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PLATÓN LA REALIDAD Y EL CONOCIMIENTO EN PLATÓN La teoría de las Ideas Platón va a partir para la elaboración de su sistema del mismo planteamiento que sus predecesores, preguntándose por la physis, pero con un verdadero cambio de orientación. Si para los presocráticos esta pregunta implicaba buscar causas de tipo natural, para Platón el principio explicativo de la naturaleza no podía hallarse en algo similar a ella misma, sino que tenía que buscarse en algo que se situase categóricamente por encima en cuanto a realidad y perfección. Piensa Platón que para que exista cualquier entidad física es necesaria una causa suprema y última de carácter «metafísico», esto es, las Ideas. Precisamente lo que llamaremos en Platón «teoría de las Ideas» es la formulación de las causas últimas y supremas de todo lo existente. Esta teoría la expresa en diferentes diálogos y, aunque con la introducción de algunas modificaciones, permanece básicamente idéntica en distintas épocas de su vida, desarrollándola, sobre todo, en los diálogos de madurez. Existen, según Platón, dos mundos distintos y contrapuestos: por un lado, el mundo sensible, que es el mundo en el que vivimos, caracterizado por el cambio, el devenir y la corruptibilidad; éste es el mundo de la apariencia y el engaño y es el propio del conocimiento sensorial, por otra parte, el mundo inteligible o mundo de las ideas, que es eterno e inmutable, y que contiene los arquetipos o modelos perfectos de todo lo que forma el mundo natural, siendo, al mismo tiempo, el que lo fundamenta. Éste es el mundo verdadero, cuyo conocimiento se alcanza a través de la actividad intelectual o racional. En la caracterización de estos dos mundos pesan las influencias de Heráclito y Parménides. Para el mundo sensible recoge la tesis heraclitea del continuo devenir, sólo que en Platón el cambio tiene una connotación negativa. Sobre el mundo inteligible se proyecta el influjo de Parménides, para quien, al igual que Platón, el movi- miento es apariencia, por lo que la auténtica realidad no puede ser contemplada con los sentidos, sino con el entendimiento. Por otro lado, las características que

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LA REALIDAD Y EL CONOCIMIENTO EN PLATÓN

La teoría de las Ideas

Platón va a partir para la elaboración de su sistema del mismo planteamiento que sus predecesores, preguntándose por la physis, pero con un verdadero cambio de orientación. Si para los presocráticos esta pregunta implicaba buscar causas de tipo natural, para Platón el principio explicativo de la naturaleza no podía hallarse en algo similar a ella misma, sino que tenía que buscarse en algo que se situase categóricamente por encima en cuanto a realidad y perfección. Piensa Platón que para que exista cualquier entidad física es necesaria una causa suprema y última de carácter «metafísico», esto es, las Ideas. Precisamente lo que llamaremos en Platón «teoría de las Ideas» es la formulación de las causas últimas y supremas de todo lo existente. Esta teoría la expresa en diferentes diálogos y, aunque con la introducción de algunas modificaciones, permanece básicamente idéntica en distintas épocas de su vida, desarrollándola, sobre todo, en los diálogos de madurez.

Existen, según Platón, dos mundos distintos y contrapuestos: por un lado, el mundo sensible, que es el mundo en el que vivimos, caracterizado por el cambio, el devenir y la corruptibilidad; éste es el mundo de la apariencia y el engaño y es el propio del conocimiento sensorial, por otra parte, el mundo inteligible o mundo de las ideas, que es eterno e inmutable, y que contiene los arquetipos o modelos perfectos de todo lo que forma el mundo natural, siendo, al mismo tiempo, el que lo fundamenta. Éste es el mundo verdadero, cuyo conocimiento se alcanza a través de la actividad intelectual o racional. En la caracterización de estos dos mundos pesan las influencias de Heráclito y Parménides. Para el mundo sensible recoge la tesis heraclitea del continuo devenir, sólo que en Platón el cambio tiene una connotación negativa. Sobre el mundo inteligible se proyecta el influjo de Parménides, para quien, al igual que Platón, el movimiento es apariencia, por lo que la auténtica realidad no puede ser contemplada con los sentidos, sino con el entendimiento. Por otro lado, las características que Parménides atribuía al ser pueden predicarse, hasta cierto punto, de las Ideas de Platón.

Argumenta Platón, por tanto, la existencia de las Ideas como realidades absolutas, eternas, inmutables, universales e independientes del mundo de los fenómenos. Son absolutas porque son lo auténticamente real, aunque no sean perceptibles por los sentidos. Los seres físicos poseen su realidad por «participación» o por «imitación» de las Ideas; son eternas, mientras que las cosas de nuestro mundo son perecederas; son inmutables, esto es, no canbian, puesto que al ser perfectas no necesitan cambiar en ningún sentido. Por el contrario, los seres físicos están sometidos a continuo devenir (persiste aquí esa idea que viene desde Parménides de que el cambio es una imperfección); son universales, es decir, existe una sola Idea para cada clase de objetos o para cada cualidad; en cambio, las cosas del mundo sensible son concretas, y las acciones o fenómenos que en él se manifiestan son siempre singulares.

Así, la Idea de «árbol» es única, y de ella participan todos los árboles concretos; de la misma forma, la Idea de «justicia» reúne todas las

características de cuantas acciones justas podamos pensar y realizar. De esta manera, Platón podía explicar un problema complicado del conocimiento humano: si sólo vemos cosas particulares, que a menudo tienen grandes diferencias entre sí, ¿cómo podemos reconocerlas como perteneciendo a una misma especie o clase de cosas?; la respuesta de Platón sería que las relacionamos gracias a que existe una Idea de cada conjunto de objetos o de cualidades. Sin embargo, no debemos pensar que las Ideas son simples conceptos, ya que Platón dice también que son independientes de la persona que las piensa. Están en un mundo propio y en nada dependen del mundo sensible. Algo muy distinto ocurre con las cosas físicas, que deben su realidad a su relación con sus Ideas correspondientes.

Las Ideas constituyen el objeto de las ciencias y la posibilidad misma de que existan, ya que el objeto de estudio de las ciencias ha de ser invariable y eterno, pues en caso contrario no habría conocimiento absoluto de él. Si captamos la Idea podremos conocer racionalmente sus casos particulares (es decir, los objetos sensibles). El mundo de las Ideas se encuentra organizado de forma jerárquica, con una estructura piramidal en cuya cúspide se encuentra la Idea de Bien, e inmediatamente enlazadas con ella, las Ideas de Justicia y Belleza.

La estructura del universo: cosmología

Para completar una explicación del mundo acorde con su teoría de las Ideas, Platón expuso su imagen del orden cósmico, en la cual, a diferencia de los atomistas, que recurrían al azar, el universo era efecto de una inteligencia ordenadora o demiurgo. El rechazo del atomismo obedeció a dos consecuencias indeseables que este sistema acarreaba según Platón: por un lado, resultaba imposible conocer la naturaleza, ya que era igualmente imposible conocer o calcular las trayectorias, colisiones e infinitas combinaciones de átomos moviéndose en el vacío; por otro lado, como el universo era para los atomistas un producto imprevisible de tales colisiones y combinaciones, resultaba que, en este sistema, el mundo ordenado tenía que originarse a partir de los movimientos desordenados de la materia inicial. Para Platón, sin embargo, la estructura cósmica sólo puede ser resultado de la acción de una inteligencia ordenadora.

El demiurgo actúa sobre una materia eterna, pero este sustrato material no es estático o inerte, sino que está dotado de movimientos irregulares y caóticos. Junto a estos dos principios o causas del cosmos -la inteligencia ordenadora y la materia eterna y eternamente en movimiento-, Platón introdujo un tercer principio: las Ideas. La función del demiurgo (presentado en un mito del diálogo Timeo) es ordenar el mundo tomando como patrón o modelo a las Ideas; dicho de otra forma: plasmar las esencias o Ideas en la materia y hacerlo de la manera más perfecta posible. Si el universo material no es totalmente perfecto es porque la materia con la que está formado aporta su imperfección inicial. Por otra parte, la perfección propia de las Ideas es utilizada por Platón para sostener que, además de modelos para el mundo, actúan como principio de finalidad del mismo, pues la aspiración de perfección (a la que Platón identificó con eros) es lo que determina su destino.

El conocimiento de la realidad: su proceso y su utilidad

Platón pensó que el auténtico saber no podía basarse en la percepción

sensible, pues ésta sólo capta la realidad en movimiento. Por el contrario, el verdadero conocimiento debe ser infalible y tener por objeto lo que es, lo inmutable, lo estable, es decir, las Ideas. La exposición más clara sobre el significado del conocimiento la realiza Platón en La República, donde lo compara con una línea. Allí lo expone como un progreso ascendente desde la ignorancia hasta el grado más elevado de saber. Este desarrollo atraviesa dos etapas principales que se representan en un segmento dividido en dos partes: el mundo de la doxa y el mundo de la episteme. La diferencia entre uno y otro radica tanto en el grado de conocimiento que suponen (siendo la primera el nivel inferior y la segunda el más elevado), como en los objetos sobre los que recae dicho conocimiento (siendo las imágenes del mundo sensible lo propio de la doxa, y las ideas del mundo inteligible lo propio de la episteme). Cada uno de los segmentos de esta línea se subdivide, a su vez, en dos, dando lugar a cuatro niveles diferentes de conocimiento.

En primer lugar, nos encontrarnos con la conjetura, que es la forma de conocimiento que tiene por objeto las sombras o imágenes. Es un conocimiento engañoso, no fiable. En segundo lugar, la creencia, o conocimiento de los objetos naturales. Quien los considera como «lo real» queda anclado en el mundo de las apariencias. En el tercer nivel aparece la razón discursiva, que se sirve de las matemáticas como ciencia para estudiar los objetos que le son propios. Se trata de elementos tales como la circularidad, la semejanza, la igualdad, los números, etc., en cierto sentido inteligibles pero que no tienen la razón de su existencia en ellos mismos, sino en las Ideas correspondientes. Por sí mismos no son sensibles, pero aun así son copias de las Ideas. Son valiosos porque ayudan a la mente a tratar con copias no sensibles. Pero no son auténticas realidades universales. La herencia de la escuela pitagórica está presente en la importancia que Platón concede al conocimiento matemático. A este respecto es significativa la inscripción que coronaba la entrada a la Academia: nadie entra aquí que no sea geómetra. En el último nivel encontramos el conocimiento intuitivo o inteligencia, siendo su ciencia la dialéctica, que tiene por objeto el mundo del ser, las Ideas. Aquí la razón se remonta a los primeros principios, empleando las hipótesis de la sección anterior, y avanza sin recurrir a lo sensible; es decir, no se utilizan imágenes, sino que se procede con las Ideas mismas, las cuales toman ahora una dimensión epistemológica, puesto que son principios del conocimiento.

REPRESENTACIÓN GRÁFICA DEL MITO DE LA CAVERNA

La Idea de Bien como conocimiento supremo

La doctrina del conocimiento fue ilustrada por Platón mediante el mito de la caverna, cuyo relato omitimos aquí, invitando a su lectura directa en el libro VII de La República. En esa alegoría Platón sostiene que el conocimiento tiene forma de progreso ascendente, ascenso que requiere esfuerzo y disciplina. De ahí su insistencia en la educación, mediante la cual el joven se conduce hasta alcanzar la sabiduría.

Platón mismo da la clave paca interpretar la alegoría (una de las más bellas que se hayan escrito sobre el carácter liberador del conocimiento). El exterior y el interior de la caverna representan el mundo inteligible y el mundo sensible respectivamente. El sol es equivalente a la Idea de Bien, y de la misma forma que aquél hace visibles los objetos del mundo sensible, el Bien hace cognoscibles las Ideas del mundo inteligible. La vida en el interior de la caverna representa la vida tal como la viven la mayoría de las personas: alejadas por la ignorancia de la verdad, creyendo que en la apariencia (las sombras) se contiene la verdadera realidad y acomodados a esta forma de conocer. La liberación del prisionero representa el difícil camino que hay que recorrer hasta llegar a la verdad. Un camino ascendente, escarpado y de

renuncia, que sólo se vence con el esfuerzo y la disciplina. El regreso del prisionero liberado al interior de la caverna representa la obligación moral que tiene el filósofo de poner el saber al servicio de la comunidad; deber que se traduce en el compromiso político de gobernar el Estado conforme a la justicia y a la verdad en la que se ha instruido. Este proceso simboliza también la capacidad adquirida para fundamentar todo lo real a la luz del conocimiento del Bien.

El objeto de conocimiento supremo es considerado en La República como la Idea de Bien y, tras rechazar algunas de las opiniones más extendidas sobre el tema, lo define como «aquello que toda alma persigue y en vistas a lo cual hace todo», es decir, aquello que queremos porque merece la pena para nosotros. Aquí la Idea de Bien aparece revestida de varios significados. Por un lado, el Bien es entendido teleológicamente, es decir, en cuanto que determina la finalidad hacia lo que todo tiende. Por otro lado, el Bien se entiende también epistemológicamente, como condición del conocimiento de lo real. Y, por último, se interpreta ontológicamente, o sea, como la causa de existencia de las demás Ideas.

ciencia de las Ideas: la dialéctica

Ya sabemos cuál es el verdadero objeto de conocimiento, ¿pero qué camino nos lleva a él? La dialéctica es en primer lugar un método mediante el cual la mente llega a aprehender las Ideas; pero también es la ciencia suprema, el conocimiento más elevado de todos los que componen el sistema de educación propuesto por Platón. En La República es tratada como aquello en que tienen que estar instruidos los que van a gobernar el Estado, ya que el conocimiento del Bien radica en saber cuál es el orden y la finalidad de cada cosa. Sólo quien conoce el Bien puede plasmarlo en la sociedad y en el alma humana.

La dialéctica, en tanto que método de ascenso de lo sensible a lo inteligible, atraviesa dos momentos: uno de progresión ascendente que conduce al alma desde las apariencias sensibles y la ignorancia hacia las Ideas y la sabiduría. El otro, descendente, en el que una vez alcanzada la sabiduría y la Idea de Bien, se puede ya dar razón de todas las cosas. Para Platón el conocimiento auténtico es el deductivo, pues conocer lo general da la clave para conocer lo particular.

El conocimiento como recuerdo

Si las Ideas pertenecen a otro mundo distinto al nuestro, el inteligible, ¿cómo llega el hombre a su conocimiento? La respuesta para Platón residía en que hemos contemplado las Ideas antes de nuestra existencia actual. Así pues, aprender no es sino un proceso de recuerdo (anámnesis). Todos los conocimientos que tenemos son anteriores a nuestra existencia. La experiencia sensible proporciona la ocasión para recordar las Ideas que hemos olvidado por la unión con la materia, ya que el cuerpo ciega la mente, según Platón. Por tanto, el conocimiento es entendido como un proceso de autoconocimiento, en el que el alma obtiene de sí misma el saber que encierra. No obstante, la inteligencia no es suficiente en la búsqueda de ese saber; Platón necesita también como hemos visto del amor (eros), que le empuja hacia el Bien y la Virtud.

En el diálogo Menón el problema del saber es planteado de modo explícito. Según Platón, el conocimiento es una especie de intuición o contemplación puramente espiritual de las Ideas. En este diálogo, Platón pone el ejemplo del esclavo que es capaz por sí solo, partiendo simplemente de una serie de preguntas hábilmente dirigidas, de llegar a formular verdades matemáticas. Esta misma idea se encuentra en el diálogo Fedón. Allí se afirma que los sentidos son poco fiables para alcanzar la verdad, pues turban la mente. Al conocimiento se accede cuando el alma se encuentra a solas consigo misma y se despreocupa del cuerpo. De ese modo, el conocimiento se entiende como pensamiento puro que capta lo que cada cosa es.

La definición del hombre: su alma

Influenciado por el pensamiento pitagórico, Platón acepta la existencia del alma y sus características de inmortalidad, preexistencia y transmigración después de la muerte. Ahora bien, elabora una reinterpretación de estas creencias tomando como fondo su teoría de las Ideas, y afirma que el alma racional que posee el ser humano pertenece, por su entidad no material, a ese mundo de las Ideas. Esta pertenencia ideal determina que el alma aspire de nuevo a retornar a dicho mundo, y para ello será necesario emprender un proceso de purificación (catarsis) a través del cual, controlando las tendencias instintivas del cuerpo, sea posible conducirla de nuevo a la contemplación de las realidades inteligibles.

En La República Platón presenta el alma compuesta de tres partes (aunque en el diálogo Timeo se alude a tres almas distintas): la parte racional, la parte irascible o vehemente y la parte apetitiva o concupiscible. En cualquier caso, estas tres partes deben considerarse como funciones o principios de la acción y no como partes en el sentido material. La parte racional es el elemento más elevado del alma; es inmortal, inteligible, de naturaleza divina y está situada en el cerebro. El alma irascible es el origen de las pasiones nobles (valor, esperanza, etc.), está situada en el tórax y perece con el cuerpo en el momento de la muerte. El alma concupiscible es la fuente de las pasiones innobles del individuo; se sitúa en el abdomen y también es mortal.

El problema fundamental que se le plantea a Platón en la relación alma-cuerpo es el de explicar la unión de ambos componentes del ser humano. Alma y cuerpo se encuentran transitoriamente unidos de la forma antinatural y conflictiva en que pueden unirse lo ideal y lo material. Se observa, pues, un desprecio de Platón hacia el cuerpo, que arrastra al alma con sus pasiones y le impide la contemplación de las Ideas. En este contexto explicativo, la muerte será considerada como una liberación del alma. Sin embargo, esta liberación puede que sea solamente temporal, pues según la doctrina de la transmigración, el alma deberá retornar a un cuerpo en ciclos sucesivos. Se impone, entonces, la práctica de acciones que conduzcan a la purificación del alma mientras dure su unión con el cuerpo. Esta purificación se conseguirá, por un lado, con el ejercicio de la filosofía, ya que es la disciplina que posibilitará la contemplación de las Ideas, y por otro, con el dominio de las pasiones corporales.

Platón presenta diferentes argumentos sobre la demostración de la inmortalidad del alma. Entre ellos podencos destacar los cuatro que aparecen en el diálogo Fedón (un seductor discurso sobre la pervivencia del alma). El

primero de estos argumentos es el de la sucesión cíclica de las cosas contrarias: Sócrates plantea que los contrarios se producen a partir de los contrarios y, ya que a partir de la vida se produce la muerte, a partir de ésta se debe producir aquélla. Otro argumento se basa en la reminiscencia: los seres humanos poseen un conocimiento de las normas y modelos absolutos y dado que éstos no aparecen en este mundo, el individuo tiene que haberlos contemplado con anterioridad, como lo demuestra el recuerdo que poseemos de las Ideas. En el tercer argumento recurre al parentesco del alma con las Ideas: igual que las Ideas, la naturaleza del alma ha de ser simple. Pero la corrupción, en cuanto descomposición, solamente puede afectar a lo compuesto, y puesto que el alma es simple, también es incorrupta y, en consecuencia, inmortal. Finalmente, la inmortalidad del alma es argumentada tomando como base su participación de la Idea de vida: vida y muerte son elementos contrarios, por tanto, si el alma participa de la Idea de vida se excluye que pueda participar de su contraria, la Idea de muerte, puesto que una cosa no puede participar en dos Ideas contrarias. Por tanto, el alma es inmortal.

En La República y en el diálogo Fedro se proponen otros argumentos similares para sostener la creencia en la inmortalidad del alma. Sin embargo, más allá de sus detalles, interesa resaltar aquí el planteamiento ético platónico de establecer una relación determinante entre la vida que el alma llevará en el otro mundo y su conducta en éste.

LA TEORÍA SOCIAL Y POLÍTICA DE PLATÓN

Una vez que la filosofía emprendió el apasionante camino del estudio de la acción moral y de la crítica politica, ya nunca lo abandonó. Platón reunía en su persona condiciones esenciales para sentirse atraído por estas cuestiones sociales. En primer lugar, fue discípulo de Sócrates y de él aprendió la búsqueda incesante de la virtud y de la justicia; en segundo lugar, por su origen familiar, cercano a la aristocracia, estaba llamado a la intervención activa en política.

En la mayoría de los diálogos platónicos, con independencia de la época en la que fuesen escritos, podemos encontrar referencias a las cuestiones éticas y políticas. De entre todos, podrían nombrarse algunos como Critón (sobre el deber del ciudadano), Protágoras (sobre la enseñanza de la virtud), Gorgias (sobre la retórica política), La República (sobre el Estado), El Político (sobre la filosofía y su función social) y Las Leyes (sobre la forma de la ciudad ideal). La dedicación del filósofo a estos temas fue permanente y globalizada. No es posible entender la ética platónica si se aísla de la teoría política y ésta, a su vez, de las cuestiones educativas.

La juventud de Platón transcurrió durante el periodo de las guerras del Peloponeso, que, al enfrentar a Atenas contra Esparta, oponían dos modos de entender la política y la vida social, más aperturista, comercial y democrática en el caso de Atenas, y más cerrada y militarista en el de Esparta. La inestabilidad y la violencia de los acontecimientos (traiciones, alternancia efímera de gobiernos demócratas y tiránicos, etc.) impresionaron profundamente a Platón, que se formó una idea negativa del cambio social. Por otro lado, el origen aristocrático de Platón y el amargo trance de la condena y muerte de Sócrates bajo el gobierno demócrata, colaboraron para que tuviese una idea negativa de

la democracia y que señalase con más intensidad sus imperfecciones que sus bondades para el gobierno de la polis. Por todo ello, empezó a pensar en la posibilidad de detener la degenerativa marcha de la historia mediante la instauración de un Estado perfecto, no necesitado de cambio alguno.

Platón intentó en dos ocasiones llevar a la práctica sus ideas sociales y morales en la ciudad de Siracusa. Sin embargo, estas intervenciones no fueron afortunadas y el filósofo se refugió en la elaboración teórica de propuestas que pudiesen servir para regenerar la vida pública ateniense, decadente e imperfecta a sus ojos. Por ello sus escritos apuntan a la reflexión profunda sobre el modelo perfecto de ciudad-estado al que debían aspirar los hombres de su tiempo. Esta regeneración social debía hacerse mediante la práctica de las virtudes y la extensión de la racionalidad a la organización de la sociedad y, del Estado.

Virtud, Conocimiento y Bien: el círculo de la ética platónica

La necesidad socrática de definir el contenido de los conceptos morales fue continuada y desarrollada por Platón. Frente a la fundamentación lingüística que Sócrates daba de los valores y las virtudes, Platón pretendió elevar su apoyo al plano ontológico, es decir, al plano de la existencia de dichos valores y virtudes, entendidos como entidades reales cuya esencia era inteligible. Así, las ideas de Justicia en sí y Bondad en sí son definidas como absolutas, inmutables y eternas.

En oposición al carácter relativo que los sofistas atribuyeron a las cuestiones morales, Platón les da una dimensión ética absoluta. Además, si las realidades éticas tienen su justificación y su fundamento último en el mundo de las Ideas, podrán ser conocidas a través de la ascensión dialéctica por la cual, según Platón, es posible acceder al verdadero conocimiento. De esta manera, las acciones justas, valiosas o buenas no serán ya aquellas que aporten alguna utilidad a quien las realiza o aquellas que así estén calificadas por el acuerdo entre los ciudadanos, tal y como pretendían los sofistas. Las acciones serán justas, valiosas o buenas por acomodarse a los modelos ideales de Justicia, Valor o Bien, los cuales, por su carácter permanente, sirven de referencia eterna para el ser humano.

Es, por tanto, en la actividad racional común a todos los seres humanos, y no en la mera pertenencia a un grupo cultural o a una época histórica determinada, en donde hay que buscar la justificación ética y la orientación de nuestras acciones morales. Así, el concepto socrático de sabiduría es recogido por Platón y es unido sólidamente a la definición de la virtud. Pero el conocimiento, la virtud y la justicia no tienen otro sentido para Platón que el de asegurar la felicidad del ciudadano y del Estado. En este planteamiento encontrarnos, de nuevo, el eco de Sócrates y el significado que le atribuía al término felicidad (eudaimonía). La práctica de la virtud, en sus diversas formas, implica el establecimiento de la justicia y ésta es la condición de posibilidad de la felicidad humana. Específicamente, a través del conocimiento del Bien es posible garantizar el logro de la felicidad individual y de la colectiva. Así, la Idea de Bien se muestra, también en este campo de la ética, como la Idea máxima y unificadora de las demás Ideas morales.

Como se puede ir deduciendo, las cuestiones éticas son para Platón cuestiones fundamentalmente intelectuales y, por tanto, psicológicas. Es en el

alma (psyché) donde se produce el ascenso en los grados de conocimiento y, por tanto, en la contemplación de la Idea del Bien, la práctica de la virtud y la consecución de la felicidad. Pero Platón había establecido tres funciones diferentes en el alma o tres almas distintas en el mismo sujeto. Por ello, el ejercicio de la virtud debe estar orientado hacia el recto comportamiento del alma humana en su totalidad. Así, a la parte racional del alma le corresponde la virtud de la prudencia y se orienta hacia el conocimiento de la realidad superior, es decir, el Bien. A la parte irascible del alma le corresponde la práctica de la virtud de la fortaleza, ya que ésta hace posible la perseverancia en el conocimiento del Bien. A la parte concupiscible del alma le corresponde la práctica de la templanza, pues esta virtud permite la moderación y el dominio de los deseos innobles de nuestra naturaleza, haciendo posible de esta forma el predominio de la parte intelectual sobre todas las demás.

La triple y peculiar composición del alma se ponía de manifiesto a través de las tensiones internas que sufría el ser humano y que era necesario eliminar. Esta eliminación debía venir, según Platón, de la consecución de la armonía entre cada una de las partes del alma, y este equilibrio se lograba mediante el crecimiento de la justicia como virtud. Es a través de ésta que cada parte del alma desarrollará la función que le es propia y estará gobernada por la virtud que le corresponde. La correspondencia entre psicología y ética que aquí podemos observar fue establecida por Platón en La República y estaba destinada a cumplir también una función política, puesto que cada parte del Estado debe cumplir la función que le es propia para la consecución de la felicidad común.

En definitiva, a través del conocimiento proporcionado por la filosofía se consigue orientar la vida hacia la práctica de la virtud y el conocimiento del Bien, y, a su vez, el Bien se convierte en el fundamento y el origen de la virtud y de la felicidad humanas. Se cierra así el círculo ético que Platón legó a la historia de la cultura occidental.

La estructura de la polis ideal y la educación del ciudadano

Una vez que la virtud ha quedado definida como necesaria para la felicidad, es preciso que el Estado haga posible la práctica de ésta. Tanto en la esfera privada como en la pública, la polis se muestra como el lugar donde es posible desarrollar la virtud en todas sus formas. Para Platón no existen diferencias entre la moral particular y la moral estatal, pues ambas parten de unos modelos absolutos, a saber, las Ideas de hombre y de sociedad perfectos, que deben ser compartidos por todos los seres humanos. Una ciudad debe ser justamente gobernada para que sus ciudadanos puedan desplegar en ella el conjunto de virtudes que les caracterizan como justos y, por tanto, felices.

La existencia del individuo aislado e independiente de la polis no es una idea concebible según Platón -ni según los modos de pensamiento de la civilización de su época-, ya que la ciudad nació para posibilitar y facilitar la vida de los seres humanos. Los orígenes de la civilización tendrían un sentido pragmático y económico, su desarrollo pasaría por la expansión del territorio y la división del trabajo; y su perfeccionamiento se completaría mediante la consecución de la justicia como forma particular y general de convivencia. Pero para que la polis haga posible el que sus ciudadanos no se aparten de la rectitud moral, es preciso que esté organizada de acuerdo con un sistema de

perfecta división y articulación de funciones entre las clases de ciudadanos que la componen. La ciudad ideal, cuya descripción Platón nos dejó en su fundamental diálogo La República y en una obra de vejez llamada Las Leyes, tendría la siguiente composición social:

• Una clase inferior compuesta por los productores (artesanos y campesinos), que se ocuparía del mantenimiento de la ciudad. Los miembros de esta clase podrían poseer tierras y familias propias y en ella se integrarían aquellos ciudadanos en los que predominara la parte concupiscible del alma humana. Por ello, la virtud que tendrían que mostrar sería la templanza, llevando una existencia moderada y, en lo posible, alejada de las pasiones.

• La clase intermedia estaría compuesta por los guardianes de la polis. Su misión sería defender la ciudad y procurar su independencia exterior. Los per-tenecientes a esta clase serían escogidos entre aquellos que mostrasen predo-minio de la parte irascible de su alma y serían educados en la virtud de la for-taleza.

• La clase superior sería la de los gobernantes de la ciudad. Éstos estarían escogidos de entre la clase de los guardianes y su función sería la de gobernar y legislar. En ellos predominaría la parte racional del alma, con la prudencia como virtud propia.

En su organización social, Platón había previsto cierto comunitarismo de bienes y de familia entre las clases superiores, al objeto de alejar a sus miembros de tentaciones e intereses particulares que pudieran perjudicar sus tareas dentro del Estado. El carácter conservador de esta utopía política descansa sobre una rígida jerarquización de clases, compuestas cada una de ellas por personas de similar naturaleza anímica. Las funciones de los ciudadanos, y aun su propia existencia, estarían supeditadas a los beneficios que aportasen al Estado (por ejemplo, los poetas y los dramaturgos serían excluidos de la ciudad, a no ser que con sus obras propusiesen ejemplos mora-les adecuados a los fines del Estado). Es el todo -el Estado- y no la parte -el individuo- lo que es realmente importante para Platón.

Pero este Estado tendría como finalidad la felicidad del conjunto de sus ciudadanos a través de la virtud. Y es a través de la educación y el conocimiento como puede dirigirse el alma humana hacia el ejercicio de esta virtud. Además, la excelente educación que recibirían las clases superiores sería garantía suficiente de que éstas no utilizarían su poder contra el pueblo. Por esto, la educación de los habitantes del Estado platónico es un tema fundamental en esta teoría política. Una vez que Platón rechazó la forma de educar a los jóvenes que se ejercía en la Atenas de su tiempo, propuso un sistema progresivo de instrucción que partía de la distinción psicológica que anteriormente le había servido para ordenar en clases sociales a los habitantes de su polis ideal. Así, cada uno debería ser educado, tanto en su cuerpo como en su alma, en consonancia con aquella característica que lo defina y que deberá poner al servicio del Estado.

Platón fue minucioso al describir el proceso educativo propio del Estado ideal. Así, por ejemplo, propuso que hombres y mujeres deberían recibir la misma educación, ya que ambos poseen semejantes dones naturales y una racionalidad común. Por otra parte, sería preciso proporcionar una formación inicial y común en gimnasia y música que se completaría con materias tales

como la astronomía y las matemáticas, destinadas a aquellos que fuesen a ejercer las funciones superiores en la ciudad. La educación de los futuros gobernantes la diseñó como un proceso vital, lento, profundo y completo que culminaría con la dialéctica como ciencia suprema. Un periodo de prueba en el ejercicio del gobierno sería la última etapa que prepararía a los miembros de la clase superior para ser los gobernantes justos que la ciudad necesitaría. Todas las etapas educativas se tendrían que desarrollar a cargo del Estado y al margen de la familia, pues los individuos deberían comprender desde el inicio su subordinación a la estructura social general.

A los gobernantes, Platón los llamó filósofos-reyes: hombres y mujeres alejados de todo afán de lucro y de las ataduras que provienen de las impresiones engañosas de los sentidos; conocedores de las Ideas, especialmente de las Ideas de la Justicia y del Bien, que tan provechosas resultan para la dirección del Estado. Las funciones esenciales de los filósofos-reyes están relacionadas con la teoría de las Ideas, puesto que dichas funciones son las de hacer leyes justas tomando como modelo la Idea perfecta de ciudad-estado, y educar a los ciudadanos bajo el modelo ideal de humani-dad y de la idea del Bien.

El gobierno de los filósofos se justifica porque son ellos quienes habrían accedido al conocimiento directo del Bien, mediante la contemplación teórica, y podrían comunicarlo al resto de los ciudadanos a través de las leyes y de la educación. Se logra, así, la moralización de la ciudad y el establecimiento de la justicia. La voz de Sócrates se hace otra vez presente si recordamos que su intelectualismo moral concluía con la afirmación de que solamente puede ser justo quien conoce lo que es la Justicia. Platón elevó al terreno ideal estas afirmaciones de su maestro y las concretó en la propuesta de que fuesen los filósofos los que rigiesen la ciudad perfecta o que, en su defecto y en las ciudades reales, los gobernantes de las mismas aprendiesen a ejercer la filosofía.

Como puede apreciarse, esta organización social está basada en una diferenciación paralela a la que Platón sostenía entre el mundo de las Ideas y el mundo sensible. La perfección que caracterizaba el mundo inteligible implicaba su inmutabilidad, a la que se oponía el cambio y la corrupción del mundo sensible. De la misma manera, Platón establece una ciudad-estado perfecta e invariable, frente a las realidades políticas de su tiempo, inestables e insatisfactorias desde su punto de vista.

La crítica política y el final de la utopía

Una vez definidos los términos del Estado ideal, era lógico que a Platón no le pareciesen aceptables las condiciones de ningún gobierno real. La distancia que separaba el ideal de la sociedad ética respecto de las ciudades-estado existentes en su época era demasiado grande como para tratar de salvarla adecuando los dos términos de la ecuación política, el de la idealidad perfecta y el de la realidad imperfecta. Sin embargo, la fijación de lo que el Estado debía ser sirvió de punto de partida a Platón para establecer la crítica a lo que son los estados. Podemos apreciar que esta valoración se hace desde una percepción previa negativa de la evolución temporal de las sociedades. Así, la degeneración progresiva habría llevado a las formas políticas desde la aristocracia (considerada en este esquema como el modo más perfecto degobierno), hasta la timocracia (gobierno de los guardianes bajo la virtud del honor). Un descenso posterior convertiría la timocracia en oligarquía (gobierno de los poderosos, que actúan en su propio beneficio), la cual a su vez degeneraría en la democracia. Por último, de la democracia se llegaría a la tiranía (gobierno de un déspota dominado por sus pasiones).

Platón pensaba que la extrema libertad tenía como consecuencia la extrema esclavitud, ya que la libertad que los ciudadanos ejercen en el gobierno democrático les llevaría a elegir para los puestos superiores a individuos que no están preparados para ellos y que no gobiernan la ciudad de acuerdo con las reglas del Bien y de la Justicia. El Estado es la sociedad organizada y ordenada, pero, según Platón, la democracia propicia el imperio

del desorden y la ocasión para que algunos individuos intenten erigirse en únicos conductores de la ciudad, instaurando así la tiranía. Como forma ideal de gobierno Platón defendía la aristocracia de los más sabios (los filósofos-reyes). Tanto su crítica a la democracia como su exaltación del gobierno de los sabios tienen un mismo supuesto: el intelectualismo moral. Por lo que se refiere a la crítica a la democracia, Platón considera que la multitud es ignorante para saber quién debe gobernar y más bien elegirá a quien halague sus instintos. Si, por otro lado, el hombre virtuoso es el sabio, el que conoce lo que es el Bien, la Justicia, etc., y si a este complejo conocimiento sólo pueden llegar los más sabios, entonces éstos deben gobernar. Desde esta perspectiva, encargar el gobierno de la ciudad a otros que no sean los sabios sería como confiar nuestra salud a charlatanes o a quien no es médico; y con peores consecuencias aún, pues en la política se trata de la salud de todo el cuerpo social y no solamente de un individuo.

Apuntes biográficos de Platón

Platón nació en Atenas, en el 427 a.C. en el seno de la más alta aristocracia (Cármides y Critias -de los Treinta Tiranos- fueron tíos suyos y Glaucón y Adimanto, hermanos). Platón participará, a los dieciocho años, como soldado en la última etapa de la guerra del Peloponeso. Inclinado en un principio hacia la política, la enseñanza de Sócrates, a quien acompañó en los últimos años de la vida de éste, le hará orientarse definitivamente hacia la filosofía. Tras la muerte de Sócrates, en el 399, durante la recién instaurada democracia ateniense, Platón, bien por su amistad con aquel, bien por su rela-ción de parentesco con los Treinta Tiranos (aunque no simpatizó con el régimen), decide refugiarse en Megara. Hacia el 390, Platón visita las ciudades del sur de Italia, tomando allí contacto con el pitagorismo, y Siracusa, en Sicilia, donde traba amistad con el joven Dión, cuñado del tirano de la ciudad, Dioniso I. Las opiniones políticas de Platón le acarrearon el enfado de Dioniso. Platón tiene que salir de Siracusa y el tirano lo vende como esclavo. Por fortuna, fue reconocido por un amigo suyo, que compra su libertad. De vuelta en Atenas (387), abre una escuela llamada Academia, en un terreno próximo al templo del héroe Academos, donde se dedicará durante veinte años a la enseñanza. Con el fallecimiento de Dioniso I, a quien sucede Dioniso II el Joven, Platón es invitado por Dión a regresar a Siracusa (367). El nuevo gobernante parece más dispuesto a dejarse aconsejar por Platón. Pero Dioniso II se enemista muy pronto con Dión, desterrándolo y reteniendo a Platón sin dejarle marchar. Por fin se le permite salir de Sicilia, en el 366, pero vuelve en el 361. De nuevo se ve Platón en Siracusa retenido durante más de un año en una situación comprometida, al continuar Dión en el exilio. Con Platón definitivamente instalado en Atenas, Dión, en el 357 ayudado por los platónicos, desembarca en Sicilia, haciéndose con el gobierno de Siracusa. Tres años después Dión morirá asesinado. Platón llora la muerte de su amigo; desde entonces nada lo liga ya a la vida política, tal y como expresa en su Carta VII. Sus últimos años, hasta su muerte en el 347 a.C., los dedicó a escribir.

Contexto histórico, filosófico y cultural

La Atenas clásica (siglos V- IV a.C.)

El contexto histórico de la filosofía platónica es el de la ciudad-estado griega durante el último tercio del siglo V a.C. y la primera mitad del siglo IV

a.C., y en especial el de la ciudad de Atenas, que ha salido derrotada de las guerras del Peloponeso, y se ha visto sometida, hasta el 403 a.C., a la hegemonía de Esparta. En consecuencia, el período histórico que vive Platón es muy agitado en lo político y en lo social. Continuas crisis de gobierno, luchas internas por el poder y exilios forzosos o voluntarios jalonan la convivencia ateniense. El problema histórico con el que se encuentra Platón deriva de la guerra del Peloponeso (431-404) en la que la Atenas democrática se enfrenta y es derrotada por la Esparta aristocrática. Tras la victoria espartana se instala en Atenas un gobierno oligárquico proespartano, el llamado gobierno de los treinta tiranos, cuyo mandato, que duró un año aproximadamente, se caracterizó por la crueldad y por gobernar bajo la ley del terror. De este modo, pronto aparece el descontento de la población en general hasta que en el 403 se restablece la democracia; pero la crisis en el sistema venía acumulándose y en el 399, bajo este gobierno demócrata, es condenado a muerte Sócrates, posiblemente uno de los hombres más justos de Atenas. Así pues, la primera mitad del siglo IV supone la ruina económica del imperio ateniense, guerras intestinas por el poder político y un cuestionamiento generalizado sobre el tipo de ciudadano y el régimen político que aseguran el buen gobierno.

La violencia de los acontecimientos, y los cambios alternativos de la democracia y la tiranía influyen para que Platón mantenga la idea de que los cambios sociales no son buenos. De esta forma, su filosofía, que tiene una clara intención política, supone, entre otras cosas, la configuración de un estado perfecto al que no debería afectar ni la evolución ni los factores externos. Su propuesta política sería así un intento de escapar a la historia.

El contexto cultural viene representado por el esplendor del clasicismo griego, con tres fenómenos decisivos. Primero, el apogeo de la literatura dramática ateniense, con Sófocles y Eurípides, que representan un modo de llevar a la escena las grandes inquietudes personales y políticas del hombre y la mujer griegos, afectados internamente por la crisis de la sociedad. Segundo, el florecimiento espectacular de la plástica griega y de su arquitectura cívico-religiosa, como expresión del sentimiento colectivo de pertenencia a la comunidad. Tercero, la culminación del resto de géneros literarios, en especial la retórica, con Lisias, que fustiga al régimen de los Treinta Tiranos; la comedia ática, con Aristófanes, que es el encargado de cuestionar en clave humorística, sofística y conservadora, las instituciones familiares y ciudadanas, y, por último, el género histórico, con Heródoto y Tucídides, que fundan el saber histórico como seña de identidad colectiva del pueblo.

Tres son los rasgos fundamentales del contexto filosófico de la obra de Platón. La crítica del pensamiento de Heráclito, aunque tomará de éste los caracteres de movilidad, materialidad y relatividad propios del mundo sensible. La apuesta por la vía de la identidad de pensar y ser propia de Parménides, ya que el inmovilismo propio del Ser de éste es empleado por Platón para construir un mundo permanente e inmutable (mundo inteligible). En segundo lugar, la crítica a los planteamientos del relativismo y el escepticismo de la sofística, que Platón ve como una afrenta a la dignidad y al poder del pensamiento filosófico. Según Platón, la sofística había supuesto en Grecia la destrucción filosófica como búsqueda del saber y de la verdad: la verdad se ha diluido en la apariencia de las cosas y el saber quedaba reducido a una pericia (manejarse con éxito entre las apariencias cambiantes y relativas). En este

sentido, el pensamiento de Platón es el intento de superar este relativismo encontrando algo permanente donde pueda asentar un saber estable (la ciencia) que garantice la felicidad y la justicia (tanto en el hombre como en la sociedad). Por último, la influencia de su maestro Sócrates. Esta influencia es tan importante que es difícil distinguir hasta dónde llega el pensamiento de uno y el del otro. El tema de la búsqueda socrática de la definición o el qué de las cosas conduce al planteamiento platónico de la Idea como expresión prototípica de la realidad y su conocimiento. Por otro lado, la preocupación socrática por la virtud y el intelectualismo moral, es la principal vía para plantear que el conocimiento de la idea del Bien es el requisito indispensable para la vida feliz a nivel individual, y para el justo y recto gobierno de la ciudad.

CARTA VII

“Siendo yo joven, pasé por la misma experiencia que otros muchos; pensé dedicarme a la política tan pronto como fuera dueño de mis propios actos; y he aquí las vicisitudes de los asuntos públicos de mi patria a que hube de asistir. Siendo objeto de general censura el régimen político a la sazón imperante, se produjo una revolución; al frente de este movimiento revolucionario se instauraron como caudillos cincuenta y un hombres: diez en el Pireo y once en la capital... mientras que treinta se instauraron con plenos poderes al frente del gobierno en general. Se daba la circunstancia de que algunos de éstos eran allegados y conocidos míos y en consecuencia re-quirieron al punto mi colaboración, por entender que se trataba de actividades que me interesaban. La reacción mía no es de extrañar, dada mi juventud; yo pensé que ellos iban a gobernar la ciudad sacándola de un régimen de vida injusto y llevándola a un orden mejor, de suerte que les dediqué mi más apasionada atención, a ver si lo conseguían. Y vi que en poco tiempo hicieron aparecer bueno, como una edad de oro, el anterior régimen. Entre otras tropelías que cometieron estuvo la de enviar a mi amigo, el anciano Sócrates, de quien yo no tendría reparo en afirmar que fue el más justo de los hombres de su tiempo, a que en unión de otras personas prendiera a un ciudadano para conducirlo por la fuerza a ser ejecutado; orden dada con el fin de que Sócrates quedara, de grado o por fuerza, complicado en sus crímenes; por cierto que él no obedeció, y se arriesgó a sufrir toda clase de castigos antes de hacerse cómplice de sus iniquidades. Viendo, digo, Todas estas cosas y otras semejantes de la mayor gravedad, lleno de indignación me inhibí de las tor-pezas de aquel período...

No mucho tiempo después cayó la tiranía de los Treinta y todo el sistema político imperante. De nuevo, aunque ya menos impetuosamente, me arrastró el deseo de ocuparme de los asuntos públicos de la ciudad. Pero dio también la casualidad de que algunos de los que estaban en el poder llevaron a los tribunales a mi amigo Sócrates a quien acabo de referirme, bajo la acusación más inicua y que menos le cuadraba... Al observar yo cosas como éstas y a los hombres que ejercían los poderes públicos, así como las leyes y las costumbres, cuanto con mayor atención lo examinaba, al mismo tiempo que mi edad iba adquiriendo madurez, tanto más difícil consideraba administrar los asuntos públicos con rectitud...

De esta suerte yo, que al principio estaba lleno de entusiasmo por dedicarme a la política, al volver mi atención a la vida pública y verla arrastrada en todas direcciones por toda clase de corrientes, terminé por verme atacado de vértigo, y si bien no prescindí de reflexionar sobre la manera de poder introducir una mejora en ella, sí dejé, sin embargo, de esperar sucesivas oportunidades de intervenir activamente.

Y terminé por adquirir el convencimiento con respecto a todos los Estados actuales de que están, sin excepción, mal gobernados; en efecto, lo referente a su legislación no tiene remedio sin una extraordinaria reforma, acompañada además de suerte para implantarla.

Y me vi obligado a reconocer, en alabanza de la verdadera filosofía, que de ella depende el obtener una visión perfecta y total de lo que es justo, tanto en el terreno político como en el privado, y que no cesará en sus males el género humano hasta que los que son recta y verdaderamente filósofos ocupen los cargos públicos, o bien los que ejercen el poder en los Estados lleguen, por especial favor divino, a ser filósofos en el auténtico sentido de la palabra.”

(PLATÓN: Carta séptima, trad. de M. Toranzo, Madrid,

Instituto de Estudios Políticos, 1970)