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Prof. Magda Sepúlveda Eriz Traducción del texto “Semiotics of Poetry”, de Michael Riffaterre. 1 El lenguaje de la poesía difiere del lenguaje usado comúnmente, esto es lo que cualquier lector reconoce de inmediato. Sin embargo, aunque es cierto que la poesía se sirve de palabras no comunes y de una especialísima gramática (incluso de una gramática que sólo es válida para el poema), igualmente no es menos cierto de que la poesía se sirve de las mismas palabras y gramática que el lenguaje corriente. En todas las literaturas que gozan de una historia larga, advertimos que la poesía tiene un movimiento pendular entre uno y otro uso del lenguaje. La elección entre ambas alternativas depende de los siempre cambiantes conceptos estéticos y de la evolución del gusto. Sin embargo, allende qué tendencia prevalezca, un factor permanece constante: la poesía expresa conceptos y cosas de modo indirecto [o por indirección]. Para decirlo simplemente: un poema dice una cosa y significa otra. Por lo tanto la diferencia que se percibe entre la poesía y la no-poesía se explica de manera completa por la forma en que un texto poético dispone del sentido. Mi propósito es proponer una descripción coherente, y relativamente simple, de la estructura del sentido en un poema. Estoy consciente de que muchas de estas descripciones, tantas veces dadas por la retórica, ya han sido hechas. No puedo negar la ayuda que nos entregan conceptos tales como tropo y figura. Sin embargo, más allá de que estas nociones se encuentren bien definidas, cómo la metáfora y la metonimia, o simplemente sean comodines que dan para todo, como el símbolo (en el sentido relajado en que lo entiende la crítica impresionista— no en la acepción semiótica); todas ellas pueden ser articuladas independientemente de una teoría de la lectura o de un concepto de texto. El fenómeno literario consiste, sin embargo, en una dialéctica entre el texto y el lector. Si vamos a formular las reglas que gobiernan esta dialéctica, deberemos saber que lo que estamos describiendo es realmente percibido por el lector. Deberemos saber si el lector está obligado o no a ver lo que ve, o si mantiene una cierta libertad; y deberemos saber

Riffaterre - Semiotics of Poetry Cap. 1

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Traducción del capítulo 1 de Semiótica Poética de Riffaterre

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Prof. Magda Sepúlveda Eriz

Traducción del texto “Semiotics of Poetry”, de Michael Riffaterre. 1

El lenguaje de la poesía difiere del lenguaje usado comúnmente, esto es lo que

cualquier lector reconoce de inmediato. Sin embargo, aunque es cierto que la poesía se

sirve de palabras no comunes y de una especialísima gramática (incluso de una gramática

que sólo es válida para el poema), igualmente no es menos cierto de que la poesía se sirve

de las mismas palabras y gramática que el lenguaje corriente. En todas las literaturas que

gozan de una historia larga, advertimos que la poesía tiene un movimiento pendular entre

uno y otro uso del lenguaje. La elección entre ambas alternativas depende de los siempre

cambiantes conceptos estéticos y de la evolución del gusto. Sin embargo, allende qué

tendencia prevalezca, un factor permanece constante: la poesía expresa conceptos y cosas

de modo indirecto [o por indirección]. Para decirlo simplemente: un poema dice una cosa y

significa otra.

Por lo tanto la diferencia que se percibe entre la poesía y la no-poesía se explica de

manera completa por la forma en que un texto poético dispone del sentido. Mi propósito es

proponer una descripción coherente, y relativamente simple, de la estructura del sentido en

un poema.

Estoy consciente de que muchas de estas descripciones, tantas veces dadas por la

retórica, ya han sido hechas. No puedo negar la ayuda que nos entregan conceptos tales

como tropo y figura. Sin embargo, más allá de que estas nociones se encuentren bien

definidas, cómo la metáfora y la metonimia, o simplemente sean comodines que dan para

todo, como el símbolo (en el sentido relajado en que lo entiende la crítica impresionista—

no en la acepción semiótica); todas ellas pueden ser articuladas independientemente de una

teoría de la lectura o de un concepto de texto.

El fenómeno literario consiste, sin embargo, en una dialéctica entre el texto y el

lector. Si vamos a formular las reglas que gobiernan esta dialéctica, deberemos saber que lo

que estamos describiendo es realmente percibido por el lector. Deberemos saber si el lector

está obligado o no a ver lo que ve, o si mantiene una cierta libertad; y deberemos saber

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como se actualiza esta percepción. Dentro de la amplia esfera abarcada por la literatura, me

parece observar que la poesía es particularmente inseparable del concepto de texto: si no

consideramos al poema como una entidad completa y cerrada, no podremos diferenciar el

discurso poético del lenguaje literario.

Por lo tanto, mi principio básico será entonces valorar los hechos poéticos, primero,

sólo a partir de la forma en que sean aprehendidos por el lector y, segundo, sólo a partir de

la forma en que sean percibidos dentro del poema, considerado éste como un texto especial

y finito.

Bajo esta restricción de doble cara, la indirección semántica puede ocurrir bajo tres

formas posibles. La indirección puede ser producida mediante un desplazamiento, una

distorsión o mediante la creación de un sentido. Hay desplazamiento cuando el signo pasa

de un sentido a otro, cuando una palabra representa a otra, así como ocurre con la metáfora

y la metonimia. Hay distorsión cuando existe ambigüedad, contradicción o absurdo. Hay

creación cuando el espacio textual sirve como principio de organización para conformar o

crear signos a partir de sentidos lingüísticos que, de otro modo, no tendrían sentido alguno

(por ejemplo: la simetría, la rima o las equivalencias semánticas entre posiciones

homólogas en las divisiones del poema).

Dentro de estos tres tipos de signos de indirección, hay un factor que permanece:

todos estos signos amenazan la representación literaria de la realidad o mimesis. La

representación puede ser alterada, visible y persistentemente, de una manera que no

coincida con la verosimilitud de lo que el contexto lleva al lector a creer. O la

representación puede ser igualmente distorsionada por una gramática o un léxico desviante

(por ejemplo, detalles contradictorios); a todos éstos los llamaré agramaticalidades. O

pueden también ser cancelados (por ejemplo, sin sentidos: “Me moriré en París con

aguacero,/ un día del cual tengo ya el recuerdo”—César Vallejo).

La característica básica de la mimesis es la producción de una secuencia que cambia

constantemente su semanticidad, pues la representación se funda en la referencialidad del

lenguaje, en la relación directa de las palabras con las cosas. Es secundario si esta relación

es o no una alucinación de quienes hablan el lenguaje o de los lectores. Lo que importa es

que el texto multiplique detalles y que continuamente cambie su focalización para lograr

1 Esta traducción fue realizada por la Licenciada en Letras Inglesas Catalina Sahié y su uso está solo

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una semejanza aceptable con la realidad, ya que la realidad, normalmente, es compleja. De

este modo, la mimesis es variación y multiplicidad.

Así, la característica del poema es su unidad: a la vez formal y semántica. Cualquier

componente del poema que apunta a ese “algo más” u “a otra cosa” significa que, a partir

de ese momento, construirá una constante y, como tal, será claramente distinguible de la

mimesis. Esta unión formal y semántica, que incluye todos los indicios de la indirección, la

llamaré significancia. Voy a reservar el término sentido para la información entregada por

el texto en el nivel mimético. Desde la perspectiva del sentido, el texto constituye una serie

de unidades de información sucesivas. Desde la perspectiva de la significancia, el texto

constituye una unidad semántica cerrada y completa.

Cualquier signo que se encuentre dentro de este texto será pertinente con respecto a

su propiedad poética, la cual expresa o refleja una continua modificación de la mimesis.

Sólo de esta manera la unidad poética puede ser identificada tras la multiplicidad de las

representaciones.

El signo pertinente no necesita ser repetido. Basta que sea percibido como una

variante en un paradigma, una variante en una invariante. En cualquiera de los casos, la

percepción del signo proviene de su agramaticalidad.

Estas dos líneas de un poema de Paul Eluard:

“De tout ce que j’ai dit de mol que reste-t-il

J’ai conservé de faux trésors dans des armoires vides”

deben su unidad a una palabra no dicha, a un desilusionado nada, la respuesta a la

pregunta, una respuesta que el hablante no puede obligarse a dar en su forma literal. El

dístico (o dos versos que conforman un sentido completo) está construido de imágenes que

nacen lógicamente de la pregunta “¿qué es lo que queda?” implica “algo que ha sido

salvado”, una versión positiva de esto podría ser “algo que valía la pena salvar”. De hecho,

las imágenes transponen en lenguaje figurativo una máxima hipotética y tautológica:

“guarde lo que vale la pena guardar (figurativamente: trésors)”. ¿Dónde? En el lugar

donde se guardan las cosas valiosas (figurativamente: armoires). Uno pudiera esperarse

permitido para los cursos de la profesora Magda Sepúlveda realizados en la UCatólica.

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que esta tautología lo lleve a uno hacia “caja fuerte” más que a “armario”. Sin embargo,

armoire es más que un simple mueble. El francés sociolectal lo considera el lugar donde se

atesora lo íntimo dentro del hogar. Es la gloria secreta de la dueña de casa en su hogar

tradicional–lino perfumado con lavanda, ropa íntima de encajes nunca vistos—una

metonimia por los secretos del corazón. La etimología popular hace explícito este

simbolismo: el padre Goriot lo pronuncia impropiamente como ormoire, el lugar del or, del

oro, del tesoro. La angustiosa versión que tenemos en la segunda línea del poema de Eluard

torna negativo el predicado, no sólo cambiando trésors en faux trésors, sino también

armoires en armoires vides. Se nos enfrenta a una contradicción, pues, en realidad, los

tesoros de valor aparente pueden llenar un closet de la misma forma que los tesoros

verdaderos; es cosa de observar los cajones de cualquier mueble en cualquier casa, que

probablemente estarán llenos de cachureos, de recuerdos triviales. Pero, por supuesto, el

texto no es referencial, por lo que la contradicción sólo existe en la mímesis. Las frases de

las que hablamos son variantes de la palabra clave que responde a la pregunta (“¿qué

queda?”). Estas frases responden “nada”. Varían perifrásticamente la sentencia de la

desilusión (todas estas cosas suman cero) y, en cuanto, elemento constante conllevan en sí

mismas la significancia del dístico.

Un caso de menor agramaticalidad—compensada por una repetición más relevante,

por un paradigma de sinónimos más visible—es la mímesis exenta de contradicciones, pero

obviamente contrahecha; un ejemplo de ello serían las siguientes líneas del poema “Mort de

amants” de Baudelaire:

“Nos deux coeurs seront deux vastes flambeaux,

Qui réfléchiront leus doubles lumières

Dans nos deux esprits, ces miroirs jumeaux”

El contexto de los muebles refuerza la tangibilidad de la imagen: ¡éstos son reales

candelabros sobre la chimenea! La imagen metaforiza una tórrida escena de amor, pero la

significancia yace en la insistente variación del dos. Esto hace más obvio el propósito de la

descripción: revelar la dualidad del paradigma, hasta que esta dualidad se resuelva en su

unión sexual en la estrofa siguiente (…). La mímesis describe sólo un espejismo, y a través

de la transparencia de este espejismo los amantes se hacen visibles.

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Las agramaticalidades marcadas en el nivel mimético son eventualmente integradas

en otro sistema. Del mismo modo en que el lector percibe el elemento común a todas estas

marcas, dándose cuenta de que estos rasgos comunes van formando un paradigma, y de que

este paradigma altera el significado del poema, la nueva función de las agramaticalidades

cambia su naturaleza asumiendo un significado como componentes de una red de

relaciones. Esta transferencia del signo de un nivel de discurso a otro, esta metamorfosis

(de lo que era un complejo significante en un nivel menor del texto) a una unidad

significativa constituye lo propio del dominio semiótico. Este dominio semiótico forja un

sistema mayormente desarrollado, un nivel más avanzado del texto; resultado del cambio

funcional del dominio mimético. Todo lo relacionado a la integración de los signos

miméticos a un nivel superior de significancia forma la semiosis.

El proceso semiótico, en cuanto resultado de una segunda lectura, toma lugar en la

mente del lector. Si queremos entender la semiótica de la poesía debemos distinguir entre

dos niveles o etapas de lectura, ya que antes de llegar a la significancia el lector debe

conformar el enrejado de la mímesis. La decodificación del poema comienza con una

primera etapa de lectura, la cual va desde el principio del texto hasta su fin, siguiendo el

desenvolvimiento sintagmático. En esta primera lectura heurística es donde toma lugar la

primera interpretación, ya que es durante esta lectura que uno aprehende el significado. La

primera entrada del lector es su competencia lingüística, esta presupone que el lenguaje es

referencial—y en esta etapa las palabras parecieran relacionarse antes que nada con las

cosas. La competencia lingüística también incluye la habilidad del lector para percibir las

incompatibilidades entre las palabras, por ejemplo, la identificación de figuras y tropos:

esto ocurre cuando reconocemos que una palabra o frase no tiene sentido de manera literal,

sino que lo adquiere sólo cuando el lector realiza una trasferencia semántica, cuando el

lector lee esta palabra o frase, por ejemplo, como metáfora o como metonimia. La forma en

que el lector aprehende la ironía o el humor consiste en una interpretación bidimensional

del texto, en contraposición a una lectura lineal unívocamente unidimencional. Pero esta

lectura ocurre sólo porque el texto es agramatical. Dicho de otra manera, su competencia

lingüística le permite (al lector) darse cuenta de las agramaticalidades; sin embargo, no

puede dejar de pasar por ellas, pues si lo hace pierde la posibilidad de aprehender el sentido

semiótico del texto. En este sentido podemos afirmar que, a partir de esta percepción, el

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control del texto es absoluto. Las agramaticalidades surgen del hecho físico de que una

frase ha sido generada por una palabra que la debiera de haber excluido, del hecho de que

ola secuencia verbal poética está caracterizada por las contradicciones entre las

presuposiciones referenciales de la palabra y las implicaciones lógico-poéticas en el

contexto en que funcionan. De este modo, la competencia lingüística no es el único factor.

La competencia literaria también está involucrada: esta consiste en la familiaridad del lector

con los sistemas descriptivos, con los temas literarios, con las mitologías sociales y, sobre

todo, con su conocimiento de los otros textos literarios que le están asociados (su

intertextualidad).

Dondequiera hayan huecos o compresiones en el texto—tales como descripciones

incompletas, alusiones o citas—será sólo la competencia literaria la que le permitirá al

lector responder de manera adecuada y completar congruentemente el modelo

hipogramático. Es en esta primera etapa de lectura donde la mimesis será aprehendida

completamente, o como dije anteriormente, entretejida. No hay razón para creer que la

percepción del texto durante la segunda etapa (de lectura) necesariamente involucra el darse

cuenta de que la mimesis está basada en la falacia referencial.

La segunda etapa es la de la lectura retroactiva. Es el momento de la segunda

interpretación, de la verdadera lectura hermenéutica. A medida que el lector progresa en la

lectura del texto recuerda su lectura anterior y modifica su entendimiento bajo la luz de lo

que está decodificando en esta segunda lectura. A medida que avanza en su trabajo, desde

el principio hasta el fin, el lector está repasando, revisando, comparando lo que lee con lo

anterior. El lector, en efecto, está realizando una decodificación estructural: a medida que él

se mueve en el texto es capaz de reconocer por asociaciones, o simplemente porque ahora

es capaz de agruparlas juntas, las sucesivas y diferentes aseveraciones. Las mismas que en

un principio le parecieron simples agramaticalidades, ahora, de hecho, se revelan

equivalentes, todas ellas surgen como variantes de la misma matriz estructural. El texto es,

de hecho, una variación o modulación de una estructura—sea esta temática, simbólica,

etc...—y esta relación sostenida en una estructura es lo que constituye la significancia. El

efecto máximo de una lectura retroactiva, el clímax de su función como generadora de

significancia, llega, naturalmente, al final del poema. Su poeticidad es, de este modo, una

función coextensiva con el texto, unida a una limitada realización del discurso, religada por

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la cláusula “y”, entendida como un renovado y permanente principiar (la cual,

retrospectivamente, siempre percibiremos como relacionada). Es por esto que, más allá de

que las unidades de sentido puedan ser palabras, frases u oraciones, la unidad de

significancia siempre es el texto. Para descubrir, finalmente, la significancia, el lector debe

superar y dejar atrás el enrejado de la mímesis; de hecho, este enrejado es esencial para el

cambio de pensamiento del lector. La aceptación de la mímesis, por parte del lector,

establece a la gramática como el horizonte de fondo en relación al cual las

agramaticalidades se nos vendrán encima como obstáculos; obstáculos propios de la

segunda etapa de lectura. No puedo dejar de recalcar suficientemente, como lo quisiera, que

el obstáculo que amenaza el sentido, cuando se lo considera aisladamente durante la

primera lectura, es también el guía hacia la semiosis, la llave de la significancia en el

sistema más elevado, desde el cual la significancia es percibida como parte de una red más

compleja.

La tendencia divisiva en opuestos conforma la guía más obvia para la interpretación

del lector: mientras más precisa es la descripción más difícil se hace despegarla de la

representación usualmente aceptada para encaminarla hacia simbolismos más complejos y

notables. Donde el lector espera que las palabras rocen la línea de lo que se sale de la

realidad verbal, aquí el texto proclama el dominio de la semiosis y los referentes se

convierten en signos. Sería difícil encontrar una poesía descriptiva francesa más

representativa que “España” (colección de poemas escritos luego de un viaje a través de ese

país), de Théophile Gautier (1845). El viajero transcribió su viaje, en prosa, para el

periódico que financió la aventura. Además, escribió su viaje en versos-vignettes, uno de

los cuales es su poema “In Deserto”, compuesto luego de haber cruzado las áridas y

solitarias sierras españolas. Una aldea, con un nombre manifiestamente exótico, conforma

el lugar de la composición; esto refiere a una experiencia real y nos permite clasificar al

poema como descriptivo. De hecho, el instruido editor de la única edición crítica que

tenemos no encuentra nada mejor que comparar el verso con la versión en prosa, y con la

prosa de otros viajeros sobre la sierra. El editor llega a la conclusión de que Gautier es

bastante preciso y exacto, aunque haya hecho de la sierra un lugar más desértico de lo que

realmente es.

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Esto causa perplejidad. Más allá de que la exactitud de la mímesis textual pueda ser

verificada al compararla con las observaciones de otros escritores, se presenta una

consistente distorsión de los hechos o, al menos, hay una versión interesada en favor de los

detalles que puedan convergir metonímicamente en un concepto específico, en este caso

“pesimismo”. Gautier hace esto inequívoco al usar atrevidas afirmaciones de equivalencia;

primero, el habla de la desesperanza como un paisaje: “Ce grand jour frappant sur ce grand

désespoir” [línea 14: “Esta luz del día impactante de desesperación”]. Justo antes de esto, el

desierto era usado como la imagen de la vida solitaria del propio viajero, pero la imagen

estructuradora mantiene necesariamente separados al escenario del personaje, el uno refleja

al otro. Sin embargo, ahora, esta separación es eliminada y la metáfora establece una

equivalencia entre la interioridad del viajero con la esterilidad del mundo exterior. A pesar

de esto, nuestro estudioso, un maduro estudiante de literatura, persigue su hábito de

confrontar el lenguaje con la realidad. Parece ser que le importa poco lo que el lenguaje le

hace a la realidad. Esto prueba que, diga el poema lo que diga, por más distinto de la

realidad que sea lo que diga, el mensaje poético ha sido construido de tal manera que el

lector debe ir más allá del entramado de lo que se considera real. En esta instancia, el lector

es mandado en una dirección errónea, luego se pierde en sus alrededores, por decirlo así,

antes de descubrir que el paisaje que se le muestra es un escenario creado para producir

otros efectos que los primeramente leídos.

En el poema de Gautier, el desierto está ahí, por supuesto, pero sólo mientras pueda

ser usado como un código realista que represente la soledad y la consiguiente sequedad de

corazón—opuesta a la generosa sobreabundancia que nace del amor. Lo primero,

naturalmente, está representado por una comparación (sencilla, directa y que casi podría ser

considerada simplona) con el desierto mismo; lo segundo, está representado por la

hipótetica descripción de cómo puede ser un oasis, combinado con una variación del tema

de Moisés golpeando la roca de la cual nace un manantial. De este modo, tenemos una

oposición, pero aún ésta se encuentra dentro de las circunstancias climáticas y geográficas

normales, o, dentro de la lógica o verosimilitud del discurso del desierto.

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El primer polo de oposición parece fundamentarse en una mímesis directa:

“Les pitons des sierras, les dunes du désert,

Où ne pousse jamais un seul brin d’herbe vert;

Les monts aux flancs zébrés de tuf, d’ocre et de marne,

Et que l’éboulement de jour en jour décharne;

5 Le grès plein de micas papillotant aux yeux,

Le sable sans profit buvant les pleurs des cieux,

Le rocher refrogné dans sa barbe de ronce,

L’ardente solfatare avec la pierre-ponce,

Son moins secs et moins morts aux végétations

10 Que le roc de mon coeur ne l’est aux passions.”

°

Los cerros de las sierras, las dunas del desierto,

Donde no crece jamás una brizna de verde hierba;

Los montes de flancos zigzagueantes de arenisca, de arcilla y de barro,

Y que el desmoronamiento del día a día desencarna;

5 La arena arcillosa llenas de micas mariposea a los ojos,

La arena que sin provecho alguno se bebe las lágrimas de los cielos,

La roca molesta en su barba de planta espinosa,

El ardiente géiser con la piedra pomez,

Están menos secos y menos muertos para las vegetaciones

10 Que la roca de mi corazón no lo está para las pasiones.

Sin embargo, dos factores transforman este examen paso a paso del paisaje en un

paradigma reiterativo de sinónimos que apuntan insistentemente a la esterilidad, tanto

figurativa como física. La transformación es esencialmente obvia cuando esta parte del

texto es considerada de manera retrospectiva, desde el ventajoso punto de vista de la

oposición del segundo polo—la última sección del poema. Este primer factor consiste en la

selección de detalles visuales que transmiten connotaciones negativas, no necesariamente

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típicas de la sierra (en cualquier caso, muchos lectores podrían no reconocer su idoneidad a

menos que conozcan España). Hacen un catálogo de las connotaciones hostiles:

El segundo factor de la semiosis que lleva la representación hacia otro sentido, uno

simbólico, consiste en la manera por la que el texto se encuentra construido. Nosotros no

sabemos que todo este poema es una metáfora hasta sus dos últimas líneas, cuando

repentinamente todo cambia de función y se hace un llamado a una interpretación moral y

humana. El suspenso y la inversión semántica consisten en un fenómeno producido de

modo secuencial o espacial, inseparables de la sustancia física del texto o de su paradójica

retroversión (“Desviación hacia atrás de algún órgano del cuerpo”—DRAE). El final rige la

comprensión que el lector tuvo al inicio.

El segundo polo de oposición se encuentra donde la semiosis toma completa

posesión del texto (líneas 29-44). Entremedio existen dieciocho líneas descriptivas, que

parecen objetivas, y que resumen la enumeración de las características físicas de la

aridez/sequedad. Por supuesto, esta objetividad, por más incuestionable que sea dentro de

su dominio (líneas 11-28), se subordina a otra representación, porque el lector ahora sabe

que toda la secuencia no es sólo una descripción independiente y subordinada a la verdad

del mundo exterior, sino que constituye un tropo. Todo el realismo depende

gramaticalmente de una irrealidad y pone en escena, no el desierto que inicialmente fuimos

invitados a considerar como real (antes de descubrir que se trataba de la primera parte de un

símil), sino un desierto que confirmará contextualmente la metáfora preparada por el símil:

le roc de mon coeur [la roca de mi corazón]. Todo ahora se deriva, ostensiblemente, de una

frase dada, del cliché corazón de roca. En la línea 29, se hace una alusión explícita a

aquella latente asociación verbal que determina fuertemente, en el contexto desértico, la

imagen del “corazón de roca”: un símil recuerda la roca que Moisés golpea en la superficie

del texto y, ahora, este símil gatilla el develamiento de un nuevo código, la imaginería

sobre qué es lo que el amor podría hacer por su agotado corazón, y cómo podría hacer que

aquel desierto floreciera:

Tel était le rocher que Moïse, au désert,

30 Toucha de sa baguette, et dont le flanc ouvert,

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Tressailant tout à coup, fit jaillir en arcade

Sur les lèvres de peuple une fraîche cascade.

Ah! s’il venait à moi, dans mon aridité,

Quelque reine des coeurs, quelque divinité,

35 Une magicienne, un Moïse femelle,

Traînant dans le désert le peulples après elle,

Qui frappât le rocher dans mon coeur endurci,

Comme de l’autre roche, on en verrait aussi

Sortir en jets d’argent des eaux étincelantes,

40 Où viendraient s’abreuver les racienes des plantes;

Où les pâtres errants conduiraient leurs troupeaux,

Pour se coucher à l’ombre et prendre le repos;

Où, comme en un vivier, les cigognes fidèles

Plongeraient leurs grands becs et laveraient leurs ailes.

°

Tal era la roca que Moisés, en el desierto,

30 Tocó con su báculo, y de cuyo flanco abierto,

Palpitante de repente, hizo brotar como un arco

Sobre los labios del pueblo una fresca cascada.

¡Ah! Si él viniera a mí, en mi aridez,

Como una reina de corazones, como una divinidad,

35 Una maga, una Moisés femenina,

Arrastrando en el desierto a los pueblos tras ella

Quien golpeara la roca en mi corazón endurecido,

Como de la otra roca, se verían también brotar

Chorros de agua plateada, de aguas chispeantes,

40 Donde vendrían a abrevarse las raíces de las plantas;

Donde los pastores errantes conducirían sus manadas,

Para acostarse bajo la sombra y reposarse;

Donde, como en un vivero, las cigüeñas fieles

44 Hundirían sus grandes picos y lavarían sus alas.

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Es en este momento en que la semiosis triunfa sobre la mimesis, pues el texto ya ha

renunciado a establecer la credibilidad de la descripción. Cualquier alusión al paisaje

desértico, o al oasis nacido de una fuente milagrosa, es completamente derivada del nombre

Moïse. Este nombre es considerado más como un tema literario que como el nombre de un

hombre errante que cruza el Sinai—nombre femenino que es, por supuesto, una metáfora

del código desértico para la mujer como fuente de vida. El código, en sí mismo, no es una

metáfora: no podemos asignarle un contenido literal a la palabra fuente, menos aún

podemos encontrar una relación término a término entre las descriptivas vignettes sobre los

bebedores alrededor del manantial (raíces, pastores, cigüeñas) y otros contenidos que

podrían ser metonímicos del resucitado y transfigurado hablante.

Por esto debemos ver el código del poema como simbólico. El poema

definitivamente representa un algo que no es el desierto, al cual la descripción se sigue

refiriendo. Todo apunta a un sentido oculto, derivado de una palabra clave—fecundidad—

que es el opuesto exacto de la primera palabra clave, aridez. Pero, aquí no se encuentra una

similitud, siquiera parcial, entre fecundidad (incluso en un sentido moral) y el hablante de

la manera en que el texto nos permite imaginarlo. Si el lector simplemente asume (dado que

ésta es la manera por la cual racionalizamos cualquier experiencia de lectura) que la

primera-persona narrador, mientras permanezca sin nombre, debe ser el poeta mismo, la

fecundidad se referirá a la inspiración poética, de hecho múltiples veces asociada con el

amor finalmente correspondido. Pero, la descripción del oasis aún no calza con ninguno de

los rasgos, reales o imaginarios, de un escritor creativo.

Todo lo que podemos decir, entonces, es que el pasaje final del texto simboliza el

milagroso efecto del amor en la vida. La selección de fertilidad, como la clave de este

simbolismo, está determinada también por el otro lado de la cara del símbolo usado para

describir la vida antes del milagro (es decir, por la aridez). La última parte del poema es

una versión inversa de las formas actualizadas en la primera parte. La “conversión” positiva

logra afectar a cada componente textual, a pesar de las primeras marcas o sentidos. Esta es

la razón por la cual las contradicciones, o los absurdos, abundan en la descripción: detalles

como flanc ouvert o flanc…tressaillant (líneas 30-31), frases que pueden ser propiamente

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aplicadas a una mujer embarazada al sentir que su hijo se mueve en su vientre por primera

vez, ponen en escena las implicaciones sexuales reprimidas de la historia del camino de

Moisés. Como ocurre con las cigüeñas (43), salidas de ningún lugar (es decir, salidas del

útero implicado) ya que, sin la significación de esta implicación, de otro modo, se podría

entonces hablar de cualquier tipo de pájaro, siempre y cuando se lo entienda como un signo

positivo. Estos detalles no compatibilizan con el personaje masculino aparecido en nuestra

roca metafórica. Sin embargo, estos detalles sólo son contradictorios como descripciones,

sólo si seguimos intentando interpretarlos desde la mímesis; porque en la medida que los

veamos como poderosas y lógicas consecuencias de la positivización del código desértico,

ellos dejan de ser inaceptables.

Las otras agramaticalidades son, simplemente, la fase mimética de la gramaticalidad

semiótica. Por ejemplo, la sorprendente Moïse femenina, el absurdo de las raíces de plantas

dotadas de movilidad animal, las connotaciones del Yo en la Arcadia alrededor de la escena

primaveral, siguiendo la manera de Poussin. Todos estos ejemplos conforman parte del

proceso de conversión de acuerdo a una implícita, indirecta y continua presencia del código

del amor. La amplificación de la Moïse femenina como ¿flauta/tubo manchado/ de

múltiples colores?—“Acarreando tras ella a los pueblos en el desierto”—está

intertextualmente determinado por un verso de Racine, la descripción amorosa que Phèdre

hace del poder seductor de su amada: “Acarreando todos los corazones hacia sí”. Esto

traduce en una frase un sema esencial del amor—el magnetismo irresistible—; esto mismo

se aplica al milagro de las raíces, la cual es sobredeterminada, esta vez, por otra asociación

intersectada con la primera secuencia: la hiperbólica fuente positiva implica, así mismo, el

cliché que refiere al lugar de atracción irresistible para toda criatura viva. Sobre el oasis,

oximorónicamente oasis derivado de la aridez, el simbolismo del amor sobreimpone su

propia versión del locus amoenus.

No podemos, sin embargo, entender la semiosis hasta que hayamos averiguado el

lugar del texto que ahora se percibe como un signo dentro de un sistema (un signo

formalmente complejo, pero monosémico), ya que por definición un signo no puede estar

aislado. Un signo es, únicamente, la relación con algo más. El signo no tendría ni haría

sentido sin una continua reconversión de un componente con otro, ambos pertenecientes a

una misma red. Que el sistema exista de manera latente trae como consecuencia que cada

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fenómeno significante del poema deba estar relacionado con aquel sistema. En nuestro

ejemplo, cada cosa que el texto dice debe encajar con el código inicial, es decir, con el

código desértico, incluso, a pesar de que al final del poema este código esté representado

sólo a través de elementos reconvertidos. Si lo anterior fallara, no podríamos relacionar el

final con el principio, así mismo tampoco podríamos reconocer que el texto y la

significancia coexisten, como tampoco descubriríamos que la cláusula se ensambla, a la

perfección, con el título.

El único rasgo extendido a toda la cláusula (desde la línea 33, en adelante) es

gramatical: cada verbo se encuentra en modo condicional. Esto significa que se expresa una

acción o estado de cosas que aún no se realizan, deseos incumplidos, esperanzas frustradas,

un sueño tenido en vano—es decir, la vida sigue siendo un desierto de vida, un tema

familiar. Pero, es el modo del verbo, como icono gramatical del incumplimiento, el que alza

la pregunta por la voz del hablante. Ya que el poema es declamado en primera persona, y

no sabemos desde adonde. Es aquí, donde, de repente se soluciona el enigma, todo encaja

en su lugar, de hecho la totalidad del poema deja de ser descriptivo, deja de ser una

secuencia de signos miméticos y se transforma en un sólo signo, percibido, desde el final

hasta el inicio, como un todo armonioso, donde no hay cabos sueltos, donde cada palabra

tiene como referencia un foco simbólico.

La revelación de la semiosis ocurre cuando la voz perdida es reencontrada, gracias a

una pista señalada por el título, que ha sido malentendido hasta el final: esta señal es el

lenguaje del título. En francés, “En el desierto” sería un título autosuficiente y apropiado,

perfectamente, para un simple documental de viajes. En latín, In deserto, no tiene sentido, a

menos que se lo lea, como debe ser, como una cita incompleta. In deserto es sólo la

segunda parte de una frase familiar para cuando se dice o grita algo en vano, la voz gritando

en el desierto: vox clamans in deserto. Todo el poema deriva de esta voz reprimida y

desesperada; la irrealidad del sueño proviene de este hablante despojado. Este símbolo

convencional, borrado del título, encuentra un simbolismo completamente nuevo a partir de

la definición única de sólo este trabajo artístico. Y el texto, nacido de las cenizas de una

descripción familiar, se convierte en una única y nueva significancia.

La significancia, insisto en esto, pareciera ahora ser más que, o algo completamente

distinto que el sentido total deducible de la comparación entre las variantes dadas. Eso sólo

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nos traería de vuelta a lo dado, y sería un procedimiento reduccionista. La significancia es,

mejor dicho, la práctica de transformación del lector, cuando se toma consciencia de que

está emparentado a jugar, a poner en escena la liturgia de un ritual—la experiencia de una

secuencia circular, una forma de hablar que se mueve continuamente alrededor de una

palabra clave o de una matriz reducida a una marca (la orientación negativa dada por el

índice semiótico de la frustración implicada por vox clamans in deserto). Es una jerarquía

de representaciones la que se impone sobre el lector, incluso, a pesar de sus preferencias

personales, por la mayor o menor expansión de los componentes de la matriz, orientación

que se impone al lector por sobre sus hábitos lingüísticos, un continuo saltar de una

referencia a otra que mantiene moviéndose al sentido sobre un texto que no está presente en

la linealidad. Este texto subyacente está presente bajo el modo del paragrama o del

hipograma—un paisaje muerto que se refiere a un personaje vivo, un desierto que se ha

recorrido de cabo a rabo y que representa al viajero más que al desierto mismo, un oasis

como monumento de futuro negado o no existente. La significancia está moldeada como un

doughnut, en que el agujero viene siendo tanto la matriz del hipograma, como el hipograma

de la matriz.

El efecto de este acto de desaparición es que el lector siente que está ante una

verdadera originalidad, o de algo que él cree ser un fenómeno del lenguaje poético, un caso

típico de obscuridad. Esto pasa cuando el lector comienza a racionalizar, encontrándose

incapaz de construir un puente sobre el hueco semántico que está en la linealidad del texto,

luego construye el puente sobre el hueco fuera del texto completando la secuencia verbal.

Él recurre a ítems no verbales, tales como detalles de la vida del autor, o detalles verbales,

tales como emblemas convencionalizados o a una erudición que esta bien establecida, pero

que no es pertinente para el poema. Todo esto sólo desvía al lector y agrava sus

dificultades. De este modo, lo que hace que el poema sea un poema, o lo que constituye su

mensaje, tiene poco que ver con lo que nos dice, o con el lenguaje que éste emplea. Por el

contrario, tiene absolutamente que ver con la manera por la que lo dado, lo entregado por el

poema, tuerce los códigos miméticos arrancándolos fuera de sus goznes y sobreimponiendo

sobre sus estructuras miméticas las estructurasde la significancia.

La estructura de lo dado (que de ahora en adelante llamaremos matriz), como toda

estructura, es un concepto abstracto que nunca se actualiza per se, es decir, sólo se hace

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visible en sus variantes, las agramaticalidades. Mientras mayor sea la distancia entre la

matriz inherente al texto y la mimesis compleja, mayor será la incompatibilidad entre las

agramaticalidades y la mímesis. Esto ya era obvio, creo yo, en la discrepancia entre la

“nada” y la secuencia atesorizadora de Eluard, entre “pareja” y “amantes” en la secuencia

de los muebles de Baudelaire. En todos estos casos la discrepancia es puesta de una manera

gráfica por el hecho de que la mímesis ocupa mucho espacio, mientras que la estructura de

la matriz puede ser resumida en una sola palabra.

Este conflicto básico, el lugar de la literariedad (al menos de la forma en que la

literariedad se manifiesta por sí misma en la poesía), puede alcanzar el punto en que el

poema llegue a ser una forma absolutamente carente de mensaje (en el sentido común de la

palabra), es decir, sin un contenido—sea éste moral, emocional o filosófico. En este punto,

el poema es una construcción que no hace nada más que experimentar con la gramática del

texto o, tal vez, con una imagen mejor, una construcción que consiste en una gimnasia de la

palabra, un ejercicio verbal, un simulacro. La mímesis, vista de este modo, es ilusoria y

bastarda, está ahí sólo como coartada de la semiosis. Y, recíprocamente, la semiosis refiere

a la palabra “nada” (la palabra, ya que el concepto “nadidad” contiene en sí un gran

embrollo metafísico).

Este es un caso extremo, sin embargo paradigmático, porque nos puede decir mucho

sobre el carácter lúdico de la poesía. Me voy a servir de tres textos para ilustrarlo, todos

éstos tratan sobre pinturas o escenas, descripciones pictóricas que podrían leerse como si

fuesen placas en un museo paródico. La primera es, supuestamente, un “Combat de

Sénégalais la nuit dans un tunnel” [combate nocturno entre hombres tribales senegaleses

dentro de un túnel]. La segunda: “Récolte de la tomate par des cardinaux apoplectiques au

bord de la Mer Rouge” [apopléticos bermellones recogen tomates a la orilla del mar rojo].

La tercera: “Perdu dans une exposition de blanc encadrée de momies” [Perdido en una sala

blanca rodeado de momias egipcias]. La primera es una broma familiar entre círculos

franceses relativamente intelectuales; se la entiende como una sátira a ciertas pinturas

modernas monocromáticas. Cada personaje, cada detalle escénico es negro, uno no ve nada.

La segunda proviene de un texto humorístico de Alphonse Allais, un escritor menor no

distinto de Alfred Jarry, pero sin su genialidad. A Allais se le otorga, por lo general, el

crédito de haber sido uno de quienes crearon el humor como un género en la literatura

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francesa. Otro caso: cara colorada, príncipes de la iglesia con su toga roja, con sus rojos

logros; la “rojicidad” del entorno borra todas las formas, las líneas y los contrastes que nos

permitirían percibir a los cardenales. Lo único que encontramos aquí es la continuidad de

un color.

Por supuesto, el rojo correspondiente al Mar Rojo es sólo una convención, no un

color mimético real. Pero, supone referirse a una realidad geográfica; por ende, el principio

de la mimesis, su diferenciación operatoria es, en este caso, borrada. En la tercera cita,

tomada de un poema del poeta surrealista Benjamín Peret, la “blanca sala” es más

metafórica que realmente blanca. De nuevo, el efecto es mezclar todas las representaciones

dentro de la uniformidad de un mismo color blanco.

Uno podría preguntarse por qué he escogido estos tres ejemplos para probar una

afirmación sobre el discurso poético. Replicaría que estos ejemplos, y otros que se les

parecen, son lugares comunes; que la perdurabilidad de la broma oral (el primer texto

anónimo) nos recuerda que una simple broma es una forma elemental de literatura, ya que

es tan duradera como resistente frente a las falsificaciones, cuando es citada como si fuera

un texto más culto. Que estas líneas estén diseñadas para ser percibidas como bromas,

refleja sólo lo obvio de su propósito (son claramente un juego), y la cancelación de los

fenómenos miméticos lleva a una semiótica sin sentido: nosotros no vemos adónde nos

lleva la “rojez”, la “negritud” o la blancura. Pero, por supuesto, la significancia se basa, en

realidad, en la gratuidad de la transformación: ésta ejemplifica el proceso por sí mismo, el

artefacto per se. Así mismo, nos demuestra cual es el conflicto esencial que hace nacer a un

texto literario: si no hay metamorfosis de lo mimético en semiótico no hay literatura, para

interpretar la invariante literaria uno tiene primero que haber establecido y trascendido las

variables miméticas. No se puede romper una regla sin, primero, que exista la regla.

Estoy muy seguro de que, aún cuando se esté de acuerdo en que estas bromas

puedan tener rasgos literarios, la mayoría de los lectores no podrán resistir la tentación de

pasar de una valoración negativa (de que estas bromas son ejemplos de mala literatura) a la

negación de que puedan ser literatura, en lo más mínimo. Pero, otros textos evidencian esta

misma “debilidad” [considerar que su literaridad mínima es, en realidad, ausencia de

literaridad] y nadie duda sobre su estatus poético, siempre y cuando nuestra atención se

mantenga apartada de su circularidad, mientras seamos capaces de ver en el texto algo que

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reconoceremos como lo que normalmente es aceptado como un fenómeno literario—sea

ésta una forma estilística o una forma de contenido, por ejemplo, un tema que aproxime el

texto a lo que nos parece literario. Es entonces cuando el texto pasa desapercibido y, sin

embargo, la alteración formal de la mímesis no es menos drástica que en nuestras bromas, y

la semiosis es igualmente sin sentido. Tomemos por ejemplo esta negra secuencia de un

poema de Robert Desnos, que causó mucha molestia entre los críticos. Es un retrato del

hablante: cabeza, corazón, pensamientos, momentos de despertar y, ahora, de su sueño:

Un bon sommeil de boue

Né du café et de la nuit el du charbon et

De crêpe des veuves

Et cent millions de nègres

Et de l’étreinte de deux nègres dans une

Ombre de sapind

Et de l’ébène et des multitudes de cor-

Beaux sur les carnages.

De nuevo (ya que no tengo ningún ejemplo “rojizo” a mano, y ya que oficialmente

el poema de Gautier “Symphonie en blanc majeur” sería muy largo de citar), vámosnos a

un texto “transparente”, un extracto de “Revolver à cheveux blancs” de André Breton:

On vient de mourir mais je suis vivant et cependant je n’ai plus d’âme.

Je n’ai plus que’un corps transparent à l’intérier duquel des colombes

transparentes se jettent sur un poignard transparent tenu par une main

transparente.

En este texto, estamos listos para desdeñar el absurdo propio de esta representación

ya que la muerte es eminentemente literaria. No tenemos problema en comprender que este

desembarazo del cuerpo es una forma legítima para representar el más allá. Y, por

supuesto, la pregunta por la verdadera literariedad no será problematizada por el Mallarmé

del soneto que comienza con: “Ses purs ongles très haut dédiant leur onyx”. La pregunta no

se formula, primero, porque el desafío a la mímesis no es tan absoluto como para que el

lector no tenga la oportunidad de leer el poema como una representación. El lenguaje

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excelso nos resarce por la circularidad. Y la obscuridad hace menos evidente la ausencia de

simbolismo, simbolismo que debiera compensarnos por aceptar tales desviaciones de una

referencialidad directa. O, mejor aún, la obscuridad esconde el hecho de que las

implicaciones del texto sean sólo de corto rango, tan ligero e irreverente como una broma.

El tono, el estilo hacen la diferencia. Pero esta diferencia reside en la actitud del lector, en

su voluntad de aceptar la suspensión de la mímesis cuando cree que nadie está intentado

engañarlo. En realidad no hay diferencia en el texto, ya que la estructura del soneto de

Mallarmé implica la misma transmutación encontrada en las tres bromas anteriores y en

Breton y Desnos.

En el subgénero de la broma no hay forma en que el lector pueda ir más allá de la

risa una vez que ha reído, de la misma manera que no puede ir más allá de la solución

cuando ya ha resuelto el enigma. Estas formas se autodestruyen inmediatamente tras su

consumo. El soneto, por el contrario, deja libre al lector para que siga ideando, mientras sus

ideaciones no sean completamente incompatibles con el texto. La primera estrofa

“L’Angoisse, ce minuit” pareciera bosquejar una meditación sobre los problemas de la vida

o de la creación artística. Esto parece tan serio que el lector espera que el poema sea sobre

una realidad, física o conceptual, especialmente cuando en el segundo cuarteto presenta el

interior del living-room familiar:

Sur les crédences, au salon vide: nul ptyx

Aboli bibelot d’inanité sonore,

(Car le Maître est allé puiser des pleurs au Styx

Avec ce seul objet dont le Néant s’honore.)

La mimesis es casi imperceptible cuando se cancela la referencia, de esta manera, en

este poema se estructura una oposición polar: la representación vs la nada. Primero, el texto

establece un tipo particular de realidad tangible: el orgullo de la vida burguesa, su

encarnación cúlmine en una casa, su perfección como símbolo de estatus social a través de

los muebles. Pero al mismo tiempo, el texto, con su “da y quita”, nos arrebata esta realidad

reiterándonos su “nanidad” [de “nada”] a través de cada elemento descriptivo. La

polarización resultante es la significancia del poema, bien descrita por el mismo Mallarmé:

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“une eau-forte pleine de rêve et de vide” [un grabado pleno de sueño y de vacío]. Esta frase

es, en sí misma, una variante de la estructura significante, ya que “grabado o agua fuerte”

en su tecnicalidad discursiva expresa la mimesis hiperbólicamente y, “lleno de nada”

actualiza el otro polo: la cancelación de la mimesis. (Este otro polo, tal como debiera ser, es

igualmente hiperbólico, pues “lleno de nada” es un oximorón y como tal repite e integra la

oposición completa—plenitud vs vacío). No necesito recalcar que este comentario sobre el

soneto—“eau-forte pleine de vide”—se adecúa igualmente bien como metalenguaje para

las tres irrisorias pinturas de nanidad, y para la seudorrepresentación de la invisibilidad de

la vida del más allá de André Breton. En esto consiste la semiosis del poema, y por una

alegre coincidencia ejemplifica la regla de la literatura: diciendo algo dice siempre otra

cosa. Esta regla, en su reducción al absurdo, nos llevaría a afirmar que la literatura al decir

algo puede, también, no decir nada (o, si se me permite nuevamente una sonrisa irreverente:

ya no se trataría del doughnut alrededor de un hoyo, sino del doughnut como un hoyo).

El mecanismo de la cancelación de la mimesis en el soneto de Mallarmé nos incita a

una examinación exhaustiva, que es comparable a la de los armoires vides de Eluard, y

susceptible de generalización (más tarde esto será reconocido como consecuencia de la

regla de la transformación): a saber: cada mención de una cosa es marcada por un índice

cero. Salon modificado por vide sirve como modelo para una asombrosa serie de

sinónimos designadores del vacío. Dentro del estrecho espacio de un cuarteto, el salon vide

es repetido cinco veces: primero, durante la simbólica desaparición de su dueño, quien está

muerto o se ha ido al infierno, una forma eminentemente dramática del no-estar, y luego a

través de una cuádruple variación de la no-existencia de los cachureos. El bibelot es un

objeto no funcional, a lo más un tema de conversación y, sin embargo, es la última

maravilla que satisface los vacíos en varios versos de Mallarmé, cuando la concepción

estética prescribía que cada rincón y cada escondrijo debía ser rellenado de ornamentos,

que cada hueco del espacio debía estar atestado con las formas de las cosas. Pero este

objeto es nombrado sólo para ser liquidado como un signo, sin que ni siquiera se lo

mencione como algo que ha desaparecido. La equivalencia de vide y bibelot es asegurada la

primera vez por nul pytx. Esto no sólo ocurre porque nul anula a ptyx, sino porque ptyx es

un no-objeto, una palabra desconocida para cualquier lengua, como el mismo Mallarmé se

jacta de que es sólo un producto, ad hoc, de los requerimientos de rima del soneto.

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Habiéndose impuesto una rima difícil /iks/ al poeta se le acaban las palabras. La palabra

conformada por consonantes, de escritura poco familiar y audazmente no francesa, ptyx, tal

como todo lo demás en el soneto, combina, de manera visible, una presencia física que es

casi una barrera como forma, y una igualmente obstructiva ausencia de significado. La

segunda equivalencia de presencia y ausencia es aboli bibelot, en cuanto significado su

sentido reside en la paronomasia (al igual que la variante francesa del semi griego nul pytx),

la que convierte a bibelot en un aproximado espejo fonético de aboli, de esta forma bibelot

funciona como reflejo de la ausencia. La tercera equivalencia: inanité sonore, una frase

muy efectiva ya que es un cliché o cita literaria sobre las palabras vacías recordándonos a la

latina inania verba. La cuarta equivalencia: la no-existencia semiótica del objeto, cuya

existencia es sostenida por la descripción, se traduce como mimesis filosófica: la nanidad

en ella misma (dont le Néant s’honore). Equivalencia que concluye con un calambour, ya

que Néante s’honore (la nanidad se honra) suena como néant sonore, es decir, como

nanidad sonora. Finalmente, este vacío, estos no-objetos, son puestos en contraste por el

simbolismo grafémico de la rima, ya que y y x son los signos convencionales de la

abstracción y de las incógnitas del álgebra.

Tal es la fuerza del hábito, tal el poder del contexto cotidiano en el lenguaje

cognitivo, tanto que, de manera unánime, los comentadores han tratado de conectar al

cuarteto con la representación actual. A pesar de que debiera ser imposible no aprehender el

sentido—un ejercicio dentro de un ejercicio verbal—encontramos que aquí trabaja una

nostalgia por la referencia, lo que nos promete que ningún lector se acostumbrará al no-

lenguaje. Los esfuerzos de los estudiosos para aminorarlo, sólo inflaman el ultraje de las

palabras cancelándose a sí mismas. El contenedor dont le Néant s’honore es interpretado

como un vaso de veneno y, así mismo, como un vaso de muerte, o como una vasija de la

Nanidad, como una causa tangible y física para morir. Y ptyx, a pesar de la aseveración de

Mallarmé, ha sido forzadamente torcida en un representación completa, por la vía de una

palabra griega que significa, supuestamente, un pliegue o una concha cuya forma es la de

un pliegue. El problema es que la palabra ptyx por sí misma es una hipótesis de los

lexicógrafos, deducida de una extraña palabra griega encontrada sólo en su forma plural o

en casos de declinación oblicua, ptykhes. Mallarmé no podría haber sabido esto. Su ptyx

tiene su modelo en una palabra que Hugo había usado unos años antes con el propósito

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deliberado de parecer extraño per se. Pues, en su poema, ptyx es el supuesto nombre de una

montaña actual traducida al lenguaje de los dioses—excelente prueba de que ptyx no tiene

significado alguno en el lenguaje humano. Miremos donde miremos, la imagen de la

realidad es borrada; de esta manera estas variadas pero repetitivas cancelaciones se suman

en una significancia que retumba fuertemente en el título de la primera versión del poema:

“Sonnet allégorique de soi-même” [soneto alegórico de sí mismo], un texto que refiriere a

su propia y absoluta forma. Se necesita leer todo el soneto para desenrollar la descripción y

anularla, punto por punto. La destrucción de la mimesis, o de su anverso, la creación de la

semiosis, es así mismo, exactamente, co-extensivo con el texto: es el texto.

Este poema constituye un ejemplo extremo; la mayoría de los poemas tienen mayor

cercanía al modelo del dístico de Eluard. Pero a ambos poemas subyace el mismo principio.

Desde este principio, ahora, voy a intentar deducir lo fundamental de mi interpretación de

la poesía como sistema semiótico.

Postulados y definiciones

El discurso poético es la equivalencia establecida entre una palabra y un texto, o

entre un texto y otro texto.

El poema nace de la transformación de la matriz (una mínima y literal oración) en

una perífrasis no literal, de mayor extensión y complejidad. La matriz es hipotética, siendo

sólo la actualización gramatical y léxica de una estructura. La matriz se puede compendiar

en una palabra, en cuyo caso, esta palabra no aparecerá en el texto. La matriz siempre se

actualiza en sucesivas variantes; la forma que tomen estas variantes está determinada por la

forma que toma su primera actualización, el modelo. Matriz, modelo y texto son variantes

de la misma estructura.

La significancia del poema, como principio de unidad así como agente de la

indirección semántica, es creada por medio de la desviación que el texto construye cuando

hace su pasaje por la mimesis, moviéndose de representación a representación (por

ejemplo, de metonimia a metonimia dentro de un sistema descriptivo), con el fin de agotar

al paradigma de todas las variaciones posibles de la matriz. Mientras más difícil sea hacer

que el lector se dé cuenta de la indirección, llevándolo, paso a paso, a través de la

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distorsión, alejándolo de la mimesis, más larga debe ser la desviación y más complejo el

texto. El texto se parece a una neurosis: cuando se reprime la matriz, los desplazamientos

producen variantes a todo lo largo del texto, tal como los síntomas suprimidos se expresan

en algún lugar del cuerpo.

Para clarificar más aún la matriz y modelo, usaré un ejemplo cuya relevancia en la

poesía es limitada, pero estas mismas limitaciones hacen su mecánica más obvia y práctica

para los propósitos de mis definiciones preliminares. Este resonante verso latino es del

jesuita Athanasius Kircher, del siglo XVII:

Tibi vero gracias agam quo clamore? Amore more ore re.

Cada palabra en la respuesta es congruente al modelo dado por la palabra

precedente, de manera tal que cada componente es repetido varias veces. Para cada

miembro del paradigma, sería fácil imaginar un desarrollo completamente regulado por la

palabra nuclear dentro de la palabra precedente. La pregunta clamore sirve como modelo

para la respuesta amore, y amore sirve como modelo para toda la secuencia—es la semilla

del texto, para decirlo de alguna manera, y lo resume por adelantado. La matriz aquí es dar

las gracias, una aseveración verbal que presupone una divina Providencia (como la

benefactora), un creyente (como el beneficiado) y la gratitud del segundo a la primera. El

modelo es el lamento, la queja, no de manera fortuita, sino que previamente determinado

por el tema literario: el clamor, una explosión espontánea, que es un signo común de

sinceridad y de apertura de corazón en los textos morales, especialmente en meditaciones y

ensayos de oraciones. El modelo genera el texto a través de una derivación formal que

afecta tanto a la sintaxis como a la morfología; cada palabra del texto se encuentra en el

mismo caso, el ablativo; cada palabra esta contenida en la primera variante del modelo

(clamore). La consistencia del texto con la generación del modelo lo convierte, desde la

perspectiva del lenguaje, en un artefacto único, ya que la cadena asociativa nacida de

clamore no funciona como lo hacen las asociaciones normales, que crean una cadena de

palabras semánticamente relacionadas. Por el contrario, esta asociación funciona como si

estuviese creando un léxico especial de palabras análogas a clamor. La anomalía

lingüística opera transformando la unidad semántica de la aseveración en una unión formal,

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la transformación de una cadena de palabras en una red de formas relacionadas y

unificadas, en un “monumento” del arte verbal. Esta monumentalidad formal conlleva

cambios de sentido. Independiente de su manera de expresarse, las formas de dar gracias

enumeradas aquí parecieran resumirse bajo la palabra “amor”, ya que la palabra amor las

contiene, y el amor aparece como la esencia de la oración, ya que la oración está contenida

en la palabra que expresa el amor. En ambos casos, estas relaciones verbales reflejan los

principios de la vida cristiana tal cual es enseñada por la Iglesia, de manera tal que cada

derivación conforma un sistema semiótico creado ad hoc para estos principios: la forma de

la aseveración funciona como su ícono que la representa.

La matriz por sí sola no va a ser suficiente para explicar la derivación textual,

tampoco podrá hacerlo el modelo por sí solo, ya que sólo los dos en combinación crean un

lenguaje especial donde todo lo que el creyente hace (como propio de lo que lo define como

creyente) es expresado en el código amor. Por esto el texto entero es, de hecho, una

variante del verbo que expresa la actividad típica de los que tienen fe—dar gracias. El texto

en su complejidad no hace más que modular la matriz. La matriz es, de este modo, el

motor, el generador de la derivación textual, mientras que el modelo determina la forma de

la derivación.

El ejemplo de Kircher es excepcional, ya que la paronomasia, como una broma

extendida, puede decirse que extrae la variación significativa de la misma mimesis. Las

agramaticalidades consisten en la dispersión de una palabra descriptiva, en la construcción

del paradigma a partir de las partes de este lexema destripado y descuartizado. La

paranomasia, cuando ocurre, raramente es tan penetrante. La desviación usual alrededor de

la matriz reprimida, hecha a través de separadas y distintas agramaticalidades, se parece a

una serie de palabras inapropiadas y retorcidas, de manera tal que el poema puede ser

observado como una catacresis general, que circunda y contamina totalmente sus

alrededores.

El corolario de esta catacresis es que está sobredeterminada. Es un hecho que por

extraño que pueda parecer el punto de partida de un poema, su fraseología desviada

mantiene agarrado al lector y pronto estas desviaciones revelan ser fuertemente motivadas,

y de ninguna manera gratuitas. El discurso poético tiene sus propias e imperativas verdades.

Las arbitrariedades de las convensiones lingüísticas parecen disminuir a medida que el

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texto cobra agramaticalidades más intensas y desviadas. Esta sobredeterminación es la otra

cara que toma la desviación de un texto de su matriz: la relación entre el generador y las

transformaciones añaden sus poderosas conexiones a los vínculos normales entre las

palabras—alterando su distribución léxica y gramatical. Las funciones de la

sobredeterminación son tres: hacer que la mimesis sea posible; hacer que el discurso

literario sea ejemplar al darle la autoridad por servirse de múltiples motivaciones en el uso

de cada palabra; y para compensar por el uso de la catacresis. Las primeras dos funciones

se pueden observar en la literatura en general, la última sólo en el discurso poético. Las tres

juntas le confieren al texto literario su monumentalidad: se encuentra tan bien constituido y

se basa en tantas relaciones intrincadas que se hace casi imposible cambiar su código

lingüístico. Debido a la complejidad de sus estructuras y a las múltiples motivaciones de

sus palabras, la unión del texto con la atención del lector es tan fuerte que, a pesar de su

desconcentración (o en épocas más tardías, de su desconocimiento de la estética reflejada

en el poema, o en su género) esto no puede hacer imperceptible los fenómenos del poema o

su poder para controlar la decodificación.

Voy a distinguir entre dos operaciones semióticas distintas: la transformación de los

signos miméticos en palabras o frases relevantes para la significancia, y la transformación

de la matriz al texto. Las reglas que gobiernan estas operaciones pueden trabajar juntas o

separadamente en la sobredeterminación de las secuencias verbales desde el su principio al

fin del poema.

Para describir los mecanismos verbales que la integración de los signos desde la

mimesis a un nivel de significancia, voy a proponer sólo una regla hipográmatica que nos

dice que bajo cuáles condiciones de actualización léxica de los fenómenos sémicos, de los

estereotipos, o de los sistemas descriptivos producen palabras poéticas, o frases cuya

poeticidad está limitada o a un poema o es convencional y, por lo tanto, un marcador en

cualquier contexto.

Dos reglas se aplican a la producción del texto: conversión y expansión. Los textos

sobredeterminados de acuerdo a estas reglas pueden ser integrados a otros más grandes al

ser incrustados. Los componentes de un paradigma que pueda sostener una significancia

pueden ser, por esto, esos textos incrustados. Los signos del uso poético especializado

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(palabras poéticas convencionales) y quizás también otros pueden ser considerados

representativos de los textos: su significancia proviene de su textualidad vicaria.

En todos los casos la concepción de poeticidad es inseparable de la vicariedad (?)del

texto(¿). Y la percepción del lector de lo que es lo poético basado totalmente en la

referencia a los textos.