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1 Antonio Martín Moreno “Fundamentos de la Teoría Musical” en Enciclopedia Salvat de Los Grandes temas de la Música, Pamplona, Salvat, 1984, tomo 4, pp. 4-33: “Es frecuente el tipo de aficionado musical que justifica su falta de educación en este arte diciendo que le gusta mucho la música, pero que no entiende nada de ella, sin caer en la cuenta de que esa misma afirmación referida a la literatura, por ejemplo, provocaría la sonrisa comprensiva de sus interlocutores. REACCIONES DE LOS OYENTES ANTE LA MÚSICA Conviene, ante todo, determinar cuáles son los planos de aproximación a la obra musical; dicho de otra manera, cuáles son las diversas actitudes que el hecho musical suscita, por lo general, en los oyentes, aspecto éste que ha sido investigado por la moderna teoría de la Gestalt, que en el ámbito de la psicología se ha ocupado del estudio de la percepción de la forma (Gestalt, en alemán) tanto visual como sonora. Según estas investigaciones, podemos clasificar a los oyentes en tres categorías principales, según su respuesta ante los estímulos sonoros. Las reacciones que han surgido con mayor frecuencia han sido la sensorial, la emocional e imaginario-asociativa, y la objetiva o puramente musical La respuesta sensorial es la más fácil y generalizada, ya que consiste en dejarse llevar por los estímulos sensoriales y sensuales producidos por el sonido, sin pensar en ellos ni analizarlos desde otra perspectiva. Comprende desde escuchar música de fondo mientras se hace otra cosa distinta (sin prestar importancia a la música), hasta dejarse llevar por los impulsos rítmicos y melódicos de lo que se oye. Esta respuesta, que podemos denominar sensorial-sensual, se explica por los efectos psicológicos y fisiológicos íntimamente relacionados con la música. En la respuesta ante los estímulos musicales desempeñan un importante papel las sensaciones motoras, puesto que hay una perfecta asociación entre los ritmos musicales y los ritmos biológicos de nuestro cuerpo. Esto es lo que explica esa irresistible necesidad de seguir con un tamborileo de los dedos un ritmo que oímos, o la sensación que nos produce en el estómago la percusión y el contrabajo de los grupos de música pop. El éxito de estos grupos en los jóvenes se explica por el irresistible deseo de responder físicamente a tales impulsos rítmicos, convulsivos y sin descanso. También encontramos en este tipo de reacción la explicación de la popularidad de que gozan tales grupos y solistas, así como los virtuosos de todos los tiempos. Otra actitud muy generalizada es la que se ha dado en llamar emocional. En ella el oyente proyecta sus propios sentimientos y emociones en la música, asociándolos con características humanas particulares. La alegría, la tristeza, la esperanza, la desesperación, la tranquilidad, etc., se proyectan en la música que se oye, independientemente de la época de la misma y de la intencionalidad del autor. Según la reacción emocional, una misma obra provoca estímulos distintos en los oyentes, en dependencia de su situación vivencial y experiencial, por lo que emociones tanto de alegría como de tristeza o cualquier otro estado anímico son proyectados en idénticas obras. Semejante a la respuesta emocional es la respuesta imaginario-asociativa, que surge en una gran cantidad de oyentes por la tendencia a formar imágenes visuales suscitadas por la música. Esta respuesta explica la popularidad de la música con una base programática o descriptiva. Sin embargo, hay que tener precaución en su utilización con los niños, porque mediatiza tremendamente la obra musical. Hay un tercer grupo de oyentes que describen su reacción ante la música en términos puramente musicales y no subjetivos o emocionales, de manera que pueden hacer comentarios sobre aspectos formales de una obra: cómo está construida, qué partes tiene, qué temas la integran, cuál es su ritmo, etc. Estas reacciones ante la música por parte de los oyentes, detectadas por la psicología de la percepción, son semejantes a las que tienen o han tenido los propios compositores a lo largo de la historia y nos dan la clave de las diversas estéticas (sentimentales, expresivas, formalistas, etc.) que se han sucedido en los distintos estilos. Por otra parte, a pesar de los limites de estas experiencias realizadas con grupos de oyentes, éstas evidencian la extraordinaria amplitud de las reacciones del oyente ante la música, a la par que confirman que la expresividad de la música y sus infinitas relaciones con el mundo de los

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Antonio Martín Moreno “Fundamentos de la Teoría Musical” en Enciclopedia Salvat de Los Grandes temas de la Música, Pamplona, Salvat, 1984, tomo 4, pp. 4-33: “Es frecuente el tipo de aficionado musical que justifica su falta de educación en este arte diciendo que le gusta mucho la música, pero que no entiende nada de ella, sin caer en la cuenta de que esa misma afirmación referida a la literatura, por ejemplo, provocaría la sonrisa comprensiva de sus interlocutores. REACCIONES DE LOS OYENTES ANTE LA MÚSICA Conviene, ante todo, determinar cuáles son los planos de aproximación a la obra musical; dicho de otra manera, cuáles son las diversas actitudes que el hecho musical suscita, por lo general, en los oyentes, aspecto éste que ha sido investigado por la moderna teoría de la Gestalt, que en el ámbito de la psicología se ha ocupado del estudio de la percepción de la forma (Gestalt, en alemán) tanto visual como sonora. Según estas investigaciones, podemos clasificar a los oyentes en tres categorías principales, según su respuesta ante los estímulos sonoros. Las reacciones que han surgido con mayor frecuencia han sido la sensorial, la emocional e imaginario-asociativa, y la objetiva o puramente musical La respuesta sensorial es la más fácil y generalizada, ya que consiste en dejarse llevar por los estímulos sensoriales y sensuales producidos por el sonido, sin pensar en ellos ni analizarlos desde otra perspectiva. Comprende desde escuchar música de fondo mientras se hace otra cosa distinta (sin prestar importancia a la música), hasta dejarse llevar por los impulsos rítmicos y melódicos de lo que se oye. Esta respuesta, que podemos denominar sensorial-sensual, se explica por los efectos psicológicos y fisiológicos íntimamente relacionados con la música. En la respuesta ante los estímulos musicales desempeñan un importante papel las sensaciones motoras, puesto que hay una perfecta asociación entre los ritmos musicales y los ritmos biológicos de nuestro cuerpo. Esto es lo que explica esa irresistible necesidad de seguir con un tamborileo de los dedos un ritmo que oímos, o la sensación que nos produce en el estómago la percusión y el contrabajo de los grupos de música pop. El éxito de estos grupos en los jóvenes se explica por el irresistible deseo de responder físicamente a tales impulsos rítmicos, convulsivos y sin descanso. También encontramos en este tipo de reacción la explicación de la popularidad de que gozan tales grupos y solistas, así como los virtuosos de todos los tiempos. Otra actitud muy generalizada es la que se ha dado en llamar emocional. En ella el oyente proyecta sus propios sentimientos y emociones en la música, asociándolos con características humanas particulares. La alegría, la tristeza, la esperanza, la desesperación, la tranquilidad, etc., se proyectan en la música que se oye, independientemente de la época de la misma y de la intencionalidad del autor. Según la reacción emocional, una misma obra provoca estímulos distintos en los oyentes, en dependencia de su situación vivencial y experiencial, por lo que emociones tanto de alegría como de tristeza o cualquier otro estado anímico son proyectados en idénticas obras. Semejante a la respuesta emocional es la respuesta imaginario-asociativa, que surge en una gran cantidad de oyentes por la tendencia a formar imágenes visuales suscitadas por la música. Esta respuesta explica la popularidad de la música con una base programática o descriptiva. Sin embargo, hay que tener precaución en su utilización con los niños, porque mediatiza tremendamente la obra musical. Hay un tercer grupo de oyentes que describen su reacción ante la música en términos puramente musicales y no subjetivos o emocionales, de manera que pueden hacer comentarios sobre aspectos formales de una obra: cómo está construida, qué partes tiene, qué temas la integran, cuál es su ritmo, etc. Estas reacciones ante la música por parte de los oyentes, detectadas por la psicología de la percepción, son semejantes a las que tienen o han tenido los propios compositores a lo largo de la historia y nos dan la clave de las diversas estéticas (sentimentales, expresivas, formalistas, etc.) que se han sucedido en los distintos estilos. Por otra parte, a pesar de los limites de estas experiencias realizadas con grupos de oyentes, éstas evidencian la extraordinaria amplitud de las reacciones del oyente ante la música, a la par que confirman que la expresividad de la música y sus infinitas relaciones con el mundo de los

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sentimientos, de las emociones y de las imágenes visuales son, en esencia, un fenómeno mental subjetivo. Incluso en aquellas experiencias realizadas con oyentes a los que se ha propuesto una música con una base programáticamente definida, las investigaciones han demostrado que la mayoría son incapaces de identificar con cierta precisión los hechos o los estados de ánimo que los compositores intentaban comunicar o describir. En este sentido hay que entender el concepto de belleza musical expresado por Eduard Hanslick (De lo bello musical, 1854) cuando dice que «la música es la forma animada por el sonido» y que la obra musical es un fenómeno completo en sí mismo que obedece sus propias leyes y no tiene mucho que ver con aspectos literarios, plásticos o, incluso, sentimentales. La misma concepción tienen los compositores del siglo XX. Stravinski dijo en una ocasión: «Considero la música, en su esencia, impotente para expresar lo que sea: un sentimiento, una actitud, un estado psicológico, un fenómeno de la naturaleza, etc.; la expresión no ha sido nunca la propiedad inmanente de la música. La razón de ser de ésta no está de ningún modo condicionada por aquélla. Si, como acontece casi siempre, la música parece expresar algo, esto no es más que una ilusión y no una realidad. Es simplemente un elemento adicional al que, en virtud de una convención tácita e inveterada, nosotros le hemos prestado, le hemos impuesto Como una etiqueta...» Es decir, objetivamente, la música es incapaz de describir ni expresar nada ajeno a ella misma, aunque subjetivamente su influencia en los oyentes es extraordinaria. En otras palabras, los aspectos literarios y plásticos que se pretenden expresar con la música por los compositores, lo son por analogía con lo que pretenden expresar, nunca por identidad. La naturaleza subjetiva de la respuesta a un estímulo musical nos lleva a suponer razonablemente que la belleza de la música está en el oído de los que escuchan, más que en la misma música. Una misma obra suscita reacciones contrapuestas y aun contradictorias en distintos oyentes, e incluso en el mismo oyente en diversas etapas de su experiencia vital. Esa es la gran riqueza y el gran misterio de la música y es, por otra parte, la principal razón de que el plano objetivo o puramente musical sea el único sobre el que podemos hablar con precisión y claridad. El siguiente cuadro resume lo anteriormente expuesto:

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Si bien no prescindimos de los planos sensorial y expresivo -que son subjetivos y a los que muchos compositores subordinan sus obras-, el único plano en el que todos nos podemos poner de acuerdo es en el objetivo o puramente musical. De igual modo hay que tener en cuenta la estética de los diversos estilos y compositores; cuanta más información tengamos sobre las obras e intenciones del autor, más fácil será su comprensión, pero siempre partiendo de los elementos musicales que en cada caso el compositor pone al servicio de estéticas formalistas, programáticas, descriptivas, etc. Las intenciones de los autores condicionan siempre la forma musical, pero una vez nacida ésta, lo que objetivamente transmiten es música -valga la perogrullada- apta para que en ella podamos proyectar nuestros propios sentimientos y emociones, que no tienen por qué coincidir con los del autor, aunque es obvio que, cuanto más coincidan, más nos acercaremos a entender lo que quiso expresar con su obra y a situar la misma en su contexto histórico-cultural. ELEMENTOS QUE INTEGRAN LA FORMA MUSICAL Cualquier obra de cualquier época está constituida por una serie de elementos que la determinan y que el compositor puede poner al servicio de intenciones expresivas de diversa índole, pero que, objetivamente, como dijo Hanslick, nos van a remitir siempre a la misma música. Tales elementos son los ya descritos en el cuadro anterior: melodía (en sus dos dimensiones de altura y duración-ritmo), textura (monofónica, contrapuntística, homofónica y heterofónica) y timbre. La teoría musical de Occidente ha especulado desde sus orígenes sobre tales elementos, al tiempo que ha ido buscando soluciones para conseguir materializar lo inmaterial, es decir, fijar por escrito lo que al final hay que oír, no leer. En este sentido, la música se asemeja enormemente al teatro: en él, todo se debe escribir, pero no existe como tal mientras no se represente. El elemento básico de la música es el sonido. Conseguir fijar sus características de duración, altura y timbre, para poder posteriormente manipularlas, ha sido la principal tarea de la teoría musical desde sus inicios. El sonido es producido por las vibraciones de un cuerpo en un medio elástico, en el que se propagan en forma de ondas sonoras. El número de estas vibraciones determina la altura o frecuencia del

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sonido, mientras que su amplitud determina la intensidad. La tercera cualidad, el timbre, resulta de la mezcla de sonidos accesorios, denominados armónicos, que se unen al sonido principal, y cuyo número y situación varía según la voz o el instrumento. Las vibraciones que habitualmente podemos percibir por el oído van desde 16 hasta 20.000, aproximadamente, por segundo. LA MELODÍA Tenemos música cuando escuchamos una sucesión de sonidos. Pero, ¿qué es una melodía? Según la definición del Diccionario de la Real Academia, una melodía es una «sucesión de sonidos ordenada de manera que presente un sentido musical que satisfaga al oído y a la inteligencia». Esta definición habría que actualizarla para evitar los condicionamientos demasiado difíciles por subjetivos. Por ello, proponemos esta otra: «La melodía es una sucesión de sonidos ordenada con una intencionalidad expresiva» En cualquier caso, la melodía, en su sentido físico, no es más que una sucesión de sonidos, y ya hemos visto anteriormente que el sonido tiene dos dimensiones principales, además del timbre: la duración y la altura, es decir, se mueve hacia adelante en el tiempo y hacia arriba y hacia abajo en el espacio. Estos son los grandes aspectos físicos de la melodía, y su fijación y estudio han preocupado siempre a los teóricos musicales. La melodía en su dimensión de altura En principio, cualquier número de sonidos es válido para combinarlos y hacer con ellos una melodía, pero la teoría musical de Occidente, en un largo proceso de elaboración, seleccionó sólo doce, y aun dentro de los doce sólo fueron siete los que merecieron mayor atención. También fue laborioso el proceso para fijar por escrito el movimiento de los sonidos hacia arriba o abajo y, en cualquier caso, la cultura occidental siguió en este campo un camino diferente del resto de las culturas. El número sonoro. Pitágoras La selección de los doce sonidos del sistema occidental tiene su origen en las investigaciones matemáticas de la escuela pitagórica. Recordemos que el sonido se produce por las vibraciones de un cuerpo en un medio elástico, en el que se propagan en forma de ondas sonoras. El número de estas vibraciones determina la altura, y depende de la longitud y grosor del cuerpo en vibración, sea éste una cuerda en tensión o una columna de aire dentro de un tubo. Estas relaciones y proporciones, que tienen un papel tan importante en la música, pueden ser expresadas por cifras; de ahí que la música se presentase a la cultura griega como parte de una filosofía matemática que los pitagóricos consideraban como esencia de la filosofía. Veamos cuál era en síntesis el procedimiento empleado por Pitágoras, según la tradición, con el monocordio, que constaba simplemente de una cuerda en tensión que se podía poner en vibración completa en toda su extensión o en parte, según se presionase en el lugar elegido. Para mayor claridad vamos a representarlo gráficamente. Si se hacen vibrar dos cuerdas del mismo grosor, una de las cuales tiene el doble de longitud que la otra, en las mismas condiciones físicas la cuerda más corta producirá una nota una octava más alta que la larga, llamada diapasón (a través del todo, es decir, la cuerda en toda su longitud).

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Es decir, Pitágoras había descubierto que las notas podían interpretarse espacialmente y que las consonancias musicales se hallaban determinadas por los cocientes de números enteros. Las consonancias en que se basaba el sistema musical griego -la octava, la quinta y la cuarta- pueden expresarse mediante la progresión 1:2:3:4. Esta progresión contiene no solamente las simples consonancias de octava -quinta y cuarta-, sino también las consonancias compuestas reconocidas por los griegos, esto es, la octava más la quinta (1:2:3) y las dos octavas (1:2:4). Sobre esta experimentación se construyó buena parte del simbolismo y misticismo del número, que tuvo un extraordinario influjo en el pensamiento humano durante los dos milenios siguientes. EL CONCEPTO GRIEGO DE "HARMONÍA" La harmonía, el concepto estético más fecundo en el pensamiento presocrático, fue establecida por Pitágoras, para el que la reducción del mundo al orden y a la afinidad con el espíritu alcanzó su límite extremo. Según Pitágoras, el cielo, la Tierra y el ser humano están sometidos a la misma ley: la del número, y las cosas participan de los números. Esta concepción matemática, que se aplicaba a la poesía y a la pintura, se hacía especialmente evidente en la música. La ciencia matemático-musical recibió un extraordinario impulso que los pitagóricos desarrollaron en diversas direcciones, tanto técnico-científicas como ético-cósmicas, de tal manera que con los mismos términos y conceptos podría hablarse tanto de la música ordenada del alma como de la “música de las esferas”, puesto que la base eran las proporciones numéricas que se encontraban tanto en el macrocosmos (el universo) como en el microcosmos (el ser humano). Los pitagóricos concibieron, pues, la música como un elemento estructural dentro del cosmos y dejaron un conocimiento de todos los intervalos conocidos hoy por la música occidental. Esta relación estrecha de la música con las matemáticas y con todo un sistema estético y filosófico explica la cantidad de referencias por parte de la cultura griega a la música en el sentido de ensalzar sus poderosos efectos: Orfeo encantaba a las fieras con su música; Anfión edificaba los muros de Tebas al son de la lira; y Pitágoras elevaba las costumbres humanas escogiendo los modos apropiados. Consecuentemente a esta teoría musical de alcance cosmológico, físico, ético y estético, los pitagóricos desarrollaron su teoría de la Catarsis: purificaban el cuerpo con la medicina y el alma con la música. La poesía y la música tenían para ellos un valor médico y moral: podían engendrar directamente sentimientos de armonía, de orden, de bondad, por “simpatía imitativa” con la música, que es orden y armonía. Platón explicó en el Timeo que el orden y la armonía del cosmos se deben a la armonía (en el sentido de relación) que se encuentra en los números resultantes de los cuadrados y cubos de la proporción doble y triple, partiendo de la unidad, lo que le llevó a estas progresiones geométricas: 1, 2, 4, 8 y 1, 3, 9, 27, tradicionalmente representadas en forma de lambda:

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4 9 8 27 Las teorías griegas fueron recogidas fundamentalmente por Boecio (h. 480-h. 525) y Casiodoro (h. 487-583), que representan la culminación de la antigua ciencia musical de Occidente. A ellos hay que añadir San Isidoro de Sevilla (siglo VII). Estos tres autores son el punto de partida de la teoría y ciencia medievales de la música al proporcionar el material que los teóricos posteriores utilizaron para sus trabajos. La influencia de Boecio se extendió hasta bastantes siglos después de su muerte a través de su De institutione musica, compendio de todo lo que se sabía en el pasado y en el que exponía, a veces confusamente, las teorías pitagóricas. Su punto de vista es el de un matemático especulativo, definiendo la música como una ciencia, no como un arte, según una definición que se va a repetir a lo largo de los siglos. Así, por ejemplo, en pleno siglo XV, el importante teórico alemán Adam de Fulda se refiere a los músicos poco instruidos diciendo que “los desdichados parecen ignorar lo que Boecio dijo en el capítulo XXXIII de su primer libro De institutione: Id musicus est, qui ratione perpensat (es músico el que examina mediante la razón)”. Por influencia de la filosofía pitagórica, el número tres aparece siempre presente en las especulaciones musicales y clasificatorias. Durante toda la Edad Media va a ser un lugar común la clasificación musical realizada por Boecio según los modelos pitagóricos: música mundana; música humana y música Instrumental. La música mundana se manifiesta en el movimiento de las esferas y la organización de los distintos elementos, así como en el alternarse de las estaciones; todo ello en una relación numérica que se encuentra en la música.

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La música humana combina el espíritu incorpóreo y eterno con el cuerpo, en una forma similar a la construcción de las consonancias mediante el empleo de tonos agudos y graves. Vincula las partes del alma con los elementos del cuerpo en un determinado orden numérico. La música instrumental es, finalmente, la que se percibe con los oídos. Boecio no tenía interés alguno en la naturaleza sensitiva del sonido ni en su placer estético, sino que partía de la base de considerar las relaciones numéricas como fundamento de todo entendimiento musical, según los preceptos clásicos. Su concepción, que dominó durante toda la Edad Media, explica la presencia de la música en el quadrivium o división científica de las artes liberales. En el Renacimiento cobraron nuevo vigor las teorías pitagóricas y la especulación sobre los números. Giorgi, en su obra Harmonia mundi totius (Venecia, 1525), escribió: “Para todos los pitagóricos y académicos era absolutamente evidente que el mundo y el alma habían sido definidos, primero por Timeo de Lócrida y luego por Platón, mediante ciertas leyes y proporciones musicales, como un heptacordo compuesto de siete cuerdas (limitibus) que comienzan por la unidad y se duplican hasta alcanzar el cubo de 2 (es decir, 8) y luego el cubo de 3 (es decir, 27). Según los escritos de Pitágoras, se creía que en estos números y proporciones se hallaba condensada toda la perfección del alma y del mundo entero, y a partir de lo impar -lo masculino- y de lo par -lo femenino- y de la conjunción de lo par y de lo impar, se generaba todo lo existente.” Si la música mundana hace referencia a la harmonía existente entre las diversas distancias a que se encuentran los cuerpos celestes, distancias que están en proporción armónica (es decir, de cuarta, quinta u octava), y la música humana hace referencia a la harmonía existente entre los diversos elementos que integran el ser humano, la música instrumental se refiere, según los criterios pitagóricos recogidos y transmitidos por Boecio, a la música que percibimos y que es objeto de la práctica del músico. Según estos criterios, en la Edad Media se llamó musicus al que conocía la ciencia de la música, formada por todo ese complejo mundo de relaciones numéricas, matemáticas e interválicas, mientras que el músico práctico era designado con el mismo nombre del instrumento que tocaba. Así el cantor era el intérprete que ejecutaba vocalmente las melodías. Pero nos interesa ahora especialmente volver a tomar el hilo de la melodía en su aspecto de altura y fijación de los sonidos. Ya hemos visto que Pitágoras utilizaba para sus experiencias una cuerda en tensión, de la que se deducen siete sonidos principales. La ordenación harmoniosa de esos sonidos es lo que entendían los griegos por harmonia, que es sinónimo de lo que los latinos van a llamar modo. Estas armonías o modos se concebían exclusivamente en el orden melódico, y ése es el sentido del concepto griego de harmonia, ordenación harmoniosa de los sonidos, pero en orden sucesivo, no simultáneo. El concepto de armonía como audición de varios sonidos simultáneos que producen un acorde es mucho más moderno; su formulación es ya del siglo XVIII, aunque su práctica nació con la polifonía, a partir del siglo IX. Durante toda la Edad Media, el Renacimiento e incluso el Barroco, los teóricos se van a referir a la harmonía en ese sentido griego de ordenación sucesiva de los sonidos. La base de las melodías son estas harmonías, a las que a partir de ahora vamos a denominar con su nombre latino de modos. La unidad del sistema sonoro griego era la cuarta, intervalo natural de la voz humana, y los sonidos de los modos se agrupan en tetracordios descendentes, es decir, grupos de cuatro sonidos ordenados descendentemente, porque, según Henri Potiron, ése es el sentido natural del lenguaje hablado. La colocación del semitono en esos tetracordios determinaba los distintos modos, que se originaban con la superposición de dos tetracordios, y se denominaban según el pueblo de origen. Hay tres modos fundamentales: el dórico, el frigio y el lidio. El modo dórico correspondería a nuestra actual gama de mi y era el modo nacional griego. En una concepción actual, la distribución de los modos sería ésta:

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Junto a estos modos principales había otros denominados secundarios, cuya relación fue establecida por Eratocles en el siglo IV antes de Cristo. Eran éstos el mixolidio, el hipodórico, el hipofrigio y el hipolidio:

Los géneros La teoría musical griega estaba perfectamente elaborada, aunque la poca música escrita que nos ha llegado no permite que tengamos una idea real de lo que era su música. Simplificando los principales elementos de dicha organización sonora, debemos mencionar, al menos, la constitución de los géneros, porque va a ser recogida por la teoría musical de Occidente. Los géneros hacen referencia a la ordenación de los sonidos según su proximidad. Así, el género diatónico (a través del tono) es el que hemos ejemplificado en los modos, y está integrado por una sucesión de tonos y semitonos. El género cromático, que incluía también semitonos, parece que fue el más antiguo y tuvo su origen en los instrumentistas de cuerda. Se solía utilizar junto con el diatónico para variar y “colorear” la melodía, de donde parece derivar su nombre. Finalmente, el género enharmónico fue introducido por los virtuosos del aulos probablemente por influencia de las salmodias orientales, y siempre se juzgó como género artificioso y difícil, ya que está integrado por intervalos de cuarto de tono:

La denominación de los sonidos. Su notación Los sonidos recibieron el nombre según su posición en el tetracordio correspondiente que, a su vez, estaba determinado por la disposición de las cuerdas de la lira, el instrumento nacional griego. La lira evolucionó hasta tener quince cuerdas, y de ahí derivaron los nombres de las notas: 1. Nete hiperboleon (la más alta, o primera hiperboleon) 2. Paranete hiperboleon (cerca de la nete) 3. Trite hiperboleon (la tercera) 4. Nete diezeugmenon (la primera diezeugmenon) 5. Paranete diezeugmenon 6. Trite (la tercera) 7. Paramese (cerca de la mese) 8. Mese (la central) 9. Lykanos (pulsada con el dedo índice) 10. Parhypate meson (cerca de la hypate meson) 11. Hypate meson (la grave del meson) 12. Lykanos hypaton

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13. Parhypate hypaton 14. Hypate hypaton 15. Proslambanomenos, o nota añadida. La notación nos ha llegado por las Tablas de Alipio (mitad del siglo IV), aunque también hay autores del siglo II, como Arístides Quintiliano, Gaudencio y el Anónimo de Bellermann, que nos informan de ello. En resumen, podemos decir que para la notación de los sonidos de cuarto de tono, los cromáticos y los de tono, se utilizaban las letras del alfabeto griego, combinándolas de diversa manera según los casos, procedimiento que, en su planteamiento general, se transmitió a la cultura occidental posterior y llega hasta nuestros días. Por último, para la notación del ritmo se empleaban los mismos procedimientos de la métrica, según veremos más adelante. LA TEORIA DEL “ETHOS” No debemos perder de vista que el complejo sistema de la música teórica griega -aquí apenas insinuado- se inserta dentro de una concepción filosófica en la que la mística del número preside todas las elucubraciones. La teoría musical griega seguía normas de observación científicas y sus conclusiones, basadas en el largo de las cuerdas y en el número de las vibraciones, forman la base de la ciencia acústica moderna. Esta concepción filosófica hizo que la música se encuadrara en un sistema ético y no en uno estético. Platón escribió en Las leyes que “los hombres más sabios, convencidos de la necesidad de calmar las pasiones más que de excitarías, han reconocido que la música, guiada por la filosofía, es uno de los más bellos presentes del cielo y una de las más hermosas instituciones de los hombres”. Precisamente porque Platón había sentido el gran atractivo que el arte ejerce sobre el hombre, advirtió el peligro que podría representar para la moral. Para él, un placer incontrolable creaba un peligro incontrolable, y fue en la música donde sintió con más fuerza el carácter hedonista o placentero del arte. La esencia de la música -según la estética platónica- es la expresión de las emociones y disposiciones del alma; por ello posee un gran poder para configurar los hábitos del espíritu: puede servir para el bien y para el mal. Esta es la concepción del ethos, difícil de definir en toda su dimensión, pero que es posible describir como el convencimiento del poder de la música en la voluntad del hombre, sobre el que tiene tres posibles formas de influencia: puede estimularle a la acción; puede fortalecerle o, por el contrario, desequilibrarle; y, finalmente, tiene poder para anular por completo la fuerza de voluntad, haciendo que el hombre pierda la noción de sus actos. Por esta razón Platón rechazó el sistema cromático por afeminado y ni siquiera trató del enharmónico. De igual manera, condenó la música puramente instrumental, porque sus efectos sobre los oyentes son difíciles de controlar. También se atribuye a los diversos modos o harmonias un ethos diferente: unos eran considerados aptos para infundir sentimientos nobles, mientras que otros se creía que incitaban a la violencia y a la decadencia moral. Los dorios, oriundos del norte, seguramente tenían por afeminados e inmorales a los del sur; por ello se atribuyó al modo dórico efectos de fortaleza y disciplina en las costumbres, mientras que se consideró al modo frigio orgiástico y desenfrenado. De hecho, había el convencimiento de la existencia de una música nacional que formaba parte de la estructuración del Estado y se consideraban como perniciosos los efectos de la música extranjera. Esta concepción se generalizó y transmitió con ligeras variantes. Aristóteles, si bien afirmó la separación entre la ética y la estética y consideró a la música corno un placer “delicioso” en la Política, atribuyó a ésta un gran poder moral, “pues puede modificar y de hecho modifica nuestros afectos”. Los grandes teóricos del mundo clásico recogieron, desarrollaron y difundieron esta concepción matemático-filosófica que es la causa del preeminente lugar que la música ocupa en la ciencia y en la filosofía occidental. Aristoxeno de Tarento (siglo IV a. C.), Plutarco (siglo II), Nicómaco y Claudio Ptolomeo de Alejandría (siglo II), Plotino y Porfirio (siglo III), Yámblico, Báquico y Alipio (siglo IV) dedicaron gran atención a la música dentro de este planteamiento, y Boecio la recogió y transmitió para la cultura occidental, junto con San Isidoro de Sevilla y Casiodoro. El aspecto más importante de la teoría griega es que su influencia, concepción y estética fueron asumidas por el cristianismo, condicionando la práctica musical de forma evidente y planteando siempre comparaciones con la música griega, no conocida en sus sonidos pero sí en los extraordinarios efectos que los mismos habían producido, según los teóricos. LA ORGANIZACIÓN MELÓDICA EN EL CRISTIANISMO El reconocimiento de la Iglesia por parte de Constantino en el siglo IV dio lugar a una gran actividad musical. La Iglesia asumió la estética musical griega, además de la judía, y en la cristianización de ambos elementos se suprimió todo lo que pudiese impedir el desarrollo de la nueva religión con el recuerdo de costumbres paganas, como las danzas y los instrumentos. Clemente de Alejandría decía: “Sólo

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necesitamos un Instrumento: la palabra que nos trae la paz. Nada tenemos que hacer con el salterio, la trompeta y los platillos que usan los que se ejercitan en la guerra.” San Efrén, por su parte, decía que “la peste de la corrupción se ha ocultado bajo las vestiduras de la belleza musical”. En cambio, Arrio, en el siglo IV, utilizó numerosos himnos para la difusión de sus ideas, himnos que fueron reiteradamente condenados por la Iglesia. Siguiendo el pensamiento platónico, los Padres de la Iglesia rechazaron el género cromático, el género enharmónico y los instrumentos, si bien más tarde se aceptó el órgano. Los principales problemas de esta música se resumen en que apenas se conservan ejemplos. Los manuscritos anteriores al siglo XI están escritos en una notación neumática bien desarrollada y que muestra el número de notas y su dirección melódica, pero sin precisar exactamente los intervalos, aunque hay abundantes referencias a los textos que se cantaban e incluso algunas sobre las maneras de cantar. EL GREGORIANO Fue el papa Gregorio I (h. 540-h. 604) quien durante su pontificado revisó el canto litúrgico, labor a la que, tanto antes como después de él, también se dedicaron los papas León I, Gelasio, Simaco, Juan, Bonifacio y Martin I, pero la tradición ha adjudicado a Gregorio I la exclusividad como autor y compilador. El primero de los documentos, Ordini romani, en el que se describe el ceremonial romano desde el siglo VI al XI, fue hallado en la abadía de Saint Gall en un manuscrito del siglo IX. En él se atribuye a los papas citados el mérito de haber organizado un ciclo de cantos para el año entero. Los manuscritos del siglo IX son neumáticos, es decir, la notación musical utiliza simplemente los neumas (de aire o aliento), símbolos gráficos que describen un grupo de notas, dos o más de ellas cantadas sobre una sola sílaba y en un solo “aliento”; indican también la elevación o el descenso de la melodía (acento agudo o grave), pero no los intervalos entre las notas. Estos símbolos, que eran sobre todo una ayuda mnemotécnica para los cantores, tuvieron su origen en Oriente. Un neuma, voz que equivale a signo, era, en realidad, un sistema quironómico de indicación, esto es, un indicador de cómo había que mover las manos para orientar a los cantores sobre el ascenso o descenso de las melodías. Es muy probable que, en un principio, no se transmitiera el perfecto sistema de notación musical griego, pues el mismo San Isidoro escribió: “Si no es retenida la música por la mente del hombre, los sonidos perecen, porque no se pueden escribir.” La notación neumática supone, por consiguiente, una tradición oral: las melodías las aprendían de viva voz los maestros y los cantores las cantaban de memoria. Los teóricos, deseosos de llegar a una expresión gráfica de los sonidos en la que figurase con precisión la altura o diastematía, imaginaron diversos procedimientos para ello, sirviéndose como punto de partida de las letras del alfabeto, primero del griego y luego del latino, siguiendo el ejemplo de Boecio. La utilización de las letras del alfabeto para designar los sonidos fue útil para mejor precisar la posición de los sonidos. Entre los siglos XI y XIII apareció una notación alfabética llamada impropiamente boeciana, pues en realidad recoge el procedimiento griego. Balbulus Notker (830-912) y Hucbald de Saint Amand (h. 840-931) emplearon las primeras siete letras del alfabeto latino para distinguir los sonidos que posteriormente se llamarían do, re, mi, fa, sol, la, si; el mismo Hucbald cambió el significado de dichas letras para hacerlas corresponder a los sonidos de la escala griega antigua que empezaba en el fa. La letra B se escribió de dos formas para designar el si bemol (be rotundum o mollis, be redonda; de ahí la denominación bemol) y el si natural (be quadratum o durum, be cuadrada; o sea, becuadro), sistema actualmente. vigente entre alemanes e ingleses:

Hucbald ideó, además, una representación todavía imperfecta de los intervalos con la traducción gráfica de las seis cuerdas de un instrumento en una pauta de seis líneas, añadiendo la letra T para indicar el tono y la letra S para el semitono al principio de las líneas; el texto que debía cantarse se colocaba en los espacios vacíos:

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Las experiencIas y los intentos de poder fijar con precisión la altura de los sonidos son múltiples. De la primera línea en seco trizada por los copistas en los pergaminos, se pasó a comienzos del siglo XI a trazar una línea roja como punto de referencia del sonido fa, que según el sistema alfabético se denominaba con la F. Se añadió posteriormente una segunda línea para el do, generalmente de color amarillo. Paulatinamente estas líneas fueron marcándose con las letras F (=fa), C (=do) o G (=sol), de las que derivaron las claves respectivas, de manera que todos los neumas colocados sobre las líneas pudieran ser interpretados fácilmente. GUIDO D’AREZZO Y EL SISTEMA HEXACORDAL A Guido d’Arezzo (h. 995-h. 1050) le cabe el honor de haber recogido todas las experiencias anteriores y haber resuelto el problema de la denominación de los sonidos y la fijación de su altura. Guido, que fue abad del monasterio benedictino de Pomposa, cerca de Ferrara (Italia), depuró el canto litúrgico desechando de él la práctica de los géneros cromático y enharmónico que, al parecer, y en contra de las prescripciones de la Iglesia, se habían ido introduciendo en la música litúrgica. En su tratado titulado Regule rhythmicae, Guido d’Arezzo estableció el tetragrama sistematizando la notación sobre líneas y espacios tal como hoy la conocemos. Este primer tratado, así como su afán por depurar el canto litúrgico de elementos prohibidos, le valió la enemistad de sus compañeros de orden. Sin embargo, en el año 1027 el papa Juan XIX aprobó las Regule rhythmicae, invitando a su autor a que se las explicase personalmente. Una de las principales consecuencias del empleo del tetragrama fue que los neumas modificaron su dibujo, forzados a colocarse sobre una línea o dentro del espacio, adoptando las formas más simples de un punto cuadrado o romboidal con o sin trazo, formas que dieron lugar a la

notación negra cuadrada o romana y a la romboidal o gótica: Los valores de duración continuaron basándose en los valores prosódicos del texto, y sólo con el desarrollo de la naciente polifonía se hizo necesario fijar la exactitud de las duraciones, como veremos más adelante. Resuelto el problema de la fijación de la altura, Guido d’Arezzo ideó un procedimiento práctico para que los niños a los que enseñaba las melodías pudiesen denominar los sonidos y aprendiesen más fácilmente los cantos. En su Epistola Guidonis Michaeli Monacho de ignoto cantu directa (Carta de Guido dirigida al monje Miguel sobre el canto desconocido), escribió: «No podemos aspirar a tener siempre a nuestra disposición para cualquier canto no conocido la voz de un hombre o el sonido de un instrumento, de suerte que, como los ciegos, no podamos caminar sin guía; pero debemos ser capaces de fijar en la memoria las diferencias y las propiedades de cada sonido y de ejecutarlos en sus movimientos ascendentes y descendentes. Si quieres imprimir en la memoria un sonido o un grupo de sonidos que puedes hallar de pronto en un canto cualquiera -que te sea o no conocido-, es necesario que notes y recuerdes bien el tono inicial de cada sonido que quieres aprender de memoria; por ejemplo, este canto del que yo me sirvo para enseñar a los muchachos:

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UT/DO Ut queant laxis Para que puedan resonar RE REsonare fibris En los corazones relajados MI Mira gestorum Las maravillas de tus acciones FA FAmuli tuorum perdona la culpa SOL SOLve polluti del labio indigno de tu siervo LA LAbii reatum ¡Oh, San Juan! SI Sancte Iohannes ¿Ves tú cómo este canto en sus primeros seis hemistiquios empieza con notas diferentes? Quienquiera que se haya ejercitado en el principio de cada frase, de manera que pueda empezar sin titubear por la frase que le plazca, podrá entonar también los seis sonidos de modo adecuado a sus propiedades.» Sobrepasando las intenciones prácticas de Guido, las sílabas subrayadas se convirtieron en nombres y símbolos de las mismas notas. Al cabo de algunos siglos, el ut se transformó en do (aunque ut sigue vigente en Francia) y se añadió la sílaba si, que probablemente deriva de las iniciales del último verso, para indicar el séptimo grado de la escala. Mientras que en las Regulae rhythmicae trató de la notación sobre líneas y espacios dando la sistematización definitiva, y en la Carta al monje Miguel el aspecto más importante es el del versus memorialis, de donde derivó el nombre moderno de las notas, en el Micrologus de disciplina artis musicae, escrito en torno al año 1025, Guido d’Arezzo se ocupó ampliamente de los modos o escalas musicales y de su explicación práctica en el canto. En lugar de emplear neumas sobre el tetragrama, utilizó en sus ejemplos las letras de la notación alfabética, que se van a constituir en parte indisociable de la teoría musical y que sirven para describir objetivamente los sonidos. Las notas de la octava más baja, de la a sol, las indicó con las letras mayúsculas del alfabeto latino, de la A a la G; las de la octava superior, con las correspondientes letras minúsculas, de la a a la g; y las más agudas, de la a mi, con las mismas minúsculas duplicadas, desde aa hasta ee. Para el sol más grave empleó la letra griega gamma, correspondiente a la G, para evitar confusiones con el sol de las octavas superiores, de donde ha quedado después la palabra «gama» para designar la escala. La necesidad de esta nota añadida se explica por el hecho de empezar por ella, que se debía al sistema musical griego llamado teleion, pero como en la práctica del canto medieval se descendía frecuentemente hasta el sol, fue necesaria la adición de un nuevo signo. En el canto de la Iglesia latina sólo se admitía como alteración el si bemol, por ser un canto fundamentalmente diatónico. Es más, el si bemol no se entendía como sonido cromático, sino como sustitución del si natural. Para distinguir los dos sonidos en la notación alfabética hemos visto anteriormente que se acostumbró escribir la b en dos formas diversas: b rotundum o mollis, y b quadratum o durum, de donde derivaron más tarde el bemol y el becuadro. La solmisación El sistema de solfeo inventado por Guido d’Arezzo era relativo, ya que con un mismo nombre se designaban varios sonidos. El procedimiento es tan simple como cantar siempre los semitonos con las denominaciones mi, fa. Como hay tres semitonos: entre mi-fa, la-si bemol y si natural-do, únicos practicados en la música de la Iglesia latina, cuando aparecen en las melodías se cantan siempre con la denominación mi, fa. Este procedimiento dio lugar a que se subdividiesen los sonidos denominados alfabéticamente en tres hexacordos: el hexacordo natural se llamó así porque en él coincidía la denominación do con la letra c y consiguientemente entre el semitono E, F se decía mi, fa; el hexacordo durum comenzaba denominando al sonido G como ut, al objeto de que en el semitono producido entre b y d se cantase mi, fa; por último el hexacordo molle comenzaba en el sonido F, al objeto de que el semitono entre A y b molle se cantase igualmente mi, fa. Es decir, el sistema consiste en que los tres semitonos admitidos, objetivamente mi-fa, la-si bemol y si natural-do, se solfeasen siempre con las sílabas mi, fa. Esto se llamaba hacer una mutanza, pasar de un hexacordo a otro. Un

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ejemplo nos lo explicará mejor:

El cambio o mutanza del la en mi, que ocurre en el ejemplo, se usaba con bastante frecuencia, pues el paso al hexacordo molle que 1o originaba permitía que se evitase la relación del tritono entre el fa y el si natural, que por su dureza era denominado diabolus in musica. Precisamente esta sucesión de las dos sílabas sol - mi dio lugar a la aparición de la palabra solmisación, que significaba el solfeo hecho según el sistema de Guido d’Arezzo. Como consecuencia de este sistema, en los tratados teóricos los sonidos se denominaron hasta el siglo XIX con todos los nombres que recibían: el sol grave, gamma ut; el la, Are; el si, Bmi, etc., como se puede comprobar en el cuadro que reiteradamente aparece en los teóricos de los siglos siguientes:

Con fines pedagógicos, se distribuyeron los sonidos en las falanges de los dedos de la mano izquierda, para que el maestro pudiera mostrarla abierta a los niños e indicar con la derecha el sonido que quería que solfeasen. He aquí un esquema de la distribución de los sonidos en la mano guidoniana y orden de los mismos:

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Todo el sistema de la solmisación se atribuye a Guido d’Arezzo, pero es más razonable pensar que se constituyó en toda su complejidad con posterioridad a sus enseñanzas. En el siglo XII se introdujo el fa sostenido; en el XIII, el do sostenido; en el XV, el mi bemol; así, sucesivamente, otras mutaciones fueron siendo introducidas y reguladas dentro de este mismo sistema y siempre con la ayuda de los siete nombres. Aunque el sistema se hizo paulatinamente insuficiente, se conservó, complicándolo con reformas e interpretaciones muy difíciles e ineficaces que dieron lugar a la musica falsa o ficta, esto es, a leer o tocar alteraciones en la práctica que no estaban escritas en el papel. El b quadratum se escribió pronto así #, para distinguirlo mejor, y se convirtió en el actual símbolo del sostenido, #, en la escritura cursiva. El bemol sirvió paulatinamente para designar los sonidos alterados más bajos (de los dos posibles) mientras que los otros signos b y #, se utilizaron para indicar el sonido más alto de una nota. La creciente utilización de alteraciones hizo necesario inventar la denominación si, al objeto de disminuir el número de cambios o mutanzas en la solmisación. En el siglo XVIII se cayó definitivamente en la cuenta de que el sistema de las mutanzas no tenía objeto con tantos sostenidos y bemoles como se practicaban. Se suprimieron entonces los hexacordos por bmoll y por becuadro, y sólo se conservó el hexacordo por natura o natural (de ahí viene la denominación actual de “escala natural” «sol natural» que todavía se utiliza). Fue en el siglo XVIII cuando las alteraciones adquirieron su sentido actual, completamente distinto del antiguo. Pero tampoco se llegó a un acuerdo en toda Europa, pues mientras los países del área latina adoptaron la denominación silábica de los sonidos (Francia, Portugal, España e Italia), los anglosajones siguieron con la alfabética, incluso con alguna discrepancia: los ingleses utilizan la B para designar el si natural; los alemanes, en cambio, la usan para el si bemol y añaden una H para designar el si natural. También desapareció en los países latinos la sílaba ut, sustituyéndose por do, pero en Francia sigue utilizándose, al menos en la teoría musical. MODALIDAD, TONALIDAD, ATONALIDAD El empleo progresivo de la escala diatónica, a la que se van añadiendo los sonidos «alterados» de la escala cromática, ampliando así el campo de elección de sonidos que el compositor tiene a su disposición, modifica también progresivamente la organización de las escalas, que están en la base de las melodías. La teoría musical griega, con alguna influencia de la escuela bizantina, influye en la ordenación sistemática de los sonidos en los modos medievales o gregorianos, realizada por el famoso teórico Alcuino (735-804) y ratificada sucesivamente. También los modos medievales parten de la concepción del tetracordio griego, y según Hucbald de Saint Amand en su Alia musica los ocho modos se consideraban al igual que las octavas griegas y se prefirió el género diatónico como el más apropiado para la severidad de la música eclesiástica. Tonalmente los modos medievales son diferentes del posterior sistema tonal, que se limita sólo a

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los modos mayor y menor. Los medievales están determinados por la situación distinta de los semitonos y por la extensión de la melodía:

Se trata, en realidad, de cuatro escalas diatónicas que comienzan respectivamente en re, mi, fa, sol, cada una de las cuales puede emplear dos ámbitos diferentes, denominados auténtico y plagal. Las melodías realizadas a partir del modo auténtico se diferencian de las realizadas sobre el modo plagal en que en el primero no descienden por debajo de la nota base, que es, al mismo tiempo, la nota final, y giran alrededor de una nota central denominada tenor (su nombre deriva de ser una nota tenida en la recitación de los salmos), situada frecuentemente a distancia de 5ª de la nota de partida. Por el contrario, las melodías realizadas tomando como base el modo plagal son menos agudas, su tenor es una tercera más bajo y pueden descender hasta una cuarta por debajo de la nota de base. Al finalizar la Edad Media se añadieron otros modos que venían a ratificar los posteriores modos mayor y menor, elevándose a doce el número de modos, según demostró Glareanus en su obra Dodekachordon (1547):

No olvidemos que lo que determina el sistema modal es la diversa colocación del semitono en cada uno de los modos. Lo que ocurrió fue que paulatinamente se fueron imponiendo los modos que tenían el semitono entre el tercer y el cuarto grado (modo mayor) o el segundo y el tercero (menor), desechándose prácticamente todos los demás. Este proceso, que culminó en el siglo XVIII, es característico de lo que hoy entendemos por tonalidad. Por otra parte, la antigua teoría del ethos también se aplicó a los modos gregorianos medievales. Adam de Fulda escribió que el 1º y el 2º son discretos, graves, contenidos, serenos; el 3º y el 4º son los modos de la suavidad, de lo estático; el 5º y el 6º son parecidos a nuestro modo mayor; mientras que el 7º y el 8º son los de las sonoridades plenas y de la alegría. Tanto en el sistema modal como en el tonal, (que sólo tiene dos modos), el procedimiento de ordenación de los sonidos viene a ser el mismo, en cuanto que siempre se parte de un sonido de referencia para alejarse y volver alternativamente a él en el transcurso de la melodía. Es decir, siempre hay un sonido guía que, por serlo, recibe el nombre de tónica. Así, podemos definir la tonalidad como aquel sistema de composición en el que todos los sonidos se subordinan a uno principal que se llama tónica y a dos sonidos secundarios que se llaman dominante y subdominante. Cuando decimos que una composición está en el tono de do, queremos decir que el sonido do es el punto de partida y de referencia de toda la composición, y cuando en el transcurso de una obra se hace una «modulación» queremos decir que cambiamos de modo o de tono eligiendo otro sonido como punto de referencia, para volver luego al principal. Este sistema jerárquico se asemeja a 1o que ocurre en las artes visuales con la perspectiva. También la perspectiva central es un sistema de representación visual en el que todo se subordina a un único punto de vista y las figuras se disponen por planos de diferente importancia en relación con el punto de vista elegido. Durante muchos siglos el sistema de combinación de los sonidos en una melodía, y luego de una melodía con otra, ha sido un sistema jerárquico. El sistema occidental seleccionó a 1o largo de los siglos doce sonidos solamente, pero incluso esos doce sonidos no los utilizó con igual preferencia, llegando a dar nombres sólo a siete (do,

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re, mi, fa, sol, la, si), a los que ordenó jerárquicamente: I = Tónica; II = Supertónica; III = Mediante; IV = Subdominante; V = Dominante; VI = Superdominante y VII = Sensible. Es curioso observar que a los cinco sonidos que faltan para los doce se les conoce como «sonidos alterados», como si fuesen deformaciones de otros privilegiados, cuando en realidad son objetivamente iguales en importancia. Ya hemos visto que este criterio tan elitista tiene un origen ético, pues desde Platón se pensó que el género diatónico era más apto para la educación y para la virtud que el cromático, mucho más muelle y licencioso. Y no digamos nada del género enharmónico, con sus cuartos de tono. A lo largo de la historia ha habido intentos de reutilizar el sistema enharmónico y los cuartos de tono, especialmente durante el Renacimiento. Al llegar al siglo XX, algunos compositores se han hecho construir instrumentos con cuartos de tono y han compuesto con ellos, como Alois Hába y Julián Carrillo; sin embargo, no ha prosperado el procedimiento, probablemente por la educación diatónico-cromática milenaria de nuestro oído. La reacción contra el sistema modal-tonal, en cuanto subordinado a un sonido principal, encontró a su principal teórico y compositor en Arnold Schönberg (1874-1951), padre de la llamada segunda Escuela de Viena, en la que figuran igualmente sus discípulos Alban Berg (1885-1935) y Anton Webern (1883-1945). Al contrario de lo que pueda parecer, la segunda Escuela de Viena no fue revolucionaria, pues Schönberg no propuso empezar de cero e inventar otro sistema de sonidos, sino utilizar los doce ya existentes, pero tratándolos a todos con la misma importancia, de manera que ninguno fuera superior a los demás. Por ello llamó a su sistema de componer melodías dodecafonismo, cuya primera regla es que ningún sonido se puede repetir antes de que hayan hecho su aparición los once restantes, al objeto de evitar cualquier predominio de uno sobre otro. Este orden de los sonidos se conoce también como serie (de donde música serial); las series así elaboradas se combinan y se trabajan según los antiguos procedimientos del contrapunto. Más violenta ha sido la reacción contra la concepción tradicional de la melodía que encontramos en la música concreta y en la música electrónica, que han hecho necesario un nuevo sistema de grafía musical.”