tanto llamaba a gritos a su abuela para que lo acompañara. Y ella lo hizo, pero a la cuarta o quinta llamada se cansó.

—aprende a estar solo, chamaco.De regreso en el elevador notó que perdía el control de sí

mismo. Pocas cosas son más patéticas que un ser humano que se esfuerza por controlarse y no lo logra, y él lo sabía. Se puso de pie y trató de tocar la alarma, pero estaba descompuesta,

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así que no le quedó más que golpear las paredes metálicas y gritar. Finalmente alguien logró abrir un poco las puertas del cuarto piso y desde ahí le dijo que tendría que esperar hasta que regresara la luz, porque no había forma de sacarlo. estuvo encerrado cuatro horas.

Pablo también le tenía miedo a la falta de control sobre las cosas que hacía. Por eso su vida diaria era estructurada e inflexible, y también por eso, cuando se encontraba en un am-biente extraño, trataba por todos los medios de evitar impon- derables, lo que resulta imposible: la incertidumbre siempre toca sus tambores para recordarnos su presencia.

Cuando Pablo visitó Barcelona, planeó llegar al mar cru-zando por el Barrio Gótico. Como sabía que esa ciudad tiene el corazón laberíntico, la noche anterior trazó en un mapa la ruta que debía seguir e intentó memorizarla. Porque, claro, tampoco le gustaba que lo vieran con un mapa.

a la mañana siguiente le pidió a Gloria que guardara el plano de la ciudad en su bolsa, por si acaso lo necesitaban, y entonces sí se adentraron en los callejones medievales de la ciudad mediterránea.

Muy pronto, a mitad de una calle, Pablo dudó del nombre de ésta y tuvo que regresar a la esquina para rectificarlo en el cartel. entonces un pillo aprovechó la distracción para arreba-tarle la bolsa a su mujer:

—¡Mi bolsa! —gritó Gloria.—¡el pinche mapa! —se quejó Pablo, que era un hom-

bre correcto hasta que perdía los estribos.Sin mapa estaba claro que no sabía cómo avanzar, pero

insistió tercamente en que conocía el camino. ese día no lle-garon al mar. Terminaron por mera fortuna en un pequeño local de la calle Petrixol. ella tomó chocolate y él, horchata.

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No cabe duda de que Pablo había aprendido a ocultar-se sus propios miedos, y gracias a ello era capaz de ir por la vida con la sonrisa presumida de quien no le teme a nada. Pero, como un árbol que pierde todas sus hojas de repente, Pablo fue testigo consternado de cómo, en pocas semanas, algunos imprevistos y la muerte le arrebataron, una por una, a las mujeres de su vida, a su gata y la paz.

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Tendido en la banca del parque, Pablo ignora que aún le es-pera caer hasta honduras insospechadas. Lo único bueno de caer tan profundo es que levantarse resulta heroico.

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Su hija Constanza fue la primera en dejarlo, y lo hizo cuan-do menos se lo esperaba. así son los hijos; bastan un par de arrebatos para que revelen su auténtico ser, que casi nunca se parece a lo que sus padres imaginan. es el problema de la cercanía: nos oculta lo evidente.

aquella mañana, que marcaría el inicio de esos días desas-trosos, sonó la alarma y Pablo se apresuró a callarla, no quería despertar a su mujer. Silencioso, se dirigió al baño, donde cada noche dejaba todo listo para vestirse. Ya uniformado de maratonista, salió del departamento sin hacer ruido. era muy prolijo en eso. respetaba el sueño de Gloria como si fuera el de un cíclope malvado en una odisea milenaria.

Corrió una hora alrededor de su colonia, como cada mañana. en el brazo, casi al hombro, llevaba un reproductor de música y calzaba tenis con un chip que medía la veloci-dad de sus pasos y la distancia que recorría.

Bajo la tímida luz del alba se ejercitó especialmente relaja-do. Primero vio cómo triunfaba el día sobre la noche. Luego pensó en la jornada que tenía enfrente. De tan radiante que estaba, incluso planeó llevar a su familia al restaurante francés de la calle Michoacán, aunque fuera martes. Los martes no era común que salieran los tres juntos. De cualquier forma, él lo intentaría.

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Su estado de ánimo en aquel momento no era inusual. Pablo estaba convencido de que se hallaba en la cima de las realizaciones humanas: tenía una linda familia y ganaba bien. además, disfrutaba horrores que la gente lo respetara, como se hace con los médicos en los pueblos y con los doctores en los recintos universitarios: los meseros, el portero de su edifi-cio, su secretaria, eran siempre serviciales y halagadores con él.

Corría, engreído y satisfecho, cantando en voz baja, enfocando la mente en sus inversiones que crecían. Soñaba con un departamento en Punta Diamante, que tuviera vis-ta al mar. a cada zancada se enfocaba en el mar.

Por supuesto, mientras se vanagloriaba no tuvo ninguna intuición de lo que se le venía encima. Y es que no existe ese tipo de intuiciones. Ni siquiera, aunque digan lo contra-rio, las tienen quienes reciben el golpe de un camión o de una bala perdida. Sin embargo, algunos tratan de explicar su desgracia a partir de supuestos avisos del universo a los que no escucharon. Y se culpan.

Otra cosa, y quizá de aquí venga la confusión, es que sí hay avisos a los que no prestamos atención, pero no son cós-micos. Por ejemplo, Pablo dejó pasar el hecho de que su hija llevaba meses diciéndole que, al terminar la preparatoria, quería irse a estudiar a europa. así, cuando Constanza le dijo que se iba a españa quedó boquiabierto, como si se en-frentara a un terrible imprevisto.

—Me voy a Barcelona, papá —le dijo al verlo salir de la habitación, cuando apenas terminaba de asearse.

Pablo se quedó frío por unos momentos, no entendía bien la seriedad de esas palabras, pero bastó que viera los ojos de su hija para darles la importancia debida: hay ojos graves, ojos tristes, ojos ansiosos. eso hasta un médico lo sabe.

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—¿Cómo que te vas a españa? —dijo preocupado—. Si todavía eres una niña.

—Tengo dieciocho años. Pablo rememoró y el dato era exacto. Pensó que esos die-

ciocho años habían sido terriblemente monótonos y, pese a ello, veloces: la monotonía veloz. Y es que, por más que sean rutinarios, los días ruedan por una pendiente abismal y se ace-leran.

Ya abstraído, también pensó en Gloria, que llevaba dieci-nueve años casada con él. Habían sido años aburridos pero felices, a su manera. ¿Quién dijo que la felicidad está llena de altibajos? No, pensó Pablo, la felicidad es plana, monótona, ru-tinaria. Lo demás es euforia, y la euforia es fugaz y deja resaca.

—Por ley ya puedo hacer lo que me dé la gana —dijo Constanza.

apelaba a ese discurso tan común en los adolescentes que, apenas cumplen la mayoría de edad, se creen dueños del mundo.

—Las cosas no se hacen por ley —intentó explicarle— ni impulsivamente. además —levantó la voz y se mostró enérgico—, cuestan dinero.

—¡Me voy a españa y punto! —dijo con el ímpetu de su edad, como si en ello se le fuera la vida.

Pablo cerró los ojos unos segundos, quería guardar la cal-ma. Por eso pensó en la Luna, pero no como la vemos desde la Tierra. Para tranquilizarse, le gustaba pensar en cómo flota-ba en el espacio esa inmensa esfera de piedra; en cómo se movía silenciosa. Una amiga de su mujer se lo había recomen- dado y le funcionaba. así pues, pensó en aquel movimiento de traslación hasta que sintió que la furia estaba bajo control. abrió los ojos: Constanza vestía una falda muy corta y una

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camiseta tremendamente escotada; le podía ver tres cuartas partes de los senos y las piernas casi completas. entonces los celos recorrieron sus venas como aceite hirviendo y pensó que en españa su hija caería en los brazos de algún europeo seductor. ¿Cuántas historias de jovencitas que terminan enamoradas de un mujeriego no había escuchado? Pablo tenía en muy poca estima a los seductores. Para él, la seduc-ción y la mentira tenían el mismo tufo. No podía permitir que su hija se enfrentara casi desnuda a los truhanes del vie-jo mundo.

—Constanza, no te puedes vestir como piruja. es como si quisieras que te falten al respeto.

—estamos hablando de españa y tú te pones a hablar de mi ropa, ¿qué te importa cómo me visto? —le gritó—. eres un mojigato, pareces cura.

el médico le dio una cachetada, enfurecido. entonces ella corrió por el pasillo y se encerró en su habitación. Pablo entendió que las cosas se le habían salido de las manos y no sabía ni cómo empezar a solucionarlas. Pensó en la Luna, que flotaba como una burbuja de jabón.

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a raíz del alboroto, Gloria hizo su aparición, tenía el pelo mojado y estaba en bata:

—¿No pueden dejar de pelearse un maldito día? Me tie-nen harta —dijo, y le hizo una señal a su marido para que se fuera—. Hija, abre, déjame hablar contigo.

Pablo fue a la sala y vio la hora: apenas eran las ocho y media. Pensó que era muy temprano para servirse un trago,

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pero se hallaba tan crispado que consideró que tomarse un whisky con hielo era la mejor alternativa. así lo hizo.

Se acomodó en su sillón y prendió el estéreo con el con-trol remoto: sonó un réquiem. Hacía años Pablo consiguió una traducción de la misa y la había memorizado, así que la cantaba en español:

—“Día de la ira, aquel día en que los siglos se reduzcan a cenizas.”

estaba arrepentido. Sabía que su exabrupto resultaría difí-cil de enmendar. entonces la gata, que se llamaba romina, le saltó al regazo. era de esos gatos apacibles y perezosos que disfrutan casi inmóviles de las caricias. Él le hizo mimos y tra-tó de pensar en otra cosa. Necesitaba relajarse, así que miró alrededor y se detuvo en la pared de la sala donde había col-gada una foto de su infancia. en ella, muy sonriente, mostraba el frasco en el que coleccionaba gusanos. entonces lo asaltó el recuerdo de la casa de su abuela, Mamá Tina, en la que pasó una buena parte de su vida, hasta que se casó. en el jardín ha-bía un árbol de tejocotes que él agitaba para que tirara sus frutos. Más tarde, cuando los recolectaba, separaba los agusa-nados para después partirlos con cuidado y tomar los gusanos con unas pinzas para cejas que le había regalado su madre. Luego los ponía en un frasco lleno de alcohol, para conser-varlos. Morían contorsionándose.

en un frasco más grande, la versión familiar del café so-luble que tomaba su abuela, juntaba alacranes. Le encantaba ver sus aguijones gordos, llenos de veneno, sus tenazas impo-nentes. eso sí, atraparlos sin pisaduras era complicado, por eso recurría a la guerra química y los rociaba con aerosol matabichos. Gracias a ese método sus presas quedaban tendi-das, hermosas, intactas. No había nada más desagradable que

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un insecto apachurrado. alguna vez, cuando le preguntaron qué quería ser de grande dijo que biólogo. Pero el espíritu científico no era muy alentado en su casa. así que se hizo médico, como su padre, que era uno de esos galenos que veían la medicina más próxima a la carpintería y otros ofi-cios que a la ciencia natural.

—¡Cómo te atreves a pegarle a tu hija! —interrumpió Gloria sus recuerdos—. voy a llevarla a vivir con mi hermana.

Pablo volteó y vio a Constanza cargando una pequeña maleta, y a su mujer aún en bata. Se sentía culpable. Podría haber intentado hablar con su hija y disculparse, pero el en-fado no lo dejaba tomar buenas decisiones. así que agarró el control remoto, subió el volumen de la música y cantó.

—“Día de lágrimas será aquel renombrado en que resu-citará del polvo, para el juicio, el hombre culpable.”

Luego quiso seguir pensando en el tejocote de la casa de su abuela, allá por Los Dinamos. Pero Constanza, antes de sa-lir del departamento, le gritó desde la puerta:

—Y sí, soy una piruja: si supieras con cuántos hombres me he acostado.

Pablo era terriblemente conservador respecto a las relaciones sexuales y la declaración de su hija lo lastimó profundamente. Él de verdad creía que Constanza era virgen y recatada.

—¿Tú ya sabías de sus andanzas?—Por favor, no hagas de esto un escándalo. Piensa que es

mejor que se vaya a españa, va a estar más segura. ¿No ves cuántos secuestros? además, no es más caro que pagarle una universidad privada.

—Pero no entiendes que no se trata de eso. Si tu hija se quiere ir a españa es para poder acostarse con quien le dé la gana y estar de parranda el día entero. Para eso no le doy

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ni un centavo. ¿Y sabes qué? Mejor déjame escuchar mi música, porque me tienen harto.

Gloria caminó hacia la habitación dándole vueltas a la idea de cómo reaccionaría Pablo cuando supiera que Constanza se iba a Barcelona con su novio. Pero le daba igual: también ella estaba harta y quería dejarlo.

La televisión llevaba horas prendida y en silencio.

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Pasaban los días y Constanza no volvía. Para empeorar la situación de Pablo, Gloria no le daba razón de la hija. es más, evitaba cualquier intercambio de palabras que no fue-ra estrictamente necesario.

esa tarde Pablo llegó a casa y la encontró leyendo una revista de modas.

—Buenas tardes.No recibió respuesta.—¿Sabes algo de Constanza?Lo mismo. Para evitar el desprecio de su mujer, dejó sus cosas y fue a

refugiarse al bar del Sanborns que estaba en la esquina de su casa. entró por la panadería y pensó que las tiendas Sanborns eran un establecimiento curioso, así que antes de dirigirse al bar decidió dar una vuelta por distintos departamentos: la jo-yería; después electrónica, donde televisiones inmensas reproducían un concierto de salsa; también pasó por la sec-ción de corbatas, camisas y suéteres, y por la farmacia. en la sección de fotografía, justo cuando miraba con sorpresa un telescopio, el gerente lo saludó.

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