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Rubiano_estética y Estetización

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Estética y estetización de la fealdad: ambivalencia en la serie La violencia

en Colombia de Fernando BoteroElkin Rubiano

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Me sentí con la obligación moral de dejar un testimonio sobre un momento irracional de nuestra historia […] Pinté a Colombia toda mi vida, los aspectos amables que

conocí en la infancia y adolescencia. No siento directamente la violencia, pues vivo fuera hace mucho tiempo, pero los conozco a través de la prensa. La violencia comen-zó a estar en mi cabeza y sentí un día que tenía que pintar, hacer una declaración del

horror que sentía ante ese panorama del país.

Botero 2004

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Existe una dificultad para valorar la obra de Botero, pues fre-cuentemente se recurre a dos polos antagónicos: por un lado, el halago sin reservas a la obra del maestro (o al maestro mismo), proveniente de los discursos institucionales y gubernamentales. El motivo del halago es, desde luego, comprensible: las generosas donaciones del maestro, el impacto de éstas en la oferta cultural de Bogotá y en el espacio público de Medellín. Por el otro lado, la destrucción sin concesiones de su obra por cuenta de algunos artistas y comentaristas que no ven en la obra de Botero más que una fórmula producida serialmente. El blanco de la diatriba resulta, desde luego, fácil: Botero es el artista colombiano más institucionalizado, el mejor insertado en el mercado hegemónico y uno de los colombianos convertido en estrategia clave de la “marca país”. En este contexto, resulta difícil hacer una valoración desapasionada. Para la muestra, van estos dos comentarios antagónicos:

Elvira Cuervo [ex ministra de cultura de Colombia, con ocasión de la exposición El dolor de Colombia en Lima, 2006]: [la exposición El dolor de Colombia] trae la característica de Botero que son las figuras rotundas, las figuras redondas; él no pierde en ningún momento esa gracia para pintar la figura humana. Pero trae la tristeza que nos produce a todos los colombianos y el estremecimiento que le produce a los extranjeros al ver la obra de él relacionada con los hechos de violencia que se han suce-dido en años pasados en Colombia. Es un contraste, porque siguen siendo esas figuras que nos hacen sonreír en unas posiciones y en unos momen-tos muy dolorosos, y por eso la exposición se llama El dolor de Colombia. Justamente por esa violencia, la cultura lo que hace es crear convivencia, lo que hace es unir a las gentes. (Cuervo 2006)

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Luis Lama [crítico de arte peruano, con ocasión de la misma ex-posición]: Para mí es una muestra que no tiene ninguna importancia […] es muy mala, está muy mal pintada y es panfletaria. Pero lo que cualquier colombiano sabe en el mundo del arte es que Botero ha hecho su fortuna vendiéndole a los narcos –y eso no es ningún secreto ni ninguna difama-ción– y yo no sé si eso es bueno o es malo, porque es un juicio moral y poco tiene que ver con lo que hace Botero, pero éticamente me parece que hay una doble moral de venderle a narcos y tener una alta cotización gracias a los narcos, y, por otro lado, criticar la violencia colombiana [con la] que él, de alguna u otra manera, colaboró, porque se prestó a blanquear dinero a través de la venta de su obra. (Lama 2006)

Al primero, podríamos denominarlo “el sermón de la corrección boteriana”; al segundo, “la arenga de la cofradía anti-Botero”. Los juicios de ambas partes están sujetos no tanto a la obra como tal (su carácter ar-tístico, estético o formal), sino a condicionamientos externos: el nombre del maestro, la institución artística o el mercado. Se escapa, finalmente, lo que en verdad interesa: la valoración crítica de obra de Fernando Botero.

En este texto buscamos, precisamente, hacer una valoración dis-tanciada de la serie La violencia en Colombia. Para tal fin, recurriremos a unos conceptos que permitan interpretar la serie dentro de unos marcos específicos: la estética y la estetización de la fealdad. Esta reflexión tiene, por lo tanto, un propósito crítico, es decir, informativo y argumentati-vo, según lo entiende Castoriadis: “permitir que el público se forme un juicio provisorio mediante la argumentación sobre la calidad de las obras discutidas, de incitarlo a que vaya a conocerlas directamente –o, llegado el caso, disuadirlo de que no lo haga” (2008, 102).

La estética de la fealdad y su potencia crítica

La belleza y la fealdad no son conceptos inmutables: la belleza no siem-pre es un placer tranquilo, hay una belleza transgresora que es de difícil contemplación. Los famosos versos de Rimbaud: “Una noche senté a la belleza en mis rodillas –Y la encontré amarga. –Y la injurié”, de Una temporada en el infierno, así como el mismo título del libro de poemas Las flores del mal, de Baudelaire, dan cuenta de ello. De manera correlativa, la fealdad no siempre perturba, hay una fealdad cosmética fácilmente encantadora. De hecho, belleza y fealdad pueden convivir sin conflicto

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alguno en un mundo cuyas jerarquías y fronteras creativas resultan bo-rrosas. Sin embargo, la fealdad sobre la que queremos reflexionar aquí es aquella cuyo gesto hace evidente, mediante el arte, un malestar: el dolor, la injusticia, la violencia. Es decir, nos interesa aquel punto en el que ética y estética se hacen presentes en una creación. Theodor W. Adorno señala al respecto:

Todo cuanto se halla oprimido y quiere la revolución está penetrado de amargura de acuerdo con las normas de una vida bella en una sociedad fea, lleva todos los estigmas humillantes del trabajo corporal y esclavizador […] El arte tiene que convertir en uno de sus temas lo feo y proscrito: pero no para integrarlo, para suavizarlo o para reconciliarse con su existencia por medio del humor, más repulsivo aquí que cualquier repulsión. Tiene que apropiarse lo feo para denunciar en ello a un mundo que lo crea y lo reproduce a su propia imagen. (Adorno 1983, 71)

Algunos elementos de la estética de la fealdad están conforma-dos por la fragmentación, la disonancia, la discontinuidad y la oscuridad.1 El fragmento es feo y repugna porque algo ha sido quebrado, mutilado (Guernica de Picasso); la disonancia es fea y molesta por la tensión presente al no encontrar un punto de estabilidad (el dodecafonismo de Schoenberg); lo discontinuo es feo y desconcierta porque algo se inte-rrumpe y no llega a su fin (Esperando a Godot de Beckett); la oscuridad es fea y estremece porque produce confusión e imposibilita determinar una cosa (los autorretratos de Francis Bacon).

Sin embargo, es necesario agregar que con la estetización de la fealdad podemos encontrarnos con la seductora oscuridad (la moda Gothic Style), la entretenida disonancia (el diabolus in musica en Black Sabbath), la interesante discontinuidad (Pulp fiction de Tarantino) o la rutinizada fragmentación (el videoclip de mtv). Concierne advertir que si bien la fealdad en el arte logra dar cuenta de un malestar inaceptable, puede, igualmente, integrar lo feo de aquel malestar para suavizarlo y domesticarlo haciendo –incluso mediante el entretenimiento, “más re-pulsivo aquí que cualquier repulsión”–, aceptable aquello que es inacep-table: el dolor, la injusticia, la violencia. Teniendo en cuenta lo anterior,

1 La “poética” de la fealdad se estructura antitéticamente con aquello que de modo intuitivo identificamos con la belleza: totalidad, consonancia, continuidad y luminosidad.

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entenderemos por estetización de la fealdad el “embellecimiento” de lo feo, su domesticación, cuyo resultado no es la perturbación o el malestar sino la complacencia gratificante. La estetización de la fealdad integra lo perturbador al mundo sin plantear conflicto alguno. En este sentido, la creación artística puede integrar y domesticar lo inacepta-ble: de los momentos heroicos de las primeras vanguardias en los que la fealdad es, no sólo una elección estética sino una declaración ética (Picasso, Schiele, Grosz, Dix),2 es probable que la potencia crítica de lo feo se haya agotado mediante:

a. Su estetización (la fealdad cosmética que domestica la tensión no resuelta entre las normas de una vida bella en una sociedad fea).

b. Su rutinización (la muerte, la destrucción y el horror reproducidos por los medios masivos de comunicación a escala global y en tiempo real).

c. Su tratamiento artístico o su “artisticidad” (el trabajo del docu-mentalista biempensante que nos muestra que aun en medio de la miseria y el dolor resplandece la felicidad).

Extraer belleza del horror, neutralizar la atrocidad de la masa-cre entreverándola con el resto de la agenda informativa e integrar la barbarie mediante el entretenimiento se han convertido en estrategias –ideológicas, habría que atreverse a decir– que conforman la versión soft (estetizada) de la fealdad, incluso en las imágenes hiperrealistas que nos arrojan la fealdad de modo escabroso. Versión soft desprovista de potencia crítica. Esta potencia es, precisamente, lo que caracteriza a la fealdad en el arte: apropiarse de lo feo para denunciar al mundo que lo creó a su imagen y semejanza. Desde luego, no pensamos aquí en un arte panfletario que denuncia la marginalidad y el dolor a partir del resentimiento irreflexivo que suele denominarse “arte comprometido”. Nos interesa, más bien, el arte que reflexiona desde el propio arte y que reivindica, de algún modo, la distancia crítica del arte y que contiene, a la vez, una dimensión cognitiva y una dimensión afectiva, un conoci-miento sensible: placer o displacer acompañado de sentido.

2 Estos artistas, señala Umberto Eco, “representarán con sistemática y despiadada insistencia rostros marchitos y repugnantes que expresarán la desolación, la corrupción, la carnalidad satisfecha de aquel mundo burgués que será luego el más dócil apoyo de la dictadura” (Eco 2007, 368).

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La violencia en Colombia: rupturas y continuidades en Botero

Aunque el tema de la violencia ha estado presente desde tem-prano en la obra de Botero (Mujer llorando, 1947; Entierro de carnaval, 1951; Frente al mar, 1952; La guerra, 1973), es durante la última década que ha ocupado un lugar central en su obra. En 2004 el maestro donó al Museo Nacional de Colombia un conjunto de obras agrupadas con el nombre La violencia en Colombia (junto con la última donación, la serie suma 67 trabajos: 42 dibujos y 25 óleos) y en 2005 se hicieron públicas sus pinturas sobre las torturas en Abu Ghraib. Ambas series han sido expuestas en numerosos países; la primera de ellas con distintos títulos: La violencia en Colombia, El dolor de Colombia, Una mirada diferente. La intención de las exposiciones ha sido mostrar al público el valor testimo-nial de la serie y, en algunos casos, se la ha comparado con Los desastres de la guerra de Goya o Guernica de Picasso, lo que haría suponer que la serie de Botero ingresaría a la lista de las obras que, suele insistirse, des-piertan la conciencia de la humanidad frente al horror de la guerra: “No me pude quedar callado: el poder del arte es hacer recordar algo y espero que mi arte logre eso”, ha manifestado Botero (2007).

Botero declara que ambas series tienen como referencia, claro, la violencia, pero además que la fuente documental de sus obras es la prensa: noticias, testimonios y fotografías. La obra de arte, a diferencia de la rutinización informativa, tiene la capacidad de develar la verdad de la barbarie, independientemente de que las fuentes de las obras sobre la violencia sean, precisamente, imágenes mediáticas:

La pintura tiene la capacidad de hacer visible lo que es invisible […] Quería reconstruir la atmósfera de la prisión con escenas que no salían en las fotos [las fotos sobre las torturas en Abu Ghraib] […] Una foto es un click. Claro que puede ser un documento tremendo. Pero la pintura es una concentra-ción de la emoción y del tiempo, dejando a un lado lo que no concierne al tema, y eso da un sentido especial a las imágenes. (Botero, 2007)

Botero busca que sus obras sobre las torturas y las masa-cres –desbanalizadas y desrutinizadas por la pintura–, comuniquen lo incomunicable, hagan visible lo invisible. Esa sería la justificación no sólo plástica sino ética de la serie, y el “efecto” de la experiencia

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en el espectador, de duelo: que el público pueda acercarse al dolor de Colombia, como reza una de las exposiciones. En este caso, la experien-cia estética proporcionaría un placer, o más bien, un displacer, acom-pañado de sentido: hacer aprehensible, de manera sensible, la injusticia hacia los otros y el dolor de los demás. Botero busca que, por un lado, ética y estética se fundan en su obra y, por el otro, que el espectador se conmueva ante lo inaceptable.

Las series sobre la violencia son un giro en el trabajo de Botero, sin embargo, una pregunta que surge sobre este giro es si el tema de la violencia puede seguir trabajándose con la tradicional propuesta plás-tica de Botero; si sus rotundas figuras, que parecen jugosas y sensuales frutas cuya desmesura hace sonreír, pueden dar cuenta de la muerte y el sufrimiento. Veamos, con respecto a esta cuestión, dos perspectivas diferentes. Andrés Hoyos, refiriéndose a la serie, señaló lo siguiente:

Cuando las formas gordas están en su plenitud tienen al menos una sen-sualidad descarada que no pide explicaciones ni las da. En cambio, estos fruncimientos resultan torpes y superfluos. Así, sin querer queriendo, lo piadoso se vuelve pomposo, y el espectador se ve frustrado porque el senti-miento que le han ofrecido no aparece por ninguna parte. (2004)

En oposición a la valoración de Hoyos, Santiago Londoño considera que en esta serie:

[…] la alegría de vivir desaparece y es reemplazada por la conciencia adolorida. El desgarramiento es estático […]. Todo está dominado por un silencio luctuoso y un religioso sufrir con paciencia y abnegación, que ni las ráfagas de balas, congeladas una por una, consiguen interrumpir con su mortal recorrido.(2004, 10)

Hoyos resalta la contradicción entre la tradicional sensualidad boteriana y la irrupción inadecuada del dolor dentro de las formas sen-suales y cómo aquel tránsito parece no funcionar, al punto de llegar a ser caricaturesco y no hacer aflorar ningún sentimiento o emoción, como se promueve en algunas exhibiciones de la muestra. No obstante, resulta legítimo preguntarse si, finalmente, debamos perturbarnos o conmo-vernos frente a cualquier imagen de dolor. Susan Sontag sugiere que “Tales imágenes [las del dolor] no pueden ser más que una invitación a prestar atención, a reflexionar” (2004, 136). Que no nos estremezcamos

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no le resta valor ético a una imagen que nos asalta. Las imágenes sobre el dolor nos asaltan constantemente y a veces de manera brutal. Las fotografías que circularon sobre las torturas en Abu Ghraib tuvieron un efecto inmediato en los receptores que se movilizaron globalmente en contra de la tortura ¿Se puede decir algo más mediante la imagen pictórica después de ver la brutalidad mostrada en las imágenes foto-gráficas? Londoño considera que sí: el estatismo y el silencio luctuoso –característicos en la obra del maestro– logran dar cuenta de la barba-rie. Siendo así, no habría contradicción alguna entre forma y contenido, entre la tradicional propuesta plástica de Botero y el giro hacia sus series sobre la violencia; por el contrario, la continuidad plástica daría cuenta justamente de la desolación y el dolor mediante el irrealismo presente en la quietud de esas imágenes.

Tal vez, las valoraciones de Hoyos y Londoño sean válidas al mismo tiempo, es decir, la valoración sobre la serie La violencia en Colombia no debe ser dicotómica (de acierto o desacierto), sino, más bien, de corte ambivalente. En la serie La violencia en Colombia parece haber, en efecto, una discordancia no resuelta entre forma y contenido, entre las formas sensuales que invitan al tacto y el contenido doloroso que se pretende repulsar. Pero bien puede pensarse, por el contrario, que en lugar de discordancia sobrevenga tensión y que justamente en esa tensión aparezca el “choque”: una irradiación de verdad acompañada de conmoción. La ambivalencia sobre la serie nos permite pensar que hay continuidades y rupturas en la propuesta de Botero y que es por esa vía que se debe indagar. Interpretaremos la ambivalencia mediante la si-guiente clave: estetización de la fealdad y estética de la fealdad presentes, conjuntamente, en la serie La violencia en Colombia.

Los dibujos Hombre cayendo, Muerte, Terror, Grito, De rodillas, Hombre armado y Verdugo sirven para ilustrar una contradicción no resuelta en la forma dada a la materia de la serie (la violencia). Botero nos remite aquí a sus hallazgos plásticos, los cuerpos derrochan sensua-lidad (placer voluptuoso de la carne y deseo de tocar); las formas de los cuerpos son un regalo gozoso a la mirada, aun cuando estén cayendo ya sin vida. Sin embargo, la contradicción no resuelta nos muestra que la muerte y la masacre resultan gozosas, la carne de la víctima y del verdugo es apetitosa, en la desnudez de los cuerpos no hay humillación

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ni deshonra, no hay dolor ni daño: pura estetización de la crueldad que nos remite a una tradición artística que busca embellecer el horror. Un paisaje de muerte es, al fin y al cabo, una paisaje, nos ha enseñado esta tradición en la que Botero se incluye: “[…] un verdadero pintor puede transformar una forma trágica como la muerte, en un elemento deco-rativo” (Botero citado en Londoño, 2004, 11). No obstante, es necesario señalar que la muerte no es una noción abstracta. La muerte concreta de la violencia en Colombia, como elemento decorativo, no resulta un acierto artístico. La muerte romántica del poeta, la muerte altruista del salvador, la muerte heroica del guerrero es, con frecuencia, materia de embellecimiento formal; la muerte de la tortura y la masacre, sin lugar a dudas, no puede ser un elemento decorativo: no podemos comer con la conciencia tranquila si frente a nosotros cuelga un cuadro que embelle-ce a los cuerpos torturados y masacrados injustamente.

Por otro lado, sin embargo, vemos obras cuya propuesta es distinta. En las pinturas al pastel Alarido, Sin compasión y Agonía, si bien encontramos sensualidad, ésta no es fruto de la festiva desmesura; no hay nada que festejar aunque la intensidad y la luminosidad del color parecieran sugerirlo. La luminosidad, en verdad, nos presenta a las víctimas de manera martirizada. Esta exaltación del color no festeja la muerte (no la embellece decorativamente), sino que dignifica a la víctima (esta misma intención se ve en la serie dedicada a Abu Ghraib). Por la misma vía, Masacre en Colombia y Masacre de Ciénaga Grande expresan el martirio de la víctima con atmósfera de santidad sacrifi-cada: hilos de sangre marcan los cuerpos masacrados y las miradas se pierden, en el último aliento, hacia un lugar insondable. Estas cinco obras se inscriben en la tradición pictórica piadosa y hacen recordar a Mantegna y Piero della Francesca.

Por último, nos interesa mostrar que en la serie aparecen unos trabajos que recurren a estrategias plásticas diferentes dentro de la obra de Botero, lo que aquí hemos denominado estética de la fealdad: Sin título, Río Cauca, Motosierra, Motosierra y Sin título rompen con la serialidad de La violencia en Colombia y con la propia “botería”, con los cuerpos jugosos como frutas. Es decir, la obra de Botero se niega a sí misma. Es allí donde aparece una posibilidad en forma de ruptura dentro de la serie en cuestión. La disonancia y la fragmentación de

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las formas irrumpen con potencia y nos indican que algo más que las formas son fragmentarias y disonantes. Algo ha sido roto.

Si tradicionalmente las formas sensuales de la obra de Botero invitan al tacto –pensemos, por ejemplo, en cómo los turistas o tran-seúntes, al ser fotografiados frente alguna de las esculturas públicas de Botero, no se resisten a la tentación de tocar las voluminosas formas–, ese tacto, sin embargo, es literalmente roto en las obras mencionadas: el cuerpo fragmentado, torturado y desmembrado (en el que no se sabe qué cuello “encaja” con qué cabeza), es un cuerpo en donde ya no mora ninguna humanidad (en Motosierra no hay humanidad alguna en el cuerpo despedazado; parece, más bien, una porcelana hecha pedazos). En estas pinturas no se hacen concesiones formales; la fealdad de las imágenes saca a flote una brutalidad que precisamente contrasta con el espíritu festivo de la “botería”. Algo ha sido roto y no hay lugar ya para la risa cuando las aves negras devoran un despojo. La brutalidad presen-te en la fealdad de estas obras ya había sido anticipada por un rotura real: en 1995 la escultura Pájaro, ubicada en el parque San Antonio, de Medellín, fue impactada por una bomba que asesinó a 22 personas y dejó a más de cien heridas. La escultura despedazada (fragmentada) permanece como testimonio de lo inaceptable. Las últimas cinco obras mencionadas de la serie La violencia en Colombia son un testimonio idéntico que recuerda los versos finales de «Llanura de Tuluá», de Fernando Charry Lara, con los que queremos terminar:

Son cuerpos que son piedra, que son nada, Son cuerpos de mentira, mutilados, De su suerte ignorantes, de su muerte, Y ahora, ya de cerca contemplados, Ocasión de voraces aves negras.