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PUERTA A LA HÉLADE

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PUERTA

A LA HÉLADE

{ EL ENVIADO DE CRONOS I }

Miguel Merino Rivas

{COLECCIÓN METEÓRICA}

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Primera edición, mayo 2015

© Miguel Merino Rivas, 2015© Esdrújula Ediciones, 2015

ESDRÚJULA EDICIONESCalle Martín Bohórquez 23. Local 5, 18005 Granada

[email protected]

Edición a cargo de Víctor Miguel Gallardo Barragán y Mariana Lozano Ortiz

Diseño de cubierta: Guido Carini EspecheImpresión: Safekat

«Reservados todos los derechos. De conformidad con lo dispuesto en elCódigo Penal vigente del Estado Español, podrán ser castigados con penasde multa y privación de libertad quienes reprodujeren o plagiaren, en todo

o en parte, una obra literaria, artística, o científica, fijada en cualquiertipo de soporte sin la preceptiva autorización.»

Depósito legal : GR 615-2015ISBN : 978-84-943826-7-3

Impreso en España· Printed in Spain

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«El futuro nos tortura y el pasado nos encadena. He ahí por qué se nos escapa el presente.»

GUStAVE FLAUBERt

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BABILONIA,

PRIMAVERA DE 323 A.C.

«Vivir con la gloria o morir con ella es el destino del valiente.»

SóFOCLES

Hacía mucho calor aquella noche de primavera. El bochornoy la agobiante humedad se apoderaron de Babilonia haciendopresagiar un temible verano. Nos habíamos reunido una vez máspara celebrar por todo lo alto los éxitos de nuestra larga campañaen tierras de Asia, la ansiada vuelta y por fin el merecido des-canso. Y allí estábamos disfrutando de los festejos, rodeados deun lujo y derroche sin igual y siendo testigo mudo del eventoel majestuoso palacio imperial, tan bello y sobrecogedor comotambién de difícil descripción para un simple mortal como yo.

Por fin estábamos de vuelta. todos los grandes ejércitosdel mundo conocido habían sido sometidos y solo fue en laslejanas tierras de la India cuando, agotados y diezmados, deci-dimos no seguir con esta locura. Exhaustos y debilitados porlas fiebres y la pertinaz lluvia, acosados por los parásitos, lasheridas y las enfermedades, destrozados por las interminablesmarchas, los largos años de lucha y con la añoranza de ver denuevo a nuestras familias, entre nosotros cundió un total des-contento y, todos a una, expusimos nuestras quejas y anhelosy rogamos a nuestros superiores regresar a la patria. El reyentró en razón al cabo de unos interminables días de espera e

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incertidumbre y accedió a nuestras súplicas, no sin anteslamentarse en público ante los ojos avergonzados de toda latropa de aquella decisión.

Comenzó entonces la marcha de vuelta. Al principio conmucha alegría y determinación, agradeciendo a los dioses subondad infinita. Después, conforme pasaban los días, la crudarealidad nos golpeó salvajemente el cuerpo y el espíritu. Porfin, tras un larguísimo y penoso camino de retorno por losparajes más inhóspitos de aquel mundo tan desconocido,regresamos a la civilización, al abrigo del tibio sol, del azul delcielo y del mar, de nuestra añorada tierra, aquella que con-quistamos con tanto esfuerzo, dolor del alma, sangre y gloria.Miles se quedaron en el camino allá mismo donde cayeron,olvidados, consumidos, muertos por la sed o enloquecidos porel calor del ardiente sol del desierto salado de Makran. Otros,los más afortunados, después de superar el infierno mástórrido, conseguimos continuar, recorriendo los mismos para-jes que años atrás habíamos atravesado con tanta ilusión,coraje y sedientos de riquezas. Grandes llanuras se nos abrie-ron para nuestro regocijo, atravesadas todas ellas por ríos deagua fresca y cristalina. Montañas cubiertas de abetos y nie-ves perpetuas eran barridas por fuertes ráfagas de un airecasi helado que nos retaba interponiéndose en nuestrocamino. Inmensos bosques poblados de fuertes robles enhies-tos, de los que se habían sacado nuestras sarisas, nos dieronde nuevo la bienvenida. Volvimos afrontando conscientes laúltima marcha de nuestra vida, la más esperada y también lamás larga y costosa, la del regreso. Casi seiscientas treintaparasangas8 superando los húmedos parajes de la India, la

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inhóspita y maldita Gedrosia, donde dejamos a tantos de losnuestros al arbitrio de los ictiófagos. Carmania, el país de losburros, Persia y su ardiente sol que pareció querer vengarsede todos nosotros por las afrentas pretéritas o el paso de losdesgastados tigris y Éufrates en Mesopotamia, cuna de lasprimeras civilizaciones. Caldea, en la frontera de los vastosdesiertos de Arabia, Siria, Fenicia, las suaves colinas de Cili-cia, patria de piratas sin escrúpulos en donde creí escuchar,arrastrados sin duda por el viento, los lamentos de los caídosen Issos, y también la rica Capadocia repleta de minas de oro,plata y cobre. Más tarde Frigia, escenario de legendarias bata-llas, Misia, Caria, la tróade, patria del mítico Héctor. tracia,lugar de aguerridos mercenarios y, por fin, la amada Grecia.Mis compañeros, al regresar, difundirían su historia y suleyenda por cada aldea, por cada casa, por cada ciudad y rin-cón de su formidable imperio. Contarían las hazañas de supropia falange, de sus compañeros y las de su rey, de cómo lohabían visto, escuchado y seguido hasta el final, aclamadocomo un dios del Olimpo, querido hasta la locura y tambiénmaldecido por momentos.

Pero otros muchos decidimos permanecer junto a él enBabilonia para siempre, para la eternidad me atrevería adecir. El tiempo pasó, siguiendo su rumbo, su camino, curandolas heridas del cuerpo y del alma y haciendo que la moral dela tropa estuviese otra vez en lo más alto. Por ello honrábamosa los dioses sacrificando más de cien bueyes y repartiendo sucarne entre el pueblo, como no podía ser de otra manera. Sepremió y felicitó a los más valientes, se celebraron juegos, tor-neos de lucha y carreras de caballos y se dio de comer y de

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beber a las gentes venidas de todos los rincones del imperiopara vitorear al rey como el más grande, alabando sus con-quistas y su enorme generosidad. En palacio, el vino corríaentonces a raudales para todos y la gran mesa central estabacubierta de viandas inimaginables para un mortal, entre jóve-nes flores de increíble fragancia y olor. Al fondo, un grupo debailarinas persas próximas al frenesí danzaban incansablesal son de cítaras, timpanones y siringas mientras contonea-ban la cintura lentamente, repartían miles de miradassugerentes a los comensales, perfiladas con largas pinceladasde kohol denso y negro. Hacían sonar los cientos de cascabe-les, platillos y collares dorados que adornaban sus cuerpossensuales, bronceados, ungidos con aceites perfumados y casidesnudos para nuestro deleite.

Un montón de acróbatas en el extremo opuesto distraíana los invitados con sus malabares, cabriolas y piruetas de sal-tos imposibles. Aquí y allá, repartidos por el lujoso salón decelebraciones, decenas de embajadores de numerosas delega-ciones de todo el mundo conocido, totalmente extasiados,alababan el festín y todas la comodidades de las que gozaban,mientras trataban en vano de concertar alguna audiencia connuestro rey e intentaban engatusar con lisonjas a los más cer-canos a él.

Una suave brisa movía los cortinajes de fino algodón de losgrandes ventanales levantándolas ligeramente, dejando pasarel incipiente frescor del anochecer, bañando de sombras argén-teas cada rincón de aquel extraordinario palacio. Enormescandelabros de plata de varios brazos iluminaban la estancia,y tapices y alfombras de intrincados dibujos se disputaban un

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sitio en el lujoso suelo de mármol multicolor pulido como uninmenso espejo, agradando a todos los asistentes.

Muchos de ellos preferían la comodidad de las terrazas,conversando y disfrutando de la magnífica velada. Desde allíse podía ver como a través de un arco de triunfo profusamentedecorado, se accedía a un enorme patio porticado por milcolumnas de fino fuste rematadas por capiteles dobles conforma de toros alados. Después de tres puertas forradas degruesas planchas de plata con magníficos bajorrelieves, seentraba en la sala del trono, de increíbles dimensiones, diá-fana y sin un solo pilar que entorpeciera la vista. La fachadaexterior de la sala estaba revestida de azulejos esmaltados enañil, dorados y verdes, similares a los utilizados en la puertade Ishtar. Miles de frescos decoraban las altísimas paredes,destacando una serie de árboles estilizados parecidos a pal-meras de exquisito detalle que representaban la longevidad,la abundancia y la fertilidad, todo ello mezclado con algunosmotivos florales y trazos geométricos. todo el friso estaba car-gado de fieros leones, símbolo de la diosa Ishtar, que encarnala fuerza y la pujanza del rey.

En un lateral del magnífico salón de celebraciones, presi-diéndolo todo, estaba Alejandro sentado en un gran trono deoro macizo. Descansaba apoyando sus manos sobre los brazosde este, dos cabezas de leopardos con aspecto amenazante. Enel respaldo, muy por encima de su cabeza, se podía distinguiralgunas figuras vegetales y animales superpuestas en oro yplata creando un efecto delicado y sutil. Multitud de incrusta-ciones de cristal, loza, calcita y piedras semipreciosasadornaban la parte trasera con un ostentoso calado de armas.

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A ambos lados del sillón real, un toro alado portaba la coronaimperial apoyada en el lomo de este realzando aún más, sicabe, la estampa de nuestro rey. Dos esclavos nubios de pielbrillante le abanicaban acompasados y sin descanso con gran-des plumas de avestruz. No parecía divertirse como otrastantas ocasiones, más bien sufría en silencio. Un rictus dedolor y malestar cruzaba su cara de niño casi imberbe. Sinapetito, apenas pudo probar el vino que tanto le gustaba. Per-ladas gotas de sudor corrían por su frente y era evidente quetenía fiebre, pues a veces parecía tener los ojos en blanco,enmarcados por unas oscuras y amenazantes ojeras. Yo loobservaba preocupado desde el otro lado de la estancia y sabíaque en pocos días pasaría aquello que tanto temía y me hacíapasar las noches en vela escribiendo sin descanso esta largaodisea rayando casi en la desesperación. ¡Hace tanto tiempoque el silencio y el temor me acompañan! Sé que el final seacerca y el mío en cierta forma también. Es difícil convivir conlos que más quieres sin poder expresar lo que verdaderamentesabes y sientes.

Resignado y enrabietado con mi hado, dejaba que mimemoria vagase por el pasado, por aquellos años de gloria ypasión de esta larga campaña a pesar de todas mis dudas yrecelos. Esos años de aciagos y memorables momentos. Esepasado que me dio tanto a cambio de nada. A veces sonríorecordando el miedo, la angustia y el desasosiego en la vísperade cada batalla. Es el hombre el que se enfrenta al enemigosoportando multitud de privaciones junto con el dolor por tan-tas muertes. He aprendido a odiar y a matar pero también acomprender la forma de ser de mis semejantes. Mi alma se ha

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endurecido y mi espíritu ya no es lo frágil que era. Hacetiempo que perdí la moral de mi consciencia a la hora de aba-tir a un enemigo, a una persona de carne y hueso. Ya no medespierto cada noche bañado en sudor y lágrimas, con el cora-zón latiendo con fuerza y el pulso acelerado como antes de uncombate. He visto tanto, he vivido, sufrido y gozado de tantascosas que quizás ya no las valore como se merecen.

En un descanso, nuestro adalid, nuestro rey, se desmayódespués de lanzar un alarido inhumano al sentir unos pun-zantes dolores en la espalda y las articulaciones. Los festejosentonces se dieron por finalizados. Se hizo un silencio solemney denso, cesó la música y se despachó a toda prisa a los acto-res. Los rumores, el desconcierto y los posteriores cuchicheosde los presentes se extendieron por todo el palacio y pronto laciudad entera se sumió en un mutismo sobrecogedor. Desdeallí fue conducido en volandas por sus colaboradores másdirectos a los aposentos reales, donde durmió durante tresdías cerca de un elegante estanque repleto de nenúfares blan-cos de suaves y delicados matices y aromas. Descansó alabrigo de la fresca brisa del sur, mecido por el susurro de cien-tos de pequeños surtidores de agua pura, fresca y saltarina.Fue cubierto por sábanas de fino hilo egipcio y atendido pormás de cincuenta esclavos y sirvientes.

En la siguiente semana, el rey tuvo accesos de fiebre muyrecurrentes por las noches pero estos solían desaparecer alamanecer, permitiéndole reunir fuerzas para incluso levan-tarse y seguir planeando con Nearco, almirante de la flota, ysus más íntimos esa nueva e inminente expedición a la penín-sula arábiga con más de mil barcos de guerra. Los episodios

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febriles pronto se volvieron más intensos y seguidos. A prin-cipios de junio, las calenturas persistieron también durante eldía, incrementándose por la noche, marchitando su bello yjuvenil rostro. Por primera vez se vio claro que estaba en peli-gro. Al final, la enfermedad se estaba imponiendo a suformidable constitución y a sus indomables ganas de vivir yde sentir. ¡tenía aún tantas cosas que hacer, tantos proyectosinconclusos, tantos lugares que conquistar y dominar!

Algunos de sus generales de confianza como Átalo, Peitón,Demofonte, Peucestas y Seleuco velaron toda la noche en eltemplo de Serapis y preguntaron desesperados a los sacerdo-tes si no sería más oportuno llevar al rey al interior delsantuario para que el dios le devolviese la salud. Pero al finalno se hizo nada de ello pues aquellos religiosos decidieron quesu dios no estaba dispuesto esa noche a recibir a nadie en sucasa y mucho menos a que durmiera en ella. Fue Demofonteel que desenvainó el arma en el mismo templo dispuesto a cor-tar el cuello al sumo sacerdote bajo la mirada atenta delmismo Serapis, pero al final la cordura se impuso y fue sacadoa rastras por sus compañeros mientras maldecía como unposeso a todos los dioses conocidos.

Una mañana, al despertar, el rey ordenó a los superioresde la tropa, aquellos macedonios y griegos pertenecientes a lanobleza más distinguida, que se reunieran en el patio centraly fuera llevado ante ellos para darles las últimas consignas.Mientras, los de menor rango tuvimos que esperar en el exte-rior tras las gigantescas puertas de madera maciza de cedrode Líbano. Gritamos y golpeamos las hojas con insistentesaldabonazos y pedimos a voces a nuestros compañeros que nos

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dejaran entrar en el palacio. Queríamos verle pues nos temí-amos lo peor. Fue tolomeo el que bajó por la inmensaescalinata y nos rogó que guardásemos silencio mientras orde-naba a los centinelas abrir aquellas pesadas puertas paradejarnos pasar y ver a nuestro rey postrado en su lecho, extin-guiéndose y tiritando como esa nieve desvalida cuando seacerca el verano. Una vez que entramos con el más absolutode los respetos, Alejandro nos saludó a cada uno de nosotroscon sus extraños ojos y una débil sonrisa ya que para entonceshabía perdido la voz. Quizá podía emitir un débil susurro,pues momentos después, con un hilo de vida, pidió que sucuerpo fuera trasladado a la bella Alejandría y ofrecido al DiosAmón. Muchos de nosotros nos arrojamos al suelo entre sollo-zos. Nosotros que fuimos sus compañeros de mil aventuras,los hombres de hierro que habían domado grandes ríos comoel Nilo, el tigris, el Éufrates y el Indo. Valerosos hombres enel campo de batalla, derrotados al ver a su amado rey consu-mido por una vil enfermedad. Por primera vez en mi vidapude ver al más grande claudicar e hincar la rodilla. Mástarde pidió a su ayudante de cámara que le quitase el anillode regente. Este se arrodilló junto a él e hizo lo que se leordenó. Un silencio espeso se cernió sobre todos, recorriendocada rincón de nuestra alma. Vi a la muerte, una vez más,erguida en su famélica montura, vestida con sus apestososharapos, paseando entre todos nosotros sin dejar de sonreír,señalando y haciéndome ver quien debía acompañarle eseaciago día.

El anillo entonces fue depositado suavemente en la palmade su mano. Lo apretó con fuerza y paseó su mirada entre

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todos sus fieles generales, sus inseparables compañeros, hastaque encontró a Pérdicas, su comandante de caballería y guar-daespaldas personal de mayor confianza. Le tendió el brazotembloroso y aquel se postró y le besó la mano, sin conseguirarticular palabra. El rey dibujó una fugaz sonrisa en suslabios y, asiendo el dedo anular de su derecha, le colocó el ani-llo de regente entre sacudidas incontrolables de su ya débilcuerpo. El resto de compañeros se abalanzaron al instantesobre él y le preguntaron atropelladamente:

—¿A quién pretendes legar el imperio, oh Alejandro?—dijo Crátero finalmente.

Y él, después de una larga pausa, haciendo un enormeesfuerzo, abrió sus ojos, suspiró y respondió con un exánimesusurro:

—Al más digno…9 —respiró entonces un par de veces ytomó fuerzas para despedirse— Ya me imagino… lo ostentosoque será el funeral en mi honor...

Finalmente Pérdicas le preguntó cuándo quería que se leofrecieran los honores divinos y él contestó:

—Solo… cuando seáis felices… tras lo cual expiró lanzando un largo suspiro. Estas fueron

las últimas palabras del más grande entre todos los hombresde la tierra. Las últimas palabras de un rey, de una gran per-sona, de un dios. En ese momento, todos los hetairoi nosarrodillamos como uno solo, muchos sollozaban, otros sehabían quedado sin habla y algunos salían de la estancia lan-zando grandes alaridos reverberados por cada rincón deaquellas suntuosas salas de palacio. La mayoría apenas podí-amos creernos lo sucedido y yo, de pie, compungido y desde un

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rincón, observaba incrédulo e impotente cómo la persona quemás había admirado y querido en toda mi vida fallecía sinremedio.10 Solo el llanto desesperado de Roxana, arrodilladajunto a su lecho, nos hacía volver con toda crueldad a la másatroz de las realidades. Con ambas manos se sujetaba el vien-tre mientras todo su cuerpo se sacudía, presa de grandesespasmos mezclados de un dolor inconsolable. Luego supimosque decidió vivir solamente por la criatura que llevaba en susentrañas, por tener algo de aquel a quien tanto amaba, el hijode Alejandro, el verdadero y legítimo heredero del trono. A losdos días encontraron a Leptina, su amante, desnuda con lasmuñecas abiertas sobre su lecho, desangrada, pálida como undía nuboso de nuestro invierno en Pella. Sisigambis, la reinamadre, se dejó morir de inanición sentada de cara a la paredpues su vida ya carecía de sentido.

Al año siguiente, Alejandro el Grande fue conducido en unmajestuoso catafalco hacia la tierra de los faraones, dondequiso descansar para la eternidad, y me correspondió a míentre otros el honor de acompañarlo, escoltándolo fielmente,como siempre había sido.

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VERGINA, ANTIGUA EGAS, NORTE DE GRECIA,

29 DE OCTUBRE DE 2027

«Hijo, búscate un reino que se iguale a tu grandeza, porque Macedonia es pequeña para ti.»

FILIPO II

—¡Maldita sea, Bernardo! ¡Como no pare de llover jamásconseguiremos sacar nada en claro de este sucio agujero!

La lluvia caía sin tregua. Una tupida cortina de agua seprecipitaba desde un cielo algodonado. No daba tregua alequipo de trabajo de Alcibíades, que se mostraba muy preocu-pado por los resultados obtenidos. Apenas habían conseguidodesenterrar algunos objetos de ínfimo valor, casi sin interéscientífico. Un furioso Alcibíades se resguardaba bajo laenorme carpa de polietileno reforzado que hacía las veces deoficina. Lanzó lejos el bolígrafo, harto de hacer anotaciones yesquemas en su vieja libreta de campo. El trabajo en oficinaestaba bien aunque no había nada como salir al exterior y des-enterrar la historia a golpe de pala y piqueta metido en unazanja o en la pared de algún talud perdido en medio de lanada; o quizás, en algún yacimiento con claros vestigios dehaber sido en alguna época un enclave importante. Era unamante de los métodos tradicionales, los de toda la vida, talcomo su padre le había enseñado cuando era apenas un ado-lescente. Estaba calado hasta los huesos y en su rostro sepodía distinguir cierta pesadumbre y desazón.

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—Por Dios, ¿cuándo va a escampar? —gritó desesperadodirigiéndose a su capataz.

—No se preocupe, patrón, lo cubriremos de nuevo todo. Elpersonal encargado de la zona norte puede seguir trabajandonormalmente bajo las protecciones que instalamos la semanapasada, y creo que ya estamos cerca de algo importante, cré-ame. tengo la certeza que pronto se hará la luz. Mi intuiciónno me suele engañar, ya lo sabe.

El capataz era un hombre de mediana estatura, de tezmorena y pelo ralo. Su cara era el poema de su vida, con gran-des y profundas arrugas surcando su frente y sus mejillas. Ensus enormes manos sostenía un sombrero de paja que retorcíauna y otra vez, presa de los nervios. Su voz emanaba tranqui-lidad. Conocedor de su oficio, era la mano derecha y el hombrede confianza de Alcibíades desde hacía mucho tiempo.

—Lo sé Bernardo, soy consciente y disculpa mi mal humor,pero el tiempo se nos agota y los fondos también; apenas nosqueda para un mes.

Alcibíades abría los brazos con cierta pesadumbre, seña-lando el cielo gris oscuro.

—Es que no quiero que nos ocurra como en Alejandría, quejusto cuando creíamos que lo teníamos se nos fue todo al traste.

El capataz miró fijamente a su jefe, recordando aquellosmeses de arduo trabajo. Fueron jornadas muy duras. Cuandotodo parecía aclararse y empezaron a aflorar restos de cerá-mica, monedas egipcias y griegas y otros objetos de menorrelevancia, se presentaron la autoridades locales instándolos aabandonar la zona pues la licencia había caducado, paralizandode este modo la excavación hasta nuevo aviso. Aunque siempre

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quedaba la opción de untar convenientemente al funcionario deturno para una renovación inmediata. Alcibíades no era parti-dario de ello pero alguna que otra vez estuvo tentado de hacerlopara no tener que esperar como mínimo seis meses. Bernardoera consciente de la obcecación de su jefe con todo lo relacionadocon aquel periodo en el que Macedonia y toda Grecia se erigie-ron como una potencia mundial. Casi nunca quería sacar estetema a colación ya que sabía que Alcibíades vivía para y por laarqueología, máxime cuando estaba en su mano aclarar algo dela vida y hechos de Alejandro Magno.

El joven arqueólogo daba la espalda a su amigo mientrasdescorría la tela que hacía de cerramiento de la carpa y se aso-maba al exterior en busca de algún tono azul en el inmensocielo color plomo. En el interior, el equipo de limpieza y catalo-gación se esmeraba en clasificar, limpiar, fotografiar y dibujartodos los pequeños objetos que hasta la fecha habían descu-bierto. Aquí y allá, en grandes tableros de madera descansabanlas innumerables piezas desenterradas. Figurillas de cerámica,vasijas, vasos, monedas de cobre, utensilios domésticos, peque-ñas tablillas escritas en griego clásico se disputaban el espacio,pero si bien tenían cierto valor, para Alcibíades eran de menorimportancia. El ansiaba encontrar una pista, algo que lo llevaraa aclarar lo que andaba buscando desde que ganó, en unacarrera a caballo, hacía ya tanto tiempo, el famoso libro de Ale-jandro Magno. Quería averiguar dónde estaba la tumba deAlejandro y era consciente de su obsesión.

—Bernardo, voy a dar una vuelta, necesito despejarme ypensar en algo nuevo. Sin recursos económicos poco podremoshacer. Me llevo los caballos. ¿Puedes avisar a la cuadra?

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—Pero patrón, está lloviendo… —el capataz no había ter-minado de acabar la frase cuando ya se había arrepentido.

—Ya sé que está lloviendo pero me da igual, necesito estarsolo para aclarar mis ideas. ¡Llama a la cuadra, por favor!

—Sí, patrón.Salió del campamento hecho una furia y emitiendo gruñi-

dos cada vez que se cruzaba con algún operario a su cargo. Alcabo de unos minutos llegó a las cuadras chapoteando entrecharcos, donde fue recibido por un joven mozo que ya tenía pre-parado su caballo, y salió de inmediato a pasear bajo la lluvia.

Ya de regreso, cerca de un pequeño acueducto, el arqueó-logo se detuvo al ver dos enigmáticos y veloces BMW negrosde alta gama circulando a toda velocidad por la carreterahacia el conjunto arqueológico de Vergina. Se los quedómirando con extrañeza hasta que se perdieron por la húmedacalzada. Segundos más tarde, enfilaron el sendero de tierraen dirección a su excavación. Aquello lo turbó enormemente ydecidió regresar sin tardanza. En ese momento, su celularsonó en uno de sus bolsillos. Era Bernardo, que sin duda nece-sitaba la presencia de su jefe.

—Sí, dígame. —Patrón…—Dime, Bernardo.—tengo dos noticias que darle, una buena y otra mala.—Empieza por la buena.—Los chicos han encontrado algo que le puede interesar…—Fantástico, voy para allá. ¿Y la mala?—Aquí hay unos señores que preguntan por usted y no me

gusta nada el aspecto que tienen.

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Alcibíades ahora espoleó con vigor su montura, que selanzó al galope. Al llegar al campamento, había dejado de llo-ver. Dejó su caballo atado en la rama de un viejo olivo y seadentró en el yacimiento que tantos quebraderos de cabeza leestaba dando en los últimos meses. A escasos metros estabaBernardo, presa de una gran excitación. Su rostro reflejabauna gran felicidad.

—Aquellos hombres son los que le esperan —dijo seña-lando hacia la carpa que hacía las veces de oficina y dondeunos hombres de traje oscuro y gafas de sol parecían acompa-ñar a otras dos personas, un hombre de mediana estatura yuna mujer de inmejorable aspecto resguardada bajo unenorme paraguas bicolor.

—¡Dime qué hemos encontrado, Bernardo! Alégrame eldía, por favor.

Alcibíades, ignorando a las visitas, se dirigió hacia suamigo con ansiedad.

—¡Lo conseguiste, Al, lo conseguiste! —le dijo Bernardo,sacudiéndolo por los hombros.

—¿A qué te refieres? ¿Qué demonios hemos conseguido?—Los chicos han encontrado algo importante, allí donde tú

insististe en continuar excavando, en el ágora, junto al templode Euclea.20 Apenas desapareciste cuando recibí la noticia delos muchachos. No te he querido llamar antes hasta compro-barlo con mis propios ojos. ¡Oh, Al, ha sido tan emocionante!

—¡No me digas! ¿Es eso cierto? —notó cómo una gene-rosa dosis de adrenalina comenzaba a fluir por su torrentesanguíneo.

—Y tanto, ven, vayamos rápido… Sé que te encantará.

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El corazón de Alcibíades latía con pasión. Era un es-tado que ya había experimentado otras veces y que añorabadecididamente.

Al llegar al lugar de los trabajos, el arqueólogo fue recibidocon un largo aplauso por parte de propios y extraños que, en pro-cesión, se iban acercando a las inmediaciones del hallazgo. Alfondo del todo, dos becarios le señalaban un punto en el suelo. Seasomó a la enorme zanja, un cuadrado perfecto de unos cincometros de lado y uno y medio de profundidad, en donde se veíanalgunas señalizaciones clavadas mediante banderitas multicolo-res con números en el dorso indicando otros objetos descubiertos.Alcibíades se dirigió por el entramado de madera de su interiorhacia dos becarios que sonreían con orgullo.

—¿Qué habéis encontrado, muchachos? —preguntó connerviosismo.

Sus experimentados ojos escrutaban la zona donde, segúnparecía, habían trabajado en los últimos días.

—Parece una especie de gran olla, o de vasija de bronce,aunque no estamos del todo seguros, doctor —musitaron alunísono.

Efectivamente, en un lateral de la zanja, y a un metroveinte de la superficie se distinguía la boca cegada por unagruesa tapa de plomo, lo que a todas luces era una ánfora dedimensiones más que considerables. Alcibíades saltó al inte-rior y les confirmó con una mirada lo que él ya sabía. Se volviólentamente hacia todos y sonrió con alborozo.

—Es una urna funeraria… y parece importante. Los estudiantes se miraron satisfechos, sonriendo a la par

mientras recibían un sonoro aplauso de sus compañeros.

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—Buen trabajo, chicos. Bernardo, yo me quedaré con losmuchachos, sacaremos la urna y la llevaremos al campamentopara analizarla. tú, mientras tanto, prepara el protocolo derecepción y transporte. Por lo que veo, vas a necesitar lapequeña excavadora.

Dirigiéndose a otro operario, ordenó: —Quiero fotografías cada tres minutos conforme la vayáis

sacando, también de todo el entorno con varios puntos de refe-rencia, como por ejemplo el templo de Euclea. también quierotomas de la zanja, dibujos, planos de situación, y que anotéistodo lo que halláis detectado mientras estabais excavando: lagranulometría del terreno, la densidad, el color, la tempera-tura, la humedad y todo lo que se os ocurra… Los demás avuestros puestos, por favor, hay mucho trabajo por delante.Bernardo, avisa a esos señores que me están esperando y dilesque hoy no podré atenderlos; quizás mañana, o la semana queviene mejor, cuando la urna esté a buen recaudo… No sé…¡invéntate algo!

Poco a poco, la tierra que llevaba cientos de años cubriendola urna fue desapareciendo, dejando ver la forma y dimensio-nes reales de esta. Los becarios se esforzaban mucho quitandocentímetro a centímetro el limo adherido a su superficie. Devez en cuando miraban al cielo, temerosos de que la lluvia lesestropease la operación.

—tranquilos chicos, no hay prisa. Despacio, más despacio,con suavidad.

Al cabo de cuatro interminables horas, lo que parecía unavoluminosa olla de bronce quedaba liberada de su milenariaprisión. Con sumo cuidado fue embalada en plástico acolchado,

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protegida en una especie de jaula de tablas de madera, suspen-dida en el aire y transportada con sumo cuidado sendero abajo,hacia al campamento, por una pequeña grúa y con el apoyo devarios hombres, siempre bajo la atenta mirada del arqueólogo.Al llegar a la zona de trabajo y catalogación, Alcibíades vio conextrañeza cómo los enigmáticos vehículos seguían aparcados enel camino, sus ocupantes esperando pacientemente muy cercade ellos y conversando animadamente. Seguramente se habíancontagiado del entusiasmo general por el hallazgo, pero eso eraalgo que Alcibíades ignoraba por completo. Justo cuando iba aintroducirse tras el personal en el laboratorio, fue abordado porla mujer elegante y de exquisitos modales. La señora en cues-tión iba escoltada por otro hombre un poco más bajo que ella,algo rechoncho e igualmente impecablemente vestido.

—Buenos días, ¿es usted el señor Vidal? —preguntó enespañol con un marcado acento francés y tendiendo una manoresuelta y vigorosa.

—En efecto, soy yo, pero discúlpeme, ahora mismo tengola mañana muy complicada, quizás en otra ocasión.

—Solo necesito que me dedique un minuto de su vida…—insistió la mujer.

Alcibíades miró la urna, luego a esos personajes que sehabían presentado en su campamento de forma tan inespe-rada. Consultó su reloj de pulsera y después a su capataz, quelo miraba esperando órdenes. Con un movimiento enérgico decabeza, instó a su colega a que se introdujese en el laboratorio.No hizo falta más, él sabía lo que tenía que hacer.

—De acuerdo pues… ¿Les apetece que tomemos asiento?¿Quieren tomar algo? Disculpen por haberles hecho esperar

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tanto tiempo, pero muchas veces el deber hace que mi educa-ción brille por su ausencia.

—No se preocupe, señor Vidal, lo entendemos perfecta-mente. Pues sí, un café caliente nos vendría bien.

tomaron asiento en el interior de la carpa, en torno a unagran mesa central de madera de keruing y unas sillas apila-bles de pvc verde muy humildes y precarias. Preparó y sirvióunos cafés expresos bastante cargados y ofreció leche calientey pastas que fueron bien acogidas.

-—Pues bien, díganme qué se les ofrece. Alcibíades tomó asiento con la esperanza de que aquella

improvisada reunión terminase lo antes posible. —Mi nombre es Marie Girard y este es mi colega, el señor

Bettega, Paolo Bettega. Dirigimos un proyecto de gran tras-cendencia y envergadura en el CERN o, lo que es lo mismo, enla Organización Europea de Investigación Nuclear. ¿Ha oídohablar del CERN, señor Vidal? —preguntó la mujer tras darun largo sorbo a su café.

—Claro que sí. No soy un experto en la materia pero estoymás o menos al corriente de qué se ocupa.

—Mis colegas me reprochan que sea una persona dema-siado directa y creo que, debido a las actuales circunstancias,su tiempo y el nuestro son de un incalculable valor, así que, sime lo permite, voy a ir al grano.

—No sabe usted cuánto se lo agradezco, pero por favor llá-meme Al.

—De acuerdo, Al. Sabemos que usted es una eminencia en suprofesión. O, si me lo permite, creemos, y no solo nosotros, quees la persona con mayores conocimientos sobre el mundo clásico.

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—Bueno, yo no diría tanto… Se hace lo que se puede. Reco-nozco que estoy entre los mejores pero no deben olvidar alprofesor Steve Pope ni a Mario Schillaci, y no hablemos deLaura Singlenton que, a mi modesto entender, está unos esca-lones por encima de todos nosotros.

—Ya, eso es cierto. En realidad somos conscientes de loque nos dice pero independientemente de su magnífica trayec-toria como arqueólogo, sabemos que se doctoró en Princetoncon el máximo reconocimiento. Sabemos que sus descubri-mientos han sido de lo mejor que se ha hecho en este últimoquinquenio. Conferencias por todo el planeta lo avalan, aligual que la gran cantidad de libros y artículos en revistasespecializadas que ha publicado, todos referentes a la épocaclásica, tanto griega como romana. Y, para nuestro asombro,a pesar de su juventud.

—Le agradezco enormemente los halagos pero no sé adónde quiere llegar... Si se trata de financiar alguna excava-ción, los fondos serán recibidos como el agua de lluvia —miróhacia el cielo y sonrió.

—Bueno, no va mal encaminado, Al —le contestó Marie—. Está bien, venimos a proponerle algo.

Alcíbiades sonrió encantado. Después de todo, parecía queel día había dado un vuelco a pesar de su mal comienzo.

—Dígame. Soy todo oídos.—Estamos muy interesados en que nos ayude a encontrar

la tumba de Alejandro Magno. Alcibíades dio un respingo. Por un momento creyó que

estaba soñando. Dejó su taza de café sobre la mesa, cuidandode no derramarlo por el temblor de su mano, y echó su cuerpo

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hacia delante. Con la mirada perdida y la boca abierta, total-mente estupefacto, parecía haber entrado en una especie detrance. Pasados unos instantes de total silencio, balbuceóseñalando a sus interlocutores.

—¿Quieren… encontrar… la tumba… de Alejandro?—Así es.—¿Me están hablando en serio? ¿Son conscientes que eso

es casi imposible?—Bueno, eso tendrá que decírnoslo usted si acepta nuestra

propuesta.Alcibíades no podía dar crédito a lo que estaba escuchando.

Se preguntó si no sería una broma de mal gusto y si, de unmomento a otro, no iba a aparecer tras las cortinas un tipomuy sonriente con una cámara y un micrófono para hacerleuna entrevista televisiva, como en esos infames concursostan apreciados por el vulgo. Incrédulo, se levantó y comenzó air y venir por la estancia mesándose los cabellos con ambasmanos.

—¿No me estarán tomando el pelo?—En absoluto, señor Vidal —esta vez fue Paolo Bettega el

que habló. —No recuerdo haber hablado más en serio en toda mi vida. Marie Girard se levantó de su asiento, apuró su café y son-

rió. Sacó de su bolso una tarjeta en la que hizo unas rápidasanotaciones y la dejó sobre la mesa. Sabedora de que la situa-ción había cambiado y que había tomado las riendas de laconversación, continuó tomando de forma rápida y concisauna serie de disposiciones similares a las órdenes que trasmi-tía a su equipo en el mismo CERN.

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—Aquí tiene un teléfono de contacto y la dirección de unhotel en Ginebra. Le cito dentro de dos días, Alcibíades Vidal,concretamente el próximo lunes a las siete de la tarde en lacafetería del mismo hotel para informarle debidamente detodo el proyecto. No se retrase pues solamente le esperaré diezminutos. Pasado ese tiempo, si no ha llegado daré por hechoque no le interesa trabajar con nosotros. Hasta aquí puedohablar. Esperamos no haberle molestado y mucho menoshaberle hecho perder el tiempo. Lo dejamos con su recientedescubrimiento y deseamos que sea algo importante. Muchasgracias y buenas tardes, señor Vidal.

La profesora y su homólogo estrecharon fuertemente lamano al joven arqueólogo, que apenas pudo articular algunapalabra de despedida. Justo antes de desaparecer tras la lona,Alcibíades se revolvió y por fin pudo hablar.

—¡Profesora Girard! ¿Puedo hacerle una última pregunta?—esta se volvió, deseosa de contestar lo que ya sabía y, son-riendo, conminó al arqueólogo a hablar.

—Por supuesto que sí.—Hay arqueólogos de prestigio por todo el mundo, mucho

mejor preparados que yo. Con una más que contrastada expe-riencia, llevan buscando a Alejandro prácticamente toda lavida y en sus bibliotecas no verá más libros que los habitualessobre el tema. ¿Entonces, por qué me han elegido a mí?

Marie Girard suspiró lentamente, sonrió y, encogiéndosede hombros, le contestó resuelta y confiada:

—Porque para nosotros usted es el mejor, es inteligente,intrépido y además joven, no como sus colegas. ¡Ah, la juven-tud, divino tesoro!

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Dicho esto, se dirigió al coche que la llevaría de vuelta a lacivilización. Alcibíades vio cómo los dos potentes automóvilesarrancaban entre salpicones de barro. En su mano sostenía latarjeta y no dejaba de pensar. De repente apareció Bernardotras los pesados cortinajes.

—Patrón rápido, tiene que ver esto. Creo ciertamente quenuestra suerte ha cambiado.

Alcibíades se encaminó presto tras los pasos de su colega.Al entrar en el laboratorio, vio el ánfora protegida por una grancampana de policarbonato trasparente sobre una mesa de gran-des dimensiones. Se hallaba en perfecto estado de conservación,sin aparente corrosión profunda y acababa de ser limpiadasuperficialmente. El recipiente medía unos ciento veinte centí-metros de altura por un metro en su parte más ancha. tanto labase como la boca se estrechaban ligeramente. Estaba tapadapor una gruesa lámina de plomo tosca y mal rematada, sin nin-gún tipo de inscripción o dibujo que delatara nada de suinterior. Pero lo que más llamaba la atención era su aspectosencillo, aunque en sus laterales se podía distinguir la famosaestrella Argéada.21 Alcibíades creyó por un momento estarsoñando. Sin duda se trataba de un descubrimiento relevante.Por su sencillez sabía que no contenía los restos de un perso-naje de importancia, pero aquello le producía cierta inquietud.

—¡Una estrella Argéada, símbolo de la realeza Macedonia!—dijo, presa de un gran nerviosismo.

—¿Cuántas puntas tiene? ¡Por Dios, que alguien me digacuántas puntas tiene!

—¡Dieciséis, profesor! —exclamó una voz femenina desdeel fondo— ¡Es sin duda un hermoso Sol de Vergina!

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—¡Qué demonios! Al llegar a la altura de la urna se detuvo para observarla

detenidamente. Comenzó a rodearla muy lentamente, como untigre a su presa, estudiando el momento de actuar mientras sucerebro procesaba toda la información que podía captar. Elpaso del tiempo y la humedad le daban un aspecto azul ver-doso y se veía que necesitaba un largo proceso de limpieza. Sudecoración rayaba el minimalismo, lo que no dejaba de ser unasorpresa tratándose de un enterramiento real, como todos losindicios apuntaban. Una diminuta guirnalda decoraba el bordede la boca, rematada esta por la lámina de plomo.

—¿Cuánto pesa? —preguntó el arqueólogo sin apartar lamirada del recipiente.

—Calculo que unos trescientos kilos.—¿tanto? Esto no me cuadra… —musitó mirando a Ber-

nardo con aire desconfiado— Demasiado peso…—ten en cuenta que es de bronce, Al —apuntó él.—Lo sé, pero a pesar de ello es extraño. Una urna tan

grande, con la estrella Argéada, símbolo de la realeza grabadaen la panza, de bronce y luego esa tosca tapa de plomo a modode cierre… Parece como si el enterramiento se hubiese hechocon prisa o por alguien poco ducho en estos menesteres. A nin-gún miembro de la realeza, por muy humilde que fuera, se leenterraría así. Sinceramente, Bernardo, no lo comprendo.

—¿Cuándo tienes pensado abrirla? —preguntó el capataz.—Dentro de unos días. Mañana mismo salgo de viaje a

Ginebra. Vosotros seguid trabajando hasta nuevo aviso.Quiero que te encargues personalmente de la limpieza, reco-gida de datos, catalogación, fotografía y dibujos de todo lo que

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rodea el nuevo descubrimiento. Quiero que las condiciones deluz y humedad sean las idóneas hasta que las autoridadesgriegas se hagan cargo del hallazgo. No quiero descuido nifallo alguno. Y quiero vigilancia in situ las veinticuatro horasdel día. ¿Lo has entendido? A mi regreso abriremos la urna.

—Sí, patrón, como usted diga, pero… ¿cuándo volverá?—tres o cuatro días a lo sumo. Creo que la suerte nos son-

ríe por fin, querido Bernardo.

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