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políticas de la postmodernidad ensayos de crítica cultural

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ágnes heller ferenc fehér

políticas de la postmodernidad

ensayos de crítica cultural

Traducción de Montserrat Gurguí

Ediciones Península

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No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su inclusión en un sistema informático, ni la transmisión en cualquier forma o cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro o por otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright y de la casa editora.

Diseño y cubierta de Loni Geest y Tone Hoverstad.

Primera edición: septiembre de 1989. Título original: Postmodern Culture and Politics. © Ágnes Heller y Ferenc Fehér, representados por Eulama, Roma, 1988. © Por la traducción: Montserrat Gurguí, 1989. Derechos exclusivos de esta edición (incluyendo la traducción y el diseño de la colección): Edicions 62, s|a., Provenca 278, 08008-Barcelona.

Impreso en Nova-Grafik, s|a., Puigcerdá 127, 08019-Barcelona. ISBN: 84-297-2982-8. Depósito legal: B. 29.347-1989.

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I. Cultura postmoderna

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La condición de la postmodernidad por F. Fehér

• /"^l uáles son las inquietudes que nos crea el hecho de «vivir en O ^ " ' la postmodernidad»? Esta cuestión es más importante que la búsqueda de una definición de la postmodernidad, ya que ésta no constituye un período histórico ni se trata de una tendencia con características bien definidas. La postmodernidad es el tiempo y el espacio privado-colectivo que se inserta en el tiempo y espacio más amplio de la modernidad, y que está delimitada por aquellos que tienen problemas o dudas con la modernidad (y el modernismo ar­tístico), por aquellos que quieren someterla a prueba y por aque­llos que quieren hacer un inventario de los logros de la moderni­dad, así como de sus dilemas no resueltos. Los que, sin embargo, han elegido vivir en la postmodernidad, viven entre modernos y premodernos, dado que la postmodernidad se basa en una plurali­dad de espacios y temporalidades. Es una red de intermundia hete­rogéneos y no una era o un movimiento homogéneo, y mucho me­nos es un estilo (de vida o artístico) único. Por lo tanto, para con­signar una lista de inquietudes, será mejor tomar como punto de partida la semiopacidad del presente en vez de catalogar sus cues­tionables constituyentes.

Nuestra preocupación, dado que nos hemos considerado post­modernos, se halla prisionera por la misma vaguedad del término «post». El pensamiento actual está repleto de categorías cuya diffe-rentia specifica viene dada por este prefijo. Tenemos el «postestruc-turalismo», el «postindustrialismo» y las «sociedades postrevolucio-narias», tenemos incluso la posthistoire. Así pues, la primera in­quietud que nos plantea el presente cuando se vive como postmo­derno es que no estamos viviendo en el presente, no estamos donde estamos sino «después». Esta descripción temporal-espacial delibe­radamente vaga (es especial porque «después» significa también

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«más allá») genera diversos sentimientos y actitudes, desde el or­gullo que se siente al recorrer extensiones de terreno no conocidas con la melancolía y nostalgia que menciona Lyotard, hasta una to­tal indiferencia hacia la historia. La experiencia básica de que los grandes horizontes ya no existen o los hemos dejado atrás tiene, como todos los demás aspectos de la postmodernidad, cara de Jano. La situación de «estar después» puede generar en nosotros la his­teria, del mismo modo que actúa el horror vacui sobre los explo­radores del espacio al enfrentarse con el hecho de que los horizon­tes conocidos se han perdido de vista. Pero podemos sentir tam­bién el desafío de una era de redefinición, una tarea que tenemos que realizar conjuntamente con otros pero al mismo tiempo a nues­tra propia e inimitable manera.

La última calificación nos lleva a la segunda preocupación de la postmodernidad: el redescubrimiento de nuestra contingencia con una diferencia. La experiencia de la contingencia es en la ac­tualidad un «datum» de modernidad con dos siglos de vigencia. El ego de Stirner, el «accidental» de Marx y el individuo «problemá­tico» de Lukács son distintos nombres para la misma entidad: la condición humana consciente de su condicionalidad y contingencia. Durante mucho tiempo, la contingencia se ha experimentado en una de estas dos formas igualmente problemáticas: como trampo­lín de un enfermizo culto romántico de singularidad o como nues­tro común hado ontológico. Los primeros síntomas de una nueva actitud empiezan sólo a formarse ahora en un horizonte fragmen­tado. Sugiere, por encima de todo, una aceptación prosaica de nues­tra contingencia, la cual no se considera ni una bendición ni un hado. Los que son capaces de un gesto tan simple pero significativo, partirán de esto para configurar-la contingencia dentro del destino. Esta actitud implica, por definición, el pluralismo filosófico más amplio posible. Ya que cada contingencia tiene su propio destino, este pluralismo es la única base én la que puede sostenerse la ética sin pedantería o tiranía.

Nuestra tercera preocupación, cuando elegimos definirnos como postmodernos, es el proceso por el cual Europa se está convirtiendo gradualmente en un museo. El proyecto denominado Europa ha sido siempre la cultura hermenéutica por excelencia. Su carácter hermenéutico ha creado, desde tiempo «¡omemorial, una peculiar

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tensión interna en Europa. Por una parte, el proyecto ha sido siem­pre más expansivo y más intencionadamente universalístico que cualquier otro proyecto cultural. Los europeos no sólo han creído que su cultura era superior a las otras y que las otras eran infe­riores, sino que han creído que la «verdad» de la cultura europea es en la misma medida la verdad-todavía-oculta (y el thelos) de otras culturas, pero que a estas últimas aún no les ha llegado la hora de descubrirla. Por otro lado, los europeos han sometido regularmente su cultura al cuestionamiento de la universalidad o no de sus uni­versales, para presentarlos como tantas particularidades que tienen la falsa pretensión de universalidad. El significado del concepto «ideología» ha aparecido en esta cultura avant la lettre. Al presen­tar la particularidad de todos los universales europeos y a raíz de ellos proceder hacia la creación del más universal de los universa­les, Marx resultó ser el máximo europeo. En cierto momento llegó la hora de que los europeos se vieron obligados a cuestionarse el proyecto Europa en conjunto, cuando tuvieron que sacar a la luz la falsa pretensión de universalidad inherente en el «particular europeo». La campaña contra la etnocentricidad ha sido una im­portante campaña para la postmodernidad. Los que se califican de postmodernos se hallan ahora confortablemente asentados en el pro­yecto europeo, la única tradición afín a la «postmodernidad» y abierta a ella, aunque experimentan, sin embargo, el desenmasca­ramiento de su propio universal europeo como mero particular.

Finalmente, existe una creciente preocupación por el estatus del modernismo como cultura (en términos de Bürger, con «la institu­ción del arte»). Fue tan sólo ayer cuando aceptamos el modernismo como cultura occidental sui generis, y hoy oímos decir a Bürger que la avantgarde está bajo una presión constante. Se la acusa de haberse vendido al museo e incluso de haberse convertido ella mis­ma en un propio museo. Esta última acusación representa al mo­dernismo como un volcán extinguido. Sugiere que el modernismo es una manera distinta de definir la dominación, una avantgarde sensu stricta, la cual se ha convertido, tras su ascensión al poder, en una élite osificada. Ambos tipos de acusación han estado flotan­do en el aire durante algún tiempo. Adorno, con su dialéctica nega­tiva, una tesis que se aplica también a la literatura y a las artes, ha sugerido durante décadas que la dialéctica negativa de la Ilustra-

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ción terminaría por fin con la «esfera racionalizada de lo estético». Un caso pertinente es la apreciada «música racionalizada» de We-ber, que en la disección de Adorno de la «nueva música» vuelve a salir a la superficie, después de la revolución modernista y «ra-cionalizadora», como final de la libertad artística y de la misma aventura del arte. Los postmodernos, sin embargo, se alejan de la grandezza de esa teoría que predice el final inminente de la época del arte. Aunque algunos postmodernistas, sobre todo Derrida en su análisis del teatro de Artaud, prefieren el parricidio como terapia y autoliberación; los postmodernos, como norma general, prefieren no matar al padre en venganza por haberse institucionalizado y, en cambio, se alejan alegre e indiferentemente de él. A pesar de la graciosa superioridad del gesto, los postmodernos se encuentran atrapados en la situación de «estar después».

Los que han elegido vivir como totalmente postmodernos, y también los que sólo residen temporalmente en los nichos de la postmodernidad o tal vez moran en ellos únicamente con un as­pecto de su ser, se hallan en primer lugar después de la gran na­rrativa. A este respecto Lyotard tenía toda la razón. Sólo que con­fundió el holismo, que en su opinión llevaba al totalitarismo, con la gran narrativa. Esto último es una manera muy peculiar de in­terpretar el mundo. Como mejor puede resumirse es con la famosa pregunta de Gauguin: ¿de dónde venimos, dónde estamos, a dón­de vamos? La gran narrativa tiene, por tanto, un punto fijo u ori­gen que ha sido generalmente ampliado a dimensiones mitológicas y al que se le ha dado tal peso simbólico que, como consecuencia, uno sólo puede leer la historia ab urbe condita. La gran narrativa cuenta la historia con una confianza en sí misma abiertamente cau­sal y secretamente teleológica. Esta posición o superioridad hacia la historia contada implica transcendentalismo, la presencia de un narrador omnisciente. Éste se halla, en apariencia, au-dessus de la mélée, pero de hecho es mucho más como la deidad de un poema épico que se pone de parte de uno de los protagonistas mientras que paraliza al otro. Al final, normalmente nos es revelado el se­creto. Como regla general, la narrativa revela su telos, el cual es al principio postulado con la invención del origen. Pero los que resi­den en la postmodernidad se sienten después de la historia com­pleta con su origen mitológico, su estricta causalidad, su secreta

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teleología, su omnisciente narrador y la promesa de un final feliz, ya sea en un sentido cósmico o histórico.

Un aspecto adicional del «estar después» puede relacionarse con el final de una larga guerra entre el moderno y el premoderno con respecto a la autonomía del arte. Para aquellos que se declaran postmodernos, la guerra termina con victoria (aunque algunos ob­servadores sigan sospechando que se trata de una victoria pírrica); el proyecto de liberar lo estético ya ha sido completado. «Liberar lo estético» tiene dos facetas. A un nivel es equivalente al postu­lado de Weber, la completa autonomía alcanzada por la esfera ra­cionalizada de lo estético. Las artes y la literatura ya no son los lacayos de la religión: no se consideran a sí mismas como percep-tion confuse ni tampoco toleran que se las contemple como tal por la teoría. De manera irónica rechazan cualquier tipo de competición con la ciencia, y en conjunto no están comprometidas con la polí­tica (lo cual no significa que el artista no pueda, en el postmoder­nismo pluralista, estar políticamente comprometido). En un segun­do nivel, la liberación es coextensiva con la emancipación interna. El anhelo de una cultura canónica, del «ideal griego», ha sido úl­timamente considerado como la gran falacia del proyecto europeo. (El constructivismo fue tal vez el último movimiento con este an­helo.) La poesía, con sus pedantes descripciones, se ha visto desan­grada por la estética filosófica que, a su vez, está siendo ahora completamente cuestionada con respecto a sus credenciales. Las reglas de los géneros, unas normas que en su pureza tuvieron exis­tencia en las aulas y no en los talleres de los artistas, se han con­vertido en poco más que respetables momias. El concepto «estilo», desde el siglo xix en choque con el ideal de la inconmensurabili­dad del artista, ha sobrevivido al conflicto sólo en la forma de un despreciable compromiso llamado «estilo personal». Para esta es­tructura la campana sonó hace tanto tiempo como el transcurrido desde la cruzada de Walter Benjamin en contra del «aura». Para los que viven en la postmodernidad, hasta la simple obra de arte como Werkindividualitat, como individualidad autónoma, se ha vuelto sospechosa dado que pretende ser paradigmática y dicta normas de gusto.

Llegado este punto, la cara de Jano de la postmodernidad se nos muestra en toda su amplitud. Por un lado, en este período

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caen por completo las certitudes; algunos observadores deducen de ello la legitimidad y la validez general del relativismo total. Por otro lado, los receptores del arte sienten un inmenso alivio porque se les ha intimidado durante demasiado tiempo. Esto no significa que los cánones artísticos, las reglas de género o las especificidades de estilo sean el resultado de las conspiraciones secretas de una élite que simplemente quería imponerse sobre la masa ignorante. Los teóricos del arte se han referido a menudo, y a veces legíti­mamente, a los «hechos de la vida», a partir de los cuales se han destilado las normas. De ello se implica que cuanto más seguía el artista estas normas, más cerca se hallaba su obra de la vida, y de este modo más promovían la gratificación en el receptor. Sin em­bargo, el receptor, en cuyo nombre se tomaban supuestamente to­dos estos compromisos, era permanentemente «tratado con altivez». Si la Ilustración es en realidad nuestra emancipación de un tute-laje autocontraído, nuestra emancipación estética del tutelaje tiene lugar en el espacio y tiempo postmodernos.

El final del arte como «Kunst» es tal vez un involuntario grito del final victorioso de la guerra. El término no tiene nada que ver con las pompes fúnebres de la trágica predicción de Adorno sobre el final del arte después de Auschwitz. La implicación puede enten­derse mejor mediante el término alemán, ya que Kunst, un concep­to que muchas lenguas no poseen, denota la unificación racionalista de actividades extremadamente heterogéneas, así como su inclusión en una categoría común. Esto último en particular ha generado siempre una tremenda inquietud entre los artistas y más tarde tam­bién entre el público. Aquí, de nuevo, debemos a Kant el giro co-pernicano. Éste definió lo artístico como aquello relacionado con la belleza, y que no es útil ni tampoco fuente de conocimiento. En otras palabras, «lo artístico» fue definido por él en contra del mundo mercantil y de las ciencias. Pero, por una vez, la negación no fue base suficiente para la determinación. Cuando la gran sín­tesis estética del siglo xix partió de la segregación de lo artístico hacia el medio homogéneo (o medios) de Kunst, el cuerpo vivo de las obras de arte fue a menudo violado aunque casi nunca ferti­lizado.

Kunst llegó a establecerse como una esfera bien definida. Como tal, el principio de la progresión intraesferica, un término tal vez

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menos adecuado para las obras de arte aere perennius, que ni se vuelven obsoletas ni son superadas por el paso del tiempo, ha sido aplicado con firmeza a Kunst. El arte tenía que «progresar», no po­día disiparse ni moverse en círculos, ni tampoco volver atrás. Tenía que ser renovado de a cada obra. La fuerza de los modelos cientí­ficos y tecnológicos impuestos sobre una esfera que hubiera nece­sitado un enfoque y un tratamiento radicalmente distintos se nos hace claramente discernible llegado este punto. Lo que resulta igualmente problemático es que ciertas categorías de una subesfera han sido aplicadas con regularidad o, lo que es peor aún, se han infiltrado clandestinamente en todas las demás. Todas y cada una de las ramas de Kunst tenían que utilizar «carácter», «narrativa» y «trama»; la literatura tenía que ser, entre otras cosas, pintoresca; la pintura tenía que ser literaria; la música, semánticamente expre­siva. El gran intento de Adorno de hacer comprensible el «lenguaje de la música«, alcanzable mediante la filosofía, es tal vez el ejem­plo paradigmático de la generalización e ilícita extensión de las categorías de Kunst sobre los medios de artes distintas y separadas.

Estos arbitrarios y doctrinarios intentos nunca quedaron confi­nados a los límites de las aulas. En su celo homogeneizante, se convirtieron en el flagelo del artista y se añadieron al complejo de inferioridad del público. Pero la hora crítica de Kunst ha llegado ahora. Aquellos que viven en una temporalidad postmoderna, que están preocupados por un tipo particular de actividad artística (o varios), el cual gratifica su contingencia y les ayuda a convertirse en destino, no pueden ser molestados por los imperativos de la es­fera homogeneizada como autoridad. En este sentido, el postmoder­no es el heredero directo del antiautoritarismo de la última genera­ción modernista.

De la terminación postmodernista del proyecto Kunst ha ido surgiendo una temporalidad de tipo distinto. La tiranía de postu­lados como «Palabras así no pueden escribirse, componerse, etc., en estos días», está perdiendo su fuerza. Estos postulados parecen ser, y de hecho son, constricciones académicas. Sin embargo, en la actualidad la academia abastece al conjunto de la sociedad y sus postulados viajan por todas partes y penetran en la percepción ele­mental del receptor de las artes. Durante años, el público temía admitir, en su identificación personal con el buen gusto, que había

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disfrutado con la novela Lo que el viento se llevó y que la encon­traba al nivel de muchas de sus hermanas-de-género aparecidas en la época adecuada para tales obras, el siglo xix. Los lectores/es­pectadores gratificados sufrían una sensación de inferioridad de­bido precisamente a esa gratificación. Los postulados pueden, por supuesto, invertirse. Puede convertirse en «progresista» admirar sólo la música preclásica-barroca o, como Lukács sostenía, respetar sólo las obras de arte creadas antes de esa oleada de decadencia, la batalla de París entre la burguesía y el proletariado en junio de 1848. Sin embargo, como norma general, el espíritu de la moder­nidad interpretó como una marcha hacia adelante la máxima Stirb und Werde de Goethe. En la mayoría de los casos, lo nuevo era forzosamente progresista y, por tanto, de mayor cualidad, mientras que el producto de ayer era regresivo y de cuestionable valor.

Cuando los que habitan en los nichos de la postmodernidad ponen a Shakespeare en el escenario utilizando la parafernalia de Plauto y reviven así la comedia romana, rompen con la temporali­dad dominante del modernismo. Sin embargo, no toman partido por ninguno de los dos extremos del famoso debate sobre la deca­dencia. Ni le dernier cri ni las obras creadas en el pasado remoto han sido consideradas ejemplos de virtud artística por la sensibili­dad postmoderna. La sensibilidad postmoderna se halla en el tiem­po de la posthistoire sensu stricto; los que residen en la postmoder­nidad, los que «están después», pueden, en principio, encontrar su habitat en cualquier tiempo histórico. En realidad, esta versatilidad histórica y temporal es tan ambigua como cualquiera de los otros síntomas de la postmodernidad. La posthistoire puede ser un in­tento de recuperar todas las historias humanas que Europa, esa ma­dre posesiva, nos ha impedido. Pero puede señalar también la ero­sión de distintas tradiciones culturales unificadas. El derrumba­miento de éstas podría tener un devastador impacto en el sistema de educación que se basa firmemente en lo vernáculo de la tradi­ción.

Una estrategia subversiva de la condición postmoderna, que ha tenido un éxito singular, ha sido la desacralización de las activida­des artísticas. Ágnes Heller ha identificado esa simbólica conferen­cia de Francia, en la que una nueva generación protagonizó una manifestación en contra de Adorno, Goldmann y el espíritu de Lu-

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kács en enero de 1968, como la histórica hora cero a partir de la cual la postmodernidad realizó su despegue. El objetivo, represen­tado por la «Sagrada Familia», era sagrado, o grande, arte, Kunst más amplio-que-la-vida, el cual está por encima del resto de nues­tras actividades, situado en un pedestal de distinción. El «arte sa­grado» era la preocupación favorita y la marca de nacimiento de nobleza de la Kulterbürgertum, la cual fue atacada en 1968, en París, en la persona de sus hijos rebeldes. Pero no sería justo recha­zar el arte sagrado o el gran arte como maniobra burguesa y elitis­ta. Tras el proceso de sacralización del arte en la modernidad, y más concretamente en el siglo xix, se esconden motivos tanto no­bles como innobles. Desde Schiller a Lukács, los fanáticos de lo es­tético han experimentado repetidamente con el logro de una eman­cipación verdadera, la cual ha resultado ser inalcanzable mediante la revolución política, en la esfera de lo estético. (La única diferen­cia entre ellos era que Schiller era completamente consciente de la resignación política inherente en su propuesta, mientras que Lu­kács se negaba a admitir, incluso para sí mismo, que su humanis­mo estético era una huida de las contradicciones del mundo que eufemísticamente había llamado «socialismo no clásico».)

Otra dimensión del arte sacro ha comprendido siempre un ele­mento de esteticismo antiburgués. Uno de los cismas internos típi­cos del individuo moderno fue adecuadamente localizado por Marx en la desavenencia entre el burgués y el ciudadano. Pero otro esce­nario para la división socio-esquizofrénica dentro de uno-y-la-misma persona es la que se da entre el actor económico, para quien todo es comerciable, y el experto en arte, para quien la obra de arte es inútil; y, precisamente por ello, es un objeto de culto. Había tam­bién motivos mucho menos nobles para la sacralización del arte. El enfermizo culto al genio como nuevo dios proclamado por el Ro­manticismo, sobre todo por Friedrich Schlegel, y epitomizado por el Führer de Bayreuth de una forma que presagió el anterior, una aplicación paródica e infernal a un mundo no estético por parte de su bien conocido admirador, ha pagado también su cuota a la fun­dación de la nueva religión del arte.

El problema subyacente no puede ser reducido a la bien cono­cida relativización de la diferencia entre «arte superior» y «arte inferior». El relativismo está ganando terreno más que nada por-

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que es el resultado de un importante cambio sociológico: la ero­sión de las élites culturales. El rol de los intelectuales no ha dis­minuido, sino al contrario, ha aumentado en el período más recien­te. La interesante teoría sociológica de la postmodernidad de Zyg-munt Baumann llega incluso a relacionar la aparición de la dimen­sión postmoderna con ciertos cambios en el interior de la intelli-gentsia. En su opinión, los intelectuales ya no son arbitros ni pro-mulgadores de leyes, son más bien los intérpretes, los hermeneutas de la modernidad. Sin embargo, la posición del hermeneuta es en términos sociales mucho menos importante que la del profeta; es una posición desde la que se formulan recomendaciones y no im­perativos eternos que deban ser grabados en mármol. Una posición tan reducida y tan drásticamente relativizada promueve, si bien de modo indirecto, la democratización de la comunidad de gusto. El proverbial hombre de la calle llega a la inevitable conclusión de que si en la actualidad el experto no es más que un mero herme­neuta, entonces todo el mundo puede ser capaz de interpretar un texto sin la mediación del experto. Se pone en marcha una refor­ma de la Iglesia del Arte, según la cual la gente ya no necesita, ni mucho menos tolera, el rol distinguido de los expertos que se sitúan entre ella y el texto de cultura. Esto, por supuesto, condena la dis­tinción entre «arte superior» y «arte inferior», sin que necesaria­mente deteriore nuestra facultad de distinguir entre lo profundo y lo superficial.

Lo que aquí se discute es la emergente y gradualmente recono­cible fisonomía del arte desacralizado. La figura del clown ha ido ganando terreno durante algún tiempo. Chaplin es su clásico pre» cursor, pero en las películas y en la imagen de Woody Alien, en el comportamiento deliberadamente bufonesco de grandes músicos como Galway, en la obsesiva preocupación de Fellini por el pa-gliaccio, esta antípoda al arte como sagrado, el clown se ha conver­tido en la metáfora del arte postmoderno.

Mediante el clown, la marginalidad de la nueva condición cul­tural adquiere un marcado relieve. Típicamente, también Derrida, el filósofo par excellence de la postmodernidad, hace hincapié en la posición marginal de su filosofía en acentuado contraste con el pedestal situado en el centro de la vida y que tradicionalmente ha sido reivindicado por los filósofos más importantes de la moderni-

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dad. La marginalidad no significa renunciar a un interés más am­plio: la postmodernidad, el hijo antieuropeo de Europa, tal vez no esté del todo exento del sueño europeo de universalización. La marginalidad, la permanencia autoelegida en nichos y poros ocul­tos de lo moderno, significa más bien el rechazo del rol tradicional de Kunst y Kunstler como Sarastro. Además, sabemos que muchas culturas del pasado, por más inexpugnables que parecieran duran­te su hegemonía, fueron erosionadas desde los márgenes. Es un hecho destacable, aunque no necesariamente generalizable, que el rejuvenecimiento de la novela ha llegado, durante décadas, a través de las influencias marginales de los indios, los latinoamericanos y los judíos, y no desde el centro hacia afuera. Ex margine lux?

El clown es además la antípoda del terapeuta. Con su sonrisa triste y desgarrada, el clown puede consolarnos pero no se encar­gará de nuestra curación. La condición postmoderna se caracteriza por la conspicua paradoja de la salud en su punto más álgido, mien­tras la catarsis, el principal mecanismo terapéutico del arte, pierde con firmeza su prestigio. Las polémicas de Deleuze y Guattari con­tra la catarsis son bien conocidas. Sus objetivos son los dos atri­butos, sagrado y ceremonial, del arte, la función sacerdotal y la de curación, unas funciones que en culturas anteriores estaban fuer­temente vinculadas. Si el antiguo y médico significado del término catarsis está en decadencia, en la modernidad hay dos implicacio­nes adicionales que se suman a las originales. La primera sugiere que el arte, el Gran Curador, puede proporcionar cura para cual­quier enfermedad, y que el arte por sí solo es capaz de desempeñar una función terapéutica. La función sacerdotal del arte ha sido se­cularizada en su efecto pedagógico. La catarsis, al perder su cali­dad de purificación cúltica, se ha transformado en una de las más importantes técnicas de la paideia, de una ablución del alma ha pasado a ser un ejercicio de virtud ciudadana. Sarastro, el gran pro­motor de la catarsis, pese a ser un funcionario de la francmasone­ría, ha dejado de ser el sumo sacerdote de un culto órfico para con­vertirse en el sabio institucionalizado.

El espíritu de la postmodernidad se vuelve irreverentemente en contra de esta sacralización de la educación en forma de culto a la catarsis. Esta actitud es en parte un reflejo de, y una reacción a, lo que está ocurriendo en la educación al nivel más básico de la

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vida cotidiana. La crisis de la educación, una crisis profunda que se prolonga durante la última etapa de la modernidad, es el resul­tado de cierto número de factores sociológicos. Uno de ellos es, sin duda, la falta de confianza del educando en el educador, en el sabio institucionalizado así como también en su institución. De forma similar, la suprema e incuestionable sabiduría de la terapia occi­dental está siendo desafiada por la creciente popularidad de la me­dicina alternativa. Estas nuevas actitudes, síntomas ambas de la condición postmoderna, hacen completamente inconcebible para el arte «seguir avanzando» desde donde se encontraba ayer. El postu­lado mandatorio de Rilke, Du musst dein Leben andern, evoca una cuestión asombrada y en cierto modo molesta sobre las credenciales de esa autoridad perentoria en vez de una instintiva reverencia y sumisión al mensaje. Es por esto por lo que la condición postmo­derna prefiere la terapia de grupo en contraste con el culto al psi­coanálisis de la modernidad.

En la permanentemente tensa relación entre las artes y la in­dustria de la cultura puede detectarse un cierto tipo de armisticio. No es como si el artista, en la condición postmoderna, hubiera perdido su capacidad de crítica social. Al contrario, en todas par­tes puede verse una explícita hostilidad hacia el marchante de arte, el dueño de la galería o el empresario que crea y explota jerarquías artificiales. Pero los postmodernistas tratan el triste drama de las artes mercantilizadas con un cierto grado de timidez irónica debido a variadas razones. Primero, el surgimiento de la condición post­moderna fue también una era de edificación con respecto a la al­ternativa: el patrocinio del Estado sobre las artes de las sociedades totalitarias. La furia antitotalitarista de Lyotard representa un con­senso en la condición postmoderna. Segundo, siempre ha habido algo de aristocraticismo estético en todas las teorías de la industria de la cultura. Los críticos de la mercantilización del arte se han opuesto menos, por norma general, al genuino peligro, la corrup­ción moral del artista, que a su contaminación por el barro de la sociedad de masas mediante discos, copias, técnicas de multiplica­ción y los medios de comunicación. Los que pertenecen a la con­dición postmoderna parecen sólo mínimamente asustados por el polvo y los detritus de la sociedad de masas.

Su término característico, bricolage, sugiere cualquier tipo de

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actividad manual, algo que está muy alejado de la serenidad de los deberes ceremoniales del sumo sacerdote. (Es por ello que encuen­tro tan especialmente inadecuado el experimento de Lyotard con la categoría «sublime» bajo el cual el arte de la condición postmoder-na puede ser supuestamente incluido.) El bricolage no es una acti­vidad industrial pero produce objetos, que a su vez pueden con­vertirse o no en mercancías. La producción del bricolage puede ser distribuida para que circule y llegue a su público, que no es otro que los consumidores. Si al convertir su producto en mercancía el artista además se gana la vida, esto no implica más o menos de­gradación que cualquier otro trabajo que realicemos a cambio de un salario, parecen creer los bricoleurs. Esta actitud prosaica en cuanto a la remuneración de los artistas tiene dos importantes im­plicaciones subyacentes. La primera es una decisiva ruptura con la metafísica de la producción de mercancías, el romántico lega­do del pensamiento de Karl Marx, el cual entró más tarde en el dis­curso de la crítica cultural y lo impregnó con su hiperbólica demo-nología. La segunda implicación es que existe también un bricola­ge ético de «mínima moralia». Tiene varias facetas e implicaciones. En un mundo tan completamente desencantado que, por primera vez, ni siquiera su destrucción parece un atributo divino, una mo­ralidad de pequeñas esferas y actitudes moderadas parece apro­piada, conjuntada, desde luego, con la responsabilidad global. En la condición postmoderna, el surgimiento del nuevo ethos del artis­ta, el cual no es ni le fils maudit de la familia romántica ni el «idiota» de la familia burguesa, ni el artista por virtud de la en­fermedad, ni tampoco la tribuna revolucionaria, no se relaciona con este bricolage ético. El nuevo ethos sugiere que la actividad artística es una más entre otras muchas actividades de las ocupa­ciones de la vida. Podemos, por tanto, aplicarle un dicho muy an­tiguo y venerable: el trabajador se merece su salario.

Del mismo modo, el cotidiano discurso artístico de aquellos que viven en un espacio y un tiempo postmodernos autocreados sufre un impresionante cambio. Para los modernistas y sus seguido­res a nivel de la vida cotidiana, la obra de arte como «singular» era apenas más significativa que un símbolo o una alegoría; en ambos casos era el recipiente de unas fuerzas más generales. (Vis­to desde este aspecto, el apasionado debate sobre símbolo versus

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alegoría entre los modernos parece ser una querelle de famille.) El recipiente era interesante sólo en la medida en que encerraba y daba cabida a lo «más profundo», es decir, un significado más ge­neral y un mensaje. En su singularidad (o particularidad) era quan-tité négligeable. Esta afición al texto profundo o al mensaje tras­cendental proporcionó una torsión genuinamente filosófica al dis­curso estético modernista, el cual era a la vez inseparable de su aroma aristocrático. Por razones obvias, esta estructura, profunda y desdeñosa al mismo tiempo, ha de ser profundamente modifica­da en el discurso que se desarrolla en los nichos donde habita el postmoderno. El discurso mentalmente filosófico modernista pa­rece dar lugar gradualmente a una resurrección del espíritu griego. Hasta el punto que podemos reconstruir el discurso griego a nivel de la vida cotidiana, su interés en el arte representó una importan­te bifurcación. Por un lado, el público griego estaba interesado en una particular tragedia o comedia (tanto si era buena como mala, en qué sentido era buena o mala, etc.). Estaba también profun­damente implicado en la «tragedia como tal». Este interés exclusi­vo en lo más singular y lo más general, en lúcida separación, con­fería transparencia y plasticidad al, en cierto modo, ingenuo dis­curso griego sobre el arte.

Una vez más tenemos ante nosotros la cara de Jano de la post­modernidad. Hacer hincapié en lo singular puede llevar a una pér­dida total de los modelos. Los estudiantes de la actual crítica del arte, que se ha convertido en postmodernista aunque ni tan sólo esté dispuesta a admitirlo, encontrarán que esta crítica está obse­sionada con la estructura, la técnica, y que el interior de la obra a examinar es su característica primaria. En la actualidad, la crítica del arte es tan resueltamente reacia a generalizar lo singular que la cuestión parece inevitable: si el crítico se niega a comparar al menos dos obras de arte con una tercera, ¿cómo puede saber lo que constituye una buena o una mala obra de arte? El solipsismo del placer, un ostentoso (y a menudo cínico) relativismo absoluto, puede ser uno de los productos de la nueva constelación. Otro po­dría ser, desde luego, una verdadera alternancia griega entre lo singular y lo general, en la que el crítico o cualquier otro partici­pante del discurso estético rinda respeto a la contingencia de la

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La condición de la postmodernidad 23

obra de arte mientras pondera con lucidez las fuerzas generales de la vida.

¿Es la condición postmoderna tan apolítica como sugiere Mar-shall Berman, o tienen los postmodernos una política neoconserva-dora? Es en referencia a esto último que Habermas lanza un dedo acusador en esa dirección. El postmodernismo, una condición emi­nentemente pluralista, puede ser apolítica, pero en la medida en que está comprometida con la política ha sido relacionado hasta ahora con un tipo particular de política izquierdista en todos y cada uno de los casos. Además, el postmodernismo es políticamen­te minimalista y un destructor de la política redentora (muy simi­lar a su otra tendencia principal, la desacralización del arte). De­trás de la destrucción postmodernista de la política redentora se halla un simple pero convincente mensaje. Nuestro mundo (el mun­do en el que la condición postmoderna puede encontrar morada) es profundamente problemático. Es también un mundo en el que podemos permanecer y encontrar alguna gratificación. Tiene que ser revelado como defectuoso día a día. Pero si se destruye más allá de un cierto punto, tras la destotalización puede surgir una nueva totalización: la pérdida total de libertad o la destrucción definitiva. Ambas soluciones serían distintas de las postmodernas: serían antimodernas.

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La situación moral en la modernidad

por Á. Heller

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Los filósofos siempre han estado en desacuerdo sobre la esen­cia de la naturaleza humana, los orígenes de la moral y la

interpretación de vicios y virtudes. Como resultado, han tendido a discrepar en sus recomendaciones morales. Pero, por el contrario, cuando se ha tratado de describir el estatus moral del mundo, su acuerdo ha sido aplastante. El comportamiento humano ordinario puede ser valorado por un filósofo como una manifestación de la maldad extrema, por otro como la manifestación completa de nuestra total ignorancia y por un tercero como la normal interac­ción de costumbres y pasiones que merecen el escarnio, más que la ira, del espectador. Sin embargo, siempre, o casi siempre, ha exis­tido la misma plétora de rasgos que ha surgido en contraste con el oscuro, gris o iluminado trasfondo. Mientras prevalezca un cierto tipo de consenso, uno ni siquiera nota su existencia. Las contro­versias entre las filosofías morales anteriores al siglo xix ha dejado inalterado y sin revelar el consenso básico sobre los síntomas mo­rales. Este consenso ambiental tuvo que perderse para descubrir cuan importante había sido previamente para conducir un discurso filosófico unificado. Por ejemplo, Platón, los sofistas, Aristóteles y todas las escuelas socráticas discutieron los mismos síntomas; así lo hicieron también Hobbes, Gassendi, Descartes y Spinoza. Cons­tituyeron unos con otros verdaderas comunidades de argumenta­ción. Hoy, en cambio, tenemos docenas de microcomunidades, cada una de las cuales habla un lenguaje diferente, como si pertenecie­ran a mundos distintos. Los síntomas morales de una escuela no tienen ninguna semejanza con los síntomas morales que caracteri­zan a otras microcomunidades.

Un determinado discurso anatomiza nuestro mundo en los tér­minos de «nihilismo». Los que participan en este discurso asumen

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que ya no hay normas válidas, que las virtudes han desaparecido y que, por un lado, las personas actúan de modo instrumental mien­tras que por otro encajan en roles y requisitos externos e institucio­nales sin tener en absoluto ninguna motivación moral intrínseca. Otro microdiscurso considera este idéntico mundo como el climax del desarrollo moral dado que la normativa universal del habla y el racionalismo moral han ganado impulso en contra de las limita­ciones, las represiones y el tutelaje ético. El tercer tipo de micro-discurso desecha tanto el paradigma del nihilismo como el del uni­versalismo-racionalismo, puesto que los considera un lenguaje hue­co que no tiene relación alguna con nuestra situación moral. Los seguidores de este tercer discurso afirman que las democracias li­berales mantienen una verdadera vida moral, saludable y vigorosa, la cual es sólo ligeramente egoísta, completamente pragmática, e incluso tiene una orientación de utilidad pública en lo que se re­fiere a decisiones concretas que afectan a la justicia o la injusticia. Dejo sin mencionar otros microdiscursos existentes porque su im­pacto no trasciende de las salas de conferencias de la academia. Sin embargo, el impacto de los tres discursos mencionados más arriba sí lo hacen. Consumimos nuestra dosis semanal de Nietz-sche y postmodernismo con nuestro desayuno de los domingos por­que está presente en los periódicos que leemos. Durante esa misma tarde, nos vamos a ver envueltos en una ardiente discusión sobre la acción afirmativa. Por la noche, contemplaremos en la TV las pintorescas imágenes de la pobreza del mundo y empezaremos a preguntarnos cuál sería la mejor manera para remediar esa pobre­za. Por lo tanto, nos vemos incluidos dentro del marco del discur­so nihilista en la misma medida que lo estamos en los de las salu­dables tradiciones morales de la democracia liberal y el raciona­lismo universalista.

Y, sin embargo, la persona que está expuesta a esta plétora do­minical de experiencias filosóficas popularizadas no es simplemen­te un nihilista a la hora del desayuno, un preocupado aunque lige­ramente egoísta ciudadano por la tarde y un racionalista univer-salístico por la noche. Tal vez esa persona sea algo de lo primero, un poco de lo segundo y lo tercero o tal vez comprenda, o sea capaz de comprender, su mundo en términos de los tres microdis­cursos. Aquí me gustaría adoptar la posición del inocente lector-

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espectador y argüir: todos los síntomas descritos por cada uno de los tres discursos son verdaderos síntomas de la vida oral de las sociedades modernas, y ningún grupo de síntomas es más decisivo o importante que los otros dos. Puesto que los tres discursos son competitivos y mutualmente exclusivos, y dado que los seguidores de un discurso admitirán, como mucho, que los síntomas enume­rados por los demás existen como fenómenos secundarios que erró­neamente o inadecuadamente han sido elevados al rango de ca­racterísticas básicas, y viceversa, mi enfoque puede parecer, a pri­mera vista, ecléctico. Todo lo contrario, pretendo demostrar cómo esta fuente de controversia puede ser comprendida en vez de enrai­zada en el mismo desarrollo de la moralidad en la modernidad. Mi intención es demostrar que no es así.

2

El apercu de Dostoievski «si Dios no existe, todo está permiti­do», ha sido desde entonces repetido por todos los seguidores del microdiscurso del «nihilismo». Esto era totalmente prescindible tanto si creían que la consecuencia resultante («todo está permiti­do») es inevitable, puesto que Dios ya está en cualquier caso muer­to, como si compartían la esperanza de que Dios podía aún ser mantenido vivo o resucitado, que estaba sólo «eclipsado»; y, por tanto, el orden moral del mundo escaparía de la destrucción total o, al menos, podría hacerlo. La fórmula de Dostoievski enfoca el pro­blema central y es su carácter acentuado y epigramático quizá lo que le hace engañoso. Si tomamos el postulado «todo está permiti­do» en su valor nominal, significa que no hay normas ni reglas mo­rales, ni concretas ni abstractas; no existen regulaciones de ningún tipo y, por tanto, cada uno puede hacer lo que considere mejor para sí mismo, para su interés o su placer. Es obvio para todo el mundo, y tiene que haber sido obvio para los que subscribían esta fórmu­la en el pasado, que una sociedad en la que «todo está permitido» es sencillamente imposible. Puesto que la regulación social es una regulación por reglas, no puede existir una sola sociedad en la que todo esté permitido porque la transgresión de las reglas es, por definición, impermisible. En una formulación más pragmática, esto

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podría leerse de este modo: las sociedades sin religiones éticas que carecen de la imagen de una deidad dotada de poderes mo­rales puede tener, sin embargo, unos sistemas de reglas muy den­sos en el marco en que un gran número de actos son desaproba­dos, incluso severamente castigados. La fórmula de Dostoievski tiene que significar entonces algo que no ha sido explicado de for­ma clara, sólo implicado, y, como tal, entendido por las gentes que comparten la misma tradición. La tradición en cuestión es la cris­tiana, la cual consta de importantes elementos morales del judais­mo y del helenismo. Ante este trasfondo, la «fórmula de Dos­toievski» debe leerse como sigue: «Si nuestro Dios (cristiano) no existe, los actos que han sido prohibidos en nuestra tradición mo­ral serán permitidos en el futuro»; y, podría añadirse, los actos que han sido permitidos, incluso moralmente encomiados, podrían ser prohibidos en ese futuro. Fue exactamente de esta forma como se interpretó el dictum de Dostoievski después de las terribles expe­riencias del nazismo y el estalinismo. No es que el nazismo y el bolcheviquismo «lo hayan permitido todo». En realidad, ambos sistemas prohibieron un amplio campo de actividades, incluso de ideas. Para mencionar sólo un ejemplo, moralmente desaprobaron la indulgencia en empatia con sus víctimas o practicar la caridad hacia el tipo inadecuado de gente. Al mismo tiempo, sin embar­go, permitieron y hasta alentaron la participación en el asesinato instrumentalizado e ideológicamente defendido de masas que, se­gún nuestra tradición, tenía que haber sido prohibido. La verda­dera cuestión, por tanto, no es, como muchos creen firmemente que era, que si Dios no existe, no podemos diferenciar el bien del mal. La verdadera cuestión está en qué debemos considerar como bien y qué debemos considerar como mal.

Si en la fórmula de Dostoievski leemos sólo lo que el texto da a entender, inmediatamente se suscitan nuevas cuestiones. Si no hay Dios, en otras palabras, si la garantía trascendente y el origen de una moralidad tradicional (el cristianismo) pierde su autoridad y su hechizo, ¿qué tipo de acciones se permitirán? Fueron exacta­mente este tipo de cuestiones las que se expusieron en el raciona­lismo moderno. La razón se convirtió en la autoridad que otorga­ba permisos y suscribía prohibiciones tradicionales. En el curso de este «cambio de autoridad», una prohibición tras otra fue cancela-

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da e invalidada porque resultaba «irracional», un prejuicio o un mero capricho. La «narrativa nihilista» insiste en que este proce­so no puede detenerse tan pronto como la razón reemplaza al Dios muerto. Éste es supuestamente el caso, no porque una norma sus­tituya a otra en un procedimiento racional, sino porque los actores humanos dejarán de ser regulados por poderes normativos. Debido a la comprobación racional, la guía normativa será sustituida por el mero cálculo. La historia del lobo y la oveja revela que la apro­bación dada a todos los intereses particulares por razón de una na­turaleza calculativa, a la vez que se los muestra con un toque mo­ral final, no es en absoluto nueva. Sin embargo, tal como postula el argumento nihilista, mientras haya normas divinas más allá de la razón uno puede valerse de ellas y puede incluso rechazar un buen argumento tomando como base la moral. Cuando la validez de las normas morales ya no está garantizada por la suprema auto­ridad, el malhechor le pedirá a usted razones de por qué debe abs­tenerse de hacer lo que hace. Usted le dará sus razones, él las su­yas, y si ambos argumentos se oponen, no hay posibilidad de al­canzar una decisión moral. Lo que decide es el interés, la fuerza, la comodidad y la conformidad.

No es necesario calificar a los tiempos modernos de vivero del «nihilismo» moral para enfrentarse con el problema que ha dado lugar a la «narrativa nihilista». Todos los filósofos morales serios y modernos han tenido su día o su cómputo como nuestro antepasado Jacob. Si no notamos en el cuerpo de su filosofía las marcas de la batalla es debido a que las cubren con narrativas alternativas. Aun­que el paradigma del nihilismo se asocia normalmente con Nietz-sche porque fue él quien le dio un giro positivo en la forma más radical, la narrativa había hecho su aparición cien años antes. Los ejemplos clásicos de cómputo con el espectro del nihilismo pueden encontrarse en El sobrino de Rameau de Diderot, así como tam­bién en la filosofía moral de Kant. El filósofo de Diderot, el narra­dor del diálogo, reconoce durante el curso de la discusión que los argumentos de su interlocutor, el nihilista moral, son invencibles. En defensa de la tesis de la bondad, sólo le queda manifestar su aversión por el nihilista (un gesto moral emotivista) y reafirmarse en su decisión de ser, y seguir siendo, un hombre honrado, porque es mejor ser una persona honesta que un malvado clown. En rea-

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lidad, no puede probarse racionalmente que sea mejor ser bueno que malo, a menos que determinemos normas eternas y absolutas. Y si es posible hacerlo, no hay ninguna necesidad de probar nada. La obra de Diderot termina con el tema de una elección existencia! de la bondad. En ausencia de un dios (y absolutos morales) uno puede seguir siendo bueno, sólo si elige ser una buena persona. Indudablemente, una elección de este tipo es irracional porque en­tre todas mis razones y mi decisión está el salto, como más tarde señalaría Kierkegaard.

Kant dio jaque mate al nihilismo al mismo tiempo que acepta­ba cada pieza de la argumentación nihilista. Si la razón teórica (especulación, cálculo, argumentación) se suponía que precedía a la acción dando validez o no a las normas, ya no había ninguna duda en la mente de Kant con respecto a que «todo estuviera per­mitido». Para el hombre empírico, motivado por «sed» de poder y fama, en cualquier caso probaría, y probaría racionalmente, que todo lo que desea es bueno. La razón teórica no proporciona cer­teza, y es, sin embargo, la certeza en lo que debe basarse la moral. Pero la certeza elimina la elección. ¿Y cómo puede uno eliminar la elección sin retroceder desde la modernidad hasta las normas tra­dicionales garantizadas por la revelación divina? ¿Cómo puede uno conservar la autonomía, la personalidad y la subjetividad sin elec­ción y al mismo tiempo rechazar la comprensión y el conocimiento como fuente de la validación o no validación de las normas mo­rales? Kant ha inventado la más sofisticada y casi perfecta res­puesta filosófica a la nueva situación creada por el aumento del racionalismo, por un lado; y el descubrimiento de los límites de la razón, por otro. Como es bien sabido, todo el edificio de la solu­ción kantiana se fundamenta en su dual antropología. Eliminen al hombre fenomenal y llegarán al puro y simple nihilismo moderno. Eliminen al hombre fenomenal y llegarán al universalismo formal especulativo, del cual el actor está ausente. Si uno rechaza por al­guna razón teórica o empírica la antropología dual de Kant, el frá­gil equilibrio entre la certeza y el relativismo se verá desbaratado.

Hegel, que tuvo sus propios días de cómputo, hizo el heroico exfuerzo de reconstruir y renovar internamente la autoridad ética •amada Sittlichkeit; sabía, al igual que antes lo habían sabido Di­derot y Kant, que identificar un orden del mundo existente, sittlich,

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con el gesto: «aquí está, éstas son las normas y reglas a seguir», no sería suficiente. Porque con toda seguridad el destinatario replica­ría con la inquisitiva cuestión: «¿por qué es así?» «¿Por qué debo observar las normas de este orden del mundo en concreto y no las de otros, o ninguno en absoluto?» Hegel creía, tanto como Kant, que para combatir el nihilismo (y, añadió, el subjetivismo vacío), el orden sittlich debe brillar en la luz de la certeza absoluta. Hegel pudo sostener un argumento para un universo más relajado, elásti­co y complejo, para un mayor liberalismo e indulgencia, precisa­mente porque el fundamento básico de su edificio ético se erigía de esa forma tan fija y rígida. La historia del mundo, sostenía, ese juez supremo, ha llevado a la humanidad a su presente estado; el Espíritu del Mundo se nos presenta con el resultado de su largo vagar. Sin embargo, este equilibrio se nos muestra de nuevo como absolutamente frágil. Reduzcan el énfasis en la Siíílichkeit, a la vez que soslayan la gran narrativa, y obtendrán una teleología ob­jetiva en la que el contenido ético del telos subjetivo no tiene per­tinencia alguna. El resultado de esta amputación es que todo lo que supuestamente favorezca el desarrollo de la historia del mun­do estará permitido, y el nihilismo reafirmado. O a la inversa, eli­minen la narrativa histórica del mundo, manteniendo a la vez el énfasis en la Sittlichkeit, y llegarán a un cierto tipo de pragmatis­mo en el que las diversas reglas modernas del juego se dan por sentadas sin más discusión. Incluso si asumimos que las reglas del juego son valiosas y merecen ser practicadas, la gente que ha sido socializada en medio de un Sittlichkeit tan intolerante, aunque be­nigno, será incapaz de hacer una elección moral o incluso de man­tenerse honesta cuando la suerte esté echada. El espíritu de seme­jante pseudohegelianismo moderado se desenmascara con la histo­ria del cocinero: las personas que en su tierra se comportan como sujetos amables y liberales se convierten en bestias racistas y ase* sinas en las colonias.

La solución de la elección existencial (el impasse de Diderot) no necesita el respaldo de ninguna metafísica, ontología sistema, edificio especulativo o antropología concretos. Sin embargo, tanto las respectivas soluciones de Hegel y Kant, y hasta el mismo pun­to, deben ser respaldadas o incluso basadas en sistemas completos. Son filosóficamente convincentes, pero en medio de las vicisitudes

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de la moral moderna estos sistemas completos causan más proble­mas de los que pueden resolver. Porque la construcción filosófica implica la aceptación de una concreta «visión general del mundo» como condición previa para vencer las amenazas de un nihilismo moral completo. En otras palabras, las filosofías kantiana y hege-liana (a diferencia de la de Diderot) están de acuerdo, al menos en un aspecto importante, con el legado judeocristiano: uno debe aceptar el lote entero pues si no, no podrá obtener ni una peque­ña parte de él. Sin embargo, dado que el mundo moderno se carac­teriza por una pluralidad de visiones del mundo, el aceptar cual­quier «lote de artículos» significa invertir la historia moderna. Ade­más, si llega el momento de elegir un «lote de artículos», no hay ninguna razón por la cual no se deba elegir el más viejo de todos: el de nuestra tradición religiosa que, al menos, ha sufrido un lar­guísimo proceso de pruebas y errores.

Pero quizás haya otras avenidas por explorar. Dos autores con­temporáneos, Derrida y Foucault, han iluminado nuestro problema desde unos pocos ángulos nuevos. Derrida se ha embarcado en una travesía que no parece merecer la pena: destruir un artículo apa­rentemente insignificante escrito por Kant en 1716 («Von einem neuerdings erhobenen vornehmen Ton in der Philosophie»). Desde nuestra perspectiva, no es la parodia del enfoque completamente pedante de Kant a algo esencialmente no pedante que es de perti­nencia, ni tampoco las apocalípticas alusiones desenterradas por Derrida bajo el silencio de Kant, sino que es la forma que magnifi­ca lo que él denomina el gesto de reconciliación de Kant. En resu­men, Kant organiza un inusual ataque vitriólico (inusual dado sus moderados modelos) contra los místicos platónicos, a los que acusa de mistagogo-escatológicos, y en especial contra Schlosser, a quien Kant acusó de castrar la filosofía y casi terminar con ella. La ver­dadera sorpresa llega al final: la conclusión del artículo es la reco­mendación de que él, Kant, y sus despreciables enemigos filosófi­cos, deberían trabajar juntos con el mismo objetivo. Todos quere­mos hacer que los seres humanos sean honrados, insiste, y todos queremos servir a la ley moral. Cualesquiera que sean nuestras res­pectivas filosofías, podemos aventurarnos juntos en esta labor su­prema. Creo que este pequeño y pedante retazo de artículo escrito por un hombre viejo y en declive, este difícil gesto hacia los gustos

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e intereses filosóficos ajenos, es absolutamente hermoso y heroico. La tentativa de aceptar la condición moderna del pluralismo teóri­co con la estipulación de que todos los filósofos deben trabajar para el mismo objetivo práctico (más honradez y obediencia a la ley moral) no es meramente un ejercicio de tolerancia liberal, expresa también una nueva penetración filosófica. Sabemos que Kant ne­cesitaba de su antropología dual, en concreto la realidad de la razón para probar la existencia de la ley moral, aunque no podía ser pro­bada en términos de su propia convicción filosófica. La necesitaba para levantar su tesis de certeza, lo absoluto, lo categórico; para ser capaz de desechar la elección, incluso la elección del yo, el ries­go, el salto. Cuando, en consecuencia, admitió que la causa de la razón moral, de la ley moral, podía ser fomentada, presentada y representada por filósofos completamente distintos cuyas filosofías estaban basadas en diferentes tipos de metafísicas, en diferentes ontologías y antropologías, con ese mismo gesto abandonó el dog­ma de que el trabajo de la razón práctica en el mundo podía fun­damentarse de una manera completamente racional. Porque esta nueva posición bastó simplemente para afirmar que aquellos que no cuentan con la bondad de una manera completamente racional, como hizo Kant, podían sin embargo trabajar por el mismo obje­tivo moral. Con este gesto, el terreno filosófico de la moral ya es­taba relativizado. De ello voy a derivar mi conclusión preliminar: está mal concebido establecer una relación directa entre el aumen­to del relativismo en las diferentes visiones del mundo (filosofías) y el relativismo de la moral. Tal vez el argumento sea lo opuesto: mediante la absolutización de sus filosofías y visiones del mundo, los filósofos contribuyen más a la relativización de la moral, ensal­zando incluso el nihilismo, que mediante la aceptación de la mu­tua relativización de sus empresas filosóficas, mediante el hallazgo de un fundamento común, sencillo y restringido: unas cuantas nor­mas morales y valores que puedan ser considerados válidos y obli­gatorios para todos.

Sólo en sus últimos libros Foucault ha consignado cuestiones morales de un modo correcto, en los tres volúmenes de la Historia de la sexualidad, de un modo que legítimamente puede interpretar­se como una revisión de la genealogía de la moral de Nietzsche. El modelo de Foucault de un atractivo mundo moral no es la cultura

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guerrera heroico-aristocrática, sino la otra Grecia, la Grecia descu­bierta y aclamada por la Ilustración, la Grecia de la democracia ateniense de la polis. La moral de esta Grecia, centrada en «el cui­dar de sí mismo», estaba más orientada por la virtud que por el mandato. Las normas de virtud son normas de la estructura. Se puede vivir con ellas sin renunciar a los placeres, a los gustos indi­viduales, o, dicho de otro modo, las dimensiones estéticas de la vida. Aunque Foucault no lo ha hecho explícito, hay en esta obra indicios inconfundibles de que la narrativa del nihilismo padece la antigua enfermedad de una lógica histórica fatalista. Una vez fue aceptado el mundo normativo cristiano, una vez que nuestro pen­samiento sobre la moral funciona sólo en términos de mandamien­tos y prohibiciones, la muerte de Dios debe llevar a la destrucción del mundo moral. Además, esta destrucción tiene que ser contem­plada también como la gran posibilidad, como la emancipación del individuo fuerte, de una fuerza de voluntad que ahora se ha libe­rado. Pero si existe una regulación alternativa del tipo de moral, entonces no se excluye, al menos no se excluye histórica y lógica­mente, un retorno a la moral del «cuidar de uno mismo», a las vir­tudes éticas de cierto tipo, a una ética de la personalidad. Es inú­til especular sobre las conclusiones que Foucault podría haber sa­cado de sus nuevos enfoques si hubiera vivido lo suficiente como para hacerlo, ni si su pesimismo o más bien su imparcialidad con fas contingencias históricas hubieran resultado ser el elemento más roerte de su pensamiento. La búsqueda de un modelo de ética orien­tada hacia la personalidad no es aún un fundamento suficiente para recomendar una ética de la aceptación como ésta, como una vez intentó el joven Lukács. Es mejor contemplarlo como la explora­ción de una posibilidad.

He invocado a Kant (en la presentación de Derrida), y a Fou­cault en la mía, para apoyar la siguiente sugerencia: la diversidad de visiones del mundo, filosofías, metafísicas y fes religiosas, no ñnpide la aparición de un ethos común, a menos que una de las vi­siones del mundo determine por completo los mandamientos y las prohibiciones, y que lo haga no sólo para sus propíos seguidores sino también con una aspiración unlversalizante. Ésta es una fuer­te condición que tiene un valor doble en la cuestión que aquí se discute. Si los preceptos morales que se derivan de una sola visión

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del mundo y no de varios de ellos son obligatorios sólo para la ad­herencia a esa visión del mundo concreta, entonces la estructura de la moral mantiene y refuerza la relación autónoma de la perso­na hacia el precepto moral que ésta ha aceptado como obligatorio. X se suscribe a ciertos preceptos morales que se derivan de una metafísica concreta en tanto que X está de acuerdo con esa meta­física. Sin embargo, X puede también elegir otra metafísica, así como puede elegir no comprometerse con ninguna metafísica o visión del mundo. Sea cual sea el caso, X podría aún aceptar unas cuantas normas (prácticas) y valores como obligatorios, sobre todo unas normas morales y unos valores cuyo carácter obligatorio pro­ceda de una diversidad de metafísicas, visiones del mundo y valo­res generales. La autonomía moral relativa, que se expresa en la elección individual del fundamento metafísico (o en no estar com­prometida con fundamento metafísico alguno), así como en la rela­ción individual con los preceptos morales concretos de cualquier universo moral, es la condición previa de un ethos débil de unas normas morales, unos valores y unas virtudes generalmente com­partidos. Si prevalecen tanto la autonomía moral como el pluralis­mo en visiones del mundo, no todo está permitido, incluso si hay un Dios para unos y no lo hay para otros, ya que ciertas acciones siguen estando prohibidas para todos, dado que todos son capaces de distinguir el bien del mal en términos del ethos común. Ade­más, lo que está permitido para todos en el espíritu del ethos co­mún puede seguir prohibido en el marco de uno u otro universo moral, concreto y libremente elegido, por mandamiento de su in­trínseca aunque no universal autoridad moral.

Para simplificar, vamos a tomar el modelo de Foucault «el cui­dado de uno mismo». Los hombres y las mujeres, que viven a su manera según unas normas de virtud comúnmente sostenidas, desa­rrollan su personalidad moral a la vez que llevan una vida noble, hermosa y equilibrada. Elijamos, pues, un seguidor de Kant, uno de Hegel, uno de Habermas, uno de Rawl y enfrentémosles con esta escena. Todos ellos rechazarán la filosofía de Foucault, el mo­delo teórico completo en el que se ha insertado el modelo antes mencionado. Pero, ¿rechazarán forzosamente el modo de vida que representa el modelo sólo porque no se adecúa en su (o en mi) fi­losofía, porque no es el «modelo óptimo»? Formulemos una pre-

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gunta más a estos testigos seleccionados que son reacios a contestar la primera: ¿pueden ustedes aceptar como honrada la forma de vida que aquí se presenta, y las personas que la viven ser conside­radas honradas? El kantiano podría aducir que el modelo presen­tado permite, es más, promueve, el cumplimiento de los dos «de­beres condicionales» kantianos: trabajar para nuestra perfección y para la felicidad de los demás. El cumplimiento de deberes indi­rectos resulta insuficiente para el cumplimiento de los directos, pero no es malo ni bueno, lo que equivale a decir que es moralmente in­tolerable. El hegeliano puede admitir que la ética que aquí se es­tudia está basada en un cierto tipo de Sittlichkeit, y que eso pro­mueve también la interacción armoniosa del espíritu objetivo, sub­jetivo y absoluto, incluso si el que lleva a cabo la Sittlichkeit está erróneamente identificado con la filosofía dada y a las virtudes me­ramente privadas se les ha concedido la indebida importancia. El seguidor de Habermas probablemente admitirá que el mundo de la vida, tal como se presenta en este modelo, es muy racional, y aunque el modelo no tiene nada que ver con la ética comunicativa (más bien parece influido por el paradigma de la poiesis), la gente que lleva una vida como la que se presenta en este modelo, se co­munica con los demás de un modo racional, y con más frecuencia que lo contrario justifican su acción con cierto tipo de argumento. Finalmente, el seguidor de Rawl puede señalar que aunque la jus­ticia como equidad tal vez no ocupe el centro de las actividades vitales de los hombres y mujeres adheridos a este modelo, en rea­lidad éstos participan en los asuntos públicos si lo consideran bue­no y aconsejable. Puede también aceptar que la justicia es una de sus virtudes capitales. Finalmente, todos los testigos que siguen a filósofos diferentes podrían concluir: compartimos unas cuantas ideas morales con las personas que aparecen en el modelo y tam­bién creemos que sus acciones y su conducta en la vida están mo­ralmente permitidas. Indudablemente puede haber, y de hecho hay, diversos «modelos éticos», que pueden ser considerados por otros filósofos como defensas de lo que está totalmente prohibido. Esto es, sin embargo, irrelevante, desde el punto de vista de esta investi­gación. Porque yo rechazo definitivamente la tesis de que «todo vale». Yo sólo quiero hacer una débil formulación del mundo mo­ral común: muchas cosas van juntas, pero no todas.

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A nivel descriptivo, que, por supuesto., no puede separarse por completo del prescriptivo, se puede sacar sólo una modesta con­clusión del experimento mencionado más arriba. El paradigma del nihilismo moral ha exagerado unas cuantas tendencias de la moder­nidad, hasta tal punto que la imagen que ha presentado no se ade­cúa siquiera a los más modestos criterios de verosimilitud. De esto no se deduce que el «discurso universalista» ni el «discurso parti­cularista» puedan proporcionarnos uno con una imagen clara, glo­bal o pertinente.

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Las figuras categóricas de «el todo y una parte», así como las de «uno-varios-muchos» aparecieron por primera vez como confi­guraciones morales, políticas y metafísicas en el momento en que nació la filosofía. Otra figura metafísica, y lógica, «lo universal, lo singular y lo particular», se ha politizado fuertemente por primera vez en la nueva era y ha sido aplicada también a la moral. En tér­minos estructurales, lo singular resultó ser el elemento menos pro­blemático de la tríada. Para esta posición no había otro conten­diente que el simple individuo, la persona como actor, como moral (responsable) sujeto. Lo universal resultó ser el miembro más pro­blemático de la tríada. En una proposición universal, se predica lo mismo en todos (los mismos) casos. Si, por tanto, «el simple indi­viduo» es lo singular, de ello se deriva que el «individuo como tal», es decir, «todos los individuos», tienen que ser lo universal. Pero esto nunca acontece en el actual discurso moral. La posición de lo universal ha sido ocupada por el concepto «humanidad», que es polisémico y puede denotar otros matices de significado distintos de lo universal, equivalente a todos los individuos singulares. O, lo que es peor, esta posición ha sido ocupada por cualquier categoría de integración que abarca (tanto jerárquica como estructuralmente, o en ambos sentidos) diversas integraciones humanas y que ya no son polisémicas y tampoco equivalentes a «todos los individuos». Porque, ¿cómo pueden identificarse con lo universal entidades tales como «el Estado»? Para sustituir al Estado por «todos los indivi­duos», hay que suministrar un nuevo singular al «simple indivi-

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dúo». Este nuevo singular ya no es «el ser humano», sino el «sim­ple ciudadano» o «el simple francés, alemán, etc.». Tenemos, pues, un agente moral, alias el «simple individuo», cuya relación con lo universal (humanidad, todos los agentes humanos) está mediatiza­da por lo particular (por ejemplo, el Estado), y tenemos un agente moral (denominado «simple ciudadano», «el francés», «el ale­mán», etc.) que se relaciona con un universal (el Estado) que para él o ella como ser humano no es en absoluto universal, o al menos no significa que lo sea. Uno de los problemas y dilemas más serios de la moral moderna se encuentra encerrado en este dilema apa­rentemente semántico-lógico.

La nueva filosofía occidental, tal como se conformó en el si­glo xvii, deducía los hechos morales (normas, ideas, obligaciones, imágenes del bien y el mal) a partir de unas pocas premisas antro­pológicas, esto es, a partir de ciertos atributos «eternos» de la na­turaleza humana en general. Un universalismo antropológico, abs­tracto y ahistórico, garantizaba la explicación de la génesis. Por lo que hacía referencia a esta génesis, las propensiones de todos y cada uno de los hombres eran las Propensiones del Hombre (de todos los hombres), y era sólo el contrato social el que se creía que engendraba deberes morales y obligaciones dignas (y concre­tas). El ciudadano, como singular que pertenece a lo general, «el Estado», estaba éticamente relacionado con el Estado. Sin em­bargo, el ser humano individual, como ser humano, no podía re­lacionarse con todos los seres humanos (su propio universal) me­diante ninguna forma de vinculación ética, puesto que «todos los seres humanos» no constituían, y no constituyen, integración al­guna. Como resultado, no existían deberes u obligaciones que los «singulares» se vieran forzados a seguir debido a su pertenencia a la raza humana. En vez de estar adecuadamente relacionado con su propio universal, el singular denominado «hombre» o «ser hu­mano» estaba relacionado con la sociedad civil y con la familia. Estas integraciones eran consideradas más particularistas que el Estado, no sólo por Hegel, sino también por Hobbes, Locke y Rousseau. En un estricto sentido filosófico, Marx tenía razón cuan­do afirmaba que ese «hombre» es equivalente al burgués, porque la simple persona humana cuyos deberes y obligaciones (en tanto que las tenga) están dirigidas exclusivamente a sus asuntos y a su

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familia, es precisamente el burgués. Sin embargo, hizo también su aparición la pretensión de estar relacionado, en un sentido positivo y por tanto moral, «con todos los humanos» o con «el género hu­mano» o con «la esencia humana», por encima de todas las obli­gaciones y determinaciones particularistas. Un cierto tipo de cris­tianismo secularizado (o casi secularizado), a veces en forma de francmasonería, entró en contacto con los intereses de las teorías modernas de la ley natural. Ésta es la tendencia a la que me refe­riré como «humanismo moderno». En mi opinión, el humanismo no es idéntico al legado subjetivista cartesiano, ni tampoco es co­extenso con la aventura de situar a la persona individual en el cen­tro del universo. El humanismo no representa la indulgencia, el tout comprendre, c'est tout pardonner no representa tampoco el intento de hacer racionales todas nuestras normas y reglas morales. En el humanismo hay un elemento de subjetivismo, pero no de tipo epistemológico. Si alguien asume ciertos deberes u obligaciones en pro de una entidad (el género humano) que no existe, el aspecto subjetivo de la ética (la moralidad) estará incuestionablemente más presente en tal gesto que en la relación de la misma persona con las existentes integraciones dotadas de una densa substancia ética. En un compromiso directo con lo universal, hay un fuerte elemen­to de un cierto tipo de racionalismo, al que he denominado «el racionalismo del intelecto». Esto es especialmente así si los debe­res autoimpuestos hacia una entidad no existente chocan con los deberes impuestos por entidades existentes para la persona que vive en medio de tal colisión, y a menos que ésta se quede en el nivel de un simple gesto normalmente da razones para preferir lo universal a lo particular, etc. Sin embargo, el humanismo moderno tal como lo ejemplifica Lessin no se centra en la simple persona. Al contrario, en el humanismo moderno hay un toque de misticismo, un compromiso hacia cierto tipo de maná que se asienta en todos nosotros independientemente de nuestras nacionalidades, afiliacio­nes, compromisos religiosos, credos metafísicos y opiniones. Este maná hace que nos volvamos los unos hacia los otros mientras de­jamos en suspenso, sin renunciar a ellas ni abandonarlas, nuestras filiaciones particulares; un maná que además no perdemos excep­to en el caso de una transgresión moral suprema.

Simultáneamente, el hablar en términos de «derechos» ha ga-

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nado terreno en el humanismo moderno. El humanismo moderno adoptó la postura de «pensar en los derechos» como aspecto ne­gativo de su propia visión. El atribuir derechos «inalienables» a los miembros de una integración basándose en su condición de personas, puede considerarse la contribución más grande de las teorías liberales al desarrollo del Sittlichkeit moderno. El huma­nismo moderno debe simplemente estar de acuerdo con la norma liberal de los derechos del hombre. Puesto que si todas las determi­naciones particularistas han de quedar suspendidas en nuestra re­lación con otros humanos como humanos, entonces todo simple in­dividuo tiene que ser protegido en contra de la fuerza, las presio­nes y la interferencia de las integraciones particularistas (determi­naciones). Así, el humanismo moderno abarca el «pensar en los derechos», pero también tiene dos distintas y más amplias connota­ciones. El gesto entusiasta de seid umschlungen Millionen no pue­de ser equiparado a la defensa de los derechos humanos. Uno pue­de preguntarse si vale la pena abarcar «millones», o adonde quie­re llegar esa metáfora. Sin embargo, el descifrar la diferencia entre el texto y el mensaje nos llevaría demasiado lejos de nuestra em­presa actual. Lo que necesita subrayarse es más la ambigüedad del término «derechos humanos» (o los «derechos del hombre» según la versión original), cuya particular ambigüedad ha sido obser­vada en las últimas décadas. Esta ambigüedad arranca otra vez de la extraña relación entre el «ser humano», lo singular de lo univer­sal, y «cada ser humano». En este contexto, «derecho humano» debe de significar un derecho con el que cada humano ha nacido en virtud de su pertenencia a la especie homo sapiens. Por supues­to, cada derecho tiene sus salvaguardas morales y legales; el cas­tigo es el resultado de haberlas infringido. Dado que los «derechos humanos» no tienen salvaguardas legales, a menos que estén ga­rantizados por unas prácticas legales y la constitución escrita o no escrita de un Estado, los derechos humanos son ficticios en los Es­tados donde no se dan tales condiciones. Es por tanto lo particular lo que avala lo individual como derecho universal. Además, ni siquiera esta integración particular (un Estado liberal y constitu­cional) garantiza el individuo como universal a menos que el in­dividuo participe de lo particular. Es sólo a través de la participa­ción en lo particular (la simple nación-Estado) que la persona como

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individuo puede convertirse en lo singular de lo universal. El so­brentendido universal de que como «ser humano» o «humanidad» es una hoja de parra, o más bien diríamos una hoja muerta, con una relevancia cero. Si X no es miembro de tal o cual Estado, no tiene derechos como persona (un ser humano) por ser precisamen­te eso: un ser humano. Investigar qué remedios podemos tener disponibles ante esta discrepancia es un importante asunto a dis­cutir. El punto de vista desde el que uno desea remediar esta dis­crepancia del humanismo moderno que significa incumbencia en la relación de lo individual con lo universal.

Es en la filosofía moral de Kant donde todos estos hilos quedan atados juntos en un modo filosóficamente conclusivo. Tal como ha señalado Hannah Arendt, Kant se esforzó durante mucho tiempo en los conceptos del gusto moral, la sensibilidad, el sensus commu-nis moral, y el juicio moral para hacer encajar lo individual, lo par­ticular y lo universal, en un modo similar a su posterior modus operandi, en su crítica del juicio estético. Tuvo que haber llegado a la conclusión, en especial después de haber leído a Hume, que se puede chapucear con el hábito moral, el sentido moral y el gus­to moral sin llegar nunca a ninguna forma categórica, ninguna cer­teza ni ningún fundamento para la moralidad. Así, Kant empezó de cero al omitir las categorías de lo particular y lo individual como origen y garantía de los compromisos y deberes morales. Al contrario, movió lo individual tanto como lo particular hacia el lado del receptor, asumiendo que iban a oponer resistencia al men­saje universal. Como miembros de un mundo racional, somos uni­versales; como miembros de un mundo empírico, somos sencillas y particulares entidades; la ley moral, la humanidad como tal y la humanidad en nosotros, es lo universal. Finalmente, lo particular (la constitución de la república o de un mundo ético-legal, aunque no moral) tiene que relacionarse con lo universal. Del sistema de argumentación de Kant se hace evidente que si todas las constitu­ciones son buenas, entonces todas son completamente iguales, y que en la república del mundo (o Commonwealth), en la señal de la paz eterna todas las constituciones y medidas políticas deben, de hecho, ser iguales. Finalmente, Kant hace una concesión de poca importancia a lo particular y lo individual, en concreto en su Me­tafísica de la moral, pero no pasan de ser meras concesiones.

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Hegel acusó a Kant de ser culpable de abandonar lo particular y lo individual. La libertad de la particularidad y el bienestar de los individuos se basa en el pluralismo. Tanto las críticas de Hegel como las propias sugerencias de Kant es algo que no puede aquí discutirse. En cambio, debe señalarse una extraña inconsistencia en la posición de Kant, una inconsistencia que se ha vuelto explí­cita por la generación de sus propios alumnos. Hegel se las arregló para operar en su filosofía de la historia con las tres categorías de la tríada como momentos separados, así como dialécticamente me­diatizados de la marcha hacia adelante de Resson. Y, sin embargo, al llegar al presente, en particular como se presentaba en La filoso­fía del derecho, el Estado moderno era equivalente a lo universal, mientras que lo individual se convertía en un átomo meramente pasivo cuya tarea era «die Einordnung in das Allgemeine», es de­cir, en encajar de un modo adecuado en el Estado moderno. Visto desde la posición del Sistema, esta nueva disposición proporciona una solución consistente y libre de contradicciones: dado que el Espíritu del Mundo es lo universal, el estadio final de su autode-sarrollo (el Estado moderno) tiene que ser también por definición el resultado universal del espíritu objetivo. Sin embargo, lo que es bueno dentro del Sistema no es lo suficientemente bueno ni a un nivel descriptivo ni a un nivel prescriptivo.

El Estado moderno es una fuente de la Sittlitchkeit porque es lo universal; pero, ¿qué Estado moderno? Hay diversos Estados, y Hegel tiene constancia de su guerra mutua también desde un pun­to de vista ético. Si todos los Estados modernos representan la uni­versalidad por definición, entonces lo universal es lo particular, y lo particular es sólo denominado universal. Si dos países sostienen una guerra entre sí, nunca ni en ningún sitio existe un criterio para definir qué causa es la justa, cuál es la injusta, qué causa es más justa o más correcta que la otra. Si no hay respuesta a esta cues­tión, entonces el resultado final será el completo relativismo. El universalismo del espíritu del mundo resultará entonces de la si­multaneidad de particulares no interpuestos, aunque conflictivos, que pretende la lealtad absoluta de los individuos porque todos ellos se identifican con lo universal.

Similares problemas se suscitan cuando nos dirigimos desde lo universal al simple individuo. A pesar de historizar el destino hu-

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mano y dejar atrás la construcción de la ley natural, Hegel llega a la misma ambigüedad que los teóricos del contrato, aunque sólo después de un considerable rodeo. En su filosofía de la Historia (y en todas partes), Hegel nunca se cansa de hacer una fuerte defensa del subjetivismo. El subjetivismo es un nuevo y valioso aspecto del simple individuo, es su dimensión de naturaleza intrínseca tal como se ha desarrollado en la era cristiano-germánica. Más a menudo que no al contrario, el subjetivismo nos sitúa en enfrentamiento moral con el Sittlichkeit existente, como ocurrió con Sócrates que fue el primero en la lista de los que organizaron desafíos como éstos, como hombres que han nacido antes que su tiempo histórico ade­cuado. Sin embargo, como ya sabemos, la tarea del individuo en el mundo contemporáneo es die Einordnung in das Allgemeine, y el subjetivismo moral, noble o malvado, ya no es vencido por la mar­cha de la Historia, porque esta marcha ha llegado a un final. El subjetivismo o la introspección moderna no viven en la acción y en la resolución; no desafía la vida ética, no se arriesga moralmen-te, ya no actúa, sólo recoge los productos del pasado. Como resul­tado, el individuo, como sujeto moral actuante, tiene que ajustarse a la particularidad y tiene que sacar edificaciones morales de la vida ética tal como es. Es sólo el individuo como sujeto recolecti-vo-pensante-especulativo, que está en contacto directo con el uni­versalismo, que tiene una relación con el universalismo como tal. Lo que queda previamente localizado por las teorías del contrato en su génesis ha sido ahora situado en la esfera especulativa de la recolección.

Éstas y otras objeciones similares a Hegel han sido formula­das por Feuerbach, Marx y Kierkegaard, aunque de distinta mane­ra. Sin embargo, sería difícil negar uno de los méritos de Hegel: a nivel descriptivo, La filosofía del derecho se adelanta a mucho de lo que aún tiene que venir en otras representaciones de la Sittlich­keit moderno. Es más que obvio que la «sociedad civil» (y sus ca­pas, instituciones e integraciones, como los negocios, las profesio­nes, corporaciones, partidos, lugares de trabajo, etc.), desarrollan su propia red de normas, que está débilmente si es que lo está en absoluto, conectada con las reglas de otras instituciones o con con­juntos más universales (generales) de normas e ideales morales. Es igualmente obvio que los miembros de tales instituciones, corpor

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raciones, profesiones, etc., contemplan tales normas como normas éticas, desaprobando su transgresión y aprobando su observancia. Es igualmente un hecho que una persona, si deja una corporación, profesión o lugar de trabajo, puede hacer caso omiso de sus re­glas porque estas últimas sólo son válidas en sus escenarios res­pectivos concretos y no tienen ninguna relevancia en otros. Ésta es por tanto una red de micto-Sittlichkeit particularistas en el mun­do contemporáneo, y distinguir lo permitido de lo prohibido en este medio particular es una cuestión de supervivencia para las personas que entran en unos mundos de micw-Sittlichkeiten tan separados. Dado que en otros medios se permiten o se prohiben otros tipos de acciones, el mismo desarrollo que ha sido recogido por Hegel en una narrativa universalista puede también ser ade­cuadamente descrito en las narrativas del paradigma del nihilis­mo, y finalmente también en la narrativa del particularismo.

Hay otro aspecto en la descripción hegeliana de la universali­dad, la particularidad, la individualidad y sus supuestas mediacio­nes que ha resultado ser profético, aunque en una forma que Hegel no hubiera apreciado mucho. El Estado que él denominó universal estaba organizado sobre unas bases constitucionales que tenían que ser apoyadas y mantenidas vivas por un pueblo, pero no por una nación. Por supuesto, Hegel era totalmente consciente de que los Estados modernos son Estados-nación, pero la misma Sittlichkeit (el mundo moral) presentado por el Estado en que los individuos tenían que vertir su entusiasmo, estaba en opinión de Hegel enraizado en la substancia constitucional del Estado y no en la substancia nacional. Avineri ha ofrecido innumerables prue­bas en apoyo de esta interpretación. Esta vez, la astucia de la ra­zón funcionó en contra de Hegel. Ya durante su vida, y mucho más aún después de su muerte, la única versión poderosa de un ethos colectivo que iba a desarrollarse en el seno de la nación-Estado era el nacionalismo. Fue sólo en los Estados Unidos donde la Constitución se convirtió, al menos hasta cierto punto, en el centro del ethos político colectivo. Sin embargo, en la Europa oc­cidental y central (en una zona en la que en todo caso sólo Gran Bretaña podía vanagloriarse de tener una relativamente invariable, aunque no escrita, Constitución durante un largo período de tiem­po) las lealtades nunca se convirtieron en constituciones. Todo Jo

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contrario, la nación se convirtió en la fuente del ethos colectivo, y si ese ethos colectivo se desmoronaba (lo cual raramente suce­día), era sustituido por las lealtades políticas y de clase.

El humanismo moderno era dominante, pero no proporcionó al mundo moderno unas obligaciones visibles, ni con una serie de normas transparentes; en otras palabras, la Sittlichkeit. Fue, en cambio, el nacionalismo el que las proporcionó. Precisamente tal como había predecido Hegel, fue en la guerra donde se venció al bruto egoísmo del «reino animal espiritual». El pluralismo institu­cional, corporativo y orientado hacia unos objetivos de la micro-Sittlichkeit, con sus reglas intrínsecas por un lado y un ethos na­cional que lo abarcaba todo por el otro, se desarrolló de un modo armónico. La tendencia hacia el nihilismo y la tendencia hacia una fuerte, «gruesa» o «densa» incrustación ética son dos rasgos de la misma figura. En este contexto, la persona acepta las reglas de su propia institución, profesión, comunidad religiosa o partido, y está de acuerdo de una forma entusiástica con el ethos del nacionalis­mo. Más allá de esto, «todo está permitido», ya que más allá se encuentra la «tierra de nadie» moral, en la que ya no quedan va­lores morales, regulaciones o ideas que observar. El nacionalismo invita al entusiasmo (al igual que lo hacen diversas mícro-Sittlich-keif). Precisamente porque queda tan poca moralidad, porque es tan pequeña la relación individual con las costumbres circundan­tes, se da una abundante moralización. El jingoísmo armoniza con la moralización; cualquiera que no se una al coro se convierte moralmente en un sospechoso, un traidor, un extranjero, etc. Esto se da mucho más cuando el nacionalismo está excesivamente de­terminado, lo cual ha ocurrido con mucha frecuencia en el totali­tarismo del siglo xx. Sin embargo, fue precisamente la experiencia del totalitarismo lo que convirtió en altamente sospechosa la iden­tificación de lo particular (el Estado) con lo universal (el género humano, el resultado final de la historia humana, etc.). Aunque la «nación» ha seguido siendo el objeto más importante del com­promiso moral, y hasta incluso lo es más que nunca, dado que con­tinentes enteros han unido sus coros de nacionalismo y jingoísmo, la teoría moral y la filosofía se han visto obligadas a explorar las posibilidades y las realidades en otras direcciones.

Estas otras direcciones pueden considerarse versiones recicja-

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das de las respuestas que se dio al dilema hace unos doscientos años. «Recicladas» no significa afirmar qua las cuestiones o los es­tudios sobre las respuestas sean exactamente idénticos. Es obvio que las experiencias de doscientos años han sido digeridas, refle­xionadas y expresadas. La palabra «reciclar» se refiere más bien a los tipos de respuestas y a las tendencias que representan. El hu­manismo moderno, en especial en su versión kantiana, está de nue­vo con nosotros, y ha llegado a su fructificación en la teoría de la ética comunicativa. En el marco de ella, los individuos expresan demandas universales, no simplemente demandas que son de hecho particulares, pero a las que se denomina universales. Esta afirma­ción implica también que una vez más hemos recaído en el forma­lismo kantiano. La densa ética de la Sittlichkeit, aunque se men­ciona y se hacen referencias a ella, no ha sido estudiada de una manera positiva. La razón práctica se convierte en la hermana ge­mela de la razón teórica, ya que la fronesis ha desaparecido del horizonte. Algo similar puede afirmarse de los que se autodeclaran kantianos como Bair, Singer, Gerth y Gewirth, entre otros. La al­teración más importante que se da en el proceso de reciclar la vieja chaqueta consiste en el cambio de posición de lo particular. Mien­tras que en Hegel se creía que todas las particularidades llevaban hacia las más elevadas de ellas, la denominada lo universal, en otras palabras, el Estado, los tipos modernos de discurso revierten a la categoría de lo individual. Existe tal variedad de este «juego de lenguaje», para utilizar uno de sus términos favoritos, que sólo pueden mencionarse los tipos más prominentes. El discurso que domina la filosofía del liberalismo americano es el que más cerca­no a Hegel se halla. Para Rawls, Dworkin, Ackerman y otros, el Estado es idéntico a la Constitución, y el ethos de la corporación humana debe buscarse en una Constitución que sea justa, y por tanto, correcta. El derecho humano, la principal propiedad de cada persona, es entendida como el derecho del ciudadano. Se asume que los seres humanos que están bien dotados de derechos (libertades) realizan sus actividades unos con otros al mismo tiem­po que respetan las libertades de los demás dentro del marco de esa idéntica constitución. Sin embargo, Rawls conserva una de las pretensiones universalistas de sus ancestros anglosajones. La afec­tación de las teorías del contrato, tales como «la posición original»

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o «el velo de la ignorancia», no aparecen en su obra sólo en nom­bre de la belleza o la elegancia. Sirven a un objetivo más amplio de tímido hegelianismo, el objetivo de identificar su propio Esta­do con el mejor Estado posible: la universalidad. Existe, sin em­bargo, una fuerte tendencia «a lo Rawls» de estrechar el alcance de una pertinente Sittlichkeit en abierta hostilidad con la fútil, inútil y rimbombante universalidad. Los escritos más recientes de Walzer y Rorty defienden una contextualidad más densa, en el marco en que cada persona participante en los asuntos públicos sabe que el marco total está en todas partes y en el que todo el mundo comparte las normas de un mundo ético y las da por sen­tadas. Al leer los escritos más recientes de Rorty, uno particular­mente saca la impresión que los filósofos han hecho mucho ruido y pocas nueces. En ciertos escritos del postestructuralismo francés, en especial en los de Lyotard, no se cree que ninguna simple forma de particularidad, sea ésta la Constitución, unas instituciones, con­vicciones o gustos literarios compartidos, pueden ser el agente principal de una Sittlichkeite dada por sentada. La gran variedad de juegos de lenguaje nos ofrece abundantes posibilidades; pode­mos tomar o dejar, a nuestra comodidad, cualquiera de ellos. Unas soluciones similares caracterizan al emotivismo (tal como ha seña­lado Mclntyre), la última obra de Wittgenstein y las teorías que se centran en la diferenciación de esferas o sistemas en la moder­nidad. Aunque estas últimas sólo pertenecen a este conjunto en tanto que sugieren que la moral es una esfera (o sistema) entre mu­chas otras, y que todas las esferas o sistemas están al mismo nivel y están igualmente abiertas a la elección.

En mi breve resumen de reflexión teórica sobre la relación en­tre los miembros de la tríada (particular-universal-individual) del principio de la Edad Moderna, no he mencionado el cambio radi­cal de dirección en lo individual. Por supuesto, todo aparece espo­rádicamente antes de convertirse en verdaderamente representati­vo. Después de ciertos precursores románticos, Kierkegaard es el primer filósofo que busca el origen de la moralidad en el individuo (en la propia elección existencial del individuo) sin identificar el objeto (territorio, esfera) de la práctica moral con su origen. El in­dividuo como individuo es lo universal, aunque el territorio de la vida moral debe buscarse en las relaciones interpersonales (incluí-

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da la particularidad). El discurso iniciado por Kierkegaard no ne­cesita reciclaje, porque ha estado continuamente, aunque no siem­pre de modo conspicuo, presente en nuestra era moderna. Este discurso parece estar ahora en decadencia. El conocido giro de Kierkegaard desde el existencialismo hacia la filosofía del Ser es un caso pertinente. Sin embargo, sería demasiado precipitado ha­cer predicciones, sobre todo porque diversas tendencias principa­les de la psicología moderna, por más distintas que sean, pueden contemplarse como descendentes del linaje de Kierkegaard. Podría decirse que, para Freud, no menos que para Kierkegaard, lo indi­vidual era lo universal, la verdadera historia era la historicidad del yo, y nuestra elección moral nuestra propia elección.

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En el primer párrafo he mencionado tres diagnósticos típicos de nuestra condición moral contemporánea. He añadido que todos, en un sentido, son correctos. En el segundo párrafo he estudiado más a fondo el paradigma del nihilismo y he diseccionado las par­tes que pertenecen bajo este título. Llegado este punto, pueden sa­carse dos conclusiones. Primero, los peligros que se han descubier­to en el seno del paradigma del nihilismo no presuponen que los diagnósticos de los otros dos paradigmas sean correctos. Segundo, no es el pluralismo sino más bien la pretensión de absolutismo lo que evita que la metafísica y la filosofía compitan para encontrar un fundamento moral común. En el tercer párrafo, he continuado presentando el tema que en mi opinión se encuentra en el centro mismo de la división de los sistemas filosóficos y metafísicos. He añadido que la división decisiva está respaldada por las experien­cias vitales, y que la misma división ha sido reciclada durante dos­cientos años, y en algunos casos incluso más. Sólo esta circunstan­cia debe volvernos desconfiados contra narrativas de progresión ética o decadencia moral demasiado francas y unilineales, pero también debemos sospechar de la autocomplacencia del discurso de «las saludables tradiciones morales de la democracia liberal». Ni en el caso de un aumento de la decadencia moral, no en las condiciones de una progresión moral vigorosa, ni, finalmente mu-

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cho menos, bajo los auspicios de la halagüeña operación de la tra­dición moderna, podrá la misma configuración teórica ser recicla-da una y otra vez. Aunque visto de esta posición, todas las afirma­ciones apocalípticas componen una figura absolutamente cómica. Durante mucho tiempo, y muy a menudo, hemos oído que estamos «justo-al-principio-de» o, alternativamente, que estamos «justo-al-final-de» «lo auténtico», tanto que ese lenguaje apocalíptico se ha convertido en un lenguaje cotidiano de uso común. Pero existe tam­bién un toque de comicidad en la convicción de que aquellos que aprenden a tomar una posición positiva de acción afirmativa han resuelto ya los problemas morales más importantes de nuestra época.

El proceso simultáneo de universalización, particularización e individualización es equivalente a la aparición de la contingencia como la condición del mundo moderno. Si no hay Espíritu del Mundo con su telos inherente, entonces la Historia como historia del mundo, es en sí misma contingente; como lo son también todas las particularidades constituidas por, o que se desarrollan en, el seno de la historia. Por encima de todo está lo individual, la perso­na, que se vuelve contingente, y que se conoce a sí misma, com­prende su mundo y la situación como tal. Cuando se discute sobre individuales, según como estén «situados», una figura de lenguaje frecuente en la filosofía moral moderna, tenemos en mente a la persona individual contingente. Al reciclar las viejas cuestiones y las figuras teóricas, lo cual es inevitable dentro de la misma época histórica del mundo, las filosofías morales del presente tendrán que concentrarse en la condición humana moderna, que es una con­dición de contingencia, para poder configurar una filosofía moral que pueda aplicarse a una persona contingente.

Desde esta perspectiva puede entenderse también el renacimien­to de la filosofía moral de Aristóteles, la aparición de un cierto tipo de filosofía moral neoaristotélica. La filosofía moral de Aris­tóteles resumió en cierto sentido todas las cuestiones y respuestas que habían sido planteadas y formuladas previamente, a la vez que recicladas, en esas culturas tan ligeramente distintas como la ate­niense, la jónica y otras. Aristóteles hizo todo cuanto era posible, en un mundo absolutamente estático, para inventariar la plurali­dad de la Sittlichkeit, las diversidades de los gustos personales, la

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posible diferencia entre el buen ciudadano y la buena persona, la diferenciación entre la techne y la acción. Además, en contraste con la trágica extremidad de Platón, se «estableció» así para ha­blar con su filosofía moral y política. Aristóteles fue posterior a la Ilustración griega, hizo inventario de los potenciales de, y los lími­tes a, la razón, y finalmente ofreció una justa combinación de lo formal con la ética substantiva.

Los neoaristotélicos, al menos algunos de ellos, buscan un mo­delo en la filosofía del Estagerita para poder contrastarlo con la su­puesta decadencia de la moral contemporánea. Otros, como Casto-riadis y Arendt, están más ansiosos de descubrir similitudes entre sus problemas y los nuestros en vez de oponer lo antiguo (léase auténtico) a lo moderno (léase decadente). Si partimos de la filoso­fía moral de Aristóteles, encontraremos en realidad grandes con­trastes y grandes diferencias con nuestro mundo y nuestro pensa­miento moral moderno. La línea principal de división entre la per­cepción de la moral de Aristóteles y la nuestra reside en la ausen­cia y la presencia de contingencia. Pese a que su relación con su mundo era relativamente distanciada, el individuo político y moral de Aristóteles estaba lejos de ser contingente. No estaba «situado», ero lo que era, y no podía haber sido ninguna otra persona. Si hu­biera sido otro, no hubiera tenido lugar alguno en la ética de Aristóteles. Ya que la contingencia no es una construcción filosófi­ca que pueda ser sustituida por cualquier otra construcción para la experiencia vital del individuo moderno, una experiencia vejato­ria, amenazante, aunque también prometedora (denominada por Kierkegaard la experiencia de la posibilidad < o ansiedad >) , una filosofía moral como la de Aristóteles que no está afectada por, o no es conocedora de, esta cuestión, necesariamente carece de una contemporaneidad auténtica.

La imposibilidad de llegar a un acuerdo en la descripción de los hechos morales en la vida moderna se deriva simplemente de la situación fundamental ontológica de la contingencia. Es por ello que cualquier intento de llegar a un acuerdo apenas tiene posibi­lidades. La repetida queja de que los filósofos son «parciales», que olvidan éste u otro aspecto de la vida tal vez igualmente existente o importante, es una queja moderna. Uno no tiene necesidad de descubrirse a sí mismo, su propio entorno y situación, sus propios

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sentimientos e intereses para con todas ya cada una de las filoso­fías contemporáneas. Uno puede absorber una filosofía como ex­presión de la experiencia vital de otra persona, lo cual es tan con­tingente como yo lo soy.

Sin embargo, de esto no se deriva necesariamente ningún rela­tivismo moral. La circunstancia de que mis experiencias vitales vengan expresadas por esta filosofía, y las de otro en otra filosofía, no transforma o degrada las filosofías para convertirlas en juegos inútiles. Aparte del deseo y la resolución de transformar nuestra contingencia en nuestro destino, nuestra contingencia puede con­vertirse en destino para otra persona, como ocurre con la situación de otra persona y viceversa. Cualesquiera que sean nuestras contin­gencias, tenemos asuntos comunes a los que dedicarnos.

Después de un largo rodeo, regresamos a los problemas conclu-yentes del segundo párrafo, regresamos al difícil gesto de reconci­liación de Kant a fin de levantar una causa común para la moral, para la razón práctica.

Los mundos morales particulares son distintos, tanto si se trata de mundos religiosos, comunales, corporativos, políticos, etc. Para crear «armonía» entre la heterogeneidad de la Sittlichkeit, o inclu­so para diferenciar distintos tipos de Sittlichkeit igualmente den­sos o igualmente disgregados, es una empresa que está llamada a fracasar en el mundo contemporáneo. (El mundo, sin embargo, puede cambiar pero la moral está mucho menos relacionada con la profecía que cualquier otro material de nuestra especulación.) El individuo (lo singular) es contingente en todas las Sittlichkeit, pero él o ella puede elegir o no llegar a elegir, ser una persona de cons-ciencia o no serlo, puede ser tanto auténtica como inauténtica den­tro del marco de todos y cada uno de los mundos particulares. Pero, ¿y lo universal? Cada mundo puede ofrecer explicaciones distintas sobre los orígenes del bien y el mal, de la bondad o mal­dad de nuestra raza, y sin embargo es el gesto universal y no la ex­plicación universalística lo que importa. Por gesto universal en­tiendo la participación en lo que se ha denominado la actitud del humanismo moderno. Hacer algo en nuestra capacidad de «seres humanos como tales», hacerlo por los demás como «seres huma­nos como tales», hacerlo junto a los demás, en simétrica reciproci­dad, solidaridad, amistad, como «seres humanos como tales», éste

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es el significado de «gesto universal». Es irrelevante aquí saber de qué fuente saca uno la fuerza para hacer esas cosas, pues lo que en realidad importa más es que se hagan tales cosas. El género hu­mano no es una multitud universal, no ha resuelto su Sittlichkeit. Hay, sin embargo, diversos tipos de acción que todos sabemos que son correctos, buenos, deseables y recomendables. Las filosofías morales basan sus argumentos en tales gestos. Pueden incluso re­flexionar sobre otras posibilidades adicionales y más remotas de que aparezcan ciertos vínculos morales universalistas.

He mencionado varias veces que estamos reciclando viejos te­mas y viejas soluciones, si bien con nuevas orquestaciones y va­riaciones; las primeras formulaciones de la moderna filosofía mo­ral apenas tienen dos siglos de existencia. El gesto universal, que está lejos de depender de la explicación universal, ha sido locali­zado en la vieja época de Kant. Sin embargo, la idea de que el uni­versalismo moral puede alcanzarse no mediante la superación de la contingencia, la particularidad y la individualidad, sino cam­biando nuestra actitud dentro de la misma forma de vida, procede de Lessing y ha sido reciclada por Hannah Arendt. Si continúa el proceso de reciclaje, tarde o temprano puede aparecer una cuarta vía principal que se una a las del nihilismo, el universalismo for­mal y el particularismo concreto. Este nuevo tipo de discurso tiene como punto de partida al individuo contingente, no al héroe, al ge­nio, al actor que interpreta un papel o a la marioneta unidimen­sional, sino a personas como usted y como yo.

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De la hermenéutica en las ciencias sociales a la hermenéutica de las ciencias sociales

por Á. Heller

1. Sobré la comprensión de las ciencias sociales

E l proyecto de este artículo es la expansión del tema «herme­néutica en las ciencias sociales» a una «hermenéutica de las

ciencias sociales»; o más bien, cambiar el énfasis del primero ha­cia el segundo. La «hermenéutica» en las ciencias sociales entiende la búsqueda de un significado como la interpretación en el seno de las esferas de la sociología, las ciencias políticas, la etnología, la antropología, la historiografía; en otras palabras, de todas esas ra­mas de investigación que se denominan a sí mismas ciencias y que tienen como objetivo comprender la sociedad. La «hermenéutica de las ciencias sociales» tiene como objetivo comprender las cien­cias sociales al plantear preguntas como «¿qué significa realmente "ciencia social"?», «¿qué pretenden los científicos sociales con la práctica de tales ciencias?», «¿qué representa la palabra "ciencia" en el término compuesto "ciencia social"?», y otros temas afines. Dado que las ciencias sociales son géneros teóricos modernos, una hermenéutica de las ciencias sociales no es más que una aproxima­ción a la hermenéutica de la modernidad, la cual intenta compren­der la autocomprensión, o mejor dicho, la comprensión de la auto-consciencia de nuestra época.

Quiero empezar con una narrativa fragmentada que a la vez sir­ve como hipótesis. Dado que estoy tratando con la hermenéutica, esta metanarrativa tiene que ser en sí misma interpretativa. No voy a entrar en detalles sobre las causas de la aparición de las ciencias sociales, sino que voy a tratar de situar las ciencias sociales en el seno de la consciencia y autoconsciencia de la Era Moderna.

Un nuevo tipo de conciencia histórica, tanto refleja como uni­versal, apareció durante la Ilustración y se ha convertido en domi-

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nante desde la Revolución Francesa. Los hombres y mujeres de Occidente se embarcaron en una comprensión de su época en tér­minos de su calidad de producto de la progresión histórica del mundo, en la que cada etapa contenía sus propias posibilidades y limitaciones, así como su invalidación por parte de una etapa nue­va. Hegel construyó un importante edificio filosófico sobre esta nueva base de la autocomprensión. «Nadie ha trascendido nunca, ni nunca trascenderá», afirmaba, «en acción, pensamiento, proyec­to, fantasía o utopía, su propio Tiempo; nosotros tampoco podre­mos». Sin embargo, añadió Hegel, «el pasado que podemos recoger de la cima de nuestro presente es la Totalidad, es decir, la Histo­ria total y la Verdad total». La cápsula temporal hegeliana contiene una paradoja dual que sólo el sistema hegeliano fue capaz momen­táneamente de eliminar. El universalismo reflejo dio origen al Hom­bre faustiano, que derriba todos los tabúes y trasciende sus límites, que está ansioso por conocerlo todo, que realiza todos sus proyec­tos y deseos. No obstante, esta misma universalidad refleja declaró públicamente que estamos cautivos en la prisión de la contempo­raneidad. El universalismo reflejo ha convertido la verdad en «ver­dad histórica», robando así el mundo de lo eterno, lo infinito, sin ser nunca capaz de apagar la sed de certitud tanto en el mundo in­terno como en el externo. La conciencia histórica moderna abarca esta paradoja dual, así como abarca también todos los intentos de darle una solución y todos los intentos de vivir con ella y sopor­tarla con orgullo.

La búsqueda de la comprensión y la autocomprensión incluye la búsqueda del conocimiento de la historia presente, el presente histórico, nuestra propia sociedad y nosotros mismos. Uno se ve enfrentado a la tarea de obtener conocimiento verdadero acerca de un mundo y ser conscientes que ese conocimiento se halla en ese mundo. ¿Cómo puede uno saber que el propio conocimiento es ver­dadero? ¿Cómo puede uno saber que sabe? A fin de vencer la pa­radoja, hay que encontrar un punto arquimédico fuera de la con­temporaneidad. Sin embargo, eso es exactamente lo que no puede hacerse: la prisión del presente sólo permite huidas ilusorias.

A pesar de todo, ha quedado abierta una ruta de escape. Su­pongamos que nuestra historia y nuestra conciencia histórica, y sólo ello, crean ciertos juegos de lenguaje o métodos que propor-

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cionan a los hombres y mujeres contemporáneos unos puntos ar-quimédicos fuera de las limitaciones de la contemporaneidad. Bajo estas condiciones, la paradoja resultará ser irreal, una mera apa­riencia. Tanto las ciencias sociales nomotéticas como las herme­néuticas ofrecen un punto arquimédico, aunque de diverso tipo. Tomemos primero las ciencias sociales nomotéticas (o explicativas). Supongamos que podemos establecer ciertas leyes histórico-sociales generales o unas regularidades, las cuales, una vez descubiertas, pueden ser aplicadas a todas las historias y a todas las sociedades, incluida la nuestra. Entonces nuestra propia historia, nuestras ins­tituciones, nuestra sociedad, podrán ser explicadas y, por tanto, to­tal y verdaderamente comprendidas. Vencemos los límites de nues­tra conciencia histórica utilizando los potenciales de esa misma conciencia histórica. Las ciencias hermenéuticas alcanzarán un re­sultado similar. Supongamos que podemos conversar con persona­jes de épocas pasadas o con miembros de culturas extranjeras; su­pongamos también que podemos leer las notas de esas personas (o sus textos) y llegar a saber qué querían (o quieren) decir. Final­mente, vamos a asumir que debido a todo esto podemos volver la mirada hacia nosotros mismos con esos mismos ojos extranjeros, desde el contexto cultural de ese «otro». Si podemos conseguir que esos «otros» formulen sus preguntas y valoren y juzguen nuestra historia e instituciones desde su perspectiva, en otras palabras, su conciencia histórica, habremos establecido un punto arquimédico fuera de nuestra cultura. Aquí, de nuevo, superamos los límites de nuestra propia conciencia histórica por medio de la movilización de sus potenciales. Así, pues, las ciencias sociales nomotéticas y las hermenéuticas son ambas productos de nuestra conciencia his­tórica. Ambas han expresado la conciencia de nuestra historicidad: ambas han originado intentos formidables de proporcionar un auto-conocimiento verdadero a una época que se entiende a sí misma como histórica. La creciente conciencia de la complejidad y falibi­lidad de la empresa llamada «ciencia social» no trastornó la creen­cia en el éxito final de esta misma empresa. Es sólo ahora, en el período denominado «postmoderno», que la escena ha vuelto a montarse. Es por ello que el término compuesto «ciencias sociales» ha sido sometido a un detallado examen hermenéutico.

El término compuesto «ciencias sociales» indica la pretensión

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y la ambición de los juegos de palabras cuyo objetivo es proporcio­nar un verdadero autoconocimiento de la sociedad moderna. Las ciencias naturales y las ciencias sociales han sido consideradas du­rante mucho tiempo dos ramas del género de la ciencia. Con inde­pendencia de cómo las ciencias sociales se adaptaran a las ciencias naturales, se creía que ambas eran exactas y acumulativas. Y enton­ces resultaron ser excesivamente inexactas. Semejante fracaso se ex­plicó en términos temporales; por ejemplo que las ciencias sociales eran aún «nuevas y jóvenes», que estaban aún «inmaduras», que aún no habían decidido sus métodos adecuados y conclusivos. To­davía hoy hay quien dice que debido a que la sociología es una «ciencia extremadamente joven», sus fracasos deben atribuirse a lo tierno de su edad, un argumento muy débil dado que la física nu­clear es una ciencia «mucho más joven». El matrimonio entre las ciencias naturales y sociales fue un fracaso, con las primeras man­tenidas bajo tutelaje y con la exigencia de que siempre se discul­pase de su supuesta inferioridad. Y, sin embargo, este matrimonio no fue una boda a la fuerza, sino una unión en la que se habían depositado las más grandes expectativas.

Tampoco es que estas expectativas se vieran totalmente frustra­das. Durante el proceso de una división progresiva de las esferas culturales en el modernismo, las ciencias sociales se establecieron en la esfera dominante, la de la ciencia. Weber, cuya visión de la división de las esferas culturales es un lúcido veredicto de la con­dición moderna, discute la ciencia como vocación aunque sólo tie­nen en mente las ciencias sociales. Con ciertas salvedades, uno po­dría aún estar de acuerdo con el diagnóstico de Weber, así como también con sus interdicciones. La ciencia, afirmaba Weber, es una esfera cultural junto a las esferas política, legal, estética, económica, religiosa y erótica. La independencia relativa entre las esferas es el resultado de, y la precondición para, la reproducción de la mo­dernidad. Cada esfera posee reglas y normas intrínsecas a ella mis­ma y distintas de las normas y reglas de otras esferas. Si, por ejem­plo, las normas y reglas intrínsecas de la esfera política o la eco­nomía, o incluso de la estética, tuvieran que aplicarse y observarse en la esfera de la ciencia, las normas correctas de esta última se verían cercenadas y la ciencia resultaría distorsionada. Hay que te­ner en cuenta, no obstante, que la división entre las esferas depen-

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de también de nuestra percepción. Aunque las ciencias sociales nunca se han comportado como las ciencias naturales, hace sólo unos cincuenta años que somos conscientes de ello. Esta nueva per­cepción designa a las ciencias sociales como una esfera indepen­diente, con sus propias reglas y normas intrínsecas, que difieren de las de la ciencia natural en muchos aspectos cruciales. Un aparen­te matrimonio de conveniencia entre las ciencias sociales y natura­les, que gradualmente dejó de funcionar, ha terminado en un si­lencioso divorcio. Y esto ha ocurrido no sólo debido al fracaso de todos los intentos de establecer unas leyes histórico-sociales univer­sales. Las ciencias sociales «ideográficas» tampoco han cumplido las expectativas que en ellas se tenía. Al poco tiempo, las ciencias naturales, a pesar de los cambios de paradigma, resultaron ser esen­cialmente cumulativas, mientras que las ciencias sociales, pese a la tendencia de construir ciertos tipos de conocimiento, resultaron ser esencialmente no cumulativas, aunque afirmasen ser globalmente cumulativas.

El conocimiento puede ser cumulativo en tanto que el juego in­trínseco de lenguaje sea predominantemente un lenguaje que re­suelve problemas. X ha solucionado un problema, puedo fiarme de esta solución, seguir adelante y resolver el próximo problema, y así sucesivamente. En las ciencias sociales esto significaría, por ejemplo, que Marx resuelve un problema, Tónnies se fía de esta solución y avanza un paso más, Weber, confiando en vanas tentati­vas, va mucho más lejos, Parsons hereda todas esas soluciones y añade la suya a la lista; mientras que en el presente, Luhmann se construye sobre las soluciones de todos los sociólogos que le han precedido en su investigación, y así sucesivamente. Esto suena como, y en realidad es, una parodia. La razón del carácter paró­dico de esta asunción es simplemente que las ciencias sociales no están predominantemente interesadas en la resolución de proble­mas. Crean significado y contribuyen a nuestro autoconocimiento. Consignan problemas, los dilucidan, los sitúan en uno u otro con­texto, y en tanto que resuelven problemas, lo que ciertamente ha­cen, los resuelven en el seno de este amplio contexto. En las cien­cias sociales no existe tal cosa como la solución final de un proble­ma, ni siquiera cuando se trabaja en el marco de uno y el mismo paradigma, A este respecto, las ciencias sociales son semejantes a

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la filosofía y no a las ciencias naturales. A partir de Dilthey, la hermenéutica ha sido muy consciente de ello.

Las ciencias sociales pueden crear su propia esfera independien­te (después de su divorcio de las ciencias naturales), y pueden re­nunciar a la pretensión de conocimiento cumulativo y exactitud. Sin embargo, hay una pretensión a la que no pueden renunciar: la pretensión de que pueden proporcionar un conocimiento verdadero acerca de la sociedad, en especial acerca de nuestra propia sociedad moderna. Si abandonasen esta pretensión, indudablemente dejarían de existir. En las ciencias sociales, el significado está relacionado con, o más bien es «exprimido» del verdadero conocimiento. La Historia, insiste Ranke, debe narrar acontecimientos tal como ocu­rrieron en realidad, y la sociología, en términos del imperativo de Max Weber, debe construir emblemas ideales que nos permi­tan comprender cómo funcionan realmente las instituciones. Lle­gado este punto, si los historiadores, sociólogos o científicos socia­les de cualquier otro tipo podrían cumplir esta norma completa­mente es algo irrelevante. Además, las normas, a diferencia de las reglas, pueden ser observadas de distintos modos. El quid de la cuestión es que la norma de verosimilitud debe ser observada o de otro modo la ciencia social ya no existiría. Sin embargo, si en las ciencias sociales no se resuelven problemas (o la resolución de los problemas sólo juega un papel secundario), si no hay conocimiento cumulativo en las ciencias sociales que no sea el que se da en el área de las publicaciones, ¿cómo puede cumplirse la pretensión de verosimilitud?

En primer lugar, esto puede lograrse evitando malentendidos. Nietzsche dijo una vez que la ciencia había sido inventada a fin

de mantener a raya a la Verdad. En la interpretación de Heidegger, el discernimiento original griego en el carácter de la Verdad como aletheia (descubrimiento) ha tenido, en la filosofía y ciencias mo­dernas, como sustituto la correspondiente teoría de la Verdad. El verdadero conocimiento, alias «reflejo» alias lo correcto, ocupó el sitio de la Verdad. Ciertas ramas de la filosofía, en particular las que tienen inclinaciones positivistas, son en realidad las culpables de este craso error, y los científicos sociales también han seguido el mismo juego. Sin embargo, la búsqueda del conocimiento verda­dero no puede por sí misma mantener a raya a la Verdad, ni tam-

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poco «descubrirla». La verdad y el conocimiento verdadero son distintos. El conocimiento verdadero puede convertirse en Verdad (cuando se cumplan otras condiciones, aún sin elaborar), pero no puede convertirse en Verdad presentándose a sí mismo como cono­cimiento verdadero. Los grandes científicos sociales son los que siempre han confundido menos el conocimiento verdadero con la Verdad. Weber, que denunció esta falacia como un peligroso en­gaño, es un ejemplo obvio. Weber advirtió claramente a sus alum­nos que en su seguimiento de las ciencias sociales no buscasen dis­cernimiento en el significado de la vida: la búsqueda del conoci­miento verdadero debe ser elegida como una vocación y no como un camino que lleva a la Verdad. Ofrecer discernimiento en el seno de la verdad mediante la búsqueda del conocimiento verda­dero es hacer una falsa promesa, una promesa que las ciencias so­ciales no tienen autoridad para mantener.

Si se evita ese malentendido, el más serio de todos, aún nos quedan otras serias cuestiones a las que enfrentarnos. Es sabido que la búsqueda de conocimiento verdadero, verosimilitud, es la norma fundamental de las ciencias. Si se busca significado en la esfera de las ciencias sociales, uno debe observar esta norma y no perderla nunca de vista, tanto si es debido a presiones políticas o económi­cas o a partir de consideraciones estéticas. Pero, ¿cómo puede uno cumplir la norma de verosimilitud? ¿Cómo puede saber uno si lo ha hecho así? La cuestión puede resumirse en la pregunta siguien­te: ¿cuáles son los criterios del conocimiento verdadero, los crite­rio de verosimilitud, en las ciencias sociales? Si logramos encontrar esos criterios, podemos darnos por satisfechos, porque abremos comprendido suficientemente, aunque no completamente, las cien­cias sociales.

El establecimiento de estos criterios no concierne sólo a la razón teórica. Aquí tenemos una cuestión fundamentalmente práctica, en la que el término «práctica» significa lo político y lo moral. Porque situar criterios es una cuestión política y moral, y es por medio de estos criterios por lo que deben rechazarse y descartarse falsifica­ciones tan grandes como la Historia del partido bolchevique. Un breve recorrido de Stalin o la «visión revisionista» del Holocausto por parte de Faurisson. Planteándolo a la inversa, dado que todos sabemos, y dado que no necesitamos ninguna prueba adicional para

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saber que existen grandes falsificaciones ideológicamente motivadas de hechos sociales o acontecimientos históricos, esperamos que la esfera de la ciencia social nos proporcione los criterios que nos per­mitan distinguir lo verdadero de lo falso, es decir, lo correcto de lo incorrecto.

Hasta aquí sólo he mencionado la cuestión de la flagrante falsi­ficación. Los teóricos críticos nos aportarán ejemplos menos extre­mos. Por un lado, los intereses de grupo o de clase; y por otro, unas fuertes motivaciones personales pueden influir inconsciente­mente en la percepción de un teórico y distorsionar su comprensión y narrativa, impidiendo así una verdadera interpretación de un tema o una situación. El teórico crítico puede descifrar la ideología y la ilusión. Pero la autoridad para descifrar la ideología y la ilu­sión, los medios de diferenciar lo correcto de lo incorrecto, de dis­tinguir la comprensión del malentendido, no reside en el teórico crí­tico, sino en los criterios de verosimilitud que el teórico crítico debe fielmente aplicar. Es obvio que deben existir tales criterios para que esto ocurra. Me ocuparé ahora de ese asunto.

2. Sobre la búsqueda del conocimiento verdadero en las ciencias sociales

Aunque se supone que las ciencias sociales están bajo el influjo cartesiano, cualquiera que eche un desapasionado vistazo a la his­toria de las ciencias sociales verá que estas últimas nunca han esta­do totalmente de acuerdo con los criterios racionalistas de Verdad, tal como fueron desarrollados por Descartes, Spinoza, e incluso Hobbes durante el siglo xvn. El consejo que daban los grandes ra­cionalistas de que teníamos que prescindir de todos los libros por­que éstos sólo nos llenaban la mente de falsedades y prejuicios no pudo ser aplicado a la ciencia social. Tampoco pudieron las cien­cias sociales cumplir el otro imperativo metodológico, el de deducir todas sus afirmaciones a partir de unos cuantos axiomas. «Conocer algo» en la esfera de las ciencias sociales, comportaba al menos el conocimiento de algunos textos. Hasta los intentos más aplicados de matematizar ciertas ramas de la ciencia social quedaron lejos de ser completamente racionalista-deductivos. Y tal como señaló

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Anthony Giddens, a los métodos meramente empíricos no les fue mucho mejor. Para mencionar sólo un obstáculo, el llamado mate­rial factual en la ciencia social nunca está completamente basado en la observación. Hoy en día, «conocer algo en la esfera de las ciencias sociales» está más relacionado con «tener gran cantidad de información», ser «muy leído», ser «inteligente», etc. Uno no necesita sentirse complacido con este desarrollo para admitir que ser «inteligente» constituye al menos un aspecto de «tener conoci­miento» en las ciencias sociales, un factor que Descartes hubiera considerado sin duda como señal de completa ignorancia. El ele­mento de la gran tradición racionalista que ha permanecido efec­tivo es el «momento cartesiano» manifiesto en toda investigación científica. Por «momento cartesiano» entiendo lo que Kant deno­minó Selbstdenken, algo que es equivalente a la actitud de no acep­tar ningún texto, afirmación o presentación como representaciones de una autoridad indiscutible. Porque el conocimiento sólo puede ser verdadero si está condonado por la propia razón del investiga­dor. No es sólo la teoría crítica (en el trío de Habermas de las cien­cias nomotéticas, hermenéuticas y críticas) la que practica la lectura crítica; todas las formas de ciencia social lo hacen. Hasta el más terco antisubjetivista satisface el criterio de Selbstdenken, siempre que esta persona opere en el medio de la ciencia social. Hasta los anticartesianos tienen su «momento cartesiano».

Hay además otro legado cartesiano que no puede ser completa­mente abandonado en las ciencias sociales. Aunque posiblemente algunos científicos sociales no puedan estar de acuerdo con el dog­ma cartesiano de que la claridad y la nitidez de una idea presente en nuestra mente han de ser tomadas como prueba de su veracidad, deben seguir manteniendo sus ideas tan claras y nítidas como sus medios respectivos se lo permitan. En las ciencias sociales uno pue­de utilizar sólo raramente «definiciones reales» de una forma razo­nable, ya que cuanto más crucial y central es un concepto social, menos puede ser definido ese concepto. Si uno intenta definir no­ciones como «sociedad», «trabajo», «cultura» y otros por el estilo, se dará inmediatamente cuenta de que esas definiciones serán total­mente vacías y, por lo tanto, o bien insignificantes para la búsque­da del conocimiento verdadero, o bien incapaces de ser consisten­temente aplicadas en esa búsqueda. Por supuesto, siempre puede

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darse una definición nominal, y tales definiciones pueden cumplir una adecuada función orientativa, pero no tienen valor cognosciti­vo y no contribuirán a nuestro conocimiento, tanto si ese conoci­miento es verdadero como si es falso. Es por eso que Weber reco­mendó Bestimmung (determinación) en vez de definición en la so­ciología. Bestimmung aclara los conceptos el máximo posible sólo en tanto que la noción así determinada proporcione la identidad de la noción predominante en todos los usos e interpretaciones, pero también indica algo más que, o menos que, o diferente a lo que nosotros habíamos elegido indicar. El aspecto de no identidad se ve además realzado por la circunstancia de que la utilización consistente de la noción puede ser y será contemplada como no en­teramente consistente por los que vean este tema desde una pers­pectiva diferente. En resumen, las ciencias sociales no sólo se abren ellas mismas a la falsificación, cosa que hacen todas las ciencias, sino que se abren también a la interpretación-reinterpretacióti. Al hacerlo, fracasan en encontrar sus criterios de claro y nítido; es más, se mantienen fieles a dichos criterios.

Lo que aquí ha empezado de la manera apologética usual («las ciencias sociales no pueden ser completamente deductivas o total­mente inductivas», «no pueden ofrecer una definición clara y ní­tida de sus propias nociones básicas») ha terminado con una nota positiva: al tratar con las ciencias sociales lo hacemos con unas ramas del conocimiento que están abiertas a la interpretación y la reinterpretación. Las obras importantes de las ciencias sociales son valiosos hallazgos a los que siempre recurrimos en nuestra búsque­da de significado y de conocimiento verdadero.

Permítanme reiterar que la búsqueda de conocimiento verda­dero en las ciencias sociales es contérmino de reconstruir, pintar, narrar, modelar, comprender, interpretar «cómo ocurrió realmen­te», «cómo funciona realmente», «qué significaba realmente», «cómo fue realmente entendido», etc. Independientemente de que se expliquen o interpreten acontecimientos, instituciones u otras cosas, tanto la interpretación como la explicación han de ser plau­sibles. Se ha señalado con frecuencia que en las ciencias sociales la probabilidad o la plausibilidad significan verosimilitud. La ac­ción de probar, dice Collingwood, es la traducción de la palabra latina probare, que puede ser también presentada como «hacer

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plausible». Y aquí llegamos a una importante bifurcación en el ca­mino: si bien acepto que la verosimilitud puede ser presentada en términos de plausibilidad, no acepto que plausibilidad en un sen­tido general sea un criterio suficiente de conocimiento verdadero en las ciencias sociales.

Igualmente, de todos es conocido que la plausibilidad es tam­bién una categoría central de la retórica. A esto añadiré que plau­sibilidad y la probabilidad hacen verdadera una teoría también en el pensamiento cotidiano. Si las teorías en las ciencias sociales son verdaderas en tanto que son plausibles, entonces los criterios de verosimilitud resultarán ser idénticos en la retórica, en las ciencias sociales y en la vida cotidiana. Dado que esto es un punto de par­tida menos que prometedor, podemos extender nuestra búsqueda a un criterio para la ciencia social que sea más fuerte que el de la plausibilidad. Sin embargo, este criterio podría ser sólo el de la certitud, un criterio que hemos rechazado en esta etapa preliminar. En este impasse aparente, la respuesta parece ser que no debemos ir más allá de la plausibilidad, sino que debemos buscar un tipo o criterio específico de plausibilidad. En resumen, lo que hace plau­sible una teoría en la retórica y en la vida cotidiana es un conjunto de procedimientos que no son idénticos de los que hacen plausible una teoría en las ciencias sociales. Además, el atractivo de lo plau­sible en las ciencias sociales es distinto del atractivo de lo plausible en la retórica, y como consecuencia entre los géneros existe una línea divisoria demasiado sutil. Sin embargo, de ahora en adelante no voy a tratar sobre las prácticas de ciertos teóricos sociales, sino con las normas de las ciencias sociales inherentes en la esfera de esas ciencias tal como yo las veo.

La verosimilitud es el resultado de un estudio social, y este es­tudio debe guiarse por ciertas normas. Una de estas normas puede formularse como sigue: la ciencia social no debe utilizar al desti­natario como medio para alcanzar ciertos objetivos del científico social. Se usa al destinatario como medio si se formula una teoría tal que el destinatario actúa de la forma en que el teórico social quiere o desea, mediante la movilización de ciertas respuestas emo­tivas o actuando sobre ciertos intereses del destinatario. Este inter­dicto es tanto práctico (moral), como teórico. Es práctico (moral) porque si el destinatario es utilizado tal como se ha esbozado más

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arriba, se convierte en objeto de manipulación (que es exactamen­te de lo que trata la retórica errónea). El interdicto es igualmente válido en el plano teórico, porque con respecto a la retórica fuerte la teoría será completamente plausible para el destinatario pero no lo será para nadie más. Además, incluso para el destinatario, sólo seguirá siendo plausible siempre que las emociones e intere­ses sobre los que actúa el teórico sigan alimentados. Es por eso que las teorías fuertemente retóricas pueden ser en extremo influ­yentes en su contexto original, pero pronto declinan al nivel de ser meros documentos históricos y no muestran evidencia del atrac­tivo paradigmático que muestran las teorías que hemos catalogado de «valiosos hallazgos» de las ciencias sociales.

Sin embargo, el interdicto sobre retórica fuerte en las ciencias sociales no conlleva el interdicto sobre la evaluación. No hay ne­cesidad de teorías sociales no retóricas, o moderadamente retóricas, para ser «libre de valores». Repetidamente he expresado mi acuer­do con Weber en que las ciencias sociales deben observar las nor­mas de su propia esfera, y que las normas de otras esferas cultu­rales no deben inmiscuirse en las normas de la ciencia social. Con esto no he pretendido sostener que los valores inherentes a las otras esferas no puedan informar a los estudios de la esfera de las ciencias sociales, o que no puedan proporcionar un punto de vista crítico a partir del cual puede llevarse a cabo un estudio. Pueden coexistir muchas teorías distintas, pese a ser todas igualmente plau­sibles e igualmente científicas, con una teoría siendo informada por un valor de una esfera, y otra teoría anclada en un valor diferente de otra esfera distinta. No obstante, mantenerse leal a las normas internas de las ciencias sociales es un Deber para todas y cada una de las teorías, ya que la constitución de una teoría es una cosa y la manipulación del destinatario otra distinta. Cuando, por ejem­plo, Weber insiste en que los científicos sociales deben hacer siem­pre un inventario de los llamados «hechos desagradables» (los que cuestionan o socavan sus teorías), estableció un buen argumento contra la retórica fuerte, pero no contra la evaluación como creyó haber hecho. Esto se debe simplemente a que los hechos no son inherentemente agradables o desagradables, pero se vuelven agra­dables o desagradables desde el punto de vista de una teoría con­creta, desde el punto de vista del valor que guía una teoría

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concreta. El mismo hecho puede resultar extremadamente molesto para un científico social y ser providencial para otro.

Por lo tanto, si la plausibilidad y la verosimilitud no están igualadas, y uno busca los criterios de plausibilidad específica a las ciencias sociales, hay que sacar la conclusión de que existe más de una teoría social plausible, y en ese sentido científica, referente al mismo tema, institución, acontecimiento, etc. Esta circunstancia en sí misma sería razón suficiente para no igualar la verosimilitud (un tipo particular de plausibilidad) con «correspondencia». Una de las experiencias más elementales de la vida cotidiana es que un acontecimiento puede relatarse de mil maneras distintas y seguir siendo el mismo acontecimiento. De todos es sabido que no hay ni una sola narrativa o acontecimiento que puedan ser completos y exclusivos. La narrativa en la teoría social difiere de su versión cotidiana en muchos aspectos, pero no en este concreto: de te fá­bula narratur; en ambos casos es el tema humano, el tema de us­ted, del que trata la teoría. Los acontecimientos e instituciones hu­manos no están simplemente «ahí» para ser contemplados como una «verdadera imagen en la retina», como sugiere la metáfora. Los miembros de una institución concreta perciben esta institución de mil maneras distintas y lo mismo se aplica a los participantes de un acontecimiento concreto. Y lo que no es completamente idén­tico en la percepción del participante no puede ser completamente idéntico del punto de vista del observador, y esto es especialmen­te así si se considera que tampoco hay observadores «puros». Cual­quiera que sea el observador, quienquiera que adopte la posición de mera razón teórica es, al mismo tiempo, un miembro partici­pante de ciertas instituciones y esferas distintas de la institución o la esfera de la ciencia social (como mínimo esta persona participa en la esfera de la vida cotidiana).

De todo esto se deduce que a) la verosimilitud no puede ser equivalente a la correspondencia, porque no hay «ahí» ni una sola cosa con la que pueda corresponderse el conocimiento verdadero, y b) que un cierto aspecto de correspondencia tiene que estar pre­sente en que la misma existencia y «modalidad» de los hechos in­terpretados deben ser corroboradas por todo tipo de interpretación y teoría relacionado con él. Y para decirlo un poco ruda y breve­mente, la verosimilitud en las ciencias sociales puede ser entendida

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como la identidad de la identidad y no identidad. Se puede decir, pues, de una obra que sea producto de las ciencias sociales que contiene un núcleo y un anillo, no como dos partes separadas de la teoría sino como sus dos aspectos. Para evitar malentendidos, quiero señalar que el «aspecto núcleo» no es idéntico a la suma total de hechos interpretados, y que el «aspecto anillo» no es idén­tico al marco teórico general utilizado por los científicos sociales. Por ejemplo, al escribir sobre la Segunda Guerra Mundial, uno puede discutir las intenciones del presidente Roosevelt sin creer que esos hechos interpretados pertenecen al «conocimiento nu­clear» de ese acontecimiento concreto. El conocimiento nuclear es aquel del que uno tiene buenas razones para creer que cualquier persona llegará a él, si esa persona estudia todas las fuentes a su disposición, observa por completo los fenómenos relevantes y entra en discusión con los miembros de la comunidad científica familia­rizada con el tema a estudiar, y lleva a cabo todas estas cosas des­de cualquier perspectiva. El conocimiento anular es conocimiento (discernimiento, teoría, interpretación, comprensión) al cual uno llega desde un punto de vista concreto, la perspectiva o el interés cultural no son compartidos con los demás, ante el telón de fondo de ciertas experiencias vitales, individuales o colectivas. Es por ello que nadie puede nunca conjeturar que otro haya llegado a idéntico discernimiento, teoría, interpretación, comprensión, en una pala­bra: conocimiento. Mucho menos puede uno conjeturar que todo el mundo haya llegado a tal punto. El «conocimiento anular» tiene una habilidad especial de dar significado porque aporta los ele­mentos de originalidad, innovación, novedad, sorpresa, en otras palabras, elementos inesperados, de imaginación, al núcleo. Si en relación corrél núcleo el anillo es demasiado fino, el conocimiento que proporciona una obra concreta de la ciencia social será abu­rrido aunque verdadero, nimio aunque informativo. Si en relación con el núcleo el anillo es demasiado amplio, demasiado grueso, la obra en cuestión será más un ejemplo de ficción o de ideología que no la obra propia de una ciencia social. Debo subrayar aquí que el conocimiento nuclear también está abierto a la falsificación.

Mantener el «núcleo» y el «anillo», los «elementos de identi­dad» y «los elementos de no identidad en el seno de la identidad» en el equilibrio justo, es una de las tareas más formidables de la

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ciencia social moderna, si no la más formidable. Las ciencias socia­les modernas están sometidas a una doble presión. Primero, están bajo presión debido a la inmensa acumulación de información que se ha dado recientemente en estas ciencias, un tipo de acumulación que poco o nada tiene que ver con un progreso cumulativo en la resolución de problemas tan atípico de las verdaderas ciencias so­ciales. El científico social se siente presionado a incluir cada pieza de información relacionada con el tema que estudia; al margen de que la referencia sea aprobadora o desaprobadora, tanto si la in­formación será más tarde dejada de lado e ignorada, deben hacerse tales referencias. El considerar la aprobación o desaprobación es desde luego una cuestión de juicio y, como tal, está relacionada con la perspectiva del investigador («el anillo»). Sin embargo, es prácticamente imposible evaluar, estimar o reflexionar sobre cada retazo de información desde una u otra perspectiva. Lo que queda es una masa sin digerir de información que tiene como resultado la hinchazón del núcleo.

El núcleo se ve, pues, hinchado por un tipo de conocimiento, que no es el conocimiento verdadero que requiere el género de la ciencia social, sino más bien el tipo de conocimiento que requieren las instituciones de dichas ciencias. Entiendo la ciencia social como una subesfera cultural (en la trinidad de «vida, sociedad, cultu­ra»), una subesfera que aspira a entender la sociedad. O, en una interpretación más hegelíana, la considero un aspecto del espíritu absoluto cuyo objetivo es descifrar el espíritu objetivo, contribu­yendo así al autoconocimiento (comprensión) de la modernidad. Todo el que esté de acuerdo conmigo, lo estará también con mi valoración de que la hinchazón excesiva del «conocimiento nu­clear» no se debe al esfuerzo del autor en su calidad de depositario de una subesfera cultural, sino que es el resultado de que esa per­sona sea la representación de una institución (en su calidad de miembro participante de una esfera socio-institucional). Más espe­cíficamente, el científico social debe tener noticia de todo aquel que haya dicho algo de valor en la rama del saber sometido a es­tudio. No es necesario tener una opinión acerca de todas las pro­posiciones que se hayan hecho; basta sólo con demostrar que uno sabe que esas proposiciones se han hecho. Los libros sobre las cien­cias sociales están llenos de frases como «X dice que Y ha dicho

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que Z dijo...», en las que el énfasis no se pone en el «qué» de la referida frase, sino sólo sobre la cuestión de que el conocimiento de uno sobre X diciendo lo que ha dicho Y que dijo Z, etc., ha de ser correcto. Hacer meramente referencias es «jugar sobre seguro». Ni siquiera requiere el sumario recapitulación de las ideas o afir­maciones de otros, un procedimiento que, adrede o no, requeriría cierto tipo de trabajo interpretativo. En resumen, las ciencias so­ciales están en peligro agudo de convertirse en una preparación continua para la edición de nuevas enciclopedias. Sin embargo —y éste es el segundo aspecto de la doble presión mencionada antes—, existe otra tendencia o presión que contrarresta. Ya que no se pue­de esperar de todos que sean innovadores y originales, se espera de los científicos sociales que, como mínimo, sigan una tendencia, que expresen su lealtad hacia una de las últimas modas, lo que se conoce como le dernier cri. Así todo el mundo empieza a agrandar tanto el núcleo como el anillo. Y esto puede hacerse, si es que pue­de hacerse de algún modo, estrechando sustancialmente el alcance de la investigación.

¿Cuál es el equilibrio adecuado entre los «elementos de iden­tidad» y los «elementos de no identidad» en el seno de la identi­dad, entre el «núcleo» y el «anillo»? No existe una respuesta gene­ral a esta pregunta; tal evaluación depende de la fronesis del cien­tífico social. Como señaló Aristóteles, la medida adecuada, la «me­dida media», está situada entre el «demasiado poco» y el «dema­siado». Las normas de la esfera concreta denominada «ciencia so­cial» se comportan del mismo modo que las demás normas: deben ser aplicadas y aplicadas de un modo distinto según la tarea que tengamos delante. En realidad, los científicos sociales movilizan sus fronesis y los mejores de ellos dan en el blanco. La proporción adecuada depende de muchos factores, siendo uno de ellos, para utilizar la expresión de Croce, «el campo visual» que abarca la obra. Y lo último en orden pero no en importancia: hay muchas ramas de la ciencia social y todas ellas tienen también sus propias normas intrínsecas, fuertes o débiles. Además, las «normas de gé­nero» pueden ser disueltas y aparecer nuevas normas (y/o estilos). Uno puede incluso concebir una Gesamtwissenschaft en las cien­cias sociales después de la analogía de Gesamtkunst. No obstante, mientras un género siga siendo una ciencia social, hasta el punto

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en que lo haga, ésta no puede pretender el establecimiento o des­cubrimiento de la Verdad.

He acentuado ya dos veces la distinción entre la búsqueda del conocimiento verdadero y la búsqueda de la Verdad, porque sos­tengo que éste es un asunto de la máxima importancia. Es preci­samente la falsa identificación del conocimiento verdadero y la verdad lo que ha llevado al conocimiento verdadero al desprestigio en las recientes discusiones filosóficas. Para demostrar por com­pleto mi tesis, debo formular la cuestión de la verdad, una tenta­tiva que queda fuera de la estructura de este artículo. Debo, por lo tanto, limitarme a unos cuantos comentarios clarificadores. Los usuarios cotidianos del lenguaje califican de «verdad» cualquier tipo de conocimiento, metáfora, símbolo, experiencia y discerni­miento, si el conocimiento, la metáfora, el símbolo, la experiencia, etc., tienen un impacto sobre toda su existencia. La verdad es «el todo», no porque se refiera a la totalidad, sino porque lo hace a nuestra existencia como un todo. En este sentido, la Verdad es siempre subjetiva. En la vida cotidiana esto puede significar «ver-dad-para-mí». Si me someto a los rayos X para saber si tengo cán­cer, el médico se dirigirá ál radiólogo y le preguntará «¿qué hay en la radiografía?», en otras preguntas preguntará «¿cuál es su estado?». Pero si yo me temo lo peor, me dirigiré al doctor y le pediré «Dígame la verdad». La religión —en particular las religio­nes judía, cristiana, budista, musulmana y taoísta— y la filosofía (junto con otras ramas de sabiduría secular) buscan un tipo de co­nocimiento, un mito, un símbolo, etc., que tengan impacto sobre la existencia de todos, que otorgue un significado a las vidas de todos nosotros y que en este sentido puede ser llamado «holístico». La Verdad no es meramente teórica. Es también práctica (moral). Sin embargo, nunca es pragmática. La Verdad puede ser considerada como absoluta, como perenne, y también como histórica, pero es siempre subjetiva en el sentido que tiene impacto sobre toda nues­tra existencia. Tal como hemos visto, la búsqueda de conocimien­to verdadero tiene una ambición distinta. Mantenerse fiel a su am­bición, a su proyecto propio, es el único requisito cuyo cumpli­miento puede esperarse de las ciencias sociales, nada más. Pero esto sigue siendo aún una gran ambición, un gran proyecto.

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3. ¿Qué significa «comprender» en las ciencias sociales?

Como se ha mencionado antes, cuanto más decisiva, central, «existencial», sea una categoría, menos se presta a la definición. Lo que signifique «comprensión» depende de la teoría en cuyo contex­to se utiliza la categoría. Dado que esta noción será bestimmt (de­terminada, no decidida) en el proceso de discusión en este capítu­lo, lo único que puedo decir, llegado este punto, es que mi com­prensión de la comprensión se adecuará, al menos en este contex­to, con el objetivo de este artículo. No voy a utilizar el concepto en su sentido filosófico más amplio, alias uno existencial, del Da-sein o uno constituyente de la «condición humana», a menos que lo afirme explícitamente así. Pero no voy a identificar comprensión con interpretación (ambos términos son traducciones inglesas del concepto alemán Verstehen), porque para mí toda interpretación es también comprensión, pero no toda comprensión es interpreta­ción. Lo que comprendemos no necesitamos interpretarlo. Existe una buena cantidad de comprensión compartida entre gentes de la misma cultura que permanece sin reflejar, y por tanto no interpre­tada, no sólo en la comunicación cotidiana sino también en las ciencias sociales. (Aunque, desde luego, este consenso de fondo también puede abrirse a la interpretación.) Además, discutiré tam­bién la búsqueda de explicación e interpretación como subcasos de la búsqueda de comprensión. Para clarificar este punto, quiero decir que la comprensión (en el contexto de las ciencias sociales) no sólo significa «tener sentido», sino «tener sentido de algo que tiene sentido»; o al menos «tener sentido de ciertos aspectos que también "tienen sentido" en el objeto-contexto de esta investiga­ción concreta». Es por ello que la explicación en la ciencia social puede ser contemplada como «comprensión» de una forma que no puede ocurrir en la ciencia natural. Por ejemplo, se asume que la llamada «ley de valor» (una estratagema meramente explicativa) se manifiesta a sí misma en una forma que «tiene sentido» para todos aquellos que venden y compran. Pero no puede suponerse que la ley de la gravedad «tenga sentido» para la manzana. De todo esto resyl{a obvio que al formular el problema de la compren'

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sión, continuamos aún el discurso del conocimiento verdadero en la ciencia social.

¿Cuándo podemos decir que hemos comprendido algo? Haber-mas afirma que una persona comprende algo al adquirir la aptitud para hacer ese algo. Rorty insiste en que si entendemos el juego de lenguaje, habremos comprendido todo lo que haya para com­prender, sobre todo porque se efectúan movimientos que se reali­zan en ese lenguaje concreto. Estas dos sugerencias son distintas, aunque tienen dos características en común. Ambos escritores dis­cuten la comprensión como la comprensión de las reglas, y sólo las reglas, y ambos sugieren que hay un punto en el que llegamos a la comprensión y que ese punto puede ser correctamente identifi­cado y descrito.

No obstante, aunque se dé por sentada la presencia de las re­glas, la situación es ya, en la esfera de lo cotidiano, mucho más compleja de lo que se indica más arriba. Para estar seguros, el tener aptitud para hacer algo requiere que yo debo comprender las nor­mas hasta el grado que me permite hacer lo que se supone (o se me requiere) que debo hacer. Y sin embargo, es muy posible que alguien sea por completo y no entienda del todo las reglas. Un ejemplo de esto es el Félix Krull de Thomas Mann. Si un amigo me da consejo, yo comprendo que me da «consejo», porque com­prendo el juego de lenguaje de «dar consejo». Sin embargo, de esto ciertamente no se deriva que yo tenga que comprender tam­bién por qué me da este tipo concreto de consejo, y por qué me lo da sobre este asunto y no sobre otro. También es posible que una persona siga las reglas pero al mismo tiempo se rebele contra ellas en su mente y su corazón. Si la regla es que los padres pegan a sus hijos para educarlos moralmente, y si el hijo está familiari­zado con este procedimiento (que es también un juego de lenguaje), y en este sentido entiende por qué se le pega regularmente, puede aún formular preguntas acerca del «por qué» (lo cual muestra que su comprensión es simultáneamente no comprensión). Además, dado que la vida social no está sólo regulada por reglas sino tam­bién por normas, las mismas normas pueden cumplirse de mane­ras distintas y, dentro de ciertos límites, cumplirse igualmente bien (de la manera correcta). Comprender por qué se ha hecho esto y no lo otro en una situación concreta es una tarea que aún está en

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curso, un tema lleno de conjeturas, en contraste con el caso de la mera regulación a base de reglas.

La comprensión es relacional en el sentido de que es relativa al proyecto del actor o actores. Tal como han señalado los feno-menologistas, en especial Schütz, el mismo nivel de comprensión puede resultar suficientemente en un caso e insuficiente en otro. Yo he comprendido, cuando abandono la búsqueda de compren­sión, por qué no necesito (o alternativamente no puedo) seguir adelante. Con todo, sea cual fuere el nivel de comprensión, siem­pre hay algo que permanece incomprendido. Tal como sabemos desde los tiempos de Sócrates, cuanto más alto sea el nivel de com­prensión, más se verá la mente humana obsesionada por la caren­cia de ella. Detrás de lo que se ha comprendido está siempre el misterio, el interrogante, la oscuridad, el territorio desconocido de la atracción y la repulsión. Un pariente remoto puede ser compren­dido muy bien, pero la mente del amigo más íntimo nos elude, siendo siempre un eterno enigma. Cuanto más cercana a nuestro corazón esté una obra de arte, menos la comprenderemos. Mien­tras las instituciones sociales o los acontecimientos históricos se «den por sentados», los comprenderemos hasta cierto punto. En el momento en que los sometemos a examen, empezamos a compren­der de qué tratan, comenzamos nuestro estudio y ya no nos deten­dremos nunca. Cuanta más importancia tenga una institución, una forma de vida o un acontecimiento histórico para la consciencia histórica de nuestra época, menos podrán ser totalmente compren­didos, independientemente de las frecuentes explicaciones «fina­les» y «definitivas» que aportan los científicos sociales.

Una persona puede detenerse en un nivel concreto de compren­sión, del mismo modo que esa persona puede seguir adelante, con­tinuar con la búsqueda. Si una persona continúa, tanto en la esfera de la vida cotidiana, de la ciencia, de la filosofía o cualquier otra cosa, entra en el llamado «círculo hermenéutico». Sin embargo, este círculo es más una espiral, pues nunca vuelve del todo a sí mismo. Algo es comprendido de una manera «preliminar», luego son comprendidas diversas cosas relacionadas con esa primera que ya se ha comprendido, y entonces se vuelve a esa primera cosa a fin de comprenderla a un nivel más alto, etc. Lo que Hegel deno­minó «generalidad concreta» es el resultado de este progresivo mo-

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vimiento en espiral. Dicho movimiento puede detectarse en el cre­cimiento de cada individuo, así como en los procesos de aprendi­zaje de ciertas objetivaciones culturales.

En la vida cotidiana moderna, al igual que en la vida cotidiana en general, se dan por sentadas ciertas reglas. En tanto en que se dan por sentadas, la búsqueda de comprensión cesa cada vez que una persona ha valorado la necesaria aptitud para actuar de acuer­do con esas reglas. Sin embargo, la suma total de normas y reglas que nos ha sido transmitida no está en absoluto dada por sentada. Al ser dinámica y orientada al futuro, la vida moderna actual re­quiere una actitud crítica, con una constante y progresiva investi­gación y comprobación de las normas y reglas. Habermas se refi­rió a esta tendencia como la «racionalización del mundo de la vida». No obstante, y debido precisamente a que estas normas y reglas están siendo constantemente cuestionadas y probadas, la acción de igualar la aptitud para observar las reglas y la compren­sión de esas reglas es irrelevante. Los hombres y mujeres modernos pueden seguir competentemente las reglas y, sin embargo, no en­tenderlas. En términos de mi vocabulario teórico, pueden «irra-cionalizar» las reglas desde el punto de vista de una norma. Pue­den entender un juego de lenguaje y seguir refutando a Rorty al no entender por qué se han hecho ciertos movimientos (o por qué deberían hacerse en primer lugar). La búsqueda de comprensión en el plano de lo cotidiano hace que nuestro mundo sea cada vez más insondable y opaco. Fue en la unión de las formas de vida tra­dicionales con las modernas cuando el maestro Antón de Hebbel, en María Magdalena, gritó desesperado: Ich versthe die Welt nicht mehrl; (¡Ya no entiendo el mundo!). Las ciencias sociales, esos juegos modernos de lenguaje par excellence, tienen un punto de contacto precisamente con las formas modernas de vida, con la actitud moderna de los actores cotidianos. Prometen la iluminación de lo incomprensible y de lo opaco, prometen dotar de autoconoci-miento a la sociedad moderna, aunque entran exactamente en el mismo camino en espiral en el que entran los actores cotidianos al cuestionarse sus formas de comprensión tradicionales. Cuanto más entran las ciencias sociales en su «espiral de comprensión», más luz vierten sobre el impenetrablemente carácter opaco de nuestra vida §ocial. Ciertas teorías sociales intentan vencer esas dificultades

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construyendo el mundo moderno como un complejo de institucio­nes gobernadas por reglas. Las teorías de sistemas puros tienen esta procedencia. El precio que pagan por ello es el de separar el nexo entre las experiencias vitales y los intereses de los actores, por un lado; y los de las teorías sociales, por otro. Pagan este pre­cio porque no implican a los actores (independientemente de que sean lectores pasivos o miembros participantes de instituciones modernas) en su búsqueda de conocimiento verdadero, sino que los presentan con una descripción de reglas y limitaciones sistémi-cas a las que esos actores están sujetos. Así, el problema del aumen­to de la opacidad, tal como aparece en el contexto de la búsqueda, se está eliminando al convertir a todo el mundo en el domicilio adecuado de los actores, un domicilio que «se da por sentado» para ellos; y, como resultado de eso, los autores cesarán su bús­queda o bien se enfrentarán con un universo social totalmente in­comprensible.

Todo esto indica ya que «comprensión» en las ciencias sociales implica «hacerse comprender uno mismo». Éste no es el caso en todas partes, e incluso donde lo es, no lo es hasta el mismo grado. Una experiencia mística (que es un cierto tipo de comprensión) no puede hacerse comprender adecuadamente. Además, yo puedo to­marme la tarea de comprender a mi mejor amigo sin tener la más mínima intención de que mi comprensión sea comprendida por na­die más. Para poner un ejemplo totalmente contrastante, en la prác­tica cotidiana prerreflexiva, comprender y «hacerse comprender uno mismo» se conglutinan por completo. En la vida cotidiana mo­derna, una vez hemos avanzado más allá del modelo de la com­prensión autoevidente y prerreflexiva, nos comportamos de un modo general de la misma manera en que ocurren las cosas en las ciencias sociales; hacemos grandes esfuerzos para aprender cómo hacer comprender a otra persona lo que nosotros hemos compren­dido.

La reciprocidad simétrica requiere la comprensión mutua. Al discutir sobre antropología, Maclntyre señala que la reciprocidad simétrica de la comunicación (la comprensión mutua) puede darse si, sólo si, podemos repetir en nuestro lenguaje lo que afirman los miembros de otra cultura y viceversa. Sin una traductibilidad mu­tua, la comprensión mutua queda fuera del alcance; sin embargo,

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si carecemos de comprensión mutua, no podemos entendernos unos a otros porque no podemos hacernos comprender. Es innecesario llegar tan lejos como la antropología, la comunicación entre dos culturas completamente distintas: la traductibilidad es la condi­ción de la comprensión adecuada en sociología y ciencia política, así como también en las otras ciencias. En otras palabras, el len­guaje del observador ha de ser adecuadamente traducible al len­guaje del miembro participante de la institución que se somete a estudio. Sin el cumplimiento de este (mínimo) requisito, el obser­vador no conseguirá hacerse comprender en absoluto. Además, los científicos sociales deben llegar al punto en el que tanto el proceso (el modus operandi) y el resultado de su investigación sea adecua­damente comprendido por el público más amplio. Para aclarar más la cuestión, el científico social no está obligado a formular ideas y. resultados de una forma que resulte accesible para todos. El cien­tífico social no está ni siquiera obligado a realizar el trabajo de traducción. Sin embargo, carecer de traductibilidad significa infrin­gir una importante norma de la ciencia social.

Los límites de la comprensión, en relación a la cual la ciencia social no es una excepción, han sido señalados con frecuencia. La búsqueda de comprensión continúa ante el telón de fondo de la no comprensión, la opacidad y la incomprensibilidad. Sin embargo, hay en esta búsqueda en la esfera de las ciencias sociales un límite muy especial que no ha sido aún mencionado. El límite de la auto­ridad de la ciencia social es el mismo límite de la esfera cultural de la ciencia social: la autocomprensión de la sociedad, del «espí­ritu objetivo». Esta autoridad se extiende a otras esferas culturales (el espíritu absoluto) sólo porque todas las esferas culturales son constitutivas de la vida y la consciencia de la sociedad. La socio­logía del arte no tiene autoridad en el área de los valores estéticos, al igual que la sociología de la religión no tiene autoridad en el área de los valores religiosos. Además, los estudios sociológicos, antropológicos e históricos son normalmente realizados por gentes que no comparten las experiencias vitales de aquellos cuyas institu­ciones culturales quieren comprender, en especial las experiencias infantiles de esas personas. No se puede lograr una traducción completamente perfecta.

Todo científico social (como depositario individual de la egfe-

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ra de la ciencia social) tiene que tratar con su espiral hermenéu­tica. Uno regresa a la misma cuestión o problema una y otra vez, comprendiendo algo un poco más, comprendiéndolo de un modo distinto, pero siempre siendo tristemente consciente de que no lle­ga a alcanzar la comprensión total. Esta búsqueda se prolonga toda la vida, aunque es probable que se interrumpa por un tiempo en esta o esa etapa. La única cosa que determina el punto en el que un científico social debe abandonar esa búsqueda de la compren­sión es su buen juicio, su fronesis. Para encontrar la «justa medi­da» entre el «demasiado poco» y el «demasiado», no existen «cri­terios objetivos» a seguir. Al mismo tiempo, es un deber de la cien­cia social el intentar ser sincera acerca de los límites de nuestra comprensión y no transgredir la autoridad de este juego de len­guaje.

Sin embargo, aunque se observen todas las cláusulas sobre li­mitaciones mencionadas más arriba, la comprensión en las ciencias sociales implica, y siempre implicará, malentendidos. La dialéctica de la comprensión y el malentendido en la ciencia social no puede igualarse a la relación entre comprensión y no comprensión. A este tema me referiré ahora.

4. Interpretación y explicación en las ciencias sociales

Toda comprensión comporta malentendidos; toda interpreta­ción comporta interpretaciones erróneas. Comprensión e interpre­tación no son contérminos, pero están intrínsecamente relaciona­das. He circunscrito («determinado») mi utilización del término «comprensión» como «tener sentido» de algo que tiene sentido para los objetos del estudio; más específicamente, que tenga sentido de los asuntos humanos, manifestaciones, acciones, creaciones, ins­tituciones, etc. En todos esos casos, «tener sentido» incluye la inter­pretación.

El género que está sometido a estudio es el de las ciencias so­ciales. No estamos discutiendo acerca de la interpretación de obras de arte perennes o filosofía. Nuestro único punto central aquí es la comprensión de un juego de lenguaje que afirma ser científico y objetivo. Ni las artes ni la filosofía se enorgullecen de su «objeti-

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vidad», un término que, al menos en filosofía, es susceptible de eclecticismo. Sin embargo, la objetividad es una de las normas más importantes de las ciencias sociales. Es la norma de justicia en las ciencias sociales. Al igual que uno tiene que ser justo para tomar la decisión correcta, uno tiene que ser objetivo para obtener el co­nocimiento verdadero. Pero, ¿cómo puede mantenerse el compro­miso con la objetividad, dado que el verdadero conocimiento de­pende y se deriva de la comprensión verdadera, y sin embargo toda comprensión comporta malentendidos?

Permítanme referirme a una cuestión antes señalada: el cono­cimiento verdadero en las ciencias sociales no puede deducirse de los principios fundamentales de la razón, o ser adquirido mediante la observación, el experimento o la introspección. La ciencia social extrae el significado de lo significativo; por ejemplo, los testimo­nios de los testigos de un acontecimiento, testimonios de los miem­bros participantes en una forma de vida, tanto si estas personas es­tán vivas como si están muertas, o testimonios escritos sobre testi­monios, o sobre objetivaciones de cualquier tipo. La objetividad requiere que se escuche a todos los testigos si su testimonio es de importancia para el tema que se investiga. Además, se les debe prestar una atención igual (ser escuchados con imparcialidad). Nin­gún científico social puede decidir de antemano qué testimonio creerá. Es sólo después de haber oído todos esos testimonios, des­pués de haberlos comprendido y comparado, cuando el científico dará más crédito a un testimonio que a otro.

El leer testimonios es la tarea más compleja en la ciencia social. Esto no es sólo porque leer en sí mismo presenta más exigencias que interpretar una obra de arte o de filosofía únicas, sino porque esta tarea concreta comporta una gran variedad de diferentes tipos de lectura. Uno debe aprender a leer narrativas sinceras, informes, material estadístico, historias de semificción, interpretaciones pre­vias, al igual que uno debe aprender a escuchar «comprensivamen­te» a los testimonios orales, penetrar en el significado oculto de los testimonios visuales como artefactos, tanto si tienen una naturaleza ceremonial como práctica, y hacer además muchas otras cosas. Ciertas ciencias sociales requieren también la interpretación de la historia efectiva (Wirkungsgeschichte) de un acontecimiento his­tórico, una institución, una idea, etc. La mejor relación con un tes-

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timonio tal es la conversación y no el interrogatorio; dicho de otro modo, el modelo hermenéutico de actividad interpretativa. La com­prensión es más profunda si ambas personas se comunican en los mismos términos, si ambas pueden formular preguntas, y si surge la «fusión de horizontes» gadameriana. Sin embargo, una com­prensión profunda de este tipo en las ciencias sociales no es siem­pre la adecuada a su empresa. La lectura comunicativa como con­versacional puede dar lugar al mejor nivel de comprensión de to­dos los enfoques. Pero no puede ofrecer ciertos tipos de compren­sión cuando la comunicación conversacional está intrínsecamente «prohibida». Por ejemplo, la lectura de estadísticas es un trabajo de interpretación, pero no requiere ni permite la comunicación conversacional. No tiene como objetivo la comprensión mutua y no puede darse en la fusión de horizontes.

La literatura hermenéutica conclusiva nos ofrece con frecuen­cia fórmulas para una interpretación adecuada. Entre otras cosas, se nos dice que la interpretación no debe aspirar a descubrir lo que quiere hacer una sola persona (o un grupo de ellas) cuando hace esto o aquello. Lo que tenemos que descubrir en cambio es el significado de la acción de la «institución imaginaria», la propia objetivación. Esta fórmula está basada en la experiencia con la que todo el mundo está familiarizado a partir de la simple introspec­ción: el significado de lo que queremos hacer ni es idéntico o equi­valente con lo que queríamos hacer. Y cuanto más importante sea una acción o elección, más ocurrirá así. Si fuera de otro modo no podríamos ni querríamos interpretar nuestra propia vida, nuestras elecciones decisivas, en tantas formas distintas.

Hasta aquí he mencionado ciertos criterios fundamentales de interpretación objetiva (justa) en la ciencia social. Si alguien ha preguntado a los testigos de importancia y ha tratado de descubrir lo que realmente han querido decir, al margen de que su testimo­nio sea fiable o no fiable; si el científico social ha escuchado a esos testigos cuyos testimonios son contrarios a la posición inicial, compromiso de valores, teoría, etc., del científico; si este científico social ha entrado en la comunicación en forma de reciprocidad si­métrica con todos los testigos dispuestos a entrar en una comuni­cación de este tipo, si se han hecho todas esas cosas, entonces la interpretación habrá agotado todo criterio de objetividad, y por

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tanto de cientificidad. Como veremos más adelante, esta interpre­tación seguirá comportando interpretación errónea, pero no será interpretación errónea.

Una obra puede ser denominada «obra de ciencia social» si ha triunfado en la búsqueda de la objetividad. Pero no todas las obras de la ciencia social son obras buenas, cruciales, importantes o si­quiera interesantes. Esta afirmación es más que un truismo. Plan­tea también un dilema. La objetividad requiere comunicarse con y preguntar a los testigos relevantes. Pero, ¿quiénes son esos tes­tigos? Es fácil ver que la búsqueda de objetividad puede terminar con la conversación con testigos adecuados, así como con testigos inadecuados; puede contemplar una renuncia a criticar el testimo­nio de tal o cual testigo, e incluso la poca habilidad para distin­guir los testigos fiables de los no fiables. Para efectuar una selec­ción adecuada entre los testigos, desechar a algunos mientras se convoca a otros que aún no están considerados como posibles can­didatos, tener el coraje de abandonar ciertos testimonios dando buenas razones de ese abandono, dar crédito a otros testimonios apuntando buenas razones de por qué se merecen crédito, todo ello son criterios de una interpretación buena, innovadora, inge­niosa, perspicaz, hermosa. Para poder interpretar de este modo es necesaria una buena teoría. Koselleck menciona la Theoriebedürf-tigkeit en la investigación social. Éste es un término apto, ya que la interpretación anhela, por así decirlo, una teoría.

Todas las teorías son explicativas en tanto que proporcionan el marco en el que los testimonios, tanto antes como después de la interpretación, pueden ser ordenados, relacionados entre sí, y tras­ladados a una perspectiva concreta. No es necesario decir que her­menéutica no es equivalente a interpretación porque es, de hecho, la comprensión de la comprensión, o la comprensión de la inter­pretación, y en tal calidad es una teoría, y por tanto, explicativa. Por supuesto, si se utiliza la hermenéutica no como teoría sino como método, y se hace tan concluyentcmente, el resultado será una serie de interpretaciones textuales, una detrás de otra (cuan­to más detallada la interpretación, menos conocido será el texto, más «erudito» el resultado), sin ideas que guíen, valores o meta-narrativas de ningún tipo. Esta forma de mera interpretación, con carencia de teoría y explicación, origina una versión del positivis-

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mo incluso más estúpida y vacía que la ciencia social meramente nomológica, si es que esto es posible.

Normalmente, la teoría en la ciencia social tiene doble filo. Existe una teoría más elevada que proporciona la perspectiva eva-luativa y especulativa, más general en la búsqueda del significado. Sin una hipótesis preliminar, sin una serie general de contextos de significado, no puede darse ninguna búsqueda del significado. Una elevada teoría de este tipo puede tomarse prestada de una filosofía concreta. Los científicos sociales son buenos receptores parciales de la filosofía que se debe a sus Theoriebedürftigkeit. En el seno de la ciencia social, la teoría más elevada puede permane­cer irrefleja: los prejuicios cotidianos o tradicionales de cualquier otro tipo, las evaluaciones, etc., pueden servir de principios rec­tores, «contextos de significado», tanto como lo hacen las teorías filosóficas. El hecho de que no podamos despojarnos de nuestras tradiciones culturales y nuestras predisposiciones (llamadas prejui­cios por Gadamer) no nos exime de la tarea de distinguir entre los distintos niveles de tradición, entre predisposiciones que son par­te de nuestro lenguaje cultural y los prejuicios, entre la experiencia compartida y la experiencia personal contingente. Si la teoría más elevada no es elegida conscientemente y no se reflexiona sobre ella, puede ser tan particularista que impida la objetividad en el traba­jo de interpretación desde su mismo comienzo. Los testimonios son manipulados, son utilizados como mera materia prima para un resultado preconcebido que es por definición retórico, y el re­sultado es evidente desde el inicio. Sin lugar a dudas, la elección de una particular teoría filosófica «más elevada» no evita por sí misma que el teórico caiga en una falsa interpretación ideológica, sólo reduce la posibilidad de que esto ocurra, a menos que la re­cepción de una filosofía concreta esté fuertemente motivada por una serie de prejuicios particularistas. Después que la teoría más elevada (general) ha proporcionado el marco de selección y ha predeterminado el tema principal de conversación con los testigos, se presenta la versión final de la teoría. Esta última puede ser una «teoría aplicada», como por ejemplo la teoría de un simple acon­tecimiento histórico, de una institución concreta, de una ceremo­nia o tribu particular; es decir, será una teoría de algo singular, tanto sincrónica como diacrónica. Y, sin embargo, puede ser tam-

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bien la reconfirmación de la teoría inicial como teoría social (una unidad de filosofía y ciencia social).

Tanto si es elevada como aplicada, una teoría siempre explica. La explicación puede ser nomotética. No obstante, el explicar acon­tecimientos concretos, instituciones, acciones y modelos culturales sometiendo tales cosas a unas leyes generales no es más que un tipo particular de explicación. La tesis de Hempel de que la ex­plicación debe incluir al menos una ley general no puede darse en las ciencias sociales. Si se aceptara esta tesis, nos veríamos obli­gados a prescindir de algunos de los más grandes textos clásicos del género (entre ellos La ética protestante de Weber), así como algunas de las mejores obras contemporáneas. El otro extremo, el de prohibir las leyes generales en las ciencias sociales, no logra mejores resultados, en especial si incluimos en esta prohibición todas las explicaciones monocausales y las aplicaciones de axiomas generalizados (en cuyo caso Marx, Durkheim, Toynbee, Foucault y Luhmann estarían en la lista negra). En resumen, hay varios ti­pos de explicación y cada una de ellas pertenece a uno de estos grupos: la explicación con causas eficientes, la explicación con causas finales (causa finolis), y la explicación con causas formales (causa formalis). La explicación con causas eficientes puede tomar la forma de leyes generales («Si X es el argumento, Y es siempre y necesariamente el argumento»; «X es el argumento, es por ello que Y es el argumento»), y puede utilizar también causas aisladas de carácter no humano —epidemias, plagas— como instrumentos de explicación. Sin embargo, la forma más habitual es la de la explicación multicausal, en la que todas las causas son «causas eficientes», o sólo lo es una de ellas. La interpretación con causas finales es considerada a veces, aunque ilegítimamente, una inter­pretación. Los tipos ideales de Weber estaban concebidos como instrumentos de una explicación de este tipo. El tipo ideal es un actor marioneta que no va a ser interpretado, aunque está construi­do después de que ciertos textos hayan sido interpretados. Las ins­tituciones son entonces explicadas por el «fines-medios» racionali­dad atribuido a la marioneta. Goffmann ya no interpreta en abso­luto sus marionetas. Tal como señaló correctamente Ricoeur: la explicación textual estructuralista de Lévi-Strauss es explicativa y no interpretativa. En la mayoría de casos, la ciencia social combi-

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na, cuando menos, dos tipos diferentes de explicación e interpre­tación.

La explicación es el cerebro de la ciencia social; la interpreta­ción es el alma. Encontrar el equilibrio adecuado entre explica­ción e interpretación es una cuestión de frónesis, del mismo modo que lo es encontrar la proporción correcta entre el «núcleo» y el «anillo» o encontrar la relación del tipo de interpretación adecua­do al subgénero, al tema sometido a estudio. El equilibrio adecua­do debe alcanzarse de nuevo cada vez y en cada ocasión; no existe ninguna forma universal, ni metamétodo ni ninguna pauta que pueda aplicarse.

Ya he remarcado tres veces la movilización de la frónesis, el papel que juega el juicio prudencial en las ciencias sociales. Sin embargo, el juicio prudencial por sí solo no garantiza la distinción. Para poder lograr esta última se requiere también imaginación. La imaginación sin un buen juicio da unos resultados diletantes, mien­tras que el buen juicio sin imaginación da un resultado completa­mente profesional, pero no añade prácticamente nada importante al autoconocimiento de la sociedad. Michael Polanyi señaló que en toda interpretación hay siempre algo nuevo. Esto es correcto, pero lo nuevo puede ser de poca importancia. Y, sin embargo, no siempre hay algo nuevo en la explicación. En una escuela de pen­samiento, las interpretaciones pueden variar al igual que pueden variar los temas consignados, pero el marco general sigue siendo el mismo. La imaginación creativa abre nuevo horizontes teóricos al inventar nuevos marcos explicativos, al recomponer teorías pre­vias y tradiciones culturales, y al interpretar hechos desde una nueva perspectiva, desde un nuevo, o al menos extensamente rein-terpretado, paradigma. A partir de un horizonte nuevo, los textos se leen bajo una luz nueva y son extensamente reinterpretados. Desde esta nueva perspectiva, se abren a la lectura nuevas dimen­siones del texto, mientras que otras se cierran o simplemente se olvidan. Es llegado este punto cuando se hace evidente por qué toda interpretación comporta también interpretación errónea.

Se puede afirmar con Lukács que ciertos textos son intensiva­mente infinitos. Con respecto a la infinitud intensiva, un texto puede ser releído infinito número de veces, de tal modo que cada nueva lectura será distinta de las previas sin la introducción de

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marco explicativo de tipo alguno. Las obras representativas del arte o la filosofía pueden ser justamente definidas como «infinitu­des intensivas». Como regla general, las ciencias sociales no leen textos de infinitud intensiva, aunque esto tampoco está excluido. Otros tipos de textos no constituyen en sí mismos un mundo, y es debido precisamente a ello por lo que no son intensivamente in­finitos, pero es también por ello por lo que su adecuada lectura requiere un marco explicativo o una perspectiva. Leído desde una u otra perspectiva teórica, el texto se verá iluminado desde esos diferentes aspectos. La iluminación que procede de una perspec­tiva concreta se desvanecerá cuando se explore el texto desde otra perspectiva. La brujería de Zande, tal como la describió Levy-Bruhl, ha sido desde entonces interpretada y reinterpretada varias veces. Este fenómeno sirvió casi de terreno de pruebas para varias teorías distintas, estando de acuerdo todas ellas sobre lo que los Zande hacen y qué tipo de creencias atribuyen a lo que están ha­ciendo (éste es el núcleo del argumento), aunque cada una de las teorías explicaba esas prácticas en términos distintos de los de las demás. Es por esto por lo que cada teoría pone énfasis en un úni­co aspecto de esas prácticas y creencias, y es por esto por lo que cada teoría saca conclusiones distintas del análisis. Por mí parte, considero igualmente plausibles, es decir, verdaderas, algunas de las interpretaciones e igualmente objetivas. Para mí, son justas, buenas y objetivas interpretaciones de las mismas prácticas y creencias desde la perspectiva de una u otra teoría. Las teorías (y las interpretaciones) son alternativas en carácter, esto es, pueden contener afirmaciones o interpretaciones en conflicto y hasta irre­conciliables. Entonces, cada interpretación comporta por fuerza in­terpretación errónea. Este sencillo ejemplo sirve para alternativas similares en todas las ciencias sociales y en casos más complejos. Sin embargo, dado que la interpretación se ha convertido en «plu-ralística» debido a los distintos marcos teórico-explicativos, no puedo hacer otra cosa que reafirmarme en mi posición e hipótesis inicial: en la ciencia social, cada comprensión comporta malenten­didos. Sin embargo, hay que tener presente que los criterios de comprensión en las ciencias sociales no son idénticos a los de la filosofía. Las ciencias sociales están abiertas a la falsificación, mien­tras que las filosofías no lo están, En consecuencia, a pesar de la

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propensión no cumulativa de las ciencias sociales, ciertas inter­pretaciones o teorías del género pueden desecharse para siempre, toda vez que sus afirmaciones fundamentales han sido falsificadas, incluso si cumplían con el criterio de «objetividad».

5. Consenso, teorías, valores

Zygmund Baumann, basándose fuertemente en la teoría del consenso de Habermas, ha hecho la interesante afirmación de que la verdad en sociología consiste en un acuerdo entre el investiga­dor y el objeto de su investigación (los miembros participantes). Dado que yo he hecho la sugerencia teórica de que las ciencias sociales tienen como objetivo el conocimiento verdadero y no la Verdad, voy a discutir la afirmación de Baumann, pero sustituiré el término «conocimiento verdadero» por el concepto de «verdad».

Como ya se ha mencionado, el lenguaje de la investigación y el de la presentación debe ser por completo traducible al lenguaje de los miembros participantes de la institución a estudiar y vice­versa, porque sin el cumplimiento de este criterio, la comunica­ción como comprensión mutua no es posible. La condición de un posible consenso no es todavía un consenso. Además, en este con­texto, consenso es un término excesivamente vago: debemos pre­guntarnos, «consenso ¿en qué?». Se puede estar de acuerdo con el científico social en que «esto es» lo que se está realmente haciendo, realmente diciendo, o realmente creyendo, y no estar de acuerdo en lo que se refiere al mérito, el significado, etc., de todas esas cues­tiones (con el científico social o entre sí) si el científico social atri­buye un significado a esas acciones y creencias distinto del propio, si el científico social las interpreta en un contexto distinto, o si el científico social no comparte la posición de valor de la que surgen esas acciones y creencias. A veces, los ejemplos más extremos ilus­tran los casos menos extremos: ¿puede un estudio sociológico de un grupo racista considerarse sólo cierto si el investigador y los investigados llegan a un completo consenso? Si la respuesta es afir­mativa, sólo personas racistas de la misma «raza» puede propor­cionarnos un verdadero estudio sociológico del grupo, y por razo­nes de principio. Puede, desde luego, resaltarse la posible «fusión

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de horizontes» y presuponer que, como fusión, es mutua. Sin embargo, no todos los grupos están preparados para tal fusión: pueden rechazar con obstinación ciertos valores de otra cultura, y también nosotros podemos negarnos obstinadamente a prescin­dir de los nuestros. El científico social puede aceptar la norma de la situación ideal para hablar, y por su parte llevar la conversación como si la norma fuera constitutiva. Porque dado que el objeto a estudio es la esfera del espíritu objetivo, en la que la norma de la situación ideal para hablar es contrafactual, la ciencia social debe renunciar a la búsqueda del conocimiento verdadero, siempre y cuando la norma antes mencionada sea contrafactual o aceptar la limitación de su pretensión de consenso. Sin duda alguna, las teo­rías e interpretaciones pueden volverse plausibles incluso si los miembros participantes de un acontecimiento, institución, acción o movimiento social, manifiestan su rechazo, desacuerdo y hasta hostilidad con respecto a nuestra comprensión. Todo esto no lo afirmamos con el propósito de rechazar abiertamente la idea de consenso entre el investigador o investigadores y los miembros par­ticipantes del acontecimiento o institución sometida a estudio. De hecho, sugeriría más bien que lo aceptamos como idea regulativa verdadera en la investigación social, pero sólo si se da otra condi­ción: que el consenso pueda alcanzarse si ambos grupos comparten ciertos valores; en concreto, el valor de la libertad, o una interpre­tación. Este criterio no es arbitrario. Las ciencias sociales han na­cido de la modernidad, que ha universalizado el valor de la liber­tad. Además, la independencia relativa de la esfera de las ciencias sociales es ya en sí misma una interpretación del valor de liber­tad. Uno, como científico social, no puede llegar a la completa fu­sión de horizontes con culturas cuyos valores están ausentes, a me­nos que sean irrelevantes para la cuestión sometida a estudio (por ejemplo, las prácticas culturales).

Llegado este punto, debería preguntarme a mí misma por qué no he esquivado simplemente algunos hechos desagradables para evitar resultados desagradables. Supongamos por un momento que sólo un racista (de la misma raza) puede entender a los grupos ra­cistas, y que ésta es la condición para alcanzar un completo con­senso. Depende, por supuesto, de nuestra comprensión de «com­prender» si aceptamos esta conclusión. Sin embargo, está claro que

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si estuviéramos de acuerdo con la noción concreta de comprensión que requiere el ponerse de acuerdo en temas que presuponen la fusión de las distintas visiones del mundo, entonces casi todas las ramas de la ciencia social (y primero y por encima de todo, la an­tropología) estarían descalificadas como medio para alcanzar la comprensión.

Aún queda un argumento. Todos nuestros problemas han sido suscitados por la asunción de que los científicos sociales investi­gan desde el punto de vista de ciertos valores, así dice el argumen­to. El valor-libertad total va con indiferencia hacia los valores bajo investigación. Entonces, si tuviéramos que estar de acuerdo con el valor-libertad total, la carencia de valores compartidos no crearía obstáculos para alcanzar el consenso en hechos y significados. Pero incluso si el valor-libertad total fuese posible, y no lo es, un enfo­que como éste agravaría nuestro problema en vez de simplificarlo, y mucho menos solucionarlo o eliminarlo. Si los miembros del grupo objetivo están guiados por valores, y exigen esos valores, y el investigador se encuentra a una distancia libre de valores, enton­ces la comunicación y la comprensión mutua (no el consenso) está incluso fuera de todo alcance. Apel señaló acertadamente que sin compromiso normativo no puede comprenderse siquiera una ac­ción orientada racionalmente.

Resumiendo, si hay ciertos valores compartidos, si la comuni­cación se hace posible mediante la traducción y la disponibilidad mutua para tal comprensión, puede darse entonces un consenso jus­to entre el investigador o investigadores y los miembros partici­pantes sometidos a estudio. El consenso no es el criterio del ver­dadero conocimiento, pero si se cumplen ciertas condiciones, el consenso estará basado en, y resultará del, conocimiento verdadero.

Llegado este punto, quiero regresar brevemente a la tesis de Baumann, donde tal acuerdo era definido como verdad. He pro­testado en contra de esta formulación, pero ahora diría que puede ser Verdad. El conocimiento verdadero es objetivo, aunque rela­tivo. La verdad es también subjetiva, aunque absoluta. Si un tipo concreto de conocimiento que nos da la ciencia social hace impac­to sobre la auténtica existencia de una persona o grupo; si esta persona o grupo reconoce algo en este «conocimiento verdadero», d cual tiene una fuerza esencial en sus vidas, proyectos, esperan-

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zas, temores, prácticas cotidianas, gustos, etc.; si el trabajo de la ciencia social abre nuevos horizontes, nuevas expectativas; si ilu­mina profundidades hasta el momento desconocidas, inexploradas y oscuras; si hace que las personas perciban algo que no habían percibido hasta entonces; si las ensalza o las humilla; si cambia sus vidas, entonces y sólo entonces revelará Verdad para ellas (y seguirá siendo conocimiento verdadero, no verdad, para otras). Sin embargo, la fusión de la experiencia existencial de personas (o gru­pos de personas) por un lado; y, por otro, la del conocimiento ver­dadero alcanzado mediante la obra de las ciencias sociales, no pue­den ser denominadas «consenso». Un término más apropiado sería «revelación» (incluso «revelación mutua»). Pero en las ciencias so­ciales no se busca la revelación.

Ya hemos discutido la posibilidad de consenso entre el investi­gador y el investigado. Pero, ¿y el consenso entre los científicos so­ciales? ¿Es posible tal consenso? ¿Es deseable?

Por lo general, los científicos sociales afirman haber leído de manera correcta los textos importantes, haber interrogado a los testigos a conciencia; normalmente afirman haber emitido un jui­cio apropiado y objetivo, de haber ordenado correctamente los he­chos interpretados y los «significados como cuasi-hechos». Y dicen que su explicación del acontecimiento, la estructura o la acción sometida a estudio, es correcta. Su pretensión de «conocimiento verdadero» se basa en todos esos factores. Sin embargo, raramente ocurre que los científicos sociales, tanto si están comprometidos con la explicación nomotética o la pura interpretación, exijan que todo el mundo esté de acuerdo con todo lo que han apuntado. Muy a menudo, una actitud como ésta indica delirios de grandeza y no una auténtica exigencia científica. Esto es así al menos por dos, y a veces tres, razones. La primera de ellas es obvia. Los pro­pios científicos sociales, incluidos los más innovadores, distinguen entre los aspectos primario y secundario de sus recomendaciones. El acuerdo en el primero es el consenso que buscan, mientras que los aspectos secundarios quedan abiertos a modificaciones. Segun­da, cuanto menos relativista sea un científico social, más cree esa persona en el progreso de las ciencias. Debido precisamente a esta creencia, esta persona espera que al menos algunos de sus resulta­dos sean adicionalmente elaborados, mejorados o perfeccionados

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en el futuro. En cambio, cuanto más relativista sea un científico social, menos enérgica es su afirmación de haber proporcionado la única explicación o interpretación plausible (verdadera). Finalmen­te, los científicos sociales pueden ser perspectivista, siendo o no siendo relativistas. Marx, por ejemplo, era un perspectivista en tan­to que atribuía la elaboración de la verdadera teoría a la posición de clase del proletariado, aunque no era un relativista. Si hay que adoptar, sin embargo, una posición especial para elaborar una co­rrecta visión teórica, es obvio que no puede alcanzarse un consen­so general, porque posiblemente los científicos con una perspec­tiva «burguesa» no podrían estar de acuerdo con la exactitud de la explicación de la sociedad capitalista desde una perspectiva pro­letaria.

Además, la producción de las ciencias sociales abarca textos que pueden leerse e interpretarse de maneras diferentes y a veces totalmente divergentes. Cuanto más importante sea el texto, más decisivas son las inconsistencias desintencionadas en la teoría para su consiguiente interpretación. Según esto, incluso si cien cientí­ficos sociales estuvieran de acuerdo en que la teoría X es verdade­ra, prácticamente cada uno de ellos abordaría la teoría de un modo diferente, subrayando unos aspectos más que otros, poniéndola en distintos contextos, contemplándola desde perspectivas diversas, rechazando algunos de sus puntos por insignificantes, etc. El plura­lismo en la interpretación puede producir un alud de «neoprefijos»: en la actualidad tenemos neo-marxistas, neo-ricardianos, neo-webe-rianos, neo-durkheimianos, y a veces una mezcla de todos ellos. Por tanto, incluso aunque haya consenso respecto a que «la teoría X es verdadera y correcta», no hay ningún tipo de consenso en qué hay en ella que la haga cierta y verdadera, ni tampoco hay consenso en qué es esencialmente esa teoría, ni qué significa real­mente. Podría replicarse a esto que a pesar de este pluralismo evi­dente hay un Schleiemacher residual en todos los interpretantes, en tanto que todos ellos acarician la creencia de que, finalmente, después de agotarse todas las posibilidades interpretativas, llegare-nos a la interpretación verdadera y auténtica; en otras palabras, ortodoxa, en cuyo momento se cerrará la investigación. Hirsch ha hecho la interesante observación de que la utilización perspecti-wta de semejantes términos: punto de vista, actitud y criterio, fue-

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ron recogidos por primera vez en el diccionario de Oxford a me­diados del siglo xix. Ése fue también el despegue final de las cien­cias sociales. Pero ha sido necesario que pasara un siglo, un siglo que ha presenciado el nacimiento de la sociología del conocimiento y las conquistas en el campo de la astrología, para exorcizar ese Shleiermaker de las mentes de los interpretantes. Parece que en la actualidad sólo hay un consenso: el consenso de que no existe con­senso en las ciencias sociales. Resulta innecesario enumerar todos los hechos (interpretados) en que se basa este «consenso del no consenso». Van desde diferencias de culturas, de perspectivas de grupo, o biografías; las posibilidades infinitas de ordenar «signifi­cados como cuasi-hechos» interpretados en teorías; las idiosincra­sias de paradigmas concretos; y el hecho de el tema a estudiar puede no ser el mismo, la identidad de la identidad y no identidad. Sin perseguir formulaciones paradójicas, podríamos añadir que no hay ni siquiera consenso en la imposibilidad de consenso en las ciencias sociales, porque la frase «falta de consenso» es una no­ción tan vaga como el término «consenso». Una falta de qué tipo de consenso, una falta de consenso en qué, son cuestiones que si­guen abiertas.

Estar de acuerdo con la tesis de que no hay consenso alguno en la teoría social, y de que cualquier intento de consenso es inútil y finalmente sería considerado imposible, no es más que una deman­da: la demanda de un relativismo total. Se ha señalado a veces que el relativismo total es autocontradictorio. Vale la pena citar la frase de Hirsch: «Una vez, un teórico que negaba la posibilidad de la interpretación correcta me dijo que yo había interpretado sus obras incorrectamente.» Esta anécdota es mucho más profunda de lo que parece. Uno no puede participar en el juego de lenguaje de la ciencia social y, al mismo tiempo, estar de acuerdo con el rela­tivismo total. Ya que este género excluye la ficción porque tiene un referente o unos referentes externos al texto (por ejemplo, otro texto), debe avanzar como si fuera posible alcanzar el conocimien­to verdadero. Aquí nos encontramos enfrentados con un caso en el que el significado subjetivo y el significado objetivo no coinci­den. Subjetivamente, el autor puede ser un relativista total, pero sus escritos no pueden tener un carácter totalmente relativista, ya que trabaja en el marco de la ciencia social y no escribe ficción. Si

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uno tiene referentes fuera del texto, otros se volverán hacia el mis­mo referente y no (o no sólo) valorarán ese texto en términos de belleza, perfección, ingenio, elegancia, sino, ¡qué lástima!, en tér­minos de correcto o incorrecto, verdadero o falso, más o menos verdadero («hay algo de verdadero en él» o «es pura fantasía»), et­cétera. Mientras que el texto del relativismo total sea un texto de ciencia social, tiene el mismo derecho que los demás textos a una interpretación correcta.

Si nos imaginamos un científico social que está en el género de la ciencia social, que no está de acuerdo con el relativismo total sino con el perspectivismo, y que cree que la mayoría de argumen­tos relativistas son relevantes, nos encontramos con una posición que puede ser definida como relativismo restringido (o limitado). El relativismo restringido (o limitado) ocasiona el rechazo de las ideas (normas) de la ciencia social, incluidas las de verosimilitud y la búsqueda de la objetividad. Ello no significa que ninguna de las explicaciones o interpretaciones sea verdadera; tampoco sig­nifica que todas ellas lo sean. Nos advierte de que puede haber más de una buena teoría sobre el mismo fenómeno social, que a veces muchas teorías pueden ser verdad, y de la misma manera. Pero de esta posición de relativismo restringido no se deriva que «todo vale»: muchas cosas valen, pero no todas. Permítanme refe­rirme a la parte cuerda de esta discusión: cada interpretación con­lleva malinterpretación; cada comprensión, comprensión errónea. Pero no toda malinterpretación es una interpretación (del referen­te), y no toda comprensión errónea es comprensión.

Entonces, ¿qué tipo de consejo podemos exigir? Un científico social, en tanto que sigue el juego de acuerdo a las reglas, las nor­mas del género, tiene el derecho al consenso procesal-formal. Su colega, otro científico social, puede estar de acuerdo, afirma, en que buscado el conocimiento ha hecho el esfuerzo necesario para vivir según la norma de la objetividad. Este reconocimiento es un derecho obvio de todos los que han cumplido con una obligación (de tomar parte en el juego conforme a las reglas). Por otro lado, el científico social no tiene derecho a un consenso substantivo. Y, sin embargo, ese consenso substantivo (acuerdo sobre lo que ha sostenido ese científico social concreto) es exigido con bastante frecuencia. El derecho a un consenso substantivo es por tanto la

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exigencia de un «derecho imperfecto». Los derechos perfectos van con las obligaciones, los derechos imperfectos con los logros. (Un ejemplo de ello es el derecho a las condiciones previas para desa­rrollar nuestro talento personal.) La exigencia de un consenso substantivo (basado en el derecho imperfecto) se cumple si otros están de acuerdo en que la teoría y la interpretación es una de las teorías buenas, correctas y plausibles entre otras muchas, aun­que esas otras personas no tienen por qué ser siempre científicos sociales. El reconocimiento de la exigencia del consenso substanti­vo puede ser también un ejemplo, aunque las «otras» personas que estén de acuerdo critiquen la teoría o la interpretación después de haberla aceptado como fundamentalmente cierta.

La exigencia de un consenso formal puede criticarse; puede también rechazarse por considerarlo un juego sucio. Esta última acción ocurre normalmente mediante el uso del dispositivo «de-senmascarador»: la teoría se revela como la expresión abierta o encubierta de un interés particularista, el ansia de poder o un deseo inconsciente. Sin embargo, el proceso «desenmarcarador», por el hecho de poder ser iluminador, no prueba, sin embargo, que la cuestión sea «juego sucio», ni tampoco justifica en sí mismo la retención del consenso procesal-formal. Marx «desenmascaró» la teoría de Ricardo y la consideró concebida desde la burguesía, pero se apresuró a decir que de todas formas era una teoría científica. La acción de «desenmascarar» tiene legítimamente como resultado la retención del consenso formal si, y sólo si, puede probarse que el juicio previo del autor se ha convertido en prejuicio, que la búsqueda de la objetividad nunca fue auténtica ya que el autor se­leccionó sólo esos testigos cuyos testimonios encajaban en su pro­pósito preconcebido, que había rechazado testimonios bien cono­cidos y fiables, y que el autor procedió de una forma acentuada­mente retórica. Fue de este modo que Vidal-Naquet debatió la retención del consenso formal (e incluso un mínimo de reconoci­miento del proceder) de los escritos de Faurisson. Si la exigencia de un consenso formal es rechazada, también se exige simultánea­mente un consenso general para el rechazador (todo el que obra justamente debe rechazar el juego sucio). Desenmascarar puede denotar también el proceso de rechazar exigencias sólo del consen­so substantivo. Pero aquí no se puede exigir un consenso general

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para el rechazador, porque hay que aceptar que la teoría será con­siderada verdadera por aquellos que comparten la perspectiva del teórico, sus intereses, sus impulsos inconscientes u otras motivacio­nes típicas. Sin embargo, la exigencia del consenso substantivo puede criticarse desde otros puntos, todos ellos finalmente reduci­dos al tema de la «falta de logros» (grado insuficiente de frónesis, observación poco atenta o poco precisa, imaginación defectuosa, et­cétera).

El tercer modo de eliminar teorías de entre las «verdaderas» es también relativo. Aunque las ciencias sociales no son acumulativas en el sentido de resolver problemas, en el marco de esas ciencias podemos encontrar conocimiento cumulativo. Pueden descubrirse documentos que antes no se conocían, puede reunirse información adicional, incluso pueden ocurrir ciertos acontecimientos que vuel­van obsoletos aspectos concretos de una obra de ciencia social sin volver obsoleta la teoría en su totalidad. De este modo, pueden falsificarse ciertos principios de una teoría, aunque también ocu­rre que nos limitemos a tomar una teoría «vieja» como inspiración y añadir que ésta u otra afirmación ya no tiene validez. De una obra concreta de ciencia social puede legítimamente decirse que es «excelente, verdaderamente innovadora, pero aquí el autor se ha equivocado», o «en este punto el autor está en lo cierto pero en éste se ha equivocado»: de hecho, casi todos los libros recién publicados están escritos en esa línea. Así pues, sin demasiada reflexión acep­tamos que hay distintas teorías sobre el mismo tema, problema o acción que son igualmente ciertos, al igual que aceptamos que existe un racimo de teorías sobre el mismo tema consideradas como básicamente verdaderas para algunos, mientras que para otros sólo «contienen ciertos elementos verdaderos (por ejemplo, muchas teo­rías izquierdistas están de acuerdo en que la crítica conservadora de los Estados opulentos contiene ciertos elementos verdaderos).

El consenso formal es el consenso de una comunidad científica ampliamente definida. La entrada en esta comunidad es gratuita, pero la comunidad tiene el derecho de determinar las condiciones, tanto de conocimiento como de no reconocimiento. Una persona puede exigir el consenso formal completo (puede sostener que ha evitado el juego sucio). Sin embargo, el consenso substantivo no está establecido en la comunidad científica sino, en última instan-

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cia, en cualquiera que intente dilucidar, por cualquier motivo, cuestiones sociales y políticas, ya sea para traducir teoría en acción, para iluminar las condiciones de su vida personal o por pura cu­riosidad. El consenso se alcanza si todo el que está familiarizado con las proposiciones de la teoría y con ciertas críticas puede de­cir: «hay verdad en ello», «hay elementos verdaderos en ello», et­cétera. Para mí éste puede considerarse el consenso ideal en las ciencias sociales. Si sólo los no profesionales hallan la verdad en una teoría mientras que los científicos sociales no la hallan en ab­soluto, o la inversa, si sólo los científicos sociales encuentran el «aspecto verdadero» mientras que los ciudadano interesados y com­prometidos no lo encuentran, esta teoría no es cierta y ya se puede tirar a la basura. No se puede perseguir un consenso mayor, más profundo o más completo, pero sólo puede ser impuesto a alguien en un universo social culturalmente pluralístico.

6. ¿Es todavía posible la ciencia social?

Este ejercicio sobre hermenéutica de la ciencia social tenía como introducción un fragmento de una teoría general de la histo­ria, o, para decirlo con un término erróneo, una metanarrativa frag­mentada. He presentado la idea de que la ciencia social moderna, tanto si es nomotética como hermenéutica, intenta, o mejor dicho, hace el intento de trascender las posibilidades y las limitaciones de la conciencia histórica moderna. Los hombres y mujeres mo­dernos que han abandonado la certeza de una Verdad perenne no han abandonado la búsqueda de la certeza. La búsqueda de cono­cimiento como ciencia social era proporcionar esta certeza. Como se ha mencionado al principio, la ciencia social como nuevo juego de lenguaje se ha comprometido a proporcionarnos autocompren-sión, autoconocimiento y, por tanto, autoconfianza. Puesto que la conciencia histórica moderna ocasiona la percepción de que el autoconocimiento completo no puede venir de fuera, la ciencia so­cial sostiene que ha encontrado puntos arquimédicos externos a nuestro mundo: por un lado, las leyes generales; y, por otro, la consideración de lo «ajeno». Para evitar malentendidos hago hin­capié en que no explico el nacimiento de las ciencias sociales por

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la «voluntad de certeza». Mi intención ha sido la de señalar lo que significan las ciencias sociales para el hombre y la mujer moder­nos. La ciencia no se hubiera convertido en la visión de la moder­nidad si las personas no hubieran invertido su búsqueda de certe­za en todo lo que fuera «científico». Incluso ahora, en una etapa de relativismo abrumador, el término científico, para el utilizador ordinario del lenguaje, significa tener la certeza, estar más allá de cualquier duda, ser verdadero.

¿Han cumplido las ciencias sociales sus promesas? ¿Han dado luz a los bienes, o lo que es lo mismo, han dado luz a bien alguno? ¿No es este hijo bastardo de la filosofía, la ciencia y la ideología (ya que en este caso su origen no se limita a dos progenitores) un malentendido tal como se nos aparece?

Hace casi aproximadamente medio siglo Freud caracterizó la religión como una «ilusión», un cumplimiento de deseos, aunque atribuyó a esta ilusión lo que él denominaba la «Verdad históri­ca». Al hacerlo suscitó la cuestión retórica de si la ciencia llega­ría a considerarse como otra ilusión o satisfacción de deseos, un medio que transmitía otro, una moderna «Verdad histórica». Esta cuestión era retórica porque Freud la respondió inmediatamente de un modo negativo. La ciencia puede equivocarse, pero no es una ilusión porque presenta fundamentos en los que apoyar sus afirma­ciones. No hay ningún tribunal de apelación más alto que el tribu­nal de la razón, y es precisamente este tribunal de apelación el que reconoce a la ciencia. El total relativismo cultural responde a la pregunta (retórica) de Freud de un modo afirmativo. Las ciencias, y entre ellas las ciencias sociales, se han inventado y escrito como mitos de la modernidad, y no tienen ninguna exigencia especial respecto a ningún otro mito. El relativismo cultural limitado, sin embargo, no puede seguir los pasos de ninguna de las dos res­puestas.

Hasta cierto punto, todos los productos culturales son cumpli­dores de deseos, aunque esto no determine el carácter de tales pro­ductos. Su significado, su contenido de verdad, no depende de que satisfagan deseos. No he negado, sino al contrario, he apuntado que la ciencia social moderna también sirve como «satisfactora de deseos». Además, estaría totalmente de acuerdo con la afirma­ción de Freud acerca de que la religión también lo es. Sin embar-

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go, de esto no se deriva que las religiones o las ciencias (incluidas las ciencias sociales) sean ilusiones o engaños. Tampoco se deriva que sean igual o que sus pretensiones sean similares o igualmente redimibles.

Tal como se ha señalado, la modernidad es concomitante con la diferenciación de las esferas culturales. La prohibición de que una esfera no debe inmiscuirse en otra esfera también tiene un origen moderno. Los productos culturales de cada esfera satisfacen necesidades que otras esferas no satisfacen, o no satisfacen hasta el mismo grado o del mismo modo, y viceversa. Las ciencias sociales satisfacen ciertas necesidades mediante la observación de sus nor­mas y reglas intrínsecas, las que hasta ahora he apuntado. Hablan­do de un modo más general, todas esas normas y reglas intrínsecas pertenecen al modo discursivo del racionalismo. Quiero aclarar que no identifico racionalidad con racionalismo, ni tampoco iden­tifico racionalismo con el término «científico». En mi opinión, la racionalidad hace referencia a la calidad de la acción, y puede de­finirse como la capacidad de observar las normas y las reglas en general. Las personas pueden actuar tan racionalmente en culturas no racionalistas como en las que lo son. El racionalismo está rela­cionado con el modo discursivo, y puede manifestarse tanto en la acción como en los criterios o las ciencias. Las religiones son cri­terios no racionalistas (lo que no significa que sean irracionales), mientras que las ciencias sociales tienen un carácter racionalista. Los juegos de lenguaje racionalistas y no racionalistas son de tipo distinto. Insistir, como hacen los relativistas culturales, que ambos son igualmente verdaderos o falsos (y que ninguno de ellos es más verdadero que el otro) es absurdo porque «verdadero» o «falso», «verdad» o «falsedad», significan una cosa en un juego de lengua­je y otra cosa diferente en otro juego de lenguaje. Es por ello que las ciencias sociales no pueden definirse como otro tipo de «mito». Además, las propias necesidades satisfechas por las ciencias exis­ten en todas partes (en todas las culturas), y nunca se satisfacen mediante los mitos. Los miembros de una tribu de Nueva Guinea que creen que el ñame debe ser plantado por los componentes del sexo masculino que hayan matado al menos un enemigo, no se olvidarán de limpiar la zona apropiada y elegir la estación correc­ta para plantar ese ñame: el «aspecto mito» y el «aspecto proto-

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científico» de la misma actividad ha sido claramente desdeñado por esas gentes.

El relativismo cultural absoluto es una concepción errónea aunque sus oponentes no sean capaces de distinguir a veces entre racionalidad y racionalismo, por un lado; y racionalismo y cien­cias, por otro. Esto y no el comentario siguiente representa mi principal objeción a esa corriente de pensamiento. También el re­lativismo absoluto es un cierto tipo de satisfactor de deseos: el de­seo en cuestión es un deseo de muerte. Los productos de la cul­tura occidental se vuelven contra sus propias tradiciones y desa­rrollan tendencias suicidas. Los relativistas culturales absolutos desean deshacer esta moderna diferenciación occidental de las es­feras culturales. Y puesto que esta diferenciación incluye el naci­miento en nuestras formas de vida de un modo discursivo llamado racionalismo, tanto en la política como en las ciencias, el deseo de muerte se vuelve contra el autor del discurso racional, es decir, contra el individuo que piensa con su propia mente. El final del sujeto, el final de la personalidad y otras expresiones similares, no son más que manifestaciones de este deseo de muerte.

Este deseo de muerte indica de algún modo la disposición de ánimo y la conciencia de nuestra Era Moderna: indica las necesi­dades que se ven cubiertas y satisfechas por la autoaversión y la autohumillación. Una necesidad de ese tipo está relacionada con el tema que estamos discutiendo, y está enraizada en la insatisfac­ción con el hecho de que la ciencia se ha convertido en la visión del mundo dominante de la modernidad. Una cosa es que las cien­cias, incluidas las ciencias sociales que son el centro de nuestro interés presente, hayan establecido su propia esfera, la cual está protegida contra las intromisiones de las esferas ajenas. Otra cosa es que las normas y reglas intrínsecas de esta esfera en realidad se inmiscuyen en las otras esferas y progresivamente terminan ab­sorbiéndolas. Las esferas del arte, la religión, política, incluso las de la economía y la vida cotidiana, deben defenderse en contra de la ofensiva de la ciencia como ideología, para utilizar un término correcto de Habermas. La ciencia como ideología, la ciencia como visión del mundo dominante, no es equivalente con las ciencias como formas de un tipo concreto de discurso. Es precisamente el imperialismo de la llamada visión científica del mundo lo que

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transforma la ciencia en algo que no lo es, en un mito. Y mien­tras la ciencia sufre esta transformación, se convierte en un tipo de mito carente de piedad, diversión, milagro y magia, un tipo de mito muy inferior. Y encima de todo ello, este tipo inferior de mito sirve para legitimar formas concretas de opresión social y po­lítica. Es este tipo concreto de mito inferior el que anuncia con la voz de la autoridad absoluta que las personas no pueden decidir sus propios asuntos porque carecen de experiencia, porque no sa­ben siquiera lo que necesitan y desean, porque no poseen la para-fernalia de las técnicas de investigación y los métodos: resumien­do, unos secretos a los que sólo tienen acceso los sacerdotes de la ciencia. Paradójicamente, el mejor remedio contra la autocompla-cencia del dominio científico es el discurso racionalista por exce­lencia de nuestra tradición. Sin más discusión, uno puede poner en duda las autoridades, los prejuicios dados por sentados, la auto-complacencia, la autocorrección y el deseo de dominio de las cien­cias sociales. El discurso racionalista puede también limitar la auto­ridad de un discurso tal en términos más generales. Estoy conven­cida de que el racionalismo no tiene que pretender la ampliación de su autoridad más allá de la filosofía, las ciencias y los temas re­lacionados con la justicia.

Antes de volver a la cuestión inicial de si las ciencias sociales han cumplido o no sus promesas, si han dado a luz a los bienes o a algún bien, permítanme resumir brevemente los resultados de la digresión anterior. La ciencia social no es una ilusión, aunque es un cumplidor de deseos, ya que de ella ha surgido el deseo de muerte. A esto sólo añadiré que este júbilo sadomasoquista en des­truir las bases de la tradición occidental se manifiesta a sí mismo en un plano total, cuyos otros aspectos no podemos estudiar aquí.

La ciencia social ha prometido certeza y autoconocimiento como resultado de una nueva y racionalista búsqueda del significa­do. Esta promesa no se ha cumplido. Cuando había certeza, no había significado ni autoconocimiento; cuando había significado y autoconocimiento, no había certeza. La búsqueda de la certeza ha originado la ingeniería social, la mecanización de las interacciones sociales, el deseo de dominio científico, es decir, el deseo científico de poder: en otras palabras, una pérdida progresiva de significado. La búsqueda de significado y autoconocimiento que estaba cam-

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biando con la búsqueda de certeza en las grandes narrativas de Marx, Durkheim, Freud y otros ha terminado en resignación. El «deseo de certeza» se ha dejado de lado. Lo que inicialmente se consideraba como «el apoderarse» de la necesidad, ha terminado por convertirse en la conciencia de la contingencia. Visto desde la perspectiva de esta narrativa general, el «deseo de muerte» es el mismo deseo que el que se suponía que iba a cubrir la ciencia en primer lugar. Expresa el sentimiento de que el deseo inicial no se ha cumplido, que la promesa no se ha guardado y que por ello la ciencia social no es más que un malentendido. Pero, ¿lo es?

El individuo contemporáneo es consciente de su contingencia, pero se siente desgraciado por ella. En la novela de Agnon, The Bridal Canopy, podemos todavía rastrear la certeza, el paraíso per­dido: «Porque se ha dicho que todas y cada una de las personas de Israel necesitan saber que en el Universo son únicas y que nun­ca ha habido otras como ellas en el Universo; porque si hubiera habido alguna como ellas en el Universo, el Universo no las hu­biera necesitado, ya que cada persona es algo nuevo en el Univer­so y se le pide que ordene sus modelos en el Universo hasta que todos los Universos estén ordenados... y nuestro virtuoso Mesías llegue con rapidez y en nuestros días.» Sin embargo, y debido a que hoy somos conscientes de nuestra contingencia, este tono apo­calíptico no nos convence. En la persona contingente que hace afirmaciones como «el final de...» hay algo de bufonesco; un pro­feta que rechaza o excluye cualquier certeza con su primer gesto es, por definición, un falso profeta. Con esto garantizado, una per­sona consciente de su contingencia puede sin embargo transformar en destino. En mi opinión, este camino está aún abierto en nuestra cultura.

En un aspecto, al menos, las ciencias sociales no han fracasado: han proporcionado autoconocimiento y nunca han cesado de pro­porcionar autoconocimiento de la sociedad moderna, de una socie­dad contingente, de una sociedad entre muchas otras, nuestra so­ciedad. Las ciencias sociales nunca pueden proporcionar un tipo de conocimiento que sea «cierto», porque ningún autoconocimien­to es cierto, y sin embargo proporcionan un tipo de conocimiento con el que podemos transformar nuestra contingencia en destino. La modernidad occidental es nuestra contingencia. En vez de des-

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truirla, podemos transformarla en nuestro destino. Esta afirmación puede parecer extraña, aunque en realidad transmite un mensaje absolutamente simple. Un individuo ha transformado su contingen­cia en destino si ha llegado a tener conciencia de que ha conse­guido lo mejor de sus prácticamente infinitas posibilidades. Una sociedad ha transformado su contingencia en destino si los miem­bros de esta sociedad llegan a tener conciencia de que no les gus­taría vivir en otro lugar o en otra época que aquí y ahora. Y es sólo nuestra sociedad moderna la que puede convertir su contin­gencia en su destino porque sólo ahora hemos llegado a tener con­ciencia de nuestra contingencia. La esfera de la ciencia social pue­de proporcionar actores contemporáneos con el conocimiento ver­dadero y significativo, que es indispensable para que tal proyecto sea planeado y llevado a cabo. Podemos aún buscar la certeza, en la metafísica, en el arte, la religión, el vínculo humano y a veces incluso encontrarla. Pero la ciencia social no nos prometerá cer­teza: al contrario, nos dará libertad. No es necesario estar de acuerdo con la gran narrativa de la filosofía hegeliana de la his­toria para llegar a su conclusión: aquí está Rhodus, aquí saltamos.

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Música y racionalidad

por F. Fehér

1. La filosofía de la música de Adorno

• T ) o r qué una filosofía de la música? ¿Es que necesitamos de las (j*~ abstracciones de una teoría cuando nos sentamos a escuchar música, si lo que buscamos es consuelo, exaltación, terapia, shock, catarsis o simplemente diversión? ¿No es ésta la habitual intimi­dación que sufre el receptor medio del arte por parte de una teo­ría y sus profesionales, siendo ambas cosas totalmente superfluas para dicho receptor? ¿Puede uno ser convencido mediante argu­mentos de la profundidad o superficialidad de una pieza musical si uno no siente tales impresiones al apropiarse de ella? ¿No es la apropiación de la música, su recepción, una cuestión exclusiva­mente emocional? Y finalmente, ¿por qué de entre todas las cosas es necesaria una filosofía para ello? Estas cuestiones absolutamen­te relevantes forman en su totalidad un problema teórico que juzga la naturaleza estéril o estimulante de la filosofía de la música de Adorno, un problema teórico que, sin embargo, sólo puede resol­verse mediante un desvío histórico.

I

Adorno nunca escribió una historia sistemática de la música, pero las tendencias principales, si no la historia extensiva de la evolución musical moderna, pueden reconstruirse fácilmente me­diante sus escritos. Una historia así reconstruida tiene cuatro pie­dras angulares. El primer componente es la convicción de Adorno de que el sonido musical, en su combinación con los demás soni­dos, y la organización de todos ellos en una obra rnusical, no e§

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una entidad natural sino histórico-social, tanto en lo que a su crea­ción y a su recepción (deleite y apropiación) se refiere. Cuando es­cuchamos música afirmamos o negamos al Hombre y a su historia, no a la naturaleza. El segundo componente es la idea más com­pleja de que la historia de la música es una línea progresiva de racionalizar el material musical; lo cual comporta: a) la progresi­va elaboración de una serie de reglas estrictas según las cuales pueda ser creado un producto llamado musical (con los principios prohibitivos complementarios); y b) la igualmente progresiva edu­cación del oído que acata los preceptos racionales y la perfección tecnológica de los medios que producen la música en sus predilec­ciones y aversiones. Aquí Adorno sigue claramente las huellas de Max Weber, cuya sociología única de la música se ha basado pre­cisamente en la idea del proceso actual de la autorracionalización de los medios musicales como parte orgánica de la red general de racionalización del mundo occidental. Hay, sin embargo, una di­ferencia crucial en los puntos de vista de Adorno y de Weber en cuanto al futuro de la racionalidad en la sociedad occidental y, en consecuencia, en la música occidental. Mientras que el primero era escéptico pero constructivo, el segundo era trágico y maso-quista. La tercera piedra angular es la idea de que el sensus com-munis, o gusto musical de sus manifestaciones colectivas es, o bien irrelevante, o bien directamente hostil para que valga la pena la creatividad musical. Adorno rechaza de manera radical la proble­mática total de Kant sobre el juicio de gusto estético como comple­tamente irrelevante. La cuarta y última idea que determina la con­cepción histórica de Adorno de la música occidental es la firme creencia de que hay un equivalente filosófico para cada forma musi­cal representativa y cada principio representativo de composición musical, tal vez incluso para cada época de la música.

Para empezar, debemos citar aquí la inexpugnable convicción de Adorno de que no existe otra música que no sea burguesa.

«Hasta ahora, la música ha existido sólo como producto de la burguesía, la cual tanto en sus formas fragmentadas como com­pletas, representa y registra estéticamente toda la sociedad. A este respecto, la tradición y la música emancipada son de la misma substancia. El feudalismo apenas produjo su "propia" música,

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Música y racionalidad 103

sino que fue creada por la burguesía de las ciudades, y al prole­tariado, por ser un mero objeto de dominación por parte de toda la sociedad, como resultado de su situación característica ocasio­nada por represión y la posición en el seno de la sociedad, se le impidió construirse a sí mismo como sujeto musical. Esto lo lo­grará sólo en el proceso de realización de la libertad y bajo nin­gún tipo de autoridad.»1

De esto se deriva que, para Adorno, la primera fase de la his­toria musical digna de ser mencionada empieza con Bach y Ge-sualdo, en especial con Bach sustancialmente reconsiderado en su Bach gegen sein Liébhaber verteidigt (Una defensa de Bach con­tra sus discípulos). Las tesis principales de este denso análisis son las siguientes. A pesar de la indiscutible y profunda creencia reli­giosa de la persona llamada Juan Sebastián Bach, es una falsifica­ción histórica deliberada e ideológicamente guiada el describir e interpretar su obra como música teológica engastada en el oscuran­tismo de la Edad Media. No sólo los hechos simples (como, por ejemplo, que muriera seis años antes del nacimiento de Mozart, y veinte antes del de Beethoven) demuestran la futilidad de transpor­tar a Bach en un período de irracionalidad mística. Tal vez el pro­ducto más grande de su música instrumental, El clavecín bien tem­perado, se refiere ya en su título al logro supremo de la racionaliza­ción musicotecnológica de su época con la que experimenta con un espíritu genuinamente matemático, testificando así en contra de la medievalización de su autor. Y lo que es más importante, añade Adorno, Bach fue el gran dialéctico que efectuó la síntesis del bajo general armónico y del «pensamiento musical» del principio poli­fónico. Sus fugas siempre presuponen y representan esta equilibra­da síntesis, cuyo significado es, aparentemente, pero sólo aparen­temente, la total absorción del individuo en una colectividad mu­sical anónima. Pero esta absorción del individuo en una colectivi­dad musical anónima. Pero esta absorción, en virtud de la síntesis subyacente y sus tensiones, no es algo existente o dado, sino sólo planteado y deseado. En Bach, la colectividad anónima está tan

1. Theodor W. ADORNO, Philosophie der neuen Musik, Gesammelte Schriften B«id 12, Frgnkfyrf, Swhrkstmp, 1975, p. 123.

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afirmada como negada. En la música de Bach ya vivimos en la épo­ca de la individualidad más o menos emancipada. Puesto que estoy aquí no para discutir detalles históricos de la música, voy a aña­dir sólo esto al argumento de Adorno. Es evidente que Adorno su­bestima el impacto crucial del aspecto religioso de la obra de Bach, no porque Adorno fuera ateo, sino porque desconfiaba de cual­quier tipo de colectividad, mientras que la congregación de can­tantes, todos ellos orgánica e íntimamente organizados en una creencia común, era algo central en la visión del mundo de Bach.

El siguiente paso es el clasicismo vienes, el período de Haydn, Mozart y Beethoven. En este punto, la posición de Adorno es ine­quívoca sólo en un aspecto: obviamente, esta época es para él la cima incuestionable que la música occidental haya nunca alcanza­do. Pero su actitud hacia los clásicos individuales no es tan clara. Apenas hace ningún comentario analítico sobre Haydn. Sus comen­tarios sobre Mozart muestran admiración a la vez que reserva. La admiración se debe principalmente a la armonía continua que Adorno defiende contra el estúpido cumplido dirigido a Mozart por el supuesto carácter rococó de su obra. El creador olímpico de Don Juan era cualquier cosa menos dulce, encantador y gracioso. Mozart sabía que teníamos un precipicio bajo los pies, pero tal vez no era consciente de ello hasta un grado satisfactorio, parece argu­mentar el co-autor de La dialéctica de la Ilustración. Para él, Mo­zart no era totalmente presciente de qué fruto daría la interpreta­ción pluralística de Liberta, tan aclamada al final de la primera parte del Don Juan, después de que cerrase los ojos. Pero Adorno, especialmente, admira dos cualidades en Mozart: su carácter cos­mopolita, la unificación del carácter austríaco e italiano en su mú­sica, y su feliz combinación de la música más elevada con la más inferior, como por ejemplo en La flauta mágica, como momento único en la historia musical.

Sin lugar a dudas, Beethoven es la deidad suprema de este Olimpo musical. La explicación sociológica de Adorno es tal vez demasiado tradicional, al vincular Beethoven con el llamado perío­do heroico de la burguesía, y negar en él los nuevos rasgos jacobi­nos, tanto en sus actitudes tiránicamente totalizadoras hacia el ins­trumento solista, una característica frecuente de sus conciertos de piano, como en su gigantesca lucha con poderes invisibles y anóni-

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mos, los que Saint-Just ha llamado la forcé de les choses en su im­presionante discurso en Ventoise, el poder de las cosas que gobier­na los destinos humanos. También ha escapado a la atención de Adorno que la centralidad del Trauermarsch, el motivo de la muer­te grecorromana en Beethoven acompañado por colectivos anóni­mos profundamente movidos pero compuestos y restringidos, era típico de la fase jacobina de la Gran Revolución y un factor im­portante, como rito colectivo y como presentimiento, a la vez, de una muerte súbita de la sociedad política. En mi opinión, Adorno falló al no reconocer que había una conexión entre el «hecho» mu­sical y el social. Pero en cualquier caso, Beethoven representa para él el máximo absoluto que puede alcanzarse en la era burguesa de libertad individual y creatividad. Al igual que su Bach no era un discípulo tardío de Lutero sino un contemporáneo de la razón matemática de Leibniz, al igual que el clasicismo vienes era para él la consumación de la lúcida unificación cartesiana de las móna­das autoconscientes en una armonía que sólo podía ser sostenida durante un corto período histórico, precisamente con el mismo ge­nio Beethoven realizó la crucial transición de Kant a Hegel, tal como ingeniosamente comenta Adorno:

«Beethoven, en realidad, llega a Kant a través de Schiller; más concretamente bajo el signo de un idealismo ético formal. En la Ode an die Freude compuso el postulado kantiano de la razón me­diante un énfasis musical. En la estrofa muss ein lieber Vater wohnen pone el énfasis en la palabra muss (debe); para él, God se convertirá en un mero postulado del Yo autónomo, un postula­do que en el cielo tachonado de estrellas sigue evocando lo que no ha estado aparentemente reservado para el postulado en la ley moral. Pero la alegría ya no se debe a tal evocación...»2

Beethoven, sin embargo, avanza ingeniosamente de Kant a Hegel:

«La afinidad de Beethoven con la libertad burguesa que predo­mina en su música es la de una totalidad que se desarrolla dinámi-

2. Th. W. ADORNO, Quasi Una Fantasía, Frankfurt, Surkhamp, 1963, P- 38,

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camente. En tanto que sus movimientos se complementan entre sí, evolucionan, niegan identidades que se afirman a sí mismas y a la totalidad sin lanzar una mirada hacia afuera, serán similares a los del mundo cuyas fuerzas los mueven, y esto no se consigue median­te la imitación del mundo. Hasta aquí, la posición de Beethoven hacia la objetividad social es la de la filosofía, de la filosofía de Kant en ciertos aspectos, pero básicamente la de la filosofía de He-gel, en vez de la posición de esa nefasta teoría de reflexión...»3

Es esta totalidad dinámica y autocreadora concebida en el es­píritu de la dialéctica panlógica de Hegel lo que proporciona a las formas de Beethoven sus inmensas, aunque no megalómanas, di­mensiones; es esto lo que asegura su movilidad interna, una re­producción constante del proceso por el cual el hombre se hace a sí mismo; es esto lo que garantiza el rol normal del tiempo (los recuerdos como pasado, el sentimiento constante de estar en el pre­sente, un gesto que apunta hacia un posible futuro) en la evolución musical de Beethoven. Pero la historia, con sus leyes, en las que al parecer Adorno cree, garantiza sólo una existencia a corto pla­zo para su grandioso momento:

«Es por esto que el residuo formal más destacable prima vista en Beethoven, la reprise que permanece inalterada a pesar de toda la dinámica estructural, el regreso a lo que ha sido invalidado, no es sólo algo externo y convencional. La circunstancia reconfirma-rá el proceso como su propio resultado, tan inconscientemente como ocurre en la práctica social. (...) Estas reprises rejustifican todo lo que ha existido alguna vez como resultado del proceso. Resulta más clarificador que la filosofía hegeliana, cuyas catego­rías pueden aplicarse de un modo natural a los detalles más insig­nificantes de su música, (...) conoce la reprise al igual que Beetho­ven: el último capítulo de Fenomenología, «Conocimiento absolu­to», no tiene otro contenido que el resumen de toda la obra, según la cual la identidad del sujeto y el objeto se logra en la religión.» i

3. Th. W. ADORNO, Einleitung in die Musiksoziologie, Frankfurt, Ro-wohlt, 1968, pp. 223-224.

4. Th. W, ADORNO, Einleitung, op. cit., pp. 224-225,

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Éste es el momento histórico del mundo en el que el espíritu del mundo camino de casa ha llegado a su destino final, el momen­to en que la historia y, como Hegel creía, también la historia de la filosofía han llegado a un completo alto final. Adorno tiene unas convicciones distintas de las de Hegel, pero también él cree que el principio de la reconciliación hegeliana con la realidad, el des­tino de la gran música, se ha cerrado y que el equilibrio beethove-niano entre la libertad individual y la totalidad creadora del mun­do ya no podrá ser recuperado de nuevo.

El siguiente protagonista crucial e inequívocamente negativo en esta fenomenología es Wagner, el «heredero y asesino del roman­ticismo», el artista que inició y representó la decadencia de la música moderna. En el Ensayo sobre Wagner, de Adorno, la obra del compositor está definida como la precursora musical del fascis­mo, la idea total de Bayreuth y su festividad musical popular como precedente del posterior nazi Volksgemeinschaft, su drama musical como una construcción cuyos rasgos son los de la megalomanía de las festividades fascistas: la pomposidad y la autopropaganda. El equivalente filosófico de esta construcción, la conversión de Wag­ner desde un ruidoso aunque insincero feuerbachinaísmo al fatalis­mo irracional de Schopenhauer, es de todos conocido. Y más aún, porque el propio Wagner, un artista con orientación filosófica, hizo demostrativas afirmaciones públicas sobre su conversión. En cuan­to a ciertos elementos de su crítica se refiere, está claro que Ador­no sigue, o elabora a partir de, los famosos ataques de Nietzsche en su Der Fall Wagner. Pero para evitar malentendidos, las acusa­ciones de Adorno no son difamaciones políticas de una obra mu­sical; los cargos están basados en un análisis musical. Para él, como primer punto y principal, la música de Wagner está en irre­conciliable oposición con el clasicismo vienes. No es la elabora­ción racionalista de temas musicales autogenerados, sino la eter­na repetición de los mismos temas con grandiosas representaciones dramáticas respaldadas por una orquesta cuyo número de compo­nentes ha aumentado enfermizamente. Tras las escenas de grande­za se ocultan pobreza musical y anarquía. Segundo, ésta es una música del director, de un führer, que en vez de crear espacio para que surjan todas las variaciones y combinaciones potenciales de una situación musical, impone una voluntad sobre todos los grupos

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de instrumentos con un solo objetivo visible: el de crear la ma­yor apariencia de grandeza posible, la cual es una grandeza falsa porque no se basa en las evoluciones orgánicas de los temas musi­cales. La proverbial técnica de los leitmotivs sólo trata de ocultar la superficialidad de la melos, la escasísima cantidad de melodías que son ampulosas, pero autorrepetitivas. El aspecto negativo fun­damental de la música de Wagner, su destrucción del legado bee-thoveniano, la conquista del tiempo, pueden encontrarse precisa­mente detrás o quizás en esta autorrepetición. La música de Wag­ner es en realidad el Wiederkehr des Gleichen, el regreso de lo idéntico, la temporalidad sin variaciones. Finalmente, la gran in­novación, el Gesamtkunstwer, el drama musical que es la propia innovación de Wagner contra la ópera, no tiene un verdadero es­tilo, sólo afectación estilística. Sufre de la misma enfermedad que la dramaturgia de Ibsen que fue criticada por el joven Lukács con argumentos similares. El drama musical no es explicativo (como debe ser el drama), porque su inicio real tiene lugar antes del pri­mer acto (como en Rosmersholm). En realidad, todo El oro del Rhin no es más que una explicación de cuatro horas de ese a prio-ri. Entonces el drama se convierte en épico en el erróneo y no brechtiano sentido de la palabra.

Aunque en muchos aspectos estoy de acuerdo con el implaca­ble veredicto de Adorno, no sin regocijo observo cómo Adorno, que se ha lanzado a esa salvaje crítica de la teoría de la decaden­cia de Lukács, tiene una propia que sitúa el límite en el que les capacites de la bourgeoisie s'en vont exactamente en el mismo pun­to que lo hicieron Marx y Lukács, es decir, después de la derrota de la revolución proletaria de París en junio de 1848. Creo que el dictamen de Hkler de que fue sólo Wagner el que sobrevivió sano y salvo a la infección judeoliberal del Reich de Bismarck era co­rrecto en sus aspectos fundamentales. Fue algo más que un deco­rado que el funeral de Heydrich, bajo la personal dirección del Führer, se celebrara en el mejor estilo de Bayreuth. Una vez más, no fue por casualidad que Leni Riefenstahl, prácticamente el único genio fascista sui generis, se basara en el legado de Wagner para diseñar la coreografía de las reuniones del partido en Nuremberg. Pero creo que, en primer lugar, Adorno nos ofrece una explicación sociológica-personal depiasiado estrecha aj situar las raíces de la

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megalomanía prefascista de Wagner en su antisemitismo verdadera­mente patológico y en su origen bohemio, que no reconoce ninguna honradez burguesa ordinaria. De acuerdo con Habermas, aquí la biografía del filósofo penetra ilegítima y distorsionadamente en el discurso. Segundo, estoy convencido de que Adorno homogeneiza violenta e injustamente la obra de Wagner.

En mi opinión, el secreto y el principio de unidad de esta vida y oeuvre profundamente esquizofrénica reside en el hecho de que Wagner es la unificación personalizada del radicalismo izquierdis­ta y derechista alemán. Wagner no carecía simplemente de deter­minación, sino que su estrella partió de una fría y débil revolución liberal (la de Rienzi, siempre dispuesta al compromiso; la de Tann-háuser, siempre dispuesta a hacer concesiones a la preponderan­cia católica en contra de su propia sensibilidad feuerbachiana) has­ta llegar a la necrofílica revolución prefascista representada por el «falso mesías germánico, Siegfried» (Bloch), por héroes de una falsa mitología germánica que querían vencer a las fuerzas del des­tino y que se convirtieron en sus destructivas pero obedientes he­rramientas. Todos estos experimentos eran inherentes en el «ca­rácter germano» (al utilizar este término dudoso me refiero a algo producido históricamente, no racialmente dado) tal como había sido educado a través de siglos de derrota y de continuas catás­trofes nacionales. La revolución necrofílica, un futuro lúgubre cuya música precursora fue, en gran parte, la de Wagner, fue de hecho la única revolución germánica triunfante. Tanto si nos gusta como si lo detestamos, este hecho convierte a Wagner en el único artista representativo de todo lo germánico después de Goethe, cuya posi­ción será mejor comprendida con maliciosos ataques, pero cuyo papel dominante no se verá alterado por ellos.

Pero Adorno es evidentemente injusto cuando también extien­de sus ataques al Meistersinger. Wagner, el gran experimentador, exploró así mismo la revolución democrática, y junto con Tristón e Isolda, va a quedar como el producto más sublime de su genio peligroso y seductor. Para Hans Sachs no es el demagogo román­tico tal como lo define Adorno en su Sociología de la música, sino que es un educador de una temprana Ilustración. La regla no es­crita que señala a Walter tiene sólo en la superficie el sensus com-munis poético de la burguesía germánica que enseñaba cultura, y

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por tanto, igualdad, a la nobleza. A un nivel más profundo, es una ley natural revolucionaria que trabaja bajo la superficie cultural de la plebeya Nuremberg. Sin lugar a dudas, éste es sólo un mo­mento histórico, pero un momento histórico que hubiera podido convertirse en trampolín para la solución del dilema que los ale­manes continúan llamando unbewaltigte Vergangenheit, el pasado indómito.

La siguiente figura representativa en la fenomenología, Gustav Mahler, es aproximadamente idéntico a la del artista postrománti­co, que se halla a mitad de camino entre la decadencia, y como sa­lida de ella, en dirección a la vanguardia. Mahler es definido por Adorno con aproximadamente los mismos términos que utiliza Sar-tre con Flaubert en L'idiot de la famille. (Adorno compara la posi­ción tomada por Mahler más bien con la de Baudelaire.) Según el análisis de Adorno, hay una profunda ambigüedad en la situación musical de Mahler. Por un lado, es un compositor innato de sin­fonías, aunque no puede servirse de la tradición sinfónica básica, la tradición de Beethoven. Al ser un hombre escéptico, desilusio­nado, crea un protagonista «musical», el individuo moderno que está lleno de complejos nerviosos. (En una ocasión, Mahler sugirió a Schónberg y sus discípulos que no estudiasen tanta morfología musical y que en vez de ello leyeran a Dostoievski.) El material del clasicismo vienes ya no podía ser adicionalmente elaborado por él, incluso aunque no militase contra él, como era el caso de Wagner. Por otro lado, anhelaba la «gran forma», la sinfonía, el ciclo del Lieder que crea la popularidad del artista nacional ger­mánico en el mejor sentido no comercial del término; pero no te­nía ni el material ni los medios musicales para ello. Sus innovacio­nes, sobrecargando la tonalidad de la música con elementos de iro­nía, escepticismo y reserva hasta el extremo de una casi atonalidad, o la explotación del material folklórico en cuya autenticidad ya no creía, al igual que ya no había «gente»: en el sentido de Volk, sólo abonados a los programas de concierto, todo esto crea para Mahler una situación irónica. Por una parte, los expertos se alejan de él con desprecio. Debussy abandona ostentosamente el estreno en París de la tercera sinfonía. Es sólo a través del conocimiento secreto de la Nueva Escuela de Viena, totalmente desconocida en el mundo musical, que el Mahler tonal consigue, mediante la trans-

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formación, la sobrecarga, la mutilación de las formas tradicionales, los primeros pasos decisivos hacia la dodecafonía atonal. Por otro lado, Mahler, supuestamente un mero entretenimiento para exper­tos refinados como Debussy, nunca alcanzó una verdadera popu­laridad. Muchos obituarios se refieren a él sólo como el gran direc­tor de las orquestas de las óperas de Viena y Budapest.

La ambigüedad inherente en la situación ha sido convertida en un programa consciente en el que estaba comprometido la arro­gante personalidad de Arnold Schónberg con una tenaz determi­nación. Schonberg, junto con los otros dos clásicos de la Nueva Música de Viena, Berg y Webern, despreciaron al público moder­no y su gusto musical que describieron en términos equivalentes a la morfología del público medio de Brecht. El programa de Schon­berg era la expulsión de la «ira animal» de su música propia y los compositores anteriores hasta el punto que mereció convertirse en el modelo de Leverkühn, el protagonista de El doctor Fausto de Thomas Mann. Insistía en que la composición musical moderna debía tener una característica básica: la máxima organización ra­cional de los sonidos, una perfección tecnológica y «calcular» lo­grada mediante la dodecafonía, la escala de doce notas. Pero per­mítanme citar al más amigable de todos los testigos, Adorno, el heraldo e intérprete de esta revolución musical, para que nos dé un testimonio de la conclusión final sobre el radicalismo de Schonberg:

«Una música sujeta a la dialéctica histórica participaba tam­bién de ella. La dodecafonía se convirtió en su destino. La dode­cafonía encadena la música y a la vez la libera. El sujeto domina la música mediante el sistema racional sólo a fin de que se sujete al sistema racional (...). Desde el procedimiento que rompe con la ciega dominación del material sonoro, surge a través de un sistema de reglas otra naturaleza ciega. El sujeto se somete a ellas y busca protección y seguridad en lo que le hace perder las esperanzas de la posibilidad de alcanzar la autorrealizaeión mediante la músi­ca (...). La racionalidad total de la música es su organización to­tal. Es mediante la organización que la música emancipada inten­ta restablecer la totalidad perdida de Beethoven, el poder perdido y la fuerza de conexión. Pero sólo triunfa en su empresa a costa

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de su libertad, y por lo tanto, fracasa. Beethoven reproducía el sen­tido de la tonalidad a partir de la libertad subjetiva. El nuevo or­den de la dodecafonía elimina virtualmente al sujeto.»s

La imagen que surge aquí es claramente la de una sociedad or­ganizada (o mejor, totalmente administrada) con un máximo apa­rente de racionalidad tecnológica a expensas de la libertad indivi­dual. Mientras Adorno sólo toca levemente el tema de Nietzsche y la pérdida o fragmentación de los sistemas filosóficos en relación con Mahler, aquí menciona a Bach y su positivismo. Sin duda al­guna sabe por quién toma partido. Rechaza las dos contraalternati­vas posibles. Primero desecha al odiado Stravinski, que mata, no pierde, al sujeto libre con un colectivismo populista inauténtico, imitado más que revivido. No se muestra mucho más conciliador en lo que califica de neoclasicismo. Representado por Bartók a par­tir de los años veinte en adelante, en el capítulo de la música; por la época azul de Picasso, en la pintura; y por la última etapa de Brecht. Pero ésta es una opción trágica y forzada, los elementos de desesperación están constantemente mezclados con la exaltación apenas contenida con la que Adorno escribió sobre la Nueva Mú­sica de Viena. La razón de tal desesperación es clara: para Adorno, la música nunca es una «empresa privada» o un caleidoscopio de sonidos sin significado, sino una objetivación con un mensaje po-tencialmente para todos, y tiene que observar que el mensaje de la nueva música no es generalmente captado. Esta afirmación no tiene que ser confundida con la visión ordinaria de que «la nueva música es incomprensible», ni tampoco equivale a la acusación igualmente trivial de que la música moderna tiene sólo «intelecto» y no tiene «corazón». Pero la ausencia de eco significa que la nue­va música es la última fase de una larga dialéctica histórica en la cual la organización total de la vida somete al individuo libre. En su forzosa sumisión y en su miedo a la libertad, no quiere oír alarmantes testimonios acerca de su propia situación genuina, y re­chaza, precisamente porque comprende, la música que es una mani­festación de su sumisión y dependencia.

5. Th. W. ADORNO, Philosophie der neuen Musik, op. cit., pp. 68-70.

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II

Es en esta coyuntura que el largo desvío histórico se justifica a sí mismo. Bajo tales circunstancias, la necesidad de una filosofía de la música es algo más que un ejercicio académico, o el progra­ma de autoservicio de una camarilla de expertos. En opinión de Adorno, es la condición previa, es la propia existencia de la músi­ca como objetivación significativa. A este respecto, Adorno radica­liza la sociología de la música de Max Weber. Para Max Weber, siguiendo su teoría general, no existía progreso en la racionalidad de valores, las obras musicales de gran calidad estética siempre han encontrado un público. En la modernidad no hay ni más ni menos obras de arte o piezas maestras de las que ha habido anteriormente. Han encontrado asimismo receptores en períodos anteriores, al me­nos en cada período de la racionalidad occidental. El progreso exis­te sólo en la racionalidad tecnológica o instrumental de la compo­sición musical, en fabricar instrumentos y en instruir y educar a los receptores. Para Adorno, a diferencia de Weber, esta progresiva ra­cionalidad tecnológica es el espíritu del capitalismo pero, llegado este punto, la perfección tecnológica ataca por la espalda y hace que la misma existencia de la obra de arte musical, tanto en lo que a la creación y a la recepción se refiere, sea profundamente cuestionable. Es una crisis de racionalidad de valores la que así surge, y no existe una panacea externa para resolverla. Ya sabemos que Adorno no creyó ni un solo momento en una nueva colectivi­dad, intrínseca o extrínseca a la música que generaría un nuevo material musical en sí mismo, un nuevo sensus communis para el músico y la vida del mundo. El único remedio es entonces el pre­ceptor filosófico, el nuevo filósofo de la música que efectúa la tarea de descifrar el criptograma musical y transmite el mensaje al re­ceptor que es renuente o incapaz de captarlo por sí mismo.

Pero, ¿cuál es la filosofía adecuada que utiliza Adorno para descifrar el mensaje críptico de la música moderna? Aquí nos ve­mos enfrentados con uno de los rasgos más ambiguos de la escue­la de Frankfurt y su legado filosófico. En sus años de formación, Adorno y Horkheimer han estado profundamente influenciados por la filosofía lukacsiana de la cosificación, tal como está elaborada en la Historia y conciencia de clase, aunque, sorprendentemente,

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nunca se ha mencionado su legado. El rastro máximo de Lukács en Adorno (hasta el salvaje aunque no completamente infundado ata­que de los sesenta, La reconciliación forzada), es una breve refe­rencia al nombre de Lukács, pero no a su magnus opus, en el en­sayo sobre Wagner. Creo que la razón no es personal. Los lectores de la monografía de Adorno sobre Bert, su maestro personal en arte y composición, pueden testimoniar cuan profundamente, aun­que irónicamente, podía estar con el mentor de su juventud mu­sical. Pero su relación filosófica con Lukács es altamente ambiva­lente. Por una parte, tanto Adorno como Horkheimer se apropia­ron sencillamente de las siguientes cuatro reglas básicas de la teo? ría de la cosificación de Lukács para utilizarlas en sus diversas obras. La primera es la generalización cultural lukacsiana de la idea original de Marx en El Capital, que bajo el capitalismo las relaciones personales humanas tienen la apariencia, para los suje­tos participantes en ellas, de una relación de objetos. Esto es lo que significa literalmente cosificación. Y Lukács amplía esta idea marxiana a la totalidad de la cultura burguesa. El segundo factor del concepto lukacsiano es una combinación de Marx y Weber. La racionalización progresiva de la vida capitalista, una racionaliza­ción que es de carácter tecnológico e instrumental, oculta la irre­parable irracionalidad instrumental de la totalidad del sistema. Es por esto por lo que el racionalismo cosificado y el irracionalismo agresivo-mitológico nacen a partir del campo de cultivo capitalis­ta. En tercer lugar, la posición de totalidad, la única en cuyas ba­ses pueden resolverse las antinomias culturales y filosóficas, o bien se derrumban (porque las mónadas o átomos de la vida capitalista no pueden ser unidos basándose en el principio cartesiano), o la totalidad es simplemente sustituida por mitos totalitarios. En cuar­to y último lugar, la gran esperanza de la filosofía hegeliana, la uni­dad de sujeto y objeto que no es idéntica a su aparición mística, se convierte en irrealizable en el capitalismo. Al contrario, el su­jeto libre y racional es sacrificado en aras de las «leyes objetivas».

De lo antes mencionado, se hace evidente que la instrumenta-rium filosófica general de Adorno es una concepción hegeliano-mar-xista vista desde la óptica de la teoría lukacsiana de la cosifica­ción. Pero desde el inicio hay una diferencia insalvable entre Ador­no y Lukács. Para Lukács, hay un agente filosófico-práctico distin-

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to capaz de abolir la cosificación, que unifica el sujeto y el objeto, que revela los misterios de un mundo irracional y que restablece la totalidad. Este agente es el proletariado revolucionario con su consciencia imputada (imputada por la élite). Como ya veremos, la idea de la consciencia imputada es muy importante para Ador­no, pero él no cree ni un solo momento en la misión redentora del proletariado o de cualquier clase. Su temprano interés en Kierke-gaard no fue en absoluto accidental. Su dialéctica negativa es una etapa importante en el desarrollo de la «conciencia infeliz» de Hegel, exactamente en el mismo sentido que la metafísica preexis-tencialista de Kierkegaard. Por lo tanto, la relación de Adorno con Lukács fue desde el principio una combinación de admiración y aversión desde el inicio. Y cuando Lukács hizo su propia reconci­liación hegeliana con la realidad de Stalin, predominó la aversión sin reservas.

La filosofía de la cosificación musical de Adorno (ahora puedo llamarla con su nombre correcto) se enfrenta con un problema básico, el mensaje, el significado de las obras musicales. En un pro­fundo argumento, aunque con comentarios críticos, alude a Nietz-sche: Nietzsche en seguida percibió la saturación del material mu­sical con las intenciones, y también la posible contradicción entre intención y material... Al mismo tiempo, la separación nietzschea-na del tono de lo «que había sido proyectado en él» fue mecáni­camente concebida. El «carácter en sí mismo» (del material musi­cal - F.F.) postulado por Nietzsche es ficticio:

«... toda la nueva música se constituye en sí misma como por­tadora de un significado (...). Dado que el mismo material es ya el espíritu, la dialéctica de la música se mueve entre unos polos objetivos y subjetivos, y en un sentido abstracto la prioridad no es debida necesariamente a estos últimos.»6

Pero, ¿cómo podemos entender estas intenciones si están, por una parte, tan profundamente ocultas por la cosificación en gene­ral y por la tecnología cosificada en general, y por otro lado, si el significado no es, ni puede ser, idéntico con cualquier idea for-

6. Th. W. ADORNO, Philosophie der neuen Musik, op. cit., pp. 129-130.

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tuita que el oyente asocie con la obra musical dada? Es durante la lucha en el significado que Adorno llega a la profunda problemá­tica de un lenguaje musical, lo que en mi opinión no es más que una vaga metáfora. Por supuesto, deja muy claro que intenta dis­tinguir el lenguaje hablado u ordinario de lo que él llama lengua­je musical. Pero cuando tratamos de reunir los rasgos caracte­rísticos de este sistema regulado de señales comunicativas que de hecho constituye la música de las diversas obras de Adorno, el pro­ducto es el siguiente. Primero, el lenguaje musical no es concep­tual, ni tampoco es compatible como lo creen los intérpretes irra­cionalistas. Puede ser verdadero y falso, lo cual muestra que Ador­no confunde a menudo los rasgos característicos de las estructuras semánticas y lógicas. Segundo, el lenguaje musical puede ser co­lectivo pero puede ser también privado; además, es un rasgo de la música moderna que va en aumento el que sus composiciones ya no sean individualizaciones de un habla general (de un lengua­je colectivamente hablado, pero con un acento individual). Al con­trario, toda obra musical es una mónada única, a medida que el estilo, como principio unificador general-colectivo, resulta cada vez más problemático. Finalmente, incluso si el lenguaje no es ne­cesariamente general (pues puede ser igualmente privado), es uni­versal, lo que aquí significa opuesto a lo local-nacional. En prin­cipio, Adorno afirma que cada dialecto de lenguaje musical pue­de ser comprensible para cada ser humano normal. La especifici­dad nacional de la música no es más que ideología. Sin entrar en una discusión semántica, de lo antes mencionado ha de quedar claro que todas esas características (el carácter no conceptual de la música, su carácter universalmente comprensible, ocasionalmente privado y constantemente transnacional) revela algo que es indu­dablemente un sistema de señales comunicativas pero que, sin lu­gar a dudas, no es un lenguaje en ningún sentido significativo de la palabra.

El segundo problema con la filosofía de la cosificación musical es el siguiente: ¿por qué este medio debe parecerse en absoluto al lenguaje? ¿Por qué es éste un requisito necesario de la teoría? Es el despectivo rechazo incluso de la perspectiva de un posible sen-sus communis, un nuevo gusto musical colectivamente integrado con grandes variantes individuales, lo que, llegado este punto, pro-

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duce una contracandela en la teoría de Adorno. Sin lugar a dudas, ya no vivimos en el mundo del ethoi griego en el que un Aristóte­les podía señalar específicamente qué tono de música corresponde a qué ethos y a qué virtudes específicas. Nuestra época es una era de aficiones individuales, y descifrar el significado de las aficiones es una operación mucho más compleja y, a la vez, en cierto modo, arbitraria. Pero dado que Adorno rechaza la relevancia de un sen-sus communis para la música, mientras que insiste en el carácter comunicativo e intencional del «lenguaje musical», no le queda abierta ni tan sólo la posibilidad teórica de hacer estudios compa­rativos entre el presente, expresiones atomizadas de significado mu­sical con las de otros períodos en las que gobernaba un consenso y, por tanto, intentar descifrar los mensajes crípticos mediante la comparación. En su famoso análisis de la Misa Solemne o del Opus III de Beethoven, regresa a los significados del género mu­sical anteriormente fijados, en especial en el caso del primer aná­lisis, que le ayuda, en dicho caso, a revelar el carácter profano de la música religiosa moderna. Pero el rechazo general del sensus communis prevalece en él, y es por eso que tiene que experimentar una y otra vez con la teoría del lenguaje de la música.

Finalmente, la convicción doctrinaria de Adorno de que antes de la burguesía de las ciudades no existían creadores de música que se merecieran tal nombre, en otras palabras, su apoteosis de la música moderna abrumadora y puramente instrumental contri­buye aún más a esta problemática semiología musical. Sería un insulto para el enciclopédico conocimiento musical de Adorno afir­mar que era «ignorante» del hecho de que lo que ahora llamamos música es el producto conjunto y la combinación de diversos fac­tores. Éstos son: los sonidos ganados mediante varios instrumen­tos, la voz humana modulada, la intervención de la danza, que era un elemento prácticamente obligatorio en épocas más tempranas y que influía profundamente en su fórmula rítmica, los sistemas ex­trínsecos (a veces matemáticos) de regular y canonizar las formas de varias estructuras de sonido, y la progresiva perfección técnica de los instrumentos generadores de sonido. Adorno, por supuesto, es tan plenamente consciente de esta génesis histórica que cons-tmtemente destaca, al menos, dos de estos factores como constitu­tivos de las formas musicales representativas de la modernidad: la

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voz humana que contempla en forma de stile recitativo como orí-gen de toda la música, y los elementos rítmicos motores. También destaca la importancia de los principios obtenidos mediante diver­sas ramas del conocimiento que ayudan a sistematizar y completar las formas musicales, aunque nunca combina esta importancia con los dos factores mencionados más arriba. Pero Adorno tiene una actitud altamente ambivalente con respecto a los elementos voca­les y motores. Considera que los primeros han sido absorbidos completamente por el desarrollo musical y ni siquiera intenta ana­lizar las funciones descifradoras ocultas que los transformados y absorbidos elementos vocales cumplen incluso en composiciones puramente instrumentales. (El rol de estos elementos es especial­mente importante en el caso de Bártok; está descifrado por la pro­pia mente teóricamente orientada del compositor.) Con respecto a los elementos motores, Adorno se limita a denunciarlos como un estímulo para ios que gustan de marchar en columnas acompaña­dos de trompetas. El significado político de la referencia está muy claro. Pero al descartar las funciones hermenéuticas de compa­ración con períodos anteriores y con anteriores componentes de la música que sólo son parcialmente absorbidos por una época abru-madoramente instrumental, Adorno se ve de nuevo abandonado a la brumosa teoría del lenguaje de la música.

Es una irónica venganza de hiperracionalización sobre la filo­sofía de la cosificación de la música el que Adorno tenga que acep­tar una solución que, de otro modo, explícitamente detesta: el es-tructuralismo. La solución final de dar sentido a la música, o de descifrar su significado oculto para el receptor en términos de esta teoría, es la siguiente: si no consideramos los grupos de so­nido como estímulos aislados o un caleidoscopio sonoro, hay dos formas de contemplar sistemáticamente las formas musicales: o de un modo puramente tecnológico o mediante la interpretación filo­sófica. La primera no es superflua pero sí insuficiente, debido pre­cisamente que no experimenta la necesidad de mensaje, las inten­ciones que destacó Nietzsche. Pero, ¿cómo puede llevarse a cabo la segunda solución, dado que es más fácil postular la existencia de un lenguaje musical que comprender lo que sus llamadas fases nos comunican? Sólo hay una trayectoria abierta: comparar las estruc­turas de las composiciones musicales obtenidas mediante análisis

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tecnológico con las estructuras de filosofías representativas de este período.7

Llegado este punto crucial, la filosofía crítica de la cosificación de la música sufre en sí misma de cosificación. La sumisión de lo emocional a lo racional, la absorción por parte de este último es una de las grandes configuraciones que constituyen el síndrome de alienación, junto con la absorción del sujeto por el objeto, la trans­formación de lo temporal en espacial, etc. Esto se hace completa­mente evidente en una filosofía de la música que ni siquiera men­ciona el rol de lo emocional en la recepción musical. Esta doble razón es obvia. La primera de ellas es la oposición aristocrática de Adorno a las erupciones incontroladas de emociones ruidosas y os-tentosas como supuesto signo de una auténtica recepción de una obra musical (compartida también por Beethoven, que detestaba que la gente llorase al oír sus composiciones). Otra razón es la opo­sición teórica al culto romántico del «músico diabólico», el Kries-ler de Hoffmann que se comunica sólo mediante puras emociones. Cualesquiera que sean las razones, el resultado es una inadmisible reducción de la recepción musical. La segunda es, en mi opinión, tan abrumadoramente emocional en su naturaleza que lo no emo­cional, sino más bien su contrapartida, el aspecto teórico-racional, necesita abogados y argumentos en lo que se refiere a un análisis sobre el impacto de la música. Esto no quiere decir que la música sea algo irracional o incompatible con la apropiación conceptual. Estoy siguiendo los pasos de una teoría de los sentimientos,8 que contempla implicados a los sentimientos de todo tipo, de cuya im­plicación en cada acto de «sentir algo» tiene lugar incesantemente la reintegración de la emoción en la cognición. La reintegración de los sentimientos en la cognición no es, pues, algo externo a la emo-

7. Permítanme mencionar otra posibilidad en la que ha trabajado Lu-cien Goldmann, pero que ni siquiera fue explorada por Adorno: establecer una humología entre las estructuras fundamentales de las obras de arte y ciertas estructuras fundamentales de la sociedad. No es necesario decir que esto último es también una construcción filosófica con la ventaja que brinda una cantidad suficiente de elementos cognitivos al discurso para hacer que el mensaje sea comprensible sin la necesidad de recurrir a la teoría del len­guaje.

8. Véase en detalle, Ágnes HELLER, A Theory of Feelings, Van Gor-cum, Assen, 1979.

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tividad. Sin sistemas conceptuales socialmente elaborados (lengua­je, hábitos de comportamiento, formas de expresiones reguladas), los sentimientos no podrían existir en absoluto.

Llegado este punto, se hace inevitable una cuestión: dado que el «asiento» de las emociones es el receptor, y la composición mu­sical es sólo un instrumento para realizar ciertos sentimientos, ¿cómo podemos obtener información fiable acerca del carácter par­ticular del mensaje contenido en la obra musical a través de los canales emocionales si no es mediante el receptor? Y además: ¿tiene la información recibida del receptor cualquier relación con el enjuiciamiento o interpretación de la propia obra de arte, en es­pecial cuando esa información varía de un receptor a otro? Ob­viamente, en estas cuestiones hay inherentes dos tipos de sociolo­gía de la música, ambos complementarios a una filosofía de la mú­sica. El primero puede hallarse en los representativos esfuerzos teó­ricos de Walter Benjamín, que estaba firmemente convencido de que la recepción es co-constitutiva de la existencia de la obra de arte. (En otras palabras, una obra que no encuentra receptor es un trozo de papel o de tela y no una obra de arte.) En realidad, Ben­jamín escribió muy poco sobre música, y no tiene una teoría pro­pia de los sentimientos. Pero siguiendo sus intenciones, uno puede afirmar que todos los instrumentos de información acerca de los actos de reintegrar las emociones en la cognición proporcionados por cualquier receptor, incluso al mínimo nivel posible, es co-cons* titutivo en la posteridad de la composición musical. También pro­yecta luz, desde luego, con una luminosidad variable de persona a persona, sobre el muy discutido «mensaje» de la composición musical.

Adorno sigue un modelo de sociología musical diferente: es un elitista. Esto no tiene que entenderse en el sentido de condescen­dencia profesorial, sino en sensu stricto. En su Introducción a la sociología de la música ofrece una tipología jerárquicamente orde­nada de los oyentes de música. El tipo primero y supremo es el ex­perto:

«El experto puede definirse, como primer tipo, por ser el tipo de oyente absolutamente adecuado. Sería el oyente totalmente cons­ciente cuya atención lo capta todo tendencialmente y que, al

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mismo tiempo, almacena todo lo que ha oído. Por ejemplo, el oyen­te que puede, al verse confrontado con una pieza tan fluida que ca­rece de todo pilar tangible como es el segundo movimiento del cuarteto para cuerda de Webern, enumerar sus elementos formales, cumplirá los requisitos del primer tipo.»9

Pero debe señalarse aquí que en Quasi una fantasía, Adorno afirma específicamente que el experto no es idéntico al profesional. Para que un intérprete pueda acceder a la casta de los pocos se­leccionados, se necesita mucho más. El segundo tipo es el llamado el buen oyente:

«Él, también, oye "más allá" del detalle musical; establece in­terconexiones de una forma espontánea, juzga con unas buenas bases, no siguiendo simplemente categorías de prestigio o ideas arbitrarias de gusto.» ">

El tercero es el consumidor cultural:

«Es un oyente asiduo, bajo ciertas condiciones incluso insa­ciable, es un coleccionista de discos. Tiene respeto por la música como bien cultural, tal vez como algo que debe ser conocido por su propia validez social. Esta actitud oscila desde el sentimiento de un serio compromiso hasta el vulgar esnobismo.» "

En un peldaño más abajo de la escalera de la jerarquía se halla el oyente emocional:

«Su relación con la música es menos rígida e indirecta que la del consumidor cultural, pero en otro aspecto está incluso más le­jos de lo que éste ha escuchado. Lo que ha escuchado sólo sirve para producir impulsos instintivos que de otro modo hubieran sido reprimidos o controlados por las normas de la civilización; le es útil una fuente de irracionalidad que le permite, de otro modo in-

9. Th. W. ADORNO, Einleitung in die Musiksoziologie, op. cit., p. 15. 10. Ibid., p. 16. 11. Ibid., p. 17.

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tegrado cruelmente en la competición del automantenimiento ra­cional, sentir alguna cosa.» 12

Y el último, el incluso más odiado elemento de la jerarquía es el que Adorno califica de «oyente debido al resentimiento».13 Este tipo no tiene nada que ver con la música, sólo con la política y especialmente con su tipo más oscuro y agresivamente reacciona­rio. Este tipo de oyente aprecia una obra de arte porque reconfir-ma su sentimiento de superioridad nacional y racial. Éste es cier­tamente el tipo al que le gusta marchar en posición de firmes bajo el sonido de las trompetas, el sujeto ideal para los Riefenstahls del mundo y sus reuniones de partido.

Mi objeción a la tipología elitista no es la habitual basada en el sentido ofendido, mayormente ordinario, del oyente medio: me sentiría feliz de poder enumerar los elementos formales del trío para cuerda de Webern. Adorno no quiere brutalizar al oyente. Además, es realmente consciente de que incluso el postulado de generalizar la actitud del oyente experto es una exigencia inhuma­na. Tengo tres objeciones. La primera puede expresarse mejor me­diante una pregunta: ¿qué postula la teoría, una élite tecnológica o filosófica? La primera posibilidad no queda totalmente excluida, a pesar de la afirmación explícita de Adorno en sentido contrario. Si seguimos fielmente la definición que nos ha dado, sugiere más una experiencia técnica que filosófica. Pero en este caso el proble­ma sui generis de Adorno, el de calificar de verdadera o falsa una obra musical, lo cual sólo puede decidirlo una élite filosófica como depositaría de los criterios de verdad, no puede resolverse. Una élite técnica es equivalente al personal profesional de la academia, un constituyente necesario de la educación musical que es, sin em­bargo, orgánicamente incapaz de cumplir la suprema tarea impues­ta por Adorno. Esto es así, entre otras razones, porque una buena parte de la élite académico-tecnológica no cree simplemente que-una obra musical necesite una interpretación filosófica. De este modo, en términos de Adorno, se hunden, con toda su experiencia^ en uno de los tipos más inferiores de oyentes. Además, e indepen-

12. Ibid., p. 19. 13. Ibid., p. 21.

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dientemente de la consideración anterior, una élite puramente tec­nológica no puede encontrar la respuesta a una crisis de raciona­lización evaluadora. Sin embargo, si la élite es una élite filosófica, una casta selecta de sumos sacerdotes de la teoría, se produce en­tonces la habitual captación de toda la teoría de la cosificación que sale a la superficie.

Si la consciencia humana está generalmente cosificada, ¿cuáles son las garantías, si es que las hay, de que una élite, filosófica o no, posea una consciencia no cosificada? Llegado este punto, tengo que referirme a una fase previa de mi análisis en la que he men­cionado que la idea de Lukács de la consciencia imputada es muy importante para Adorno, incluso si éste ha rechazado constante­mente su supuesto transmisor, el proletariado mitológicamente pre­sentado. El deber y el privilegio de la élite musical consiste preci­samente en imputar una consciencia musical no cosificada a todos nosotros, oyentes regresivos, pero que no son el agente social ade­cuado, en términos de Adorno, para actuar en esta condición.

La segunda objeción está relacionada con el expresivo hecho de que la emoción aparece sólo una vez en la tipología completa, y que incluso así está descrita en términos totalmente negativos. Se representa como el anverso de una sesión psicoanalítica, un acto durante el cual los sentimientos reprimidos no van a hacerse cons­cientes y, por tanto, canalizados, pero que va a aparecer de una for­ma ruda, a veces francamente brutal. No creo que deba añadir mucho a lo que ya se ha dicho aquí acerca de esa flagrante viola­ción del innegable carácter emocional de la recepción musical, ex­cepto una cosa. Es completamente compatible con el carácter de la teoría, porque una élite se distingue precisamente por el domi­nio (casi represión) de sus sentimientos «inapropiados».

Finalmente, una tipología de la recepción musical tan jerárqui­ca es masoquista en tanto que excluye ex principio la posibilidad de que la obra de arte pueda invertir el carácter regresivo de escu­char música. Los oyentes de tipo inferior están condicionados de tal modo que, a menos que alcancen el nivel superior, lo cual es imposible, no pueden ni siquiera cambiar bajo el impacto de la apropiación de la obra musical de máxima calidad. Se cortan todos los vínculos que, en un sentido estimulante, conectan la vida del receptor con la obra musical, se pierden las esperanzas de un rena-

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cimiento musical (y social) y la dialéctica negativa de la música completa su círculo.

En conclusión, permítanme hacer una vaga sugerencia que pue­de mediar entre el problemático democraticismo de Walter Benja­mín y el también problemático elitismo de Adorno. Califico de pro­blemático el democraticismo de Benjamín por la sencilla razón de que sirve como estímulo a una teoría de la hermenéutica que busca abiertamente la eliminación del supuesto pseudodilema entre ver­dad y falsedad. Esto último me resulta inaceptable. Si cada acto de recepción es igualmente constitutivo de la obra de arte, enton­ces no habrá diferencia entre bueno o malo, verdadero o falso, juicios profundos y juicios superficiales, sólo los arabescos de los juicios arbitrarios de gusto que nunca trascienden el nivel per­sonal del «sic voló, sic jubeo». Por otro lado, he intentado demos­trar más arriba que la presuntuosa pretensión de Adorno de que las élites son las depositarías de la verdad y la falsedad está basada sólo en los autoengaños de la teoría de la osificación. Ya que tengo que abandonar con resignación la idea de la posibilidad del rena­cimiento, en la modernidad, de un ethos colectivo, el único prin­cipio mediador que nos resta puede resumirse como sigue. No nie­go la relevancia limitada de las élites teóricas como receptoras re­presentativas, no en un sentido tecnológico, lo cual es una función educacional, sino en un contexto teórico más amplio. Pero no tie­nen garantías con respecto al contenido de verdad de sus teorías. Lo que representan frecuentemente no es más que la idolatría de una nueva moda. Sin embargo, tienen al menos la adiestrada capa­cidad de trascender el nivel meramente personal del «sic voló, sic jubeo», del mero particularismo. Es su aprendida habilidad para concebir y presentar sus posiciones como teorías generalizadas, és­tas pueden ser ilusorias y, bajo ciertas circunstancias, incluso enga­ñosas. Pero es el único camino para los que viven en otras áreas de la división del trabajo aprender la capacidad de generalizar sus opiniones meramente particularistas y hacer incluso un intento de trascender su carácter completamente arbitrario.

Pero esto es, obviamente, insuficiente si tenemos en cuenta to­das las implicaciones de esta filosofía de la música, por las razo­nes siguientes. Primera, incluso si una filosofía, que descifre el mensaje musical, es indispensable para el receptor en términos de

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la teoría, la filosofía estará también cosificada. Segundo, incluso si la filosofía es indispensable, no puede educar a oyentes nuevos; como mucho hace a esos oyentes «conscientes del mensaje» cuando escuchan música, de que ya están sintonizados en la misma longi­tud de onda que la filosofía.

Pero todavía queda esperanza. Primero, y en contra de la visión demasiado monolítica de Adorno, uno no debe olvidar que no hay una, sino varios tipos de filosofías en acción, y que todas luchan por diversos tipos de oyentes. El mérito principal del pluralis­mo filosófico, el debate filosófico sobre el significado de la música, es precisamente el punto de penetración de una uniformidad de pensamiento cosificada. Sería una arrogancia racionalista creer que el mundo cesa de producir procesos Dosificados como resultado de la existencia de un debate filosófico, pero no es una pretensión exa­gerada creer que tan pronto como se señala el hecho de la cosifica-ción en el seno de la discusión filosófica, nuestra consciencia se protege contra ella y hasta más allá incluso de los límites de la filo­sofía profesional, al menos hasta cierto punto.

Además, el propio filósofo es un receptor particular que escu­cha y aconseja un cierto tipo de música, principalmente la que está en armonía con su filosofía, pero también en parte con sus juicios de gusto personales y arbitrarios. Por ejemplo, y siguiendo con Adorno, para él es la Nueva Escuela de Viena la que existe como música auténtica, y hace sólo algunas concesiones al llamado pe­ríodo radical de Bártok o al drama musical de Janacek. Pero mien­tras reconoce un absoluto desprecio por el superficial Britten, de­clara de repente que la caballería Rusticana, la cual él mismo des­cribe como poseedora de una música medio diletante, es una com­posición interesante porque la muerte proyecta su sombra sobre la ebria erupción de pasiones en la pelea de una bodega, que carga con un matiz existencialista una obra que de otro modo sería de un verismo amateur. Pero ya que no sólo una, sino muchas filoso­fías están en juego en el discurso, muchas pueden ofrecer su obra musical elegida junto con su particular interpretación, además del juicio de gusto concreto, personal y arbitrario, del filósofo. En par­te, la pluralidad de opciones esboza un conflicto en el mundo emo­cional de un receptor y lo educa para entender diversos tipos de

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música, y en parte atrae a distintos receptores. En ambas funcio­nes, la pluralidad se abre paso entre lo que Adorno llama la cosi-ficación musical.

Finalmente, la filosofía indispensable educa al tipo superior de oyentes, en contra de las asunciones derrotistas de Adorno, y esto queda demostrado por lo que he dicho anteriormente acerca de la reintegración de la emoción en el elemento de cognición por medio de la obra musical. Esto ocurre en dos etapas. Primera, el elemen­tal shock emocional producido por toda recepción y apropiación afortunada de una composición musical no se dirige hacia una di­rección fortuita. Está guiada y organizada por la obra de arte. Si la filosofía se une a esta función de guía (si ocurre en la forma de la filosofía más popular), entonces las emociones se vuelven hasta cierto punto vocales. No es necesario decir que no hay sustitutivo para la obra musical en sí, de otro modo podríamos contar «de qué trata» una sinfonía de Beethoven, pero no es tampoco una em­presa superflua. Confronta al oyente con sus predilecciones o aver­siones emocionales y puede generar en el oyente una nueva sensi­bilidad hacia nuevos tipos de música.

Pero sin que lleguen unos nuevos movimientos (y un nuevo ethos), no existirá una música más nueva, sólo la «nueva» con su aislamiento colateral. Los propios movimientos necesitan interpre­taciones filosóficas de diversos tipos, pero al articular nuevas nece­sidades, entre ellas unas para tipos de música más generales y nue­vos, se convierten en un principio correctivo de las élites que gene­ralizan nuevos juicios, los cuales, de otro modo, seguirían siendo juicios de gusto particularistas. Y en ello se encuentra la respuesta a la pregunta inicial: es por esto que es necesaria una filosofía de la música.

2. La teoría de Weber

Al analizar la modernidad, todos los caminos parten de, y lle­van, hasta Max Weber. Las páginas que siguen intentan demostrar que la sociología y la filosofía de la cultura no son ninguna excep­ción.

Weber escribió su ensayo original Las bases racionales y so-

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cíales de la música en 1911. Fue publicado una década después.1

Pese a ser una contribución relativamente desconocida a la cons­trucción teórica de una época por parte de Weber, trataré de de­mostrar que ejerció una fuerte influencia «subterránea» y que ha servido de catalizador a la formulación de las filosofías de la mú­sica de Adorno y de Ernst Bloch. El pesado ensayo de Weber, en el que su conocimiento enciclopédico parece avasallar al destacado teórico que hay en él, sólo puede comprenderse correctamente si lo situamos en su contexto filosófico apropiado, que se encuentra en­tre Nietzsche y la crítica cultural de la izquierda radical de la pri­mera mitad del siglo xx.

Una lectura formal puede fácilmente producir la impresión equivocada de que en Las bases racionales y sociales de la música Weber llegó al cénit de su teoría de la acción. La música occiden­tal surgió de un campo de batalla histórico en el que las acciones «deliberadamente racionales» y «tradicionalmente racionales» han estado enfrentadas durante siglos. En términos de la teoría de la acción pura, el influjo creciente de la música occidental no se re­fiere a otra cosa que al progresivo dominio en la batalla de «las ac­ciones musicales deliberadamente racionales» sobre las acciones musicales que sólo tienen legitimación tradicional y que gradual­mente son derrotadas en el conflicto. Las acciones musicales deli­beradamente racionales son el fruto de la «razón matemática». Su legitimación se deriva de la circunstancia de que las nuevas mate­máticas, al igual que la nueva física, pueden completar la tarea de reducir el confuso caleidoscopio de sonidos a unas fórmulas mate­máticamente manipulables. Ni los esfuerzos pitagóricos ni los cris­tianos tuvieron éxito a la hora de matematizar la música debido a la abrumadora influencia del ethos en los mundos griego y cristia­no, ya que ese ethos protegía el carácter afectivo y obstruía la cre­ciente hegemonía del aspecto firmemente cuantificable de la música.

Las implicaciones filosóficas de una teoría «estrictamente socio­lógica» se hacen ya evidentes. En realidad, resulta casi imposible pasar por alto la polémica de Weber contra El nacimiento de la

1. Max WEBER, The Rational and Social Foundations of Music, tradu­cido por D. Martindale, J. Riedel, G. Neuwirth. Southern Illinois Universi-ty Press, 1958. La Introducción a la que me refiero extensamente al descri­bir la teoría de Weber es la obra de D. Martindale y J. Riedel.

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tragedia. Para Nietzsche, era precisamente la racionalidad socráti­ca, el espíritu y la contemplación del observador antimusical de la tragedia, lo que ha socavado, y en última instancia destruido, lo dionisíaco como musical y ha condenado al fracaso a la tragedia como género. A su vez, tanto la música como la tragedia podrán resucitar gracias al espíritu antisocrático, ario y completamente an-tirracionalista de la música germana, la música de Richard Wag-ner. Weber hizo una conservadora advertencia, profundamente cultural (citada más adelante) en contra del romanticismo subver­sivo de inspiración nietzscheana que amenazaba su estimada tona­lidad racionalizada. Esta severa crítica muestra que para Weber la racionalización (matemática) era el espíritu guardián de la música occidental y que, además, Nietzsche representaba para él, al me­nos en este sentido, un peligro en potencia.

Existe además otra implicación filosófica aún más amplia de la teoría de Weber de la música racionalizada. Durante toda su vida, Weber negó firmemente que tuviera su propia filosofía de la his­toria. Sin embargo, como han declarado numerosos analistas de su obra, su teoría sociológica de la acción se transformó, intermiten­temente, en etapas imperceptibles para el mismo autor, en unas ba­ses histórico-filosóficas para, y como, justificación de la modernidad occidental con su inclinación por las esferas separadas pero igual­mente racionalizadas, con sus deidades en conflicto, con su trágica dialéctica interna cuyos polos son la marcha triunfal de esferas se­paradas de racionalizaciones por un lado, y el desencanto de todo el universo racionalizado por otro. La historia de la música raciona­lizada es uno de los capítulos más filosóficos en esta teoría de la acción sociológica, que es al mismo tiempo un plaidoyer filosófico para Occidente como patria de la racionalización sui generis.

¿Cuáles son los términos y los conceptos clave de la racionali­zación de la música?

«El impulso hacia la racionalidad, esto es, la sumisión de un área de experiencias a unas reglas calculables, está presente aquí (en la cultura occidental)... Este impulso de reducir la creatividad artística a la forma de procedimiento calculable basado en princi­pios inteligibles aparece en la música por encima de todo. Los in­tervalos de tono occidentales eran conocidos y calculados en todas

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partes. Sin embargo, la música armónica racional, tanto contrapun­to y armonía y la formación de materiales de tono en la base de tres tríadas con el tercer armónico, son característicos de Occiden­te. Así, también es un cromático y enarmónico interpretado en términos de armonía. Peculiar también del mundo occidental es la orquesta con su núcleo en el cuarteto de cuerda y la organización de conjuntos de instrumentos de viento. En Occidente ha aparecido un sistema de notación que ha posibilitado la composición de obras musicales modernas de una forma que, de otro modo, sería impo­sible.» 2

Aquí describimos con las propias palabras de Weber los fun­damentos del sistema de acorde armónico:

«Toda la música racionalizada se basa en la octava (porcentaje de vibración de 1/2) y su división en el quíntuplo (2/3) y en el cuarto (3/4) y las sucesivas subdivisiones en términos de la fór­mula para todos los intervalos menores del quíntuplo. Si se ascien­de o desciende desde una tónica en círculos primero, en la octava seguida por los quíntuplos cuartos, u otras relaciones sucesivamente determinadas, las fuerzas de estas divisiones no podrán encontrarse nunca en uno y mismo tono por más que se continúe el procedi­miento. Este inalterable estado de cosas, junto con el hecho adicio­nal de que la octava es sucesivamente divisible sólo en dos interva­los no iguales, forma el núcleo fundamental de hechos para todas las racionalizaciones musicales... Una música de acordes armóni­cos totalmente racionalizada, basada en este material de tono, man­tiene la unidad de la secuencia de tono escalable en términos del principio de tonalidad. La unidad de la secuencia de tono escalable se logra mediante la tónica y las tres tríadas primarias que tiene toda escala mayor junto con una escala menor paralela, la tónica de la cual es un tercio más baja del mismo material de tono escala-ble. .. Al añadir otro tercio a la tríada se forman acordes disonan­tes en la séptima... Los intervalos contenidos en las tríadas armó­nicas o sus inversiones son consonancias (perfectas o imperfectas). Todos los demás intervalos son disonancias. La disonancia es el

2. WEBER, op. cit., Introduction, p. XXII.

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elemento básico de la música de acordes, motivando la progresión de acorde en acorde. Los acordes de séptima son las disonancias más simples y típicas de la música de acorde puro y exigen una re­solución en forma de tríadas. Para relajar su tensión inherente, el acorde disonante exige una resolución en el seno de un nuevo acorde que represente la base armónica en forma consonante.»3

El punto central y el mensaje principal del análisis de Weber es llamar la atención sobre el agudo contraste entre la música mo­derna (occidental) y la música premoderna, es decir, entre la forma racionalizada y la forma mucho-menos-racionalizada de componer música. Este último término, subraya Weber, no es totalmente ar­bitrario. Diversos factores, tales como la influencia reguladora de las peculiaridades del lenguaje hablado, los requisitos técnicos de los instrumentos utilizados para el acompañamiento, aportan a la música premoderna regularidades recurrentes aunque matemática­mente no sistematizadas. La racionalización no estética (pragmática y parcial) por medio del ethos está ejemplificada por la utilización «mágica» y «medicinal» de la música. Como Weber mantiene:

«... siempre que la música se utilice al servicio de... las prác­ticas mágicas tiende a asumir la forma de las rígidamente estereo­tipadas fórmulas mágicas. Los intervalos de esas fórmulas musica­les mágicamente efectivas están canonizados: clasificados rígida­mente en correcto e incorrecto, perfecto e imperfecto. Un estable­cimiento mágico de las formas sirve indirectamente a la racionali­zación, porque en la música, al igual que en otras áreas de la vida, lo mágico puede ser una fuerza poderosamente antirracional. Pero el establecimiento de los intervalos sirve al objetivo de fijar una serie de formas en contra de las cuales otras deben ser verificadas. En esto puede servir como base para una cultura musical uni­forme.»4

Weber nunca menciona esto, pero queda perfectamente claro que, aunque el proceso histórico de racionalización de la música ha admitido una agregación muy peculiar de acciones racionales

3. WEBER, op. cit., pp. 3-6. 4. WEBER, op. cit., Introduction, p. XXXVI.

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deliberadas, el efecto neto de la racionalización es algo eminente­mente antipragmático. Es la música como fenómeno estético la que¿ habiéndose despojado de todos los restos de su uso mágico-comu­nal-pragmático, surge al final del proceso de racionalización. La «intencionalidad sin intención» kantiana ha sido poderosamente reivindicada por la sociología de la música, filosóficamente basada, de Weber.

«La música de acorde armónico totalmente racionalizada» es, sin embargo, una formación dialéctica por excelencia. Hay diver­sos rasgos dialécticos en esta construcción que han sido creados por la razón «matemática», aunque esta última parece totalmente antitética a cualquier tipo de dialéctica. El primer rasgo dialéctico es que la racionalización sistemática nos lleva al límite, al nec plus ultra de la racionalidad musical.

«El sistema de acorde armónico parece ser una unidad racional­mente cerrada. Sin embargo, esto es cierto sólo en apariencia. Para ser representativo de su clave, el séptimo acorde dominante debe ser alzado cromáticamente en contradicción con el requisito de la tríada... Esta contradicción no sólo se produce melódicamen­te... La contradicción está ya contenida en la función armónica del propio séptimo acorde dominante cuando se aplica a las escalas menores... Todo séptimo acorde dominante contiene la tríada re­ducida disonante, empezando por la tercera y formando la séptima mayor. Estas dos tríadas son verdaderas revolucionarias si se las compara con los quíntuplos armónicamente divididos. Desde J. S. Bach la armonía de acordes no ha podido legitimarlos con respecto a las realidades de la música.»5

Un segundo rasgo dialéctico de la música totalmente racionali­zada es que, en contra de todas las expectativas, no se comporta

5. WEBER, op. cit., pp, 6-7 (el subrayado es mío). Es tal vez más que casual que el estallido de melancolía por la imposibilidad de racionalizar totalmente la música en base a los principios matemáticos es aproximada­mente recíproca con la otra espectacular admisión de los límites a la racio­nalidad occidental, es decir, con la resignación de Russell. También Prin­cipia Mathematica tenía que terminar con una nota de resignación; las ma­temáticas no pueden basarse completamente en principios lógicos.

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como una obra de arte gobernada por reglas, sino como un cuerpo orgánico que necesita la tensión causada por un elemento inheren­temente irracional.

«La continuidad de la progresión en la relación de los acordes entre sí no puede establecerse sobre bases puramente armónicas. Es melódica en carácter. Aunque está armónicamente condicionada y vinculada, la melodía... no es reducible a términos armónicos... la música nunca podría haber consistido completa o solamente en meras columnas de tercios, disonancias armónicas, y su resolución. Los numerosos acordes no surgen sólo de las complicaciones de las progresiones en cadena. También, y preferentemente, surgen de las necesidades melódicas. La melodía sólo puede entenderse en términos de distancia interválica y proximidad de tono. Las pro­gresiones de acorde no se apoyan sobre una arquitectura de ter­cios. No son representativos armónicos de una clave y, por tanto, no son consecuente o sinónimamente reversibles. Tampoco encuen­tran la realización mediante la resolución en un acorde completa­mente nuevo, sino en un acorde que caracteriza y suplementa la clave. Son melódicos o, contemplado desde el punto de vista de la armonía de acordes, disonancias accidentales... Sin las tensiones motivadas por la irracionalidad de la melodía, no existiría la mú­sica moderna... La racionalización del acorde vive sólo en continua tensión con el melodicismo al que no puede nunca por completo aniquilar.v»*

Un tercer rasgo dialéctico de la música totalmente racionalizada puede resumirse como sigue: mientras la música de la modernidad occidental se alza sobre las vagas regulaciones tradicionalistas y basadas en el ethos de la música prerracional (y, en uno actu, de­rriba toda la anticuada construcción), las reglas tradicionales here­dadas y su racionalización sistemático-matemática nunca hubieran bastado para la terminación del proyecto. A fin de alcanzar su ob-

6. WEBER, op. cit., pp. 8-10 (el subrayado es mío). Merece la pena no­tar que, de nuevo, los «tonos ajenos a las escalas» que generan la melodía y que desde el punto de vista de la estética de los acordes son cuerpos aje­nos resistentes, son llamados «rebeldes» por Weber.

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jetivo, el sistema de fórmulas matemáticas estrictas necesitaba como contrapartida su opuesto exacto: el individuo excéntrico, el virtuoso. Los escritores de la lacónica y rica Introducción que, por norma general, son unos intérpretes muy fieles de la teoría de We-ber, en este punto interpretan erróneamente o de una forma unila­teral la intención de Weber. Es innegablemente cierto que la expe­rimentación, y no la uniformización, es la regla del virtuoso. Es igualmente cierto que la música dirigida a unas necesidades esté­ticas y expresivas (esto es, la música del virtuoso) puede delibera­damente «sazonar lo grotesco». También es cierto que las «altera­ciones progresivas de intervalos en aras de una mayor expresivi­dad», que es la hazaña del virtuoso, lleva a veces a «la experimen­tación con los microtonos más irracionales».

Pero es decididamente una presentación unilateral de las opi­niones de Weber afirmar que los músicos virtuosos, según él, sólo constituían «una de las fuerzas que se comían a sus anchas la es­tructura de la tonalidad misma».7 Los virtuosos obraban desde lue­go «irracional» y subversivamente, pero tenían a la vez una fun­ción eminentemente racionalizadora. En su breve análisis de los instrumentos modernos, matemática-y-totalmente racionalizados, Weber hace hincapié en que algunos de los mejores, como por ejemplo los violines Amati, no hubieran podido utilizarse a pleno rendimiento si no los hubiera tocado el individuo excéntrico, el virtuoso. Esta observación puede hacerse extensiva a las obras de arte. Según la famosa anécdota histórica, se dice que Beethoven derramó lágrimas de confortación, a pesar de su hostilidad general hacia el derrame fácil de lágrimas con la música, cuando escuchó al joven Franz Liszt interpretar la sonata para piano, una obra que, por lo general, se consideraba ininterpretable. Este ejemplo ilustra que el virtuoso, una desviación de la regla, era simplemen­te necesario para que existiera la obra de arte racionalizada.

La teoría de la música racionalizada termina con una nota de­cididamente conservadora. El dominio por parte de la música oc­cidental de la «polivocalidad» con sus tres formas —«polisonori-dad» o armonía moderna de acordes, polifonía de contrapunto, y la música homofónica armónica— ha completado toda la construc^

7, WEBER, op. cit., Introduction, pp. XXXVII-XXXVIII,

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eión de la música de acordes armónica racionalizada. Este insupe­rable y canónico período de la música occidental se contempla en J. S. Bach y su época, en la que se alcanzó el dominio de la «poli-vocalidad». Weber advierte a los rebeldes musicales acerca de la futilidad de sus audaces aunque irreflexivos intentos de trascender los límites de la tonalidad y su inherente racionalidad. Una música que no está armónicamente racionalizada tiene mucha más libertad de movimientos, admite Weber. Pero su firme convicción es, sin embargo, la de que sus supuestos transgresores van a la caza de fantasmas.

Nuestra sensibilidad musical está también dominada por la in­terpretación de los tonos según su procedencia armónica. Sentimos, incluso «oímos» de un modo diferente, los tonos que pueden ser identificados enarmónicamente en los instrumentos según la impor­tancia de sus acordes. Hasta las evoluciones más modernas de la música, las cuales se mueven prácticamente hacia una destrucción de la tonalidad, muestran esta influencia. Estos movimientos mo­dernos que en parte son, como mínimo, productos del giro román­tico, característico e intelectualizado, de nuestra búsqueda de los efectos de lo «interesante», no pueden librarse de algunas relacio­nes residuales con esos fundamentos, aunque sea en la forma de crear contrastes a ellos.8

La música moderna, tal como está representada en el análisis de Weber, tiene un profundo parecido con todos los rasgos domi­nantes que, por otra parte, caracteriza a la modernidad occidental en su narrativa más amplia. Es un sistema completamente racio­nalizado, la acumulación de actos racionales deliberados. Aunque recurre a las materias primas de las racionalizaciones incongruen­tes de los mundos premodernos, acaba resueltamente con todas ellas para erigir a su propia y orgullosa construcción sobre sus rui­nas. La música ha sido completamente racionalizada, y sin embar­go alcanza muy de prisa los límites de la racionalidad. Los ele­mentos residuales «irracionales», los elementos no racionalizables dentro del sistema racionalizado, son «revolucionarios» o «rebel­des». Por un lado, desafían la legitimidad de la música occidental; por otro, generan una tensión dialéctica sin la cual el desarrollo

8. WEBER, op. cit., p. 102 (el subrayado es mío),

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dinámico en el seno del sistema resultaría inconcebible. Pese a su rol de estimulante dialéctico, la rebelión romántica no puede pre­tender trascender, y mucho menos suplantar, la racionalidad del sistema. Dado que los rebeldes encuentran la audacia o el coraje para extraviarse más allá de los límites de la racionalidad, pueden destruir el sistema; pero lo negarán sin crear en su lugar nada de importancia y valor perdurable. Las censuras weberianas referen­tes a la no trascendibilidad de la modernidad con sus esferas autó­nomas racionalizadas no son menos inflexibles aquí que en cual­quier otro punto de su sistema. Una vez alcanzado el estado de «polivocalidad», la esfera racionalizada de la música podía conti­nuar aún desarrollándose en profundidad, pero no le quedaba nin­gún otro lugar a donde ir más allá de este nivel.

Con respecto a esta teoría musical de la acción, debe formu­larse una cuestión: llegado este punto, ¿dónde está el actor? O más precisamente, ¿quién es el actor? De hecho, la teoría de Weber se caracteriza por un misterioso y casi total anonimato en lo que al actor se refiere. Este anonimato sólo es «casi» total, ya que Weber se refiere brevemente a los roles de los «profesionales», como los fabricantes de instrumentos musicales, las castas sacerdotales y los virtuosos. En líneas generales, sin embargo, es «la música como tal» la que, en la teoría de Weber, se desarrolla y avanza hacia la racionalización mediante actos de racionalidad deliberada. Es la «música occidental» la que se ha visto forzada a batallar durante mucho tiempo contra su antagonista, la «música prerracional», sa­liendo finalmente vencedora. El anonimato creado por la (casi to­tal) ausencia del actor, el avance sensu stricto del proceso de ra­cionalización, genera una atmósfera cuasi-natural (en vocabulario marxista «cosificada») en la teoría de Weber. Pero, ¿por qué este anonimato? ¿Por qué una teoría matemática de la base de la crea­ción musical sin una adecuada referencia al actor musical?

La respuesta más probable a este dilema es que si Weber hu­biera llevado a cabo una sociología del actor, no habría podido evitar el tener que abordar el análisis de las relaciones interesfé­ricas y su naturaleza causal y no causal. Al mismo tiempo, es evi­dente que, si bien aprendió muchísimo de Marx, Weber fue du­rante toda su vida un enemigo del materialismo histórico, con su concepción «causa-y-efecto» de las relaciones interesféricas de la

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vida social. Sin embargo, el abstenerse de abordar el problema ab­solutamente obvio del sorprendente parecido entre sí de las esferas autónomas no proporciona ninguna solución al dilema. Si las esfe­ras son perfectamente autónomas con respecto a su génesis y fun­cionamiento, y, no obstante, muestran unas estructuras asombro­samente similares, tras estos paralelos y similitudes debe existir una cierta praestabilita harmonía. Aunque esto está perfectamente de acuerdo con la mathematica sacra de Kepler y su apasionada investigación de la «música de las esferas», no se adecúa al gran sociólogo que argüía una «amusicalidad religiosa» y en cuya obra la música ha surgido como producto de las matemáticas «de este mundo». Tal vez en este punto, el legado y el destino de la racio­nalización occidental afectaron a su teórico más importante. Al in­sistir con fuerza en una teoría totalmente racionalizada, en seguida sufrió los límites de su propia racionalidad.

3. Adorno y Bloch: dos críticos representativos de la teoría de la música de Weber

La posición de Adorno estaba unida a la teoría de la raciona­lización de Weber por unos vínculos más estrechos, tanto positivos como negativos, de lo que él hubiera estado dispuesto a reconocer. Fiel a su extraña costumbre de permanecer silencioso acerca de sus predecesores, la actitud anti-Weber de Adorno en su Filosofía de la música moderna está sólo implícita, aunque vehemente, y el es­tímulo de Weber a la teoría de la música de Adorno ni siquiera se menciona. No obstante, como estímulo Weber resulta crucial para Adorno. Muchos analistas han estudiado el significado de las mis­teriosas aunque repetidas e inequívocas afirmaciones de Adorno con respecto al carácter burgués de la música (en el sentido de hbürgerlich). No es necesario decir que, tomado literalmente, este lacónico veredicto desafía no sólo los hechos fundamentales de la historia de la música, sino también la admiración que frecuente­mente Adorno demostraba por Palestrina. Sin embargo, si conside­ramos a Adorno como un seguidor condicional de la teoría de la racionalización de la música de Weber, el dilema queda resuelto. La música es burguesa (hbürgerlich) en tanto está completamente

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racionalizada porque, y en este punto Adorno está de acuerdo con Weber, la progresiva y autoculminante racionalización es la esencia misma de la época denominada moderna o burguesa.

Más importante que el estímulo inicial, sin embargo, es que el ataque de Adorno contra Weber está asentado en la dialéctica ne­gativa de autodesgaste de la Ilustración.

He aquí al completo la polémica manifestación tomada de La filosofía de la música moderna:

«La asunción de una tendencia histórica en el material musical contradice la concepción tradicional del material de la música. Este material está tradicionalmente definido... como la suma de todos los sonidos que tiene a su disposición el compositor. Sin embargo, el material composicional real es tan diferente de esta suma como lo es el lenguaje de su provisión total de sonidos. No se trata sim­plemente de una cuestión del aumento o la disminución de esta provisión en el curso de la historia. Todas sus características espe­cíficas son indicaciones del proceso histórico... La música no reco­noce a ninguna ley natural... una ley ontológica única no puede en absoluto ser imputada ni al mismo material de los tonos ni al material tonal que se ha filtrado a través del sistema moderado. Ésta es, por ejemplo, la argumentación típica de los que, a partir de las relaciones de los tonos armónicos o a partir de la psicología del oído, intentan deducir que la tríada es la condición necesaria y universalmente válida de toda comprensión posible y que, por lo tanto, toda música debe depender de ella. Esta argumentación... no es más que una superestructura para las tendencias de compo­sición reaccionarias... Lo que parece ser la mera autolocomoción del material es del mismo origen que el proceso social, por cuyos trazos está continuamente impregnada.»9

¿Qué hay de erróneo en la teoría de la «autolocomoción mate­mática» en la concepción weberiana de la racionalización de la música? Los detalles del argumento de Adorno son bien conocidos

9. Theodor W. ADORNO, Phüosophie of Modern Music. Traducido por Anne G. Mitchell y Wesley V, Blpmster, Nueva York: The §eabury Press, 1983, pp. 32-33,

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y pueden, por lo tanto, ser aquí brevemente resumidos. En el his­tóricamente condicionado proceso de racionalización, el logro de ayer se ha convertido gradualmente en el dilema de hoy:

«Todas las combinaciones tonales utilizadas en el pasado no están indiscriminadamente a disposición del compositor en la ac­tualidad. Incluso los oídos más insensibles detectan el estado rui­noso y el agotamiento del séptimo acorde disminuido y ciertos tonos modulatorios cromáticos en la música de salón del siglo xix. Para el oído técnicamente preparado, esa vaga incomodidad se transforma en un canon prohibitivo... este canon hoy en día ex­cluye incluso el medio de tonalidad, es decir, los medios de toda la música tradicional. No se trata simplemente de que esos sonidos sean anticuados e intempestivos, sino que son falsos. Ya no cum­plen su función. El nivel más progresivo de procedimientos técni­cos propone tareas ante las cuales los sonidos tradicionales se reve­lan como clichés impotentes... Son precisamente las tríadas que, en ese contexto, son cacofónicas y no las disonancias.» 10

La dialéctica histórica desacredita los límites del mundo musi­cal tradicional y crea un nuevo dominio sonoro de libertades apa­rentemente ilimitadas.

«Todos los principios restrictivos de selección en tonalidad han sido desechados. La música tradicional tenía que contentarse con un número altamente limitado de combinaciones tonales, en par­ticular en lo que se refería a su aplicación vertical... Hoy, en cam­bio... no hay composiciones que impidan al compositor utilizar el sonido que necesite en un pasaje específico. No hay convenciones que le obliguen a acatar los principios tradicionalmente universa­les. Con la liberación del material musical, surgió la posibilidad de dominarlo técnicamente. Es como si la música se hubiera des­prendido de la última supuesta fuerza de la naturaleza cuyo supe­ditado tema ejercía sobre ella, y pueda ahora dominar este tema libre, consciente y abiertamente. El compositor se ha emancipado junto con sus sonidos.» n

10. ADORNO, op. cit., p. 34. 11, ADORNO, op. cit., pp. 51-52, Una descripción muy buena y convin*

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Atravesar la barrera de las convenciones musicales tradiciona­les, cuasi naturales, es decir, la música racionalizada en el sentido weberiano, no es, sin embargo, una mera liberación. Por razones específicas, también se acomoda en el período de racionalización de un tipo superior:

«Las diversas dimensiones de la música tonal de Occidente —melodía, armonía, contrapunto, forma e instrumentación— se han desarrollado históricamente, por norma general, separadas unas de otras, sin un diseño, y, en ese respecto, de acuerdo con las «leyes de la naturaleza»... La melodía circunscribió la función ar­mónica; la armonía se diferenció ella misma al servicio del valor melódico... En una etapa posterior de desarrollo se ha buscado un denominador común para todas las dimensiones musicales. Éste es el origen de la técnica de doce tonos, que encuentra su culminación en la voluntad hacia la suspensión de ese contraste fundamental sobre el cual se ha construido toda la música occidental: el con­traste entre la estructura polifónica de la fuga y la forma homofó-nica de la sonata.» n

cente de la dialéctica (negativa) de la «autoemancipación musical» en la teoría de Adorno; puede encontrarse en After Adorno: Towards a Theory of Post-Modern Art de David ROBERTS. Una concepción totalmente falsa de la «racionalización como emancipación» de la música apareció en la izquier­da aproximadamente al mismo tiempo. Aclamó el «Encuadramiento de la música», que supuestamente contenía la posibilidad de la «radicalización del mal»: al socavar las formas tradicionales de interpretar música, se asen­taría una nueva era en la que no habría diferencia entre el compositor y el oyente, el intérprete y el público. He aquí la afirmación más agresiva de esta idea, hecha por Hans Eisler, al que Walter Benjamín admiraba: «Tam­bién en el desarrollo de la música, tanto en la producción como en la re­producción, tenemos que aprender a percibir un proceso de racionalización siempre en aumento... Los discos del gramófono, las bandas sonoras, los jukebox, pueden proporcionar música de alta calidad... envasada como mer­cancía. La consecuencia de este proceso de racionalización es que la repro­ducción musical está destinada a hacer disminuir los grupos de especialistas altamente cualificados. La crisis del concierto comercial es la crisis de una forma anticuada que se ha vuelto obsoleta debido a los nuevos inventos técnicos.» Citado en W. Benjamín, «The Author as Producer», en Arato-Gebhardt. The Frankfurt School Reader, p. 263,

12. Ibtd., pp. 53-54,

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La música tradicional-convencional, esto es, la fase weberiana «racionalizada de la música occidental», ha conocido ya una sub­jetividad musical autónoma, un término con ayuda del cual Adorno quiso vencer la cosificación de la «autolocomoción musical» webe­riana. Sin embargo, el significado exacto de este término no queda del todo claro en el texto de Adorno. La aplicación más probable del término abarca, posiblemente, el tipo de obra de arte que tiene sus raíces en la convención pero que ha logrado el nivel de sujeto musical autónomo; el mejor ejemplo es la forma de la sonata bee-thoveniana. Cuanto más cambia el centro de la música desde la or­ganización universalística-convencional y seguidora de reglas hacia el heroico, único e idiosincrático, aunque todavía sujeto musical autónomo, más ocupará Beethoven el lugar de la figura paradig­mática weberiana, que tiene a Bach en la cima de su Olimpo musi­cal. Sin embargo, las esperanzas ligadas a esta nueva fase de racio­nalización musical resultaron ser efímeras:

«Resulta un sistema por el cual la música domina a la natura­leza... La disposición consciente sobre el material de la natura­leza tiene dos caras: la emancipación del ser humano de la fuerza musical de la naturaleza y la sumisión de la naturaleza a los pro­pósitos humanos... Al mismo tiempo, sin embargo, esta técnica aún iguala más el ideal de maestría al dominio, cuya infinidad re­side en el hecho de que no queda nada heterónomo que no sea absorbido en el continuo de esta técnica. La infinidad es pura identidad... La música, en su rendición a la dialéctica histórica, ha jugado su rol en este proceso. La técnica de los doce tonos es ver­daderamente el destino de la música. Encadena la música liberán­dola. El sujeto domina mediante la racionalidad del sistema, sólo para sucumbir al propio sistema racional... A partir de los proce­dimientos que rompieron el obcecado dominio del material tonal, se desarrolla una segunda naturaleza obcecada por medio de este sistema regulador. La racionalidad total de la música es su total organización.» B

J3. Ibid., pp. 65-§9.

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El fiasco total, o más bien totalitario, de la segunda racionali­zación de la música permite sólo uno de los dos resultados alter­nativos: o el abandono del sistema de doce tonos y la elección de algún sendero musical indefinido, o el final de la música.

Sin duda alguna, la crítica de Adorno a Weber contiene algunas injusticias. La teoría de la racionalización occidental, que en cada punto ocasionó el desencanto del mundo, escondía y a menudo re­velaba tensiones casi trágicas. En Historia y conciencia de clase, cuando Lukács utilizó la caracterización del propio Weber a fin de abandonar el dominio total de la racionalidad intencionada, ac­tuó de un modo peligroso contra la severidad, pero no necesaria­mente contra el espíritu de una de las intenciones más profundas de Weber (cuya alma estaba tan absolutamente dividida en esta cuestión). Y, sin embargo, de la soslayada polémica de Adorno ha surgido una nueva teoría de la música, en la cual la tesis de racio­nalización ha adquirido nuevas y más profundas dimensiones. En ella, la racionalización deja de ser el resultado de acciones delibe­radas, un resultado que no es teleológico en naturaleza. Ha sido conectada al proceso histórico cuyos thelos, según el buen uso he-geliano, es la libertad. Es precisamente la libertad que se convierte en el baremo con el que medir la racionalidad. En tanto que la racionalidad se convierte en dominio y la libertad se evapora de las objetivaciones racionalizadas, en tanto que la primera o segun­da oleada de racionalización oprime al sujeto musical autónomo, el cual pudo disfrutar de un solo momento histórico de autoeman-cipación, la racionalización se convierte en una tendencia opreso­ra. Se vuelve en contra de las intenciones del proyecto occidental. Además, la dialéctica de la racionalización occidental, una tenden­cia que Weber detectó pero que creía que estaba subordinada a la configuración general del esquema racionalizante, ha sido trans­formado en Adorno en un espasmódico aunque grandioso ciclo de una dialéctica abrumadoramente negativa. Esta transformación nos proporciona una filosofía de la historia profundamente problemá­tica. Al mismo tiempo, nos presenta una magnífica filosofía de la música occidental que juzga su sombría grandeza dramática, inter­namente dividida, de un modo incomparablemente más profundo que la tesis weberiana de la «autolocomoción racionalizadora».

Menos conocido incluso que la vinculación de Adorno con la

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tesis de Weber, simultáneamente positiva y negativa, es el hecho de que Ernst Bloch también empezó su primera filosofía de la mú­sica con una disimulada polémica contra la tesis de Weber y que, en este sentido, la teoría de Weber también sirvió de poderoso estímulo negativo a Bloch. Según el testimonio de su corresponden­cia,14 Bloch estaba trabajando en «La filosofía de la música» (que se convirtió en parte de la primera y segunda versión final de El espíritu de la utopía) durante el verano de 1915. Bloch, que nunca perteneció al círculo de Weber y que experimentaba un resenti­miento enorme por su exclusión de ese paraíso intelectual, posi­blemente no pudo conocer el ensayo de Weber en forma de manus­crito. Sin embargo, sabemos por la correspondencia de Bloch, que discutió el planteamiento de «La filosofía de la música» (el cual llevaba madurando desde hace varios años) con Weber, de lo cual resultó una. entrevista singularmente insensible. No puede ser una casualidad que el único motivo polémico en el que Bloch captó el mensaje de su filosofía de la música, en una carta a Lukács, fuera una invectiva contra la idea del «progreso» musical que era, por supuesto, el punto central de la tesis de racionalización webe-riana.15

Ni los profetas ni los periodistas escriben disertaciones. Bloch era una mezcla de ambas cosas, y es por ello que su ataque frontal a la teoría de la racionalización musical es tan asistemático, aun­que, a la vez, tan innegable, y es también por ello que ofrece unos discernimientos tan profundos e inesperados. Bloch hace su incur­sión en la posición de Weber en el punto exacto en el que el propio Weber sintió que se había infiltrado una tensión dialéctica en el edificio de la música occidental, hasta el punto de que, más tarde, Adorno identificó el estímulo para cambiar la forma de racionali­zación, es decir, en la tensión entre los aspectos constructivo-racio-nales y los afectivos, armónicos y melódicos de la música moderna. Sin embargo, el mensaje de Bloch es más profundo que el contraste meramente reductivo de lo armónico a lo melódico. Para Bloch, toda la idea de racionalizar la música es otra versión de esos inú-

14. Ernst BLOCH, Briefe 1903-1975, vol. 1. Frankfurt; Suhrkamp, 1983, p. 157.

15. Op. cit., p. 160.

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tiles intentos por reformar la existencia humana mediante el domi­nio de lo culpable (por ejemplo, lo económico y a los que llamó, en El espíritu de la utopía, die Verwaltung des Unwesentlichen, el control de lo insignificante).16 Más específicamente irrelevante es el término «progreso» en la comprensión de la historia y la función de la música. Hay, de hecho, algún tipo de mejora gradual en el aspecto atelier de manejar y arreglar el material musical, admite Bloch en una polémica contra Lukács (y el spiritus rector, Weber). No obstante, revela sus intenciones cuando sugiere una tipología histórica de la música, en apariencia totalmente paradójica, si no por completo disparatada, en la que Mozart está situado más abajo que Bach en los peldaños de la escalera de la racionalización, y por lo tanto, parece ser, temporalmente, anterior a él.

La clave del enigma se encuentra en la «egología místico-musi­cal» de Bloch. Afirma que la subjetividad, el Ego y sus metamor­fosis históricas, constituyen el corazón y el centro de la música, y no cierto tipo de estructura racionalizada en el seno del material que o bien «controla lo insignificante» o que encadena uno a su propia existencia. Al componer y apropiarse de la música, uno construye «una casa parecida al Ego» (Ein achhaftes Haus), cuya dimensión depende del Ego que crea y se apropia. La historia es un mero receptáculo en el que tiene lugar la metamorfosis de ese ego. En este medio neutral, podría fácilmente ocurrir que la figura paradigmática de un nivel inferior de esta egología aparezca en una etapa históricamente posterior que el paradigma de nivel más elevado. La tipología egológica tiene cuatro etapas. La primera es la etapa del «pequeño Ego mundano», lo armónico, los griegos, el Ego que vive en perfecta armonía pero no está familiarizado con la tensión metafísica que nos impulsa hacia nuestro destino ade­cuado. Mozart es representativo de esta etapa con la música que compuso a los quince años. En la segunda etapa se expresa «el Ego espiritual pequeño» y está ejemplificado por Bach. La casa de este Ego es pequeña, y la atmósfera que reina principalmente en ella es la de la devoción, la piedad y la tácita exaltación. Pero sus ven­tanas no se abren a ningún sitio. Los ojos se vuelven hacia la in-

16. Ernst BLOCH, Der Geist der Utopie, Erste Fassung, Frankfurt: Suhrkamp Verlag, p. 177.

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trospección, el sonido proviene de dentro, y el destinatario es pre­cisamente esta introspección sonora, y no ningún tipo de público externo. Es difícil decidir si el héroe de la tercera etapa, la del «gran Ego mundano» epitomizado por Beethoven, Wagner y Bruck-ner, vive en casa alguna. Porque el «gran Ego mundano» vive a sus anchas en el mundo. Es una figura heroica y pública. Desafía a los cielos y a lo que hay más allá de ellos. La música de Grial o de otro maná misterioso surge de su engrandecida orquesta. Final­mente, la cuarta etapa, la del «gran Ego espiritual» todavía no ha llegado. Han existido ciertos precursores del «gran Ego espiritual», pero Sigfried resultó ser el falso Mesías. Aún tenemos que espe­rar.17

Hay dos lecturas posibles de la filosofía de la música de Bloch, que son igualmente verdaderas pero no de la misma amplitud, al­cance y profundidad. En términos de la primera, su polémica con­tra la tesis de racionalización, el énfasis en el elemento afectivo de la música presenta la mejor preparación y anticipación teórica para el expresionismo musical de la época previa a la Primera Guerra Mundial. Esta interpretación histórica y, por tanto en cierto modo reductiva, tiene muchos argumentos en qué apoyarse, siendo el más importante la actitud de Bloch. Volviendo a la parábola kier-kegaardiana del poeta que se quema lentamente hasta la muerte en el interior del toro de hierro al que ha sido arrojado por la có­lera del tirano, y que imperturbablemente entona su canto del cis­ne, Bloch pregunta indignado a los «racionalizadores»: ¿Qué bus­camos al escuchar este canto? ¿Son los bien arreglados melismas de este canto lo que captura nuestra atención o el brutal mensaje de su sufrimiento, del sufrimiento de todos, que nos hace «más ri­cos» por escuchar? I8 La impoluta defensa de un Inhaltsasthetik expresionista se vuelve incluso más explícita cuando Bloch se vuel­ve contra el «aplastamiento del número musical» y cuando, de ma­nera significativa, hace una crítica contra el inminente giro de Schónberg hacia la dodecafonía, a la que brillantemente se anti­cipa, afirmando que la respuesta al dilema de la música no puede

17. BLOCH, op. cit., pp. 211-212. 18. BLOCH, op. cit., p. 178.

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hallarse en una mayor matematización sino en una expresividad más libre y «amplia».19

La segunda lectura de la teoría de Bloch es místico-escatológica. La cuarta etapa de la tipología egológica sólo se realizará simul­táneamente con la parousia. No es por casualidad que, cuando es explícito acerca de sus intenciones, Bloch recurre a Kierkegaard. Generalmente, su lectura de Kierkegaard es completamente arbitra­ria, porque la esfera de lo religioso en Kierkegaard llega mucho después de abandonar la esfera de lo estético, mientras que para Bloch, la música es la antecámara de la parousia. Sin embargo, una vez resuene la música de la cuarta etapa, todos los Egos esta­rán en el umbral de su inminente unificación con ese sujeto tras­cendental infinito. Si traducimos de nuevo la posición de Bloch, y los que no tienen fe forzosamente traducen, llegamos a una sor­prendente revelación. Advertiremos que, en realidad, la música de la tercera etapa, la música de la Novena Sinfonía, contiene implí­citamente la música de la cuarta etapa, la del gran Ego espiritual. Parousia puede significar también «el fin de la prehistoria» (un matiz de significado al que más tarde se adhirió el propio Ernst Bloch). El maná cuyos sonidos percibimos puede llevarnos a la ceremonia de unificación con el Ego trascendental último, pero puede anunciar también el momento de seid umschlungen, Millio- „ nen, la festividad de la llegada del Ser Supremo, el género humano (o del Espíritu del Mundo), un final a las vicisitudes de la historia. Si leemos el texto de Bloch en este sentido, debemos considerar la música como la cima del proyecto racionalista de la Ilustración, incluso después del repetido fracaso de los intentos en su raciona­lización matemática y «tecnológica». Para entonces, la música por sí sola aparecerá como la morada apropiada del concepto «género humano», que es la condición previa y la justificación suprema del racionalismo en la misma medida. La música occidental aparecerá entonces como el único refugio en el que pueda sobrevivir el racio­nalismo a los períodos de persecución y cuestionamiento crítico para los que no tiene respuestas racionales adecuadas.

¿Qué hacemos cuando, en el espíritu de Beethoven, abrazamos a millones? No hacemos el amor, ciertamente. El género humano

19. Ibid., pp. 189490.

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no tiene una emanación erótica, ni siquiera apenas afectiva. Cogi­dos con las manos en la masa por Heidegger en el anticuado pecado del humanismo, fue Sartre quien correctamente cuestionó la posi­bilidad de «estar encariñados con la humanidad». Cuando escu­chamos música y abrazamos a millones tampoco estamos compro­metidos en la acción política. Tanto Platón como Thomas Mann tenían razón al considerar la música como políticamente sospe­chosa. Mientras estamos bajo su hechizo somos mucho más indeter­minados e inespecíficos en nuestros odios y nuestras simpatías de lo que quisieran los políticos que lo fuéramos. No hay duda de que nos comunicamos mientras escuchamos música y abrazamos a mi­llones. Pero ésta es una comunicación especial. Su mensaje es es­caso aunque redundante. Transmite en mi abrazo a esos millones sólo el truismo de que son como yo y yo soy como ellos. Es un discurso que no conoce argumento; en realidad, es un discurso que obtiene su fuerza de la ausencia de argumento. Siempre que temas conceptuales tales como los derechos humanos o los sistemas eco­nómicos del mundo están en la agenda del discurso del humanis­mo, el término principal o subyacente género humano sufre más derrotas que victorias. No es así en la música cuando no enfren­tamos argumento contra argumento pero probamos, por el mismo hecho de estar hechizados por el maná de la música junto a los que abrazamos y por los que somos abrazados, que pertenecemos a la misma especie. En este sentido, la música es, desde luego, comuni­cación; junto con las matemáticas, es el único lenguaje universal. Ésta es tal vez la mayor reivindicación de la racionalidad de la música. Es también la razón por la cual, cuando se han hecho in­tentos de abolir la Novena Sinfonía (por ejemplo, por Adrián Le-verkühn), el verdadero proyecto de la música occidental se des­truye.

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ILPolítica postmoderna

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La condición política postmoderna

por F. Fehér y Á. Heller

L a postmodernidad no es un período histórico ni una tendencia (cultural o política) con características bien definidas. La post­

modernidad puede entenderse, en cambio, como el tiempo y espa­cio privado-colectivo, dentro del tiempo y espacio más amplio de la modernidad, delimitada por los que tienen problemas o dudas con la modernidad, por aquellos que quieren someterla a prueba, y por aquellos que hacen un inventario de los logros de la modernidad, así como de sus dilemas no resueltos. Los que han elegido vivir en la postmodernidad viven, no obstante, entre modernos y pre-modernos. Porque la misma base de la postmodernidad consiste en contemplar el mundo como una pluralidad de espacios y tem­poralidades heterogéneos. Así, la postmodernidad puede sólo defi­nirse en el seno de esta pluralidad, en contra de esos otros hete­rogéneos.

Nuestro principal dilema político y cultural, en tanto que nos hemos calificado como postmodernos, está prisionero por la misma vaguedad del término «post». El pensamiento actual está repleto de categorías cuya differentia specifica viene dada por este prefijo. Tenemos, por ejemplo, el «postestructuralismo», las sociedades «postindustriales» y «postrevolucionarias»; tenemos incluso post-histoire. Así, la inquietud fundamental de los que viven el pre­sente como postmodernos es que viven en el presente pero al mismo tiempo, tanto temporal como espacialmente, están después.

Políticamente hablando, los que han elegido considerarse post­modernos están, en primer lugar después de «la gran narrativa». La gran narrativa, que no tiene que confundirse con el holismo que, según Lyotard, conduce al totalitarismo, es una interpretación del mundo muy peculiar. Como mejor puede resumirse es con la fa­mosa pregunta de Gauguin: ¿de dónde venimos, dónde estamos,

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150 II. Política postmoderna

adonde vamos? Por lo tanto, la gran narrativa tiene un punto de origen fijo normalmente ampliado a dimensiones mitológicas y al que se ha dado tal peso simbólico que la historia, en consecuencia, sólo puede leerse ab urbe condita. La gran narrativa cuenta la his­toria con una confianza en sí misma abiertamente causal y secre­tamente teleológica. Esta posición de superioridad hacia la his­toria contada implica un trascendentalismo (filosófico y políti­co), la presencia de un narrador omnisciente. Éste se halla aparen­temente au-dessus-de-la-mélée, pero, de hecho, el narrador, como la deidad de un poema épico, se pone de parte de uno de los pro­tagonistas y paraliza al otro. Como regla general, la gran narrativa «revela» al final su thelos, un thelos que ha sido al principio postu­lado junto con la invención del origen. Pero los que residen en la condición política postmoderna se sienten después de la historia completa, con su origen mitológico y sagrado, su secreta teleología, su omnisciente y trascendente narrador, y su promesa de un final feliz, ya sea en un sentido cósmico o histórico.

Otra inquietud política adicional, cuando elegimos definirnos como postmodernos, es el proceso por el cual «Europa» se está gra­dualmente convirtiendo en un museo. El proyecto denominado «Europa» ha sido siempre la cultura hermenéutica por excelencia. Este inherente carácter hermenéutico ha creado, desde tiempo in­memorial, una peculiar tensión interna en el proyecto. Por un lado, «Europa» ha sido siempre un proyecto más expansivo y más deli­beradamente universalístico que otros proyectos culturales. Los europeos no sólo han creído que su cultura era superior a las demás y que las otras eran inferiores, sino que han sostenido que la «ver­dad» de la cultura europea es en la misma medida la-verdad-toda-vía-oculta (y el thelos) de otras culturas, pero que a estas últimas aún no les ha llegado el momento de descubrirla. Por otro lado, los europeos han sometido regularmente su cultura al cuestiona-miento de la universalidad o no de sus universales, para presen­tarlos como tantas particularidades que tienen la falsa pretensión de universalidad. El significado del concepto «ideología» ha apa­recido en esta cultura avant la lettre. Al presentar la particularidad de todos los universales europeos y a raíz de ellos proceder hacia la creación del más universal de los universales, Marx resultó ser el europeo máximo. En cierto momento llegó la hora de que los

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europeos se vieron obligados a cuestionarse el proyecto «Europa» en conjunto, cuando tuvieron que sacar a la luz la falsa pretensión de universalidad inherente en el «particular europeo». La campaña cultural y política contra la etnocentricidad ha sido, por supuesto, una importante campaña para la postmodernidad.

El en otras circunstancias brumoso término «postestructuralis-mo» tiene también su significado político en la postmodernidad: indica el predominio (social y político) de lo funcional sobre lo estructural, el gradual debilitamiento, si no la total desaparición, de una política basada únicamente en intereses de clase y percep­ciones de clase. Este enunciado no es una afirmación de una armo­nía social (no existente) en la actual sociedad occidental. Es más bien un comentario sobre el carácter de sus conflictos internos. Los tradicionales choques sociales, en su mayoría de naturaleza econó­mica, siguen siendo virulentos en todos los países contradictoria­mente benefactores o en países donde una tendencia neoconserva-dora sirve para debilitar el carácter benefactor de la sociedad. Por encima de todo, el Estado y los sindicatos están enredados en esos choques, y los violentos conflictos económicos entre el Estado y las organizaciones de clases caracterizan sui generis la política mo­derna. Sin embargo, junto a la corriente principal, surgen tanto en la derecha como en la izquierda unas inconfundibles tendencias de la política postmoderna, las cuales están basadas en la función y orientadas a la función en un doble sentido. En primer lugar, apuntan a un fortalecimiento o a la eliminación respectivamente de una única función de modernidad. Son los movimientos que arrolladoramente aparecen como acciones de problemática única y que son los epítomes de la política funcionalista-postmoderna. En segundo lugar, tanto en la izquierda como en la derecha, se dan unos intentos más generales de reordenar la red de funciones dada en una sociedad concreta. Estas tendencias y trastornos en la polí­tica actual no pueden simplemente comprenderse en categorías mo­dernistas de clases, ya que su interpretación en términos (de clase) estrictamente estructurales llevaría a unos resultados absurdos. Ejemplos paradigmáticos de esas tendencias postmoderno-funcio-nalistas son el proyecto de Thatcher de un «capitalismo popular» en la extrema derecha del espectro político, y el Mayo del 68 en París en el extremo del izquierdismo radical. (Este último estuvo

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en todo caso caracterizado por un tipo peculiar de «falsa conscien-cia». Mientras que, de hecho, estaba orientado en la función y en el reordenamiento de la funcionalidad, seguía conllevando un dis­curso estructuralista de la «nueva clase obrera». También se com­prendió a sí mismo en términos de la gran narrativa acerca del «final de la alienación».) «Estar después», por lo tanto, significa en este sentido, «estar después de los argumentos de clase».

«Estar después», este dominante sentimiento vital de la post­modernidad, genera un especial énfasis político sobre el presente (así como sobre «el-pasado-del-presente» y «el-futuro-del-presen-te») que es, salvo en caso de catástrofe nuclear, nuestra única eter­nidad. La posthistoire como temporalidad dominante de la condi­ción postmoderna es una sorprendente reivindicación de la filosofía política de Hegel, su famosa tesis de la reconciliación con la reali­dad. Esta última, inesperadamente, se convierte en una concepción más de la posthistoire en su resultado final: antes de la filosofía de Hegel ha existido Historia y la «llegada del Espíritu del Mundo», pero ya no existe. Al contrario, todas nuestras tareas políticas deli­neadas en La filosofía del derecho se apoyan precisamente en esta etapa presente de la posthistoire. Hegel juzgó a esta última sin nin­gún tipo de entusiasmo, más bien con un amargo y desilusionado realismo, aunque no la consideró ciertamente una época de triviali­dad, la cual no merecía la pena ser considerada por la filosofía po­lítica.

La dominante temporalidad de la postmodernidad tiene también serias implicaciones políticas. Cualquier tipo de política redentora es incompatible con la condición política postmoderna. Porque las pretensiones mesiánicas y las expectativas significan muchísimo más que meramente cuestionar y someter a prueba la modernidad, lo cual es la tarea que ha autoadoptado la postmodernidad. La limi­tación postmoderna hacia el presente como nuestra única eternidad también excluye los experimentos con «saltos en la nada», es decir, los intentos de la trascendencia absoluta de la modernidad. Al mis­mo tiempo, esta condición política postmoderna se siente terrible­mente incómoda con las ideas utópicas, incluso de tipo mesiánico, las cuales la hacen vulnerable a los compromisos fáciles con el presente y susceptible, a la vez, a «los mitos del fin del mundo» y a los miedos colectivos que se derivan de la pérdida de futuro.

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El «reciclaje de teorías» (o soluciones políticas) es otro rasgo igualmente característico de la condición política postmoderna. Este rasgo está anclado en la posthistoire. Porque, al menos, una de las implicaciones del término es equivalente a los intentos de recuperar todas las historias, todas las sabidurías pasadas y en apariencia extintas y todos los esfuerzos colectivos que nos ha impedido Euro­pa, la madre posesiva, o el espíritu de la modernidad y sus ansias por lo que constituye le dernier cri. Antes de la postmodernidad, nuestro lenguaje político estaba tan repleto de profecías sobre el-final-sin retorno como lo estaba del prefijo «post». En un intervalo muy corto hemos vivido el «final de la ideología», el «final de la religión», el «final del marxismo», el «final de la cientificidad» y el «final del evolucionismo». Sin embargo, existen indicaciones de­finidas de que en la temporalidad postmoderna ninguno de estos campos se ha perdido más allá de la recuperación. El carrusel de las teorías y prácticas «eternamente perdidas» y más tarde recupe­radas no es, por supuesto, equivalente al aura religiosa de la resu-rección. Porque son elegidas y desechadas de nuevo, con tanta fre­cuencia y tan carentes de pretensiones exclusivas en relación con otras teorías y prácticas recicladas, o incluso del alborozo de los descubrimientos, que este proceso de recuperación puede por sí solo preparar a los que viven en la postmodernidad a acceder a un relativismo absoluto. Y, sin embargo, detectamos una fuerte nece­sidad detrás del reciclaje; nuestra búsqueda constante de raíces en la condición postmoderna, una búsqueda no holística que, como norma general, saca esfuerzos aislados y estimados del pasado fuera de sus contextos, dejando de lado el entramado. La razón de que el «reciclaje» no lleve por fuerza al relativismo absoluto es que la condición política postmoderna sirve también de filtro y de límite para rechazar las grandes narrativas. Las ideas y prácticas colecti­vas menos susceptibles de ser recicladas (aunque ni siquiera puede excluirse su recuperación temporal) son las que están construidas sobre la gran narrativa más fuerte.

La condición política postmoderna tiene como premisa la acep­tación de la pluralidad de culturas y discursos. El pluralismo (de diversos tipos) está implícito en la postmodernidad como proyecto. La caída de «la gran narrativa» es una invitación directa a la coha­bitación entre varias narrativas pequeñas (locales, culturales, étni-

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cas, religiosas, ideológicas). Su coexistencia puede, sin embargo, adoptar formas extremadamente distintas. Puede aparecer como una indiferencia completamente relativista de las culturas respecti­vas hacia la otra. Puede manifestarse como una adoración total­mente falsa de «la otra» (el «tercermundismo» de los intelectuales del primer mundo). Puede ir acompañada de una negativa total, así como también de la relativización de los universales. El significado del rechazo total del universalismo es autoevidente. Debe señalarse, sin embargo, que el «antiuniversalismo holístico» (una posición al­tamente contradictoria en sus propios términos) está emparejado con otros dos términos negativos: con el «antihumanismo» filosó­fico y con una específica interpretación de la posthistoire en el que el término significa la negación, y no sólo el final, de la historia. El «antihumanismo» postmodernista, que está completamente ex­hibido en una típica recepción de Heidegger y Derrida, no tiene necesariamente que concluir en un plaidoyer filosófico para el bar-barismo (aunque esté constantemente expuesto a este peligro). Puede simplemente afirmar, de un modo filosóficamente correcto, que el grupo denominado «especie humana» no ha alcanzado has­ta ahora substrato común alguno y, por lo tanto, no es mucho más que un «maná» semirreligioso que podemos revivir en la mú­sica, pero que no puede ser convertido en una cuestión pragmática de acción política. No obstante, el antihumanismo filosófico ipso fado implica el rechazo total del universalismo (político). De ma­nera similar, la interpretación de la posthistoire como negación de la historia no sólo rechaza la Universalgeschichte hegeliana (con su substrato común, sus reglas y leyes). También reduce la historia a la mera dimensión de temporalidad, el mero agregado de acon­tecimientos en temporalidad o agrupación que en sí misma no tiene sentido. La conclusión sociológica que ha de extraerse de esta pre­misa es la comprensión de lo social como un «artefacto». Esta cues­tión sociológica aparentemente inocente puede, no obstante, con­vertirse en la base teórica para la arbitrariedad política y los diver­sos tipos de autoritarismo (a la vez que sirve de explicación sufi­ciente para el repentino renacimiento de la teoría política de Cari Schmitt). Sin embargo, la relativización del universalismo puede también proporcionar una sólida base para el discurso «libre de dominación» habermasiano entre culturas diversas. Este último

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parte de una premisa dual: de la crítica filosófica del concepto «hu­manismo» (junto con el reconocimiento de la necesidad de su exis­tencia, que manifiesta en el «maná» del humanismo) y del registro de tendencias comunes, o al menos similares, en varias culturas. Este carácter común o similitud es el potencial de las últimas (y relativas) generalizaciones y universalizaciones.

Un factor importante que favorece el universalismo relativo de la condición postmoderna es el hecho de que ya no existe térra incógnita en nuestra geografía política. El derrumbamiento del sistema colonial (junto con los subsiguientes desasosiegos de la conciencia blanca), así como la «museificación» de Europa, han cerrado un largo período de desvergonzada supremacía cultural en una nota de «la búsqueda de lo primitivo», para utilizar un térmi­no antropológico bien conocido. El llamado «tercer mundo» ha sido, a veces positivamente, a veces negativamente, grabado en la conciencia del «primer mundo». Tampoco es ya la sociedad sovié­tica «un misterio envuelto en un enigma», como resultaba ser para la generación de Churchill. Cada vez se la considera más como la aterradora y amenazante continuación e intensificación de ciertas tendencias inherentes en Occidente. Y sólo recientemente, ciertos observadores sagaces del sistema soviético han detectado inconfundibles señales de postmodernismo en el discurso de los di­sidentes.

La desintegración de la gran narrativa de secularización es un hecho de la condición política postmoderna, el cual está respaldado por una plétora de evidencias empíricas: por el ampliamente di­fundido y ampliamente pluralista renacimiento religioso de los que hacen campaña por el «derecho a la vida» hasta los teólogos de la liberación. La secularización, esta «religión del ateo», fue sin duda una de las grandes narrativas representativas de la escena política después de la Revolución Francesa. Medró en las ruinas de los primeros intentos fallidos de construir una «religión civil», en esos experimentos con una nueva religión revolucionaria que, o bien los comprometía degradándolos a una doctrina de Estado terrorista, o que nunca conseguía trascender los estrechos límites de una esfera privado-sectaria. La secularización puede, en reali­dad, ser denominada, sin los excesos verbales del periodismo, la religión civil del ateo, dado que implica un credo (si bien negati-

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vo) y hace promesas redentoras tales como las de crear una so­ciedad totalmente transparente, crear el paraíso en la tierra, com­pensar por la limitada duración de la vida humana, etc. Además, en algunos países se ha convertido en un ethos dominante, inter­nalizado, incluso ocasionalmente institucionalizado. El rasgo post­modernista más sobresaliente de este renacimiento religioso con­siste en el hecho de que el nuevo ciclo de fervor religioso espon­táneo es profundamente pluralista, a menudo ecuménico, y está, por tanto, lleno de fenómenos híbridos. (Un renacimiento tal, que pretende firmemente permanecer en el seno del catolicismo tradi­cional, pero que a la vez desafía de frente aspectos fundamen­tales del dogma, como por ejemplo la infalibilidad del papa, puede sólo ser denominado «protestantismo católico».) Estas nuevas pro­les de devoción postmodernista no generan expectativas milena­rias. Son más bien «religiones seglares» en el sentido de centrar en el modelo de regulación religiosa la esfera privada. En su ma­yor parte, son metafísicamente indiferentes y, en este sentido, plu-ralísticas, a veces hasta el punto de «cualquier cosa vale». Esta re­vuelta religiosa vagamente relativista-pluralística puede llegar a convertirse en una «nueva artimaña de la razón» al probar que es la acción concluyente de una larga búsqueda de auténtica tole­rancia religiosa. Dado que el «protestantismo» inherente de todas sus ramas desgasta autoridad religiosa, y el progresivismo social de algunas de sus ramas debilitan el celo de los contingentes su­pervivientes de la atea «religión civil», pueden contribuir signi­ficativamente a alcanzar el sueño de la era dorada: un mundo en el que la creencia religiosa es un asunto privado, y sus apunta­lamientos, la metafísica, una visión individual del mundo. Sin em­bargo, hay que remarcar aquí un peligroso fenómeno colateral: el fundamentalismo religioso y seglar que surgen a la par. El nue­vo fundamentalismo es la voz de la mala consciencia de la condi­ción postmoderna que se flagela a sí misma por su excesiva in­dulgencia en materia de relativismo. El nuevo fundamentalismo religioso y seglar (que, por lo que a sus rasgos principales se re­fiere, discurren por unas líneas muy similares y a veces se unen) no ofrece una nueva gran narrativa; es demasiado postmoderno para ello. Los fundamentalistas eligen un aspecto del dogma, un «texto de la fundamentación» con respecto al cual declaran poli-

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ticamente subversivos todos sus intentos hermenéuticos. (Más re­cientemente, Dworkin ha analizado de un modo muy convincente que la cuestión filosófico-política subyacente tras el drama políti­co del nombramiento del juez Bork a la Corte Suprema de los Es­tados Unidos fue precisamente su intolerancia fundamentalista ha­cia una hermenéutica de la Constitución.)

La postmodernidad tiene, en todos los aspectos, incluido el po­lítico, la doble cara de Jano. El debilitamiento, y ocasionalmente la desaparición, de los escenarios de clase y la ascendencia del ca­rácter funcionalista de la sociedad han contribuido enormemente a la reordenación y «modernización» de los modelos y programas políticos tradicionales. La habitual comprensión del Estado como una mera «agencia de clase» tuvo que ser sustituida por concep­ciones más sofisticadas cuando la «clase contra la clase» alineadas en el espacio político cedió terreno a recetas mucho más comple­jas. Esta reconceptualización contribuyó a su vez a tomarse el Es­tado, y sobre todo las instituciones democráticas, de un modo in­comparablemente más serio de lo que había ocurrido en la izquier­da. La desvaneciente o drástica transformación del comunismo de la Europa occidental (que existe sólo en nombre) se debe princi­palmente al debilitamiento de los escenarios de clase y sus conse­cuencias teóricas. Las proporciones cambiantes de importancia po­lítica desde los partidos hacia los movimientos (un proceso que, en su aspecto principal, es equivalente a la asimilación europea de los hábitos políticos americanos, un nuevo modelo en cuyos términos los movimientos forjan, en vez de los partidos, las op­ciones políticas) resulta también, o al menos ha sido en gran me­dida facilitado por, el reducido rol de las clases y las estrategias de clase. No obstante, un rasgo crucial de la política occidental de los dos últimos siglos se ha visto importantemente carcomido por el mismo cambio: su racionalidad. Es indudable que, cual­quiera que sea el sublime rol universalístico que haya sido atribui­do por los ideólogos a las diversas clases, en realidad las clases y las estrategias de clase han sido siempre egoístas puesto que esta­ban motivadas por unos intereses. Pero la política basada en el in­terés tiene una propensión eminentemente racional: es calculable y, como tal, más o menos predecible. A este respecto, el producto de la condición postmoderna es casi por completo negativo, dado

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que la política y el cambio político se han convertido casi en to­talmente irracionales e impredecibles, la relativa ración de nacio­nalismo, un factor de invariable racionalidad dudosa, ha seguido siendo, como mínimo, una constante. Su ración tal vez ha aumen­tado. Y lo que es peor, su función ha cambiado. Porque hay mu­cha parte de verdad en el viejo truismo marxista: la «cuestión na­cional» ha sido, desde la creación de las modernas naciones-Estado, en gran parte una cuestión de clase. Una vez, sin embargo, surgie­ron las naciones-Estado, el énfasis en el componente nacional, tan representado en la condición política postmoderna, aumenta el ele­mento irracional en la política postmoderna. El racismo, que cual­quiera consideraría muerto después de Hitler, se convirtió de nue­vo en un asunto politizado, y que no está del todo desligado del relativismo postmoderno, el cual ha socavado nuestro sentido del tabú. El «componente de etnicidad» de la política, que parecía ha­ber desaparecido con la creación de las naciones-Estado, se ha con­vertido de nuevo en un explosivo conflicto.

Hay que hacer una especial mención al rol cambiante de los movimientos estudiantiles en esta atmósfera cada vez más irracio­nal e incierta de la política postmoderna. Pese al hecho de que re­trospectivamente se puede observar claramente el autoengaño de un importante actor social colectivo, nos parece un hecho incontro­vertible el que los movimientos estudiantiles tengan la mejor par­te en los grandes acontecimientos emancipadores de los años se­senta; al luchar por los derechos civiles e inmovilizar la máquina de guerra en los Estados Unidos, así como por promover el cam­bio funcionalista en Europa (aunque sus objetivos explícitos y po­derosamente ideológicos fuesen por completo distintos). No obs­tante, ya en los años sesenta, pudo verse una señal de alarma en los estudiantes chinos. Porque prepararon y organizaron una de las mayores catástrofes políticas de nuestro tiempo después de la Segunda Guerra Mundial: la «Revolución Cultural». Un drama político similar de magnitudes casi comparables se desarrolló en Irán, donde los estudiantes de la excesivamente planeada y madu­ra Universidad de Teherán sirvieron como guardianes de la dic­tadura de Jomeini.

La izquierda ha emprendido, a partir de los años sesenta, diver­sos intentos «sofisticados» para subsanar estos movimientos (sobre

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todo el chino) y para dar a esos acontecimientos una interpreta­ción «filosófica» que los hubiera relacionado con temas como la «abolición de la división del trabajo». Sin embargo, estamos con­vencidos de que esos movimientos sólo produjeron una severa de­vastación, en vez de producir lecciones filosóficas, y que esas ca­tástrofes se debieron principalmente a la irracionalidad de la polí­tica postmoderna de quienes, en muchos aspectos, eran precurso­res. Los estudiantes como grupo social separado tenían intereses le­gítimos de grupo propios, como los estudiantes en la actualidad, y como nuevo contingente de «personal proveedor» del conocimiento organizado, la intelligentsia, en el futuro. En tanto que defienden tales intereses y diseccionan críticamente la anatomía de la acade­mia y otras instituciones similares, no cumplen unas funciones me-siánicas y filosóficas, pero persiguen una actividad política racional independientemente de sus méritos. (Fue una señal tranquilizado­ra, de sentido común, que tanto la política de los estudiantes fran­ceses como americanos, como ha señalado por Alain Touraine, no estaba orientada hacia objetivos mitológicos, sino que estaba cen­trada en la demanda fuertemente racional de modernización de la academia, y de la sociedad en conjunto.) Sin embargo, en esos países en los que la estructura de clase estaba sólo en formación, o donde las revoluciones violentas habían destruido e ideológica­mente confundido las relaciones y las cuestiones de clase, fue sen­cillo pasar el Rubicón entre la política moderna y postmoderna. Es por eso que fue en esas zonas del mundo donde los estudiantes se lanzaron a unos experimentos sociales destructivos, en los que los intereses de clase (o grupo) jugaron un rol insignificante (ex­cepto el interés egoísta de aquellas pequeñas secciones del movi­miento que tenían como objetivo la toma del poder y el cambio de la élite). En este sentido altamente negativo, los países «atrasa­dos» se han convertido por una vez en preceptores de los llama­dos «desarrollados». Lo que queda por ver es si estos últimos han aprendido la lección.

Estamos presenciando la misma relación con cara de Jano entre la política y la moralidad como en todos los otros aspectos de la condición política postmoderna. Si el total relativismo moral, que es innegablemente una de las opciones de la postmodernidad, do­mina en ella, incluso la evaluación de las deportaciones en masa

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y el genocidio se convierte en una cuestión de gusto. (Que esto es mucho más que una posibilidad teórica queda probado por el «fas­cismo postmoderno» de Le Pen. Para Le Pen, el Holocausto, sobre el cual estilísticamente argumenta agnosticismo, si en realidad ha ocurrido, es una cuestión menor cuya evaluación depende en nues­tra interpretación más general de los métodos de guerra.) No obs­tante, la condición política postmoderna tiene también ciertos po­tenciales positivos que como mejor pueden ser resumidos es con el famoso término de Adorno: mínima moralia. Aunque general­mente hablando la atmósfera de la condición política postmoderna no es conductiva a los universales, el discurso moral sigue, sin embargo, su avance en sus nichos e intermundia. De tales discur­sos (en lo plural) pueden extraerse ciertos principios morales de política democrática, y este libro será un intento de formularlos.

Los temas económicos son también prominentes en la condi­ción política postmoderna, otra vez positiva y negativamente. La cara positiva de la moneda es que tanto los mitos conservadores como radicales de la «cuestión social» se han vuelto insustanciales durante las últimas décadas. Después de lo que parece el ciclo de­presivo más largo, aunque ciertamente no el más tormentoso, de la economía capitalista, apenas nadie deposita grandes esperanzas en la existencia perenne e ininterrumpida de la «sociedad afluente». Sin embargo, simultáneamente con la defunción del mito liberal, el mito izquierdista de «resolver la cuestión social» in toto y para siempre ha estado también considerablemente desgastada. Entre otros, el pluralismo de la condición postmoderna también se ma­nifiesta a sí mismo en la creación continua de unos temas sociales nuevos y muy diversos, y en este proceso la solución de una vieja cuestión es la condición previa para el nacimiento de una nueva. Estamos aún muy lejos del reconocimiento universal de la inevita­ble conclusión de que la solución completa de la «cuestión social» es un mito o bien una idea regulativa. Sin embargo, el pluralismo inherente de la condición postmoderna constituye la atmósfera ideal en la que puede lograrse tal reconocimiento. El aspecto nega­tivo de la situación actual se refiere a una problemática división del trabajo entre partidos y movimientos. Durante las últimas dé­cadas, en la política occidental los partidos se han convertido casi exclusivamente en agencias económicas, mientras que los movi-

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mientas han asumido el rol de forjar las opciones políticas. Como resultado, las elecciones se centran, casi sin excepción, en asuntos económicos. Y si bien disentimos de la famosa tesis de Hannah Arendt de que lo social debe ser proscrito del terreno político, y atribuimos una gran importancia a los movimientos, el predominio de los temas económicos en la política profesional es un resulta­do dudoso.

¿En qué sentido consideramos «la condición política postmo­derna» como un nuevo período de la política? Tenemos que reite­rar lo que se ha sugerido desde el inicio: la postmodernidad (in­cluida la condición política postmoderna) no es una nueva era. La postmodernidad es en todos los sentidos «parasitaria» de la moder­nidad; vive y se alimenta de sus logros y dilemas. Lo que es nue­vo en la situación es la reciente consciencia histórica desarrollada en la posthistoire, el sentimiento que se extiende de que vamos a estar permanentemente en el presente y, al mismo tiempo, después de éste. Con el mismo gesto, nos hemos apropiado de nuestro pre­sente con mucha más profundidad de la que nunca habíamos conse­guido, a la vez que hemos desarrollado una distancia crítica hacia él. Y quienquiera que quede insatisfecho sólo con esta cantidad de distancia crítica desde nuestras perspectivas políticas, ha de tener presente que una negación absoluta del presente (que es innega­blemente más de lo que puede ofrecer la postmodernidad) termina­rá con toda probabilidad en una total pérdida de libertad o en una destrucción total. Y ambos resultados serían más que, o dife­rentes de, lo postmoderno. Serían completamente antimodernistas.

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Sentirse satisfecho en una sociedad insatisfecha. Dos notas

por Á. Heller

I

He acuñado el término «sociedad insatisfecha» a fin de iluminar un rasgo sobresaliente de la modernidad occidental. «Socie­

dad insatisfecha» no es un término esencialista. Es decir, no preten­de designar la esencia de la modernidad. La modernidad puede ser descrita según muchas categorías, cada una de las cuales elucida un rasgo u otro de la época del mundo que difiere de todos los que la han precedido. El concepto de una «sociedad insatisfecha» aspira a la comprensión de nuestra época desde la perspectiva de las necesidades, o, más concretamente, de la creación de necesida­des, de la percepción de necesidades, de la distribución de necesi­dades y la satisfacción de necesidades. Sugiere que la forma mo­derna de creación de necesidad, percepción de necesidad, distribu­ción de necesidad, aumenta la insatisfacción independientemente de que cualquier necesidad concreta se vea realmente satisfecha. Ade­más, sugiere que una insatisfacción general opera como potente fuerza motivadora en la reproducción de las sociedades modernas. De esto se derivaría que si las personas dejan de sentirse insatis­fechas con su lote, con su riqueza material, su posición social, sus relaciones personales o con sus obras, por una parte; y con sus ins­tituciones, sus acuerdos políticos y sociales y con el estado general de cosas en el mundo, por otra, la sociedad moderna ya no podrá reproducirse a sí misma. Cómo mínimo, entraría en una era de de­cadencia o descomposición, y sin duda alguna acabaría por desmo­ronarse.

Incluso si la insatisfacción no es la «única esencia» de la so­ciedad moderna, es verdaderamente esencial a ella. Contemplar la modernidad desde el punto de vista de las necesidades tiene dos grandes ventajas. Primero, nos permite ver la modernidad de una manera holística sin que ello se convierta en una perspectiva tota-

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Sentirse satisfecho en una sociedad insatisfecha 163

lizadora. Es holística en tanto que se puede afirmar que la insatis­facción mantiene en funcionamiento todas las instituciones y que es inherente en cada una de ellas. Pero no será totalizadora porque también se puede afirmar que ni una sola institución moderna o acuerdo social y político está, necesariamente, entrelazado con to­dos los demás. Se puede incluso afirmar, como yo hago, que hay tres lógicas de desarrollo distintas en la modernidad occidental: industrialización, capitalismo y democracia. Además, se puede afir­mar que las tres lógicas pueden, y de hecho lo hacen, contradecirse entre sí, y que cualquiera de las tres puede subordinarse a las otras dos en mayor o menor grado. Entendida de este modo, la moder­nidad occidental no aparece como una única «totalidad». Sin em­bargo, el avance de las tres lógicas requiere la fuerza motivadora de la insatisfacción. Los que están comprometidos con la lógica de la democracia estarán insatisfechos con el presente estado de co­sas, en el que la lógica democrática está aún limitada en un grado muy importante, y subordinada a la lógica de la industrialización y a la del capitalismo. Impulsados por esta insatisfacción, unos se volverán contra otros, igualmente insatisfechos, con una democra­cia inmovilizada, para instarles a una radicalización de la democra­cia. Sin embargo, dado que el punto de vista holístico no es tota­lizador, se puede optar por uno u otro campo de interacción hu­mana, pero no por todos ellos. Para decirlo de otro modo, se puede movilizar un tipo de insatisfacción sin movilizar los otros.

La segunda ventaja de contemplar la modernidad desde la pers­pectiva de las necesidades presenta en sí misma la posibilidad de combinar dos discursos distintos: el discurso de la filosofía social y el discurso de la filosofía existencial. Se puede tematizar la crea­ción social, la distribución, percepción y satisfacción de necesida­des, y se puede igualmente tematizar la relación subjetiva del in­dividuo con el sistema de necesidades, esto' es, aspiraciones, gozos, sufrimientos y expectativas de personas como personas, sus víncu­los entre sí, sus vulnerabilidades, sus deseos, su felicidad e infeli­cidad. En mi estudio «La sociedad insatisfecha» ' me he centrado casi exclusivamente en los aspectos objetivos, de la insatisfacción

1. «The Dissatisfied Society», en The Power of Shame. A Rational Perspective, Londres, Routledge and Kegan Paul, 1984.

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moderna. En las páginas siguientes, me gustaría examinar el fenó­meno desde ambos puntos, y así combinar los enfoques de la filo­sofía social y los de la filosofía existencial.

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Todas y cada una de las personas se ven precipitadas a un mundo concreto por circunstancia del nacimiento. No existe nada en nuestra constitución biológica ni en nuestras dotes genéticas que predeterminen que debamos nacer en una época concreta y no en otra, en una sociedad concreta y no en otra, o en un estrato social concreto y no en otro. Existe una afirmación generalizada en lo que se refiere a algo que siempre es siempre y en todas partes el argumento: la contingencia inicial como condición general de la existencia humana. Los habitantes del mundo premoderno movili­zaron grandes recursos ideológicos para proteger los acuerdos so­ciales de dominación y jerarquía en contra de la toma de conscien-cia de la contingencia. Aristóteles creía que los esclavos nacían, no se hacían; el brahamanismo eludió el tema de la contingencia con la teoría de la reencarnación; y el cristianismo por la voluntad de Dios, que es la que sitúa a las personas en su lugar adecuado en este valle de lágrimas. Pese a estos y otros muchos intentos de legitimar la contingencia, la consciencia de la contingencia inicial no cesó de seguir apareciendo, en especial entre aquellos nacidos en el estrato más bajo de la jerarquía social. «Si yo hubiese naci­do X en vez de nacer Y, ¡cuántas cosas hubiera conseguido!» Afirmaciones similares fueron con toda seguridad pronunciadas muchas veces en las sociedades premodernas por individuos que poseían una sensibilidad y capacidad de reflexión sobresalientes. Sin embargo, en las sociedades premodernas, la consciencia de la contingencia inicial iba acompañada de la consciencia de hado. «Dado que he nacido Y, no conseguiré todo lo que hubiera podido conseguir de haber nacido X.» La circunstancia del nacimiento de­terminaba el lugar de una persona en la división social del trabajo. Las estructuras de la forma de vida que esa persona podía llevar a cabo eran unas estructuras dadas; y como tales, absolutamente preordenadas. Fueron los acuerdos sociales los que transformaron

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la contingencia en necesidad. Haber nacido en el estrato más alto significaba haber nacido con la posibilidad de distinción óptima. Pero estas posibilidades óptimas también estaban preordenadas y, como tales, limitadas. Independientemente de si el hado decretaba buena o mala fortuna, hado y contingencia se fusionaban invaria­blemente en una sola cosa.

En la época moderna, una división del trabajo según la función fue sustituida por una división social del trabajo estratificada. Fue en este proceso donde surgió la consciencia de la contingencia. Dado que la contingencia inicial de la existencia ya no es un tipo de hado que determina nuestros modos de vida, ello denota los límites de nuestras acciones y marca también los límites de nues­tras posibilidades, incluso aunque pudiera haber un obstáculo o una ventaja, la propia contingencia inicial se vuelve sobredetermi-nada. Lo que una vez fue el hado, se convierte ahora en contexto. La famosa frase de Napoleón de que cada soldado lleva un bastón de mariscal en su mochila, expresa bien esta situación alterada y esta nueva consciencia. Porque si la circunstancia del nacimiento sitúa a la persona en un contexto, en vez de cargarla con el peso del hado, entonces ni las formas de vida a su disposición ni las po­sibilidades están determinadas por el nacimiento. El propio indivi­duo se convierte en el portador de posibilidades, o para expresarlo de un modo más extremo, el individuo se convierte en equivalente a sus todavía indefinidas e indeterminadas posibilidades. Todo se vuelve posible. La total indeterminación de la persona, la ausencia de destino y la transformación de la posición al nacer en un «con­texto», son las condiciones de la contingencia secundaria. No es sólo estar «aquí» o «allí» que es concebido como contingente, tam­bién lo es la relación del individuo con un tiempo y lugar concre­tos como mero «contexto». Lo que una persona hace de sí misma depende ahora de la persona, si bien no depende sólo de la perso­na. La persona es quien hace su vida y en este sentido es una per­sona que se ha hecho a sí misma. Destino, no hado, define ahora la relación del individuo con el mundo. Donde el hado determina posibilidades, el destino titubea ante posibilidades, tiene que ser «capturado».

Sin embargo, no es sólo la relación del individuo con su «con­texto» inicial lo que se convierte en contingente; el propio contex*

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to se vuelve también contingente. Para decirlo de una manera más sencilla, desde un punto de vista moderno, los acuerdos sociales y las instituciones pueden tanto existir como no existir. El mundo en el que han nacido las personas ya no se contempla como algo decretado por el hado, sino como un conglomerado de posibilida­des. Una persona puede diseñar el mundo del mismo modo que puede diseñarse a sí misma. Al menos, en nuestra imaginación, no existen límites a las posibilidades de nuestros «diseños del mundo». Podemos tomar en nuestras manos el destino del mundo, Al igual que nuestro futuro depende de nosotros, también el destino del mundo depende de nosotros. La cuestión es ahora cómo podemos transformar las posibilidades en destinos.

Fue la idea de la libertad la que informó de la consciencia de la contingencia, y ésta fue detectada por los pensadores más impor­tantes de la época posterior a la Revolución Francesa. Marx subra­ya que la relación de los obreros con su clase es una relación con­tingente. No albergaba duda alguna de que el individuo moderno, la persona contingente, el creador de su propio destino, es un ser muy superior al individuo «con estrechez de miras» de la época premoderna. Para Kierkegaard, la existencia humana se define por la categoría de posibilidad. Sin embargo, los pensadores del si­glo xix no aclamaron a la contingencia como un «fin en sí misma». En su opinión, la libertad de la mera posibilidad tenía que ser transformada en libertad como destino; la libertad tenía que vincu­larse con la necesidad, o, ai menos, tenía que «reconocer» la ne­cesidad o actuar sobre ella para que pudiera verse «realizada». Tanto en sus versiones hegelianas como marxistas, fue invocada la filosofía de la historia a fin de eliminar la contradicción entre con­tingencia y necesidad. La idea tradicional del hado fue, por tanto, readmitida por la puerta trasera. El obrero tiene una relación con­tingente con su clase, y la propia existencia de la clase obrera es en sí misma contingente; y sin embargo, la clase obrera es la clase que reconoce la necesidad histórica, actúa sobre ella y quiere esta­blecer una sociedad comunista en concordancia con las leyes de la historia, es decir, con la necesidad. Así es como discurre el argu­mento marxista. Marx combinó, pues, la consciencia de la contin­gencia personal e histórica con la mediación de la categoría de ne­cesidad. En el extremo opuesto, Kierkegaard consiguió eliminar el

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hado por completo, tanto en su versión antigua como en su versión sofisticada y moderna. Pero al hacerlo pagó un precio muy eleva­do: consideró el mundo moderno como un contexto que nunca puede ser transformado en un destino elegido.

En el siglo xx, el concepto de hado, tanto en su versión anti­gua como en sus versiones más modernas, ha sido desechado para siempre. En consecuencia, ahora somos mucho más conscientes que nunca de nuestra contingencia. Buena parte de la filosofía contem­poránea expresa muy claramente este estado mental. Por ejemplo, la tesis de Sartre es que nos hemos lanzado a la libertad. Otro filó­sofo, Unger, ha argumentado recientemente que podemos imagi­nar fácilmente no ser tanto como ser. ¿Qué diferencia hay para el mundo, o para los demás, en que existamos o no existamos? Los estructuralistas incluso han apoyado tenazmente la eliminación del sujeto. La conciencia de la contingencia, si no está vinculada a una conciencia de destino, es terrorífica, y eso es precisamente lo que intentamos eliminar. Para lograrlo, la gente se lanza de cabeza a unos movimientos que prometen la participación en crear desti­no. De esta guisa, Fromm explicó la influencia de las masas en el totalitarismo en Europa en términos de una «huida de la libertad». Otros buscan la salvación personal mediante el amor: es el otro, una sola persona, la que se convierte en su destino. La mayoría, no obstante, luchan contra el fantasma de la contingencia trabajando día y noche o amasando cada vez más riqueza o poder. El conver­tirse en «alguien» parece ser el camino mejor para vencer la con­tingencia. Pero entonces puede darse la «crisis de la edad madura» y la persona desaparece. Así la contingencia se oculta tras el éxito.

Según un antiguo aforismo griego, nadie puede ser considerado feliz antes de su muerte. Sin embargo, en la actualidad, la diferen­cia está en que la gente no puede ser considerada feliz (en el sen­tido de estar satisfecho con la vida), ni siquiera el día de su muer­te. Lo limitado de la vida, u hado que ningún humano puede ven­cer, se ha convertido en una idea fija para el hombre moderno. La muerte siempre ha sido un horizonte aterrador, pero nunca había sido una idea fija como lo es ahora. Nos asusta ver morir a una persona o ver la muerte de cerca. Puesto que nuestro hado común se ha convertido en contingente, tenemos miedo de mirarle a la cara. El suicidio se ha convertido en contingente, tenemos miedo

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de mirarle a la cara. El suicidio se ha convertido sin embargo en otro gesto que pretende vencer la contingencia: la contingencia de la muerte ha sido traducida otra vez en términos del hado.

La cuestión existencial de la vida moderna puede resumirse como sigue: ¿cómo podemos transformar nuestra contingencia en nuestro destino sin renunciar a la libertad, sin sujetarnos a la ba­randilla de la necesidad o el hado? ¿Cómo podemos traducir el contexto social a nuestro propio contexto sin volver a caer en ex­perimentos que han resultado inútiles o fatales, en experimentos de ingeniería social o de políticas redentoras?

2

La sociedad insatisfecha es por consiguiente una sociedad en la que tanto los acuerdos sociales como las personas se vuelven contingentes. En una sociedad insatisfecha, todas las medidas po­líticas y sociales pueden tanto existir como no existir, pueden ser de una forma o de otra. Del mismo modo, la persona individual puede existir lo mismo que no existir, y puede jugar un papel tan­to como otro. Sin embargo, aunque todas las medidas sociales pue­dan ser diferentes de lo que son, las medidas sociales decisivas pueden permanecer sin variaciones (aunque no de necesidad algu­na) durante los años de formación del individuo, o, al menos, lle­var a cabo cambios muy lentos. Aunque cada persona es el por­tador de ilimitadas posibilidades, al elegir un camino en la vida la persona individual empieza a confrontar posibilidades que dis­minuyen y oportunidades que menguan por un nuevo comienzo. Además, el contexto puede convertirse en un obstáculo para las personas que han elegido un camino que les gusta y ciertas posi­bilidades no se les ocurrirán siquiera a los que hayan elegido un camino concreto en la vida. Como señala el filósofo alemán Kose-lleck, hay una enorme distancia entre las expectativas y la expe­riencia. Las expectativas están imbuidas de contingencia, aunque lo que experimentemos sean las duras realidades de la vida, la li­mitación factual de nuestras posibilidades. La fatídica e insalvable discrepancia entre expectativa y experiencia es una fuente cons­tante de insatisfacción y descontento.

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En la generación actual, la satisfacción de ciertas necesidades que habían permanecido insatisfechas en las generaciones anterio­res no hará que la insatisfacción disminuya o cese. Dado que las expectativas aumentan constantemente, la distancia entre expecta­ción y experiencia sigue siendo tan grande como en generaciones anteriores; de hecho, puede serlo aún más. Esto es, como regla ge­neral, una fuente de vergüenza para los miembros de genera­ciones anteriores. Los padres a menudo instruyen a sus hijos com­parando su lote con el de su descendencia. «Cuando yo tenía tu edad, quería ir a la Universidad, pero mis padres no tenían los re­cursos necesarios para que pudiera ir. Tú vas a la Universidad, ¿qué más quieres?» O: «Cuando yo tenía tu edad, tener un hijo ilegítimo era una gran vergüenza, por eso hubiese preferido abor­tar que dar a luz al hijo que tanto deseaba. Pero hoy día puedes tener tu hijo, incluso ayuda financiera para criarlo, ¿qué más po­drías pedir?» Los niños, por norma general, contestan a tales ac­titudes en los términos siguientes: «Lo siento, pero vivimos en tiempos diferentes. Lo que hubiese sido bueno para ti ya no es bueno para nosotros. Necesitamos algo más.» Y la clásica réplica de los padres: «Estás demasiado consentido», es la respuesta equi­vocada. Porque las expectativas más altas cambian la cualidad y la cantidad de las necesidades, y los niños miden su experiencia con sus propias expectativas, no con las de sus padres. Lo que los niños pretenden en sus diálogos con los miembros de una gene­ración anterior es que se les reconozcan sus necesidades. La frase de los padres de que la causa de la insatisfacción de sus hijos es que están demasiado mimados equivale a negar el reconocimiento de tales necesidades. Explican la acusación de «estar mimado» asu­miendo que todas las necesidades de sus hijos se han visto satisfe­chas. La misma explicación sugiere que las necesidades de los ni­ños son consideradas algo irracional. Lo que subyace en esta ac­titud es, por supuesto, la propia autoidentificación de los padres con sus hijos, a quienes consideran sus propias réplicas, con la única diferencia de que la generación más antigua ve en la expan­sión de la satisfacción de necesidades de sus hijos, que sigue de­jándoles insatisfechos, la actualización de sus aspiraciones más osadas y, por tanto, consideran irracional su insatisfacción. Ade­más, esto no es una calle con sentido único; cuando los niños están

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insatisfechos, la necesidad suprema de los padres no se ve cum­plida. A menudo, incluso el reconocimiento de las necesidades de los padres es negada; al ser tan «estrechos de mente» y «conser­vadores», sus ideas son «equivocadas y pasadas de moda». En este caso, es el hijo el que sostiene la irracionalidad de las necesidades de los padres.

Así, nuestra discusión nos lleva a formular la siguiente serie de preguntas interrelacionadas: ¿Pueden ser racionales e irraciona­les las necesidades? ¿Es legítimo hacer las distinciones siguientes: este grupo concreto de gente tiene buenas razones para sentirse in­satisfecho, mientras que ese otro grupo no tiene razón alguna para estar insatisfecho? O, ¿esta persona en concreto tiene buenas razo­nes para sentirse insatisfecha, mientras esa otra persona no tiene en absoluto ninguna? O, ¿es legítima la siguiente distinción: este grupo concreto de personas (o esta persona) tiene todas las razo­nes del mundo para estar insatisfecha, y sin embargo está satisfe­cha? Si llegáramos a la conclusión de que ciertas necesidades son irracionales mientras que otras no lo son, ¿nos permitiría tal dis­tinción negar el reconocimiento de las irracionales? Finalmente, ¿se puede imponer a las personas que tengan o no tengan ciertas necesidades? Es decir, ¿es legítimo que digamos a alguien: estás satisfecho aunque tendrías que estar insatisfecho?

Las necesidades pueden describirse como un sentimiento cons­ciente de que «falta algo». Como resultado, el término «necesidad» no denota un sentimiento concreto, sino muchos sentimientos dis­tintos en su cualidad de señalar una carencia. No todos los senti­mientos pueden señalar una «carencia», pero muchos diversos como el hambre, la curiosidad, la ansiedad, el amor y tantos otros lo hacen. La mayoría de necesidades son sentimientos compues­tos, llamados «disposiciones de sentimiento». El sentimiento cons­ciente de una carencia es también una motivación: la carencia tiene que ser llenada, eliminada. El llenar o eliminar la carencia im­plica la preservación o la expansión del Yo. O, formulándolo a la inversa: sin el sentimiento de que falta algo, el Yo no puede ser preservado y, ni mucho menos, expandido. El sentimiento de la carencia de algo no es equivalente en sí mismo a la insatisfac­ción. La insatisfacción puede sostenerse sólo si el sentimiento de que falta algo se perpetúa o se intensifica. Esto ocurre cuando:

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a) los medios para la satisfacción de las necesidades (satisfactores) que están socialmente atribuidos a una persona o grupo de perso­nas no están al alcance de esa persona o grupo de personas; b) si los satisfactores que están en principio al alcance de la persona, aunque no socialmente atribuidos a ella, informan a la persona, crea la necesidad en la persona y sin embargo no son (no pueden ser) adquiridos por la persona; y c) si la carencia no puede ser lle­nada, o eliminada por ningún satisfactor, o si la persona siente la carencia sin saber qué es lo que necesita.

En el primer caso, en la ausencia de satisfactores socialmente atribuidos, tendemos normalmente a considerar tanto la necesidad como la insatisfacción (dado que las necesidades no se han cum­plido) como irracionales. El comentario habitual en tales situacio­nes es: esas personas tienen todas las razones para sentirse insa­tisfechas. Qué tipo de necesidades son consideradas racionales y por quién, depende entonces de la atribución social, de las normas sociales y los valores. Las aspiraciones, normas sociales y valores, y los modelos de satisfacción de necesidades cambian dentro de una misma sociedad y varían de una sociedad a otra, de una cultu­ra a otra. En la sociedad moderna, los modelos de satisfacción de necesidades, como norma general, llevan a cabo un cambio muy rápido: a veces tenemos dos o más series de modelos en vez de uno solo. Y, sin embargo, hay casos de atribución de necesidad que son casi consensúales. No dudamos en afirmar que un desem­pleado tiene todas las razones para sentirse insatisfecho porque, casi consensualmente, consideramos el desempleo una anomalía, y estamos de acuerdo en que la necesidad de encontrar un empleo debe verse cumplida. Del mismo modo, si una mujer en la actuali­dad está sometida a la tutela de su marido, estaríamos de acuerdo en que esa mujer tiene todos los motivos para sentirse insatisfe­cha con su matrimonio, aunque hace medio siglo mucha gente no habría estado de acuerdo.

En el tercer caso, cuando una necesidad concreta no puede ser llenada con ninguno de los satisfactores que la persona tiene a su disposición, o cuando ésta siente que falta algo sin saber en qué consiste esa carencia, y por tanto no sabe qué tipo de satisfactor puede cubrir su necesidad, normalmente consideramos la necesi­dad en cuestión como irracional- Para yn incrédulo, la necesidad

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de inmortalidad es irracional. Todas las necesidades que pertene­cen a la consciencia de nuestra contingencia inicial son irraciona­les por definición (como la necesidad de haber nacido rico cuando se ha nacido pobre, la necesidad de haber nacido hombre cuan­do se ha nacido mujer, la necesidad de haber nacido con talento musical cuando se nace sin oído para la música, etc.). La conscien­cia de la contingencia inicial puede ir acompañada de una insatis­facción permanente. Sin embargo, dado que la necesidad de ser otra persona o de estar en otro lugar no puede cubrirse, la insatis­facción resultante es considerada irracional. Las ansiedades y las neurosis también pueden indicar insatisfacción. No obstante, mien­tras no podamos comprenderlas y explicarlas, mientras sigamos sin darnos cuenta de qué es lo que nos falta en la vida, esos sentimien­tos de descontento y otros similares son también irracionales.

Desde nuestro punto de vista, la base más interesante de la in­satisfacción es b) porque son precisamente las necesidades que apa­recen en este grupo las que mantienen en funcionamiento a la sociedad insatisfecha. En principio, todas las avenidas de la vida están abiertas para todas y cada una de las personas. En principio, todas y cada una de las personas son libres para adquirir riqueza, fama o poder; y si adquieren un poco, pueden adquirir más. En principio, todas y cada una de las personas pueden lograr esas formas de excelencia, ya que son recompensadas con un grado más alto de reconocimiento social que las demás. En principio, todas y cada una de las personas puede lograr todo eso, aunque en reali­dad son muy pocas las que lo consiguen. Ésta es la situación que se ha descrito como el abismo entre las expectativas y las experien­cias de la vida. Sin embargo, sería del todo parcial referirse sólo a las aspiraciones basadas en las imágenes de poder social, fama o riqueza, es decir, al tipo de necesidades que denominamos «de­seos». Los valores universales de libertad y vida son universales y generales, debido precisamente a que pueden formar todo tipo de aspiraciones relacionadas con todos los tipos y formas de interac­ciones humanas, instituciones, formas de vida que son definidas como «bienes», como «valiosas». Las relaciones humanas basadas en la igualdad y en el reconocimiento libre y mutuo de las perso­nas son esos bienes; son valiosas, no importa si se refieren a las re­laciones entre sexos, amigos, asociados o ciudadanos. Las necesi-

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dades de bienes o de valor intrínseco no son deseos, no pueden cubrirse con la riqueza, la posición o la fama, y su satisfacción ex­cluye la utilización de poder en contra de otros seres humanos. To­das esas aspiraciones están comprendidas en, aunque no son redu-cibles a, el valor de autodeterminación.

Tanto las necesidades que son simultáneamente deseos como las que no lo son están relacionadas con la contingencia secunda­ria de la vida social. La persona contingente, que siente que tanto podría existir como no existir, intenta cambiar esa contingencia, como ya hemos mencionado, convirtiéndose en «alguien», se pre­senta a sí misma como una avenida para transformar la contin­gencia en destino. Buscar la autodeterminación se ofrece como una avenida más. Ambas aspiraciones pueden también combinar­se. Los movimientos feministas han tenido como objetivo abrir la primera avenida para las mujeres, pero ahora están más interesados en la segunda. En breve volveré sobre esta cuestión.

La sociedad insatisfecha se caracteriza por la expansión tanto de las necesidades como de los deseos. Hemos visto que las nece­sidades son sentimientos y, a la vez, fuerzas motivadoras. En la época moderna, tales fuerzas motivadoras aparecen como exigen­cias, tanto en el terreno social como en el político. Las personas con necesidad exigen la satisfacción de sus necesidades. Al procla­mar esas exigencias, las personas traducen sus insatisfacciones per­sonales al lenguaje público, al lenguaje de la justicia y la igualdad. Al traducir esas necesidades al lenguaje de la justicia y la igual­dad, los actores piden una sustitución de las leyes y reglas políticas existentes por otras nuevas, a fin de que la distancia entre las aspi­raciones y las experiencias deje de ser insalvable. Si estas nuevas leyes y normas se implantasen con éxito, aparecerían también nue­vas exigencias. Las necesidades que pertenecen al grupo b) abarcan las fuerzas motivacionales de progreso. La eficacia de esta expan­sión del progreso depende de la calidad y la cantidad de satisfac-tores que están, en principio, aunque no en realidad, al alcance de todos. Si la calidad de los satisfactores es constante, la expan­sión del progreso implica siempre una cantidad mayor de ciertos satisfactores, una distribución más equitativa de los «satisfactores disponibles». Las necesidades como deseos y las necesidades de autodeterminación que no son deseos, son cualitativamente distin-

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tas. Se puede exigir que aumente la cantidad de las primeras, de las segundas o de ambas. En la fase actual de la modernidad occi­dental, las imaginaciones sociales están más preocupadas por los deseos que por las necesidades que no son deseos. Aquí el progre­so se define como un aumento de los deseos, o, más correctamente, como un aumento en los satisfactores de los deseos. Sin embargo, los dos tipos de exigencias pueden combinarse, al menos hasta cierto punto, si la exigencia de más satisfactores de los deseos se hace conjuntamente con la exigencia de una distribución más equi­tativa o de la disponibilidad de los satisfactores. Pero incluso cuan­do se lleva a cabo esa combinación, es la exigencia centrada en los satisfactores de deseos la que predomina. El hecho de que el pro­greso se mide generalmente por indicadores tales como la produc­ción per cápita, ilustra muy bien ese predominio de los deseos y los satisfactores de deseos en nuestra imaginación social.

Todas las necesidades formuladas como exigencias son raciona­les. El mismo hecho de que se formulen como exigencias las hace racionales. Exigir significa que se dan razones de por qué una ne­cesidad concreta ha de ser cubierta, incluso si no lo es. Las exigen­cias propugnan la atribución social de los satisfactores que aún no están socialmente atribuidos. De una persona cuyas necesidades no están cubiertas puede decirse que está racionalmente insatisfecha siempre que sus necesidades puedan relacionarse con las exigencias y, por tanto, justificadas por éstas. Sin embargo, en las sociedades complejas existen muchas exigencias de ciertos satisfactores y las exigencias pueden contradecirse entre sí. Se contradicen si las ne­cesidades que esperan verse satisfechas no pueden satisfacerse si­multáneamente, si la satisfacción de una necesidad conlleva la pro­longación de la insatisfacción con respecto a otra necesidad. En tales casos, los que exigen la satisfacción de necesidades del grupo a) declararán irracionales las necesidades del grupo b) y viceversa. Un tipo particular de insatisfacción que para los defensores de las necesidades incluidas en el grupo a) aparece como racional, será considerada irracional por los que abogan por la satisfacción de necesidades del grupo b). Pero, ¿cómo podemos decidir cuáles son verdaderamente racionales si ambos grupos dan razones sobre la prioridad de sus respectivos grupos de necesidades? ¿Existe alguna medida objetiva que nos permita decidir sobre la racionalidad o

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irracionalidad de tales necesidades? De momento, vamos a asumir que ambos tipos de insatisfacción son racionales, aunque tal vez sus respectivas exigencias no tengan el mismo peso.

Pero, ¿qué ocurre si una persona puede formular y justificar una necesidad, y cualquier decisión que se derive de ella, sin tener que matizarla como exigencia? Las exigencias en sí mismas pre­suponen que ciertas necesidades están públicamente reconocidas por algunos. Pero ¿qué ocurre cuando una exigencia privada pone de relieve una necesidad que no es reconocida públicamente por nadie? A veces, las necesidades hacen su primera aparición en for­ma de gestos de desobediencia y rebelión. Una persona desobedien­te o rebelde tal vez no sea capaz de justificar sus necesidades, ge­neralizarlas, o exigir su satisfacción; es posible que esa persona sólo sea capaz de expresarlas. Si las necesidades son meramente manifestadas por gestos (palabras o acciones y sin razones que las justifiquen), todavía no son racionales. Pero esas mismas necesida­des pueden volverse racionales si se difunden y pueden ser justifi­cadas mediante valores, así como traducidas al lenguaje de las exi­gencias. Sin embargo, no todas las necesidades irracionales se con­vierten en racionales; en realidad, no todas ellas pueden volverse racionales. Pero el hecho de que a veces aparezcan como irraciona­les necesidades nuevas, es razón suficiente para que lleguemos a la conclusión de que todas las necesidades deben considerarse como reales, y no sólo racionales. No obstante, el reconocimiento de la realidad de las necesidades no implica un reconocimiento de su legitimidad. Una necesidad puede ser reconocida como legítima si su satisfacción no incluye la utilización de otra persona como mero medio. Permítanme volver a referirme a nuestro anterior ejemplo sobre conflictos generacionales. El reconocimiento por parte de los padres de las necesidades racionales del niño, es decir, de esas necesidades que han sido formuladas como exigencias pú­blicas, está obviamente garantizada, aunque ello no tiene que sig­nificar que hayan renunciado a su derecho de ser críticos con esas necesidades. Además, incluso hasta puede garantizarse el reconoci­miento por parte de los padres de las necesidades no racionales de su hijo, así como cualquier tipo de apoyo que puedan prestar para que el niño traduzca sus necesidades al lenguaje de las exigencias. Sin embargo, los padres no deben en modo alguno reconocer como

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legítimas aquellas necesidades que sólo puedan satisfacerse median­te la utilización de otras personas (ya sean los hermanos, los pa­dres, los amigos) como meros medios, explotándolas y dominán­dolas.

La rígida división entre racionalidad de valores y racionalidad de objetivos resulta totalmente irrelevante si se aplica a las necesi­dades. En el caso de las necesidades irracionales, tanto los valores como los objetivos pueden ser igualmente confusos. Si, por ejem­plo, la insatisfacción se da como un estado de descontento indeter­minado, las personas no saben siquiera «por qué no encuentran su sitio» o por qué se hallan en estado de ansiedad permanente. El primer requisito para exigir la legitimidad de una necesidad es ser consciente del origen de la insatisfacción. Exigir que se cubra una necesidad es el procedimiento por el cual cierto tipo de necesidad se relaciona con un cierto tipo de valor. Si no podemos formular la exigencia, es que carecemos de racionalidad de valores. Al mis­mo tiempo, las necesidades irracionales tampoco nos motivan ha­cia el logro de ciertos objetivos. Por el contrario, las necesidades racionales aparecen como exigencias de valor y simultáneamente nos motivan a la consecución de ciertos objetivos o a la realiza­ción de ciertas acciones consideradas fines en sí mismos.

3

He diferenciado dos tipos de necesidades que mantienen en movimiento nuestra insatisfecha sociedad: por un lado, los deseos; y por otro, las necesidades de autodeterminación. Hasta ahora no he hecho ninguna distinción evaluativa entre esos dos tipos de necesidades. Hubo épocas en que los deseos estaban, al menos en el discurso izquierdista, totalmente devaluados. Se había asumido que contábamos ya con abundancia de satisfactores, que vivíamos en una «sociedad opulenta» y que, por consiguiente, nuestros de­seos eran irracionales, imaginarios o irreales. Apenas necesitamos recordar hoy día los suburbios de las ciudades occidentales, y la espantosa pobreza y desesperanza de los que habitan en ellos para darnos cuenta de lo equivocados que estábamos. Ni siquiera en Es­tados con una riqueza bien establecida, como Suecia o Austria, se

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puede afirmar inequívocamente la existencia de un reino de opu­lencia generalizada. Incluso si asumimos que las «necesidades ele­mentales» de todos están cubiertas, se continúan produciendo a diario nuevos deseos, y si la gente siente tales necesidades y exige la satisfacción de éstas, nadie tiene el derecho de atribuir esas ne­cesidades a una falsa conciencia, a la arbitrariedad o al mero ca­pricho. Precisando más: ningún deseo particular y concreto con­ferido a un satisfactor particular y concreto, o a un gran número de esos satisfactores concretos, puede legítimamente ser devaluado y rechazado por irreal o falso. En vez de devaluar cualquier deseo concreto en cualquier satisfactor concreto, vamos a comparar los grupos de satisfactores que corresponden a las necesidades y los deseos.

Como ya se ha mencionado, en el seno de la modernidad ha surgido una fuerte conciencia de la contingencia, y ello se ha visto acompañado por serios esfuerzos para eliminar la contingencia, transformándola en destino. La contingencia es un estado de po­sibilidades indeterminadas. Las posibilidades indeterminadas son la libertad y las oportunidades de la vida en su carácter abstracto, ya que son simultáneamente todo y nada. La persona meramente contingente no es nada, puesto que todavía no ha realizado ningu­na de sus posibilidades; pero es también todo, porque aún no ha excluido de su realización ninguna posibilidad. Al vivir nuestras vidas de un modo u otro, al escoger opciones, al elegir una u otra profesión, al dedicarse a una cosa en vez de dedicarse a otra, al vivir con una determinada persona y no con otra, excluimos de la realización ciertas posibilidades, al tiempo que realizamos otras. Cuando nos damos cuenta de que podríamos haber elegido de un modo distinto, que podríamos haber realizado otras posibilidades en vez de las que hemos escogido, nos consideramos, con toda la razón, atrapados en un estado de contingencia con oportunidades vitales reducidas y reducida libertad. Por otro lado, cuando nos damos cuenta de que no habríamos podido elegir ningún otro ca­mino en la vida que el que hemos escogido, y que hemos realizado las auténticas posibilidades que son lo mejor de todos nuestros ta­lentos, dejamos de ser contingentes. En tales circunstancias, habre­mos en verdad transformado nuestra vida de contingencia a desti­no. Cuando Lutero dijo: «Aquí estoy y no podría estar de otra for-

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ma», la suya era una afirmación de destino que no tenía residuos de contingencia. No es necesario ser un Lutero para llegar a ese punto. Una porción importante de cualquier comunidad humana no abrigará la idea de que podía haber escogido otras posibilida­des de las que ha elegido. Esas personas saben que dejan una huella en el mundo que viven, ya que son lo que son y hacen lo que ha­cen; es decir, saben que su existencia crea una diferencia.

Sentirse satisfecho en una sociedad insatisfecha no tiene nada que ver con la satisfacción de todas las necesidades concretas. Si todas las necesidades concretas pudieran ser cubiertas, dejaríamos de vivir en una sociedad insatisfecha. Es de Weber la profunda ob­servación de que, nosotros, a diferencia de nuestros antepasados, no podemos morir «saciados de vida». No podemos saciarnos con el estado del mundo, no podemos llegar a conocer todo lo que qui­siéramos conocer, no podemos ver todo lo que quisiéramos ver, no podemos hacer todo lo que nos gustaría; en resumen, no podemos lograr todo lo que quisiéramos lograr. Pero podemos lograr la transformación de nuestra contingencia en destino. Si alguien con­sigue transformar su contingencia en destino, si alguien puede re­petir las palabras de Lutero: «Aquí estoy y no podría estar de otra forma», si alguien es consciente de que su existencia crea una diferencia, que deja huella en el mundo, esa persona estará satis­fecha con la totalidad de su vida y podrá decir que se ha converti­do en lo que, debido a las posibilidades de que disponía, ha sido capaz de convertirse. Las tranquilas palabras de Rosa Luxemburg desde prisión, poco antes de su violenta muerte: Ultra posse, nemo obligatur, transmiten precisamente este significado. Estaba satisfe­cha con su vida aunque no tuviera razón alguna para sentirse sa­tisfecha con el estado del mundo que estaba a punto de abandonar o, en cuanto a ello, con su hado personal. Sin embargo, no es el hado sino el destino el que compensa nuestra contingencia.

Por la discusión que hemos llevado hasta aquí tiene ya que que­dar claro que es la satisfacción de las necesidades de autodetermi­nación y no la de los meros deseos la que mejor permite la trans­formación de nuestra contingencia en destino. La satisfacción de deseos está considerada un sendero para transformar la contingen­cia en destino, porque la satisfacción de deseos conlleva la prome-

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sa de un aumento de autodeterminación. Si una persona es indigen­te, desconocida y no tiene poder, la autodeterminación es, en reali­dad, una posibilidad remota. Es no sólo la «falsa conciencia» lo que hace creer a las personas que si logran cada vez más cosas, y fama y poder, ése sería el auténtico camino hacia la autodetermi­nación. Y sería completamente estúpido, de hecho presuntuoso, ne­gar que tener algo, tener cierto poder o disfrutar de una cierta fama, puede contribuir a la autodeterminación. Sin embargo, si las personas están orientadas sólo hacia la satisfacción de deseos y esperan que surja la autodeterminación como resultado final de la satisfacción de deseos, el resultado final no se materializará, o al menos no se materializará del todo. La razón de ello es que todos los deseos están determinados desde juera y no desde dentro. La tecnología, las circunstancias sociales, las instituciones política, de­terminan y proporcionan una gran abundancia de satisfactores para tales deseos. Una persona orientada por los deseos busca la autodeterminación sujetándose a sí misma a un tipo de determi­nación que no se deriva de la propia elección del Yo. Además, si un Yo está empeñado en satisfacer sólo sus deseos, entonces la sa­tisfacción de esos deseos puede oponerse a la satisfacción de los deseos de los demás. Éste es el caso concreto que se da cuando la satisfacción de necesidades está orientada a adquirir cada vez más poder. Aparte de la justificada crítica social y política de la sa­tisfacción de necesidades de este tipo, cualquier persona que ob­tenga la autodeterminación a expensas de otros, nunca podrá estar segura. En el momento en que esa persona pierda riqueza, fama o poder, se verá precipitada de nuevo a un estado de mera contin­gencia. Por esta razón, resulta más prometedor buscar la autode­terminación que no se logre a expensas de los demás, que no re­quiera estar totalmente determinado por satisfactores que propor­cionan las circunstancias o por poderes externos al yo. Se puede buscar la autodeterminación de una de estas dos maneras. Prime­ro, concentrándose en el desarrollo de las habilidades de uno mis­mo o, segundo, se puede proyectar la autodeterminación de los demás simultáneamente con la de uno mismo. No es la autodeifi-cación, sino el autoabandono de las tareas y las causas, no es el autocentramiento sino la disposición a cooperar con nuestros se­mejantes lo que distingue el segundo camino hacia la autodeter-

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urinación. Siempre que me refiera a buscar la autodeterminación de una manera directa, tengo en mente la segunda opción.

Buscar la autodeterminación directa e indirectamente son dos actitudes distintas, y ambas pueden igualmente adoptarse en la vida moderna. Aunque la primera actitud no excluye una lucha por la satisfacción de los deseos, tampoco excluye la determinación externa. La autodeterminación no requiere, ni siquiera permite, la absoluta libertad de una total y completa autonomía. Uno puede, por supuesto, adoptar el estilo de vida de un ermitaño en el de­sierto, aunque tales rumbos son apenas generalizables. Si lo fue­ran, nuestra sociedad dejaría de ser una sociedad «insatisfecha»; en realidad, dejaría de existir. Esas fantasías individualistas no son opciones reales ni deseables.

Por el accidente del nacimiento nos hemos visto precipitados al presente, a nuestro mundo, a una sociedad insatisfecha. El mundo se ha convertido en un «contexto», el contexto de nuestras posi­bilidades indeterminadas. La autodeterminación no está libre de contexto; de hecho, el moverse dentro de su contexto es su rasgo intrínseco.

La cuestión implícita en el título de este artículo es la siguien­te: ¿cómo podemos estar satisfechos en una sociedad insatisfecha? Por lo que hasta ahora hemos discutido, he llegado a la conclusión de que podemos estar satisfechos con nuestras vidas incluso si no podemos satisfacer todas nuestras necesidades, en el supuesto de que consigamos transformar nuestra contingencia en autodetermi­nación. El camino óptimo para la transformación de nuestra con­tingencia en autodeterminación es buscar directamente la autode­terminación, sin renunciar a la satisfacción de nuestros deseos. Sin embargo, esta actitud requiere que tengamos que afrontar nuestro contexto. Nuestro contexto no necesita estar determinado por no­sotros a fin de poder lograr la autodeterminación. No necesitamos reconocer ningún tipo de necesidad en nuestro contexto, no nece­sitamos considerarnos a nosotros mismos como los guardianes de tal necesidad para poder alcanzar la autodeterminación. Y, sin embargo, tenemos que actuar sobre nuestro contexto. Porque sólo si lo hacemos así, podremos decir con Rosa Luxemburg: ultra pos-se, ¡temo obligatur. Pero, ¿cómo podemos de este modo arreglár­noslas con nuestro contexto?

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II

La sociedad insatisfecha está cambiando continuamente. Estos cambios pueden atribuirse a la autorreproducción expandida de un sistema autoimpulsor, así como también a las intervenciones y acciones de sujetos, tanto individuales como colectivos. Ambos en­foques pueden a la vez combinarse. No tenemos ni una sola des­cripción objetiva de la sociedad moderna. Todas las descripciones, aunque científicas, están incrustadas en, y moldeadas por, teorías y metateorías filosóficas y evaluativas. Aunque no pretendo aquí definir la estructura de la sociedad moderna, ha de quedar claro que atribuyo el poder de intervención, de llevar a cabo cambios, a los sujetos (individuales o colectivos). Adopto la postura y la consideración de la persona contingente que intenta transformar su contingencia en un destino, no mediante la satisfacción de me­ros deseos ni tampoco desvinculándose de un contexto, sino en­frentándose con ese contexto al mismo tiempo que otorga priori­dad a la satisfacción de las necesidades de la autodeterminación. Enfrentarse con un contexto significa cambiarlo, el dar prioridad a la satisfacción de las necesidades de autodeterminación significa dar prioridad a ese contexto, hasta el grado en que sea posible, en una dirección que permita una mayor autodeterminación. Tal pos­tura como la que he descrito no disfruta del favor de la teoría so­cial contemporánea. Las últimas tendencias en el seno de la teoría social, llamadas postestructuralistas o postmodernistas, teorizan la contingencia no sólo como un producto histórico, sino también como una característica permanente de la vida humana. Al volver­se contingente, el sujeto desaparece. El esforzarse en transformar contingencia en destino está considerado erróneo, la creencia iluso­ria de un discurso humanista que debe ya abandonarse. Contem­plado desde esta perspectiva, una estructura social aparecerá a la vez como una totalidad negativa o como un texto fragmentado que no puede ser leído, un campo de fuerza de relaciones de mi-cropoder, una jaula de hierro de autorreproducción de necesidad, alienada, cosificada, modelada. Si adoptamos una imagen alternati­va del sujeto, por ejemplo como depositario de la competencia co­municativa, como hace Habermas, o como manantial de una ima­gen alternativa, como hace Castoriadis, el mundo se nos aparecería

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bajo una luz distinta. Como mínimo, nos permitiría obtener un en­foque adicional de la contingencia humana basada sobre series de categorías muy diversas.

En uno de sus estudios más recientes, Habermas ha señalado la intransparencia (Undurchsichtgkeít) del mundo moderno.2 Ningu­na sociedad es por completo transparente. Las sociedades totalita­rias tienen un importante grado de transparencia porque están or­ganizadas alrededor de un centro único. Cualquiera que viva en una sociedad de ese tipo sabe que el funcionamiento de todas las ramas y subsistemas de la sociedad dependen de ese único centro. Las sociedades tradicionales eran también más transparentes, por razones similares. Si los actores sociales pretenden cambiar una sociedad relativamente transparente, saben exactamente qué necesi­ta hacerse aunque no puedan hacerlo. En ambos tipos de socieda­des, una inmovilización del centro detendrá de un modo efectivo la reproducción de los sistemas sociales. Sin embargo, el moderno Estado occidental carece de ese centro de organización: como apunta Luhmann, el sistema social se ha vuelto descentrado. En opinión de Luhmann, la sociedad moderna está formada por una gran variedad de sistemas, y todos y cada uno de ellos sirven de en­torno a todos aquellos a quienes rodean o por los que están rodea­dos. Se puede estar de acuerdo con esa visión de las sociedades modernas sin verse comprometido con la teoría de los sistemas. A tal opinión, añadiré sólo que las tres lógicas de desarrollo de la modernidad occidental (capitalismo, industrialización y democra­cia) están incrustadas en esos sistemas, aunque no en todos ellos y tampoco hasta el mismo grado en cada uno.

Ciertos sistemas que operan en los Estados benefactores mo­dernos son subsistemas del sistema mundial (en lo principal, son económicos), otros son subsistemas de un sistema cultural o te­rritorial (tales como alianzas, instituciones internacionales), otros son los sistemas de un sistema único (como el sistema de asisten­cia y seguridad social). Esta diferenciación general es una de las razones que nos eximen de la idea de que el moderno sistema so­cial de Occidente está organizado alrededor de cualquier centro

2. J. HABERMAS, Der philosophische Diskurs der Modeme, Suhrkamp, 1985.

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único. Otra razón concierne al estatus de la vida cotidiana. En este punto, me alejo también de la teoría de sistemas de Luhmann porque, en mi opinión, la vida cotidiana no puede contemplarse como un sistema. Cada persona crece en un contexto cotidiano en el cual aprende a utilizar el lenguaje ordinario, los objetos hechos por el hombre y adquiere cierto conocimiento ambiental en el que se incluyen realidades y valores, así como una disposición a observar las normas y las reglas. Aunque los sistemas invaden la vida cotidiana, aunque el discurso científico ejerce una enorme in­fluencia en nuestras ideas sobre la buena vida, aunque los mun­dos de la vida (es decir, la suma total de modelos culturales y nor­mativos compartidos) se vuelvan pluralísticos y difusos, la vida cotidiana sigue manifestándose como una esfera separada. Los conflictos que se dan en esta esfera pertenecen a nuestras expe­riencias vitales básicas y pueden desarrollar necesidades en noso­tros, las cuales estamos dispuestos a convertir en exigencias. Los modelos culturales y normativos no están absorbidos por los sis­temas o las esferas institucionales (entendidas como la combina­ción de diversos sistemas interconectados). Como he intentado de­mostrar en otra parte,3 esto resulta obvio si consideramos que exis­te un ethos débil, un ethos ambiental en la sociedad que forma prácticas en el seno de todas las esferas y sistemas. Estos factores acentúan mi argumento de que nuestro mundo es cada vez más in­transparente, aunque me apresuraré a añadir la aclaración de que en una política de cuerpo pequeño no es tan predominante como lo es en los Estados más grandes. Si lo consideramos en tales tér­minos, los Estados pequeños, aunque todas las demás condiciones sean iguales, poseen una mejor oportunidad para la intervención humana consciente que los Estados grandes, incluso cuando am­bos estén igualmente descentrados.

Si este enfoque es correcto, la moderna sociedad occidental de la prosperidad no puede ser descrita como una totalidad, sea ésta negativa o positiva. Sencillamente no es una totalidad. Y pues­to que no lo es, tampoco puede ser cambiado como totalidad. El punto de vista del anarquismo tradicional, según el cual sólo hay que abolir el Estado y todo cambiará para mejor en una sociedad

3. Véase mi General Ethics (Manuscrito).

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sin fuerza, dominio, ni jerarquía, está totalmente anticuado. Lo mismo hay que decir de la visión marxista ortodoxa, según la cual hay que apoderarse de los aparatos del Estado y destruirlos, esta­blecer la clase obrera en el poder, y abolir el mercado para que pueda surgir una sociedad nueva y absolutamente igualitaria. És­tos y otros proyectos similares han sido catalogados de ejemplos de políticas redentoras por Ferenc Fehér.4 Una política redentora es aquella en la cual un único gesto final es considerado el portador de una redención suprema, tanto para la sociedad como para cada uno de sus miembros. Cuanto más descentrado está un siste­ma político, aparece la política redentora más ingenua (y aquí po­demos omitir los peligros inherentes en el paradigma redentor). Es esta pérdida de relevancia sufrida por el paradigma redentor la que ha llevado a muchos a la desesperación. La teoría de la «dialécti­ca negativa» es precisamente el origen de este tipo de desespera­ción. No obstante, tal desesperación está fuera de lugar, porque si no existe la redención social tampoco se da la condenación.

La carencia de todo centro organizador en las sociedades occi­dentales modernas no disminuye la posibilidad de la acción, ni tampoco de la capacidad de cambiar las relaciones sociales. Los potenciales de la acción han cambiado, simplemente, de lugar. De­bido precisamente al carácter descentrado del sistema social, las acciones emancipadoras no tienen que centrarse en el cambio de un único centro dominante y omnímodo, sino que deben llevarse a cabo en todos los sistemas y subsistemas, en todas las esferas de la sociedad, incluida la vida cotidiana. En este contexto, la acción emancipadora se vuelve difusa. Además, ya no es necesario que todos los actores que aspiran a la emancipación aunen sus fuer­zas, ya que ese «aunamiento de fuerzas» era necesario solamente cuando podía señalarse un único centro organizador de todos los subsistemas sociales. Grupos distintos de actores pueden compro­meterse en acciones emancipadoras en el seno de distintos sistemas y esferas (incluida la vida cotidiana). La sociedad moderna no se parece a un edificio que deba derribarse para construir otro nuevo. Si tenemos que usar símiles, se parece mucho más a un barco don-

4. Ferenc FEHÉR, «Redemptive and Demoeratic paradigms in Radical Politics», Telos, 63, 1985.

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de unos pueden cambiar los mástiles, los otros pueden cambiar las velas, mientras otros pueden ocuparse de encerar la cubierta. Los símiles pueden, por supuesto, prestarse a confusiones. Si uno cam­bia un subsistema concreto, influye de inmediato en el entorno de ese subsistema. Si la vida cotidiana ha cambiado aquí o allá, si las subesferas culturales han cambiado hasta cierto grado, la misma sociedad habrá cambiado incluso si los cambios han sido llevados a cabo por diferentes grupos de actores sin unir sus fuerzas. El modelo de sociedad moderna que hemos esquematizado aquí nos permite ver cómo podemos transformar nuestra contingencia en nuestro destino a la vez que tratamos con nuestro contexto. Las personas tienen necesidades diferentes, así como estructuras de ne­cesidades diferentes, y es altamente imposible que los mismos mo­delos de acción se adecúen a cada una de ellas. Es igualmente im­posible que los mismos tipos de prácticas puedan salvar la distan­cia entre sus experiencias y expectativas, dado el carácter indivi­dual e idiosincrático de ambas.

Ya he mencionado brevemente mi concepción de la modernidad como una constelación de tres lógicas distintas, aunque interrela-cionadas.5 Hasta la más breve consideración de la lógica de la in­dustrialización mostrará que las fuerzas motivacionales que perpe­túan cada una de esas lógicas son los deseos. La industrialización y el capitalismo proporcionan satisfactores a los deseos. Al hacerlo, pueden también proporcionar satisfactores a la autodeterminación, aunque sin que por ello satisfagan la necesidad de autodetermina­ción como tal. Ésta es la lógica de la democracia que puede ser sustentada y expandida por esas necesidades que aspirar a la auto­determinación. Una institución es totalmente democrática si todas las normas y reglas de esa institución concreta han sido planeadas y autorizadas por la libre voluntad de cada miembro que participa en esa institución. Sin embargo, no es condición de la democracia que la función (o funciones) de una institución concreta deba ser también decidida y codeterminada por sus miembros: ciertas insti­tuciones deben realizar ciertas funciones y no otras. Uno puede,

5. Para una elaboración más detallada de esta visión de la moderni­dad, véase Agnes HELLER y Ferenc FEHÉR, «Capitalism, Democracy, Mo-dernity», en Theory and Society.

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por ejemplo, abogar por la autogestión en las empresas, pero eso no significa que la cuestión de si esas empresas deben producir ciertos bienes materiales se convierta en sí misma en un asunto de decisión. Las instituciones religiosas son instituciones de culto y las difusoras de diversos tipos de fe. Los miembros de tales insti­tuciones no pueden, por tanto, decidir libremente si quieren, en cambio, practicar la tecnología de los ordenadores. Eliminar fun­ciones básicas sólo puede significar eliminar la propia institución, no su democratización.

De estas consideraciones podemos extraer diversas conclusio­nes:

a) Es razonable aspirar a aumentar la autodeterminación en cualquier sistema o esfera, incluida la vida cotidiana, independien­temente de si en otras esferas o sistemas se ha desencadenado el mismo proceso.

b) Es igualmente razonable desencadenar tales procesos en cualquier institución concreta (ya sea una institución de produc­ción, educación, bienestar social, cultura o arbitraje político), in­dependientemente de que el mismo proceso se haya desencadena­do en otras instituciones del mismo subsistema o la misma esfera.

c) Además, es posible acentuar un aspecto de la autodetermi­nación, independientemente de si se ha dado o no la autodeter­minación en otros aspectos.

d) Un aumento de la autodeterminación (democratización) no aspira a la eliminación de la división funcional del trabajo (entre subsistemas y esferas) característica de la modernidad. Sin embar­go, si la pretensión de autodeterminación se ve coronada con éxi­to, y hasta el punto de que lo sea, la acción transfuncional puede acumular fuerza dentro de la institución concreta y también a un nivel de instituciones interrelacionadas.

é) La lógica de la democracia, si crece y avanza, puede así convertirse en la lógica dominante de la modernidad, afirmando su primacía sobre las otras dos (las del capitalismo y la industria­lización), aunque no las elimine por completo. Las necesidades de autodeterminación no reducen los deseos a un estado de estanca­miento. Una vez las necesidades de autodeterminación empiezan a cubrirse a una escala que va en aumento, se puede razonable-

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mente asumir que de ello se derivará una difusión de deseos en satisfactores de diferente cualidad y calidad y no en un nuevo tipo de asceticismo o abnegación.

La proyectada radicalización de la democracia esquematizada aquí resulta ser marcadamente utópica. Sin embargo, muchas ins­tituciones a las que siempre habíamos supuesto utópicas en una época, tales como la asociación de la utopía con la impracticabili­dad, es completamente injustificable.

Hasta aquí he intentado mostrar que la modernidad occiden­tal, tal como se encuentra ahora, no excluye la posibilidad de un aumento de autodeterminación. El hecho de que las modernas so­ciedades occidentales hayan perdido sus centros organizadores per­mite unas mayores posibilidades para un proyecto de democratiza­ción, que de otro modo sería más difícil. La intransparencia en sí misma no es un obstáculo para la acción emancipadora, siempre y cuando la acción en sí misma no sea planeada como totalizante.

He mencionado dos tipos de procesos de democratización: los que desencadenan tales procesos en el seno de una institución, un proyecto, una esfera cultural, etc.; y otros que desencadenan tales procesos en un aspecto de la vida y lo hacen a nivel de varias ins­tituciones. Tales procesos no son desconocidos, ni mucho menos inimaginables, en las sociedades contemporáneas. Existen fábricas, oficinas, escuelas, comunidades agrícolas, asociaciones, etc., auto-gestionadas. Si se pone en marcha un proyecto de urbanización, los que vayan a ocupar las casas podrían decidir qué tipo de casas, pi­sos y entorno han de construirse: los inquilinos podrían hacer re­comendaciones para la utilización de los recursos apropiados como mejor se ajusten a sus necesidades y valores. Estas y otras prácticas similares, proyectos y movimientos, abarcan objetivos intrainstitu-cionales. El feminismo, el movimiento más importante para la auto­determinación, es, sin embargo, transinstitucional. Resulta obvio que el feminismo es un movimiento en favor de la autodetermina­ción. Como señaló Simone de Beauvoir en un momento en que el movimiento se hallaba aún en estado de gestación, el lugar de la mujer en el mundo siempre ha estado determinado por la conside­ración del macho. Si una persona nacía hembra, su hado estaba irrevocablemente decidido. La conciencia de la contingencia no po-

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día desarrollarse nunca en la mujer como lo hacía en el hombre. Un hombre podría hablar en estos términos: «¡Ojalá hubiera na­cido noble!» Un hombre podía colocarse a sí mismo, es decir, su propia persona, en otro entorno, mientras que la mujer se veía re­ducida a un cambio imaginario de su constitución biológica, de todo su ser, porque era precisamente esta constitución lo que de­terminaba y limitaba sus posibilidades. La existencia femenina, li­mitada por la consideración masculina, era global. La mujer estaba determinada por esa consideración en la vida cotidiana, en todas las esferas y sistemas, subsistemas e instituciones. Era esta deter­minación global la que retaron los movimientos feministas. Los movimientos feministas anteriores al feminismo contemporáneo (segunda oleada) ya habían desafiado esta determinación en el seno de una u otra esfera. Lo hicieron en la esfera política cuando lu­charon por el sufragio universal y en las instituciones de produc­ción cuando lucharon por la igualdad de salarios. Pero el feminis­mo de la segunda oleada ha convertido este desafío en global. Las mujeres luchan ahora por una contingencia dual, por lo indetermi­nado de sus posibilidades y por las condiciones previas de la auto­determinación. Generalmente, las mujeres que luchan por las con­diciones previas de su autodeterminación desarrollan también una gran sensibilidad hacia todas las formas de contestación que aspi­ran a aumentar las posibilidades de autodeterminación.

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Permítanme ahora volver al tema principal de este artículo: ¿cómo podemos sentirnos satisfechos en una sociedad insatisfe­cha? Las líneas más importantes de la respuesta ya han sido traza­das. Podemos estar satisfechos con nuestras vidas hasta el punto de ser capaces de transformar nuestra contingencia dual en nuestro destino mediante la elección de la satisfacción de nuestras necesi­dades de autodeterminación de un modo directo y no indirecto. Es­tar satisfechos con nuestras vidas no significa estar generalmente satisfechos. Podemos sentirnos insatisfechos con el estado del mun­do; también podemos estar insatisfechos por no haber logrado esto o aquello; podemos estar insatisfechos con las personas, con las

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limitaciones de nuestro conocimiento, etc. Ahora podemos estar de antemano seguros que algunas de nuestras necesidades concretas no llegarán a estar cubiertas. Y, sin embargo, podemos estas satis­fechos con nuestras vidas como un todo, y ni siquiera la satisfac­ción más grande o más profunda está siempre garantizada. Para decirlo de otro modo, los hombres y mujeres modernos no poseen la necesidad de sentirse completamente satisfechos. Porque si de ellos dependiera, eso significaría el final de la lucha y la búsqueda, que después de todo es nuestro elemento vital. Significaría claudi­car ante cualquier desarrollo posterior. Los que están satisfechos con sus vidas no se ven a sí mismos como meros medios para un objetivo que ha de lograrse en un futuro distante. Sin embargo, tampoco se consideran a sí mismos como fines. Su vida es un fin debido precisamente a que tiene también un propósito más allá de la autorrealización individual.

Si el fin del individuo es la autodeterminación, entonces el ob­jetivo más elevado con el que puede comprometerse el individuo es probablemente la autodeterminación de los demás. Digámoslo a la inversa: aspirar a la autodeterminación de los demás es el auténtico objetivo que está más allá de la autorrealización perso­nal, la cual nunca está en detrimento de la autodeterminación de la persona. Una persona es miembro de grupos, instituciones, com­pañera de relaciones personales. En calidad de ello, busca la auto­determinación de todos los miembros de esos grupos, instituciones y relaciones personales, así como su propia autodeterminación al comprometerse en un valor u objetivo más elevado que la persona. Llegado este punto, puede formularse la siguiente objeción. Re­sulta razonable, puede argumentarse, que si una persona tiene éxito en el proyecto de autodeterminación en el seno de grupos, institu­ciones y relaciones autoelegidas, entonces realmente se dará su autodeterminación. Pero, ¿y si la persona fracasa en el intento? ¿Y si, a pesar de la dedicación de la persona a ese objetivo, no aumenta la autodeterminación en ninguno de los grupos o institu­ciones a los que la persona está afiliada? Dado que esto ocurre con mucha frecuencia, el logro de la autodeterminación parece verse amenazado. Éste sería ciertamente un contraargumento válido si nuestra postura fuera totalizadora, una opción formulada en tér­minos de un absoluto «O esto o lo otro»: o toda la sociedad debe

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ser cambiada en dirección a la autodeterminación o el propio obje­tivo es vencido y no puede lograrse la autodeterminación. Pero he rechazado todo enfoque totalizador. Creo que los que pueden afir­mar con convicción: «Si tuviera una segunda vida, haría exacta­mente lo mismo, me gustaría volver a ser la persona que he llegado a ser», ya han alcanzado la autodeterminación. Y afirmaciones como ésta pueden hacerse aunque nuestros proyectos hayan fraca­sado. Además, desde la postura de una visión destotalizadora de las relaciones sociales, parece muy poco probable que tales proyec­tos fallen en todos los casos. Podemos triunfar al menos en un as­pecto: podemos dar forma a nuestras relaciones personales, por ejemplo, las amistades, para que sean relaciones de autodetermina­ción. Si al menos nuestros contactos íntimos y amistosos se basan en una reciprocidad simétrica, en el respeto mutuo y en una causa y unos objetivos comunes, ya habremos creado un espacio social de autodeterminación en el que la nuestra propia y la de los demás se presuponen entre sí. Y no podemos, pues, excluir que, juntos con los demás, podamos contribuir a un aumento de la autodeter­minación en grupos humanos de bases más amplias, así como en las instituciones. «Juntos con los demás» es aquí una calificación decisiva. Si un grupo de personas que «están juntas» aspiran a aumentar las posibilidades de autodeterminación, el propio grupo ha de estar basado en el principio de autodeterminación.

La contingencia puede transformarse en destino si «enfrentar­se con el contexto» incluye al menos una ampliación del espacio de la autodeterminación. «Enfrentarse con el contexto» abarca muchas y muy heterogéneas actividades. Sería ridículo afirmar que «enfrentarse con el contexto» ha de ser, o incluso podía ser, coex­tenso con la apertura de un espacio para la autodeterminación en compañía de otros. Comprender el mundo, juzgar a los actores, analizar, criticar, aceptar o rechazar las instituciones políticas y sociales y acontecimientos que se dan fuera del radio de acción de la persona son también aspectos de «enfrentarse con el contexto». Así lo es también la elección de la profesión o actividad profesio­nal, la satisfacción de deseos y muchas otras cosas. Sin embargo, si uno está comprometido con la ampliación del espacio para la autodeterminación, este aspecto de «enfrentarse con la realidad» coloreará, si es que no llega a determinar, todas las otras formas

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de «enfrentamiento». El proyecto de la autodeterminación hace las funciones de tónico al dar tono y vigor a todo lo demás, no a una simple causa.

Existen, como mínimo, dos facciones con vistas a la apertura de cualquier nuevo espacio para la autodeterminación. En un grupo o institución hay muchas más facciones porque cada miembro del grupo o institución es una facción de ella. El proyecto de autode­terminación en un grupo o institución ha de ser, desde luego, ini­ciado por alguien. En circunstancias óptimas, la iniciativa vendrá de todas las facciones implicadas, aunque esto sólo ocurra en ca­sos muy extremos. Habitualmente, sin embargo, son sólo unos pocos los que toman la iniciativa. Los iniciadores han de tener muy seriamente en cuenta el siguiente problema: ¿cómo puede abrirse un espacio nuevo para la autodeterminación y cómo hay que con­tinuar al abrirlo? Los iniciadores de proyectos de autodetermina­ción confrontarán tendencias que se contrarresten, incluso el in-movilismo, aunque deben siempre combatir la idea de que hay que obligar a la gente a ser feliz. La idea de forzar a la gente a la feli­cidad sirve como dispositivo ideológico para un nuevo tipo de do­minación. Sólo hay un tipo de presión sublime que resulta difícil evitar: la presión de la retórica. La retórica es un arte de persua­sión. Permite el uso de todo tipo de recurso verbal para conseguir que la otra facción acepte una propuesta de acción. Permite la manipulación de los hechos, la retención de ciertos tipos de infor­mación, al tiempo que acentúa mucho otros, apela a las emociones no racionales (envidia, agresividad, vanidad), etc. Contrastar la re­tórica con la dialéctica ha sido un hábito de los filósofos. En este sentido, una discusión es dialéctica si todas las facciones a discutir mantienen entre sí una relación simétricamente recíproca, si todo el mundo es un oyente a la vez que un orador y si todos los parti­cipantes aportan razones en favor de sus puntos de vista. Una rela­ción dialéctica presupone que todos los hechos que conciernen di­rectamente a la decisión están al alcance de todas las facciones, y que ese atractivo hacia las emociones meramente particularistas (incluidas las irracionales) está desautorizado. En cambio, una dis­cusión es retórica si los participantes en ella se encuentran en una posición asimétrica. Así, volviendo al problema que estamos tra­tando aquí, si la gente inicia la apertura de un nuevo espacio para

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la autodeterminación tiene que esforzarse en no proceder de una forma retórica. Éste es a la vez un objetivo no siempre fácil de al­canzar y es, a la vez, un auténtico test de la autenticidad de nues­tras intenciones.

Hay que tener siempre en cuenta que embarcarse en algo nuevo siempre es un experimento. Aquí y en otros artículos he formulado la validez de la siguiente idea regulativa: todas las necesidades de­ben ser reconocidas y reconocidas de manera equitativa, excepto la satisfacción de aquellas que impliquen a otras personas como meros medios. De esto se deriva que si se lleva a cabo un experi­mento social, todas las facciones implicadas en él han de estar igualmente dispuestas a realizarlo. Nadie tiene derecho a experi­mentar con los demás, sólo podemos experimentar juntos. Cuando es un experimento que aspira a lograr autodeterminación, hay que distinguir dos elementos. El primero es el proceso de la autodeter­minación en sí. El segundo se refiere al resultado del proceso de autodeterminación. Todos podemos decidir en cualquier momento que las normas o reglas de una institución concreta han de ser de­terminadas por todos nosotros y que todo el mundo será partícipe en tales decisiones. Pero podemos también establecer normas y re­glas concretas para nosotros mismos como copartícipes en la deci­sión. El primer elemento del experimento tal vez pueda cumplirse con éxito, mientras que el segundo siempre estará fuera del alcan­ce. Esto es, podemos ponernos de acuerdo sobre los principales procedimientos que deben guiar ese experimento concreto de auto­determinación, pero no sobre el contenido de las normas y reglas. ¿Cómo podrán proceder dialécticamente los iniciadores de taLexpe-rimento de doble filo si todas las necesidades, excepto aquellas que dependen de la dominación y la utilización de la fuerza, son reco­nocidas por todos a la vez? Primero, han de distinguir entre las necesidades de autodeterminación por un lado; y por otro, las de­más necesidades y sus correspondientes satisfactores. Esto parece muy sencillo aunque se han cometido errores decisivos, debido precisamente a que no se ha prestado la debida atención a esta distinción. Para poner un ejemplo bien conocido, Simone de Beau-voir apoyó la causa de la autodeterminación de las mujeres, pero al mismo tiempo afirmaba que para ser libres, las mujeres no de­bían tener descendencia. Este argumento se explica del siguiente

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modo: la necesidad de autodeterminación está establecida como la predominante sobre todas las demás, y para que se viera cubierta, ciertas necesidades concreías (en este caso, tener o no tener un hijo) son desaconsejadas, o en última instancia, imputadas. Aunque éste es un ejemplo de necesidades puramente individuales, las mis­mas reglas se aplican a las decisiones de grupo. Por ejemplo, los iniciadores del proceso de autodeterminación en la esfera del urba­nismo público pueden tener en mente una imagen clara de qué tipo de habitat se adecuará mejor a las personas; y, sin embargo, si la-autodeterminación, y por tanto la libre decisión, no se toman seriamente, las personas afectadas tienen que decidir incluso cuan­do la idea del tipo de casa más adecuada a sus necesidades sea dis­tinta de la de los iniciadores del movimiento.

La distinción entre la necesidad de autodeterminación y otras necesidades y deseos establecidos en todos los tipos de satisfacto-res es lo más importante cuando se considera la imposibilidad de argumentar con éxito una tesis en pro de la autodeterminación, sin establecer una conexión entre los dos grupos de necesidades (con la sola excepción de la autodeterminación en las relaciones no ins­titucionalizadas). Hay que tener en mente que las actitudes orien­tadas hacia los deseos están en la actualidad más generalizadas que las exigencias forjadas por necesidad de autodeterminación. No es ilusorio presumir que las necesidades de autodeterminación están presentes, en mayor o menor grado, en la abrumadora mayoría de los individuos modernos, pero resulta igualmente razonable asumir que buscan la satisfacción indirectamente, en vez de hacerlo de manera directa, a través de la senda de la satisfacción de deseos. En el transcurrir normal dé los acontecimientos, es justo decir que la gente exhibirá una cierta renuencia a participar en experimen­tos en pro de la autodeterminación, y si tienen motivos para sos­pechar que ciertos deseos, sobre todo los materiales, no satisfarán o que no podrán satisfacerse hasta el punto en que lo están en el presente. La autodeterminación, por definición, tiene que estar autodeterminada, y las personas sólo es probable que exijan auto­determinación si están convencidas de que sus deseos (excepto la necesidad de dominación) se verá satisfecho hasta el mismo punto, y preferiblemente hasta un punto mucho más alto que bajo las con­diciones existentes.

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Existen otras muchas dificultades frente a los que participan en el proceso para la autodeterminación. Las instituciones existentes que forman el entorno de las personas de la institución que están intentando cambiar, pueden presentar una enorme resistencia a los cambios que se consideran sólo por el peso cabal de su existencia. Los experimentos para la autodeterminación no sólo tendrían más posibilidades de éxito, sino que además ganarían impulso con ma­yor facilidad si tales experimentos tuvieran el apoyo y el soporte de otras instituciones. Las agrupaciones sociales y políticas pueden prestar este apoyo, así como el Estado, si ven estos experimentos con simpatía. Además, la autodeterminación requiere un sentido de la responsabilidad enaltecido, y a veces también exige dema­siado tiempo. Muchos no estarían preparados para asumir tal res­ponsabilidad o sacrificar siquiera una pequeña parte de su tiempo libre. Además, la autodeterminación tiene su economía propia. Si una persona es miembro de diversos grupos e instituciones, puede, o tal vez podrá, estar lista para participar en el proceso de tomar decisiones en uno de esos grupos o en algunos de ellos, pero no cier­tamente en todos; y, sin embargo, la persona puede exigir que sus deseos se vean satisfechos en todos. Razones de espacio no me per­miten discutir otros problemas relacionados con el compromiso en el proceso de autodeterminación y en la ayuda que debemos buscar en los otros para conseguirlo. No obstante, de todo lo dicho hasta ahora pueden extraerse algunas conclusiones.

Los que buscan autodeterminación tienen que enfrentarse con el contexto en cuyas acciones están incrustadas, con el objetivo de ampliar el alcance de la autodeterminación. Se puede ampliar el alcance de la autodeterminación entrando en una relación razonada con otros de una forma dialéctica en vez de retórica. Hay que dis­tinguir entre la autodeterminación en sí misma y los deseos con­cretos que la gente quiere satisfacer, ya sea con participación razo­nada o sin ella. Se puede pedir ayuda y aliento a otras institucio­nes (incluido el Estado), aunque hay que asegurarse de que tal ayu­da no vaya a resultar paternalismo. El peligro de ello es especial­mente grave en el caso del Estado y ciertas instituciones cuya fun­ción principal es actuar garantizando solamente la satisfacción de deseos. Las decisiones tomadas por estamentos autogobernados pue­den ser criticadas, al igual que pueden serlo todas las necesidades

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y sus correspondientes satisfactores. Sin embargo, en eí caso de una exigencia de autodeterminación, han de recibir reconocimiento no sólo su necesidad subyacente, sino su curso elegido. Finalmente, la autodeterminación como actitud fundamental no requiere la par­ticipación activa en todas las instituciones o grupos sociales o polí­ticos de los que se sea miembro. Incluso una sociedad completa­mente autogobernada, una sociedad de democracia radicalizada, no podría exigir a sus miembros una participación tan total. Porque ninguna sociedad puede autogobernarse cuando la necesidad de no participación no está reconocida. Si tal necesidad permanece sin reconocerse, esto dará lugar a una restricción de las necesidades humanas, lo cual es, en sí mismo, perjudicial para la autonomía.

2

La cuestión a la que nos hemos referido hasta aquí es cómo podemos transformar contingencia en destino al tiempo que nos en­frentamos con nuestro contexto. Como conclusión, quiero volver a dos problemas relacionados. Primeramente, la disponibilidad favo­rable a enfrentamos con nuestro contexto en la forma que hemos señalado y la satisfacción que sé obtiene en el proceso de enfren­tarse al contexto están condicionadas en sí mismas. Segundo, en­frentarnos solamente con nuestro contexto no llena de satisfacción nuestras vidas. Aunque «estar satisfecho con la vida» no presu­pone la satisfacción de todas nuestras necesidades, hay que haber cubierto ciertas necesidades antes de que podamos llegar al punto de estar satisfechos en la vida. Examinemos brevemente estos pro­blemas.

La condición que debe estar presente para la disponibilidad de enfrentarse con el contexto de la forma que hemos descrito es muy simple: uno tiene que elegir ser una persona honrada. Elegir ser una persona honrada, honesta (o buena), requiere la resolución de que antes de emprender una acción, hay que examinar si esa acción es correcta. Una persona honrada da prioridad a las consideracio­nes morales en contra de consideraciones de tipo pragmático (por ejemplo, qué clase de acción sirve mejor a los intereses particula­res de uno). Esto no significa que la persona honrada renuncie a

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sus propios intereses. La persona honrada actuará así, siempre y cuando sus intereses no ereen injusticia en otras personas, ni las engañe. De hecho, estoy de acuerdo con la definición de bondad de Platón: una buena persona es la que sufrirá una injusticia (en­gaño) antes que cometer una injusticia (o engaño). Una persona de este tipo, buena, honrada, honesta, no es un santo ni tampoco un altruista. Una buena persona no busca el sufrimiento ni que le engañen. Sólo acepta el sufrimiento o ser engañado, en tanto en cuanto alternativa a que sufrir la injusticia sea injusto o suponga un engaño para los demás. Queda claro por qué el tipo de autodeter­minación que he discutido en este artículo presupone honestidad y honradez. Si alguien comete una injusticia con otro o le engaña, ha violado la autonomía de ese otro, ha rechazado el reconocimien­to de las necesidades de ese otro y no ha sido capaz de cooperar con su semejante; abreviando, ha utilizado al otro como mero medio.

El tipo de necesidades que deben en verdad ser satisfechas an­tes de que uno pueda sentirse satisfecho con su vida es la necesidad de practicar la destreza de cada uno de convertir nuestras dotes en talentos, Por supuesto, todos tenemos muchas dotes positivas de las que podemos convertir en talentos y posiblemente no podremos de­sarrollar todas nuestras dotes y convertirlas en talentos. Sin embar­go, y a fin de estar satisfechos con la vida, tenemos que estar satis­fechos de que las dotes que hemos convertido en talentos estaban entre las mejores.

El otro tipo de necesidades que deben verse cubiertas son las que nos procuran vínculos significativos y profundos. Si un vínculo personal u otro no resulta de la forma que esperábamos, eso no significa, en sí mismo, que hayamos llevado una vida sin significa­do. Pero si alguien no ha tenido nunca ni una sola relación perso­nal profunda con otra persona, su vida no podrá ser completamen­te buena.

Para terminar, hay grandes momentos de gozo y realización completos, momentos de felicidad y arrebato. Maslow los llama momentos como «experiencias cumbre». Una vida sin una sola ex­periencia cumbre es absolutamente desgraciada. Es también muy extraño: casi todo el mundo ha disfrutado al menos una vez y, a menudo en repetidas ocasiones, de momentos de realización. Sin

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embargo, cuanto más contingente sea una persona, más volverá a caer esa persona en la experiencia de la contingencia después de tal experiencia cumbre. Una experiencia cumbre es para esa per­sona la promesa de un paraíso que nunca se materializa, la excep­ción confirma la regla, el momento que pasa sin dejar ninguna huella. Cuando el momento ha pasado, la vida se vuelve incluso más vacía que antes. No obstante, si la actitud de la persona está enraizada en la necesidad de autodeterminación, las experiencias cumbre no desaparecerán. Por el hecho de surgir de la vida como totalidad y regresar a ella también como totalidad, una experiencia cumbre puede convertirse en inspiración para la persona, puede ser «cazada» aunque no perpetuada. Repitiendo: la actitud de la autodeterminación actúa como un tónico. Es debido a esta actitud que la experiencia cumbre puede aromatizar cualquier otra expe­riencia. Metafóricamente hablando: hace que la vida sepa bien. Y es cierto, la vida con la que estamos satisfechos sabe bien.

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La justicia social y sus principios

por Á. Heller

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P ermítanme, primero, presentar una fórmula general y abstracta de la justicia. Es general y abstracta para todos los tipos de

justicia que puedan ser descritas con dicha fórmula. Ésta es la si­guiente: «Las normas y reglas que constituyen un grupo humano deben ser aplicadas de manera consistente y continua a todos y cada uno de los miembros de dicho grupo.» Voy a denominar esta fórmula el concepto formal de justicia. La fórmula puede aplicarse y adaptarse a todos los casos concretos de justicia. Uno de los casos es cuando uno actúa de acuerdo con las prescripciones con­tenidas en la fórmula. Por el contrario, se puede decir que uno actúa injustamente cuando: a) aplica las normas y reglas de un modo inconsecuente; b) las aplica de un modo discontinuo; o c) si uno aplica una norma o una regla distinta de la que constituye ese grupo humano concreto a los miembros de ese grupo. Para poner un ejemplo, si usted es profesor y corrige los exámenes de sus alumnos, los evalúa según ciertas normas de excelencia que son válidas para todos y cada uno de los estudiantes. Si usted da unas puntuaciones más altas a algunos estudiantes porque le gustan más, se está comportando de un modo inconsecuente y, por tanto, in­justo. Si corrige los exámenes con unas valoraciones más altas por la mañana y otras más bajas por la tarde, ya que su concentración y atención han disminuido, infringe entonces el principio de con­tinuidad y es también susceptible de obrar injustamente. Y si juzga los exámenes de un modo consecuente y continuo pero utiliza mo­delos de preferencia política (en vez de los de excelencia), no apli­ca el propio modelo que exige esa institución concreta y de nuevo actuará injustamente.

Hay muchos tipos diversos de actos justos o injustos. Existen los actos de juicio, de distribución, los actos que otorgan o impiden

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algo, actos de recompensa o castigo, y muchos otros más. Sin em­bargo, las justicia o la injusticia sólo pueden atribuirse a una acción que se realice de acuerdo con ciertas normas o reglas. De esto se deduce que la naturaleza no puede ser justa o injusta, aunque no­sotros, a veces, metafóricamente hablando, apliquemos la utiliza­ción de esos términos a la naturaleza. De esto también se deduce que los sentimientos en sí mismos no pueden ser catalogados de justos o injustos. También, finalmente, se deduce que las acciones son justas o injustas sólo si pueden ser comparadas e, incidental-mente, clasificadas. Es por eso que la igualdad y la desigualdad son los valores constitutivos de la justicia. Lo único no puede ser nunca comparado ni clasificado, y, obviamente, las entidades úni­cas tampoco pueden ser iguales o desiguales entre sí. Indudable­mente, las personalidades humanas son únicas y, por lo tanto, nin­guna persona humana es, como totalidad, igual a ninguna otra; las personas en sus totalidades son simplemente distintas y, como ta­les, inconmensurables. Sin embargo, si comparamos los seres hu­manos que pertenecen al mismo grupo dejamos de compararlos como totalidades y lo hacemos meramente desde la perspectiva de una norma o regla, es decir, sólo en un aspecto. Así, si afir­mamos, en el espíritu de la Declaración de los Derechos Huma­nos, que todos los seres humanos son nacidos iguales, no que­remos en verdad decir que son todos lo mismo. Lo que queremos decir es que todos los seres humanos han nacido como miembros de un grupo universal llamado humanidad y que merecen el mismo reconocimiento de su carácter humano en virtud de pertenecer al mismo grupo (universal). La igualdad no es una sustancia; tanto la igualdad como la desigualdad están constituidas por normas y reglas y sólo por ellas. Hay que señalar, de antemano, que las nor­mas y reglas no son meramente constituyentes de los grupos huma­nos, hay normas que trascienden estos grupos. Sin embargo, en el contexto presente, voy a limitar mi discusión a los primeros.

Ser justo es una virtud moral, ser injusto es una seria deficien­cia moral, independientemente de que tenga algo que ver con las cuestiones morales el que la persona aplique unas reglas o normas con consecuencia y continuidad o de si no las aplica adecuada­mente. Todos los profesores saben que los alumnos que hacen los mejores exámenes no son necesariamente los que se merecen las

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mejores notas, aunque uno actúe justamente sólo si califica según las normas y reglas del contexto concreto; en este caso, las normas y reglas apropiadas para los exámenes. La justicia es una virtud fría porque requiere imparcialidad.

Las normas y reglas que constituyen los grupos humanos son de tipos diferentes. Sin embargo, podemos tipificarlas en conso­nancia con las /dees de justicia que representan. Las ideas de jus­ticia son principios generales de comparación y clasificación. Las distintas sociedades se caracterizan por tener ideas diferentes, glo­bales y decisivas con respecto a la justicia. Ciertas ideas distintas de justicia pueden ser inherentes a la verdadera sustancia de un complejo institucional concreto. Las siguientes máximas abarcan las ideas principales sobre la justicia: a cada uno lo mismo; a cada uno según sus méritos; a cada uno según su categoría; a cada uno según su rango; a cada uno lo que le corresponde por pertenecer a un grupo esencial concreto. La idea de «a cada uno según su rango» es claramente una idea global de la justicia en las elevadas civilizaciones premodernas, aunque no tiene relevancia o muy poca en nuestro mundo actual. Sin embargo, todas las otras ideas de jus­ticia tienen gran relevancia en las sociedades del presente, en las que sirven como principios guiadores de las normas y reglas de un gran número de instituciones. La relevancia de las ideas sobre la justicia se verá mejor perfilada cuando aborde, más adelante, la cuestión de la «justicia social». Ahora me gustaría discutir un poco más sobre las ideas de justicia.

No todas las ideas sobre la justicia pueden aplicarse a todas y cada una de las esferas o instituciones en el seno de una sociedad concreta. Algunas esferas excluyen ciertas ideas sobre la justicia por definición o de un modo normativo (es decir, porque hemos elegido ciertas normas o reglas que las excluyen). Volviendo a nues­tro ejemplo anterior, podemos ver que al calificar los exámenes la única idea que puede regular las normas y las reglas es la idea de «a cada uno según su grado de excelencia». Si tuviéramos que apli­car a la calificación de la idea «a cada uno lo mismo», no existiría tal calificación. En otras palabras, la idea de «a cada uno lo mis­mo» está excluida por definición de esta institución. Si nos refe­rimos a los derechos políticos, sin embargo, la idea de «a cada uno lo mismo» es de vital importancia. Indudablemente, otras ideas

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también lo serían, por ejemplo la idea de «a cada uno según su gra­do de excelencia». Pero no queremos que lo sean y es por eUo que excluimos todas las demás ideas excepto una: «a cada uno lo mis­mo» normativamente a partir de unas normas reguladoras concer­nientes a los derechos políticos.

Puede suscitarse la pregunta de por qué no he incluido el prin­cipio de «a cada uno según su necesidad» dentro de las ideas sobre la justicia. Lo he excluido del todo deliberadamente porque, en contra de una muy difundida creencia, este principio no es una idea de justicia. Al contrario, este principio nos impone ir más allá de la justicia. Dado que todas las personas son únicas, no pueden ser igualadas; y por consiguiente, la satisfacción de todas las nece­sidades de todas las personas no puede basarse en la comparación o la clasificación. El principio «a cada uno según sus necesidades» queda por tanto mejor expresado en los términos siguientes: «a cada uno según su unicidad». Al excluir el principio «a cada uno según sus necesidades» de las ideas sobre la justicia, no pretendo implicar que las ideas de justicia no tengan relevancia alguna en las necesidades. La idea «a cada uno lo mismo», por ejemplo, go­bernaría ese grupo de necesidades que han de ser cubiertas en el mismo grado para todas las personas. La idea de «a cada uno lo que se merece en virtud de su pertenencia a una categoría esencial» se aplica a esas necesidades que surgen en contextos concretos tales como el derecho de toda persona enferma a tener un cuidado mé­dico socialmente garantizado o el derecho de un desempleado a re­cibir los subsidios de desempleo. Estos ejemplos indican que esta idea concreta de la justicia se utiliza a una escala social muy am­plia en Estados que poseen asistencia social. En realidad, sólo hay una idea de justicia: la idea de «a cada uno según sus méritos (o deméritos) que desatienda por completo las necesidades. Una per­sona indigna puede necesitar ser alabada hasta el mismo grado que una persona digna, pero la aplicación de esta idea de justicia sirve para excluir de toda consideración la necesidad indigna.

Hasta aquí he discutido brevemente los aspectos del concepto formal de justicia. He argumentado que todo tipo de justicia puede en última instancia someterse a la fórmula que sostiene que «las normas y las reglas que constituyen un grupo humano deben apli­carse consecuente y continuamente en todos y cada uno de los

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miembros de ese grupo». También he discutido que las normas y las reglas de un grupo pueden en sí mismas estar formadas y guia­das por diversas ideas de justicia. Me gustaría ahora llevar la argu­mentación un paso más adelante, marcando la distinción entre el concepto de justicia estática y el de justicia dinámica.

Nuestra concepción de justicia es estática siempre que las re­glas y las normas se consideren no problemáticas; siempre que se den por sentadas y no sean puestas en tela de juicio o verificadas. En este contexto, limitamos los términos «justo» e «injusto» a la aplicación de las normas y reglas. No nos cuestionamos, por ejem­plo, si es justo evaluar a los alumnos en base a los resultados de sus exámenes y tampoco nos cuestionamos si es justo o no lo es remunerar ciertos tipos de trabajo con salarios más altos que los de los otros tipos de trabajo. Sólo se hace justicia si los buenos exá­menes reciben buenas puntuaciones y los malos exámenes malas notas; y, del mismo modo, el trabajo altamente cualificado está remunerado con mejores salarios que el que no necesita especiali-zación. Se dice que si tales reglas se trastornan, el resultado será la injusticia, es decir, siempre que el poder social (como la riqueza o la influencia política) o el favor personal (motivado por el orgu­llo o la simpatía) lleva a una aplicación inconsecuente de las re­glas. Si las leyes que regulan los impuestos se consideran justas, la evasión de cumplir con tales leyes fiscales es, por definición, in­justa.

Cuando las normas y leyes pierden la cualidad de que se den por sentadas, es decir, cuando empezamos a cuestionarlas y veri­ficar su validez, nuestra concepción de la justicia es dinámica. Su­pongamos que hay ciertas normas o reglas social y legalmente esta­blecidas que puedan o no aplicarse de una manera consecuente. Podemos omitir el tema de la aplicación y catalogar las normas o reglas, tal como están, de injustas. Ahora las tendremos que susti­tuir por reglas y normas alternativas. Ambos aspectos de esta afir­mación tienen aquí igual importancia. El rechazo de ciertas normas y reglas no cumple en sí mismo el requisito de una justicia diná­mica; las normas y reglas alternativas que, en nuestras mentes, son justas, deben también proponerse y verificarse. Así, si las reglas que pertenecen a la «conducta justa en la guerra» se consideran injustas y si en cambio proponemos que la conducta en la guerra.

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no tiene que ser regulada por ninguna norma, no estaremos ope­rando con una concepción dinámica de la justicia. Del mismo modo, nuestro concepto no será el de la justicia si rechazamos como injustas por definición todas las regulaciones sociales, basán­donos en el hecho de que cada uno tiene que ser libre para hacer lo que desee. La fórmula de la justicia dinámica es la siguiente: «Esto no es justo, pero aquello sería, en cambio, justo.»

Hacer afirmaciones evaluativas del tipo «esto es justo», «esto es injusto», en el contexto de una concepción estática de la justi­cia, significa implícitamente aspirar a un consenso social existente (aunque, desde luego, es posible que éste no sea un consenso so­cial factual, algo que raramente se da). Sin embargo, si sostenemos que un tipo concreto de las normas y reglas existentes es injusto y que otra serie de normas alternativas sería justa, nos vemos arrastrados a un conflicto social, porque detrás de las exigencias de justicia e injusticia se hallan siempre importantes grupos so­ciales. Así, cuando buscamos y exigimos un consenso social, ex­presamos nuestro deseo o nuestra convicción de que al menos la mayoría de nuestros conciudadanos aceptarán nuestra serie alter­nativa de reglas y normas y la considerarán más justa. Además, expresamos el deseo de que esa serie alternativa de normas y re­glas sustituya a la establecida. En otras palabras, deseamos trans­formar nuestro concepto de justicia de dinámico a estático.

La justicia estática puede, pues, caracterizarse como un univer­sal humano empírico. Esto significa que no puede existir ninguna sociedad sin justicia estática. En cambio, la justicia dinámica no es un universal empírico. Existen aún ciertas comunidades tribales en las que todas las normas y reglas están dadas por sentado per­manentemente, y los conflictos sobre el tipo de justicia imbrincado en la serie de normas y reglas existentes nunca salen a la luz. Mien­tras que en las sociedades premodernas los conflictos sociales cen­trados en la exigencia de justicia eran excepcionales y no aconte­cimientos normales, en las sociedades modernas este panorama ha cambiado espectacularmente. La justicia dinámica ha obtenido un lugar permanente en nuestras vidas. Podríamos incluso decir, en cierta manera paradójicamente, que en las sociedades modernas, al menos en Occidente, la justicia dinámica se ha convertido en un elemento estático en cuanto su presencia se da por sentada. Es-

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tamos cuestionándonos y verificando permanentemente la justicia de una serie de normas y reglas en contra de otra serie de ellas. En tales sociedades, hay muy pocas normas y reglas que sean conside­radas completamente justas por todo el mundo.

¿Cómo sabemos que ciertas normas y reglas son justas y otras normas serían justas o más justas? La cuestión puede, por supues* to, rechazarse por irrelevante y repetidamente formulada, tal como lo hizo Trasímaco en La República, de una manera relativista: todos y cada uno de los grupos sociales siguen su propio interés y llaman «justicia» a lo que mejor se adecúa a su interés. Cuanto más fuerte sea el grupo, mayor número de los intereses de ese gru­po concreto coincidirán con lo que es considerado justo. Según este criterio, corrección es igual a poder. Sin embargo, si las exigencias de justicia son tratadas en este sentido nominalista o relativista, toda la discusión que se refiere a la naturaleza de la justicia resul­taría irrelevante. Y, no obstante, el argumento tiene sus grietas. Aun cuando fuéramos a aceptar la proposición de que todos los grupos que luchan contra la justicia de una norma o regla existen­te estén motivados por sus necesidades e intereses, de ello no se derivaría que una serie alternativa de reglas y normas sería defi­nida justa en virtud de las necesidades o intereses subyacentes. En realidad, tanto podrían ser más justas como más injustas. Las ne­cesidades e intereses motivan conflictos centrados en exigencias de justicia, pero no pueden determinar si las normas y reglas son ver­daderamente justas. ¿Qué determina, entonces, la justicia? Los que rechazan los argumentos nominalistas o relativistas apuntan habi-tualmente hacia ciertos criterios absolutos o últimos, tales como las leyes divinas o las leyes de la naturaleza. Es con ellas con las que se deben comparar las normas y reglas sociales.

En el mundo moderno, la creencia en la justicia divina ha sido ampliamente combatida y ya no nos ofrece ninguna guía, ya las teorías de la «ley natural» repetidamente desacreditadas. Esto, sin embargo, no significa que nos hayamos quedado sin criterios abso­lutos. El surgir del mundo moderno se ha visto, de hecho, acom­pañado por la universalización de dos valores. Son los valores de libertad y vida. El valor de la libertad se ha universalizado hasta tal punto que se ha convertido en una idea valor. Por «idea valor» §ntiendo un valor cuyo opuesto no puede ser elegido como valor,

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El valor de la vida, aunque no es universal hasta el mismo grado, se ha convertido también en una idea valor de la modernidad oc­cidental. La universalidad de una idea valor significa que debe ex­tenderse a todas las personas humanas. Las normas y reglas de la justicia pueden satisfacer el requisito de ideas valor si están for­madas por esas ideas. El criterio último, absoluto, por el que puede medirse la justicia o injusticia de las normas o reglas podría formu­larse, pues, del modo siguiente: «Igual libertad para todos; iguales oportunidades de vida para todos.» No la igualdad, sino la vida y la libertad son los valores incondicionales de la modernidad. La igualdad es un valor condicional en el sentido de que necesita re­lacionarse con los valores de libertad y vida a fin de darles un sig­nificado. La igualdad en la pobreza, o en la carencia de libertad, es por ejemplo, de valor negativo.

Si echamos una mirada hacia atrás en la historia de la justicia dinámica desde un punto de vista moderno, podemos detectar un rasgo común en cada conflicto concreto que se ha suscitado por exigencias de justicia. Los que insistían en que ciertas normas y reglas eran injustas y los que combatían por la institucionalización de unas nuevas y alternativas han proclamado siempre la exigencia de que un grupo concreto de personas tiene que disfrutar las mis­mas libertades, o las mismas oportunidades de vida, al igual que otro grupo. Al exigir la misma cantidad de libertad, proclaman una exigencia a la justicia política al exigir la misma cantidad de opor­tunidades de vida, sus peticiones eran exigencias <ie justicia social. Por norma general, tales conflictos se resolvían mediante la fuerza, las negociaciones o por medio del discurso. La universalización de los valores de libertad y vida ha modificado la tradición en dos as­pectos igualmente importantes. Primero, un grupo concreto ya no exige una igualdad de libertades, sino que son todos los grupos so* ciales quienes lo hacen. Del mismo modo, son todos los grupos, y no uno concreto, los que exigen iguales oportunidades de vida. Segundo, en tanto que la libertad es entendida como universal, la fuerza no puede ser aceptada como el medio preeminente ni deci­sivo para resolver los conflictos sociales y políticos. Esto es auto-evidente; si es la fuerza la que resuelve los conflictos, un grupo de personas no aceptará libremente las normas y reglas alternati­vas sino sólo bajo la presión de la fuerza. La institucionalización

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de normas y reglas debe ser por tanto el resultado de una negocia­ción o un discurso. La fuerza puede usarse sólo hasta el grado ne­cesario para asegurar que un grupo de personas escucha los argu­mentos de los demás. La negociación es un procedimiento en el que se resuelven conflictos de interés mediante el compromiso. El discurso es un procedimiento en el que los conflictos de valores se resuelven consensualmente por medio de la argumentación racio­nal. En la época moderna, las normas y las reglas deben ser con­templadas en cuanto son aceptadas por todo el que está implicado en ellas como resultado de un discurso de valores en el que todo el mundo puede recurrir a los valores de libertad y vida. Ésta es la idea del procedimiento justo. Sería señal de un optimismo extremo creer que en nuestro mundo de hoy en día todas las normas y reglas se establecerán mediante tal procedimiento. Sin embargo, el carác­ter aparentemente remoto de ello no es óbice para no intentar apro­ximar tanto como sea posible ese procedimiento.

De esta idea de justicia dinámica parecen derivarse unas cuan­tas consecuencias importantes. Los filósofos o científicos sociales, por más inteligentes, bien informados, sinceros o comprometidos que se encuentren, no están autorizados a describir ningún pro­grama de actuación para poseer una sociedad justa si con ello pre­tenden que como tal sirva de modelo supremo e irrebatible. Como ciudadanos, por supuesto, tienen el mismo derecho que cualquier otro ciudadano para formular sus propios proyectos de justicia social y política. Pueden ofrecer programas si tales gestos se hacen como contribuciones a la discusión y que las otras personas impli­cadas en tales proyectos puedan aceptarlos o rechazarlos. En tanto que recomienda su programa, el científico social ofrece un servicio social, no una «opinión experta», y las partes interesadas han de tener siempre la oportunidad de aceptarlo o rechazarlo según sus necesidades, valores, experiencias vitales e intereses. Segundo, no hay programa en pro de una sociedad justa que pueda ser válido (aceptado como justo) por todas las naciones, todas las culturas y todas las formas de vida. Las culturas humanas son diferentes, los estilos de vida son distintos: la misma norma que tal vez sea justa en un país puede que sea injusta en otro país con cultura y tradi­ciones diferentes.

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Permítanme ahora referirme al especial problema de la justicia social. He sugerido más arriba que siempre que unas normas y re­glas se rechacen como injustas y como justas se propongan unas normas y reglas alternativas, es decir, siempre que funcionemos en una concepción dinámica de la justicia, las exigencias se hacen en pro de una extensión o reducción de la libertad y oportunidades de vida. La justicia estática se distingue de la justicia dinámica en que en la primera las normas sé dan por sentadas y, por implica­ción, aceptadas también como justas. Sin embargo, si las personas protestan contra una manera inconsecuente de la aplicación de di­chas normas, están a la vez exigiendo la igualdad de las oportuni­dades de vida e, incidentalmente, la igualdad de sus libertades. Si unos padres hacen la vista gorda ante el mal comportamiento de uno de sus hijos pero regañan a los demás por la misma acción, esto constituirá un acto de discriminación contra la libertad y opor­tunidades de vida de los otros hijos. Si los hombres y las mujeres son iguales ante la ley, aunque las mujeres reciben salario más ba­jos y menos reconocimiento de sus personas, las libertades y las oportunidades de vida de las mujeres son mucho menores si se comparan con las de los hombres. De esto se deriva que la institu-cionalización de las normas nuevas (o más justas) no es, en sí mis­ma, suficiente; su aplicación consecuente y continua es también una condición previa de la justicia social. Esto alcanza su máxima importancia si las actitudes de las personas hacia las regulaciones políticas y sociales son similares a sus actitudes respecto a las re­gulaciones puramente morales. Es decir, pueden aceptar tales regu­laciones como justas, de un modo correcto y bueno, aunque, sin embargo, no logren aplicarlas en consecuencia.

Ya se ha discutido más arriba que si las normas y las reglas se hallan atacadas desde el punto de vista de la libertad, las contes­taciones sobre los tipos de justicia son primordialmente políticas; y si las normas y las reglas son atacadas desde un punto de vista de oportunidades de vida, esas contestaciones serán primordial­mente sociales. La «justicia social» se encuentra, por tanto, rela­cionada con las condiciones de vida. Un grupo que exija «justicia social» aspira a unas condiciones de vida iguales a las que disfruta

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otro grupo, o al menos un aumento en las condiciones de vida de sus miembros comparadas con las condiciones de vida que disfruta otros grupos, o todos los demás grupos. Obviamente, hay un fuerte vínculo conector entre la justicia social y política. Si un grupo alcanza Jas mismas libertades que otro grupo, aumentan también las posibilidades de que mejoren las condiciones de vida de sus miembros. O formulándolo a la inversa; una vez se ha logrado la libertad política, los actos de protesta en pro de la justicia social seguirán adelante sin disminuir. Las exigencias de justicia social tie­nen también una fuerte implicación política: cuanto más mejo­ran las condiciones de vida, más puede la gente servirse de la liber­tad política y la igualdad. Aunque esto sólo es verdad cuando existen los derechos políticos y la libertad. Las condiciones de vida pueden igualarse sin que tengan ningún impacto en las libertades: pueden ser cero o dictadas por un pequeño grupo de dictadores como ocurrió en el caso de la Camboya de los Jemeres Rojos. Es por ello que Rawls tiene razón al subrayar que la justicia política, como igualdad de libertades, tiene prioridad sobre cualquier otro tipo de justicia. Los mismos derechos y libertades políticas no son justas sólo porque la sociedad sea justa o las instituciones políticas de la sociedad sean justas, sino porque la igualdad en derechos po­líticos y libertades incluye los derechos de las contestaciones tanto políticas como sociales, y esos derechos están garantizados para todos. A fin de evitar cualquier malentendido, permítanme subra­yar de nuevo que la igualdad de libertades y derechos políticos para todos los miembros de un cuerpo político no termina con los conflictos de la justicia en una u otra institución concreta. Sin em­bargo, tales derechos proporcionan el auténtico marco dentro del cual tanto los conflictos políticos como los sociales puedan resol­verse mediante la negociación y el discurso.

La modernidad occidental se caracteriza por la relativa inde­pendencia de la sociedad civil y el Estado. El reconocimiento de este rasgo estructurado dio lugar a la creencia de que la sociedad civil es el lugar de la acción social, mientras que el Estado es el lugar de la acción política. El conflicto social se centra en el poder del Estado. La teoría marxiana de que el Estado no es más que una superestructura de la base económica de una sociedad civil capita­lista reconfirmó el criterio liberal, aunque realmente invirtió las

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conclusiones prácticas que se derivan de ella. Sin embargo, ha que­dado claro, sobre todo en el siglo xx, después de la Segunda Gue­rra Mundial, que atribuir la acción social a grupos de la sociedad civil y la acción política al Estado es un enfoque inadecuado de la naturaleza de la acción social y política. Hay, como mínimo, dos razones de ello. Primero, el tema tradicional de la justicia social, es decir, la redistribución y la seguridad social, ha sido incorpo­rado a la política del Estado. En la actualidad, el electorado está más preocupado por las políticas económicas sociales y fiscales de un partido o un gobierno que por su verdadero programa político. Segundo, los movimientos sociales están cada vez más orientados hacia los temas políticos; más exactamente, tienden a politizar los temas sociales, convirtiendo los agravios privados en problemas públicos. Aunque la redistribución es aún una cuestión decisiva en la agenda de la justicia social, hay otros asuntos que han alcan­zado la misma importancia. Los movimientos feministas, ecologis­tas, los movimientos que buscan un cambio en el modo de vida, los pacifistas, etc., introducen problemas no ortodoxos en el terreno público, y empiezan a surgir cuestiones sociales y políticas. Para decirlo de una manera más simple, los asuntos que conciernen a las condiciones de vida, las mismas cuestiones que tradicionalmen-te se han incluido en el apartado de «justicia social», se han vuelto ahora más ricos, más variados y heterogéneos, por un lado, y cada vez más politizados como «temas públicos» por el otro.

He mencionado ya que tradicionalmente las aspiraciones a la «justicia social» se centraban en la distribución y redistribución de la riqueza, en el llamado problema de la «justicia distributiva». Las reglas sociales que permitían a unos pocos acumular una gran cantidad de riqueza y que mantenía a los otros al límite de la super­vivencia se consideraban incluso injustas en las sociedades premo-dernas. Los pobres se sublevaban por su ración diaria de pan, las religiones amenazaban a los ricos con la retribución divina si no donaban un poco de su riqueza. Y, sin embargo, el abismo distri­butivo entre el rico y el pobre ha seguido existiendo entre nosotros, aunque no hasta ese extremo. Los movimientos igualitarios han resurgido también en el mundo moderno: el comunismo igualita­rio de Babeuf y Buonarotti son versiones modernas y actualizadas de la antigua tradición de la «justicia natural». Como es bien sabi-

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do, Marx rechazó el comunismo igualitario como una forma de en­vidia generalizada y, además, afirmó que cualquier exigencia por una mayor justicia distributiva era falsa y equivocada. La distri­bución, argumentó, es siempre secundaria a la producción. Sin embargo, estas y otras especulaciones similares no han impedido nunca que los obreros e intelectuales, socialistas, socialdemócratas y liberales estadounidenses, hayan cedido en su lucha por el ideal de una distribución más justa de la riqueza y tampoco les ha impe­dido poner en práctica diversas políticas nuevas, desde la tributa­ción fiscal progresiva a los servicios de seguridad, a fin de despun­tar los filos de una flagrante injusticia distributiva.

Al mismo tiempo, la propia «justicia distributiva» se ha conce­bido de un modo mucho más amplio que nunca. Si seguimos la distinción de Luhmann, las sociedades tradicionales pueden ser denominadas «estratificadas» y las sociedades modernas «funciona-listas». En una sociedad tradicional, era el lugar que ocupaba en la división del trabajo el que determinaba la función que realiza­ba una persona: uno había sencillamente nacido en esa condición. En la sociedad moderna, el orden de determinación ocurre a la in­versa: la función que uno realiza en la división del trabajo deter­mina su posición en los esquemas de la estratificación. De esto se deduce que la exigencia de justicia social abarque cada vez más la exigencia de un «inicio igual», es decir, una igualdad en las opor­tunidades de la vida. Si la posición que se ocupa en un orden so­cial estratificado depende de la función realizada, la exigencia de justicia social requiere que todos tengan la misma oportunidad para realizar la función para la que se sientan más capaces según sus propios talentos, y no debido a su condición de nacimiento. Dado que las funciones más recompensadoras y que gozan de un mayor salario requieren una educación mayor, los canales de la educación deben estar abiertos a todos y del mismo modo para todos, de aquí la institucionalización de reglas meritocráticas tales como «a cada uno según su grado de excelencia». La exigencia de justicia social basada en la idea de la meritocracia levantó las tra­dicionales barreras étnicas y sexuales. Las puertas de las universi­dades se han abierto para todos los grupos étnicos, al igual que para las mujeres.

Sin embargo, incluso en los Estados democráticos opulentos, en

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los que las exigencias de una «justicia distributiva» moderna se han institucionalizado hasta mayor o menor grado, aún son eviden­tes flagrantes injusticias sociales. Como resultado, se ha suscitado una serie de cuestiones sobre la propia idea de la justicia social. Pasemos a enumerar unas cuantas: ¿Puede el principio «a cada uno según su grado de excelencia» funcionar realmente en las so­ciedades contemporáneas? ¿Es el principio meritocrático justo en sí mismo o, en cambio, ha de combinarse con el principio iguali­tario de «a cada uno lo mismo»? ¿Puede llevarse a cabo en modo alguno una justicia social aproximativa mediante la redistribución de bienes, servicios y oportunidades? ¿Debe el Estado ser el agen­te principal de la justicia redistributiva si este proceso lleva al pa-ternalismo, el cual es desfavorable para la adecuada acción, inicia­tiva y responsabilidad sociales?

Está generalmente reconocido que el principio meritocrático no funciona del modo en que debería o podría. No existen «iniciales igualdades de oportunidad», puesto que la «circunstancia del naci­miento» (tanto si uno ha nacido en una familia rica como pobre, en una de bajas o altas aspiraciones, en uno u otro grupo étnico, como hombre o como mujer) influye con tanta fuerza, aunque no determine completamente, las oportunidades de triunfar en una función, que es la que mejor se adecúa a uno. Sin embargo, el pro­blema apuntado en la segunda cuestión va más allá. ¿Por qué las personas deben recibir remuneraciones según su grado de excelen­cia? ¿Qué es, por cierto, la excelencia? Todo el mundo puede ser excelente en algo. ¿Por qué un artista de cine estará mejor pagado que un basurero si ambos son excelentes en sus trabajos? Una buena parte de la teoría contemporánea liberal de los Estados Uni­dos se concentra en este problema. Rawls, cuya teoría de la justicia es la más conocida entre ellas, se ha ocupado de la aplicación dog­mática del principio meritocrático. Formula la aceptación del lla­mado «principio de diferencia» según el cual una realización exce­lente se merece una remuneración más alta sólo si mejora directa­mente la situación del grupo humano más marginado. Independien­temente de si las sugerencias alternativas para una justicia distri­butiva están formadas por la idea «a cada uno según su grado de excelencia». O por la combinación de esa idea con el principio de «a cada uno, lo mismo». El programa social inherente en ellos es

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sorprendentemente similar. En otra parte he definido a este pro­grama como el «modelo tríada». Existen átomos humanos que em­piezan la carrera desde el mismo punto de partida. Algunos ganan la carrera y terminan en las mejores posiciones. Otros perderán la carrera, o llegarán, en definitiva, en los últimos lugares. El Es­tado, el tercer grupo en el reparto y fuera de competición, toma de los vencedores una cierta cantidad de despojos y los distribuye entre los perdedores. Y, sin embargo, ¿por qué ha de darse por sentado este modelo? ¿Podemos imaginar otros programas sociales? En realidad, podemos fácilmente imaginar una sociedad en la que no sean los átomos individuales sino las entidades colectivas las que participen en la carrera. Del mismo modo, podemos fácilmen­te imaginar qué entidades colectivas distintas se avienen a dife­rentes principios de distribución con los miembros de una comu­nidad que consideran justo un principio concreto, mientras que los miembros de otra comunidad consideran justo otro. No está en modo alguno escrito en las estrellas que el Estado deba ocuparse de los ancianos o los enfermos, y ni siquiera que deba organizar todos las formas de educación. Nozik formuló que la utopía real es el programa de un mundo en el que se realizan todas las uto­pías. Como es obvio, la igualdad de oportunidades de vida y las libertades, bajo tales circunstancias, serán las mismas para todos. Sin embargo, la propuesta de Nozik tiene un inconveniente, y es uno verdaderamente decisivo: rechaza la práctica de la redistribu­ción. Incluso si tenemos en mente formas de vida diferentes en las que cada una opera con modos específicos de distribución conside­rados justos por sus miembros, los recursos naturales deben seguir siendo redistribuidos hasta un mayor o menor grado, entre los miembros de tales comunidades, entidades sociales, formas de vida, etc. Porque sin la redistribución, una u otra forma de vida estaría en verdad expuesta al peligro de la extinción y la norma de «igual­dad de oportunidades de vida para todos» no se vería cumplida.

Cada vez que exigimos el establecimiento de una serie de nor­mas y reglas de justicia alternativas, exigimos también la perfección de una forma existente de vida o exigimos un cambio de esta forma de vida en otra dirección. Ambas actitudes son fructíferas. Al apo­yar el segundo proceso no he querido implicar que el primero tenga que ser rechazado. Mi elección del segundo proceso tiene tres mo-

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tivos fundamentales. Primero, cuanto más alternativas haya en los modos de vida, mejores oportunidades tendrán las personas de vivir una buena vida. Segundo, el modelo de Estado opulento contem­poráneo, al menos en Europa, está acosado por una grave crisis y eso invita a los experimentos en el cambio social si tales experien­cias son elegidas libremente por los que en ellas participan. Ter­cero, una sociedad con proyección de futuro no puede tener ningún tipo de estabilidad sin ser dinámica y, por lo tanto, cambiante; puede sustentar su dinamismo sólo si hay nuevas utopías e irrea-lismos interpretados por los actores sociales.

Hasta aquí he limitado mi discusión de la justicia social a los modernos Estados democráticos que gozan de seguridad y asisten­cia social. El espacio no me permite ir mucho más allá. Sin em­bargo, hay un problema que no puede pasarse por alto ni siquiera en este restringido marco. Los miembros de los Estados democráti­cos ricos son también miembros de la raza humana. Como seres hu­manos, no pueden desligarse del resto del mundo, y no deben tra­tar de hacerlo. Vivimos en una época de historia del mundo. Y, sin embargo, ¿podemos participar en la realización de acciones con re­percusión mundial? Además, ¿tenemos derecho a recomendar nor­mas alternativas que consideramos justas a personas cuyo entorno cultural, tradición e historia, son tan diferentes de los nuestros? Hubo una época en que socialistas y liberales creían que estaban capacitados para hacerlo. Sin embargo, si aceptamos la fórmula de que sólo son justas esas normas y reglas aceptadas libremente por todos los implicados en ellas, debemos limitar nuestras recomenda­ciones y sugerir sólo dos reglas básicas. Las que tengo en mente hacen referencia a la justicia política y a la justicia social. Pode­mos elevar peticiones referentes a reglas de cooperación interna­cional, porque las reglas, una vez aceptadas, permitirán la reso­lución de conflictos internacionales mediante la negociación y el discurso y no mediante la fuerza (la guerra). Podemos también re­comendar que todas las personas, independientemente de su histo­ria, tradiciones culturales, etc., disfruten libertad política, y que los miembros de todos los países tengan los mismos derechos polí­ticos. Porque si fuera así, los ciudadanos de todos los Estados, los miembros participantes de todas las culturas, expresarían sus pro­pias exigencias de justicia social, y podrían institucionalizar, al

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menos en principio, las auténticas normas y reglas que ellos y no nosotros, consideran justas. Las limitaciones señaladas más arriba no nos impiden prestar ayuda a las víctimas de las injusticias so­ciales (distributivas) más flagrantes. «Echar una mano» es todavía un gesto de caridad siguiendo el espíritu de la percepción tradi­cional (premoderna) de la justicia distributiva. Los ciudadanos de la Europa occidental no pueden prescribir, ni mucho menos recomendar, las reglas para una justa distribución de la riqueza para el pueblo de Etiopía. Estamos, sin embargo, autorizados a exi­gir que las libertades y los derechos se garanticen al pueblo etíope porque sólo bajo tales condiciones podrá empezar a formular por sí mismo exigencias existentes de justicia social (tal como ya se dan). Y los ciudadanos del mundo occidental pueden todavía con­siderar su deber moral y social el rescatar a las gentes de Etiopía de la muerte por inanición en nombre de la conmiseración y la caridad.

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Ética ciudadana y virtudes cívicas

por Á. Heller

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La moral puede ser descrita del mejor modo como la relación práctica del individuo hacia las normas y reglas de buena con­

ducta. Por tanto, en esta relación pueden distinguirse dos aspectos: por un lado, la relación individual y por otro las normas y reglas de conducta adecuada que el individuo relaciona con sí mismo. Si utilizamos categorías hegelianas, denominaría «moralidad» al pri­mer aspecto y Sittlichkeit (costumbres morales colectivas, normas y prescripciones) al segundo aspecto. Existen normas y reglas de conducta adecuadas en todos los campos de acción, interacción y comunicación. La moralidad no es, por lo tanto, una esfera que deba distinguirse del resto de las instituciones, ni tampoco es una institución que pueda distinguirse de las demás. No hay ninguna esfera o institución que tenga un carácter puramente moral. To­das ellas incluyen ciertas normas que pertenecen a la Sittlichkeit, es decir, a las normas y reglas cuya observancia se considera buena o correcta y cuyo incumplimiento se considera malo o incorrecto.

Podemos distinguir tres esferas típicas en todas las sociedades no tribales: la esfera de lo cotidiano, la esfera de las instituciones económicas y políticas y la esfera de las ideas y prácticas cultura­les. Son estas últimas las que dan lugar a significativas visiones del mundo, que otorgan un sentido a la vida y legitiman las otras dos esferas. Las visiones del mundo pueden, incidentalmente, utilizarse de un modo crítico, es decir, como dispositivos ideológicos para verificar y probar la bondad y corrección de las instituciones y for­mas de vida existentes. En las épocas premodernas todas las esferas tenían incorporadas las normas comunes de la Sittlichkeit. Para vivir en las distintas esferas se requerían más o menos las mismas virtudes. Una constelación como ésta puede describirse como un «ethos denso», En las épocas modernas, las esferas se han dife-

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rendado hasta un grado desconocido en épocas anteriores. Las ins­tituciones políticas y económicas separaban sus caminos y se ac­tualizó la distinción entre las esferas pública, privada e íntima. Todas esas esferas y sus subesferas desarrollaron normas y reglas propias de la Sittlichkeit. La división de la esfera cultural en subes­feras independientes expresó e inspiró este desarrollo. La ciencia se liberó de las limitaciones religiosas y a la larga se convirtió en la visión del mundo más destacada de la modernidad. Al mismo tiem­po, el arte y la filosofía también se han emancipado al rechazar la imposición de normas ajenas en su territorio autónomo. Así, todas las esferas de la vida moderna han desarrollado sus propias nor­mas intrínsecas y reglas de la Sittlichkeit, aunque no siempre hasta el mismo grado. Sin embargo, hay tan pocas normas compartidas por todos que los teóricos escépticos y pesimistas pueden plausi­blemente afirmar que las esferas de la vida son irreducibles entre sí e irreconciliables en términos del contenido de su valor. Éste era, por ejemplo, el punto de vista de Weber. En la actualidad no tenemos motivo alguno para ser escépticos. Por ejemplo, rechaza­mos el fascismo y el sexismo en todas las esferas y, al menos, teóri­camente, hasta el mismo grado en cada una. Esto indica que existe un cierto ethos común o que éste se ha presentado de nuevo. Sin embargo, este ethos común no es denso porque no pone en duda la autonomía, o la relativa autonomía de las diversas esferas y subesferas de la vida. Sólo prescribe que las normas específicas de las esferas y subesferas no deben contradecir las metanormas del Sittlichkeit. A esto le llamaré un «ethos disgregado».

La «ética ciudadana» está obviamente relacionada con las nor­mas y reglas de la acción política y con las metanormas del «ethos disgregado». Si una persona visita o no a un amigo en el hospital, si es amable o antipática, generosa o tacaña no influye directamen­te en que sea un buen o un mal ciudadano. Estas y otras virtudes similares, como también la carencia de ellas, son cuestiones priva­das. Además, existe una gran variedad de formas de vida en la sociedad civil moderna, y cada una de ellas tiene una serie propia de normas y reglas. Si uno elige una forma de vida (o, en una eta­pa posterior, elige de nuevo la que tenía al nacer), está haciendo una promesa, se está comprometiendo. El fracaso en cumplir tal compromiso representa una infracción de la Sittlichkeit de esa for-

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ma de vida concreta, pero no significa necesariamente que uno haya infringido las normas relacionadas con ser o no ser un buen ciuda­dano. Finalmente, a menos que unas fuertes razones morales dicten lo contrario, el observar las normas específicas de una esfera que no es una institución política es también una cuestión de honra­dez, aunque esto tenga muy poco que ver con ser un buen ciuda­dano. Al marcar tales distinciones, no he pretendido excusar a los que huyen de la ejecución de actos misericordiosos, a los que no son capaces de vivir según sus promesas privadas o a los que reali­zan incorrectamente sus obligaciones, ni siquiera cuando se excu­san a sí mismos refiriéndose a su compromiso con deberes públi­cos urgentes. Mi único objetivo ha sido señalar que la «ética ciu-dana» no abarca la ética en su totalidad.

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Todos los adultos miembros de un Estado democrático moder­no son por definición ciudadanos. Pero ninguno de ellos tiene una relación individual práctica con las normas y las reglas de la esfera política ni con ninguna acción o decisión relativa a dicha es­fera. Al discutir la «ética ciudadana», me refiero a las normas y reglas que atañen a los ciudadanos que participan activamente en la esfera política y no a los ciudadanos nominales. Decir que un ciudadano mantiene una «relación práctica» con las normas y las reglas de la esfera política requiere también cualificación. Por ejemplo, un científico político mantiene una relación con la esfera política, pero esta relación es más teórica que práctica: se relaciona con dicha esfera como observador, no como participante. Resulta innecesario decir que la misma persona puede ser tanto un obser­vador como un participante y puede cambiar de una actitud a otra y viceversa, pero las dos relaciones siguen siendo distintas. Ade­más, uno puede ser también un actor, un miembro participante en otras esferas que no sean la política. Por ejemplo, todo el mun­do, sin excepción, tiene una relación activa con la esfera de la vida cotidiana.

Uno puede relacionarse prácticamente con la esfera política sin haber elegido la política como vocación. Ya que Weber estaba

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profundamente preocupado por las fatídicas consecuencias que se derivarían de confundir las normas y reglas de las distintas esferas de la vida, por la intrusión intencionada o no en la política de nor­mas que pertenecían a otras esferas, insistió en que la política re­quería una cierta tendencia vocacional. Si el peligro de «fusión» de las normas y reglas específicas de una esfera puede evitarse tan sólo con la vocación, la acción del ciudadano se vería restringida a la de los políticos vocacionales o revolucionarios profesionales, y la ética ciudadana sería equivalente a la ética profesional o voca­cional. Sin embargo, no existen razones obligatorias que nos hagan aceptar esta proposición que es perjudicial para los principios de­mocráticos de la política. Cualquiera que sea la profesión o voca­ción de una persona, cualquiera que sea la esfera en la que esta persona es activa, todos los miembros de un cuerpo político demo­crático pueden también relacionarse a nivel práctico con la esfera política. En realidad, es importante que cada ciudadano aprenda a no confundir las normas y reglas específicas de una esfera con las de otra. Por ejemplo, la estetización de la política, buscando la re­dención en la política o aplicando las reglas de la ciencia a la ac­ción política, son dos tendencias igualmente peligrosas a las que es necesario resistirse. Las acciones rutinarias que juegan un papel tan importante en la esfera de la vida cotidiana están mucho menos autorizadas en la esfera política. Sin embargo, cada ciudadano pue­de aprender, y de hecho aprende, cómo alterar su actitud a la hora de entrar en la esfera de la acción política. Además, el principio de­mocrático de la participación política activa del ciudadano no tie­ne que apoyarse sólo en un argumento defensivo, sino también en un argumento ofensivo. Las personas que eligen la acción política como vocación, incluidos los llamados revolucionarios profesiona­les, tienen la tendencia a dar por sentadas las normas y reglas pre­valecientes de la esfera política. La gente que cambia de la esfera política a otras esferas puede avivar cierto potencial crítico. Sin imponer normas ajenas a la esfera política, pueden, sin embargo, desafiar el carácter de «dado por sentado» de una u otra norma política; en especial la justicia, la viabilidad y la racionalidad de ciertas instituciones. Cuanto más amplia sea la experiencia vital, cuanto más variadas seem las necesidades, de los actores político?,

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mayor es la posibilidad de que unas normas y reglas justas susti­tuyan a las existentes.

No resulta fácil distinguir entre acción política y acción social. El que la acción sea individual o colectiva no decide la cuestión. Tampoco lo hace el carácter concreto del tema sometido a deli­beración o contestación. De una manera un tanto aproximada, las acciones pueden definirse como políticas cuando las personas ac­túan en su calidad de ciudadanos, y cuando se dirigen, o inciden-talmente movilizan, a otras personas en su calidad de ciudadanos. Esto puede ocurrir de tres maneras distintas. Primera, las personas pueden actuar en el seno de las organizaciones políticas; segunda, las personas pueden transformar agravios privados en cuestiones públicas; y tercera, las personas pueden manejar, o movilizar a otros para que manejen, asuntos sociales o privados recurriendo a las ideas políticas universales o generales, a los derechos y normas democráticos. Estas tres formas de acción política pueden fusionar­se, pero no siempre ocurre así. Estas tres formas de acción política requieren virtudes cívicas.

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Las virtudes son rasgos del carácter que son considerados ejemplares por una comunidad de personas. Estos rasgos del carác­ter se adquieren con la práctica. Hacer cosas correctas y realizar­las de un modo correcto indica que la persona desea desarrollar en sí misma ciertas virtudes, o al menos parecer que eso es lo que desea. Hacer cosas correctas y de la manera correcta, consecuente y continuadamente, indica que la persona en cuestión ha logrado adquirir rasgos de carácter ejemplares. Las virtudes (o rasgos ejemplares de carácter) están relacionadas con los valores. Los va­lores son bienes. Cualquier cosa puede ser un bien, ya sea un objeto, una institución social, un sentimiento, una relación huma­na, un ser humano superdotado, un estado mental, un tipo de dis­curso, etc., si una comunidad concreta le atribuye un valor intrín­seco. Los valores puros son metabienes en tanto que su presencia o ausencia define el valor o la carencia de valor de una determina­da cosa, institución, relación humana, estado rnental, etc. Formal-

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mente, rasgos de carácter muy similares pueden ser considerados virtuosos o indiferentes a la virtud dependiendo de si están o no relacionados con un valor. Una persona que arriesga su vida por una causa es un valiente. En cambio, el riesgo de un acróbata no es una virtud sino un cierto tipo de excelencia. Algunos rasgos del carácter pueden ser considerados virtuosos por una comunidad en un período histórico concreto, mientras que pueden ser considera­dos de un modo indiferente o, incluso como vicios, en otro mo­mento histórico. Hay otras virtudes que frecuentemente son rein-terpretadas según el cambio en la orientación de los valores. Cuan­do la jerarquía es un valor, la humildad y la obediencia ciega son virtudes. Cuando la igualdad es un valor, ya no existen virtudes sino vicios. Ciertos vicios y virtudes son constantes. Su constancia indica que están relacionados con ciertas formas constantes de aso­ciaciones y relaciones humanas que siempre se consideran valio­sas. La generosidad está generalmente considerada un rasgo de carácter virtuoso, al igual que la justicia. La envidia, la vanidad, el rencor o la adulación, se consideran generalmente vicios.

De todo lo mencionado se deriva que no podemos discutir so­bre virtudes cívicas antes de discutir sobre los valores con los que dichas virtudes están relacionadas. Las virtudes cívicas son las virtudes del ciudadano. El valor con el que están relacionadas tiene que ser una cosa, una relación social, un estado mental, un tipo de discurso, un sentimiento o algo más, pero ciertamente ha de ser algo que tenga un valor intrínseco para cada ciudadano, indepen­dientemente de su credo religioso o profano, de sus aspiraciones individuales, compromisos profesionales, gustos, etc. Cicerón dijo que las virtudes cívicas están relacionadas con la res publica, la república, que literalmente significa «la cosa común». Al contra­rio que Aristóteles, sabía que compartimos algo con la totalidad de la raza humana, es decir, la razón. Como hombre de sentido co­mún, sabía también que compartimos mucho más con los miem­bros de nuestra familia que con el resto de nuestros conciudada­nos: compartimos prácticamente todo con las personas que viven bajo nuestro mismo techo. La cosa común compartida por todos los ciudadanos y sólo por ellos no es el bien más general (porque éste está compartido por toda la humanidad), ni tampoco la suma total de todos los bienes (porque éstos están compartidos por los miem-

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bros de la familia o los amigos íntimos), sino los bienes considera­dos como condiciones de bienestar. Las instituciones, esto es, las leyes de la república, determinan si podemos disfrutar de ese bie­nestar.

El argumento lleno de sentido común de Cicerón no está en modo alguno anticuado. Podemos todavía afirmar que existen cier­tos bienes que todos compartimos y que esos bienes son cosas de tal valor intrínseco que las consideramos condiciones previas del bienestar. Las virtudes de los ciudadanos están relacionadas con esos bienes de valor intrínseco tan comúnmente compartidos.

¿Qué clase de bienes sostenemos que son de tal valor intrínse­co, en otras palabras, qué clase de valores sostenemos en común?

Como es natural, ningún teórico puede inventar tales valores. Un teórico puede sólo resaltar valores que ya estén guiando las acciones de ciertas personas y que son aceptados (considerados como válidos) por otras aun en el caso de que sus acciones no estén guiadas por ellos. Si las acciones están guiadas o formadas por ciertos valores, podemos referirnos a tales valores como «re­gulativos». Si los valores son aceptados como válidos aun cuando no formen la acción, podemos denominar a esos valores comple­tamente contra)actuales. Naturalmente, los valores son contrafac-tuales también en su uso regulativo siempre que el valor en cues­tión no esté incrustado en las instituciones o relaciones sociales, si nadie los acepta, o quizá incluso siempre que no estén totalmente dados por sentados. Los valores aceptados por todo el mundo y da­dos por sentados se denominan «constitutivos». El valor del sufra­gio universal se convirtió en un valor constitutivo en los modernos Estados democráticos. Si todos los conflictos internacionales tuvie­ran que resolverse mediante la negociación y el discurso, y nunca por la fuerza, la paz se convertiría en un valor constitutivo. En la actualidad, como mucho, la paz es un valor regulativo, aunque en conjunto es un valor totalmente contrafactual. Mencionaré sólo de pasada que los metavalores supremos nunca pueden convertirse en constitutivos aun en el caso en que funcionen como palancas para transformar otros valores, desde su estatus regulativo al de valo­res constitutivos. La libertad como tal, como un metavalor supre­mo, nunca podrá, por así decirlo, «realizarse», aunque otras «liber­tades» diferentes sí puedan hacerlo. De todo esto se deduce que

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aunque los teóricos no puedan inventar valores, pueden, en reali­dad, resaltar valores contrafactuales, incluso completamente con-trafactuales. A partir de aquí, me gustaría discutir ciertos valores comúnmente compartidos y las virtudes cívicas relacionadas con ellos en este sentido. Si se suscita la cuestión de si mi discusión es factual o evaluativa, si estoy haciendo una interpretación par­ticular de una serie de hechos o estoy discutiendo ciertas normas, lo único que puedo responder es que estoy haciendo ambas cosas. Voy a discutir, en verdad, la validez de ciertas normas, pero derivo esas normas de los compromisos reales de las personas reales. La lista de virtudes cívicas que propondré es normativa, aunque tales virtudes cívicas estén factualmente practicadas, desarrolladas y aprobadas por personas reales en los conflictos y situaciones con­temporáneas.

¿Cuáles son los bienes que consideramos como verdaderas con­diciones de la buena vida para todos? ¿Cuáles son los bienes que tienen un valor intrínseco para todos? Estas preguntas nos las ha­cemos a menudo e intentamos hallarles respuestas. Aunque las respuestas a estas preguntas tendrán, en verdad, algo que ver con nuestro problema, estrictamente hablando, no hay respuestas defi­nitivas para ellas. Esto es así porque no todos los bienes conside­rados como condición auténtica de la buena vida o que tengan un valor intrínseco para todos, son cosas que comúnmente comparta­mos. Amar y ser amado es, obviamente, una condición de bienestar para todos y tiene, de hecho, un valor intrínseco, pero no es una «cosa común». Las cosas comunes son las constituciones, las leyes, las instituciones públicas, los cuerpos con poder decisorio, las es­tructuras generales (es decir, comúnmente compartidas) en el seno de las cuales operan las instituciones de carácter social, económi­co, etc. Además, la serie de procedimientos bajo los cuales se esta­blecen tales cuerpos, que les hace seguir funcionando o que permi­ten que sean sustituidos por otros, es algo comúnmente comparti­do. Los bienes públicamente compartidos son «ideales», esto es, como máximo, aseguran las condiciones socio-políticas para el bie­nestar de todos, y no todas las condiciones de ese bienestar. Las condiciones socio-políticas del bienestar se han tradicionalmente asociado con la justicia. La «cosa común» que es buena para to­dos y es, al mismo tiempo, la condición para el bienestar, es la

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justicia o, para ser más precisos, la cosa común, la res publica es buena para todos si representa la justicia. Aquí voy solamente a resumir algunas ideas que he desarrollado en otros escritos.

Los ciudadanos debaten la justicia o injusticia de las institu­ciones comunes. Tanto cuando atacan el carácter injusto o defien­den el carácter justo de tales instituciones adoptan la postura de un valor distinto del valor de la justicia. Esto no puede ser de otro modo, porque uno no puede responder a la pregunta: «¿Por qué es injusta esta institución?», con la respuesta: «Porque no es jus­ta.» Existen dos valores a los que tanto los contendientes como los contendidos recurren normalmente en su ataque o defensa de los acuerdos sociales: el valor de la libertad y el de la vida. En la época moderna, ambos valores se han universalizado. La universa­lización abrió la posibilidad de una gran variedad en la interpre­tación de valores. Cuando los valores son concretos, queda muy poco campo para la interpretación. Por ejemplo, el valor de «inde­pendencia nacional» es completamente inequívoco. No pueden exis­tir interpretaciones contradictorias sobre la «independencia nacio­nal»; es más probable que los conflictos surjan en la evaluación de los medios para conseguirla o preservarla. Sin embargo, los valo­res universales permiten interpretaciones contradictorias, no sólo divergentes. Esto es, tanto los contendientes como los contendidos pueden recurrir a los mismos valores, sometiéndolos a interpreta­ciones distintas. Además, los metavalores pueden formar la evalua­ción de instituciones por completo diferentes a las que se va a atri­buir un valor intrínseco. No obstante, si los valores concretos di­fieren, las virtudes relacionadas con tales valores serán también de otro tipo.

Llegado este punto, me gustaría formular una afirmación fuer­temente normativa, la cual no carece de fundamento empírico. Acepto la interpretación más universal de los valores universales de libertad y vida como los valores auténticos con los que se rela­cionan las virtudes cívicas. Esta interpretación puede resumirse del modo siguiente: «igual libertad para todos» y «igualdad de oportunidades de vida para todos». En esta interpretación los va­lores universales de libertad y vida están combinados con el valor condicional de la igualdad. Tal interpretación de los valores uni­versales requiere la participación de todo el que esté implicado en

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el establecimiento de las instituciones de la «cosa común». Final­mente, acepto el criterio de Habermas de que el discurso racional es el procedimiento óptimo (el mejor) con el que alcanzar la «cosa común»; sólo un discurso así puede proporcionar unas bases proce-salmente justas para la deliberación y contestación de los valores en liza. Así, añadiré un cuarto valor, el de la racionalidad comuni­cativa, a la lista de valores que han de establecer el valor intrínse­co (la bondad) de las instituciones comunes. Podemos, pues, refor-mular de este modo nuestras dos preguntas: ¿cuáles son las virtu­des cívicas que todos los ciudadanos deben cultivar si atribuyen un valor intrínseco a instituciones comúnmente compartidas formadas por los valores universales de libertad y vida, por el valor condi­cional de la igualdad y por el valor procesal de la racionalidad co­municativa (discursiva)? Las principales virtudes cívicas relaciona­das con tales valores son las siguientes: tolerancia radical, valentía cívica, solidaridad, justicia, y las virtudes intelectuales de la dispo­nibilidad a la comunicación racional y fronesis (prudencia). Per­mítanme discutir brevemente sobre cada una de ellas.

a) Si uno está de acuerdo con la interpretación del valor de vida como «igualdad de oportunidades de vida para todos», ha de reconocer todas las necesidades humanas, con un reconocimiento igual garantizado para todas, excepto esas necesidades cuya satis­facción requieren, por definición, la utilización de otros seres hu­manos como meros medios. Algunos ejemplos de ellas son esas ne­cesidades que ocasionan opresión, dominación, prácticas violentas y sádicas, etc. Estas últimas necesidades deben excluirse del reco­nocimiento porque, si las reconociéramos, se nos impediría reco­nocer todas las necesidades concretas. El reconocimiento de las necesidades humanas (excepto las antes mencionadas) es equiva­lente al reconocimiento de una gran diversidad de formas de vida. Todas las formas de vida, con la salvedad mencionada, han de ser reconocidas como buenas y, por tanto, respetadas. Esto no signi­fica que las formas de vida no puedan ser criticadas: pueden y deben ser criticadas aunque las críticas sólo pueden ser equilibra­das si primero se garantiza el reconocimiento. La crítica, combina­da con el reconocimiento mutuo, acompaña la aceptación del pro­cedimiento del discurso racional sobre los valores. Me refiero a la

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virtud del reconocimiento de diferentes formas de vida y la dispo­nibilidad a entrar con sus partidarios en un discurso racional de valores sobre la virtud de la «tolerancia radical». La tolerancia es un valor tradicional en el liberalismo y, como tal, una de las con­diciones previas de la libertad negativa que toda política democrá­tica debe proteger. Pero cuando se aplica a la coexistencia de di­ferentes formas de vida, la tolerancia liberal simplemente significa que yo busco la felicidad a mi manera, tú lo haces a la tuya, y uno no se preocupa del otro. El reconocimiento, sin embargo, tiene un significado más complejo y profundo: en él, las formas alternati­vas de vida de otras personas son de nuestro interés, aunque no vi­vamos esas formas. El «reconocimiento» es, por consiguiente, una categoría positiva, afirmativa. Implica una relación activa con los demás sin violar la libertad negativa de éstos, la libertad de interfe­rencia. La tolerancia radical no tolera la fuerza, la violencia o la dominación. Las personas que han adquirido la virtud de la tole­rancia radical lucharán por el reconocimiento de formas de vida y desafiarán a las leyes como injustas en tanto que excluyan de su reconocimiento tales formas de vida. Un ejemplo puede ser la eli­minación de leyes discriminatorias para los homosexuales. Sin em­bargo, confrontadas con formas de vida llenas de violencia y domi­nación, las personas que se aferran a la virtud de la tolerancia ra­dical pedirán una legislación en contra de tal utilización de fuerza: aquí el ejemplo puede ser un caso de violación en la familia. Am­bos ejemplos ilustran el hecho de que la tolerancia radical no pue­de confinarse en el gesto «no es asunto mío», sino que implica en cambio el gesto: «Es de mi incumbencia.»

fe) La valentía cívica es la virtud de alzar la voz por una cau­sa, por las víctimas de la injusticia, por una opinión que creemos que es la correcta incluso en situación de abrumadora desventaja. La virtud de la valentía cívica nos induce a caer en riesgos: el riesgo de perder nuestra segura posición, nuestra pertenencia a una organización social o política, el riesgo a quedarnos aislados, a te­ner en contra la opinión pública. Una persona con valentía cívica no galantea con el desastre, no busca la confrontación en nombre de la confrontación. Actúa según una convicción democrática, con la esperanza de que se pueda hacer justicia, de que las opiniones

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disidentes sean aceptadas por los demás, de que se da una bue­na oportunidad de victoria a una buena causa. Pero aunque éste no sea el caso, la persona con valentía cívica seguirá manteniendo su postura a menos de que los demás la convenzan de que está equivocada. Convencer a una persona con valentía cívica no es tarea fácil, porque esta persona inevitablemente tendrá dudas de si es meramente la conveniencia o la fatiga lo que le ha llevado a cambiar de opinión. La valentía civil es una virtud democrática tradicional, y los ejemplos de ella abundan en la literatura y el cine modernos. El Stockmann de Ibsen (de El enemigo del pueblo) es un hombre con valentía cívica, mientras que Nora es la mujer que ejemplifica la misma virtud. Películas como El hombre del Oeste, El hombre que mató a Liberty Valonee o Doce hombres sin piedad, causaron un fuerte impacto en la imaginación popular, debido pre­cisamente a que sus protagonistas eran exponentes de valentía cívi­ca. En las dos primeras películas, westerns las dos, se contraponen dos tipos distintos de valentía: la valentía utilizando la fuerza fí­sica (la virtud tradicional de la valentía) y la valentía defendiendo racionalmente valores incluso en contra de desventajas abruma­doras (valentía cívica). En Doce hombres sin piedad, como en el drama de Ibsen, no es la fuerza física desnuda sino la más sublime fuerza del prejuicio la que es desafiada mediante la valentía cívica.

La virtud de la valentía cívica no tiene menos importancia en las acciones colectivas. Sin embargo, todos y cada uno de los parti­cipantes en una acción colectiva asumen su riesgo como algo indi­vidual. La valentía civil es la clase de valentía necesaria en movi­mientos que renuncian a la utilización de la fuerza, en la que no se requieren virtudes marciales, si los movimientos son de resisten­cia pasiva o de desobediencia civil.

c) La tercera virtud cívica es la solidaridad. Ésta es una vir­tud tradicional de la izquierda, la única virtud que, hace casi un siglo, asumió una posición distinguida en las filas de la socialde-mocracia y, en general, en los movimientos de la clase obrera. La virtud de la solidaridad abarcaba dos tipos distintos de solidari­dad. Uno de ellos se refería a la solidaridad tal como se practica­ba en el seno de un grupo, ya fuera un partido, un movimiento o una clase. El segundo tipo de solidaridad, en una forma más sen ti-

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da que practicada, ocasionaba una simpatía o empatia, incluso un sentimiento de hermandad que se extendía a todas las clases y na­ciones oprimidas, y a la humanidad como conjunto global. Los críticos de este sentimiento global de hermandad han señalado, a menudo con un cierto grado de desdén, que no es más que un sustitutivo fácil de la bondad radical, y que aquellos que abrazan a todos los desvalidos o a toda la humanidad inevitablemente fra­casan cuando intentan ayudar a una sola persona que tiene una es­pantosa necesidad de ayuda práctica. Los críticos de la solidari­dad de grupos han señalado que puede producir resultados que no eran los pretendidos, resultados incluso negativos. La solidaridad práctica de los grupos es una virtud problemática porque también puede ser un vicio. Tanto los fascistas como los estalinistas man­tenían aterrorizados a los grupos de solidaridad. En un clima tal, cuanto más se volvía la persona contra esa virtud, más grande era el mérito de esa persona. Pero aunque pasemos por alto experien­cias históricas del pasado y nos centremos sólo en el presente, te­nemos que admitir que ninguno de los puntos de vista críticos ha perdido por completo su relevancia. Muchos de nosotros estamos dispuestos a expresar nuestra solidaridad con movimientos remo­tos de países remotos sin mover un solo dedo en una solidaridad activa en nuestro propio contexto social. Hay muchas personas que renuncian a sus propias opiniones y ofrecen su apoyo a decisiones que consideran injustas por lealtad a un grupo de solidaridad.

Evidentemente, la virtud de la solidaridad necesita una redefi­nición. No podemos redefinir la virtud de la solidaridad para ex­cluir posibles conflictos entre ella y la valentía cívica, pero se pueden aún borrar las principales ambigüedades que hasta ahora han sido inherentes en esta tradicional y distinguida virtud cívica. El tipo de solidaridad que buscamos ha de estar vinculado a los mismos valores que la tolerancia radical o la valentía cívica. Al igual que ellos, ha de estar formada por los valores universales de vida y libertad, por el valor condicional de la igualdad y por el valor procesal de la racionalidad comunicativa (discursiva). El tipo de solidaridad que tengo en mente se relaciona con el valor tradi­cional de la solidaridad, al igual que la tolerancia radical se rela­ciona con el valor tradicional de la tolerancia. La tolerancia radi­cal requiere el reconocimiento de todas las formas de vida, excep-

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to las que por definición abarcan la opresión, la violencia, la fuer­za (en resumen, la utilización de otras personas como meros me­dios). Del mismo modo, la virtud de la solidaridad implica una disponibilidad a traducir el sentimiento de hermandad en actos de apoyo a esos grupos, movimientos u otras colectividades que están intentando reducir el nivel de violencia, opresión o fuerza en las instituciones sociales y políticas. Como es obvio, la solidaridad puede también extenderse a esos grupos que utilizan medios vio­lentos, pero sólo si lo hacen como autodefensa y sólo si demues­tran una disponibilidad explícita a resolver sus conflictos median­te la negociación y el discurso tan pronto como el grupo oponente decida escuchar sus argumentos. La virtud de la solidaridad así definida no incluye un apoyo incondicional al grupo; al contrarío, excluye el apoyo incondicional. Además, la definición hecha más arriba hace de mediadora entre el grupo y la humanidad entera para que todos los grupos y movimientos que disminuyen la opre­sión, la fuerza y la violencia, expandan el territorio de la libertad y las oportunidades de vida no sólo para ellos mismos, sino para toda la raza humana. Marx pidió solidaridad con el proletariado porque creía que la liberación de esa clase daría lugar a la libera­ción de toda la humanidad. El aspecto teórico del mensaje de Marx puede ser rechazado, aunque el mensaje en sí mismo puede ser aún defendido. Muy pocos de nosotros seguimos sosteniendo el criterio de que una sola clase social es la portadora de la libera­ción humana. Siempre necesitamos descubrir mediante la utiliza­ción de modelos evaluativos qué clase, grupo o movimiento es el que contribuye a la liberación humana general. Sin embargo, la solidaridad es una virtud cívica en tanto que está garantizada a tales grupos y movimientos. Si tal evaluación no precede al acto de garantizar la solidaridad, la virtud de la solidaridad conservará sólo sus cualidades tradicionales y ambiguas.

Tal como se ha mencionado, las virtudes cívicas están relacio­nadas con la esfera política, pero no se practican exclusivamente en dicha esfera. Esto resulta muy obvio en el caso de la tolerancia radical y la valentía cívica, pero mucho menos en el caso de la so­lidaridad. Sin embargo, la virtud de la solidaridad tiene también que practicarse en las relaciones cara-a-cara, en la vida cotidiana y en otras esferas. Practicar la virtud de la solidaridad requiere un

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gesto de ayuda activa. Cuando alguien con quien estamos familia­rizados cae víctima de la opresión, la violencia, la fuerza o la in­justicia, debemos ofrecer nuestro apoyo a la víctima con valentía cívica. En realidad, tenemos que hacer más: tenemos que estar junto a la víctima y aconsejarla, y ofrecerle un lugar donde refu­giarse de sus perseguidores en un gesto de solidaridad. Los que no ofrecen tal apoyo carecen de todo lo que implica la virtud de la solidaridad. La solidaridad es una virtud que pertenece a la ca­lidad de vida hasta el mismo punto que la tolerancia radical o la valentía cívica.

d) La justicia es la más antigua de todas las virtudes cívicas y no necesita ninguna redefinición. La valentía cívica y la solidari­dad pueden invertirse en causas erróneas y perder su objetivo si pierden su relación con la justicia. Antes de que alguien se mueva por algo o por alguien con valentía cívica, antes de que alguien se solidarice con causas y con personas, ha de pasar juicio y que este juicio sea justo. El juicio justo requiere una combinación de parcialidad e imparcialidad. Una parcialidad por los valores en los que es conferida la virtud de la justicia no ha de ser suspendi­da, sino más bien reforzada. Pero la parcialidad hacia las personas, grupos, instituciones, debe a veces suspenderse. Los sentimientos personales y los intereses conferidos han de quedar relegados al se­gundo plano. Los juicios preliminares tienen también que suspen­derse porque, de no ser así, podrían endurecerse fácilmente y con­vertirse en prejuicios. El autoconocimiento es también una condi­ción del juicio justo. A fin de suspender intereses conferidos, víncu­los personales o resentimientos, prejuicios, etc., uno debe prime­ro saber en qué consisten todos ellos. El juicio justo ha de estar también bien informado. Se pueden rechazar opiniones y justifica­ciones una vez se hayan escuchado, pero no antes.

e) La fronesis o la prudencia es también una virtud tradicio­nal que se moviliza en la aplicación de la norma. Antes de com­prometerse en la acción, hay que descubrir qué norma se aplica a un caso concreto y cómo puede llevarse a cabo mejor la acción. La fronesis, que es buen juicio en acción, se aprende con la prácti­ca, y si se aprende bien se convierte en un buen rasgo del carácter,

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es decir, en una virtud. Recientemente, ciertos teóricos han argu­mentado la importancia de la fronesis en la vida moderna. La fro-nesis, se ha dicho, se moviliza si una norma o regla ha sido ya aceptada como buena y correcta, pero es irrelevante al proceso de contestación ante la norma que predomina en la vida actual. Es indudablemente cierto que la fronesis no es la virtud intelec­tual que se moviliza en deliberación y contestación a las nor­mas. No podemos basarnos sólo en la prudencia para determinar si una norma es buena o mala, correcta o equivocada. Pero si en el proceso de deliberación o contestación ciertas normas y reglas resultan ser buenas, correctas, mejores o más correctas que las otras, tenemos que aplicarlas del modo debido, y es precisamente en el proceso de aplicación cuando necesitamos la virtud de la fronesis. Esto es especialmente importante en la práctica política en la que tenemos que tomar decisiones políticas continuamente, a veces sin tiempo o con muy poco tiempo para la deliberación. La virtud intelectual que permite a alguien tomar buenas decisiones no puede ser completamente sustituida por cualquier otra virtud intelectual que haya ganado importancia en la época moderna.

/) La virtud intelectual más sobresaliente del buen ciudadano en la época moderna es la virtud de participar en el discurso ra­cional, la virtud de estar dispuesto a participar en dicho discurso. Nadie puede determinar por sí mismo qué normas o reglas son buenas o justas, lo justas que puedan o no ser las instituciones, y nadie está autorizado a imponer sus criterios sobre éstas en los de­más. Esto último sólo puede lograrse mediante la utilización de la fuerza, explícitamente o al menos implícitamente. La utilización explícita de la fuerza implica una dictadura, la utilización implí­cita de la fuerza implica paternalismo. Tanto las dictaduras como el paternalismo contradicen los valores universales de libertad y vida, las normas universales de «igual libertad para todos» e «igualdad de oportunidades de vida para todos», aunque no hasta el mismo grado. Vivir de acuerdo con esas normas requiere un pro­ceder justo. Un proceder es justo si todo el que está implicado en una institución, acuerdo social, ley, etc., participa en un discurso racional referente a la corrección o justicia de tales instituciones, acuerdos y leyes. El proceder justo exige que todo el que esté im-

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plicado debe estar dispuesto a participar en un discurso racional. Esta disponibilidad no es una cualidad innata, aunque está basada en la movilización de ciertas cualidades innatas, al igual que las demás virtudes. La virtud de estar dispuesto a entrar en un dis­curso racional aumenta, lo mismo que las otras virtudes, mediante la práctica. Pero la generalización de la práctica del discurso ra­cional ya presupone la presencia de esta virtud en un número con­siderable de miembros de un cuerpo político.

Permítanme ahora resumir el argumento que he adelantado aquí. Si estamos de acuerdo en que la «cosa común», la re publi­ca, ha de estar constituida por instituciones, leyes y acuerdos so­ciales que están formados por los valores universales de libertad y vida, por el valor condicional de la igualdad y por el valor pro­cesal de la racionalidad comunicativa, entonces tenemos que prac­ticar las virtudes cívicas relacionadas con tales valores. Tenemos que desarrollar en nosotros mismos las virtudes cívicas de la tole­rancia radical, la valentía cívica, la solidaridad, la justicia y las virtudes intelectuales de la fronesis y la racionalidad discursiva. La práctica de tales virtudes hacen que la «ciudad» sea lo que debe ser: la suma total de todos sus ciudadanos. Sean cuales fue­ren las demás virtudes que los hombres y mujeres desarrollen aña­diéndose a estas virtudes cívicas, contribuirán a su bienestar. Las virtudes cívicas contribuyen al bienestar de todos.

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Existencialismo, alienación, postmodernismo: los movimientos culturales como vehículos de cambio en la configuración de la vida cotidiana por Á. Heller

E l término «cultura» o «civilización» fue inventado en Occiden­te como un universal más entre muchos otros. Sin embargo,

en comparación con otros universales como «ciencia» o «libertad», el universal denominado «cultura» ha tenido siempre una conno­tación pluralística. Se discutía sobre ciencia o libertad, por ejem­plo, pero no sobre «ciencia occidental» o «libertad occidental», porque la interpretación general era que esas buenas cosas eran una e indivisibles. Por otra parte, se discutía la «cultura occiden­tal» porque siempre se ha asumido que había muchas otras cultu­ras junto a la occidental, inferiores o superiores a ella o incluso sencillamente distintas. Independientemente del hecho de que se considerase a esas culturas como superiores o inferiores, las rela­ciones entre culturas estaban siempre temporalizadas e historiza-das. Las culturas se suceden unas a otras y no hay modo de regre­sar a una previa si no es a través del viaje nostálgico que está abierto sólo al simple individuo. En esta interpretación, las cultu­ras eran consideradas como universos cerrados que permanecían siempre cerrados o, si al final terminaban por abrirse, se creía que entonces perdían sus rasgos característicos y se volvían de este modo vulnerables a la subversión por parte de la cultura más nue­va, es decir, la occidental. Esta visión de las culturas «ajenas» coin­cidía estructuralmente con las divisiones culturales en el seno de países concretos en el período del inicio del capitalismo. Las for­mas de vida aristocráticas, de la mediana y pequeña burguesía y del campesinado, eran estrictamente distintas entre sí. El debate sobre la inferioridad cultural versus la superioridad se dio incan­sablemente con unos contendientes formados por la aristocracia, la nobleza (en Inglaterra) y la burguesía.

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La cultura de clase en el siglo xix era mucho más que una mera figura de lenguaje. En su famosa máxima, Disraeli mencionó dos naciones que no estaban ni siquiera en comunicación entre sí. Los primeros movimientos de la clase obrera, los sindicatos y más tarde los partidos, tanto si explícitamente abogaban o no por la creación de una cultura especial de la clase obrera, contribuye­ron todos ellos, sin embargo, al nacimiento de dicha cultura. Las culturas de clase, por regla general, estaban herméticamente ce­rradas y sólo unos pocos individuos podían ocasionalmente cruzar las fronteras que las separaban. Este cruce de fronteras culturales era extremadamente difícil, y no sólo para los que estaban en la base y aspiraban a ir hacia arriba. Henry James, por ejemplo, fue un gran cronista de las inmensas dificultades que encontraban in­cluso personas de gran riqueza cuando se aventuraban a cruzar las barreras culturales que les separaban de las «antiguas familias».

La moderna división del trabajo, con su capacidad de estrati­ficar la sociedad según unas líneas funcionales, empezó a destruir la estricta segregación de las culturas de clase al final del siglo xix. Los intelectuales independientes y los artistas en particular fueron los primeros en asumir esta segregación. Estos artistas crearon la «bohemia» con un aroma cultural específico, una forma de vida propia que no era ni aristocrática ni burguesa ni tampoco de la clase obrera, sino sencillamente distinta. La cultura de la «bohe­mia» rompió gradualmente la cerrazón hermética de diversas cul­turas a una escala global en virtud del hecho de que los «bohe­mios» de un país tomaban prestado material artístico, elementos, temas y motivos de los llamados «extraños» de otros países. Los isleños de Gauguin no se parecen en nada al «noble salvaje»; son como nosotros con una diferencia.

Sin embargo, fue sólo después de la Segunda Guerra Mundial cuando se hizo visible la erosión de la red de las culturas de clase y el relativismo cultural adquirió verdadero impulso. En aquel momento podían elegirse libremente formas de vida y pautas cul­turales, en particular por la generación más joven, y los hábitos culturales que anteriormente habían estado ligados en exclusiva a una clase fueron puestos a disposición de todos. Además, en esta época, también vemos que «otras culturas» empiezan a tomar pres­tadas pautas de comportamiento, hábitos, etc., de las formas occi-

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234 II. Política postmodema

dentales. Como es natural, un desarrollo paralelo tan obvio y conspicuo necesita una explicación multicausal. Ya he menciona­do que el nacimiento de la división funcional del trabajo es uno de los factores de este desarrollo. Podemos mencionar también fac­tores tales como el nacimiento de la producción en masa, el aumen­to de los medios de comunicación, la descolonización y la reduc­ción del horario laboral en los centros de la Europa occidental y del norte.

Más que centrarnos en las causas, sin embargo, me gustaría dis­cutir brevemente lo que pueden ser denominadas instituciones de significación imaginarias (tomando la frase de Cornelius Castoria-dis). En mi opinión, han existido, desde la Segunda Guerra Mun­dial, tres oleadas distintas en las que se han creado nuevas significa­ciones imaginarias de formas de vida. Voy a pasar por alto delibe­radamente esas tendencias teóricas (por ejemplo, el estructuralis-mo) que han influido profundamente en nuestra visión del mundo. Me voy a centrar, en cambio, en esas visiones del mundo y filoso­fías que han promulgado los movimientos culturales. Porque fue en los propios movimientos que cambiaron las pautas de vida y que empezó a crearse lentamente un nuevo grupo de culturas en la vida cotidiana. Es innecesario decir que no estamos al final de esta co­rriente, sino suficientemente en medio de ella para poder observar las principales tendencias de su desarrollo.

Por regla general, cada nueva generación de hombres y mujeres jóvenes ha tomado la iniciativa de la generación previa, desde la época de la Revolución Francesa. Sin embargo, las distintas pautas de acción, aspiración e imaginación entre la juventud posterior a la Segunda Guerra Mundial han sido profundamente diferentes de las de generaciones anteriores. Para ser más precisos, las pautas se han vuelto cada vez más distintas de generación en generación. Aunque los intelectuales, filósofos, sociólogos, escritores y artistas han tenido su participación en el lanzamiento de esos movimientos y en la articulación de sus aspiraciones, la juventud a la que se dirigen y las aspiraciones y autopercepciones a las que dan voz son totalmente diferentes de las de ese primer grupo burgués, la «bo­hemia». Los movimiento posteriores a la Segunda Guerra Mundial no recalentaron los viejos clichés sobre la vida estética; sus obras no eran estéticas sino existenciales. Hasta un grado incluso menor

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se considera a sí mismo como la cohorte de una nueva élite políti­ca. Tanto si esos movimientos tenían o no una orientación política, no estaban implicados en intentos de cambiar las élites.

En una sociedad cada vez más caracterizada por una división funcional del trabajo, el término «joven» se convierte en equiva­lente de «prefuncional». En otras palabras, es joven todo el que aún no está absorbido por una función en el seno de la división del trabajo. Los movimientos juveniles empezaron a atraer y abarv car a jóvenes de medios sociales extremadamente distintos, inde­pendientemente de si su función más tarde sería la de ser un aca­démico o un asistente social, un trabajador autónomo o un obrero industrial, etc. La tendencia del «poder de absorción» social de los movimientos está muy clara, la tendencia cultural punk es un buen ejemplo de ello.

Sin embargo, la existencia prefuncional es al mismo tiempo una existencia de preestratificación. Como tal, permite que se de­sarrollen formas de vida que ya no tienen las características de las culturas de clase. La realización de una función institucionaliza­da ya no basta para preformar formas de vida, como ocurría antes con «ser un burgués» o «ser un obrero». Es por ello que las per­sonas no pueden despojarse de los vestigios de una «cultura juve­nil» una vez están ya instaladas en una función social. Ciertos ele­mentos de su cultura juvenil seguirán dando forma a sus estilos de vida como adultos. Resulta fácil cerciorarse de que éste es el caso. La transición desde las tradicionales culturas de clase a la cultura moderna estaba destinada a dar lugar al más violento conflicto generacional que haya existido jamás, y este espectacular proceso se repite en los lugares donde aún existen culturas de clase tra­dicionales. Sin embargo, una vez los padres y las madres hayan sido conformados por un movimiento moderno, el conflicto gene­racional entre ellos y sus hijos será relativamente suave, incluso si desaprueban los valores y las formas de vida de éstos y viceversa. Esta suavización del conflicto generacional no es más que una señal, entre muchas otras, de los cambios estructurales en los que están insertados los nuevos movimientos culturales.

Tres generaciones consecutivas han aparecido desde la Segun­da Guerra Mundial: la generación existencialista, la generación de la alienación y la generación postmodernista, para emplear los tér-

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minos con los que ellas mismas se denominan. Los movimientos culturales modernos aparecieron en oleadas y esto ocurrió por la sencilla razón de que cada nueva generación tenía que «llegar a la mayoría de edad», en el sentido de crear una nueva «institución imaginaria», antes de poder tomar el relevo de la generación ante­rior. La primera generación empezó su avance inmediatamente des­pués de la Segunda Guerra Mundial y alcanzó su cénit al principio de la década de los años cincuenta. La segunda oleada se inició con los acontecimientos de la mitad de la década de los años sesenta y alcanzó su cima en 1968, pero continuó expandiéndose hasta me­diados los setenta. El tercer movimiento surgió en los años ochenta y aún no ha llegado a su cúspide. El segundo movimiento surgió a raíz del primero y el tercero del segundo, tanto en el sentido de continuación como en el sentido de invertir los signos del movi­miento anterior. Al responderse entre sí, cada oleada continúa la pluralizarían del universo cultural en la modernidad, así como la destrucción de las culturas de clase. Además, cada oleada otorga un nuevo estímulo al cambio estructural en las relaciones intergenera­cionales. Esto último no es del todo independiente de lo primero porque el cambio estructural en la relación intergeneracional es aún otra pauta de la vida cotidiana que apunta hacia el relativismo cultural.

«Oleadas» y «generaciones» son términos más precisos que «movimientos». Aunque las oleadas están formadas por movimien­tos culturales y sociales, ciertos movimientos continúan a través de las generaciones en una línea directa en vez de aparecer en for­ma de oleadas; el feminismo es el ejemplo más importante. En la cresta de las olas, los movimientos que son «compañeros de viaje» de la corriente principal tienden, por norma general, a fusionarse con el primero, sólo para desconectarse de él en una detención intermedia. Además, una oleada es más amplia que la suma total de movimientos que surgen con ella y con los que se fusiona en su momento más álgido. Como regla general, los movimientos encuen­tran resistencia, provocan contramovimientos, pero incluso los con­tramovimientos muestran las características de las oleadas que les han llevado a la superficie. Y lo que tal vez sea más interesante, incluso esas personas, esas formas de acción social y esas institu­ciones que aparentemente no tienen nada que ver con las «olea-

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das», tienen algo en común con ellas porque también participan en los cambios en la «institución imaginaria» social de la que la oleada es una expresión. Tal vez parezca forzado relacionar la gue­rra de las Malvinas y su modus operandi con el postmodernismo. Y sin embargo la guerra, el comportamiento de los marinos, los reporteros de la prensa, etc., parecía una cita deliberada de la Primera Guerra Mundial. Era como si los participantes estuvieran citando a propósito la famosa película de Renoir La gran ilusión, del modo en que imitaban a los valientes y caballerosos oficiales enfrentándose en duelos de honor en la era de la tecnología mo­derna.

La generación existencialista fue la primera y la más limitada. La rapidez con que el mensaje de Sartre, aunque no necesariamen­te su filosofía, llegó a las mentes de los jóvenes de la Europa occi­dental, y hasta cierto punto a los de la Europa central y meridio­nal, no era en sí misma completamente inaudita. El movimiento romántico se había extendido con la misma rapidez un siglo an­tes. Lo que era inaudito, sin embargo, era el carácter del movimien­to, es decir, la circunstancia, comprendida sólo retrospectivamente, de que la oleada existencialista era la primera de una serie de los fenómenos más sorprendentes de la historia occidental de la se­gunda mitad de este siglo. El carácter sin precedentes del movi­miento se debía a su escenario histórico. Este movimiento, al igual que el romanticismo, apareció inicialmente como una rebelión de la subjetividad en contra de la osificación de las formas de vida burguesas, contra la normativa y las limitaciones ceremoniales en­raizadas en esa forma de vida. La rebelión de la subjetividad te­nía una implicación política, pero no más explícita que la de los anteriores movimientos románticos. Pero antes de su nacimiento se había vivido la experiencia cataclísmica del totalitarismo, que ha­bía convertido la experiencia vital de la contingencia, tan típica de la modernidad, en una experiencia de libertad personal. Sin em­bargo, la libertad de la persona existente y contingente ya no bas­taba en su calidad de la noción de la libertad. La libertad tenía que politizarse. A ello debemos añadir el sentimiento de culpa de la colonización y la experiencia de la descolonización. En esta expe­riencia se combinaron la politización de la libertad y la relativiza-ción de la cultura (occidental y burguesa). Todo esto recorrió Euro-

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pa en forma de prácticas culturales. «Chocar al burgués» es preci­samente el gesto que hace precisamente a esos hombres y mujeres en rebelión dependientes de la burguesía. Pero en la oleada exis-tencialista este famoso épater ya no estaba presente. Lo que im­portaba era hacer las cosas a nuestra manera, practicar nuestra pro­pia libertad. Los jóvenes, intoxicados por la atmósfera de posibili­dades ilimitadas, empezaron a danzar existencialmente, a amar existencialmente, a hablar existencialmente, etc. En otras palabras, pretendían desatarse.

La generación de la alienación, que alcanzó su cénit en 1968, fue a la vez una continuación y una inversión de la primera olea­da. Su experiencia formativa no fue la guerra, sino el boom eco­nómico de la postguerra y la consiguiente ampliación de posibili­dades sociales. Su experiencia, además, no era el amanecer sino el ocaso de la subjetividad y la libertad. Mientras que la generación existencialista, a pesar de su descubrimiento de la alienación, la falta de vida de las instituciones modernas y el absurdo de la con­tingencia fue, no obstante, una casta más bien optimista, la gene­ración de la alienación, en cambio, partió de la desesperanza. De­bido precisamente a que esta generación se tomó seriamente la ideología de la abundancia, se rebeló contra la complacencia del progreso industrial y la opulencia, a la vez que exigía para sí el sentido y el significado de la vida. La libertad siguió siendo, con todo, el valor principal y, a diferencia de la generación existencia-lista, la generación de la alienación ha estado comprometida con el colectivismo. La búsqueda de la libertad era el objetivo, común.

A pesar de la consecuencia de la desesperación, la generación de la alienación se convirtió en positiva en virtud del proceso por el cual distintos movimientos se fundieron en la cima de esta olea­da. En esta fusión, literalmente no se dejó nada de lado, como había ocurrido anteriormente. Un movimiento exigió la extensión de la experiencia humana en áreas tabúes (y promovió el culto «radical» a las drogas, que causó daños incalculables); otro movi­miento exigió la expansión de las familias; otro movimiento abo­gaba por el regreso a la sencillez de la vida rural mientras que otros apoyaban la liberación sexual o gay. Algunos movimientos formularon objetivos políticos concretos mientras otros se dedica­ban al teatro experimental, los happenings, la educación permisiva

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o a defender el lema «lo pequeño es lo hermoso». Resulta impo­sible consignar todos los temas y prácticas a través.de los cuales la segunda oleada del movimiento cultural hizo incursiones en la percepción y autopercepción de la moderna civilización occidental.

Como teoría social, el postmodernismo nació en 1968. Para de­cirlo de alguna manera, el postmodernismo fue la creación de la generación de la alienación desilusionada con su propia percepción del mundo. Puede discutirse si la derrota de 1968 fue la razón de esta desilusión (si es que hubo tal derrota, cosa que aún está por dilucidarse). Sin embargo, puede afirmarse también que el postmo­dernismo había ya aparecido en los inicios de los movimientos de 1968, especialmente en Francia, y que simplemente ha de consi­derarse como una continuación del movimiento anterior. Pero ocu­rriera lo que ocurriese en la escena teórica, los propios movimien­tos parecieron desaparecer. Los mismos teóricos que continuaban transmitiendo mensajes de la generación de la alienación hablaron sobre la derrota final de los movimientos sociales. Mientras tanto, ocurría algo más. Al tiempo que desaparecían los signos externos del movimiento, seguía existiendo el movimiento; o más bien, exis­tían varios movimientos pero eran invisibles debido a que eran psicológicos e interpersonales. Estos movimientos saturaron hasta tal punto cada vez más las relaciones humanas con su mensaje que alteraron el tejido social del que habían surgido.

El postmodernismo como movimiento cultural (no como ideo­logía, teoría, o programa) tenía un mensaje lo suficientemente sen­cillo: «todo vale». Éste no era un lema de rebelión, ni tampoco es el postmodernismo algo rebelde. En cuanto a la vida cotidiana se refiere, hay muchas y diversas pautas de vida contra las que los hombres y mujeres modernos pueden o deben rebelarse; y, de he­cho, el postmodernismo permite todo tipo de rebelión. Sin embar­go, no hay un gran objetivo único para una rebelión integrada y colectiva. «Todo vale» puede ser interpretado como sigue: tú pue­des rebelarte contra lo que quieras rebelarte, pero deja que yo me rebele contra esa cosa concreta contra la que quiero rebelarme. O dicho de otra forma, déjame que no me rebele contra nada en absoluto porque me siento completamente tranquilo.

Para muchos, este ilimitado pluralismo es señal de conserva­durismo: ¿no son cruciales los temas centrales que exigen rebe-

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lión? Y, sin embargo, la verdad es que el postmodernismo no es conservador, ni revolucionario ni progresista. No es una oleada de esperanza en aumento ni una resaca de profunda desesperación. Es un movimiento cultural que hace irrelevantes las distinciones de este tipo. Porque tanto si son conservadores, rebeldes, revolu­cionarios o progresistas, todos pueden formar parte de ese movi­miento. Esto es así no porque el postmodernismo sea apolítico o antipolítico, sino porque no representa ningún tipo de política. El relativismo cultural, que empezó su rebelión contra la fosilización de las culturas de clase, así como en contra de la celebración «et-nocéntrica» del sólo-correcto-y-verdadero, lo que equivale a decir el legado occidental, ha triunfado. De hecho, ha triunfado de un modo tan completo que se halla ahora en la posición de poder atrincherarse a sí mismo. Los que se encuentran en el proceso de atrincherarse a sí mismos son los miembros de la generación más joven, los cuales han aprendido sus lecciones y han sacado sus propias conclusiones. El postmodernismo es una oleada en el seno de la cual son posibles todos los tipos de movimientos artísti­cos, políticos y culturales. Hemos tenido ya varios movimientos re­cién nacidos. Han sido movimientos centrados en la salud, en con­tra del tabaco, en el body building, la medicina alternativa, las maratones y el jogging. Se ha desarrollado también una contrarre­volución sexual. Todavía tenemos movimientos pacifistas o anti­nucleares. Los movimientos ecologistas están en plena expansión. Somos testigos del aumento de movimientos feministas, de movi­mientos para la reforma educativa y muchos otros. Las revistas de modas son quizás el mejor indicativo del carácter pluralista del postmodernismo. La «moda» como tal ya no existe, o para decirlo de un modo más preciso, muchas cosas o todas pueden estar de moda al mismo tiempo. Ya no tenemos «buen gusto» o «mal gus­to». (Naturalmente, uno puede aún referirse a tener gusto o no en el sentido de distinguir entre lo mejor y lo peor dentro del mismo género.)

Si el postmodernismo, pues, va a ser absorbido por nuestra cul­tura como totalidad, alcanzaremos por fin el final de la transfor­mación que empezó con la generación existencialista después de la Segunda Guerra Mundial. Esto no es una profecía sobre el fin de los movimientos, sino todo lo contrario. Lo que pronostica esta

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afirmación es una situación en la que tendrán lugar transforma­ciones culturales concretas en tanto que esas transformaciones sean llevadas a cabo por uno u otro movimiento; sin embargo, los mo­vimientos en sí mismos no se darán en oleadas generacionales. Es­tos movimientos no serán, finalmente, los «movimientos juveniles»; no sólo serán movimientos en los que estén implicados todas las clases sino también todas las generaciones.

A modo de introducción a la breve historia de las tres genera­ciones que han creado nuestras «instituciones de significación ima­ginarias» culturales, he mencionado dos evoluciones decisivas. He afirmado que cada oleada continúa la pluralización del universo cultural en la modernidad, así como la destrucción de las culturas relacionadas con las clases. He añadido que cada oleada ha dado lugar a nuevos estímulos para el cambio estructural en las relacio­nes intergeneracionales. Voy a retomar ahora estas cuestiones más detalladamente.

Vamos a discutir al mismo tiempo lo que estas tres oleadas de movimientos culturales han logrado hasta ahora y lo que podemos esperar que ocurra en un futuro próximo. La transformación es irregular porque el presente de un país es el futuro de otro. No se puede tener en cuenta ningún factor en cuanto a las diferencias de velocidad y al carácter de estas transformaciones se refiere. En cues­tiones de transformación cultural, las tradiciones de distinta pro­cedencia pueden acelerar o aminorar la marcha del proceso. Por ejemplo, las formas de vida burguesas tradicionales están más en­raizadas en Alemania que en Escandinavia. Incluso donde las trans­formaciones son más espectaculares están lejos de llegar a su con­sumación. Las culturas de clase aún son muy evidentes. El senti­miento de superioridad europeo aún no ha desaparecido y todavía existen graves formas de conflictos generacionales. La línea básica es por tanto una tendencia más que un fait accompli. Una tenden­cia es una posibilidad, y esta última puede considerarse menos que una «realidad». Pero se puede estar de acuerdo con Aristóteles cuando afirma que la posibilidad está por encima de la realidad, que la poesía es más verdadera que la historia. La posibilidad aquí mencionada comporta una pequeña dosis de poesía, pero está ba­sada en la extrapolación de los rasgos socio-económicos contem­poráneos que han sido descubiertos, discutidos y corroborados

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mediante datos empíricos por sociólogos como Touraine, Offe y Dahrendorff.

La desaparición de las culturas de clase puede explicarse en términos del aumento de consumismo. Antes, tanto las formas de vida de la burguesía como de la clase obrera estaban centradas en la realización del trabajo. Sin embargo, en la denominada «socie­dad postindustrial» actual, el centro de las actividades.cruciales de la vida es el tiempo libre. Tal como ha señalado recientemente Dahrendorff, no más del veinticinco por ciento de la población de los países de la Europa Comunitaria realiza un trabajo socialmente necesario, lo cual significa tener un empleo o llevar un negocio. Además, la ejecución de la función ya no proporciona la suficiente «materia» con la cual se puede constituir una forma de vida. En relación con la actividad vital como totalidad, la ejecución de la función puede ser justamente considerada como contingente, y así apenas puede convertirse en el punto central de la identificación cultural. En cambio, es el nivel de consumo (el dinero gastado en consumo) lo que se convierte en la fuente de identificación cultu­ra). La identificación cultural es, por lo tanto, una cuestión más cuantitativa que cualitativa. La generación de la alienación tenía la profunda convicción de que el tipo de consumo preferido había sido socialmente generalizado por los medios de comunicación de masas. En términos de esta concepción, todo el mundo estaba ma­nipulado en cuanto a divertirse, sentirse a gusto con algo, y tenía la necesidad de «lo mismo» independientemente de que «lo mis­mo» fueran objetos, productos, formas de arte, prácticas o cual­quier otra cosa.

Pese a que el crecimiento del consumismo llegó a una brusca detención con la llegada de la crisis económica y las depresiones, y pese a que la «sociedad opulenta» resultó ser mucho menos opu­lenta de lo que había previamente asumido la generación de la alienación, las pautas que dieron lugar al «paradigma de manipu­lación» no han desaparecido. Pero el resultado de la manipulación general no asume ya una profecía tan lúgubre como lo habían sido las anteriores predicciones. Como ocurre tan a menudo, la propia predicción ha cambiado el curso de lo que se había profetizado. Parece una exageración, pero en realidad no lo es, el que la oleada de la generación de la alienación fue, en este sentido,,la precur-.

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sora de la generación postmoderna. El fantasma de la «sociedad de masas» donde todo el mundo quiere lo mismo, lee lo mismo, practica lo mismo, fue un corto intermedio en Europa y en Norte­américa. Lo que ha surgido no ha sido la unificación y homoge-neización del consumo, sino más bien la enorme pluralización de gustos, prácticas, diversiones y necesidades. La cantidad de dinero disponible para gastar continúa dividiendo a las personas, pero también lo hacen los tipos y clases de diversión, placeres y prác­ticas que persiguen. En vez de convertirse en el Gran Manipula­dor, los medios de comunicación de masas se han convertido, en cambio, en un catálogo de gustos extremadamente individualiza­dos. Y lo que es más importante, las diferentes pautas de consumo se han visto insertadas en una diversidad de estilos de vida, «a cada uno según sus preferencias»; y, por supuesto, los medios dis­ponibles para satisfacer esas preferencias.

Llegado este punto, tengo que volver al problema general del relativismo cultural. Las pautas culturales no occidentales fueron descubiertas por la, «bohemia»; los gustos de los bohemios eran literalmente exóticos, ttoy, las culturas «ajenas» están presentes en todos y cada uno de los niveles de la vida cotidiana. Se han incrus­tado en nuestras prácticas culturales; han sido asimiladas y se han convertido en «trivialidades»; desde los restaurantes chinos a los vestidos hindúes, los peinados afro y las novelas latinoamericanas. Por nías extraño que parezca relacionar la cocina china, los peina­dos africanos, los tés de hierbas y las películas pornográficas con la generación de, la alienación, sigue siendo un hecho el que esta generación introdujo la parafernalia de las novelas exóticas en el menú de la vida cotidiana, en la que cada gusto puede encontrar su satisfactor adecuado. Sin embargo, un menú variado no tiene sentido en un estilo de vida. Al contrario, ciertas prácticas, gustos y preferencias constituyen pautas. Uno puede fácilmente identificar algunas de dichas pautas en las que «esto va con eso» pero no con otra cosa.

Sin embargo, se presenta un problema con respecto a esta infi­nita variedad, a esta pluralización de modos de vida, a esta desa­parición de/culturas de clase etnocéntricás y autocomplacientes. HannaK Árendt y otros j^an subrayado que las clases sociales son necesarias para la gestión dé lá política racional. Las clases pueden

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dar lugar a instituciones (organizaciones políticas que representen sus intereses). Los gobiernos representativos surgen de la sociedad de clases. Si las clases están en decadencia, si las culturas se están pluralizando hasta el grado de una total particularización, ¿es to­davía posible el proceso de tomar decisiones de un modo racional y significativo? Sólo las corporaciones organizadas según las fun­ciones, y las corporaciones no representan los intereses de las for­mas de vida de un modo global, sino los intereses de las funciones concretas. Así, las sociedades basadas en las corporaciones que toman las decisiones pueden describirse fácilmente como «socieda­des de masas», a pesar de la pluralización cultural. La «generación de la alienación» exigía una «política rural», una clase de política insertada en las comunidades y en las formas de vida de todos los niveles de la estratificación social. En este punto sigue sin quedar claro si la relativización cultural y la pluralización llevarán a la desaparición de la manera racional de hacer política o si, en cam­bio, serán el preludio de una forma, o formas, más democráticas y racionales de acción política, una combinación del sistema par­lamentario con un tipo de democracia directa. Llegado este punto, no poseemos datos suficientes para la extrapolación.

Permítanme ahora volver al cambio en las relaciones interge­neracionales. Las tres oleadas de movimientos fueron llevadas a cabo por las generaciones más jóvenes. Sin embargo, el término «joven» precisa una clarificación. En una sociedad funcional, los «jóvenes» son esos hombres y mujeres (no sólo los chicos y chicas) que no realizan una función que los incluya en uno u otro estrato de la división social del trabajo. Así, los estudiantes son jóvenes aunque tengan treinta años, lo que significaba «media edad» en la generación de nuestros abuelos. Debido precisamente a esta con­notación funcional, de ahora en adelante voy a evitar la distinción entre «joven» y «viejo». (En cualquier caso, la gente mayor o «ciu­dadanos adultos» en la actualidad no tienen trabajo. Son, en otras palabras, los «postfuncionales».) '

Los cambios actuales en la relación de las generaciones prefun-cionales y funcionales son tan obvios que pueden verse completa­mente en los signos externos. En las culturas de clase los hombres jóvenes intentaban con todas sus fuerzas parecer más mayores de lo que eran. Sin embargo, después de la Segunda Guerra Mundial,

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la pauta se transformó hasta el punto en que finalmente la situación se invirtió. Los que han crecido por completo mental y físicamente hacen esfuerzos por parecer jóvenes y se comportan como tales. El «aspecto» tiene diferentes significados sociales. Parecer más viejo de la edad que se tiene expresa la aspiración de ser tratado como un adulto responsable, como alguien que ya está establecido o a punto de establecerse. Tener un aspecto más joven de la edad que se tiene expresa la aspiración de ser tratado como alguien que aún está abierto a todas las opciones, que todavía no es un «burócrata» y que todavía no está fosilizado por su función. En las cimas de las oleadas generacionales, se ha convertido en una práctica común que los miembros de la «generación funcional» busquen el aprecio de sus hijos a fin de ser considerados como «jóvenes honorarios». El término y las prácticas de la «crisis de la mediana edad» se in­ventaron en este mundo de la división funcional del trabajo; es la creación exclusiva de la sociedad funcional. En una cultura de cla­se, sea burguesa, obrera o noble, tener la mediana edad confiere una dignidad que es la cualidad representativa del adulto. Es como adulto, como alguien que todavía puede valerse de su cuerpo y de su mente pero que ya es el depositario de una gran cantidad de experiencia, cuando uno se convierte en una persona, en una cul­tura dada. Los hombres que sufren la crisis de la mediana edad desearían ser inmaduros y no haberse establecido todavía, adoles­centes calvos en busca de una nueva identidad.

La división funcional del trabajo está asistida por una combi­nación muy compleja y ambivalente..La realización.de una función requiere identificación,.especialmente en los negocios y en las ins­tituciones públicas. Cuanto más fuerte sea la identificación con la función realizada, más grande es-para la persona la tentación de convertirse en un aburrido autocomplaciente o en un arrogante bu­rócrata. El que realiza la función se siente inevitablemente atraído a observar a los jóvenes porque ellos son la competencia. A me­nudo, la autocomplacencia relacionada con la función no es más que una forma psicológica de. ocultar el miedo a la competencia. De esto se deduce que los padres de este tipo no tienen conflictos de importancia con sus hijos, tal como había ocurrido en el período del espectacular conflicto generacional, sino que tienen problemas con los hijos de los demás, Parecer joven tiene pues una doble fun-

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ción: ayuda a los adultos a ser «aceptados» por los jóvenes en su propio medio y les confiere fuerza en su competición con los hijos de los demás. Es precisamente este conflicto el que se resuelve en la «crisis de la mediana edad», cuando la persona de mediana edad renuncia a la competición y adopta las vestimentas de los jóvenes. Después de la Segunda Guerra Mundial el mundo ya no es edí-pico. Los otros tipos de neurosis que haya desarrollado son otra cuestión. La tesis de Lasch sobre el narcisismo es un importante intento en la exploración de nuestras nuevas enfermedades.

Hagamos una observación final sobre las tres oleadas de mo­vimientos culturales posteriores a la Segunda Guerra Mundial. En todos los altibajos de sus continuidades y discontinuidades, hay un rasgo que se ha mantenido estable. Los movimientos feministas han constituido una importante tendencia en los tres, y ésta es la tendencia que, pese a algunas derrotas menores, ha cambiado por completo la cultura moderna. El feminismo fue, y ha seguido sien­do, la mayor y más decisiva revolución social de la modernidad. A diferencia de una revolución política, una revolución social no estalla: tiene lugar. Además, una revolución social es siempre una revolución cultural. La relativización de las culturas y las incur­siones hechas por las culturas «ajenas» en la cultura occidental han sido repetidamente mencionadas más arriba. La revolución fe­minista no es sólo una contribución a esté enorme cambio, sino la más importante. Porque la cultura femenina, hasta la fecha margi­nada y ao reconocida, se encuentra ahora en camino de articular una declaración final en su propio nombre, para exigir su mitad de la cultura tradicional de la humanidad. La revolución feminista no es un fenómeno nuevo de la cultura occidental, es una vertiente en todas las culturas existentes hasta la fecha.

La revolución feminista no habría podido surgir sólo con una nueva forma en la división del trabajo. Las instituciones democrá­ticas, las ideas-valores de libertad, igualdad y derechos, tuvieron que estar presentes en las «instituciones de significación imagina­rias» globales, ésas portadoras de revolución, para que pudieran surgir los movimientos feministas. Porque previamente las mujeres, al igual que los hombres, pudieron ser incorporadas a la división funcional del trabajo y, sin embargo, las mujeres siguieron bajo la opresión de los hombres. Pero sin una división funcional del tra-

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bajo, el objetivo de la revolución feminista hubiera resultado inal­canzable por la más sencilla de las razones: las mujeres no hubie­ran podido ganarse la vida por sí mismas, no hubieran podido ad­quirir la mínima condición previa para una vida independiente.

¿Por qué está tan difundida la creencia de que «los movimien­tos han desaparecido», de que los últimos cuarenta años han sido un período en el que «no ha sucedido nada»? Tal vez porque esta­mos demasiado acostumbrados a considerar la historia como his­toria política. Y, sin embargo, la historia es, primero y por encima de todo, social y cultural; es la historia de la vida diaria de les hombres y las mujeres. Si la situamos bajo una mirada minuciosa, esta historia revelará cambios que incluyen una revolución social. Estas tres oleadas de movimientos culturales analizadas más arriba fueron los principales capitanes de esta transformación. No alte­raron la nave, sino que cambiaron el océano por donde esta nave navegaba.

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Contra la metafísica de la cuestión social

por F. Fehér

1

Fue durante la fase más radical de la Revolución Francesa, esto es, durante la dictadura jacobina, cuando fue creada «la cues­

tión social»; y, por tanto, el «socialismo» como movimiento y obje­tivo de la Historia,1 Ciertas objeciones inmediatas a esta posición son, por supuesto, pronosticables. ¿No existía la pobreza antes de la Revolución Francesa? En realidad, ¿no es casi una característica eterna de la historia el que el pobre se rebele contra el rico? ¿No estaba la democracia como regla de la demos aspirando, como ob­jetivo principal, a la prosperidad en la antigua Atenas, ocasional­mente en Roma, así como también en las repúblicas del Renaci­miento? ¿No encontramos la motivación religiosa tras la fachada de las ideologías políticas y religiosas de todas las protestas y revo­luciones importantes? Estas cuestiones legítimas se postularán ine­vitablemente contra la tesis que deriva la cuestión social a partir de la Revolución Francesa, esa vertiente divisoria de la moder­nidad.

Sin embargo, el término «la cuestión social», tal como se usa en el lenguaje político cotidiano, tanto en la modernidad de iz­quierdas como en las de derechas, no es idéntico al brutal y eterno hecho de la pobreza. Tampoco es equivalente a los intentos polí­ticos de desposeer al rico de su fortuna, ni tampoco a la «motiva­ción económica de los actos políticos». Al contrario, han de cum­plirse condiciones muy específicas de la modernidad a fin de que «la cuestión social» pueda ser situada en la agenda política.2

1. Para la clarificación histórica de mi tesis, véase Ferenc FEHÉR, The Frozen Revolution (An Essay on Jacobinism), Cambridge, Cambridge Uni-versity Press, 1987.

2. Esta posición apenas difícilmente tiene nada en común con la famo­sa tesis de Hannah ARENDT, en Tfte Human Condition, En su opinión, «la

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La pobreza, el hambre, el sufrimiento físico sin terapia o tra­tamiento, los ancianos o los niños que viven en la indigencia, los huérfanos o las mujeres sin apoyos y otras milenarias desgracias de la vida, pueden en su totalidad resumirse bajo el término co­mún de «la cuestión social» sólo cuando se han cumplido las si­guientes condiciones: una sociedad de bienes, en la que la pobreza y la opulencia estaban distribuidas de un modo «natural» a los bienes respectivos, tenía que ser abolida a fin de que tuviera lugar este cambio conceptual. Además, el Estado y la sociedad también tenían que estar, al menos relativamente, separados. Una vez se logró este gran hecho emancipatorio de las revoluciones antiabso­lutistas, la dinámica de la sociedad moderna estuvo permanente­mente caracterizada por una tensa fluctuación entre dos extremos. Uno de estos extremos ha sido el libre mercado, este supuesto pro­ductor de abundancia cuando se le abandona a sus propios re­cursos. El otro extremo es la intervención estatal, que sirve para proteger al individuo de los lados oscuros de este automatismo económico. Un cierto tipo de humanismo ideológico tuvo que con­vertirse en uri importante poder espiritual, haciendo que «el dere­cho a la vida» no fuera sólo una máxima aceptada, sino también un principio político operativo. No fue una casualidad que Robes-pierre fuera el primer estadista que dio un giró pragmático a la exigencia liberal avalada por los años del «derecho a la vida». Te­nía que definirse un nivel mínimo sdcialmeñté aceptado del mo­deló de vida, junto con el nacimiento de una opinión pública que estuviera de acuerdó con que si un considerable número de ciuda­danos de la nación-Estado tenía que subsistir por debajo de ese nivel, entonces la situación sería considerada una anomalía. Esta

cuestión social» o «la esfera social» sólo surgió en una época en que las preocupaciones de naturaleza económica, empezaron a trascender el umbral del hogar. Estas preocupaciones, creía ella, estaban destinadas a volver a la esfera doméstica, pues de otro modo no hubiera podido establecerse una constitutió libertatis. Pese a muchos dé sus clarividentes comentarios, no me identifico con su postura porque, para mí, la supresión de la «cuestión so­cial» de la agenda permanente de la modernidad es una empresa tan im­posible como retrógrada. Tampoco creo que Marx, tal como lo caracteriza Arendt, se convirtiese nunca en un filósofo de «la cuestión social» en vez de ser un filósofo de la libertad,

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conciencia de lo socialmente anómalo implica la existencia de un público, y una lista de «cuestiones sociales» constantemente dis­ponible. En principio, esos temas sociales, aunque no necesariamen­te en la práctica, requerían, de hecho exigían, atención colectiva y unos intentos de solución. Todo tipo de desgracias, en especial la pobreza, tenían que ser consideradas como enfermedades curables y no como los eternos compañeros de la existencia humana. Esta percepción de las desgracias humanas como socialmente condicio­nadas, y por tanto elminables, es un constituyente fundamental de «la cuestión social» en sí misma, Las formas extremas que se han intentado para tratar de resolver el síndrome pertenecen también a este complejo cuadro. Uno, de estos extremos es el reiterativo in­tento del conservadurismo liberal para regresar a una posición pre-revolucionaria, declarando la totalidad, o unas partes, de la cues­tión social como una constante ontológica de la existencia humana y, por tanto, fuera del alcance humano. Otro extremo es un cierto tipo de radicalismo izquierdista que destruiría las instituciones fundamentales de la modernidad (en primer lugar, el mercado) y reduciría inadmisiblemente la complejidad de la modernidad.

El primer rasgo distintivo de «la cuestión social» es su total he­terogeneidad. De hecho, prácticamente el único elemento común en medio de la parafernalia de la evidencia de diversos ternas es la petición de diversos actores sociales al Estado, siendo esta peti­ción o demanda para solucionar sus particulares problemas socia­les. Las demandas de este tipo implican un cambio radical de acti­tud. Dado que ya no es la comunidad local ni la iglesia el lugar que parece apropiado para resolver, los problemas de los hombres y las mujeres modernos, la caridad ha sido sustituida por la legis­lación social, cuyo objetivo y tarea es la redistribución. Así, los temas sociales han dejado de tener una naturaleza moral; han sido transformados en asuntos de justicia social. La irreductible plura­lidad y, por implicación, el imparable crecimiento del número de problemas que han sido declarados «sociales», se ha añadido enor­memente a la carga de la modernidad. Esta pluralidad y el irresis­tible crecimiento de temas ha contribuido con la misma fuerza a convertir la modernidad en una «sociedad insatisfecha», al igual que lo ha hecho la igualmente irresistible dinámica de la formación de necesidades,

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Sostener que la Revolución Francesa fue la cuna de la «cuestión social» implica dos afirmaciones adicionales, Jas cuales han apare­cido en un contexto programático de la política moderna. La pri­mera implicación es la hipótesis ultrarradical de que Ja cuestión social como tal puede resolverse sólo mediante la revolución como tal. Bajo esta hipótesis subyacen dos generalizaciones igualmente inadmisibles, ya que son demasiado abstractas. La primera genera­lización sostiene que las innumerables cuestiones sociales, que son por naturaleza heterogéneas, pueden en cierto modo reducirse a la fórmula homogénea de «la cuestión social», que es una e indivisi­ble, y a la cual se puedgaplwar un único y efectivo remedio polí­tico. La segunda generalización sostiene que este remedio debe ser «la revolución como tal», según lo cuaj, la ̂ heterogeneidad de re­voluciones se reduce igualmente a una fórmula,homogénea. La segunda implicación es el célebre o siniestro contraste entre la li­bertad y |a «felicidad pública», asumiendo que con el sacrificio de la primera, aunque sólo sea tempqralmentex puede promoverse la segunda. Por más venenosa que fuera, la segunda implicación fue la premisa, a veces abierta, a veces oculta,, de lo que he deno­minado «la metafísica de la cuestión spcifii».,

2 ';.

¿Fue en cierto modo Marx el responsable del nacimiento de la metafísica de la cuestión social, tal como ha sugerido Hannah Arendt? En realidad, si lanzamos urta mirada neutral a la colección de escritos de los «padres fundadores», encontráremos un interés sorprendentemente escaso por su parte en lo que a «la cuestión so­cial» se refiere. Bien es cierto que Eñgéls escribió én su juventud uno de los libros más influyentes y populares sobre la pobreza de la clase obrera, que fue ampliamente leído por románticos conser­vadores y escritores anticapitalistas que lo utilizaron en su cruzada contra la modernización. Es igualmente cierto que Marx citó de manera extensiva en el primer volumen de El Capital los informes de los comisarios de una fábrica inglesa, los cuales estaban autén­ticamente implicados en desentrañar las profundidades de la explo­tación de la fuerza de trabajo de lgs niños, Pero en cuanto al volu-

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men de sus obras se refiere, uno se quedaría verdaderamente sor­prendido al ver hasta qué punto Marx y Engels permanecieron inalterables por el hado de la clase que utilizaban para sus auda­ces concepciones filosóficas. Y en lo que a George Lukács se re­fiere, discutiblemente el único genio filosófico del marxismo des­pués de Karl Marx, la cuestión social sencillamente no existía.

Dadas estas consideraciones, no sería una completa lectura errónea del interés de Marx durante toda su vida por la alienación el comprenderla como una implicación en los temas sociales.3 Para Marx, la alienación del trabajo no era un «tema social», ni tam­poco lo eran sus remedios, la simultánea abolición del mercado, las clases sociales y el Estado, recetas éstas para curar las enferme­dades sociales. La enfermedad y el remedio formaban la parte esencial de un proyecto antropológico radical. El thelos de esta con­cepción era la constitución filosófica de una humanidad homogé­nea y racional, pero por encima de todo libre y autocreativa. Marx no podía sencillamente interesarse por la cuestión social en térmi­nos de su propia teoría. En su presentación, le parecían temas in­significantes que apartaban al proletariado del cumplimiento de su única tarea histórica adecuada, la creación de una conciencia de clase revolucionaria, de convertirse en «una clase por sí misma». Marx nunca cesó de subrayar que la explotación no es una cuestión de mayores o menores salarios, sino primordialmente una cues­tión de insuficiente dominio de la producción social. Sin duda, la explotación, que aparece para la clase en forma de bajos salarios y pobreza, son cuestiones de primordial importancia para, el revo­lucionario precisamente en esta forma, ya que el sufrimiento es un poderoso incentivo para «la clase en sí misma». Sin embargo, tam­poco hay cuestiones que puedan solucionarse en la sociedad actual, ni otras que precisen toda la atención del revolucionario. En cuan­to al futuro, los términos de su propia teoría excluían el centrarse en la cuestión social. Porque, junto con, la desaparición del Estado, la teoría de Marx tenía también como objetivo la desaparición de

3. Cuando menciono «el interés de Marx a lo largo de toda su vida por la alienación», adopto deliberadamente una interpretación particular de su obra, la llamada «humanista» o interpretación antialthusseriana. Sin em­bargo, la «Marxolojía» es un tema marginal en este proceso de pensamiento.

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la societas en su sentido tradicional. Además, la condición previa técnica de su predicción sobre «el final de la prehistoria», es decir, la abolición de la escasez, la absoluta satisfacción de las necesida­des (básicamente moderadas y estáticas), así como la condición previa filosófica de un nuevo espacio social asignado al productor emancipado o bien fuera de la producción o, en el peor de los ca­sos, en una «esfera de necesidad» drásticamente reducida, vaciaba efectivamente «la cuestión social» de sus contenidos tradicionales. Marx trazó una teoría del futuro que no contenía ningún mensaje para los que abogan por la cuestión social: en este futuro proyec­tado no existían cuestiones sociales.

Los socialistas, que estaban auténticamente implicados en el problema social, el cual fue tan deliberadamente desatendido por Marx, eran miembros de la rama inglesa (Owen, principalmente) o los socialdemócratas del último cuarto del siglo xix. La posición de estos últimos sobre la cuestión social era sincera y consecuente, aunque carecían de sofisticación teórica y estaban totalmente exen­tos de intereses metafísicos. Si en el futuro pudiera aparecer un nuevo «Estado de los obreros» (como aún creen los socialdemó­cratas) se sentirían en el deber de enfrentarse allí y entonces con la pobreza, las bajas expectativas de vida y la ignorancia de su pro­pia conformación. Estaban convencidos de que esta tarea podría, al menos hasta un grado considerable, cumplirse dentro del marco de la sociedad existente. Además, como fruto de la Ilustración y com­pletamente impenetrable a las sutilezas dialécticas, los socialdemó­cratas no veían ninguna razón inherente para considerar una mejor suerte y un nivel más alto de educación como algo perjudicial para la conciencia de clase del proletariado. En realidad, sus experien­cias les enseñaron a profesar el punto de vista exactamente opues­to. Tampoco era la segunda parte de sus autoapelaciones un camu­flaje. Para los socialdemócratas era bien sabido que únicamente la democracia podía ocasionar cambios graduales y progresivos en la cuestión social. Por lo tanto, simplemente se unieron a las huestes de demandantes que reclamaban al Estado unas mejoras en los asuntos sociales.

Fue el privilegio del recién llegado, el revolucionario comunis­ta, el forjar una metafísica fraudulenta de la cuestión social y se­guirla hasta sus catastróficas conclusiones.

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Discutir in extenso ú este nuevo revolucionario se adhería es­trictamente a Marx o no lo hacía sería un debate completamente estéril. Bastará con decir que, por un lado, como ya se ha mencio­nado, la crítica filosófica de Marx del capitalismo no estaba orien­tada a la cuestión social, sino que apuntaba a una antropología ra­dical y a la transformación de lá sócletas en una asociación de pro­ductores. Por otro lado, no se puede dudar de que ciertos rasgos de la teoría originardé Marx, esto es, su predicción «científica» dé una «sociedad garantizada»; su altamente ambigua teoría de la expro­piación del explotador (que a veces parece sugerir que la expropia­ción del explotador abolirá la pobreza in uno actü, mientras que otras veces la teoría niega esta posibilidad) propiciará los intentos de forjar una metafísica de la cuestión social.

El terminó «fraudulento» no pretende introducir una teoría de la conspiración en lá'interpretación de la historia. Nuestro objetivo se limita sólo a revelar la peligrosa estructura de una fuerza polí­tica concreta que inicialmente, pero sólo inicíalmente, abarcó con sinceridad ciertos compromisos a la vez que formuló importantes temas relacionados con «la cuestión social». Además, esta política manifestó un interés incomparablemente más vivo por los temas sociales que el propio Marxv por la sencilla razón de que, a dife­rencia de Marx, los políticos del poder comunista tuvieron que movilizar a las masas. El punto importante que presentó la posi­ción comunista sobre «iá cuestión social» sé basa en su crítica del carácter formal de las libertades, incluso si la contrapropuesta co­munista de una «libertad substantiva» no sea más que demagogia. Porque nadie puede negar sin prejuicios que las masas de obreros industriales, mal pagados y con horarios de trabajo excesivos, que constituían el grueso de la formación comunista, nunca tuvieron tiempo, energía, medios ni educación para participar en la práctica de las libertades políticas. Por lo tanto, para esos obreros la liber­tad seguía siendo una posibilidad abstracta y no una posibilidad realizable. Sé ha añadido al impulso de la posición comunista;que los socialdemócratas a menudo toleraban o adornaban esta debi­lidad estructural de las democracias con una organización capi­talista de la economía. El comunismo prosperó gracias al insu­ficiente radicalismo político de democracia social.

Sin embargo, la ideología comunista ha ido traduciendo gra-

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dualmente las conclusiones sacadas de esta importante y correcta premisa al vocabulario de una metafísica fraudulenta de la cues­tión social. (Sin contar con «I hecho adicional de que su apología sistemática de la horrenda realidad de la Unión Soviética bajo el régimen de Stalin y después presenta la sinceridad del compromiso comunista hacia la cuestión social como algo absolutamente cues­tionable.) Su primera conclusión fue el rechazo categórico de la democracia por considerarla una «mentira», algo «burgués», una mera fachada ilusoria delante de las desigualdades y la explotación. En este sentido, fueron fieles herederos de la crítica de la democra­cia hecha por Marx. Su segunda conclusión fue la promesa de una sociedad que supuestamente iba a solucionar la cuestión social de una forma global. Esta conclusión puede ya catalogarse de fraudu­lenta porque los comunistas en el poder estaban invariable y exclu­sivamente preocupados por tm nuevo y aerodinámico tipo de con­trol social y por su proyecto de una rápida y forzada industriali­zación. No obstante, una sociedad de control, y sobre todo una política de industrialización forzada, normalmente impone, por re­gla general, sufrimientos adicionales y superfluos a la población. Los dos pasos siguientes de la doctrina han transformado la falsa promesa en una metafísica sistemática y transparentemente fraudu­lenta. Después de Marx, él marxismo-leninismo funcionó con una serie iriterconectada y progresiva de «formaciones sociales» en las que insertó un nuevo vínculo de conexión entre el capitalismo y la sociedad emancipada proyectada por Marx: «el comunismo». La nueva «formación social», el socialismo, tenía aparentemente una tarea histórica: la de convertirse en la sociedad por excelencia que iba a resolver la cuestión social de una vez por todas. Inventar una sociedad con la misión explícita de convertirse en una «contraso­ciedad» mediante su potencial oculto para resolver lo que nunca se había resuelto era, sin duda alguna, un ejercicio de metafísica. El último paso, el acto culminante, era la invención teórica del «hombre nuevo», el homo sovieticus* cuya diferencia específica

4. Al mencionar el homo sovieficus me refiero a M. HEIAE*-A. NE-KRICH, Vutppie au poüvoír, París, Calmann-Levy, 1985. Estoy de acuerdo con estos autores en lo que se refiere a su morfología crítica, pelo no con sus premisas teóricas y-conclusiones. ••'•'•

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residía en que podía soportar las debilitadoras cargas del experi­mento social no sólo con ecuanimidad y pasiva obediencia, sino también con satisfacción interna y optimismo. Se suponía que el optimismo iba a originarse gracias a la invencible creencia del hombre nuevo de que sus problemas sociales de hecho se habían ya resuelto y que sus asuntos sólo necesitaban un «perfecciona­miento adicional».

Sin embargo, tal como demuestran los acontecimientos de las últimas décadas, la nueva metafísica de la cuestión social tuvo un éxito pragmático muy pequeño en la domesticación de los hombres y mujeres actuales de las sociedades soviéticas. Los espacios públi­cos de dichas sociedades están ahora llenos de una ventilación de quejas más grande que nunca por parte de los desencantados y los socialmente insatisfechos, a las cuales, más recientemente, algunos de sus líderes añaden sus críticos comentarios autocríticos. Y, sin embargo, esta metafísica ha alcanzado una asombrosa victoria ideológica debido a su perspicaz percepción de las bases antropo­lógicas de la «sociedad insatisfecha». El radicalismo erróneo del postulado y la creencia de que existe una «cuestión social» en abs­tracto que ha de resolverse por completo y para siempre mediante un conjunto concreto de medidas fue, en principio, un invento co­munista. Pero ha sobrevivido la creencia general en la viabilidad de los proyectos y programas comunistas. Su relativa longevidad se debe a un factor: es útil a la mala fe de la permanente y masiva frustración de la «sociedad insatisfecha».

3

Todos los intentos de una respuesta democrática radical al problema social, que al mismo tiempo se opone a la opción liberal-conservadora de rechazar los temas sociales y a la metafísica comu­nista de la cuestión social, tienen que partir del reconocimiento de un conjunto global de rasgos característicos del síndrome de la modernidad. Estos rasgos son su irreductible pluralismo; el perma­nente e irresistible crecimiento de su alcance y dimensiones; la ne­cesidad de poner continuamente los temas apremiantes en la agenda política; la convicción simultánea de que la cuestión social en con-

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junto posiblemente no puede resolverse en ninguna situación dada; el reconocimiento de un concepto público y libremente articulado de justicia social que nos sirva de guía para sopesar y valorar te­mas sociales concretos; y finalmente el carácter prioritario de la libertad en el proceso.

Una rápida ojeada a cualquier lista fortuita de los temas socia­les actuales atestiguará inmediatamente la irreductible pluralidad de la supuestamente homogénea «cuestión social». El contraste tra­dicional entre riqueza y pobreza ha permanecido en lo más alto de todas las listas. Aquí «pobreza» está en parte entendida como «cul-turalmente definida» o pobreza relativa, y en parte como la absoluta pobreza de aquellos que viven por debajo del umbral biológico de la autorreproducción física. La causa de este contraste se interpreta hoy en día ampliamente en términos de diferencias de ingresos y diferencias en el estatus de propiedad, y está considerada, al menos por los que preparan listas así, como socialmente injusta. El desi­gual acceso a las instituciones, lo que equivale a decir a la «prác­tica de la libertad», ocupa el segundo lugar de la lista, lo cual en sociedades desprovistas de discriminaciones sociales y raciales ins­titucionalizadas se considera, por norma general, enraizado en la esfera de la educación. La discriminación racial y étnico-religiosa figura entre los temas sociales más dramáticos en el mundo de la postguerra. La discriminación por sexos y edades, es decir, la de­sigual e injusta situación de las mujeres y los niños en el hogar, en la legislación y también en la gestión actual de los asuntos políti­cos, culturales y comerciales, se ha convertido en otro de los ma­yores agravios de las últimas décadas. Las impresionantes desigual­dades entre diversas regiones del mundo, que amenazan el equi­librio global con guerras destructivas, han sido puestas también en la agenda de los temas sociales como consecuencia de la caída del sistema colonial y las aterrorizantes propiedades destructivas de los nuevos armamentos. El crecimiento de la población, tradicional-mente uno de los factores «más naturales» de la existencia huma­na, ha alcanzado ahora la categoría de tema social y se ha conver­tido en un importante asunto de legislación social. Lo mismo ha ocurrido con el problema de la salud, otro factor natural de la exis­tencia humana.

El estudio más superficial de estos temas, aunque imparcial,

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nos lleva a la inevitable conclusión de que, mientras que esos te­mas en conjunto han de ser dirigidos por la política, son en primer lugar, altamente heterogéneos; y los métodos asignados para la so­lución de uno de ellos son, por tanto, inadecuados para tratar con los otros. Además, la creencia de que se podría en cierto modo resolverlos in toto y para siempre puede ser sólo una falsa promesa y no un programa realista. Durante décadas hemos presenciado el nacimiento de un importante e influyente experimento social para dirigir «la cuestión social» en conjunto: el Estado benefactor, con asistencia y seguridad social. Este Estado se distingue por dos ras­gos positivos del que hasta ahora he denominado una «metafísica fraudulenta»: primero, está basado en la libertad, en los procedi­mientos de la democracia liberal; y segundo, su ideología domi­nante es una forma escéptica de liberalismo o socialdemocracia que no tiene ninguna intención de ofrecer las promesas de un pa­raíso terrenal. Y, sin embargo, las debilidades estructurales del Es­tado benefactor, que se deben al exclusivo énfasis en la cuestión social, son bien conocidas y ampliamente discutidas. En general, pueden encontrarse en la autoridad paternalista y dominante del Estado sobre la sociedad, la cual, pese a su benevolencia, paraliza la actividad ciudadana y el dinamismo cultural.

La existencia del Estado benefactor suscita el problema de si, y hasta qué punto, existe todavía la política sui generis en una so­ciedad donde «la cuestión social» se ha convertido en,el centro principal de la actividad política.5 Y, sin embargo, la relativa auto­nomía de la esfera política puede aún percibirse y averiguarse en las áreas siguientes. Dado que una humanidad políticamente unifi­cada no es una perspectiva factible ni deseable, la defensa de la nación-Estado, a la vez que define su papel en el mundo, seguirá siendo una tarea puramente política. Formular las prioridades en el proceso de resolver temas sociales concretos, así como asegurar la compatibilidad de sus resoluciones con el principio dominante

5. Fue Mary McCarthy, una amiga íntima de Hannah Arendt, quien, en un debate sobre la famosa tesis de esta última sobre la necesidad de disper­sar lo social del dominio de lo político, ingenuamente le preguntó: «¿Y qué vamos a discutir en el futuro, cuando no haya temas sociales en nuestra po­lítica?» No es sorprendente que Arendt no encontrara palabras para respon­der a esa pregunta.

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de la libertad, es también una preocupación inherentemente polí­tica. Inventar y promover nuevas pautas culturales tampoco puede reducirse a una actividad meramente social y no política. Final­mente, la guía racional de la sociedad sobre el crecimiento econó­mico y la dinámica económica, o, dicho de otro modo, los elemen­tos de planificación, se ha convertido, pese al espectacular fracaso del sistema soviético de Estado centralizado, en un vivido interés político para un número creciente de ciudadanos, completamente aparte de las consecuencias sociales de ese crecimiento económico.

La irreductible heterogeneidad de los distintos temas sociales saca a la luz la típica alternativa de nuestro siglo, es decir, «refor­ma o revolución», que se vuelve aún más engañosa con respecto a la cuestión social que en otros campos. Ante este tema presencia­mos una falsa dicotomía: los que están aterrorizados por la vio­lencia y las inevitablemente descorazonadoras consecuencias de las revoluciones insisten dogmáticamente que todos y cada uno de los temas sociales sin excepción pueden resolverse mediante un cambio pacífico. Aquellos cuyo thelos genuinos, aunque oculto, es la nueva sociedad de control con su supuesta racionalidad superior, se po­nen en favor de la violencia y del cambio brusco como respuesta a los temas sociales no resueltos. No puedo ver una fórmula general y global que se adecúe a cada dilema y nos guíe en cada coyun­tura. Por un lado, ciertos temas sociales que se han politizado en gran medida pueden, si todas las avenidas de compromiso están bloqueadas por una terca oposición política, resolverse sólo me­diante la violencia. En tales casos, la revolución es el único camino hacia la reforma.6 Por otro lado, las actuales admisiones de los líde­res chinos y soviéticos acerca de la total falta de adecuación de las medidas llevadas a cabo en áreas cruciales de «la cuestión so­cial» ayuda a verter luz sobre la sencilla verdad de que ciertas revo­luciones que se han dado en nombre de las necesidades, anhelos y

6. «La reforma mediante la revolución» parece ser la única solución fu­tura para Sudáfrica. Debido a la temeraria oposición de la minoría blanca a adquirir compromisos de tipo alguno, la discriminación racial, un tema social, al parecer puede ser sólo abolido mediante una revolución política. Tampoco es ésta una opción radical o izquierdista. Malcolm Fraser, el ex primer ministro conservador de Australia, adopta exactamente esta posición basándose en el famoso postulado liberal del «derecho a la revolución».

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deseos insatisfechos, apenas acarrean satisfacción con respecto a un solo tema social. En resumen, la irreductible heterogeneidad de los temas sociales en la modernidad no puede desaparecer sólo con una fórmula mágica o una panacea.

El incesante aumento del número, volumen y dimensiones de los temas sociales es un rasgo inevitable de la modernidad. No se puede siquiera predecir, después de la ascensión del ambientalismo al rango de tema social públicamente reconocido, de qué terreno surgirán los nuevos temas sociales. Porque una parte considerable de ellos se derivan del propio «progreso de la modernidad», de las innovaciones, de los cambios sociales y tecnológicos que antes he­mos adoptado sin tener la más mínima idea de los dilemas que lle­garían a generar.7

La proliferación de los temas sociales tiene el doble rostro de Jano, uno de los cuales es sonriente y beneficioso. Por ejemplo, el feminismo nos ha enseñado la importante lección de que ciertos temas no pueden ser adecuadamente discutidos en la esfera priva­da; han de convertirse en sociales para ser emancipatorios. La otra cara de este aumento es, sin embargo, sombría. Porque la constante ampliación de la lista impone una carga cada vez más pesada y a menudo insoportable para el Estado. También realiza inevitable­mente la paternalista omnipresencia supervisora del Estado. Y con frecuencia, las mismas personas que empujan la creación de nuevos temas sociales empiezan a lamentar el aumento de las cargas (en su mayoría fiscales) y a condenar la omnipresencia del Estado en sus vidas cotidianas. Los repetidos estallidos de neoconservaduris-mo están sólo en parte condicionados por egoísmo de grupo o de clase. En parte son el resultado de las resacas que siguen al triun­fante reconocimiento como «sociales» de nuevos temas, y de los resultados que ha acarreado rectificarlos.

Mi escepticismo moderado hacia el constante aumento de los temas sociales no implica en absoluto una actitud negativa. El

7. El SIDA ofrece un importante y dramático ejemplo de los nuevos dilemas sociales que surgen del «progreso de la modernidad». La difusión de esta plaga apocalíptica está inequívocamente relacionada con, al menos, dos importantes desarrollos modernos, la comunicación mundana frecuente y sin obstáculos y la emancipación gay, de la cual al menos uno de ellos ha sido unánimemente aclamado como «progreso».

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aumento tiene dos aspectos inequívocamente positivos. Uno de ellos es su «función de señal». A medida que la lista crece, una sociedad concreta parece funcionar con más o menos normalidad, porque después de la pérdida «total» de una guerra, una hambruna a nivel nacional o una catástrofe natural, el tema más importante es la su­pervivencia. Además, el aumento puede servir como uno de los guías más destacados en la progresiva revisión social del crecimien­to económico, un proceso de revisión que va más allá de las con­sideraciones del mercado.

t

La primera conclusión que se puede sacar de las consideracio­nes mencionadas más arriba es que reducir la heterogeneidad inhe­rente de los asuntos sociales a la fórmula homogénea de «la cues­tión social» es uno de los ejemplos más sobresalientes de la inad­misible reducción de la complejidad de la modernidad. Los peli­gros de una operación de este tipo han sido repetidamente señala­dos por Luhmann y Habermas. La homogeneización abstracta es a todas luces errónea. Sugiere una única receta general para tratar enfermedades sociales ampliamente divergentes, muchas de las cua­les se limitarán a no responder a la terapia mientras otras mostra­rán signos de enfermedad debido precisamente a esa terapia. Tam­bién sirve de justificación teórica para la metafísica fraudulenta.

La segunda conclusión es que condicionar las soluciones de to­dos los asuntos sociales a una serie concreta de cambios institucio­nales es ilusorio o deliberadamente engañoso. La nacionalización es un ejemplo clásico. Un cierto grado o tipo de nacionalización si­gue siendo una advertencia de todos los programas izquierdistas, con la condición de que no debe abolir por completo la economía de mercado ni, por encima de todo, debe llevar al poder totalitario del Estado sobre la sociedad. En el Reino Unido, la nacionalización de un considerable sector de la economía después de la guerra sir­vió al propósito de introducir medidas benefactoras de gran alcan­ce, una reforma social enormemente positiva. En otros países que han establecido versiones clásicas del Estado benefactor, por ejem­plo, Suecia, una nacionalización formal de tal alcance y amplitud

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no fue necesaria para ese fin. En otro grupo de países posteólo-niales, la nacionalización casi total tuvo como resultado un espec­tacular incremento en la prosperidad de la nueva y codiciosa clase medía y en el casi criminal abandono de las demandas del grueso de la población. En las sociedades soviéticas, la total expropiación de la vida social terminó con la prohibición de discutir «la cues­tión social», la cual se había declarado resuelta del todo y para siempre. Este tema fue a su vez puesto en la agenda intermiten­temente una vez más porque, tal como se ha manifestado, había sido completamente abandonado en vez de resuelto. Los porcenta­jes recientemente aparecidos, más o menos fiables, de las personas que en esos países viven por debajo del límite de la pobreza, ates­tiguan la completa ineficacia de la nacionalización total como re­medio contra las enfermedades sociales.

Finalmente, se pueden sacar ciertas conclusiones sobre el tan debido tema de la relación entre la democracia y el socialismo o el «socialismo democrático». Estos debates me parecen cada vez más estériles porque, entre otras razones, el concepto de «socialismo» está tácitamente aceptado en ellos como equivalente de una socie­dad completamente nueva cuya misión es la de resolver «la cues­tión social» del todo y para siempre. Dado que esto último es im­posible o es una falta promesa, lo cual es la premisa base de mi proceso de pensamiento, el «socialismo» como «nueva formación» que trasciende la modernidad es una mitología conceptual. Con esta afirmación no deseo socavar la autoidentidad de los socialistas. El socialismo como autoapelación y autocaracterización de unos actores concretos, así como de diversos movimientos y partidos po­líticos, sigue siendo un término de relevancia, en parte porque los «socialismos en plural» no están vinculados sólo con temas socia­les, sino también con temas puramente políticos y culturales. Los «socialismos» son, por supuesto, inseparables de abarcar temas so­ciales concretos con el firme compromiso de resolverlos de la me­jor manera posible en un nivel de civilización dado, riqueza nacio­nal, expectativas culturales, etc. Además, el carácter de los so­cialismos concretos está en última instancia determinado por los temas sociales concretos que abarquen. Esto último puede servir al menos como medida de comparación entre diversos socialismos con­cretos. En mi opinión, los «socialismos en plural» se manifiestan

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como muchos intentos heterogéneos y divergentes de reordenar la modernidad, pero sin buscar su total trascendencia y su absoluta negación. Entonces, los distintos tipos de socialismo crearán una jerarquía de temas sociales sobre la base de un discurso libre y ac­tual, en vez de mantener la falsa promesa de resolverlos todos de un modo exhaustivo. Así, la democracia o la libertad política, tan­to en sus formas tradicionales como en las nuevas y modificadas, no aparecerá como un principio externo a cierto «socialismo» mis­terioso que puede o no puede alternativamente combinarse con la democracia, pero que puede existir en sí mismo. La libertad polí­tica se manifiesta aquí con la condición previa absoluta para articu­lar temas sociales, como una condición sirte qua non de los diversos tipos de socialismo. Sin libertad sólo existe la quimera o falsa pro­mesa de resolver eternamente los temas sociales. La libertad es el verdadero progenitor de los socialismos. En esta máxima encontra­mos de nuevo un viejo aforismo marxiano. En una sociedad donde los movimientos forjan libremente las opciones políticas, donde no son obstáculos para elaborar los principios políticos o la jerarquía de los temas sociales, donde recomiendan a los partidos y al Es­tado cómo llevar a cabo sus expectativas sociales, la máxima de la «autogestión humana», que está relativamente aparte de la ges­tión o administración de las cosas, puede llegar a ser cierta.

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El paria y el ciudadano (sobre la teoría política de Arendt)

por F. Fehér

1. El paría

Cuando se publicó The Origins oj Totalitaríanism,1 en una at­mósfera de general aclamación, los críticos no fueron capaces

de ver la estructura verdaderamente asombrosa de la obra. En vez de empezar su análisis con las habituales y externas generalizacio­nes, Arendt dedicó la primera cuarta parte del libro a una crónica minuciosamente detallada de la emancipación judía, y a la del desa­rrollo del antisemitismo político in minutiae. Y, sin embargo, esta estructura idiosincrática permite una honda penetración en sus más profundas intenciones. La historia del totalitarismo empieza con la historia del paria y, por tanto, con la «excepción», con lo «políti­camente anómalo» que es utilizado entonces para explicar el resto de la sociedad en vez de seguir el proceso a la inversa. En este libro, así como en toda la obra de Arendt, la extensión del con­cepto «paria» abarca al judío como caso paradigmático, además del nativo colonial, el innumerable número de «personas sin Es­tado» que proporcionan una clave mejor para comprender la ver­dadera naturaleza de la nación-Estado que la solemne declaración de los derechos de los ciudadanos, los esclavos del período previo a la guerra civil y sus progenies socialmente no emancipadas del período posterior a la guerra civil en los Estados Unidos. Arendt llega incluso a afirmar que si las* locuras de algunos políticos alia­dos con respecto a la derrotada Alemania hubieran llegado a reali­zarse, toda la población alemana se hubiera convertido en el paria del territorio europeo.

1. H. ARENDT, The Origins of Totalitaríanism, Nueva York, Meridian, 1958.

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El paria y el ciudadano 265

A pesar de la aplicación más general del término, el judío sigue siendo para Arendt el ejemplo paradigmático del paria. Gershon Scholem consideró este término ofensivo porque había entendido correctamente el tono condescendiente del famoso análisis de We-ber sobre el paria judío, que fue la principal fuente en la que se basó Arendt para su propio análisis. La morfología del paria de Weber se presentaba con la apariencia de imparcialidad aunque, por supuesto, había correcta y verdaderamente internalizado el mito de Nietzsche de la «religión del resentimiento», referente al fracasado. De haber estado familiarizada con esta objeción, es casi seguro que Arendt hubiera permanecido tan impenitente como lo estuvo al enfrentarse con la protesta de Scholem en el caso de Eichmann. Su teoría se distinguió por una ausencia inaudita de sentimentalismo. El amor y la compasión para ella no tenían nada que ver con la comprensión de la situación política de la totalidad de los parias; en realidad, tales sentimientos los contemplaba como obstáculos innecesarios para la reflexión intelectual. Básicamente, Arendt tomó prestado de Weber un criterio teórico: la ausencia de comunidad política en la larga historia de los parias judíos en la Diáspora, con la concomitante carencia de autoconciencia política, y hasta que fue demasiado tarde, un desinterés general en los asun­tos políticos del entorno en el que vivían. El misticismo religioso como pseudopolítica se basa para Arendt en el análisis experimen­tal de Scholem sobre el movimiento Sabbatai Zevi, y ello no es más que una actividad sustitutoria que surgió sólo después del fracaso del movimiento, un gesto que pone de relieve las frustradas pasio­nes políticas en el Mesianismo. (Hay que mencionar, entre parén­tesis, que Arendt paradójicamente no parece familiarizada con la catástrofe que ha precedido y ha desencadenado el movimiento Sabbatai Zevi, cuyo representante clásico es el escritor hebreo Sin-ger. Me refiero al primer holocausto de los judíos del Este a manos de los haidamaks de Bogdan Khmelnitsky, un acontecimiento que acentuó las condiciones sociales y políticas de la existencia del pa­ria.) En la presentación de Arendt, el paria weberiano, el hombre de resentimiento aparece como un rebelde cuyo objetivo místico inicial, que gradualmente se convierte en una estrategia de este mundo, es la transformación de la comunidad religiosa o étnica en un pueblo o una comunidad política, no necesariamente en el mar-

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co de una nación-Estado. Si el paria es un rebelde, Arendt argu­menta polémicamente en contra de la corriente principal de la Ilustración, y entonces su emancipación no es una emancipación «social». Una emancipación meramente social da lugar al parvenú que forzosamente paga con la excomunión por la gloria social, y con la excomunicación por el predominio político. Tampoco es una genuina emancipación «humana», como Marx afirmó en So­bre la cuestión judía. Porque la emancipación «humana» que, por lo tanto, no es política ni social, no crearía un ser sin una existen­cia política. La emancipación ha de ser política y debe establecer una comunidad política, un pueblo, aunque, repitámoslo, no nece­sariamente en forma de nación-Estado.

Arendt identifica cuatro caminos que supuestamente llevan a la emancipación del paria, y los considera todos ellos como absolu­tamente extraviados. Éstos son: el «organístico», el existencialista, el de la «emancipación mediante la voluntad» y la emancipación mediante el acto redentor. El intento «organístico» de autoeman-cipación puede ser únicamente un acto individual sin consecuen­cias adicionales, un repentino «momento liberador» de autoilumi-nación interna que no tiene impacto en la estrategia de la propia vida. Éste es el caso en el que el judío asimilado reconoce, durante un período de prueba para la comunidad judía, que hay algo en su estructura emocional que convertiría la vida en algo insoportable si la comunidad a la que esta persona pertenecía en cualquier forma consciente desapareciese. Alternativamente, puede surgir también en forma de experiencia colectiva de «una afinidad innata», cuyo resultado sería el nacimiento de un nuevo nacionalismo. Ese resul­tado Arendt lo considera de dudoso mérito, ya que critica la co­rriente principal del sionismo precisamente por este motivo. El ca­mino existencialista está representado del mejor modo quizá por la famosa tesis de Sartre, divulgada en su prefacio al Wretched of the Earth de Fanón, en el que la autoemancipación del nativo se concibe en términos de una «violencia» terapéutica. Arendt clara­mente detestó la política de «la radicalización del mal» de Sartre, y sus recomendaciones de que el aborigen debe «optar por sí mis­mo» mediante la destrucción de otros, basándose en que en lo que comienza como violencia glorificada como «autoterapia» llevará inevitablemente a la falta de libertad. El tercer escenario, y más

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íntimamente relacionado, considera que el paria «actuará» como paria cuando el acto de voluntad transforme la experiencia del pa­ria en libertad. Arendt cita la máxima de Lafayette: «Cuando una nación se determina a sí misma, ya es una nación», y la cataloga de último vestigio de una política cristiana cuya categoría central era precisamente la «voluntad». Sus perspicaces ojos detectan los restos de una política cristiana en el concepto de Rousseau de la «voluntad general» que tuvo que ser alegorizada y hasta fatídica­mente institucionalizada por el discípulo más importante de Rous­seau en el culto del Ser Supremo. En cuanto a política redentora se refiere, tanto los estudios históricos como las inclinaciones filo­sóficas bastaron para convencer a Arendt de que ésta no es una respuesta adecuada a la esclavitud del paria, sino una respuesta vergonzosa y además peligrosa que eternalizará la esclavitud en nombre de la emancipación.

De la comprensión de Arendt de la emancipación genuinamen-te política del paria inevitablemente surge un conflicto entre los principios libertad y vida. El conflicto entre estos principios tenía una utilidad altamente positiva y extremadamente problemática. Si la causa del paria es la de ser victorioso en todas partes, «la con­dición humana» en la modernidad debe ser la de una libertad polí­tica basada en los derechos humanos, aunque no en un sentido que implique el concepto de «Humanidad unificada». Pero para que esto ocurra, «la política de la vida» cristiana o pseudocristiana, que es por la misma razón una política de necesidades y no de li­bertad, tiene que ser relegada al último plano, porque de otro modo estamos destinados a una victoria global del «síndrome totalitario», lo cual significa una existencia de parias para todos. Este énfasis casi obsesivo en la libertad en contra de la vida no es señal de his­teria. Arendt rechaza explícitamente el llamado «complejo Masada» y considera las llamadas a un heroico suicidio colectivo como un síntoma de patología política. Además, su énfasis en la libertad, con el que estoy completamente de acuerdo, implica un tipo de po­lítica mucho más superior del que prevalece hoy en las sociedades «corporativistas». Si comparamos el apasionado, aunque en abso­luto teórico argumento de Arendt en favor de las libertades con la escéptica comprensión de Raymond Aron de una «naturaleza hu­mana» común subyacente tanto en el pluralismo oligárquico de Oc-

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cidente como en el totalitarismo soviético, hasta el mismo grado y del mismo modo, si comparamos la teoría de Arendt con esos pro­yectos cuyo valor más importante es la igualdad, no la libertad, y cuyo principal interés es la vida, y, por lo tanto, la promoción del crecimiento y la satisfacción de las necesidades materiales, empe­zaremos a ver la unicidad y la superioridad del enfoque de Arendt en la libertad. Sin embargo, es este conflicto entre libertad y vida

' el que origina los problemas que los críticos han señalado en su separación de lo «político» y lo «social». Volveré sobre ello más adelante.

2. La república

Todo el que esté familiarizado con la admiración de Arendt por la antigua ciudad-Estado comprenderá de inmediato que las siguientes palabras sacadas de The Human Condition2 constituyen algo más que una caracterización histórica a la vez que trazan un programa: «En el mundo antiguo el sentir el rasgo privado de la privacidad, indicado por la misma palabra, era de suma importan­cia; literalmente significaba un estado de estar desposeído de algo, incluso hasta de las más supremas y humanas de las capacidades del hombre. Un hombre que vivía sólo una vida privada, que como al esclavo no se le permitía entrar en la esfera pública, o que como el bárbaro que había elegido el no establecer tal esfera, no era completamente humano» (p. 38). Nuestra mayoría de edad, nuestra conversión en humanos es coetánea con el establecimiento de la libre institución de la república. A lo largo de toda su obra, Arendt, una enemiga de la teoría de la ley natural, nunca cesó de subrayar que la libertad (tanto en el sentido de privilegios como en el de libertad, o en el de libertad «negativa» o «positiva») nunca es «na­tural». Está en crítico contraste con la tradición francesa con su Declaración de que el «hombre» nace libre, con la tradición griega y americana que afirman, esta última en su espíritu más que en sus textos fundamentales, que hemos nacido libres o esclavos pero

2. H. ARENDT, The Human Condition, University of Chicago Press, 1958.

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que creamos y establecemos nuestra libertad en y por la institución de la república.

El concepto central de Arendt de la «tradición revolucionaria» y su constante interés en ella sólo puede ser comprendido en vista de esta concepción no natural, creada y recreada de la libertad. Si las libertades y los privilegios fueran meramente dones de la natu­raleza humana, sería completamente imposible comprender por qué estallan las revoluciones, por qué la libertad es recreada por ellas hasta el punto en que lo es, e, incluso, por qué estallan en determinados períodos. Por supuesto, con Arendt no existe una ex­plicación causal de las revoluciones porque para ella la libertad nunca ha sido una «causa suficiente» y nunca puede deducirse por completo de ningún acontecimiento externo. Arendt rechaza ine­quívocamente tanto el evolucionismo como la idea hegeliana de la historia universal como un proceso gobernado por el desarrollo de las «leyes» históricas. Estas dos tesis negativas y críticas son las premisas de su ambivalente campaña contra Marx. La crítica de Arendt contra Marx es ambivalente porque acusa a Marx de aban­donar el centralismo de la libertad mediante la politización de la economía y la introducción del «problema» social, un tema subs­tantivo, en el problema de la libertad que sólo puede ser un fin en sí mismo. Ésta es, por supuesto, una acusación desencaminada. Marx fue durante toda su vida un filósofo de la libertad, hasta un extremo que resultaba ya inaceptable para Arendt. Marx odiaba cualquier tipo de autoridad, tanto que quería abolir el Estado jun­to con todos los dioses. Por otro lado, Arendt señala correctamente el rasgo particular que otorga un engañosamente suave y muy se­ductivo poder explicativo a la teoría marxiana. Marx, el más gran­de de los hegelianos, creyó firmemente en la evolución y en el carácter progresivo de la historia universal con sus «leyes» univer­sales como accesorios indispensables.

Arendt, una antihegeliana, adopta una consideración menos per­suasiva del desarrollo histórico y, por lo tanto, deja abierto un buen número de cuestiones. Y, sin embargo, su concepción de «la tradición revolucionaria» aporta una importante clave para la com­prensión de la modernidad, la cual sería mucho más convincente si hubiera combinado, en vez de separar y hasta contrastar, lo «so­cial» de lo «político». En su teoría, la revolución es un fenómeno

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moderno por excelencia como nunca se había conocido en otros problemas sociales y políticos anteriores. La revolución implica un «nuevo inicio» unido con el objetivo públicamente reconocido de creación de libertad, un acto autoconsciente de fundación. La tra­dición revolucionaria tiene tres ramificaciones. La Revolución Fran­cesa, el episodio más espectacular en esta tradición introduce, de hecho, la «pauta», si no completamente fatídica, la más problemá­tica: la «socialización» del tema de la libertad política, según la cual tanto la liberación social (Arendt, por supuesto, era extrema­damente escéptica sobre esta idea) como la libertad política sufrían una rimbombante derrota. Además, la tradición errónea sobrevivió y atrajo a muchos seguidores e imitadores. Pero incluso si no era un completo sistema protototalitario que surgió de esta rama pro­blemática de la tradición, como mucho, la democracia y no la re­pública fue el resultado. La ramificación americana de la «tradición revolucionaria» fue providencial. Como resultado de la dedicación de los padres fundadores americanos, se estableció la forma de li­bertad más completa de las conocidas hasta entonces mediante la Revolución Americana. Sin embargo, por razones que son trata­das de un modo inadecuado por Arendt, el ejemplo americano se quedó sin seguidores. Además, la promesa revolucionaria más gran­de, una república que realiza la libertad a todos los niveles y la práctica día a día, tampoco se dio en el experimento americano. El que se llenara este vacío podría esperarse de la tercera, aunque incompleta, y según cómo, subterránea rama de la «tradición revo­lucionaria»: el supuestamente sistema participatorio que gobernó en las secciones de París en 1793-1974, la Comuna de París, los soviets revolucionarios rusos de 1905 y 1917 y, finalmente, la Re­volución Húngara de 1956, cuya grandeza histórica y sabiduría Arendt nunca dejó de admirar, en la que las principales coyuntu­ras de esta larga marcha no han llegado aún a detenerse y que aún está esperando la primera ocasión providencial para una autofina-lización. Sin embargo, una vez finalizada, esta tendencia subte­rránea, mal utilizada y forzada hasta ahora tanto por los revolu­cionarios como por los contrarrevolucionarios, dará lugar a una forma suprema de república libre.

Aunque más recientemente nos hemos acostumbrado a la idea de una «tradición revolucionaria», en especial a raíz de las recien-

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tes interpretaciones de Maquiavelo, el agudo contraste de Arendt entre democracia y república sigue siendo extremadamente pers­picaz. Esto se hace particularmente evidente cuando consideramos lo que no implica este contraste. Por ejemplo, tiene muy poco que ver con el significado técnico del término «democracia»: para ella, tanto la monarquía británica como la República francesa son de­mocracias. Segundo, al distinguir «república» de «democracia», Arendt no aborda el problema central de la teoría liberal: el di­lema de la libertad «positiva» y «negativa». Para Arendt, toda li­bertad que sea puramente negativa es forzosamente una mera fase momentánea de la «liberación», que debe dar paso a su estableci­miento en una forma más positiva o a la tiranía. Además, según su comprensión, ni la república ni la democracia deben ser inter­pretadas en los términos de la lectura tocquevilliana de la demo­cracia en América (sobre la cual, en cambio, se basa toda la teo­ría de Aron), que tiene en su centro el concepto clave de «igual­dad». De hecho, en cuanto a la centralidad de la libertad se refie­re, el republicanismo de Arendt es intransigente, de forma que las diferencias que separan incluso un sistema pluralista problemático del totalitarismo no pueden reducirse a meras diferencias en el grado de la inmersión administrativa del Estado en la sociedad, como es el caso, por ejemplo, de la teoría de Aron. Finalmente, la «república» o «democracia» alternativa constituyen el anverso exacto de las famosas posiciones de Montesquieu y Rousseau. Este último otorgaba un valor inequívocamente positivo a la «democra­cia» y no a la «república», pero para ambos, y en particular para Rousseau, un sistema democrático parecía viable sólo en un cuer­po político pequeño y virtuoso.

¿Cuáles son, pues, los rasgos de la democracia que tiene en cuenta Arendt en sus desconfianzas hacia ella? Es, en primer lu­gar, la regla del consenso (o mejor dicho, la que lleva, al menos tendencialmente, hacia el consenso) y para Arendt ese objetivo es inevitablemente tiránico. Lejos de ser consensual, las opiniones son irreductiblemente pluralísticas, y se debe dar voz a todas las opi­niones en una comunidad política libre. Además, el consenso puede originarse sólo mediante la regla de la mayoría, un principio opre­sivo que no ha de confundirse con el simple instrumento técnico de todos los procedimientos políticos en un tiempo limitado: la

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decisión de la mayoría. La regla de la mayoría significa la opresión de las minorías, tanto en la forma de discriminación social siste­mática en su contra como en el silenciamiento político de las mino­rías disidentes. Tercero, el consenso sólo puede lograrse median­te, y como resultado de, una voluntad homogénea, la nefasta une volante une de Rousseau y Robespierre que transforma el proceso político libre en un sistema de tiranía y de caza de brujas organi­zada. Cuarto, la democracia se basa en la soberanía del pueblo, esta ingeniosa pero altamente cuestionable institución francesa. En la comprensión extremadamente debatible de Arendt sobre el siste­ma americano, que hasta el momento actual sigue siendo lo más cercano a su ideal republicano, el concepto de «soberanía del pue­blo» allí nunca fue un tema a discutir porque no existía otra sobe­ranía anterior a la Constitución, sólo una comunidad política in­ternamente libre en las colonias. Por el contrario, en Francia, el nuevo sistema político que se constituyó en torno a los conceptos clave peuple y nation estaba tan implantado que para sustituir a la soberanía preexistente creó dificultades irresolubles a la vida políti­ca francesa recién constituida. Pese al hecho de que el término «soberanía» está, en realidad, ausente de los documentos firmados por los padres fundadores americanos, esta afirmación es falsa en dos sentidos. Existía, desde luego, una soberanía en las colonias contra la cual el nuevo cuerpo político americano estaba programa­do, es decir, contra la soberanía británica. Además, la idea de la so­beranía del pueblo es un dispositivo de seguridad no sólo contra los reyes, sino también contra un gobierno potencialmente opresor por los propios representantes del pueblo. Por lo tanto, el principio de la soberanía del pueblo también puede aplicarse al sistema político americano. Además, la real o potencial «corrupción de la repúbli­ca», como peligro, está muy presente en la teoría de Arendt. Ésta no niega que incluso en la república mejor concebida, la americana (dejando de lado las «meras democracias»), ha degenerado en una oligarquía en la que la amada «élite política» es la que gobierna y el pueblo practica su libertad sólo el día de las elecciones. Como resultado, el gobierno se ha transformado en administración, a la que Arendt califica de «la regencia de nadie», debido al anonimato de las decisiones y a la carencia de responsabilidad personal. Pero si esto es así, el concepto de «soberanía del pueblo» mantiene su

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eficacia y su relevancia y sirve como punto de partida para todos aquellos que siguen siendo críticos ante el estado actual de las cosas.

El último rasgo de la democracia con el que Arendt se siente incómoda se refiere al carácter de poder que sostiene que es esen­cialmente distinto en una «democracia» que en una «república». En la primera, es equivalente al monopolio de violencia del Esta­do, una concepción weberiana resueltamente rechazada por Arendt que señala las más que extrañas coincidencias entre Weber y Trot-sky a este respecto. En el segundo caso poder significa participa­ción. Las distintas concepciones del poder pueden ser ilustradas de la mejor manera por las teorías concretas del «contrato social» y el asenso que subyace en cada una de ellas. Pasando por alto la idea de un convenio, un tipo concreto de «contrato» que, según la visión de Arendt, sólo es apropiado a la teocracia, hay dos versio­nes distintas de la teoría del «contrato social» y el «asenso». En la primera versión, el contrato social se decide entre personas indi­viduales; está basado en acuerdos recíprocos (promesas) y en la igualdad y establece una «sociedad» en el sentido romano de so-cietas (es decir, comunidad o asociación). La versión del contrato no conoce distinción entre gobernantes y gobernados, y el asenso requerido es explícito, voluntario y condicional. La segunda ver­sión sostiene que un contrato se decida siempre entre un pueblo y sus gobernantes «dados» (preexistentes) y que el contrato esta­blece un gobierno legítimo. El asenso aquí es principalmente tácito y, por tanto, libremente interpretable por los gobernantes. Para Arendt, el primer tipo pertenece a la república (incluido el modelo americano); y el segundo, a la democracia. Además, añade que si incluso esa parte de la teoría del contrato que habitual y correcta­mente se considera un mito, en otras palabras, el legendario acto inicial de la fundación de una societas es, en el caso de los Estados Unidos, una realidad histórica. Finalmente, la fundación, «el pri­mer acto histórico», siempre tiene un significado más que simbó­lico para la república. Los principios fundamentales de «la repú­blica» obtienen su validez perdurable a través del acto de la fun­dación. Y la calidad de perdurable (de las tradiciones, institucio­nes, leyes) es para Arendt uno de los rasgos distintivos de la repú­blica, en profundo contraste con el atolondrado espíritu de cambio

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perpetuo tan característico de la democracia, con sus incesantes metamorfosis de todas las leyes y principios que siguen una siem­pre variable «voluntad popular». Esta conclusión confiere un to­que básicamente conservador a la teoría radical de la república de Arendt. Reformula, sin ser capaz de hallar respuesta, el dilema ini­cial de Jefferson. Jefferson había preguntado: ¿no tienen las per­sonas libres la libertad para revisar sus propios principios consti­tutivos siempre que lo deseen? Pero, por otro lado, ¿no llevaría la revisión constante a una autoinfligida devaluación de esos mismos principios constitutivos?

Llegado este punto, debería estar suficientemente claro que la dicotomía «democracia-república» no denota en Arendt dos series distintas de instituciones existentes o deseables. Al contrario, la república le sirve como una regulativa idea teórica kantiana de co­munidad de naciones, en las que la democracia no es más que una realización muy imperfecta. Sin embargo, las ideas teóricas regu­lativas, aunque por definición nunca puedan «realizarse», deben descender del cielo de la teoría a la tierra de nuestros conflictos políticos. El actor en el que se encarna este descenso, y por el que éste es realizado, es el ciudadano. Arendt, una apasionada y a me­nudo parcial crítica de Marx, se queda con la dicotomía marxiana del «ciudadano versus el burgués». Considera la victoria del bur­gués (la persona privada competitiva) sobre el ciudadano como la única catástrofe de importancia que aconteció a los hombres y mu­jeres del siglo xix. En realidad, esta victoria catastrófica preparó la escena para el triunfo del «síndrome totalitario».

3. Lo «social» y lo «político»

La distinción entre lo «social» y lo «político» tiene una impor­tancia muy precisa en la teoría de Arendt. Puede hallarse a lo largo de toda su obra, pero alcanza su máximo relieve en The Human Condition. En el mundo antiguo, lo social era idéntico al mundo de las necesidades. Su adecuada situación era el hogar, y su gran teó­rico, el autor clásico de política no económica, fue Aristóteles. El mundo de las necesidades, situado en el hogar, es un mundo pre-político. El que se vea obligado por el infortunio del nacimiento

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o por las circunstancias eternas a permanecer en él eternamente es un paria, no un ciudadano, y, por consiguiente, no es completa­mente humano. Para el presunto ciudadano, un dominio de los problemas planteados por las necesidades es una condición previa para convertirse en político, esto es, en completamente humano. Lo social, por lo tanto, se funde indistinguiblemente con lo privado, o, para ser más precisos, su separación no se ha dado todavía. El progreso dudoso de la Edad Moderna fue la separación local y temporal de lo «social», el mundo de las necesidades, de su esfera inicial adecuada, lo privado, mediante la combinación moderna de la innovación tecnológica y la división del trabajo. Este «progreso» ocasionó la transformación de lo que era hasta entonces un interés del hogar en una cuestión general para la «sociedad»; y finalmente, como resultado de esos cambios, dio lugar a la «socialización de la política». Con esto último Arendt quiere decir un tipo de polí­tica cuyo interés exclusivo y cada vez mayor no era ya el tema del libre autogobierno, un fin en sí mismo, sino el «problema social». Dicho de otro modo, la inclusión de los temas económicos en la agenda de un cuerpo político dado. La nueva ciencia que surgió de este cambio es la economía política cuyo exponente filosófico más grande sigue siendo Marx. Marx no inventó la centralidad de lo social por lo político cuando encumbró la capacidad productiva al pináculo de la «esencia de la especie» humana y convirtió el prin­cipio de la libertad política, que debe ser un fin en sí mismo, en algo peligrosamente sustantivo. Al contrario, expresó sencillamente, con la visión infalible de su genio filosófico, los cambios que ha­bían tenido lugar en la modernidad entre lo social y lo político, y sacó las conclusiones que estos cambios implicaban. Junto a esta transformación, se dio un cambio en la concepción de «propiedad». La propiedad, sostiene Arendt, no está inicial ni primariamente asociada con la riqueza. Al menos, en la antigua Grecia, propiedad era correlativo de participación: el ser dueño de una casa confería el derecho a participar en la vida política de la ciudad. La riqueza se convirtió en sinónimo de propiedad sólo en la modernidad, con el advenimiento del culto de la producción y el crecimiento. Una «política socializada» funciona con la dicotomía hegeliana del Es­tado y la sociedad civil que Arendt implícitamente, pero resuelta-

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mente, rechaza como la falsa eternización de una situación que in­hibe de gran manera la libre actividad política.

Estos avances dudosos de la época moderna se vieron finalmen­te solidificados en la tradición política liberticida de la Revolución Francesa. Los jacobinos, estimulados por la actitud rousseauniana de la «compasión hacia los desgraciados», tradujeron la «cuestión social» al lenguaje de la política. Abandonaron la causa de la liber­tad, la tarea de crear instituciones libres a cambio de resolver la «cuestión social», una cuestión irresoluble mediante revolución al­guna, en vez de relegarla a su propia esfera, el hogar. (La última parte de la frase nos sorprende como absolutamente absurda, espe­cialmente en vista de la teoría de Arendt, que considera la produc­ción socializada, el consumo y la distribución, que sustituyen a la economía hogareña, como rasgo distintivo de la modernidad. Allí y entonces nació el «síndrome totalitario». Los revolucionarios ru­sos, más fascinados por la escena política francesa —donde la mi­seria se convertía en el único espectáculo y el tema político era exclusivo— que por los textos de Marx, aprendieron sus lecciones fundamentales y fatídicas de los discípulos de Rousseau. E incluso cuando la política no se degrada a un nivel de totalitarismo, sigue siendo, en las épocas modernas, cautiva de la primacía de la «esfe­ra social». Por lo tanto, para Arendt, el Estado benefactor es una contradicción.

Antes de embarcarnos en una crítica de la teoría de lo «social» y lo «político» de Arendt, una distinción que sorprende como arro­gancia elitista a primera vista a muchos de sus lectores, hay que resaltar lo siguiente: el rechazo de la importancia de lo social por lo político, que a veces relega lo primero al marco del hogar, mien­tras que otras deriva en Arendt hacia ninguna simpatía por el capi­talismo. Para ella, el capitalismo significa, por encima de todo, ex­propiación, un acto violento en que las masas campesinas se ven despojadas de su propiedad y libertad. Segundo, el capitalismo im­plica, por su misma existencia y su naturaleza expansiva, un impe­rialismo colonial. Y el colonialismo fue el terreno donde se pro­baron por vez primera el racismo y los métodos de gobierno protototalitarios. Además, sostiene una opinión muy escéptica del libre mercado, un fenómeno que, admite, fue una bendición pura sólo en los Estados Unidos. En cualquier caso, rechaza todo tipo

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de política que homogeneice su esfera de influencia bajo el deno­minador común del libre mercado y le llame «un mundo libre». Finalmente, Arendt es una crítica explícita del culto al crecimiento y su regente universo de competitividad. Considera la teoría y la práctica de un crecimiento sin límites como algo peligroso para las relaciones hombre-naturaleza, y elogia los kibbutzs, una forma de vida colectiva, de otro modo tan ajena a su propia naturaleza pri­vada, porque fomentan un nuevo tipo de realidad privada, que es social y pública. La primera es la forma del liberal dogmático. El liberal dogmático cree que la tricotomía es falsa en tanto que no se corresponde con ninguna realidad y que es potencialmente totalita­ria. Hay una esfera público-política, la del Estado o gobierno con sus asuntos externos e internos: diplomacia, guerra, cumplimiento de la ley y una cantidad mínima de caridad organizada. La esfera económica debería idealmente ser privada sin ninguna interferencia colectiva o del Estado. En este sentido, lo «social», exceptuando la legislación social, es o debería ser privado; es decir, la libre em­presa individual. Desde Karl Polanyi sabemos que esta visión idí­lica de la economía moderna y los temas sociales no se deriva de otra cosa que del mito del mercado autorregulante. En ningún pe­ríodo de la modernidad estuvo lo «social» (en el sentido de lo eco­nómico, aunque no exclusivamente económico) abandonado a sí mismo, con una dinámica supuestamente autorreguladora. Estaba constantemente controlado, verificado, desviado y supervisado tan­to por el Estado como por la opinión pública.

El otro tipo de crítica es radical y queda bien ejemplificada con el reciente artículo de Richard Bernstein. Bernstein sostiene que la tricotomía debe reducirse a una dicotomía de lo privado y lo político. Insertar la tercera esfera de lo «social» es metodológi­camente engañoso y políticamente peligroso. No todas las cuestiones son políticas, admite Bernstein, porque eso sería en realidad tota­litario. Pero todas las cuestiones pueden convertirse en políticas. Su ejemplo, el problema sometido a la consideración de Arendt por sus críticos en una conferencia de hace quince años, es el de la vivienda. Arendt declaró que el problema era «social», ya que en la actualidad existe el consenso de que «todo el mundo ha de tener una vivienda en condiciones aceptables». Sin embargo, como se­ñala pertinentemente Bernstein, el problema no es si hay un acuer-

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do público en los principios abstractos que rigen el habitat. Al contrario, el problema debe ser situado en una forma en que este acuerdo pueda traducirse a resultados prácticos, y dado que éstos se debaten públicamente, toda la cuestión se convierte en política. Quod erat demostrandum: no puede haber ningún tema «social» en la utilización del término por parte de Arendt. No obstante, la propia argumentación de Bernstein socava su deseo de reducir la tricotomía a una dicotomía e involuntariamente confiere peso a la concepción de Arendt, en una versión modificada. Si hay temas que no son en realidad políticos pero que pueden convertirse sólo en políticos (que son, por lo tanto, cuestiones potencialmente polí­ticas), entonces lo «social» es no existente sólo si «las cuestiones potencialmente políticas» son exclusivamente privadas. Sin em­bargo, en el ejemplo del propio Bernstein, en la modernidad estas cuestiones han perdido su carácter exclusivamente privado, porque los principios generales, en este sentido sociales, son aplicados a ellos incluso en la existencia privada, es decir, cuando no son públi­camente discutidas como cuestiones políticas. Los principios abs­tractos «todo el mundo debe tener una vivienda en condiciones aceptables» indica que en la modernidad, en agudo contraste con los tiempos antiguos, ciertos principios generales y públicos están relacionados con muchos (aunque no ciertamente con todos) los asuntos privados, incluso cuando esos asuntos no son elevados al nivel de debate privado-público. Éste «ya no es completamente pri­vado», y «no todavía, en la actualidad, completamente político», sino más bien «sólo potencialmente político», constituye lo que Arendt, en mi opinión, llama adecuadamente «esfera social».

A partir de aquí, voy a intentar una crítica compensadora de la tricotomía de Arendt. La demanda de dejar la tricotomía y vol­ver a la dictomía en el sentido de Arendt, relegando lo socio-eco­nómico a la esfera del hogar, es un imposible bajo las condiciones modernas; además, es completamente reaccionario si se traduce directamente al lenguaje de la política, y sería suicida para el pro­tagonista principal de la teoría política de Arendt: el ciudadano. En sus extremadamente originales «biografías paralelas» de las re­voluciones americana y francesa, Arendt sitúa la parálisis gradual de la democracia de participación directa americana en la organi­zación espacial de las ciudades; por ejemplo, en el espacio del

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ayuntamiento, que era insuficiente para dar cabida a todos los ciudadanos. Y el «espacio limitado» se convirtió más tarde en el principio arquitectónico de los ayuntamientos, reflejando e inten­sificando el principio del «número limitado». Sin embargo, no es capaz de captar los factores temporales incomparablemente más importantes de la Revolución Francesa: el tiempo libre insuficiente de los ciudadanos trabajadores para participar en la assemblee en permanence, un problema brillantemente captado y fantasmagóri­camente resuelto por Danton. En un cuerpo político moderno, es decir, uno en el que la mayoría de participantes se pasan la mayor parte del tiempo en el trabajo y en el que, al mismo tiempo, todo el mundo es en principio un ciudadano, el «problema social» no puede, a fin de salvaguardar lo político, ser relegado a la esfera privada. Su solución tiene una importancia universal.

Teniendo en mente esta importante consideración que está en­raizada en la misma dinámica de las sociedades modernas y dife­renciadas, la tricotomía de Arendt podría, y ha de ser, según mi opinión, compensada. Argumentó insistentemente contra Marx que la esfera política, que sencillamente no es idéntica al «Estado», no tiene que ser abolida ni tampoco fulminada. Tiene que ser man­tenida y poseer una primacía. Si la acción política está totalmente «sustantivizada» (es decir, totalmente reducida a alcanzar ciertos objetivos económicos) o, si incluso la libertad política se sacrifica o «suspende» en nombre de «promover el crecimiento» y «aliviar la pobreza», volvemos a caer en un totalitarismo que nos privaría de la libertad y que, además, no eliminaría necesariamente la po­breza.

La provocadora afirmación de Arendt de que las revoluciones nunca pueden resolver los problemas sociales transmite precisa­mente este mensaje. En la república, la «esfera social» seguirá siendo un agregado de acciones relativamente separado (encargado de la gestión económica, de la caridad de la comunidad, la cultura, el aprendizaje y la educación) a los que se aplican principios gene­rales acordados de antemano. Aquí se confinarían a su propia «esfe­ra» y no apuntarían a un cambio total de las estrategias del cuerpo político. Si alguna de estas prácticas de la esfera social empezara a expresar un deseo general de un cambio estratégico, debemos en­tonces partir de lo «social» hacia lo «político». Hasta entonces

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permaneceríamos en el seno de la esfera de los «potencialmente político», es decir, lo social. Existe, además, una buena razón para esta separación. Dado que las prácticas económicas, culturales, edu­cacionales, etc., en resumen, los temas sociales, constituyen tam­bién formas de vida, los cambios frecuentes, un resultado inevita­ble de la politización de los temas sociales, vendrán a ser comple­tamente destructores también para el cuerpo político. La persona que vive en un estado de frecuente cambio o en una «revolución permanente» es una persona violenta o histérica. Pero, dadas las limitaciones temporales en el hecho de tomar decisiones en la vida moderna, ¿cómo es posible trazar una clara línea divisoria entre la acción «social» y la «política»? La respuesta es que con frecuencia resulta imposible. Y, sin embargo, esta opaca separación de las dos esferas ocasiona problemas sólo si las consideramos como esferas o «dominios separados». No obstante, si partimos de las diversas «habilidades» del actor social, como ha argumentado Ágnes Heller en The Great República y no desde unas esferas totalmente sepa­radas, se aligera la gravedad del problema.

Las revoluciones, esos «nuevos inicios», en realidad no pueden resolver la cuestión social, en especial el problema de la pobreza, pero los actores de las instituciones libres, los ciudadanos de la «república», pueden y deben intentarlo, aunque sólo sea en un sen­tido provisional y no final. La tesis de Arendt se aplica también aquí: tampoco existe «el final de la historia» en el «dominio de lo social». Y, sin embargo, el ciudadano debe actuar para resolver la cuestión social por tres razones. Es un escándalo de libertad tole­rar la pobreza en la comprensión dada del mundo, e incluso más en su sentido estrictamente biológico. Además, la perpetuación de la pobreza sólo puede llevar al suicidio de la libertad: de la pobre­za de las masas sólo pueden surgir élites y gentuza, no actores li­bres. Esto era perfectamente sabido por la autoridad económica, que es la fuente de la que bebe Arendt: Aristóteles. La relativa igualdad de la riqueza era para Aristóteles una condición previa de libertad. Finalmente, dividir el mundo en actos que pertenecen a la libertad, a la vez que se rechazan todas las exigencias dema-

3. F. FEHÉR y Ágnes HELLER, Eastern Left, Western Left: Totalitaria-nism, Freedom & Democracy, Cambridge, Polity Press, 1986.

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siado materiales, y en otros actos que satisfacen las necesidades y por tanto pertenecen a la esfera de la necesidad, es una falsa espi­ritualización de la libertad.

4. La política de los mortales

«La política de los mortales», un término no utilizado explíci­tamente por Arendt pero casi palpablemente implícito en su texto (según mis informaciones, el término lo utilizó por primera vez Reiner Schurmann en relación con Heidegger) parte del «hecho» más trivial de la condición humana: todos somos mortales. Y so­mos realmente conscientes de la limitación de nuestros actos. Este reconocimiento desencadena una necesidad, a veces escondida, a veces declarada, de trascender nuestra limitación. Tanto los anti­guos como los cristianos han abierto a dichos actos esferas y tipos de acción en las que pueda alcanzarse esa trascendencia. Los pri­meros la hallaban en la contemplación pura, los segundos en la de­voción. Mientras permanecieran «incorruptos», ambos eran fines en sí mismos, y no pretendían alcanzar nada más. Tampoco se tra­taba de meros paliativos. Pero esas trascendencias ya no están a nuestra disposición. La primera sufrió, tal vez no irrecuperable­mente, una metamorfosis mediante la cual se convirtió en una mera búsqueda del conocimiento; la segunda fue reducida a una convención en un rito de curación, con todas las probabilida­des de ser irrecuperable. Sólo la política como un fin en sí misma, la actividad pública libre en «la república», ha quedado para el hombre y la mujer de nuestro tiempo como la opción de inmorta­lizar las otrora «empresas limitadas» de nuestras vidas. Con una inesperada ternura, se extiende sobre la correspondencia entre el viejo Jefferson y John Adams mientras el primero experimenta con la idea de un futuro en el que se limitará a seguir con este asunto mundano de «sentarse en el Congreso con sus amigos y co­legas». El sueño de Jefferson es el sueño no elitista de los hom­bres y mujeres modernos de inmortalizarse a sí mismos en la polí­tica de la libertad como un fin en sí mismo. Esto es lo que se conoce como una «política de los mortales». Y si incluso prece­dentemente he intentado relativizar el carácter de «fin-en-sí-mismo»

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de la acción política, en las lineas generales me pongo de parte de Arendt.

La primera característica de la «política de los mortales» en la teoría de Arendt es el rechazo del concepto de «el final de la his­toria», la base escatológica de todas las «políticas redentoras». «El final de la historia», independientemente de si parece una visión «idealista» o «materialista», implica el mito de un proceso inte­grado con sus «leyes» correspondientes. Promete un paraíso terre­nal que invariablemente resulta ser un «jardín de estúpidos», un período de profunda desilusión y cinismo. Creer en el «final de la historia» hace exageradas nuestras demandas, irresponsables nues­tras promesas, intemperados nuestros gestos y fanáticas nuestras convicciones. El resultado es un tipo de política que promete re­dentores y nos entrega a los inquisidores.

«La política de los mortales» tiene también una dimensión an­tropológica. Tenemos que aprender a distinguir respectivamente entre la avidez de gloria y éxito y la lucha por la distinción. La avidez de gloria es la motivación típica de la era feudocristiana, y sus vicios correlativos eran la vanidad y la arrogancia. Perseguir el éxito es la motivación típica de la «sociedad de masas», y sus enfermedades vicios correlativos son la envidia y la frustración. Ambas son pasiones monológicas que no aplacan los tormentos de nuestra «empresa limitada», sino que los intensifican. Sin embar­go, luchar por la distinción es diferente en tanto que es dialógico. En la lucha por la distinción, me distingo de los demás mediante mis actos, me establezco a mí mismo como un «Yo» distinto. Si el proceso se detuviera aquí, seguiría siendo meramente jactancioso. Pero ser distinguido significa también ser reconocido como tal por los demás, y no sólo, ni principalmente, por signos de prestigio y jerarquía social, sino por encima de todo por la integridad y la confianza. Y esta última sólo se vincula a los actos de libertad. Jefferson, el héroe favorito de Arendt, era un hombre distinguido precisamente en este sentido, mientras que el «incorruptible» Ro-bespierre era sólo «jactancioso».

El tercer aspecto de «la política de los mortales» lleva incluido una advertencia. Nuestra posteridad vive en nuestros hechos pre­sentes. No podemos trascender «el futuro del presente», y, por tanto, no debemos intentar dicha trascendencia. Los sacrificios los

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realizan los mortales en «fe», ese contrapunto de la «creencia», y son racionales incluso cuando van más allá de nuestro carácter limitado por el mismo acto del sacrificio. Pero como son racionales, sólo pueden hacerse en nombre de la libertad de los mortales pa­sados y presentes; los primeros porque nos han sido dados por la tradición y los segundos directamente. Sacrificar a las generaciones presentes por la supuesta libertad futura, y hasta por un asumido «bienestar» de unos mortales futuros no existentes, es la instrumen-talización del presente, un acto flagrante de falta de libertad. Sólo hay un acto político que trascienda hipotéticamente nuestra morta­lidad, y éste es la creación de unas instituciones «libres y perdu­rables».

Sin embargo, existe un rasgo final de la «política de los mor­tales» que no sólo no aparece en la concepción de Arendt, sino que explícitamente lo rechaza por no tener ningún valor para la dignidad humana. Éste es el concepto de «progreso», que es, en mi opinión, en un sentido incalificable, indispensable para el proyecto de Arendt. El progreso puede entenderse como un continuo cumu-lativo o como «ganancias sin pérdidas». Si se le da el primer sig­nificado, habremos vuelto irremisiblemente a la noción hegeliana de «proceso» y «el final de la historia». Si se le otorga el segundo significado, el progreso es por encima de todo equivalente a lo que la propia Arendt descubrió en la tradición americana. Con una nueva esfera de libertad, el paria será elevado y el privilegiado des­cendido al nivel del ciudadano, que es el nivel de libertad. E inde­pendientemente de si se eleva o se reduce a este nivel, la libertad sólo puede ser, por definición, una ganancia, nunca una pérdida. El progreso, así entendido, es tanto posible como indispensable.

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Europa, ¿un epílogo?

por Á. Heller

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La cultura europea es quizá la de más corta vida de entre todas las culturas de la historia, o al menos eso es lo que parece.

La cultura y la consciencia de cultura son coexistentes entre sí. Una consciencia cultural requiere una identificación del portador de esa cultura, un compromiso con una forma de vida concreta y la creencia en la superioridad de esa forma de vida. Todos estos requisitos se cumplen por ejemplo en el análisis habitual de la cul­tura griega: el centro del helenismo fue Grecia, los textos que se leían eran de Homero y de los clásicos griegos, y los que no querían practicar gimnasia desnudos eran considerados bárbaros. De un modo parecido, el centro de la cultura europea es supuestamente «Europa». Pero, ¿desde cuándo llevamos discutiendo sobre «cul­tura europea»? Además, ¿quiénes son los que discuten? Y, final­mente, ¿en qué sentido se discute la cultura europea?

Antes del siglo xvm no se formó una identidad específicamen­te europea. Durante esa época también se acabaron de conformar los rasgos de la modernidad. El siglo xvm se caracterizó por unos específicos cambios graduales en su vida social, y en la imaginación política, que al fin y al cabo empezaron a fusionarse y a reforzarse entre sí hasta que alcanzaron el punto sin retorno. El concepto «Europa» (u Occidente) surgió precisamente para esta dinamys socio-política o «institución imaginaria de significación social», o conciencia histórica o forma de discurso, etc., los paradigmas que podamos utilizar pueden ser diversos, pero la histora sigue siendo la misma. La modernidad, la creación de la propia Europa creán­dose a sí misma, esto es más que una paradoja. La identidad euro­pea no es «natural» en el mismo sentido en que se puede hablar de la identidad griega, romana, o judía. Para Europa y su historia no existía ninguna ab urbe condita como tal, «Europa», la figura

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mitológica que dio nombre al continente, era griega. Los habitan­tes del continente se identificaron como cristianos, y, durante mu­cho tiempo, como cristianos católicos (universales). Sus urbes eran por tanto Jerusalén, donde vivió y murió el Mesías, y Roma, el centro de la Cristiandad. Políticamente, se consideraban los here­deros del Imperio romano. En cuanto a lengua común, tenían el latín. Y cuando las clases educadas dejaron de hablar latín, los «europeos» ya no tenían la lingua franca. Los siglos xvi y xvn no se caracterizaron precisamente por una unificación o un estableci­miento de una integración común denominada «Europa». En vez de la supervivencia de la humanidad unlversalizante, se produjo una naciente y rápidamente difundida diversificación y diferen­ciación. En vez de una sola cristianidad, había muchas religiones cristianas. Las naciones-Estado empezaron a formarse. Las guerras nacionales y religiosas diezmaron y dividieron el continente. Se descubrieron y poblaron nuevos continentes. Se emprendieron ex­perimentos con políticas económicas e instituciones políticas alter­nativas.

Parece que fue precisamente ese pluralismo o diversidad de experiencias y estilos de vida que producían una cantidad suficiente de formas lo que desencadenó la combinación de esto último en esa aventura única a la que denominamos «modernidad». Lo «moder­no» de hecho pareció la unidad de lo diverso. En realidad, la ale­goría de un «árbol», la forma favorita de representación de las culturas, de su expansión y su diversificación, no proporciona ilus­tración alguna para el caso de «Europa». El suelo en el que se su­ponía que había de crecer la «cultura europea» nunca fue recono­cido como «Europa» u «Occidente». Antes del siglo xvm nadie se quejó de que las ramas concretas de la «cultura europea» habían sido cortadas del tronco principal de «Occidente». El nuevo mundo de la modernidad, el que surgió mediante la combinación de expe­riencias distintas y diversas, descubrimientos y visiones, fue deno­minado Europa desde el siglo xvm en adelante. En este sentido, el proyecto «Europa» no tiene raíces. Y, desde el mismo momento de su comienzo, ha sido un proyecto. La modernidad se orienta al futuro, y por lo tanto es la imaginación compartida de las moder­nas naciones «europeas».

Sin embargo, no existe una autoidentidad cultural sin historia.

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No se puede percibir la cultura sin historias y leyendas ab urbe condita que habíamos oído de nuestros ancestros sin haber apren­dido de nuestros tutores cómo fue establecida Europa por dioses, semidioses y héroes; sin experimentar en nuestros años de forma­ción lo «Otro», que no es Europa. Porque sin todos estos aspectos, la cultura europea no existe. El proyecto llamado «Europa» u «Occidente» requiere un respaldo cultural, una recién estrenada mitología cultural. Esta nueva mitología cultural es forzosamente no política en su naturaleza, por varias razones. La principal es que Occidente, el proyecto «Europa», nunca se ha establecido como una identidad política que hubiese impuesto ciertos deberes u obli­gaciones políticos comunes. Aunque la idea utópica de los Estados Unidos de Europa surgió relativamente pronto, fue rápidamente suprimida por el clásico nacionalismo. Las mitologías políticas es­taban destinadas a fortalecer la identidad nacional más que la «oc­cidental» o la «europea». Las mitologías religiosas ya estaban ocu­padas, para decirlo de este modo, en el sentido de que tenían sus raíces en una tradición no europea, y podían, por tanto, estimular una imaginación completamente nueva sólo con ponerse al servicio de las mitologías nacionales. En cualquier caso, el genio europeo no es un genio religioso; y en este sentido siempre ha estado co­piando e imitando. La identidad europea, o la identidad occidental, ha sido enfocada por la no identidad: el genio europeo o la huma­nidad así creada, proyectada e imaginada con el espíritu, al igual que otras ideas universales tales como el «arte» o la «cultura». Si existe una humanidad, entonces todo el mundo vive en (un tipo particular de) cultura, todo el mundo crea (un tipo particular de) arte. Sin embargo, y eso estaba en el centro de la autoidentificación europea, la nuestra no es sólo una entre muchas otras, sino que es la más elevada y suprema cultura o arte; de hecho, la superior a todas en la cornucopia de las diversas culturas y artes. Y, sin em­bargo, el reconocimiento de los logros de las otras siempre ha for­mado parte de la identidad europea. El mito de Occidente y Oriente no es una yuxtaposición de civilización y barbarie, sino de una ci­vilización ante otra. La identidad cultural europea (occidental) ha sido concebida de un modo tanto etnocéntrico como antietnocén-trico (ambos términos acuñados por ella) como absolutista y rela­tivista, como progresista e historicista.

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La tradición europea, occidental, ha sido, pues, creada retros­pectivamente. Las catedrales medievales, las ciudades renacentistas, los oratorios sagrados y los sonetos fáciles se cosificaron y se ali­nearon unos junto a otros como manifestaciones de una entidad llamada «Europa» u «Occidente». La Historia se contó de nuevo como Historia del mundo, una narrativa holística cuyo último capí­tulo resultó ser la historia de Europa, la llamada «era más nueva». La invención del escenario más plausible es la proeza de Hegel. En términos de este escenario, la Historia del mundo se considera una línea progresiva de acontecimientos, en los que cada cultura hacía su contribución a la evolución, sólo para desaparecer después y dar lugar a una nueva. Estos distintos cambios de culturas tenían sólo una dirección que atravesar: el progreso hacia la libertad. La cul­tura moderna es, de hecho, la realización de la libertad para todos, es por ello que también es la cúspide y el resultado final de una Historia del mundo. El escenario de Hegel no es absolutamente evolucionista. El progreso iba invariablemente acompañado de pér­didas: los viejos valores desaparecían y ya no existe el antiguo he­roísmo. Sin embargo, dado que el baremo es la razón y la libertad, y dado que la cultura de la Europa occidental es la más racional y libre de todas, las pérdidas no necesitan medirse con las ganancias porque las primeras no importan.

No obstante, Europa sólo pudo vivir en paz con su propia autoidentidad durante un siglo, y a pesar de ciertas tendencias en sentido contrario, el siglo XIX fue en ¡o general el siglo de la cul­tura europea. La modernidad, alias Occidente, alias Europa, tenía entonces confianza en sí misma. Lo que puede denominarse «cul­tura europea» floreció así durante el período de las guerras napo­leónicas hasta el estallido de la Primera Guerra Mundial. Durante este tiempo, el proyecto de modernidad vio su realización. Sin em­bargo, el genio europeo que había creado no sólo una nueva estruc­tura socio-política y cultural, no sólo nueva, sino sin precedentes, pareció cansarse después de tan ardua labor. Así, el siglo xx em­pieza con la narrativa de la decadencia de Occidente. Los europeos cuando hablan de su propia cultura empiezan a referirse cada vez más como una civilización del nuevo barbarismo. Todas las gran­des promesas del siglo XVIII, el progreso del conocimiento, la tec­nología y la libertad, aparecen ahora como tantas fuentes de peligro

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y manifestaciones de decadencia. Los sistemas totalitarios que sur­gen de la cultura europea parecen corroborar las predicciones y los diagnósticos más lúgubres. Las proporciones geográficas entre Euro­pa y el resto del mundo empezaron a sentirse de un modo gradual. El Imperio británico, uno de los últimos imperios mundiales hasta la fecha, se desmoronó. Este acontecimiento tuvo una importancia singular, ya que era el Imperio británico el que se había acercado más al ideal helénico; modeló las formas de vida de sus clases co­loniales superiores a la imagen y semejanza de la madre patria. Gracias a este impulso, los ingleses se convirtieron en los griegos (o latinos) del mundo moderno. Sin embargo, la autoidentidad europea apenas se desarrolló con la colonización británica. Para un inglés, Europa significaba el continente, y la isla Gran Bretaña era un mundo aparte. Esta actitud empezó sólo a cambiar cuando se acabó el Imperio.

La modernidad, el hijo recién nacido de «Europa», empezó a invadir el mundo en todas direcciones. Pero el mundo que se adhe­ría a uno u otro aspecto de las visiones europeas no se comportaba al modo de las ciudades-Estado helénicas. Homero y Platón perte­necían orgánicamente a la civilización griego: a donde fuera la ci­vilización griega, Homero y Platón la seguían. Sin embargo, las catedrales góticas, o Mozart, no pertenecen a «Occidente» o a «Europa» del mismo modo que Homero y Platón pertenecían a los griegos. Dondequiera que vaya la modernidad («Occidente», «Europa»), Mozart no necesariamente sigue. Porque Mozart o Sha­kespeare son europeos en un sentido totalmente distintos al de Ho­mero o Platón como griegos. Junto a la modernidad «Europa», creó una cierta clase de historia que no permite que su tradición cultural autogenerada se vea diseminada junto a su verdadera iden­tidad: la modernidad. De hecho, la cultura europea parece ser la que más corta vida tiene de entre todas las que registra la Historia.

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El genio europeo que creó la modernidad la desarrolló para que culminara en un punto de no retorno. El proyecto estaba inhe­rentemente proyectado hacia el futuro, y, como resultado, la fan-

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tasía social se volvió en contra del futuro. El credo de la progresión se convirtió en el fundamental. La progresión parecía ser ilimitada. La imagen de una progresión ilimitada, además, va pareja con la imagen de la culminación. Dado que no todos los tipos de conoci­miento y experiencia son cumulativos, la imaginación europea se dirigió hacia esos tipos de conocimiento que lo fueran, como el co­nocimiento que podía acumularse en las ciencias naturales y en la tecnología. La imaginación tecnológica, es decir, la búsqueda de un cumulativo «saber-cómo» y «saber-qué», es sin duda alguna uno de los fundamentos de la civilización moderna. Los hombres y mu­jeres modernos empezaron a experimentar con unas formas de po­der nuevas y sin precedentes. De hecho, llevó un período de tiem­po considerablemente corto establecer esas nuevas formas de po­der y de regencia, tales como la monarquía constitucional, la democracia liberal, la democracia totalitaria (el jacobinismo), el totalitarismo puro y simple, así como un sorprendente número de variaciones en cada forma. Los Estados modernos apenas tienen raíces orgánicas. Son artefactos de «habilidad de gobernar», y de aprender procesos al servicio de resolver problemas en la mente para mejor o para peor. Nunca, desde la época en que los griegos inventaron la ciudad-Estado, la polis, ha habido tanta energía e ingenuidad invertida en evocar instituciones de cooperación y coe­xistencia humanas. Esta nueva energía creativa puede utilizarse también para institucionalizar la libertad a un nivel desconocido hasta ahora. La democracia griega, la república romana, los privi­legios medievales de las propiedades y las ciudades libres, los anti­guos parlamentos, cada una de estas formaciones ofrecía un modelo particular y se prestaban ellas mismas a la combinación y a la ex­perimentación. En este sentido, el antiguo legado político ha sido incorporado a la identidad llamada «cultura europea». Y fue de este modo que los modernos aprendieron a mezclar formas de liber­tad personal con cuerpos especialmente designados para tomar de­cisiones colectivas. Paralelo a la acumulación del saber-cómo y a la experiencia de la destreza política, legó la acumulación de riqueza por un lado y pobreza en el otro. Así, los tres procesos de acumu­lación y descubrimiento, que juntamente forman la cultura «euro­pea» u occidental, pueden ser identificados como industrialización, capitalismo y la destreza política de las modernas naciones-Estado.

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Los tres elementos pueden diseminarse, los tres han sido designa­dos para ser exportados y, por tanto, ya no son exclusivamente europeos. Debemos añadir que el totalitarismo, el poder del control absoluto, es un invento tan europeo como el de la democracia libe­ral. En este sentido, si el totalitarismo se extiende, Occidente o «Europa» se exporta con él.

Visto desde esta perspectiva, la imaginación «occidental» o «europea» prevaleció como poder unlversalizante. Ni siquiera los etnocentrismos y anticentrismos, esos hermanos gemelos de la joven tradición occidental, aparecen desde este ángulo como meras con­tradicciones o tendencias opuestas. El universalismo europeo, el escenario absolutista, resultó ser un proyecto realista, porque todas las naciones del mundo fueron incluidas por él en un universo modernizante. Y del mismo modo, el relativismo se convirtió tam­bién en una actitud realista porque revelaba que las tradiciones culturales concretas podían permanecer no afectadas por el proyec­to moderno, y que este último podía armonizar con cualquier otra cultura. En el análisis final, las culturas distintas son todas iguales, porque dado que ninguna de ellas puede resistirse al poder victo­rioso de la acumulación, cada una de ellas no ha de quedar afec­tada al ser absorbida por el proceso de acumulación.

La fantasía cumulativa, el horizonte abierto de lo ilimitado, pe­netra el pensamiento europeo, la creatividad y la necesidad de es­tructuras por todos sus poros. Cada día debe crearse algo nuevo: el producto de ayer hoy ya no sirve. No hay nada natural en la velocidad con la que las artes se vuelven anticuadas. Es más bien el resultado de una intrusión de solucionadores de problemas (prin­cipalmente tecnológicos) en la esfera de las artes, solucionadores de problemas que, una vez se hallan resueltos, surgen otros nuevos por resolver. Sin embargo, el producto «más nuevo» no es más her­moso o significativo que el anterior. Sencillamente, lo que ocurre es que los anteriores se vuelven «inaceptables». Y, como tales, ocupan un lugar en el museo llamado Europa. La irrepetibilidad del estilo, en vez de la inimitabilidad de la obra individual, es el resultado de esta actitud cumulativa. Sin embargo, mientras que en la tecnología, el panorama, las formas y las variaciones alcan-zables de inventos nuevos aún no está agotado, la esfera de las for­mas de lo artístico o de la imaginación filosófica, la esfera a la que

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Hegel denominaba «el espíritu absoluto», las formas pueden ha­berse agotado ya. La experiencia sensual es el límite antropológico que reduce el número disponible de formas de placer sensual me­diante la belleza y la experiencia. Si los solucionadores de pro­blemas corren destruyendo todo lo que les sale al paso, los límites a la experiencia artística pueden ser fácilmente alcanzados. La téc­nica musical de los doce tonos ha resultado ser un cul-de-salc pre­cisamente por esta razón. Esta visión «siempre nueva» tuvo que volver a la vieja, a la más vieja, a la otra y a la ajena para poder enfrentarse con este dilema. El filón de todas las culturas de la tierra tenía que ser expoliado para alcanzar una falsa cumulación mientras no existía ninguna. La actual predilección por las citas, el pastiche, pueden entenderse en este telón de fondo. Porque el tér­mino cita sólo tiene sentido cuando lo que se espera es la novedad, y cuando el énfasis sobre formas de solución de problemas en las artes se convierte en una práctica dada por sentada. La filosofía sufre un proceso similar de «rodar hacia adelante», porque la filo­sofía es el género del significado y del pensamiento especulativo, en vez de ser un género de conocimiento cumulativo. Si se traspa­san los límites del género, el resultado será la destrucción en vez de la progresión. Sin embargo, es innecesario decir que la visión cumulativa afecta a diferentes géneros de arte de diferentes mane­ras. Cuanto más estén implicados en el género los problemas técni­cos, más será fertilizada la visión cumulativa y viceversa.

Mientras que la moralidad en sí misma no es cumulativa, la actitud ética puede serlo. Kant expresó una vez la esperanza de que pudiera establecerse cierto tipo de instituciones en las que in­cluso la raza diabólica podría comportarse honradamente. La ética, en especial la ética política, tiene dos aspectos cumulativos. El pri­mero, aprender de los fallos de unas instituciones concretas, esta­blecer unas nuevas o corregir los inconvenientes de una antigua puede ser cumulativo: y lo mismo puede decirse de aprender a te­ner un comportamiento público honrado. Como ya se ha mencio­nado, nuestro mundo moderno ha resultado ser extremadamente creativo a la hora de inventar instituciones. El siglo xix, el siglo de la cultura europea-occidental, inventó la democracia liberal, el sufragio universal, los sindicatos, los partidos y tantas otras cosas. Nunca antes de la modernidad las clases más bajas habían parti-

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cipado en la configuración de las vidas de sus comunidades respec­tivas, exceptuando las formas de súplica o violenta rebelión. Las luchas de clase que se cernieron sobre el gran siglo europeo, tra­jeron consigo el inesperado resultado de que desde entonces en adelante el saber-cómo ético e institucional mostraba una incon­fundible tendencia a la acumulación en todos los estratos sociales.

El siglo de Europa desde las Revoluciones Francesa y Ameri­cana hasta el final de la Primera Guerra Mundial inventaron cier­tas formas de democracia liberal, pero no llegaron a generalizarse ni siquiera en Europa. Y ésta es una declaración exageradamente modesta. Desgarrada por la división y la lucha de clases, Europa se convirtió de nuevo en el campo de batalla de naciones a un ni­vel sin precedentes hasta entonces. Las nuevas instituciones resul­taron débiles, ya que no proporcionaban una moral y una ética públicas y tras ellas no había tradición. Como resultado de esta fragilidad inherente, fueron barridas por la falta de libertad insti­tucionalizada. El conocimiento se acumulaba más y más, al igual que la riqueza, la experiencia, el totalitarianismo y las tecnologías logísticas. Tal como advirtió Ortega y Gasset: el barbarismo surgió como resultado de la civilización europea. Y Europa ya estaba fi­nalmente liberada de barbarismos europeos por fuerzas exclusiva­mente no europeas, entre ellas las de otro barbarismo civilizado de otro tipo. La imaginación cumulativa recorrió el mundo. La mo­dernidad ya no es europea. La imaginación tecnológica surge por primera vez en la actualidad en las costas del océano Pacífico, y los europeos han aprendido ciertas lecciones políticas de su propia creación moderna: los Estados Unidos.

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Collingwood fue el primero en considerar una cuestión irrele­vante el que seamos «progresistas» o «decadentes». Porque la res­puesta reside el criterio de progresión (y regresión) que tenga uno mismo y, por tanto, en nuestro punto de vista. Si medimos la pro­gresión por modelos de «acumulación», no hay ninguna duda de que Europa ha vivido una progresión a largo plazo. La Europa central y occidental es ahora más rica que antes, y lo que es más

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importante, la distribución de la riqueza se ha vuelto más equita­tiva. El «Estado social», la creación de la socialdemocracia, ha ex­pandido nuestra visión de acumulación hasta abarcar «los modelos generales de vida» en la siguiente valoración: un cierto nivel de pobreza se considera un fenómeno socialmente intolerable. Con la excepción de ciertas zonas de la Europa central y oriental, han em­pezado a enraizarse distintos tipos de democracias liberales, algu­nas de ellas aún nuevas y frágiles. Puesto que es muy improbable que las democracias liberales se lancen a una guerra entre sí, la Europa occidental, meridional y oriental parecen estar protegidas de esas formas de conflicto nacional, las cuales pueden dar como resultado la rebarbarización y la destrucción. Los tradicionales odios nacionales han cesado y de nuevo parece posible un cierto grado de cooperación entre las naciones.

Al mismo tiempo, la teoría de decadencia puede también de­pender de una cierta cantidad de evidencias empíricas. Porque, como ya se ha mencionado, el genio de Europa parece haberse ago­tado después de una tarea tan exigente. A pesar de las obvias exa­geraciones de Kulturkritik, existen síntomas inconfundibles de un empobrecimiento en la fantasía creativa, de la producción masiva de una imaginación confeccionada, de estupidez aprendida, de es­trechez mental profesional, de pérdidas de significados y prácticas significativas si comparamos esta época con el pasado. Si la imagi­nación se centra en la producción de masas, la producción de ma­sas de la imaginación es inevitable. Además, Europa se ha lanzado a un curso intensivo a la hora de relativizar su propia cultura, tan­to que ha llegado a una etapa de masoquismo cultural anticipado. Sin embargo, el síntoma más aparente es la división en comparti­mentos de la fantasía, antes universal, cumulativa y orientada ha­cia el futuro. Aparte de la versión tecnológica, no existe ya una fantasía social orientada hacia el futuro en las tierras de Europa. Las grandes narrativas de otro futuro mejor en política, cuestiones sociales o cualquier otra cosa, ya no se forjan aquí. La redención es considerada indeseable, y el progreso socio-político ridiculizado. ¿Es éste todavía un mundo cumulativo, con orientación de futuro? La vieja Europa se parece a un cadáver cuyo pelo y uñas, riqueza y conocimiento cumulativo, siguen aún creciendo, pero el resto está muerto. Sería absurdo negar que todavía nacen en Europa filoso-

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fías honestas y obras de arte de alta calidad. Aunque en la actuali­dad la literatura más atractiva se escribe en las llamadas periferias y no en Europa, que antes era considerada el centro, en filosofía, no obstante, la supremacía de Europa ha resultado imbatida. Sin embargo, las naciones europeas centran su atención en preservar el pasado y cultivar las tradiciones. Se reconstruyen edificios antiguos, se remodelan viejos castillos, vuelven a publicarse libros viejos... Los europeos caminan de puntillas como en un museo en sus ciu­dades porque éstas son museos. Esto es también un cierto tipo de acumulación, porque la acumulación de conocimiento y riqueza, esta última en sentido literal, es uno de los motivos más poderosos que se esconden tras esta tendencia orientada hacia el pasado. Y lo que es más importante: la búsqueda de significado recurre ahora al pasado porque es en el pasado donde puede desentrañarse una forma de vida llena de significado; el presente no proporciona nin­guna. La cultura, tal como la entienden los europeos, es una forma de vida, y si la buscan en el pasado en medio de una creciente nos­talgia, entonces la cultura como algo global está vinculada al pa­sado. Esto es, sin duda alguna, la admisión de una derrota: la cul­tura europea ha resultado ser una vida sin cultura en la auténtica interpretación de la propia cultura europea. Visto desde esta pers­pectiva, la cultura europea puede legítimamente considerarse como el cadáver de su propia autoimagen.

Y lo que es aún peor, el significativo pasado que ahora está sien­do constantemente rehabilitado, remodelado, restaurado, está lejos de ser el pasado de Europa. Europa, no lo olvidemos, fue creada como una entidad ideal en el siglo xvm, y el frenesí de los colec­cionistas llega a épocas anteriores a dicho siglo. No son las raíces comunes de la modernidad, el invento europeo, lo que está redes­cubriendo ahora, ni tampoco las cosas memorables de las modernas naciones-Estado, sino algo que está oculto, mucho más profundo, en el pozo del tiempo. La búsqueda no se dirige a las raíces del «árbol de Europa» porque esas raíces nunca existieron, y los mo­dernos europeos acaban de darse cuenta de que su «cultura euro­pea», proyectada en el pasado remoto, es el mito del siglo xix. Europa como museo no es el museo de Europa. Tal vez haya lle­gado el momento del funeral.

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Aunque antes de prepararnos para el funeral debemos primero averiguar qué vamos a depositar en esa tumba. Tenemos también que descubrir quién es el enterrador.

Recapitulemos la mitología autocreada de «Europa». Érase una vez un joven continente, Europa, que tomó el relevo del difunto Imperio romano. Europa creó una cultura propia y en el árbol de esa cultura crecieron distintas ramas, lo que ocasionó que se con­virtiera en la cultura más suprema de todas las que registra la his­toria. Capitana del mundo, también lo civilizó, imprimiendo su propia imagen en otras naciones, tribus y continentes. La mitología autocreada de Europa es, por supuesto, algo más que una mitolo­gía cabal. Mientras los hombres y mujeres crean la historia, tiene el anillo de la verdad. Y dado que estamos de acuerdo con esa his­toria, tenemos que prepararnos para el funeral. Europa, la pode­rosa, la líder del mundo, ya no existe; Europa, la fuente de inspi­ración de todas las culturas superiores, se ha agotado. Descanse en paz.

Pero también podemos contar la historia de un modo diferente; y si tiene sentido, no hay cadáver que enterrar. Porque la entidad que parecía yacer en la cámara mortuoria no ha muerto, ya que nunca ha existido. La entidad que estamos a punto de enterrar tiene otro nombre: modernidad. La cultura europea es modernidad, y la modernidad no está muerta sino que está viva y coleando, tanto si nos gusta como si no. En realidad, Europa triunfó a la hora de im­primir su cultura en el mundo entero en tanto que imprimió su visión de este mundo. Imprimió la visión del conocimiento cumu-lativo, sobre todo del saber tecnológico, de la riqueza cumulativa, atreviéndose a experimentar con formas políticas completamente nuevas, e igualmente cumulativas, en todo el mundo. También im­primió la vigorosa máquina de la nación-Estado y la ideología del nacionalismo, así como las ideas universales de libertad, igualdad y fraternidad. El mundo entero aprende en la actualidad lo que los europeos practicaron con tanto éxito hace un siglo: poner en mar­cha dispositivos ideológicos y manipular a las masas hacia el inte­rés nacional mediante lemas universalistas. Al mismo tiempo, el mundo entero aprende también la otra cara de la moneda; en otras

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palabras, la verdad de que las ideas no son palabras vacías y que pueden volverse en contra del dirigente, del mismo modo que los dirigentes las vuelven hacia aquellos a los que oprimen. Ninguna cultura se diseminó nunca tan de prisa ni fue adoptada con tanta facilidad como el «europeo común», por la razón de que era una cultura sin cultura.

La modernidad, la cultura europea por excelencia, no está pre­parada para el entierro. Finalmente, en Europa se ha establecido confortablemente. La división funcional del trabajo, una sociedad que está estratificada y reposa sobre intereses conflictivos pero que a la vez no tiene clases, un Estado que puede convertirse en cor-porativista pero también democrático hasta un punto nunca antes alcanzado, éstos son los términos de tal establecimiento. La per­cepción del fallecimiento de la modernidad que rodea a este estado de cosas se deriva de la circunstancia de que la modernidad ha desarrollado ya sus categorías. Sigue en movimiento pero aún no ha traspasado sus límites. La dinámica expansiva de Europa ha lle­gado a un alto nivel porque ahora se está estableciendo un nuevo marco y un marco más nuevo no está aún a la vista. Ésta es la con­dición que ciertos europeos denominan posihistoria. El término es erróneo. La Europa contemporánea se halla «después de la his­toria» sólo en tanto se acepte la mitología de la identidad europea por el valor de su apariencia, sólo si se comparte la carencia de que la modernidad fue la última y más alta cima alcanzable, así como la coronación de una larga historia de la entidad «Europa». Dado que nos hallamos tras esta historia, estamos también después de la Historia. Pero aún hoy hay otra historia diferente.

La modernidad no puede ser enterrada porque nunca ha muer­to; al contrario, se ha limitado a llevar a cabo sus propias deter minaciones. Europa, la cultura europea, la tradición europea, etc., no pueden ser enterradas porque nunca existieron. Los héroes mi­tológicos y los semidioses no se entierran. Permítanme repetir bre­vemente la historia alternativa. Había una vez, en este diminuto continente, una cultura sombrilla cristiana. Esta cultura sombrilla abarcaba un gran número de tribus, pueblos, formas de vida y len­guas distintas. Este lugar del mundo tenía cuatro características interesantes y distintivas. Una de ellas era la división del poder que allí prevalecía (entre el Papa y el Emperador). La segunda era que

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varias culturas separadas que vivían juntas bajo la misma sombri­lla eran iguales en cuanto a poder cultural; así, ninguna de ellas podía asimilar a las demás. La tercera era la gran diversidad desa­rrollada en un espacio físico relativamente pequeño, Y el cuarto rasgo interesante y distintivo era la supervivencia en ellos de las polis, la ciudad-Estado. No es tarea nuestra explicar aquí cómo esa afortunada coincidencia de factores tan diversos dio como re­sultado el coloreado mosaico de las culturas europeas premodernas (en plural), ni cómo llegaron juntas al logro artístico más elevado en ciertos géneros artísticos.

Incluso si las sumamos todas, las culturas europeas (en plural) no dan como resultado una «cultura europea». Eran culturas en conflicto, en competencia, o a veces simplemente se ignoraban unas a otras. Hay música italiana y música germana, pintura veneciana o pintura florentina, pero no existe la música europea o la pintura europea. No existe el teatro europeo pero sí hay un Shakespeare y una tragedia clásica. La novela europea no existe, pero sí la in­glesa, la francesa y la rusa, porque ni siquiera la cultura del si­glo xix se convirtió en cultura europea. La verdad contenida en esta afirmación puede verificarse fácilmente. ¿Qué exportaban las naciones europeas a sus colonias? ¿Las abstracciones «pintura europea», «música europea» o «novela europea»? En realidad, to­das ellas exportaron religión, política, economía, tecnología; todo ello, excepto hasta cierto punto la religión, eran ingredientes de la modernidad. Y culturalmente nunca exportaron «Europa», que de hecho era lo suyo. Los británicos exportaron el golf, el cricket, las carreras de caballos, los clubs y Kipling. Los franceses exportaron cocina, conciencia lingüística, modas y Víctor Hugo. ¿Quién ha exportado alguna vez «cultura europea» si no lo ha hecho ese in­vento europeo: la modernidad?

Pero si la modernidad no muere, hay que detener a los ente­rradores: no hay cadáver que enterrar. ¿Y qué hay de un epílogo? Un epílogo es diferente que un funeral; viene a propósito después de que el drama haya llegado a su conclusión. ¿Es entonces, pues, tiempo para un epílogo?

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Resulta difícil determinar cuándo termina un drama histórico y cuándo surge uno nuevo. Si el celebrado Dieciocho Brumario resulta un epílogo o un prólogo depende por completo de la histo­ria que vayamos a contar. La Europa occidental contemporánea parece el lugar en el que se esté desarrollando el drama. Ahí se creó la modernidad, sufrió diversas convulsiones y ahora parece haber llegado a un alto. Es muy improbable que «Europa» sea la iniciadora de una nueva institución imaginaria de significación, un discurso absolutamente nuevo, etc. Y, sin embargo, la posthistoria sigue siendo un concepto erróneo, porque el término considera idénticos la historia y la erupción de un nuevo discurso, de un nuevo tipo de imaginación radicalmente distinto. Pero, citando equivocadamente a Kuhn, una historia como ésta es una historia «revolucionaria», no es una historia normal. Y la historia normal también es historia. Reducir la marcha no equivale a permanecer inmóvil. Las civilizaciones antiguas duraban entre ochocientos y dos mil años. Seamos cautelosos: la erupción revolucionaria del siglo xix, el siglo «europeo», nos ha contagiado un fraudulento sentido de temporalidad. Después del drama puede seguir una épi­ca, no forzosamente el epílogo.

Sin embargo, la posthistoria, aunque es un concepto erróneo, expresa una percepción distinta de la temporalidad. Así lo hace el término «postmoderno». Si la modernidad es el drama de la revo­lución permanente, la postmodernidad puede caracterizarse como la épica del establecimiento. Y es más que un simple y confortable arreglo. El establo de Augías ha de ser limpiado. Además, la época en que empiece la épica y termine el drama no depende sólo de Europa. En la cancha, Europa es otro jugador más.

Sería una falta de previsión escribir un epílogo a la cultura e historia europeas porque la historia europea empieza en el si­glo xix. Los europeos pueden ser viejos, pero «Europa» es todavía joven. La «cultura europea» que, como tal, nunca ha existido, po­dría aún desarrollarse en el futuro. Ésta es la primera vez en la historia del continente que las naciones de Europa, con la Unión Soviética y su esfera de influencias aún excluidas, han abandonado la guerra, las conquistas y la expansión territorial. Para ellas, la

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tradición de la «Otra» se convirtió en atractiva en vez de repulsiva. Surgen movimientos comunes. El «intercambio cultural» sigue aún en la superficie, pero gradualmente puede alcanzar capas más pro­fundas. Lo que ha sido designado aquí como una «nueva cultura europea» no significa una fusión de culturas, más una pérdida que una ganancia, sino una nueva cultura sombrilla en cuyo marco lo­cal, parcial y nacional puedan medrar las culturas. Una auténtica y nueva cultura europea no significa necesariamente la promesse de bonheur, el surgir de un nuevo Shakespeare o un nuevo Mozart. Porque no hay ningún esfuerzo humano o laboriosidad que pueda producir intencionadamente la constelación feliz para que nazca en ella el genio, ese «favorito de la naturaleza», como señaló Kant. Lo que promete un nuevo marco europeo es el surgimiento de la vir­tud cívica, el gusto, la educación de los sentidos, la urbanidad, la civilidad, la alegría, la nobleza, unas formas de vida nacidas con dignidad, sensibilidad por la naturaleza, creada por el hombre o conservada; al igual que la poseía, la música, el drama, la pintura, la piedad, la cultura erótica y muchas otras cosas más. Además, lo que aquí se sostiene sobre una futura cultura europea puede sos­tenerse sobre cualquier marco cultural posible.

A un sueño no puede escribírsele un prólogo; un sueño es de­masiado subjetivo para convertirse en un género público. Pero los que comparten el «sueño europeo» en verdad no pueden escribir un epílogo. Su sueño puede hacerse aún realidad.

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Sumario

I. CULTURA POSTMODERNA

La condición de la postmodernidad (F. Fehér) 9

La situación moral en la modernidad (Á. Heller) . . . . 24

De la hermenéutica en las ciencias sociales a la hermenéutica de las ciencias sociales (Á. Heller) 52 1. Sobre la comprensión de las ciencias sociales . . . 52 2. Sobre la búsqueda del conocimiento verdadero ?n las

ciencias sociales . 59 3. ¿Qué significa «comprender» en las ciencias sociales? . 69 4. Interpretación y explicación en las ciencias sociales . . 75 5. Consenso, teorías, valores 83 6. ¿Es todavía posible la ciencia social? . . . . 92

Bibliografía 99

Música y racionalidad (F. Fehér) 101

1. La filosofía de la música de Adorno 101 2. La teoría de Weber 126 3. Adorno y Bloch: dos críticos representativos de la teo­

ría de la música de Weber 136

II. POLÍTICA POSTMODERNA

JLa condición política postmoderna (F. Fehér y Á. Heller) . . 149

Sentirse satisfecho en una sociedad insatisfecha. Dos notas (A. Heller) 162

La justicia social y sus principios (A. Heller) 198

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Ética ciudadana y virtudes cívicas (Á. Heller) 215

Existencialismo, alienación, postmodernismo: los movimientos culturales como vehículos de cambio en la configuración de la vida cotidiana (Á. Heller) 232

Contra la metafísica de la cuestión social (F. Fehér) . . . 248

El paria y el ciudadano (F. Fehér) 264

1. El paria 264 2. La república 268 3. Lo «social» y lo «político» 274 4. La política de los mortales 281

Europa, ¿un epílogo? (Á. Heller) 284