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ISSN 1669-2632 Redacción Universidad Nacional de San Martín Escuela de Humanidades Centro de Investigaciones Etnográficas Martín de Irigoyen 3100 (1650) San Martín, Provincia de Buenos Aires, Argentina Te/Fax: (5411) 4580-7302 [email protected] www.cie.unsam.edu.ar Secretaria de Redacción Julia Torres Para suscripción, venta y canje de ejemplares dirigirse a la Redacción. Diseño Ángel Vega www.angelvega.com.ar Impresión Gestyman S.A Carlos Berg 943 Capital Federal Está prohibida la reproducción, por cualquier medio, del contenido total o parcial de la revista, sin la autorización escrita de sus editores. Las posiciones expresadas en los artículos firmados son de responsabilidad exclusiva de sus autores INDICE EDITORIAL 7 VIOLENCIA URBANA PRESENTACIÓN 13 Daniel Míguez PENSANDO LA POBREZA EN EL GUETO: 25 RESISTENCIA Y AUTODESTRUCCIÓN EN EL APARTHEID NORTEAMERICANO Philippe Bourgois LOS MIEDOS: SUS LABERINTOS, SUS MONSTRUOS, SUS 45 CONJUROS. UNA LECTURA SOCIOANTROPOLÓGICA Rossana Reguillo Cruz CUANDO LA PANDILLA SE PONE MALA: 75 VIOLENCIA JUVENIL Y CAMBIO SOCIAL EN NICARAGUA Dennis Rodgers TRAYECTORIAS DE BANDIDOS, MITOS Y RITOS DEL TRÁFICO 101 ILÍCITO DE DROGAS EN RÍO. DE JANEIRO Rosinaldo Silva da Sousa ALTERIDADES Y ME GUSTAN LOS BAILES...HACIENDO GÉNERO A TRAVÉS 133 DE LA DANZA DEL CUARTETO CORDOBÉS Gustavo Blázquez NARRATIVAS DE FRONTERAY MITO-PRAXIS 167 COLONIAL EN EL IMAGINARIO MORMÓN César Ceriani Cernadas RESEÑAS 197 RESÚMENES DE TESIS 221

Bourgois pensando la pobreza en el gueto

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Artículo de Phillippe Burgois: "Pensando la pobreza en el gueto"

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ISSN 1669-2632

Redacción Universidad Nacional de San Martín Escuela de Humanidades Centro de Investigaciones Etnográficas Martín de Irigoyen 3100 (1650) San Martín, Provincia de Buenos Aires, Argentina

Te/Fax: (5411) 4580-7302 [email protected] www.cie.unsam.edu.ar

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Está prohibida la reproducción, por cualquier medio, del contenido total o parcial de la revista, sin la autorización escrita de sus editores.

Las posiciones expresadas en los artículos firmados son de responsabilidad exclusiva de sus autores

INDICE

EDITORIAL 7

VIOLENCIA URBANA PRESENTACIÓN 13

Daniel Míguez

PENSANDO LA POBREZA EN EL GUETO: 25

RESISTENCIA Y AUTODESTRUCCIÓN EN EL

APARTHEID NORTEAMERICANO

Philippe Bourgois

LOS MIEDOS: SUS LABERINTOS, SUS MONSTRUOS, SUS 45 CONJUROS. UNA LECTURA SOCIOANTROPOLÓGICA

Rossana Reguillo Cruz

CUANDO LA PANDILLA SE PONE MALA: 75

VIOLENCIA JUVENIL Y CAMBIO SOCIAL EN NICARAGUA

Dennis Rodgers

TRAYECTORIAS DE BANDIDOS, MITOS Y RITOS DEL TRÁFICO 101 ILÍCITO DE DROGAS EN RÍO. DE JANEIRO

Rosinaldo Silva da Sousa

ALTERIDADES Y ME GUSTAN LOS BAILES...HACIENDO GÉNERO A TRAVÉS 133

DE LA DANZA DEL CUARTETO CORDOBÉS

Gustavo Blázquez

NARRATIVAS DE FRONTERAY MITO-PRAXIS 167

COLONIAL EN EL IMAGINARIO MORMÓN

César Ceriani Cernadas

RESEÑAS 197

RESÚMENES DE TESIS 221

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PENSANDO LA POBREZA EN EL GUETO: RESISTENCIA Y AUTODESTRUCCIÓN EN EL APARTHEID NORTEAMERICANO'

Philippe Bourgois *

No salí corriendo del local de videojuegos y venta de crack con la rapidez suficiente para evitar oír los dos golpes sordos del bate de béisbol del cus-todio contra el cráneo de un cliente. Me había equivocado al suponer que las duras palabras que César, el custodio, intercambiaba con un cliente droga-do eran el alarde agresivo pero en última instancia lúdico que es típico de gran parte de las interacciones callejeras masculinas. Parado en el borde de la vereda frente al local, me debatía tratando de decidir si el ruido de for-cejeos en su interior justificaba que llamara una ambulancia. Me tranqui-licé cuando vi al joven golpeado cruzar la puerta, arrastrándose en medio de una despedida de puntapiés y risotadas. Caminé entonces diez metros hasta el edificio vecino donde vivía en esa época, en el barrio mayorita-riamente puertorriqueño de Harlem-Este, Nueva York. Confundido por mi impotencia frente a la violencia de mis amigos distribuidores de crack, ter-miné temprano con el trabajo de campo de esa noche e intenté calmar la ira y la adrenalina que me corría por las venas ayudando a mi esposa a acu-nar a nuestro hijo recién nacido. Sin embargo, los gorjeos agradecidos del bebé no lograron apartar de mi mente el ruido del bate de béisbol de Cé-sar mientras caía sobre la cabeza del cliente drogadicto.

La noche siguiente me obligué a volver al local de venta de crack donde pa-saba gran parte de mi tiempo realizando una investigación sobre la pobreza y la marginación en los enclaves urbanos empobrecidos de Nueva York. Re-prendí a César por su "sobreactuación" con el cliente molesto de la noche anterior. Él se mostró encantado de embarcarme en una discusión festiva de sus acciones de la noche anterior. En medio de nuestro combate verbal, me sacó la grabadora del bolsillo, la encendió y comenzó a hablar directa-mente al micrófono.

* Philippe Bourgois es profesor y director del Departamento de Antropología, Historia y Medicina

Social de la Universidad de California en San Francisco.

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dio de encuestas o de la consulta de censos públicos no comprenden la in-tensidad de la relación que uno debe desarrollar con cada individuo de su muestra a fin de obtener información pertinente sobre los contextos cultu-rales y las dinámicas procesales de las redes sociales en contextos holísticos. Los antropólogos no correlacionan variables estadísticas independientes; antes bien, explican (o mencionan) las razones (o accidentes) por y a través de las cuales las relaciones sociales se despliegan dentro de sus contextos lo-cales (y globales). En un plano ideal, los antropólogos desarrollan una rela-ción orgánica con un ámbito social en que su presencia sólo desvirtúa mínimamente la interacción social original. Debemos buscar un rol social legítimo en el seno del escenario social que estudiamos, a fin de entablar amis-tades (y a veces enemistades) que nos permitan (con un consentimiento in-formado) observar directamente las conductas de la manera menos invasiva posible. Una de las grandes tareas de los observadores participantes es po-nerse "en el pellejo" de las personas que estudian para "ver las realidades del lugar" a través de "ojos locales". Como es natural, ese objetivo es imposible de alcanzar en términos absolutos y, tal vez, hasta sería peligroso si nos lle-va a olvidar el desequilibrio de poder que existe en relación a los sujetos es-tudiados. En efecto, los antropólogos posmodernos han criticado con dureza la premisa de que la esencia de un grupo de personas o una cultura puede ser entendida y descripta por alguien ajeno, y traducida en categorías analíti-cas académicas. Esta ilusión es parte de una imposición modernista inevi-tablemente totalizadora y representativa, en última instancia, de un proyecto opresivo. Sin que las personas estudiadas lo sospechen, los antropólogos co-rren el riesgo de imponerles categorías analíticas e imágenes exotizantes mar-cadas por el poder, en nombre de una autoridad académica etnográfica asumida con arrogancia. Para evitar atribuir con pretextos científicos imá-genes enajenantes a las personas que estudian, los etnógrafos deben ejercer una crítica autorreflexiva y reconocer que una cultura no tiene necesariamente una única realidad o esencia simple. Las culturas y los procesos sociales son de manera ineludible más —pero también menos— de lo que puede aprehender alguien exterior a ellos cuando intenta condensarlos en una monografía o un artículo etnográfico coherente. No obstante, con el fin de definir de un mo-do significativo la observación participante, basta con decir que los antro-pólogos culturales, pese a todos los problemas que implica el reportaje transcultural, tratan de acercarse lo más posible a los mundos cotidianos lo-cales sin perturbarlos ni juzgarlos. La meta global es alcanzar una perspec-tiva integral de las lógicas internas y las coacciones externas que inciden en el desarrollo de los procesos locales, y reconocer al mismo tiempo —y con hu-mildad— que las culturas y los significados sociales son fragmentarios y múltiples. En definitiva, que todos somos formados y limitados por las perspectivas de los momentos históricos, y la inserción social y demográfi-ca que nos toca.

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En el caso de mi trabajo con distribuidores de crack en el este de Harlem, aun antes de poder iniciar formalmente mi investigación, tuve que enfren-tar la abrumadora realidad de la segregación racial y de clase propia de los guetos estadounidenses. En un comienzo las cosas sucedieron como si mi piel blanca fuera el signo de la fase final de una enfermedad contagiosa que ha-cía estragos a su paso. Las bulliciosas esquinas se vaciaban en medio de una lluvia de silbidos cada vez que me acercaba: los nerviosos vendedores de dro-gas se dispersaban, seguros de que yo era un agente encubierto de la divi-sión de narcóticos. A la inversa, la policía me hacía saber que estaba violando leyes inconscientes del apartheid cada vez que me ponían con brazos y pier-nas extendidos contra una pared para registrarme en busca de armas, dro-gas y/o jeringas. Desde su punto de vista, la única razón por la cual un "chico blanco" podía estar en el barrio después del atardecer era para comprar dro-gas. De hecho, la primera vez que unos policías me pararon traté de expli-carles en un tono que yo consideraba cortés que era un antropólogo dedicado a estudiar la marginación social. Convencidos de que me burlaba de ellos, me inundaron con una letanía de maldiciones y amenazas mientras me es-coltaban hasta la parada de autobuses más cercana y me ordenaban que de-jara el Este de Harlem: "vete a comprar tus drogas en un barrio blanco, cochino hijo de una gran..."

Si pude superar esos límites raciales y de clase y granjearme a la larga el res-peto y la plena cooperación de los distribuidores de crack que actuaban a mi alrededor, sólo fue gracias a mi presencia física permanente como un resi-dente más del barrio y mi perseverancia amable en las calles. También con-tribuyó el hecho de que en esos años me casé y tuve un hijo. Cuando mi bebé tuvo la edad suficiente para ser bautizado en la iglesia local, yo ya había en-tablado con varios de los distribuidores de drogas una relación lo bastante cercana para invitarlos a la fiesta en el apartamento de mi madre, en el centro.

En contraste, nunca pude alcanzar una comunicación efectiva con la policía. Aprendí, empero, a llevar siempre un documento de identidad que mostrara mi dirección local real, y cada vez que me paraban me obligaba a bajar la mi-rada con cortesía y mascullar efusivos "sí, señor" con el acento neoyorqui-no de la clase obrera blanca. A diferencia de lo sufrido por la mayoría de los vendedores de crack puertorriqueños con quienes pasaba el tiempo, la po-licía nunca me golpeó ni arrestó; sólo me amenazaron de tanto en tanto y a veces me pedían y aconsejaban amablemente que "buscara un apartamento barato en Queens" —un barrio con más cantidad de población blanca en las afueras de Nueva York—.

Estoy convencido de que, si pude recoger datos significativos sobre la po- breza en el gueto latino, fue gracias a que transgredí laboriosamente el apart-

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heid urbano norteamericano. Desde un punto de vista metodológico, la úni-ca manera de comenzar a hacer preguntas personales provocativas y tener la expectativa de embarcarse en conversaciones sustanciosas sobre la com-pleja experiencia de la marginación social extrema en Estados Unidos consiste en entablar relaciones duraderas basadas en el respeto mutuo. Por eso, tal vez, es tan exigua la comprensión que posee la academia de la experiencia de la pobreza, la marginación social y el racismo. Las tradi-cionales metodologías de investigación con orientación cuantitativa de los sociólogos o criminólogos de clase media alta tienden a hacer acopio de in-venciones. Pocos integrantes de los márgenes de la sociedad confían en los extraños cuando se les hacen preguntas personales invasivas, sobre todo en lo concerniente al dinero, las drogas y el alcohol. De hecho, a nadie —rico o pobre— le gusta responder a preguntas tan indiscretas e incriminatorias.

Históricamente, las investigaciones sobre la pobreza urbana fueron más eficaces en reflejar los prejuicios de clase o sector del investigador, que en analizar la experiencia de la indigencia o documentar el apartheid racial y de clase (Katz, 1995). Cualquiera sea el país de que se trate, el estado de las investigaciones sobre la pobreza y la marginación social se presen-ta casi como una piedra de toque para calibrar las actitudes contemporá-neas de la sociedad hacia la desigualdad, el bienestar social y los derechos humanos. Esto es particularmente cierto en Estados Unidos, donde las dis-cusiones sobre la pobreza se polarizan casi de inmediato en torno a juicios de valor moralizantes acerca de la autoestima individual y degeneran con frecuencia en concepciones raciales estereotipadas. En último análisis, la mayor parte de los estadounidenses —ricos y pobres por igual- cree en el mito de Horatio Alger, según el cual cualquier persona inteligente pue-de pasar de los harapos a la abundancia si trabaja con tesón. También son intensamente moralistas en las cuestiones relacionadas con la riqueza; una actitud derivada, quizá, de su herencia puritana calvinista. Aun algunos académicos progresistas y de izquierda tienen la secreta preocupación de que los pobres acaso merezcan efectivamente su destino de marginación y sufrimiento auto-inflingido. Como consecuencia, a menudo se sienten en la obligación de describir los guetos de una manera artificialmente po-sitiva, que no sólo es irrealista sino también deficiente desde un punto de vista teórico y analítico.

Probablemente, el mejor resumen de este contexto ideológico de las in-vestigaciones sobre la pobreza urbana en los Estados Unidos lo proporcionan los libros de Oscar Lewis, que se vendieron a nivel popular pese a ser tra-bajos académicos (Lewis, 1966; Rigdon, 1988). Durante la década de 1960 Lewis reunió miles de páginas de entrevistas sobre las historias de vida de una familia extensa de puertorriqueños que emigraron a East

Harlem y South Bronx en busca de trabajo. Unos treinta años después, su teoría de la cultura de la pobreza permanece en el centro de las polémicas

contemporáneas en torno de los núcleos urbanos deprimidos de Estados Unidos. Pese a ser un socialdemócrata favorable a la expansión de los pro-gramas gubernamentales contra la pobreza, su análisis teórico propone una explicación psicológica reduccionista —casi un equivalente de culpar a la víc-tima— de la persistencia transgeneracional de la miseria. En cierto nivel, pa-reció el toque de difuntos para los sueños de la Gran Sociedad de la presidencia de Johnson y representó un desmentido a la idea de que era posible erradi-car la pobreza en Norteamérica. La teoría de Lewis resuena tal vez más que nunca en las campañas contemporáneas en pos de la responsabilidad indi-vidual y los valores familiares que han sido tan celebradas por los políticos conservadores en las elecciones nacionales estadounidenses realizadas a lo lar-go de la década del noventa. En un artículo publicado en Scientific American en 1966, Lewis escribió:

"Por lo común, a los seis o siete años los niños de los barrios pobres ya han asimilado las actitudes y valores fundamentales de su subcultura. En lo sucesivo se enfrentan a la im-posibilidad psicológica de aprovechar en su plenitud las condiciones cambiantes o las oportunidades de mejora susceptibles de aparecer durante su vida. {...}Es mucho más difícil deshacer la cultura de la pobreza que remediar la pobreza misma."

El enfoque de Lewis y su estudio de los inmigrantes puertorriqueños em-pobrecidos, está basado en la observación de los mecanismos psicológicos de transferencia intergeneracional al interior de la familia. Una perspectiva con-gruente con la escuela de "cultura y personalidad" y que incluía influencias freudianas, inclinándose así por las tradiciones norteamericanas más con-servadoras. Sin embargo, los científicos sociales de la izquierda estadouni-dense han caído con frecuencia en la trampa de glorificar a los pobres y negar toda prueba empírica de autodestrucción personal (Wilson, 1996). Cuando me mudé al mismo barrio pobre donde las familias puertorriqueñas estudiadas por Lewis habían vivido treinta años atrás, estaba decidido a no pasar por al-to, como él, el examen de la desigualdad estructural, pero pretendía al mis-mo tiempo documentar la dolorosa internalización de la opresión en la vida cotidiana de quienes padecen una pobreza persistente e institucionalizada. En procura de elaborar una perspectiva de economía política que diera el de-bido papel a la cultura y el género y también reconociera el vínculo entre las acciones íntimas y la determinación social y estructural, me concentré en có-mo una cultura callejera confrontacional de resistencia a la explotación y la marginación social tenía, de manera contradictoria, efectos autodestructi-vos para sus integrantes. De hecho, los vendedores de drogas, los adictos y los delincuentes se convierten en las calles en agentes locales que adminis-tran la destrucción de la comunidad circundante.

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Los dólares y las drogas Dada su extraordinaria importancia económica, así como su trágica in-fluencia en la destrucción de la vida de la gente, los investigadores que es-tudian el gueto deben abordar la cuestión del abuso de sustancias y el papel de las drogas en la economía subterránea. Para quienes lo ven desde afue-ra, la dimensión más fácil de entender el narcotráfico es su lógica econó-mica. En escala mundial, las drogas ilegales se han convertido en un inmenso negocio transnacional y multimillonario. Por terrible que sea, du-rante las últimas dos décadas las industrias del crack, la cocaína, la hero-ína, la marihuana y las anfetaminas fueron en Estados Unidos los únicos empleadores con un crecimiento dinámico para los varones habitantes de los guetos, ofreciéndoles además igualdad de oportunidades, sin discri-minación por raza o clase. Por ejemplo, la calle donde vivía era una mues-tra característica de esas circunstancias, y en un radio de dos cuadras yo podía conseguir heroína, cocaína en polvo, agujas hipodérmicas, metadona, Va-lium, polvo de ángel (un tranquilizante para uso veterinario), marihuana, mezcalina, alcohol de contrabando y tabaco. A cien metros de la puerta de calle de mi casa había tres lugares rivales de distribución de crack que ven-dían ampollas a dos, tres y cinco dólares. Otros dos sitios de venta mino-rista expendían, por diez y veinte dólares, cocaína en polvo envasada en bolsas de plástico cerradas y marcadas con un logo nítidamente aplicado con un sello de goma. Justo arriba del lugar de venta de crack camuflado como un local de videojuegos donde trabajaban Primo y César, donde yo pasaba la mayor parte del tiempo, dos médicos debidamente matriculados maneja-ban una "usina de píldoras" en la que firmaban varias docenas de recetas de opiáceos, estimulantes y sedantes por día. Anualmente, todo esto equi-valía a varios millones de dólares en drogas. En los barrios de viviendas es-tatales, situadas frente a mi inquilinato, la policía arrestó a una madre de 55 años y su hija de 22 mientras "embolsaban" casi 10 kilos de cocaína en dosis "gigantes" de un cuarto de gramo de producto adulterado que se ven-dían a diez dólares, y cuyo valor total en la calle podía llegar a más de un millón de dólares. En ese mismo apartamento la policía encontró 25.000 dólares en billetes de pequeña denominación.

En otras palabras, negocios de muchos millones de dólares funcionan al al-cance de la mano de los jóvenes que crecen en los inquilinatos y proyectos habitacionales de East Harlem. El tráfico de drogas en la economía infor-mal ofrece a esos jóvenes una carrera con posibilidades reales de movilidad ascendente. Como casi todos los demás habitantes de Estados Unidos, los vendedores de drogas no hacen sino trajinar para conseguir su "porción de la torta" lo más rápidamente posible. De hecho, en su búsqueda del éxito siguen hasta en sus más mínimos detalles el modelo yanqui de movilidad ascendente: hacia arriba por esfuerzo propio, gracias al esfuerzo y la iniciativa

privada. Por perverso que parezca, son los últimos empresarios, indivi-dualistas duros que encaran una frontera imprevisible donde la fortuna, la fama y la destrucción están a la vuelta de la esquina y donde los competi-dores son objeto de una persecución y una eliminación implacables.

Pese a los obvios incentivos económicos, la mayoría de los residentes del este de Harlem rehuyen las drogas y trabajan legalmente ocho o más ho-ras cada día en empleos formales. El problema, sin embargo, es que esta ma-yoría respetuosa de la ley durante 1980 y 1990 perdió el control del espacio público en el este de Harlem. Tuvieron que retirarse a una postu-ra defensiva y desde entonces viven en su barrio con temor y hasta con des-precio por él. Madres y padres atribulados veían y ven la necesidad de mantener a sus hijos dentro de sus departamentos cerrados con doble lla-ve, en el resuelto intento de no dejar penetrar la cultura de la calle. Su ob-jetivo primordial es ahorrar el dinero suficiente para mudarse a un barrio seguro de clase obrera: "sal si puedes".

Los narcotraficantes aquí retratados, por consiguiente, representan sólo una pequeña minoría de la población de East Harlem, pero se las han arregla-do para fijar el tono de la vida pública. Obligan a los residentes del lugar, sobre todo a mujeres y ancianos, a vivir con el constante temor a ser ata-cados o asaltados. Más importante aún, en el plano cotidiano los vendedores callejeros de drogas proponen un convincente estilo de vida alternativo, si bien violento y autodestructivo —lo que llamo cultura de la calle—, a los jó-venes que crecen alrededor de ellos. La economía de la droga es la base ma-terial de esa cultura, y su expansión multimillonaria en dólares ha hecho de manera inconsciente que ésta sea aún más atractiva y esté más de moda.

En un nivel más sutil, la cultura de la calle es algo más que desesperación económica o codicia; también es una búsqueda de dignidad y la negativa a aceptar la marginación y el racismo que la sociedad predominante im-pone a los niños que crecen en los núcleos urbanos deprimidos. Como se-ñalamos antes, puede entendérsela como una cultura de resistencia —o al menos de oposición— a la explotación económica y la denigración cultural y de clase. Concretamente, esa resistencia se manifiesta en el rechazo de los bajos salarios y las deficientes condiciones laborales, así como en la cele-bración de la marginación como una prenda de orgullo, aun cuando en úl-tima instancia sea autodestructiva.

Otra discusión con César ilustra con claridad esta dinámica. En ella, Cé-sar responde a las reprimendas de un reciente inmigrante mexicano indo-cumentado, aunque con un empleo formal, que acusaba de perezosos a los puertorriqueños.

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"¡Así mismo, pana! Somo' los verdaderos canallas y locos jodidos que venden drogas. No queremo' ser parte de la sociedad. ¿Para qué queremo' trabajar? A los boricuas no les gusta el trabajo. Está bien, a lo mejor no a todos, porque todavía queda un mon-

tón de tipos derechos de la vieja escuela que trabajan. ¡Pero la nueva generación, ni

por casualidad! No respetamo' nada. La nueva generación no respeta a la gente. Que-

remo' hacer dinero fácil, y se acabó. Fácil y ya, fíjate. No queremo' trabajos duros. Eso es la nueva generación compai'.

Ahora, la vieja escuela era cuando éramo' más jóvenes y nos rompíamo' el culo. Yo tu-

ve todo tipo de trabajos estúpidos. Clasificación de chatarra, tintorero, mensajero. Pe-

ro se acabó [pone el brazo sobre el hombro de Primo]. Ahora escamo' en la de rebeldes.

Preferimo' evadir los impuestos, chavos rápido y limitarno' a sobrevivir. Pero eso tam-poco nos conforma, ja!"

Historia y economía política Es preciso situar las palabras de César en su contexto histórico y estructural; de lo contrario, podrían servir para confirmar los estereotipos racistas y las explicaciones psicológicas reduccionistas o culturalistas de la violencia, el abuso de sustancias y, en definitiva, la propia pobreza. A decir verdad, ése es uno de los puntos débiles de las descripciones etnográficas, que a veces degeneran en construcciones voyeuristas de un otro deshumanizado y sen-sacionalizado. En un examen más detenido puede discernirse que en Cé-sar la celebración del desempleo, el delito y la adicción está íntegramente relacionada con fuerzas del mercado laboral, transformaciones históricas y hasta enfrentamientos políticos internacionales que van mucho más allá de su control.

En términos más fundamentales, la desafortunada ubicación estratégica y geopolítica de la isla de Puerto Rico en el Caribe siempre la erigió en un objetivo militar para las superpotencias mundiales, lo cual dio origen a un legado particularmente distorsionado de desarrollo económico y político. La afirmación es válida tanto para el colonialismo español, como para el ac-tual control político del territorio por parte de Estados Unidos. Como un artificio de la Guerra Fría para frenar la influencia de la vecina Cuba, Puerto Rico mantiene el ambiguo estatus de "Estado Libre Asociado". Los puertorriqueños que permanecen en su isla natal no pueden votar en las elec-ciones federales, pese a estar sujetos al servicio militar norteamericano. Po-co después de que los infantes de marina estadounidenses invadieran la isla en 1898, la economía quedó en manos de corporaciones agroexportadoras de esa nacionalidad y Puerto Rico fue sometido a una de las transforma-ciones más rápidas y desquiciantes en toda la historia moderna de los pa-íses del Tercer Mundo. Para agravar las cosas, en las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos, en un intento de desairar el experimento socialista cubano manejado por el Estado, dio a la estrategia

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de desarrollo de la isla el nombre de "Operación Manos a la Obra" y la con-sideró como un magnífico éxito en su carácter de incentivo a las inversio-nes en un mercado libre. Sin embargo, el mejor índice del fracaso humano del modelo económico de Puerto Rico tal vez sea el hecho de que entre un tercio y la mitad de la población de la isla se ha visto obligada a dejar su patria para buscar trabajo y sustento en el extranjero desde fines de la dé-cada de 1940. En la actualidad son más los residentes puertorriqueños en el exterior que en la propia isla. Como todos los nuevos inmigrantes lle-gados a Estados Unidos a lo largo de la historia, los puertorriqueños cho-caron con el racismo y la humillación cultural. La situación se exacerbó debido a un dato fenotípico: a diferencia de los irlandeses, los judíos y los italianos que llegaron con anterioridad a Nueva York, ellos, en su mayor parte, no tienen piel blanca.

En otras palabras, los puertorriqueños nacidos en Nueva York son des-cendientes de un pueblo desarraigado por obra de un éxodo acelerado y cons-tante en el marco de la historia económica, impulsado por fuerzas de la "Real-Politik" y el racismo y no por una lógica humanitaria, y ni siquie-ra por una franca lógica económica. Con diversas permutaciones, en las dos o tres últimas generaciones sus padres y abuelos pasaron de ser 1) campe-sinos con un régimen de semisubsistencia en parcelas privadas de las la-deras de las colinas o en haciendas locales, a ser 2) peones agrícolas en plantaciones tropicales agroexportadoras de propiedad extranjera y uso in-tensivo de capital, 3) obreros en maquiladoras, residentes en comunidades precarias (verdaderos tugurios urbanos) basadas en la exportación, 4) tra-bajadores súper-explotados residentes en los guetos de Nueva York, y 5) empleados del sector de servicios, residentes en edificios de departamen-tos construidos por el Estado que constituyen los enclaves urbanos más mar-ginados dentro del mismo gueto. Más de la mitad de quienes permanecieron en la isla están hoy tan empobrecidos que deben recibir cupones de comi-da. Los que se trasladaron a Nueva York exhiben los índices de pobreza fa-miliar más elevados entre todos los grupos étnicos de la nación, con excepción de los pueblos originarios de Norteamérica.

De la industria manufacturera a los servicios, y la alternativa del crack La pobreza puertorriqueña en la ciudad de Nueva York se vio agravada de-bido al hecho de que la mayoría de los nacionales de la isla llegaron al con-tinente en el período posterior a la Segunda Guerra Mundial con la intención de encontrar trabajos en las fábricas, justamente en el momento en que el sector industrial-manufacturero comenzaba a declinar en las áreas metro-politanas estadounidenses. Entre los años 1960 y los 1980, las corporacio-nes multinacionales reestructuraron la economía global al trasladar sus fábricas a países con menores costos laborales. La disrupción personal vivida,

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al atravesar la transformación estructural de la industria manufacturera en Nue-va York como un obrero recién ingresado, resaltaba en las grabaciones de sus historias de vida de los vendedores de crack. Casi todos los vendedores y con-sumidores de crack a quienes entrevisté con el paso de los años —sobre todo los mayores— se habían desempeñado en uno o más empleos formales en su primera juventud. De hecho, la mayor parte ingresó al mercado laboral a una edad más temprana que el norteamericano típico de clase media. Así había sucedido con Primo, el gerente del lugar de venta de crack camuflado como local de vide-ojuegos.

"Tenía 14 o 15 años, brincaba clase para ir a planchar vestidos y todo lo que hacían en la

factoría... con las planchas de vapor. Era ropa bien, bien barata. La hermana de mi mal fue la primera en trabajar ahí, y después tomaron a su hijo, mi primo Héctor —el que aho-

ra está en la cárcel—, porque su mama le dijo: "si no quieres ir a la escuela, vas a tener que trabajar". Así que empecé a andar por ahí con él. Yo no pensaba trabajar en la fábrica. Se

suponía que íbamos a la escuela, pero así fue que pasó".

Hacía un año que Primo trabajaba en una fábrica de ropa barata cuando ésta cerró su local de East Harlem para mudarse a otra parte. Primo se convirtió en uno más del medio millón de trabajadores industriales de la ciudad de Nue-va York que casi de la noche a la mañana perdieron su medio de vida, debido a una caída del 50% en el empleo fabril entre 1963 y 1983. Desde luego, en vez de verse como la víctima de una transformación estructural, Primo recuerda con placer y hasta orgullo el ingreso adicional que obtuvo al sacar las máqui-nas de la fábrica: "Esa gente tenía 'chavos' [dinero), mano. Porque los ayudamo' a mudarse del barrio. Tardamo' dos días, mi primo Héctor y yo, nada más. ¡Eso fue trabajar! Nos pagaron setenta pesos a cada uno".

César, el custodio del local de venta de crack, pasó por una experiencia simi-lar mientras trabajaba, luego de abandonar la escuela, en un taller de alhajas de fantasía. En ese momento de su vida, si César y Primo no hubiesen perte-necido al sector más débil de la industria manufacturera en un período de ace-lerada pérdida de empleos, su sueño de adolescentes de clase obrera quizá se habría estabilizado. Antes, cuando la mayoría de los puestos iniciales de tra-bajo estaba en las fábricas, la contradicción entre una cultura callejera, viril y de confrontación y la cultura fabril tradicional de clase obrera —sobre todo si go-zaba de la protección de un sindicato— era menos pronunciada. En la fábrica, las actitudes duras y viriles representan un comportamiento aceptado; también se espera y se considera aceptable y digno cierto grado de oposición a la patronal.

La falta de respeto en el sector servicios Los trabajos manufactureros han sido reemplazados en gran medida por em- pleos en el sector de servicios, dentro de una economía neoyorquina ex-

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rs"----pandida e impulsada por el sector financiero. El nicho laboral de crecimiento más rápido para desertores de la escuela secundaria, e incluso para graduados

un iversitarios, es el trabajo auxiliar de oficina en las sedes administrativas de las corporaciones multinacionales que han trasladado a otros países sus plantas de producción. El inconveniente, desde luego, es que la identidad callejera de oposición viril, que es tan eficaz y atractiva en la floreciente economía subterránea, no permite la interacción social humilde y obediente que los oficinistas profesionales exigen de sus subordinados. Se ha produ-cido un cambio cualitativo en el tenor de la interacción interpersonal en el sector de servicios. Quienes trabajan en el sector de correspondencia o detrás de una máquina fotocopiadora no pueden exhibir públicamente su autonomía cultural. En términos muy concretos, carecen de sindicato; más sutilmente, son pocos los compañeros de trabajo que los rodean y pue-den protegerlos y transmitirles un sentido de solidaridad de clase que sostengan su cultura de confrontación. Antes bien, sufren el asedio de su-pervisores y jefes pertenecientes a una cultura ajena, hostil y obviamente dominante. Estos gerentes de oficina no se sienten intimidados por la cultura callejera, al contrario, la ridiculizan; la perciben como producto de la ignorancia, grotesca y hasta patética.

De acuerdo a los criterios de calle, las pautas de sociabilidad y cortesía pro-pia de la cultura de pasillo vigente en las oficinas de las empresas de ser-vicios, representan una humillación aplastante, particularmente en relación a la propia masculinidad. En la calle, el trauma de experimentar una ame-naza a la dignidad personal se ha congelado lingüísticamente en un verbo de uso habitual, "to diss", una forma abreviada de "to disrespect" [faltar el res-peto). No hace falta ahondar demasiado para encontrar historias de profunda humillación debida a la pérdida de autonomía personal y cultural sentida por los jóvenes vendedores de crack en sus anteriores experiencias labora-les en el sector de servicios. Así le ocurrió a Primo cuando trabajó como mensajero en una revista comercial especializada.

"Cuando mi jefa le hablaba a la gente en la oficina, decía 'es un analfabeto', como si

yo fuera un estúpido incapaz de entender lo que decía, porque estaba yo parado ahí

mismo. Así que un día busqué la palabra analfabeto en el diccionario y me di cuenta

de que ella les decía a los socios que yo era un estúpido o algo así. ¡Yo estúpido! Ya

sabes cómo es (se señala a sí mismo): 'éste no sabe nada' Bueno, de todos modos soy

un analfabeto: ¡¿y qué?!"

Aunque Primo consideraba una ofensa que lo calificaran de ese modo, la di-mensión más profunda de su humillación radicaba en verse obligado a bus-car en el diccionario el significado de la palabra utilizada para insultarlo. En la economía ilegal, en cambio, no corre el riesgo de sufrir estas amena-

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zas a su autoestima: "Mi jefe, Papo (el dueño del local (de crack)) nunca me faltó el respeto así. Y no me diría eso porque él también es analfabeto." Cuando Primo intentaba mostrar iniciativa y atendía el teléfono en reem-plazo de sus supervisores, ocupados en otras tareas, se lo reprendía por ahu-yentar a los clientes con su "acento puertorriqueño". Otro vendedor de crack, Leroy, que manejaba sus propios puntos de venta independientes en la mis-ma manzana, también había sido profundamente humillado mientras tra-bajaba como mensajero y vio a una mujer blanca huir de él a los gritos en el vestíbulo de un rascacielos de oficinas. Había subido al ascensor con la aterrorizada mujer y, por azar, bajó en el mismo piso que ella para hacer una entrega. Peor aún: había tratado de actuar con cortesía y dejarla salir primera del ascensor. En realidad, sospecho que la presencia tabú de una mujer blanca sola en un lugar tan cerrado lo había inquietado un tanto:

"Ella se subió primero al ascensor, pero esperó para ver qué piso yo apretaba. Se ha-cía como si no supiera a qué piso quería ir, porque quería que yo apretara el botón del mío. Y yo ahí parado y me olvidé de apretarlo. Pensaba en otra cosa, ya ni sé qué me pasaba. Y ella seguro que pensaba: 'No aprieta el botón: ¡Me tiene que estar siguiendo'!"

Leroy se esfuerza por entender el terror que su piel oscura inspira en las ofi-cinistas blancas. Me lo confió al comienzo de nuestra relación; pude advertir entonces que, como la mayor parte de los norteamericanos, él también se incomoda cuando debe hablar de las relaciones raciales a través de los lí-mites étnicos y de clase.

"Ha pasado antes. O sea, después de un rato te vuelves inmune. Bueno, la primera vez que pasa, te jode: 'Está cabrón cómo te juzgan'. Pero entiendo a muchos de ellos. ¿Có-mo te explico? A un montón de blancos ...(Me mira nervioso) Quiero decir, caucási-cos (me pone la mano suavemente sobre el hombro). Si digo blanco, no te ofendas, Felipe. Pero hay esos otros blancos que nunca estuvieron con puertorriqueños o negros. Así que automáticamente piensan algo malo de tí. Tú sabes, o se creen que les vas a ro-bar o algo así. Me jode; me hace como un clic en la cabeza y me dan ganas de escribir una "rima" írapl. Siempre escribo."

Por supuesto, como vendedor de crack, Leroy ya no tiene que enfrentar es-tas dimensiones de la humillación racial y de clase.

Polarización en torno del género Además de su evidente conflicto racial, las confrontaciones en los traba-jos del sector de servicios también incluyen una tensa dinámica de géne-ro. La mayor parte de los supervisores en los niveles más bajos del sector son mujeres, y la cultura callejera prohíbe a los varones aceptar una su-bordinación pública ante el otro género. De manera característica, en sus

recuerdos más airados de las faltas de respeto sufridas en el trabajo, mu-chos de los vendedores de crack se refieren a sus jefas con un lenguaje ex-plícitamente misógino; a menudo usan un vocabulario insultante para aludir a las partes de su cuerpo y las desdeñan con maldiciones sexualiza-das del argot de la calle. También se describen específicamente a sí mis-mos y a los otros varones que trabajan en estas condiciones como afeminados:

"Duré como 8 meses de mensajero en esa agencia de publicidad que trabaja con cues-tiones farmacéuticas. Confiaban en mí. Pero tenía una jefa prejuiciosa. Esa perra gringa sin vergüenza... Le tuve que aguantar un montón de mierda a esa puta gorda y fea y portarme como un pendejo. No me gustaba, pero seguí trabajando porque...(se encoge de hombros) uno no quie-re joder la relación. Así que hay que ser un mamón. ¡Ay, Dios mío! Odiaba a esa su-pervisora. Esa puta era verdaderamente asquerosa. Se venía con botar gente, mano. Se lo podías ver en la cara, chico. Hizo llorar a un tipo que trabajaba conmigo y tuvo que rogarle que le devolviera el empleo."

Esta confrontación estructural en el lugar de trabajo, que polariza las rela-ciones entre los varones jóvenes del gueto y las mujeres blancas de clase me-dia baja con cargos administrativos y movilidad ascendente, tiene su paralelo en otra transformación profunda de las relaciones tradicionales de poder entre los géneros dentro de las familias de trabajadores inmigrantes pobres. La pérdida de puestos en el sector manufacturero con una paga de-cente y b¿neficios sindicales para la familia en materia de salud y jubila-ción pone a los hombres frente a la creciente imposibilidad de cumplir los viejos sueños patriarcales de ser los proveedores todopoderosos de sus esposas e hijos. Al mismo tiempo, el aumento de la participación de las mujeres puer-torriqueñas en la fuerza de trabajo, así como la redefinición cultural más ge-neral de una ampliación de los derechos individuales y la autonomía para las mujeres en todos los niveles de la sociedad norteamericana, proceso ini-ciado a fines de la década de 1960, pusieron en crisis el modelo patriarcal de un hogar conyugal dominado por un hombre autoritario.

Los varones, sin embargo, no aceptan los nuevos derechos y roles que las mujeres se han ganado en las últimas décadas; intentan en cambio reafir-mar por medio de la violencia el perdido control autocrático que sus abue-los ejercían sobre la familia y el espacio público. En el caso de los puertorriqueños residentes en los guetos, la situación se exacerba debido a la persistencia de una memoria rural de grandes hogares agrícolas, "ben-decidos" con muchos hijos y dominados por los hombres. A menudo, los varones que ya no son jefes de hogar experimentan las aceleradas transfor-maciones estructurales históricas de su generación como un dramático ata-que contra su sentido de la dignidad viril. En el peor de los escenarios

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planteados, cuando los hombres se convierten en un impotente fracaso den-tro de la economía de servicios, toman represalias con las mujeres y los ni-ños, a quienes ya no pueden mantener económicamente, ni controlar culturalmente. En concreto, esta situación adopta la forma de palizas en la casa y violación en banda en los locales de venta de crack.

A la búsqueda de soluciones La crisis que ha acompañado el complejo reordenamiento histórico de las re-laciones de poder entre los géneros en las últimas décadas queda encubierta por los superficiales eslóganes de los líderes políticos conservadores, cuando éstos hablan, por ejemplo, de-la "crisis de los valores familiares" o "simple-mente diga no a las drogas". Este tipo de moralismo psicológicamente re-duccionista y de culpabilización de la víctima oculta las desigualdades estructurales en materia de etnicidad, clase y género, de las que es necesario ocuparse si se aspira a conseguir una mejora real en la vida de los pobres en los Estados Unidos. Los políticos y los medios de comunicación esperan en-contrar soluciones simples y rápidas a una pobreza persistente que se concentra cada vez más en los enclaves urbanos marginados, y más globalmente en las villas miseria de las naciones no industriales, en las viviendas públicas de los suburbios de las ciudades europeas o en los escombros postindustriales de los barrios deprimidos de las ciudades norteamericanas.

Dentro del mundo desarrollado, Estados Unidos es el país donde la desigualdad de ingresos y la segregación étnica alcanzan los niveles más extremos. Hacia fines del siglo xx y en la primera década del xxi, sólo Rusia y Rwanda te-nían proporciones más altas de su población en las cárceles (Waqcuant, 2003). Ningún otro país industrializado se acerca a los porcentajes nortea-mericanos de ciudadanos que viven por debajo de la línea de la pobreza.

El gueto representa el mayor fracaso interno de Estados Unidos y pende co-mo una espada de Damocles sobre la sociedad en general. La única fuerza que sostiene esa espada precariamente suspendida es el hecho de que los narco-traficantes, los adictos y los delincuentes de la calle internalizan su furia y su desesperación. Dirigen su brutalidad contra sí mismos y su comunidad in-mediata, en vez de hacerlo contra la opresión estructural que padecen.

Si en la autora del siglo xxi Estados Unidos se considerara como un modelo internacional de desarrollo político y económico, sería un modelo de lo que no hay que hacer. El equilibrio de poder económico estructural que penali-za y humilla a los trabajadores pobres y los empuja a la economía subterrá-nea beneficia los intereses de pocas personas. La dolorosa y prolongada autodestrucción de individuos como Primo y César y sus familias y seres que-ridos es cruel e innecesaria.

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No hay fórmulas tecnocráticas simples para implementar las políticas pú-blicas que faciliten un acceso equitativo a la vivienda, el empleo, el sus-tento y la salud. El primer paso para salir del estancamiento exige una fundamental reevaluación ética y política de los modelos socioeconómicos básicos. Debido a sus métodos de observación participante y su sensibili-dad a la diferencia cultural, los antropólogos pueden desempeñar un im-portante papel en la promoción de un debate público acerca del costo humano de la pobreza. El desafío está sin duda frente a nosotros.

Traducción: Horacio Pons

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1.51 tac

El artículo presenta una descripción densa de la manera en que los traficantes de co-caína de la sección hispana de Harlem es-tablecen su sistema de relaciones sociales. Allí pueden verse los mecanismos de ela-boración de formas de identidad y alteridad, en los que se inscribe el uso tanto de la co-laboración como de la violencia (que aparece como un recurso con valor a la vez expresi-vo e instrumental). Bourogois muestra tam-bién que esas formas de relacionarse se imbrican en profundas tradiciones marcadas por el origen migratorio de los traficantes que son en su mayoría de ascendencia puer-torriqueña. En la cultura violenta del nar-cotráfico se reelaboran el patriar calismo dominante de tradición rural, y la rebeldía viril de la planta industrial. Estos patrones culturales se transforman en un obstáculo di-fícil de superar a la hora de encontrar em-pleo en el creciente sector terciario, dando lugar a un ciclo de inserciones laborales frustradas que legitiman la cultura de la ilegalidad.

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111011nratía citada

BOURGOIS, P. (2003): In Search of Respect: Selling Crack in El Barrio, Nueva York, Cambrid-ge University Press.

DAVIS, M. (1990): City of Quartz: Excavating Me Future in Los Angeles, Londres y Nueva York, Ver-so. Ciudad de cuarzo: arqueología del futuro en Los Angeles, Madrid, Lengua de Trapo, 2003.

KATZ, M. (1995): Improving Poor People: The Welfare State, the "Underclass", and Urban Schools as History, Princeton, NJ, Princeton University Press.

LEWIS, 0. (1966): La Vida, a Puerto Rican Family in Me Culture of Poverty — San Juan and New York. Nueva York, Random House. La vida: una familia puertorriqueña en la cultura de la po-breza: San Juan y Nueva York, México, Joaquín Mortiz, 1969.

RIGDON, S. M. (1988): The Culture Facade: Art, Science and Politice in Me Work of Oscar Lewis, Illinois, Urbana, University of Illinois Press.

WAQCUANT, L. (2003): "From Slavery to Mass Incarceration", New Left Review N° 13, pp. 41-60.

WILSON, W. J. (1996): When Me Work Disappears: The World of the New Urban Poor, New York, Knopf.

Notas

1 Traducción autorizada del artículo "Understanding Inner City Poverty: Resistance and Self-destruction Under U.S. Apartheid", en Jeremy MacClancy (comp.), Exotic No More: Anthropo-logy on Me Front Lines, Chicago, University of Chicago Press, 2002, pp. 15-32. Agradezco a mis vecinos, los vendedores de crack y sus familias, que me invitaron a conocer sus hogares y su vida en East Harlem. He modificado los nombres y camuflado las direcciones pa-ra proteger la privacidad individual. El artículo fue escrito con el sostén del National Institu-te on Drug Abuse (subsidio N° r01-da10164). También quiero agradecer a las siguientes instituciones por su generoso apoyo económico mientras realizaba el trabajo de campo en East Harlem: la Harry Frank Guggenheim Foundation, la Russell Sage Foundation, el Social Scien-ce Research Council, la Ford Foundation, la Wenner-Gren Foundation for Anthropological Re-search y la Oficina del Censo de Estados Unidos, así como el ya mencionado National Institute on Drug Abuse. Expreso mi gratitud a Harold Otto, Joelle Morrow y Ann Morrow por las trans-cripciones; a Horacio Pons por la traducción, a Walter Gómez por revisar el lenguaje en los diá-logos; y a Daniel Miguez por organizar la traducción y revisarla. Una versión preliminar en francés apareció en Actes de la recherche en sciences sociales, Volumen 94, 1992, pp. 59-78.

2 Expresión del argot puertorriqueño que significa molestar: 'nadie me molestaba'. (No-ta del Traductor).

Abstract

The article introduces us, through thick description, to the way in which cocaine dealers of the Hispanic sections of Harlem develop their systems of social relations. This allows us a clarifying perception of the mechanisms by which forms of Identi-ty and otherness are created, where coop-eration and violence (which is at the same time an expressive and instrumental re-source) cake parc. Bourgois also shows us that those relationships are deeply embed-ded in traditions that result from the mi-gratory background of drug-dealers, who are mostly of Puerto Rican descent. In the vi-olent culture of dealers the prevailing pa-triachalism of rural origin and the virile culture of the manufacturing industry are re-enacted. These cultural patterns become an insurmountable obstacle when looking for a job in the growing tertiary sector, giv-ing way to a cycle of failing job insertions that legitimize delinquent cultures.

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