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Una historia de fantasmas Mark Twain Alquilé una gran habitación lejos de Broadway, en un edificio grande y viejo cuyos pisos superiores habían estado vacíos por años... hasta que yo llegué. El lugar había sido ganado hacía tiempo por el polvo y las telarañas, por la soledad y el silencio. La primera noche que subí a mis aposentos me pareció estar a tientas entre tumbas e invadiendo la privacidad de los muertos. Por primera vez en mi vida me dio un pavor supersticioso; y como si una invisible tela de araña hubiera rozado mi rostro con su textura, me estremecí como alguien que se encuentra con un fantasma. Una vez que llegué a mi cuarto me sentí feliz, y expulsé la oscuridad. Un alegre fuego ardía en la chimenea, y me senté frente al mismo con reconfortante sensación de alivio. Estuve así durante dos horas, pensando en los buenos viejos tiempos; recordando escenas e invocando rostros medio olvidados a través de las nieblas del pasado; escuchando, en mi fantasía, voces que tiempo ha fueron silenciadas para siempre, y canciones una vez familiares que hoy en día ya nadie canta. Y cuando mi ensueño se atenuó hasta un mustio 1 patetismo 2 , el alarido del viento fuera se convirtió en un gemido, el furioso latido de la lluvia contra las ventanas se acalló y uno a uno los ruidos en la calle se comenzaron a silenciar, hasta que los apresurados pasos del último paseante rezagado 3 murieron en la distancia y ya ningún sonido se hizo audible. El fuego se estaba extinguiendo. Una sensación de soledad se cebó en mí. Me levanté y me desvestí moviéndome en puntillas por la habitación, haciendo todo a hurtadillas, como si estuviera rodeado por enemigos dormidos cuyos descansos fuera fatal suspender. Me acosté y me tendí a escuchar la lluvia y el viento y los distantes sonidos de las persianas, hasta que me adormecí. Me dormí profundamente, pero no sé por cuánto tiempo. De repente, me desperté, estremecido . Todo estaba en calma. Todo, a excepción de mi corazón: podía escuchar mi propio latido. En ese momento las frazadas y colchas comenzaron a deslizarse lentamente hacia los pies de la cama, ¡cómo si alguien estuviera halándolas! No podía moverme, no podía hablar. Los cobertores se habían deslizado hasta que mi pecho quedó al descubierto. Entonces, con un gran esfuerzo, los aferré y los subí nuevamente hasta mi 1 Mustio: ‘melancólico, triste’. 2 Patetismo: ‘agitar el ánimo con dolo o tristeza’. 3 Rezagado: ‘dejar atrás’.

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Una historia de fantasmasMark Twain

Alquilé una gran habitación lejos de Broadway, en un edificio grande y viejo cuyos pisos superiores habían estado vacíos por años... hasta que yo llegué. El lugar había sido ganado hacía tiempo por el polvo y las telarañas, por la soledad y el silencio. La primera noche que subí a mis aposentos me pareció estar a tientas entre tumbas e invadiendo la privacidad de los muertos. Por primera vez en mi vida me dio un pavor supersticioso; y como si una invisible tela de araña hubiera rozado mi rostro con su textura, me estremecí como alguien que se encuentra con un fantasma.

Una vez que llegué a mi cuarto me sentí feliz, y expulsé la oscuridad. Un alegre fuego ardía en la chimenea, y me senté frente al mismo con reconfortante sensación de alivio. Estuve así durante dos horas, pensando en los buenos viejos tiempos; recordando escenas e invocando rostros medio olvidados a través de las nieblas del pasado; escuchando, en mi fantasía, voces que tiempo ha fueron silenciadas para siempre, y canciones una vez familiares que hoy en día ya nadie canta. Y cuando mi ensueño se atenuó hasta un mustio 1 patetismo 2 , el alarido del viento fuera se convirtió en un gemido, el furioso latido de la lluvia contra las ventanas se acalló y uno a uno los ruidos en la calle se comenzaron a silenciar, hasta que los apresurados pasos del último paseante rezagado3 murieron en la distancia y ya ningún sonido se hizo audible. El fuego se estaba extinguiendo. Una sensación de soledad se cebó en mí. Me levanté y me desvestí moviéndome en puntillas por la habitación, haciendo todo a hurtadillas, como si estuviera rodeado por enemigos dormidos cuyos descansos fuera fatal suspender. Me acosté y me tendí a escuchar la lluvia y el viento y los distantes sonidos de las persianas, hasta que me adormecí.

Me dormí profundamente, pero no sé por cuánto tiempo. De repente, me desperté, estremecido. Todo estaba en calma. Todo, a excepción de mi corazón: podía escuchar mi propio latido. En ese momento las frazadas y colchas comenzaron a deslizarse lentamente hacia los pies de la cama, ¡cómo si alguien estuviera halándolas! No podía moverme, no podía hablar. Los cobertores se habían deslizado hasta que mi pecho quedó al descubierto. Entonces, con un gran esfuerzo, los aferré y los subí nuevamente hasta mi cabeza. Esperé, escuché, esperé. Una vez más comenzó el firme halón. Al final arrebaté los cobertores nuevamente a su lugar, y los así con fuerza. Esperé. Luego sentí nuevos tirones, y la cosa renovó sus fuerzas. El tirón se afianzó con firme tensión; a cada momento se hacía más fuerte. Mi fuerza cesó, y por tercera vez las frazadas se alejaron. Gemí. ¡Y un gemido de respuesta vino desde los pies de la cama! Gruesas gotas de sudor comenzaron a poblar mis sienes. Estaba más muerto que vivo. Escuché unos fuertes pasos en el cuarto -como si fuera el paso de un elefante, eso me pareció- y no era nada humano. Pero era como si se alejara de mí. Lo escuché aproximándose a la puerta, traspasándola sin mover cerrojo o cerradura, y deambular por los tétricos pasillos, tensando el piso de madera y haciendo crujir las vigas a su paso. Luego de eso, el silencio reinó una vez más.

Cuando mi excitación se calmó, me dije a mí mismo: "Esto ha sido un sueño, simplemente un horrendo sueño." Y me quedé pensando eso hasta que me convencí que había sido solo una pesadilla, y entonces me relajé lo suficiente como para reír un poco y estuve feliz de nuevo. Me levanté y encendí una luz; y cuando revisé la puerta, vi que la cerradura y el cerrojo estaban como los había dejado. Otra serena sonrisa fluyó desde mi 1 Mustio: ‘melancólico, triste’.2 Patetismo: ‘agitar el ánimo con dolo o tristeza’. 3 Rezagado: ‘dejar atrás’.

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corazón y se ondeó en mis labios. Tomé mi pipa y la encendí, y cuando estaba ya sentado frente al fuego, ¡la pipa se me cayó de entre los dedos, la sangre se fue de mis mejillas, y mi plácida respiración se detuvo y quedé sin aliento! Entre las cenizas del fuego, a un costado de mi propias huellas, había otra, tan vasta 4 en comparación que las mías parecían las de un infante. Entonces, había habido un visitante, y las pisadas del elefante quedaban demostradas.

Apagué la luz y regresé a la cama, paralítico de miedo. Me recosté un largo rato, mirando fijamente en la oscuridad, y escuchando. Percibí un rechinido más arriba, como si alguien estuviera arrastrando un cuerpo pesado por el piso; entonces escuché que lanzaban el cuerpo, y el chasquido de mis ventanas fue la respuesta del golpe. En otras partes del edificio escuché portazos. A intervalos, también oí sigilosos pasos, por aquí y por allá, a través de los corredores, y subiendo y bajando las escaleras. Algunas veces esos ruidos se acercaban a mi puerta, dubitaban y luego retrocedían. Escuché, desde pasillos lejanos, el débil sonido de cadenas, los que se iban acercando paulatinamente a la par que ascendían las escaleras, marcando cada movimiento con un matraqueo metálico. Escuché palabras murmurantes; gritos a medias que parecían ser violentamente sofocados; y el crujido de prendas invisibles. En ese momento fui consciente de que mi habitación estaba siendo invadida, y de que no estaba solo. Escuché suspiros y alientos alrededor de mi cama, y misteriosos murmullos. Tres pequeñas esferas de suave fosforescencia aparecieron en el techo, directamente sobre mi cabeza, brillando durante un instante, para luego dejarse caer... dos de ellas sobre mi cara, y una sobre la almohada. Me salpicaron con algo líquido y cálido. La intuición me dijo que podría ser sangre; no necesitaba luz para darme cuenta de ello. Entonces vi rostros pálidos, levemente luminosos, y manos blancas, flotando en el aire, como sin cuerpos; flotando en un momento, para luego desaparecer. El murmullo cesó, lo mismo que las voces y los sonidos, y una solemne calma siguió. Esperé y escuché. Sentí que tenía que encender una luz o moriría. Estaba debilitado por el temor. Lentamente me alcé hasta sentarme, ¡y mi rostro entró en contacto con una mano viscosa! Todas mis fuerzas me abandonaron de repente, y me caí como si fuera un inválido. Entonces escuché el susurro de una tela; pareció como si hubiera pasado la puerta y salido.Cuando todo se calmó una vez más, salí de la cama, enfermo y enclenque, y encendí la luz de gas con una mano tan trémula como si fuera de una persona de cien años. La luz le dio algo de alegría a mi espíritu. Me senté y quedé contemplando las grandes huellas en las cenizas. Las miré mientras la llama del gas se ponía mustia. En ese mismo momento volví a escuchar el paso elefantino. Noté su aproximación, cada vez más cerca, por el vestíbulo, mientras la luz se iba extinguiendo poco a poco. Los ruidos llegaron hasta mi puerta e hicieron una pausa; la luz ya había menguado hasta convertirse en una mórbida llama azul, y todas las cosas a mi alrededor tenían un aspecto espectral. La puerta no se abrió; sin embargo, sentí en el rostro una leve bocanada de aire. En ese momento fui consciente que una presencia enorme y gris estaba frente a mí. Miré con ojos fascinados. Había una luminosidad pálida sobre la Cosa; gradualmente sus pliegues oscuros comenzaron a tomar forma; apareció una mano, luego unas piernas, un cuerpo, y al final una gran cara de tristeza surgió del vapor. ¡Limpio de su cobertura, desnudo, muscular y bello, el majestuoso Gigante de Cardiff apareció ante mí!

Toda mi miseria desapareció, ya que de niño sabía que ningún daño podría esperar de tan benigno semblante. Mi alegría regresó una vez más a mi espíritu, y en simpatía con esta, la llama de gas resplandeció nuevamente. Nunca un solitario exiliado fue tan feliz en recibir compañía como yo al saludar al amigable gigante. Dije:

-¿Nada más que tú? ¿Sabes que me he pegado un susto de muerte durante las últimas dos o tres horas? Estoy más que feliz de verte. Desearía tener una silla, aquí, aquí. ¡No trates de sentarte en esa cosa!

Pero ya era tarde. Se había sentado antes que pudiera detenerlo; nunca vi una silla estremecerse así en toda mi vida.

-Detente, detente o arruinarás todo.De nuevo muy tarde. Hubo otro destrozo, y otra silla fue reducida a sus elementos

originales.-¡Al infierno! ¿Es que no tienes juicio? ¿Deseas arruinar todo el mobiliario de este

lugar? Aquí, aquí, tonto petrificado.Pero fue inútil, antes que pudiera detenerlo, ya se había sentado en la cama, y esta

era ya una melancólica ruina.

4 Vasta: ‘grande’.

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-¿Qué clase de conducta es esta? Primero vienes pesadamente aquí trayendo una legión de fantasmas vagabundos para intranquilizarme, y luego tengo que pasar por alto tal falta de delicadeza que no sería tolerada por ninguna persona de cultura elevada excepto en un teatro respetable, y no contento con la desnudez de tu sexo, me compensas destrozando todo el mobiliario mientras buscas lugar dónde sentarte. Tú te dañas a ti mismo tanto como a mí. Te has lastimado el final de tu columna vertebral, y has dejado el piso sembrado de astillas de tus destrozos. Deberías estar avergonzado, ya eres bastante grande como para saber las cosas.-Está bien, no romperé más muebles. Pero ¿qué puedo hacer? No he tenido la oportunidad de sentarme desde hace cien años.

Y las lágrimas comenzaron a brotar de sus ojos.-Pobre diablo -dije- no debería haber sido tan rudo contigo. Eres un huérfano, sin

duda. Pero siéntate en el piso, aquí, ninguna otra cosa aguantará tu peso.Así que se sentó en el piso y encendí una pipa que me dio, le di una de mis mantas

y se la puso sobre los hombros, le puse mi bañera invertida en la cabeza, a modo de casco, y lo puse a sentir confortable. Entonces él cruzó las piernas mientras yo avivé el fuego y acerqué las prodigiosas formas de sus pies al calor.

-¿Qué pasa con las plantas de tus pies y la parte anterior de tus piernas, que parecen cinceladas?

-¡Sabañones infernales! Los agarré estando en la granja Newell. Amo ese lugar como si fuera mi viejo hogar. No hay para mí nada como la tranquilidad que siento cuando estoy ahí.Hablamos durante media hora, y luego noté que se veía cansado, y se lo dije.

-¿Cansado? -dijo-. Bueno, debería estarlo. Y ahora te diré todo, ya que me has tratado tan bien. Soy el espíritu del Hombre Petrificado que yace sobre la calle que va al museo. Soy el fantasma del Gigante de Cardiff. No puedo tener descanso, no puedo tener paz, hasta que alguien dé a mi pobre cuerpo una sepultura. ¿Qué es lo más natural que puedo hacer para que los hombres satisfagan ese deseo? ¡Aterrorizarlos, encantar el lugar donde descansan! Así que embrujé el museo noche tras noche. Hasta tuve la ayuda de otros espectros. Pero no hice bien, porque nadie se atrevía luego a ir al museo a medianoche. Entonces se me ocurrió acechar un poco este lugar. Sentí que si escuchaba gritos, tendría éxito, así que recluté a las más eficientes almas que la perdición pudiera proveer. Noche tras noche estuvimos estremeciendo estas enmohecidas recámaras, arrastrando cadenas, gruñendo, murmurando, deambulando, subiendo y bajando escaleras, hasta que, para decir la verdad, me cansé de hacerlo. Pero cuando vi una luz en tu cuarto esta noche, recuperé mis energías nuevamente y salí con la frescura original. Pero estoy cansado, enteramente agotado. ¡Dame, te imploro, dame alguna esperanza!

Encendido por un estallido de excitación, exclamé:

-¡Esto sobrepasa todo, todo lo ocurrido! ¿Por qué tú, pobre fósil antiguo, te tomas tantas preocupaciones por nada? ¡Has estado acechando una efigie de yeso de ti mismo, ya que el verdadero Gigante de Cardiff está en Albany! ¡Demonios! ¿No sabes en dónde están tus propios restos?

Nunca vi tan elocuente mirada de vergüenza, de lastimera humillación. El Hombre Petrificado se levantó lentamente y dijo:

-Honestamente, ¿es eso cierto?-Tan cierto como que estoy aquí sentado.Sacó la pipa de su boca y la dejó en el mantel, luego se irguió dubitativamente (de

manera inconsciente, por algún viejo hábito, llevó sus manos hasta donde los bolsillos de sus pantalones deberían haber estado, y de forma meditativa dejó caer su barbilla en su pecho) y finalmente dijo:

-Bien, nunca antes me sentí tan absurdo. ¡El Hombre Petrificado ha sido vendido a alguien más, y ahora el peor fraude ha terminado vendiendo su propio fantasma! Hijo mío, si alguna caridad queda en tu corazón por un pobre fantasma sin amigos como yo, por favor no dejes que esto se sepa. Piensa cómo te sentirías si te hubieras puesto tú mismo en ridículo también.

Escuché esto, y el bribón se fue retirando lentamente, paso a paso bajó las escaleras y salió a la calle desierta; me sentí triste de que se hubiera ido, pobre tipo, y también porque se llevó mi manta y mi bañera.

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El Príncipe felizOscar Wilde

Muy alto sobre la ciudad, sobre una elevada columna, se erguía la estatua del Príncipe Feliz. Toda recubierta con delgadas hojas de oro fino, tenía por ojos dos brillantes zafiros y un gran rubí resplandecía en el pomo de su espada. Todo el mundo se detenía para admirar la figura de aquel Príncipe.

—Es tan hermoso como una veleta —observó uno de los consejeros de la ciudad, que deseaba ganar prestigio como persona de gustos artísticos—, claro que no es tan útil —agregó, temiendo que la gente lo creyera poco práctico, algo que en realidad no era.

—¿Por qué no puedes ser tú como el Príncipe Feliz? —le preguntó muy sensatamente una mamá a su pequeño hijo, que lloraba pidiendo la luna—. ¡Al Príncipe Feliz jamás se le ocurriría llorar así por nada!

—Me alegro de que por lo menos haya alguien en el mundo que sea feliz —murmuró un desilusionado, contemplando la maravillosa estatua.

—Es como un ángel —dijeron los niños del Colegio de Caridad, que salían de la Catedral luciendo sus brillantes capas escarlatas y sus delantales blancos.

—¿Cómo pueden ustedes hablar sobre el aspecto de los ángeles —dijo el Maestro de Matemáticas— si jamás han visto uno?

—¡Ah, pero sí los hemos visto, en nuestros sueños! —contestaron los niños, y el Maestro de Matemáticas frunció el ceño y asumió un aire muy severo, pues no estaba de acuerdo con que los niños soñaran.

Cierta noche voló sobre la ciudad una pequeña Golondrina. Hacía ya seis semanas que sus compañeras se habían ido a Egipto, pero ella había decidido quedarse, por estar enamorada del más hermoso de los juncos 5 . El encuentro había tenido lugar al comienzo de la primavera, cuando la Golondrina perseguía a una gran mariposa amarilla volando sobre el río; tan atraída se sintió por su fina cintura, que se detuvo a hablarle.

—¿Quieres que me enamore de ti? —le dijo la Golondrina, a la que no le gustaba andar con rodeos, y el Junco le hizo una profunda reverencia. La Golondrina comenzó a volar una y otra vez a su alrededor, rozando el agua con sus alas y formando rizos que eran pequeñas ondas plateadas. Ésta era su forma de cortejar, y este cortejo duró todo el verano.

—Es un noviazgo ridículo —gorjeaban las otras golondrinas—; él carece de fortuna, y tiene demasiados parientes —y era verdad, pues el río estaba lleno de juncos. Luego, al llegar el otoño, todas las golondrinas emprendieron vuelo.

Cuando todas sus compañeras hubieron partido, la Golondrina se sintió triste y sola, y empezó a cansarse de su amor.

—No sabe de qué conversar —se dijo—, y además es muy poco serio. Está siempre coqueteando con la brisa. Y así era en efecto, pues cada vez que soplaba la brisa, el Junco se deshacía en reverencias. —Tengo que admitir, eso sí, que es sin duda muy hogareño —

5 Junco: ‘planta’.

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siguió diciendo la Golondrina—, pero a mí me encanta viajar, y por tanto, al que me ame deben gustarle también los viajes.

—¿Quieres venir conmigo? —le preguntó finalmente, pero el Junco dijo que no con su cabeza. Estaba muy arraigado a su casa.

—¡Estabas jugando conmigo! ¡Me voy a las Pirámides! ¡Adiós! —y la Golondrina se echó a volar. Voló durante todo el día, y por la noche llegó a la ciudad.

—¿Dónde encontraré un lugar para cobijarme? Espero que en la ciudad esté todo preparado. En ese momento vio a la estatua sobre su alto columna.

—Pasaré la noche aquí —se dijo—, es un lugar excelente y bien ventilado. Y se posó justamente entre los pies del Príncipe Feliz.

—Tengo un dormitorio dorado —murmuró suavemente mientras echaba una mirada a su alrededor. Y se dispuso a dormir. Pero en el momento en que iba a poner su cabeza debajo del ala, una gruesa gota de agua le cayó encima.

—¡Esto sí que es curioso! No hay en el cielo una sola nube, las estrellas relucen, y sin embargo llueve. El clima del norte de Europa es realmente espantoso. Al Junco le agradaba la lluvia, pero era por puro egoísmo. Volvió a caerle otra gota.

—¿De qué sirve una estatua si ni siquiera lo protege a uno de la lluvia? Voy a buscar una chimenea que tenga un buen sombrero —y se dispuso a volar. Pero antes de que abriera sus alas, le cayó encima una tercera gota. La Golondrina miró hacia arriba, y vio... ¿Qué fue lo que vio la Golondrina? Los ojos del Príncipe Feliz estaban llenos de lágrimas, y las lágrimas rodaban por sus mejillas doradas. Tan hermoso era su rostro bajo la luz de la luna, que la pequeña Golondrina sintió una profunda piedad.

—¿Quién eres? —preguntó. —Soy el Príncipe Feliz. —¿Y por qué lloras, entonces? Casi me has empapado por completo.—Cuando yo vivía y latía en mi pecho un corazón como el de todos los hombres —

respondió la estatua—, jamás supe lo que era derramar una sola lágrima, pues vivía en el Palacio de Sans-Souci, cuyas puertas permanecen cerradas al Dolor. Durante el día jugaba en el jardín con mis compañeros, y por la noche bailaba en el gran salón de fiestas. Alrededor del jardín se levantaba un muro muy alto, pero a mí nunca se me ocurrió pensar en lo que podía haber más allá de él. A mi alrededor, todo era hermoso. Mis cortesanos me llamaban el Príncipe Feliz, y en verdad lo era, si al placer se lo puede llamar felicidad. Así viví, y así morí. Y ahora que estoy muerto, me han colocado en este pedestal tan alto que puedo ver toda la sordidez y la miseria de mi ciudad, y, aunque mi corazón es de plomo, no puedo evitar el llanto.

—¿Cómo? Yo creía que la estatua era toda de oro puro —dijo para sí la Golondrina, que era demasiado bien educada como para hacer en voz alta una observación sobre cosas íntimas.

—Muy lejos de aquí —siguió diciendo la estatua con una voz baja y musical—, muy lejos de aquí, en una callejuela estrecha, diviso una casa de aspecto muy pobre. Una de las ventanas está abierta, y a través de ella alcanzo a ver una mujer sentada ante una mesa. Su rostro pálido y demacrado contrasta con sus manos ásperas y enrojecidas, llenas de pinchaduras de aguja. Es una costurera. Está bordando pasionarias sobre un vestido de seda que usará la más bella de las damas de honor de la Reina en el próximo baile de la Corte. En un rincón del cuarto, un niño yace enfermo en su pequeña cuna. Tiene fiebre y pide naranjas. Pero lo único que tiene su madre para darle es agua del río. Y el niño está llorando. Golondrina, Golondrina, mi pequeña Golondrina, ¿no le llevarías a la pobre mujer el rubí del pomo de mi espada? Tengo los pies fijos a este pedestal y no puedo moverme.

—Me esperan en Egipto —dijo la Golondrina—. Mis amigas están volando río abajo y río arriba sobre el Nilo, y les gorjean a las flores de loto. Pronto se irán a dormir en la tumba del Gran Rey. El Rey mismo descansa en su ataúd decorado. Está envuelto en paño de lino de color amarillo y embalsamado con sustancias aromáticas. Tiene alrededor de su cuello una cadena de jade verde pálido, y sus manos parecen hojas marchitas.

—Golondrina, Golondrina, mi pequeña Golondrina —dijo el Príncipe—, quédate conmigo esta noche y sé mi mensajera. El niño tiene mucha sed y la madre está muy triste.

—No me gustan mucho los niños —respondió la Golondrina—. El verano pasado, cuando yo vivía cerca del río, dos muchachos muy malos, que eran hijos del molinero, solían arrojarme piedras. Nunca llegaron a alcanzarme, por supuesto, porque las

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golondrinas sabemos volar muy bien, y además yo provengo de una familia célebre por su agilidad. De cualquier modo, la actitud de ellos mostraba una falta de respeto. Pero el Príncipe Feliz se veía tan triste, que la pequeña Golondrina sintió lástima.

—Mucho frío hace aquí —volvió a decir la Golondrina—, pero me quedaré contigo esta noche y seré tu mensajera.

—Gracias, mi pequeña Golondrina —dijo el Príncipe. Y la Golondrina arrancó el rubí de la espada del Príncipe y con la piedra preciosa en el pico se fue volando sobre los tejados de la ciudad. Voló sobre la cúpula de la Catedral, donde hay ángeles esculpidos en mármol blanco. Pasó sobre el Palacio y oyó el rumor que venía del salón de fiestas. Una hermosa doncella salió con su novio al balcón.

—¡Qué hermosas son las estrellas —dijo él— y qué asombroso el poder del amor! —Espero que mi vestido esté terminado para el baile de la Corte —respondió ella—.

He encargado que lleve bordadas unas pasionarias, ¡pero las costureras son tan perezosas!

La Golondrina sobrevoló el río y vio las luces que brillaban en los mástiles de los barcos. Pasó sobre el Ghetto y vio a los viejos judíos regateando sus mercancías y pesando monedas en balanzas de cobre. Finalmente llegó a la casa de la pobre costurera y miró por la ventana. El niño se revolvía ardiendo de fiebre en la cama, y la madre, exhausta, se había quedado dormida. Dando pequeños saltitos la Golondrina entró y depositó el gran rubí sobre la mesa, junto al dedal de la mujer. Luego voló suavemente alrededor de la camita, abanicando con sus alas las sienes del niño.

—¡Oh, qué agradable frescor siento! —dijo el niño—. Debo estar mejorándome —y se sumió en un delicioso sopor.

Luego la Golondrina emprendió el vuelo para volver junto al Príncipe Feliz, y le contó lo que había hecho.

—Es curioso —agregó—, pero ahora casi siento calor, aunque hace tanto frío. —Eso se debe a que has hecho una buena acción —dijo el Príncipe. Y cuando la pequeña Golondrina comenzaba a pensar, se quedó dormida. Pensar siempre le daba sueño. Al amanecer voló al río y se dio un baño.

—¡Qué fenómeno tan curioso! —dijo el Profesor de Ornitología mientras cruzaba el puente—. ¡Una golondrina en invierno! Y publicó sobre el tema un larguísimo artículo en el periódico local. Todo el mundo lo leyó y lo comentó, pues tenía una gran cantidad de términos que nadie entendía. “Esta noche partiré a Egipto”, se dijo la Golondrina, alegrándose mucho ante la perspectiva del viaje. Visitó todos los monumentos públicos y estuvo un largo rato posada en el campanario de la iglesia. Dondequiera que fuese, los gorriones piaban a su paso, diciendo:

—¡Qué extranjera tan distinguida! —con lo que ella se divirtió mucho. Cuando salió la luna, volvió junto al Príncipe Feliz.

—¿Tienes algún encargo para Egipto? Dentro de poco partiré. —Golondrina, Golondrina, mi pequeña Golondrina —dijo el Príncipe—, ¿no te quedarías conmigo una noche más?

—Me esperan en Egipto —respondió la Golondrina—. Mañana mis amigas volarán hacia la Segunda Catarata. Allá, entre los juncales, dormita del hipopótamo, y sobre su gran trono de granito está sentado el dios Memnón. Vigila las estrellas durante toda la noche; cuando ve brillar el lucero, da un grito de alegría, y luego se queda en silencio. A mediodía, los leones de melena dorada llegan hasta la ribera para beber. Tienen ojos verdes como aguamarinas y su rugido es más poderoso que el de las cataratas.

—Golondrina, Golondrina, mi pequeña Golondrina —dijo el Príncipe—. Lejos de aquí, al otro lado de la ciudad, alcanzo a ver a un joven en una buhardilla.

Se inclina sobre una mesa cubierta de papeles y a su lado, en un vaso, hay un ramo de violetas marchitas. Tiene el cabello castaño y rizado, los labios rojos como las granadas, y ojos grandes y soñadores. Está empeñado en terminar una obra que le solicitó el Director del Teatro, pero siente tanto frío que ya no puede escribir. No hay fuego en su estufa y se ha desvanecido de hambre.

—Me quedaré contigo una noche más —respondió la Golondrina, que en el fondo tenía buen corazón—. ¿Quieres que le lleve otro rubí?

—¡Ay de mí! No tengo más rubíes. Lo único que me queda son mis ojos. Son dos zafiros muy raros traídos de la India hace mil años. Saca uno de ellos y llévaselo a ese

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joven. Él podrá, a su vez, vendérselo al joyero, y comprar leña para su estufa, y terminar así su obra de teatro.

—Mi querido Príncipe —dijo la Golondrina—, no me pidas que haga tal cosa —y empezó a llorar. —Golondrina, Golondrina, mi pequeña Golondrina —repitió el Príncipe—, haz lo que te pido.

Entonces la Golondrina sacó uno de los ojos del Príncipe y voló hacia la buhardilla del joven escritor. Le resultó muy fácil penetrar, pues el techo tenía una rotura. Y a través de esta rotura se introdujo, veloz, la Golondrina. El joven tenía su cabeza hundida entre las manos, y no oyó el aletear de la avecilla. Y cuando levantó la cabeza, se encontró con el magnífico zafiro que yacía entre las violetas marchitas.

—Veo que empiezan a reconocer mis méritos —exclamó—. Esto es un regalo de alguien que me admira mucho. Ahora puedo terminar mi obra de teatro. Y se sintió muy feliz. Al día siguiente, la Golondrina voló hacia el puerto. Se posó sobre el mástil de un gran velero y estuvo observando cómo los marineros izaban con cuerdas unos grandes cofres.

—¡Iza! —gritaban a medida que sacaban los cofres. —¡Me voy a Egipto! —gorjeó a su vez la Golondrina, pero nadie prestó atención. Y

cuando salió la luna, volvió junto al Príncipe. —He venido a decirte adiós —le dijo. —Golondrina, Golondrina, mi pequeña Golondrina —contestó el Príncipe—, ¿no te

quedarías una noche más conmigo?—Estamos ya en invierno —respondió la Golondrina— y pronto estará aquí el cierzo 6

helado. En Egipto el sol ha entibiado las verdes palmeras, y los cocodrilos, tendidos en el barro, miran perezosamente a su alrededor. Mis compañeras están haciendo sus nidos en el Templo de Baalbec, mientras las palomas blancas y rosadas las observan, arrullándose unas a otras. Mi querido Príncipe, tengo que dejarte, pero nunca te olvidaré, y en la primavera próxima te traeré piedras preciosas para colocarlas en el lugar de aquellas que has regalado. El rubí será más rojo que una rosa roja, y el zafiro tan azul como el mar.

—A una cuadra de aquí —dijo el Príncipe Feliz— hay una niña que vende fósforos. Los fósforos se le han caído cerca de la alcantarilla y están todos estropeados. Su padre la castigará si no vuelve a casa con algunas monedas, y la pobrecita está llorando. No tiene ni zapatos ni medias, ni nada para cubrir su cabeza. Sácame el otro ojo y dáselo a ella, y su padre no la castigará.

—Una noche más me quedaré contigo —respondió la Golondrina—, pero no puedo sacarte tu ojo. Te quedarás completamente ciego.

—Golondrina, Golondrina, mi pequeña Golondrina —dijo el Príncipe—, haz lo que te pido. La Golondrina arrancó entonces el ojo del Príncipe, y voló con él en el pico. Batiendo velozmente las alas descendió sobre la niña, y dejó caer la piedra en la palma de su mano.

—¡Qué hermoso trozo de vidrio! —gritó la pequeña. Y riendo corrió a su casa.Luego la Golondrina regresó junto al Príncipe. —Ahora estás ciego —le dijo—, así es que me quedaré siempre contigo. —No, mi pequeña Golondrina —respondió el pobre Príncipe—, debes irte a Egipto. —Me quedaré contigo para siempre —volvió a decir la Golondrina. Y se durmió a los

pies del Príncipe. Durante todo el día siguiente estuvo posada en el hombro del Príncipe, relatándole las cosas que había visto en extraños países. Le habló sobre los ibis rojos que, parados en largas hileras sobre los bancos de arena del Nilo, atrapan con sus picos los peces dorados; le habló sobre la Esfinge, casi tan vieja como el mundo, y que vive en el desierto y lo conoce todo; de los mercaderes que avanzan lentamente junto a sus camellos, haciendo girar entre sus dedos las cuentas de ámbar de sus rosarios; del rey de las montañas de la Luna, tan negro como el ébano y que rinde culto a un gran cristal; de la gran serpiente verde que duerme en una palmera, y que dispone de veinte sacerdotes para que la alimenten con pastelitos de miel; y de los pigmeos que, sobre anchísimas hojas, navegan en un gran lago y están siempre en guerra con las mariposas.

—Mi pequeña Golondrina —dijo el Príncipe—, tú me cuentas cosas maravillosas, pero lo más maravilloso es el sufrimiento de los seres humanos. No hay Misterio tan grande como la Miseria. Vuela sobre mi ciudad, mi pequeña Golondrina, y luego cuéntame lo que tú veas.6 Cierzo: ‘viento’

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Y así la Golondrina voló sobre la gran ciudad y vio cómo los ricos se divertían en sus palacios, mientras los pordioseros se agrupaban a sus puertas. Voló por sórdidos pasajes donde niños de cara pálida y desfallecientes de hambre contemplaban con la mirada perdida las callejuelas oscuras. Bajo un puente yacían dos niños, uno en brazos del otro, tratando de darse calor uno a otro.

—¡Tenemos hambre! —decían. —¡No pueden estar aquí! —les gritó el guardián, y se fueron ambos, vagando bajo la

lluvia. Luego la Golondrina volvió junto al Príncipe y le contó lo que había visto. —Estoy recubierto de oro fino —dijo el Príncipe—. Hoja por hoja debes llevarlo y

dárselo a mis pobres: los hombres han creído siempre que el oro puede hacerlos felices. Hoja por hoja la Golondrina fue arrancando aquel oro fino, hasta que el Príncipe Feliz tuvo un aspecto opaco y grisáceo. Hoja por hoja la Golondrina fue llevando a los pobres aquel oro fino, y las caritas de los niños se volvieron rosadas, y se reían y jugaban en las calles.

—¡Ya no tenemos hambre! —decían. Luego vino la nieve, y después de la nieve llegaron las heladas. Las calles, tanto era el brillo con que relucían, parecían estar hechas de plata. Largos carámbanos semejantes a dagas de cristal pendían de los aleros de las casas. Todos andaban por las calles envueltos en pieles, y los niños usaban gorros de color escarlata y patinaban sobre el hielo.

La pobre Golondrina sentía cada vez más frío, pero no abandonaba al Príncipe, tanto era su cariño por él. Picoteaba las migajas en la puerta de la panadería cuando el panadero no miraba y trataba de entrar en calor agitando sus alas. Llegó el momento en que supo que iba a morir. Apenas tuvo fuerzas para volar una vez más hasta el hombro del Príncipe.

—Adiós, querido Príncipe —murmuró—. ¿Me dejas que bese tu mano? —Me alegro de saber que por fin te vas a Egipto, mi pequeña Golondrina. Pero

debes besarme en los labios, pues te he tomado mucho cariño. —No es a Egipto adonde me voy —dijo la Golondrina—, voy a la Morada de la

Muerte, y la Muerte es la hermana del Sueño, ¿no es cierto? La Golondrina besó los labios del Príncipe Feliz y cayó muerta a sus pies. Un extraño ruido resonó en ese momento dentro de la estatua, como si algo se rompiera. La verdad era que el corazón de plomo se había partido en dos. Ciertamente, la helada era terrible.

A la mañana siguiente el Alcalde paseaba en compañía de los Consejeros de la Ciudad. Al pasar cerca de la estatua, miró hacia arriba.

—¡Dios mío! ¡Qué pobretón se ve el Príncipe Feliz! —¡Es cierto! ¡Qué pobretón! —respondieron los Consejeros de la Ciudad, que

siempre estaban de acuerdo con lo que decía el Alcalde. Y subieron a observarlo. —El rubí del pomo de su espada se ha caído, sus ojos han desaparecido, y también

ha desaparecido el oro de lo recubría —dijo el Alcalde—. En fin, parece casi un pordiosero. —Parece casi un pordiosero —repitieron los Consejeros de la Ciudad. —Y miren ustedes: ¡hay un pájaro muerto a sus pies! —continuó el Alcalde—.

Debemos publicar un decreto que prohíba a los pájaros morir en este lugar. Y el Secretario de Actas tomo nota de la sugerencia. Y derribaron la estatua del Príncipe Feliz.

—Como ha perdido su belleza, ya no tiene utilidad —comentó el Profesor de Arte de la Universidad. Fundieron entonces la estatua y el Alcalde convocó a una sesión para decidir lo que se haría con todo ese metal.

—Naturalmente, debemos levantar otra estatua —dijo—, y esa estatua será erigida en mi honor.

—¡En mi honor! —dijo cada uno de los Consejeros de la Ciudad, y se pusieron a discutir furiosamente: la última vez que supe de ellos todavía estaban discutiendo.

—¡Qué cosa tan rara! —dijo el capataz de la fundición—. No puedo lograr que se funda en los hornos este corazón partido de plomo. Tírenlo por cualquier parte. Y lo arrojaron sobre un montón de basura donde también yacía la golondrina muerta.

—Traedme las dos cosas de mayor valor que haya en la ciudad — dijo Dios a uno de sus Ángeles. Y el Ángel trajo el corazón de plomo y la avecilla muerta.

—Habéis elegido bien—dijo Dios—. Esta avecilla cantará siempre en el jardín del Paraíso, y en mi Ciudad de Oro el Príncipe Feliz me alabará.

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La SirenitaHans Christian Andersen

En el fondo del más azul de los océanos había un maravilloso palacio en el cual habitaba el Rey del Mar, un viejo y sabio tritón que tenía una abundante barba blanca. Vivía en esta espléndida mansión de coral multicolor y de conchas preciosas, junto a sus hijas, cinco bellísimas sirenas.

La Sirenita, la más joven, además de ser la más bella poseía una voz maravillosa; cuando cantaba acompañándose con el arpa, los peces acudían de todas partes para escucharla, las conchas se abrían, mostrando sus perlas, y las medusas al oírla dejaban de flotar.

La pequeña sirena casi siempre estaba cantando, y cada vez que lo hacía levantaba la vista buscando la débil luz del sol, que a duras penas se filtraba a través de las aguas profundas.

-¡Oh! ¡Cuánto me gustaría salir a la superficie para ver por fin el cielo que todos dicen que es tan bonito, y escuchar la voz de los hombres y oler el perfume de las flores!

-Todavía eres demasiado joven -respondió la abuela-. Dentro de unos años, cuando tengas quince, el rey te dará permiso para subir a la superficie, como a tus hermanas.

La Sirenita soñaba con el mundo de los hombres, el cual conocía a través de los relatos de sus hermanas, a quienes interrogaba durante horas para satisfacer su inagotable curiosidad cada vez que volvían de la superficie. En este tiempo, mientras esperaba salir a la superficie para conocer el universo ignorado, se ocupaba de su maravilloso jardín adornado con flores marítimas. Los caballitos de mar le hacían compañía y los delfines se le acercaban para jugar con ella; únicamente las estrellas de mar, quisquillosas, no respondían a su llamada.

Por fin llegó el cumpleaños tan esperado y, durante toda la noche precedente, no consiguió dormir. A la mañana siguiente el padre la llamó y, al acariciarle sus largos y rubios cabellos, vio esculpida en su hombro una hermosísima flor.

-¡Bien, ya puedes salir a respirar el aire y ver el cielo! ¡Pero recuerda que el mundo de arriba no es el nuestro, solo podemos admirarlo! Somos hijos del mar y no tenemos alma como los hombres. Sé prudente y no te acerques a ellos. ¡Solo te traerían desgracias!

Apenas su padre terminó de hablar, La Sirenita le dio un beso y se dirigió hacia la superficie, deslizándose ligera. Se sentía tan veloz que ni siquiera los peces conseguían alcanzarla. De repente emergió del agua. ¡Qué fascinante! Veía por primera vez el cielo azul y las primeras estrellas centelleantes al anochecer. El sol, que ya se había puesto en el horizonte, había dejado sobre las olas un reflejo dorado que se diluía lentamente. Las

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gaviotas revoloteaban por encima de La Sirenita y dejaban oír sus alegres graznidos de bienvenida.

-¡Qué hermoso es todo! -exclamó feliz, dando palmadas.Pero su asombro y admiración aumentaron todavía: una nave se acercaba despacio

al escollo donde estaba La Sirenita. Los marinos echaron el ancla, y la nave, así amarrada, se balanceó sobre la superficie del mar en calma. La Sirenita escuchaba sus voces y comentarios. “¡Cómo me gustaría hablar con ellos!", pensó. Pero al decirlo, miró su larga cola cimbreante, que tenía en lugar de piernas, y se sintió acongojada: “¡Jamás seré como ellos!”

A bordo parecía que todos estuviesen poseídos por una extraña animación y, al cabo de poco, la noche se llenó de vítores: “¡Viva nuestro capitán! ¡Vivan sus veinte años!” La pequeña sirena, atónita y extasiada, había descubierto mientras tanto al joven al que iba dirigido todo aquel alborozo. Alto, moreno, de porte real, sonreía feliz. La Sirenita no podía dejar de mirarlo y una extraña sensación de alegría y sufrimiento al mismo tiempo, que nunca había sentido con anterioridad, le oprimió el corazón.

La fiesta seguía a bordo, pero el mar se encrespaba cada vez más. La Sirenita se dio cuenta en seguida del peligro que corrían aquellos hombres: un viento helado y repentino agitó las olas, el cielo entintado de negro se desgarró con relámpagos amenazantes y una terrible borrasca sorprendió a la nave desprevenida.

-¡Cuidado! ¡El mar...! -en vano la Sirenita gritó y gritó.Pero sus gritos, silenciados por el rumor del viento, no fueron oídos, y las olas, cada

vez más altas, sacudieron con fuerza la nave. Después, bajo los gritos desesperados de los marineros, la arboladura y las velas se abatieron sobre cubierta, y con un siniestro fragor el barco se hundió. La Sirenita, que momentos antes había visto cómo el joven capitán caía al mar, se puso a nadar para socorrerlo. Lo buscó inútilmente durante mucho rato entre las olas gigantescas. Había casi renunciado, cuando de improviso, milagrosamente, lo vio sobre la cresta blanca de una ola cercana y, de golpe, lo tuvo en sus brazos.

El joven estaba inconsciente, mientras la Sirenita, nadando con todas sus fuerzas, lo sostenía para rescatarlo de una muerte segura. Lo sostuvo hasta que la tempestad amainó. Al alba, que despuntaba sobre un mar todavía lívido, la Sirenita se sintió feliz al acercarse a tierra y poder depositar el cuerpo del joven sobre la arena de la playa. Al no poder andar, permaneció mucho tiempo a su lado con la cola lamiendo el agua, frotando las manos del joven y dándole calor con su cuerpo.

Hasta que un murmullo de voces que se aproximaban la obligaron a buscar refugio en el mar.

-¡Corran! ¡Corran! -gritaba una dama de forma atolondrada- ¡Hay un hombre en la playa! ¡Está vivo! ¡Pobrecito...! ¡Ha sido la tormenta...! ¡Llevémoslo al castillo! ¡No! ¡No! Es mejor pedir ayuda...

La primera cosa que vio el joven al recobrar el conocimiento, fue el hermoso semblante de la más joven de las tres damas.

-¡Gracias por haberme salvado! -le susurró a la bella desconocida.La Sirenita, desde el agua, vio que el hombre al que había salvado se dirigía hacia el

castillo, ignorante de que fuese ella, y no la otra, quien lo había salvado.

Pausadamente nadó hacia el mar abierto; sabía que, en aquella playa, detrás suyo, había dejado algo de lo que nunca hubiera querido separarse. ¡Oh! ¡Qué maravillosas habían sido las horas transcurridas durante la tormenta teniendo al joven entre sus brazos!

Cuando llegó a la mansión paterna, la Sirenita empezó su relato, pero de pronto sintió un nudo en la garganta y, echándose a llorar, se refugió en su habitación. Días y más días permaneció encerrada sin querer ver a nadie, rehusando incluso hasta los alimentos. Sabía que su amor por el joven capitán era un amor sin esperanza, porque ella, la Sirenita, nunca podría casarse con un hombre.

Solo la Hechicera de los Abismos podía socorrerla. Pero, ¿a qué precio? A pesar de todo decidió consultarla.

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-¡...por consiguiente, quieres deshacerte de tu cola de pez! Y supongo que querrás dos piernas. ¡De acuerdo! Pero deberás sufrir atrozmente y, cada vez que pongas los pies en el suelo sentirás un terrible dolor.

-¡No me importa -respondió la Sirenita con lágrimas en los ojos- a condición de que pueda volver con él!

¡No he terminado todavía! -dijo la vieja-. ¡Deberás darme tu hermosa voz y te quedarás muda para siempre! Pero recuerda: si el hombre que amas se casa con otra, tu cuerpo desaparecerá en el agua como la espuma de una ola.

-¡Acepto! -dijo por último la Sirenita y, sin dudar un instante, le pidió el frasco que contenía la poción prodigiosa. Se dirigió a la playa y, en las proximidades de su mansión, emergió a la superficie; se arrastró a duras penas por la orilla y se bebió la pócima de la hechicera.

Inmediatamente, un fuerte dolor le hizo perder el conocimiento y cuando volvió en sí, vio a su lado, como entre brumas, aquel semblante tan querido sonriéndole. El príncipe allí la encontró y, recordando que también él fue un náufrago, cubrió tiernamente con su capa aquel cuerpo que el mar había traído.

-No temas -le dijo de repente-. Estás a salvo. ¿De dónde vienes?Pero la Sirenita, a la que la bruja dejó muda, no pudo responderle.-Te llevaré al castillo y te curaré.

Durante los días siguientes, para la Sirenita empezó una nueva vida: llevaba maravillosos vestidos y acompañaba al príncipe en sus paseos. Una noche fue invitada al baile que daba la corte, pero tal y como había predicho la bruja, cada paso, cada movimiento de las piernas le producía atroces dolores como premio de poder vivir junto a su amado. Aunque no pudiese responder con palabras a las atenciones del príncipe, éste le tenía afecto y la colmaba de gentilezas. Sin embargo, el joven tenía en su corazón a la desconocida dama que había visto cuando fue rescatado después del naufragio.

Desde entonces no la había visto más porque, después de ser salvado, la desconocida dama tuvo que partir de inmediato a su país. Cuando estaba con la Sirenita, el príncipe le profesaba a ésta un sincero afecto, pero no desaparecía la otra de su pensamiento. Y la pequeña sirena, que se daba cuenta de que no era ella la predilecta del joven, sufría aún más. Por las noches, la Sirenita dejaba a escondidas el castillo para ir a llorar junto a la playa.

Pero el destino le reservaba otra sorpresa. Un día, desde lo alto del torreón del castillo, fue avistada una gran nave que se acercaba al puerto, y el príncipe decidió ir a recibirla acompañado de la Sirenita.

La desconocida que el príncipe llevaba en el corazón bajó del barco y, al verla, el joven corrió feliz a su encuentro. La Sirenita, petrificada, sintió un agudo dolor en el corazón. En aquel momento supo que perdería a su príncipe para siempre. La desconocida dama fue pedida en matrimonio por el príncipe enamorado, y la dama lo aceptó con agrado, puesto que ella también estaba enamorada. Al cabo de unos días de celebrarse la boda, los esposos fueron invitados a hacer un viaje por mar en la gran nave que estaba amarrada todavía en el puerto. La Sirenita también subió a bordo con ellos, y el viaje dio comienzo.

Al caer la noche, la Sirenita, angustiada por haber perdido para siempre a su amado, subió a cubierta. Recordando la profecía de la hechicera, estaba dispuesta a sacrificar su vida y a desaparecer en el mar. Procedente del mar, escuchó la llamada de sus hermanas:

-¡Sirenita! ¡Sirenita! ¡Somos nosotras, tus hermanas! ¡Mira! ¿Ves este puñal? Es un puñal mágico que hemos obtenido de la bruja a cambio de nuestros cabellos. ¡Tómalo y, antes de que amanezca, mata al príncipe! Si lo haces, podrás volver a ser una sirenita como antes y olvidarás todas tus penas.

Como en un sueño, la Sirenita, sujetando el puñal, se dirigió hacia el camarote de los esposos. Mas cuando vio el semblante del príncipe durmiendo, le dio un beso furtivo y subió de nuevo a cubierta. Cuando ya amanecía, arrojó el arma al mar, dirigió una última

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mirada al mundo que dejaba y se lanzó entre las olas, dispuesta a desaparecer y volverse espuma.

Cuando el sol despuntaba en el horizonte, lanzó un rayo amarillento sobre el mar y, la Sirenita, desde las aguas heladas, se volvió para ver la luz por última vez. Pero de improviso, como por encanto, una fuerza misteriosa la arrancó del agua y la transportó hacia lo más alto del cielo. Las nubes se teñían de rosa y el mar rugía con la primera brisa de la mañana, cuando la pequeña sirena oyó cuchichear en medio de un sonido de campanillas:

-¡Sirenita! ¡Sirenita! ¡Ven con nosotras!-¿Quiénes son? -murmuró la muchacha, dándose cuenta de que había recobrado la

voz ¿Dónde están?-Estás con nosotras en el cielo. Somos las hadas del viento. No tenemos alma como

los hombres, pero es nuestro deber ayudar a quienes hayan demostrado buena voluntad hacia ellos.

La Sirenita, conmovida, miró hacia abajo, hacia el mar en el que navegaba el barco del príncipe, y notó que los ojos se le llenaban de lágrimas, mientras las hadas le susurraban:-¡Fíjate! Las flores de la tierra esperan que nuestras lágrimas se transformen en rocío de la mañana. ¡Ven con nosotras! Volemos hacia los países cálidos, donde el aire mata a los hombres, para llevar ahí un viento fresco. Por donde pasemos llevaremos socorros y consuelos, y cuando hayamos hecho el bien durante trescientos años, recibiremos un alma inmortal y podremos participar de la eterna felicidad de los hombres -le decían.

-¡Tú has hecho con tu corazón los mismos esfuerzos que nosotras, has sufrido y salido victoriosa de tus pruebas y te has elevado hasta el mundo de los espíritus del aire, donde no depende más que de ti conquistar un alma inmortal por tus buenas acciones! -le dijeron.Y la Sirenita, levantando los brazos al cielo, lloró por primera vez.

Oyéronse de nuevo en el buque los cantos de alegría: vio al Príncipe y a su linda esposa mirar con melancolía la espuma juguetona de las olas. La Sirenita, en estado invisible, abrazó a la esposa del Príncipe, envió una sonrisa al esposo, y en seguida subió con las demás hijas del viento envuelta en una nube color de rosa que se elevó hasta el cielo.

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La Dama NegraAlexandre Dumas, padre

Hacía ya doscientos años que el castillo no era sino un montón de piedras derruidas; en mitad de aquellas piedras había crecido un magnífico arce que en numerosas ocasiones los campesinos de los alrededores habían intentado derribar sin lograrlo, pues su madera era muy dura y nudosa. Finalmente, un joven llamado Wilhelm vino a su vez a intentar la aventura como los demás, y después de haberse desprendido de su chaqueta, asiendo un hacha que había mandado afilar a propósito, golpeó el tronco del árbol con todas sus fuerzas, pero el árbol repelió el hacha como si hubiera sido de acero. Wilhelm no se desanimó y propinó un segundo golpe, el hacha rebotó de nuevo; por fin, levantó el brazo, y reuniendo todas sus fuerzas, dio un tercer golpe, pero como al propinar ese tercer golpe oyó algo semejante a un suspiro, levantó los ojos y vio delante de él a una mujer entre veintiocho y treinta años, vestida de negro y que habría sido perfectamente bella si su palidez no hubiera dado a toda su persona un aspecto cadavérico que indicaba que desde hacía mucho tiempo aquella mujer ya no pertenecía a este mundo.

-¿Qué quieres hacer con este árbol? -preguntó la Dama Negra.

-Señora, -respondió Wilhelm mirándola sorprendido, pues no la había visto llegar y no podía adivinar de dónde salía-; señora, quiero hacer una mesa y unas sillas, pues me caso en la próxima fiesta de san Martín con Roschen, mi prometida, que amo desde hace tres años.

-Prométeme que harás una cuna para tu primer hijo -dijo la Dama Negra-, y levantaré el hechizo que defiende este árbol del hacha del leñador.

-Se lo prometo, señora -dijo Wilhelm.-¡Muy bien! ¡Pues golpea ahora! -dijo la dama.

Wilhelm levantó su hacha, y del primer golpe hizo en el tronco una incisión profunda; tras el segundo golpe, el árbol tembló de la copa a las raíces; tras el tercero, cayó completamente separado de su base y rodó por el suelo. Wilhelm levantó la cabeza para darle las gracias a la Dama Negra, pero ésta había desaparecido.

Wilhelm cumplió la promesa que había hecho, y aunque se burlaron bastante de él al ver que construía una cuna para su primer hijo antes de que se hubiera realizado el matrimonio, no por eso puso menos ardor y atención en su trabajo hasta el punto que, antes de que hubieran transcurrido ocho días, ya había acabado una encantadora cuna.

Poco después se desposó con Roschen y nueve meses después, Roschen dio a luz a un hermoso niño que colocaron en su cuna de arce. Aquella misma noche, cuando el niño lloraba y su madre, desde su cama, lo mecía, la puerta de la habitación se abrió y la Dama Negra apareció en el dintel, llevando en la mano una rama de arce seca; Roschen quiso gritar, pero la Dama Negra puso un dedo sobre sus labios, y Roschen, por temor a irritar a la aparecida, permaneció muda e inmóvil, con los ojos clavados en ella. La Dama Negra se

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acercó entonces a la cuna con paso lento y que no producía ruido alguno. Cuando llegó junto al niño, unió las manos, rezó un momento en voz baja, besó al bebé en la frente y dijo a la pobre madre aterrorizada:

-Roschen, coge esta rama seca que procede del mismo arce del que está hecha la cuna de tu hijo, guárdala con cuidado, y tan pronto como tu hijo haya alcanzado los dieciséis años, introdúcela en agua pura; luego cuando le hayan salido hojas y flores, dásela a tu hijo y pídele que vaya a tocar con ella la torre del lado de Oriente: eso le traerá a él felicidad y a mí la liberación.

Luego, tras haber pronunciado estas frases, dejando la rama seca en las manos de Roschen, la Dama Negra desapareció.

El niño creció y se convirtió en un hermoso joven; un buen genio parecía protegerlo en todo cuanto hacía; de vez en cuando, Roschen le echaba una mirada a la rama del arce que había colocado por debajo del crucifijo, junto al boj7 bendecido el Domingo de Ramos. Y como la rama estaba cada día más seca, ella sacudía la cabeza dudando que una rama tan seca pudiera llegar a tener hojas y flores. No obstante, el mismo día en que su hijo cumplió los dieciséis años, no dejó de obedecer las órdenes expresas de la Dama Negra y, cogiendo la rama de debajo del crucifijo, fue a colocarla en medio de un manantial que brotaba en el jardín. Al día siguiente fue a ver la rama y le pareció que la savia empezaba a circular por debajo de la corteza; dos días después vio que se le formaban brotes; al día siguiente esos brotes se abrieron, luego crecieron las hojas, aparecieron las flores, y al cabo de ocho días de haber estado en el manantial, la rama estaba como si acabaran de cortarla del arce vecino.

Entonces Roschen buscó a su hijo, lo condujo al manantial, y le contó lo que había sucedido el día de su nacimiento. El joven, aventurero como un caballero andante, cogió de inmediato la rama e inclinándose ante su madre le pidió su bendición, pues quería iniciar su aventura en aquel mismo instante. Roschen lo bendijo y el joven se dirigió de inmediato hacia las ruinas.

Era ese momento del día en el que el sol, al ocultarse en el horizonte, hace subir la sombra de los lugares profundos a los más elevados. El joven, pese a ser valiente, no estaba exento de esa inquietud que experimenta el hombre más animoso en el momento en el que se enfrenta a un acontecimiento sobrenatural e inesperado; cuando puso el pie en las ruinas, su corazón latía con tanta intensidad que tuvo que detenerse un instante para respirar. El sol se había ocultado por completo y la oscuridad empezaba a alcanzar el pie de las murallas cuya cima estaba aún dorada por los últimos rayos de luz. El joven avanzó con la rama de arce en la mano hacia la torre del Oriente, y al oriente de la torre encontró una puerta; llamó tres veces, y a la tercera la puerta se abrió y apareció la Dama Negra en el dintel. El joven dio un paso hacia atrás pero la aparecida tendió una mano hacia él y con voz dulce y rostro sonriente:

-No temas, joven -dijo- pues hoy es un día feliz para ti y para mí.

-Pero ¿quién es usted, señora, y qué puedo hacer por usted?

-Soy la dama de este castillo -prosiguió el fantasma- y como ves, nuestra suerte es similar; él no es sino una ruina y yo no soy sino una sombra. De joven, estuve comprometida con el joven conde de Windeck, que vivía a unas leguas de aquí, en el castillo cuyos restos llevan aún su nombre. Después de haberme dicho que me amaba, y haberse asegurado de que yo compartía su amor, me abandonó por otra mujer que convirtió en su esposa; pero su felicidad no duró mucho.

El conde de Windeck era ambicioso; entró en la Liga contra el emperador y murió en un combate en el que su partido fue derrotado; entonces, los partidarios del emperador se desperdigaron por las montañas, pillando e incendiando los castillos de sus enemigos. El castillo de Windeck fue pillado e incendiado como los demás, y la joven condesa huyó con su hijo en los brazos; agotada por la fatiga, cogió una rama de arce para usarla de cayado. Había visto desde lejos las torres de mi castillo y, como ignoraba lo que había habido entre su marido y yo, venía a pedirme hospitalidad; pero si ella no me conocía, yo sí la conocía a

7 Boj: ‘arbusto’.

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ella; la había visto pasar en silla de mano, embriagada de amor, ardiente en el placer, seguida de lejos por muchos jóvenes guapos que, como si fueran eco de mi ingrato enamorado, le decían que era hermosa. Al verla, en lugar de apiadarme de ella como debía hacerlo una cristiana, todo mi odio se despertó. La vi con gusto, abrumada por el peso de su tierno fardo8 subir con los pies descalzos y malheridos por el sendero rocoso que conducía a la entrada de mi castillo. Pronto se detuvo sobre la colina que domina aquel lago de agua oscura que ahí ves; haciendo un esfuerzo, hundiendo su cayado en tierra para apoyarse en él, tendió hacia mí sus brazos en los que estaba su hijo y, moribunda, se dejó caer exhausta abrazando a su pobre hijito sobre su pecho. Entonces, sí, lo sé muy bien, yo habría debido descender de mi balcón, ir a su encuentro, levantarla con mis manos, sostenerla sobre mi hombro, conducirla a este castillo y convertirla en mi hermana. Eso habría sido hermoso y caritativo a los ojos de Dios; sí, lo sé, pero yo me sentía celosa del conde, incluso después de su muerte. Quise vengarme en su pobre esposa inocente de lo que yo había sufrido. Llamé a mis criados y les ordené que la echaran como si fuera una vagabunda. Desgraciadamente, me obedecieron: los vi acercarse a ella, insultarla, y negarle hasta el trozo de tierra en la que reposaba un instante sus miembros fatigados.

Entonces, se levantó como una loca, y cogiendo a su hijo en brazos, la vi correr con el cabello al viento hacia la roca que domina el lago, subir a la cima y luego, profiriendo una terrible maldición contra mí, precipitarse al agua, ella y su bebé. Lancé un grito. Me arrepentí al instante, pero era demasiado tarde. La maldición de mi víctima había llegado hasta el trono de Dios. Había pedido venganza y la venganza debería realizarse.

Al día siguiente, un pescador que había arrojado sus redes al lago sacó a la madre y al hijo aún abrazados. Como, según la declaración de mis criados, había atentado contra su propia vida, el capellán del castillo se negó a enterrarla en tierra consagrada y fue depositada en el lugar en el que había hundido su cayado de arce; muy pronto, aquel cayado, que aún estaba verde, echó raíces y, a la primavera siguiente, dio flores y frutos.

Por lo que a mí respecta, devorada por el arrepentimiento, sin tranquilidad durante mis días ni reposo durante mis noches, pasaba el tiempo rezando de rodillas en la capilla, o deambulando en torno al castillo. Poco a poco sentí que mi salud se deterioraba y fui consciente de que padecía una enfermedad mortal. Muy pronto, una languidez insuperable se adueñó de mí y me obligó a permanecer en cama. Hicieron venir a los mejores médicos de Alemania pero, al verme, todos movían la cabeza y decían: «No podemos hacer nada, la mano de Dios está sobre ella.» Tenían razón, yo estaba condenada. Y el día del tercer aniversario de la muerte de la condesa, yo morí a mi vez. Por sugerencia mía, me vistieron con el vestido negro que había usado en vida con el fin de llevar, incluso después de mi muerte, luto por mi crimen; y como, pese a ser muy culpable, me habían visto morir como una santa, me depositaron en la cripta funeraria de mi familia y sellaron sobre mí la losa de mi tumba.

La misma noche del día en el que allí me depositaron, en medio de mi sueño mortal, me pareció oír sonar la hora en el reloj de la capilla. Conté las campanadas y oí doce. Tras la última, me pareció que una voz me decía al oído:

-Mujer, levántate.

Reconocí la voz de Dios y exclamé:

-¡Señor! ¡Señor! ¿No estoy muerta pues, y aunque creía haberme dormido en vuestra misericordia para siempre, vais a devolverme a la vida?

-¡No! -dijo la misma voz- no temas, solo se vive una vez; sí, estás muerta, pero antes de implorar mi misericordia, es necesario que des satisfacción a mi justicia.

-¡Dios mío, Señor! -exclamé temblando- ¿qué vais a ordenar sobre mí?

-Errarás, pobre alma en pena -respondió la voz- hasta que el arce que da sombra a la tumba de la condesa sea lo suficientemente grueso como para proporcionar tableros para la cuna del niño que te liberará. Levántate pues de tu tumba y cumple mi designio.

8 Fardo: ‘bulto’

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Entonces, con la punta de un dedo levanté la losa de mi sepulcro, y salí, pálida, fría, inanimada, y deambulé alrededor de mi castillo hasta que se oyó el primer canto del gallo; entonces, como impulsada por un brazo irresistible, entré en esta torre cuya puerta se abrió sola ante mí, y me tendí en mi tumba, cuya tapa se cerró sola. La segunda noche fue igual, y todas las noches que siguieron a la segunda.

Esto duró casi tres siglos. Vi cada año caer una tras otra las piedras del castillo, y brotar una a una todas las ramas del arce. Finalmente, del edificio y de sus cuatro torres solo quedó esta; el árbol creció y se hizo robusto hasta el punto que vi que se acercaba el momento de mi liberación.

Un día tu padre vino con un hacha en la mano. El arce, que hasta entonces había resistido al acero más afilado, ablandado por mí, cedió ante el metal de su hacha; a petición mía, hizo del tronco una cuna en la que te recostaron el día que naciste. El Señor ha cumplido lo que me prometió, ¡bendito sea Dios todopoderoso y misericordioso!

El joven hizo la señal de la cruz y preguntó: «¿Y ya no me queda nada más que hacer?»

-Sí -respondió la Dama Negra-, sí, joven, debes concluir tu obra.

-Ordene, señora -contestó- y yo obedeceré.

-Excava al pie del arce y encontrarás los huesos de la condesa de Windeck y de su hijo: haz que los entierren en tierra consagrada, y cuando estén enterrados, levanta la losa de mi tumba y ponme una rama de boj bendecido en la última Pascua en la mano, luego clava totalmente la tapa, pues no volveré a levantarme hasta el día del Juicio Final.

-Pero ¿cómo reconoceré su tumba?

-Es la tercera de la derecha al entrar; además -añadió la Dama Negra tendiendo hacia el joven una mano que habría sido perfecta de no ser por su extrema palidez- mira este anillo, lo reconocerás cuando lo veas en mi dedo.

El joven miró y vio un carbúnculo 9 tan puro que iluminaba no solo la mano de la dama, sino además su bello y melancólico rostro al que, lo mismo que a la mano, solo podía reprochársele una excesiva blancura.

-Se hará como desea, -dijo el joven cubriéndose con la mano, porque estaba deslumbrado por el brillo que irradiaba el carbúnculo- y desde mañana mismo.

-¡Que así sea! -respondió la Dama Negra y desapareció como si se la hubiera tragado la tierra.

El joven sintió que acababa de producirse algo extraño, retiró la mano de los ojos y miró a su alrededor, pero estaba solo en mitad de las ruinas, con la rama de arce en la mano, frente a la puerta de la torre del Oriente, y esta puerta estaba cerrada.

El joven regresó a su casa y se lo contó todo a su padre y a su madre que reconocieron en ello la mano de Dios; al día siguiente, avisaron al párroco de Achern, que acudió al lugar indicado por el joven entonando el Magnificat, mientras dos enterradores excavaban al pie del arce. A cinco o seis pies de profundidad, como lo había dicho la Dama Negra, se encontraron los dos esqueletos; los huesos de los brazos de la madre apretaban aún a su hijo contra los huesos de su pecho. Ese mismo día, la condesa y su hijo fueron inhumados en tierra consagrada.

Luego, al salir de la iglesia, el joven cogió de los pies de un crucifijo una rama bendecida en la última Pascua, y llamando a dos de sus amigos, uno de los cuales era albañil y el otro cerrajero, los llevó consigo a la torre del Oriente. Cuando vieron dónde los conducía, dudaron, pero el joven les dijo con tal confianza que al obedecerlo a él obedecían a Dios, que no dudaron más y lo siguieron.

Al llegar a la puerta de la torre, el joven se percató de que había olvidado la rama de arce con la que la había tocado la víspera, pero pensó que su rama bendecida tendría sin duda el mismo poder; y no se equivocó. Apenas el extremo de la rama seca hubo rozado la maciza puerta, ésta giró sobre sus goznes, como si la hubiera empujado un gigante, y una escalera surgió ante ellos. Encendieron las antorchas de las que se había 9 Carbúnculo: ‘rubí’, ‘joya’.

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provisto y descendieron; tras el vigésimo escalón llegaron a la cripta. El joven se dirigió a la tercera tumba, y llamó a sus dos acompañantes para que le ayudaran a levantar la tapadera; una vez más dudaron, pero su compañero les aseguró que lo que iban a hacer, lejos de ser una profanación, era un acto de piedad; unieron pues sus fuerzas y destaparon la tumba. Contenía un esqueleto descarnado en el que el joven no logró reconocer a la bella mujer que le había hablado la víspera, y a la que, como ya hemos mencionado, solo podía reprochársele una palidez excesiva. Pero en los huesos de su dedo, vio brillar el magnífico carbúnculo sin par en el mundo. Le colocó en la mano la rama bendecida, cerraron la tumba e invitó a sus amigos a sellarla lo más fuerte posible. Los dos acompañantes así lo hicieron.

Es en esa tumba, que aún hoy se muestra a los visitantes suficientemente animosos como para atreverse a penetrar bajo las bóvedas de la capilla subterránea, donde reposa la Dama Negra, esperando el Juicio Final.