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CUARTA PROPOSICIÓN EL PRIMER PRECEPTO DE LA REGLA DE SAN AGUSTÍN LCO 2

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cuarta ProPosición

el Primer PrecePtode la regla de san agustín

lco 2

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Art. I.— la vida común

2.— § I. – Según se nos advierte en la Regla, lo pri-mero por lo que nos hemos congregado en comunidad es para vivir unánimes en casa, teniendo una sola alma y un solo corazón en Dios. Y esta unidad alcanza su plenitud, más allá de los límites del convento, en la comunión con la provincia y con toda la Orden.

§ II. – La unanimidad de nuestra vida, enraizada en el amor de Dios, debe ser testimonio de la reconciliación universal en Cristo predicada con nuestra palabra.

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lCo 2: art. i – de la vida Común

2. – § I. – Quemadmodum ex Re-gula monemur, primum propter quod in unum sumus congrega-ti, est ut unanimes habitemus in domo et sit nobis anima una et cor unum in Deo. Quae quidem unitas, ultra limites conventus, in communione cum provincia et toto Ordine plenitudinem suam attingit.

§ II. – Vitae nostrae unanimitas, in caritate Dei radicata, exem-plum praebere debet universalis in Christo reconciliationis quam verbo praedicamus.

In unum congregati, ex praecepto Regulae iubemur ha-bere animam unam et cor unum in Deo, et non dicere aliquid pro-prium, sed habere omnia commu-nia.1

Vitae nostrae unanimitas eo pro-fundius in caritate Dei radicanda est, quo vividius exemplum prae-bere debemus...

lCo 2 § i – el Fundamento de la vida Común

Con este número entramos de lleno en la vida de los hermanos, en el seguimiento de Cristo, en la consagra-ción religiosa. Aquí encontramos una afirmación de alguna manera basada en la Regla de San Agustín y tomada de las Constituciones Gillet. Y esto nos obliga a examinar, como

1 Cf. 1ͣ ͤ Const., prol.

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no habíamos tenido necesidad de hacerlo para los parágra-fos de la Constitución fundamental, el cambio al que aque-llas Constituciones sometieron un texto que venía inalte-rado desde las Constituciones primitivas, y las inflexiones que fue sufriendo la cita de la Regla, de acuerdo con las nuevas intenciones y contextos, primero en la edición Gillet y luego en la de 1969.

La afirmación es ésta: “Como se nos advierte a partir de la Regla, lo primero para lo que nos hemos congregado en comunidad es para vivir unánimes en una casa y tener una sola alma y un solo corazón en Dios”1. Como se ve, a este respecto hay que examinar si la Regla dice eso realmente, y además, si nosotros aceptamos esas palabras como expresión de la finalidad primera de nuestra Comunidad. En cuanto a esto último, después de la Constitución fundamental y de lo dicho allí de la caridad perfecta como meta que nos propo-nemos siguiendo en pos de Cristo, suena algo extraño que se hable aquí de “lo primero”, tanto más cuanto que aquí la consecuencia que se saca de la cita, es decir, de esta finalidad primaria, es una consecuencia bastante secundaria.

Este texto ya había sido sometido a votación en el Capítulo General de 1932, donde fue presentado como pro-veniente de las Constituciones inmediatamente anteriores (las de 1924 y de 1926) por lo menos en cuanto a su sen-tido2. Pero habrá que ver si el nuevo texto verdaderamente 1 “Quemadmodum ex Regula monemur, primum propter quod in unum sumus congregati, est ut unanimes habitemus in domo et sit nobis ani-ma una et cor unum in Deo”.2 Provenía de aquellas Constituciones no ad litteram, sino ad sensum, como lo presumía la nota marginal en el Textus Constitutionum, impre-so en 1932 y sometido sub secreto al examen y discusión de los defi-nidores que estaban para reunirse ese mismo año en el Capítulo de Le

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reproducía el sentido que en aquellas Constituciones tenía la referencia a la Regla, e incluso el sentido que tienen en la propia Regla las palabras tomadas de ella. Ahora bien, la confrontación de los textos de los tres Capítulos Generales mencionados nos lleva a concluir que el sentido de esa refe-rencia cambió en el Capítulo de 1932; y lo más grave, que este último Capítulo cambió el propio texto de San Agustín.

No será de extrañar esto si se tienen en cuenta algu-nas circunstancias y características de aquel Capítulo de de-finidores reunido en Le Saulchoir. De él escribe el P. André Duval:

“En 1932, au terme d’un chapitre normal de défi-niteurs ayant voté à titre “inchoatif” un livre de Constitu-tions totalement nouveau, le Maître de l’Ordre M.-S. Gillet déclare au capitulaires, dans son discours de clôture, que l’ensemble ainsi accepté n’a plus besoin de votes ultérieurs d’approbation ou de confirmation, mais que, à la suite d’une audience pontificale du 4 mars 1932, lui-même a obtenu de Pie XI, vivae vocis oraculo et etiam in scriptis, l’équivalence de trois chapitres pour l’oeuvre maintenant accomplie”3.

Saulchoir. Este Capítulo ratificó en la sesión de clausura (11 de agosto de 1932) que aceptaba solo como incoaciones varios números en que la adición o supresión de palabras cambiaba de algún modo el sentido que esos números tenían aún en los dos Capítulos Generales precedentes (cf. el Processus verbalis p. 81). Pues bien, eso no lo publicaron las Actas, y entre esos números pensamos que se encontraba el n. 2, que ahora discutimos.3 “Genèse des Constitutions Fernandez 1968”, en Mémoire dominicai-ne n° 13, 1998, p. 107. En la alocución que dirigió a los definidores el P. Gillet inmediatamente después que fueron aceptadas como tales las incoaciones a que nos referimos en la nota anterior, reconocía él mismo la existencia de parvae mutationes, quorum maxima pars verba solum tangit, que inchoationes esse videntur y que aliquantum deformant las

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Es difícil escapar a la conclusión de que aquello de primum, propter quod in unum sumus congregati, est ut unanimes habitemus in domo fue una fórmula algo impro-visada, que no entró en nuestra legislación por la puerta regular de tres capítulos generales. Todo hace creer que esta afirmación, tomada de las Constituciones Gillet por el LCO de 1969, había sido aprobada por un solo Capítulo General, un Capítulo de definidores4.

Para iniciar el Proemio (Prólogo se lo llamaba an-tes), los Capítulos de 1924 y de 1926 reproducían de la si-guiente manera la referencia a la Regla, y más exactamente, la referencia al anima una et cor unum del primer precepto que nos da San Agustín: “Ya que por precepto de la Re-gla se nos manda tener un solo corazón y una sola alma en el Señor, es justo que…”5. Y lo hacían remitiéndose a

Constituciones definitivamente aprobadas. Pero –añadió–, en aquella audiencia el Santo Padre, attenta relativa qualitate modificationum et inchoationum praecipue, se dignó conferir a éstas de antemano, si así lo decidía aquel Capítulo, el valor de Constituciones. ¡Haberlo dicho antes! Se hubieran tomado más tiempo, que sabemos que podían tomár-selo, para examinar más despacio esos casos.4 En los Capítulos de 1935 y de 1938 ya no se volvió a hablar de la apro-bación o la confirmación que necesitara texto alguno de los introducidos por primera vez en el Capítulo de 1932. Quizás esto fuese explicable. Pues hay que tener presente que ya en la sesión III de aquel Capítulo se le había dado al P. Gillet la comisión de nombrar unos canonistas que, para utilidad de los definidores de los dos Capítulos que seguirían, señalaran cuáles eran las incoaciones que debían ellos reconsiderar (cf. el Processus verbalis de 1932, pp. 30-31 y 82). Señal de que todavía se podría discutir si algunas de aquellas modificaciones cambiaban el sentido de alguna Constitución. ¡Pero sorpresivamente la alocución del P. Gillet en la clausura del Capítulo dejó sin objeto aquella comisión que ese mismo Capítulo le había dado! 5 “Quoniam ex praecepto Regulae iubemur habere cor unum et animam unam in Domino, iustum est ut…” Nótese que en su forma tradicional nuestras Constituciones reproducían, por encima del texto de la Regla,

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las Constituciones Jandel y empalmando en esto con todas las ediciones de las Constituciones, tal como venían desde 1220, y con la Regla misma, que tradicionalmente ha en-cabezado el libro de nuestras Constituciones. El núcleo de esas palabras –es decir, las palabras que subrayamos– es lo que quiere salvar esta Propuesta colombiana. La conciencia de que con ellas se formulaba un precepto, y por cierto el primero, se había mantenido a lo largo de los siglos.

“Congregados en comunidad, por precepto de la Regla hemos de tener una sola alma y un solo corazón en Dios”

El Maestro de la Orden Humberto de Romans de-dica varas páginas de su Expositio Regulae a aclarar qué sentido tiene para San Agustín el usar praecipimus con un complemento directo en plural (haec) al comienzo de su Regla –“estas cosas son las que os mandamos guardar a los que vivís en el monasterio”–, y concluye que el modo como el santo va luego promulgando diversos mandatos o preceptos, “aunque por las palabras parece preceptivo, la intención no es de que lo sea en cada caso (licet secundum verbum praeceptorius videatur, tamen secundum intentio-nem non est praeceptorius universaliter)”6. Cuáles sean los preceptos propiamente dichos contenidos en la Regla, dice el Venerable Humberto, lo podemos averiguar de diversas maneras; pero lo sabemos con más seguridad por el texto de nuestras Constituciones. Y así, al comienzo de su Expo-sitio super Constitutiones, muestra él que, en el verbo usa-do en aquella expresión del Prólogo ex praecepto Regulae

el orden que tiene en el texto bíblico esta referencia a los Hechos de los Apóstoles: cor unum et anima una (Hch. 4, 32). Volveremos sobre este detalle al abordar el § II.6 Opera de vita regulari, ed. Berthier, I, pp. 62-65.

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iubemur, tenemos la prueba de que la unidad de corazones se nos da como un precepto (unitas cordium nobis est in praecepto). Y sobre ello vuelve más adelante, cuando pre-cisa que éste es el primer precepto propiamente dicho que contienen las Constituciones, pero que lo contienen por en-contrarse en la Regla7.

Esta seguridad y claridad no fue tan fácil mantener-las a partir de 1932, con las Constituciones Gillet, debido a algunos cambios desafortunados que se introdujeron en la reelaboración de aquellas palabras del antiguo Prólogo. Para comprobarlo, empecemos por recordar aquel texto de 1932:

“Como se nos advierte a partir de la Regla, lo prime-ro para lo que nos hemos congregado en comunidad es para vivir unánimes en una casa y tener una sola alma y un solo corazón en Dios, es decir, para que seamos perfectos en la caridad (ut perfecti, videlicet, in caritate inveniamur)”.

Ahí se ve cómo reemplazaron la terminología del “precepto” (ex praecepto… iubemur) por la de la “moni-ción” (monemur), y ampliaron la cita de la Regla intro-duciéndola con el Primum, propter quod in unum sumus congregati; y cómo, donde enunciaba San Agustín el objeto del precepto (en una oración completiva introducida por ut) introdujeron un nuevo verbo, el verbo est, que transformó el sentido del texto. Dividida así la frase entre un sujeto (desde Primum) y un predicado (desde est ut unanimes…), se transformó el precepto agustiniano en un enunciado, en una “declaración”. ¿Se trataba todavía de una reproducción ad sensum de las anteriores Constituciones?

7 Opera de vita regulari, II, pp. 3 y 53.

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San Agustín no hace una declaración sobre la finali-dad primera que reúne a los siervos de Dios en comunidad (la de habitar en una casa viviendo en unanimidad). El comienzo de la Regla es expresión de una voluntad (diligatur Deus, praecipimus... ut unanimes habitetis), no aclaración de cuál es la primera de las intenciones (Primum propter quod... est ut unanimes habitetis)8. El primer precepto agustiniano se desdibujó, desde luego, no en el texto de la Regla, sino en nuestras Constituciones. En la Regla podemos seguir leyén-dolo; para salir de dudas, siempre queda el recurso a ella. Pero si su importancia llevó desde el comienzo a recordarlo en el Prólogo de las Constituciones, no se entiende por qué, en el siglo XX, éstas dejaron de presentarlo como precepto. Más valía entonces haber suprimido esa referencia.

Independientemente de los cambios que sufría así el texto de la Regla, hay que reconocer que de las palabras con que se presentaba ese texto modificado se hacía una buena aplicación, porque se le daba esta terminación al período: “…y un corazón en Dios, es decir, que seamos perfectos en la caridad” (…et cor unum in Deo, ut perfecti, videlicet, in caritate inveniamur). El acierto, es verdad, era parcial, pues el lenguaje del precepto hubo que adaptarlo al de la finalidad, que con el Primum resultaba ser solo una prime-ra finalidad, y ello implicaba yuxtaponerle una segunda: se introducía una visión analítica que distinguía un “fin prima-rio”, la caridad perfecta (Gillet n. 2), y un “fin especial”, la predicación y la salvación de las almas (n. 3).

Así pues, en función de estos dos fines presentaron nuestra vida y misión aquellas Constituciones, como se

8 Véanse las traducciones, que juzgamos correctas, del texto agustinia-no citadas más adelante y, en la nota correspondiente, la explicación gramatical que las justifica.

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echa de ver en la amplísima exposición de los medios de que disponemos para alcanzarlos: principales medios para alcanzar el fin primario (nn. 542-626), medios para promo-ver el fin especial (nn. 627-849). Eran dos fines que se pro-ponían para perseguirlos a través de dos series de medios que se utilizaban paralelamente. Se fijaban así las dos líneas paralelas que marcarían la vida y el apostolado en nuestra legislación y cuyas huellas encontramos todavía en la for-ma como se conectan la misión y la vida al comienzo del § IV de la Constitución fundamental.

No sobra recoger aquí los datos básicos acerca de esas especificaciones introducidas en la legislación religio-sa. Ante la afluencia de peticiones de aprobación de nuevas congregaciones religiosas, la Santa Sede había decidido co-ordinar tantos esfuerzos apostólicos surgidos de iniciativas particulares y, en 1901, prescribió que las nuevas constitu-ciones enviadas a Roma por aquellas congregaciones in-trodujeran expresamente la formulación del fin primario o general y del fin especial9. Se trataba de una norma dada a las nuevas fundaciones, que no había que dejar multiplicar-se indefinidamente sin ninguna diferencia sustancial que las justificara; norma temporal ante aquella proliferación reli-giosa que irrumpía en la Iglesia. Así que, con razón, una vez promulgado el Código pío-benedictino, Roma ya no siguió exigiendo tales especificaciones10.

¿Qué razón se vio, en 1932, para someter la legis-lación de nuestra Orden, que no era una nueva fundación, 9 Normae publicadas el 28 de junio de 1901 por la Congregación de Obispos y Regulares.10 Esto se ve por la reedición de dichas Normae en 1921, que suprimió la sección donde se trataba de aquel asunto, dejándolo al criterio de los tratadistas, porque tampoco el Código había asumido esos extremos.

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a ese reajuste de sus textos tradicionales? Quizás no haya más razón que las ideas de algún canonista que intervino en la elaboración del texto de estudio (el Textus Constitutio-num, de 1932) que sirvió de base a las sesiones del Capítulo General de aquel año.

Pasemos a ver ahora con qué intención se hace re-ferencia a la Regla en 1969 al empezar a tratar de la vida común, que es el primer artículo de las Constituciones de aquel año. Por siglos enteros la referencia se hacía para fun-damentar la uniformidad. Pues, al referirse al precepto de la Regla, las sucesivas ediciones lo aplicaban a nuestra Or-den diciendo que, en razón de la unidad de los corazones, era justo (iustum est) que mantuviésemos la uniformidad en las observancias (uniformes in observantiis inveniamur), de modo que la unitas del cor unum resultara favorecida y representada por la uniformitas de unas mismas obser-vancias. Nótese con todo que la referencia no incluía en el praeceptum las palabras relativas al vivir unánimemente “en una casa”, sino que, como vimos arriba, se saltaba el unanimes habitetis in domo, que era un texto de la Vulgata sin mucho valor11, para ir derecho al objeto del precepto (ex praecepto Regulae iubemur habere cor unum). En 1969 el LCO va también en busca de la unitas, pero entendida aho-ra de modo diferente. Veámoslo.

El LCO en su primer artículo, consagrado a la vida en comunidad –De la vida común–, comienza poniendo en

11 Era una alusión de San Agustín a la frase “inhabitare facit unanimes in domo” de la Vulgata en el Salmo 67, 7. La Nova Vulgata, punto ac-tual de referencia para la recitación de los Salmos, reemplazó allí, y con razón, la palabra unanimes por la palabra desolatos. La unanimidad de que trata el LCO 2 § II tiene un fundamento bíblico más seguro en el anima una de Hch. 4, 32.

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primer lugar, con ayuda del unanimes habitetis in domo de la Regla, la unanimidad. Unanimidad que, en consecuencia, aparece ahora como el fin primero de la comunidad, y ante todo, de la comunidad conventual. He aquí el texto de LCO 2 § 1:

“Como se nos advierte a partir de la Regla, lo pri-mero para lo que nos hemos congregado en comunidad es para vivir unánimes en una casa y tener una sola alma y un solo corazón en Dios. Y esta unidad alcanza su plenitud, más allá de los límites del convento, en la comunión con la provincia y con toda la Orden”12.

Acertadamente se empieza a tratar de la vida común poniendo en primer lugar la unanimidad, pero antes de sa-car partido de ese ideal –anima una et cor unum in Deo– haciendo de ella el alma de la vida común y del apostolado, el discurso se inicia escalonando, en una glosa a aquel ve-nerable texto agustiniano, las unidades que la unanimidad produce, desde la unidad conventual hasta la de la Orden entera pasando por la de la provincia.

La impresión que da ese comienzo del artículo De la vida común es que los peritos del Capítulo General de 1968 se limitaron a buscarle al Quemadmodum ex Regula monemur de 1932 un nuevo puesto y una nueva función; pero no dan muestras de que se hubieran preguntado por el sentido y la legitimidad del cambio introducido enton-ces en las palabras de la Regla. No se ve por qué motivo,

12 “Quemadmodum ex Regula monemur, primum, propter quod in unum sumus congregati, est ut unanimes habitemus in domo, et sit nobis ani-ma una et cor unum in Deo. Quae quidem unitas, ultra limites conven-tus, in communione cum provincia et toto Ordine plenitudinem suam attingit”.

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trasladada al § 3 de la novedosa Constitución fundamental la búsqueda de la perfecta caridad, en función de la cual acomodaba el texto de la Regla el P. Gillet, se mantuvo sin embargo la redacción que él le había dado a este texto13. ¿Hacía falta esa “declaración” –primum… est– en un lugar que ya no es el primero, y además poniéndola en función de la glosa sobre el orden de los círculos en que se desarrolla la vida común a partir de la domus conventual (a partir del círculo “doméstico”)? Para no dar pie a contraponer la uni-dad en la provincia y en la Orden a la unidad “en una casa”, más valía haber suprimido el unanimes habitemus in domo introducido por el P. Gillet14. Por plausibles que sean, seme-jantes aplicaciones de la Regla no corresponden al sentido del primer precepto –praecipimus… primum–.

Esas son consecuencias de haberse tomado en 1968 como base para este punto, no la Regla misma, sino el uso que se hacía de sus primeras palabras en las Constituciones anteriores: así las Constituciones de Gillet, en cuanto que suprimían el praeceptum y lo reemplazaban por una moni-ción acerca del fin principal de nuestra vida, como las ante-riores a Gillet, en cuanto que de la unanimidad preceptuada sacaban una conclusión de índole externa. La conclusión 13 Si se siguió aceptando el cambiar el precepto de la Regla por una “declaración” acerca de su sentido, o mejor de su función, ¿fue porque se siguió entendiendo mal el texto de San Agustín? ¿O se siguió en-tendiéndolo así para poder asignarle alguna función en el esquema de nuestras Constituciones? Valdría la pena despejar la incógnita. 14 El primer lugar en que se desarrolla nuestra vida, según el § II de la Constitución fundamental, no es el convento, sino la misión itinerante, o el ubique de la sequela Christi. Para evitar discusiones sin fin sobre si lo primero es el convento o es el viaje misionero, lo mejor es suprimir en la referencia a la Regla la frase ut unanimes habitemus in domo. Es una frase que entró en esta referencia con las Constituciones Gillet, según veíamos.

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era la uniformidad en las observancias, reemplazada desde 1968 por la unidad organizacional de las partes en el con-junto de la Orden. Nada de lo cual estaba en la perspectiva del precepto agustiniano.

Difícilmente se entiende por qué se deja de lado el valor profundo que tienen esas palabras de la Regla. No hacía ninguna falta ese comentario que a renglón seguido se les añade (Quae quidem unitas, ultra limites conventus,…). Lo referente a las unidades ahí mencionadas ya está bien expresado en el n. 1 § VII, y luego se reitera en el n. 3 § II, textos que presentan claramente tanto el valor como los límites de la comunidad conventual.

Pero no solo no hacía falta repetir eso: el bajón se nota sobre todo con respecto a la forma como se pretende glosar el pasaje mismo de la Regla: San Agustín dice “un solo corazón en Dios”, cor unum in Deo (cf. Hch. 4, 32), pasando a un plano superior al que indica con unanimes in domo de la frase anterior (y hasta en aliteración con ésta). Es, pues, al plano divino al que aquí se nos invita a elevar-nos de inmediato, por encima del plano institucional. Que la unidad de las almas y de los corazones en Dios alcance su plenitud en la comunión de los conventos y de las pro-vincias es una afirmación que se queda muy por debajo de lo que se lee de nuestra comunión en el n. 3 § I, allí sí con inspiración verdaderamente agustiniana. Mejor inspirado había estado el P. Gillet, como lo vimos, con la aplicación que hizo del texto de la Regla a la perfección de la caridad como finalidad de nuestra vida.

Después de casi un siglo ya es hora, pensamos, de reproducir correctamente en nuestras Constituciones este texto capital de la Regla a que ellas apelan. Y para conven-

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cernos de ello, observemos, por lo menos, la forma como lo entienden las buenas traducciones, sin dejarse llevar de la interpretación que nuestra legislación le viene dando desde 1932 (aquí copiamos la francesa, la de los Estados Unidos, la italiana y la portuguesa, tal como aparecen en las respec-tivas ediciones del LCO):

Et voici mes prescriptions sur votre manière de vivre dans le monastère. Tout d’abord, pourquoi êtes-vous réunis sinon pour habiter ensemble dans l’unanimité, ne faisant qu’un coeur et qu’une âme en Dieu.

The following things, then, we direct you, who live in the monastery, to observe: First, that you dwell together in unity in the house and be of one mind and one heart in God, remembering that this is the end for which you are collected here.

Queste dunque sono le cose che comandiamo di os-servare a voi che vi trovate in monastero. Anzitutto osservate ciò per cui vi siete riuniti insieme, per abitare concordi in una stessa casa; vi sia dunque tra voi un’anima sola e un cuore solo in Dio.

É isto que vos mandamos guardar, a vós que viveis no mosteiro. Em primeiro lugar, foi para isto que vos reunis-tes em comunidade: para que habiteis unânimes na mesma casa, tende uma só alma e um só coração em Deus 15.15 Como se ve por estas traducciones de la Regla, primum lo usa ahí San Agustín con valor adverbial para introducir el precepto con que encabe-za su Regla: praecipimus… ut unanimes habitetis in domo et… (primum no es, pues, ni sujeto ni predicado de un presunto verbo “ser”, añadido en la Constituciones Gillet, pero que ni empleó ni sobreentendió aquí San Agustín). En las palabras del santo, Primum, propter quod in unum estis congregati, la oración de relativo es un inciso, o más exactamente, es una oración explicativa, no especificativa: no especifica cuál es el fin primero que nos proponemos al reunirnos en comunidad, sino que

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A estas traducciones podemos agregar la que pre-senta en sus escritos un ilustre agustino, cuyos trabajos sobre la Regla renovaron completamente las cuestiones que ella suscita16 y cuya autoridad llega a reconocer el mismísimo libro de nuestras Constituciones. Pues para hacer más comprensible y práctica la lectura de la Regla, las últimas ediciones del LCO han introducido en ésta la numeración de capítulos propuesta por él. Nos referi-mos a Luc Verheijen, o. s. a17. La obra de éste citada en el LCO no incluye la traducción de la Regla, ya que se centra en el establecimiento crítico del texto latino. Pero

explica por qué pone en primer lugar el precepto sobre la unanimidad y la comunidad de bienes. La oración introducida por ut no es, pues, circunstancial de fin, sino completiva del verbo “mandamos”. Por el contrario, como ya lo vimos, las Constituciones Gillet, que pretendían reproducir ad sensum esta cita del Proemio de las anteriores Constitu-ciones y de la Regla misma, la colocaron en el n. 2, inmediatamente antes de mencionar, en el n. 3, el fin especial o propio de nuestra Orden; y con ello aquel primum pasó a evocar lo que entonces se llamaba el fin primario de las comunidades religiosas. 16 Así se expresaba otro reconocido agustinólogo (Henri Marrou) con base en los primeros trabajos (1952-1954) de aquel agustino sobre la cuestión (Saint Augustin et l’augustinisme, París, 1965, p. 189).17 La obra de Verheijen citada en las últimas ediciones del LCO com-prende dos volúmenes: el I, allí citado, y el II. Recherches historiques. Agustino holandés residenciado en Francia, es autoridad mundialmente reconocida en lo tocante a la Regla de San Agustín y a las Confesio-nes. Fue “maître de recherche” en el Centre National de la Recher-che Scientifique”. Incomprensiblemente aparecen errados en la cita del LCO: su apellido, que es no con y, sino con j; su filiación, pues él no era premostratense (o. praem.), sino agustino (o. s. a.); y la fecha de la publicación, que no es 1969, sino 1967. Basta, para corroborarlo, con mirar las referencias que se hacen a él en la Patrología publicada bajo la dirección de Angelo di Berardino como volumen III de la de J. Quasten. En aportaciones como las suyas puede nuestra Orden apoyarse para sacar del olvido en que muy comúnmente se la tiene esta regla de vida que profesamos todos nosotros.

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en posteriores publicaciones suyas sí podemos ver cómo entendía y traducía él el primer precepto. He aquí la for-ma en que él lo citaba más frecuentemente:

“Voici ce que nous vous prescrivons d’observer dans le monastère. Avant tout, vivez unanimes à la mai-son, ayant une seule âme et un seul coeur tendus vers Dieu. N’est-ce pas la raison même de votre rassemble-ment?”

Esta traducción la daba él en 1972, y la mantuvo al poner la traducción de la Regla completa encabezando el volumen Nouvelle approche de la Règle de saint Au-gustin, de 1980. Observemos que la edición del LCO en francés le da un giro interrogativo a la oración que con-tiene este primer precepto, justamente el giro emplea-do aquí por Verheijen para traducir el propter quod in unum estis congregati, que es el punto preciso sobre el cual versa nuestro debate. Una y otra traducción vienen a decir lo mismo con esa pregunta retórica de que se sir-ven para traducir el propter quod…: ¿Para qué os habéis congregado si no es para vivir juntos en la unanimidad? Pero leyendo aquel volumen se da uno cuenta de que la traducción que daba Verheijen a ese propter quod ya la tenía él clara diez y más años antes. Pues en 1961 había traducido así el texto:

“Voici ce que nous prescrivons d’observer dans le monastère òu vous vivez. Qu’avant tout, puisque telle est la raison de votre rassemblement, vous viviez unanimes à la maison et que vous ayez une seule âme et un seul coeur touné vers Dieu”. Aquí se atenía a la sintaxis mis-ma de la oración latina de relativo, pero entendiéndola ya entonces como explicativa de la prioridad que da Agustín

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al precepto de unidad de alma y comunidad de bienes: Lo primero que os mandamos es tener una sola alma y un solo corazón fijos en Dios y tenerlo todo en común18.

Vemos, pues, que tanto el LCO francés como el ilus-tre agustino prefieren traducir utilizando el giro interroga-tivo. La traducción de Verheijen revela incluso una inten-ción más precisa. Lo que él deja en forma interrogativa es únicamente la traducción de la oración de relativo, como para darle más relieve desglosándola y dejando al mismo tiempo claro el objeto del precepto: Esto es lo primero que os mandamos. Porque ¡a ver…! ¿No es esta la razón misma de estar vosotros congregados?

Establecido así inequívocamente el sentido del tex-to agustiniano, volvamos a lo que decíamos: aquí se nos invita a elevarnos al plano divino. Esta es una unanimidad teologal, que está por encima de las unidades (conventual, provincial…), y que, teniendo como centro la unidad de un solo corazón en Dios, es más profunda que lo que sugieren esas unidades. Le quita su sentido y su fuerza a esta una-nimidad el interpretarla en términos de organización de la comunidad. Si la unidad de que se trata es la unidad de “una sola alma y un solo corazón en Dios”, solo por una distrac-ción del redactor se explica que haya tenido que añadir que dicha unidad alcanza su plenitud “más allá de los límites de un convento”. Ante semejante glosa ¿qué diría San Agustín de la manera como entendimos el primer precepto de su Re-gla? No le quitemos las alas a la Regla para domesticarla. Y no es que este precepto agustiniano haga caso omiso del

18 En ese volumen: Nouvelle approche de la Règle de saint Augustin, Abbaye de Bellefontaine, 1980, el autor recoge estudios publicados por él en diversas fechas, como los de 1961 y 1972 a que nos referimos (el texto agustiniano que examinamos lo traduce en las pp. 18, 35 y 211).

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plano concreto en que se ha de cumplir y de la incidencia práctica que tiene y sin la cual las más bellas ideas sobre la unanimidad, o sobre las provincias y la Orden, quedarían en pura teoría.

“y no llamar propia cosa alguna, sino tenerlo todo en común”

Para no dejar de lado esta incidencia práctica, habrá que prolongar la referencia a la Regla, que no se limita a in-culcar la unidad de los corazones, sino que va hasta la comu-nidad de bienes e incluye, por lo tanto, estas otras palabras que siguen inmediatamente: “…y un solo corazón en Dios, y no llaméis propio nada, sino sea todo común entre vosotros” (…et cor unum in Deo, et non dicatis aliquid proprium, sed sint vobis omnia communia)19. La factura de estas dos últimas frases es idéntica a la de las anteriores. Presentado así, como precepto y en su forma completa, el precepto de la Regla es tema más que suficiente para este primer parágrafo que dedi-can nuestras leyes a la vida común. En el anima una, y el cor unum, y el omnia communia, tenemos el núcleo de la vida apostólica que la Regla canoniza y sin el cual la “vida común vivida en la unanimidad” (§ IV) pierde su piso20. Con esas 19 En el mismo sentido va lo que se lee a renglón seguido en la Regla: “Y el prepósito distribuya a cada uno de vosotros el alimento y el ves-tido, no igualmente a todos, porque no tenéis todos iguales fuerzas, sino a cada uno según su necesidad. Pues así leéis en los Hechos de los Apóstoles: Todas las cosas les eran comunes, y se distribuía a cada uno según su necesidad” (Hch. 4,32 y 35).20 Communis vita, según me aclara un investigador del Instituto His-tórico de nuestra Orden, el P. Simon Tugwell (señalándome algunos antecedentes inmediatos de esta práctica), significaba vivir sin propie-dades personales (sine proprio vivere) en las comunidades de canónigos regulares y en particular en la de Osma y en las de Prémontré. En apoyo de lo cual me remite, para Osma, a una determinación de Inocencio III

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palabras, que no son solamente de la Regla, sino que vienen de los Hechos de los Apóstoles, se pone además, desde el comienzo, el fundamento bíblico para lo que se diga luego de la pobreza en el n. 3 § II y en el n. 32 § 1 (omnia habere communia), y se toma de la Regla misma el tema completo que se propone desarrollar este artículo De la vida común, tan nuevo y oportuno, que se echaba de menos en las Cons-tituciones anteriores.

Las palabras sobre la comunidad de bienes no las incluían, en la referencia que hacían a la Regla, ni las Cons-tituciones primitivas ni las de 1932. Y era explicable dada la función que debía cumplir esa referencia: en las primitivas fundamentar la uniformidad de las observancias, y en las de 1932 formular el fin primario. Pero lo que se espera ahora es que ella fundamente nuestra vida común. Para presentar con el Primum de la Regla la enunciación del fin primario o general de nuestra Orden bastaba con cortar la referencia donde la cortaban las ediciones anteriores: en cor unum in Deo. Pero no vamos a pensar que, entendido como precep-to, el Primum no abarcara más; el punto después de cor unum in Deo, como la puntuación en general, se introdujo en el texto mucho después. El precepto abarcaba realmente todo lo referente a la forma de vida apostólica, en otras pa-labras, de la vida como se vivió en la Iglesia de Jerusalén según el testimonio de los Hechos de los Apóstoles21.

(MOPH 25 n. 1), y para Prémontré al estudio de Pl. F. Lefèvre - W. M. Grauwen, Les Statuts de Prémontré au milieu du XIIe. siècle, Averbode, 1978, 17. Esto tiene que ver también, añade el P. Tugwell remitiéndome a AFP 53 (1983) 10-11, con el sentido de communitatem en la cita que hace de las Constituciones primitivas el LCO 17 § 1 (comunicación que me envió el 2 de diciembre de 2008).21 El precepto es lo contenido en el n. 1 de la Regla según la numeración de Luc Verheijen que nuestra Orden acogió en el LCO desde la edición

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No nos basamos en las palabras de la Regla tomadas aisladamente de su contexto ni desconectadas del testimonio de vida que dio San Agustín al frente de una comunidad que aceptaba vivir según el ideal descrito en los Hechos de los Apóstoles. Por ello hemos de tener presente este testimonio tal como lo presenta este libro sagrado y como el obispo de Hipona lo aceptó y lo promovió a lo largo de toda su vida. La Regla no estaba escrita originalmente para un monasterio de clérigos, pero cuando él constituyó uno con un grupo de éstos, se comprometió a vivir esa forma de vida incluso en medio de las obligaciones del estado clerical, y esto hasta el final de sus días. Es lo que, para nuestro asombro, nos permiten conocer de cerca los sermones en que, cuatro años antes de su muerte, hubo de explicar con toda sinceridad ante sus fieles cuál era la forma de vida que él seguía practicando con ellos y cómo pro-cedía a rectificar, cuando las comprobó, las infidelidades que en esta materia llegaron a infiltrarse22.

de 1998. Téngase en cuenta sin embargo que, habida cuenta de la com-plejidad de la tradición manuscrita agustiniana y en atención al verbo praecipimus, Verheijen designa con el nombre genérico de Praeceptum todo el texto de nuestra Regla a partir de Haec sunt quae ut observetis praecipimus.22 Son los Sermones 355 y 356. Por el segundo de ellos podemos ver lo que incluía esa regla de vida, dato que redobla el interés que los domi-nicos podemos ver en este modelo agustiniano: no solo la comunidad de bienes y la unidad de las almas, sino también la predicación de la palabra de Dios. Efectivamente, el texto de los Hechos de los Apósto-les que Agustín hace leer allí y lee luego él mismo, para explicar cuál es la vida que se han propuesto vivir, abarca no sólo 4, 32-35, que es lo substancialmente recogido en la Regla, sino también el v. 31, que atestigua cómo, en una especie de nuevo pentecostés, empezaron a pro-clamar la palabra de Dios con libertad de espíritu. En cuanto al primero de esos Sermones, allí decía el santo cosas como éstas disponiéndose a rectificar la conducta de sus clérigos: “Malum est cadere a proposi-to; sed peius est simulare propositum. Ecce dico: cadit qui societatem communis vitae iam susceptam, quae laudatur in apostolorum actibus,

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Que se extienda, pues, la referencia al precepto –tal es nuestra Proposición– hasta la comunidad de bienes, en razón del nuevo contexto en que se aduce y que es el artículo De la vida común. Pero que también se lo introduzca con lo esencial de las palabras que justifican la prioridad que le da San Agus-tín cuando dice: in unum estis congregati. Efectivamente, para decir: “Lo primero es que viváis unánimes”, intercaló esas palabras a manera de inciso: “Lo primero –y es lo que os ha reunido en comunidad– es que viváis unánimes”. El precepto así formulado aparecía como una manera de recordarles a los hermanos lo que ellos mismos habían ido a buscar al monas-terio23. Proponemos, pues, empezar el parágrafo refiriéndonos al hecho de que también nosotros hemos ingresado libremente en la comunidad, y para ello compendiamos el inciso de San Agustín y lo transformamos en la siguiente cláusula absoluta: “Congregados en comunidad,…” (In unum congregati,…).

deserit: a voto suo cadit, a professione sancta cadit. Observet iudicem, sed deum, non me. […] Clericus duas res professus est, et sanctitatem, et clericatum: interim sanctitatem –nam clericatum per populum suum deus imposuit cervicibus ipsius: magis onus est quam honor, sed quis sapiens et intellegit haec?– ergo professus est sanctitatem: professus est commu-niter vivendi societatem, professus est quam bonum et quam iocundum, habitare fratres in unum. Si ab hoc proposito ceciderit, et extra manens clericus fuerit, dimidius et ipse cecidit. Quid ad me? Non eum iudico. Si foris servat sanctitatem, dimidius cecidit; si intus habuerit simulationem, totus cecidit”.23 Ya en los escritos de los Apóstoles hallaba San Agustín aquel ejemplo de delicadeza en el modo de ejercer la autoridad: véanse estos textos en que ellos evitaban aparecer imponiendo algo ajeno a los propósitos que guiaban ya a las comunidades: Rom. 15, 14-15; 2 Cor. 8, 9-11; 1 Jn. 2, 7-8. 20-21. 24. Es éste un matiz también muy propio del rhetor que era San Agustín y que uno percibe, a distancia de siglos, en la forma inte-rrogativa con que a veces intentan reflejarlo las traducciones actuales, como la traducción francesa arriba citada: Voici mes prescriptions sur votre manière de vivre dans le monastère. Tout d’abord, pourquoi êtes-vous réunis sinon pour habiter ensemble dans l’unanimité?

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En conclusión de todas estas razones, ya de conve-niencia ya de lógica, proponemos que quede así este nú-mero inicial del artículo sobre la vida común (seguimos poniendo en cursiva las palabras que no están en el texto oficial del LCO):

“In unum congregati, ex praecepto Regulae iube-mur habere animam unam et cor unum in Deo, et non dicere aliquid proprium, sed habere omnia communia.¹” ¹ Cf. 1ͣ ͤ Const., prol.

[“Congregados en comunidad, por precepto de la Regla hemos de tener una sola alma y un solo corazón en Dios, y no llamar propia cosa alguna, sino tenerlo todo en común.¹”] ¹ Cf. 1ͣ ͤ Const., prol.

lCo 2 § ii – vida Común y reConCiliaCión universal

Por encima de las palabras que pretenden buscar al-guna aplicación del anima una a la comunión que integra las unidades inferiores (conventos y provincias) en el conjunto de la Orden, este parágrafo segundo saca una consecuencia más feliz de la referencia a la Regla. La vida común vivida en la unanimidad tiene un alcance universal ilimitado tanto para el propio San Agustín como para los seguidores de su Regla, y no vamos a seguir adelante sin explicitarlo de algún modo. Ya voces muy autorizadas lo han propuesto a consideración de la Iglesia desde los primeros años de la renovación pos-conciliar de la vida religiosa. Aprovechemos alguna lección de las que nos dejan las investigaciones de aquel ilustre agus-tino que, como vimos, ha dejado registrado su nombre, mal que bien, en las últimas ediciones del LCO: Luc Verheijen.

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La mutua inmanencia en que se desarrolla la vida de las comunidades religiosas y la Iglesia queda muy bien expresada con el lema del anima una, de la unanimidad, que anima y caracteriza a unas y a otra. Y esto lo podríamos ilustrar con consideraciones que se hace San Agustín en un par de cartas dirigidas a “siervos de Dios” que llevaban vida común en monasterios de entonces.

La comunidad de bienes, escribe San Agustín en una carta dirigida a un siervo de Dios de nombre Laetus, no se limita a los bienes pasajeros de esta vida. Aun con respecto de su propia alma debería pensar cada uno algo si-milar: debería detestar todo sentimiento privado y temporal para con ella, de modo que ame en ella la comunión de la cual está escrito que “todos tenían una sola alma y un solo corazón”. Según eso, tu alma no es propiedad tuya, sino que pertenece a todos los hermanos, así como a su vez las almas de ellos son tuyas; o por mejor decir, sus almas y la tuya no son almas, en plural: son una sola alma, el alma única de Cristo24. “Lo que hay que proponerse en el ámbito del ‘Cristo total’ es tener el anima unica Christi, que es también ‘el alma única de la Iglesia’”25.

¿Pensaría alguna vez el obispo de Hipona que lo pri-mero era la unidad de alma en una casa y que, para alcanzar la plenitud y dar ejemplo de reconciliación universal, había que pasar por una unidad de tamaño mediano, la unidad provincial?

Una magnífica ilustración de lo que Agustín enten-día por “alma única de Cristo” la encontramos en la Carta 24 Ep. 243, 4.25 L. Verheijen, Nouvelle approche de la Règle de saint Augustin, pp. 289-290; ver también 101-102.

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que él dirige al presbítero Eudoxio y a sus monjes. Le ha-bían preguntado, desde su isla Capraria, si alguno de ellos debía salir de aquella vida contemplativa pura, sin cargas pastorales, para asumir la dirección de una Iglesia local. Pregunta que acertaron a dirigir a quien podía absolvérsela con conocimiento de causa. Y Agustín les responde:

Cuando pensamos en la tranquilidad de que gozáis en Cristo, hallamos reposo en vuestra caridad a pesar de las fatigas de toda clase que agobian nuestra vida. Halla-mos nuestro reposo en vosotros, queridos hermanos. Por-que somos un solo cuerpo bajo una sola Cabeza, de modo que por una parte vosotros ejercéis el ministerio pastoral en nosotros, y por otra nosotros vivimos en vosotros la vida monástica pura. Orad por nosotros, tanto más cuan-to que podéis elevar a Dios oraciones más constantes y atentas que las que podemos hacer nosotros, metidos en un ambiente tan poco religioso. Aquí estamos porque aquí nos confió el Señor este ministerio, y lo ejercemos con la esperanza de obtener, por vuestras oraciones, la prometida recompensa26.

Agustín les pide a aquellos siervos de Dios no que se vuelquen a esa acción pastoral, pero sí que tengan un espíritu eclesial. Si vuestra madre la Iglesia desea alguna colaboración de vuestra parte, ni la asumáis con avidez o arrogancia, ni os neguéis a ella por desidia o comodidad27. “Que la Iglesia cumpla verdaderamente su vocación de ser una fraternidad en Jesucristo depende en buena medida de lo que los cenobitas hacen del anima unica Christi, pues

26 Ep. 48, 1.27 “Propositum vestrum custodiatis et usque in finem perseveretis ac, si qua opera vestra mater ecclesia desideraverit, nec elatione avida suscipiatis nec blandiente desidia respuatis” (Ep. 48, 2).

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ellos se han congregado para tener una sola alma y un solo corazón, fijos en Dios”28.

La carga del pastoreo de los fieles tenía para los ele-gidos de entre sus hermanos de religión un lado apetecible y otro desaconsejable, sensaciones de las cuales debían man-tenerse a igual distancia (nec elatione avida suscipiatis nec blandiente desidia respuatis). El egoísmo se filtra igual en el retiro del claustro que en el ajetreo de la actividad pas-toral. “Pero justamente el egoísmo lo temió Agustín, más que en la humilde existencia monástica, en el autoritario y pretencioso ejercicio del sacerdocio y del episcopado”29. Pues los jefes y los maestros “corren siempre el peligro de interponerse orgullosamente como una pantalla entre Dios y los miembros de su pueblo”30.

De ahí la situación tan delicada en que se hallan los siervos de Dios cuando son llamados por la Iglesia a ejercer un ministerio pastoral, ya sea dentro de la comunidad reli-giosa, ya sea al frente de una comunidad de fieles. El peligro del egoísmo no desaparecerá por ese hecho. Se enfrentarán con peligros opuestos, que pueden neutralizarse uno al otro, pero que también pueden confabularse. En otras palabras, se encontrarán ante “un doble y grave peligro. En primer lugar, el peligro de cifrar la propia felicidad en el praeesse [presidir] y no en el prodesse [ayudar], en el hecho de ocu-

28 Verheijen, Nouvelle approche…, p. 293; ver 290.29 Id., o. c., p. 253.30 Id., o. c., p. 289. Algo parecido percibíamos en la manera como apa-rece relacionada la vida de los Apóstoles con “el modo ideado por Santo Domingo” en el § IV de la Constitución fundamental: corremos el peli-gro de considerar nuestro modo de vida, en contra de las convicciones y la voluntad de nuestro fundador, más importante que la vida misma que nos comunican los Apóstoles.

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par el primer puesto, y no en el de proveer al bien de los demás; habría que decir: al bien de los demás pecadores. Y precisamente ahí se presenta el segundo peligro del minis-terio pastoral: pecador y todo, el pastor debe castigar a los culpables, no demasiado, ni demasiado poco, teniendo en cuenta todas las circunstancias. En uno y otro frente Agus-tín confesó sus propias flaquezas […]. Bien sabía él por qué no había que precipitarse a ser sacerdote u obispo”31.

Vemos así cómo, desde un cenobio, de monjes lai-cos o de clérigos, se tiene una visión muy certera de lo que es la Iglesia como lugar de comunión de los santos y de perdón de los pecados. Y vemos igualmente por qué, desde un cenobio se capta tan bien y tan de cerca lo que representa el ministerio pastoral en la comunidad de los fieles. En el cenobio tenemos un observatorio eclesial privilegiado.

La Regla nos ofrece una visión sintética de las res-ponsabilidades y peligros que tiene el que preside a la co-munidad religiosa. Un eximio pastor las señaló y recogió allí para utilidad de quienes habían sido su diaria compañía en el monasterio de Hipona, y las siguó recordando luego y acendrando para su propia utilidad como obispo de aquella sede. ¿Qué veía él en los pastores de la Iglesia?

Luc Verheijen, a quien vamos siguiendo, cree reco-nocer en la Regla, de forma sintética, la imagen que Agustín se forjaba de su propio oficio. En ella aparecen al frente de la comunidad dos figuras, diferentes y complementarias: la

31 O. c., 280. Omitimos en la cita la referencia que hace el autor a las Cartas en que Agustín confiesa cada una de esas flaquezas: las Cartas 22 y 95 respectivamente (“saepe accidit, ut, si in quemquam vindicaveris, ipse pereat, si inultum reliqueris, alter pereat. Ego in his cotidie pecca-re me fateor”, escribe en la Carta 95).

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del ‘prepósito’ (“le frère prieur”, mencionado diez veces) y la del ‘presbítero’ (mencionado cuatro veces). El hecho, digno de tenerse en cuenta, es que los peligros inherentes al ministerio pastoral, como los ve Agustín, no encuentran eco alguno en lo que se dice de aquel presbítero en la Regla. En cambio, lo que se dice del prepósito, que ejerce a diario la autoridad en esa comunidad, es tal vez, según el ilustre agustino, el mejor resumen que exista de todos los testimo-nios agustinianos presentados por él sobre el ejercicio del sacerdocio y del episcopado32. Lo cual se explica sencilla-mente porque el santo Doctor mira al sacerdote y al obispo como los prepósitos de su rebaño, haciendo abstracción de otras consideraciones (como la de que poseen un carisma o han recibido una potestad)33.

32 O. c., p. 282. El autor recoge esos testimonios a lo largo de más de treinta páginas (pp. 251-283) bajo el título de Le grand danger.33 O. c., p. 281-282. De todos los textos por él allegados en Le grand danger ve Verheijen (en la p. 283) un excelente resumen en lo que dice del prepósito el número 7 de la Regla. El prepósito tiene como misión desde darle a cada uno lo que necesite en lo corporal (n. 1) hasta darle lo que necesite en lo espiritual (n. 7). Así termina el n. 7: “Aunque uno y otro sea necesario, sin embargo, busque más ser amado de vo-sotros que temido, pensando siempre que ha de dar cuenta de vosotros ante Dios (Deo se pro vobis redditurum esse rationem). Por lo cual, obedeciéndole con diligencia, compadeceos no solamente de vosotros mismos, sino también de él; porque cuanto está entre vosotros en lugar más elevado, tanto se halla en mayor peligro (quanto in loco superiore, tanto in periculo maiore)”. Compárense con esas palabras estas otras, de dos Sermones en que Agustín, sentado en su cátedra episcopal, se refiere a sí mismo: “Nos enim, quos in loco isto, de quo periculosa ra-tio redditur, dominus secundum dignationem suam, non secundum me-ritum nostrum constituit, habemus duo quaedam plane distinguenda: unum quod christiani sumus, alterum quod praepositi sumus” (Sermón 46). “Nos qui vobis videmur loqui de superiore loco, cum timore sub pedibus vestris sumus; quoniam novimus quam periculosa ratio de ista quasi sublimi sede reddatur” (Sermón 146).

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Del conjunto de estos testimonios, tomados así de los Sermones como de las Cartas, podemos recabar una ense-ñanza: la de la afinidad que tiene la Regla de San Agustín, en su letra y en su espíritu, con la misión que tenemos no-sotros, pecadores y todo como somos, en virtud de la vida común inherente a nuestra vocación y mal que bien llevada: la misión de ser testigos y predicadores de la reconciliación universal. Nuestras comunidades son como un laboratorio del misterio de comunión que es la Iglesia. La reconciliación universal a que se orienta la misión de ésta empieza por casa. Seguramente por ello es tan necesario, y tan difícil de ejercer, el ministerio de la reconciliación confiado a cada superior, llámese prior o prepósito. Ministerio que en nuestra Orden se ejerce personalmente, pero también periódicamente en sesio-nes deliberativas y legislativas, abocadas a responsabilidades de trascendencia aún mayor.

Aducidos estos testimonios y hechas, como acaba-mos de hacerlo, algunas consideraciones que su lectura nos sugiere, pasamos a presentar la Propuesta que tenemos con respecto al § II, que prolonga la referencia a la Regla de San Agustín. Aquí se vuelve sobre la unidad de alma aludida en el unanimes in domo y en el anima una de San Agustín, por encima de la glosa que en el texto actual la reduce a una unidad a secas (Quae quidem unitas). Para resaltar aquí esa referencia al motivo central del parágrafo primero, nos he-mos saltado el unanimes habitetis in domo por innecesario y hasta inoportuno y, por desafortunada, toda la glosa hecha en términos de simple unidad a las palabras de la Regla34.

34 Obsérvese que mantenemos el orden “una sola alma y un solo cora-zón” que traen tanto la Regla como las Constituciones de Gillet y de 1969, y no el orden ofrecido por el texto bíblico: cor unum et anima una (Hch. 4, 32). San Agustín quería sin duda resaltar “una sola alma”

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Con la enmienda que proponemos queda despejado el tránsito del primero al segundo parágrafo, y todo el nú-mero 2 de las Constituciones resulta más homogéneo. Una vez aceptada la enmienda que ya hemos propuesto para el primer parágrafo, sobra decir ahora que nuestra unanimi-dad tiene sus raíces en el amor de Dios (“La unanimidad de nuestra vida, enraizada en el amor de Dios,…”). Eso sería repetir más o menos lo mismo que se acaba de citar de la Regla. Efectivamente, en nuestra Propuesta ya se ha supri-mido la expresión “unánimes en una casa” (unanimes in domo), que es el antecedente de “la unanimidad de nuestra vida” en el texto actual, y nos hemos quedado, en casa o fuera de ella, con el solo anima una in Deo: “un-animidad en Dios”. Ahora sí que tiene sentido el deber de testimonio inculcado en el § II (“La unanimidad de nuestra vida… debe ser testimonio de la reconciliación universal”), pues la en-mienda propuesta deja ver claramente y de inmediato la raíz que lo sustenta: el anima una et cor unum in Deo del § I.

Pero como esta unidad de las almas en Dios vol-vemos a tenerla como precepto, y por cierto el primero, si queremos mencionar de nuevo un deber en este § II, hay que integrarlo en el precepto de nuestra unidad en Dios. Por eso hay que dar ahora unos pasos más –un par de pa-sos más, si se quiere– por igual en la vida común teolo-gal (nuestra unidad en Dios) y en la predicación al mundo (el mensaje de reconciliación que una vida vivida así le transmite): hay que hacer ver el dinamismo que este amor de Dios imprime a la unanimidad y la proporción que se

poniéndola de primero, orden que facilita el que, con nuestra Proposi-ción, podamos referirnos a esta una anima en 2 § II (“La un-animidad de nuestra vida ha de hundir sus raíces…”) de modo más natural que como lo puede hacer actualmente el LCO (debido a la glosa que inter-puso sobre la unidad de la Orden).

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va dando entre la profundidad de ésta y la extensión de su influjo.

Esto creemos que se logra bastante bien estable-ciendo una comparación proporcional entre el grado de ra-dicación del amor de Dios y el grado de transparencia y expresividad del ejemplo de reconciliación, utilizando en la comparación los ablativos eo…, quo (“tanto más hondo…, cuanto más vívido…”)35. Para lo cual se necesita un verbo más en forma personal, y por eso reemplazamos el predi-cado radicata del texto actual por el verbo radicanda est en forma personal, que corresponde al deber, nunca entera-mente satisfecho, de ofrecer un ejemplo de reconciliación. De esta manera se dirá:

“Vitae nostrae unanimitas eo profundius in cari-tate Dei radicanda est, quo vividius exemplum praebere debemus universalis in Christo reconciliationis quam verbo praedicamus”.

[“La unanimidad de nuestra vida ha de hundir sus raíces tanto más hondo en el amor de Dios, cuanto más vívido debe ser el ejemplo que demos de la reconci-liación universal en Cristo predicada con nuestra pala-bra”.]

35 Podemos ilustrar con una exhortación de San Bernardo la idea de un ejemplo cada vez más vívido de una vida reconciliada. Tenemos que avivar el paso ahora que nos acercamos al término de nuestra pere-grinación: encontrándonos ya a medio camino –nos dice el santo– no podemos dudar de la cercanía de la meta. “Non tibi sint viae huius sus-pecta novissima: perge securus, tanto vividius, quanto certius ea iam propinquare videntur. Nempe tenes media; quomodo non novissima propinquarent? Agite, inquit, paenitentiam; appropinquavit enim reg-num caelorum” (Sermones super psalmum ‘Qui habitat’: sermo 7, 7).

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Con este giro se evita el dar a entender que a la una-nimidad que nos preceptúa la Regla hubiera que agregarle otro deber, el deber de dar públicamente ejemplo de ella en nuestra vida. Si se menciona aquí de nuevo un deber, no ha de aparecer como distinto del señalado en la Regla, como para que lo cumpla “la unanimidad”. A decir verdad, no es propiamente el ánima (el anima una) ni la unanimi-dad el sujeto de ese deber: con toda propiedad ese sujeto somos las personas que vivimos en la unanimidad36. Hemos de mantener el modo personalista de hablar propio de la Regla, que nos ha permitido sentirnos involucrados en la vida común desde el primer parágrafo de este artículo De la vida común: “Congregados en comunidad, por precepto de la Regla (iubemur) hemos de tener una sola alma y un solo corazón en Dios”.

Volvamos por un momento a ese primer parágrafo, para apreciarlo ahora desde el punto de vista del lenguaje empleado en él. El lenguaje usado por San Agustín para for-mular el precepto, lo veíamos arriba, era personal y persua-sivo en la manera misma de intimarlo. Era un lenguaje per-formativo. Pero sucedió que, ya con el P. Gillet (1932), se transformó en un lenguaje más objetivo, apropiado para de-

36 No pretendemos que haya necesariamente que excluir la formulación en que la unanimidad hace de sujeto. Si proponemos cambiarla, es por-que esa no es una formulación feliz ni acorde con lo que acabamos de recordar de la Regla. Volvemos aquí a encontrar el Corpus apostolicum y un motivo más que nos muestra nuestra pertenencia a él, y por ello se puede traer nuevamente a colación el asunto de las “partes” que hay en una totalidad potencial, como lo formula el siguiente texto: “Opera-tiones partium attribuuntur toti per partes. Dicimus enim quod homo videt per oculum, et palpat per manum, aliter quam calidum calefacit per calorem, quia calor nullo modo calefacit, proprie loquendo. Potest igitur dici quod anima intelligit, sicut oculus videt, sed magis proprie dicitur quod homo intelligat per animam” (I, 75, 2 ad 2).

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finir el fin de la institución. Y siguiendo la misma pendiente prolongaron esta “interpretación” de la Regla los legisla-dores de River Forest (1968): “Esta unidad” no se limita al convento, sino que va más allá… “La unanimidad” debe dar ejemplo… En cuanto al texto de nuestra Proposición para ese primer parágrafo, como lo pudimos ver, recupera el verdadero sentido de las palabras de la Regla (haciendo tomar conciencia de un hecho, el in unum estis congregati hace más amable el praecipimus), y de este modo, por en-cima de aquellas dos reformas de nuestras Constituciones, vuelve a emplear un lenguaje performativo.

Lo que para el segundo parágrafo proponemos noso-tros es que, manteniéndose “la unanimidad de nuestra vida” como sujeto del primer verbo (sujeto paciente de radicanda est: ella “ha de hundir sus raíces tanto más hondo…”), en la comparación de esa unanimidad con lo que predicamos el verbo ‘deber’ pase a la primera persona del plural, haciendo eco al precepto que la Regla nos da (“cuanto más vívido debe ser el ejemplo que demos…”).

Aquí, pues, se nos señala con toda determinación no un nuevo deber, sino un nuevo motivo para vivir en la unanimidad apostólica, como lo hemos decidido desde que adoptamos la Regla de San Agustín: esta unanimidad es esencial a nuestra vocación de predicadores. Nuestra unani-midad ha de estar a la altura de la palabra de Dios que predi-camos (Dios nos encargó el ministerio de la reconciliación: 2 Cor. 5, 18-20). Dicho de otro modo, la misión que pesa sobre nosotros de predicar la reconciliación es un nuevo acicate que nos mueve a vivir de veras en la unanimidad: no una unanimidad buscada de modo superficial y pasajero, en repetidos consensos o en función de fines específicos, como sería un determinado proyecto. Si no echa firmes raíces en

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el amor de Dios, nuestra unanimidad no ayudará, ni de palabra ni de obra, a una verdadera reconciliación, y tal vez nos contentaremos con meras figuras jurídicas, como puede ser la de la conciliación.

El deber que, en nuestra Proposición, se impone a la unanimidad de nuestra vida es el de echar raíces cada vez más profundas, tanto más profundas cuanto más lo urja la predicación en que nos vamos viendo más y más embarcados.

Y esta urgencia puede llegar a poner en tela de juicio no solo el oficio de un prior, sino el ministerio mismo de la predicación y enseñanza que más o menos todos ejercemos. Sin una real unanimidad, como sin una sincera y generosa comunidad de bienes, nuestro oficio de predicadores queda en entredicho.

Aquí reconocemos algo de los pasos que en el pa-rágrafo IV de la Constitución fundamental nos llevaban de la vida a la predicación, de la apostolicidad al aposto-lado. El paso que hemos de dar aquí es de la reconcilia-ción vivida a la reconciliación predicada.

Pero también podemos percibir aquí mismo, en el terreno del ministerio de la reconciliación que hemos de anunciar y atestiguar, lo válido del planteamiento representado por los tres primeros parágrafos de dicha Constitución: allí el punto de partida era la misión que recibimos de propagar la fe, dedicados por entero a la evangelización37. Igual aquí: predicamos la reconciliación, 37 Iniciando nuestra Primera Proposición, referente a estos primeros pa-rágrafos, recordábamos con el P. Melcón la existencia de dos esquemas propuestos a debate en el Capítulo de River Forest (1968) para la elabo-

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pero eso tenemos que hacerlo mostrándola en la unanimi-dad de nuestra propia Comunidad, y en la unidad del Espí-ritu Santo que dejemos transparentar allí.

ración del nuevo libro de las Constituciones: el esquema que finalmente prevaleció y que sitúa la predicación después de los votos, la liturgia y oración y el estudio, y otro que proponía que aquélla apareciera en primer lugar, como distintivo de nuestra Orden. La idea fundamental de los defensores de este segundo esquema –recordamos con el P. Melcón– se recogió con bastante aproximación en la Constitución fundamental (LCO 1). Es grato verlo aflorar de nuevo aquí en el LCO 2, por intrínse-ca exigencia de la la vida común que unánimemente profesamos.