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MEMORIA, OLVIDO, SILENCIO Michael Pollak En su análisis de la memoria colectiva, Maurice Halbwachs enfatiza la fuerza de los diferentes puntos de referencia que estructuran nuestra memoria y la insertan en la memoria de la colectividad a la que pertenecemos. 1 Entre ellos se incluyen, evidentemente, los monumentos, esos lugares de la memoria analizados por Pierre Nora; 2 el patrimonio arquitectónico y su estilo, que nos acompañan durante toda nuestra vida; los paisajes; las fechas y personajes históricos, cuya importancia nos hace recordar incesantemente; las tradiciones y costumbres; ciertas reglas de interacción; el folclore y la música; y por qué no, las tradiciones culinarias. En la tradición metodológica durkheimiana, que consiste en tratar hechos sociales como cosas, se hace posible tomar estos diferentes puntos de referencia como indicadores empíricos de la memoria colectiva de un determinado grupo, una memoria estructurada con sus jerarquías y clasificaciones, una memoria que al definir aquello que es común a un grupo y lo que lo diferencia de los demás, fundamenta y refuerza los sentimientos de pertenencia y las fronteras socioculturales. En el abordaje durkheimiano, el énfasis está puesto en la fuerza casi institucional de esa memoria colectiva, en la duración, en la continuidad y en la estabilidad. Así también, Halbwachs, lejos de ver en esa memoria colectiva una imposición, una forma específica de dominación o violencia simbólica, 3 acentúa las funciones positivas desempeñadas por la memoria común, a saber, reforzar la cohesión social, no mediante la coerción sino mediante la adhesión afectiva al grupo; de allí el término que utiliza: “comunidad afectiva”. En varios momentos, Maurice Halbwachs sugiere no sólo la selectividad de toda memoria sino también un proceso de “negociación” para conciliar memoria colectiva Texto publicado originalmente en portugués en la Revista Estudos Históricos. Rio de Janeiro, Vol. 2, Nº 3. 1989. P. 3-15. Esta traducción es de uso interno de curso de pos grado en Antropología de la Memoria y la Identidad. Maestría en Historia y Memoria de la UNL. Traducción de Renata Oliveira. 1 M. Halbwachs, La mémoire collective, París, PUF, 1968. 2 P. Nora, Les lieux de mémoire, París, Gallimard, 1985. 3 Para el concepto de violencia simbólica, ver P. Bourdieu, Le sens pratique, París, Minuit, 1980, p. 224.

Memoria, Olvido y Silencio

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MEMORIA, OLVIDO, SILENCIO•

Michael Pollak

En su análisis de la memoria colectiva, Maurice Halbwachs enfatiza la fuerza de los

diferentes puntos de referencia que estructuran nuestra memoria y la insertan en la

memoria de la colectividad a la que pertenecemos.1 Entre ellos se incluyen,

evidentemente, los monumentos, esos lugares de la memoria analizados por Pierre

Nora;2 el patrimonio arquitectónico y su estilo, que nos acompañan durante toda

nuestra vida; los paisajes; las fechas y personajes históricos, cuya importancia nos

hace recordar incesantemente; las tradiciones y costumbres; ciertas reglas de

interacción; el folclore y la música; y por qué no, las tradiciones culinarias. En la

tradición metodológica durkheimiana, que consiste en tratar hechos sociales como

cosas, se hace posible tomar estos diferentes puntos de referencia como indicadores

empíricos de la memoria colectiva de un determinado grupo, una memoria

estructurada con sus jerarquías y clasificaciones, una memoria que al definir aquello

que es común a un grupo y lo que lo diferencia de los demás, fundamenta y refuerza

los sentimientos de pertenencia y las fronteras socioculturales.

En el abordaje durkheimiano, el énfasis está puesto en la fuerza casi institucional de

esa memoria colectiva, en la duración, en la continuidad y en la estabilidad. Así

también, Halbwachs, lejos de ver en esa memoria colectiva una imposición, una

forma específica de dominación o violencia simbólica,3 acentúa las funciones

positivas desempeñadas por la memoria común, a saber, reforzar la cohesión social,

no mediante la coerción sino mediante la adhesión afectiva al grupo; de allí el

término que utiliza: “comunidad afectiva”.

En varios momentos, Maurice Halbwachs sugiere no sólo la selectividad de toda

memoria sino también un proceso de “negociación” para conciliar memoria colectiva

• Texto publicado originalmente en portugués en la Revista Estudos Históricos. Rio de Janeiro, Vol. 2, Nº 3. 1989. P.

3-15. Esta traducción es de uso interno de curso de pos grado en Antropología de la Memoria y la Identidad. Maestría en Historia y Memoria de la UNL. Traducción de Renata Oliveira.

1 M. Halbwachs, La mémoire collective, París, PUF, 1968. 2 P. Nora, Les lieux de mémoire, París, Gallimard, 1985. 3 Para el concepto de violencia simbólica, ver P. Bourdieu, Le sens pratique, París, Minuit, 1980, p. 224.

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y memorias individuales: “Para que nuestra memoria se beneficie de la de los demás,

no basta con que ellos nos aporten sus testimonios: es preciso también que ella no

haya dejado de concordar con sus memorias y que haya suficientes puntos de

contacto entre nuestra memoria y las demás para que el recuerdo que los otros nos

traen pueda ser reconstruido sobre una base común”.4

Este reconocimiento del carácter potencialmente problemático de una memoria

colectiva ya anuncia la inversión de perspectiva que marca los trabajos actuales sobre

este fenómeno. Desde una perspectiva constructivista, ya no se trata de lidiar con los

hechos sociales como cosas sino de analizar cómo los hechos sociales se hacen cosas,

cómo y por quién son solidificados y dotados de duración y estabilidad. Aplicado a la

memoria colectiva ese abordaje irá a interesarse, por lo tanto, por los procesos y

actores que intervienen en el trabajo de constitución y formalización de las memorias.

Al privilegiar el análisis de los excluidos, de los marginados y de las minorías, la

historia oral resaltó la importancia de memorias subterráneas que, como parte

integrante de las culturas minoritarias y dominadas, se oponen a la “memoria oficial”,

en este caso a la memoria nacional. En un primer momento, ese abordaje hace de la

empatía con los grupos dominados estudiados una regla metodológica5 y rehabilita la

periferia y la marginalidad. Al contrario de Maurice Halbwachs, ese abordaje acentúa

el carácter destructor, uniformizante y opresor de la memoria colectiva nacional. Por

otro lado, esas memorias subterráneas prosiguen su trabajo de subversión en el

silencio y de manera casi imperceptible afloran en momentos de crisis a través de

sobresaltos bruscos y exacerbados.6 La memoria entra en disputa. Los objetos de

investigación son elegidos, de preferencia, allí donde existe conflicto entre memorias

en competencia.

La memoria en disputa

4 M. Halbwachs, op. cit., p. 12. 5 M. Pollak, “Pour un inventaire”, Cahiers de l’IHTP, Nº 4 (Questions à l’histoire orale), París, 1987, p. 17. 6 G. Herberich-Marx, F. Raphael, “Les incorporés de force alsaciens. Déni, convocation et provocation de la

mémoire”. Vingtième Siècle, 2, 1985, p. 83.

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Esa predilección actual de los investigadores por los conflictos y disputas en

detrimento de los factores de continuidad y estabilidad debe ser puesta en relación

con las verdaderas batallas de la memoria a las que asistimos, y que asumieron gran

amplitud en estos últimos quince años en Europa.

Tomemos, a título ilustrativo, el papel desempeñado por la reescritura de la historia

en dos momentos fuertes de la desestalinización. El primero de ellos después del XX

Congreso del PC de la Unión Soviética, cuando Nikita Kruschev denunció por

primera vez los crímenes estalinistas. Ese trastocamiento en la visión de la historia,

indisociablemente ligado al de la vida política, se tradujo en la destrucción progresiva

de los signos y símbolos que recordaban a Stalin en la Unión Soviética y en los países

satélites y, finalmente, en la retirada de los despojos de Stalin del mausoleo de la

Plaza Roja. Esa primera etapa de la desestalinización, discretamente conducida dentro

del aparato, generó desbordes, efectos inesperados y manifestaciones (de los cuales la

más importante fue la revuelta húngara) que se apropiaron de la destrucción de las

estatuas de Stalin y la integraron en una estrategia de independencia y de autonomía.

Aunque hubiera maculado el mito histórico dominante de “Stalin, padre de los

pobres”, esa primera desestalinización no logró imponerse realmente, y con el fin de

la era de Kruschev cesaron también las tentaciones de revisión de la memoria

colectiva. Esa preocupación resurgió cerca de treinta años más tarde en el marco de la

glasnost y la perestroika. Allí también el movimiento fue lanzado por la nueva

dirección del partido, ligada a Gorbachov. Pero, al contrario de los años ‘50, esa

nueva apertura generó luego un movimiento intelectual con la rehabilitación de

algunos disidentes contemporáneos y, de manera póstuma, de dirigentes que en los

años ‘30 y ‘40 habían sido víctimas del terror estalinista. Ese soplo de libertad de

crítica despertó traumas profundamente anclados que cobraron forma en un

movimiento popular que se organiza en torno al proyecto de construcción de un

monumento a la memoria de las víctimas del estalinismo.7

Este fenómeno, aunque “objetivamente” pueda desempeñar el papel de un refuerzo a

la corriente reformadora contra la ortodoxia que sigue ocupando importantes

posiciones en el partido y en el estado, no puede ser reducido a este aspecto. Antes

7 H. Carrère d’Encausse, Le malheur russe, París, Fayard, 1988.

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bien, consiste en la irrupción de resentimientos acumulados en el tiempo y de una

memoria de la dominación y de sufrimientos que jamás pudieron expresarse

públicamente. Esa memoria “prohibida” y, por lo tanto, “clandestina”, ocupa toda la

escena cultural, el sector editorial, los medios de comunicación, el cine y la pintura,

comprobando, si fuera necesario, el abismo que separa de hecho la sociedad civil y la

ideología oficial de un partido y de un estado que pretende la dominación

hegemónica. Una vez roto el tabú, una vez que las memorias subterráneas logran

invadir el espacio público, reivindicaciones múltiples y difícilmente previsibles se

acoplan a esa disputa de la memoria, en este caso, las reivindicaciones de las

diferentes nacionalidades.

Este ejemplo muestra la necesidad, para los dirigentes, de asociar un profundo

cambio político a una revisión (auto) crítica del pasado. Remite igualmente a los

riesgos inherentes a esa revisión, en la medida en que los dominantes no pueden

jamás controlar perfectamente hasta dónde llevarán las reivindicaciones que se

forman al mismo tiempo en que caen los tabúes conservados por la memoria oficial

anterior. Este ejemplo muestra también la supervivencia, durante décadas, de

recuerdos traumáticos, recuerdos que aguardan el momento propicio para ser

expresados. A pesar del gran adoctrinamiento ideológico, estos recuerdos durante

tanto tiempo confinados al silencio y transmitidos de una generación a otra

oralmente, y no a través de publicaciones, permanecen vivos. El largo silencio sobre

el pasado, lejos de conducir al olvido, es la resistencia que una sociedad civil

impotente opone al exceso de discursos oficiales. Al mismo tiempo, esta sociedad

transmite cuidadosamente los recuerdos disidentes en las redes familiares y de

amistad, esperando la hora de la verdad y de la redistribución de las cartas políticas e

ideológicas.

Aunque la mayoría de las veces esté ligado a fenómenos de dominación, el clivaje

entre memoria oficial y dominante y memorias subterráneas, así como la

significación del silencio sobre el pasado, no remite forzosamente a la oposición entre

estado dominador y sociedad civil. Encontramos con más frecuencia ese problema en

las relaciones entre grupos minoritarios y sociedad englobante.

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El ejemplo siguiente, completamente diferente, es el de los sobrevivientes de los

campos de concentración que, después de su liberación, regresaron a Alemania o a

Austria. Su silencio sobre el pasado está ligado, en primer lugar, a la necesidad de

encontrar un modus vivendi con aquellos que, de cerca o de lejos, asistieron a su

deportación -al menos bajo la forma de consentimiento tácito. No provocar

sentimiento de culpa de la mayoría se vuelve, entonces, un reflejo de protección de la

minoría judía. Con todo, esa actitud es aún reforzada por el sentimiento de culpa que

las propias víctimas pueden tener, oculto, en el fondo de sí mismas. Es sabido que la

administración nazi logró imponer a la comunidad judía una parte importante de la

gestión administrativa de su política antisemita, como la preparación de las listas de

los futuros deportados, e incluso la gestión de ciertos locales de tránsito o la

organización del abastecimiento en los convoyes. Los representantes de la comunidad

judía negociaron con las autoridades nazis, esperando primero poder alterar la política

oficial, más tarde “limitar las pérdidas”, finalmente llegaron a una situación en la cual

se desmoronó la esperanza de poder negociar un mejor trato para los últimos

empleados de la comunidad. Esa situación, que se repitió en todas las ciudades en

donde había comunidades judías importantes, ilustra particularmente bien el

encogimiento progresivo de aquello que es negociable, y también la diferencia ínfima

que a veces separa la defensa del grupo y su resistencia de la colaboración y el

compromiso. ¿Sería entonces tan espantoso que un historiador del nazismo tan

eminente como Walter Laqueur haya elegido el género de la novela para dar cuenta

de esa situación inextricable?8

Frente a ese recuerdo traumático, el silencio parece imponerse a todos aquellos que

quieren evitar culpar a las víctimas. Y algunas víctimas, que comparten ese mismo

recuerdo “comprometedor”, prefieren, ellas también, guardar silencio. En lugar de

arriesgarse a un malentendido sobre una cuestión tan grave, o de reforzar incluso la

conciencia tranquila y la propensión al olvido de los verdugos, ¿no sería mejor

abstenerse de hablar?

Pocos períodos históricos fueron tan estudiados como el nazismo, incluyendo su

política antisemita y la exterminación de los judíos. Sin embargo, y a pesar de la

8 W. Laqueur, Jahre auf Abruf, Stuttgart, WDV, 1983.

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abundante literatura y del lugar concedido a ese período en los medios de

comunicación, continúa siendo con frecuencia tabú en las historias individuales en

Alemania y en Austria, en las conversaciones familiares y, aun más, en las biografías

de los personajes públicos.9 Así como las razones de tal silencio son comprensibles

en el caso de los antiguos nazis o de los millones de simpatizantes del régimen, son

difíciles de deslindar en el caso de las víctimas.

En ese caso, el silencio tiene razones bastante complejas. Para poder relatar sus

sufrimientos, una persona precisa antes que nada encontrar una escucha. A su retorno,

los deportados encontraron efectivamente esa escucha, pero rápidamente la inversión

de todas las energías en la reconstrucción de la posguerra agotó la voluntad de oír el

mensaje culpabilizante de los horrores de los campos. La deportación evoca

necesariamente sentimientos ambivalentes, e incluso de culpa, y eso también en los

países vencedores donde, como en Francia, la indiferencia y la colaboración marcaron

la vida cotidiana al menos tanto como la resistencia. ¿No vemos, desde 1945,

desaparecer de las conmemoraciones oficiales los antiguos deportados de ropa

rayada, que despiertan también el sentimiento de culpa y que, a excepción de los

deportados políticos, se integran mal en un desfile de ex combatientes? “1945

organiza el olvido de la deportación, los deportados llegan cuando las ideologías ya

están dispuestas, cuando la batalla por la memoria ya comenzó y la escena política ya

está saturada: están de más”10. A esas razones políticas del silencio se agregan

aquellas, personales, que consisten en querer evitar a los hijos crecer en el recuerdo

de las heridas de los padres. Cuarenta años después convergen razones políticas y

familiares para romper ese silencio: en el momento en que los testigos oculares saben

que van a desaparecer en breve, quieren inscribir sus recuerdos contra el olvido. Y

sus hijos, también, quieren saber; de allí la proliferación actual de testimonios y de

publicaciones de jóvenes intelectuales judíos que hacen “de la investigación de sus

orígenes el origen de su investigación”.11 Durante ese intermedio, fueron las

9 Entre todos los ejemplos de este fenómeno de olvidos sucesivos y de reescrituras de la historia biográfica, uno de

los últimos, el del presidente austríaco Kurt Waldheim, es especialmente expresivo. 10 G. Namer, La commémoration en France, 1944-1982, París, Papyros, 1983, p. 157 sq. ; M. Pollak y N. Heinich,

“Le témoignage”, Actes de la recherche en sciences sociales, 62/63, 1986, p. 3 sq. 11 N. Lapierre, Le silence de la mémoire. À la recherche des Juifs de Plock, París, Plon, 1989, p. 28.

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asociaciones de deportados quienes, mal o bien, conservaron y transmitieron esa

memoria.

Un último ejemplo muestra hasta qué punto una situación ambigua y pasible de

generar malentendidos puede también llevar al silencio, antes de producir el

resentimiento que está en el origen de las reivindicaciones y contestaciones

inesperadas. Se trata de los alsacianos reclutados a la fuerza, estudiados por Freddy

Raphael.12 Después del fracaso de una política de reclutamiento voluntario en la

Alsacia anexada puesta en marcha por el ejército alemán a comienzos de la Segunda

Guerra Mundial, el reclutamiento forzoso fue decidido por los decretos del 25 y el 29

de agosto de 1942. De octubre de 1942 a noviembre de 1944, 130.000 alsacianos y

lorenos fueron incorporados a diferentes formaciones del ejército alemán. Ocurrieron

actos de revuelta, de resistencia y desobediencia, así como un número significativo de

deserciones. A pesar de estos indicios del carácter coercitivo de esa participación en

la guerra al lado de los nazis, se presentó la cuestión, después de la guerra, del grado

de colaboración y comprometimiento de esos hombres. Hechos prisioneros de guerra

en el front oriental por el Ejército Rojo, muchos de ellos murieron o regresaron

solamente a mediados de los años ‘50. Se trata, por definición, de una experiencia

difícilmente decible en el contexto del mito de una nación de resistentes,∗ tan rico de

sentido durante las primeras décadas de la posguerra.

A partir de allí, Freddy Raphael distingue tres grandes etapas: a la memoria

avergonzada de una generación perdida siguió la de las asociaciones de desertores,

evadidos y reclutados a la fuerza que luchan por el reconocimiento de una situación

valorizadora de las víctimas y de los “Malgré nous”, subrayando su actitud de

rechazo y resistencia pasiva. Pero hoy esa memoria canalizada y esterilizada se

subleva y se afirma a partir de un sentimiento de absurdo y de abandono. Se

considera mal comprendida y vilipendiada y se compromete en un combate

contestatario y militante.13 La memoria subterránea de los alsacianos forzosamente

reclutados toma la delantera y se erige contra aquellos que intentaron forjar un mito, a

12 G. Herberich-Marx, F. Raphael, op. cit. ∗ Pollak utiliza el término “résistants”, que en francés hace alusión a los miembros de la Resistencia durante la

Segunda Guerra Mundial (n. del t.). 13 Ibidem, p. 83 y 93.

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fin de eliminar el estigma de la vergüenza: “La organización de los recuerdos se

articula igualmente con la voluntad de denunciar a aquellos a quienes se atribuye la

mayor responsabilidad por las afrentas sufridas... Parece, sin embargo, que la

culpabilidad alemana como factor de reorganización de los recuerdos interviene

relativamente poco; en todo caso, su incidencia es significativamente reducida en

comparación con la denuncia de la barbarie rusa, así como de la cobardía y de la

indiferencia francesas”.14 En el momento del retorno de lo reprimido, no es el autor

del “crimen” (Alemania) quien ocupa el primer lugar entre los acusados sino aquellos

que, al forjar una memoria oficial, condujeron a las víctimas de la historia al silencio

y a la renegación de sí mismas.

Ese mecanismo es común a muchas poblaciones fronterizas de Europa que, en lugar

de poder actuar sobre su historia, frecuentemente se sometieron a ella de buen o mal

grado: “Mi abuelo francés fue hecho prisionero por los prusianos en 1870, mi papá

alemán fue hecho prisionero por los franceses en 1918; yo, francés, fui hecho

prisionero por los alemanes en junio de 1940 y, después, reclutado a la fuerza por la

Wehrmacht en 1943, fui hecho prisionero por los rusos en 1945. Vea usted que

nosotros tenemos un sentido de la historia muy particular. Estamos siempre del lado

equivocado de la historia, sistemáticamente: siempre acabamos las guerras con el

uniforme de prisionero, nuestro único uniforme permanente”.15

La función de lo “no-dicho”

A primera vista, los tres ejemplos arriba expuestos no tienen nada en común: la

irrupción de una memoria subterránea favorecida, cuando no suscitada, por una

política de reformas que pone en crisis el aparato del partido y del estado; el silencio

de los deportados, víctimas por excelencia, excluidos de sus redes de sociabilidad,

mostrando las dificultades de integrar sus recuerdos en la memoria colectiva de la

14 Ibidem, p. 94. 15 Memorias de un minero loreno recopiladas por Jean Hurtel, citadas en G. Herberich-Marx, F. Raphael, op. cit.

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nación; los alsacianos forzosamente reclutados, remitiendo al rechazo de la figura del

“mal querido” y del “incomprendido”, que apunta a superar su sentimiento de

exclusión y restablecer lo que considera ser la verdad y la justicia.

Pero estos ejemplos tienen en común el hecho de atestiguar la vivacidad de los

recuerdos individuales y grupales durante decenas de años, e incluso siglos.16

Oponiéndose a la más legítima de las memorias colectivas, la memoria nacional, esos

recuerdos son transmitidos en el marco familiar, en asociaciones, en redes de

sociabilidad afectiva y/o política. Estos recuerdos prohibidos (el caso de los crímenes

estalinistas), indecibles (el caso de los deportados) o vergonzosos (el de los

reclutados a la fuerza), son celosamente guardados en estructuras de comunicación

informales y pasan desapercibidos por la sociedad en general. Por consiguiente, hay

en los recuerdos de unos y otros zonas de sombra, silencios, “no-dichos”.

Evidentemente, las fronteras entre esos silencios y “no-dichos” y el olvido definitivo

y lo reprimido inconsciente no son estancas; están en perpetuo dislocamiento.17 Esa

tipología de discursos, silencios, y también alusiones y metáforas, es moldeada por la

angustia de no encontrar una escucha, de ser castigado por aquello que se dice, o, al

menos, de exponerse a malentendidos. En el plano colectivo, esos procesos no son tan

diferentes de los mecanismos psíquicos resaltados por Claude Olievenstein: “El

lenguaje es apenas el vigía de la angustia... Pero el lenguaje se condena a ser

impotente porque organiza el distanciamiento de aquello que no puede ser puesto a la

distancia. Es allí que interviene, con todo el poder, el discurso interior, el

compromiso de lo no-dicho, entre aquello que el sujeto se confiesa a sí mismo y

aquello que puede transmitir al exterior”.18

La frontera entre lo decible y lo indecible, lo confesable y lo inconfesable, separa, en

nuestros ejemplos, una memoria colectiva subterránea de la sociedad civil dominada

o de grupos específicos, de una memoria colectiva organizada que resume la imagen

que una sociedad mayoritaria o el estado desean transmitir e imponer.

Distinguir entre coyunturas favorables o desfavorables a las memorias marginadas es

de entrada reconocer hasta qué punto el presente tiñe el pasado. Según las

16 Ver Ph. Joutard, Ces voix qui nous viennent du passé, París, Hachette, 1983. 17 C. Olievenstein, Les non-dits de l’émotion, París, Odile Jacob, 1988. 18 Ibidem, p. 57.

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circunstancias, se da la emergencia de ciertos recuerdos, y el énfasis es puesto sobre

uno u otro aspecto. Sobre todo, el recuerdo de guerras o de grandes convulsiones

internas remite siempre al presente, deformando y reinterpretando el pasado. Así

también, hay una permanente interacción entre lo vivido y lo aprendido, lo vivido y lo

transmitido. Y esas constataciones se aplican a toda forma de memoria, individual y

colectiva, familiar, nacional y de pequeños grupos.19 El problema que se plantea a

largo plazo para las memorias clandestinas e inaudibles es el de su transmisión

intacta hasta el día en que puedan aprovechar una ocasión para invadir el espacio

público y pasar de lo “no-dicho” a la contestación y la reivindicación. El problema de

toda memoria oficial es el de su credibilidad, de su aceptación y también el de su

organización. Para que emerja en los discursos políticos un fondo común de

referencias que puedan constituir una memoria nacional, un intenso trabajo de

organización es indispensable para superar el simple “montaje” ideológico, por

definición precario y frágil.

El encuadramiento de la memoria

Estudiar las memorias colectivas fuertemente constituidas, como la memoria

nacional, implica preliminarmente el análisis de su función. La memoria, esa

operación colectiva de los acontecimientos y de las interpretaciones del pasado que se

quiere salvaguardar, se integra en tentativas más o menos conscientes de definir y

reforzar sentimientos de pertenencia y fronteras sociales entre colectividades de

distintos tamaños: partidos, sindicatos, iglesias, aldeas, regiones, clanes, familias,

naciones, etc. La referencia al pasado sirve para mantener la cohesión de los grupos y

las instituciones que componen una sociedad, para definir su lugar respectivo, su

complementariedad, pero también las oposiciones irreductibles.

Mantener la cohesión interna y defender las fronteras de aquello que un grupo tiene

en común, en lo cual se incluye el territorio (en el caso de estados); he aquí las dos

funciones esenciales de la memoria común. Eso significa proporcionar un marco de

referencias y de puntos de referencia. Es, por lo tanto, absolutamente adecuado

19 D. Veillon, “La Seconde Guerre Mondiale à travers les sources orales”, Cahiers de l’IHTP n. 4 (Questions à

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hablar, como hace Henri Rousso, de memoria encuadrada, un término más específico

que memoria colectiva.20 Quien dice “encuadrada” dice “trabajo de

encuadramiento”.21 Todo trabajo de encuadramiento de una memoria de grupo tiene

límites, ya que no puede ser construida arbitrariamente. Ese trabajo debe satisfacer

ciertas exigencias de justificación.22 Rechazar tomar en serio el imperativo de

justificación sobre el cual reposa la posibilidad de coordinación de las conductas

humanas significa admitir el reino de la injusticia y de la violencia. A la luz de todo

lo que fue dicho antes sobre las memorias subterráneas, se puede plantear la cuestión

de las condiciones de posibilidad y de duración de una memoria impuesta sin la

preocupación por ese imperativo de justificación. En ese caso, ese imperativo puede

imponerse después de postergaciones más o menos largas. Aunque casi siempre crean

que “el tiempo trabaja a su favor” y que “el olvido y el perdón se instalan con el

tiempo”, los dominantes frecuentemente son llevados a reconocer, demasiado tarde y

con pesar, que el intervalo puede contribuir a reforzar la amargura, el resentimiento y

el odio de los dominados, que se expresan entonces con los gritos de la

contraviolencia.

El trabajo de encuadramiento de la memoria se alimenta del material provisto por la

historia. Ese material puede sin duda ser interpretado y combinado con un sinnúmero

de referencias asociadas; guiado no solamente por la preocupación de mantener las

fronteras sociales, sino también de modificarlas, ese trabajo reinterpreta

incesantemente el pasado en función de los combates del presente y del futuro. Pero,

así como la exigencia de justificación antes discutida limita la falsificación pura y

simple del pasado en su reconstrucción política, el trabajo permanente de

reinterpretación del pasado es contenido por una exigencia de credibilidad que

depende de la coherencia de los discursos sucesivos. Toda organización política -por

ejemplo sindicato, partido, etc.-, vehiculiza su propio pasado y la imagen que forjó

para sí misma. No puede cambiar de dirección ni de imagen abruptamente a no ser

bajo el riesgo de tensiones difíciles de dominar, de escisiones, e incluso de su propia

l’histoire orale), 1987, p. 53 sq.

20 H. Rousso, “Vichy, le grand fossé”, Vingtième siècle, 5, 1985, p. 73. 21 El trabajo político es, sin duda, la expresión más visible de ese trabajo de encuadramiento de la memoria: P.

Bourdieu, “La représentation politique”, Actes de la recherche en sciences sociales, 36/37, 1981, p. 3 sq. 22 L. Boltanski, Les économies de la grandeur, París, PUF, 1987, p. 14 sq.

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desaparición si los adherentes ya no pudieran reconocerse en la nueva imagen, en las

nuevas interpretaciones de su pasado individual y en el de su organización. Lo que

está en juego en la memoria es también el sentido de la identidad individual y del

grupo. Tenemos ejemplo de esto en los congresos de partidos políticos en los que se

dan reorientaciones que producen escisiones, y también en una vuelta reflexiva sobre

el pasado nacional,23 como el paso, en Francia, de una memoria idealizada, que

exagera el papel de la Resistencia, a una visión más realista que reconoce la

importancia de la colaboración.24

Ese trabajo de encuadramiento de la memoria tiene sus actores profesionalizados,

profesionales de la historia de las diferentes organizaciones de las que son miembros,

clubes, células de reflexión. Ese papel existe también, aunque en forma menos

claramente definida, en las asociaciones de deportados o de ex-combatientes. Esto se

puede percibir cuando se aborda, en el contexto de una investigación de historia oral,

a los responsables de tales asociaciones. En mi investigación sobre las sobrevivientes

del campo de Auschwitz-Birkenau, una de las responsables de la asociación me dijo,

antes de ponerme en contacto con algunas de sus compañeras: “Usted debe

comprender que nosotras nos consideramos un poco como las guardianas de la

verdad.” Ese trabajo de control de la imagen de la asociación implica una oposición

fuerte entre lo “subjetivo” y lo “objetivo”, entre la reconstrucción de hechos y las

reacciones y sentimientos personales. La elección de los testimonios hecha por las

responsables de la asociación es percibida como muy importante, dado que la

inevitable diversidad de los testimonios corre siempre el riesgo ser percibida como

prueba de la inautenticidad de todos los hechos relatados. Dentro de la preocupación

por la imagen que la asociación transmite de sí misma y de la historia que es su razón

de ser, o sea, la memoria de sus deportados, es preciso por lo tanto escoger

testimonios sobrios y confiables a los ojos de los dirigentes, y evitar que “mitómanos,

que nosotros también tenemos” tomen públicamente la palabra.25

23 D. Veillon, op. cit. 24 H. Rousso, Le syndrome de Vichy, París, Le Seuil, 1987. 25 M. Pollak y N. Heinich, “Le témoignage”, Actes de la recherche en sciences sociales, 62/63, 1986, p. 13.

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Si el control de la memoria se extiende aquí a la elección de testigos autorizados, en

las organizaciones más formales se realiza mediante el acceso de los investigadores a

los archivos y por el empleo de “historiadores de la casa”.

Además de una producción de discursos organizados en torno a acontecimientos y a

grandes personajes, los rastros de ese trabajo de encuadramiento son los objetos

materiales: monumentos, museos, bibliotecas, etc.26 La memoria es así guardada y

solidificada en las piedras: las pirámides, los vestigios arqueológicos, las catedrales

medievales, los grandes teatros, las óperas de la época burguesa del siglo XIX y,

actualmente, los edificios de los grandes bancos. Cuando vemos esos puntos de

referencia de una época lejana, frecuentemente los integramos en nuestros propios

sentimientos de filiación y origen, de modo que ciertos elementos son integrados en

un fondo cultural común a toda la humanidad. En ese sentido, ¿no podemos todos

decir que descendemos de los griegos, de los romanos, de los egipcios, en suma, de

todas las culturas que aunque desaparecidas están de todas formas a disposición de

todos nosotros? Por otra parte, esto no impide que aquellos que viven en los lugares

donde se hallan aquellas herencias extraigan de ello un orgullo especial.

En los recuerdos más cercanos y personales, los puntos de referencia generalmente

presentados en las discusiones son, como mostró Dominique Veillon, de orden

sensorial: el ruido, los olores, los colores. En relación al desembarco en Normandía y

a la liberación de Francia, los habitantes de Caen y de Saint-Lô situados en el centro

de las batallas, no atribuyen un lugar central en sus recuerdos a la fecha del

acontecimiento, recordada en innumerables publicaciones y conmemoraciones -el 6

de junio de 1944-, y sí a los ronquidos de los aviones, explosiones, ruidos de vidrios

rotos, gritos de terror, llanto de niños. O también con los olores: de los explosivos, de

azufre, de fósforo, de polvo o a quemado.27 Aunque sea técnicamente difícil o

imposible captar todos esos recuerdos en objetos de memoria confeccionados hoy, el

cine es el mejor soporte para hacerlo: de allí su papel creciente en la formación y

reorganización, y por lo tanto en el encuadramiento, de la memoria. El cine se dirige

26 G. Namer, Mémoire et société, París, Méridiens/Klincksiek, 1987, analiza esa función aplicada a las bibliotecas, y

F. Raphael y G. Herberich-Marx analizan los museos en esa misma perspectiva: “Le musée, provocation de la mémoire”, Ethnologie française, 17, 1, 1987, p. 87 sq.

27 D. Veillon, op. cit.

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no sólo a las capacidades cognitivas, sino que capta las emociones. Basta con pensar

en el impacto de la película Holocausto, que, a pesar de todos sus defectos, permitió

captar la atención y las emociones, suscitar cuestiones y de esa forma forzar una

mejor comprensión de ese acontecimiento trágico en programas de enseñanza e

investigación e, indirectamente, en la memoria colectiva. La obra monumental de

Lanzmann, Shoah, bajo todos los aspectos fuera de comparación con aquella película

masiva Holocausto, quiere impedir el olvido por el testimonio de lo insostenible.

El film testimonial y documental se volvió un poderoso instrumento para las

redisposiciones sucesivas de la memoria colectiva y, a través de la televisión, de la

memoria nacional. Así, las películas Le chagrin et la pitié, y después Français si vous

saviez, desempeñaron un papel clave en el cambio de apreciación del período de

Vichy por parte de la opinión pública francesa, de allí las controversias que esas

películas suscitaron y su prohibición en la televisión durante largos años.28

Resulta evidente que las memorias colectivas impuestas y defendidas por un trabajo

especializado de encuadramiento, sin ser el único factor aglutinador, son, ciertamente,

un ingrediente importante para la perennidad del tejido social y de las estructuras

institucionales de una sociedad. Así, el denominador común de todas esas memorias y

también las tensiones entre ellas intervienen en la definición del consenso social y de

los conflictos en un determinado momento coyuntural. Pero ningún grupo social,

ninguna institución, por más estables y sólidos que puedan parecer, tienen su

perennidad asegurada. Su memoria, con todo, puede sobrevivir a su desaparición,

asumiendo en general la forma de un mito que, por no poder anclarse en la realidad

política del momento, se alimenta de referencias culturales, literarias o religiosas. El

pasado lejano puede entonces volverse promesa de futuro y, a veces, desafío lanzado

al orden establecido.

Se observó la existencia en una sociedad de memorias colectivas tan numerosas

cuanto lo son las unidades que componen la sociedad. Cuando ellas se integran bien

en la memoria nacional dominante, su coexistencia no plantea problemas, al contrario

de las memorias subterráneas discutidas anteriormente. Fuera de los momentos de

crisis, estas últimas son difíciles de localizar, y exigen que se recurra al instrumento

28 El análisis de esos ejemplos se encuentra en H. Rousso, op. cit.

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de la historia oral. Individuos y ciertos grupos pueden insistir en venerar justamente

aquello que los encuadradores de una memoria colectiva en un nivel más global se

esfuerzan por minimizar o eliminar. Si el análisis del trabajo de encuadramiento, de

sus agentes y sus rasgos materiales es una clave para estudiar, desde arriba hacia

abajo, cómo las memorias son construidas, deconstruidas y reconstruidas, el

procedimiento inverso, aquel que, con los instrumentos de la historias oral, parte de

las memorias individuales, pone en evidencia los límites de ese trabajo de

encuadramiento y, al mismo tiempo, revela un trabajo psicológico del individuo que

tiende a controlar las heridas, las tensiones y contradicciones entre la imagen oficial

del pasado y sus recuerdos personales.

El mal del pasado

Tales dificultades y contradicciones son particularmente marcadas en países que

atravesaron guerras civiles en un pasado cercano, como España, Austria o Grecia.

Otro ejemplo muy ilustrativo lo constituyen, en Alemania, las discusiones acerca del

fin de la Segunda Guerra Mundial. ¿Fue una liberación o una guerra perdida? ¿O

ambas cosas a la vez? ¿Cómo organizar la conmemoración de un acontecimiento que

provoca tantos sentimientos ambivalentes, atravesando no sólo todas las

organizaciones políticas, sino muchas veces a un mismo individuo?

Del lado opuesto, la voluntad de olvidar los traumas del pasado frecuentemente surge

en respuesta a la conmemoración de acontecimientos lacerantes. Un análisis del

contenido de cerca de cuarenta relatos autobiográficos de mujeres sobrevivientes del

campo de concentración de Auschwitz-Birkenau, publicados en francés, inglés y

alemán, y completados por entrevistas, revela en muchos casos el deseo simultáneo,

al regreso del campo, de testimoniar y olvidar para poder retomar una vida

“normal”.29 Muchas veces, también, el silencio de las víctimas oficialmente

internadas en los campos por motivos no “políticos” refleja una necesidad de hacer

un buen papel frente a las representaciones dominantes que valoran a las víctimas de

la persecución política más que a las otras. Así, el hecho de haber sido condenada por

29 M. Pollack y N. Heinich, op. cit.

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“vergüenza racial”, delito que, según la legislación de 1935, prohibía las relaciones

sexuales entre “arios” y “judíos”, constituyó uno de los mayores obstáculos que una

de las mujeres entrevistadas sentía al hablar de sí misma.30 Una investigación de

historia oral hecha en Alemania junto a los sobrevivientes homosexuales de los

campos comprueba trágicamente el silencio colectivo de aquellos que, después de la

guerra, muchas veces temieron que la revelación de las razones de su internación

pudieran provocar denuncias, pérdida de empleo o revocación de un contrato de

locación.31 Se comprende por qué ciertas víctimas de la máquina de represión del

Estado-SS –los criminales, las prostitutas, los “asociales”, los vagabundos, los gitanos

y los homosexuales- hayan sido concienzudamente evitadas en la mayoría de las

“memorias encuadradas” y no hayan prácticamente tenido voz en la historiografía.

Debido a que la represión de la cual son objeto es aceptada hace mucho tiempo, la

historia oficial evitó también durante mucho tiempo someter la intensificación asesina

de su represión bajo el nazismo a un análisis científico.

Así como una “memoria encuadrada”, una historia de vida recopilada por medio de la

entrevista oral, ese resumen condensado de una historia social individual, es también

susceptible de ser presentada de innumerables maneras en función del contexto en el

cual es relatada. Pero al igual que en el caso de una memoria colectiva, esas

variaciones de una historia de vida son limitadas. Tanto a nivel individual como a

nivel del grupo, todo sucede como si coherencia y continuidad fueran comúnmente

admitidas como las señales distintivas de una memoria creíble y de un sentido de

identidad asegurados.32

En todas las entrevistas sucesivas –en el caso de historias de vidas de larga duración-

en que la misma persona vuelve varias veces a un número restringido de

acontecimientos (sea por su propia iniciativa, sea provocada por el entrevistador), ese

fenómeno puede ser constatado hasta en la entonación. A despecho de variaciones

importantes, se encuentra un núcleo resistente, un hilo conductor, una especie de leit-

motiv en cada historia de vida. Esas características de todas las historias de vida

30 G. Botz, M. Pollak, “Survivre dans un camp de concentration”, Actes de la recherche en sciences sociales, 41,

1982, p. 3 sq. 31 R. Lautmann, Der Zwang sur Tugend, Frankfurt, Suhrkamp, 1984, p. 156 sq. 32 M. Pollak, “Encadrement et silence: le travail de la mémoire”, Pénélope, 12, 1985, p. 35.

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sugieren que estas últimas deben ser consideradas como instrumentos de

reconstrucción de la identidad, y no solamente como relatos factuales. Por definición

reconstrucción a posteriori, la historia de vida ordena acontecimientos que bautizaron

una existencia. Además, al contar nuestra vida, en general intentamos establecer

cierta coherencia por medio de lazos lógicos entre acontecimientos-clave (que

aparecen entonces de una forma cada vez más solidificada y estereotipada), y de una

continuidad, resultante de la ordenación cronológica. A través de ese trabajo de

reconstrucción de sí mismo el individuo tiende a definir su lugar social y sus

relaciones con los demás.

Se puede imaginar, para aquellos y aquellas cuya vida fue marcada por múltiples

rupturas y traumas, la dificultad planteada por ese trabajo de construcción de una

coherencia y de una continuidad de su propia historia. Así como las memorias

colectivas y el orden social que ellas contribuyen a constituir, la memoria individual

resulta de la gestión de un equilibrio precario, de un sinnúmero de contradicciones y

tensiones. Encontramos rasgos de esto en nuestra investigación sobre las mujeres

sobrevivientes del campo de concentración de Auschwitz-Birkenau, sobre todo entre

aquellas para las cuales la inexistencia de un compromiso político imposibilitó

conferir un sentido más general al sufrimiento individual. De este modo, las

dificultades y bloqueos que eventualmente surgieron a lo largo de una entrevista sólo

raramente resultaban de vacíos en la memoria o de olvidos, sino de una reflexión

sobre la utilidad misma de hablar y transmitir su pasado. En la ausencia de toda

posibilidad de hacerse comprender, el silencio sobre sí mismo –diferente del olvido-

puede incluso ser una condición necesaria (presumida o real) para el mantenimiento

de la comunicación con el medio ambiente, como en el caso de una sobreviviente

judía que eligió permanecer en Alemania.

Una entrevista realizada con una deportada residente en Berlín mostró que un pasado

que permanece mudo es muchas veces menos el producto del olvido que de un

trabajo de gestión de la memoria según las posibilidades de la comunicación. Durante

toda la entrevista, el significado de las palabras “alemana” y “judía” se alteró en

función de las situaciones que aparecían en el relato. Al utilizar estos términos, esa

mujer por momentos se integraba, por momentos se excluía del grupo y de las

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características por ellos designados. De la misma forma, el desarrollo de esa

entrevista reveló que ella había organizado toda su vida social no en torno a la

posibilidad de poder hablar de su experiencia en el campo, sino de una manera capaz

de proporcionarle un sentimiento de seguridad, o sea, de ser comprendida sin tener

que hablar sobre eso.33 Ese ejemplo sugiere que aun a nivel individual el trabajo de la

memoria es indisociable de la organización social de la vida. Para ciertas víctimas de

una forma límite de la clasificación social, aquella que quiso reducirlas a la condición

de “subhombres”, el silencio, además de acomodación al medio social, podría

representar también un rechazo a dejar que la experiencia del campo, una situación

límite de la experiencia humana, fuera integrada en una forma cualquiera de

“memoria encuadrada” que, por principio, no escapa al trabajo de definición de

fronteras sociales. Es como si ese sufrimiento extremo exigiera un anclaje en una

memoria muy general, la de la humanidad, una memoria que no dispone ni de

portavoz ni de personal de encuadramiento adecuado.

33 M. Pollak, “La gestion de l’indicible”, Actes de la recherche en sciences sociales, 62/63. 1986, p. 30 sq.