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Las Voces Bajas - Manuel Rivas

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LAS VOCESBAJAS

Desde la primerapágina, late algosingular en Lasvoces bajas. Escritaal modo de unaautobiografía, todoparece verdad ytodo, imaginación.Es el efecto de unanovela de lamemoria encendida.El libro arranca en

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una geografía realdonde la mirada dela infancia vadescubriendo, conuna mezcla demiedo, estupor ymaravilla, lo que deextraordinario hayen la existencia de lagente corriente. Conel hilo conductor deMaría, la hermanamayor, magnética, lamuchacha anarquistaque siempre abríacamino, esta novelaes una construcciónde humor y dolor,

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donde las palabraspelean y se abrazancon la vida. Al leeresta obra, un ojollora y otro ríe. «Nosabemos bien lo quela literatura es, perosí que detectamos laboca de la literatura.Tiene la forma de unrumor. De unmurmullo. Puede serescandalosa,incontinente,enigmática,malhablada,balbuciente. Yoconocí muy pronto

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esa boca. En aquelmomento era, ni másni menos, la boca demi madre hablandosola.»

Autor: Manuel RivasISBN: 9788420403359

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Manuel RivasLAS VOCES

BAJAS

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1. El primer miedo

ESTÁBAMOS solos, María y yo,abrazados en el cuarto de baño. Fugitivosdel terror, nos escondimos en aquellacámara oscura. Los días de tempestad sepodía oír allí el bramar marino. Lo de hoyera el refunfuñar oxidado, asmático, de lacisterna. Por fin, oímos su voz. Llamabapor nosotros. Primero con desasosiego.Luego, con creciente angustia.Deberíamos responder. Dar señal de vida.Pero ella se anticipaba. Oímos su jadeo,el atropello de sus pasos, como el olfatearexcitado de quien encuentra el rastro.María abrió el pasador. Ella empujó la

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puerta, arrastrando la luz, todavía con latormenta en los ojos. Su miedo era el dequien llega a casa y no encuentra a loshijos que dejó tranquilos y jugando.Nuestro miedo era todavía más primitivo:era el primer miedo.

Mi madre, Carmen, trabajaba delechera. Vivíamos de alquiler en un bajode la calle Marola, en el barrio coruñésde Monte Alto. Hacía poco tiempo que mipadre había vuelto de América, de LaGuaira, donde trabajó en la construcción,en las más altas cumbres, decía él consorna, trepando los cielos con frágilesandamios. Una emigración breve, eltiempo justo para reunir el dineronecesario para comprar un trozo de tierradonde construir su propia casa. Muchos

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años después, en la vejez, confesaría unaflaqueza, él que no era muy dado a revelarsu zona secreta: padecía vértigo. Toda lavida había tenido vértigo. Y gran parte deesa vida la pasó en las obras, de pinchepeón a maestro albañil, y nunca, hasta quese jubiló, hizo a nadie esa confidencia. Ladel vértigo. La de que sentía pánico en lasentrañas cuando estando abajo mirabaarriba y sobre todo cuando estando arribamiraba abajo. Pánico desde el primerpeldaño. Pero el pie iba siempre a labúsqueda del segundo. Y el segundopeldaño lo llevaba al tercero.

—¿Por qué no lo dijiste?

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—¿Y qué sería de un albañil si va por

ahí diciendo que tiene vértigo? ¿Quién ledaría trabajo? ¿Vértigo? ¡Ni esa palabrahabía!

En La Guaira estuvo a punto de morir,pero sólo lo supo él, metido en unbarracón, en la ladera de una montaña,

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entre la floresta y algunos ranchitos demadera. Durante la fiebre, la únicaconexión con la realidad era la voz de unpapagayo que repetía como letanía elnombre de una mujer: «¡Margarita,Margarita!». Sabía que existía, el pájaro.Y quizás la mujer. Uno de los días oyó, ole pareció oír: «¡Vete a llorar al valle,loro viejo!». Pero nunca lo había visto, alloro viejo. Ni a él ni a la mujer por la quellamaba. Después de sanar, un domingo,el único día libre en el trabajo, salió a labúsqueda del loro. Quería hablar con él,darle las gracias. Su voz había sido suhilo con la vida. Pero no lo encontró. Mipadre no le daba a esa historia ningunainterpretación mágica. Allí, las aves,como la gente, se iban igual que venían.

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Por la mañana temprano, bebía un cafénegro y arrancaba en la Montesa. Elpadre, que ya está aquí, que ya retornó.Tuvo también una Vespa y más tardecompró una Lambretta, un progreso, unamoto que llegó a formar parte de lamitología familiar pues podía llevarnos atodos sin quejarse, con ese sentido deabnegación que tienen las máquinasdomésticas. Ése era su almuerzo, el cafésolo, muy caliente. Cuando tenía catarro ogripe, doblaba la dosis de café y tomabauna aspirina. Tenía una fe casi fanática enel ácido acetilsalicílico. Cuando elcuerpo se rebeló contra él, y una pierna se

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negó a andar, hubo que hospitalizarlo. Losmédicos que lo operaron descubrieronque en su corazón había las huellas de porlo menos dos ataques cardiacos. Habíasobrevivido a los infartos en secreto, peroesos silencios acostumbran a escribir enbraille en algún túnel del cuerpo. Sólo undía, de pasada, comentó que habíaperdido fuerza en los brazos. Cuando loslevantaba para obrar en el techo, leofrecían una resistencia apenada. Y sehabía parado a observarlos con extrañeza,como a dos viejos compañerosdesacompasados. Toda la vida levantandopesos y ahora eran ellos los que pesaban.De los recuerdos que más lo hacían reír,uno era de su tiempo de juventud comomúsico en las orquestas de baile. La del

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batería que se embelesaba con la músicade los otros y olvidaba, pasmado, elmomento de su entrada. El pasodoblequedaba entonces en suspenso, colgado dela noche, y se oía apocalíptica la ordendel maestro: «¡Platillo, chaval! ¡Querevienten las maravillas del mundo!». Unaconsigna que dicha así, como desahogocósmico, acababa formando parte delespectáculo. Y el joven todavía tardabaalgo en establecer la conexión. Lasmaravillas. El platillo. El pasodoble. Él.Al fin arrancaba y hacía estremecer lanoche entera. Así que mi padre, cuando sele cansaban los brazos en la obra, cuandonotaba el bajón, no pensaba en el aviso deun infarto sino en aquel impulso infalible:«¡Platillo, chaval! ¡Que revienten las

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maravillas!».

Al igual que mi padre no podía tenervértigo, mi madre no podía enfermar.Cualquier recaída o aviso de sentirse mal,aunque sólo fuese «un poco mal», eran deinmediato atajados por la conspiraciónincansable de las circunstancias. Larealidad, tan pelma, no se paraba nunca.Sólo había dos momentos de verdaderafuga. Uno, el de encaminarse a la iglesiala mañana de domingo. No tanto el estaren misa, sino el acudir a la misa. Era sutiempo opiáceo, de sosiego y traslación.El otro instante de fuga era cuando podíaleer. Su turno de periódico. Después de la

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comida, lavar, fregar, poner todo enorden, tenía esa vía de escape. Eran unosminutos de total abstracción. Igual que leocurría con los libros, cualquier libro delos que iban cayendo por casa. Eraadmirable esa relación, esa felicidad.Podías gritar que había un incendio, unainundación, lo que fuese. Ella, nuestramadre, permanecía hechizada. Atrapada.Raptada. No respondía. No levantaba lavista. Su única reacción era acercarse unpoco más a aquel objeto del desvelo.Alguna vez parecía que iba a pasar, lo deenfermar. «No me encuentro bien, me voya acostar un poco.» Y el tiempo decuración duraba lo mismo que una misa ouna lectura. Cuando la enfermedad llegó,no lo hizo a la manera del cuento que ella

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nos contaba. Y no vino de visita.—¿Quién es? —pregunta asustado el

viejo campesino al oír desde la cama laaldaba en la noche invernal.

—Soy yo —decía la vozinconfundible de la Muerte—. ¡Abre deuna vez!

—¡Vete! ¡No hay nadie en casa!Y la Muerte refunfuñaba: «¡Menos

mal que no he venido!».

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Debería comenzar por ahí. Por los

murmullos de las primeras risas,asociadas a algún cuento. Un marinero escapturado por una tribu de caníbales. Loponen a cocer en una gran caldera, yañaden alimentos menores, tubérculos ylegumbres para acompañar. Mientras el

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agua comienza a hervir, y losantropófagos danzan alrededor del fuego,abriendo el apetito, el gallego se sumergeen su propio caldo y come con deleite lasúltimas patatas y guisantes. El jefe caníbalexclama admirado: «¡Mirad qué contentaestá nuestra comida!». Esa forma dedespedirse era un tipo de heroísmo delque nos sentíamos muy orgullosos. Anuestro héroe lo comían los caníbales, sí,pero era un cuento muy optimista. Asíeran también los relatos de CarlosO’Xestal, que oíamos en la radio losdomingos a mediodía. Gaitero y contadorde historias, O’Xestal era una extrañacelebridad en nuestra infancia. Sus héroeseran la gente del pueblo, la más humilde,que salía triunfadora mediante el ingenio y

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la ironía. Hablaban gallego, algo insólitoen las emisiones radiofónicas. Incluso lasmayores risas las conseguía O’Xestal conlas imitaciones de los que intentabandisimular su acento, como quien sedesprende de un estigma, con situacionestan cómicas como la del muchacho que seretrasa y pierde el embarque de Coruña aBuenos Aires, y cuando vuelve casa, sinsalir de Galicia, lo hace hablando comoun letrista de tango. La lengua gallega erade este mundo, pero había un problemacon ella. Lugares, momentos y situacionesen que parecía un pecado en los labios.Vivía en las cuevas de las bocas, pero deuna forma excéntrica, a la manera delvagabundo que escruta el camino y lacompañía antes de echar a andar. Un

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conocido de mis padres los visitó paradarles la noticia de que por fin había sidoadmitido como bedel en un banco. Lofelicitaron. Mi padre comentó: «Tendrásque comprar un traje nuevo…». Élrespondió con un curioso tratado desociolingüística textil: «¡Ya estácomprado! Ayer probé con la corbata.Justo al apretar el nudo, empecé a hablarun castellano macanudo». O’Xestal hacíareír a casi todo el mundo riéndose de casitodo el mundo, con aguijones que picabanen la piel susceptible de los tabúes ycomplejos. Alguna vez actuó comoanimador en ágapes donde estaban lasmás altas autoridades de paso porGalicia. Esa ocasional permisividad quese le concede al bufón o al cómico. Hasta

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que de repente desapareció. Su voz en laradio. Su imagen, siempre con el trajetípico, en los periódicos. No era algo delo que yo fuese consciente en aquellaépoca. De la desaparición de O’Xestal.La verdad es que había dejado deinteresarme ese tipo de humor castizo. Lacabeza andaba en otras ondas. Hasta queun día me encontré con una noticia en laque reaparecía el veterano humorista,pero no en la página de espectáculos sinoen la de sucesos. Una nota policial dondese hablaba de una redada en la que habíansido detenidas personas a las que seconsideraba «peligrosos sociales». Entreellos, O’Xestal. Lo entrevisté añosdespués. Un relato estremecedor. Losmalos tratos, la humillación, la

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experiencia terrible en la prisión deBadajoz. Todo eso por el delito de serhomosexual. Durante el franquismo, la leymetía en el mismo saco a «proxenetas,rufianes y homosexuales». Cuando salióde la cárcel, marcado como un forajido,era un rebelde. Un revolucionario. Convida muy humilde, junto a su madrecampesina, en una aldea del litoralcoruñés (Lema, en Baldaio) apostó lacabeza liderando un movimiento deresistencia para evitar la apropiación porun emporio privado de un gran espacionatural. Y lo consiguió. Entrelazados conla biografía, sus cuentos tradicionalesadquirieron otro sentido. Había muchodolor detrás del humor. Pensé en él hacepoco tiempo, en la ironía transgresora que

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no se despide nunca, que traspasa losvelatorios, que intenta acompañar inclusoen el Más Allá, cuando leí en la tapia deun cementerio de la costa una pintada enbrea que dice de los muertos: ¡Furtivos!

¿O sería un grafito de los muertos alos vivos?

Hay una conversación que nunca olvidaré.Una propiedad inmaterial, deldepartamento de grabaciones noautorizadas de la infancia. Una de esas enque, en el libro de la vida, se da aconocer de forma espontánea la boca dela literatura. Vivíamos ya en Castro deElviña. Aquel invierno entró a nado en

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Galicia. Fiero, hosco y frío. Un aguacerointerminable. Días sin poder trabajar, conel viento aullando por los huecos de lasobras. Mi padre lleva días inquieto,acorralado, soltando golpes de vaho en laventana, desde la que puede versemaniobrar la décima legión de lasborrascas.

De repente, estalla:—¡Quién me diese una semana en la

cárcel!Mi madre está haciendo calceta. Va a

venir un ser nuevo. Está en camino. Llevadías, semanas, calcetando piezas de ropamuy pequeñas, a medida que su vientre seagranda. Las largas agujas metálicas sehan convertido en una prolongación de susmanos. Al detenerse de repente,

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entrecruzadas en el aire, crean unaexpectación.

—¡Y a mí siete días en el hospital!María y yo estamos haciendo los

deberes escolares en la mesa de la cocina.Nos miramos. ¿La cárcel? ¿El hospital?El futuro promete. Ellos tienen un códigode comunicación que todavía noentendemos del todo. Parece que fue unarespuesta convincente, la de mi madre.Sonríen al fin. Medio sonríen. Traman unrumor, urden un murmullo. Callan. Sonvanguardia existencialista. Estánexhaustos. Han tenido que extraer laspalabras de las grutas de las encías.

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Él era de poco hablar, nada retórico,aunque desprendía súbitas pavesas, comocuando recordaba alguna parrandaexcepcional: «¡Bebimos como cosacos!».Tal y como lo decía, me gustaba sentirmehijo de cosaco. La propia pronunciacióndel exotismo cosacos, abriendo mucho losojos, con asombro, expresaba el carácterhistórico de la deriva. También decía:«¡Eso vale un potosí!». ¿Qué es lo que eraun potosí? Un potosí era un potosí. Unamisteriosa medida de riqueza que yomanejaba gracias a mi padre. Y cuandoPotosí apareció en un mapa de laEnciclopedia Escolar nombrando lasminas de plata de Bolivia, ya era untopónimo del patrimonio familiar. Meresultaba también muy curioso el dicho

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con el que definía la máxima ignorancia:«Es tan bruto que no sabe ni el nombre delos árboles». En la Odisea, Ulises sóloconvence al ciego e incrédulo Laertes deque en verdad es su hijo cuando es capazde recordar los árboles que el padre lehabía nombrado en la infancia en la huertade Ítaca. Al evocar este fragmento, en elinstituto, la voz de la profesora sequebraba y podías ver la huerta en susojos oceánicos. De Luz Pozo sabíamosque era también poeta y pianista. Unamujer madura de la que estaba enamoradotodo el instituto, desde el alumno másjoven hasta el viejo militar profesor deGimnasia, pasando por el bedel, laprofesora de francés y todos los curasprofesores de Religión. Quien no lo

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estaba era por la desgracia de noconocerla. Se hablaba de poetas queatravesaban Galicia en moto y endiagonal, los fines de semana, cientos dekilómetros, sólo para verla. Y se confirmóque la leyenda era cierta cuando, añosdespués, marchó en moto con el poetaEduardo Moreiras. Pero ahora estamoscon ella en el instituto. Entra con Luz unaestela erótica en el aula, que tiene comosello especial el producir más calma queexcitación. Eros, bien guiado, se posabaen la materia de estudio, incluso en laoperación de descerrajar el Polifemo deGóngora. Pero una cosa es hablar deliteratura y otra muy diferente oír la bocade la literatura. Y eso fue lo que oí, contoda nitidez, cuando Luz Pozo relataba lo

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que estaba sucediendo, justo en esemomento, en la huerta de Ítaca, cuando lamemoria se fundía con el manuscrito de latierra, Ulises enumerando las higueras,manzanos, perales y vides. Y había unsegundo texto, un murmullo, que yo, y sóloyo, escuchaba en la boca del padrecuando él quería remarcar la ignoranciaextrema: el no saber, el no querer saber,el nombre de los árboles que te rodean.

Cuando él discutía con mi madre,acostumbraba a utilizar una frase queresultaba algo críptica:

—Tú eres el Espíritu de laContradicción.

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Ella nunca calló lo que pensaba.Podía ser dulce, y lo era, mucho, pero nodócil. En el tiempo que les tocó vivir, enrelación con la mujer, las leyes todavíaeran más ruines que las mentalidades. Eraun ser subordinado, la mujer. Nada podíahacer sin el consentimiento del hombre.Pero mi madre no aceptaba la sumisión, yél lo sabía. Así que mi padre, cuando sesentía contrariado, aludía a la influenciaen mi madre de ese ser invisible, elEspíritu de la Contradicción, que pasaríaa formar parte de nuestra mitologíadoméstica. A su manera, ninguno de losdos era gregario. Formaban una uniónmatrimonial de solitarios, pero sussoledades eran diferentes. Mi padreevitaba las multitudes siempre que podía.

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En el caso de los acontecimientosdeportivos, lo que sentía era unaverdadera aversión. Trató de contagiarmela repugnancia que le causaba el fútbol.Intentó entonces alejarme de los camposde juego. Había un vecino, Gregorio,socio del Deportivo, que trabajaba comotécnico en la emisora de Radio Coruña, yque se ofrecía a llevarme al estadio deRiazor. Para mi padre, aquellas horasépicas, cuando el Deportivo se jugaba elser o no ser, y era cada tarde de domingo,resultaban ser las más adecuadas para unaplantación en la huerta. Yo quedabaabatido, y él entonces trataba deconvencerme de que esa pasión, la de verdos facciones de hombres adultos detrásde un balón, era una especie de derrota de

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la humanidad. Creo que no era pequeña laimportancia que en ese rechazo tenía laindumentaria, el que las dos faccionesvistiesen pantalón corto. Hasta quereconoció su propia derrota, y pude ir conGregorio a Riazor. Al salir del estadio,visitábamos a su familia. Desde lavivienda, se accedía a un gran salón depeluquería femenina. Mientras los adultoshablaban, yo fisgaba en aquel espacio deencantamiento, con las paredes de espejoy los sillones de inquietantes cascosdonde se producía la metamorfosis de lascabezas (¡la enigmática expresión hacerla permanente!), un escenario ahoravacío, pero en vigilia, con una nostalgiafuturista de murmullos, olores y colores.Brillaban los esmaltes de libélulas en las

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uñas ausentes. Había un hechizo en laatmósfera al que uno se resistía tantocomo era atraído. El de cómo sería el sermujer. O de cómo sería uno de ser mujer.A la vuelta, ya de noche, mis padresescuchaban la radio. Acostumbraban ahacerlo con la luz de la habitaciónapagada, con la única iluminación queemitía la pantalla del dial. Aquélla sí queera una nave, nuestra casa colgada delmonte. El viento silbando en la armónicadel alero del tejado, los destellos de laluz del faro lamiendo la oscuridad.Efectos especiales del exterior que semezclaban con la sugestión de la radio.Estábamos dentro y fuera. También lasvoces radiofónicas, las intermitencias,formaban parte de la naturaleza. La vida

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tenía voluntad de cuento. Había estado enel estadio de Riazor, aquella nave en vilo,el frémito de los gritos cayéndose ylevantándose. Había estado en lafantástica peluquería, en aquellapenumbra de grandes crisálidas. Y ahora,apoyado en la ventana de la noche, mesentía un igual al lado del Hombre queOdia el Fútbol y de la Mujer que HablaSola.

Los dos podían ser muy silenciosos o muyhabladores. Aprendí que también ellenguaje tenía estaciones. Días en que laspalabras germinaban, días de solaz en lasbocas, días en que se rumiaban, días en

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que caían de los labios hojas secas, ymarchaban en remolino lejos de la boca,con un rumbo resentido. Había un rasgosingular en el hablar de mi padre que lodiferenciaba de la mayoría de los otroshombres adultos. El no blasfemar nilanzar maldiciones, incluso cuandoexpresaba un enojo extremo. Para nadainvocaba a Dios, a la Virgen, ni hacíabajar de mala manera a los santos ni a losángeles del Cielo. Ni siquiera molestabaal demonio. Eso me parecía lo natural enla madre creyente, pero me sorprendía enel hombre que no pisaba la iglesia. Enrealidad, los domingos, en la misa, loshombres eran una rareza. Acudían a losentierros y a los funerales y misas deaniversario por los difuntos. También a la

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ceremonia solemne de la fiesta patronal.Incluso en estas ocasiones, muchospermanecían fuera, en el atrio, y los queentraban se situaban en el fondo deltemplo. Los hombres no solían ponerse derodillas, en todo caso hincaban una.Permanecían de pie en aquella zona depenumbra de debajo del coro. Era tambiénmuy raro que un hombre fuese a comulgar.Participar en la comunión, tomar lasagrada forma, requería la confesión. Eso,el «ir a confesar» con el cura, era algoque ponía a prueba la paciencia del padre.Cuando discutían sobre este asunto, cabríaesperar de él, por la represa de la mirada,una avalancha de maldiciones.

—¿Lo que el cura es? Te lo voy adecir. Es…

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Airado, se respondía a sí mismo conel más tremendo eufemismo que hubieraencontrado:

—¡Un hombre! No es más que… unhombre.

Pero esto pasó después, mucho despuésdel primer miedo. La memoria anda a sumanera errante, va campo a través, cruzade forma temeraria la Avenida, caminacomo el vagabundo de Charlot en el cineHércules. O tiene el andar de las mujerescon cosas encima de la cabeza. Todas,casi todas, llevaban algo. Unprolongamiento de cosas básicas. Elandar, por ejemplo, de la lechera. Mi

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madre hacía primero un reparto enMonelos. Luego subía al trolebús, y teníaotro punto de arranque en la tienda deAsunción, ya en el barrio de Monte Alto.Uno de los lugares donde servía era unestablecimiento militar, de Veterinaria. Yun día un soldado le dijo al oído, concomplicidad: «¡Échale agua sin miedo,que aquí todavía le echan más!». Mientrastanto, nosotros estábamos en la calleMarola, en un bajo en alquiler. Maríarondaría los tres años y yo los dos. Enaquel tiempo, antes de que la cegase laviolencia catastral, la calle tenía unhorizonte abierto y desembocaba en elentorno de la Torre de Hércules. Muycerca de nuestra vivienda, al otro lado,estaba la que llamaban Casa de los

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Labradores. No, no era un museoetnográfico. Era una auténtica casa delabranza, en la frontera de la ciudad conel mar. Una casa con vacas y carro delpaís. Eso sí que era un viaje espacial, elir en aquel carro. Los campos dealrededor de la Prisión Provincial erantierra fértil, con buenos cultivos y patatascon sabor a mar. Había prados, sauces yuna coral de mirlos en la vega que iba adar a la playa de las Lapas. Las vacas semovían entre el límite urbano y losacantilados. En la memoria componen unlienzo de mitológico pop-art. Lo bien quele irían a la Torre de Hércules, declaradapatrimonio universal, unas vacas anfibiasal sol. Ahora, en aquel espacio, hayesculturas inmóviles y una obsesión de

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césped municipal, el verde acrílicolaminando los colores silvestres.Desaparecieron las vacas del tiempo.Braman en el mar.

Nosotros estábamos solos, en aquel bajode la Marola. Estábamos sentados en elsuelo. Yo me entretenía con un camión dejuguete. Había una baldosa suelta, que sepodía sacar. Y debajo un bicho, unacucaracha. Trataba de agarrarla, yo teníabuenas intenciones, sólo quería pasearlaen el camión, pero siempre huía, siemprese anticipaba a la estrategia de mi mano.Había encontrado un jugueteextraordinario, la cucaracha. Y entonces

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fue cuando María levantó la cabeza, alacecho, y todo en ella comenzó a sonreír.Se puso de pie de un salto y corrió haciala ventana que daba a la calle. Yo fuidetrás de ella, como siempre. En simetría.Ella andaba con los pies hacia fuera, unandar zambo, y yo con los pies haciadentro, un andar chueco. Cada uno andabacomo podía. La tía Paquita cojeaba. Elladecía de sí misma: «¡Llegó la cojita!». Yhabía murmullos: «¡Qué guapa! ¡Qué biencojea, Paquita!». Pero ahora estamossolos. María corre con los pies haciafuera, yo corro con los pies hacia dentro.Oíamos música, oíamos el pasacalle.Payasos que lanzaban confeti. Loscohetes. La fiesta. Y la ventana era unapantalla maravillosa. Hasta que de

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repente aparecieron aquellos dosmonstruos que la llenaron por completo,los ojos desalmados, las naricesretumbando en los cristales. Nuncahabíamos visto tan de cerca el peligro. Elhorror.

—¡Tontos! —dijo mi madre—. Eranlos dos gigantes cabezudos. Eran losReyes Católicos.

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2. Sentado en lamaleta del emigrante

DURANTE un año mi asiento en elextraño parvulario fue una maleta. Eracomo estar sentado en Aduanas.

Después del primer miedo, el delataque de los cabezudos Reyes Católicos,mi madre decidió que no podíamosquedarnos solos tanto tiempo María y yo,mientras ella hacía su ruta de lechera. Aveces nos cuidaba mi madrina Amelia,que vivía en el piso superior. PepeCouceiro, mi padrino, era un apasionadode la mecánica y del progreso científico

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en general. Durante un tiempo centró suingenio en los motores de explosión. Fuecapaz de construir un automóvil biplaza apartir de la estructura de una motocicleta.Su intención era recorrer con aquellaespecie de cápsula las carreteras gallegas,y después ir más allá de los Pirineos, aEuropa. Decía una frase algo enigmática:«En los países avanzados, todo el campoes paisaje». Y miraba al horizonte con lafatalidad científica de que el país gallegono se redimiría jamás ni un centímetro. Élsiempre tuvo espíritu de Marco Polo.Tanto es así que llegaría a trabajar comovendedor de especias, experto en aquellasmercancías aromáticas. La primera vezque tuve la sensación de que alguienformulaba un pensamiento revolucionario,

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haciendo tambalearse el sistema universalde pesos y medidas, fue cuando mipadrino mostró una pizca de pigmento enla yema del dedo índice, me mirófijamente y proclamó con solemnidad:«Vale más un kilo de azafrán que un kilode oro».

Un día me llevó en una de susexpediciones como vendedor de especias.Lo recuerdo como el verdadero primerviaje de mi vida.

—¡Al fin del mundo! —exclamó conentusiasmo.

De niño yo tenía una cierta tendencia ala literalidad. Estaba dispuesto a ir al findel mundo, pero también preocupado.Hasta que me dio una palmada en lacabeza: «Ya verás. ¡Llegaremos a

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Fisterra!». Llegamos. El viaje duró todoun día, al paso del sol, del amanecer a lanoche. Por la Costa da Morte, hacia elconfín. Los dos metidos en la cápsula delpequeño auto, en este caso un Seat 600. Amedida que íbamos parando en tiendas,ultramarinos, casas de comidas, mipadrino, un hombre bajito, crecía enestatura histórica. Sentí el orgullo de ircon el vendedor de especias. ¡Pimentón,canela, azafrán! Éramos muy bienrecibidos, heraldos del bienestar,portadores de una mercancía preciosa, ensobres minúsculos que contenían pizcasexplosivas de colores, olores, sabores,que al abrirse se expandían. O los botesque contenían pimienta, decorados conestampas de mujeres de hermosura

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exótica, acorde con la naturaleza deltesoro. Yo había visto a mujeres cercanas,mi propia madre, vecinas, llenar a vecesaquellos sobres y doblarlos en unsantiamén, con velocidad de magas, y enese momento algo se me parecían a lasbellezas de las fototipias, porque ademásacompañaban su labor, la velocidad delos dedos, con una ligereza de bromas yrisas. Había observado una diferenciaentre mujeres y hombres cuandotrabajaban en grupo. Los hombres eranmás taciturnos.

De regreso, en Carballo, el padrinoanunció: «¡Y ahora vamos a comprar unsouvenir!». ¿Qué cosa sería un souvenir?Y añadió con alegre determinación: «Paraque se lo lleves a tu madre». Cuando se

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decía «para la madre» significaba, casisiempre, un regalo para la casa, paratodos. Eso lo aprendimos pronto. Y lo quecompró fue un gran bollo de pan que nofui capaz de abarcar con los brazos. Unarueda blanda, hemisférica, que todo elcamino de retorno parecía fermentar en elregazo del cuerpo adormecido.

—¡Qué pan! Es como un mundo —dijo mi madre.

Era pan, sí. Pero también era algo másque pan. Se me había olvidado la palabra.El souvenir. El primer souvenir.

Había otros saberes secretos. El territorioiniciático, la primera nación, tenía la

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forma de un triángulo, si consideramoscomo vértices las marcas monumentales.El primero era el cementerio marino deSan Amaro. Se decía, entre vecinos, lamejor alabanza posible para uncamposanto: «¡Este cementerio es el mássaludable del mundo!». Y se explicabanlas calidades: bien orientado, luminoso yaireado por el mar. El segundo vértice,muy próximo a nuestra calle, era laPrisión Provincial. Hoy el espacio estáocupado por construcciones. En aqueltiempo, desde allí, desde los peñascos, enla tarde, podían verse en el patio losprisioneros. A veces emergía el murmullode una canción. Era un lugar venteado,cercano a un mar casi siempreembravecido. En realidad, el viento y el

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oleaje integraban todos los murmullos,voces y gritos en su metódico engranajemusical. Sólo parecía zafarse el sonintermitente de un cantero que tenía sutaller en un alpendre, al pie del monte delfaro. El golpear del mazo en el cincel conel que labraba el granito, cruces y lápidas,se imponía a la manera de un relojresentido, con su tiempo hecho a mano.Cuando terminaba la jornada del cantero,caía el silencio de bruces sobre la laderadel monte, como si fuese ésta la intenciónfinal del cincel. Algunos días, subían a lospeñascos familiares que se comunicabancon los presos utilizando paños decolores como un código de señales.«¡Mira, allí está, qué cerca!». Qué lejos.En aquel mirador desasosegante, todo

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parecía a la vez a mano e inaccesible.Estaban a pocos metros, pero a años dedistancia. Ni la cárcel ni el cementerioeran metas para ilusionarse, de momento.Había que encontrar una esperanza. Habíaque girarse. Buscar el tercer vértice. ¡Yallí estaba!

El faro.Era la luz de un ser vivo. Despertaba

en el crepúsculo, como un murmulloluminoso, y vivía de noche. Los días deniebla espesa, era ese mismo ser el quemugía como una vaca. El del faro no eraun destello repentino, perforador, sino quese desperezaba poco a poco, y avivabalas intermitencias con los últimosrescoldos del crepúsculo, en esa hora enque todo se convierte en extraño de sí

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mismo. El faro de Hércules, el faro deBreogán, daba luz y al tiempo tenías lasensación de que guardaba el envés detodo lo que lamía. Aquello que ocurríaentre las rocas, en los escondites de losacantilados, en las esquinas del barrio.«¿En qué esquina nos veremos, MonteAlto?» Porque Monte Alto era un barriode esquinas, donde los nombres de bares,comercios, talleres evocaban las esquinasdel mapa de América. De una calle a otra,de Buenos Aires a Montevideo. Sí, todolo lamía y recogía la luz del faro. Lassombras, los sueños, los secretos. Tal veztodavía los guarda. Debajo del faro, en unosario de la luz. Las intermitencias, lasaspas luminosas, recorrían los tejados,entraban por las láminas de las persianas,

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destellos pasajeros que guillotinaban eltecho, pero que luego hacían más oscurala oscuridad. La linterna del faro cosía lode fuera y lo de dentro, la vigilia y elsueño. El mar infinito y las habitacionesangostas.

Pero ahora vamos camino de la primeraescuela. Del extraño parvulario.

No teníamos edad para serescolarizados en un centro oficial y losjardines de infancia no existían ni comoeufemismo. No hubo ningunasobreactuación dramática el primer día.Pronto comprendimos María y yo que todanuestra energía, física y emotiva, debería

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concentrarse no en el esfuerzo inútil porresistirse, sino en el deseo de abrirsepaso y encontrar un sitio donde sentarsecuanto antes. Esa primera escuela, en unacasa particular, estaba en la frontera deMonte Alto y la gobernaban dos hermanasque hacían las veces de amas, niñeras,maestras y centinelas. La principal tareaera asegurarse de que estábamos todos.Repetían el recuento tres o cuatro veces aldía, un empeño comprensible, pues en elcuarto de concentración nosmultiplicábamos a medida que pasabanlas horas. Pero también ocurría algoextraordinario, la expansión del espacio,uno de los trazos menos estudiados en lahistoria de la arquitectura popular. YaMarcial Suárez decía de Allariz que era

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el lugar del mundo con más iglesias porcatólico cuadrado.

En el extraño parvulario estuve, durantetodo el curso, sentado en la maleta. Nodigo que no fuese el destino, pero ser erauna auténtica maleta. No era una metáforade maleta. El primer día, en medio detodo el rebumbio, miré a la maleta y lamaleta me miró a mí, esa causalidad quellegó en forma de voz divina, de mujer,que decía al tiempo que me empujaba conimplacable suavidad: «Tú, patacón, tú,siéntate en aquella maleta». Antes deaprender a leer o a escribir, uno yaentendía la iconografía de la maleta. En

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casi todas las casas había una o variasmaletas así. Ahora que lo pienso, lamedida de una maleta viene a ser la de unniño al cuadrado. Pero nunca miré lo quehabía dentro de la maleta del extrañoparvulario. Lo que tenía a mano, y no losolté, fue una cartera escolar de plásticode color fucsia, casi fluorescente. Nuncanadie me pidió que la abriese. Un día lohice yo. Tiré de la cremallera. No habíanada dentro.

Años después, en la escuela de Castrode Elviña, un día el maestro nos preguntóqué pensábamos ser de mayores. No erasu modelo la pedagogía de participación,así que nos quedamos en un silencio cautoy a verlas venir. ¿Qué intención tenía elinterrogatorio? ¿Por qué quería saber lo

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que nosotros queríamos ser? ¿Qué era loque realmente quería oír? Y entonces, enaquel silencio mudo, se oyó desde atráscomo grito festivo la voz de a quienllamábamos O Roxo do Souto, que decía:«¡Emigrantes!». Y el maestro parecíasorprendido y en un silencioapesadumbrado. La pared que daba alexterior tenía la forma de una celosía depavés. Cuando se desprendía o rompíaalguna de las piezas de vidrio, tardabanmucho tiempo en reponerla. Así quesiempre había un agujero a la intemperiepor donde silbaba el viento o goteaba lalluvia. Podría decirse que los agujerosaprovechaban esos momentos dedesconcierto para hacerse notar. Elmaestro parecía tomar conciencia de

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ellos, de las grietas de la pared, de lasmanchas de humedad, del escudriñar de laintemperie. Él, que acababa de hablarnosde los tiempos en que España era un granImperio «en el que nunca se ponía el sol».¡Lo que nos gustaba a él y a nosotros esafrase! Estábamos en un lugar apartado, enun edificio deslucido, amontonados en unrincón los sacos de leche en polvo de laayuda norteamericana, pero también el solestaba allí, sin ponerse, de momento, y elmaestro tenía la deferencia de implicarnosen una gran gesta imperial. Habíamosdominado el mundo. Habíamos llevado lacruz por el orbe. Todavía nosotrosmismos salíamos de colecta para salvarlas almas de los niños chinos. Pero ahorael maestro acababa de preguntar lo que

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queríamos o pensábamos ser de adultos yaquella voz sincera, surgida del fondo dela clase, tenía el efecto del viento quedesprende un pavés y hace añicos lahistoria en el suelo de la escuela. Losniños del Imperio soñaban con seremigrantes.

Aquella otra maleta, la del extrañoparvulario, debía dar por lo menos parados niños emigrantes. Así que un díasentaron a mi lado a un compañero de lamisma edad. Nunca nos hablamos. Nuncanos miramos, más que de reojo. Yo sólopedí permiso una vez para levantarme e iral baño. Fui por un pasillo donde había

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fotografías de mujeres muy bien peinadasy con vestidos muy elegantes. No eran lasmaestras. Llamaban la atención lospeinados, la forma de vestir, los largosguantes negros de una, otra con un trajeque parecía de hombre y la boquillahumeante entre los dedos. Pero, sobretodo, la forma de mirar. Eran ellas las quemiraban o dejaban de mirarte. Entreabríuna puerta. Resultó ser la cocina. En elcentro, una gran mesa con mantel de hule,de cuadrados verdes y blancos. Encima dela mesa, sentado como efigie, había ungato. Un gato increíble, diferente a todoslos gatos que había visto antes, de pelolargo y blanco refulgente, un gatocelestial, con un lazo azul y un cascabel alcuello. El gato me miró de medio lado,

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por encima del hombro, con indiferencia.Y entonces me di cuenta de que habíallegado a América.

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3. La escalera de losniños clandestinos

EN el extraño parvulario, sentado en lamaleta, oí una vez la voz de María.

Era una voz que venía de lo alto. Asíque levanté la cabeza y la vi allí, de pieen la mesa, por encima del rumor, con elsilabario en la mano. Era cierto. Era mihermana. Pero la voz era nueva, habíanacido ahora mismo. María me llevabapoco más de un año. Yo, por no tener, notenía ni silabario. Aún no me tocaba. Iba ala escuela con una cartera vacía, de la queno me desprendía por nada del mundo. Y

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ahora, allí estaba ella. Leyendo en vozalta, en medio de un silencio asombrado.Sin equivocarse, sin tartamudear. Sindilación. Silabeaba, fraseaba. Era capazde leer aquellas divinas palabras: Mimamá me ama, mi mamá me mima. Yuvas iglesia bicicleta. Pasaba página apágina, y la maestra le pedía excitada quesiguiese, que siguiese, intentandocomprobar si lo que pasaba era verdad oestaba ante una superstición. Yo sabersabía que mi hermana tenía una relaciónespecial con las palabras. Recolectabapalabras y las llevaba todas para casa. Seve por la separación de los dientes, en lasprimeras fotografías, que lleva la bocallena de palabras. Debía de ser una cosade familia. Mi madre también era

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verbívora. Hablaba sola de una maneraque nos fascinaba, sin ella ser consciente,incluso sin saber que la oíamos. En casa,en las casas en que vivimos, no habíaentonces libros. Oí, leí, los primerospoemas en aquella boca solitaria, poemasdichos para sí misma o para alguien quela acompañaba en su imaginación, inclusocuando lavaba o fregaba. Fuera lo quefuese, era algo extraño, hechizante, sí,pero también perturbador. Era la boca dela literatura, sin avisar. Pero esealimentarse del sonido de las palabras eraun secreto de la familia. Yo no sabía queMaría había aprendido a leer de un díapara otro, pero tampoco me extrañó.Había herbívoros y carnívoros. Y luegoestán los que se alimentan de palabras. En

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mi familia abundaba esta especie. Uno delos primeros que descubrí fue el tíoFrancisco, el barbero, hermano de mimadre. Para los niños el corte de pelosolía ser un suplicio. Éramos rapados sincontemplaciones. Invocando la estrategiacontra los piojos, el rape habitual era elestilo presidiario, a cero. La naturalezatiene una voluntad estética que semanifiesta, por ejemplo, en la simetría. Enla forma de crecer de un erizo de mar o enla disposición de las gotas de lluvia enuna rama después de llover. En lainclinación resistente de una higuera en elrompiente del mar. O en el volar tanestético como defensivo de las bandadasde estorninos. O en las formas demonstruos que para los depredadores

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tienen los dibujos en las alas de ciertasmariposas. Son observaciones y hechizosa un tiempo, marcas en la historia de lapropia mirada. También el detectar lahumillación forma parte de la dotaciónprimaria de algunas especies. El corte alrape en la infancia anticipaba el quevendría el primer día del servicio militar.Era verse en el espejo y sentirsehumillado, como cuando se sufre unapenalización inexplicada. La silla delbarbero, en la que tan satisfechos yconfiados se sentaban los adultos, con lasrevistas y periódicos abiertos, más omenos indiferentes al proceso artísticoque se operaba en sus cabezas, era paralos pequeños una silla de verdugo. Caíanlas crines al suelo y se volvía mustio el

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animal libre. La cabeza humillada. Perono era éste el sentimiento con el que unosalía de la barbería del tío Francisco. Nopor razones estilísticas. No eraheterodoxo con el corte dominante. Lastijeras y la máquina de guadañaravanzaban implacables por los herbalesdel cráneo. Pero lo que sucedía con elpelo, en aquel lugar, era secundario. Loimportante era el discurso. La corrienteincesante del pensamiento del tíoFrancisco. En realidad, un chocar lastijeras en lo alto, precedido de unarabesco en el aire, no respondía a unmomento del corte sino que marcaba unpunto y aparte en el relato.

Cuando llegó la moda del cabellolargo, los jóvenes fuimos abandonando la

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barbería. En el mismo bajo delestablecimiento, él dejó un cuarto paraque pudiese ensayar un grupo derock’n’roll, impulsado por uno de sushijos. Los monólogos del tío Francisco, ytenía uno distinto para cada cliente, ibanalternando con aquella música que traíauna moda para él ruinosa. Pero, porencima de todo, él era un narrador, yaquella situación le daba pie a renovarpersonajes y tramas. Al revés del corte decabello, de pauta inmutable, el contadorde historias cambiaba con los tiempos. Laironía era la marca de la casa. Lo que lomantenía en primera línea.

—El humor, señores, es la segundasalsa de los pobres.

—¿Y la primera?

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—El hambre. Es la mejor salsa paracomer.

Sólo una vez Francisco Barrós cerróla boca en medio de una historia y nopudo continuarla. En el relato, aparecía unmomento de terror, cuando unosfalangistas irrumpieron de noche en lacasa para llevarse al padre, nuestroabuelo de Corpo Santo, con la intenciónde matarlo. Y entonces el viejo, undesconocido, al que estaba afeitando,soltó:

—Tal vez yo era uno de ellos…Añadió con aire fardón, mirando de

reojo: «Incluso podría ser yo quienconducía aquel coche».

Y él, Francisco, mantuvo el pulso.Asentó la navaja en el cuero. Recorrió

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aquel rostro con el filo hasta ultimar laespuma. Le dio dos palmadas de loción,del derecho y del revés. ¡Plis plas!

—No vuelva por aquí.—¿Cuánto debo? —dijo el otro

sorprendido.—Déjelo para las misas de difunto.

Falta le hará para salvar el alma.Cuando recordaba aquel día, le

pasaba una sombra por la mirada.Contaba el detalle de la navaja, la serenacontención frente al instinto, pero no comoun gran mérito, sino como una exigencia,el mantener el pulso, del buen contador dehistorias.

Pocos años después vuelvo a ver aMaría subida a una mesa y rodeada degente. Es en la tienda y taberna de Leonor,

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en Castro de Elviña. Una tarde de verano,después de la comida. La mayoría de loshombres están fuera del lugar, trabajando.La hora y la ausencia de hombrespermiten que las mujeres estén dentro dela taberna, a la sombra. También ellastrabajan. Cosen, bordan o hacen calceta.Y encima de la mesa está María. Lee envoz alta el periódico. No hay radio, nohay televisión. María está leyendo con lalinterna de sus ojos verdes en medio de unsilencio antiguo. Lee un suceso. Lahistoria de un crimen. Como un romancede ciego, pero sin rima. Llegado unmomento la bajan de la mesa. Laacarician. Le dan un plátano y unascerezas. Y ella comparte aquella primerapaga. Las cerezas.

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Corpo Santo sabía a cerezas.Era el lugar de la casa del abuelo

materno, Manuel. No conocimos a laabuela materna, Xosefa. Había muerto deenfermedad y dejó diez hijos. Dos de lascriaturas murieron en los tiempos depenuria de la posguerra. Antes, cuando seprodujo el golpe del verano de 1936, unapartida fascista apareció en la noche enCorpo Santo y arrancó al abuelo de casa

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con la intención de «pasearlo», acaso, porrepetido, el más terrible eufemismo en lahistoria del crimen. Era republicano. Ycristiano. Ejercía de secretario, sinemolumento, de la Mutua de Labradores yGanaderos. Ese saber escribir debió deser su condena. En una ocasión, se habíanegado a redactar y firmar, comosecretario, un contrato de venta de ganadoen malas condiciones. Otra vez, se habíanegado a validar una «venta» hecha aaltas horas de la noche, después de unapartida de naipes en una tasca. En casosasí, su manera de decir «Preferiría nohacerlo», la fórmula de resistencia deManuel de Corpo Santo era «¡Estamos endeshora, señores!». Cuando iba al monte,a cortar leña o por maleza para la cama

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del ganado, aprovechaba para leer oescribir a solas. Ahí perdía la noción dela hora. Y tuvo suerte de que la muerte, ensu caso, también la perdió, la noción de lahora. Porque se salvó de milagro. El gritode alto de un cura a quien la concienciallevó allí, al lugar del crimen, en plenanoche, montado a caballo.

Así que en Corpo Santo, con elabuelo, se criaron cuatro hombres y cuatrohijas. Y crecieron también los cerezos.Las huertas de las Mariñas Doradas,como se llama la comarca, conservaron lamemoria del «tiempo de las cerezas».Asocio con los mirlos los días másfelices. En la fiesta, por Santa Isabel, unenjambre de primos pasábamos el díaentero subidos a las ramas, compartiendo

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el tesoro con los pájaros burlones. Depequeños, vivíamos allí largastemporadas. Como a veces despertaba enuna cama, después de haberme acostadoen otra, para mí, de crío, debía existir unpasadizo que comunicaba el monte delfaro con la escalera de Corpo Santo.

Quien de verdad se comunicaba congran parte del mundo era mi abuelo. Lohacía desde una pequeña mesa que teníaen el piso a modo de escritorio. Era unode esos sitios imprevisibles donde seposa la esfera terrestre para descansar. Enapariencia no se detiene en ninguna parte,orbita suspendida en el espacio, giraalrededor de sí, eso cansa mucho, y seprocura de vez en cuando un punto deapoyo. Cuando la esfera reposa en ese

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punto del mundo algo pasa. En elescritorio de Corpo Santo había postalesy cartas de la diáspora emigrante.Direcciones, sellos y vistas fotográficasen las que fermentaba, intensa y primaria,la cuatricromía de la Tierra Prometida.Las postales componían allí un atlas. Élera un verdadero escritor. Como decíanlos antiguos griegos, «un intérprete deintérpretes». Lo que escribía eran cartaspara emigrantes. Venían las «viudas devivos» y él ponía caligrafía a las noticiasy a los sentimientos que pasarían el marmás allá del islote de la Marola, la marcadel adiós, en la boca de la bahía. Teníamuy buena letra. Las cartas parecíanpaisajes vegetales. Allá, en América, si ellector se fijaba, podía leer la palabra y

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también ver en ella aquello que senombraba, y acaso algo más. Lo que no sedecía.

Junto al pequeño escritorio planetario,había en Corpo Santo otro lugarextraordinario. Una escalera con peldañosde pino, tabicada también en madera. Erala que comunicaba la planta baja, consuelo de tierra prensada, y la plantasuperior, con piso de madera y dondeestaban los cuartos de dormir y losarcones con lo más valioso: los ajuares,las semillas y las escrituras.

Por el día trabajaban sin descanso.Pero cuando se atravesaba la frontera delcrepúsculo se producía una profundametamorfosis. Los seres silenciososdejaban el trabajo en el colgador de la

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ropa y eran convocados a una segundavida. Alrededor de la comida, el vino, elfuego, acudían las palabras con susnovedades y sus cuentos. En la plantabaja, a un lado estaba el lar y al otro, lacuadra del ganado. Las vacas asomabanlas cabezas por los pesebres, tres fuerzasincesantes succionando hierba yexhalando nubes de vaho. Ese alientoanimal era el que cubría todas lasmañanas el valle de Corpo Santo. Lafábrica de niebla, tan verosímil, ése eraun cuento para niños. Ellos tenían otrospara sí. Cuentos de la Santa Compaña, demuertos con saudade, que echaban demenos el café con gotas de aguardiente.Cuentos de lobo, con sus lobisomes perotambién sus mujeres lobas. Cuentos de

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aventura y viaje, la infinita saga de laemigración. El polizón emigrante que nose decide a bajar del barco, y así toda lavida, de ida y vuelta, escondido, unhombre secreto. Historias de huidos almonte, de los maquis. De crímenes yvenganzas. El hombre que va a la fiesta,con el propósito de matar al rival, perocuando ya se oye la música de la verbenamedita sobre el asunto y decidedeshacerse de la navaja, y al terminar elbaile, el otro, el que iba a morir,encuentra el arma, gotas de luna y rocío enla hoja, y va y se hace con ella, decidido,con un propósito… Cuentos de amoresapasionados. En un convento de clausura,allí donde las monjas hacen muñecos delNiño Jesús para dormir con él el día de

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Nochebuena…Y ahí, en los cuentos de amores, y de

peleas por los amores, era el momento enque nosotros debíamos subir a losterritorios del sueño. Aunque sabíamosque aquella expulsión era fingida. Quequedaríamos invisibles y clandestinos,sentados en el peldaño más alto, bajo unalámpara que comunicaba el viento defuera, la intensidad de los cuentos, elrescoldo del fuego y nuestra propia brasa.En aquella bombilla, sostenida por uncable trenzado, iba y venía la luz, sin ir yvenir del todo. Era también un lugar deintermitencias, donde rondaban las falenasde la noche. En los cristales de la ventanadel lavadero, veíamos reflejados losrostros que hablaban en el claroscuro,

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como desde otro tiempo, que no erapasado, sino eso, otro tiempo. Laspalabras alimentaban las llamas, perollegaba el momento en que huían delfuego, ahumadas, pero al fin libres, haciala oscuridad.

Y había noches inolvidables. Comocuando se leyó la carta de un pretendientede la tía Maruxa, que era una mujer debelleza sísmica. Para demostrar supoderío, el pretendiente escribió unamisiva que era leída y releída alrededorde la lumbre en Corpo Santo. Comenzabacon una información soberbia: «Maruja:Ayer te vi en la feria y has de saber queno te hablé». Las risas avivan el fuego. Acontinuación, el galán escribienteprocedía a enumerar sus propiedades para

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impresionar y cautivar a la destinataria.Registraba en medidas caligráficas unainfinita hacienda de fincas, prados ymontes. Y luego detallaba el ganado:«Has de saber que sumamos siete vacas,equis cerdos y no menos de cien gallinasligures». Y añadía con naturalidad: «Y unpadre de salud disconforme».

La tía Maruxa, que luego se casófelizmente en Sada con un taxista, abría ylevantaba los brazos al cielo como signosexclamatorios: «¡Ya lo veis! ¿Cómo voy aenamorarme de este hombre?». El fuegoreía con chispas y pavesas. La estampa sereflejaba en aquella ventana de reveladoen la noche. Era la última imagen retenidaen el pestañear del sueño. Acunados porlas voces bajas, en la escalera de Corpo

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Santo dormían los niños clandestinos.

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4. La guerra, la vacay el primer avión

LOS dos abuelos sintieron cerca lasgarras de la cacería humana que se desatócon el triunfo del golpe fascista, en elverano de 1936, en Galicia. Uno estuvo alas puertas de la muerte y otro anduvo untiempo, junto con algunos compañeros,huido en el monte.

Había un rumor retumbante. Unaalarma que emitía señales en la sombraoblicua de la tipografía de las noticias.

Pero todo lo que yo pude oírles a misabuelos acerca de la guerra fueron dos

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historias en las que hablaban de pájaros.Dos presagios asociados a la naturaleza.Y por causa de ellos, ambos supieron conalguna certeza lo que iba a suceder antesde que sucediera.

A comienzos de aquel mes de julio,Manuel Barrós, el abuelo de Corpo Santo,volvió un día a casa apesadumbrado y ensilencio, él que era tan animoso yhablador. No le apeteció comer. Y norecuperó algo el espíritu hasta que rompióa hablar y contó lo que le había pasado.En un camino en el bosque, el combate dedos abubillas. ¿Dos abubillas? ¡Vaya,hombre! No era la cosa para tanto.Escucha. La verdad es que él había vistomuchas peleas entre animales, el desafíode machos, hombres incluidos, pero nunca

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había sentido un malestar semejante. Lasdos abubillas se picoteaban sin tregua,ensangrentadas, a muerte. El abuelo tratóde asustarlas, pero no hacían caso de susgritos ni de su bastón. Aquellas pequeñasaves habían convertido todo su cuerpo enun arma. Todo su ser en una pulsión demuerte. Y mi abuelo decidió alejarse dellugar del horror. Interpretó aquello comouna derrota de la naturaleza entera. Él,que no era nada supersticioso, dijo: «Algoterrible va a pasar».

En la otra historia, en la de mi abuelopaterno, la presencia de un ave era másbien fonosimbólica. Una mañana muytemprano, por aquellas mismas fechas,Manuel Rivas, carpintero de Sigrás, ibacamino del trabajo en la ciudad, subido

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con otros compañeros en el remolque deun camión. Había una niebla espesa, sepodía amasar con las manos, es un decir,y el camión la iba perforando lentamente.Después de una curva, surgió por la orillade la carretera, como una aparición, uncura de sotana. Era un ser corpulento, y lafigura se agrandaba con un sombreropadre de fieltro negro y el paraguas desiete parroquias. Los obreros siguieron endemorada panorámica al aparecido, queiba quedando atrás. Hasta que uno deellos, el más joven, imitó desde elremolque el graznar de un cuervo:

—¡Groc, groc, groc!Hubo risas por la broma, pero luego

se hizo el silencio y todavía tuvierontiempo de oír la voz tronante:

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—¡Reíd, reíd! ¡Ya veremos quién ríea mediados de mes!

Comenzaba julio. Un buen mes. Elmes de Santiago. El mes de las fiestas. Miabuelo, después de recordar aquelepisodio, murmuraba como quien descifrade repente, conmocionado, un enigmahistórico: «¡Lo sabía! ¡Aquel cura sabíalo que iba a pasar!». Siempre meimpresionó el potencial de este relato, delo que sucedió aquella mañana en laniebla. Alguien, como podría ser aquelcura, que es poseedor de un alto secreto,va y lo descubre, enojado por una burlainfantil.

Manuel, el de Sigrás, estaba afiliadoal Sindicato. Y decir sindicato en lasMariñas coruñesas era decir

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Confederación. La CNT anarquista.Estuvo un tiempo preso, durante el«bienio negro», pero el propio juezlevantó los cargos. Participó en la largahuelga para alcanzar la semana laboral deocho horas. Y cuando mencionaba esalucha, un brevísimo inciso en su silencio,volvía a refulgir en el pozo de la miradauna melancolía libertaria.

En la relación con el lenguaje, habíauna gran diferencia entre el abuelolabrador y el carpintero. Manuel de CorpoSanto era hablador, hilaba prontoconversación. Hablaba cuando estaba encompañía, por el goce de hablar, perotambién cuando estaba solo. A veces noera consciente de esto, de que no estabasolo, y hablaba solo igual. Recuerdo ir

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con él alguna vez de la mano. Él hablandosolo, con una energía creciente, con ladinamo de la voz, esa corrientetransmitida por la apretura de la mano, lasensación de que íbamos a levantar elvuelo. Manuel de Sigrás era de pocashablas. Lo acompañé más veces. Muriómás tarde. Lo conocí mejor. Pero no fuepor el hablar, sino por el callar. Seexpresaba con un morse de silencios.Castro estaba cerca del Martinete. De vezen cuando, pasábamos una temporada allí,María y yo. Nos cuidaba Felícitas, lahermana más joven de mi padre. Ypasábamos también tiempo en el taller decostura de Amparo, la hermana mayor,donde el ritmo de las máquinas de coserse acompasaba con las emociones de las

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radionovelas. La casa de los abuelosestaba cerca de una cantera industrial. Laexplotación a cielo abierto había idoavanzando implacable hasta situar lavivienda en una especie de acantiladotembloroso. Hasta que no la pararon, lavida se movía por una especie de reloj dedinamita, las horas marcadas por losbarrenos. Cuando la abuela bordaba,había un instante más silencioso que elsilencio. Ella levantaba la aguja, entoncesse sentía la explosión, el temblor de lasventanas, y la costurera volvía, sincomentarios, a la construcción laboriosadel bordado. Cuando mi abuelo regresabadel trabajo, me llevaba de compañero auna taberna de Cabana. Saludaba alllegar, pero luego nos sentábamos en un

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rincón, en dos banquetas, a la esquina deuna mesa. La bebida habitual era la tazade ribeiro blanco. Él bebía siempre vinoclarete, en vaso. Me invitaba a un refrescoo a una gaseosa. Y así íbamos, trago atrago. De vez en cuando liaba tabaco depicadura. La columna de humo era máslenta y densa que la de los Celtas quefumaba mi padre. Ascendía y luegoformaba una nube compacta irradiada porla lámpara. La bocanada producía undiseño animado, un paisaje. Él tenía yapor entonces el cabello argentado. Alquitarse la boina, producía un efectoluminoso, fosforescente. No me gustabanlas boinas ni los cabellos canos ni lasarrugas. Creo que, en general, a los niñosno les atrae el rostro de la vejez. Pero a

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mí me gustaba aquella cabeza. Mucho. Asu manera, el hombre silencioso tambiénhablaba solo. Entre bocanadas y tragos,rumiaba algo. Parecía a punto de decirlo.Miraba en diagonal la nube. Al fondo, elgriterío de los clientes en la barra.Murmuraba: «Boh».

A la hora de citar las cualidades másvaloradas en los talleres de pintura deFlandes, se decía: «La mirada fértil, lamano sincera». Eran dos condiciones quecompartían el labrador, el carpintero y lacosturera. La abuela de Corpo Santo,Xosefa, murió en la posguerra, cuando mimadre era una niña. El carpintero y lacosturera, Dominga, tuvieron tres hijas yun hijo, el que sería mi padre, que fue anacer en Zamora y en un tiempo de nieve,

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cuando mi abuelo trabajaba en laconstrucción de un hospital. Así que lacriatura tuvo suerte: el primer sonido quepudo oír fue el del padre haciendo unacuna.

Las cosas se complicaron. Con elúltimo parto, en la costurera semanifestaría un malestar que acabaríapersiguiéndola siempre. Tenía un andar denube. La sombra de un sueño. Lo peorpara una familia obrera, en el hambre deposguerra, era que no había ni trabajo nitierra. Mejor, en aquellos años, serlabrador. A las niñas las cuidaban lastías. Tres de ellas, solteras, habíantrabajado de criadas en Coruña. Algoahorraron, se querían, se cuidaban unas aotras, eran muy delicadas en el trato;

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alejadas de la grosería y el abusomachista, habían convertido su pequeñacasa en una casa de muñecas. Allí crecióAmparo, que sería con el tiempo una muybuena modista. También en el carácter yen el habla tenía una sutileza textil. En sutaller, trataba a todos, niños y adultos,mujeres y hombres, como si fuesen elmejor paño de Galicia. El destino de mipadre había sido muy diferente. Él mismodecía que había vivido como un pequeñosalvaje. Casi no pudo ir a la escuela. Paraque tuviese comida, lo mandaron a vivircon sus abuelos labradores, con laencomienda de pastorear las vacas. Perocomer no comía mucho. Pasaba el díaentre mugidos, decía. Y por la nocheremoviendo en las tripas las letanías del

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interminable rosario de los viejos. Y ésefue su trabajo durante años. Ir demayordomo de las vacas. A veces pasabaal amanecer por delante de la casa de lasmuñecas, envuelta a esa hora en los velosque venían del río. Llegó a rozar con lamano la aldaba. Pero nunca llamó. Se leescapaba el ganado hacia la ribera. Bultosanfibios en la niebla.

Un día escuchó de repente unestruendo en el cielo. Era un aviónbimotor. Bajó casi a la altura de la copade los árboles. Parecía que justo iba aaterrizar allí. Mi padre contaba que estabatan cerca que le pudo ver la cara al piloto.Como un tiempo de suspensión. Él miróhacia el piloto y el piloto lo enfiló con lamirada. Y la misma curiosidad tuvo la

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vaca más cercana. Verle la cara al piloto.Mi padre tenía la cabeza erguida hacia elcielo y la vaca la levantó también. Lapunta de un cuerno justo fue a dar en elmaxilar. Allí donde quedó la cicatriztorneada como un hoyuelo.

Cuando creció, había mujeres que lecomentaban que una cicatriz así hacía másinteresante a un hombre. Le preguntabancómo se había hecho ese hoyuelo, estiloRobert Mitchum. Y mi padre respondíacon una precisión histórica: «Fue entreuna vaca y un avión».

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5. Vuelve cuandopises el sol

SACUDÍA la nostalgia como una moscade la cara. Mi padre va y dice, lo estoyoyendo: «Uno pensaba que llevaba atadoal animal, pero era el animal el que loataba a uno».

E l alindar, pastorear o apacentar elganado, en gallego, era algo muy comúnen la infancia de la generación de mispadres. Todos, tíos y tías, en algúnmomento hicieron ese trabajo. Díasinterminables, atados al animal. No es unametáfora. El pequeño tamaño de las

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propiedades, la preocupación por notraspasar los lindes, el miedo a que elanimal saliese en estampida, amoscado oasustado por cualquier sonido o sombraen el mundo sospechoso del bosque y lamontaña. Eso obligaba a llevarlo presopor una cuerda. Y la cuerda era tambiénuna atadura de resentimiento para lapersona. Barruntando al ritmo del rumiarde la vaca. Mi madre recordaba como unapesadilla el trabajo de pastoreo. Enconcreto, el terror de ir con Marela.Todas las vacas paridas responden a lallamada de la cría. Pero ésta, Marela,respondía a todas las llamadas de todoslos becerros, fuera el suyo o no. Y norespondía sólo con el bramido de madre,ese mugido que estremece el herbal y

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mueve las nubes. Echaba a correr,arrastraba a la niña hasta que ésta soltabala cuerda, y la vaca iba saltando porencima de muros y setos para acudir a lallamada. Al día siguiente mi madreprobaba a apartarla lo más posible, laconducía por los caminos hondos, al otrolado del monte. Así hasta que creía queestaba en otro mundo, en otra redoma devidrio, donde no llegaban los ruidos,voces y sonidos de Corpo Santo. Pero yaes sabido que la elocuencia está en eloído de quien oye. Y en el lugar quefuese, aquella vaca oía siempre una críaque la llamaba. Hasta que un día la niñadecidió que esta vez no iba a mantenertensa la cuerda que sujetaba a la Marelapor los cuernos. Más aún, que no iba ni a

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mirarla. Ojalá tuviese una pizarra a manopara escribir. Un libro de santos paraleer. Podía hacerlo en la tierra. Escribir,hacer unos garabatos en el suelo. Semiraron de reojo, ella y la vaca. Lo quedibujó en el suelo, bien visto, podía seruna vaca. La otra, la de verdad,permanecía hoy tranquila, disfrutando delpacer. Ya era hora. La niña pensó en algoque había oído contar una noche. Que lavaca puede alimentar a la cría todavíadespués de morir. Que mantiene el hilo deleche un día entero. ¿Cuántos años tienes,Marela? ¿Cuántos hijos has tenido?Cuando yo nací, tú ya eras madre. Ya teconsideraban una loca. Sí, no digas queno.

Era bueno hablarles a las vacas. Saber

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hablarles. Era bueno para los animales.Era bueno para la gente. Para las niñasvaqueras era una forma de matar eltiempo, la soledad, el miedo. Y el enfado.Ella había vencido el miedo al monte conun encargo que le hizo el padre. Tenía quellevar un envoltorio con pan y alimentos.Tenía que dejarlo en una gruta. ¿Paraquién? Eso no importa. Es mejor que no losepas. Pero es para alguien que lonecesita. Si te parasen los guardias, túsólo tienes que decir: «Es para mí, paracuando voy con las vacas. Ni una palabramás». Y otro día llevó un cántaro deleche, y cuando volvió al día siguiente porél ya estaba vacío. Pobre gente que andapor el mundo invisible y encimahambrienta. Volviendo a las vacas, el

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caso es que se perdía la paciencia. Un díafue a Tabeaio, al salón de baile, uncontador y humorista llamado Xan dasBolas, que había alcanzado mucha famapor figurar en algunos filmes en los quesolía hacer el papel de sereno en lascalles de Madrid. No debía de ser malhumorista, pues en una secuencia de lapelícula Historias de la radio consiguióhacer de sargento de la Guardia Civil queera llevado en hombros por la gente. Aldía siguiente de la actuación estelar enTabeaio, a Pepa, la hermana pequeña demi madre, le tocaba pastorear las vacas.Y les habló, a las vacas. Un discurso conbrío. Insurgente. Nada de rumiar por lobajo, nada de contemplaciones.

—¡Yo voy a ser bohemia!

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Era una palabra rara, que había oídono sabía muy bien cuándo, y por eso lesalió natural. Tal vez de la fábrica desinónimos de doña Isabel para nombrar loprohibido.

—¡Ya estoy harta de vosotras! —dijoPepa en su discurso a las vacas—. Voy aser bohemia. Y artista de cine. ¡Me voy air con Xan das Bolas!

Tendría ocho años, Pepa. Y eldiscurso llegó a doña Isabel, que disponíade un extraordinario servicio deinformación. Esta doña Isabel era sobrinadel cura párroco, con quien vivía en laCasa Grande de Corpo Santo. Allí, allado, estaba la casa humilde de losBarrós, atestada por una tribu infantil.Habían sobrevivido ocho, cuatro niñas y

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cuatro niños, en todo caso, muchas bocaspara un viudo, aunque supiese escribir.Así que doña Isabel había formado conalgunas criaturas una especie deprotectorado, siempre provisional ycaprichoso. Carmen fue durante un tiemposu favorita. Porque era muy callada. Y eraverdad. Mi madre era muy callada porquehablaba sola. Y no daba molestias.Cuando no trabajaba, se encerraba en eldesván de la Casa Grande a leer vidas desantos y santas. Se metía en aquellacámara oscura y buscaba una lanza de luzen las tejas para su felicidad clandestina,la literatura de las vidas extremas,radicales, locas, extraordinarias. Serserían santos y santas, pero lo que ellaleía, o por cómo lo leía, eran en vida

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mujeres hechiceras, raras, y hombresexcéntricos, con viento en las ramas.

Carmen no daba problemas. Hacía sutrabajo, nunca se quejaba; pasaba de lacuadra de ordeñar las vacas al desván conlos santos.

Pero lo que había dicho Pepita,aquello le preocupó mucho a doña Isabel.Era la más pequeña. Desde que se fueronlos artistas, no dejaba de mirar para lacarretera.

—¡Dijo que se iba a marchar con Xandas Bolas! —comentó con escándalo doñaIsabel a mi abuelo.

—¿Con Xan das Bolas?Era una mujer con enigma, tan beata

como romántica, reprimida y apasionada.Se sentía atraída por él y al mismo tiempo

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con la obligación de mantener unadistancia. Dios había sido amable conella, pero no le había dado la gracia delhumor.

—Es la broma de una niña —dijo miabuelo—. No le dé ninguna importancia.

A lo que sí estaba ella acostumbradaera a gobernar. Su vida y la de los otros.Dijo, ordenó:

—Sea como sea, la niña no volverá air con las vacas.

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No lejos de Corpo Santo, en el lugar

de Castelo, había otra niña pastora,Manuela. La que habría de casarse conFrancisco, uno de los hermanos de mamá.Francisco podía llevar remiendos en lospantalones de pana. Era un adolescentepobre, sí, pero se lo disputaban en todas

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las casas. En todas había un saludo y unasiento para Francisco. Porque Francisco,fuese pobre o no, era un regalo. Paracomenzar, agarraba las truchas con lamano en el río. Y los cuentos también. Enel aire. A mano. Volando. Tuvo variosoficios, pero ése, el de contar historias,siempre lo conservó. Trabajó en lafábrica de zapatos Senra, que era de unafamilia de mucha tradición republicana ala que se la incautaron los franquistas.Después se hizo barbero. Ya algocontamos. Se jubiló hace tiempo. Todavíaasí, a los noventa años, los viejos clienteslo reclaman para que los visite en casa, enuna residencia o en el hospital. Franciscose resiste, pero acaba yendo. Va con elneceser. Las tijeras, el peine. Y la

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memoria. El neceser de la memoria.Porque él sabe que no lo llaman por eloficio del cabello. Lo que quieren esoírlo. Y se lleva las tijeras, mejor, parapuntear el suspense. Si Vladimir Nabokovhablaba de la sorpresa o novedad en latrama como equivalente a un salto decaballo ajedrecístico, pues el tíoFrancisco utiliza el toque de tijeras. Heahí la inflexión. Lo imprevisible.

Las tijeras cortan el aire. Un momento.Hay que volver atrás.

El monte de los montes era el Xalo.Cuando llega la noche tiene esadisposición de la tierra brava y testarudaque quiere volver a ver el mar. Todavíaahora es mucho monte de Dios, peroentonces lo era más. No había carreteras

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asfaltadas, ni tenía un largo lomo mediourbanizado. Era un monte que dejaba o nodejaba pasar. Cada vez, había que abrirpaso. Y fue allí donde Manuela pisó elsol.

Tenía ocho años. Los dos hermanoshabían sido reclutados para la guerra. Yle tocó a ella. No había otra salida. Llevarel ganado. Las vacas, dos bueyes y uncaballo.

—Vete al Xalo. Hay pasto abundante.Pueden andar sueltos. No tienes que estarpendiente de que pisen aquí o allá.

—¿Cuánto tiempo?—Tú vuelve cuando pises el sol.Por más que preguntó no supo cómo

iba a pisar el sol. Qué ignorante, parecíandecir los adultos. Cuando pises el sol, ya

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te darás cuenta de que pisas el sol. Ellatoda la tarde a la espera. En vilo. Atentaal sol. Cómo iba a hacer para pisarlo.Hasta que llegó el momento y fue muyfácil. El sol se puso a sus pies. Y lo pisó.

Lo que nunca dominó fue elrelámpago. Tenía mucho miedo a lastormentas. Y más todavía cuando se hizocosturera. Costurera ambulante. Leenseñaron la costura con la Singer a loscatorce años. Cosía en casa, pero no eramucho prosperar. Muchas veces pagabancon trueque. Tú coses la ropa y yo te doyuna docena de huevos. Unas patatas.Harina. Pero nada comparable al día enque un fotógrafo, para pagar lo que ellacosió para las hijas, le hizo una sesión.No una foto, sino una sesión.

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Si los encargos no venían, o veníanpocos, había que ir a buscarlos. Se lesocurrió a ella y a una amiga, María. Sercostureras ambulantes. Iban con la Singerportátil encima de la cabeza de aldea enaldea. Atravesando montes y valles. Porsenderos y por los caminos hondos. Aveces, las acompañaba una tercera amiga.No importaba si cosía bien o mal. Cuandoella cantaba, pasaba lo que dicen de laalondra. Que espanta todos los miedos.Que sostiene las nubes, los truenos, losrelámpagos. Pero cantaba tan bien aquellachica, que acabó siendo vocalista deorquesta en las verbenas, una estrella delas Mariñas admirada con el nombre deFinita Gay. Hasta que un día se embarcópara hacer fortuna en América. Al final,

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todo el mundo se acababa yendo por eseotro camino. El del mar.

Manuela miraba todos los días haciael mar, pero decidió seguir un tiempo conla máquina portátil en la cabeza, de aldeaen aldea. Un día, en el camino, encontró aFrancisco. Él no cantaba, pero parecíabueno para alejar los rayos. Los distraíacon cuentos. Y todos iban a caer y tronarallá en lo alto, en el monte Xalo, dondelas pastoras descalzas podían pisar el sol.

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6. Las ruinas del cielo

DURANTE un tiempo, después devolver de Venezuela, mi padre estuvotrabajando en la aldea, en Rego, el lugarde Sigrás donde se crió, arreglando lacasa de unos parientes, y nos llevó con él.Los primeros días, María y yo dormíamosen un alpendre, prolongamiento de lacasa. En un altillo de madera al que seaccedía trepando por una escalera. Era unlugar sin luz eléctrica, de volúmenes desombras y olores fuertes. María y yo enuna misma cama, con un lecho de lashojas que envuelven la mazorca del maíz.Habíamos dormido en casas campesinas,

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humildes, sintiendo el roce de la piedra allado de la almohada, el correteo de losratones, el extraño crujir de las camastransportando suspiros desde los cuartosmatrimoniales, los pasos balbucientes deun anciano y el sonido de caracola delorinal en la noche, el saúco en luchacontra el viento en la ventana, el ir y elvenir de las contraseñas centinelas de losperros. Esto era diferente, nuevo. Lassensaciones intensas activan los sentidos.Los de dentro, la corriente de losrecuerdos, y los de fuera. Pero tambiénocurre que hay momentos en que lossentidos delegan todos en uno. Y aquellanoche de verano, en lo alto del cobertizo,todos los sentidos, después de hacer cadauno su trabajo, se agruparon en la mirada.

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En el viejo tejado, a poca altura del lecho,había huecos, con tejas movidas ofracturadas. Pero no parecía un peligro,sino una obra intencionada de la ruina.Eran ventanucos al firmamento. Nuncahabíamos visto tan cerca el cielo. Tanconfiadas las estrellas.

Estirados, cubiertos por una manta, sinhablar, nos fuimos despreocupando de larudeza del lecho, de los nervios de lashojas impresos en la espalda, quizásporque todo se iba haciendo más leve,flotante y luminoso, con una luz diferentea la conocida, que se expandía de talmodo por nuestra cámara oscura, que seposaba en las cosas y en las caras y no senotaba al tacto. Si María no decía nada, siMaría dormía con los ojos abiertos, si

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María era azul en la noche, como lastelarañas, las manzanas y las pacas depaja, pues yo también sería algo así.Fueron sólo unas pocas noches. Nodijimos nada. Ni entre nosotros. No nosquejamos. Nuestra madre se enfadaría,exigiría otro hospedaje. El tejadoestrellado lo guardamos en nuestroreducto de oscuridad. La noche nos habíaadoptado. Se abría, reveladora. De algunaforma, ya le pertenecíamos. Seríamospara siempre de su estirpe.

—¿Tuvisteis miedo?—¡No, ninguno!—Estos dos duermen con los ojos

abiertos —dijo mi padre.—¿Son lechuzas? —preguntó un

primo de mi padre, mirándonos a los ojos.

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—Auténticas lechuzas.Y entonces el primo imitó el canto de

la lechuza. Un chirriar, una especie delamento, que atravesó el día y la noche.También él era lechuza.

Nos trataban bien. La aldea, para losniños que veníamos de la ciudad, era unafiesta. Sobre todo si te pasaba algoanormal. Por ejemplo, un accidente.

Los dos jóvenes que llevaban el pesodel trabajo en aquella familia labradorade Sigrás me incorporaron como mascotaen su incansable equipo. Iba siemprecomo un rey. En el carro. A caballo. Unade las labores de la temporada era arar,

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gradar y al final pasar la atabladera paraalisar la tierra del cultivo. Ése era paramí un momento glorioso. La atabladera esun armazón de gruesos mimbresentrelazados. Arrastrado por los animales,hace el efecto de un peinado que nivela latierra ya ablandada por el arado. Para queel deslizarse no sea demasiado leve nisuperficial, para lastrar la fuerza de losbueyes, se colocan piedras en laplataforma. Y encima de las piedras iba elniño. No era lo más parecido a un sueño.Era un sueño. Montar en una alfombratirada por bueyes y recorrer en trono depiedra la llanura. En aquella pequeñaodisea, el niño vivía la aventuradesconocida que era al tiempo la nuevaexperiencia de un cierto poder. El ser

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transportado por aquellos seres enormes,mitológicos, que a la vez obedecían lasvoces amigas. Pero también descubrió, derepente, que los animales, ni siquiera losbueyes más mansos, no gozan con eltrabajo, y todos tienen el ansia de terminarcuanto antes. Pese al lastre de las piedrasy el niño, el ganado notó la levedad y dioun tirón veloz, echándose a la carrera.Con la sacudida, el niño cayó y una de laspiedras lo lastimó. Tenía sangre en larodilla. Curioso, una sangre roja con unhilo blanco. Y eso no gustó. Los dosjóvenes lo rescataron, lo llevaron en vilo,corriendo por atajos, y cayeron los tres alsaltar un muro. Lo que él recuerda es queen lugar de acentuar el dramatismo,aquello hizo que se echasen a reír. Y

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cuanto más reía uno, más reía el otro. Elniño no sabía qué pensar. No había otraalternativa. Tenía que reír.

Cuando llegamos a la aldea, la sangreya no corría. Formaba una costra. Lucíabien en la pierna, un surco escarlata. Y asíentré de verdad en la aldea. Con sangre ytierra. Un bautismo.

—Se va a quedar con nosotros parasiempre. ¡Va a ser bravo!

Otra vez a reírse. Qué remedio.Empecé a intuir que todo lo que decíanhabía que leerlo del revés.

Mi padre me contó la historia de unhombre bravo. Tal vez para que supiese

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de verdad lo que era un hombre conagallas. No un bocazas, sino uno que no sesomete. Se llamaba Ganzo. Habíaconocido a una chica y se enamoraron. Élbajaba de la montaña, de una aldea másremota. Venía a caballo. El padre de ellano aprobó la relación. Como sospechabaque se veían a escondidas, encerró a lahija en casa. Siempre vigilante. Era unhombre con vara de mando, con fama dedéspota. No era aconsejable hacerlefrente. Cada domingo, Ganzo bajaba delmonte y se ponía ante el portalón de lahacienda, inmutable horas y horas. Caía lanoche y marchaba. Nadie salía a darle unhabla. Pero volvía a la semana siguiente.Un día se abrió la puerta y asomó armadoel padre de la chica.

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—¿Qué es lo que quieres, Ganzo?Y él respondió, sin amilanarse, con

una frase histórica:—¡Que deje en libertad a la cautiva!El padre quedó tocado, perplejo.

Aquel hombre de la montaña lo habíaretratado ante todo el mundo.

A veces, al escribir, me venía a lacabeza esa historia. Ese remate. Esa frasesorprendente, dicha en castellano y almodo medieval. Ese uso preciso deldelicado término de cautiva. Un día se lorecordé. Mi padre chascó la lengua. Mirópara un punto indefinido. Remoto.Regresó.

—En realidad no dijo eso.—¿No?—No.

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Vio la desilusión en mis ojos. Cadauno a su manera, estábamos pensando enlo mismo. Los límites borrosos de laverdad y la ficción.

—¿Qué dijo Ganzo?Me miró. Lo iba a decir. Sonrió para

dentro. No dijo nada.—Me lo tienes que contar —rogué.—Es mejor dejarlo así.—Pero ¿qué dijo?Ahora parecía que dudaba, pero no

que dudase entre un hecho y unainvención, sino entre dos realidades.

—«¡Suelte a la perra!» Eso fue lo quedijo.

—¿A la perra?—Sí, parece que dijo eso.

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—Era mejor lo otro.Estábamos en el porche. Había una

planta que le llamaba la atención. Lorápido que crecía. El verde jubiloso.También estaba a punto de decir algosobre esa planta, pero nunca dijo nada.Era una marihuana de María.

—Te voy a decir lo que pasó —concluyó sobre el caso Ganzo—. Unosoyeron una cosa, y otros, otra.

—Pero ¿tú qué crees que dijo?—No sé. El otro le disparó a los pies

para asustarlo. Pero él siguió allí. Sinmoverse. Yo oí el tiro. Eso sí.

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Después de una aldea, había otra aldeamás alejada, que era el lugar remoto, lafrontera extrema, pero más allá de estaúltima también había otra, y otra que a lavez tenía su marca remota, así en unacadena geográfica hacia lo ignoto, que erauna especie de reverso imaginario. Todo,en realidad, era una geografía mental, unadensa confederación de aldeas, como uncrucigrama infinito de caminos entretopónimos. El lugar remoto podía estar auna hora andando. Recuerdo como unlargo camino la primera peregrinación ala que fuimos, de Corpo Santo a SanBieito. Hacía mucho calor y los cerezosdaban sombra y fruto. Nosotros noalcanzábamos las ramas, pero los mayoreslas arqueaban hacia abajo para que

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pudiésemos picotear. Iban contentos, ynosotros con ellos. Las romerías eran algomás que una misa. Eran una fiesta quetraspasaba el día, y en la que lo religiosoparecía sólo una excusa. Los lados delcamino, y eso ocurrió de repente, seestrecharon en un corredor de cuerpos ylamentos. Tullidos. Ciegos. Gentedesfigurada. Mujeres enlutadas concriaturas en el regazo. Había visto genteque pedía limosna, pero no de esta formacoral. Impresionaba la salmodia de lasvoces, pero sobre todo, a la altura delniño, la expresión silenciosa, la miradafija de los muñones desnudos. El rito decuración, esconjuro o protección en SanBieito era pasar por un agujero en unmuro de piedra. Para los pequeños era

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muy fácil, pero no para un adulto. Cuandoademás era grueso, verlo allí, mediocuerpo a un lado y medio al otro,resultaba algo cómico, pero al principio.La desgracia, para ser cómica, no puededurar. Perder el equilibrio y caer.Resbalar en la acera. La bofetada delpayaso que tumba a otro. Una tarta demerengue en la cara. Quedar con el culoal aire. Todo esto es cómico, si no dura.Cuando uno quiere pasar de un lado aotro, por el hueco de un muro, y es unritual curativo y santo, y se ve que nopuede, queda atrapado, el rostrosudoroso, congestionado, es como asistira lo cómico y a su reverso a un tiempo.No existía el milagro, pero sí su derrota.El bracear desesperado de la metáfora

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carnal. Todos los que empujaban, lasvoces que lo animaban, conseguían aveces éxito en el pasaje, y el cuerpo caíacon los brazos abiertos del otro lado,como quien se posa al fin en el esplendorde la hierba. Se sentía entonces un aliviogeneral. Un confort común, de las gentes yde las piedras. El alivio. Eso debe de serlo más parecido al milagro.

No, San Bieito no era remoto. Lo era paramí. El primer lugar donde vi al ciego conun ojo que reía y otro que lloraba. Elhueco en la piedra unía la enfermedad y lafiesta, los cantos y los lamentos, lasplegarias y las bombas de palenque, el

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alba y el crepúsculo. Y la imagen delmuro como una frontera de un más allá,con su paso redondo, como un ojocurador, pero también sarcástico y aveces cruel. Acabaría dándome cuenta deque San Bieito era parte de un país taninvisible como omnipresente. Unatelaraña que mece y traspasa el viento dela historia, sin romperla. Gran parte denuestros primeros viajes, visitasfamiliares aparte, era a los lugaressagrados, que emergían en el calendariocomo días de fiesta. Romerías a las queconvenía ir a pie, por lo menos un trecho.Ahora los automóviles penetran yprofanan, si los dejan, hasta el campo dela fiesta o el cementerio. Pero el ir a pietiene un sentido. Y todavía más llevar un

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exvoto en la cabeza. Darle tiempo a losagrado. Es el tiempo de llegar a loexcéntrico. Cuando escribo, voy a pie.Decidido, contento, de vez en cuando unacereza. Hasta que las piernas tiemblanporque allá en el fondo se ve el muro. Yel agujero en el muro.

A veces, no se llega y es por no ir apie. Fue lo que ocurrió la última vez queme acerqué al San Andrés de Teixido, lamás excéntrica, la más auténticaperegrinación. En coche. En compañía deLiz Nash, una escritora y periodistabritánica. Todo el camino hablándole delsanto que había llegado del mar en unabarca de piedra. Explicando el sentidofigurado de la barca de piedra, por eltipo de lastre que usaban las

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embarcaciones. Interpretando la leyendade que a Teixido (el lugar de los tejos) iráde muerto quien no fue de vivo. Contandopor qué no se deben matar animales, nisiquiera insectos, pues pueden ser ánimasde difuntos en camino. La idea de la re-existencia, de la trasmigración de almas,en el saber popular.

Etcétera.Hasta que llegamos al santuario. El

sol incendia el mar y la naturaleza expertase dispone a componer un artísticocrepúsculo para las cámaras de losúltimos peregrinos. En la puerta lateraldel templo, hay un sacerdote con sotana ycuello blanco. También para él es fin dejornada. Liz se acerca para preguntarlesobre la leyenda. Por la puerta entornada

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se ven las anatomías pálidas de losexvotos de cera, como juguetes rotos a laespera de un milagro. Ella está muyinteresada. Es fascinante encontrarse conla creencia viva en la trasmigración de lasalmas, esa filosofía tan oriental, en elextremo del Occidente europeo. El curaecha un trago. Me mira de reojo. Mira almar. Mira a Liz.

Chasca la lengua.Dice: «¡Cuentos de viejas!».He ahí un hombre bravo.

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7. El adiós delsaxofón

MI padre nunca fue en avión. Él ya lehabía visto la cara al extraño aviador, yatenía un aviso de la aviación.

En tren fue muchas veces. Desde queera un chaval. En los techos de losvagones. Contaba como la noticia de unaliberación el día en que le dijeron que ibaa trabajar de pinche, aprendiz de albañil,en la ciudad. Al contrario de lo queocurre en el cuento ¡Adiós, Cordera! deClarín, en el relato de mi padre quienquedaba triste era la vaca y a él le saltaba

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el corazón de alegría el día en que dejóatrás la verde cárcel de los herbales.Nunca tuvo saudade ninguna de aqueltiempo de niño pastor. Y desde luego notendría interés en atribuirse la condiciónde «amigo de los animales». Pese a lacornada del episodio aeronáutico, no setrataba de miedo o rechazo. Manteníasiempre con ellos, incluso con losdomésticos, una distancia educada, peroinnegociable. La excepción más notablefue la de Cotobelo, un chucho pequeño ycon mucho carácter, al que le sobraba esetópico de ser tan listo que sólo le faltabahablar. Si los animales hablan, pero nolos entendemos, la singularidad deCotobelo es que se le entendía gran partede lo que decía. No sólo anunciaba las

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visitas, sino que opinaba sobre ellas contotal sinceridad. En la apreciación de mipadre, no era ni dejaba de ser unapersona. Era algo diferente: un personaje.En las largas noches de invierno, solíanver juntos la televisión. Les gustaban losfilmes del Oeste. Pero también compartíanel gusto por la música. Para mi padre, elmayor logro del género humano era unaorquesta de jazz.

—¡Estos negros tocan como Dios!

Cotobelo murió cuando yo ya habíacomenzado a colaborar en la prensa.Escribí un artículo en el que trasladabauna inquietud oída a mi madre: «¿Puede

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un animal como Cotobelo ir al cielo?». Lomás sorprendente es que a los pocos díasrespondió un sabio teólogo, AndrésTorres Queiruga, diciendo que por qué no.Los animales tienen ánima. Y seríadesolador, y aburrido, un más allá, unParaíso, sólo habitado por almashumanas. Mi madre recortó el artículo yfue de las cosas que guardó en la mesitade noche mientras vivió.

Llegaba la matanza del cerdo y mi padrehacía lo contrario de la gente corriente.Desaparecía.

La casa en construcción de Castro deElviña, donde fuimos a vivir en 1963,

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estaba en un lugar apartado y conocidopor Monte da Nacha, lindante con uncamino de tierra que llevaba al llamadoEscorial y a la torre de emisión de RadioCoruña. Una de las primerasinformaciones vecinales que recibí, concierta turbación, fue que justo en aquellacumbre era donde daba la vuelta el viento.Un mérito que se atribuye a muchascumbres, pero que en este caso, y no habíamás que oír el rumor hosco de loseucaliptos, era muy verosímil. Y no erandos o tres voces las que lo afirmaban.Todo el mundo decía lo mismo: «¡Vais avivir donde da la vuelta el viento!». Eso,lo de ver al viento dar la vuelta, fue algoque me tuvo ocupado y preocupadodurante un tiempo. Y todavía más cuando

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mi padre proclamaba: «¡Aquí nuncallegará la ciudad!». Algo había de cierto.Las gaviotas coruñesas, incluso en latempestad, daban siempre la vuelta allí,en aquel non plus ultra del altísimo posteradiofónico. Y lo mismo los estorninos,que hacían y deshacían viñetas súbitas enel cielo. Los cuervos, no. Los cuervosvolaban, solitarios o en batallóndesastrado, y de repente caían oremontaban hacia lo desconocido. Teníasimpatía por los cuervos. En la iglesia,siempre húmeda y fría, con los cuerpospetrificados por el contagio de las losas,había un momento en que revivíamos y eracuando el cura leía la parte del Génesis enel Antiguo Testamento, y en especial elepisodio del Arca de Noé. Todos atentos

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a las manos del sacerdote, pues hacía elgesto mímico de soltar una paloma y uncuervo, con la misión de ser informadoresmeteorológicos después del diluvio.Regresaba la paloma con la rama deolivo, pero el predicador nada decía delcuervo. ¿Qué había sido de él? Normalque no volviese el cuervo. No había másque verlo allí, en nuestro monte. A su aire.La paloma es periodista. El cuervo, esevagabundo, es poeta. Y el cuco. Tambiénel cuco seguía su viaje. Nunca volví aescuchar al cuco como en la infancia enaquel monte. Una de las veces que elabuelo carpintero rompió su silencio fuepara decirme despacio, con la intenciónde que no me lo olvidase nunca, unproverbio destilado como un haiku: «Si el

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cuco no cantó en marzo o en abril, o elcuco está muerto o el fin está a venir».Había un gran peñasco que llevaba sunombre, el del cuco. Tenía su forma, unave pétrea, alada, con el pico orientadohacia la línea del faro. Una gran piedra apunto de volar, ésa era la posición. Cadaaño, en marzo o en abril, pasaba el cuco.Subía hacia el norte desde algún lugar deÁfrica. Debía de haber una saga de cucosafricanos que mantenían ese camino. Senotaba que la ruta no le era indiferenteporque no pasaba sin más. Se recreaba enel cucar, que iba y venía en intensidad.Todo el deseo se concentraba entonces enla mirada, en el querer ver al cuco. AZapateira, en aquel entonces, era un granespacio de misterio, una tierra de nadie

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poblada para nosotros por los seres de laimaginación, que a veces nos visitaban enforma de zorros, conejos, martas,serpientes, búhos o lechuzas. Era tambiénel primer lugar donde el cuco cucaba. Noexistía todavía ninguna carretera ni clubde golf. Hasta que los hicieron, lacarretera y el campo de golf. Y losveranos subía la comitiva motorizada deFranco. Todo el monte escudriñado porcientos de guardias. De repente, se poníanfirmes en sus puestos de vigía. Pasaba elzumbido acorazado del Caudillo. Lascompactas carrocerías negras, comocatafalcos rodantes, con los vidriosahumados. En aquel convoy de verano,nunca distinguimos ningún rostro. Con losaños, se extendió la ocupación catastral y

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fue desapareciendo del monte la salvajecompañía. Quedaba el cielo. Laimaginación de las nubes. El vientozarandeando a los cuervos. Los cuervosburlándose del viento.

El caso es que mi padre no soportaba ni lamatanza del cerdo ni de otros animales. Élconstruía las cuadras, los corrales, lasjaulas, esa pequeña granja doméstica quecircundaba la huerta. Ayudaba a criarlos.Construyó el baño, la artesa donde seguarda en sal el cerdo despiezado. Solíahacerse la matanza en el verano de SanMartín, en el sol de invierno. En las casasera un gran día de fiesta. En la cultura

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popular gallega, tan pantagruélica, elcerdo era considerado un sustentoprovidencial, dispensando. Hay esaestampa del paisano a quien preguntancuál es su ave preferida y él mira al cieloy exclama: «¡Ay, si el puerco volase!». Ymuchos proverbios de alabanza, nonecesariamente antiguos. Como ese quedice: «Salvó a más gente el cerdo que lapenicilina». Pero el caso es que mi padredesaparecía ese día. Ni siquiera el ansiade venganza modificó su posición.Cuando trabajaba de autónomo, a vecespasaba meses sin cobrar. Y después deesos períodos de carencia, podía cobrartodo de una vez. La casa estaba aislada.Era un objetivo fácil para rateros. Nosrobaron algún domingo, cuando no había

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nadie. Tampoco tenían mucho quellevarse. El caso es que un sábado mipadre cobró el trabajo de varios meses.El domingo estábamos invitados a unafiesta familiar. ¿Dónde meter el dinero?La idea parecía brillante. Metió el dineroen un bote de pintura vacío. Un botemetálico, bien tapado, que escondió en lacuadra del cerdo, bajo la maleza que lehacía de cama. Cerró la puerta concandado. ¿Quién hurgaría en semejanteescondite? Al volver, de noche, elcandado estaba en su sitio. Abrió lapuerta. Allí estaba, a primera vista, elbote. Destapado, sin nada dentro. El hozardel cerdo. El animal devoró en un ratotodo el trabajo de meses. Pero mi padretampoco asistió a aquella matanza.

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Alguno de mis tíos hacía aqueltrabajo, el de matar el cerdo. Y dirigía laslabores siguientes como un rito: quemar lapelambrera con teas de paja, lavarlo,abrirlo, destazarlo, salgarlo. Mi madre seencargaba de todo para los preparativos.También de buscar brazos para sujetar alanimal. El oficio de matachín no teníaninguna pretensión ritual ni artística. Laprofesionalidad consistía en hacer sufrirlo menos posible y acabar cuanto antes.Saber el mejor camino al corazón y guiarpor allí la punta del cuchillo. Rápido,pero sin atropellarse, con pulso. Mitrabajo era el de estar allí, a la altura dela boca de la herida, para aprovechar elchorro de sangre en una palangana. Yremover la sangre, destinada a las

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morcillas, para que no cuajase.La ausencia de mi padre no se

comentaba. Se pasaba por alto. Era unarareza y ya está. Como ser de otrareligión.

De los otros sacrificios, de las aves ylos conejos, se encargaba mi madre.Tampoco ella tenía ninguna vocacióncarnicera, pero sí la de dar de comer.Alguien tenía que hacerlo. Uno de lospeores días de su vida fue cuando se lefue de las manos un pato ya descabezado.El ánade siguió volando sobre nosotros untiempo, en un carrusel atolondrado. Ellatrató de calmarnos y calmarse a sí misma:«¡Pobre! Tenía mucha electricidaddentro».

Este apartado de los sacrificios se

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trataba de obviar, pero, a veces, surgía demodo imprevisto y no en el mejor lugarposible. En la mesa. Como en el caso delgallo barítono. Los despertaba cadamañana. Pasó el tiempo. Mi madre atrasóvarias veces aquel momento fatal. Lopreparó para comer un día de fiesta, nosin avisar. Sabíamos que ella era la quepeor lo pasaba, la que iba en solitario alocasional matadero de la huerta, y alvolver murmuraba: «Se acabó. ¡Nuncamás!». Mi padre no comió ese día. Todosa rumiar en el arroz la escala musical. Yde vez en cuando, pasados los años,recordaba al cantor:

—¡Aquel gallo valía un potosí!Hasta que, en efecto, mi madre dijo un

día «¡Nunca más!» con una convicción

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especial. Y se acabaron para siempre lossacrificios de animales.

Un potosí era el valor máximo de lascosas para mi padre. Y un potosí eratambién lo que valía el saxofón.

Él había aprendido a leer partiturasmusicales antes que los libros. El solfeoantes que el abecedario. Saber sabía lasprimeras letras, había ido unos meses a laescuela, pero para leer y escribir deverdad aprovechó el tiempo muerto en lamili del cuartel de Parga. Estaba en labanda de músico y en el invierno hacíatanto frío que, en su expresión, «las notasmusicales quedaban congeladas en elaire». En su versión de aquel períodoglaciar, un corneta quedó una nocheespetado en una nota, sin poder despegar

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la boquilla de los labios. Todos reíamosaquella exageración y él decía: «Reís porignorancia». Tenía razón. El antiguocampamento militar de Parga, hoyabandonado, con los pabellones tomadospor las zarzas, mete el frío por los ojosaunque lo mires desde lejos y en verano.Aquel chaval que a los once años corríade Sigrás al puente de Cambre para, comomuchos otros, saltar a los vagones para ira trabajar a la ciudad, aprendería de muyjoven, por una feliz casualidad, a tocar elsaxofón. Fue un trueque. A mi abuelocarpintero se lo dieron en pago poralgunos trabajos. El pinche salía de laobra e iba a clases de un maestro que enrealidad se ganaba la vida tocando elpiano en un pequeño cabaré.

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De la vida de pinche, mi padresiempre recordaba el día en que tuvo laocurrencia de calentar las veinticuatrocazuelas de los operarios con unas tablasde teca. El noble fuego que dieron, todobrasa sin humo. Estaba admirado. Él nosabía que aquella madera valía un potosí,y cuando llegó el patrón, que gastabazapatos blancos, soltó un juramento quehizo temblar las ramas todas de losjardines del Relleno coruñés. Expresó envoz alta su intención: «¡Voy a hacer unchurrasco de pinche!». Ese día, con lacomplicidad de sus compañeros, mi padretambién desapareció.

Se escabulló de aquélla y de otras.Con el tiempo sería un buen albañil.Aunque en la juventud lo que amaba era el

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saxofón. Durante años combinó los dostrabajos. El salario de la construcción conlas actuaciones de los fines de semana enverbenas y salones de baile. Los músicoscoruñeses se reunían alrededor del bar LaTacita de Plata. Allí conoció a losverdaderos héroes de la emoción popular.Los que mantuvieron los espacios de lafiesta y el enamoramiento, en aqueltiempo ruin. Tocó en orquestas fijas oimprovisadas. Allí venían a contratar losvicarios de las fiestas para las aldeas olos dueños de los salones de baile. Laruina de los salones, eso echó atrás amuchos músicos. Era la vida del gorrión.En el verano, grano; en el invierno, uninfierno. Mi padre nunca dejó el trabajode albañil. Como el gorrión, tenía miedo

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del invierno. María y yo, de pequeños, loveíamos regresar de la obra, cambiar deropa y marchar de nuevo con el saxofón.Subía a un carromato con los compañerosde la orquesta, camino muchas veces deun lugar muy remoto, incluso en lasmontañas lindantes de Asturias y elBierzo. Hasta que aquel ritmoinsoportable lo venció, como al Chaplind e Tiempos modernos bailandosomnoliento en un engranaje imparable.

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El albañil, el amador profesional,

dejó la música. Pero quedaba el saxofón.Para Carmiña y para nosotros, el tesorosecreto de la casa, adormecido encima delarmario, a la espera de tiempos mejores.De vez en cuando, el saxofón bajaba e ibaa colocarse en las manos de mi padre. Laúltima fiesta en que lo oímos fue unaNochebuena. Tocó pasodoble, tocó

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bolero, e incluso un villancico. Mi madreno paraba de reír. Ese día entendí, creíver, cuándo y por qué se encontraron losdos solitarios. Allí estaba el hombreespecial, creando armonías.

Un atardecer, mi padre llegóacompañado de un hombre con unmostacho que formaba una especie deherradura en torno a la boca. Eracorpulento, pero con los brazos algocaídos, como portador de un cansancioanatómico. Había en todo él algo decaído. Los dos muy serios. Silenciosos.Mi padre entró en el cuarto de matrimonioy bajó la caja del saxofón del armario.Lloramos. Simplemente fue así. María yyo empezamos a llorar. Era además unllanto que no tenía consuelo. La sensación

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de que se estropeaban todos los relojes detodos los tiempos. Mi padre no contabacon esa reacción de solidaridad hacia elviejo saxofón. Se le veía perplejo yturbado. Nos llamó a un lado y dijo convoz grave:

—¿Sabéis por qué se lo doy? Porquea él le hace falta para ganarse la vida.

Nosotros lloramos, sí, pero creo queel más apesadumbrado era ahora aquelhombre de ojos oscuros y bigote deherradura. Lo vimos irse con la cajanegra. De repente, se dio la vuelta. Vinohacia nosotros. Metió la mano en elbolsillo y nos dio una moneda de cincoduros. Y luego marchó cuesta abajo, haciala noche, el cuerpo escorado, como quienlleva un ánima de la mano.

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8. El viaje al paraísoinquieto

LA primera imagen es la de una viejaenlutada en una ventana. Pero no me miraa mí, así que sigo la dirección de sumirada y allí hay un hombre atareado. EsFarruco que está colocando pares dezapatos y botas sobre un muro. Loslimpia, los lustra con betún o con grasa decaballo, y los hace bruñir con un paño yun cepillo. Luego las coloca, las parejas,por edad. Allí están, al sol del domingo,todos los zapatos de su vida.

Gaston Bachelard definió el mundo

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pintado por Chagall como un «paraísoinquieto». Yo no sabía entonces ni de lafilosofía poética de Bachelard ni de laaldea en vilo de Chagall, pero conocí eselugar de niño y en él crecí. Un paraísodonde los caballos de colores comíanespinas, un paraíso duro, con nombre debatalla. Era Castro de Elviña.

Mi padre estaba contento por haberconstruido allí, con sus propias manos, loque él llamaba al modo venezolano unranchito. Una casa en construcción, deuna planta, y en medio de la ladera. Justocolocó la puerta, que había hecho miabuelo, el día de la gran nevada de 1963.Atravesó con ella al hombro el río deMonelos y el promontorio de las vías delferrocarril, pues estaba taponado el túnel

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de Someso. Fuimos los tres, el abuelocarpintero, que llevaba el marco de lapuerta, el padre con la propia puerta y elpequeño detrás, con alguna herramienta,contando los pasos y tratando de pisar ensus pisadas. Había que hacerlo. Había quetener casa propia. La más precisadefinición de independencia de mi padreera ésta: «Hay que vivir en un lugar dondeno se escuche al vecino tirar de la cadenade la cisterna».

Al principio, Carmiña, María y yo noestábamos muy convencidos de aqueléxodo desde el Monte Alto a otro montetodavía más alto, con camino de tierra, ypor donde bajaba torrencial la lluvia, ysin transporte ninguno. Por no hablar delviento. Para viajar a la ciudad, había que

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recorrer una larga distancia por senderosy campo a través hasta la Avenida y allíesperar a la Cucaracha, el viejo autobúsque venía atestado de gente en su ruta porlas Mariñas, y que hacía honor a la piezaque muchas veces entonaban lospasajeros: La cucaracha, la cucarachaya no puede caminar porque no tiene,porque le faltan / las cuatro ruedas deatrás. Muy cerca de la parada acababande inaugurar la fábrica de Coca-Cola queabastecería Galicia. Un edificiosorprendente para la época, un grandísimocubo de cristal, a la orilla de la carretera,pero enmarcado en la naturaleza. Mientrasno llegaba la renqueante Cucaracha,mirábamos asombrados el movimientoincesante de la cinta transportadora donde

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las hileras de botellas de la pócimaentraban vacías por un lado y salían llenaspor el otro, sin la presencia, a la vista, deningún ser humano. Cuando me hablan de«realismo mágico», esa etiqueta literariade la que abusan los críticos perezosos, loprimero que me viene a la cabeza esaquella fábrica transparente y la visión delas botellas que se llenaban solas. Ynosotros a la espera del anciano yfatigado coche de línea, con su motorrencoroso. El andar de la Cucaracha, esosí que era realismo. Y algo tenía demágico.

Habíamos tenido que abandonar elbajo de la calle Marola a la fuerza, en unapresurado desalojo. Los propietariosapenas nos dieron tiempo para la

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mudanza. Carmiña fue a su domicilio paraparlamentar una moratoria. Me llevó conella. Era muy tranquila, pero ese díapodía sentir en la mano, desbocado, elpulso de su corazón. Nos recibió laseñora, sin hacernos pasar al vestíbulo.Era una mujer enjoyada y tiesa. Mi madrele soltó algo parecido a los versos de lajusticia por la mano, que se sabía muybien, de Rosalía de Castro. Y aquellamujer llamó a gritos al marido. Loinesperado de la escena fue que aparecióun hombrecito con mandilón de cocina. Lamujer lo azuzaba contra mi madre, pero élestaba muy nervioso, hablaba apenas conun hilo de voz. No se sabía de quién teníamás miedo, si de la inquilina airada o delas órdenes de su mujer. El caso es que

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Carmiña decidió suspender lashostilidades. El hombre tartamudeaba y lapropietaria había desaparecido. Meagarró de la mano y marchamos sin más.Ella fue todo el camino hablando sola.Ahora lo que podía sentir en la palma dela mano era la vibración del sirventés desus palabras.

Mientras mi padre avanzaba en laauto-construcción en aquel trozo de monteque había comprado con la ayuda de losbolívares, fuimos a vivir unos meses acasa de mis abuelos paternos, elcarpintero y la costurera. Estaban tambiénen un monte, en el arrabal de la ciudad,llamado Martinete. De aquel paisaje hoyno queda ninguna huella. Mi abuelo iba atrabajar como operario y tenía también un

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pequeño taller en el bajo de la casa. Losdomingos cultivaba un trozo de tierralindante con el río de Mesoiro que teníacauce por el vergel de A Granxa y que,con el nombre ya de río Monelos,desembocaba en la bahía. Entonces teníavida, el río. Si subían algunas anguilas,sería porque todavía había antiguasnoticias del pequeño Monelos en lamemoria submarina de los Sargazos. Perotambién el río desapareció, todo élsubterráneo. Debe de ser uno de los pocoscasos en el mundo en que en una ciudad sedecreta la desaparición de su río. Cuandollueve en aguacero, a veces, en algúnsótano de algún aparcamiento, oyes elrumor, el bramido del espectro del río.

Uno de los vecinos del Martinete era

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un hombre mudo, de largas barbas. Creoque se llamaba Fidel, o así lo nombraban,tal vez por los barbudos de la revolucióncubana. Era un buen compañero de miabuelo carpintero. Se entendían muy bienlos dos en silencio. El operario deaserradero vestía siempre un mono azulde trabajo y tenía en verdad un aspecto depersonaje legendario. Un aire deargonauta que había perdido el habla enalguna isla donde robaban las palabras.Corpulento y ágil a la vez, ponía todo sucuerpo a producir signos cuando queríaexpresar algo. Era el vecino máscomunicativo del contorno. Mi abuelo loescuchaba con los ojos, se quedabapensativo o asentía. Podían estar asíhoras. Era una anatomía entera

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filosofando, exclamando con las pestañas,subrayando con las cejas, escribiendo enel aire con los brazos, con las manos, losdedos componiendo ideogramas. Un díase averió la fuente. No echaba agua por elcaño. Y el mudo, muy competente en todamaquinaria, comenzó a explicar elproblema a la rueda de vecinos. No usabapalabras, pero en la atención de todos sereflejaba la extraordinaria elocuencia. Laenergía de su cuerpo parlante. La forma enque describía en el aire el camino tododel agua. La ley de los vasoscomunicantes. Cuando terminó, el aguavolvió a manar por el caño. No podía serde otra manera. Toda la gente estabaconvencida, a la espera. Sería unavergüenza para el agua no salir.

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Y llegó el día de la nevada. El dellevar la puerta. El de tener un hogarpropio.

En aquella zona está ahora situada laUniversidad de A Coruña. En propiedad,debería llamarse Universidad de Castrode Elviña. Ésa fue una de las primerascosas que me enseñaron. Que una cosa eraCastro y otra la ciudad. Aquí, donde seanhela siempre el blasón de villa ociudad, Castro es el único caso conocidodonde se reivindicó la condición de seraldea. Y así se hizo constar en la primeraasociación de vecinos. La reunión fue enla taberna de Leonor. El Gobernador, enaquel tiempo en que los gobernadoreseran como el ojo panóptico que todo lovigila, envió a un policía de paisano. No

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hacía falta que se diese a conocer. Era elúnico con corbata en varios kilómetros ala redonda. El hombre secreto se sentó ycomenzó a tomar nota de cada cosa que sedecía. Pero llegó un momento en que dejóde escribir cuando la asamblea acordópor unanimidad constituirse como «aldea»y se descartó la denominación de«barrio». A continuación, intervino unavecina, que advirtió que tenía la cazuelaen el fogón, para clamar contra unimpuesto vigente por la limpieza dechimeneas. Preguntó: «¿Alguien ha vistoalguna vez por aquí a unlimpiachimeneas?». No, nadie había vistonunca algo semejante. Y entonces señalóa l secreta: «¿Y no será ese señor el jefede los limpiachimeneas?». Vimos en la

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cara la derrota definitiva del detective.Recogió sus notas y se marchó deprisa, enun coche, no tanto por miedo a que fueseun lugar peligroso sino imaginario.

Nosotros, eso, lo de que estábamos enun lugar imaginario realmente existente,no lo sabíamos al llegar. A primera vista,el territorio nos pareció hostil. Los perrosandaban sueltos y trataban de mordernuestras sombras de desconocidos. Maríay yo no nos atrevíamos a salir del reductodel ranchito. Lo único que nos tranquilizóaquella noche fue ver la luz del faro.Estaba más lejos, pero por eso se veíamejor. Su destello circular recorría laoscuridad hasta entrar por nuestraventana. Al despertar y salir fuera vimosque el monte estaba pintado de colores.

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Las lavanderas habían tendido la ropa. Ylas niñas de los Barreiro, las hijas dePepe y Maruxa, estaban en la peña delCuco. Entre otras cosas, supimos que yaestaba al caer el carnaval. Y que en elcampo de fútbol, el martes, el gran día,iba a pasar algo que no pasaba en ningunaotra parte del mundo.

—¿Y qué va a pasar?—Que aquí juegan las mujeres —dijo

Beatriz.

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Si las mujeres jugaban al fútbol, éste

no podía ser el culo del mundo. Lo que síera cierto era que el viento daba allí lavuelta. Cómo no iba a darla. Estaba alservicio de las lavanderas.

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9. El Hombre delTiempo

LO vi cavar dos pozos. Cavaría más porahí adelante. Pozos de verdad, artesianos,para el suministro de agua. Aunque sutrabajo no era el de pocero. Al contrario.El trabajo de albañil de mi padre estabamás relacionado con la elevación que conla profundidad. Pero, cuando eranecesario, abría una boca en la tierra. Yse ponía a construir profundidad.

Durante mucho tiempo trabajó conXosé, un compañero más joven que lotrataba de maestro. Xosé de Vilamouro

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era muy serio, muy callado, y mientrastrabajaba sólo se manifestaba con lasonomatopeyas graves y la músicaexperimental de las herramientas enacción. Me llamaba la atención el hábitode dirigirse a mi padre como «maestro»,el darle ese trato con naturalidad. Así queallí había un maestro, en el mismo oficio,y eso no significaba una jerarquía sino unrespeto. En este caso, el maestro era mipadre. Hay palabras que se posan en lamirada. Podía discutir con mi padre, estaren desacuerdo, enfadarse, pero cuandoestaba trabajando, no podía dejar de verlocomo a un maestro. El silencio delalbañil, como el de otros oficios, tieneque ver con la necesidad de oír el sonidodel trabajo. Lo que producen las

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herramientas en el contacto con elmaterial. Una desarmonía alerta de unfallo en la simetría. Hay que oír elesparavel y la regla cuando se receba unapared. Pero también puede darse, enocasiones animosas, el proceso contrario.Ahora, Xosé y mi padre estáncanturreando, silbando, trompeta y saxo,hay un momento en que entra el trombón, yesa música contagia a las herramientas,les incorpora una voluntad de estilo. Talvez ahí mi padre, que había aprendidosolfeo antes que las letras, redobla lacualidad del maestro. Cuando algo en lamateria se rebela, cuando la masadesobedece, calla. Indaga, estudia eldesacuerdo. Revisa la mezcla. Avanzasobre la falta. No jura. No maldice. Sé lo

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que va a decir:—¡Platillo, chaval! ¡Que revienten las

maravillas!Cuando trabajaba cerca de casa, yo le

iba a llevar la comida en una pequeñacazuela, de color teja, sujeta la tapa poruna tira de goma de neumático. Casisiempre, en la obra, mantenían unahoguera, de la que retiraban las brasaspara calentar la cazuela. Ese fuego teníaun olor especial. El fuego de obra huele aobra. Acostumbran a usar trozos de tablasde los encofrados. Con costras decemento, húmedas. El fuego no simpatizacon ellas. Echa una humareda. Es el papelbasto, de estraza, de los sacos decemento, lo que retiene el fuego, lo que loobliga a ser, lo que lo aviva. Se levanta y

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cae, enfurruñado. Es importante lacolocación del papel, de las astillas, delas tablas. Una pirámide por donde corrael aire, lo justo. Pero esa reticencia lo vaa hacer algo duradero. Es un fuego difícilde matar, aunque le llueva encima. En eltiempo de mucho frío, acostumbraban ahacer una estufa muy primitiva, quemandoserrín en un bidón metálico, de los que seutilizaban también para preparar la cal.Me gustaba el olor de las obras. El olorde las materias frías, duras, indóciles.Mientras no se armaba la estructura, semantenían en el espacio de la obra conuna identidad hosca. El montón de arenaolía a marisma. En aquel tiempo la traíande las playas y dunas. Había que cribarla.Lo que se filtraba era la arena fina, como

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harina. Lo que no pasaba la criba eranmigas de memoria del mar, las esquirlasde las conchas, púas de erizos, pinzas decangrejos o nécoras. A la espera,malhumorados, el hierro, la madera, losladrillos, los bloques, la uralita, las tejas.Por eso era tan importante la hoguera, porruin que fuese. Era como una señal ytambién como un perro vagabundo que searrimaba con lealtad al vacío de la obra.Cuando pasaban dos o tres semanas, yatodo era distinto, ya había otradisposición en los materiales. Un ciertoánimo. Ya los ladrillos pesaban menos.Cantaban las roldanas. El nivel y laplomada legislaban el vacío, la nada.

En la construcción, hay oficios quetienen una cierta leyenda. Por ejemplo, el

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de pintor. Mi padre distinguía a primeravista quién era carpintero, o electricista, ofontanero. Desde luego, el pintor. Por elpeinado, por la camisa, el estilo, sabesquién es el pintor. ¿Y el albañil? Elalbañil es el que arma todo donde nohabía nada, el que pone el laurel en loalto. Hay tejado, hay casa. Pero algo pasacon el albañil.

—Tú hazte pintor. Cantan en la obra.Son buenos compañeros. Llevan camisasque deslumbran.

Xosé reía mucho con lo de lascamisas. Quizás ése era el problema delos albañiles. Que no se atrevían con lascamisas vistosas. Yo quería sercamionero. Admiraba mucho a un amigode mi padre, de Palavea. Y también vestía

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camisas alegres. Pero cuando el camiónse averiaba, se quitaba la camisa y semetía con el torso desnudo debajo de lamáquina. Y no salía de allí hasta haberloarreglarlo. Se refería a su camión como aun animal grande, fuerte y bueno, peroalgo chalado. Con averías absurdas. Enuna ocasión, después de horas debúsqueda, salió de debajo del camión,refunfuñando, y me enseñó una bolita deacero. Brillaba al sol. ¿Ves esto? Tenía undiminuto punto negro, como la picadura enel esmalte de un diente. Estaba sudoroso.Tiznado. Miró hacia el morro del camióncon desaliento. En la forma de conducirse,cada vez se iban asemejando más el unoal otro.

—¡Se paró por esto! ¿Te parece

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normal?

La forma de relacionarse con lasherramientas. Ése era otro detalle que mellamaba la atención cuando iba a la obra yobservaba a Xosé y a mi padre. Había unaatención de la que nunca se hurtaban. Lajornada sólo terminaba de verdad despuésde limpiar y lavar las herramientas. Lohacían de modo meticuloso, que noquedase ni una mota. Las manos seablandaban, palidecían, se arrugabancomo seres sin piel, al tiempo que lasherramientas recuperaban un modestoesplendor y yacían colocadas en posiciónde descanso, en un orden de dormitorio.

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Hasta mañana.En algún lugar del cerebro, en el

secreto Departamento de InformaciónEsencial, está el día en que mi padre meexplicó la función de la plomada y, enespecial, de la burbuja de aire en el tubode agua del nivel. La casa se apoya en esaburbuja de aire, aquí, como la ves. Laburbuja ve mejor, mucho mejor, que elojo. La pequeña burbuja tiene informaciónde las coordenadas terrestres, de losmeridianos y paralelos. La burbujacorrige el ojo. No se deja engañar.Siempre es sincera. Tú levantas una paredy te parece que lo estás haciendo demaravilla, pero igual va la burbuja delnivel y te dice que no, que no va alderecho, por más que tú insistas. Y es ella

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la que tiene razón.La burbuja del nivel, aquella gota de

vacío inteligente, ejerció desde entoncesuna atracción hipnótica sobre el ojo. Esereflejo inmediato de mirar el nivel odesnivel de las cosas que nos rodeaban.En realidad, las herramientas fueron losmejores juguetes que tuvimos en lainfancia. La idea de hacer una barca noera un propósito imaginario. Podíamosintentarlo, y lo intentamos. Teníamosmadera, teníamos herramientas. Y el mar,allá estaba. Fue un despilfarro de puntasde hierro, el primer día, lo que provocó elfracaso. Pero era un problema de finanzas,y no naviero. Si queríamos buscar untesoro en el Castro, teníamos azadones,picos y palas. Y lo buscamos. No era una

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farsa. Allí habían aparecido torques y ladiadema céltica más hermosa, con sustrisqueles y el broche del pato de oro, eseemigrante entre el más aquí y el más allá.Lo que pasa es que, como bien nosexplicó Pepe de Amaro, de regreso de laexcavación, derrotados, uno no encuentratesoros, sino que son los tesoros los quesalen al encuentro de uno. Lo cierto es quea los niños de Castro nos gustaban casitanto las herramientas como el balón.Trabajar, no. Pero sí jugar a trabajar.

El acceso a nuestra casa no era fácil.El suministro de agua era una fuentepública, en territorio de la rectoral, dondetambién había un lavadero. Pero era unsuministro inseguro, dado el carácter delpárroco de entonces, algo feudal, por no

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remontarnos a Antes de Cristo. Había,pues, un problema importante. Mi padreestaba a la búsqueda de un tesoroimprescindible: el agua. La casa estaba enla ladera del monte y él cavó un pozoconvencido de que pronto aparecería elmanantial. Cavó y cavó. Se encontró congranito y luchó bravamente con la piedracon maza, cuñas de hierro e inclusodinamita. Era increíble. Había agua portodas partes, excepto en aquel pozo.Mientras él exploraba en diferentes puntosde la propiedad, el agua afloraba a vecesen el propio suelo de la vivienda, en losrincones, debajo de las camas, con unaironía balbuciente. La casa estaba situadabajo una especie de pasaje atmosférico enel noreste peninsular, por donde entraban

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las más poderosas formaciones de nubesatlánticas. No es ésta una apreciaciónsubjetiva. Era lo que afirmaba el Hombredel Tiempo, con su vara de mando en laAtmósfera.

La primera vez que me confronté conla figura del Hombre del Tiempo fuecuando se pudo ver la televisión en lataberna de Leonor. Aquel MarianoMedina, así se llamaba, parecía un buenhombre, no lo dudo. Incluso los clientes,que normalmente se desentendían delnoticiario, prestaban de repente atencióncuando aparecía Medina, con unaseriedad acrecentada por los gruesoslentes y la vara de señalar las isobaras.En aquella época los mapas del tiempo notenían colores. Todo era en blanco y

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negro. Había una gravedad de carácter enlas tormentas. Después de hablar de altasy bajas presiones, el puntero de la varaseñalaba de forma invariable, con unaterquedad inclemente, a Castro de Elviña,y más en concreto, al tejado de nuestracasa, para anunciar el próximo paso delCiclón de las Azores. Y el fenómenoatmosférico, con ese nombre de púgil, sepresentaba siempre puntual. Descargabamares de agua que lo inundaban todo,excepto el pozo que cavaba mi padre.

Llegó la primavera. El Hombre delTiempo retiró su puntero por unos días yapareció un trabajo mejor. Mi padrerecibió el encargo de construir otrapequeña casa para unos vecinos, losBaleiro, en este caso una familia que

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había emigrado al norte de Inglaterra.Volviendo a los trabajos de mi padre, allado de la emergente casa de los Baleirotrazó una mañana temprano un círculo y sepuso a cavar. Primero con un azadón. Eratierra negra, buena tierra que se dejabatrabajar. Luego apareció una capa máscomplicada, arena barrosa mezclada conpiedras. Pegajosa al pico y más pesadapara la pala. Era un día de sol y mi padreavanzaba tierra adentro con alegreexcitación, consciente de que esta vez noestaba siendo vencido por el vacío. Olíael agua. Oía los murmullos. Al anochecer,en la última luz, el manantial ya lamía lasbotas. Cuando cayó la noche, salió delpozo, después de un chapotear festivo yanfibio. Tenía aquel pozo, en ese primer

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día, algo más de dos metros, un poco porencima de su cabeza.

Le dolía la sequía de su pozo. Laburla del manantial. Un día trajo a unvidente. Él lo llamó señor zahorí. El viejoparecía muy profesional. Recorrió elmonte con una varita fina que parecíasurgir de las manos fibrosas como unextraño undécimo dedo que pudieseenrollarse y desenrollarse. Hubo unmomento en que se detuvo. Inclinó lacabeza, como quien escucha el primerlloro del agua, y la vara pareció moverse,a punto de vibrar. Pero todo fue fugaz,como un calambre. Luego repitió laoperación con un péndulo, una cadena dela que colgaba una pieza cilíndrica y depunta cónica semejante a una bala de fusil.

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Nada. No se movió en ninguna parte de lahuerta. Quizás dentro de la casa sí quegiraría, el cabrón del péndulo. El viejo noquiso cobrar. Era de verdad un señorzahorí. Había una tristeza hídrica en susojos. El manantial permanecía mudo,escondido en alguna parte. El rostro de mipadre se tensó aquella noche cuandoapareció en el televisor del bar de Leonorel Hombre del Tiempo con su varainfalible. El puntero, otra vez, encima decasa.

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10. El tesoro celta y elastronauta

EN el paraíso inquieto se vivía al día,pero también en la historia. En el relatoescolar, la historia seguía el trazo delvuelo del ave rapaz sobre los corrales deCastro. Se presentaba de repente, nollegada de otro lugar en la tierra, sino dealgún bosque enraizado en las nubes.Emprendía entonces el vuelo helicoidal,en sucesión de curvas intencionales, hastacaer con precisión con las garras sobre elobjetivo. El presente, ésa era la presa. Enlos relatos de las voces bajas, por el

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contrario, el movimiento de la historia separecía al vuelo del murciélago drogado.Hay un murciélago que todavía vuela en ellado oscuro de la memoria. Alguien lohabía traído de un hórreo, donde dormíacolgado de la viga el largo sueño delinvierno. Lo despertamos. Lo sujetamospor los extremos de las alas. Le pusimosun cigarro en la boca. Aspiraba el humocon la desesperación de un adicto. Luegointentamos que volase, lanzándolo contrala luz de un farol. El murciélago movía lasalas con torpeza, se esforzaba por zafarsede aquella pesadilla, pero volvía a caer.En el primer acto de la maldad,encontrábamos algo cómico en su cara,con trazos tan humanos. Hasta quellegamos a sentir el pánico de su mirar

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ciego. Los animales ayudan a ver. Si hayun volar que ahora me hechiza, con el queme identifico, es el de los murciélagos.Fue un obsequio de la culpa. Esa formadel desarreglo absoluto, los girosimprevistos, la ruptura de perspectivas, elser visible e invisible a un tiempo. Unaironía total de los sentidos. El presentealucinado.

Frente a la cronología histórica de laslecciones escolares, su avanceimpertérrito de maquinaria pesada, en losrelatos de las voces bajas se sucedían alalbur los tiempos y los episodios. Enapariencia. Como en el volar delmurciélago. Como en una estampa cubistadel Carnaval. Cerca de las ruinas delantiguo poblado indígena, y en las

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mejores tierras del valle de Elviña,expropiadas con intimidación, plantaronuna potente industria de productosquímicos, la Cross Fertiberia. Prontoenfermaron los árboles frutales ydesaparecieron los pájaros que seposaban en ellos. La expedición romanapor mar para dominar a los rebeldesártabros, el primer ataque vikingo en lapenínsula del faro, la batalla de Elviña de1808, la barbarie de 1936, todo era unasucesión de burradas que se enredaban enel tiempo. El gran peñasco donde tenía supuesto de mando y fue malherido sir JohnMoore tiene de nombre popular la peñade Goliacho. Ana Filgueiras investigó laraíz del nombre de cada rincón de Castro.Preguntó el porqué de Goliacho. Y un

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viejo le respondió con precisión bíblica:«Eso viene de cuando David venció aGoliacho». Ahora, en el presentealucinado, aparecía la fábricacontaminante. El viento extendía el polen,pero también la peste futurista. Nosotroscreíamos en un optimismo del progreso.Al salir de la escuela, al mediodía,veíamos el avión de Madrid que iba aaterrizar muy cerca, en el aeropuerto deAlvedro, y saludábamos con entusiasmo,corriendo con los brazos alzados ysaludadores, mientras gritábamos con laesperanza de ser oídos en las alturas:«¡Caramelos, caramelos!». Pero, por lobajo, lo que algunos viejos nos decían:«Escarabajos. Eso es lo que os van atirar. ¡Escarabajos!». En verano,

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bajábamos a veces a la playa de SantaCristina, una alegre pandilla de niños yniñas cantando ¡El turista un millónnovecientos noventa y nueve milnovecientos noventa y nueve! y el viejoPego, que cuidaba un menguado rebaño deovejas deprimidas, murmuraba: «¡Yallegará el invierno, ya!».

Pero había tesoros todavía. Buscartesoros en Castro no parecía una tonteríani una locura. Si una anciana nos decíaque había una viga de oro desde OsCurutos al Lagar, no era un cuento sinouna información confidencial. El caso eraencontrarla. En ese monte de Curutos o

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Castros era donde estaban las ruinas de laciudad que, según contaban, habíaresistido a los romanos. El maestro nosdijo un día, con voz grave, que todo loque éramos se lo debíamos al ImperioRomano. ¿Quiénes serían entoncesaquellos antiguos constructores? Teníanuna manía circular. Hacían casascirculares con fortalezas circulares.¿Sabrían hablar? ¿Decían Boh? Unasruinas bastante enteras. La vegetacióncubría en densa malla las tres murallascirculares y las callejas laberínticas, conel misterioso aljibe, de la antigua urbe.Entre 1947 y 1952 se habían hechoexcavaciones arqueológicas y allíencontraron el tesoro del Castro deElviña, custodiado ahora en el Museo

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Arqueológico, en el castillo de San Antón.Seguramente perteneció a una sacerdotisa.Entre las piezas, la diadema con cierreornitoforme, una maravilla de laorfebrería céltica. Le he hecho algunasvisitas a su pato de oro. El ave emigrante.Es curioso. La más hermosa herenciaartística de la antigüedad galaica sonpiezas femeninas, la diadema de Castro yel peine de Caldas de Reis. Cuentan queen las excavaciones se encontraron pocasarmas. No sé.

Así que nos poníamos a buscartesoros. Tranquilamente. Sobre todo en elCastro, pero también en la Casa Vella,lindante con el bosque huraño de AZapateira, donde se batieron las tropasfrancesas de Soult y la infantería ligera de

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l o s highlanders de Moore. Íbamos conherramientas de labranza y cavábamoscomo el loco de Schliemann a labúsqueda de Troya. Y eso fue lo queencontramos de metal: otras herramientasoxidadas. Hierro que encuentra suespectro. Lo más extraordinario de lohallado fue un esqueleto de bicicleta,envases de cerveza Estrella de Galicia, eincluso algunos preservativosprehistóricos. Pero el tesoro estaba allí.Sentíamos la presencia del ánade de oro.Sí que lo sentíamos. Eso sí. Lo quesentíamos también era el zumbidopermanente, amenazante, de la torreeléctrica de alta tensión que en laposguerra fueron a espetar justo en la arasolis del Castro. Éramos niños jugando

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con herramientas, pero sin saber nada omuy poco de la historia, sabíamos quehabía algo de fatalidad simbólica, dehumillación, en el hecho brutal de clavarla torre en la corona del Castro. Paraadvertir del peligro, había una señal conla silueta de un hombrecito fulminado ypartido en dos por un rayo. Se oía muyfuerte aquel zumbido eléctrico en nuestrascabezas. Cuando se acercaba la tormenta,el sonido se transformaba en uncastañeteo de dientes. Desde lahistoriografía romántica, en Galicia hayun gran desacuerdo, y un debatepermanente entre investigadores sobre lapresencia o no de una cultura céltica. Esedebate rebrota con frecuencia en páginasespecializadas y la red echa chispas.

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Alguna vez estuve a punto de intervenir,porque tengo una información secreta,procedente de la infancia, que resuelve elenigma. Pero al final no envié el mensaje:«Yo sé cómo acabaron los celtas enGalicia. Murieron electrocutados».

Otro lugar histórico era la Casa Vellao Casa del Francés, las ruinas de unantiguo edificio conventual, muy afectadopor la crudeza de la batalla napoleónica,el 16 de enero de 1809. Más o menos porese día, en el mismo lugar, en nuestrotiempo, se producía el efecto histórico delvuelo del murciélago, con escaramuzasentre los de Chipre-Palavea y los deCastro. Atacaban ellos, que eran másurbanos. Los de Castro tomábamosposiciones defensivas, en las ruinas, como

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siempre. Había uniformados de indios,vaqueros, romanos, y algún mexicano consombrero mariachi. Celtas o no, lo queestaba claro es que éramos del LejanoOeste, también los de Chipre. Unconfusionismo histórico con momentosemocionantes, pues podías ver a Jerónimoal frente de los romanos. Y que terminaba,de costumbre, con un partido de fútbol,esa forma de guerra más sofisticada, queexige que las ideas lleguen a los pies.

Uno de los héroes locales era RamónTasende, Moncho, que llegaría a sercampeón de España de los cinco milmetros lisos, pero que entonces competía

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también de forma épica en el campo através. Y antes en el ciclismo. Corríacomo un etíope. Y de la misma estirpe erasu hermana más joven, Maruxa Tasende.Fue una gran atleta, corredora de fondo.Pero la vimos por primera vez en acciónen el equipo femenino de fútbol, en elCarnaval. El mundo se ponía del revésese día. Nunca volví a ver a nadie correry driblar como ella por la bandaizquierda. Y eso que en el Relámpagomasculino había una gran escuela defútbol inteligente y bravo a la vez.Estilistas como Floreal que pasaban elbalón colgado de un hilo.

Moncho Tasende no tomaba ni vino nicerveza, sino refrescos Mirinda o algoasí, pero lo asombroso para nosotros era

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verlo comer auténticas montañas decacahuetes. Los amontonaba de formapiramidal sobre un barril en la taberna deLeonor. «¡Es por la fibra!», nosexplicaba. Y tenía razón. Si de verdad unofuese un escritor, debería tener ese menú.Lo que quiere la literatura es fibra paracorrer campo a través. En Castro habíaque andar ligero para nacer y para morir.Incluso de difunto había que andar, puesel cementerio está lejos, al lado de laiglesia de San Vicenzo. El camino aElviña era de tierra, por lo menos hastaque el hombre llegó a la Luna, pues justofue asfaltado la víspera del aterrizaje delApolo 11 en el verano de 1969. Sehablaba mucho de astronautas y eloperario de la pistola de alquitrán, que se

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desplazaba por Castro con pasos flotantesy sobre la grava con una escafandrablanca tenía para nosotros un aire demisión espacial de la NASA. Hasta que sequitó el casco de la escafandra. Hacíamucho calor, multiplicado por laexhalación del chapapote. Alguien corrióa ofrecerle agua de un botijo. Tardó enhablar, con un respirar sofocado y laspalabras derretidas en los labios. Al fin,nuestro astronauta explicó que lo enviabala Diputación. Y que el trabajo, para loque era, no estaba muy bien pagado.

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11. El peso del mundoen la cabeza

LLEVA un bulto que tiene su tamaño,pero el efecto que produce es el de sermayor que ese peso que lleva. No es unbulto cualquiera. El atado de la lavanderatiene la forma de una esfera perfecta. Loapoya en la cabeza. A veces, iban varias,en caravana. Con las mujeres quellevaban en canastas las pirámidescónicas de cien lechugas.

La topografía de los caminos era engran parte una construcción de las mujeresque llevaban las cosas necesarias en la

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cabeza. En Castro de Elviña confluíancaminos viejos, como el de losMontañeses, que antaño fue camino real, ycorredoiras, caminos hondos que teníannombre y ese nombre evocaba una formade andar. El de la Estadea, o SantaCompaña. El del Trasno, como se llamaen gallego al duende. Esos caminoshondos formaban parte de una trama y unurdido, donde la lanzadera del andar tejíalo conocido y lo desconocido, y que tepodían comunicar con cualquier parte deGalicia. Además de las rutas principales,en el territorio había un palimpsesto detrazados, de escrituras en la tierra, aveces con deriva críptica, pese a lo cualsiempre llevaban a un lugar en espera. Mimadre que me dice: «Segue o carreiro da

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Galiña Choca». Y existía. La gallinaclueca. El carreiro o sendero. El nido. Oel camino del Molino de Perfecto. Ytambién existían. El molino. Y Perfecto.Se dice que la gente en Galicia tiene unespecial apego a la propiedad. Pues aúnle gustan más los caminos. Abrir pasos.

Mi preferido era el camino ciego. Elcarril de la Cavaxe. El antiguo caminoque venía del valle de Mesoiro y Feans eiba bordeando en círculo las ruinas delCastro. Cada camino tiene su imaginación.Y muere cuando deja de contar historias.Ese camino del que hablo permanecíaoculto por la vegetación gran parte delaño. Había ido cayendo en desuso.Además, nosotros vivíamos apartados, alotro lado de la aldea. Pero la mirada

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prendió allí, en la boca donde se reabría,justo después de ceñir la montaña. Un díade invierno, de lluvia inclemente,apareció en la curva la comitiva de unentierro. Ese filmar del camino no era deltodo extraño. Mesoiro y Feánspertenecían a la parroquia de San Vicenzode Elviña y traían a enterrar sus muertos,muchas veces a pie, kilómetros con lacaja sobre los hombros. Pero ese día elcamino ciego se abrió para mostrar elandar extremo de la tristeza. Moviéndoseen un orden de pesadumbre apiñada,alzados los paraguas negros comoescudos alquitranados contra el cielo deplomo, la comitiva fúnebre avanzaba conun ataúd pequeño y blanco. Cuando moríauna criatura, era un ángel quien moría.

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Aquel día, no sé por qué, daba laimpresión de que era Dios el que habíamuerto. Que se había ido achicando, comoun eco. Una imagen del más durodesamparo. Pero también aquellainvisible dinamo que hacía seguiradelante a la comitiva. Cuando moría unacriatura, era un ángel quien moría.También la memoria anda. Y de aquel día,no sé por qué, me quedó la impresión deque era Dios el que había muerto. Quehabía ido menguando, como un eco. Y quehabía quedado encogido en un ataúdblanco azulado bajo la tormenta.

Le tenía mucho respeto a aquel caminode la Cavaxe. A su abrir y cerrarse. Seabrió otro día y fue también inquietante lavisión de unos jóvenes que venían de

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lejos, de más allá de Orro, y traíanamarrado en palos, a modo de angarillas,un lobo cazado, un espectro de lobo sinlobo, un pellejo al que había abandonadotambién la muerte. Tal vez era el últimolobo de la comarca y ellos hacían el papelde los últimos loberos. Incluso llevabancon desgana la forma de pedir unasmonedas.

En el camino de la Cavaxeaparecieron un día los saltimbanquis. Erael tiempo en que venía a la ciudad y atraíamultitudes el Circo Price, con Pinito delOro en el trapecio. Pero por las aldeas yarrabales andaba esta pequeña compañíade atracciones, de la que no recuerdo elnombre, pero a la que llamábamos LosSaltimbanquis, que no es mal nombrar, y

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que tenía de números principales el BurroSabio, el Hombre Invencible y lasacrobacias de la Chica Voladora. EnCastro actuaron dos noches, en la era deFelipe, el labrador que un día nos pagó unduro por ayudar en la malla del trigo y noslo dio de tal manera, con tanta dignidad,que lo llevamos como una condecoración.Así que es importante dar y más aún elmodo en que se da. El caso es que la gentese divirtió mucho con el número del burrointeligente y del hombre forzudo, y otrasdistracciones, pero nada en comparacióncon la muchacha acróbata, que pasó aformar parte nada más comparecer con elprimer salto, para mí mortal, de laEnigmática Organización de loInolvidable. Ser era una niña, pero fue

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creciendo ante nosotros aquella noche. Lavimos crecer. El pelo larguísimo, atado encola. También eso obedecía a un sentido.El último número precisamente era el dela Chica Voladora. Subió a los hombrosdel Hombre Invencible, que sujetaba conun arnés una alta plataforma metálica, conun pináculo donde ella amarró la cola delcabello, se dio un impulso y comenzó agirar y a girar en la noche. Sin apoyo, sólocon el amarre de su pelo. En laEnigmática Organización de loInolvidable figura una segunda estampa dela Chica Voladora. Es al día siguiente, allado del río Laranxeiro, el preferido delas lavanderas. La Chica Voladora está entraje de baño. Se lava la cabeza conmucha calma. Se tiende al sol, sobre la

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hierba. El pelo, reluciente, abarca medioprado. Qué alegría para la hierba.

En el camino de la Cavaxe aparecíanlos domingos caballos con jinetesvestidos de mariachi. No, no es quesaliesen de la televisión o del cine paraecharse a los caminos. Tenían mucha famaentonces los grupos de música mexicana.Y bajaban de la montaña gallega, al estilode Jalisco (Nueva Galicia). Ahora, no.Este que viene no lo hace a caballo. Es unciclista con la bicicleta al hombro.Siempre admiré mucho a la gente quellevaba la bicicleta y no al revés. EnCastro había varios de esos ciclistas quecasi nunca vi subir a la bicicleta.Tampoco la empujaban con gasto defuerza. Apoyaban con delicadeza la mano

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en el manillar y así se llevaban el uno alotro. Un grado máximo de civilización.

¿Se abre la maleza? ¿Quién vieneahora por el camino? Es otro ciclista. Éstesí que va montado. Sí que pedalea. EsMaxi. Viene con un gran rollo sujeto a laespalda, y un cepillo con mango, como unextraño mástil. Colgado de la guía de labici, un cubo. Trae los carteles de loscines. Los nuestros, los más próximos, sonel cine Portazgo, en la ría del Burgo, y elcine Monelos, a las puertas de la ciudad.Los va a pegar en la cartelera que cuelgadel gran muro de la finca de Cardama,donde está la palmera del indiano en laque crían todos los gorriones del valle deElviña. Siempre hay dos paradas. Paraver el cartel del cine. Es una puerta que se

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abre en el muro y que me lleva muy lejos,hasta que consigo retornar para ver lapalmera. Sólo cuando aparecen losestorninos es posible ver tantos pájarosjuntos. La palmera pía, chía, trina. Debede estar a punto de volverse loca contantos pájaros en la cabeza.

¿Quién es aquel que viene por elcamino en moto? Con casco, parece muyconcentrado, el cuerpo en posicióndinámica, ajustado a la máquina. EsRafael de Miguel, el zapatero. Al apearse,se ve que es de baja estatura y algojorobado. Tampoco había que empezarpor ahí el retrato, pero a él le da igual, varepartiendo suerte, no hay más que verlo.Incluso hay gente que le tiene envidia.¡Qué bien puesto lo lleva todo! Me gusta

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ir los sábados por la tarde a llevar loszapatos de la familia para reparar en sutaller en Elviña. A poder ser, todos lossábados. Es un taller muy pequeño.Llegas, te sientas en una banqueta. Él estáenfrente, tras la mesa de trabajo, con sumandil de cuero. La cabeza grande,enorme, de duende reidor. Y toda labóveda forrada de imágenes de cuerposdesnudos o casi desnudos, fotos,calendarios, carteles, páginas de revistasextranjeras, un collage cosmopolita, uninfinito y frondoso paisaje erótico.

—Puedes volver por los zapatos mástarde.

—No, no. Prefiero esperar.Se me iban los ojos a la misma

modelo, al mismo calendario. Siguió la

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dirección de mi mirada.—¡No pasa un año por ella, eh!

Voy a llegar a la curva del camino quelleva de Elviña a Castro. Después de unlargo trecho recto, un giro repentino denoventa grados. Había días en que elviento, a la vuelta de la escuela, no nosdejaba andar. Jugábamos con él y él seencabronaba. Agarrados por los brazos, lehacíamos frente y el viento nos empujabapara atrás como dicen que hacen losmaestros canteros para mover las piedras:usando las yemas de los dedos. Un pocomás y volaríamos como cometas. ¿Dóndevan los niños de Castro? ¡Se los llevó el

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viento! Aquella curva era el mejormirador para el camino ciego de laCavaxe. Y algo de viento iba, porqueagitaba la maleza cuando se abrió para loInolvidable. Del túnel vegetal salía laRubia de Vilarrodrís, con su uniforme decapitana.

Habíamos visto ya alguno de lospartidos del martes de Carnaval, entresolteras y casadas, pero todas lasjugadoras eran del lugar. Jugaban en uncampo lindante con la Avenida, tras el barParada, que era donde hacía el alto laCucaracha y otros autobuses de viajeros.Era un campo tan modesto, tan pedregoso,que ni siquiera había un árbol paraamenazar al árbitro con la horca. El clubRelámpago de Elviña decidió hacer un

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nuevo campo, con vestuarios y todo, ycuando llegó el martes de antruejo secelebró con un encuentro internacional. Yahí viene la Loura, la Rubia, con suequipo desde la otra comarca, de Arteixo.Monte a través, kilómetros corriendo, concamiseta y pantalón corto. Y al frente,como una modelo del calendario Pirelli,como una revolución óptica en aquellaépoca de luto textil, allí estaba la Rubiade Vilarrodrís. Había estado en laemigración en Francia y, de regreso, abrióun bar llamado Odette. Se peinaba alestilo garçonne, y andaba con un aire querecordaba a la actriz Brigitte Bardot. Perotodo esto que digo no es por comparar. LaRubia de Vilarrodrís estaba allí. Eraverosímil. Tanto que había venido

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saltando sobre los helechos, para pasar delo invisible a lo visible en el camino de laCavaxe. Ahora, en el campo de juego,sabía darle con el empeine al balón ymarcó un gol con un tiro parabólico. Y loque era más difícil todavía, hacerle frentecon garbo a aquella multitud enfebrecida,llegada de la ciudad y la comarca, y queemitía arias de bravura cada vez que lasmujeres locales o las visitantes tocaban laesfera del mundo.

Ese día del martes de Carnavalsiempre había quien represaba losriachuelos para que se secasen loslavaderos y las lavanderas no tuviesenque ir a trabajar y pudiesen participar enel gran partido como jugadoras oanimadoras. Se cumplía el sagrado

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mandamiento del Carnaval: poner elmundo del revés. Lo que pasaba duranteel resto del año era justamente locontrario. Las lavanderas de Castro deElviña llevaban la esfera encima de lacabeza. Lavaban para las familias declase alta coruñesa, o para clínicas, opara fondas y restaurantes. La mayoría delas veces a pie o sobre algún asno, iban yvenían con sus enormes lotes apoyados encoronas o rodetes de tela. Y en esacaravana, o por su cuenta, iban tambiénlas mujeres campesinas con sus frutospara vender en las plazas de la ciudad. Laforma en que llevaban las legumbres yverduras. Una estética desarrollada por laimaginación de la necesidad. Era unálgebra de la tierra: la colocación

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mantenía vivos los frutos. En el caminosolían cruzarse con la pescadera. Casisiempre, cuando llegaba a nuestra casa, yano le quedaba más que chicharro. Llegué aodiar el jurel. A los niños no les gustanlas espinas. Pero hubo un día en que lapescadera, subiendo la cuesta de la peñadel Cuco, me pareció el ser másextraordinario de la existencia. Traía unacanasta llena de erizos de mar.

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Las mujeres iban y venían con el peso

encima de la cabeza para tener libres lasmanos y llevar bolsas y a las criaturas dela mano. Otros pesos. Todo lo quellevaban era necesario. Esencial.Alimentos, agua, leche, leña. La ropa delavar. Algunas de las lavanderas teníanlas manos comidas por la sosa. Sucolumna vertebral, por los pesossoportados, tenía la forma de unapirámide invertida. Era un trabajo anfibio,siempre en contacto con el agua, con lapiedra húmeda, con el frío metido en elcuerpo. Hablando de las visiones de loscaminos, ver vi cómo las lavanderas deCastro traían la esfera del mundo en lacabeza. Lo que pasaba el martes de

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Carnaval es que esas y otras trabajadorasle daban unas patadas al balón planetario.Y las risas libres de aquellas mujeresresuenan por los campos vacíos, correnpor la hierba como un triunfo lahumanidad.

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12. El día quebebimos arco iris

LA ciudad poco o nada sabía de Castro.Los de Castro, además de saber de laciudad, tenían un universo propio. Unoscuantos saberes de más. Por ejemplo,atmosféricos. Desde la infancia había unaesmerada educación meteorológica. Enlos tiempos modernos ubicaron allí launiversidad, pero ya existía una escuelapopular de Vientos, Tormentas y Nimbos.Una de las primeras cosas que meenseñaron los nuevos compañeros deCastro fue a capturar el arco iris con las

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manos. Había charcas donde el arco irisposaba con una densidad oleosa suvoluntad artística. Podías sentir en lasmanos el espectro de los colores delcosmos. Podías llevártelos a la boca.Podías lamer, saborear, beber el arco iris.

No era nada casual que el equipo defútbol, fundado cuando el pueblo birló elbalón a las élites y fue capaz de jugar enel fango, llevase, y todavía conserve, elnombre de Relámpago de Elviña. Vistosdesde Castro, los rayos eran pesadillasd e l mare magnum, bosques súbitos,incandescentes y feroces, que abarcabancon angustia y rabia el vacío celeste.Había un mirador ideal para ver el cinemadel relampagueo. La peña del Cuco, esaroca cercana a casa, en una cuesta muy

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empinada que llevaba a la Zapateira. Era,algo se contó, un cuco también magno,cincelado por la imaginación del tiempoen el taller de la intemperie. Cualquierescultor pasaría a la historia por una obraasí. Tenía esa forma de ave, con sus alastensas, los ojos de liquen, y el picoenfilado hacia la ciudad, en conexiónaxial con el faro. Trepábamos hastasentarnos en el cuello del Cuco ysentíamos la excitación del mar de nubes.Allí estaba el océano, la llamada delOeste, la Rosa de los Vientos. Añosdespués, y al regreso de la mili, meencontré con que el gran pájaro talladopor el viento había sido destruido por lamaquinaria pesada. Nunca pensé que meiba a doler tanto la muerte de una piedra.

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Desde aquel alto y desde otrospuestos de centinelas, veíamos acercarsela tormenta a la península del faro muchoantes de que lo supieran de ella en lapropia ciudad. En las temporadas delluvia, las lavanderas tendían la ropaaprovechando las escampadas. Esetiempo de luz que va entre aguaceros,como el escape del reloj entre el tic y eltac. Cuando se avistaba el agua por laTorre de Hércules, las lavanderas deCastro sabían que tenían esos cincominutos de emergencia. Se oía entonces lacadena de voces de alerta. Cubrían ydescubrían los tendales del monte y loscampos de clareo. La memoria devuelveaquellas imágenes con una intención deactivismo artístico. Había en el ciclo de

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los trabajos, y no sólo en las fiestas, unavoluntad de estilo. Incluso en los cultivosde huerta. Las lechugas atadas eran lajoya del valle de Elviña. Las ataban contiras de espadaña hasta formar en círculosuna pirámide acampanada. Cien lechugas,ni una más ni una menos. Se mantenía asíla frescura e incluso hacían que la planta«preñase», que siguiera viva después decortada. Aquella tierra era muy buenatambién para la «estrella de los pobres»,como llamó Neruda a la cebolla. Todoeso lo veíamos en las cabezas de lasmujeres. Todo lo que llevaban eran cosasesenciales. Veo a las mujeres con lasherradas del agua. Con los cántaros deleche. Con los haces de hierba. Ya que nopuedo hacer otra cosa, me gustaría posar

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en la canasta o en el cubo de la señoraCelia, una de las pescaderas, un verso deNelly Sachs en sus Epitafios escritos enel aire: «Irradiada de peces en gloriosovestido de lágrimas».

En Castro nacieron dos hermanos,Sabela y Francisco Xavier, a quienessiempre llamamos Chave y Paco. Habíaun día en que mi madre decía: «Siéntateahí y estira los brazos». Y te sentabasenfrente de ella y tus brazos eran elsoporte para desbandar y hacer la madejacon la lana. Desde esa fecha, las horas desilencio pasaban a tener un sonido. Unapercusión precisa y laboriosa. Una músicatextil. La de su calcetar. E ibanapareciendo piezas enigmáticas de unamenuda anatomía humana. Lo primero, un

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par de calcetines de lana. Cuandoterminaba aquellos calcetines de tamañomuñeca, mi madre estaba transmitiendo unmensaje como si cruzase dos banderas delCódigo Internacional de Señales: «¡Va anacer algo nuevo!».

Siempre tuvo mucho cuidado de quellevásemos los pies calientes. Manteníauna lucha sin tregua contra el frío, lahumedad y las corrientes de aire. A lainfancia siempre se le metió miedo con ellobo y con el Hombre del Saco, pero parami madre los peores monstruos eran El delas Goteras y El de las Corrientes deAire. Y los monstruos, pobres, nosquerían. Siempre nos acompañaron,visibles o invisibles. Formaban parte delhogar. También formaba parte del hogar

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el Hombre del Tiempo. Tal vez él no losabía. Tendría su vida. Él haría cada díasus mapas. Muy atento a las Azores. Aquí,la Baja Presión. Allí, el Anticiclón. Sinpreferencias, supongo. No parecíasectario. No parecía mostrar entusiasmoni por una cosa ni por la otra. Su vara erala del destino y él le ponía voz. Tenía elaspecto de ser alguien en quien confiar,pero sin influencias. La vara tenía vidapropia. Decidía. Apuntaba a nuestrostejados, a nuestras cabezas. Reincidía enCastro de Elviña.

En la casa, antes de imponerse elbutano, teníamos una cocina de hierro, lallamada bilbaína o económica. Allí mimadre organizaba el campamento desecado en el tiempo invernal. Una noche

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llegó mi padre como procedente de unnaufragio. Venía mojado de la obra yacabó empapado hasta los huesos en elviaje de vuelta en la Lambretta. Llegópálido y enmudecido. Mientras se ibaponiendo, sin dejar de tiritar, una mudaseca, mi madre tendía sobre la bilbaína laropa mojada y tiesa como un escafandro.Yo estaba también allí por la bilbaína,haciendo los deberes escolares en el lugarmás cálido. Y fue entonces cuando mimadre hizo un alto en la tarea, se diocuenta de mi presencia y dijo mirándomefijamente, casi en tono de riña:

—Y tú, cuando crezcas, a ver sibuscas un trabajo donde no te mojes.

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13. El primer entierrode Franco

EL castaño del Souto daba castañas paratodo el mundo.

El castaño, cuando era joven, ya lohabía pintado Xermán Taibo (A Coruña,1889-París, 1919), en su paisaje Souto deElviña. Algo especial vería allí aquelgenio de la mirada, a quien demasiadopronto, como a todos los pintores de laGeneración Doliente, se llevó la de laGuadaña. Taibo fue autor también del máshermoso desnudo de la pintura gallega, elde su amor francés, Simone Nafleux.

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Esa maravilla de la creación puedeverse en el palacio municipal coruñés.Durante la dictadura franquista, el cuadrode la mujer desnuda estuvo una largatemporada recluido en un sótanomunicipal y después de volver a la luztodavía pasaba al lado oculto si había unacto público o recepción de autoridades.Durante una visita del arzobispo ycardenal Quiroga Palacios, la autoridadcompetente decidió cubrir la sensual obracon un panel floreado de claveles blancosy rojos. Pero, en pleno acto, una corrientede aire golpeó una ventana y el temblorhizo caer la tapadera al suelo. Ante losinvitados apareció el cuerpo refulgente dela bellísima Simone, con la única túnicade su cabello dorado. Y fue entonces

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cuando el arzobispo Quiroga, quecompartía con su coetáneo Juan XXIII ellibre albedrío del humor, exclamó conpicardía: «Pero ¿por qué demonios teníanescondida esta divina creación?».

El castaño también era divino. Habíaotros castaños, pero aquel del Souto, muycerca de la citania arqueológica, al ladodel río del Lagar, era un árbol bíblico yalgo comunista, pues multiplicaba lascastañas según las necesidades. Sólohabía que tener un poco de fe. Había díasen que parecía esquilmado, unos lovareaban y otros trepaban por las ramascomo ardillas. Pero si confiabas en él, sitenías paciencia, lo que hacía el castañoera pensar en el número de castañas paratu collar. Nadie se iba de allí sin los

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frutos con los que hacer un collar el díade Difuntos. No había niño ni niña sin eserosario ornamental, protector ycomestible, en que las cuentas erancastañas cocidas.

Sabían mejor si se hervían connébeda, una hierba aromática y medicinalque encontrábamos en las cunetas delcamino del Escorial. Ése, el de lashierbas y plantas, fue otro saber que no senos enseñaba en la escuela. Un día mimadre me llevó a hacer la más extraña delas cosechas. A recoger chorimas, floresde tojo. Entre espinas, en las zarzas,picábamos moras como los petirrojos.Pero ¿qué sentido tenía recolectar la flordel tojo? Pasarían años hasta saber laleyenda de Bretaña en la que se cuenta

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que Dios quiso crear la flor más hermosay fue pintando chorimas en una vara, conese amarillo que después recuperó VanGogh. El caso es que el Demonio estabaescondido, y cuando Dios acabó la obra ymarchó, fue el Enemigo y pintó lasespinas. Así nació el tojo como elsímbolo de la vida en las voces bajas, ensus coplas y canciones: un blasón deespina y flor.

Allí estábamos en el monte decosecheros de chorimas, llenando con lasflores una pequeña bolsa de tela quesostenía mi madre. Su rostro serio, elbrillo melancólico de la mirada alarrancar la flor entre las espinas,componían una rara imagen de laesperanza. Y eso lo supimos cuando nos

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dijo: «Son para la tía Maruxa, que estámuy enferma. Las chorimas son amargaspero son buenas para el corazón». Yo erafeliz en Sada, cuando me dejaban allí, encasa de la tía, una temporada en el verano.Mis primos tenían un mundo derobinsones. Construían balsas en lasciénagas que bordeaban las fábricas detejas abandonadas. Eran plataformas queflotaban sobre bidones y grandesneumáticos. Las desplazábamos apoyadosen pértigas hasta llegar al lugar de lapesca de las anguilas. Las capturábamossin anzuelo. Con anillos de lombricesensartadas en el sedal, las anguilasmordían con voracidad y quedaban untiempo enganchadas. Me impresionabaver a las anguilas, cuando conseguían

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escapar, deslizarse por los prados comoculebras. Mi primo Xan decía que podíanatravesar así Galicia. La tía, en cama,tenía una belleza pálida, que parecía deotro tiempo. Decía: «¡Que vengan esoshombrecitos salvajes a darme un beso!».

En Difuntos, en Castro, se hacíancalaveras vaciando las calabazas. Por lanoche, en los rincones y caminos másoscuros, alumbraban con velas dentro. Alprincipio, daba miedo esa costumbre, queparecía propia de un lugar macabro. Peroera todo lo contrario. Un juego deadiestramiento que implicaba al pasado yal porvenir. Pasear y correr por loslímites del Más Allá. Compartir laparroquia de los vivos y los muertos. Enla parroquia de San Vicenzo ejerció de

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enterrador, ya a finales del siglo XX, unhombre excepcional. Era vecino deCastro, conocido como Antonio OChibirico. Nuestro enterrador era el mejoranimador de las fiestas y un excelentelanzador de bombas de palenque. Un granbailarín, además. Una persona divertida yocurrente, de una imaginación y un hablade otros tiempos, no siemprecomprendidas. A veces se acercaba a lapuerta de las tabernas y gritaba haciadentro a los clientes: «¡Hay que irmuriendo! No dais un duro a ganar».

Lo normal no es ser «normal». Lonormal es ser diferente. Y eso es lo queva contando la vida cuando recuerda. Heahí Farruco con todos los pares dezapatos de su vida. No era rico.

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Trabajaba de peón. Pero guardaba todo.Reciclaba todo. Si Castro estaba comouna patena era porque por allí pasabaFarruco. Había ido construyendo unaarquitectura alternativa. Arquitectura dechabolas. Él murió, pero todavía seconserva parte, por lo bien hecha queestaba, y pintada con la pintura naval delos botes inacabados que él aprovechaba.Así, las chabolas tenían una estética dearcas varadas en el monte. Aunque, paramí, el gran espectáculo era ese de ver lahilera de zapatos, desde la infancia a lavejez, y cómo iba limpiando par a par.Allí estaban las suelas y los tacones delos años de la vida, como los anillos en eltronco del castaño del Souto.

Además de las calaveras hechas con

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calabazas, en Difuntos, por las casas, nosregalaban castañas y dulces. Cuando añosdespués, por la publicidad comercial, seimportó la fiesta de Halloween, mucho meacordé del castaño del Souto, y deAntonio, el enterrador y cohetero, ytambién de las comparsas de Carnaval. Lade Elviña, Os Rexumeiros (LosCriticones). La de Castro, Os Calaveras.A veces se unían sobre la marcha yresultaban Os Calaveras Rexumeiros. ElMariñán elaboraba un magnífico Entroido,un Meco que había que enterrar. Unmuñeco muy bien dotado de herramienta.Un pene descomunal. En ocasiones, demadera. Otras, un nabo auténtico, sacadode la tierra. En una ocasión le pusieron almuñeco unas fotos del tirano y fue por la

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Guardia Mora montada en burro. Ibadelante de la comitiva el cura conincensario, que era el libertario Pepe deAmaro, si no me equivoco. También OPagano hacía con buen estilo el oficio dedivino ministro provisional. La viuda, porsupuesto, era un hombre, como todas lasplañideras. Entre llantos, soltaban laletanía surrealista:

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E seculé, e seculé,a carne de porco touciño é! Fueron a arrojarlo, al Meco tirano, al

gran puerco, al río Monelos.No le hicieron mal a nadie. Pero los

déspotas no tienen sentido ninguno delhumor. Detuvieron a la gente de las

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comparsas. Los maltrataron. Algunos,encerrados durante meses. La Cuaresmallegaba con miedo. Y no lo metían ni lascalaveras ni los difuntos.

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14. El maestro y elboxeador

RONDARÍAMOS los dos los seis años.Era mi primer día en la escuela y me salióél al paso. Antonio, llamado O Roxo. Conrazón. Me fijé en el color incendiado delcabello. De inmediato los otros niñoshicieron un círculo alrededor de nosotros.Sí, iba a ser el primer día y el primercombate. Nos tocó a nosotros. Un mayorpuso un palo en el hombro de Antonio ydespués me azuzó: «¡A ver si eres lobastante hombre para quitárselo!».

No recuerdo tener en ese momento

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especial interés en demostrar que erahombre. A la vista de la situación,seguramente no me habría importadopasar por cualquier otro ser más modesto.Pero también ya sabía que habíamomentos en los que el destino estabaescrito. No me hizo falta moverme. Unempujón me echó contra él, así que elpalo cayó, y nosotros también, luchando,arrastrados por una fatal ley de lagravedad. Después fuimos muy amigos.Recuerdo que un día, yendo solos para laescuela, Antonio me informó muycontento: «Mañana marcho paraInglaterra».

Y añadió: «¡Y tú te quedas aquí!».No lo dijo con mala intención, sino

como un enunciado científico. Tenía

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razón. Pero me dejó afectado. Cada pocotiempo emigraba alguien. ¿Por quémarchar así, uno por uno, y no irnos todosjuntos?

En la emigración, se habla siempre dela morriña o saudade del que marcha aotra tierra y no de quien se queda. Enquien se iba, había tristeza, pero tambiénesperanza. La tristeza desabastecida era lade quien no marchaba. En aquel tiempo,ya toda la emigración era a Europa, enespecial a Alemania, Inglaterra, Suiza yFrancia. Pero en Castro, como en el restode Galicia, y mucho antes que MarshallMcLuhan, ya habían descubierto la teoríay la práctica de la aldea global. Muchasveces para huir del medio hostil yasfixiante del caciquismo, como reflejaba

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aquella copla que rescató Xurxo Souto yse cantaba cuando desatracaban losgrandes transatlánticos rumbo a América:«¡Ahí os quedáis, ahí os quedáis, / concuras, frailes y militares!».

Castro era pequeño, pero era unmapamundi. Si preguntabas, aparecíannoticias de vecinos en RepúblicaDominicana, Cuba, Uruguay, Venezuela,California… Nombres legendarios para laaldea: Ventura, Cardama, O Trust, AManca, Enrique de Bras, Evaristo daPonte, Manolo O de África, ManoloMartín… Pero en nuestra infancia, lamayor parte tenía destino europeo. Y si lapartida era triste, la vuelta de «la maletadel emigrante» era una fiesta paracompartir. Era un arca en la que venían

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las maravillosas novedades. Paranosotros, no sólo juguetes aquíinalcanzables, sino también, en laadolescencia, el contrabando del deseo:los discos, las revistas con desnudos, lasprendas atrevidas, la ropa de moda.

La primera televisión que vimos, yantes de la de la taberna de Leonor, fue laque trajeron Rigal y Sara cuandovolvieron de Alemania. Habían sido delos primeros en emigrar a ese país, yvolvieron a principios de los sesenta.Cuando Rigal se puso a instalar eltelevisor, la casa estaba tomada por lavecindad. En la pantalla había muchasintermitencias, pero no importaba. Al ladodel aparato estaba María Vitoria, la hijade Rigal y Sara. ¡También ella había

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venido de Alemania! Rubia, con trenzas,alta, de mirada misteriosa. Tal vez losmisteriosos éramos nosotros, que no lequitábamos ojo. Pero ¿para qué mirar altelevisor si estaba allí María Vitoria?

En Castro, el primer maestro que tuve sellamaba don Bartolo. Todo el mundo allítenía un alias (el mío era el de Cabezón) yél también: Cabalo Branco. Fue tambiénlo primero que aprendí, lo del caballoblanco, antes de entrar en el aula. Laescuela pública se llamaba El Catecismo,lo que da muestra de la precisión irónicade los vecinos a la hora de nombrar. Elmaestro era un hombre de complexión

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fuerte y que proyectaba una sombra dedoctrina y miedo. En la pared del fondo,detrás de la mesa del maestro, la escuelaestaba presidida por un crucifijo y por ungran retrato de Franco, con una capa decuello de piel de armiño y fusta de jinete.Allí permanecían colgados, pero encondiciones bien diferentes, uno y otro.Jesús, en la cruz, desnudo, clavado depies y manos, con la corona de espinas yla sangre cuajada en la cabeza y en elcostado. Y Franco de emperador, miraraltivo, por encima de su estatura, con esepoder presencial que da el ir bienabrigado. Dos años con la mismaescenografía de frente son muchos años.Los ojos envían información y luego lamente trabaja por su cuenta. Lo que allí

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veías era el Caudillo que mandaba sobretodo y sobre todos y aquel Rey de Reyesdesvalido, abandonado, que había sidotorturado antes de morir. El Cristo estabaun poco más alto, la cabeza caída hacia laderecha. La mirada del crucificadodelataba al de la fusta. Algo tendría quever con el asunto.

En la escuela se le daba muchaimportancia a la llamada Formación delEspíritu Nacional. Él era un hombre muyconvencido de lo que decía. No podía serde otro modo, pues a veces nos sacaba alpatio, nos hacía formar armados conpalos, y dirigía con voz marcialmaniobras para enfrentarnos al enemigo.Existía el enemigo, existía la anti-España.No sabíamos muy bien cómo era, qué

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aspecto tenía, pero existía y él le poníanombres: Las Hordas Rojas, LaConspiración Judeo-Masónica, La PérfidaAlbión. Eran nombres que parecíanevocar los de las cuadrillas juveniles queempezaban a actuar por los barrios de lascasas baratas. En todo caso, paranosotros era un divertimiento. El reptarpor el suelo, camuflados en la hierba,obedeciendo de forma festiva las órdenesde disparar a todo lo que se movía,cuervos, ovejas o al avión a reacción quedejaba dos estelas paralelas en el cielo,alcanzado por nuestro fuego antiaéreo. Talvez nuestro jefe y maestro padecía lamelancolía de Marte. Jugábamos a laguerra en un lugar que había sido campobélico. El escenario de la batalla de

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Elviña. Una de nuestras fortalezas erajustamente el gran peñasco, el delGoliacho, donde la artillería napoleónicahirió de muerte a John Moore. Morirmurieron a miles, pero la gente hablabacon cierta familiaridad del joven militarromántico, a la manera de un héroe local.Al fin y al cabo, se había jugado la cabezaallí, en nuestro principal peñasco.Mientras trabajaba la tierra, mi padrehabía encontrado un botón de una guerreradonde se podía leer: Liberté, Égalité,Fraternité. Eso me acercó un poco allado francés. Es el hechizo del azar. En laroca en la que abatieron a Moore había unescondite, con una protección natural delaureles. Allí fumamos los primeroscigarros, que nos vendían sueltos a la

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salida del cine Monelos. Allítemblaríamos en otra guerra. La de losprimeros abrazos. Los amores furtivos.

El maestro tenía una vara que utilizabacomo indicador en el encerado o en losmapas. Pero a veces, cuando el hombre seentusiasmaba de cólera, el palo seconvertía en un arma primitiva y terrible.Un día se encarnizó con uno de losalumnos, un chaval, Rafa, algo más jovenque yo. De repente, el muchacho serevolvió con dolor y rabia, soltó un gritoestremecedor y salió huyendo de clase. Elmaestro blandió la vara de mando yordenó: «¡A por él! Captúrenlo y

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tráiganmelo aquí!».Salimos todos como una jauría detrás

de Rafa. Él era como una liebre. Peronosotros corríamos fieros y con muchaintención detrás de él. Comprendí ese díaque uno de los mayores placeres del serhumano es la cacería del humano. Peroocurrió un imprevisto. Cuando yaestábamos alejados de la escuela, fuera dela vista del maestro, del grupoperseguidor salió un disidente que noshizo parar con un gesto enérgico. El queextendía los brazos era Juan, el másgigantón de la escuela. Se había roto unapierna al saltar un muro. Estuvo en elhospital y cuando regresó era así, el doblede grande que antes. Se comentó quehabían probado con él por vez primera un

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complejo vitamínico contra la anemia.Todos queríamos que se nos rompiese unapierna y que nos diesen aquella pócimaextraordinaria. Pero Juan no empleaba lafuerza para abusar. Ahora su puño ibamoviéndose en panorámica a la altura denuestros ojos. Y fue Juan y pronunció envoz alta una contundente enmienda a loshechos tal como se habían venidoproduciendo: «¡El que le toque al chaval,se lleva una hostia que queda espetadopara siempre en la puerta del infierno!».Algo así. Una boca bíblica. Y un puñotambién bíblico. La sensación deencontrarse, en cuerpo y alma, ante elprincipio de los principios. El negarse ala injusticia.

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El maestro de Elviña adoraba a aquelboxeador negro, Cassius Clay. Más tardese haría llamar Muhammad Ali paraborrar el rastro de la esclavitud.Estudiábamos la lista de los ReyesGodos, y las gestas de los grandesconquistadores de América, pero el rey,en aquella escuela y mediados los añossesenta, era Cassius Clay. Todo por elmaestro. Para estar de pie o andarprecisaba muletas. Tenía las piernascortas y torcidas. Una enfermedad de lainfancia, decían. Por lo demás, era unhombre robusto, con el cuello de un toro.Sentado en la silla, tras la mesa, su cabezaprominente, lisa, como bañada en barniz,

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y la mirada de grafito, oscura y brillante,hacían de él una especie de ídolohipnótico y temido. Incluso la esferaterrestre, estuviese apoyada en suescritorio o encima del armario, semejabaun pequeño satélite orbitando en torno aaquel astro humano. Cuando se ponía enmovimiento, esa parte motriz, la enérgicacabeza, no sólo llevaba en vilo la parteinmóvil de su cuerpo sino que parecíaarrastrar el destino entero. Tenía elinfortunio añadido de vivir en un segundopiso, en una vivienda próxima a laescuela, lo que lo obligaba a subir y bajartodos los días unos veinte peldaños. Lohacía solo, apoyado en aquellas palancas.Era su combate. Una lucha de la queéramos testigos cada mañana sus alumnos,

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el cómo bajaba, retorciéndose, resistiendolos desacuerdos del cuerpo en el espacioletal de la escalera.

Don Antonio era un hombre rápido, demucha agilidad mental, y con una miradaque abarcaba lo invisible. Desde superspectiva panóptica, podía ver el auladel derecho y del revés. No sólo te leía elpensamiento. Notabas la trepanación,cómo lo extraía y luego lo desmenuzabasobre su mesa. ¿Por qué no llamaba desdela escalera?, ¿por qué no permitía quenadie le ayudase? Nos echaba una ojeadadesde el descansillo, y nosotros loseguíamos de refilón, con disimulo. Lavisión de su lento descenso era la imagende una historia dolorida y de un saberdañado. Aquel trabajoso tránsito iba

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tomando la forma de un rito patibulario.Nadie se extrañaría si un día se abrieseuna trampa en las escaleras ydesapareciese el maestro.

En clase, era eficaz y duro. Incluso

podía llegar a ser cruel en el castigocorporal, cuando se accionaba el brazorobusto y la vara adquiría una existenciaautónoma, escindida del brillante cerebro.Lo estoy viendo, o eso creo ver. La

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mirada perpleja del maestro, la forma enque analiza su propio brazo, después dehaber pegado con fuerza a un alumno. Esopasaba en especial en el aprendizaje delCatecismo, el sábado por la mañana. Nohabía otra alternativa que la respuestaliteral a cada pregunta. Por alguna razón,estaba siempre tenso ese día. Teníamosque llevarlo memorizado, él no explicabanada. Y no había contemplación para loserrores. Ni aunque fuese el episodio de laburra de Balaam. Eran herramientas detrabajo, la vara o la regla. No estaban allípor estar. El primer día de clase, habíaalgún chaval que llegaba con la vara paraentregársela al maestro, por mandatopaterno. Tanto don Bartolo como donAntonio la usaban sin muchas

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contemplaciones. No era un asunto delque se hablase fuera del aula. El castigofísico formaba parte del régimen escolar.Don Antonio gozaba de buena fama. Eracompetente. El que mejor enseñaba. Esosí, tenía una cuestión pendiente con lasmujeres. No con una o con dos. Por lo queparecía, con todas. El mayor castigoverbal para un alumno era llamarlo«mujercita». Cuando llegaba a ese límite,el tono de su voz picaba como un aguijón.

—¡Mujercita! ¡Pareces una mujercita!Todo en él se transformaba, el habla y

el cuerpo, cuando se anunciaba latransmisión de otro gran combate para elcampeonato mundial de los pesospesados. Ese día trasladaba el aula al barO da Castela, donde estaba el único

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televisor. Por lo que sé, una decisióninsólita y única en España y tal vez en elorbe, la de llevar a los alumnos al boxeo.Cassius Clay contra Joe Frazier. Toda laclase en marcha. Y al frente, volando conlas muletas, un cuerpo en bruscas yrápidas pinceladas, hacia el ring,embistiendo contra el mundo, el maestro.

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15. Nunca seréisabandonados

DORMÍAMOS en camas de levante.Así, durante el día, el cuarto se convertíaen sala de estar. Desde esa ventana, sepodía ver la ciudad como un gran barcode luces, con la luz amiga del faro, la queproclamaba: «¡Nunca seréisabandonados!». En ese Oeste había otrosresplandores de miedo. Los de losquemadores y chimeneas de la refineríade petróleo de Bens, con la forma degigantescos lanzallamas, que componíanuna estampa apocalíptica en la noche,

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pues justo era el punto donde se ponía elsol. Del otro lado de la casa, dondeestaba la puerta de entrada, sólo habíamonte. Una montaña con una doblepersonalidad. Por el día, el bosqueinfinito, la llamada fraga o bosque delCrego, era una tierra incógnita paraexplorar, el lugar de la aventura. Por lanoche, un averno hostil, el lugar de lapérdida, donde zumbaba el malhumor delmundo.

Mi padre nos echó una noche de casaa María y a mí. Tendríamos alrededor denueve años. En aquel tiempo peleábamosmucho, como perro y gata. No eran depegar. Ni él ni mi madre. Él se acostabatemprano. Por dos razones. Porque a lasseis estaba en pie, camino de la obra. Y

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porque no quería darle de ganancia «ni uncéntimo de más» a la compañía deelectricidad. No era de la Virgen delPuño. Pero tenía un litigio personal conalgunos grandes poderes que gobernabaneste mundo, fuesen el Vaticano o lasFuerzas Eléctricas del Noroeste. Teníaesa intuición. Si siguiésemos su ejemplo,no habría crisis energética nipadeceríamos el cambio climático. Nuncacedió en esa militancia contra el imperioeléctrico. Incluso en la vejez, cuando seinstaló la calefacción en casa, él ibadetrás, silencioso, desconectandoradiadores. Cuando alguien se quejaba dela temperatura, él callaba como el agentede una red secreta de la Desconexión.Pero en aquella edad en que nos pusimos

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a leer como locos, esperábamos conalarma la aparición nocturna delapagador. No lo hacía con alarde. Era unaacción más bien furtiva, no lo haría porgusto, pero el combate era el combate.Esperábamos un rato. Hasta que en elcuarto de matrimonio se oía el resoplardel sueño. Y encendíamos la luz. Unostraidores.

Pero no fue por eso, por la luz, por loque nos echó esa noche de casa. Teníarazón. Quería dormir y nosotrosseguíamos la disputa. Ese asunto tanterrible que en un minuto puede llevarte aodiar a quien quieres, y luego no sabesqué sucedió realmente, qué se activó en lacámara oscura. El caso es quepeleábamos furiosos, hasta que él se

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levantó, nos llevó del brazo, abrió lapuerta y nos dejó bajo las estrellas, en lafrontera de aquel lugar del miedo, delbosque del Crego. Oímos tras nosotros,con estupor, el engranaje de la cerradura.Un minuto antes nos odiábamos,estábamos a punto de arañarnos ysacarnos los ojos. Y ahora, de repente, losdos enemigos se encontraban solos en eluniverso. Expulsados del hogar. Y comoes sabido, no hay miedo más grande queel miedo al abandono.

Estábamos solos en la noche, atentos alos ruidos interiores de la casa, aquellanuestra casa solitaria que resistía lastempestades. Cómo me emocioné conHenri Bosco, cuando leí lo que escribíade su hogar: «¡La casa luchaba

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bravamente!». La verdad es que prontodejamos de sentir el síndrome de Hansel yGretel. Habíamos olvidado la causa de lapelea. Nos dimos la mano. Estábamos másunidos que nunca, ¿o no? Nos juramos quejamás habría guerra entre nosotros. Yfuncionó el esconjuro. Del terribledesasosiego pasamos a una cierta calma yluego a una excitante alegría. Si la puertapatriarcal permanecía cerrada, ¿dóndeiríamos a encontrar refugio?

Estaban los tíos. Se habla muchoahora del genoma. De las semejanzas ydiferencias entre humanos y otrosanimales próximos como los chimpancés,los bonobos o los orangutanes. No escierto que ellos no tengan lenguaje, ni queno utilicen útiles como herramientas.

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Como bien explica el genial uruguayoCasacuberta, somos casi iguales en todo.¿Cuál es la principal diferencia? ¡Loshumanos tenemos tíos y tías!

Y allí estábamos María y yo felices,repasando la maravillosa lista. Gaiteira,Birloque, Anceis, Sada, Sergude, labarbería calle Bizkaia, la taberna deAlmeiras… Incluso en Sevilla teníamosun tío, Benito, por cierto, cobrador de laluz. Pensaba que Benito se había idoandando de joven desde Corpo Santo aSevilla, porque siempre oía hablar delandar de Benito. Recorría las calles deSevilla andando, de portal en portal, decontador en contador, y en el verano elsuelo era de brasas que quemaban lospies. En mi imaginación, Benito iba por

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las aceras ardientes con la paciencia deun faquir empleado de la compañía deelectricidad que tiene que cobrar loskilovatios. Y entonces la madre deCarmina aparecía en la historia e invitabaa pasar al patio a aquel buen mozogallego, tan educado, con voz de tenor,para que descansase un poco en la sombray tomara una limonada. Y fue así que seconocieron y casaron Benito y Carmina.Gracias a la electricidad. Al margen de suopinión sobre los márgenes deexplotación del sector eléctrico, mi padre,como todos en la familia, tenía muchoaprecio por Benito. Ya mayor, mi padrefue a examinarse para obtener elcertificado de Estudios Primarios. Estudiómucho, con mi hermana Sabela, que era

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maestra de escuela. Lo hizo bien todo,pero cuando le preguntaron nombres deparásitos quedó en silencio. No queríamanifestar lo que realmente pensaba. Antela insistencia de la examinadora, dijo unnombre de parásito que no tenía que vercon los ricos y los políticos: la tortuga.Estaba muy satisfecho de haber metidoallí aquella ironía. Y también le gustó a laexaminadora. El siguiente ejercicio fueescribir una redacción.

¿Tema? «Mis vacaciones.»Mi padre dejó el bolígrafo, se levantó

de la mesa y fue sin más hacia la puerta desalida. La profesora lo llamó para pedirlealguna explicación. ¿Por qué abandonarahora? Y él respondió: «Nunca fui devacaciones». Se quedó pensativa. Le dijo:

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«Siéntese. Escriba de lo que quiera». Mipadre escribió la aventura del tío Benito,esa leyenda de que había ido andando deCorpo Santo al puente de Triana.Describió aquella fascinante ciudaddonde los cobradores de la luz conocían amujeres luminosas en un patio de sombra.Incluso se llegaban a casar y eran felices.Y añadió: «Me gustó mucho Sevilla, síseñor». Pero nunca fue. No le gustaban losviajes, y cada vez menos. En los últimosaños de trabajo, se levantaba demadrugada, con dos o tres horas deantelación, y conducía el Renault-4blanco, su Cuatro Latas, para no tenerque cruzarse con ningún otro coche.

Teníamos muchos sitios donde ir. Tíosy tías formaban una república. Estaba

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Pepita, en A Gaiteira, que siempre fue unacreadora de armonía. En el Birloque,Felícitas, pero también la tía Amparo, quetenía el taller de costura. A mí me gustabamucho ir allí. Siempre me sentí bien enpeluquerías y talleres de costura. En el deAmparo trabajarían media docena dechicas, que acompasaban sus bromas eironías con el pedal de las máquinas decoser. De repente, las máquinas quedabanen suspenso. La voz de Juana Guinzo oMatilde Conesa, en los dramasradiofónicos de Guillermo SautierCasaseca. Aquello sí que era llegar alcorazón de la gente. ¡Estaba el derecho aparar la marcha de la Singer por puraemoción! Un hombre, un hombrecito, sesentía allí un figurín. Algunas de aquellas

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chicas serían lectoras de Corín Tellado.El equivalente para los hombres eran lasnovelas del Oeste. A mí, en este episodio,todavía me faltaban unas pulgadas.Andaba por las viñetas El CapitánTrueno o El Jabato. Lo que habíacambiado casi todo, cuando me operaronde amígdalas, había sido la lectura de Elúltimo mohicano, de Fenimore Cooper,en una edición ilustrada de Bruguera. Yatenía un héroe que me parecía propio,Uncas, con su tortuga tatuada y un carácteralgo retorcido. Cuando crecí unaspulgadas, en el verano anterior al ingresoen el instituto, me pegué una sobredosisde Lejano Oeste. Una especie deadiestramiento. Mi amigo de Castro,Manolo de Hilario, era un buen consejero

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y suministrador. Hoy es lector de la mejorliteratura. Yo lo admiro también porquees un especialista en el montaje degrandes grúas. Las grúas, las grandesgrúas, junto con los barcos y lasescaleras, son la más fascinantearquitectura humana. También los caminosde hierro, el ferrocarril. Y ahí estábamos,hacia el Far-West. La mayoría de lasnovelas iban firmadas por MarcialLafuente Estefanía, pero él recomendabaotros autores como Keith Luger o SilverKane. El estilo era diferente. Hoy, de vezen cuando, todavía hay debates muy seriosentre escritores muy serios que debaten siexiste o no el estilo o lo que el estilo es.Eso pasa por no haber leído a tiemponovelas del Oeste. En los días más

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calurosos del verano, cuando los relojesse derretían, Manolo de Hilario y yoéramos capaces de leer cinco novelasseguidas y juro que el estilo de cada autorsaltaba a la vista. Los rostros loreflejaban como un espejo. Estaba porejemplo, en el lector, la sonrisa SilverKane. El trazo oblicuo de la ironía en laboca. La electricidad de la tensión eróticaen el brillo de los ojos. Sí, el lenguaje dela heterodoxia Far-West, cuandoalcanzaba esa mezcla de sorna y picardía,resultaba muy cercano. Uno de nuestroshéroes locales era Juan Juanilla, hijo deCorazón. Emigrante en Alemania, cuandovolvía del frío iba vestido como unjugador de naipes del vapor de rueda delMississippi. Tenía ese estilo. Había gente

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que venía de lejos para verlo jugar al tuteen la taberna. No sólo por la habilidadcon las cartas. Para cada baza, la fraseprecisa. El puño que golpea la mesa. Ahíva: «¡Desde que se inventó la pólvora, seacabaron los hombres!».

Se decía que la gente no leía ni un libro alaño, pero nunca se contaba el libro decordel. Ese que valía un duro y queincluso se podía alquilar en el quiosco.Las chicas, y no tan chicas, leían a CorínTellado. En realidad, leían más quenosotros. Y más vanguardia. En laspeluquerías femeninas había revistas decorazón y fotonovelas. Y en los talleres

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de costura, las revistas de moda eran unafiesta para los ojos y la imaginación enaquel tiempo tan gris. Aquellas modelosque parecían androides de ciencia ficción,con sus peinados y vestimentas osados,daban que hablar y provocaban risa oescándalo. Pero también obligaban, dealguna forma, a pronunciarse. Se medía laliberalidad por centímetros. Y al pocotiempo, menos del que se pensaba,aparecería una chica con aquel peinado,con aquel vestido. Y ella sola, caminandopor la carretera de Elviña a Castro,cambiaba la realidad. Las novelas delOeste se leían a todas las edades. Muchosaños después, en los noventa, mereencontré con Silver Kane. Estábamos enel mar de Irlanda, habíamos llegado al

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paralelo 54, allá por Blackrock, y lo leíanen las literas los marineros de hierro,auténticos cowboys en una frontera detempestad incesante. Amarrados para noser zarandeados por el mar, leían con elmismo gesto que nosotros de chicos. Lasonrisa oblicua. Alguien que lee en vozalta lo que dice la rica heredera delrancho encarando al tipo que se le resiste:«Oye, vaquero, estoy buscando un hombrede verdad. ¿Has visto alguno por aquí?».Escuchad. Boquete de Catoira respondecomo un clásico: «Había uno, nena; ahora,contigo, ya somos dos».

Aquel verano de inmersión en laliteratura Far-West, ¿por dónde andaríaMaría? Ella sí que estaba en la frontera.Nosotros éramos rostros pálidos, ella una

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piel roja. Por casa comenzaron a rondarpor la noche algunos libros muydiferentes, de aspecto vagabundo. Mimadre abrió un día uno de esos visitantesdesconocidos, Rayuela de Julio Cortázar,y estuvo unos días en compañía de laMaga y de Horacio Oliveira. Abrió otro,lo estoy viendo, de Henry Miller, algoleyó que le impresionó, y miró a María:«¡Vas demasiado deprisa!». Ella creía enel poder de los libros. Los quería y lostemía. Había leído muchas vidas desantos.

Mi padre oyó que hablábamos con muchaanimación en medio de la desventura. Al

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estilo tío Francisco. Y entonces abrió lapuerta y nos mandó entrar y acostarnos.Sin más. No volvimos a pelearnos de esaforma María y yo. Y aquella nochetodavía encendimos la luz para leer, justocuando mi padre cayó rendido en sucamino a Sevilla.

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16. La foto de familia

EN el álbum sólo existe una foto defamilia. La única en la que estamos losseis, mis padres con sus cuatro hijos, lasdos chicas y los dos varones. Todosestamos serios. En ellos hay, además, unaexpresión de desconfianza. La cámararegistró ese recelo sin disimulo. Todavíahoy se percibe en esa fotografía unavibración de impaciente hostilidad. Era,por decirlo así, una foto oficial. Una fotode Familia Numerosa. La necesitábamosmi hermana mayor y yo para solicitarbecas de estudio universitario. Recuerdobien el día. Llovía. Mi padre había hecho

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una escapada del trabajo y tenía prisa. Sealisó el cabello con las manos, haciaatrás. Es la única foto que tenemos juntos,ya lo dije. Solos y juntos. Hay otras, nomuchas, en las que se nos puede distinguira los seis, pero dispersos en algún grupomayor, reunido por alguna celebración.Aquélla es la única foto familiar, sí. Sinembargo, no fue la primera.

La primera foto nos la habían tomadoaños antes. Una mañana de domingo, enverano. En los jardines del Relleno, justoal lado de la escultura dedicada aConcepción Arenal. Un escenario difícilde olvidar, pues el lugar monumentalconsistía en un estanque con peces decolores, cercado por gruesas cadenas ycon el poder presencial de una gran águila

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de hierro. Es un día festivo. Muyluminoso. Tiene que haber música ysabores, pero no toman forma en elrecuerdo. La luz, sí. Todo el mundo llevaalgo de luz este domingo. Mi madre, porejemplo, un pequeño sombrero con vuelode tul. Es ella la que toma la iniciativacuando aparece el fotógrafo. Sí, vamos ahacernos una fotografía. Por fin. Mi madrenos convoca. Nos urge a posar. Es unavergüenza no tener un retrato de toda lafamilia. Así que no sólo es un acto defelicidad, sino de responsabilidad. Unacuenta pendiente con el destino. Noscoloca. Mira de refilón. El último toque.Ahora, sí. Atención.

Inmóviles, todos miramos al fotógrafo.Es un hombre grueso. Casi tan ancho

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como alto. Se pasa un pañuelo por lafrente resinosa. Parece luchar a la vez consu cuerpo y con su vestimenta. Un trajedesafecto, demasiado corto o largo, no sesabe. Forcejea con el nudo de la corbata.Por fin se dispone a disparar. Lleva elvisor al ojo. Adelanta el pie derecho. Seinclina levemente. Esa posición ledevuelve una cierta simetría al personaje.Sonrían, dice, ¡esto no es un entierro!

Anota su dirección en un pequeñobloc. Ahora parece más alto. Mi madrebusca el monedero en el bolso. Luego loabre y extrae el dinero. Son dosoperaciones laboriosas, semisecretas. Mipadre permanece distante, con las manosen los bolsillos. Es domingo. La fotoestará disponible el martes por la tarde,

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con seguridad. Así que estamos en latarde del martes y acompañamos a mimadre. No, mi padre no va en la comitiva.La dirección es por la zona del mercadode Santa Lucía. Llegamos a un callejón.Mi madre comprueba el número en elpapel y golpea la puerta. No hayrespuesta. Nadie aparece. Golpea másfuerte. En la casa de enfrente, una viejaabre las contraventanas del primer piso.¿A quién busca? ¡Al fotógrafo, señora!

La vecina cerró la ventana, con unsilencio enlutado.

Volvimos dos o tres días. Y no. Nohabía fotógrafo, ni nadie. Los domingos,mi madre recorría vigilante los jardines.Se fijaba en cada uno de los que llevabanuna cámara. Sí, aquél era grueso. Pero la

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gente cambia, igual que tiene su derecho ysu revés. Un día lo vio. O creyó verloentre el gentío que rodeaba la Tómbola dela Caridad. Le gritó. Corrió detrás de él.Abrió un pasillo entre la multitud. Pero elhombre gordo alcanzaba la velocidad dela luz. A veces, todavía pienso que es élquien pasa, cuando algún hombre, de trajeo con abrigo, me adelanta de repente.Grandón, a zancadas, hasta desaparecerborroso. Imagino que llega a su verdaderacasa. Posa la cámara tullida. Abre uncuarto de revelado donde están losrecuerdos áureos de todas las fotos que nohizo. Allí estamos nosotros, sonrientes,unidos como nunca.

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17. Mi madre y elmanifiestosurrealista

LOS círculos concéntricos fueron tal vezla primera escritura de Galicia, junto conlos laberintos. Digo escritura porque sinduda son signos que cuentan un relato enpiedra, con punzón de sílex en el cuadernoabierto, a la intemperie, del granito.¿Calendarios astrales, topografías,grabados animistas? Los arqueólogosdebaten sobre el significado de estospetroglifos que se sitúan en la llamadaprehistoria humana, pero que constituyen

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un período magistral en la historia de lalínea. Lo que podemos decir conseguridad es que los autores eran buenoscalígrafos, en el sentido de tener buenpulso y «buena letra», una voluntad deestilo, un dominio del trazo, en el que loformidable es la extrema sencillez quecontiene, para nosotros, una infinitainformación.

Así es el trazo de la boca de la madre.

No puedo reproducir fragmentos de lossoliloquios de mi madre. Por supuesto,hablaba sola cuando estaba en la soledado en presencia de algún hijo al quesuponía enfrascado en sus propios

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asuntos; por ejemplo, María y yo connuestros deberes escolares. Pero de vezen cuando el rumor de la corriente deconciencia de mi madre subía de tono, seaceleraba, incluso se desdoblaba o semultiplicaba en voces diferentes que aveces discutían entre ellas con ardor. Esoocurría mucho en lo que podríamos llamarlos lugares del agua. En el lavadero de lacocina y en el lavadero de ropa, bien en elvecinal o bien en el que acabaríaconstruyendo mi padre al lado del pozocaprichoso, en el que profundizó año trasaño a la búsqueda de agua suficiente.Retomaba el trabajo en el verano, cuandoel pozo se secaba. Hasta que encontrabauno de aquellos «falsos manantiales» quelo mantenían engañado y esperanzado.

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Así, hasta que llegó a los quince metros,cuando su figura desaparecía en lo oscuro,y consideró que tal vez había alcanzadoun final. Había tocado el alzheimer delagua. La historia de aquel pozo era la deun fracaso. Había construido un vacío.Siempre me acerqué a ese pozo con penay resentimiento. Pero ahora también loveo como la boca de la literatura. Veo ami padre cavando silencioso, odinamitando las piedras y el lenguaje, a labúsqueda de su corriente.

En el caño de la cocina, en ese accionargiratorio de las manos en la vajilla, o enel movimiento de lavar en el río, mi

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madre habla sola y en vilo. Murmura,comparte confidencias, responde concoraje a alguna impertinencia, a algúninterrogatorio. En algún caso, sería muyinteresante conocer el interlocutor. Habíados situaciones que la transformabanorgánicamente. Dos extremos demetamorfosis. La furia que le producía lainjusticia. Nunca fue violenta, eraeducada, de hablar hospitalario, más bienrisueña. Pero también la recuerdo en unaoficina municipal, cansada del maltrato,jurando que volvería con una piedra comoMaría Pita contra el pirata Drake. Bien.Aquí tenemos a mi madre hablando sola.Su rostro muda. Se acalora, ríe, sus ojosse vuelven atmosféricos. Brillan, setoldan, relampaguean, quedan en una

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suspensión neblinosa. Y todo eso estáconectado con las palabras. Algo estásucediendo en la cocina, levanto la vistadel cuaderno o del libro y miro hacia ella,perturbado y maravillado a un tiempo, sinatreverme a interrumpir. Si ella se abreasí es porque tal vez está en un paisaje deconfianza. No puedo recordar lo quedecía, seguramente porque estaba másatento al fenómeno de la expresión que alo que expresaba. Tengo un recuerdointermitente, de palabras ensartadas quese mueven como abalorios, que avanzan yretroceden, giratorias.

Podría decir que mi madre llevabapor fuera la corriente de la conciencia.Era un cuerpo abierto. Hablaba ella. Y enella, otros. ¿Quiénes hablaban? En

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Esperando a Godot, hay un momento enque Vladimir y Estragon oyen las vocesbajas de los muertos. Su sonido es comode alas. Como de arena. Como de hojas.Susurran. Crujen. Murmuran.

VLADIMIR: Estar muertas no es

suficiente para ellas.ESTRAGON: No es suficiente. No es suficiente, no. ¿Por qué Juan

Preciado vuelve a Comala? La madre selo hace prometer, sí, para reclamar laherencia del padre, de Páramo. Pero ¿enqué consiste esa herencia? La madredescribe así el lugar adonde envía al hijo:«Allí, donde el aire cambia el color delas cosas; donde se ventila la vida como

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si fuese un murmullo; como si fuese unpuro murmullo de la vida». Aunquedesolado, no es Comala un no lugar. Es,por el contrario, el lugar más humano,como la de la Metamorfosis es lahabitación de la humanidad. El lugardonde estar muerto, ¡o vivo!, No EsSuficiente.

No sabemos bien lo que la literaturaes, pero sí que detectamos la boca de laliteratura. En los libros, en la vida. Esaboca raramente avisa antes de abrirse.Tiene la forma de un rumor. De unmurmullo. Incluso puede estar cerrada,herida, y sentir cómo en ella enjambranexcitadas las palabras. Puede ser unaboca tuerta, pintada, voluptuosa,deshidratada. Puede ser escandalosa,

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incontinente, enigmática, malhablada,balbuciente. Lo que no puede querer esdominar. Es una boca siempre excéntrica.Sola o en grupo, habla sola. Sumovimiento interior es el de la danza en laque los cuerpos se contraen y extienden,al tiempo que giran. La boca murmura elpoema de Rosalía:

¡De aquellos puntosque hacen ahorade afuera adentrode adentro afuera! Hace ya tiempo, un amigo del valle de

Soneira, Roberto Mouzo, que es unamador del palimpsesto de la tierra, mepasó una serie de reproducciones en papel

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de los petroglifos de la Costa da Morte,en los que destacan los agrupamientos delos círculos concéntricos. Aquellosgráficos estuvieron en la mesa de trabajomucho tiempo, dando vueltas a mialrededor, pero eran invisibles. Un díatuve que responder a uno de esoscuestionarios sobre los límites de laficción y la realidad, la invención y lamemoria… Estaba tan arrepentido deresponder como insatisfecho. Pero allíestaban los círculos concéntricos.Significasen lo que significasen para losespecialistas, para la arqueolatría, ahoramurmuraban una respuesta sobre lo que larealidad es y las maneras de mirarla. Larealidad resultaba ser sólo uno de loscírculos de la realidad. Qué ridículo

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fragmento de realidad ven los que laconfunden con la pegajosa actualidad. Laóptica del ensanchamiento que mostrabanlos círculos incluía los sentidos externos einternos, la memoria y la imaginación. EnLos desastres de la guerra, Goya puso untítulo: No se puede mirar. Desde niños, laconsigna del miedo: No se puede decir.O: Eso es pecado.

La boca decía lo que no se podíadecir. Parecía pecado.

El punto de partida de la expansióndel petroglifo tiene el trazo del arranquede la boca que habla sola. Ahí estaba,fermentando, en vilo, descubriendo yenigmatizando a un tiempo. El petroglifode los círculos concéntricos me llevaba aotro lugar especial, imprevisible, por

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encima del tiempo, como el camino ciegodel Castro. En el fragmento clave delsegundo manifiesto surrealista se señalaun lugar: «Todo lleva a creer que existeun cierto punto donde la vida y la muerte,lo real y lo imaginario, lo comunicable ylo incomunicable, lo alto y lo bajo cesande ser percibidos contradictoriamente. Yes inútil que se busque a la actividadsurrealista otro móvil que la esperanza deencontrar ese punto».

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La fuente de la energía que mueve esa

esperanza es lo no suficiente. El andarsimultáneo del deseo y el dolor. Como elvagabundo de Charlot apoya a la vez enuno y en lo otro. Las primeras películaslas vimos en el cine Hércules, en el MonteAlto. Todos en vilo en la cámara oscura.

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El cinema entero imitaba como unaliberación el rugido del león de la Metro.Antes, salía una cabecera propia con elfaro que lanzaba en la pantalla un destellode luz muy aplaudido. Yo era muypequeño. De las películas, sólo acuden alrescate las imágenes de Tarzán y elvagabundo de Charlot. Calle de Torrearriba, María andaba así de pequeña.Como Charlot. Esa forma de andar activalos sentidos, pone en contacto laimaginación y la memoria. Yo conocí muypronto esa boca. Pero no sabía que habíainspirado el grabado enigmático de loscírculos concéntricos ni que aparecíadescrita en el segundo manifiestosurrealista.

En aquel momento era, ni más ni

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menos, la boca de mi madre hablandosola.

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18. El cristalero de laLarga Noche

EL primer libro no escolar que entró enla casa fue una obra monumental. Por eltítulo, Cinco mil años de historia, y porel tamaño y grosor, una auténtica losa.Una de esas obras que deja una huellainolvidable, y más si te cae encima desdeel estante. Lo compró mi madre, Carmiña,en la librería La Poesía, en la calle de SanAndrés. Habíamos bajado con ella a laciudad y llevamos aquel libro en andas yde procesión. Eran cinco mil años dehistoria sobre los hombros de la

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humanidad. Un peso histórico queportábamos con una mezcla de respeto yalegría. Más aún por las circunstancias enque se compró. Era el día del Carmen, laVirgen del Mar. Nosotros queríamoscomprarle un regalo. Y los regalos típicospara las madres eran casi siempre cosaspara el trabajo doméstico. En realidad, noeran para ellas. Actuaban comodepositarias. Para trabajar más. Nosotrospensábamos regalarle una cafetera. Unacafetera italiana para la Virgen delCarmen. Y fue cuando ella nos llevó a LaPoesía y dijo: «Nada de cafetera. Me vaisa comprar un libro. Un libro de verdad».

Mi madre había sido de niña una felizlectora clandestina. Sabía de memoriaversos de Rosalía de Castro, aunque su

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poema preferido, el que le temblaba en laboca, era el lamento fúnebre que Currosdedicó a la autora de Follas novas, laoración fúnebre más dura de la historia deGalicia: Ai dos que levan na fronte unhaestrela / Ai dos que levan no bico uncantar! ¿Qué será de los que llevan en lafrente una estrella y en la boca un cantar?Un poema que resume toda esa historiacomo una trama de serie negra, en la queuna carnal diosa de la madre tierra esdevorada por sus contemporáneos: «Lamusa de los pueblos / que yo vi pasardevorada por los lobos devorada murió.Los huesos son de ella los que vais aguardar». Todavía vivimos uno de loscapítulos de ese esperpento, con Rosalía«secuestrada», como Castelao, en un

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Panteón de Gallegos Ilustres del que laIglesia se ha apropiado. El reposo deRosalía, como ella pidió, debería ser elcamposanto de Adina, en Padrón, y el deCastelao, la patria del exilio, LaChacarita, en Buenos Aires, el cementeriodel mundo donde más nidos de pájaroshay.

El caso es que mi madre había leídomucho de niña. Sobre todo, los santoralesque dormían en las tinieblas del desván dela casa del cura, en Corpo Santo. Lasobrina del párroco, doña Isabel, seencariñó con la niña y medio la adoptó. Adoña Isabel un pretendiente le habíallevado un loro de regalo y ella lo bautizócomo Pío Nono y le enseñó algunoslatines. Pero el loro cambió de idioma en

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cuanto oyó la vox pópuli. Llegó aaprender unas magníficas blasfemias. Ésafue su perdición. Fue encerrado enclausura y sólo tenía la visita de mimadre. Carmiña aprovechaba elmecenazgo de doña Isabel paradesaparecer en el desván y allí perdía lanoción del tiempo en compañía de loslibros y del convicto Pío Nono.

En nuestra casa no había libros. Peropronto notamos que la casa los pedía, losnecesitaba. Una de las primeras cosas quehizo mi padre cuando nos asentamos enCastro fue hacerse suscriptor de unperiódico, en este caso La Voz deGalicia. Fue una época brillante, con ladirección de Pedro de Llano Bocelo yluego de Francisco Pillado. Bocelo era un

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personaje popular, como pocas veces lofue un periodista en A Coruña, y muycomprometido para su tiempo. Mi madrelo leía con entusiasmo por sus campañasde solidaridad con los más necesitados.En las manos de mis padres se cumplíaaquel dicho de Bertolt Brecht queafirmaba que el periódico es «el libro delos obreros». Leerlo era un ritual. Él loleía despacio y lo leía todo. La únicasección que se saltaba era la de Deportes.Odiaba tanto el fútbol que ni siquiera erade los que se molestaba en gritar ¡VivaRusia! cuando jugaba la selecciónespañola.

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Muchos domingos por la mañana subíapor la cuesta de la peña del Cuco, hacia elmonte de A Zapateira, con sus esconditesde selva, un joven con un libro en lamano. Sabíamos cómo se llamaba. EraChao, el hijo del señor Pai-Pai y deFelisa. Trabajaba de cristalero. Saludabay seguía su camino hacia lo desconocido.Pero nosotros, María y yo, quedábamosprendidos de aquello que llevaba en lasmanos. De la criatura de papel. Delsecreto.

Una mañana de invierno, camino de laescuela, un compañero algo mayor que yo,Domingos, me contó que se habíanllevado preso a Chao. Su casa lindaba conla del cristalero. Habían llegado en cochepolicías secretos y se lo habían llevado

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detenido, después de poner todo patasarriba, mientras la madre lloraba. Chaoestaba preso. ¿Preso? Pero ¿por qué?,¿qué había hecho? Y entonces Domingosmiró a los lados y me dijo en voz baja unafrase que me dejó helado también pordentro: «¡No se puede decir!». ¿Cómodebería ser de terrible lo que había hechoChao que no se podía ni decir? ¿Quéhabría hecho aquel chico festivo, quesiempre estaba de broma, que sedisfrazaba en Carnaval, que en laspartidas de cartas en la taberna gritabacosas extrañas como ¡Vete a capar ungrillo! o ¡Por las barbas de Dostoievski!,y además paseaba libros por los montes?Era el año 1964. En el periódico, juntocon otros, aparecía la foto distribuida por

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la Brigada Político-Social. ManuelBermúdez alias Chao, con el rostrotransformado, tipo bandolero. Enrealidad, Chao, que trabajaba desde lostrece años, primero en una fábrica degrafito y luego de cristalero, llevabatiempo, desde 1959, en la luchaantifranquista. Él era inconformista hastaen la forma de hablar, ya expresaba eseespíritu en el Carnaval: «La misa será el18 de julio si los difuntos cobran la pagaextra. ¡Y seculé y seculé, la carne decerdo tocino es!». Cosas así. Surrealismopopular.

Un día conoció en la taberna de OsBelés, en Monelos, a Guillerme. YGuillerme le dijo: «¡No hables tan alto!Las voces, bajas. Hay otras cosas que se

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pueden hacer». Acababa de llegar deFrancia. Traía prensa clandestina, comoMundo Obrero. Y allá fueron en la motoGuzzi a repartirla por barrios y aldeas.Durante años, aquellos jóvenes, enaquella moto, consiguieron escapar delojo que todo lo veía. Chao lo vivió contemor y emoción. Había muchaindiferencia y desconfianza. Pero en loslugares más imprevistos, apartados, habíauna mano en la noche que esperaba conimpaciencia las hojas clandestinas.

En la cárcel de Coruña, un grupo depresos políticos organizó una especie deescuela libre, abierta a los presoscomunes. Chao leyó un día un recorte deprensa que decía: Ha sido detenido elpeligroso delincuente contra la

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propiedad privada Suso El Alacrán. Aldía siguiente, El Alacrán ingresó enprisión. Los que conocían al reincidentele dieron la bienvenida: «¡Llegó ElAlacrán! ¡Llegó El Alacrán!». Seincorporó a la improvisada escuela. Eraun hombre de carácter más bien inocente.Chao le preguntó: «¿Por qué estás aquí,Susiño?». Y él explicó: «De esta vez, porrobar estiércol». A Chao le parecióincreíble la metáfora: el peligrosodelincuente estaba en prisión por robar uncarro de estiércol. Y El Alacrán añadió:«Lo que no le dije a la policía es quetengo un tesoro escondido». Para esorobaba estiércol, decía, para ocultar eltesoro. Se hacía querer, El Alacrán. Peroel hurto de estiércol no acabó en proceso

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judicial y llegó para él la orden delibertad. Lo echaron fuera, como quiendice. Al despedirse de la escuelaclandestina, el hombre del tesoro lloródesconsolado: «¡Aquí lo pasé bien! Daistabaco y todo». Chao también trató en lacárcel con unos estafadores de guanteblanco que con sus mañas se hicieron conuna fortuna en el banco HispanoAmericano. Eran argentinos, muy bienparecidos, con aspecto de galanes. En laprisión, les traían la comida desde unrestaurante de lujo, con abundancia demarisco. Discutían sobre las injusticiasdel sistema económico. Mientras comíanpercebes, los virtuosos estafadores decíana Chao, que había intentado explicarles laalianza de las fuerzas del trabajo y la

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cultura: «Vos sos unos boludos. ¡Nosotrossí que combatimos el capitalismo!».

Cuando salió de la cárcel, volvimos a

encontrar a Chao camino del monte, eldomingo, con su libro en la mano. Y notardamos en ir detrás, María y yo. El librose titulaba Longa noite de pedra, deCelso Emilio Ferreiro. Aquel día, gracias

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al joven cristalero, pudimos ver cómo laspalabras heridas iban saliendo de debajode las piedras. Cuando se declaraba elestado de excepción, o había huelgas y elrégimen sacaba las garras, Chaodesaparecía. Ya había dicho que noesperaría en la cama a que lo llevasen denuevo preso. María y yo íbamos algunasveces a una cueva, de la que se extraíabarro. Íbamos con un cubo a por arcillapara que ella hiciese figuritas. Era difícillocalizar aquella cueva de no conocerla.La boca era muy estrecha, y estaba mediocubierta con helechos. Era agradable estarallí dentro. Ver la boca tartamuda de laluz, sentir la bocanada de claridad desdedentro de la tierra. La cámara cálida yhúmeda a la vez, con el olor hospitalario

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y ancestral del barro. Un día encontramosuna manta a cuadros, doblada en unrincón. Envolvía un libro, un libro de esosque todavía hablan, a medio leer: Loshermanos Karamazov. Así que aquél erael cuarto de la humanidad, la cueva delrefugio.

No se lo contamos nunca a nadie. Ni anuestra madre, que nos enviaría de vueltacon leche y pan para el vagabundomisterioso. Ni siquiera a Chao se locontamos. ¡Por las barbas de Dostoievski!

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19. Heráclito,Parménides y elInstituto Mixto

ESTÁBAMOS de pie en las butacas deterciopelo raído del viejo cine Monelos.Bailábamos a lo loco Los chicos con laschicas. Se había hecho una película apartir de aquella canción de Los Bravosque fue un éxito a finales de los sesenta.Pero nosotros teníamos un motivoespecial para corear el elementalestribillo: ¡Los chicos con las chicastienen que estar! Ven a vivir, ven… El deMonelos fue el primer instituto mixto de

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Galicia, en un barrio fronterizo, donde losnuevos bloques de viviendas socialeslindaban con los campos de maíz. Unarevolución. Un frenesí. A veces venían engrupo alumnos de colegios privados,religiosos, para ver aquel espectáculo. Lode salir juntos de las aulas chicos ychicas. Los pantalones de campana, lasprimeras minifaldas. Pero sobre todo esaexcitación de estar juntos. Ese fogonazode poder mirarse de repente a los ojos,mientras el profesor Caeiro explica eldebate esencial que atraviesa la historia.O eres Parménides Todo Permanece. Oeres Heráclito Todo Fluye y Nunca nosBañamos en el mismo Río.

Heráclito tenía razón, decía Caeiro,pero a Parménides tampoco le faltaba.

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El río, nena. Bañarse juntos, nena.Permanecer, fluir. Todo está en losclásicos.

Yo corría, iba siempre con ganas,hacia aquel instituto. Con los pies y con lacabeza. Bajaba campo a través hastaElviña. Cruzaba estilo vietcong laAvenida, a la que llamaban ruta Ho ChiMinh por la cantidad de gente que moríaatropellada, hasta que se consiguió quepusieran un paso elevado para peatones.Uno de esos muertos fue Manuel de CorpoSanto, el abuelo escribano. Al andarín nolo mató la guerra y lo fue a matar un cochefurtivo en la Avenida. El conductor se dioa la fuga. Y allí quedó Manuel, en lacuneta, de bruces, en la hora entre el perroy el lobo. Yo corría para atravesar todos

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los días aquella frontera minada. Despuésseguía por un sendero entre un mar decenteno y la vía de ferrocarril. Hastallegar al Barrio de las Flores, un espaciode bloques de viviendas sociales, que semerecía el nombre. Había unaimaginación arquitectónica que habíapensado algo diferente y no tenía elaspecto penitenciario de otros barrios denueva construcción. El instituto mixto nosólo era una meta exótica para mirones.Era también un centro de atracción paralas bandas juveniles. Los Diablos Rojosera la de más renombre. Acudían allí notanto para buscar camorra, sino diversión.Aparecían a veces con un tocata portátil yel patio abierto se convertía en unguateque. De alguna forma pertenecían al

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instituto. Deberían ser alumnos y no loeran, aunque había algunos que estabanfuera y dentro a la vez. Me llamabamucho la atención la jerarquía que existíaen estos grupos. El liderazgo de los jefesno sólo era una cuestión de fuerza. Habíauno, El Chino, de baja estatura y pesomosca, pero de mirada intimidante. Asíque convenía no mirarlo, pues de hacerloera muy probable que pronto sintieses enla nuca el filo de la navaja de su lengua:«¡Tú! Sí, tú. ¿Qué miras?». Apoyado en elgrupo, dominaba por su crueldad. Llevabaun juego de destornilladores en losbolsillos de la zamarra. Había otro tipode líder en el que el carisma venía dadopor esa seducción que despierta la bellezapeligrosa. Era el caso de Miguel,

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conocido por El Palaveño. Su llegadatenía siempre la forma de una aparición.Delgado, piel oliva, pelo azabache,sonriente, sabedor de su encanto,provocaba un inmediato revuelo, donde semezclaba la expectación y la alerta. ¡Eraél, sí, es verdad, era él! Pero parece serverdad que los dioses castigan a suselegidos. La vida habría de ser muy dura,también con los más duros. Un espejolleno de cicatrices.

Yo corría hacia allí. Iría hasta losdomingos, si no lo cerrasen. Pasé sieteaños en el instituto mixto, los seis debachillerato y el curso de orientaciónuniversitaria. Estaba en la ladera delmonte, entre prados y tierras de cultivo, ycercano a la antigua iglesia de Oza. Los

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primeros años poco más era que ungalpón, de paredes y tejados livianos,siempre con un aire de pabellónprovisional, pero que resistía bravamentela tempestad. ¿Qué será de Heráclito,Parménides y la muchacha que se bañabaen el río?

Para nosotros estudiar fue una aventuraalgo temeraria. Me refiero a María y a mí.Nos empujaron los maestros de primaria,don Antonio y doña Fina. Pero aquellodividió a la familia. En aquel entonces, yen nuestro mundo, era algo insólito quelos hijos de una familia obrera siguieranestudios más allá de la escuela. Mi padre

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no lo tenía claro. Y ahora lo comprendo.Él me veía a mí en la obra y a María lehabía buscado ya un trabajo dedependienta en una zapatería. No estabamal, ¿no? Ella fue dos semanas de prueba.Volvió un día del trabajo y dijo: «No voya ir más. Quiero estudiar». Y María,cuando tenía una idea clara, no doblaba.Tenía alma de sufragista. Así queestudiamos. A ella la matricularon en laMilagrosa, un centro público vinculado alorfanato de la Diputación. En cuarto debachillerato, María ganó un concurso deredacción que patrocinaba unamultinacional y en que participaban todoslos centros de enseñanza, públicos yprivados. Primero superó la fase de ACoruña. Después, la de toda España. El

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premio incluyó un viaje a Puerto Rico.Los periódicos titularon: La hija de unalbañil gana el concurso nacional deredacción. Aquel cuento de María, escritoa los catorce años, era un texto insólito,con la sensibilidad de quien no tiene piely lo siente todo, pero aguanta el golpepara contarlo. La vida de un árbol, la dela gente que lo rodea, su tala, el largoviaje en un camión para ser despedazadoen un aserradero. Esa clase de relato en elque te preguntas: ¿cómo se hace esto y entan poco tiempo? Un año después de aquelpremio, María se deshizo de todos losregalos que le habían dado lamultinacional, el Ministerio de Educacióny otros organismos. De todo. Excepto deunos discos de música puertorriqueña y

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de un libro de la poesía completa deTagore. Todo lo quemó en la huerta, antela presencia callada de mi madre. Ellasabía que la libertad también duele. EnMaría crecía la mujer libre, los ojos cadavez más grandes, como redomas.Recuerdo que no paró de llorar el día delgolpe militar en Chile, con la muerte deSalvador Allende. Y había quien sabía elporqué, y había quien no y preguntaba:«Pero ¿por qué llora esta niña?». Y mimadre callaba.

Teníamos amigos comunes, que seiban cruzando en el camino. Muchos deellos estudiaban en Monelos. El lugar deestudios coincidía con el lugar del deseo.El lugar erótico. Hoy se habla mucho dela contraposición entre lugar y no lugar.

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Hay también el otro lugar, donde naceuna segunda vida. Algo pasó allí. Unaconcordancia psicogeográfica, unprofesorado especial y una generación debalbuciente rebeldía que quería decir loque no se podía decir.

Un sábado pedimos un espacio quehacía de sala para una actividad libre,organizada por el alumnado. El grupo másosado de la tripulación de Monelos,Celsa, Xoana, Chuqui y Luciano, recitó entramos un poema de Brecht que bienpodría ser el lema de aquel día:Demolición del barco Oskawa por sutripulación. Muchos oyeron por vezprimera las canciones de Voces Ceibes(Voces Libres) que no podíamos oír enningún otro lugar público. Interpretamos

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e l Catecismo do labrego (Catecismo delcampesino), de Valentín Lamas, O tíoMarcos da Portela, un periodista ciego einsurgente que lo escribió a finales delsiglo XIX.

—¿Sois campesino?—Sí, para mi desgracia.Quien preguntaba, quien hacía de

sacerdote, era Pedro Morlán. Y yo era ellabrador. Él, Morlán, hacía muy bien deconfesor. Tal vez por su presencia dejoven pálido, alto, flaco y revolucionario.El ideal, el sueño revolucionario, estabaen la atmósfera. Había profesoresconservadores, sí, pero eran justo los másexcéntricos. También los curas eran rojos.Primero, don Maurilio. Y RodríguezPampín, que se incorporó más tarde, de

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apariencia tímida, siempre cavilando, conel peso pétreo del mundo encima. Todo locontrario del otro cura, Maurilio. Era unhombre menudo, fibroso, eléctrico.Parecía que el cuerpo todo le trabajabapara la voz. Para sostener leccionesmagistrales o prédicas con la sal de latierra. Gracias a este cura, hijo delabradores de Castilla, supimos a loscatorce años quién era Hélder Câmara, elobispo brasileño de Olinda que abrió elcamino a la teología de la Liberación, oErnesto Cardenal, o Camilo Torres, elcura guerrillero colombiano, pero tambiénnociones básicas del estructuralismo o delpsicoanálisis. Se creó una comunidad debase. Pudimos trasleer los Evangelios yentender muy bien que a Cristo, si

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volviese, lo crucificarían otra vez deinmediato. No había más que ver lasprocesiones de Semana Santa. Ver al curaMaurilio demostrar la existencia de Diosa partir del filósofo ateo Althusser,entonces tan de moda en el mundointelectual, no era un espectáculo menor.Digo ver porque utilizaba mucho lapizarra para los esquemas de unestructuralismo marxista y que Mauriliomantenía a raya en sus límites, que eranlos del encerado. Dios emergía en lo altode la pizarra y en el trono de lasuperestructura. Pero nada había máscontundente para resolver las dudas de feque verlo jugar al frontón. El pequeñocura se remangaba y se transformaba enpura infraestructura invencible. Hasta el

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muro de hormigón parecía rendirse. Conel instituto mixto rodeado de jeeps de laPolicía Armada, los grises, tuvieron elcoraje de decir una misa funeral por losdos obreros de astilleros asesinados enFerrol durante una manifestación, el 10 demarzo de 1972. Pampín hablaba gallego.Y hablaba hacia dentro. Si el Dios deMaurilio era un optimista histórico, de lavanguardia del constructivismo, paraquien el Génesis podría tener sucontinuidad en la Bauhaus, uno seimaginaba al Dios de Pampín como un servulnerable, existencialista, dispuesto adarle la mano a la desesperada Nada, uncreador más necesitado de protección quetodopoderoso. Me comentó un día quetenía algo para mí. Fui a la pensión en la

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que vivía, un cuarto muy modesto. Me dioun libro con mucho sigilo y me dijo:«¡Llévalo escondido debajo de la ropa yno lo saques hasta llegar a casa!». Era elSempre en Galiza, de Castelao, escrito enel exilio y editado en América, yconocido como la Biblia gallega. Encasa, anduvo por todas las manos. Nadieapagaba la luz. Un libro acostumbrado avivir escondido, de la estirpe de decir loque no se podía decir. Con humorismo ydolor. Escrito por un hombre que estabaperdiendo la visión. Envejecido,derrotado, abrumado por el avance delnazismo, con el sentimiento de culpa delsuperviviente, Castelao ve desde suhabitación al anochecer cómo se vaniluminando las ventanas de otras

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habitaciones en Manhattan. Está hundido.Solo. Escribe: «Soy hijo de una patriadesconocida». Pero ocurre algoextraordinario. El golpe de mar. El andarde Charlot. Se va a Harlem. Es un día deinvierno. Dibuja a un joven vagabundonegro. Tal vez el mejor retrato de su vida.Escucha, dice mi madre con la biblialaica en la mano, ¿cuál es la SantísimaTrinidad de Galicia? La vaca, el pez y elárbol. Los dos curas, Maurilio y Pampín,fueron amables en tiempos que no lo eran.La Iglesia a la que pertenecían no lo fuecon ellos, talados como árboles.

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Por aquellos días ocurrió otra cosa.

La policía secreta, la Brigada Político-Social, visitó a la dirección del institutomixto. Y se acabaron los actos dedemolición del barco Oskawa por partede la tripulación de los sábados y se pusofin a nuestra experiencia de libertad deprensa en ciclostil. La dirección dijo queera por nuestro bien. Eran buena gente.Nos estaban enseñando. Una intensainmersión histórica. Ahora, tocaba miedo.

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Pero habíamos probado ya la libertad, elmayor pecado de España. Lo que no sepuede decir se había guarecido por losescondrijos de las muelas. Ya habíamosoído a Miguel Servet en labios delprofesor Caeiro: Libertatem meammecum porto. Mi libertad la llevoconmigo. A la salida del instituto, siemprehabía algún coche cenizo con tipos demirada oblicua. La Institución Libre delArrabal, los chicos con las chicas, estabaen el punto de mira.

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20. Un trabajo dondeno mojarse

—HIJO, ¡busca un trabajo donde note mojes!

Además de ir al instituto mixto, yotrataba de prepararme lo mejor posiblepara cumplir aquel mandato de Carmiña.Entre otras cosas, fui a una academia demecanografía. Hay un poema de PedroSalinas en el que llama «alegres girls» alas teclas. Fue lo que sentí, esa alegría,desde el primer día que me senté delantede la máquina de escribir. Los dedos semovían con torpeza, las varillas se

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atascaban, pero todo se transformabacuando se acercaba aquella profesora demecanografía y te colocaba los dedos ensu tecla y los presionaba el gradonecesario para alcanzar el impulso, lasuave potencia que moviese el carro y elandar todo de la escritura universal. Paraesa tarea, ella se colocaba detrás,abarcaba tus hombros y orientaba tusmanos para hacer de los dedos sabiosoperarios andarines. La suya era un hablacorporal, en la que las palabras, el olorde la piel y las melenas rizadas formabanparte de un lenguaje único que tenía elacento en la yema de los dedos. Los dedoscorrían ligeros, felices y bohemios.Lástima no seguir con la taquigrafía, perotenía que buscar un trabajo en el que no

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mojarme.El día que subí las escaleras del Ideal

Gallego, no sabía si quería ser periodista,pero sí que quería ser escritor. Escribíaversos, o lo que yo creía poemas, inclusoentre los números y las ecuaciones dematemáticas. Cuando se acercaba unprofesor, tapaba aquel secreto con lasmanos y el cuerpo. El poema se ocultabacomo un erizo. Pero un día él lodescubrió, el poema, el erizo abierto. Sureacción fue leerlo. Sus gafas de altagraduación escudriñando aquel extrañoser, el erizo sorprendido, que era elpoema entre números. Yo no esperaba unanálisis, sino una amonestación. Y fue él yme dijo: «¿Por qué siempre escribenpoemas tristes?». No recuerdo cuán triste

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era, el poema, el erizo aquel, avanzandocon su propia incógnita entre lasecuaciones, pero sí recuerdo que mesorprendió aquella forma de plural que élusó para identificarme. Yo hacía poemas.Yo hacía poemas tristes. Yo era de unaextraña tribu que acostumbraba a hacerpoemas tristes. Tal vez el problema era elmatiz. No acerté a explicar que el poemaera triste, pero que la forma de escribirloera alegre. El erizo estaba aprendiendomecanografía.

En la psicogeografía de aquel tiempohabía otros lugares inolvidables, donde seabrió el erizo. Uno era la biblioteca deljardín de San Carlos, en la Ciudad Vieja.Para ir desde Monelos, a la salida declase, había un largo recorrido, que hacía

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por el puerto, entrando desde la Palloza.El puerto era entonces un espacio abierto.Uno podía gozar de la más extraordinariaarquitectura: los barcos y las grúas. Eltrabajo de los rederos, el tejer y remendarlas grandes telarañas marinas. Las vocesresucitadas de los que volvían de la pescadel Gran Sol. En el escenario del cielocoruñés, sobre la bahía, el espectáculomás apasionante eran las nubes deestorninos, dibujando viñetas en trama depuntos pop-art, simulando grandes aves,para defenderse de la depredación.Alguna de aquellas nubes iba a posarse enlos grandes olmos del jardín circular deSan Carlos, adonde también solíamos irlos poetas más o menos tristes. Noalejado de allí, abrió el primer pub

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musical de Coruña, el Dylan’s. Gracias aCarlos, el joven valiente que lo ideó,aquél era un pequeño local que soñabahacia delante como el vinilo. Un lugar dedescubrimiento. Allí te podías encontrarcada día la salvaje compañía de la músicay de la gente que decía lo que no se podíadecir. Pertenecía también a la geografíadel otro lugar, donde escuchabas lo quenunca habías oído. Incluso lo inesperado.Canta música cómplice, y el beso infinito,desbocado, con aquella muchachamisteriosa, algo bizca y ronca, fue a llegarcon el brío estremecedor de María Callasen La mamma morta.

Sorridi e spera! Io son l’amore!El Dylan’s era otra habitación de la

humanidad. Un hogar nómada. De dentro

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afuera, de fuera adentro. Un pequeñolocal, en la Ciudad Vieja, luchandobravamente. Contra las multas. Lassanciones que obligaban a cerrarlo portemporadas. Alguna tarde llegabas a lapuerta y estaba precintada. Ni unmurmullo. En la esquina, la silueta torvade alguno de la secreta. ¿Dónde seesconderían las canciones? Las hojassecas, en el jardín de San Carlos,haciendo círculos, en remolino, en elvinilo de la tierra, tras el deambular de lachica bizca.

—¿Te vas?—Tengo trabajo. No puedo faltar.—¡Pues no vayas!Marché. Cabizbajo. El estigma de la

estirpe maldita. El trabajo. Nunca más la

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vi.Vivi ancora! Io son la vita!

Quería ser escritor, pero ¿qué oficio eraése? La mayoría de los escritores queadmiraba se habían ganado la vida comoperiodistas. Desde Mark Twain aGraciliano Ramos, el brasileño de Vidassecas. ¡Eh! Procura no citar tanto. Estáscitando demasiado. Recuerda cuando erasbachiller. En la Casa de la Cultura, en eljardín de San Carlos, asistes a unaconferencia del Escritor de Fama. Leyó laintervención y lo hizo con cierta desgana.Alguien le preguntó, en el coloquio, sobrelos escritores que más le habían influido.

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Él comenzó a citar: Shakespeare,Cervantes, la gran novela inglesa, la grannovela francesa, la gran novela rusa, porsupuesto Faulkner… La boca irónica de laliteratura se abrió entre el público: «¿Quéculpa tienen ellos de lo que escribeusted?». En A Coruña había una grantradición de ferretes y apropósitos, dehumor crítico. Y gente que los utilizabacon puntería y coraje. Un recital del jefedel grupo poético falangista Amanecer fueinterrumpido en el instante supremo por elpintor Reimundo Patiño al grito insurgentede: «¡Otra de calamares!».

En el instituto mixto hacíamos aquellarevista que terminó siendo clandestina.Había entrevistado para ella a bocasheterodoxas de la cultura. Una llevaba a

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otra. Como el enjambre cuando enjambra.El dramaturgo Manolo Lourenzo,encarcelado de joven, el músico MiroCasabella, nieto de un ciego cantor decoplas, el humorista y dibujante de cómicChichi Campos, subversivo en cadaviñeta… Muchas no pudieron publicarse,pero formaban ya parte de la libertad quellevaba conmigo. Una casual causalidad,la salida accidentada de un recital musicalde Miro, prohibido finalmente por elGobernador, me llevó a conocer a ToñoLópez Mariño. Y fue como conocer a untiempo a Bugs Bunny y a Jack Kerouac.Toño había pasado del seminario menorde Santiago a la Generación Beat y a lacultura alternativa. Había sido de losúltimos estudiantes de la desaparecida

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Escuela de Periodismo de Madrid yfirmaba sus crónicas con las siglas PQF(Para Qué Firmar). Le conté mi historia yme animó a ir por el Ideal. El vetustoperiódico de la intransigencia católicaestaba viviendo una revolución interna,con un nuevo director, Rafael González,procedente de Andalucía. No era elCombat, precisamente. En la redacciónhabía una vieja guardia, muyconservadora, pero se había idoincorporando gente que suscribía ypracticaba los propósitos y obligacionesdel periodismo, a la manera de AlbertCamus. No mentir y saber confesar lo quese ignora. Negarse siempre, y eludiendocualquier pretexto, a toda clase dedespotismo… En fin: no dominar. Allí

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estaba germinando el mejor periodismode Galicia. Xosé Antonio Gaciño, LuisPita o Gabriel Plaza eran nuevosreferentes del periodismo en Galicia.Esos mismos a quienes iban a insultar devez en cuando, en las escaleras del Ideal,los fascistas que se hacían llamarGuerrilleros de Cristo Rey. La nueva almad e l Ideal estaba cambiando lainformación, con el escándalo de lasautoridades franquistas y del cleroreaccionario, que cada día observabanmás atónitos el volar libre de la antigua«hoja parroquial». Pero no sólo eso. Losperiodistas participaban en elrenacimiento cultural de la ciudad. Seorganizó una primera exposiciónantológica de Urbano Lugrís, el

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surrealista del mar. Cuando ves uno desus cuadros, piensas que el mar existe,entre otras cosas, para que lo pintaseLugrís. Él decía que pintaba en talleressubmarinos como un compañero desoledades del capitán Nemo. Pasó por eldrama de pintar con motivos marinos elinterior del Azor, el yate de Franco. Eldictador pretendía ser artista, pero cadapez le salía un monstruo, y no digamos loscrustáceos. Así que hicieron ir a UrbanoLugrís. Después, el pintor marino seemborrachaba. Sus mejores obras lashacía con vino tinto en las mesas demármol de las tabernas. Recuerda. Era elverano de 1975. Llevamos los cuadrosdebajo del brazo, uno por uno, a laAsociación de Artistas. Vamos en fila,

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abrazados cada uno a su Lugrís, y en laplaza de María Pita nos cruzamos con losultras, que aquellos días campaban a suaire. Iban armados con cadenas. Ellos nopueden saber qué cuadros llevamos bajoel brazo, pero nosotros sabemos que paraellos son potencial basura, artedegenerado por el hecho de ser nosotroslos portadores. Gabriel Plaza murmura:«¡No los miréis, seguid adelante!». Tú noeres un valentón, lo sabes, pero sientesuna extraña fuerza que procede delcuadro. Lo protegerías con tu cuerpo hastael final.

Pero eso todavía no ha sucedido.Estoy subiendo las escaleras del Ideal.No las principales, sino las de la partetrasera por donde se atajaba a redacción.

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En aquellos años de convulsión lasredacciones eran ágoras. Se abría lapuerta y entraba una comisión de vecinos,o una agrupación sindical o un grupo demariscadoras preguntando si allí habíahombres «con un par de huevos» parapublicar sus denuncias. Venía gente connoticias encima de la cabeza. Noticiasfrescas, en especie. Ahora soy yo quiensube. Tengo el síndrome de la escaleraantes de subirla. Pienso que equivoquémis pasos. Que fue un error dejar lospoemas que todavía no he dejado.Debería volver para recuperar lospoemas. Perdón. Me equivoqué. Tengootros textos, otras redacciones. Tambiénentrevistas. A ver, ¿por qué dejó usted lospoemas? ¿Qué se cree que es un

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periódico, un depósito lírico? ¿Para quécree usted que se inventó la papelera? Elmal de Galicia. Levantas una piedra, ysale un poeta. Uno de los beneficios de laemigración: nos libró de centenares, milesde poetas. Responda, ¿por qué pensó quelos poemas podían ser la carta depresentación para obtener un trabajo?¿Cómo llegó usted a tan peregrina idea?¿Está usted en su sano juicio?

Subo la escalera. Todavía no heentregado los poemas. Aún tengo tiempopara bajar y salir corriendo, avergonzado.No. Otro peldaño. Intento defenderme.¿Lo de los poemas? Mire, le voy aexplicar. Mi padrino tiene una máquina deescribir. Portátil, muy pequeña. Él esviajante, vendedor de especias. Por

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cierto, ¿sabía usted que un kilo de azafránpuro vale más que un kilo de oro? Es unamáquina que utiliza para hacer facturas,con el carro muy corto. Él quiere que seaun hombre culto, de provecho. Me dijohace unos años: escribe, escribe siquieres, escribe con la máquina. Ésa fuemi perdición. Ése fue el momento delfallo. Me pareció un juego. ¿Qué escribo?El carro es corto. Pienso. Voy a escribirversos. Líneas que parezcan versos.Poesía. Así comenzó mi vocación poética.Por ese determinismo del tamaño delcarro de la máquina de escribir. Un juego.Cosas de niño. Será mejor que medevuelvan mis poemas. Olviden mispoemas, por favor. Déjenlos en libertad.Yo no quiero publicar poemas. Quiero un

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trabajo donde no mojarme.Llevo unos poemas tristes y el

cuaderno de notas escolares del institutomixto. Quien abre la puerta, y quien no lacierra, sino que me recibe y observa concuriosidad el fajo de poemas, es unajoven llamada Ánxela Souto, la secretariade redacción. Lo mágico no sé, pero síque existe la causalidad mágica. Losprimeros poemas habían encontrado unhogar en sus manos. Me siento comoCharlot después de un golpe de mar. En elmejor lugar posible. Vuelvo una semanadespués. Espera, un momento. Te va arecibir el director. Me recibe. Alguien haleído los poemas. No están mal. Me gustael comentario. Podría ser un buen título:Poemas que no están mal. La crítica más

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generosa que oí. Pero no hay nada mejorque lo que dice a continuación: «Quédeseunos días por aquí. ¡A ver qué hace!».

Al día siguiente, salí corriendo delinstituto, sin decirle nada a nadie, haciami primer trabajo. Subí las escaleras dedos en dos. Abrí la puerta de laredacción. En los círculos de las teclasbailaban las alegres girls, impulsando lasmáquinas de hierro. Allí estaba la fábricade las palabras. La gran oficina donde losruidos y los rumores, el bullicio delmundo, adquirían un sentido, un ordentipográfico. Ese ritmo de tracción, elavance de la escritura en los carros,

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producía su correspondiente columna dehumo. Las había lentas, espesas y oscuras,que no despegaban del todo,manteniéndose en bruma alrededor delautor. Otras subían con calma artística, enarabescos, hasta inmolarse en las aspas delos ventiladores. Y las había muy ligeras,el humo disparado y veloz de unaescritura endiablada.

Sí, casi todos los periodistas fumaban.Las máquinas tenían soldados pequeñoscazos de metal, a la manera de ceniceros.Estaba bien saber mecanografía, pero siquería llegar a ser un verdaderoperiodista debía comprar tabaco cuantoantes. En medio de las nubes, por elcorredor central, Ánxela me llevó a unamesa. Me sentó delante de un hombre con

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manguitos a la manera de los antiguosperiodistas. Y es que era un periodistaantiguo. Flaco, muy silencioso, no meextrañó cuando me puso delante un foliomecanografiado y me dijo con la oscuraironía de un prestidigitador: «Hazlointeligible y titula con menos de diezpalabras». Cuando miré con detalle lahoja, la crónica de un corresponsal, me dicuenta de que era una copia de la copia depapel de calco. Era difícil distinguiralgunas de las palabras, sólo sugeridaspor sombras carbonosas. Unos días poraquí. Algo que hacer. Es más de lo quepuedo soñar. No hay paga. Soy unmeritorio. Es la primera vez que escuchoesa palabra. Parece antigua. Escucho loque dicen: «¿Esto? ¡Que lo haga el

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meritorio!». Hasta que me doy cuenta deque la flecha va por mí. Yo soy elmeritorio. No sé todavía si suena bien omal.

El veterano se llamaba JavierGuimaraens. Un histórico en el viejoIdeal, responsable de las páginas deinformación local de villas y comarcas.Muy austero en todo, también en laexpresión. Tal vez su extrema delgadeztenía relación con aquel ejercicioobsesivo de la poda de textos. Era unhombre muy conservador. Tampoco paraidentificarse necesitaba frases largas.Aquel primer día me echó una ojeada porencima de los lentes, como el entomólogoque toma medidas a un ejemplardesconocido al otro lado de la mesa. Y ya

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no hubo más colisión. Fue muy respetuosoy me enseñó mucho en el ahorro verbal.Tuve el instinto de concentrarme en lostitulares de menos de diez palabras y enlas labores de paleólogo de algunos textoscomarcales.

Una de mis primeras misiones fue serportador de noticias. En el sentido másliteral. Una buena parte de las crónicas delos corresponsales de pueblos y comarcasllegaba con los transportes de viajeros.No había una estación de autobuses, asíque ibas a las diferentes paradas y losconductores te entregaban los sobres conlas informaciones. Sólo se admitíancrónicas por teléfono, en llamadas acobro revertido, en casos excepcionales,como algún accidente siempre que fuese

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grave.Hacía entrega de los sobres

comarcales a Guimaraens y ocupaba miposición a la espera de nuevos desafíosen el ilusionismo periodístico. Habíatextos que llegaban escritos a mano, aveces con caligrafía enrevesada o letra demosca. Otros con voluntad de estiloadmirable, laboriosos poemascaligráficos que decaían de espíritu parainformarnos de una próxima visita de ladelegada provincial de Coros y Danzas deEducación y Descanso de la SecciónFemenina del Movimiento Nacional. Enestos casos había que pasarlos a máquina.Los que ya venían mecanografiados habíaque revisarlos, corregirlos y ajustarlos alespacio disponible. Por supuesto, con un

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titular de menos de diez palabras. Algunoscorresponsales protestaban. Para ellos, unbuen titular era un largo titular quecontase todo. Yo me había vuelto unentusiasta del minimalismo deGuimaraens. Cada vez me comía máspalabras.

Un día mi jefe inmediato y minimalistame pasó una hoja. Ni me miró ni hizo faltaningún comentario. Por el formato y lasmarcas identifiqué a primera vista laprocedencia. Era una crónica enviadadesde Boiro, y de un corresponsal quefirmaba como Enmuce. Era un tipocumplidor, Enmuce. Muy trabajador. Casitodos los días enviaba alguna crónica. Elproblema es que enviaba esa mismacrónica a todos los periódicos gallegos.

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La mayoría de aquellos corresponsales nocobraba nada. La única compensación erajustamente el ser publicado. Al estilo máscontemporáneo, digamos que era un cobrovirtual. Enmuce utilizaba papel de carbónpara hacer las copias. Pero eran muchascopias. A veces, siete. La grancomplicación surgía cuando lo quellegaba era una de las últimas copias.Pero nunca me había pasado esto. Lo dehoy. Lo de que no pudiera entender nada.Era el final del verano. Ahora sí queestaba en juego mi reputación. Incluso eltrabajo donde no mojarme.

Tenía que seguir la técnica inversa alminimalismo. Eso que dice, más o menos,la Edda islandesa: «La primera palabra tellevará a la segunda y la segunda a la

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tercera». La crónica estaba en castellano yhabía una primera palabra que seidentificaba, que incluso hacía señalespara ser vista: patata. Poco a poco, consignos visibles en carbón y las huellas delas teclas, conseguí ir descifrando latierra incógnita. Enhebrando las palabras.Y unas me llevaban a otras. Todas laspalabras desaparecidas querían revivir.Brincaban excitadas en las teclas. Y arméaquella crónica que hablaba del hallazgode una patata gigante, justo el día en quefue avistado un ovni en el lugar. Era untiempo aquel en que estaban de moda losObjetos Volantes No Identificados.Incluso hubo una indicación gubernativapara que se restringiesen esas noticias deextraterrestres que podrían inquietar a la

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población y poner en cuestión el ordencelestial. Pero una noticia de ovni contubérculo gigante, eso era una bomba.

El corresponsal fue felicitado. Y yome dispuse con esperanza ser destinatariode nuevos mensajes desde el sistemaexterior.

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21. Una personanormal

EL cierre. El cierre era sagrado. Si secerraba a deshora, se perderían losenlaces. Los enlaces eran los puntosdecisivos en la distribución del periódico.Una malla tejida de encrucijadasestratégicas en el mapa de Galicia. En lasciudades era fácil compensar un atraso enla hora de salida. Pero la guerra tenía porescenario los pueblos y aldeas, en elterritorio con la población más dispersade Europa. Era allí, en los enlaces, dondelas furgonetas propias pasaban el relevo a

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coches de línea y a todo tipo de vehículosde transporte que completaban las rutas.Había que estar allí a la hora prevista. Elclima no era disculpa. Las nieblas, lalluvia, la nieve, los vendavales, formabanparte de la normalidad. No era unargumento convincente que el conductordel reparto atribuyese a un diluvio lapérdida de un enlace. Aunque el aguaanegase las carreteras. Algún otro caminohabría.

—¡Se perdió un enlace en Ortigueira!Perder un enlace era un auténtico

drama en la vida del periódico. Unaderrota. Un dato fúnebre. El primer díaque escuché ese lamento terrible, el deperder un enlace, imagine una grieta quese abre de repente en la carretera y se

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traga el furgón con la prensa católica.Porque se luchaba ejemplar por ejemplarpara mantener o ganar pequeñasposiciones. Había colgados de lasparedes grandes mapas de Galicia, algunoen relieve, marcados con alfileres decolores. En rojo, los puntos donde selibraba la verdadera batalla: los enlacesdificultosos, críticos.

Una noche, en la redacción, secomplicaron las cosas. Cuando me dicuenta, ya no había nadie que me pudiesellevar en coche. No tenía dinero para untaxi. Hacía mal tiempo. La casa de Castroestaba muy lejos para ir andando enaquella intemperie. Lástima no haber idocon Toño. Ése sería un sueño. Un viernes,al salir de la redacción, me invitó. Los

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padres tenían un bar, el Dos Ciudades, enel límite entre la Ciudad Vieja y laPescadería. Vivían en un piso del mismoedificio. Un piso pequeño, ocupado porcamas. Toño tenía cinco hermanas. Y lascinco chicas estaban ahora allí, riéndoseentre ellas, riéndose de mí. ¡Pero si es uncrío! Parece un seminarista. Qué bien, quéalegría, qué mareo oír tantas risas y queuno esté en la diana. Juré que volvería.Pero hoy ya no puede ser. Así que teocultas en la redacción. Duermes en unacabina de teléfono, tumbado sobre papel ycubierto con el chaquetón. El teléfono estáallí, en lo alto, mudo pero alerta. ¿Quéharás si suena el teléfono? ¿Tal vez sea lanoticia del año y tú estés allí, el único, enel momento y el lugar? Todavía no has

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resuelto si responderás o no al teléfono,cuando te quedas dormido. Sobre losperiódicos. Ahora sí que eres un auténticoperiodista. Por la mañana me despierta eltarareo de la señora de la limpieza. Sinque me vea, voy al baño y luego me sientoen una mesa aparentando una tarea demáxima urgencia. Todo va bien hasta quellega el subdirector, Juan Molina, y lesale al encuentro el jefe deAdministración. Como en los teletiposcuando hablaban del líder camionero USAJimmy Hoffa, debería decir el«todopoderoso jefe». Está furioso. Hapasado algo terrible. Yo estoy alerta. Melate el corazón a cien. ¿Qué cosa tan gravehabría pasado? Yo no era culpable, peropodría ser sospechoso.

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—¡Perdimos un enlace enPontedeume! —dice la voz que retumba.

—Cerramos en hora —dice con vozbaja Molina.

—¡Pues cierren antes de la hora!Respiré aliviado. Pero aquel día

pensé que alguna vez habría que escribiruna historia épica del periodismo gallego.Hablar de exilios y censuras, sí. Perotambién con un capítulo dedicado a losenlaces. Un homenaje a los repartidores.Veía tanta presión que a veces pensaba enun artículo en honor de aquellos héroes dela distribución, capaces de llegar a laaldea más remota, aislada por la nieve,con el periódico de un suscriptor. «En lahistoria de la comunicación en Occidente,no hay nada comparable a la

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extraordinaria epopeya de la distribuciónde periódicos en Galicia. Ni siquiera ellegendario Pony Express alcanzósemejante precisión y competencia en losenlaces.»

En la vida, no se pueden perder nuncalos enlaces.

Hay otra lección de la que nunca mehablaron los profesores de la facultad, nioí en conferencias, ni leí en libros deexpertos de comunicación. Y es laimportancia de los obituarios en losperiódicos de papel. En concreto, esegénero de pago que llamamos esquelas.Que yo sepa, nadie ha puesto una esquelaen Internet. Una esquela de verdad. Losvivos somos muy crédulos, pero losdifuntos no se fían del mundo virtual. En

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el Ideal, como en todos los periódicos, lahora de cierre en la redacción erasagrada. La presión de la todopoderosaadministración era muy fuerte, debido a ladramática guerra de los enlaces. Pero a lanoche, en la hora límite, el papel decisivolo jugaba el regente de talleres. Durante eldía, un hombre muy serio, que es lo que sesuele decir de las personas que producenuna cierta intimidación. Así, el humor delregente y sus trazos faciales se ibanmudando a medida que se acercaba lahora de cierre, y anticipaban el momentoen que el hombre silencioso setransformaría en un capataz implacable.

Si la memoria se deja ir y desciendepor la escalera de redacción a talleres, yano va a poder ocuparse de otra cosa que

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del nuevo olor, el que procede de laspalabras en fundición. Las letras, lo quefue escrito arriba, las verdades y lasmentiras galopando en las teclas, sonahora de plomo. Vaya, he ahí mismagdalenas. Además de los erizos de mar,el olor a plomo de las palabras. Porqueallí están los linotipistas, sentados delantede los grandes cacharros del futurismoarqueológico, esculpiendo el lenguaje, ycon botellas de leche al lado. Porque laspalabras de plomo, incluso lasverdaderas, intoxican los cuerpos. Y yosiempre que podía bajaba allí, comobajaba a pillar los primeros ejemplaresde la rotativa, cuando la tinta tiznaba ytatuaba los titulares en las manos. Bajabaallí porque para mí el verdadero olor del

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periódico, además del perfume de Ánxela,y el del humo del tabaco mecanográfico,era la mezcla de plomo, leche y tinta enlos talleres.

Sí, llegaba el momento en que laautoridad estaba depositada en el regentey sólo había una cosa que podía detener elfrenético proceso que llevaba al arranquede la rotativa. Una esquela. Hasta unahora considerada el límite soportable,permanecía en la administración unoficinista de retén para contratar esosespacios fúnebres. Se cobraban pormódulos, según superficie, a un preciosuperior al de la publicidad comercial. Y

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con un procedimiento innegociable. Habíaque pagar siempre al contado. Fue laprimera vez que oí la expresión «pagar encash».

—¡Las esquelas se pagan siempre encash!

Tal vez esa exigencia acentuaba sucarácter de información esencial. Lo quese pagaba en cash no tenía vuelta de hoja.Nadie discutía el contenido informativode una esquela. Tampoco el precio. Elperiódico podía estar a la espera untiempo por si alguien llamaba al teléfonohabilitado y avisaba de que iba de caminocon una esquela y con el cash.

En aquella época se comenzaba aespecular con el declive de la prensalocal y regional. Las dificultades que

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tendrían estos periódicos para sobrevivir.En una encuesta europea, el escritorÁlvaro Cunqueiro, que era en esemomento director del Faro de Vigo, fue elúnico, junto con el director del francésSud-Ouest, que cuestionó eseuniformismo catastrofista. «No sé lo quepasará con el resto de los periódicos,pero el Faro de Vigo, con los anunciosbreves en proa y las esquelas en popa, esun barco que jamás se hundirá.» Y esverdad que siguen navegando. La muerteen Galicia, en última instancia, se sigueanunciando en papel y pagando en cash.Los difuntos no se fían del mundo virtual.

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No era consciente de la importancia delas necrológicas, ni de estas reglas noescritas en el funcionamiento delperiódico, hasta el caso de la entrevistacon Luís Seoane. Un asunto personal. Laprimera vez que viví con auténticaangustia el ser o no ser de un texto.Seoane era algo más que un gran artista.Había sido el referente fundamental delexilio y lo era todavía de la resistenciaintelectual al franquismo. Mantenía casaen Buenos Aires, pero había comenzado aviajar con más frecuencia a Galicia yEspaña después de la puesta en marcha dela nueva fábrica de cerámica deSargadelos, junto con Isaac Díaz Pardo.El grupo tenía también el proyecto decrear un periódico, el Galicia, que

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rescatase y renovase las luces e idealesdestruidos por el franquismo. Así queLuís Seoane estaba en A Coruña.Inauguraba una exposición en una nuevagalería. Hacía poco tiempo que yo habíaentrado de meritorio en un periódico quemetía miedo en las hemerotecas, portavozde un nacional-catolicismo intransigente.Pero estaba cambiando, bastante. Esarevolución interna que enfurecía a laentidad directiva, la Asociación Nacionalde Propagandistas. Propuse hacer unaentrevista a Luis Seoane. Al fin, ya casientrada la noche, Gabriel Plaza, redactor-jefe de cierre, me dio vía libre. A Seoanele extrañó aquella proposición. No sabíanada de mí, claro. Pero sí mucho delIdeal, un periódico del que sólo esperaba

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ignorancia o ataque. Aceptó hablar, pero,al principio, muy a la defensiva. Tal vezeso hizo que la entrevista fuese para mímás dura, pero también más interesante.Pensando en el poema de John Keats, lepregunté sobre el lugar de la verdad y dela belleza, y me respondió como un rayo:«¡También la belleza puede ser terrible!».Lloviznaba al salir, y por los Cantonesardían las losas con el reflejo del neónbancario. Corrí a la redacción. Ya casiestaba vacía. Escribí sin mirar las notas,siguiendo esa verdad inconfesable delperiodismo que dice: «Si te olvidas,inventa. ¡Y acertarás!». Si inventas bien,claro. El regente de Talleres apareció enla redacción, seguramente para detectar alinfractor causante de aquel teclear

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inoportuno. También para él yo era casiun desconocido. Me adelanté a unaamonestación, gritando con inquietofervor:

—¡Es una entrevista a Luis Seoane!Murmuró algo. Luego levantó la voz:—¿No será para hoy?—Sí, sí. ¡Ya está! —proclamé

triunfal.Escribí a mano el titular. Él agarró el

texto. Y al marchar dijo: «A lo mejor nopuede entrar. Hay pendiente una esquela».

Esperé. Ya había aprendido a fumar.Ya tenía la propiedad de una nube. Cadavez que gemía la puerta, esperaba lallegada de los parientes del difunto,quizás, y como a veces pasaba, con unsaquito con el dinero en metálico

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recaudado en la madrugada y conurgencia. Había que contar hasta la últimapeseta. Pero no llegó nadie. Y hubo unmomento en que el regente dio la orden deavante. Yo había bajado a talleres. Memiró: «Esa entrevista entra». No mepareció que estuviese disgustado. Creoque le gustaba que los de la redacciónbajasen alguna vez para mancharse lasmanos.

El verano era la mejor época para elmeritorio. Había un redactor veterano,Ezequiel Pérez Montes, que batía todaslas marcas. Entrevistó a ocho ministros deFranco en un día. No eran declaraciones

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geniales, pero los entrevistó. Él era unacelebridad y mantenía una distancia. Peropara mí era un espectáculo verlo enacción. Recuerdo el día en que entrevistóa un pintor local, muy necesitado dealabanzas, y fue Ezequiel y le preguntó:

—¿Dónde le gustaría que lo colgasen,maestro?

Sólo faltaba la soga. Y el hombrerespondió de corazón:

—¡En el Louvre, por supuesto!

La mayoría de los redactores se iba devacaciones en el verano. Así que elmeritorio podía ir haciendo de todo. Lainformación portuaria. La sensación de

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construir un poema, esta vez sí, con losnombres de los barcos que atracaban opartían. La información de los sucesos.Aquella fórmula policial que siemprereservé para el comienzo de una novela:«Se abrieron diligencias sobre el caso».El «abrir diligencias», ¿qué otra cosa esla literatura?

Hice el horóscopo unos días, pero nome pareció tan sencillo. Cuando veíaescribirlo a alguien, cuando lo leía,pensaba que era una broma. Y asíarranqué. Pero yo conocía gente que eraPiscis o Libra o… En realidad, conocíagente de todos los signos, hasta del mío.¿Y si le hacía daño a alguien? Me dicuenta de que todo lo que escribescompromete. También el horóscopo es

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literatura comprometida.En aquel tiempo de meritorio también

había convulsiones en las institucionespolíticas. Las organizacionesdemocráticas y antifranquistas eranperseguidas. Algunas veces, a la noche, seoía en la puerta algún rumor. Salía alguienque infundía confianza, Gaciño o Pita. Aveces, el meritorio. Te encontrabas congente urgida, que traía algún comunicadoclandestino, y la estela de ser carne depresidio. Uno de los que estuvo allí, en laescalera, fue Moncho Reboiras, que seríaabatido por la policía franquista enFerrol. En aquel tiempo trabajaba en elIdeal una joven escritora llamadaMargarita Ledo. De repente, desaparecióde la redacción. En Portugal acababa de

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estallar la revolución de los Claveles, ladel 25 de Abril de 1974. El franquismoestaba enfurecido. Se detuvo a un grupode militares demócratas españoles de laUMD. Grupos paramilitares portuguesesintentaron organizar una contrarrevolucióndesde Galicia. Un día alguien me dijo aloído: «¿Te atreves a llevar una bolsa concosas personales a alguien que tiene quehuir?». Me dieron una dirección y fui.Quien marchaba era Margarita. Iba apasar la Raia clandestinamente, caminodel exilio portugués. Nos abrazamos. Allípasó años. La maquinaria represivaperdió los estribos. Hasta que detuvieronal propio Gaciño. Su crónica deinformación política de los domingos erala más leída de Galicia, por unos y otros.

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El analista del periódico católico eraacusado por el Gobernador de ser ni másni menos que el «cerebro» de la oposicióndemocrática. Lo que era Gaciño era unbuen periodista. Tenía todo en la cabeza,sí. El régimen, pese al ojo panóptico,daba cada vez más palos de ciego. Seoteaba el derrumbe de la dictadura, peroera ese momento peligroso del miedo quemete miedo. De noche, fuimos enmanifestación hasta el Gobierno Civil ungrupo de periodistas para entregar unescrito en el que se denunciaba la caza debrujas y pedíamos que dejasen en libertadal preso. Habían sido convocados losperiodistas demócratas. Ante el portalóngobernativo estaríamos una docena. Haymomentos en que los pocos parecen más.

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Como en los naufragios. Nos sentimosmenos solos cuando Luis Pita, que era uncuerpo abierto, rescató la voz de MaxEstrella: «Canallas. ¡Y ésos son los queprotestan de la leyenda negra!».

No tengo saudade de aquel tiempo.«Saudade, saudade la tienen los perros, siles quitan un hueso», decía ellibrepensador Antonio Sergio en polémicacon el apóstol saudosista Teixeira dePascoaes. Lo que sí tengo es una ciertasaudade del meritorio. Porque elmeritorio iba y venía sin que nadie loviese. Era un periodista invisible. ¿Yquién es ese chaval? Es un meritorio del

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Ideal. ¡No tendrán otro que mandar! Asíque el meritorio vuelve a ser invisible.Pero oye, está a la escucha. Se informapor las voces bajas. Alguien cuenta unescándalo que acaba de suceder. En elpalacio municipal estaba el concejal deCultura, Deportes y Fiestas, muy enojadocon el director de un grupo de teatro. Y selo hizo saber:

—¿Cómo se os ocurre proponer esaobra, la Hostiada, para el festival deteatro?

—No es la Hostiada. Es la Orestiada.—¡Hombre, peor todavía!El director de teatro no aguanta más.

Le dice a la jefatura cultural:—Mira, el monstruo que algunos

llevan por dentro, tú lo llevas por fuera.

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El mandamás medita desde suautoridad. Espera a que las ideas lelleguen a la cabeza. Está ofendido yofuscado. Parece que va a dictar larepresalia más terrible. Por fin:

—¡No empecemos con indirectas!

Aquello de ser meritorio, lo interioricémucho. También lo de entrar en elperiodismo gracias a unos poemas.Conseguí ir a Madrid para estudiar en lanueva facultad de Ciencias de laInformación. Tenía una beca y enviabacrónicas casi diarias, con una secciónti tulada Estación del Norte, nombreinspirado en aquella a la que llegábamos

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en el Atlántico Expresso, en once o docehoras, por el camino de hierro de Coruñaa Madrid. Lo de los poemas es un estigmaque forma parte de mi cuerpo. El primerejercicio que nos encargaron en lafacultad trataba del lenguaje periodísticoy la precisión. Un asunto que me apasiona.Cuando el profesor, Federico Ysart,devolvió los trabajos, dijo del mío en vozbien alta:

—¡Esto no es periodismo, esliteratura!

Él era un buen profesional, y de lomejor que había en aquella facultad enconstrucción, con algunas presenciasruines en el profesorado. Trabajaba paraun medio entonces muy influyente, elsemanario Cambio 16. Pero recuerdo que

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su dictamen no me dolió. Al contrario.Estaba muy contento de que miperiodismo le pareciese literatura.

Y meritorio fui siempre. Nunca dejé deserlo. Lo supe el día en que entrevisté a lamujer normal.

Me seleccionaron para hacer prácticasen el centro emisor de TVE en Galicia.Por suerte para mí, habían nombradocomo director a Alexandre Cribeiro,realizador y poeta. Había trabajadomucho tiempo en Madrid, donde habíasido muy activo en el Club de Amigos dela Unesco. Era verano. Santiago deCompostela. Los titulares se iban de

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vacaciones. Cribeiro nos reunió a losbecarios de prácticas y nos preguntó algoinsólito:

—¿Qué vais a hacer?Teníamos ideas, pero se escabullían.

No estaban acostumbradas a tomarposesión.

—La BBC —dijo un murmullo.—¡Pues hacedla! —dijo Cribeiro, tan

tranquilo—. Pero de verdad. ¿Qué asuntose debería tocar hoy en primer lugar?

Era la época de la polémica sobre laprimera ley que trataba de la libreinterrupción del embarazo. La llamada leydel aborto. Hasta entonces, las mujerespodían ir a la cárcel en el caso de abortar.En aquel período de la Transición, casi noera posible el debate. Las bocas echaban

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humo y ardían en anatemas las palabras.—No se os ocurra lo del aborto —

advirtió Cribeiro, como un vidente.Sí, si éramos la BBC, debería ser el

aborto el asunto a tratar.Cribeiro aceptó con una condición:—Tenéis que iniciar el noticiario con

tres opiniones y con el mismo margen detiempo. Un representante de la Iglesia encontra de la ley. Una feminista, a favor. Ydespués, hombre o mujer, la opinión deuna persona normal.

Parecía sencillo. Y todavía más enSantiago. Salimos a la plaza delObradoiro, el cámara y yo, y conseguimosenseguida las declaraciones del canónigoseñor Precedo. Tampoco fue difícilencontrar una voz feminista. En

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Compostela conviven esas dos almasdesde hace mucho, la reaccionaria y laliberal. Ahora sólo nos faltaba la personanormal.

Todavía se trabajaba con cámara deceluloide, muy pesada. Conectados por elcable del micrófono, formábamos elcameraman y yo una especie híbrida dearqueólogo futurista, con undesplazamiento lento pero codicioso. Elcameraman conocía mejor la ciudad. Yole preguntaba:

—¿Vale ese que viene de frente?—¿Ése? Es más carnero que los

carneros.—¿Y aquel otro?—¡Ése es capaz de comerse las

piedras de la catedral!

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Hora y media después, cuando ya nosacercábamos al límite del tiempo para elregreso a la redacción, comprendí lodifícil que puede ser encontrar a unapersona normal en el momento másnecesario.

Ya íbamos a desistir, cuando la vi.Estábamos en el centro de la plaza del

Toural, al lado de una fuente, y ella entrópor el lateral. Nada más entrar, nos vio. Ynosotros a ella. El cameraman me miró yasintió con un gesto. Era ella. Llevababolsas en cada uno de los brazos, lo quedificultaba algo sus movimientos.Procedimos a atajar en diagonal. Ellatrató de huir por un callejón, pero el cablenos permitió una maniobra envolvente quele impidió salir de los soportales.

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Allí la tenía, enfrente. Sofocada,asustada. Era una persona normal.

—Responda, señora —le dije sin más—. ¿Qué opina usted de la ley del aborto?

Tenía miedo de que se echase a gritar.De que pidiese auxilio. Yo tenía malaconciencia. Había utilizado el lenguaje dequien quiere dominar. Pero se calmó yacabó mirándome fijamente.

—Mira, chaval. Yo no soy de aquí.¡Yo sólo vine a comprar unos zapatos!

Corrimos hacia el estudio para poderabrir el primer noticiario. Era ella. Lateníamos por fin. La persona normal.

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22. La sonrisa de lachica anarquista

ERA un hermoso día de domingo. Maríame había pedido que la acompañase a unavilla costera en la que se iba a celebrar uncertamen de pintura al aire libre. Fuimosen un autobús de viajeros, ella al lado dela ventana. Todo lo de fuera daba luz.También ella llevaba algo para esta luz dedomingo. El fermento de los colores en sucesto de mimbre, forrado de tela, dondeiban los pinceles, los óleos, los frascos ylas cuncas de porcelana donde hacía lasmezclas. Los participantes tenían que

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escoger un rincón del paisaje local yrecuerdo que María pintó unas casasmarineras, con una taberna debajo, en lossoportales. Era una arquitectura enderrumbe, pero que ese día resurgía conla luz, la voluntad de estilo de los coloresnavales, la boca cantarina y misteriosa dela taberna. Yo andaba de aquí para allá,vigilante, comparando. Los ojos nomentían, no podían mentir. En aquellapintura de María, la reconstrucción de lamemoria de los colores, había algo que noencontraba en otra parte. Cuando llegó lahora del fallo, al atardecer, en el salónmunicipal, al cuadro de María le dieron elpremio de Honor.

El retorno fue callado y amargo. Esepremio de honra, en teoría, era el máximo

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galardón. Pero los que estaban dotadoscon dinero eran los otros premios, quefueron para pintores locales. Además, elpremiado de honor tenía la obligación dedonar la obra a los organizadores. Así quevolvimos con la sensación de honorableexpolio. Ella con su cesto de colores yuna sonrisa dolorida. Pienso que era lamarca de la casa. Y mi padre le puso vozal destino, como si ya lo supiesen laspiedras: «¡Detrás de la cruz anda eldemonio!».

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Para María siempre fue importante,

desde muy joven, ganarse la vida con susmedios. De adolescente, daba clases enverano a los niños de Castro máspequeños. También desde chica, mientrasestudiaba bachillerato, se comprometió enla resistencia contra la dictadura. Fue muyactiva en grupos clandestinos deizquierda, como Bandera Roja. Undomingo mi madre me despertó asustada.

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Había abierto una trampilla en elgallinero y el hueco estaba lleno depanfletos. Le mentí. Le dije: «Son míos».Eso la tranquilizó. Siempre tenía másmiedo por María. Siempre tuvo lasensación de que María iba muy pordelante. Y era verdad. Se alejó de losgrupos marxistas, pero no de la lucha,cuando entendió que la idea de cambiar elmundo debería ir de la mano de una nuevaforma de vivir. Y ella la vivió comoanarquista. Se puso a estudiar Filología enSantiago, y siguió a la búsqueda siemprede trabajos con los que mantenerse. No sele caían los anillos. Tenía mucha pasiónpor los trabajos artesanales. Hacía supropia ropa, sus propios muebles.Arreglaba las averías allí donde vivía,

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con su caja de herramientas melancólicas,pues todas perecían piezas únicas,supervivientes de viejos talleres. Ibatambién por huertos o por las orillas delmar. Ella era como una espigadora de laestirpe de las que pintó Millet, buscandolo útil en lo oculto, en lo abandonado.Había unos escaparates ante los quesiempre se paraba con la mirada atenta:las librerías y las ferreterías. También enlas fruterías, donde se hacía con las cajasde madera y cartón, que pintaba encolores, para componer los estantes de subiblioteca, allí donde al lado de lasgramáticas y diccionarios aparecía laEnciclopedia del Hágalo Usted Mismo, yel Libro de buen amor del Arcipreste deHita hacía pareja con una obrita a la que

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le tenía mucha estima: La estéticaanarquista, de André Reszler. Loreciclaba todo. En las ideas ibacomponiendo su propio jardín, su propiacompañía, con gentes como Kropotkin,Henry David Thoreau o Herman Hesse, olos textos de la Internacional Situacionistay del movimiento Provo (provocador),impulsado por los Kabouters o duendesanarquistas. Se alimentaba como labecada, la centinela del bosque: se hizovegetariana. Decía en broma:«¿Anarquista? ¡Eso es muy difícil!».

Su otra pasión eran las palabras. Eldeambular de las palabras. Sus heridas.Sus re-existencias. Andaba a la búsquedade ellas, como de niña buscaba lasxoaniñas mariquitas de la suerte o las

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luciérnagas en los caminos de la noche deCastro. Llevaba palabras en los bolsillos.En papeles dispersos como hojas secaspor las casas. En libretas que ella mismaencuadernaba. Y si no tenía dónde en esemomento, hacían de pergamino las palmasde las manos, los brazos, la piel. Entre lostrabajos, hizo traducciones para doblajede películas desde el inglés y el francés.Un oficio que compartió un tiempo conLois Pereiro. A veces, reían mucho losdos cuando trabajaban en el doblaje dealguna película porno. Al fin y al cabo,decía María, un género clásico.

¡Mmmmm así así mmm mmm sí sí nosí no voy voy sí sí sí!

La técnica consistía en cambiar losgemidos de placer por palabras. Porque

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pagaban por palabras, incluidos losmonosílabos. Creo que ahora, con elcapitalismo impaciente, sólo pagan lasesdrújulas. Era un trabajo ocasional, queduró poco. Donde trabajó más tiempo, ycon la dedicación de una espigadora delas palabras, fue en el equipo que hizo elDiccionario para la Academia Galega.

Coincidí con ella un tiempo enSantiago. Yo estudiaba en MadridCiencias de la Información y volví paraformar parte del equipo que editó elsemanario Teima, el primero que seeditaba en gallego desde la IIª República.Era una época muy convulsa, de grandesesperanzas y grandes engaños, en la que elrégimen pretendía sobrevivir al dictador,y en la que el suelo de la historia tenía esa

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fragilidad de una fina capa de hielo. Hayquien dice que fue un fracaso, elhebdomadario aquel, y otros del mismoestilo que germinaron por Españaadelante. A mí lo que me parecemilagroso es que la primavera, paranosotros, durase un año. Haciendoreportajes, vivías el mismo día lasensación de ser recibido como unsocorrista de las palabras ahogadas y, apoca distancia, te enfrentabas al engranajedel odio que atornilla el silencio. Maríame acompañó a algunos de aquellosescenarios con más riesgo. Estaba allí eldía de As Encrobas, el 15 de febrero de1977, cuando docenas de guardiascercaron el lugar para ejecutar laexpropiación de las tierras y entregárselas

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a una explotación minera. Allí estaban lasmujeres campesinas en primera línea,resistiendo los culatazos con paraguas.Todo el día, hasta el anochecer. Ella no lopudo soportar. No quiso ser sólo untestigo. Se olvidó de mí. Se fue con lagente, a atender las mujeres desvanecidaso heridas. De rodillas, enfangada,manchada de sangre y tierra. Los guardias,con su foco, iracundos, algunosapesadumbrados, pasaban por delante dela muchacha arrodillada como si no laviesen. Cuando cayó la noche, se levantóy volvió sin habla.

Chagall habla de los caballos decolores que pintaron obreros ycampesinos rusos en su escuela de artepara engalanar las calles en el primer

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desfile del 1 de Mayo celebrado enlibertad. Después, ya no hubo máscaballos, sino retratos oficiales. Nuestroscaballos de colores fueron aquellasexperiencias de periodismo indómito enla España de la transición, rebelándosecontra la fatalidad de la pútrida patria del«atado y bien atado». Acabaríaimponiéndose el gris restauración.

María y yo compartimos en aquel tiempoinsomne un viejo piso en la Algalia. Teníagoteras en cada habitación (¡el puntero dela vara del Hombre del Tiempo!) ytambién algún misterio. Un día oímosmurmullos en el desván. Había una puerta

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siempre trancada. Hasta que decidimosabrirla como fuese. Había un hombrecito,un «inocente», que tenían allí recluido. Sepasaba el día comiendo pipas. Todo elsuelo del desván cubierto de cascas depipas. No hablaba. Sólo se expresaba cononomatopeyas. No se movió. El rostro dela sorpresa al ver que quienes abrían lapuerta eran una chica y un chicodesconocidos. Esbozó una sonrisa. Lasonrisa del dolor. Tenía, con todo, unrostro simpático, que lo hacía más jovende lo que debía ser. Hablamos con lapropietaria de la casa y nos dijo que no lediéramos importancia. Que era unapersona mansa. Ya. ¿Pero qué hacía allíencerrado? Al día siguiente, cuandodespertamos, ya no estaba. Había restos

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de pipas por la escalera.María fue la única de la familia que

supo que había estado detenido enMadrid. Una ocultación para evitarpreocupaciones. Fue al poco de llegarpara estudiar, en septiembre de 1974.Cumplía 17 años en octubre. Y fue más omenos por el aniversario. En unamanifestación, al anochecer, en la callePrincesa. La policía estaba al tanto.Nuestros primeros gritos fueron para ellosla señal de carga. Salieron de todaspartes. Una auténtica emboscada. Ungrupo numeroso de manifestantes nosmetimos como corderos por un callejónsin salida, siguiendo el reclamo del queparecía más avezado y que tenía un ciertoparecido físico con el poeta Leopoldo

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María Panero. Un episodio cómico, de noser que acabamos en el lugar más temidode España, la Dirección General deSeguridad, en la Puerta del Sol. A lamayoría nos retuvieron dos días encalabozos atestados, después deidentificarnos, hacernos desnudar yfotografiarnos para la ficha. En nuestracelda estábamos apretujados cinco, de losque sólo conocía a uno, el escritor RamónPernas. Pero nadie tenía ganas de charlar.Cuando llegó el turno, me subieron a undespacho para el interrogatorio. No fue unmomento histórico. De los dos socialespresentes, como llamábamos a la policíapolítica, uno ni me miró, ocupado entareas intelectuales. El otro me hizorepetir los datos de identificación. «Y

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eres gallego, claro. ¡Te canta el acento!»Como siempre me pasaba con el asuntofonético, me vino a la cabeza CésarVallejo, «el acento me pende del zapato»,pero esta vez no quise implicar a lapoesía.

—¿Y eres de la otra acera? ¿Estáscontra Franco?

—Sí.Me dio una bofetada muy profesional.

A continuación me recordó que Francotambién era gallego. Vaya. Había muchagente empeñada en darte semejanteinformación.

—¡Entonces tú debes de ser tonto!Ahí no dije nada. No acababa de

establecer la conexión entre mi acento y elser o no antifascista. Me quedó la

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inquietud de que el otro policía, elintelectual, incluyese en la ficha comoafiliación la nota: «Tonto». En lapesadilla, tenía la esperanza de que por lomenos hubiese escrito: «Tonto útil». Nohubo mucho más. Tenían demasiadotrabajo ese día para entretenerse con unestudiante mocoso. Uno de miscompañeros de detención, un jovenmecánico, detenido en el cinturónindustrial de Madrid, volvió delinterrogatorio con una uña rota y la manoensangrentada. Ni un lamento. Noconcedió ni un gesto de dolor. Merecía unMax Estrella, pero todos mudos, quizáscon la esperanza absurda de que losmurmullos y pasos que oíamos en lasceldas, procedentes de las aceras de la

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Puerta del Sol fuesen los ecos demultitudes liberadoras. Nada. Todos losecos se iban desvaneciendo en la noche.Yo no me sentí un luchador. Era, éramosunas personas humilladas. Al díasiguiente, apareció un tipo con un cubo delentejas. Te daba una escudilla de cinc yechaba un cucharón de aquel rancho. Devez en cuando, añadía: «¡Mierda!». Ysoltaba una carcajada.

Boh.

Cuando se trataba de penas, María y yocompartíamos los secretos.

Tenía la piel muy blanca, con pecasdel color del pan de maíz. Me gustaba su

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manera de ser. Y también su cuerpo. Supiel tan blanca. Sus pecas de cereal antesde secar del todo. Un día, en la Algalia,nos abrazamos por efecto de los golpes demar. Ella lloraba la pérdida de un amor.Y yo estaba hundido por otro desencanto.Nos quedamos dormidos en aquella cama,tan apropiada para los naufragios:rodeada de cubos y cuencos para el aguade las goteras.

Pero esta vez no llamó.La noticia de su enfermedad llegó

cuando yo estaba viviendo en Irlanda, conIsabel y los niños. Isabel era una de lasrisas que estaba en el piso del DosCiudades. Ahora vivíamos al norte del ríoLiffey, en Temple Villas, justo al lado dela prisión de Arbour Hill, lo que

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abarataba mucho el coste del alquiler.Estábamos muy a gusto en aquel Dublíndonde los sábados, cerca de casa, enSmithfield, había mercado de caballos yde patatas. Nadie hablaba todavía deltigre celta. En algunos pubs recordabantodavía a O’Brien, aquel hombre que ibasiempre con la mano derecha enfundadaen un guante porque había jurado a sumadre, en el lecho de muerte, que jamásvolvería a tocar un vaso de bebida. Y lasvendedoras de Moore Street, que llevabanla mercancía en grandes carros de bebés,decían a quien manoseaba los tomates:«¡No los toques tanto que no son pollas!».

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Quien llamó fue mi hermana Chavela.Todavía no había móviles, y el timbre delteléfono fijo no engañaba. Ahora entendíapor qué mi padre no levantaba nunca elauricular telefónico. Olía el destino.María estaba mal. Pero ¿cómo de mal?Muy mal. La van a operar, pero pareceque hay metástasis. Y la había. Era tardeya. Un día la acompañé a Santiago. Queríahablar con el médico que la operó porprimera vez. No había ninguna esperanzani en las palabras, ni en los ojos, ni en losgestos de aquel hombre. Me fijé en laconsulta. Las paredes estaban desnudas.En penumbra. El doctor hablaba con elrostro iluminado por un flexo.

—Tenía que volver aquí —me dijoMaría al salir—. Mi viaje al corazón de

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las tinieblas.En el mismo cuarto donde murió

María, en Castro, murieron los dos, padrey madre, en un período breve de tiempo.La víspera de dejarnos, mi madredespertó con una extraña energía. Despuésde días sin moverse, se levantó y mudó ellecho, quiso hacerlo ella, con sábanasblancas, luminosas, como las que lavaba amano. Después se acostó y nos dedicó unade sus sonrisas doloridas: ¡adiós, adiós!En cuanto a mi padre, desplegó toda laironía acumulada del corifeo. Pidió que lolevantásemos en la cama ortopédica,armada por Paco, para subir hasta lo másalto y curar el vértigo de una vez. Sialguien iba de visita, decía: «¡Mirad loque progresa la industria con los

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enfermos!».Sí, en aquella pequeña habitación

había muerto antes María. En la faseterminal, pidió que la ayudasen a irse parano sufrir más. Como siempre, ella ibadelante. Su mano ayudaba a ayudar. Estavez no estaban los cabezudos, los ReyesCatólicos, en la ventana, sino el verdorintrovertido del limonero que habíacrecido en el rudo suelo de tierra yescombro de la primera casa.

Epub:

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Agradecimientos

A XGG, autor de A lingua secreta, queun día, en el Raval de Barcelona, mehabló de las «voces bajas».

Este libro tuvo su semilla en una serieque con el título Storyboard se publicó enel suplemento cultural Luces de Galiciade la edición galaica del diario El País.Debo dar las gracias a Xosé Hermida yDaniel Salgado por la atención y acogidaque me prestaron. La obra quiso fermentardespués de aquel comienzo y entre laspersonas que me ayudaron a ver en otrotiempo, a rememorar, agradezco en

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especial las informaciones de ManuelBermúdez Chao y Carmelo Seoane,tabernero de A Artabria (la antigua tienday tasca de Leonor) en la república deCastro de Elviña. Uno y otro tuvierontambién la generosidad de ceder algunasfotografías del «paraíso inquieto». Comogeneroso fue el fotógrafo Xoán Piñón, querecuperó y me cedió de su archivo dosfotos en las que aparece mi hermanaMaría en su juventud. Por último, uninfinito agradecimiento para toda mifamilia y la compañía de las voces bajas.

El autor

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Sobre el autor

MANUEL Rivas nació en A Coruña.Desde muy joven trabajó en prensa y susreportajes y artículos están reunidos en Elperiodismo es un cuento (1997), Mujeren el baño (2003) y A cuerpo abierto(2008). Una muestra de su poesía estárecogida en la antología El pueblo de lanoche (1997) y La desaparición de lanieve (2009). Como narrador obtuvo,entre otros, el Premio de la Críticaespañola por Un millón de vacas (1990),el Premio de la Crítica en Gallego por Ensalvaje compañía (1994), el Premio

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Nacional de Narrativa por ¿Qué mequieres, amor? (1996), el Premio de laCrítica española por El lápiz delcarpintero (1998) y el Premio Nacionalde la Crítica en Gallego por Los librosarden mal (2006), considerada como unade las grandes obras de la literaturagallega y elegida Libro del Año por losLibreros de Madrid. En 2012, Alfaguarapublicó sus cuentos reunidos bajo el títuloLo más extraño. Su última novela, Todoes silencio (2010), fue finalista delPremio Hammett de novela negra.