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Pabellon de Reposo - Camilo Jose Cela

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En el agosto de 1943, el diario ElEspañol publicaba las últimasentregas de Pabellón de Reposo,segunda novela de Camilo JoséCela nacida a la sombra de lasgrandes expectativas creadas porLa familia de Pascual Duarte, de unaño antes.

Concebida a partir de dosestancias del propio autor ensendos sanatoriosantituberculosos (en 1931 y 1942),Cela alumbró a partir de experienciapersonal esta obra, «el inmediatoproducto de una amarga yaleccionadora experiencia

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personal», según escribió, que sinembargo tiene más de ficción quede autobiografía.

En ella siete enfermos casiterminales ven pasar sus últimosdías en un pabellón que lesproporciona de todo menos reposo.Aislados físicamente del resto delmundo por su dolencia, otroaislamiento al que ellos mismos secondenan, el psíquico, los lleva adedicar sus horas para reflexionarsobre su gran miedo, la enfermedady la muerte, plenamente inmersos enlo que más temen, la soledad (queellos mismos, inconscientemente,

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acrecientan con su actitud).

Siendo la comunicación entre ellosprácticamente nula, plasman sustemores, esperanzas ypensamientos en diarios, cartas ymemorias por medio de laescritura, única válvula de escapepara sus atormentadas almas.

Trece voces narrativas

Con una estructura perfectamentesimétrica y circular, la obra se divideen dos partes de siete capítuloscada una, interrumpidas por un

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intermedio y a las que pone elbroche final un epílogo. Cada uno delos siete pacientes toma la palabraen dos capítulos, uno en cada parte,si bien el juego de narradores ymetaliterario, al más puro estilocervantino, es mucho más rico y esésta una obra donde se cuentanhasta trece vocesnarrativas(correspondientes la granmayoría a un yo protagonista).

Mediante la técnica deldesembrague, se van alternandosegún lo dispone C. J. C. o Mr.Cela (denominado así paraaumentar la posible confusión de

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quien lee, pero al que no debeconfundirse con el Camilo José Celaautor de la obra), compilador detodos los textos.

De las dos partes en las que sedivide, la primera de ellascorresponde al mes de julio y finalizaa inicios de noviembre, fecha delepílogo, si bien ésta es una noveladonde la acción es prácticamentenula y el tiempo cronológico estátotalmente constreñido. Ya sumismo título evoca un lugar en elque el tiempo se detiene y, enefecto, las referencias temporalesque permitan esquematizar el orden

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de los acontecimientos no abundan.El tiempo es solo importante entanto que no se detiene y su pasoimplacable supone la cuenta atrásvital de los protagonistas, másoptimistas en sus primeros escritosa principios del verano y pesimistasy resignados a su suerte pasadoéste.

Estructura cuidada en cadadetalle

Por medio de esta estructuracircular, en capítulos simétricos y

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aislados entre sí (como simétricas yaisladas están las habitaciones enlas que viven), se presenta de formainmejorable el pabellón y lo querepresenta para los enfermos: casiuna cárcel, es un sitio del que nose puede salir más que en unataúd. La asfixia física (por elencierro en este edificio y por laenfermedad de sus pulmones) ymental que estos sienten la plasmael autor mediante esta disposicióndel texto.

En este sentido, ningún detalle sedeja al azar y cada mínima decisiónestructural conlleva implicaciones

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semánticas. Paul Ilie, gran estudiosode Cela, cree que esta ordenaciónes el único modo de «dar forma auna masa de pensamientossubjetivos» de los enfermos, a losque de otra manera no se podríaesquematizar. No en vano, más queuna novela, este libro ha sidodefinido en más de una ocasióncomo poema en prosa.

Hay en ella una total equivalenciaentre la estructuración del texto,el estado mental de lospersonajes y también espaciofísico en el que se desarrolla, elpabellón, aislado del exterior

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(donde pasan las estaciones y lanaturaleza sigue su curso, encontraposición al sanatorio, dondedía tras día los enfermos estánacostados en sus chaise-longues) ydividido en dos mundos: el delpersonal sanitario (los vivos, al quelos convalecientes miran con envidia)y el de los enfermos (o no-muertos).

Estos pacientes ni siquiera tienennombre, sino que han adoptado elde la habitación en la que moran:no son ya personas individualizadas,su pasado nada importa y la únicacondición que los define es la deenfermos. Así, incluso entre ellos,

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se refieren unos a otros como el 52,la 37, el 14, la 40, el 11, la 103 y el2. Este mecanismo, máximo ejemplosanatorial de ladespersonalización, había sido yautilizado por Clarín en el cuento Eldúo de la tos.

Prohibida en los sanatoriosantituberculosos

Por todo lo dicho se puede ya verque, contrariamente a la visiónidealizada que la literatura habíadado hasta el momento de la

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tuberculosis, Pabellón de reposo sedesenmarca, de forma muyconsciente, del halo de romanticismoforjado alrededor de esta dolencia.«Los últimos instantes de lostuberculosos no son, en verdad, tanhermosos como han queridopresentárnoslos los poetasrománticos», escribe la señorita del14.

Esto le valió a Cela no pocascríticas y peticiones de no seguirpublicándola. Justo en los añosanteriores al descubrimiento de laestreptomicina (aislada en octubrede 1943), sin la esperanza que

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aportarían los antibióticos, la curasanatorial era la última esperanzapara intentar escapar a unaenfermedad que, prácticamente, erasinónimo de muerte.

Así pues, el libro llegó incluso aser prohibido en este tipo deinstituciones, temiendo los médicosque causase en sus pacientes elmismo desasosiego que sufren losprotagonistas. Consciente de ello, elpropio Cela incluye, en el capítuloseis de cada parte, dos cartas alcompilador de los textos en las queunos amigos (un enfermo y unmédico) le ruegan que cese la

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publicación de esta obra que, sibien presenta diversas influenciasque dan cuenta de la nutrida culturaliteraria del autor, es deudora, porencima de otras, de La montañamágica de Thomas Mann.

Pabellón de reposo se publicó porprimera vez en folletín en El Españolen 24 entregas, entre marzo yagosto de 1943. Traducida al inglésen 1961 y al italiano en 1992, sumanuscrito original se encuentra enIria Flavia, en la sede de laFundación Camilo José Cela y va yapor su 26ª edición aún siendo, segúnopina el estudioso Luis Blanco Vila,

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una obra a la que ni el propiopadre de la criatura le hizojusticia y que hoy, a la sombra deotros grandes éxitos del premioNobel de Padrón, ha caídoinjustamente en el olvido.

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Camilo José Cela

Pabellón dereposo

ePUB r1.0

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Editor 10.02.13

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Título original: Pabellón de reposoCamilo José Cela, 1943Retoque de portada: Zorindart

Editor digital: ZorindartePub base r1.0

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A mi amigo F.M.

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NOTA

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Ofrezco hoy a mis lectores un libro,para mí, difícil de clasificar. Quizá porsu misma intención, por lo que él haquerido ser y yo no he evitado.

Pabellón de reposo es un intento —no nuevo en las modernas letrasespañolas; ya don Miguel de Unamunose lo propuso— de desenmascaraciónde la circunstancia del tiempo que laconstriñe y del espacio que la atenaza.En él la acción es nula y la líneaargumental tan débil, tan sutil, que aveces se escapa de las manos.

Hasta qué punto un libro concebidocon esta preocupación técnica —oestética, como queráis— es una novela,

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es cosa que yo no sé. A caballo sobre laPreceptiva, no creo que faltaranargumentos para afirmar o negar lo quenos propusiéramos.

Decía Dostoievski —y esto mecausa cierto temor— que lapreocupación por la estética es laprimera señal de impotencia.

Es posible que sea verdad…

C. J. C.

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NOTA A LASEGUNDA EDICIÓN

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Esta segunda edición[1] —o tercera,si contamos, a la usanza francesa, laaparición del libro en las páginas delsemanario «El Español»; o cuarta, sino olvidamos la tirada de veinticincoejemplares para amigos que se hizoaprovechando el plomo del periódico—de Pabellón de reposo, sale a la públicay violenta luz de los escaparatescuando ya la anterior es no más que unrecuerdo casi remoto.

Novela escrita con unapreocupación estética, más queestilística, que por ahora no hecontinuado, por lo menos en el libro,sus páginas pienso que pueden ser

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sintomáticas e incluso clave paraquienes me honran siguiendo, concierta atención, mi labor.

Muy lejos —y muy cerca también,girando un poco sobre nosotros mismos— de mis últimas cosas, Pabellón der e pos o marca, a mi entender, uncompás de espera en mi obra narrativa,un remanso de paz, una sosegadalaguna, entre tanta y tanta páginaatormentada. Y no porque no hayatormento en el lento y desesperanzadoPabellón del que sus personajes nosalen sino por la negra puerta que losha de llevar al otro mundo, sino porqueese tormento es de signo diferente,

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cuando no contrapuesto, al quedespués ha venido preocupándome.

Y por diferentes, quizás, siento unaespecial devoción por estas páginasdulcemente amargas y sin consuelocomo la última flor viuda que late, másaromada que nunca, en el yermo erial.

Pabellón de reposo tanto pudieratener, puestos a hilar delgado, denovela como de poema en prosa. Supretendidamente mantenida angustia,sin más compás de espera que un breveintermedio, así nos forzaría aconsiderarlo.

En él he pretendido recoger unaexperiencia casi personal que marcó en

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mis días una señal indeleble yvenenosa. Como las drogas, el reposollega a ser un vicio del que no es nadafácil sustraerse una vez iniciados en él.Y como las drogas, el reposo estambién un mundo deleitoso y lento enel que la ansiada meta se confunde conel diluirse, como un brevísimo terrónde azúcar, en el mar inmenso de lamuerte, un mar que nos parece unamuerte que no duele y que se nospresenta vaporosa y puntual como unarecién casada en pecado.

En el trance de escribir estas líneasque encabecen esta nueva salida a lapalestra editorial de mi Pabellón de

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reposo, me asalta la duda, que ya entiempos me desasosegó, de si no seríamás caritativo para todos —y quizáspara mí el primero— correr un tupidovelo sobre la tinta y velar en elmisterio las desazones y lasmalaventuras de los hombres y de lasmujeres que sufren, casi con gozo, yque mueren, como pájaros atónitos, ensus varadas chaise-longues.

Después de pensarlo de nuevo —yel no creer lo que el prójimo dice es elúltimo derecho que asiste a losmortales— he decidido volver aesconder la cabeza debajo del ala ytirar, una vez más, para adelante. Me

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anima a ello tanto el hecho de que ellibro esté prohibido en los sanatoriosantituberculosos, como la idea de quelos tuberculosos gozan con su lectura.Pido perdón por disfrazar la ternura decrueldad y advierto paladinamente quesé bien que, a veces, las excepciones noson lo extraordinario sino lo habitual ytorpemente y aburridamente cotidiano.

C. J. C.Los Cerrillos, Sierra del Guadarrama,

septiembre de 1952.

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PRÓLOGOA LA 6ª EDICIÓN

La experiencia personal

en

Pabellón de reposo

(1962)

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Esta novela es el inmediato productode una amarga y aleccionadoraexperiencia personal; no me explicocómo algo tan evidente pudo dar pábuloal rumor, actitud que requiere, al menos,de un cierto velo de misterio cayendosobre las cosas. En la gestación de estelibro mío no hubo misterio alguno y asílo declaré, paladinamente y sin ambagesni circunloquios, en la «Nota a lasegunda edición». No es mía la culpa deque la gente hable y hable sin conocerde lo que habla. Decía Ortega,refiriéndose a la postura del españolante sus escritores, que los queescribimos somos mucho más conocidos

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—mal conocidos, podría añadir yo aquí— que leídos, y más leídos queentendidos y estimados. En España sueleinteresar más la anécdota del escritor,cierta o falsa, que su obra literaria, y, eneste rumbo, todos nuestros esfuerzos porser escuchados en lo que queremos decirresultan tan vanos como rendidores. Elescritor, en España, es admitido nocomo tal escritor —y precisamente porlo que escriba— sino a título pintorescoy decorativo; de esta situación tiene nopoca culpa el propio escritor que, conharta frecuencia y enseñando la orejadel gozquecillo mendigo, se presta aljuego a cambio de lo que caiga. El día

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que el escritor español se dé cuenta decuál debe ser su función social y cuálessus deberes y sus derechos, susdignidades y sus inabdicablesdesprecios, es posible que las tornasviren y pueda recoger el fruto de susabiduría o, al menos, la flor de suheroísmo; y no se me hable de lasexcepciones de todos conocidas ya queni una mosca, ni diez, hacen verano.Mientras aquello acontece, no quedamás remedio que tener paciencia ybarajar; en todo caso, siempre resultasaludable el recuerdo de Horacio: lapaciencia hace más llevadero lo que notiene remedio.

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Sin embargo, no es culpa de losescritores —o, al menos, tan sólo de losescritores— el que las cosas sucedancomo es costumbre que vengansucediendo (aunque los escritores, confrecuencia, no estén a la altura de lascircunstancias) ya que para que esascosas pudieran suceder al revés —¡ycon qué resignada ingenuidad, con quétesón!— los escritores que procuranlastrar el oficio de un sedimento moral,que tampoco faltan, no escatimanabsolutamente nada.

Pero en España no basta con que losescritores digamos las cosas una vezporque lo que decimos, por lo común,

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suele interesar muy poco y pronto esolvidado. A lo mejor tiene razón Gidecuando afirma que todo está dicho pero,como nadie escucha, siempre esnecesario empezar de nuevocontinuamente.

Esta novela mía tiene mucho —y aúnmás que mucho— de experiencia propiay no poco de anécdota (quizás fueramejor decir: situación) imaginada. Lavieja norma de partir de la realidad parallegar a la literatura —ese reflejoartístico de la realidad— la he seguidoaquí puntualmente. Yo estuve dos vecesen un sanatorio antituberculoso: laprimera en el Real Sanatorio de

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Guadarrama, que dirigía el Dr.Partearroyo, en el 1931, teniendo quinceaños, y la segunda en el NuevoSanatorio de Hoyo de Manzanares, quedirigía el Dr. Valdés Lambea, el 1942,teniendo veintiséis años. Entonces noexistían las modernas drogas milagrosasque hoy hay, pero se conoce queaquellas estancias debieron hacermebastante bien ya que, a pesar de ello, enel 1946 emprendí mi prime caminata, lade la Alcarria, que no sólo no me dejóen la cuneta sino que me sentó como unbaño de agua de rosas.

El pabellón de reposo donde centrola acción de mi novela no es ninguno de

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los dos sanatorios en los que estuve ytambién, en cierto sentido, tiene no pocode ambos. Los tipos están literaturizados—esto es: aguados— porque me parecióexcesivo llevar a la página escrita laruindad, la vileza y la violencia de lasque mis atónitos ojos de entonces fuerontestigo. No me arrepiento de haber sidoclemente porque pienso que la vida, allado de la abyección, siempre sabe darcabida a la misericordia.

El texto de Pabellón de reposo lofui escribiendo a medida que se ibanecesitando en el semanario El Español,en cuyas páginas lo publiqué en folletón.Lo comencé en Madrid, a fines de

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febrero de 1943, y lo rematé en LasNavas, a mediados de julio del mismoaño. No es una novela difícil ni detécnica complicada y me fue posible irlasacando adelante semana a semana y sinmayores agobios. En Las Navas vivía enla fonda La Florida, cuya dueña, laseñora Magdalena, era una mujerucapulcra y bien dispuesta que me cuidabacon cariño y me daba de comeropíparamente, a pesar de que, parahacerle una demostración de misjuveniles facultades, le hipnotizabagallinas que después —¡quién sabe sidel susto!— no volvían a poner huevosen una larga temporada; de la señora

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Magdalena guardo un amable yagradecido recuerdo. Su hijo, Félix (elladecía el Féliz), se hizo muy amigo mío yjuntos solíamos dedicarnos al noble yemocionante deporte de perseguir gatospor los tejados, que después echábamosen un saco para soltárselos en suhabitación a Víctor Ruiz Iriarte, quehabía ido a hacerme una visita. Por quéme dio la idea de inundarle la alcoba degatos a mi amigo, es cosa que aún no sé.

Esta mi novela —siguiendo la normaque me tracé al preparar la presenteedición— no está, en su vestidura dehoy, en absoluto cambiada, ni aunarreglada, sino tan sólo expurgada de las

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inevitables impurezas con las que eltiempo se entretuvo en mancharla. Porfortuna, mis páginas han perdidoactualidad —o, al menos, dramatismo—y como consecuencia, acritud, y lasiniestra y chirriante carretilla ya no seemplea para transportar, entre las dosluces del crepúsculo, su dulce carga deadolescentes muertos, su áspero flete dehombres y de mujeres muertos con elmas saltándoles, en su disparatadacabriola, por los recovecos, llenos dehollín, de los pulmones.

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Aquí tengo el almaatravesada en la garganta,como una nuez de ballesta.

Cervantes

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Decía un amigo mío,Claudius vanVlardingenhohen, verdugode Batavia, que había queintentar todos loscaminos, asomarse atodos los mares, llamar atodas la puertas. ¿Quécamino —decía— noslleva a la felicidad? ¿Porqué mar nadará el tiburónque menos nos harásufrir? ¿Detrás de quépuerta se estará peinandola mujer que nos mirarásonriente?

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Mi amigo era unhombre de una seriedadtremenda; cuandohablaba parecía que seiba a tragar los labios y elbigote. Había estadoordenado de diáconoprotestante, pero lasvicisitudes de la vida…

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PRIMERA PARTE

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CAPÍTULO PRIMERO

Cuando el ganado se va, escapandode la sequía que ya empieza a agostarlos campos y a hacer duros lospastizales, y se lleva lejos, por lamontaña arriba, la leche y la carne, en elpabellón de reposo los enfermos siguenechados en sus chaise-longues, mirandopara el cielo, tapados con sus mantas, delas que en este tiempo ya empiezan asacar los brazos, pensando en su

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enfermedad.Son los primeros días de julio y ya

las cigarras comienzan a cantar entre loscardos; si entornamos los ojos un poco,nos figuramos que son los mismoscardos los que cantan, frotando unascontra otras sus ásperas florecitas azulesy amarillas.

Hay árboles que nacen —¡por elinvierno no se da uno cuenta de nada!—de una manera inverosímil, encima deuna piedra, y en sus raíces, como quedanal aire, anidan las hormigas de cabezaroja, que no son simpáticas, como lasotras, las que son todas negras,bullidoras y brillantes; también allí se

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guarecen las arañas de largas y delgadaspatas, esas arañas zancudas que uno seestremece sólo de pensar que pudierancorrernos por la espalda y que, sinembargo, según dicen, son dulces ycariñosas y bajan por las noches a laalmohada, buscando el calor de nuestrasorejas.

El pájaro negro del tejado levanta elvuelo, y debajo de las tejas quedan lascrías armando un alboroto horrible.¿Qué pájaro será? Yo no lo sé; el otrodía estuvimos hablando de él en lagalería; unos decían que era un cuervo;otros, que era un estornino; otros, queuna urraca. La señorita del 37 decía que

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seguramente sería un mirlo y añadía,soñadora, que si estuviese allí su noviose lo cogería vivo para que ella leenseñase a silbar.

—No —le dije yo—; estoy seguroque no es un mirlo, jovencita. Los mirlosson agradables y meditativos.

—Sí; agradables y meditativos,como los mendigos que tocan el violín.¿No es cierto?

La muchacha se quedó pensativa. Ensus ojos azules, que se quedaronmirando el horizonte, había una tristezainaudita.

—Oiga —me preguntó—, ¿y losviolinistas pobres?…

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No acabó su pregunta. ¿Qué querríahaberme dicho?

Las golondrinas pasan raudas entrelos hilos del telégrafo, sin miedo atropezar, y cuando ya va siendo denoche, los murciélagos, que se hanpasado el día en la bodega, colgadoscomo si fueran chorizos, dibujan veloceslíneas quebradas en el aire, detrás de losmosquitos y de las hormigas de alas.

Sí; es el mes de julio que llega,trayéndonos hasta aquí arriba su poquitode calor. Uno quisiera estar bueno ysano, como el cocinero, y pasear a lanoche por los caminos, del brazo de lascriadas. Las criadas son alegres, y en las

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noches de luna les gusta cantar losviejos aires cadenciosos de su país; elcocinero las oye, complacido como ungallo, y les dice frases picantes, que yooigo, un poco a lo lejos, desde mi cama.¡Bien sabe Dios que yo me cambiabaahora mismo por el cocinero! Le dabatodo: mi título universitario, mis treintay dos años, la casa que me dejaron mispadres en la costa, con su emparradaque llega hasta la misma orilla, mislibros, mis amigos…

Él me daría su alto gorro blanco, susfuertes brazos, su cuchillo de trinchar, suvoz, que resuena como el viento cuandollama a las criadas; su reuma… ¡Bah, el

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reuma no es enfermedad! Le duele a unoun codo o una pierna de vez encuando… El dolor bien se aguanta.

* * *

Dos meses pronto pasan, bien escierto, y después de dos meses, cuandoya se acerque de nuevo el invierno, consus nieves y con sus ventiscas, nosvolveremos a los paisajes conocidos;otra vez a las afueras de la capital, consus latas oxidadas y sus viejosperiódicos, sus misteriosas parejas deenamorados y sus desvencijados ychirriantes tranvías. ¡Qué bien!

Ahora me acuerdo de aquellas viejas

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latas oxidadas, de aquellas latas quetuvieron dentro sardinas en aceite, obonito en escabeche, o quién sabe sihasta perdiz estofada, o espárragos, ocualquier otro manjar delicado. ¡Cómome gustaban a mí los espárragos enconserva! Cuando tenía dinerocompraba una lata, me encerraba en mihabitación, y zas, zas, zas, me losengullía enteros, como si fuera unavestruz.

Ahora ya no sé si me gustarán. Hoy,cuando pasen el menú, voy a decir quequiero espárragos, que me los den a lacomida y a la cena. Bien me doy cuenta;espárragos es lo que yo debo pedir para

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que se me abra el apetito. ¿Cómo no seme habría ocurrido antes?

También me acuerdo de los viejosperiódicos. ¡Qué gusto poder iracordándonos de todo! No me quisieramorir sin ir de nuevo a todos los sitiospor donde pasé alguna vez, y poderlesdecir:

—Adiós, viejo rincón, queridogallinero; adiós, oscura piedra delacantilado donde bate el mar; adiós,sucio papel que vas volando, macizo delas dalias, caseta del guarda; adiós,jugosa y verde yedra del cementerio;adiós, cariñosa pareja de novios,gruesas criadas de mi casa, a quienes mi

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pobre madre os despidió por suciascualquier tarde, y yo ya no os volví —y¡ah! ya no os volveré— a ver jamás. Yoos amo a todos; yo me voy a morir, perosoy feliz porque os veo y os hablo otravez, porque os puedo tocar otra vez.Desde el Cielo os estaré siempremirando, y cuando Dios me preguntecualquier día:

—Hijo mío, ¿en qué quieres que teconvierta? Yo le responderé sin pararmea pensarlo: —En aquella pareja deenamorados que camina cogida de lamano, Padre mío, o enlazada por lacintura; o si Vos queréis, en esacentenaria pared, toda cubierta de

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musgo, o en aquel seto de mirto, que estan hermoso, o en aquel otro periódicoque el viento lleva como una paloma deun lado para otro. En cualquiera de esascosas, Señor, que Vos habéis creadopara que siempre vivan, para que losque marchamos por la vida comocaminantes sin rumbo en ellasaprendamos su serena lección.

No; nunca me olvidaré de vosotros,mis viejos y queridos amigos; siempreos tendré presentes en mi memoria. ¿Porqué no le pedís a Dios que me concedauna memoria tan amplia y tan lisa comouna bahía, para poderos ver a todos altiempo?

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Los viejos diarios olvidados… ¡Québellos y qué nobles son los viejosdiarios olvidados! Si ahora melevantase y revolviese en los bolsillosde mi chaqueta gris, encontraría aquellapágina a la que tanto quiero, a pesar deestar la pobre tan ajada. El viento laenredaba en mis pies, toda extendida; yola sacudía con violencia y le dabapatadas para que se marchara; pero ella,buscándome, se me pegaba como unperro a quien se da de comer. La cogídel suelo y vi que era de fecha muyatrasada; de hacía ya cerca de cuatroaños. En una esquina, pequeñita y con surecuadro negro, aparecía la esquela de

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aquella joven, tímida, novia mía, que semarchó una mañana dulcemente,dejándome un abismo de negrura en elcorazón. Ya casi la tenía olvidada.¡Cómo somos los hombres!

Se gastó sus ahorros para morirse.Como no era rica, murió en el Pabellóndel Norte.

¿Verdad, Dios mío, que la tienescontigo en la Gloria? Ella era buena,muy buena…, y se murió. Su alma noestaba tuberculosa; su alma estaba sana,muy sana, tan sana como una manzana.¡Pobre muchacha!

Hay recuerdos, bien es cierto, quenos acompañan toda la vida; unos son

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amargos, como las picaduras de laviruela o como las ciruelas agraces;pero otros son dulces, muy dulces, comoaquella primera sonrisa que nos dedicóhace años nuestra vecina del patio y quedespués no olvidamos jamás.

Las parejas de enamoradosdeambulan por los desmontes enlazadasdel talle, recitando pensativas poesías;como son pobres, tienen que esperar aque se haga de noche para besarse.Cuando yo llegaba a mi casa, a la horade cenar, los veía sentados al borde dela carretera, tímidos como ladrones,abrazándose en los descuidos de loscaminantes. ¡Cómo los envidiaba yo

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aquellas tibias noches de abril, cuandobajaba las persianas de mi balcón,cuando me disponía a quedarme hastalas dos o hasta las tres de la madrugada,sentado a la mesa de escribir, sobre losáridos textos de la carrera!

Su recuerdo me distraía la atención yyo me forjaba en la mente fantásticas ydivertidas escenas con aquellasfabulosas figuras que a pocos metros demí, tan sólo separadas por un tabique,unos pasos en el jardín y una verja demadera, se decían: «Te quiero, tequiero, vida mía», como los personajesdel teatro clásico.

Yo guardaría en una cajita de cristal

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esas tenues esferitas de sudor que lesaparece por el bozo a las criadasenamoradas cuando se ruborizan ydicen, todas coloradas como la grana,aquellos dulces «Oh, no; no, por favor;déjeme, señorito; se lo ruego», quejamás les hemos creído. Las guardaríaen una cajita de cristal y las colocaríatodas en fila en una blanca vitrina;cuando viniesen a visitarme los amigosles diría:

—Vean ustedes mi curiosa colecciónde gotitas de sudor. ¿No es cierto queparecen perlas? No es éste el sudor dela maldición divina, amigos míos; elsudor de tu frente con el que ganarás el

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pan, no; éste es el otro sudor, el quepudiera confundirse con la lágrima,aquel que no aparece más que por elsuave bozo que va a ser besado…

Y mis amigos, admirados,contendrían la respiración y exclamaríanabsortos:

—Son bellas, en realidad, estasgotitas de sudor que parecen perlas…¡Curiosa colección, amigo mío!

Pero uno vuelve, a lo mejor derepente, como sin darse cuenta, a larealidad y piensa:

¡Ah! ¿Cuándo será que yo vaya denuevo a correr la cortina de mi cuarto detrabajo, aquella cortina de recio

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terciopelo azul oscuro, a cuyo amparotan bien estaba, y fuera de la cualquedaba aquel mundo misterioso yentrañable de fábula y de poesía?

Debo sobreponerme a la nostalgia.

* * *

¡Cómo me gustaría cambiarme por elcocinero! Si él quisiera, ahorraríaademás algún dinero para dárselo. Lediría:

—Tome usted, se lo doy; lléveselo,es suyo.

Y yo me marcharía con su reuma ycon su vientre a cuestas, caminando sinparar, en busca de trabajo. Diría a las

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amas de las granjas y de los caseríos:—Señora, ¿quiere usted que le

construya una zanja? ¿Quiere que levacíe el pozo negro? ¿Quiere que lepode ese manzano que tiene usted tanabandonado? ¿Quiere que le guise unsabroso plato de vaca con patatas y conchampiñón? Para todo sirvo, señora; milema es hacer el bien por donde paso ydejar un grato recuerdo en mis amigos.Amo al campo y a la libertad, y si meveis dormir, cualquier anochecido,medio desnudo, en un húmedo pajar, noos compadezcáis de mí. Pensad:«Seguramente este hombre tiene laconciencia tranquila; no hay más que

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verlo dormir», y estaréis en lo cierto.Pero las amas de las granjas y de los

caseríos son suspicaces y desconfiadasy correrían a recoger sus gallinas y arondar el granero, como vigilándolo. Yono las quisiera enjuiciar mal.

Verdaderamente, Dios me castigaríasi yo intentara este cambio con el pobrecocinero. Él tiene su mundo, en el que seencuentra como el pez en el agua, y yotengo el mío, en el que, por poco que lascosas se enderecen, tampoco se hallauno demasiado mal. Si todos fuésemosiguales, ¿para qué servirían lasenfermedades y la salud?

Pero no, no pensemos en vanos

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proyectos irrealizables. Pensemos enestos cortos dos meses que nos esperany seamos sensatos. Pronto volveremosotra vez a la vida activa, al bufete, a laRedacción, a la tertulia con los amigos,y olvidaremos en seguida todo lopasado. Sí, dos meses se vanrápidamente, día tras día, y aunque aveces parezca como que tardan no hayque desesperar; dos meses solamente,dos meses, como dos libros, dos sillas,dos naranjas, como nos decían en laclase de Aritmética.

Ayer, la señorita del 37 tuvo dosesputos rojos.

Cada cual tiene sobre las cosas sus

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especiales puntos de vista; pero, bienmirado, casi no merece la penapreocuparse de esos pequeñosproblemas. Al pabellón de reposovenimos los que en realidad no tenemosnada, los que llegamos huyendo delcalor de la ciudad, los que lo único quenecesitamos es reponernos un poco, escoger unos kilos que nos permitan hacerfrente a cualquier eventualidad. Bien séyo que a la gente le cuesta creer esto, y,sin embargo…

Hay personas, faltas de salud porregla general, a las que un vaso de aguaque beban les sirve para hinchar. Tienegracia: parecen viejos odres llenos de

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cualquier sustancia blanda y mantecosa.De un hombre gordo, ¿qué se puedeesperar, Dios mío?

Los gordos no pueden correr;necesitan andar a paso de buey, como siuna honda pena los consumiese. Sugordura excesiva no es en modo algunonatural; a veces da risa. No es como lanuestra, que va progresandopaulatinamente, como dice el médico,apoyándose en la coyuntura favorableque nuestro restablecimiento le ofrece.Hoy pesamos 61,200 kilogramos;mañana o pasado, 61,300; dentro de unasemana, 61,600.

Ya sabemos todos lo que son los

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amigos. Cuando regresemos nossaludarán un poco comidos por laenvidia. Nos dirán:

—¡Caramba, chico, qué repuestoestás!

Y uno responderá sacando el pecho,como un deportista:

—¡Psch! El campo…Lo del pobre muchacho del 14 no se

puede prodigar; el hombre estabacompletamente intoxicado. Se reía, consu triste sonrisa forzada y aburrida,cuando íbamos a verlo. No hablemos deeso.

Me gustaría ser escritor, componerun bello libro, como esos a que son tan

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aficionados los extranjeros, para poderdecir: «¡Cuidad vuestra salud! ¡Atendeda vuestra sana conservación, base de lafelicidad de las venideras generaciones!¡La Patria os exige ese pequeñoesfuerzo! ¡La Humanidad os lopremiará!»; pero, desgraciadamente, noposeo ese precioso don de la palabraescrita; es bello, realmente, pero…

—¡Bah!Cuando la doncella pasa, con sus

menudos y coquetones pasitos, cerca denosotros, todas las cabezas se vuelvencomo si obedecieran una orden. Ya essabido; ella se aleja hacia el fondo de lagalería, con las fundas de almohada o

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las toallas recién planchadas, aun casicon su poquito de calor, y nosotros,inmóviles, la seguimos con laimaginación cuando se pierde de vista.Pensamos: ahora estará colocando laropa sobre la mesa; ahora la clasificarásegún el número, para hacer ladistribución; ahora ordenará lospequeños montoncitos de cada galería;ahora quién sabe si se quedará uninstante pensativa, si la sonrisa leaparecerá en los labios, si la luz de susojos adquirirá nuevos brillos…

La doncella anda bien, a toda prisa,elegantemente. Parece una gacela, unagrácil gacela. Da sus carreritas para

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arriba y para abajo, siempre incansable,siempre con su sonrisa saltándole por lacara; pero en cuanto cualquieraexpectora rojo, se para en seco. Seacuerda: la chaise, el oro, la cal, lashoras eternas, lentas, tremendas, delpabellón… Se estremece, vuelve denuevo a sonreír, y se aleja, rauda, porlas escaleras abajo. Guapa chica.

La señorita del 37 sigue teniendo suspequeños tropiezos. ¡Pobre 37, con lomona que es! Llora por las noches,cuando divisa a lo lejos las luces de lacapital. ¡Es una romántica! Cuando semete en la cama, después de cenar, cogeentre las manos la fotografía del novio

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—un novio que sonríe, apoyado,indiferente al peligro, en la barandillade un furioso rompeolas— y la aprietacontra su pecho hasta que el llanto lainvade, un llanto convulsivo que acabarácon ella.

Ella siempre me cuenta, casimisteriosamente, sus tristes cuitas. Medice, por ejemplo:

—Ayer, ¿no sabe usted?, tuve tresesputos rojos grandes y cinco pequeños.¿No cree usted que, seguramente, seránde la garganta?

Y se queda pensativa, haciendoinauditos equilibrios para creerse, ellatambién, que aquella sangre salió,

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efectivamente, de la garganta.Cuando me cuenta los vaivenes, las

intermitencias, de su salud, suele estartriste, a veces muy triste, pero no llora.El llanto, ya es sabido, es para lasnoches, y por el día, a pesar de su pena,sonríe siempre con su graciosa y tristesonrisa de florecilla silvestre.

Lo que más teme es la soledad.Quedarse a solas la desazona, porque lesaltan a la memoria, una a una, todas lasmuchachas que ya murieron, solterascomo ella, en el pabellón. La vida estriste, profundamente triste, y lahumanidad, cruel. ¡Ah, las mujerescasadas pronto olvidan sus ilusiones de

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solteras, sus doradas ilusiones desolteras, cuando soñaban con los sueñosmejores, con los sueños que nunca,nunca jamás, se cumplen!

Es de noche, y el ruiseñor del tilodel jardín canta su dulce melodía. ¡Oh,las tibias noches del verano, cómo leablandan a uno el espíritu!

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CAPÍTULO II

Sábado 12

Yo le dije:—Quisiera leer algo de los clásicos.

¿Podría usted prestármelo?Estábamos solos y teníamos las

manos enlazadas. Él, en su máximoorgullo, su excesivo pudor, me habíadicho ya alguna vez:

—Prefiero no tener testigos;démosle la vuelta a la fotografía.

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Y la fotografía de mi pobre amigo, aquien tanto quiero, de mi pobre y lejanonovio; la fotografía, con su fondo de marembravecido, quedaba, a lo mejor, horasy horas, de cara a la pared.

Sus manos eran largas y elegantes, yal accionar parecían gráciles avutardasa punto de posarse sobre el suelo.

Él me dijo:—De los clásicos podría

prestaros…Y se abalanzó sobre mí y me besó.

Yo, ciertamente, hice poca resistencia.

Domingo 13

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Mi amigo el 52 dice que soy unaromántica y una soñadora. No lo sé.Quien sí me parece soñador y románticoes él, con su sensible corazón. Hoy noha venido a visitarme; quizá tema que lereproche su actitud de ayer. Jamás loharía. Ayer se olvidó —ya se vaolvidando con cierta frecuencia,afortunadamente— de los fríos hábitosde la Universidad. Él tiene un corazónde oro, ahogado por todo ese caparazónde cultura que se obstinan en colgarlecomo lastre a los que hubieran podidonacer para poetas. Me gustaría leer esascuartillas que escribe con tanto afán yque no quiere enseñarme.

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Lunes 14

El calor es grande y en la galería nose puede reposar. El aire no se mueve yhasta las moscas parecen estar comoaletargadas. Mal tiempo éste para lascongestiones.

Las cosas, en realidad, son siempremás fáciles de como nos las figuramos.Yo he pensado mucho sobre esto. Esmás fácil vivir, o ponerse enfermo, ocurarse, o hasta morir. Cuando muerecualquiera nos dan ganas de pensar:

—¡Ah, si hubiera resistido un poco,si se hubiera negado! ¡Si hubiera dicho:no, no, todavía no!…

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Hoy tuve dos veces algo de sangre;quizá sea de la garganta, quizá de lanariz. Con esto del calor, ¡secongestiona una de tal manera!

Cuando tengo algún esputo rojo, yaes sabido: suben las décimas, suben laspulsaciones, suben las respiraciones,sube la velocidad de sedimentación…Lo único que baja y baja sin parar es elpeso, que no hay quien lo detenga. Estoypreocupada, profundamente preocupada.Quizá sea lo mejor seguir el consejo delmédico: una Monaldi, preparatoria deuna pequeña plastia de cinco o seiscostillas. ¡Es horrible, horrible, no tenera nadie a quien preguntar, no tener a

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nadie a quien decir: ¿qué hago?, ¿meopero?, ¿no me opero?; no tener a nadiea quien pedir un poco de cariño, un pocodel mucho cariño que necesito! ¡Ay,Dios mío, Dios mío! Soy la mujermaldita, la señalada; soy la mujer aquien nadie puede besar en la boca,porque un mal terrible y pegadizo lecome las entrañas.

52, amigo mío, hoy más que nunca…

Martes 15

Estoy decaída, profundamentedecaída; no tengo fuerzas para nada. El

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pobre 52 es un santo. Habla con unatristeza sin límites y sus ojos castañosbrillan como empañados por laslágrimas.

Hoy prefiero dormir al arrullo de lascigarras que viven entre los cardos, delos grillos que sólo asoman mediocuerpo fuera del agujero, del pájaro quepasa, todo salud y alegría, casi rozandoel tejado.

Miércoles 16

He tomado tres gotas y he dormidocon un sueño pesado, con uno de esos

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sueños que no descansan, durante largashoras. Me desperté tarde, cuando metrajeron el desayuno; lo tomé bebido yseguí echada en la cama, semidormida.A las doce me desperté de nuevo; el solestaba muy alto y entraba en mihabitación haciendo dibujos en el techoy en las paredes. He estado un ratoleyendo el libro de poesías que meprestó el 52; son unas poesías tristes, deamores no correspondidos y hermososproyectos que el tiempo enfría y despuésecha por tierra. He cerrado el libro y heestado hojeando mi álbum defotografías. La tristeza me pesa comouna losa y yo no encuentro

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entretenimiento que la disipe. Voy arezar; voy a pedir a Dios que me dé unasgotas de alegría, que ahuyente misnegros pensamientos.

Jueves 17

Ayer por la tarde me llamó mi amigoel 52 por teléfono. Me dijo que queríaverme, que se había enterado de quehabía tenido esputos rojos. Estesanatorio es como un patio de vecindad;las noticias corren veloces de boca enboca y crecen como esos incendios quenadie puede parar: pavorosamente.

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Me da tristeza pensar que puedainspirar compasión.

Ayer trajeron una nueva compañeraal pabellón. La metieron en el 40; yaserá el 40 para siempre. Es joven aún,pero tiene la cara como cansada. Esguapa, se pinta y tiene una tos terrible.¡Pobre!

Viernes 18

Mi amigo ha estado muy cariñosoconmigo. Ha entrado muy sonriente, seha sentado a los pies de mi cama y meha contado divertidas anécdotas de

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pescadores, de las que tiene un ampliorepertorio. Yo he reído con sus bromasy he sentido cómo mi espíritudescansaba.

Estuvo conmigo, por lo menos, horay media. Lo he podido contemplar aplacer; es realmente hermoso, aunquequizás esté algo desnutrido. Es el tipodel Norte, el tipo alto y como soñadordel Norte.

Cuando acabó de contarme sushistorias del mar, cuando empezamos aconversar, nuestras palabras salíancomo temerosas, como azoradas.

—Mi joven amiga: estoy perplejoante mi actitud del otro día. Confío en

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que habréis sabido perdonarme.—Pues confiáis en vano, amigo mío;

vuestros clásicos…Él se rió, a grandes y jubilosas

carcajadas, y volvió el retrato de minovio de cara a la pared.

También la felicidad es más fácil deconseguir de lo que parece; sólo que, aveces, el poseerla nos entristece; nosadvierte:

—¡Qué feliz eres; aprovecha elinstante! Y una, preocupada por eseinstante, desaprovecha esa felicidad quese va también mucho más fácilmente delo que nos creyéramos cuando lateníamos al alcance de la mano.

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Sábado 19

He vuelto a bajar de peso; esto nohay quien lo detenga. Debo estarhorriblemente fea, tan delgada.

Me he hecho amiga de la señoritadel 40, de la que vino el otro día. En lagalería aparecieron las dos chaises,juntas.

—Usted me perdonará —me dijo—;pero busco compañía. ¡Estuve tan tristeayer, todo el día sola!

Después le dio un golpe de tostremendo. La pobre se ahogaba. Sequedó semiincorporada, respirandojadeante.

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—Este aire tan puro pronto lequitará a usted la tos, ya verá.

Ella se sonrió.—Sí, en eso confío. Si no, me

hubiera quedado en la ciudad; hubieratenido menos tiempo para acordarme deque estoy tuberculosa. La tos se quitacon codeína… Pero yo confío ensalvarme… En poder volver de nuevo ala vida de la ciudad, ¿a usted no le gustala vida de la ciudad?, en poder bailarotra vez, y otra vez volver a fumarcigarrillos, a beber en el bar con losamigos… ¿Quieres que nos tuteemos?

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Domingo 20

Ayer ha muerto el pobre muchachodel 14. Mala cosa; neumo bilateral, confuerte exudado purulento; una siembraextensa en todo el pulmón derecho; unode los muchos casos de freni fracasada;desviación del mediastino. No tuvosuerte. Quizás una plastia a tiempo lehubiera ahorrado mucho sufrimiento.Quizás le hubiera matado. Tambiénhabría dejado de sufrir.

Era joven, muy joven, quizás nopasase de los dieciocho años, ycomponía unas sentimentales poesías,que me enviaba para que las conociese.

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Escribía en versos de once sílabas.Tenía los ojos hermosamente tristes

y azules.¡Pobre muchacho!¡Qué gusto pensar que es cierto que

la Gloria existe, que es un aéreo parajedonde los desgraciados poetastuberculosos encuentran la receta exactade la poesía, la palabra que pega contodas las palabras, la fácil idea poéticaque todo lo expresa! En esa Gloriaestará ahora el 14, que ha dejado ya desufrir, recitando aquellos versos suyosque me dedicó y que empezabanhablando del color de mi pelo y de lapalidez de mis mejillas.

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No puedo, sin embargo, apartar demí la idea de su cadáver, encerrado enesa funda enternecedora del ataúd.Cuando vine, ahora hace ya año ymedio, estaba la puerta de la bodegaabierta, bien me acuerdo. Al pasar seveían los ataúdes amontonadoscuidadosamente, puestos en fila,esperando su trágico turno. Los habíaaún sin pintar, aún con la fresca maderade pino al aire; eran los que todavía noestaban preparados, los que tenían aúnun respiro —¡quién sabe si largo!— pordelante.

El recuerdo del 14 metido en unacaja pintada de negro, con metro y

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medio o dos metros de tierra encima, mesobrecoge.

A los muertos no se les debieraenterrar: es cruel. Se les debiera dejaren los húmedos y verdes prados, a laorilla de los alegres riachuelos,recubiertos con un tul o con una gasapara que las mariposas no lesmolestasen. Sería, sin duda, máshumano.

Lunes 21

El 52 está profundamente afectadocon la muerte del 14; no quiere ni oír

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hablar de eso.El pobre 14 murió con la sonrisa en

los labios.—Me encuentro mejor —había

dicho unas horas antes—, mucho mejor.Y se había quedado triste, hojeando

sus cuartillas llenas de versos, mirandopara la «foto» de aquella muchacha quetenía sobre su mesa de noche, de aquellamuchacha que siempre le había dichoque no, y que siempre, sin embargo,había tenido un altar en aquel corazón.

—Ya poco me queda —habíaañadido—. ¡Bien conozco yo lo que estebienestar significa!

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Martes 22

A veces las mujeres nos damos pocacuenta del mucho mal que hacemosnegando nuestro cariño a los tristes y alos abatidos.

Un novio alegre, sí, pero un novioalegre si no hay un pretendiente triste aquien tengamos que levantar el ánimo.Es curioso que yo, que —¡ay!— meencuentro tan hundida, tenga todavía, decuando en cuando, arrestos parasentirme inclinada a levantar a losdemás. Demos gracias a Dios.

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Miércoles 23

Volvió de nuevo el 52, pálido,demudado.

—Señorita —me dijo—, nos unenmuchas horas de conversación; laconversación, ¿ha observado lo muchoque une, a veces, la conversación? Nosunen muchas horas de conversación,ciertamente. ¿Le molesta que vuelva eseretrato de cara a la pared? Ya sabía yoque no; gracias, muchas gracias.Abandone su mano, permítame que se laacaricie. Es usted muy buena; sus ojosdenotan bondad a todas luces; el colorde su pelo es el mismo color de pelo de

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todas las jóvenes buenas; sus mejillas…¡Ah, sus mejillas! Quizás usted seextrañe… Su mano es blanca y suave; mimadre también tenía las manos blancas ysuaves.

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CAPÍTULO III

Mal arreglo le veo a esto mío, muymalo.

Me alegro, sin embargo, de habervenido al Sanatorio. Esto está limpio yordenado, el aire es puro y agradable, elsilencio es profundo… Sí, no hay dudaque estoy mejor que en la ciudad. Hastame parece, ahora, que desde aquí soymejor, que quiero más a mi padre, quetemo menos la idea de la muerte. Soy

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joven, es cierto, muy joven incluso; pero¿es mala edad la juventud para lamuerte? Se muere mejor de joven,cuando uno está enfermo, pero nogastado, cuando la vida aún no tuvoocasión de gobernarnos, sino que hemossido nosotros los que, todavía, ni uninstante siquiera hemos dejado de hacernuestra voluntad. La lucha es dura, muydura, dura y tirana, y sé que en la luchavoy a sucumbir; pero soy feliz, porqueese pensamiento quita empuje a mi viday me permite ir viendo poco a poco,entre risueño y entristecido, aquellatierna infancia mía que tan dichoso mehizo cuando aún mi mente gozaba con

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aquellos fantásticos y espléndidosproyectos que me apasionaban. ¡Ah! Yome sentía patriota, yo ansiaba para midulce país las duras glorias guerrerasque jamás tuvo, aunque yo me obstinaraen atribuírselas; yo me sentía poeta,cantor del mar y de la ruda vida de lospescadores; yo componía largos y toscospoemas en aquellos toscos y largosalejandrinos que no siempre teníancatorce sílabas; yo era un apasionadoamante de la Antigüedad, de los poetashoméricos y de los paisajes virgilianos;yo era —todavía mi pobre padre guardaaquellas fotografías de duro cartón enlas que estoy parado, entre retador y

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temeroso, ante un lujoso fondo de arcosy macetas—, yo era, decía, unmuchachito pálido, con las facciones unpoco femeninas, con el claro pelopeinado a raya, según la moda, con elcuerpecito largo y delgado, como lostallos de esas flores bonitas y sosas queno huelen a nada, con los ojos profundosy asustados, inefablemente asustados, ensus seis o siete años. Yo era la flor deestufa, el único hijo, el único nieto, elniño a quien jamás nadie contrarió, elniño triste que lloraba por las nochescuando se acordaba de los niños pobresque no tenían donde dormir, el niño quenunca hizo daño a los pájaros, que

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siempre los quiso, con un cariño raravez correspondido, demasiadoentrañablemente quizás…

El colegio era una cárcel fría,deshabitada. Éramos muchos, muchosescolares, muchos profesores, peroestábamos todos solos, tan tristementesolos, que llorábamos de pena por lasesquinas sin saber por qué, como si lasesquinas nos acompañasen, como sifueran más cariñosas, más amparadorasque aquellas inhóspitas altas salas,donde en medio de un silencio defuneral pasaban nuestras horas lentas,resbalando sobre los pupitres en cuyastapas tamborileábamos con los dedos,

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por entretenernos, mientras nos devolvíala madera su vacío resonar como de cajade muerto. Dios mío, pensaba, ¿por quéme habéis abandonado? Ángel de laGuarda, dulce compañía, ¿dónde estás?No, no en la fría capilla, con aquelSanto de ojos espantados; ni en elcomedor, con sus largas mesas demármol que nos quitan el apetito; ni enla sala de estudio, donde a veces, por elinvierno, se está caliente, cuando todostosemos y encienden la estufa por lastardes. Yo sé que existe un ángel que vasiempre al lado nuestro, que marcha connosotros a todas partes. Es un guardiánceloso de su deber. Ángel de mi guarda,

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ángel mío, ¿por qué no me hablas?, ¿porqué no me dices: estoy aquí, ¿no meves?, haciéndote compañía, dispuesto aayudarte contra esos compañeros queson mayores que tú y que se ríen de tucandor? Ángel de mi guarda, ángel mío,no le pido a Dios salud, no le pido queme devuelva la libertad; le pidosolamente que borre de mi memoria elrecuerdo de aquellos lúgubres y ferocesmaestros. Ayúdame en mis oraciones.

La libertad no existe para mí; jamásexistió. La libertad es una sensación. Aveces puede alcanzarse encerrado enuna jaula, como un pájaro; cuando yo erapequeño y me creía libre, nunca salía

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del jardín. Allí iban a jugar los niños delos jornaleros de mi abuela, los niñosque me miraban con cariño, porque eramás débil que ellos, y con envidia,porque llevaba un hermoso traje deterciopelo granate. Aquellos niños eranjoviales y triscadores como cabras. Yome acuerdo de ellos y me invade unanostalgia infinita. Cuandomerendábamos, en aquel prado donde elabuelo jugaba al golf con el chófer y conel encargado de los billares, y en dondeun viejo y venerable ciervo dearborescente cuerna y cariñoso mirarcuidaba de que la hierba no crecierademasiado, ellos, mis amigos, se

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sentaban a mi alrededor, sobre elcésped, escuchándome atónitos cómo yoles contaba los reflejos de la lámpara dela sala o los complicados encajes delpeinador de mi madre, que era entoncesuna joven casada, rubia y encantadoracomo un hada. ¡Mi pobre madre! Diosquiso que jamás fuera vieja, que nuncallegara a tener arrugas, que siempre seconservara sonrosada y esbelta, y unbuen día, cuando mi padre estaba lejos,en la ciudad, y no podía pensar en lo quesucedía, se la llevó el cielo como unaliviana nube, sin que nadie se atreviera aevitarlo. Sonreía tristemente cuando laabuela me llevó a su lado a que me

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dijera adiós; pero en su sonrisa existíauna inefable belleza, que me cuestamucho trabajo recordar. Había tenido unvómito de sangre, que vino de repente,sin avisar, y estaba pálida, bellamentepálida y con unas negras ojerasbordeando sus ojos azul claro. El pelolo tenía revuelto sobre la almohada, ylas manos caían a lo largo de su cuerpo,tan pálidas como las teclas del piano.Lloraba cuando me cogió de loshombros para decirme.

—Mi querido pequeño, tu mamipoco va a durar. Ahora no te puede darun beso, hijito mío, no te puede dar unbeso en la boca, como todas las noches,

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cuando iba a bendecirte a tu cama; perote lo da con todo su corazón… Sé muybueno, que Dios te proteja y que jamás—se lo pido por lo más santo— terompa las venitas de los pulmones.

Mi madre, hecha un mar de lágrimas,me estrujó contra su pecho, contra supobre pecho, que sonaba como ellíquido de una botella. Mi abuela mellevó de la habitación, y a mi madre nola volví a ver ya más. Cuando mi padrevolvió, ya estaba su pobre mujercitabajo tierra…

La tradición es la tradición, y miabuelo así me lo hizo comprender. Elentierro lo presidí yo; a mi derecha se

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colocó el abuelo, y a mi izquierda suhijo, el hermano mayor de mi madre. Nolloré en todo el tiempo; supecontenerme. Cuando más ganas de llorartuve, cuando la tierra empezó a caerpesadamente sobre la caja, cerré losojos para no ver nada. Todos losseñores me dieron la mano, y mi abuelo,cuando regresamos a casa, me dijo queen mí reconocía su sangre, y me regalóla casa de la carretera. Con ella estoyahora pagando el sanatorio… Despuésíbamos los domingos mi padre y yo,cogidos de la mano, a poner ramitos deolorosas madreselvas sobre la tumba, ycuando volvíamos, él, todo triste, me

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miraba a los ojos y me daba largosbesos en silencio y con el mirar brillantecomo por las lágrimas. Yo tambiéntengo los ojos azules.

. . . . . . . . . .

Pues sí, mis amigos se sentaban a mialrededor, y a mí me traía el jardinerouna sillita baja, para que no meacatarrase.

Mi padre hacía largos viajes denegocios, y desde la muerte de mi madreyo andaba un poco como evadido,paseando por entre los vetustos castañosde la finca, componiendo versos.

¡Ah! ¡Tiempos felices, en que la

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tristeza era como un aliciente más paraaquella vida que se sostenía como demilagro, pendiente siempre de un hilo!Ahora os recuerdo con pena y conamargor. Mi vida, que acaba, no dejarárastro alguno; será como esa suave brisaque pasa a la caída de la tarde y quenadie recuerda después, o como esaagua tibia de las lluvias de agosto, quetanto nos agradan y que tan prontoechamos en el profundo pozo del olvido.Ningún rastro, ninguna huella dejará, y,sin embargo, entonces, cuando era niñoy soñador, cuando hablaba con laolorosa violeta y con la golondrina quepasaba, cuando me sonreía la hierática

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camelia y cantaba para mí el jilguero delcerezo grande, estaba convencido,plenamente convencido, de que elporvenir grandes empresas medepararía. Quisiera —quizá seademasiado pedir; quizá Dios castigue misoberbia—; quisiera, digo, haber sido,al menos, verde agua de mar, que dejasu señal en el acantilado, o ardientecorazón, que dejara un vacío profundo almorir, o padre de un hijo que rezara pormi alma cuando desapareciera, unaesquela que siempre perduraría, al cabode los años, en las amarillas páginas queya todos habrían olvidado… Pero lavoluntad divina no ha sido ésa; la

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voluntad divina ha sido menos cariñosaconmigo, quizá yo no me merezca otracosa, y me ha dado un destino efímero,como el de esa nubecilla de vaho quequeda ante nosotros un instante, mientrasrespiramos, allá por el invierno. ¡Diosmío, Dios mío! ¡Dadme esa conformidadque me falta! ¡Haced que mi almaalcance esa vida eterna que habéisprometido a los buenos! Yo no soymalo, Dios mío; os lo aseguro. Yo no hetenido tiempo de ser malo; yo confío enVos…

Y esa nubecilla de vaho, ese tibioglobito de aliento que se esfuma antenosotros, como nosotros nos esfumamos

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ante Dios; ese copo de respiración, quevive un instante y muere, como lasestrellas fugaces, en las noches deagosto, ¿volveré todavía a verlo una vezmás? ¿Tendrán aún mis pulmones fuerzabastante para calentar de nuevo una tazadel frío aire del invierno?

. . . . . . . . . .

La señorita del 40 me gusta; es másguapa que la del 37. La del 37 le gustaal 52, que es un pobre iluso; el hombrele tiene un miedo horrible a la muerte.Parece mentira, pero así es. Estoyconvencido de que en el fondo mecompadece. Él es quien está bien; él es

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el sano; él es quien tiene la curaciónresuelta… ¡Pobre hombre! Le gusta lamuchacha del 37, quien le mira con ojoscariñosos porque ve en él a un hombrehecho y derecho. A las mujeres no lesllega al corazón el calor de otro corazónque arda por su cariño; les impresionael hombre adulto, el animal macho,aunque esté vacío de ternura, aunque seaincapaz de levantar la brisa con un beso,de dejarse morir de desesperación poruna mirada. No ven sino el marchamo, laetiqueta. ¿Es un hombre? Sí. ¿Tienetreinta años? Sí. ¿Tiene 1,80 deestatura? Sí. ¡Pues adelante! ¡Viva lavida, y que se hunda el mundo detrás de

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mí! ¡Que se mueran los hombres que notienen treinta años ni 1,80 de estatura!¿Para qué los queremos? Y esoscaminos que hay por todos los países,esos caminos que a veces no llevan aningún lado, pero que otras nos llevan ala felicidad —¿quién no ha conocidosiquiera un día ese camino que lleva a lafelicidad?—, aparecerán una mañanasembrados de hombres muertos derepente, en cualquier postura, en elademán en que les cogiera la maldiciónde la mujer; algunos, a pocos pasos dela dicha: otros, quién sabe si enfangadosen la desgracia, de bruces contra latierra, boca arriba, mirando el sucederse

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de las horas, tan muertas como ellos;derribados en la cuneta, recostadosdulcemente sobre el mojón que cuentalos kilómetros, sobre el poste deltelégrafo, en el que silba el viento. Dios,desde las alturas, encargaría a susángeles que hicieran el recuento, ycuando éstos le dijeran: «Señor, entrelos millones de muertos que hemoscontado ninguno tiene treinta años ni1,80 de estatura», el Señor fulminaría ala mujer por egoísta. Sería el fin delmundo. ¡Pobre 37!

En cambio, la señorita del 40 es másespiritual. Las señoritas que se pintanson siempre más espirituales; sueñan

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unas azules y grandes ojeras, unos labiosgrana, unas uñas sonrosadas y brillantes,y una mañana, al levantarse, se acercancon presteza al tocador, y allí, durantehoras y horas, mirándose al espejo,tomando perfumes de los frascos ybellos y olorosos colores de los tarrosde fina porcelana, se transforman enhermosas mujeres, en mujeres de unahermosura brillante y cruel,espiritualmente brillante y cruel. ¡Ah!Las mujeres que no se pintan sonpérfidas y lujuriosas, nos miran conodio, con un odio inconfesado,canallesco, y nos desean la muerte entregrandes tormentos…

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Pero la señorita del 40 es angelical.Canta despacito, para no fatigarse, entregolpe y golpe de tos, «tra-lará-lalá», ysu voz es suave como el terciopelo, ocomo ese apagado color verde que teníala mantelería de té de la abuela. Por laseñorita del 40 daría hasta la poca vidaque me queda, solamente porque ella medijera un día, sonriendo:

—Joven, anoche he soñado conusted.

¡Ah! Yo entonces le diría, todoarrebatado por la pasión, que preferíamorirme, ¡morirme!, antes que tener laabrumadora preocupación de ircontando los segundos que pasaran, uno

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a uno, con una lentitud que a veces hastanos parece rápida, para tener que clavarcualquiera de ellos en mi corazón,diciendo: «Ahora…, ahora ya no… Fueaquel segundo…, aquel segundo quepasó hace no más que un instante…,aquel segundo que huye veloz, que tanlejano está ya. Fue aquel segundo en elque ella, a lo mejor sin querer, dejó desoñar conmigo.»

No sé si podría soportarlo.Mi vida poco vale, y, sin embargo,

un sonriente «Joven, anoche he soñadocon usted», no vale, ciertamente, lo queun minuto del triste vivir de lasenfermedades…

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. . . . . . . . . .

Ayer tuve un fuerte vómito desangre.

El administrador me escribediciendo que la sequía está arruinandola cosecha.

La señorita del 40 no me quiere. Ledio miedo verme echar sangre por laboca, casi medio cubo…

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CAPÍTULO IV

La luna es más grande que en laciudad; el aire es más puro; el silencioes mayor, y el aburrimiento… ¡Ah, elaburrimiento es espantoso!

Lo único que me preocupa, que mepreocupa intensamente,abrumadoramente, es ir viendo mispañuelos, mis combinaciones, misblusas, mis medias, todas marcadas enrojo: «40», «40», «40», sin que hayan

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dejado escapar ni una sola. Es unaobsesión que me persigue, que no medeja descansar, que se me apareceincluso entre sueño y sueño cuando aldespertarme a medianoche, desvelada,enciendo la luz para distraerme y metropiezo con el rojo «40» bordado sobrela almohada, al lado mismo de micabeza. Cierro los ojos y el númerodanza, dentro de mis párpados, comouna roja estrella en un hondo cielonocturno. Aprieto más y más; hagotremendos esfuerzos para alejar de mílas dos breves figuritas. Es una luchalenta, sorda y despiadada la quesostengo con mi memoria; lenta, sorda,

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despiadada y amarga como una agonía.Las horas pasan; el sueño vuelve, casisin notarlo, y cuando estoy dormida,cuando mis nervios ya habían entrado enel camino de descansar, cuando mimemoria yacía tirada, muerta, al ladomío, Dios sabe qué lejano soplo, quéoculta reserva vuelve de nuevo a hacerbailar en medio de mi sueño al númerode mis pañuelos, de mis blusas, de mismedias: «40», «40», «40». El númerosube y baja sin cesar; se eleva a vecestan alto que casi lo perdemos de vista;se hunde otras tan bajo, tan cerca de mí,que sus trazos parecen como gruesosbarrotes de hierro… Vuela, se

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despedaza, arde con mil llamasdiferentes; se rompe en cascadas dénieve y de cristal; vuelve de nuevo aunirse, a dibujarse, a tomar cuerpo, aformar una vez más su señal agobiante,su «40», «40», «40», rojo y pequeñito,como una herida. Enciendo la luz paratomar aliento, para ahuyentar de mí lostorvos fantasmas, y en la almohada,siempre en el mismo sitio, siempre a milado… Lloro, lloro con una penaprofunda, con unas lágrimas tristes ysolitarias, y el pañuelo que me llevo alos ojos, en una esquina, tímidamente,como si se avergonzase del mucho malque me hace, tiene dos numeritos color

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sangre. Un cuatro y un cero.Según me dicen, antes, hace tan sólo

unos días, ese «40» iba marcado sobreropa de hombre. Al pobre se lo llevaronuna noche, camino del cementerio…

La carretilla marchaba por elsendero, entre los pinos, bordeando elbarranco, arrimándose al arroyo, en elque se reflejaba la luna, impasible y fríacomo la imagen misma de la muerte. Laempujaba el jardinero, el pelirrojojardinero, que canta en voz baja cuandopoda los geranios o los rosales.

Cuando marcha cuesta arriba dice«¡Hooop!», y la carretilla, con su ruedade hierro que salta sobre los guijarros,

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responde con el agudo chirrido del ejesin engrasar, que después se pierde,rebotando de piedra en piedra, montearriba. Cuando va por el liso camino delregato, donde los helechos y elculantrillo asoman su verdor por lasorillas y donde el dulce musgo y elblanco pan de lobo buscan la húmedacorteza de los robles para vivir, eljardinero, como embriagado por aquellapaz, entona con su media voz de siempresu amoroso y pensativo cantar.

La carretilla es de hierro, de unasola rueda. Estuvo en tiempos pintada deverde, de un verde del color brillante dela esmeralda, pero ahora está ya vieja,

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ya apagada, ya mustia y sin color. ¡Paralo que la usan!

Cruzado sobre la carretilla, saliendopor los lados, el ataúd parece, entre lassombras de la noche, un viejo tronco deencina derribado por el rayo.

Dentro, un hombre muerto, con sucamisa marcada cuidadosamente, comosu camiseta, como sus calcetines, con elbreve y rojo «40», que me desazona…

El muchacho del 14 es unimaginativo. Cuando me contaba elentierro del 40 parecía un iluminado.Los ojos encendidos, la sonrisa amarga,la tez pálida, la nariz afilada…Semejaba una estampa romántica, una

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bella y desusada estampa dedaguerrotipo romántico. Es encantador,realmente hermoso y encantador; perono es el hombre a quien puedo mirar, elhombre ya enmascarado, ya herido ycurtido por la vida, por los azares de lavida.

El muchachito del 14, el dulce ytierno poeta del 14, es el hombre queDios destina a las muchachasangelicales, a las tímidas jóvenes queson todo sencillez y castidad, como lapobre y resignada 37, que es una bellaVirgen María sin niño a quien acunar.

Las muchachas que no se pintan soncortas de carácter y sufren en silencio.

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Yo bien sé que de no ser esto así laseñorita del 37 ya se habría insinuado,ya se hubiera dejado caer sobre elánimo enamoradizo de nuestro amigo del14. Bien segura estoy.

En cambio, al 52 lo detesta, estoyconvencida; sería capaz de dejarsematar antes de permitir que pudieradarle un solo beso. Yo no me explico lacomplicación que en nuestrossentimientos y en nuestro corazón seobstinan los hombres en ver, cuando, enla mayoría de los casos, somos nítidas ytransparentes como el agua.

Los hombres y las mujeres no nosentendemos; nos queremos, a veces

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hasta con apasionamiento, con furia, ysomos capaces de dejarnos matar por unamor, de quitarnos la vida por unadesilusión; pero jamás llegamos acomprender a la persona por la que nossacrificamos. Ni ella llega tampoco aentendernos a nosotros. Somos muydiferentes. A un hombre y a una mujerlos une un beso, una mirada tan sólo;pero la conversación… No puedehablarse con un hombre a quiendesearíamos besar, con un hombre aquien quisiéramos fundir en un abrazo ydecirle:

—¡No, no te separes jamás de mí;apriétame contra tu pecho; prefiero la

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muerte a tener que levantar la cabeza detu hombro un solo instante!

Al muchacho del 14 más vale nohablarle. Me siento romántica y maternalcuando le veo. ¡Qué paradoja!

. . . . . . . . . .

Las lejanas luces de la ciudad se venallá lejos, por la noche, en el mismositio en el que de día está siempreparado un leve velo de niebla, unanubecita gris clara que forma como uncopo de algodón sobre el horizonte.

Las luces de la ciudad se enciendenal mismo tiempo que las estrellas;parecen como tiernas estrellitas sin

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fuerza aún para lanzarse a volar ellassolas por el alto firmamento. Seencienden al tiempo de las estrellas,pero cuando todavía éstas, muy señoras,muy separadas las unas de las otras,siguen clavadas en el cielo, pestañeandosu blancor incesantemente, ya aquéllashan muerto poco a poco, con muertevulgar, lenta y cotidiana, todas lasnoches igualmente exacta, idénticamenterepetida.

La ciudad se recoge en sí misma,vive para sí misma, se devora a símisma. El sol hace ya varias horas queha traspasado los últimos tejados y loshabitantes de la ciudad corren

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presurosos a abrir sus puertas, aesconderse dentro de las casas, aacicalarse como novios para lucir a ladeslumbradora luz de las arañas de losdancings, de las boites o de lasEmbajadas. De noche podemos mostrarnuestra espalda enteramente desnuda aquien la quiera mirar, nuestros brazos ynuestros hombros redondos ysonrosados, nuestros pechos casisaliendo del escote, en las carcajadasdel bar o en los largos compases de losvalses. La luz eléctrica permite lo que elsol no tolera; por eso amo la luz de lasbombillas, la luz que relumbra como eldiamante cuando la miramos con los

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ojos semientornados, suavementesemientornados por el bello cansanciode las tres de la mañana, cuando yahemos bebido y bailado hasta hartarnosy cuando ya la risa y la conversaciónvan muriendo poco a poco,imperceptiblemente, casi con dulzura,como dicen los libros románticos quemorimos los tuberculosos cuandonuestra vida llega ya a esa altamadrugada tan difícil de remontar…

En esa hora deshonesta de lamañana, a la luz de esas lámparas quetanto mal me hicieron y que, sinembargo, recuerdo con tanta nostalgia,después de un vals vienés donde los

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violonchelos lloraban su inaudito amoral compás de tres por cuatro y en el queel pianista se arrebataba de emocióncomo un novio apasionado, fue cuandosucedió lo que Dios no quiso hacer queno sucediera.

Tosí un poco, muy poco. Noté uncalor que me abrasaba el pecho, unextraño regusto en la boca; noté que lasfuerzas me faltaban, que los espejos delsalón giraban a mi alrededor…

Pasó un instante, un instantebrevísimo. La boca se me llenó desangre… Mi traje de organdí azulceleste, con el que tan mona estaba,según mi pobre caballero de aquella

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noche, según el pobre buen muchachoque mudó de color cuando me oyó toser,se quedó salpicado de borbotones desangre… en el parquet encerado delsalón, un charco de sangre quedó comoseñal del mundo que dejaba, del mundoque en momentos de pesimismo meparece que jamás volveré a habitar.

Mi juventud quedó en aquel salón.Aquella noche entré en la tierraignorada. ¡Desde entonces me agarro alos minutos que escapan con una furiaque Dios me quiera perdonar, con elmismo frenesí con que los deshabitadoscorazones se aferran a la primerasonrisa del primer hombre que pasa!

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¡Qué desesperada estaba la otratarde! ¿Qué dirían mis amigos si leyeranlas líneas que tracé? ¡Ah! La soledad esmala consejera, se divierte en barajarnuestros más negros pensamientos parapresentárnoslos bien a la vista.

No quiero estar sola ni un momentomás.

. . . . . . . . . .

¡Qué vanas ilusiones! La señoritadel 37 me decepciona con su pesimismo,con sus oscuros puntos de vista. Así nohay curación posible.

El médico me indica la convenienciade ensayar el neumo; puede ser mi total

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restablecimiento. Habré de pensarlodetenidamente, bien en frío. Habré depesar y sopesar los pros y los contras,que de todo tiene. No me dejaré influirpor estas extrañas ideas que por aquíoigo. Es curioso, pero cada enfermo secree un consumado tisiólogo, unespecialista de primer orden. Laseñorita del 37 es en esto terrible;emplea unos términos enrevesados ycrueles, que me espantan y cuyorecuerdo no me deja dormir. No sé;quizá sea una histérica, quizá mi pobrecerebro esté ya tan débil como mispulmones.

Pero yo pienso: la dulce florecita

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que nace entre las zarzas, que crecetímida tan sólo hasta tres dedos delsuelo, que esparce su fragancia por elaire que pasa, es un buen día comida porel tosco caballo del vaquero. El vaquerodejó sobre su cabalgadura las plateadascántaras de leche recién ordeñada y sequedó unos pasos atrás hablando conuna moza. A la moza le vienen loscolores a la cara, el pecho le sube y lebaja al precipitado compás de surespiración. El vaquero la tiene cogidade la mano, a lo mejor hasta abrazadadel talle. Su aliento huele a tabaco y avino, y sus ojos brillan, como brillantambién los de la moza. Se miran en

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silencio. El caballo, con la brida en elsuelo, camina lentamente, ramoneandopor aquí y por allá. El vaquero y lamoza se han unido en un beso que duratoda una eternidad. Al mismo tiempo,como el mundo es muy grande, lasgentes nacen y mueren como sin darsecuenta; es curioso. El caballo se acercaa la florecita que vivía entre las zarzas yse la come. La mariposa levanta su torpey breve vuelo y la lagartija que tomabael sol al borde del camino escapapresurosa a esconderse entre laspiedras.

Yo me quiero infundir a mí mismafuerza y conformidad. Realmente, creo

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que lo más sensato será seguir elconsejo del médico; quizá se pase mallos primeros días, pero después… Yoveo muchos enfermos con neumo quehacen una vida envidiable, que van a laciudad, que están optimistas yjoviales…

Sí; que a mí también me ponganneumo. Volveré de nuevo a la ciudad,volveré de nuevo a la alegría y aljolgorio…

. . . . . . . . . .

Quiero apuntar la fecha de hoy.Estoy muy molesta y voy tan sólo ahacer constar la noticia escuetamente,

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como en un acta.Viernes, 11 de julio. Primera

punción de neumotorax. Presión inicial:-8-12. Presión final: -3-7. Cantidad degas: 200 c. c.

Según me dicen, un neumoafortunado. Demos gracias a Dios.

. . . . . . . . . .

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CAPÍTULO V

Lunes

Amada mía de mi corazón: Nadiesabe como yo del amargor del cariño.Los hombres sanos, los hombres queandan por la ciudad, que van y vienen asus negocios, que se suben a losautomóviles y se sientan en lascervecerías; los hombres a quienes ves adiario por las calles, nada saben de loque es amar, de lo que significa amar

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apasionadamente, desacompasadamente,en una lucha titánica, feroz y desigualcontra el reloj que marcha, sin piedadalguna, sin consideración de ningunaclase, a dejarnos abandonados encualquiera de sus horas, como esosnavegantes que se caen al mar desde laborda de los trasatlánticos, en mitad delocéano, sin que un solo hierro de laarmazón del buque, sin que un solomúsculo de la cara del capitán, sin queuna sola ola del hondo y verde mar, sesientan estremecidos por ese misterioque se resuelve, por esa lágrima quequizá alguien derrame cuando la noticiallegue, llevada por el viento, hasta la

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orilla.Nada saben de lo que es amar,

porque nada saben tampoco delsilencioso tránsito que se alarga, casiindefinidamente, como aquellos besosque tú y yo nos dábamos sentados al piedel árbol de tu jardín, para morir un día,poquito a poco, con la misma lentitudcon la que nuestras cabezas seseparaban cuando no sentíamos ni elmundo que seguía su marcha, ni el frío,ni la noche, sino tan sólo nuestros doscorazones.

Nada saben de lo que es amarporque nada les ha sido vedado, porquela vida siempre les ha dicho que sí, que

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se les entregaba, que la viviesenhermosa y libre como se les presentaba,limpia y sin taras, como esa ideal mujerde los poetas, armoniosa y pura comoquien yo sé, como quien ocupa porentero mi ya débil pensamiento, como lapobre muchachita morena y cariñosacuyo recuerdo aún mantiene esta mismatensión que me consume, cuyopensamiento aún consigue que yo sigatomándome la molestia de no quitarmela vida.

Te quiero, amada mía, pequeñaamada mía; te quiero hasta morir, hastamorir y resucitar; te quiero hasta el finde los mundos, hasta donde se pierde la

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memoria, hasta donde Dios empieza yacaba, hasta el límite mismo de lo queno tiene límite. Te quiero como nadiequiere a nadie, como jamás ningunamujer pudo decir que la quisieran. Tequiero a toda prisa, violentamente; elfuego del cariño que te tengo podríahacer secarse al mismo mar profundo.Te quiero arrebatadoramente, sin que unsolo momento todo lo que te quiero dejede estar presente ante mis ojos.

Y te quiero como te quiero porquetodo el cariño que te tenía reservadopara una larga vida he de dártelo enteroen estos cortos meses que nos quedan.

Perdóname.

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Es de noche. Te escribo desde lacama. El balcón está abierto de par enpar y por él me llegan lejanos, confusos,los ruidos de la noche. De vez en cuandose oye toser. A veces viene, entre el olorde los pinos, el distante croar de lasranas del regato. Y me pongo a pensar yme entristezco. Las ranas del regato sonfelices, como no lo soy yo, como no hesabido hacerte feliz a ti. Lasenfermedades no les acechan y el niñoruin que camina con la piedra escondidaa la espalda suele errar su puntería. Lasranas entonces se chapuzan en rápidos yágiles saltitos y desaparecen raudas bajoel verdín del agua, que casi no se

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mueve. ¡Ah, si nosotros pudiéramos, deun salto, ponernos al otro lado delpeligro!

Tú serías una joven rana verde,bella y brillante como las hojas delholly que colgaba mi madre de lalámpara del comedor por el Año Nuevo.Yo te galantearía con esa voz de bajoprofundo que tienen las ranas mayores yque nadie se explica de dónde sacan, ytú, graciosa y saltarina, como esaspiedras planas que van dando botes porel agua encalmada cuando una manohabilidosa las arroja, me contestaríastoda ruborizada —me asalta una duda,¿las ranas se ruborizan?—, con tu suave

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croar de ranita casadera. ¡Qué lejanoestá todo! Sería una divertida escena,¿no te parece?

En medio de la tristeza que meagobia hay instantes en los que se dibujaen mis labios una leve sonrisa. Ahora,por ejemplo, cuando me imagino elridículo aspecto que presentaríamos.¡Vaya por Dios!

Pero es mucha la pena, pequeña mía,mucha y muy triste, para que ese esbozode sonrisa no acabe por convertirse enotra cosa que un amargo regusto que mequeda en la boca.

Yo no sé cómo decirte que te quierode forma desusada; que por verte feliz,

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por verte dueña de la dicha que yaestamos notando que no te puedo dar,sería capaz de perderte.

Tú quizá no entiendas esto; peroDios, que está en los cielos y a quien nitú ni yo podemos engañar, bien sabe quees cierto lo que digo. Y con cuántaresignación lo digo. Sería capaz, amadamía, hasta de perderte, como te digo, porverte feliz. Sería capaz de llevarte hastael altar para que te casases con elhombre que lograra quitarte la desgraciaque yo te doy, que lograra darte el finque te mereces y que yo —¡Dios mío!,¿por qué no yo?—, y que yo jamás,¡jamás!, podré ofrecerte.

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Conozco bien claramente mi ruina.No me hago ilusión alguna sobre miporvenir. Pero te pido una sola cosa:espera un poco, un poco nada más;pronto quedarás libre, pronto podrásolvidar nuestro desgraciado amor; peroahora…, ahora no te vayas, ahora no medejes solo, ahora espera un poco nadamás. ¡Quién sabe si tan sólo unos días!

Tú, que has ganado ya el cielo con tucariño, líbrate del purgatorio con tupaciencia.

Adiós, por hoy, amada mía de micorazón.

Reza, reza mucho y olvida lo que tedigo. Tu cariño, tu solo y único cariño,

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es ya demasiado para mí.Tuyo, C.P. D. He sido trasladado a la

habitación número 11. He ganado en elcambio. Ahora estoy al mediodía y tengoun cuarto de baño para mí solo.

No olvides la novedad en tus sobres.Ya lo sabes, habitación número 11.

Tuyo otra vez, C.

. . . . . . . . . .

Martes

Amada mía de mi corazón: Hoy teimagino dentro de mi pecho, escondida

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dentro de mi pobre pecho, pequeña ysuave como una bella concha nacarada,dulce y sonriente, como un niñoabandonado, como un perro enfermo ycariñoso.

Entorno los ojos, miro para dentro yallí, reclinada tu cabeza sobre micorazón, suelta tu negra cabellera alpoco viento que aún sopla por mispulmones, abarcando con tus brazos estasangre, que sólo por ti se derramaría porel suelo a una única sonrisa, estás túentera, viva y hermosísima, amada míade mi corazón, como entero y de un trazocraza el rayo el negror de la noche, ocomo el rugir de las olas en el

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acantilado, entero y de una pieza, cantade instante a instante desde que elmundo es mundo.

Sólo hay una razón para olvidarte,una razón más fuerte que el amorangustiado que late en mi garganta. ¿Lamuerte? —pensarás—. Pues no; aún noes la muerte lo bastante fiera para quemi cariño se derrumbe. Para que tusonrisa se me nuble en los ojos, paraque mi palabra se hiele recién salida dela boca, para que nuestro beso hieda apodrido nada más que al juntarsenuestros labios, no es la muerte bastante.Tendríamos que querer lo que nuncaquisimos, que es dejar de querernos.

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Tendríamos que querer vivir sinconocernos. Tendríamos que quererbuscar otros reflejos en los ojos, otrosbrillos del pelo, otro color de tez… Yeso, que no es la muerte, que es peor quela muerte, ni tú ni yo queremos.

Porque Dios existe, amada mía demi corazón, y está de nuestra parte.Tengamos confianza.

. . . . . . . . . .

He salido un instante a la terraza aver al hondo campo que se extiendehasta lejos, hasta muy lejos. Necesitabaun leve descanso. La pluma, cuando latomo en mi mano para escribirte, me

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aprisiona como a un indefenso pajarillo,me arrebata, me subleva la imaginación,y he de soltarla unos minutos, huyendode que ese tósigo me perjudique. Uno yano tiene fuerza para nada, para casinada. Y esa pobre fuerza que todavíanos resta…

Al pie de la terraza empieza elcampo, que llega hasta el infinito. Yo noquiero que haya más campo que este queabarco con la mirada. Yo quisiera tenertodo el campo del mundo ante mí, que noquedara lejos de mí ningún trozo decampo para poder decirte cuandotímidamente apoyases tu cabeza en mihombro y un temblor de cariño te

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recorriese el cuerpo:—Es ese campo hermoso donde

pace el ganado lo que me han ofrecidopara ti. Es ese campo verde donde vivenlos mirlos y las alondras, o ese otrocampo pardo donde los saltamontes ylas cigarras alborotan para que tú tediviertas, o aquel campo gris de másallá, en el que la caza pasea confiada atus pies, lo que Dios quiso reunir en unamirada para que te sintieses dueña detodo. Tómalo. Yo te lo ofrezco para quedeposites en él todo ese inmenso cariñoque te tengo, y que aún no me explicocómo es posible que quepa entero dentrode un solo hombre; que aún no me

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explico cómo es posible que puedaofrecerse entero a una sola mujer, a unamujer que abulta tan poco como abultastú, pequeña mía, amada mía de micorazón.

¡Ah! No sé lo que me responderías.Quiero pensar que te quedarías callada,como siempre, con tus negros ojos unpoco asustados clavados como un dardoen mi mirada, como un dulcísimo dardoque no hiriese al clavarse, como undardo que fuera como un beso por carta,como un beso como los que tú y yo nosdamos, y que son tan puros, tan puros,que casi no son besos, que son algo muyraro, algo que todavía no tiene nombre,

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porque todavía, hasta tú y yo, no habíanexistido. Sí; te quedarías mirandofijamente para mí con los ojos un pocoasustados y una tenue sonrisa de unainaudita belleza floreciéndote en laboca.

Y esa boca, a la que no pueda besarporque ninguna boca, y menos ésa, fuerajamás tan mala y tan rain como paradarle en castigo a mamar la muerte demis labios, la muerte que me consume elpecho y que aflora, como una maldición,hasta mis labios, sonreiría levemente,con una sonrisa casi imperceptible, conuna sonrisa que la mayoría de loshumanos no podrían captar, como

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tampoco pueden, en su triste ceguera,tocar con las dos manos la nube delcariño.

. . . . . . . . . .

He vuelto a descansar. La vena delos pensamientos siniestros se hincha enmi cerebro, en mi pobre y agotadocerebro, y la cabeza me duele con unsordo dolor que no cede un soloinstante.

La vida del sanatorio, pequeña mía,me pesa como una losa sobre lasespaldas. La gente se atarea en unafanoso complicarse la vida, del que yoescapo, y me miran los demás enfermos

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como si yo fuera un lunático o unentristecido. Yo no les hago caso. ¿Paraqué, si toda mi atención ha de estarpuesta en quien no puede estar a milado?

¡Ah, pobre amada mía, triste cariñode mi corazón! Aún me queda, en lo másrecóndito y escondido de mi alma, unaleve esperanza. Y esa escasa y lejanaesperanza que me mantiene, la estrujocontra mi pecho para que todavía sigaalimentándola tu recuerdo.

Esa esperanza morirá conmigo.Cuando yo muera también ella morirá. Ysi ella muriese antes… No; antes nopuede morir, porque su muerte me

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mataría.Tuyo, C.P. D. Ha empezado a llover con esa

lluvia alegre y violenta del verano, y nosé por qué extraño fenómeno mi alma sesiente descansar. El agua cae conestrépito, en ruidosos turbiones, y hetenido que cerrar el balcón para que nose me inunde la habitación. Ahora mevoy a echar sobre la cama, con la cabezalevantada, para ver la foto tuya quetengo en la mesa de noche.

Tuyo otra vez, C.

. . . . . . . . . .

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Miércoles

Amada mía de mi corazón: Hoy seha levantado el día pesado, gris ybochornoso. Pesado como una sordapreocupación, de un gris luminoso ehiriente como la hoja de una espada, ybochornoso como esos sueños que setienen cuando se ha cenado demasiado.

Es un día realmente extraño; parececomo si se aproximara la tormenta en elcielo, y, sin embargo, en mi aplanadocorazón es hoy un día de calma y desosiego.

Hoy veo las cosas, si no con másoptimismo, sí con más aplomo y

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serenidad. Hoy me encuentro mejor, veomás lejano el triste desenlace y… —¿meatreveré a decírtelo?— como tengo mástiempo para quererte, te quiero un pocomenos. ¿Te incomodas? Te quiero unpoco menos, porque si te quisiera comoayer, mi cariño —que es inmenso— seagotaría en quince días. Y nuestrocariño, pequeña mía, tiene que durartoda una vida. Ni un día menos, perotampoco ni un día más.

¿Por qué, Dios mío, no nos dices loque hemos de durar; no nos envías unángel mensajero que nos dijese «tienesaún por delante quince años, o quincemeses o quince días tan sólo, o no más

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que quince horas»?¡Ah! Eso sería orden, un orden de

comerciante que me repugna; pero…¡sería tan cómodo!

Hoy estoy como raro. Veo las cosasmás negras, ciertamente, pero con mayorfijeza cuando me encuentro mal, y hoy,que me encuentro mejor —¡demosgracias a Dios!—, no tengo nitranquilidad ni resignación y veo todocomo borroso. Es curioso, pero esverdad; cuando las décimas suben hastacuatro o cinco; cuando la disnea, sinllegar a ser fatigosa e insoportable, mefuerza a permanecer sentado en la camao en la chaise-longue; cuando la

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velocidad de sedimentación se obstinaen no descender por bajo del 10 y elpeso va decreciendo lentamente,paulatinamente; cuando me encuentromal, en una palabra, y el temor alfracaso se apodera de todo mi ser, mispensamientos adquieren como mayorlucidez, como más dibujados contornos.Cierro los ojos y te veo limpia y tanexacta como si te tuviera delante —pordecir estoy que todavía más—, y meaferró entonces al recuerdo, que duraunos instantes, clarísimos, para borrarsede un golpe, como una mujer quedoblara una esquina, y desaparecer demi presencia.

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Me pides en tu carta de ayer que tediga el resultado del análisis de esputos.¿Para qué? Tú eres una buena muchacha,que no sabes de estas cosas —comotampoco, afortunadamente, sé yo unapalabra—, y si te digo escuetamente«dos cruces», ¿qué sacas en limpio?

Pues sí, hija, «dos cruces». Eso medice el practicante, el pobre ymeditativo practicante, que se empeña yse debate por ser alegre y deferente y nolo consigue; el lacio y herméticopracticante, que sólo canta cuando vacíalas escupideras, para no vomitar; el

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desgraciado y cojo practicante, queestudia con todo entusiasmo, durantehoras y horas, el esperanto y que creecon la fe más honrada que los hombresencontraremos la salvación yendodesnudos, comiendo hierbas y haciendoobras de misericordia.

Es un buen sujeto nuestropracticante, un hombre bondadoso quecuando está solo —entre lección ylección de esperanto— se entretiene ensimular que toca el violín, un fantásticoy estupendo violín, que no existe másque en su imaginación, mientras en vozbaja silba cadenciosamente unosliterarios y viejos tangos argentinos.

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Y este practicante, carcomido por laviruela e inefablemente bueno ycomplicado, me lo dijo casi con miedo,bajando la voz:

—Señor, «dos cruces».—Y la otra vez, ¿cuánto tuve?—La otra vez tuvo el señor «tres

cruces».—¿Y eso significa…?—Significa «mejor», señor;

«mejor», escuetamente. En un libro serepresentaría con letra cursiva.

El practicante sonrió su ingenio. Yole dije:

—Gracias, mi buen amigo; es ustedun practicante cordial.

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Él me interrumpió:—Un cordial Auxiliar de Medicina y

Cirugía, señor.—Cierto: un cordial Auxiliar de

Medicina y Cirugía, aunque, bienmirado, eso resulte en usted lo menosimportante. Es usted filántropo,vegetariano, esperantista, cojo,misericordioso… Es usted un hombreque dice «Dos cruces, señor», con lasonrisa en los labios; «Tres cruces,señorita», con la tristeza apagándoseleen la mirada… Es usted algo realmenteimportante, mi querido…

—Raimundo Lulio, para servirle,señor.

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¿Para qué te cuento yo esta rarahistoria de este pobre desequilibrado?

El hombre me trajo al día siguienteun gran ramo de rosas blancas y rojas yya no lo volví a ver más.

Lo echaron a la calle, de malamanera, porque le dijo eso de RaimundoLulio al director.

¿Quién se va a obstinar ahora en seralegre y deferente, sin conseguirlo?¿Quién va ahora a cantar, mientras vacíalas escupideras, aquellas dulcesmelodías que ahuyentaban el vómito?¿Quién va a estudiar porfiadamente el

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esperanto? ¿Quién va a silbar los tangosrumorosos, mientras aquel arco quenadie jamás vio sacar de su violínimaginario los más bellos arpegios?

¡Ah! El director manda en elSanatorio, pero no manda en mi corazón.Y en este corazón atosigado quien vivetodavía su mansa locura eres tú, mi fielRaimundo Lulio.

. . . . . . . . . .

Pero esta carta, querida mía, no es anuestro pobre practicante a quien ladirijo, sino a ti, que eres cuerda y sana yque ni te llamas Raimundo Lulio ni tocasel violín.

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Y tú, que quizá a estas horas estésincomodada, me perdonarás con unasonrisa estas líneas absurdas que trazasin orden ni concierto, por la sola razónde que se encuentra un poco mejor y velas cosas más borrosas en un más claroporvenir, tu C.

P. D. Te quiero con locura, amadamía de mi corazón, pequeña amada míade mi corazón, con una locura infinita.¿Te agrada saberlo?

Tuyo hasta la muerte, C.

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CAPÍTULO VI

Es doloroso tener que ahogar estecariño inmenso que ha echado raíces enmi corazón. Es doloroso, peroinevitable, como inevitable también ydoloroso es tener que ahogarlo en latristeza y en la soledad, donde flotantodos los sentimientos que no se dejanahogar con resignación, todos lossentimientos que se rebelan, impotentes,contra su destino, como esos gatitos

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recién nacidos que tardan en sertragados por el agua donde la molineracruel los arrojó y en la que se debatencon sus torpes bracitos mientras elalmendro que da sombra a la escena y elalacrán que escarba bajo la piedraconservan su rítmico respirar, sininmutárseles ni una sola fibra.

Es cruel y amarga la indiferencia delo que está vivo y rozagante hacia loque, mustio y derrotado, se muerelentamente. El candoroso pájaro de lamañana que vuela alegre sobre lossembrados no dedica ni su más fugazmirada hacia el ave herida por el cruelcazador, hacia la triste alondra que se

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arrastra como si fuera un topo, porquetoda su gracia se la llevó aquel tiro quese fue rebotando, de piedra en piedra,por la colina. Y la mujer que baila,gozosa y semiborracha, sobre el parquet;la mujer que goza de la vida y que esamada por los hombres; la mujer que seviste sus lujosas toilettes paratrasnochar su corazón a los compasescariñosos y acariciadores de lasorquestas de zíngaros, ¿piensa acaso enmí, que soy mujer como ella, y quearrastro mi juventud, de la que tan pocome queda ya, por los Sanatorios? No, nonos engañemos. Ni piensa en mí ni leimporto. Y si oye hablar a las amigas de

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mi enfermedad y de mi triste destinoprocurará olvidar en seguida todo lo quehaya oído. ¿Para qué recordar lastristezas? Quizá tenga razón, quizá seaésa la sana filosofía. ¿Para qué recordarlas tristezas?

Pero yo no quiero pensar que ellimpio pájaro que cruza por el cielo seamalo. Yo no quiero pensar que la livianamuchacha que se pasa las noches con laespalda al aire y rodeada de smokingssea mala.

Sería estar despechada ydesesperada, cosas que todavía, graciasa Dios, no estoy. Me alimenta laesperanza y me atosiga el pensar que

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algún día pueda perderla.¿Por qué pensaré estas cosas?

. . . . . . . . . .

¡Ay, triste señorita del 103, medecía la otra tarde el pobre 52, sifueseis tan sólo la mitad de buena de loque parecéis!

¿Qué pasa? ¿Pareceré yo mala?

. . . . . . . . . .

Me escribe mi madre, quien, comode costumbre, me da buenos consejos.Es muy fácil aconsejar. Es la eternamanía de la pobre.

—Hija mía, haz esto. Hija mía, hazlo otro. Hija mía, haz lo de más allá…

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¡Oh! ¡Qué lenta es esta larga tarde deverano! Tengo los nervios desatados yme cuesta un ímprobo trabajo nocomenzar a dar saltos alrededor de lagalería.

Al médico le oí decir que era unahistérica, una histérica perdida.

Porque ocurre que cuando se tienenlos nervios templados, todo lo que sehaga o todo lo que se diga adquierecomo un aire de sensatez, deecuanimidad; mientras que en losestados de ánimo algo precipitados, algoreconcentrados o pensativos, las cosasque hacemos parecen como locuras,como hazañas de anormales, de

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lunáticos, de desequilibrados.Una se muere lenta, pero

inexorablemente, como la humanidadentera. No hace falta estar enferma;basta con haber nacido. ¿Por qué tenerque arrancar lo que amamos de nuestrocorazón, que queda destrozado? ¿Porimposible? No es suficiente razón.¿Quizá por doloroso?

El pobre 52 es hermoso, como unahortensia moribunda. Tiene pálido elcolor y el pensamiento, y cuando habla,con su voz que parece como un lejano ydesvaído rumor, se le abrillantan susojos, soñadores. Él piensa en la vuelta ala capital; en la duradera amistad —¡qué

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gran muchacho!— de sus compañeros decarrera; en la sonrisa femenina que,según dice, todavía no encontró porquetodavía no supo poner en su mirada todoel inmenso cariño que su corazón habríade dedicar a la primera mujer que lesonriese con sinceridad.

Quiero pensar que Dios es aún muybueno, infinitamente bueno. Quieropensar que Dios, que todo lo dispone,hará llegar algún día a esos hermososojos abstraídos la sinceridad, laevidente sinceridad de esta sonriente ycomplacida mirada mía que galopacamino de la tierra y que,probablemente, jamás fue tan sincera

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como cuando lo mira.Por lo menos, prefiero pensarlo.

. . . . . . . . . .

El pobre 73, el pobre joven marinodel 73, ha muerto.

Lejos de aquí, en su casa, a la orillamisma del mar al que tanto quería.

Era un muchacho cordial yentrañable, que tenía un vistosouniforme azul todo lleno de dorados yunos ojos rebosantes de una infinita eincontenida nostalgia.

En la galería nos contaba largashistorias marineras, largos relatos en losque decía barlovento, estribor,

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obenque, amura, eslora, jarcia yescandalosa interminables cuentos enlos que nos hablaba de navíos fantasmasque navegaban desiertos, todas las velasdesplegadas al viento, por los cincomares, o de serpientes marinas queasomaban sus crestas como peñascossobre la superficie.

Fue a morir donde él siempre habíadeseado hacerlo; a la orilla del mar alque tanto amara y con el que soñabaconstantemente desde el inmóvil bote,perennemente anclado, de su chaise-longue.

Con su torpe manejo del español,recitaba casi tímidamente aquellos

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versos que tanto iban a su deseo:

Si mi voz muriera en tierra,llevadla al nivel del mary dejadla en la ribera.

Aquellos versos que expresaban surecóndito deseo, su más querido deseo,que no siempre confiaba en conseguir:

Sobre el corazón un anclay sobre el ancla una estrella,y sobre la estrella el vientoy sobre el viento la vela.

¡Pobre triste y tímido 73! ¡Pobrefracasado y espléndido almirante muerto

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de guardiamarina o de teniente y no deandanada de corsario enemigo, sino demal de poeta, de mal de soñador detierra adentro! Que Dios te hayaperdonado todo el bien que dejaste dehacer con tus labios descoloridos o contu ardiente mirada.

Aquellas cartas que me dirigisteantes de tu recaída, desde lejanospuertos; aquellas cartas en las que measegurabas, ¡qué falsamente, Dios mío!,que sin mí no podías vivir, las guardo enaquel cofre filipino que tú me regalastey en el que tres generaciones de tallistasse entretuvieron en contar —en marfil yen mil y pico de figuras— la eterna y

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larga historia del amor.Son bellas y dolorosas aquellas

cartas, y, sin embargo, a veces, no puedosustraerme a la tentación de leerlas, unpoco como a escondidas, un poco comotemerosa de que alguien pudierasorprenderme.

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NOTA DEL AUTOR

antes de seguir más adelante

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Un conocido fisiólogo, el doctor A.M. S., viejo y admirado amigo mío,hombre bueno si los hay y concienzudo,estudioso y entrañable como pocos, meescribe una larga carta rogándome quesuspenda la publicación de mi novelaPabellón de reposo[2] Los motivos queme da son, ciertamente, para tenerlosen consideración. Me habla de losfrecuentes desequilibrios nerviosos delos enfermos del pecho, de sus hondascrisis morales; alude a lasusceptibilidad enfermiza de losresidentes en los Sanatorios, a susmonomanías; me cita casos deenfermas que al leer mi novela se

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sienten desgraciadas con la señoritadel 37, de enfermos que creenreconocerse en el muchacho del 14;comenta las reacciones de susenfermos ante los azares a que se meha ocurrido someter a mispersonajes…

La carta del doctor A. M. S. me dejóperplejo. He estado una semana entera—de martes a martes— sin corregirpruebas, sin intercalar palabras dondeel sentido no estaba muy claro, sinmeter la tijera en los sitios que se meantojaban farragosos o lentos, sin, enuna palabra, poner mano sobre miscuartillas, pensando sólo en los

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párrafos, una y otra vez leídos yreleídos, que mi amigo me dirigió.Jamás, en mi todavía corta carrera,pasé por momentos de mayorperplejidad, de espanto parecido, deanáloga incertidumbre. ¿Tendríarazón, efectivamente, el médico que meescribía? ¿Debía yo seguir su consejo ypegar cerrojazo, sin más preámbulos, ala publicación de mi novela? La dudame desazonó, me quitó el sueño. Losamigos me preguntaban qué mepasaba, y mi novia llegó a sospecharque mis asuntos marchaban mal, quenuestros ahorros —¡ay, estos ahorrosprematrimoniales, qué sustos dan!—,

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que nuestros ahorros, digo, peligraban.—¡No te preocupes! —me decía—;

si este mes ganas menos dinero, ¿quémás da? Ya ganarás más el que viene.

Yo le agradecía sus palabras, suspalabras que tan lejos estaban deacertar, y me callaba un día y otro elmotivo que sólo yo podía escudriñar,analizar, mirar al trasluz, para acabarde decidirme en uno o en otro sentido.

Momentos hubo en que penséinventar una disculpa para el directordel periódico y para mis lectores; pormomentos pasé, por contraposición, enlos que la disculpa que pensaba ibadirigida a mi comunicante, e instantes

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hubo, para que nada faltase, en que elengaño que precisaba era para mímismo.

Pero hoy he tomado mi decisión.Que Dios me perdone si yerro. Voy acontinuar publicando Pabellón dereposo. Mi amigo no está en lo cierto;por lo menos, así prefiero creerlo. Miamigo tiene una obsesión, unasaludable obsesión, el restablecimientode sus enfermos, y ve fantasmasdañinos donde sólo existen tenues einofensivas neblinas.

Que ningún enfermo, después deleída esta breve confesión de mi duda,se crea el ombligo del mundo. Que

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nadie piense que su desgracia es,realmente, ejemplar. Que no seidentifique nadie con estos pocosafortunados tipos de mi ficción.

La señorita del 37 es unaentelequia; la del 40, un vacío, la del103, una sombra esfumándose. Elenfermo del 14 es una meraapariencia; el del 52, un simulacro; eldel 11, un fingimiento.

Todo es artificio y traza —decíaDon Quijote— de los malignos magosque me persiguen. ¿Por qué vosotros,buenos amigos, preocupación de miamable comunicante a quien tan pocovoy a complacer, no pensáis en algo

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parecido? Id contra vuestros malignosy mágicos perseguidores y noentorpezcáis mi marcha. Yo os prometoque tan pronto como piense quepudiera entorpecer la vuestra, me haréa un lado del camino.

Y ya está bien de nota. Perdonadmey permitidme que vuelva a conceder eluso de la palabra a nuestra amiga laseñorita del 103.

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Una de aquellas cartas, la primera,aquella en que todavía tratándome deusted me confesaste tu imaginado amor,la leo siempre con la misma emoción de

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la vez primera, con mayor emociónacaso.

Quiero gozar en copiarla entera, conlo larga que es; en ponerla en mi letrapara leerla mejor y para mejor guardartu arrugado papel, que cualquier díaacabará rompiéndose, y que, ¡ay!, nuncamás podrás volver a escribir.

Así decía:

«A bordo de la fragata Delfín.Port of Spain (Trinidad), 11 de

noviembre.Distinguida amiga mía:Hoy, que parece que voy a tener un

poco de paz después de muchas semanas

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de incesante ajetreo, quiero cumplir loque le prometí cuando abandoné elSanatorio.

Hace un calor de bochorno. El golfode Paria se extiende a nuestro alrededorliso y encalmado como un plato, y decuando en cuando, rompiendo su tersura,un leve chapoteo nos indica la siniestrapresencia del tiburón que ronda y ronda,incesantemente, el maná que ha debajarle del cielo: el marinero que se caepor la borda, el niño que pisa en falsoentre las tablas del muelle y es partidoen dos trozos, de una dentellada, a lospocos segundos.

Mis compañeros han pasado a tierra.

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Las muchachas de la ciudad los recibengozosas y ellos se divierten en sus casasbailando al son de las guitarras ybebiendo refrescos.

Los marinos son enamoradizos, tanenamoradizos como las antillanas, y alos dos o tres días de permanencia en elpuerto ya todos van paseando,pensativamente cogidos de la mano desus novias recién estrenadas, por laalameda de cocoteros que bordea almar.

Después, a lo mejor el día menospensado, la Delfín leva anclas, partehacia viejos rumbos ya trillados, arecoger alisios o monzones en sus

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encascadas velas, y los marinos, que tanrápidamente como las antillanas olvidansus intensos amores de diez tardes,llegan a cualquier puerto, quién sabe silejano, a pasear del brazo de lasmuchachas que ahora serán ya rubiascomo el trigo y con los ojos azules, deun azul suave, triste y meditativo comoun cielo. ¡Ay, qué grande es el mundo,con sus mares distintos, sus cielosdiferentes y sus muchachas todas tanparecidas pero jamás iguales!

Uno pasea su indolente adolescenciapor todos los caminos, por las veredastodas, y al final, detrás de cualquierpuerta mal pintada, dentro de cualquier

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ola temblorosa, la muerte nos sujeta delos cabellos a su carro.

Si no fuera porque usted, señorita,me prometió una mañana, tan sólo conuna dulce mirada, que me aguardaríaeternamente, me habría ya dejado caersobre la litera, en cualquier postura,para dejarme morir de aburrimiento.

Pero usted, mi amiga querida, miamiga querida sin fórmula, de verdad,me prometió aquel día ya lejano —¿seacuerda?— con una dulce mirada tansólo, como le digo, que la desazón no lainvadiría, que su esperar sería dulce ysereno, como su mirada, como esamirada que ahora me contempla desde la

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fotografía, que su paciencia no seagotaría más que con nuestras vidas yque por siempre jamás persistiría en suespera, en nuestra espera.

La amo intensamente, Felisa, con unamor que no conoce límites y que notiene tiempo ni fronteras; la amoardientemente, apasionadamente, y gozoen haber encontrado la ocasión dedecírselo por carta, después de haberdesperdiciado tantas ocasiones deconfesárselo de viva voz.

Yo le ruego que acepte mi honestapromesa de matrimonio. De no ser asíprefiero que no me conteste; prefieroculpar al correo de su desvío y esperar

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eternamente esa carta que no recibiré,porque usted no la habrá escrito.

Suyo de todo corazón, N.

Si por tu mente pasa la idea deresponderme, como quiero creer,permíteme estas tres líneas. Si no, dalaspor no escritas o por no recibidas.

Te quiero tanto y eres ya tan míadentro de mi corazón, que me permito yahasta tutearte.

Tuyo, tuyo toda la vida, N.»

Me agrada, me agrada

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dolorosamente, leer y releer una y otravez la triste y esperanzada carta de mipobre amigo del 73. Él, que tan gallardafigura hacía con su mortal palidez, se fuea la sepultura sin saber que le amaba.Tardé mi respuesta, que anduvo dandotumbos por los mares, de correo encorreo, y una mañana —quizá él ya mehubiera olvidado— me la devolvieronentera y machacada, suciamentemachacada y tristemente entera, variashoras tan sólo más tarde de haber leídoen el periódico aquella breve notamortuoria:

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…Alférez de Navio……19 de enero……Su desconsolada familia…

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CAPÍTULO VII

No, no y no.

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Domingo

Señor don A. G., administrador deB.E.L.S.A.

Amigo mío: Le ruego que no olvideque este apartamiento meramente

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accidental de mis cotidianas actividadesno obsta para que siga pensando comosiempre sobre el problema que nosocupa. Compre usted Azucareras, comole dije, y ofrezca Petrolillos. No hagacaso de lo que oiga sobre esa supuestadimisión del ministro de Hacienda. Nosea usted incauto en su vida. Si leofrecen Minas de Estaño, compre conreserva. A mi mujer dele algo más estemes, allá hacia el 15 o el 20. No memoleste con consultas demasiado largas.Mi salud marcha muy bien. Ya no tengopor las tardes más que cinco o seisdécimas. Creo que dentro de un par demeses podré volver a ésa.

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Adiós, y no olvide las instrucciones.—B. (Habitación núm. 2. Galería Sur.)

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Lunes

Amigo mío: Retire de golpe todaslas acciones de B.E.L.S.A. que consigaalcanzar. Pague lo que le pidan. Creoque hoy o mañana subirán Azucareras.Venda. Petronilos deberán bajar variosenteros de un día para otro. Compre.Pida abiertamente Minas de Estaño. Esoque me decía usted del ministro deHacienda ya lo veía yo venir; estaba

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tambaleándose desde hacía variosmeses.

He tenido dos fuertes hemoptisis. Niuna palabra a nadie. Envíe nota a losperiódicos, con foto, anunciando mipróximo regreso. Sitúeme en Damasco oen El Cairo, donde quiera, perodígamelo.

A la señorita Fifí no le dé ni uncuarto. Sin escándalo. Diviértala,convídela, paséela, exhíbala, pero dedinero, ni hablar. Antes del rumor,pague deudas. En último extremo, claro.

Adiós, y no olvide las instrucciones.—B.

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Martes

Amigo mío: Si queda alguna acción,retírela; ya se lo dije en mi anterior.Nada de papel estabilizado.Movimiento, movimiento es lo quenosotros necesitamos. ¿Quién le dijo austed que iban a subir Azucareras?¿Quién le engañó sobre esa baja dePetrolillos? No se meta a inventar.Aténgase a lo que yo le digo.

Al chófer de la señorita Fifí lo poneusted en la calle. Sin más preámbulos. Ala señorita Fifí recuérdele discretamenteque hace tres años era pincha de cocina.

Mañana me inician el neumo. Parece

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ser que no podré regresar tan prontocomo quisiera. No olvide la nota a laPrensa. Al cronista de sociedad de LaMañana regálele una estilográfica.Procure que se enteren los demás.

Adiós, y no olvide las instrucciones.—B.

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Miércoles

Amigo mío: Estoy muy molesto ytengo fuertes dolores pleurales. Me haniniciado el neumo. Ahora lo que hacefalta es que no venga el derrame. Dicen

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que es relativamente frecuente. Pero…¿para qué le digo a usted todo esto?Ahora más que nunca, reserva, muchareserva.

Ese asunto de las Azucareras y delos Petrolillos está muy embrollado.Usted, desde ahí, tendrá más elementosde juicio que yo desde este monte. Hagalo que le dicte su buen sentido.

Prepare el terreno para una posiblevisita de la señorita Fifí. Pude muy bienhaber sido herido en accidente deautomóvil. Dentro de diez o quince díashabré tenido tiempo para llegar desdeDamasco o desde El Cairo, ¿no leparece? No lo deje de la mano, por lo

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que más quiera.Adiós, amigo mío, venga usted por

aquí tan pronto como pueda. Estoy muysolo y muy aburrido. —B.

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Jueves

Amigo mío: Estoy pensando que esode haber sido herido en accidente deautomóvil es muy vulgar. A la señoritaFifí, más vale decirle que he sidolastimado en duelo, en duelo a florete,por ejemplo, que es arma con historia.La señorita Fifí es una romántica…

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Le ruego que no me abrume con sumanía bolsística. Ganar dinero meparece muy bien; pero eso de acumular yacumular sin ton ni son, ¿a qué conduce?La felicidad, amigo mío, no es el dinero,créame. La felicidad es la salud; estoybien cierto.

Venda papel y compre casas. ¿Querenta menos? Cierto, muy cierto; pero noolvide que esa renta es muy segura.Además, a mí me han recomendadoquietud y reposo y quiero que todo loque me rodee sea quieto y reposado.

A mi mujer dele lo que le pida. Vayausted al colegio a ver a mi hija; lléveleun ramo de rosas y una caja de

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bombones. Si quiere salir, vaya con ellaal circo. Dele muchos besos de mi partey dígale que la quiero mucho; háblele demí. Adiós, mi fiel amigo. —B.

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Viernes

Este ambiente dulce y pausado, miquerido amigo, da una quietud inaudita yya casi olvidada a mi espíritu.

Sigo en la cama, que llevan rodandotodas las mañanas hasta la terraza, y estapaz me trae a la memoria lejanos ydulces sucesos de mi juventud, cuyo

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recuerdo perdíase ya en la lejanía de losaños.

En el cajón del centro de la mesa demi despacho hay una foto de la señoritaFifí. Envíemela. A la niña llévela alfotógrafo. Que le hagan tres fotos: unade cuerpo entero, donde se vea bien locrecida que está; otra de busto y otrasólo de la cabeza, de su rubia cabecitasoñadora. ¡Pobre hija!

El médico me dice que mi saludmejora y esto me conforta. Creo quelograré restablecerme. —B.

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Sábado

Amigo mío: Si mi mujer le preguntapor casualidad por mi estado de salud,dígale toda la verdad.

Deseo ardientemente unareconciliación. Creo que lo másconveniente sería volver a admitir alchófer de la señorita Fifí. ¿Usted creeque ella se conformaría con el chófer yuna pequeña pensión mensual? Hagagestiones en ese sentido y perdónemeesta fluctuación constante, estasincongruencias. Acháquelas a mi pobreestado de salud.

A mi mujer, repito, dígale toda la

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verdad, toda la triste ydesesperanzadora verdad. Mi salud, enel mejor de los casos, tardará aún variosmeses, quién sabe si años incluso, ennormalizarse. Ha llegado la hora en quenos reunamos de nuevo. ¿Para qué seguircon este engaño que a nada conduce?¿Para qué seguir representando unacomedia cuando el drama se avecina?Estoy decidido a rectificar de arribaabajo; hágaselo saber, se lo ruego.

Un abrazo de su amigo. —B.

. . . . . . . . . .

Domingo

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Querido amigo: Estoy atravesandouna profunda crisis. Estoy abatido ydesazonado. Que nadie se entere. Veonegro el porvenir, y lo que ayer meilusionaba hoy ha perdido para mí todosu interés. ¡Quién me lo había de decir!

No sé si me habrá perjudicado esteambiente dulce y tristón de losmoribundos que en cada soplo del aire,en cada pájaro que vuela o en cada florque se abre, ven extraños y difícilessignos venturosos o desgraciados.

Me siento vagamente feliz… Menoto muellemente en declive y veo —alprincipio con espanto, ahora ya conresignación y hasta con complacencia—

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que estoy abocado a la desaparición quejamás pude sospechar, a la muerteensoñadora y dulce que sólo los poetas,los músicos y a veces las señoritassolteras consiguen de la Providencia.

Es ridículo que un banquero mueraasí. ¿Qué cara pondrían mis compañerossi se enterasen? No, por Dios; que loignoren si no queremos que todo sevenga al suelo.

El designio divino, Dios —¿se dausted cuenta, amigo mío, de que Dios esuna realidad más palpable quizá que eldólar, que la libra esterlina o que losyacimientos de petróleo?—, Dios,decía, ha querido avisarme a tiempo de

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que desentumezca mi alma del pecado, yuna sensación de sosiego interior que nosabría definir invade todo mi ser.

¿Por qué, entonces, a veces, ladesazón me invade?

¡Ah! No sé explicarlo. ¡Es tanextraño todo lo que me sucede!

Mañana seguiré esta carta; ahoraestoy muy cansado.

Reciba usted un abrazo de su amigo,B.

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INTERMEDIO

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Los datos que acabo de someter a laconsideración de ustedes, señoresdirectivos, son de todo puntofidedignos… y desconsoladores. Tantouna cosa como la otra. Resumiendo,tengo el honor de presentar a ustedes elsiguiente breve cuadro estadístico:

Enfermos ingresados en elúltimo ejercicio 66

Enfermos que continúan sucuración en nuestro Centro yque proceden de ejerciciosanteriores

54

Total 120cabida, como ustedes saben, delSanatorio.

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Bajas durante el últimoejercicio 66

Especificadas en la formasiguiente:Por defunción 52Por curación total 5Por curación parcial 9

Verdaderamente, no ha sido un añofeliz. Hemos observado que crece elnúmero de desequilibrios nerviososentre nuestros clientes. Las causas lasignoramos. Hemos observado tambiénque casi todos aquellos clientes enquienes hemos visto esos trastornos sededican a escribir con toda pasión sus

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diarios o sus memorias. Pienso quequizás haya llegado el caso deaconsejarles que abandonen la literatura.Nosotros…

El joven médico residente hizo unaligera pausa. Bebió un sorbo de agua, sepasó el pañuelo por su frente,precozmente calva, donde ligeras gotasde sudor aparecían, y continuó:

—Perdón. Nosotros —decía—, misdos compañeros y yo, tenemos el honorde proponer a los señores de laDirectiva un plan general de reformaque creemos redundaría, en primerlugar, en beneficio de nuestros clientes,y poco tiempo más tarde en provecho de

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los señores accionistas.—¿Asciende a…?—Exactamente, a 3.277.920.—¿A tres millones y pico?—Sí, señor: a 3.277.920. Creo que

esta nueva inversión la amortizaríanustedes en un plazo no superior a ocho odiez años. En todo caso, creo que lesrentaría a ustedes tanto, por lo menos,como en el más saneado negocio.

—Pues cree usted mal.—Perdón. Ése es nuestro modesto

parecer. De otra parte, me permitorecordar a los señores directivos que ennuestros Estatutos se habla de unafunción social a realizar.

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—Dejémonos ahora de eso.—Bien. Ruego a los señores de la

Directiva que estudien el proyecto quemis compañeros y yo les sometemos, sinasustarse por la envergadura de lacantidad solicitada.

—Lo estudiaremos.

* * *

En el cuarto de costura amplio,soleado, las planchadoras y laszurcidoras parlotean sin descanso.

En un rincón, una enfermera ríedescompasadamente. Estremece oír surisa estentórea, que retumba por todo elpabellón, que quién sabe si se oirá en

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las habitaciones de los enfermos, de loshombres que sufren con dulzura y sindesesperanza, porque una leve lucecitade ánimo alumbra todavía en el fondo desus corazones.

La enfermera tiene la bata salpicadade sangre. Ha venido a mudarse. Suaspecto es sano y robusto; el color de sutez, sonrosado; el de sus dientes,blanquecino; el de sus ojos, castaño.

—¡Qué gracioso, Dios mío, Diossanto! Se destapó por completo paramorirse; tiró la sábana al suelo yapareció en cueros vivos, bañado ensangre… ¿Sabéis lo único que teníapuesto en todo su cuerpo? No puedo casi

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ni hablar de risa que me da. Pues sólolos calcetines y las ligas… ¡Ja, ja, ja!

El coro de mujeres rió con laenfermera el divertido aspecto deldesgraciado que murió de unahemoptisis con las ligas puestas. Aalguna costurera quizás le corriese unescalofrío de remordimiento por laespalda…

—A ver, dadme una bata limpia, quetengo que ir a tomar las pulsaciones.

La cocina es complicada,espectacular. Parece la cocina de ungran hotel. Es la hora de la tranquilidad.La comida ya ha sido servida, elservicio de comedor ya se ha recogido,

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la vajilla ha pasado ya al lavadero,quizás ya a la cámara de desinfección, yla cocina, en perfecto orden, aparece entoda su ilustre magnificencia.

El cocinero de alto gorro blanco yabultado vientre, el mismo cocinero que—¿no se acuerdan ustedes?— padece dereuma y pasea por el sendero en lasclaras noches de agosto del brazo de lascriadas, dormita en una silla decepillado pino.

La pincha lee el periódico, sentadaen una banqueta baja, al lado de laventana. A la pincha le gustan lasnoticias del extranjero, las estupendasnoticias del extranjero. Ella lee

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deleitosamente los terremotos deSumatra, las corridas de toros mejicanosque acaban a tiros, las guerras delExtremo Oriente, las paradas militaresde Tokio, los robos a mano armada deChicago, las vicisitudes del últimoexplorador de los Andes o delAmazonas.

Un aire de beatitud perfuma elambiente. Todo es silencio; se oiría elruido de una mosca al volar…

El cocinero cambia de postura y sedespierta.

—¿Qué lees?—Eso de ese noruego que fue al

Polo Norte.

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—¡Buen noruego estás tú hecha!¿Qué pasa? ¿Por qué esa intimidad?

¡Ah! Eso es lo que nadie sabe. Ésa es laincógnita, la inexplicable incógnita.

—¿Sabes lo que te digo?—¡Qué!—Pues que más te valdría marcharte

a la ciudad. Ya estoy harto de líos.El cocinero suelta pausadamente las

palabras como un orador.—Y volver cuando hubieras

arreglado todo. No creas que se van atragar otra vez lo de la apendicitis.

¿Lo de la apendicitis? ¿Qué diceeste hombre? Este cocinero parece quehabla en cábala, que piensa en clave, no

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hay quien lo entienda.—Con ese vientre que se te ha

puesto…

* * *

En el hall del Sanatorio, losenfermos conversan un rato antes deacostarse. Son susceptibles y sociables,huraños y con ganas de vivir y decontarse sus vidas, pensátiles ycomunicativos. Los hay hermosos yhorrendos, elegantes e inelegantes,sabios y poco cultivados. El aspecto queforman es siniestramente abigarrado.Junto a la pobre virgencita tísica quellora de nostalgia, de histeria y de

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irrealizables y jamás concretadosamores, se sienta el tiburón catarrosoque la mira con insaciables ojos defauno. Al lado del poeta que miraatentamente para el techo, juegan a lasdamas el masturbador de negras ojeras ycansino mirar y el agente de Bolsa deblanquecinas sienes y guantes degamuza. Enfrente de la piadosa señoritaque enfermó de virtudes, fuma suclandestino cigarrillo la casquivanaincrédula y coqueta.

Un novelista tendría en aquelambiente preciosos datos para suslibros.

Fuera, si es en invierno, la nieve

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extiende su blanco manto. Si es enverano, el sol dora las copas de losárboles.

Algo existe en el aire que no sepuede precisar: algo que pesa sobreaquellas mujeres y sobre aquelloshombres como una gruesa losa degranito. Las cabezas aparecenligeramente inclinadas como un pesar. Aveces alguien ríe, pero su risa se rompecomo un vaso, en un estéril alboroto,contra las paredes. La conversación esrara vez amena; por regla general girasobre el eterno e inagotable tema de laenfermedad. Los tuberculosos handejado de ser abogados, de ser

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ingenieros, comerciantes, pintores,novios, insatisfechos amantes; handejado en un sitio ya remoto la cargapesadísima de sus jamás igualescaracteres… Ahora ya no son más queenfermos, que enfermos del pecho. Todauna vida dando vueltas alrededor de unsíntoma que se tuvo —va ya para tresprimaveras— una mañana allevantarse… Sólo, de vez en cuando,alguien habla tímidamente de los temasinacabables: del amor, de la pintura, deltiempo, de la poesía…

Hay gentes a quienes agrada elsufrimiento. Son de dos clases:sufridoras y mortificantes. Las

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sufridoras gozan en la propia desgraciacon un aplomo que espeluzna; lasmortificantes gustan de hacer sufrir a losdemás, de decir la palabra hiriente, laaguda frase venenosa, de ensayar elgesto displicente, la mueca que lastima.Tanto las unas como las otras suelen serviolentos y alucinados espíritusreligiosos; inventan mitos y nuevas ydifíciles devociones, mixtifican eternose inmutables conceptos, tergiversanseñales y augurios hermosos ysencillos…

En el hall del Sanatorio la divisiónes bien clara, bien manifiesta.Excepciones, ¿dónde no las hay?

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* * *El otro día, por la tarde, pasó por la

carretera, como una exhalación, elantiguo médico en su automóvil. A sulado iba sentada una muchacha; dicenque era aquella doncella tan mona queecharon hace ya tiempo, poco antes deque él abandonara el Sanatorio poraquellas palabras que tuvo con eldirector.

Al pasar ante la verja tocó la bocinacon cierta sorna.

* * *

Yo tengo un primo que se llamaAntón. Tiene once años, es rubio y

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soñador, y dice con sus claros ojosazules espantados y tremendamenteabiertos, que si corriésemos más que laluz podríamos ver la Historia.

El muchacho tiene ganglios y dolorde cabeza, una blusa amarilla de sedacruda y una voz agria e impensadamenteronca clavada en el mismo centro de susonrisa.

Pues sí. Si fuera cierto lo que miprimo dice y si además pudiéramosgalopar aún más de prisa que la luz, nossería fácil ir viendo paso a paso todaaquella preocupada novela de amor delantiguo médico residente y la doncella;aquella doncella, ya sabéis, tan mona

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que echaron hace ya tiempo, poco antesde que él abandonara el Sanatorio.

Saldríamos de hoy e iríamoscorriendo hacia adelante, pasando ennuestra carrera los días que aún andanunos detrás de otros, como siempre,cosidos a su destino, por el espacio.

Veríamos primero cómo susespíritus sonreían de cinismo al pasarante la verja, cuando tocaban en labocina aquellos golpecitos ridículos.Veríamos después cómo poco antes,parados en aquel grupo de álamos quehay en la carretera que trae de la ciudad,se besaban con frenesí, sin hacer casode los automóviles que pasaban; cómo,

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tan sólo unos instantes antes, ella,graciosamente cursi, le preguntaba aloído si la querría siempre, siempre,siempre; cómo, antes de partir de laciudad, habían andado afanosamente deun lado para otro buscando moiré azulpara las colgaduras de su clandestinaalcoba, a todos los soles abierta comoun corazón…

Apretaríamos el paso para corrermás y más, y tiempo llegaría en que, aúnmás adelante, nos encontraríamos condías más antiguos, con las fechas por lasque, todavía en el Sanatorio, ytratándole respetuosamente de usted, ladoncella sonreía a los requiebros del

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médico residente con una sonrisa queera toda ella una segura promesa desumisión.

Entre estas horas, lejanas, y aquellasotras, más próximas, en que paseaban suprohibido amor por carretera, pasaroncosas que, ¿para qué vamos a relatar?

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SEGUNDA PARTE

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CAPÍTULO PRIMERO

Me abruma el pensamiento de novolverte a ver, viejo rincón,

viejo rincón…viejo rincón…

que tienes un eco en mi pecho, en mipecho cada vez más vacío, que resuenaya como un hueco ataúd,

como un hueco ataúd…

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como un hueco ataúd…

No pasan diez minutos sin que misangre infiel tiña de rojo el fondo deagua roja de la brillante escupidera. Ycada gota de sangre que ceden mispulmones es un instante de vida que seescapa.

de vida que se escapa…de vida que se escapa…

Me voy a volver loco de tristeza alverme claudicar sin ni siquiera fuerzaspara asirme al tiempo que se ríe de miespanto.

Sobre la mesa de noche tengo el

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Kempis. Tú eres la verdadera paz delcorazón. Tú el único descanso. Fuera deTi todo es desasosiego e inquietud. Enesta paz eterna… en Ti, sumo y eternobien…, dormiré… y descansaré…

dormiré y descansaré…dormiré y descansaré…

Amén.

. . . . . . . . . .

El médico me dice que lo de ayerfue un ligero vahído sin importancia.Más vale así. Pasé por momentos deverdadero apuro. Creí morir…

Hoy me encuentro mejor y más

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animado. No me explico cómo tuvepresencia de ánimo bastante para cogerla pluma y seguir escribiendo.

Aquellas ideas luminosas yoptimistas que antes poblaban miimaginación como alegres geniecillosparecen haberse aburrido deacompañarme. Ahora veo gris ycauteloso el horizonte, como un frío marsin vida y sin ilusión.

La señorita del 37 ya no sueña consus mirlos pensativos y arrastra unaagonía inmerecida y cruel. Un penadogracioso y encantador arrastrando unaférrea, oxidada y maldita cadena de mileslabones.

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El tiempo se ha paradodefinitivamente sobre nosotros, y el aireya no corre más jovial a unas horas quea otras. Estos últimos saltos del reloj,¿por qué, Dios Santo; por cuál crueldesignio os esforzáis en hacerlos tanrigurosa y tristemente iguales?

Vivir así es muy poco vivir; pero, deotra parte, morir también así, sin habervivido lo bastante alegremente paraencontrar la muerte natural, es tandesalentador…

No paro ni un instante de echarsangre. Me dicen que son extraños loscasos de muerte por hemoptisis. Esposible; pero me obstino en dudarlo, en

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no creerlo por lo menos a ojos cerrados.La muerte la veo cerca y ya me voyfamiliarizando con la idea. Después detodo, ¿para qué desear vivireternamente, cuando la vida tan pocosgoces nos ha proporcionado?

Estoy fatigado y con pocas ganas deescribir. Quiero, sin embargo, cumplirlo que me prometí e ir dejando, cuartillatras cuartilla, estos últimos yatormentadores tiempos míos.

Siento como un descanso ir dejandomarchar la pluma, sin prisa alguna,sobre las blancas hojas del bloc e ircontando poco a poco esas vagasimpresiones que la agonía marca en mi

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cerebro.No llamarme pesimista si alguna vez

me leéis; pensad tan sólo que esinaudito, que es casi inexplicable, norebelarse contra la triste y oscura muerteen la cama de un Sanatorio, no alzarseiracundo y enfurecido contra esta muerteruin y miserable que se esconde paraatacarnos, que se agazapa para haceraún más segura presa en nuestraspobres, tristes y —¡todavía!—gozosamente doloridas carnes.

. . . . . . . . . .

Pasó ya el tiempo hermoso delruiseñor; los días tibios y casi alegres

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de sus conciertos desde lo alto del tilo;las horas amables y beatíficas de lasnoches de verano.

Mala época el otoño. Las hojas delos árboles caen inexorablemente, comoa una llamada, desde los tallos queendurecieron las lluvias y los vientos, yel suelo se alfombra de una espesa capade follaje que da todos los tonos de lamuerte: el amarillo de los canarios, elde los limones, el de los trigos, el ocreque es gracioso a la vista, el siena quenos hace estremecer…

Los viejos pinos, perennementeverdes, guardaron ya los alborozadosbrillos de julio y agosto y volvieron a

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vestir sus funerarias galas invernales,sus verdinegros hábitos de monje enpenitencia, de triste disciplinante quemacera sus carnes, aún ayer acariciadaspor las galantes hadas mimadoras quearden al mismo tiempo del cigarrillo oque se espiritúan, suavísimas, al instantemismo de acercarse la breve copa delicor a los labios.

Camino del invierno, en el corazónmismo del otoño, se ven las cosas dedistinta manera que en pleno verano, consus soles verticales, sus días amplios yluminosos y sus noches tranquilas yestrelladas.

No sé; dicen que es mala fecha la

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primavera, al brotar las acacias, paralos tuberculosos. Es posible; pero másdura y triste, más amarga y tirana se meantoja la época de estos lluviosos mesesindecisos en que la muerte azota,demasiado a la vista, sobre los campos,y uno encuentra su ánimo comosobrecogido por el espanto.

La señorita del 37 ya no añora,pensativa, la ausencia de su novio, elamaestrador de silbadores mirlos, y eldesconocido y negro pájaro del tejadoha levantado ya el vuelo hasta la nuevaprimavera, hasta el alborear —una vezmás— del mundo, que sólo Dios sabe siyo todavía presenciaré.

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Las golondrinas, que raudascruzaban la alegre alambrería deltelégrafo, han volado hacia el Sur, y losmurciélagos que nacían noche a noche, acada puesta de sol, se han dormido parasiempre como ensimismados faquires.

La vida escapa a buscar el mismocalor que la alimenta, y los que nosquedamos con escasa vida, rodeados delos fríos y de las tristezas que ya seanuncian, temblamos al pisar la húmedatierra, la verde carretilla, las violetasque crecen tímidas sobre las tumbas.

Habrá que mostrar resignación antelo que sucede, si no como pensáramos,sí al menos como Dios lo ha dispuesto.

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Aquellos breves dos meses que noshabíamos marcado como meta de nuestracura se han esfumado ya en el sacotristón y rebosante de los malosrecuerdos. ¡Qué le vamos a hacer!

Voy familiarizándome con la lúgubreidea de la muerte, y sólo me trastorna,de cuando en cuando, el pensamiento deno volver a ver, como hubiera deseadohacerlo, los entrañables lugares pordonde alguna vez pasé.

La tristeza se apodera de mis pobrescarnes y las lágrimas asoman a mis ojosal pensar que sólo con la imaginaciónpodré ya despedirme de aquellos sitiosa los que tan ardientemente amé.

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—Adiós para siempre, mi viejorincón, mi querido gallinero; adiós parasiempre, oscura y hermosa piedra delacantilado, donde bate el cariñoso mar;adiós, jugosa y verde hiedra del bellocementerio; adiós, dulce y dichosapareja de novios, gruesas y dócilescriadas de mi casa, a quienes mi pobremadre os despidió por sucias cualquierdía y yo no os volví —y ¡ay! ya no osvolveré— a ver jamás.

No tengo fuerzas para levantarme.No tengo ánimos para rebuscar entre misbolsillos y volver a contemplar otra vezaquella esquela tímida y fugaz de lajoven novia mía que, pobre y

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encantadora, murió como un pajarito enel pabellón del Norte.

Estoy abatido, profundamenteabatido, y no ceso ni un instante de tosery de escupir sangre.

Esto es desesperante, Dios mío, ¿porqué no os dignáis darme un ápice de loque a manos llenas derramáis sobre laHumanidad? ¿Por qué sois tan exigente,Dios mío? ¿Por qué no aflojáis uninstante vuestra mano, que beso y queme ahoga?

¡Ah! Soy desgraciado, muydesgraciado, y sé que voy a morir —¡quién sabe si aún más pronto de lo quepienso!—; pero antes, Dios mío, antes

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de la blasfemia, antes de un nuevovómito de sangre, de un nuevo golpe detos que me reviente las sienes, ¿por quéno me enviáis un ligero soplo de airefresco, que sirva para llenarme —aunque sea por última vez— desonriente brisa mis ahogados pulmones?

Dios mío, santo Dios: no dejéis quedesespere, no permitáis que muera comoun enterrado, no consintáis que muerdami propia lengua para evitar…

No, no sería capaz.Prefiero morir.

. . . . . . . . . .

La señorita del 37 ha muerto. Es

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espantoso.Me dice la enfermera que parecía

una figurita de marfil, con susalabastrinas manos cruzadas sobre elregazo como en oración, y sus ojoscerrados dulcemente a la vida, comogozosos de haber vuelto a encontrar —¡al fin!— la senda de la dicha.

La infeliz muchacha era una santa,una verdadera santa, y Dios quisollamarla para que le hiciera compañíaen su infinita soledad, en su celestialaislamiento.

Ahora, desde el alto cielo, ya nollorará cuando a lo lejos divise las lucesde la ciudad encenderse cada noche.

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Ahora, desde el hermoso cielo,cuando vaya a acostarse ya no apretarácontra su pecho, hasta caer invadida porel llanto, aquella fotografía de su novio,que tanto y tan amablemente le atosigabay le hacía sufrir.

Ahora, desde el lejano cielo, ya nocontará a nadie casi misteriosamente sustristes cuitas, ni ya a nadie preguntarácon su mejor sonrisa sobre el origenremoto de aquellos frecuentes einquietantes esputos rojos que tanto lepreocupaban; ya a nadie interrogará consus ingenuas razones de colegialaenferma, tímidas y encantadoras comovioletas recién nacidas.

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—Ayer, ¿no sabe usted?, tuve tresesputos rojos grandes y cinco pequeños.¿No cree usted que seguramente serán dela garganta?

Ahora, desde el clemente cielo, yano tendrá que mostrarse pensativa nihacer esfuerzos inauditos para llegar aconvencerse, ella también, que aquellasangre salió, efectivamente, de lagarganta.

¿Será feliz nuestra señorita del 37 enel cielo? ¿Se habrán colmado susinconcretas ansias de dicha, esosanhelos que su soltería no permitiójamás que pudieran llegar a llamarse porun nombre?

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¡Ah, qué ignorantes somos y quépoco vemos más allá del alcance denuestra primera mirada! La señorita del37 será, quizás, dichosa en lacontemplación de Dios; pero feliz, loque se dice realmente feliz…, ¿lo será?

En el cielo, a la señorita del 37 lefaltará para ser la imagen misma de lamujer feliz el haberse sentido dichosa,por lo menos, un solo instante en estebajo mundo. Y, mientras tanto, nuestraseñorita del 37 arrastrará por lasgozosas zonas donde Dios se hace vistay deslumbradora presencia, su vagosentimiento de no haber poseído ni unmomento esa felicidad de cuerpo entero

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que se encuentra una vez en algunasvidas y que huye veloz aun antes, aveces, de que nos hayamos dado cuenta.

Si esto es una blasfemia, que Dios,que está en los cielos, me la perdone.

. . . . . . . . . .

Y el tiempo, esa cosa que nadie sabelo que es, pasa fatalmente sobrenosotros. Ahora soy ya más viejo, estoyya más muerto que hace sólo unossegundos, cuando escribía la «Y» con laque empieza este párrafo. Es una ideaque me atosiga y me desazona comoninguna otra, una idea que siento golpearen mis pulsos, en la muñeca, en las

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sienes, en mi pobre y destrozado pechoque no quisiera dejar de latir ni derespirar, una idea que desplaza de miimaginación a todas las demás, quequiere, exclusivamente, cruelmente, serella la única que acabe llevándome alsepulcro.

Ahora ya no albergo duda alguna demi siniestro fin, de mi destinodescorazonador, y quiero volver a Dioscomo las olas vuelven después de unazaroso viaje de galernas y bonanzas, desuaves brisas y violentos tifones, hastala mansa orilla, hasta las dulces playascon muchachas pescadoras de cangrejosen su decoración y breves velas amables

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retozando como núbiles corderos sobrela tersa superficie ya amansada.

Dudo, dudo constantemente de quemis muchos pecados puedan serperdonados, y, sin embargo… ¿Hetenido tiempo, realmente, de ser ruin ydesagradecido de verdad? A veces creoque no, y esa idea viene a consolarme demi indecisión.

No me importa la muerte —no meimporta demasiado—; pero el solopensamiento de que este infierno que envida he pasado fuera pálido al lado delque pudiera esperarme, hace que yoquisiera convertirme en bello trozo decuarzo que duerme en las entrañas del

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monte, en silvestre arañita que habitaentre la hierba de los prados, ennubecilla que dura un solo instante, enternera que muere —ya se sabe quemuere— a manos del matarife, pero aquien no espera ese espantoso einquietante final de los infiernosinciertos.

. . . . . . . . . .

A estas horas nacen en todo elmundo nuevos niños y niñas, nuevoshombres y mujeres de mañana. ¿Por qué,Dios mío, no los matáis en la mismacuna, antes aun de abrir su primeramirada?

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¡Ah! La gaviota que flota muerta yempapada de sal sobre la bahía es aúndigna de envidia por nosotros loshombres, que no sabemos, por másesfuerzos de imaginación que hagamos,adonde iremos a parar con nuestrospecados.

. . . . . . . . . .

La carretilla marchaba por elsendero, entre los pinos, bordeando elbarranco, arrimándose al arroyo en elque se reflejaba la luna, impasible yfría, como la imagen misma de lamuerte…

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CAPÍTULO II

Sábado 5

Hace ya tiempo que no me viene aver. Ya no me quiere con aquel cariñocondescendiente y contemplativo que letrajo el verano, con una ilusión casi decolegial, y el otoño le robó con el fríodesengaño de quien de repente y parasiempre ha perdido el candor.

Yo estoy triste y no me intereso yapor sus amables clásicos.

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Ya no me coge las manos a solas.Ya no volvemos la fotografía de

cara a la pared.¡Dios mío! ¡Dios santo! ¿Por qué

hacéis tan tristes estos últimosmomentos míos?

Sus manos largas y elegantes, susblancas manos, que al accionar parecíancomo gráciles avutardas a punto deposarse sobre el suelo, estarán a estashoras comidas por la fiebre que lasdevora. ¡Pobres hermosas manos,nacidas para acariciar tersas frentes, yacabadas en manojo de huesos, con elamor marchito y muerto tan sólo a florde piel!

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Ya no se abalanza sobre mí, ni ya mebesa.

No tengo fuerzas ni ganas de hacer lamás mínima resistencia.

Domingo 6

Mi amigo del 52 está callado. Ya nome dice que soy una romántica y unasoñadora. Él, sin embargo, con supalidez de cera y su sensible corazón…

Hace ya tiempo, mucho tiempo, queno viene a visitarme, que permaneceatado, como yo permanezco, a la galeratorturante de la cama de ruedas.

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La caparazón de cultura que seobstinaron en colgarle como lastre, a él,que hubiera podido nacer para poeta,para intentar ahogarle su corazón de oro,se ha roto ya hace tiempo, cuando laenfermedad hizo trizas suspreocupaciones pasajeras. Hoy ya nopiensa más que en una sola cosa.

¿Seguirá escribiendo, con idénticoafán, aquellas cuartillas que no queríaenseñarme y que tanto me hubieragustado leer?

Lunes 7

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El frío se ha echado sobre nosotros yen la galería… ¡Ay, quién pudierareposar en la galería, bien abrigada ens u chaise-longue, con sólo la cabezafuera de la manta, y el apaciblepensamiento volando ingrávido antenuestros ojos!

El viento sopla incansablemente enlos entornados cristales, y ya las moscasse han refugiado, huyendo del maltiempo, en sus misteriosas einaccesibles guaridas invernales.

Dicen que el tiempo es sano para losenfermos del pecho. Quizás sea verdad.Una mosca no hace verano, bien ciertoes; pero de mí me es doloroso reconocer

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que voy de mal en peor, que son yapocos los instantes en que los negrosnubarrones de mi horizonte se abrenpara que pase un tibio rayito deesperanza.

Sigo pensando que las cosas son,casi siempre, mucho más fáciles decomo nos las figuramos. Yo quisieraresistir a la muerte, vivir, aunque fueradolorosamente, toda una eternidad; nopensar ni un instante que alguien pudieradecir al ver mi cadáver:

—¡Ah, si hubiera resistido un poco,si se hubiera negado! ¡Si hubiera dicho:no, no, todavía no!

Hoy no he tenido —¡no lo diga

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demasiado pronto, Dios mío!— ningúngolpe de sangre. Estoy en una quietudabsoluta y parece ser que el hervor demis pulmones se ha ido apaciguando. Lafiebre, sin embargo, sigue alta —mañana, 38,5; mediodía, 38,2; tarde,37,7—, alta, y lo que parece peor,invertida; como altas siguen laspulsaciones y las respiraciones y lavelocidad de sedimentación, que se haabonado ya a las altas cifras y no hayforma humana de hacerla bajar hasta losescasos números de la salud.

Lo único que desciende, y desciendesin parar, es el peso, que ahora sí que nohay ya quien lo detenga.

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¿Para qué me ha servido la Monaldique tanto me dolió y que tantas estérileshoras me tuvo sujeta al aspirador, al«gasógeno», como le llama irónicamenteel dulce 52?

Tuvieron que puncionarme en lamisma pantalla de rayos, sentada sobrela mesa de neumos. Me pincharon dosveces; la segunda, cuando encontraron lacavidad, creí morir; una sensación comode fuego me invadió el pecho, y uncaudaloso sudor casi frío se desprendióde todo mi cuerpo. Hay instantes en losque una piensa que más valdría,ciertamente, hacerse a un lado delcamino y dejar paso franco a la muerte,

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que nos abrazaría con suavidad y cariño.¿Para qué ha servido esta plastia,

que me ha deformado el cuerpo y vacamino de torcerme el espíritu?

¡Ah, si yo hubiera tenido a quienpreguntar: ¿qué hago?, ¿me opero?, ¿nome opero?; si yo hubiera tenido a quienpedir un poco de cariño, un poco nadamás del mucho cariño que necesito!

Martes 8

Mi boca ya no puede besar. Es comoun nido de víboras traicioneras quemuerden la tibia mano gordezuela del

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niño que en su inocencia intentóacariciarlas.

¡Ay, Dios mío, Dios mío! ¿Por quéme habéis maldecido? ¿Por qué meseñalasteis? ¿Por qué…?

52, amigo mío, hoy más que nunca…

Martes 8, por la tarde

Mi ánimo ha caído en abismos tansin fondo, que no hay quien lo levante.Me fallan las fuerzas definitivamente.

¡Cómo me compadece —y con quérazón más triste y más certera— el buenmuchacho del 52!

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Ahora ya no lo veo, ya no diviso losbellos brillos de sus ojos castaños, yano escucho su voz tan tristementearmoniosa… Ahora ya no me queda ni elconsuelo de dormir al arrullo de lascigarras, que ya han muerto, que ya nocantan entre los cardos; de los grillos,que ya se han escondido —¡para todo elinvierno!— dentro de su agujero; delpájaro, que ya no pasa como pasaba,rebosante de salud y de alegría, casirozando el tejado.

Miércoles 9

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Ya no me hace efecto el fanodormo.Padezco un insomnio atroz, un crueldesvelo que me fatiga y que medesazona.

A veces logro pegar ojo un breveinstante, que aprovecha mi imaginaciónpara poblarme de fantasmas que meespantan y que me hacen desear lafatigosa vela.

Me paso el día entero en la cama,pero el sol, por más que se lo pido, yano dibuja alegres sombras en el techo yen las paredes.

El libro de poesías que me prestó el52 ya no me gusta. Es más triste que mipropia tristeza, mi misma manera de ser.

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Aquellos amores no correspondidos,aquellos hermosos proyectos que eltiempo se encargara de enfriar, ydespués de echar por tierra, ¡quiénpudiera volverlos a añorar!

Mi pobre álbum de fotografías…Voy a rezar; voy a pedir a Dios que

me dé unas gotas de resignación, queahuyente mis negros pensamientos.

Jueves 10

¡Qué alegría me dio el 52llamándome por teléfono! Estuvimoshablando un largo rato; ahora —por más

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vicisitudes que pasemos—, ni él ni yopodemos salir de nuestras camas.

En sus palabras adivinaba como undeje —sincerísimo, ciertamente— decompasión que me sobrecoge y meacobarda. ¡Es tan bello, pero tan triste,inspirar lástima!

A la señorita del 40, mi ya viejaamiga, no le vuelve la juventud a la faz,que sigue apareciendo, cada mañana,inefablemente cansada.

Sigue siendo guapa, sigue pintándosey sigue sin abandonarle la tos terribleque trajo de la ciudad. ¡Pobre!

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Viernes 11

Mi amigo el 52 —¡qué loco!— se halevantado sólo para venir a verme. Seechó una bata sobre los hombros, unabella y elegante bata de hombre demundo, se calzó sus zapatillas yapareció en mi habitación.

Ha estado tan cariñoso conmigocomo siempre. Se sentó a los pies de micama, como hacía ya tiempo que nosucedía, y me ha estado contandoextrañas y divertidas hazañas de trasgossentimentales, de brujas alquimistas y decuriosos y juguetones duendecillos. Lohe pasado muy bien con sus irreales

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historias y he sentido cómo mi espíritudescansaba.

Estuvo en mi alcoba, por lo menos,dos horas o dos horas y media. Sigueteniendo todo el aire hermoso ydecidido del tipo alto y como soñadorde la costa del Norte. Está quizás algodesnutrido, un poco más delgado que laúltima vez que lo vi.

Cuando se le acabaron las últimasandanzas de sus espíritus, se me quedómirando fijamente unos instantes.

Era ya más cómodo tutearnos.—¿Qué ves en mí? ¿Por qué me

miras con esos ojos?—¡Mi pequeña amiga! ¿Qué ves en

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los ojos que, al mirarte, descansan comola fiel abeja sobre la flor?

—¡Ah, querido mío! ¡Eres un poeta,un tímido poeta!…

—¿Enamorado?—Sí; ¿por qué no?Quedamos un corto instante

callados, con nuestros ojos reclinándoseen dulzura los de uno sobre los del otro.Teníamos las manos enlazadas, y unasensación como primaveral —¡de quétriste primavera, Dios mío!— volaba,ingrávida, sobre los muebles de lahabitación.

Me costó un gran trabajo romper eltibio cristal de nuestro silencio.

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—¿Sabes lo que he pensado hace yatiempo?

—¿Qué?—Pues que la felicidad es más fácil

de conseguir de lo que parece.—¿Y tú has sido feliz alguna vez?—No; jamás. Pero no desconfío en

serlo todavía.No podría explicar lo que entre los

dos sucedió. Fue un instante debienaventuranza, breve, brevísimo, peroque sólo él compensó todo mi largoesperar.

Estuvimos callados, llorando.—… Sólo que, a veces, el poseerla

nos entristece; nos advierte: «¡Qué feliz

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eres, aprovecha el instante!» Y una,preocupada por ese instante,desaprovecha la felicidad, que se vatambién mucho más fácilmente de lo quenos creyéramos cuando la teníamos alalcance de la mano.

Mi amigo el 52 me besócariñosamente en la mejilla.

—¡Pobre mi pequeña y lánguidamuchacha!

Mi camisón rasgado es una reliquiade un valor incalculable para mí. Lo heescondido en el armario, dulcementedoblado…

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Sábado 12

Hoy no me he pesado. ¿Para qué?Nada me importa ya estar fea ni delgada.Mi imaginación no puede apartarse delrecuerdo de la tarde de ayer. Era loúnico que me faltaba para morir feliz…

La señorita del 40 sigue reposandoen su otra vez solitaria chaise-longue, allado de la mía, ya abandonada, ya vacíay sola desde que no dejo la cama ni unsolo instante.

Ha venido a visitarme, a interesarsepor mi estado de ánimo…

—Tú me perdonarás. ¡Estuve tantriste ayer, todo el día sola!…

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La tos la seguía atormentando,pertinaz e incansable; a mí mepreocupaba no poder consolarladiciéndole una vez más:

—Ya verás cómo este aire tan puropronto te quitará la tos.

¡Llevaba ya tanto tiempo respirandoel aire puro que no la curaba!

Ella ya no sonreía, como entonces,su tímida protesta; ya no hablaba de suconfianza, que quiso ser ciega y eltiempo se encargó de irla minando pocoa poco, para derribarla después; ya nose acordaba para nada de la codeína; yano aseguraba su confianza en lasalvación y en el regreso a la ciudad, al

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bar, al music-hall, otra vez a losamigos, a los cigarrillos…

Me he acordado de repente delpobre muchacho del 14, que murió lavíspera de un luminoso domingo, haceya algún tiempo.

Tenía los ojos azules yhermosamente tristes.

¿Por qué será que el recuerdo de lode anteayer, que no consigo ni quieroapartar de mi cabeza, me trae siempre latriste añoranza del 14, de la mano mismade la bella y esperanzadora realidad del52?

¡Pobre muchacho!A estas horas estará ya en la Gloria,

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donde no se sufre, donde todos lossueños no conseguidos en esta vidallegan a alcanzar realidad. Es la ilusiónque tengo en este momento: pensar quealguna vez podré volver a verlo.

Una duda me asalta. ¿Podré volver averlo? ¿Será la Gloria un éxtasis, unacontemplación, como creemos loscristianos? ¿Será una ampliación de lostremendos placeres de la tierra, comosuponen los mahometanos? ¿Será unhacerse Nada y encontrar en la negaciónla ansiada felicidad, como piensan losindios?

Aquellos versos suyos que mededicó, y que empezaban hablando del

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color de mi pelo y de la palidez de mismejillas, ¿los entenderán los espírituselegidos?

No puedo borrar hoy de mi recuerdola idea de su cadáver, olvidadamenteencerrado en su ataúd. ¿Por qué, Diosmío, por qué se enterrará tan cruelmentea los muertos?

Hoy me encuentro peor.

Lunes 14

Al 52 le espanta pensar en la muerte.—Yo quisiera —me dijo en cierta

ocasión— creer en la transmigración de

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las almas; creer que la memoria, elentendimiento y la voluntad son eternose indestructibles; creer queperennemente guardariamos memoria detodo lo sucedido. La posición deAristóteles pudiera ser un punto departida, ¿no te parece?

No tuve más remedio queresponderle que no entendía una solapalabra de esos problemas.

El recuerdo del 14, que yo le sugerí,le espanta y le saca de sus casillas.

—No hablemos de eso. ¿Para qué?¿Por qué obstinarnos en levantarmuertos si todavía somos capaces…?

—¿De qué?

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—De guardar bellas y rasgadasreliquias de seda…

—¿Quién te lo dijo?—Los diez años de edad que te

llevo, muchacha, que para algo mehabían de servir.

¿Qué le habrá pasado al 52? ¿Seráun cínico?

Martes 15

A veces, las mujeres nos damospoca cuenta del mucho mal que hacemoscon nuestra ligereza al enjuiciar.

El 52 tenía posiblemente razón. ¿Por

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qué obstinarnos?Me sigo encontrando floja y abatida.

Miércoles 16

Volvió de nuevo el 52, pálido,demudado. No hay en todo el orbehombre más hermoso.

Hasta hercúleo me pareció cuandovi su torso desnudo.

He tenido tres fuertes hemoptisis.¡Aún tengo sangre!

Nada me importa ya morir; nadaabsolutamente.

. . . . . . . . . .

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* * *

La empujaba el jardinero, elpelirrojo jardinero, que canta en vozbaja cuando poda los geranios o losrosales…

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CAPÍTULO III

Cuando la desesperanza le hainvadido a uno, porfiada y cautelosa, yhace sentirnos, cada vez más próxima, lacruel presencia de la muerte… Sí; nohay duda. Es entonces cuando máscreemos haber acertado. Ya no levantola cabeza, y, sin embargo…, ¡qué bienhice viniendo al Sanatorio!

La muerte es un bello y airosoremate para una juventud desgraciada.

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Sé que voy a morir antes que mis amigosy a ellos voy a encomendar los brevescuidados estéticos que quiero seobserven con mi cadáver antes de serenterrado.

Nada de gruesas piedras sobre latumba; una capa de mantillo, noprofunda, tan sólo lo bastante lejanapara que no me desentierren los perros,y una breve caja de dulce madera, sinagrios herrajes ni amargasinscripciones.

La muerte es algo tan tremendamenteairado, que sólo la desnudez, laelemental desnudez, puede escindirladel ridículo.

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Pensar en viejo me abruma y, sinembargo, pensar en joven, en sano yarrogante joven, me parece taninsípido…

La juventud, la juventud. Dios da lajuventud, como un manjar de premio yde esperanza, a quien sonríe eternamente—a veces hasta inconscientemente— ala adversidad.

El tiempo pasa; la juventud semarcha de la mano del tiempo; laesperanza se aleja batiendo sus albasalas, como una gaviota pescadora sepierde sobre las olas, camino de altamar, y si la sonrisa se salva, como salvala alegría de haberlo cometido la hiél

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del primer pecado, Dios nos obsequiaconservándonos la juventud, la sana yarrogante juventud, que en su insipideztiene su encanto más florido.

Pensar en viejo, en cambio, pesatanto…

A mi memoria acuden, como tristesviajeros perdidos en la llanura, aquellosversos del poeta español del siglo XIX,que tanto me agrada recordar, cuandopienso que el eco que dejara en miespíritu el primer temblor del choque demi vida, de mi pobre vida, con lamuerte, tan presto está a ser apagado porel rumor confuso, sordo y escalofriantede la maraña de gusanos cebándose en

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mi corazón, en mi hoy todavía rojo ypalpitante corazón:

«No más oí de la gentil sirena,

no más de lo que aún guardan,lejanamente acariciado, misdesdichados oídos; no más de

el concierto divino,

que el bondadoso Jehová se complaceen que yo me deleite con su susurro. Y,sin embargo, las campanillas de cristal ylos siete dardos de la escala ¡me suenanya tan a cascado, tan a anciano y apodrido!… Ya no suena en mi mente la

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voz de tiple de los rosadospensamientos.

sino el tumbo del mar sobre laarena…

que me representa al alma, que seobstina en hacer vivir a un cuerpo que seconsume de desprecio,

y el bronco son del caracolmarino»,

que hasta la montaña nos trae los SOSde los navegantes que se ahogaronpensando en sus novias lejanas, y losayes de horror de las novias que

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murieron, de pie sobre el acantilado,oteando el horizonte que ningúnconsuelo había de traerles.

La muerte no es espanto; es aliviotan sólo. Y el no poder vivir esdesalivio y lucha que se pierde.

. . . . . . . . . .

Me he mirado al espejo. Tengo untriste y simbólico parecido con mimadre. Bien claro está mi destino, que nime espanta ni me desilusiona; que lo veollegar con la misma calma con que el díase va, tarde a tarde, para que llegue lanoche.

Pero mi madre murió más feliz que

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yo, porque dejaba un alma tierna yestremecida que le llevaba madreselvasa la tumba…

Era tan buena, tan buena, que Diosno atendió su súplica:

—«… Y que jamás, se lo pido porlo más santo, te rompa las venitas de lospulmones.»

Y fue, al mismo tiempo, tan queridapor Dios, que consiguió ser eternamentejoven y sonriente; que logró morir sinuna sola arruga ni en la cara ni en elcorazón, y dejar para siempre surecuerdo ligado a la bella imagen de lajoven casada, rubia y encantadora comoun hada.

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¡Mi pobre madre!¿Por qué, Dios mío, os obstinasteis

en apartarla de mí? ¿Por qué nopermitisteis que estuviera a mi lado enestos últimos momentos en que tanto lahubiera necesitado?

El reloj de mi mesa de noche suenahoy violentamente, con el sonarmonótono y acompasado del hierrosobre el yunque. Es curioso pararse apensar en el sucederse de los segundos,que caen pausadamente, como golpes desangre por los pulsos, y mirar, con elespejo en la mano, cómo poco a pocovamos envejeciendo. Hay plantasvenenosas, de bellos y lujuriosos

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colores, que crecen a la vista atónita delos espectadores, sobre la palma de laabierta mano del fakir, y enfermosmoribundos, de hermosos y pálidostonos, que mueren a la vista espantadade los amigos, ante el espejo, donde vannotando con qué cruel e inexorablelentitud la muerte avanza por susfacciones.

Un solo golpe de dados, dice elrefrán, jamás abolirá el azar. ¿Por qué,pues, desconfiar de que el mundo detrásde nosotros pueda ser una hermosarealidad?

Mis desvencijados pulmones notienen fuerza ya ni para hacer volar un

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vilano…

. . . . . . . . . .

La señorita del 40 me siguegustando. El invierno le ha traído unatenue dulzura de hierba aromática, y elverano, al marcharse, se ha llevadoconsigo los últimos alegres brillos de sumirada. La pobre va de mal en peor, yllora como una desvalida criaturacuando la invaden los negrospensamientos pesimistas.

Si la muchacha tuviera la mitad tansólo de la resignación que —¡tan aúltima hora!— Dios ha queridoconcederme, sería la ideal Mimí, la sin

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par Margarita de este crepúsculosolitario, aburrido y pesaroso denuestras vidas.

Sí, no hay duda; la miro, la remiro yla vuelvo a mirar y a remirar, y laencuentro cada día más hermosa, mástrágica y desgraciadamente excepcional.Es, estoy seguro de ello, más guapa quela señorita del 37, que…

Pero ¿es posible? Estoy con un pieen la tumba. Dios no se cansará deenviarme sus avisos. ¿Por qué lloro?¿Por qué esa mutación repentina en miestado de ánimo?

«¿Hablaré a mi Señor siendo yopolvo y ceniza?», decía Kempis.

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¿Tendré valor para alzar mi mirada, quecontamina, hasta Tus altas regiones?

Defendamos nuestros últimosmomentos con uñas y dientes del fríoporvenir que nos los quiere arrebatar.Dios permite la muerte tan sólo por lavida, y a nosotros —¡a mí por lo menos!—, a quienes no va a alcanzar lamaldición de la mujer…

En un hombre a pocos pasos de lamuerte, una blasfemia —Dios meperdone— puede ser la más espantadaoración, el último grito que Dios recojade su alabanza. El odio es el amor deldespreciado.

Pero en un hombre en la plenitud de

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su vivir, con aún muchos años deexistencia por delante, el no estarconstantemente en una eterna oración degracias al Creador es imperdonableblasfemia. Que el olvido es la ausenciadel amor y esta ausencia nos trae lamuerte del alma, que hiede a podridacomo la carroña si el frío del olvido lahace suya.

En la postura que Dios me designe,sé que voy a morir. Y quizá tan prontocomo pienso.

Me gustaría haber sido amigo deShelley para que a mi muerte cantara:

Llorad por él, aunque el

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ardiente llantono deshaga la nieve que le

cubre.

Y haber tenido un hermoso coro dehijos y de nietos para que cantaran mifuneral.

. . . . . . . . . .

Me encuentro muy mal, demasiadomal. La muerte es dulce, pero suantesala, cruel. La disnea me produceuna fatiga que me derrumba los nerviosy deshace lo poco que queda de misalud, y la fiebre me da una lucidez queme espanta.

Todo pasa ante mis ojos exactamente

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igual de como sucedió. No quieroacordarme del pasado.

¡Dios mío, cerrad mis ojos y misoídos al pasado!…

He tenido un vómito rarísimo, quecasi me ahoga. Sólo pensar en él me daasco.

Los últimos instantes de lostuberculosos no son, en verdad, tanhermosos como han queridopresentárnoslos dos poetas románticos.Se sufre más a última hora, bastante másde lo que han querido hacernos creer, yel anhelo de vivir, el ansia de noconformidad que surge cuando vamosllegando al final, nos produce una

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angustia inaudita, que sólo sirve paraayudarnos a sumar nuevos sufrimientos.

La vida la hemos olvidado. Paranosotros no existen ya más horizontesque los que hemos preferido elegir, locual viene a ser una ventaja, sin dudaalguna. El mundo empieza y acaba acuatro metros de nosotros mismos,alrededor de nuestra cama, y las gentesque gozan de los placeres de laexistencia, los hombres y las mujeresque ríen y bailan desaforadamente, quese aman y se besan sin tiento y sinmedida, no son nuestros hermanos.

A veces pienso si no será egoísmonuestra postura, si no será que todos nos

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creemos un poco el centro del mundo.Pero, Dios mío, explicadme, ¿quéegoísmo el nuestro?, ¿cuál nuestromundo mísero y confinado?

Siento el malestar que me invadecon un disgusto que no conduce más quea acentuarlo. Sigo echando sangre por laboca constantemente; me debe quedarmuy poca ya. ¿Por qué se romperán loscuerpos en pedazos para que la muertellegue? ¿Por qué no nos querrá cogerenteros, como nosotros mismos nosofrecemos?

No tengo ganas ningunas de comer;no tengo ganas de nada, ni de morirmesiquiera. ¡Me encuentro tan a gusto sin

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hacer nada, sintiéndome vivir aún entreel sufrimiento!

Los colores se me aparecen confrecuencia cambiados, y el azul de lamuerte o el acerado gris de las mañanasde lluvia bailan confusamente en micerebro del brazo de las rosas de laesperanza y de los amarillos de lasdesilusiones amorosas.

La señorita del 40 ya no me quiere,ya no busca mi sombra ansiosamente,como yo soñé la otra noche que buscaba.La señorita del 40 es angelical; ya nocanta, ni siquiera despacito para nofatigarse, su dulce «tra-lará-lalá»; perosu voz yo la sigo recordando suave

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como el terciopelo, como el brillo deaquella misteriosa y encantadora cajitade resorte donde la abuela guardaba lascartas de amor del abuelo y en cuya tapauna deliciosa caligrafía escribió«Souvenir», o como la luz del quinquégrande de la sala cuando el cansancio yla alta noche habían amedrentado latorcida, que se escondía en su fundapara dormir durante el día, como losmurciélagos zigzagueantes ynoctámbulos, los demonios familiaresque juegan en los desvanes y en laschimeneas, o las ánimas del Purgatorioque queman en sus carnes nuestrosdesvíos.

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Pensé, por un instante, que el otrodía me acerqué a su cama para decirle:

—Señorita, anoche he soñado conusted.

Y que entonces me respondía, todaarrebatada por la pasión, que preferíamorirse —¡morirse!— antes que tener laabrumadora preocupación de ircontando los segundos que pasaran, unoa uno, con una lentitud desesperante,desde mi emocionada confesión hastaque, a lo mejor sin querer, dejara desoñar con ella.

—No sé si podría resistirlo —medijo—; mi vida poco vale, bien lo sé;tan poco como yo, y, sin embargo, un

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sonriente «Señorita, anoche he soñadocon usted», no vale ciertamente lo queun minuto del triste vivir de lasenfermedades.

Sus palabras me dejaronpreocupado, hondamente preocupado.¿Dónde las había oído antes? ¿Dónde,Dios mío?

. . . . . . . . . .

Ayer he vuelto a la inacabablecantinela de las hemoptisis.

El administrador me escribediciendo que la sequía ha arruinado lacosecha. Me es exactamente igual.

A la señorita del 40 la desprecio

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porque me compadece. Me muero por laboca, como el pez, enganchado alsiniestro anzuelo que me devuelve a latierra sangrando por la lengua…

* * *

Cuando marcha cuesta arriba dice«¡Hoop!», y la carretilla, con su ruedade hierro que salta sobre los guijarros,responde con el agudo chirrido del ejesin engrasar, que después se pierde,rebotando de piedra en piedra, montearriba.

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CAPÍTULO IV

Cuando miro para el cielo, de noche,y no encuentro la luna hermosa de hacealgunos meses, una angustia sin límitesse apodera de todo mi ser.

Las nubes, pesadas, bajas, grises,como moribundos caballos de batalla,han ocultado tras de su espesor a la altaluna nueva, que parece un suspiro, a lalejana luna llena que sonríe, a lameditativa y ensimismada luna en cuarto

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menguante, que se agarra condesesperación a los tenues quejidos quepasan a su alrededor, para no caer alotro lado del horizonte.

La luna, helada, arropada por eseaire sucio de las nubes… El silencio esel mismo y el aburrimiento… ¡Ah, elaburrimiento es espantoso!

El 40 de mis pañuelos, de miscombinaciones, de mis blusas, de mismedias, es ahora de un rojo desvaído,casi rosa; parece como si hubierapasado por una grave enfermedad, comosi la estuviera pasando todavía, como sihubiera perdido sangre, mucha sangre yno consiguiera recuperarla.

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Me preocupa ver su palidez.Preferiría que los marcasen de nuevo —tengo que advertírselo a la doncella—,que de nuevo volvieran a presentar sucarita colorada y optimista. Preferiríavolvérmelos de nuevo a encontrar —uncuatro y un cero— uno al lado del otro,haciéndose eterna compañía,perennemente posados como dosenamoradas mariposas, sobre el embozode la sábana, sobre la funda de laalmohada, al lado mismo de la cabeza.

Cuando ahora cierro los ojos, ya elnúmero danza más pausadamente dentrode mis párpados, como una tenue auroraboreal, vagamente informe, armoniosa y

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espectacular. Por más que aprieto yaprieto con ahínco, por más que hagoinauditos esfuerzos para alejar de mipensamiento esa obsesión, ella sigueperennemente, desesperadamente,agarrada a mi sueño.

Dios mío, ¿qué significa estecambio?

El muchacho del 14 ya no me quiere.La timidez es tan mala consejera comola enfermedad y como la solitariacontemplación de la próxima muerte, yel pobre 14 es tímido, está enfermo yasiste, solitario, al tremendo espectáculode verse morir, día a día, sin remisiónposible.

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Si tuviera todavía menos pudor delpoco que la Naturaleza me ha queridodar, hubiera intentado besarle. Aunquetuviera que forcejear cruelmente con él,aunque tuviera que abusar de la fuerza,aunque acabaran de destrozárseme lospulmones y el más cauteloso sentido delalma.

Me duele la cabeza sólo de pensaren mi infamia.

El muchacho del 14 es unimaginativo. Sus ojos son ahora másencendidos que nunca, su sonrisa másamarga, su nariz más afilada y su tez máspálida. Parece un joven poeta delromanticismo, enamorado, triunfador y

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suicida, al borde mismo de losveinticinco años.

Rompamos el hielo moral que nosencubre.

Es espantoso lo que voy a decir: lacuestión es ir tirando.

¿Por qué no voy a poder mirar alhombre aún sin curtir, aún sinenmascarar, aún no herido y baqueteadopor la vida? No; no renunciemos a nada;aprovechemos el instante ahora que,probablemente, ya por instantestendremos que contar.

. . . . . . . . . .

El muchacho del 14 es un Apolo

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tuberculoso y pudibundo.Los hombres y las mujeres no nos

entendemos ni nos entenderemos jamás.

. . . . . . . . . .

Me he mirado al espejo esta mañanaal levantarme. Tengo la tez ajada. Lapintura tapa el reflejo de la pálidamuerte en mis mejillas. ¡Ah, si laseñorita del 37 se pintara, si fuera máscobarde, más ruin, si olvidara suagobiadora idea de sacrificio ante lasola posibilidad de caer en los brazosdel 52!

Quisiera tener una fuerza hercúlea,desusada, sobrenatural, para poder

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romper a solas con mi desesperaciónesta angustia que me consume y que mehace padecer. No soy vieja; soysimplemente enferma, lo que es muchopeor. Pero tengo una voluntad de bronce—¿se me estará quebrando, Dios mío?— que me ayuda a sacudir el lastre queme impide caminar aunq…

* * *

La palabra que la señorita del 40dejó sin terminar debió haber sido,probablemente, la palabra «aunque».

Es sintomático que eldesvanecimiento la llegara a coger tande sorpresa, tan desprevenida, tan

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enfrascada en sus divagaciones sobre lafuerza y sobre la voluntad. Dios escondetremendas paradojas a la vuelta decualquier minuto tan manso, por afuera,como el más beatífico de los que hayahabido.

La señorita del 40 olvidó la razóndurante su vahído y ya no la volvió aencontrar jamás.

Desde entonces no pudo laenfermera apartarse de su lado ni unsolo momento.

Los cuadernos que tanminuciosamente había llenado con supicuda caligrafía de colegio de monjasfueron escondidos por orden del

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médico, y todos los objetos quepudieran traerle el recuerdo de aquellospapeles fueron colocados lejos de susalcances.

La señorita del 40, sin raíces,navegó a la deriva. El desenlace no sehizo esperar demasiado —Dios esmisericordioso—; pero hasta que llegófueron sus días un sucederse desuplicios sin fin.

La enfermera estuvo cariñosa conella. Los tuberculosos habían llegado aaburrirle; pero los locos… ¡Ah, loslocos son a veces una acompañadorarealidad!

* * *

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—¿Usted tiene marido?—No, señorita, soy soltera.—¡Ah, ya! Soltera.El panorama de la alcoba cualquiera

imaginación puede forjarlo.—¿Y no tiene usted ninguna hermana

casada?—Sí, señorita, una.—¿Cómo se llama?—Hortensia.—¡Ah, qué pena, qué pena de flor

casada! ¿Cómo se llama su marido?—Pedro.—¡Qué duro, qué duro, qué duro!La señorita del 40 se echó a llorar

sin desconsuelo.

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—¡Pobre flor, pobre flor, pobre flor!

* * *

Pasaron algunos días. El sol siguiósaliendo cada mañana, tímido a veces,asustado del invierno, siguió poniéndosecada tarde, vencido por la brisa; lashoras pasaron lentas, unas detrás de lasotras, por riguroso turno…

La enfermera seguía sentada en labutaca de mimbre, al lado mismo de laimpaciente señorita del 40, al borde desus últimos instantes…

—¿Quiere que le cuente unagraciosa historia?

—¿De amor?

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—Sí, de un amor sin sentido, comode loca, que tuvo hace tres años unaamiga mía por… ¿por quién tuvo eseamor?… ¡Ah, sí! Por Isidoro, ungendarme francés que conoció enHendaya. ¿Quiere que se lo cuente? Esmuy graciosa: hay personajes de bellosnombres, senadores cornudos ymariposas que se ahogan en los ríos. Laheroína se llamaba como yo, nació en elmismo pueblo, tenía la misma edad.Cualquiera podría confundirnos: laestatura, el color del pelo, sus maneras,hasta el tibio olor de su aliento o de susvestidos… ¡Ah! Pero la pobre murióhace ya algún tiempo, un día que, de

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repente, se le llenó la boca de sangre.Era muy amiga mía. Llevaba en aquelmomento un traje de organdí azulceleste…

La señorita del 40 se desmayó sobrela almohada. Al lado mismo de sucabeza, el numerito, pálido como ella,parecía el precio de una muerta puesta avender sobre la anaquelería de unsiniestro bazar.

Estaba bella como nunca.Las mujeres, cuanto más alejadas,

cuanto más imposibles, más hermosasnos parecen.

Una mujer con los pulmones y lacabeza destrozados…

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* * *

—¿De qué estaba hablando?—De aquella amiga suya que se

enamoró de Isidoro, ¿no recuerda?—¡Ah, sí! ¿Sabe cómo acabaron

aquellos amores? En la playa, una nocheen la que el mar rugía tanto que no medejó gritar. ¡Pero era tan hermoso!Llegué a quererlo tanto… ¿De qué seríe?

* * *

—Verá. Un poeta amigo de miabuela, Francis Jammes, escribió unavez una oración para que los niños nomurieran jamás. Si Francis Jammes

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hubiera encontrado eco, a mí me gustaríahaber tenido un niño…

Ese niño pequeño, Dios mío,guardadlo como guardáis una

hoja en el viento.

¿No es realmente hermoso?

Dios mío, que sois todobondad, Vos no ponéis la muerteazul en las mejillas rosa.

Vos no rompéis la risa por lamueca ni cambiáis la ceguera porla luz. ¿Es esto cierto?

* * *

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—¡Ah! Pero yo os aseguro, mi fielElisa, mi fiel amiga que tenéis unnombre dulce como los lagos en otoño ocomo la tibia sangre recién derramada,que querer a un hombre, que quererlocon frenesí, sin ritmo alguno,alocadamente, desacompasadamente, esun placer como no podéis ni figuraros.Imaginaos un hombre: es fuerte como untoro, grácil como un joven gamo, vistosocomo un leopardo. ¿Hay nada máshermoso?

La señorita del 40 jugaba, entresonriente y semiazorada, con la pera dela luz colgada de las blancas barras dela cabecera de su cama. La acariciaba

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dulce y soñadora, un si es no es añorantede una dicha pretérita y confusa, como lafelicidad que se tuvo un solo instante,hace ya tiempo, cogida tan sólo por loscabellos.

—¿Hay nada más hermoso? ¿No losabéis? ¡Qué ingenua sois, amiga, convuestra sonrisa triste de enfermera! Vaisa pensar que estoy loca, pero ¡bah!, nome importa. Más hermoso que el hombrefuerte, grácil y vistoso; más hermoso queverlo caminar y que oírle hablar esposeerlo… Dulce, cautelosamente, conmiedo de que entre nuestros brazos serompa su bravura, ese silencio querecubre su espíritu como un ungüento…

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* * *

Extracto débil de saúcoblanco 50 gr.

Tintura de Crataegusoyacantha

100gr.

Extr. fluido Passifloraincar.

100gr.

Agua 50c.c.

Glicerina 250c.c.

Jarabe simple Q. S. para unl.Dos cucharadas antes decada comida.

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* * *

La receta quedó olvidada sobre lamesa de noche de la señorita del 40.

—No es eso, no es eso lo que yonecesito. Algo más de estética, muchamás estética…

La enfermera entró de puntillas,cautelosamente.

—Creí que dormía usted.—No; estoy despierta, despierta del

todo. ¿Para quién es esa medicina?—Para usted. Es un calmante. La

ayudará a dormir.—No; de eso saben ustedes poco.

Usted y el médico… El médico ¿escasado?

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—No.—Y ¿duerme bien?—Sí; muy bien.—Claro. ¡Estos hombres! Y usted,

¿también duerme bien?—También.—De modo que usted…—¿Yo?—¡Huy, huy! Su habitación, ¿está

muy lejos de la del médico?

* * *

—Usted, señorita, tiene la lejanaidea de que en algún tiempo llevabaunas notas, o un diario, o algo parecido.Yo le aseguro que eso debió haber sido

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hace ya mucho tiempo; antes de queusted ingresara en este Centro. De todosmodos, no veo inconveniente en que sigaredactando sus páginas. Probablementelo hará usted con gracia, con soltura.

—Usted cree, doctor…—Sí; es usted una mujer muy culta,

de una fértil imaginación.—¿Quiere usted acercarme ese

frasco y esa cuchara?—¿Ahora?—Sí, ahora.

* * *

Sí, efectivamente; ahora recuerdoque hace ya tiempo, mucho tiempo, antes

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probablemente de ingresar en esteCentro, llevaba yo una especie de«cuaderno de bitácora» de este difícilnavegar mío.

Yo tengo una voluntad de bronce —¿se me estará quebrando, Dios mío?—,que me ayuda a sacudir el lastre que meimpide caminar, aunque la fatiga meinvada y el desaliento me desazone. Esdifícil andar y andar, como sin rumbo,girando eternamente en redondo, comouna peonza maldita, condenada al mareopara toda la eternidad.

Mi juventud quedó en aquel salón(alguna vez lo escribí, estoy segura), yaquella noche entré en la tierra ignorada.

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¿Por qué escribo esto? ¿Será que la voya abandonar?

. . . . . . . . . .

—¡Qué mala estás, pobre 40, pálida40!

Tu vida ya no es vida, ni tu mirar,mirada. Me lo dice el espejo bien claro,bien tristemente…

El neumo, fracasado.Bien; ¿pero qué es la dicha? ¡Bah!

Puede decirlo quien lo sepa; los que loignoramos…

Me quisiera infundir a mí mismafuerza y conformidad. Yo tengo unavoluntad de bronce. Yo tengo una

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voluntad de bronce. Yo tengo unavoluntad de bronce. Yo tengo unavoluntad…

* * *

Cuando va por el liso camino delregato, donde los helechos y elculantrillo asoman su verdor por lasorillas, y en donde el dulce musgo y elblanco pan de lobo buscan la húmedacorteza de los robles para vivir, eljardinero, como embriagado poraquella paz, entona con su media vozde siempre su amoroso y pensativocantar.

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CAPÍTULO V

Lunes

Amada mía de mi corazón:Esto no hay quien lo levante. Estoy

abatido y temo rendirmeinexorablemente de un momento a otro.

La vida es bella al tiempo que cruel.Más bella cuanto más difícil y fatigosa.Me paro a contemplarla en mis azulesvenas transparentes y la veo marcharveloz, vertiginosa, hierática e impasible

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como una sacerdotisa destinada alsacrificio. Los hombres que andan por laciudad, que van y vienen a sus negocios,que se suben a los automóviles y sesientan en las cervecerías, los hombres aquienes ves a diario por las calles, ¿quésaben de esto?

El recuerdo de los días, ya lejanos,en los que te besaba con espanto, en losque estaba asustado de que tanto cariñopudiese caber dentro de mi corazón,hermético como una flor, es ya tan irrealque ni lloro al mirarlo.

El primer día, ¿te acuerdas?, fue alpie de aquel viejo manzano de casa detus padres, que tenía el añoso dulce

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tronco recubierto de musgo. Estuvimosun largo rato sin hablar, con las manosenlazadas y la imaginación volandocomo un pájaro sobre el alto muropoblado por la yedra.

No sé lo que daría —¡mi vida, valetan poco!— por haberme muerto enaquel instante como un esteta, sindescomponer la figura, y haber voladohasta Dios, llevado por los aires,sentado sobre la hierba como un alma…

Tú estabas traspasada por laemoción —¡eras tan joven!— y veíasvenir el beso por el aire, dulcementeposado sobre las flores y sobre lossonidos, como un ave ligera, hasta

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pararse tímido sobre tu misma boca.

. . . . . . . . . .

No quiero disgustarte.Te adoro de tal forma, de modo tan

sobrenatural, que me duele el corazón,que es ya de transparente y finísimalágrima.

Nadie sabe —¡es desesperante!— loque es el amor sin remisión, el amor queduele en nuestro lacerado cuerpo comouna quemadura, el amor que ha olvidadola apacible espera y que se revuelve,contra ti, mi dulce pequeña, que temarchas de mí porque te quedas altiempo mismo de estar yo ya con un pie

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en el estribo para el tránsito.Es amargo el saber que ya, pase lo

que pase, sólo a los dos nos resta lasolución violenta del milagro, que Diosretrasa ya hasta límites insospechados.¿Para cuándo, Dios mío, guardas tubenevolencia? ¿Para cuándo tu caridad?

Cuando pienso que el mundo estáparado como un muerto y que el cielorefleja en sus honduras el claro misteriode la complicada y alborotada mecánicaceleste, me invade una desazón que meatosiga y que me atormenta como untelúreo terror infantil.

Dios mío, siempre Dios mío, piensopor qué no me hiciste liviana nubecilla

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de estío, que vive unos minutos tan sólo,o ingrávida libélula voladora, que hacetremolar al viento su aérea vestidura degasa y de velocidad, o reptil que duermeal sol sobre el ruinoso muro que algunavez fue espléndido en su apogeo y hoyes majestuoso en su desgracia, o hierbavenenosa, ortiga o cardo que hiere al seracariciado, o… Dios mío, ¿por quéancestral pecado que hoy me toca purgarme hicisteis hombre?

. . . . . . . . . .

Las filosofías de un cuerpo enfermo,mi querida pequeña, no son sino lastristes piedras, primeras piedras, del

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edificio sin horizontes de la muerte.La proximidad al fin me da una

lucidez que jamás tuve. No puedo nimoverme, y, sin embargo…, ¡megustaría tanto que te decidieras!

¿Tú crees en una cerrada oposiciónde tus padres?

¿Será que te quiero menos? Noquiero ni pensarlo.

¿Será entonces, que temo perdermepara siempre y perderte, también parasiempre, como una vieja moneda enmedio del campo?

En medio de la tristeza que meagobia, hay instantes en los que sedibuja en mis labios una leve sonrisa.

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Ahora, por ejemplo, cuando me imaginoel ridículo aspecto de nuestra boda inarticulo mortis. Tuyo, C.

Martes

Amada mía de mi corazón:Hoy he fumado dos cigarrillos. Los

fumé a escondidas, como un colegialtemeroso de ser descubierto. Me hanproducido una alegría infinita, porque altiempo de saber que me mataba, instantehubo en los que llegué a creerme sano.Me causaron una violenta tos, que mearrastró la sangre de nuevo, y no sentí,

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como otras veces, la satisfacción deltabaco. Sin embargo, es tan hermosovolcarse sobre un deseo, tan dulceimaginarse de nuevo entre los vivos, queno dudé ni un solo instante en intentar laprueba. El reglamento del Sanatorioamenaza con la expulsión aldesobediente, y fumar está prohibido.No creo que nadie se entere, y aunque seenteraran, ¿cómo me iban a expulsarahora que tan breves momentos mefaltan ya para rendir mi tributo a ladiosa tuberculosis? Y aunque meexpulsen…

. . . . . . . . . .

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Existe Dios, amada mía, pero no estáde nuestra parte. ¿Podremos seguirteniendo confianza?

. . . . . . . . . .

Estoy cansado de todo menos devivir. Y de tu amor, que es tan lejanoque ya ni me cansa.

El campo está cubierto por la nieve,como mi espíritu; totalmente oculto bajouna espesa capa de nieve que lo agobia.Los pájaros se han reunido en bandadasy acuden piando a nuestros balcones,detrás de la vida, ingenuamenteignorantes de que la muerte es lo únicoque podemos ofrecerles. Les echo desde

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la cama dulces migas de pan, quedevoran con avidez y que me agradecencon divertidos y cariñosos saltitos enlos hierros de la terraza al respaldo dela chaise-longue y al borde del lavabo.Son tímidos como aldeanas casaderas ygraciosos como plumas echadas alviento. ¿Dónde dormirán los pobresgorriones, aislados por el invierno? Losárboles muestran al inclemente cielo sutrágica y fatal desnudez, y las aves leshuyen, sólo un instante posadas en suvuelo, como a siniestros espantapájaros.Debajo del alero de nuestro tejado,debajo del voladizo de nuestras terrazas,a cortos pasos de las vidas que se van,

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al tiempo mismo del frescor de susalmas, Dios ha dispuesto el lugar de lainvernada de sus aves, a las que noabandona. ¡Triste punto que ignoran ensu significado y al que acuden huyendode la tierra ya helada, que en su blancacáscara invernal fuera aún menosdesabrida, más acogedora que nuestracompañía!

Mi alma, mi pequeña querida de micorazón, es un ventisquero al que sólocalienta tu lejano recuerdo. Elcalendario que tengo ante mis ojos se haparado en el último día del verano.Cuento el pasar de los días de la semanay he olvidado, después de hacer

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tremendos esfuerzos por conseguirlo, eltransitar de las fechas, eslabones de lacadena que me tira de los pies parasumirme en el despeñadero sin fondodel olvido y de la muerte.

Me encuentro mal, cada vez peor. Ladisnea ha vuelto a invadirme y no medeja descansar ni un solo instante. Sobremis pómulos las dos placas rosa —marca de fábrica, símbolo o marchamode lo que ya no se puede ocultar—aparecen señoras, bien dibujadas,altaneras, sobre la palidez mortal de mismejillas.

Cuanto más muerto, amada mía demi corazón, más dentro de mi alma se

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encuentra tu cariño, que ahonda, comoun matinal pájaro en el cielo, por lahueca región donde el amor y la muerteson —¡todavía!— capaces de convivir.

En lo más recóndito y escondido demi alma, pobre amada mía, triste cariñode mi corazón, aún me queda una leveesperanza —¡Dios mío, qué leve!—, queestrujo contra mi pecho para que por elpoco tiempo que fuera, sigaalimentándola tu recuerdo.

Si ella muriese antes…Sigo dando vueltas en mi mente a la

idea —¿irrealizable?, prefiero nocreerlo— de nuestra boda. ¡Tan pocoibas a tener que aguantarme! Tuyo, C.

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Miércoles

Amada mía de mi corazón:Hoy se ha levantado el día pesado, grisy bochornoso. Pesado como una vidalastrada de temores y de padecimientos,de un gris oscuro y denso, como unahoja de espada enmohecida, ybochornoso como una concienciaculpable a la hora de la verdad.

Es un día realmente extraño; parececomo si se aproximara la tormenta en elcielo y en mi pobre y aplanado corazón.

Hoy veo las cosas con mayorpesimismo, con menos aplomo yserenidad. Me encuentro cada vez peor,

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veo más próximo el fatal desenlace, y…como tengo menos tiempo para quererte,te quiero con una violencia inusitada,como jamás nadie pensó que podríallegar a quererse.

Si Dios nos dijese lo que habíamosde durar…

Hoy estoy como raro. Veo las cosasmás negras y con mayor fijeza, peropienso que más vale que esto sea así.

Te encuentro despegada en tusúltimas cartas.

* * *

Si la muerte no hubiera arrojado lapluma lejos de la huesuda mano del 11,

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esta carta hubiera sido, probablemente,mucho más larga.

Pero las cosas suceden como estáescrito y no como nosotros quisiéramosque sucedieran, y el enamoradoepistolario de nuestro amigo hemos dedarlo truncado como quedó.

Por servir en todo a la verdad, yaque no por cosa otra alguna, copiamos labreve carta de la novia, que recibiócuando ya, afortunadamente, habíamuerto.

Decía así:

«Querido amigo:Es inútil esa reiterada

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insistencia. De forma bien clara telo he dado a entender. No tengo porqué uncirme a un carro ardiendo nipor qué embarcarme en un buqueque hace agua.

Si algún día te quise, olvídalo.Te saluda, A.»

La carta fue devuelta a su autora.Llegó tarde. No hay duda alguna queDios dispone las cosas sabiamente.

* * *

La carretilla es de hierro, de unasola rueda. Estuvo en tiempos pintadade verde, de un verde del colorbrillante de la esmeralda, pero ahora

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está ya vieja, ya apagada, ya mustia ysin color. ¡Para lo que la usan!

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CAPÍTULO VI

Insisto.La muerte llama, uno a uno, a todos

los hombres y a las mujeres todas, sinolvidarse de uno solo —¡Dios, qué fatalmemoria!—, y los que por ahora vamoslibrando, saltando de bache en bachecomo mariposas o gacelas, jamásllegamos a creer que fuera con nosotros,algún día, su cruel designio.

Es doloroso tener que ahogar este

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cariño inmenso hacia las cosas y hacialos tiernos hombres, que ha echadoraíces en mi corazón… Y, sin embargo,la bella crueldad de hacer sufrir, aunquesea a una misma, ¡es tan acompañadora!

Para lo que está vivo no existe loque se muere, lo que se pierdeimplacablemente para la vida, lo quehuye del cotidiano dolor de mantenerse,instante a instante, en una ininterrumpidacontinuación de actitudes. Y para lo quese muere, lo que vive y perdura es unadolorosa y ofensiva presencia que no seaguanta. ¡Dios mío, cómo siento en miscarnes, que pronto os regalarán su dolory su temperatura, el desgarrado dolor de

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la verdad de lo que os digo!Yo no quisiera pensar que el limpio

pájaro que cruza, armoniosamente, porel cielo sea malo. ¿Por qué lo pienso?

Yo no quisiera pensar que la livianamuchacha que se pasa las noches con laespalda al aire y rodeada de smokingssea mala. ¿Por qué lo pensaré?

. . . . . . . . . .

¡Ay, triste y preocupada señorita del103, me dijo hace ya meses una vez elpobre 52, si fuerais tan sólo la mitad debuena de lo que parecéis! ¿Qué pasa?¿Pareceré yo mala?…

. . . . . . . . . .

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Mi madre ya no me da consejos; yaha desistido de atormentarme con suoscura y agraz cantinela.

—Hija mía, haz esto. Hija mía, hazlo otro. Hija mía, haz lo de más allá…

¡Qué fácil es aconsejar, qué fácil yqué ruin, Santo Dios!

Los días del invierno son breves,como ligeras nubecillas, comovoladores, grises y alegres gorriones. Sesuceden veloces las fugas de la semana,que dejan su amargo sedimento en miespíritu, su poso desabrido en micorazón, y en mis azules venas leo eldesignio de fatalidad del raudo agotarsedel calendario. Prefiero inclinarme a la

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voluntad divina a resistir a loirresistible, a la que no tengo fuerzabastante para evitar.

Los nervios me sobresaltan, pero mipobre cuerpo no responde a su grácillatigazo. Pienso saltos hermosos,elegantes sacudidas. Pienso lejanosvuelos tras los montes que allá lejoslimitan nuestras vidas. Pienso súbitas eimprevistas violentas reacciones.

Es inútil, pero tan hermoso…La galería es pequeña para mi

mente, y vastísima, extensísima, paraesta ruina con un número en la frente quehe llegado a ser.

El número es un bello impar de tres

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cifras…A veces quiere el ángel que ordena

los pensamientos desde su celestialoficina que yo piense en lo veloz, en loinexorable, de la muerte nuestra.

Entonces me invade un ahogo, unadesazón que no sabría explicar. ¿Paraqué nacemos, Dios mío, si nuestra vidaes brevísima para explicárnoslo? ¡Ah,prefiero no pensarlo!

A través de la muerte, desisto derenunciar al imposible —no más ahoraque antes— amor del 52, del hombrehermoso como una hortensia muertacaída sobre el camino.

Ahí queda dicho.

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. . . . . . . . . .

Ahora hace medio año que murió el73, el pobre joven marino de guerra del73.

Lejos de aquí, en su casa de la verdeorilla, su madre encenderá una lámparaa la Virgen del Carmen. Su hijo ya novive más que para ella, pero todos suscompañeros de las naciones marineras—los noruegos, los griegos, losholandeses, los vascos—, que paseansus galones entre gruesas baterías oentre cargamentos de azúcar, de carbón,de manioc, de sulfato…

Con sus cascos cenicientos

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—tablas, clavos y remachespor las aguas carcomidos—

salen lentoslos patachesde sus nidos.

Y el viejo capitán barbudo ysoñador, que dejó en la matrícula treshijas con un pañuelo en la mano,desesperadas ya de volverlo a mirar,pero todavía esperanzadas de que elpoeta las encontrara una vez más, comoya un día las encontró, rezó lentamentepor todos los mares, entre sorbo y sorbode ginebra,

—¿de qué nación será? No

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importa nada—

una Salve a la Patrona.Por encima de todos, la Virgen.

Nuestro barco no tema la galerna.En la galería… ¡Ah! En la galería

nos relataba interminables cuentos denavios corsarios, de tripulaciones decolor, de heroicos contrabandos, deviajes que —¡todavía!, después de sigloy medio— no han terminado.

S u chaise-longue echó el anclasobre la playa. Él cerró los ojos parasentirse navegar. Una brisa suave rizabala bahía. Los delfines se chapuzaban porparejas, como los enamorados. Una

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gaviota lo miraba entristecida, posada—tiernamente— sobre la roca que no leabandonó.

Él está muriendo. Piensa, lejano, enla voz del serviola que anuncia una luzpor amura; piensa en la botavara, en laescota de foques, en el chirriar de loscabos, en los golpes del timón…

Pasan unos instantes, se estremece ydeja de pensar.

La gaviota, escalofriada, escapa dela muerte. La coca pierde su doradobrillo.

Cuando llega la noche, una nuevaconstelación sirve para orientar a losnavegantes. Nadie sabe cómo se llama.

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Tiene una extraña forma…Mientras tanto,

ante las rocas grises, cenicientas,el corazón sobrecogido late.

Un ahogo me sube por la garganta.

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OTRA NOTA DELAUTOR

interrumpiendo la narración

y

antes de caminar ni un solo paso más

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Si hay tres amigos que sobre miánimo puedan tener influencia alguna,uno de ellos, ciertamente, es W. L.,teniente de navío de una escuadra noespañola y hoy batiéndose por la marabajo, y compañero mío de colegiohace ya muchos años, cuando los doséramos felices y soñábamos juntos conel mar, que a los dos —a uno detrás delotro— se nos negó.

De mi amigo hacía años que nadasabía. Concretamente, sus últimasnoticias las tuve, y no directamente,unos días antes de comenzar nuestraguerra. Mi tía abuela KatherineTrulock me escribió una carta, de la

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cual, en su pintoresco castellano, sonlas palabras que he buscado, yencontrado, para decíroslas.

«Tu joven amigo Mr. W. L. havenido a hacerme una visita.Almirantazgo lo ha destino aSingapoore. Habla con amor del tiempoque pasó en Cambridge con ti. Temeguerra en tu bello y soleado país yadmira sangre española. Es más pálido ydelgado que antes y va con catarro detos.»

La carta de mi tía estaba en elfondo del cajón de un armario, al ladode una fotografía de mi padre a susveinte años nietzscheanos y de unas

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cartas de la mulata portuguesaDoloriñas, mi primera novia, aquellacon la que tuve que romper porque noaguantaba su irritante amor casimaternal.

Un escalofrío me recorrió elespinazo cuando leí las palabras que sereferían a mi amigo. El pobre W. L. eraun santo puro, rubio y deportista comouna walkiria, que todavía se acordabade mí.

El castellano de mi tía Katherineera el castellano más entrañable, másconmovedor que jamás haya leído.

«Tu joven amigo… Almirantazgo loha destino… Habla con amor… Tu bello

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y soleado país… Es más pálido ydelgado… Va con catarro de tos…»

No me faltaron ganas de llorar. Nopude hacerlo, porque todas las cosastienen su mecánica y la mecánica delllanto, para mi desgracia, ya se habíaenmohecido en mí.

Sobre mi mesa de escribir, un sobrealargado con mi nombre, mi dirección,un sello verde, varios matasellosnegros y las huellas en papel de gomade dos censuras que nada tacharon.Dentro, una breve carta en dosidiomas. La versión castellana dice así:

«Mi querido C. J. C.

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Hace muchos años que nada séde ti. Cuando nos separamos, cosaque nunca debimos haber hecho, ynos marchamos, tú a tu bello país yyo a mi Escuela Naval, ninguno delos dos sabíamos para cuándo eldestino tenía preparado nuestronuevo encuentro.

A veces llegué a pensar quejamás volveríamos a vernos, quenunca más volveríamos a hablar, yuna profunda pena me sobrecogíael ánimo en aquellos instantes.Cuando fui destinado a Singapoore,antes de la guerra, y no pude hacerescala en La Coruña, me asaltó esa

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duda; cuando, hace pocas semanas,fui hundido por mis enemigos, lospequeños y valerosos japoneses,tuve un recuerdo para ti en los queyo creía ver mis últimos momentos.

Ahora, aquí me tienes, tranquiloy triste, en la finca de mis padres,en el Devonshire, curado ya de misheridas, pero convaleciente todavía—¿por cuánto tiempo, Dios mío?—de una afección a los pulmones,que el trópico se encargó deencender y las diez horas de marque aguanté agarrado a un barril, seentretuvieron en hacer másprofunda.

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Tu tía K. T. ha venido avisitarme. Forma parte de la mismaLiga Pro Infancia que mi madre, loque ha servido para hacerle másgrata su breve estancia. Me hablócon cariño de ti, y me enseñó unafotografía tuya, de militar, reciénacabada vuestra guerra, con lasinsignias de tu arma en la solapa ylas condecoraciones que te dio elGobierno, colocadas sobre tupecho. He mandado hacer unareproducción y la he puesto en unmarco, apoyada en unos libros,sobre mi mesa de escribir. La mirocon frecuencia, y el mirarla me

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atrae a la memoria lejanosrecuerdos de tiempos ya pasados ymás felices. Eres de los hombresque menos han cambiado con losaños. Tu figura es la misma, conquince o dieciséis años más, y tumirada, idéntica al mirarpreocupado que ponías en clasecuando míster Wolwood tepreguntaba, clavándote sus ojillosgrises por encima de las gafas:

—A ver, Mr. Cela: Las guerraspúnicas.

¿Te acuerdas?A mí, en cambio, el calendario

y la enfermedad me han echado

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sobre el cuerpo un triste ademán yunas precoces arrugas que no mecorresponden, y dudo que fuerareconocido por ti si noscruzásemos por la calle o nossentásemos en el bar en dosbanquetas contiguas.

Pero, en fin, ¡qué le vamos ahacer! Después de todo, quien asíha dispuesto las cosas es Dios y asu designio debemos doblegarnos.Para que me reconozcas, si algúndía nos viéramos, cosa que de nosuceder me mataría de tristeza, teenvío copia de mi última foto,sobre la cubierta del destructor.

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Cuando me dijo tu tía que erasnovelista, y me enseñó tu primerlibro, tuve una gran alegría, porquerecordé aquellos ya lejanosprimeros escarceos literarios tuyosen Cambridge, cuando componíasversos al mar, a los conquistadoresde América y a la hija del Director.

Después me dio a leer lo que yaha aparecido de Pabellón dereposo, y una duda tremenda measaltó: ¿Por qué la publicas? ¿Aqué es debida esa cruelobstinación? De ella deberíashacer una edición prohibida paralos tuberculosos; una tirada que,

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como el tabaco y las mujeres, notuviera acceso ni cabida en losambientes sanatoriales. ¿Hasreparado en el daño que puedehacernos a quienes, para nuestradesgracia, coincidimos en el doblepapel de lectores y posiblesprotagonistas?

Yo creo que el médico que a tise ha dirigido pidiéndote que cesesen su publicación está en lo cierto.Piensa en ello. No quierocoaccionarte. No quiero quenuestra amistad pueda influir lomás mínimo en tu decisión. Quiense dirige a ti no es el amigo; es

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simplemente el tuberculoso. ¿Porqué no dejas de publicarla?

Perdóname mi intromisión. Noquiero leer lo que he escrito,porque es posible que esta cartacorriera el riesgo de no llegarjamás a su destino, de ser arrojadaal cesto de los papeles.

Si algún día quiere Dios quecese la guerra en el mundo y ladestrucción de mis pulmones, teprometo hacerte una visita.

Si no… Si no, te precederécamino del otro mundo, y mirecuerdo quedará tan sólo en tusoraciones.

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De una o de la otra forma,siempre te querrá tu antiguo amigo:

W. L.»

Si perplejo me hube de quedar conla carta del médico, calcúlese a quégrado llegaría mi pasmo ante la delamigo. Y digo «pasmo», ya que jamáscreí —ni siquiera recién recibida laprimera carta— que, efectivamente, minovela pudiera causar a mis lectorestuberculosos un perjuicio real.

Estoy autorizado a exigir de todosque crean que es verdad lo que digo: siestuviera convencido —que todavía nolo estoy— de que el efecto de mis

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páginas fuera malévolo, hubiera puestopunto final inmediatamente.

No lo estoy, sin embargo, y piensoque mi novela, lejos de producir unefecto deprimente, pudiera —desaberse leer con agudeza— hacervibrar las cuerdas optimistas dellector, ya que los tipos presentados —los tuberculosos lo saben mejor quenadie— son, a más de entes ficticios,representantes de una manera de ser dehombre-tuberculoso o mujer-tuberculosa, de la que, como primeramedida en quienes busquen lacuración, habrá que escapar como delfuego.

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No lo sé a ciencia cierta; pero meimagino que no se ha dado a mispobres personajes el sentido de que hequerido rodearlos.

A mi amigo le he contestado porcarta, exponiéndole una serie demotivos que no he de ser yo —que lohaga él, si quiere— quien haya dehacerlos públicos.

Para tranquilidad de los demás…pienso acabar mi novela, llevarla hastael final. Si en ello yerro, que Dios meperdone.

Volvamos al hilo de la narración.

. . . . . . . . . .

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Si tuviese una larga vida por delantey menos ruindad dentro del cuerpo de laque Dios me dio, fletaría un yate pararecorrer en eternas singladuras todos lospuntos donde él tocó con su mirada deniño ensimismado, como un día tocódentro de mi corazón.

Fue el único hombre que me llamóFelisa dulcemente, y el único marinoque a una mujer requirió en matrimoniodesde una fragata que se llamaba Delfín.

. . . . . . . . . .

Me siento sin fuerzas para nada. Nipara coger la pluma siquiera.

Si muero sin continuar mi relato…

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* * *

Cruzado sobre la carretilla,saliendo por los lados, el ataúd parece,entre las sombras de la noche, un viejotronco de encina derribado por el rayo.

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CAPÍTULO VII

Domingo

Mi viejo y querido amigo:No se preocupe por esos rumores de

quiebra del Banco C. Probablementenada hay de cierto en ello, y aunque lohubiera… ¿Qué es un Banco que sehunde, amigo mío, comparado alespectáculo insólito de tantos miles ymiles de cuerpos que a diario humillanla cabeza para no levantarla jamás?

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No; no está usted en lo cierto. Todaesa dicha ficticia que usted se ha creadopara vivir y en la que yo —para midesgracia— he creído antes de latrasmisión de poderes, cuando era, comousted es ahora, gerente de la B.E.L.S.A.,nada importa, hágame caso, paraconseguir o perder ese doninaprehensible que se llama la salud.

Usted la tiene —que Dios se laconserve—, y por eso hablainconscientemente de esas livianaspreocupaciones, que ni lo son siquiera.Yo, que la he perdido…

Mi salud marcha mal, amigo mío,muy mal: pero soy tan feliz…

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Un apretón de manos de B.

Lunes

Mi viejo y querido amigo:He descubierto, en un bello libro

que me dejó un compañero de Sanatorio,un mundo ilimitado de poesía quedesconocía. Me he estremecido al leerlos versos de algún poeta, y he pensadoque quizá la salud no sea tan importantecomo creemos, cuando fuera de ellapueden encontrarse insospechadassensaciones, veladas para la mayorparte de los sanos.

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No le deseo verse en mi trance;pero, de otra parte, ¡se me antoja ustedtan desdichado, sin un solo minuto al díapara dejar de preocuparse por la marchade las cotizaciones!

El día que tenga usted un brevedescanso, un domingo, por ejemplo,prométame que ha de leer a Fray Luis.

Yo, leyéndolo, he vibrado como anteun primer amor, como hacía —¿cuántosaños ya, Dios mío?— un mundo detiempo que no quería suceder.

Un apretón de manos de B.

. . . . . . . . . .

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Martes

Mi viejo y querido amigo: A lo queme dice usted de la pertinaz insistenciade la señorita Fifí no sé quéresponderle. Mi corazón es blando yentrañable, bien es cierto; pero ¿y el deella? Dele las razones que más pudieransatisfacerle —un cheque por valor de lamitad de lo que pida— pero, por lo quemás quiera, que no venga. ¡Soy tanvagamente feliz con el recobrado cariñode mi santa mujer!

He alquilado un chalet para la niña ypara ella en el inmediato pueblecito, y¡si viese usted la alegría que siento

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cuando vienen a verme, ella a diario y laniña los miércoles!

Mi vida está exhausta, pero no mequejo.

Un apretón de manos de B.

. . . . . . . . . .

Miércoles

Mi viejo y querido amigo:Acaban de marcharse —ya es casi

de noche— mi mujer y mi hija. Se vanlas dos a caballo, muy abrigadas, por elsendero nevado. Mi mujer viste traje deamazona, y la niña —que ya está hecha

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una mujercita—, pantalón de montar.Las veo alejarse desde mi cama, através de la terraza, durante un largorato, y entonces me invaden unas ganasde llorar que nunca sé cómo soy capazde contenerlas.

Daría la mitad de lo que tengo porpoder besar a mi hija. Pero mis labiosmanchan, amigo mío, y mi hija valemucho más que la mitad de mi fortuna.

Son muy buenas viniendo a verme;mucho mejores conmigo de lo que yo fuicon ellas cuando ignoraba lo que las dosvalían y me cegaban unos ojoshermosos, pero incapaces de ternura.

La niña quiere venir a verme a

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diario. Tengo que ser fuerte yprohibírselo. Está en una peligrosa edady este ambiente…

Un abrazo de B.

. . . . . . . . . .

Jueves

Mi viejo y querido amigo:Esto se acaba. Lo noto

implacablemente dentro de mi ser; seacaba sin remisión posible.

Ruéguele por Dios a la señorita Fifíque abandone la carga, que suspenda suofensiva. No puedo ni defenderme.

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A veces parece que me resigno a misuerte, que no temo a la idea dedesaparecer; pero otras veces hay enque me resisto a creer lo evidente y enque me aferró al cariño de mi santamujer y de mi pobrecita niña como a unclavo ardiendo para no sumergirmeentre las olas de la desesperación. ¡Siviera usted, mi querido amigo, lohermosas que las dos están con lacaritativa y forzada alegría que mepresentan!

—No es nada lo que tienes —medicen—; pronto estarás bueno.

¡Pobres santas mujeres a las queobligué a esperar hasta tan a última hora

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para romper el hielo que ahogaba micariño!

Un abrazo muy fuerte de su amigo B.

. . . . . . . . . .

Viernes

Mi querido amigo:Ayer, cuando acabé de escribirle,

tuve una nueva hemoptisis. Me encuentrodecaído y lo que es peor,desesperanzado.

Insisto, amigo mío, en que estoydando las boqueadas. Dulcemente, esosí, sin dolor alguno.

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Me invaden una paz interior y undulce bienestar, que se me antojan losmás funestos presagios.

El desenlace de la farsa de mi vidase aproxima. Dios ha querido que lo queempezó en vodevil acabe en tragedia.Más vale así.

He hecho testamento y le henombrado albacea. Mime usted a mimujer y a mi hija como si fuesen suyas.Después de tantos años de amistad es loúnico que le pido a usted.

Un abrazo muy fuerte de B.

. . . . . . . . . .

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Sábado

Mi querido amigo:Quizá fuera preferible que viniera

usted. Pocos días ya puedo entretenerle.Quizá fuera preferible, porque no quieroque mi mujer y mi hija asistan solas a loque se avecina.

He vuelto a confesar. Conviene verlas cosas con objetividad. ¿Se acuerdausted de cuando, aún no hace un año, lerepetía la misma frase casi a diario?Pues bien: sigue siendo cierta.

Un abrazo de B.

. . . . . . . . . .

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Domingo

Mi querido amigo:Gracias, muchas gracias, por su

promesa de no abandonar ni un soloinstante a mi mujer ni a mi hija. Era loúnico que me faltaba para redondear mifelicidad de hoy.

Me encuentro muy bien, demasiadobien para mi estado. Quizás esto quieradecir que no paso de esta noche…

Si es así, que Dios os bendiga por lobueno que habéis sido conmigo.

Esta pluma con la que escribo quieroque sea para usted. Con ella gané muchodinero; pero usted no olvide que con

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ella también he escrito las únicaspalabras sinceras de mi vida.

Un abrazo de B.

* * *

La carretilla marchaba por elsendero, entre los pinos, en el que sereflejaba la luna, impasible y fría comola imagen misma de la muerte. Laempujaba el jardinero, el pelirrojojardinero que canta en voz baja cuandopoda los geranios o los rosales.

Cuando marcha cuesta arriba dice«¡hooop!», y la carretilla, con su ruedade hierro que salta sobre los guijarros,responde con el agudo chirrido del eje

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sin engrasar, que después se pierde,rebotando de piedra en piedra, montearriba. Cuando va por el liso caminodel regato, donde los helechos y elculantrillo asoman su verdor y dondeel dulce musgo y el blanco pan de lobobuscan la húmeda corteza de los roblespara vivir, el jardinero, comoembriagado por aquella paz, entonacon su media voz de siempre suamoroso y pensativo cantar.

La carretilla es de hierro, de unasola rueda. Estuvo en tiempos pintadade verde, de un verde del colorbrillante de la esmeralda, pero ahoraestá ya vieja, ya apagada, ya mustia y

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sin color. ¡Para lo que la usan!Cruzado sobre la carretilla,

saliendo por los lados, el ataúd parece,entre las sombras de la noche, un viejotronco de encina derribado por el rayo.

Dentro, un hombre muerto.

. . . . . . . . . .

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EPÍLOGO

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Cuando el ganado vuelve, escapandode las nieves que ya empiezan a cubrirlos campos y a hacer difíciles lospastizales, y se trae desde lejos, desdemuy lejos, por la montaña abajo, laleche y la carne, en el pabellón dereposo los enfermos siguen echados ens u s chaise-longues, mirando para elcielo, tapados con sus mantas, de las queen este tiempo no se atreven a sacar losbrazos, pensando en su enfermedad.

Son los primeros días de noviembre,y ya las cigarras han dejado de cantarentre los cardos. Por más queentornemos los ojos ya no podemosfigurarnos que son los mismos cardos

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los que cantan, frotando unas con otrassus silvestres y ásperas florecitas, aúnayer azules y amarillas.

Los árboles que nacen —¡cómo fijóel verano nuestra idea!— de una manerainverosímil, encima de una piedra, ya noguardan en sus raíces, que quedan alaire, aquellas gruesas hormigas decabeza roja, que no son simpáticas comolas otras, las que son todas negras,bullidoras y brillantes, y que se hanescondido, Dios sabrá dónde, para pasarlos meses de invierno.

El pájaro negro del tejado ya nolevanta el vuelo cada mañana, y lascrías que ya han crecido y emigrado ya

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no arman, debajo de las tejas, su diaria yjolgoriosa algarabía.

La nieve todo lo cubre y entre lanieve quizás un solitario vadesgranando, como un rosario, aquellosversos:

Yo pienso en campos de nievey en pinos de otras montañas.Y tú, Señor, por quien todosvemos y que ves las almas,

dinos si todos, un día,hemos de verte la cara.

El mundo, impasible a la congoja,sigue dando vueltas por el espacioobediente a las complicadas leyes de la

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mecánica celeste.

Las Navas del Marqués (Ávila), 1943

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CAMILO JOSÉ CELA TRULOCK. (IriaFlavia, A Coruña, 11 de mayo de 1916 -Madrid, 17 de mayo de 2002). Escritory académico español, galardonado conel Premio Nobel de Literatura.

En 1925 su familia se traslada aMadrid. Antes de concluir sus estudiosde bachillerato enferma y es internado

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en un sanatorio de Guadarrama (Madrid)durante 1931 y 1932, donde emplea elreposo obligado en largas sesiones delectura.

En 1934 ingresa en la Facultad deMedicina de la UniversidadComplutense de Madrid. Sin embargo,pronto la abandona para asistir comooyente a la Facultad de Filosofía yLetras, donde el poeta Pedro Salinas daclases de Literatura Contemporánea.Cela le muestra sus primeros poemas, yrecibe de él estímulo y consejos. Esteencuentro resulta fundamental para eljoven Cela, que se decide por suvocación literaria. En la facultad conoce

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a Alonso Zamora Vicente, a MaríaZambrano y a Miguel Hernández, y através de ellos entra en contacto conotros intelectuales del Madrid de estaépoca. Antes, en plena guerra, terminasu primera obra, el libro de poemasPisando la dudosa luz del día.

En 1940 comienza a estudiarDerecho, y este mismo año aparecen susprimeras publicaciones. Su primera granobra, La familia de Pascual Duarte, vela luz dos años después y a pesar de suéxito sufre problemas con la Iglesia, loque concluye en la prohibición de lasegunda edición de la obra (que acabasiendo publicada en Buenos Aires).

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Poco después, Cela abandona la carrerade Derecho para dedicarseprofesionalmente a la literatura.

En 1944 comienza a escribir Lacolmena; posteriormente lleva a cabodos exposiciones de sus pinturas yaparecen Viaje a La Alcarria y Elcancionero de La Alcarria. En 1951 Lacolmena se publica en Buenos Aires yes de inmediato prohibida en España.

En 1954 se traslada a la isla deMallorca, donde vive buena parte de suvida. En 1957 es elegido para ocupar elsillón Q de la Real Academia Española.

Durante la época de la transición ala democracia desempeña un papel

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notable en la vida pública española,ocupando por designación real unescaño en el Senado de las primerasCortes democráticas, y participando asíen la revisión del texto constitucionalelaborado por el Congreso.

En los años siguientes siguepublicando con frecuencia. De esteperíodo destacan sus novelas Mazurcapara dos muertos y Cristo versusArizona. Ya consagrado como uno delos grandes escritores del siglo, durantelas dos últimas décadas de su vida sesucedieron los homenajes, los premios ylos más diversos reconocimientos. Entreestos es obligado citar el Príncipe de

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Asturias de las Letras (1987), el Nobelde Literatura (1989) y el Miguel deCervantes (1995). En 1996, el día de suoctogésimo cumpleaños, el Rey donJuan Carlos I le concede el título deMarqués de Iria Flavia.

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Notas

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[1] El autor se refiere a la segundaedición en la colección Áncora y Delfinde Ediciones Destino. <<

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[2] Se refiere el doctor A. M. S. a lapublicación semanal que de Pabellón dereposo hizo El Español. <<