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ELBERT COES ———————— L L A A S S A A V V I I A A DE LOS OLMOS La paciencia de los Santos S E R I E O P E N S I D E - II

LA SALVIA DE LOS OLMOS_ OPENSIDE

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serie detectives

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ELBERT COES ————————

LLAA SSAAVVIIAA DDEE LLOOSS OOLLMMOOSS La paciencia de los Santos

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La paciencia de los Santos Elbert Coes

ELBERT COES ————————

LLAA SSAAVVIIAA DDEE LLOOSS OOLLMMOOSS La paciencia de los Santos

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La paciencia de los Santos Elbert Coes

A Peky.

La paciencia de los Santos Elbert Coes

I

También he estado presentando insomnio como Ge-

rome. La diferencia es que el suyo es inducido por altas dosis de café. El mío es por la llamada que recibí hace algunos días. No a Openside Inc. Sino a mi casa. Lo curioso es que era para un contrato.

En primera instancia no hubo voz detrás del teléfo-no, más sí un sonido mundano, como el que producen las fieras en sus jaulas o los jóvenes en el éxtasis produc-to de sus venenos psicoactivos. Después un silbido ensordecedor y finalmente la voz taciturna de una mujer que me dijo un nombre cual no escuché muy bien, luego una dirección que olvidé por completo. Minutos más tarde había olvidado el asunto cuando el teléfono volvió a sonar, era la misma voz taciturna y repitió las mismas palabras, añadiendo: «el sábado a las tres en punto». Esta vez anoté la dirección en la libreta junto al teléfono, lo cual fue más como un impulso de costumbre que como un acto decisivo ya que no solía atender a ningún cliente en la línea de casa.

Como estábamos editando el artículo del fantasma en un pasillo del edificio de la gobernación, estaba muy entusiasmado con la visita nocturna para hacer las res-pectivas investigaciones, para sacar, como siempre, nuestra propia versión de los hechos; había dejado de lado muchas otras cosas, hasta que finalmente me des-cubrí despierto a la una de la madrugada pensando in-cómodo en que algo me mantenía despierto, finalmente después de divagar, caí sobre la agenda junto al teléfono.

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Dormí un par de horas. Al levantarme, lo hice pen-sando en la importancia que debía darle a esta cita. An-tes de salir copié la dirección al teléfono. En la oficina compartí la idea con Valentina quien quiso tomar el caso. «Estas cosas pasan» fue lo que dijo, como si fuera muy normal.

Me sentí aliviado porque había despejado la duda y además había encontrado apoyo en mi compañera, que parecía ser bastante condescendiente los últimos días, algo atípico en ella.

Esa noche Valentina descansó mientras Gerome y yo, con los respectivos permisos, pasamos la noche en el edificio gubernamental; como siempre; encontramos ruidos que podrían ser producto de cualquier cosa, ma-quina, animal o electrodoméstico. Ninguna imagen fan-tasmagórica y muchas sombras. Lo normal. El tipo me dejó dormir después de las tres de la mañana. Realmente me había ganado el tedio y la pereza.

Regresé a casa alrededor de las ocho de la mañana, tomé algunas cartas del buzón, sin revisar las puse sobre la mesa y me eché una larga siesta interrumpida por el traqueo del teléfono.

––Jon, debes venir tú. ––era la voz de Valentina algo decepcionada––. No se trata de Openside Inc.

Miré el reloj y eran las 3:18 de la tarde. ––Está bien Valentina, espérame. Estaré ahí en un

momento, ten tu teléfono a la mano por si debo llamar-te.

El taxi me dejó en el sector tabernero de un callejón bastante oscuro. La rubia me esperaba en la entrada de un lugar llamado Bohemia bar, tenía el rostro pálido y al verme se movió hacia adelante como si ansiara mi llega-da.

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––Debo irme ahora, ––dijo–– le prometí a Max pa-sar a verle después de esta tarea. Te veo el lunes. Llámame si necesitas algo.

Rápidamente se subió al mismo taxi y arrancó como alma que lleva el diablo. Al marcharse, me invadió un miedo extraño, el mismo que me da cuando abandono el Orfeo a altas horas de la noche, cuando todo mundo ya se ha marchado.

Efectivamente el lugar era un bar. A esa hora aun no prestaba servicio por tanto estaba solitario. Solo había una mujer sentada en la barra, tenía frente a ella una copa con algún trago, probablemente de algún Whisky escoses. La rojiza luz del lugar me permitió ver además a un hombre organizando el estante de los licores. La mujer se volvió al notar mi presencia y entonces tuve que aferrar bien mis pies al suelo para no tambalear mientras caminaba para asegurarme que aquella que veía no era Daniela Castro.

Hacía un año había abandonado la Ciudadela, nunca llamó, ni avisó antes de marcharse. Verla ahora resultaba tan sorpresivo como su partida. Habíamos sido amigos con una distancia bastante prudente, con cierto respeto y admiración reciproco que hacía que pareciera la rela-ción perfecta. Estaba intacta, con sus negros cabellos largos que brillaban incluso en la oscuridad, sus ojos grises saltones y una sonrisa iluminaria como la del sol.

––Jon ––susurró poniéndose de pie para recibirme con un beso en la mejilla.

Cruzamos las palabras de cortesía y contamos algu-nos chistes sobre el pasado hasta que finalmente ella me dijo la razón por la cual me había llamado.

––Quisiera que pusieras una historia en tu revista. Es sobre una mujer a la que su esposo ha maltratado duran-

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te muchos años. Incluso… –– se sintió un poco in-cómoda–– ya le cortó la lengua.

Yo tenía siempre que ser claro antes de aceptar cual-quier trato de trabajo.

––Daniela, escucha ––le dije–– nuestra revista no es algo serio, está hecha para un público restringido que sabe que todo lo que escribimos es basura aunque así es lo que les gusta leer. No escribimos artículos sobre his-torias pesadas que atemoricen más a la gente de lo que ya está.

La mujer hizo un gesto de decepción y vergüenza, bebió un poco de su trago, con lo que desvió mi aten-ción. Sonrió tímidamente y anotó:

––Entiendo. ––Conozco un par de personas que pueden publicar

tu historia, si lo que pretendes es mostrar la realidad que aun padecen algunas mujeres de nuestra sociedad.

––Jon ––masculló casi interrumpiéndome–– ese es el problema, que nadie quiere publicar su historia ¿Crees que no lo intenté en los medios de comunicación idóne-os? ––Echó sus cabellos hacia atrás–– Acudí al Runtime, al Short Social Magazine, al betssellers histories, pero ante todo acudí a la policía. ¡A la fiscalía y nadie dijo nada, nadie quiere hacer nada!

––En un país como este donde hay tantas reglas, ––en este negocio es siempre bueno mantenerse al mar-gen–– que incluso a veces parecen contradictorias, debe haber alguna explicación para que esto suceda. Quizá falte una denuncia o tal vez no existan pruebas, algo por el estilo. Incluso puede tratarse de una historia con in-consistencias.

––¿Podría ser algo caricaturesco? Dudé un poco. Finalmente asentí.

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––Podría ser. ––Lancé un suspiro involuntario que más adelante pensé fue algo grosero–– Es muy peligro-so señalar culpables hoy día. La ley defiende tanto a víctimas como a culpables. Aunque no parezca está de todos lados y al final simplemente ganan o los medios masivos de comunicación o quien tiene el poder para hacerles callar o hablar.

––Supongo que eso también te atemoriza a ti. ––Somos sobrevivientes en un mundo extraño y

agresivo. Su decepción parecía más demarcada ahora. Me dio

la impresión incluso a mí que ella estaba desperdiciando un valioso tiempo.

––Pide un trago ––dijo para relajarse–– yo invito. ¡Jaime!

Jaime atendió. ––Dame un mojito. Sencillo. ––Dirigí una mirada a

la chica, me pareció que se realizaba como persona–– ¿Tienes alguna relación con la victima?

––Nada informal. Hago trabajo social para la oficina estatal. Como algunos abogados y psicólogos. ––rio un poco.

Hablamos un poco más sobre algunas cuestiones ajenas al caso y nos despedimos esperando vernos pron-to. No dijo dónde vivía ni dio más detalles de su vida.

Esa noche pude dormir apaciblemente dado el efecto del licor ––había tomado tres copas y media que por la falta de costumbre tuvieron buen efecto.

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II

El lunes salió la sexta edición de la revista. Entu-

siasmados por el número de ventas a las primeras horas, acabamos celebrando en un bar cercano al Orfeo. Solo tomé un par de cervezas, para evitar como siempre lo hacía, y debido a los tragos del día anterior, caer víctima de los excesos.

Al regresar a casa, poniendo las llaves sobre la cerra-dura logré escuchar el timbre del teléfono.

––Jon, soy yo otra vez, Daniela ¿Puedo verte ahora? Eran las nueve pasadas. Yo estaba cansado del trajín

del día y adormecido por las cervezas. Le expliqué la condición en las que me encontraba y aun así ella insis-tió. Finalmente me convenció. Me dio la dirección de un apartamento en el centro al cual llegué en poco menos de quince minutos. Era el quinto piso de un lujoso edifi-cio. Pregunté por la mujer recién llegada y me dieron el número del apartamento. El ascensor me llevó hasta el pasillo que recorrí hasta llegar ante la habitación indica-da, donde después de presionar el timbre apareció detrás de la puerta la esbelta figura de Daniela. Tenía el pelo enmarañado y daba la impresión de haberse levantado de la cama recientemente.

––Pasa. ––dijo. Y yo afectado por la brisa nocturna, caminé torpe-

mente. No había luz sino al fondo del lugar hasta donde la mujer me llevó. Noté que no tenía muebles, tan solo un par de cuadros que no podía claramente ver en la penumbra. Pero en el cuarto de donde provenía la luz, había un amoblado colonial estupendo, a base de made-ra oscura cuidadosamente pulida. En su interior, sentada en la cama, había una mujer en compañía de una niña de

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unos ocho años. Tenía la cara gacha y las manos abraza-das a su propio cuerpo, parecía tener frío aunque el ambiente del interior era cálido. Tiritaba como si el aire mismo le hiciera daño.

––Lamento haberte hecho venir ––dijo Daniela en-trando después–– pero no lo habría hecho sino lo con-siderase necesario. Ella es Amalia y su hija Natalie. Es la mujer de quien te hablé. ––Había vestigios de té servido sobre uno de los nocheros–– vino hace una hora. ––Daniela se acercó a la mujer y le susurró––. Necesito que hagas esto por tu bien. ¿Puedes? ––insegura la mu-jer asintió sin levantar la cabeza. Daniela me miró y se apartó un poco.

Ella quitó los botones de su blusa uno a uno, a lo que yo protesté y que Daniela inmediatamente me pidió que no hablara. ––Las mujeres tienen ese poder de hacer que uno acabe saliéndose de los esquemas––. Además del mareo que tenía, ver las laceraciones inescrupulosas que tenía la mujer en su cuerpo que ante mí había des-nudado sin más, me llevó en un instinto a un cuartico de baño en la misma habitación. Ahí vomité sin vergüenza.

Mientras me limpiaba en el lavabo escuché la voz de Daniela a mi espalda preguntándome si estaba bien.

––Lo siento. ––Dije–– Es por la brisa de la noche. ––Jon, yo estuve en su casa. ––Dijo–– Ella vive sola.

Su marido murió hace tres meses. Me volví intentando creer que no trataba de burlarse

de mí. ––¡No puedo creer eso de que el fantasma de su ma-

rido la ultraja! Estaba apoyada en el umbral de la entrada al baño

con los brazos cruzados. ––Jon. Yo no creo en fantasmas. ––Dijo–– Pero

puedo asegurarte que cuando acudí a esta mujer lo pri-

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mero que hice fue asegurarme del historial de sus últi-mos dos años. Tengo copia del acta de defunción de su marido. Las fotografías del sepelio del señor. Trabajaba en una obra de Home Building, en Álamos. Fue velado y sepultado como buen cristiano. Lo único que se me pasa por la cabeza es que hay alguien más. Alguien que no he podido ver, alguien a quien ella oculta y que atribuye a su difunto esposo.

––¿Ella te dijo que era un fantasma? Daniela asintió muy segura, moviendo la cabeza. No pude evitar reírme. ––Daniela, comprendo tu preocupación. Pero verás,

yo escribo historias sobre fantasmas y cosas sobrenatu-rales pero de ahí a creer que sean ciertas… Esto no es de mi competencia, es una cuestión de autoridades, incluso ni tú deberías tomar esto por tu propia cuenta. ¡Hay que llevarla ahora mismo al hospital y dar aviso a la policía!

Saqué mi teléfono del bolsillo y marqué el número para el servicio de taxis. El cual anunció en recepción su llegada a los cinco minutos.

Confieso que quería irme a casa a dormir, pero como todo un caballero, aun en el estado de embriaguez en que estaba, me digné a seguir a las mujeres hasta la clíni-ca donde acabó internada.

Al día siguiente llegué tarde a Openside Inc. Había mucho que hacer gracias al arrollador número de ventas que se había tenido de nuestra sexta edición.

Gerome anunció que iba a viajar fuera del país para que lo viera un médico que realizaba investigaciones en el campo onífero. Su problema con el sueño seguía te-niendo influencia en su misántropo comportamiento. Por otro lado, me vi tentado a contarles, tanto a él como a Valentina sobre la mujer con presuntas heridas infrin-

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gidas por su ex marido. Callé. Pero ciertamente soy humano y ante todo negocio, aprendí que primero está el bien común y el individual. El dinero permanece en mí cabeza incluso más que las mujeres. Pero sin él no puedo ayudar, al menos cuando me nace, a quien lo necesite.

A la caída de la tarde hice una llamada a Daniela Cas-tro para conocer el estado de Amalia Pérez. Me dijo que no estaba en el hospital pero que al verla durante el medio día la había dejado optimista y que, pese a la bru-talidad de sus heridas, los médicos le habían dado un buen pronóstico. Como se trataba de una mujer con escasos recursos le dije que contara conmigo para el pago de los gastos médicos si su seguro no cubría tales o cuales medicamentos y procedimientos. Así la dejé.

Al día siguiente, miércoles, a las horas de la mañana, fui a verla llevado por un súbito impulso humanitario. Estaba en una intervención quirúrgica, pero esperé un par de horas en el cuarto donde también estaba su pe-queña hija. Había televisión y algunos crucigramas con qué entretenerse. Sin medir mucho las consecuencias me dirigí a la pequeña:

––¿Tienes idea de quien le hace esto a tu madre? La niña miraba los dibujos animados como si quisie-

ra evitarme. Sin embargo, esto es algo característico de todos los de su edad; están seguros de que en aquellos movimientos reinventados detrás de una pantalla de plasma se esconde la verdad más que en las palabras de los adultos.

––¡Oye. Natalie! La pequeña me miró y sin que yo repitiera la pregun-

ta negó moviendo la cabeza. Regresé al crucigrama que me aburrió fácilmente.

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La mujer regresó a la habitación acompañada por camilleros y lindas enfermeras. Dijeron que estaba muy bien y que la dejarían unos tres días más hasta que estu-vieran sanas las curaciones. Algunos órganos internos habían sido sutilmente afectados, y tenía un par de costi-llas rotas. Pero nada que los médicos locales no pudie-ran arreglar.

Pregunté por familiares o amigos y mencionaron a un tal Abraham, hermano de la paciente, que estaba de paso por la ciudad, y a Daniela que se apareció justo antes que yo dejara el lugar. En privado intercambiamos palabras y nos despedimos hasta nueva orden.

No supe de ellas hasta el día en que, como había de-jado indicaciones en la clínica de que los gastos corrie-ran a una de mis cuentas bancarias, llegara la notifica-ción de la operación realizada al buzón de mi casa. De ello me enteré al día siguiente, el sábado, a las nueve de la mañana cuando revisaba la correspondencia. Enton-ces llamé a Daniela para saber de la condición de Ama-lia.

––Está muy bien, Jon ––dijo–– salimos de la clínica ayer por la tarde se veía radiante, ella y su hija estaban felices. Mejor que antes. Ella está muy agradecida conti-go. Deberías pasar a verlas.

––Quizá lo haga por la tarde. Debo arreglar unas co-sas que tengo pendiente. ––silencio, luego dubitativo pregunté–– Daniela, ¿Pusiste la denuncia?

––Bueno, incluso por mi labor social, sabes que no le reciben denuncia a cualquiera que el caso le resulte aje-no. Sin embargo, la policía llevará el caso de oficio por la gravedad de las heridas más dado que no hay a quien denunciar, no creo que hagan mucho. En todo caso ––aclaró–– la policía inspeccionó la casa y están vigilando quien sale o quien entra y no han encontrado nada sos-

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pechoso. El comisario me dijo que mantendría vigilancia durante las siguientes cuarenta y ocho horas. Para asegu-rar la tranquilidad de Amelia y de su hija.

A la tarde después de hacer otras visitas informales fui a casa de Amelia, cuya dirección me había dado Da-niela. Tal como me había dicho, todo estaba en orden. Estaba muy recuperada, su hija pintaba gráficos en papel bond y ella, frente a una máquina de coser, trazaba hilos en pantalones que le daban por encargo. Me recibieron con chocolate y tostadas y me enseñaron planes de irse a vivir a casa de unos parientes a la capital.

Amalia le hablaba a su hija en señas que ella bien en-tendía, y la pequeña me decía lo que su madre quería que yo entendiera. Compartí un largo rato con ellas hasta que recibí una llamada de un cliente potencial dueño de un viejo edificio abandonado, había quedado con él para vernos en un bar del centro. Me despedí de las mujeres esperando, con cierta nostalgia que ya no tendría razones para volver a verlas. Sentí la satisfacción del deber cumplido. No había movido un dedo, pero ambas estaban bien.

Al salir noté que la policía seguía custodiando la casa. Eso me reconfortó. Dos horas después estaba yo en casa revisando archivos y leyendo algunos artículos cuando sonó el teléfono. Eran las 8:55 de la noche, yo estaba presto a dormir. El aparato lanzó un crujido ex-traño y luego se escuchó una voz meditabunda.

––¡Jon, pasó otra vez! ––Era la voz de Daniela–– La policía dice que no ha visto a nadie entrar o salir de la casa. Van a retirar la vigilancia por que están seguros que el problema no es de violencia intrafamiliar, creen que ella misma se hace las heridas. Sé que no debería llamarte para esto pero tenía que hacértelo saber.

––¿Dónde estás?

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––En la clínica. ––Añadió––, me temo que esta vez haya sido peor.

La institución se hizo cargo nuevamente. Por fortuna Daniela estaba errada. Las heridas eran muchas pero no habían sido de la gravedad de las anteriores, más bien superficiales.

Aunque los médicos anotaron que la mujer, a pesar de la carencia que tenía para expresarse, estaba en bue-nas condiciones psicológicas y tras hacerle una tomo-grafía axial en la cabeza, por lo que Daniela seguía las instrucciones policiacas sobre su estado mental, no en-contraron contusión alguna ni masa que pudiera indicar estar padeciendo un trastorno siquiátrico; sí remitieron una orden para que la revisara un especialista en el tema.

Como no hubo necesidad de internarla, Daniela las llevó a su apartamento.

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III

El martes me llamó para decirme que tenía que vol-verse a la capital por cuestiones de trabajo y que las mujeres regresaban a su casa en el este de la ciudad. El miércoles por la mañana el doctor Helmut Villa, siquia-tra que tratara a Amelia, me contactó para que lo viera en su consultorio. Supuse que Daniela le había dejado mis datos para que se comunicara conmigo en caso que lo considerase necesario. Su lugar de trabajo estaba a media hora del Orfeo, Gerome viajaría esa tarde a Bos-co para luego partir a Cuba. Le pedí que antes de irse me acompañara a ver al siquiatra.

Como se le despertó la curiosidad comenzó a hacer preguntas. Tuve que contarle en el camino todo respec-to a Amelia Pérez.

––Tomé algunas fotografías de su cabeza, le realicé

varios test para determinar su condición y otros exáme-nes de rutina. Por descarte también se los hice a su hija. En caso que ésta tuviera secuelas de alguna enfermedad hereditaria y que no pudiera detectarse fácilmente en la madre. Ya sabe usted que el cuerpo humano tiene sus cosas raras; portadores no contagiados y cosas así. ––Algo tenía idea––. Todos los resultados fueron negati-vos.

––Y eso quiere decir… ––dejé que el terminara. ––Quiere decir que la señora está absolutamente

bien. No tiene o padece afección alguna fuera del con-texto de lo normal producto de las lesiones que ha su-frido los últimos días.

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––¿Qué hay de que ella se auto mutile? Ciertamente en muchos casos clínicos el paciente

presentaba características en que suele llamar la atención y por ende él mismo se hace daño. El doctor Helmut negó con la cabeza.

––Para ellos son los test. La mujer tiene tanto amor por sí misma como el que tiene por su hija. ––Vaciló un instante–– No entiendo por qué su sacro silencio. ¿Me hago entender?

No. No le entendí. ––A pesar de no poder hablar ¿Cree usted que sepa

lo que le esté sucediendo? ––Y puede decirnos. Ella sabe escribir, no entiendo

porque no dice nada. Esto ya no le compete a la medici-na, señor Rice. La mujer no tiene culpa alguna, pero puede asegurarle que está bien, llame a un sociólogo, y dígale a la paciente que ella tiene la solución a esto.

––Que diga la verdad. ––Correcto. Me entregó la carpeta de los resultados y nos despe-

dimos. Después de dejar a Gerome en el aeropuerto regresé

a Openside Inc. Desde ahí llamé a la policía para pre-guntar sobre las respectivas investigaciones. Insistieron en que nadie iba o venía del lugar, revisaron la casa una vez más y nada encontraron. El caso fue cerrado.

A las 5:15 llamé a Daniela que no respondió. Insistí inútilmente. Me contestaba la computadora. Dejé el mensaje para que me llamara lo antes posible.

Esa noche en casa, abrí los resultados clínicos de la mujer y los repasé uno a uno minuciosamente. Todo estaba claro. Tal como lo había mencionado el Doctor Helmut. A la mañana siguiente antes de ir a la oficina quise pasar por la casa de Amalia. La encontré llorando

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amargamente, otra vez golpeada. Las saqué de ahí para llevarlas a mi casa. Donde llamé a mi médico personal el doctor Stevenson, quien la revisó y dejó unos analgési-cos y algunos antibióticos después de ponerle algunos paños a los moretones. Luego se marchó.

Amalia dormía en el cuarto donde antes había dor-mido mi padre y mientras esto, me llevé con cierta des-treza a la pequeña hija a la cocina, donde le di a comer leche y galletas.

Valentina me marcaba al teléfono. La ignoré pensan-do en devolverle la llamada cuando todo estuviera tran-quilo para las mujeres que tenía de visita.

––Natalie, ¿Tu sabes quién le hace esto a tu madre? ––Nadie ––dijo. Y su respuesta fue sincera––. Solo

están ahí siempre. ––No te entiendo, ¿Podrías contarme como fue esta

mañana? ––Fue ayer. ––Dijo–– yo hacia mi tarea, luego fui a

su cuarto. La encontré llorando y quejándose por los golpes.

El teléfono sonó. Era el inspector de la policía Ro-nald Méndez.

––Señor Rice, ––dijo–– tengo entendido que usted se llevó a la familia Pérez a su residencia, ¿es eso cierto?

—Sí, así es, inspector, la señora volvió a… —Bien; —me interrumpió— solo quería confirmar-

lo. Colgó. Entonces subí a ver a Amalia. La encontré

despierta y sentada en la cama. Tomé un lapicero de la mesa de noche de la misma habitación y una hoja de papel. Un cuaderno y lo puse junto a ella.

Arrastré una banquilla y me senté enfrente suyo. ––Amalia. Sé que no quieres dejar a tu hija sola, ––le

dije–– pero no podrás verla crecer si sigues permitiendo

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que alguien te haga estas heridas. Acabarán contigo en menos de lo que nos podamos imaginar. Sé que sabes quién te hace esto y necesito que me escribas su nombre en el papel.

La mujer me miró tranquila, de alguna forma a pesar de sus heridas ella reflejaba cierta paz confortable. Tomó el lapicero y la hoja, apoyando sobre el cuaderno escribió: Hernán, mi ex esposo.

Incrédulo me levanté de la banca y comencé a dar vueltas, sabía que ello no me competía a mí, pero su situación me absorbía, ello se reflejaba en los repetidos timbres del celular y ahora del teléfono, sabía que era Valentina para algo en la oficina. Contesté.

––¿Que es lo que pasa contigo que no vienes a traba-jar, y si vienes sales y entras como si fueras un mensaje-ro o algo así? ¿Pasa algo que debería saber? ¿Por qué no contestas? Me tenías preocupada.

––No es nada, Val. ––Teníamos bastante confianza como para poder tergiversa su nombre de esa forma––. Estaré ahí por la tarde, ya te explicaré.

Se despidió tranquila. Regresé con Amalia. ––Ya es momento de dejarse de burlas ––advertí––

trabajo con caricaturas no con casos como el tuyo ¿ves? No puedo dejar que esto me perturbe ahora. No eres mi responsabilidad. Así que tienes que hablarme seriamente para saber a quién debo denunciar. Tienes que ayudarme porque Daniela al parecer salió huyéndole a esto y solo ella tenía la intención de solucionar tu problema. Y sé que eso es lo que quieres, que esto acabe pronto.

La mujer asintió moviendo la cabeza mientras las lágrimas rodaban por su mejilla. Luego comenzó a es-cribir otra vez. El timbre de la puerta sonó.

Lo juro por Dios, es mi ex esposo. Escribió. Y decepcio-nado fui a atender la puerta.

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Afuera un detective estaba acompañado de dos po-licías.

––¿Señor, Jon Rice? Asentí moviendo la cabeza. ––Sí. Así es. ––Me dio la impresión de que había vio-

lado alguna ley y venían por mí–– ¿Algún problema? ––Soy el detective Cris Torres, vengo de parte del

Comisario, me dijo que tenía que enseñarle esto. ––Me enseñó un disco compacto en su respectiva caja.

––¿Qué es? ––Una grabación. ––Está bien, lo veré en un rato. Ahora tengo que ir a

trabajar. ––No, señor, es menester que lo vea ahora. ––Sentí

fruncir el seño–– Tiene que ver con el caso de la señora Pérez.

––Debí suponerlo. ––Pusimos una cámara en la casa de la señora antes

de dar por cerrado el caso. Lo habíamos olvidado. Esta mañana, muy temprano, pasamos a recogerla. La revi-samos en la estación y... ¡No podrá creer lo que encon-tramos!

Les dejé entrar y fuimos al estudio donde insertamos el disco en un DVD el cual comenzó a reproducirse. Estaba editado para correr lo que necesitábamos ver. A un lado de la pantalla estaban fecha y hora del suceso. Había sido justo del día anterior.

En las historias de fantasmas que he escrito sucede así; el ambiente es lúgubre, frío y obnubilado; un gélido viento entra en una habitación y levanta las cortinas, mueve algunos objetos y luego hace su aparición. Con una cámara, se ve una sombra que irrumpe en el espec-tro electromagnético, la figura se mueve en una direc-

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ción y repite el acto como si estuviera condenada a hacer lo mismo periódicamente.

El video ensañaba la habitación de Amelia, en una perspectiva como si la cámara estuviera al lado adyacen-te de la entrada. Ella está sentada en su cama arropada a medias, tiene un libro en la mano que ojea impávida. Se escucha un ruido, de pronto mira asustada hacia un lado de la ventana, deja el libro sobre el nochero e incómoda se mueve con rapidez como si sintiera la presencia del sujeto. Luego corre en dirección a la puerta y desaparece del cuadro de filmación, de repente su cuerpo aparece nuevamente, devuelto y volando al interior de la habita-ción. Se golpea con la mesa de noche y rebota cayendo al suelo. En ese instante aparece la pequeña Natalie, ––como si hubiese intuido que estaba por suceder nueva-mente–– se dirige hacia su madre con rapidez. Se inclina a su lado y con una fuerza increíble la levanta con sus dos manos, se suelta una y comienza a golpearla mien-tras Amelia trataba de sacudirse, jadeaba, volvió a caer y la pequeña la levantaba golpeándola bruscamente contra la pared, al rebote le pegó una y otra vez, repitiendo la misma operación hasta que la dejó en el suelo recogida de pies y llorando. La niña desapareció del cuarto y la mujer mal herida corrió otra vez hacia la puerta. Apagó la luz y volvió a su cama apoderada de un llanto estre-mecedor. La cinta corrió un minuto más y luego se acabó.

Silencio en la habitación. Yo no podía entenderlo; mejor dicho, no quería entenderlo.

––¿La niña está aquí? ––Preguntó el detective––. Si está aquí tiene que dejar que me la lleve. Como usted verá las heridas que propinó a su propia madre no son de competencia de una entidad social sino de cuidado policiaco.

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Pude entender porque decía que era su ex esposo. Como toda madre quería proteger a su hija de la repren-sión social.

––Ahora entiendo su silencio. ––Será puesta en un programa para rehabilitarla. ––Entiendo. Fuimos al cuarto donde había dejado a la niña y ellos

se la llevaron. Me dejaron advertido que cuando la mujer mejorara vendrían por ella.

Apenas salieron sonó el teléfono. ––Jon, soy yo. ––Era Daniela. ––¿Dónde has estado? Hace rato intento comuni-

carme contigo. Algo pasó... ––Ya lo sé Jon. ––Interrumpió–– Pública la historia

y verás la verdad. La chica está poseída. ¿Crees que si la alejan, él va a dejar de lastimarla? No lo hará, te lo ase-guro.

Le conté lo sucedido a Amelia. Ella lloró delante de mí y yo, impotente no pude más que verla hacerlo. An-tes de irme llamé una muy buena enfermera para que estuviera a su cuidado en mi ausencia.

Esa tarde le dije a Valentina que teníamos la primera historia para la séptima edición de Openside Inc. Se entusiasmó y comenzó escribir a partir de lo que le conté. Como prueba le enseñé los resultados de los exámenes de siquiatría y al día siguiente solicité copia de los informes policiacos. Los puse a su disposición.

En compañía de uno de los empleados de Gerome, Valentina y yo fuimos a la casa de Amalia donde pasa-mos la noche recogiendo muestras, revisando objetos y recolectando ítems que sirvieran para nuestra historia. Terminamos a eso de la 1:30 de la mañana.

Antes de publicar la historia la leí unas veinte veces. En la revista pusimos el aviso de venta de la casa de

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Amelia. Después del lanzamiento aparecieron más de diez compradores, entre otros, escritores, historiadores y lunáticos. Para entonces la chica había salido del refor-matorio; ambas, madre e hija, se fueron a vivir a una casa que compraron cerca de la Ciudadela, a donde pa-saba de vez en cuando a verlas.

Debido a los resultados mientras vivieron en mi casa, y la opinión que los psicólogos tuvieron de Natalie acer-ca de su buena actitud, que para nada era de una mente criminal, la niña se juntó otra vez con su madre. Y como el tiempo pasó y nada volvió a suceder, Valentina había llegado a la conclusión de que el problema estaba en la casa. Un espíritu maligno, un ente, un alma vagante, pensaba ella, atormentaba a la familia por medio de la niña que no era consciente de lo que hacía. Para mí no había sido más que una de tantas historias citadinas con situaciones difíciles de entender. La explicación más racional era el trauma que había dejado la muerte de su padre de la que posteriormente me enteraría, había sido bastante trágica.

Lo habían acribillado a tiros justo en la sala de su ca-sa. Cuando su mujer llegara luego de recoger en la es-cuela a su hija, lo encontró tirado y bañado en sangre. También la pequeña lo vio. Supuse que de ahí había partido todo el mal que luego las amenazó. Todas estas cosas las anoté en la revista como parte de mis comenta-rios. Incluso el hecho de que poco antes de su muerte se había abierto una investigación en su contra por alguna especie de delito relacionada con sicariato y narcotráfi-co.

Rindiendo indagatoria ante un juzgado, en el que es-tuve presente, Amalia dijo ––por escrito–– que ella tenía datos de su ex marido, los cuales estaban anotados en una agenda que curiosamente, tiempo atrás, él la descu-

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brió leyendo. Ella se enteró de unas personas desapare-cidas con las que él había tenido que ver y del lugar a donde las había llevado. Ese día él la golpeó despiada-damente para que no se le fuera a ocurrir hablar con nadie de ello.

La mujer dijo que aunque estaba muerto; él había vuelto para cortarle por ello la lengua. Aunque los datos obtenidos del cuaderno fueron de gran ayuda, su testi-monio sobre las golpizas que propinaba sobre su cuer-po, sobre todo después de muerto, no fueron tenidas en cuenta para la condena póstuma.

En una fosa común, en las afueras de la ciudad por la Vía Aria kilómetro 7, fueron encontrados siete cadáve-res en avanzado estado de descomposición; todos vícti-mas de los actos criminales de Hernán Pérez.

Finalmente intenté contactar a Daniela para contarle todas estas cosas y me volvió a contestar la computado-ra. Entonces opté por esperar a que pasaran unos días a que ella me llamara, pues así era que conseguía hablar con ella. Pasados unos días busqué el teléfono del que me había llamado los últimos días, pedí la dirección a quien me contestara para enviarle una copia de la sépti-ma edición de Openside Inc. Y así lo hice.

Dos días después el paquete fue devuelto a la oficina. Traía una nota escrita a computadora, dirigida a mí con la dirección de Openside Inc. Rezaba:

Los Olmos, 16 de Agosto de 2007 Señor. Jon Rice Presidente Openside Inc. Dirección: Edif Orfeo Depto. 2506 Ciudad

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Asunto: Devolución paquete. Cordial saludo. La presente es para comunicarle que lamenta-

mos el hecho de que la señorita Daniela Castro trabajadora Social, que laboraba para nuestra ins-titución, hace unos meses dejó de hacerlo, debido a que un día desapareció de repente, sin previo aviso.

Recientemente supimos que la policía de su ciudad encontró hace unos días unos cuerpos entre los cuales, aunque no se ha identificado ningún cadáver, se encontraron credenciales con el nombre de la señorita en cuestión. Por lo cual si es usted un pariente suyo, amigo o tenía alguna relación es-pecial con la señora, le ofrecemos algunos artículos que ella dejó con nosotros y que nadie ha venido a reclamar.

En aras de cumplir con nuestro deber social, le hacemos llegar la correspondencia de vuelta, de-seándole muchos éxitos en todas sus gestiones,

Atentamente, Erik M. Sandoval Gerente general Investigación Social y Estatal.

Por supuesto que la memoria de los últimos días

pasó rápidamente ante mis ojos. ––Jon ¿Jon que sucede? ––Era Valentina que hace

rato intentaba decirme algo–– Hoy te ha estado llaman-do mucha gente. Trata de no llegar tarde para estos días,

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ya sabes que a los usuarios les gustó mucho la Séptima edición.

La miré sin dejar de pensar en la broma que alguien parecía estar haciéndome. Era de muy mal gusto.

––Trataré ––dije. ––Jon, hace rato quiero preguntarte algo… ¿Quién

es Daniela Castro? La mencionas varias veces en tus comentarios ¿Por qué no la trajiste con nosotros? Hubiera sido mucho mejor. ––Dijo emocionada–– ¡Te imaginas la bomba!

Salí del lugar sin decir una palabra, directo a la esta-ción de policías.

Había varias personas en el vestíbulo. Pregunté por el jefe, me dijeron que tomara asiento y esperara un poco, luego vino una mujer y me dijo que el jefe Méndez me esperaba. Fui llevado a una oficina pequeña y oscura en la que él permanecía. No parecía ser de los que se ensuciaban las manos. Al verme entrar, sonrió burlonamente.

––¡Jon Rice! ––dijo ofreciéndome asiento. Asentí. ––El mismo. ––Hice una pausa mientras me acomo-

daba en la silla–– De los cadáveres encontrados en la… ––Sí ––Interrumpió moviendo la cabeza el hombre–

–. Me agrada su revista, me gusta su estilo, para mí es uno de los mejores… mejor que esa manada de come-mierdas que inventan historias para enriquecerse a costa de los inocentes, usted hace todo lo contrario. Le regala a la gente algo de que reírse. Pero créame, Rice; un día los fantasmas y toda esa basura será la que se mofe de usted ¿Me capta el mensaje? ––se movió hacia delante abriendo unos ojos que me pusieron nervioso–– cuando se trabaja tan cerca de la muerte, uno aprende a respe-tarla; a veces guarda historias más atroces que la misma

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vida. ––Volvió a echarse para atrás–– Temo decirle que la chica sí era Daniela Castro. Desapareció hace once meses, iba camino al trabajo la última vez que se le vio. ¿Quiere un consejo mío, Rice? ––Respondió a pesar de mi silencio–– Dudo que lo quiera pero se lo voy a dar. Deje de hacer eso, o usted va a terminar como ella. O sino tras las rejas. Le aseguro que si esta mujer no hubiera mostrado esa agenda en el Juico de pruebas contra Hernán Pérez, con toda esa chatarra que escribió, habría sido usted quien estuviera en este momento en la cárcel. Porque hasta el número de su celular aparece registrado en el de su Ship, como «llamada perdida». Pue-de poner eso en la segunda parte de la historia. Buenas tardes señor Rice, por ahora es usted un hombre libre. ––Puso las manos detrás de su cabeza en un gesto muy relajado–– Disfrútelo mientras pueda.