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Olas del Hombre, Corazón del Mar - Luis Fernández Cuervo

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Ser poeta no es recortar frases más o menos ingeniosas, ni aullarle a falsas lunas de utopías sangrientas, con el manido pretexto del compromiso. No es el atentado terrorista contra la sintaxis que ocurre en cada frase de muchos poetas de vanguardia y taller. La poesía de Luis Fernández Cuervo, “Lucho”, es como una vuelta a los principios del arte de escribir en verso. Es una gran noticia en que no hay una palabra de más. Todo está puesto, corazón en los dedos que escriben, en su justo lugar. El mar, coma la luna, es siempre objeto de obsesión de los escritores y más propiamente de los poetas. Hablan del mar, cantan al mar y escriben, para que la inspiración llegue, en olas continuas, cerca del mar. Pero “Lucho”, Luis Fernández cuervo, no habla del mar y casi ni le canta, aunque sí, para qué negarlo, más bien dialoga con él. Lo interroga. Y el diálogo entre el ínfimo ser humano con el portentoso gigante que es el mar, hace crecer al primero al descubrir que el segundo es también -¡cosas que sólo ven los poetas!- Prometeo Encadenado... Y es que la poesía va más allá de la gracia, el ritmo, la rima y la pericia. Es una forma maravillosa de plantearse los grandes temas que desde siempre han obsesionado al hombre: la muerte, el sentido de la vida, el amor-amor (y el amor con toda su carga de erotismo y sensualidad presente en este diálogo), la existencia de Dios, la esperanza y la desesperanza. Encuentralo aquí: http://www.amazon.com/Olas-del-hombre-coraz%C3%B3n-Spanish-ebook/dp/B00JEILUWQ/ref=sr_1_1?s=books&ie=UTF8&qid=1396563022&sr=1-1&keywords=olas+de+hombre%2C+corazon+del+mar

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OLAS DEL HOMBRE,CORAZÓN DEL MAR

Presentación deVictor Valembois

Prólogo deMarvin Galeas

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Contenido

Presentación Prólogo Olas del hombre, corazón del mar I. Canción marina del hombre II. Canción humana del mar

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PresentaCión

DE LA COMUNICACIÓN A LA COMUNIÓN*

1. La “feliz culpa” de dos

“Olas del hombre, corazón del mar” se presta, si no a explicar, por lo menos a sensibilizar respecto del mecanismo por el que el acto poético, de una comunicación pasa a una comunión, siempre y cuando el autor logre animar al lector: para ese arduo paso hace falta el “divino” talento, como lo llamaran místicos españoles; en forma más pedestre, pero mitológica, son las “musas”.

Da igual que sea Calíope, Erato, Polimnia, Terpsícore o todas esas mujeres juntas. La poesía, en esta perspectiva es “felix culpa”, en agustiniana expresión por Eva, la primera mujer: privilegiado instrumento para convencer... pero aquí voy a tomar a un varón de pelo en pecho, Luis Miguel Fernández Cuervo, como “culpable” de provechoso modo de persuasión.

Me sirve para ejemplificar cómo esa chispa sui generis de la inspiración en el poeta (el bueno, no en el rimador cualquiera), logra contagiar también al lector, no importa si imaginario, hasta tal punto que resultamos cautivos, cautivados por esa palabra prodigiosa.

Con don Luis, este mar se transforma en portentosa metáfora, asunto no nuevo, pero en variante de profundidad: el uso del “tú” apelativo, en directa interpelación. Empieza la creación de Fernández Cuervo de manera sencilla y atractiva con hablante lírico común y corriente que él ni siquiera se molesta en disfrazar en otro personaje distinto a sí mismo: la identificación “personaje artístico” y “persona de carne y hueso” se hace desde el primer renglón (leyendo la solapa, después, uno se pregunta cómo lo hace este.

* Ponencia presentada en el Coloquio internacional de Literatura Hispanoamericana y sus valores de la Universidad de La Sabana, Colombia, del 20 -23 de octubre de 2004.

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salvadoreño para ser al mismo tiempo “médico, periodista, pintor, poeta y profesor”, ¡casi nada! Toda una combinación vital coma en los grandes renacentistas, digo yo.

Pero en seguida, por la técnica que emplea el escritor, el lector se encuentra inexorablemente metido en otra identificación: este “me conduce”, desde el segundo verso, ¿no me estará arrastrando a mí también?

Lo hace de una manera casi fílmica, con un travelling forward imperceptible, en el claroscuro. Cuando sugiere que “se esfuerza el ojo en discernir”, ¿se refiere al suyo o al mío? Estamos en el mismo baile. Vemos, mejor dicho atisbamos “tenues fulgores,/ estrechas y onduladas cintas de plata fantasmal/sobre el ámbito negro”, con lo cual el astuto poeta no muestra, sino insinúa (arte poderoso: que lo digan los publicistas). Amarrados, él y yo, receptor real, descubrimos el mecanismo de las olas que avanzan, se agigantan y desaparecen, pura espuma... Sobre esta invitación sigue el vate en gentil invitación ineludible (y ya somos sus esclavos, pero con gusto). Ya está: el mismo mecanismo de contagio se logra. Probémoslo cada uno, si queremos. Por el encanto, no de la sirena sino del paciente codificador, estamos todos decodificando al unísono, a no ser que, como Ulises, nos tapamos los ojos, las orejas, todo enlace con el mundo exterior.

Sigue el verso: No mires, corazón, cierra los ojos y escucha sólo la sinfonía oscura de la noche.

El lector o el oyente, quedamos prendidos, transportados, por la portentosa palabra de nuestro interlocutor, máxime con la profunda sinestesia, à la Rimbaud, aunando el sentido de la vista con el oído.

Veo la ola, oigo su sinfonía, in crescendo; lo mismo que, movimiento seguido, observo y escucho el “bisbiseo de la espuma”. Ya no cabe duda: somos hermanos, gemelos idénticos, hablante y oyente líricos: la equiparación es completa. Ya no pregunto si él le habla a su corazón o al mío, si estamos viendo con los mismos ojos, respirando gracias al mismo y único motorcito. No es solo un desdoblamiento del escritor, conmigo. Resulta que yo, receptor, le puse mi “granito de arena” a esa playa que resultará “todo y más” como proclama la publicidad: se transformará, gracias a él, pero conmigo, en metáfora vital.

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“Suba a nacer conmigo” reza la invitación a quien quiera leer y oír, desde el primer verso del Canto general. Aquí, lo mismo:

Escucha, sí, la ondulante esperanza que avanza, aumenta, sube y desfallece

Neruda fue “minero de la palabra”, ofreciendo tesoros verbales, y paralelo convite ofrece por el verbo creador, su hermano Fernández Cuervo. Y que se callen por ineptos, por atrofiados esos adictos a la “lógica” que argumenten que uno no sube a nacer y que la esperanza no se escucha... Juguetón como es Fernández, nos tiene en el mejor cine panorámico y con sonido tridimensional: vemos/oímos: “aves blancas de espuma/ que encadenadas en el agua vuelan... (…) y “retumba el tumbo de todas las tumbadas olas”. Vengan señores, este es el espectáculo audio-visual all round de la poesía. Pero no es fácil ser artesano de la palabra. No se requiere mucha labia, sino ¡pura forja! Gran trabajo, el de Fernández Cuervo en este poemario, al lograr que, nosotros, más que espectadores, seamos también aprendices. Si no artistas, como el, artesanos, gracias a él.

2. El “tú”, entre la espada y la pared

Muchos autores recurren a la segunda persona y el lector se queda, aunque sea un momento a la expectativa, ante la incógnita. Ese diálogo con el interlocutor conviene hacerlo bien, no de manera rebuscada, como el aprendiz que manipula solo la forma verbal, ayuno completo de ideas, ni como aquel que en nombre del “compromiso” sobrevalora solo el supuesto mensaje únicamente por esa vía, olvidando la pareja que constituyen, inevitablemente, dos componentes: no existe forma sin fondo, ni forma sin fondo.

Quiero ahondar en el caso de Fernández Cuervo, porque lo mismo que por sus actos los conoceréis, al poeta por sus poesías los valoraréis. Don Luis Miguel acomete aquella acrobacia que sólo los grandes pueden: transformar un par de versos bien logrados, por su gracia y por un “algo” de idea bonita, cuatro columnas y un frontispicio, en un portentoso Partenón. Para eso tampoco hace falta cantidad: su poemario que comentamos apenas ocupa unas treinta páginas, pero uno, como partícipe y no sólo en el andamio, valora ese soplo de grandeza global, más allá de líneas y letras. Piedra angular en esta construcción es la metáfora, este paso tan trascendental que en la película sobre

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Neruda se explica de manera tan plástica, hermosa y contundente.

Después de una inicial confusión que si es el mar o si soy yo el aludido con aquel “tú buscas y rebuscas”, observamos cómo el sagaz poeta nos pone a todos en el mismo saco y refiere colectivamente a un “nosotros”, con “nuestra vasta muchedumbre” y “nuestra breve vida”. Pero sobre todo, el salto arquitectónico lo da con esta maravillosa construcción bipolar (el mar que es como humano; el hombre, como el mar) que nos transporta a un significado superior.

En la primera parte, la “canción marina del hombre” se subraya esa perspectiva entre otras con una triple evocación clásica a otros tantos mitos del hombre: de allí, en este caso, el Prometeo-mar, el Sísifo-mar y el Tántalo-mar (y mala suerte para el lector que echó como lastre este bagaje de la Grecia clásica: para siempre coloreará nuestra civilización occidental). Lo mismo en la segunda parte, sólo que al revés, en una verdadera revolución copernicana a nivel poético, la “canción humana del mar”. No ocupa, el poeta, recursos supuestamente progresistas, “simpáticos” al oído de quien escucha, al estilo de “el hombre” versus “la mujer” (que deben ser “amig@s”) según la cursilería postmoderna). Fernández Cuervo, por su hablante lírico, interpela cantidad de veces directamente al “hombre” así, sin más, acusándolo (y acusándola, si insisten...) de no trascender: de seguir en “las altisonantes olas de tus gritos” o en el “pobre arroyuelo de enredadas palabras” o “como río fluyes”.

Y con toda la belleza de su imagen hombre=mar, mar=hombre, da un latigazo resonante a ese “tú” que es también el lector: ¡si no te atreves a mojarte “mar adentro!” (Con evidente resonancia bíblica), pasará que: “¡tú mismo/naufragas/ en aguas de ti mismo”! Así, en diagnóstico hoy tan cruelmente frecuente, termina la primera parte. Por ello, en magistral arte, el poeta retoma, hacia el puro final la velada confusión mar-cielo de los primeros versos (“¿surge el mar o es el cielo que se hunde?”), para insistir esta vez en una decodificación humana más elevada (“obedezco a un océano más profundo”, es decir con referencia a “lo alto”. A no ser que seamos “espuma”, volátil, sin independencia (como mall-eantes que somos), agarremos, entre todos, nuestra vida, dándole un significado trascendental. Ya está, la cúspide de este hermoso edificio poético no sería posible sin el basamento, las fundaciones logradas con las palabras primero en sentido elemental, pero juntos, entre poeta y lector, elevadas a metáfora enriquecedora para todos. Decídase, lector, ya no se encuentra entre la clásica espada y la pared, sino entre la ola y el dique.

Víctor Valembois

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Prólogo

LUCHO Y EL MAR

El mar, coma la luna, es siempre objeto de obsesión de los escritores, más propiamente, de los poetas. Hablan del mar, cantan al mar. Escriben, para que la inspiración llegue, en olas continuas, cerca del mar. Y su presencia salina recorre la literatura de Saint John Perse, Stevenson, Mutis, Cavafis, Montale, Melville, Conrad. Y el viejo mar, elemento de gran linaje poético, es él mismo, pero los ojos que lo ven y el corazón que lo siente lo entregan al lector de mil maneras posibles.

A veces, sólo a veces, y en los versos de los grandes, cuando leemos del mar el alma nos queda temblando. De lo contrario es sólo un paisaje de postal barata. El alma tiembla ante los versos de Fabio Morábito: “Este no es un laberinto/ sino un paisaje submarino/ al que le falta agua/ y es lo que nos atrae a todos, / como el esqueleto de un océano”. Y Pablo Neruda, minero de la palabra, literalmente nos asfixia con su mar desesperado en el que como lectores somos “Pálido buzo ciego/ desventurado hondero, / descubridor perdido, / todo en ti fue naufragio.

Pero Lucho no habla del mar, casi ni le canta, aunque sí lo hace, para qué negarlo. Lo que pasa es que más bien dialoga con él: lo interroga “El mar que se contrae en espasmos pavorosos... ¿su entraña se desgarra? ¿Qué saldrá de ese parto poderoso? Sólo el agua, el agua sólo.” Y el mar le responde con “ese clamor de ronco acento/ con acoso constante/ para llenar el insondable espacio/ con su propio lamento”.

Y el poeta no contento con las respuestas del tempestuoso interlocutor se planta firme y con verso fino pero gallardo vuelve a preguntar, ahora en un tono precisado en la frontera del reclamo y el grito: “¿Qué buscas, di, qué buscas? Tú buscas y rebuscas, /tu buscas murmurando/ ¿Dónde están los tesoros sumergidos? ¿Adónde se fueron los bajeles que mi esforzado suspirar antaño gobernaban? Y el mar: “Ola que surge, avanza, crece, se eleva y se derrumba, ola que muere, suave estertor, espuma, arena, duna, nada”. Pero sólo es por un momento ese silencio sospechoso, que más parece un golpe de efecto.

La plática continua: “... no hay furia despechada en mi cantar/ contra la dura resistencia de las cosas/ en su límite estrecho aprisionadas, / no hay odio en mí, / yo no soy hombre/

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no estoy enloquecido/ Si golpeo contra tantas de esas mudas cosas, / tan dormidas, / eso es una canción... “. Magistral la traducción a poesía castellana que hace el poeta, de lo que el mar le responde en forma de vientos, silbidos calientes, silencios profundos y destellos de superficie intermitente que también es lenguaje, pero que solo entienden los auténticos poetas.

Y Luis Fernández Cuervo, Lucho, lo es. Puede decir como León de Greiff: “Poeta soy... si es ello ser poeta”. Ser poeta: no es recortar frases más o menos ingeniosas. No es aullarle a falsas lunas de utopías sangrientas con el manido pretexto del compromiso. No es el atentado terrorista contra la sintaxis que ocurre en cada frase de muchos poetas de vanguardia y taller. La poesía de Lucho, al menos a mí me pasa cuando la leo, es como una vuelta a los principios del arte de escribir en versos.

Es una gran noticia. Y en ella no hay una palabra demás. Todo está puesto, corazón en los dedos que escriben, en su justo lugar. El diálogo entre el ínfimo ser humano con el portentoso gigante que es el mar, hace crecer al primero al descubrir que el segundo es también, ¡cosas que sólo ven los poetas! Prometeo Encadenado. “Atado estás, mar, a ti mismo, y por tu mismo buitre devorado Mar=Prometeo... Prometeo encadenado”.

Y es que la poesía va más allá de la gracia, el ritmo, la rima y la pericia. Es una forma maravillosa de plantearse los grandes temas que desde siempre han obsesionado al hombre: la muerte, el sentido de la vida, el amor-amor (y el amor con toda su carga de erotismo y sensualidad presente en este diálogo), la existencia de Dios, la esperanza y la desesperanza.

Dice el gran poeta español León Felipe que en ocasiones los personajes escapan de los libros y encaran al autor, el payaso escapa de la pista y encara al empresario, los hombres escapan de la vida y encaran a Dios. Lucho en verdad busca a Dios. Y se busca a sí mismo. ¿El mar es entonces un pretexto? No, el mar es un cómplice de la búsqueda que juega su papel. Se lo dice al mar para que lo escuche el cielo:

“No busco sofocar mi afán entre la muerte arena. No es horizonte horizontal lo que pueda saciar este mi amor que me consume. Hacia lo alto sólo mi respirar se alza pues obedezco a una ley de una grandeza más profunda, del mar de estrellas,

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aún más alto, anhelo una más alta soledad en dos unida. Sólo en ella se curará mi herida, Sólo en ella mi temblorosa sed será saciada”

El final, no es una duda, es una certeza. Una decisión. Una claridad, como de amanecer en el mar, de hombre que lucha siempre pero consciente del camino. O se es completamente ser auténtico, criatura de Dios o no se es. Las medias tintas no valen. El espejismo es bello e ilusiona pero no es agua. La espuma no es mar.

“De mi ser, sólo la espuma huye, sólo ella se arrepiente y se deshace.

Hombre, que como río fluyes, si tú eres mar,

avanza mar adentro; Si eres espuma, ¡huye!”

Tengo que decir: gracias por estos poemas que me devuelven, no exagero, la fe en la poesía. Estos versos, estremecedores, no por la perfección en la técnica, sino por la fuerza de sinceridad y pasión humana que los impregnan en cada sílaba. No es el canto, no, del eterno optimista de la literatura de supermercado. Ni es el soneto incendiario que preconiza paraísos imposibles, ni el verso cursi del romanticón enamorado, ni el artilugio del pretencioso de la academia. Es éste el testimonio de un hombre franco, un hombre bueno, coherente con sus dudas, sus rabias y su marina dulzura; con muchísimas preguntas y algunas respuestas.

Pareciera que no es Lucho el que mira al mar. Es el mar, Prometeo Encadenado, que desde su inmensa y grandiosa soledad lo mira, por su condición humana, arrobado.

Marvin Galeas