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Gemma Lienas Planeta Lector Este documento es un extracto de la obra www.gemmalienas.com Dos caballos FICHA BIBLIOGRÁFICA Primera edición en esta colección: febrero 2011 ISBN: 978-84-08-09907-9 Fotocomposición: Zero preimpresión, S. L. Depósito legal: M. 466-2011 Impreso por Brosmac, S. L. Impreso en España – Printed in Spain © del texto, Gemma Lienas, 2004 © Editorial Planeta, S. A., 2004 Avda. Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona Dos caballos GEMMA LIENAS

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Gemma Lienas

Planeta Lector

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Dos caballos

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Dos caballos

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© del texto, Gemma Lienas, 2004© Editorial Planeta, S. A., 2004Avda. Diagonal, 662-664, 08034 BarcelonaPrimera edición en esta colección: febrero 2011ISBN: 978-84-08-09907-9 Fotocomposición: Zero preimpresión, S. L.Depósito legal: M. 466-2011Impreso por Brosmac, S. L.Impreso en España – Printed in SpainNo se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal).Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográfi cos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

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FICHA BIBLIOGRÁFICA

LIENAS, GemmaDos caballos, Gemma Lienas – 1ª ed. en esta colección – Barcelona: Planetalector, 2011Encuadernación: rústica ; 200 págs. ; 13 ! 19,5 cm –(Cuatrovientos. A partir de 12 años)ISBN: 978-84-08-09907-9087.5: Literatura infantil y juvenil 821.134.2-3: Literatura españolaTratamiento: realismo. Tema: realidad social

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Para Jordi, Biel, Itziar, Mariona, Isolda y Solomon.

Para David y Lara

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CAPÍTULO PRIMERO

Se alzó la cortina y entraron dos chiquillos: Ma-nuel y Víctor. Permanecieron quietos en el um-bral de la barraca mientras, tras ellos, la cortinase cerraba de nuevo. No decían nada; ya sabíanlo que les esperaba. Lo habían vivido muchísi-mas noches. Víctor se agarraba fuertemente a lacazadora andrajosa de su hermano y temblaba.Manuel, inmóvil y helado, estaba a punto pararecibir la tormenta de gritos y golpes.

El hombre se levantó de la cama tambaleán-dose, y la vieja manta resbaló hasta el suelo. En lamano tenía la segunda botella de coñac, vacía.Miró a las criaturas con ojos de locura, alzó el bra-zo y golpeó fuertemente la botella contra el so-mier. Con gestos rudos, se acercó la botella decuello roto, convertida en un arma amenazadora.

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La voz del hombre brotaba ronca, casi ininte-ligible:

—Os mataré —decía—, os mataré.Y, entonces, cuando las aristas de cristal verde

casi rozaban la garganta de Manuel, éste gritó:—Corre, Víctor, corre.Y los dos chicos cruzaron la pequeña puerta de

la barraca y se fundieron en la noche bajo la lluvia.Volaban por caminos de barro. No les sobra-

ban las carnes, y se movían ligeros como nubesempujadas por el viento. La lluvia persistente ydensa amortiguaba los ruidos. Las calles esta-ban solitarias. Nada parecía tener vida exceptoel chaparrón. Manuel dirigía aquella loca huida,guiado por la intuición más que por otra cosa,ya que la oscuridad era casi absoluta. Víctor selimitaba a seguir a su hermano.

Pronto dejaron atrás la zona de barracas y elmiedo y, entonces, aflojaron el paso.

—¿Adónde vamos, Manu?—Tranqui, enano. A un sitio que es demasia-

do. Ni en mil años el viejo nos podría encontrar.

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La luz incierta de las farolas los iluminabamientras bajaban por la carretera del Carmelo.A cada lado de la calzada estaban estacionadoslos coches de la gente que dormía en los edifi-cios altos construidos en una de las curvas,como en una terraza que dominara Barcelona. Elasfalto, mojado, brillaba. Los chicos andaban re-siguiendo las curvas.

De pronto, Manuel dejó la carretera y se des-vió a la izquierda. Pasaron por delante de unosbloques de edificios; después, antes de dejarlosatrás, bajaron por un camino de piedras y lodo.Al final de la pendiente, que era un callejón sinsalida, el terreno se ensanchaba. No sólo el ca-mino sino también el ensanchamiento estabanllenos de coches. Manuel se acercó a un Dos ca-ballos* rojo. Sacó un alambre del bolsillo, lo en-

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* El Citroën 2CV (conocido como Dos caballos) revo-lucionó el panorama automovilístico de mediados del si-glo XX por su atrevido diseño, funcionalidad y precio ase-quible. De ahí que fuera el coche favorito de los jóvenesrebeldes (hippies) de los años sesenta.

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derezó, lo introdujo en la cerradura, lo mani-puló con tanteos breves y, finalmente, abrió lapuerta del coche.

—¿Qué haces? —preguntó Víctor, sorpren-dido.

—Entra, va. Estamos empapados.—¡Estás majara! ¿Y cuando el payo venga a

buscar el coche, qué?Manuel empujó suavemente a Víctor para

obligarlo a entrar en el coche e instalarse en unode los asientos delanteros. Él se sentó a su lado.

—No dirá ni mu. Esta mierda no es de nadie.—¿Y tú qué sabes?—¡Qué coñazo, cagón! Mira: que lo he clisa-

do hace mucho y lo he estado vigilando la tirade días. Nunca vino un payo. ¿Te enteras?

Manuel explicó que lo había utilizado comoescondite muchas otras veces, cuando tenía algoque no quería llevar a la barraca. Durante aqueltiempo se había convencido de que sería su re-fugio cuando, hartos de malvivir en la barriada,se decidieran a huir.

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Víctor estornudó ruidosamente.—Venga, despelótate. No vayas a pillar un

trancazo.Mientras Víctor se desnudaba, Manuel cogió

un montón de periódicos viejos que guardababajo los asientos.

—Apaláncate, compa, y tápate con esto.Manuel extendió su ropa y la de su hermano

sobre el asiento posterior para que se secase.Los dos, envueltos en los papeles de periódi-

co, habían reclinado la cabeza hacia atrás, en los respaldos, y habían cerrado los ojos. Sobre lalona del techo la lluvia repiqueteaba aún confuerza.

—¿Crees que el viejo se nos quería cargar? —preguntó Víctor.

—No, hombre, no. Iba trompa y ya sabes quetiene mal vino. Nada más.

Le pidió que no pensara más en ello, que nomerecía la pena. Unos minutos más tarde, Víc-tor se había dormido y respiraba pesadamente,pero Manuel no podía conciliar el sueño. Por su

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mente pasaba constantemente la imagen de supadre con la botella rota en la mano. Se le eriza-ba la piel. No le parecían claras las intencionesdel hombre. Se decía que habían hecho bien enhuir, como ya antes habían hecho los hermanosy la madre. A fin de cuentas, ¿qué ganaban conquedarse? Hambre, golpes, malas palabras yhumedad. Y entonces le asaltó otra imagen: él,muy pequeño, de la mano de su madre andandopor las callejuelas del barrio. La barriga de sumadre estaba abultada y las costuras del vestidose le abrían por todas partes. Su madre refunfu-ñaba: «No vamos a venderlo, desde luego queno lo venderemos». Y él había levantado la vis-ta, le había mirado los ojos llenos de lágrimas yhabía querido saber por qué lloraba y qué era loque de ninguna de las maneras iban a vender.Su madre le había contestado nerviosamente,tocándose el vientre con la mano: «No vamos avender a tu hermano».

Aquella noche Manuel no había podido dor-mir de angustia y había podido oír la discusión

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entre sus padres. El padre quería entregar lacriatura que estaba esperando a unos señores de Barcelona a cambio de dinero. La madre noestaba de acuerdo. Manuel empezó a temer quetambién quisieran venderlo a él. Después, cuan-do Víctor nació y lo vio tan moreno y chiquitínen la caja de madera, en un rincón de la barraca,lo quiso en seguida, y decidió que, pasara lo quepasase, no dejaría que los separaran. Desde en-tonces permanecía las horas muertas cerca de lacaja de madera, montando guardia junto a suhermano para que nadie se lo pudiera quitar.Cuando Víctor fue un poco mayor y aprendió aandar, Manuel no lo perdía de vista. Su madreestaba encantada de haber encontrado a una ni-ñera tan perfecta para el pequeño; de esta formaella estaba libre para hacer lo que le viniera engana. El día en que su madre había abandonadola barraca para no volver, Manuel todavía ad-quirió más conciencia de su papel de hermanomayor y, por ello, había tomado la decisión dellevarse a Víctor en su huida. Y en su cabeza se

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mezclaban las imágenes de su padre enfurecidoy la botella rota y el vientre de su madre y la cajade madera donde dormía Víctor. Todas aquellasvisiones eran una pesadilla angustiosa, y dur-mió toda la noche inquieto.

Afuera, la lluvia se debilitaba.Las últimas gotas caían sobre el Dos caballos

cuando el día borrascoso de noviembre desper-tó a la ciudad. Los bloques de pisos empezarona vomitar gente: niños con carteras, padres ymadres con niños, hombres y mujeres apresura-dos. Los coches ya circulaban por la carreteradel Carmelo. Después, un fuerte viento otoñalalejó las nubes, y el sol, perezosamente, empezóa lamer las azoteas.

Manuel y Víctor, acostumbrados a dormirentre gritos y juramentos, no se percataron deninguno de los ruidos de la ciudad y cuandodespertaron ya era media mañana.

Tan pronto como abrió los ojos, Víctor anun-ció que tenía un hambre feroz y que era precisobuscar algo que comer. Manuel estuvo de acuer-

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do y se dio la vuelta para comprobar si la ropaestaba seca.

Todavía estaba húmeda. La sacaron fuera, laextendieron sobre la capota del coche y la inmo-vilizaron con unas cuantas piedras. Entraron denuevo en el Dos caballos porque, afuera, el sol eradébil y tenían frío. Sentados en los asientos de-lanteros, veían la ciudad a través del parabrisas.

—Osti, tú, qué pasada de grande es Barcelo-na, ¿no?

A sus pies, un bosque compacto de azoteas, detejados y de balcones se extendía, hasta donde lesalcanzaba la vista, a izquierda y derecha. Al fon-do, la mancha verdosa del mar era tornasoladacomo un pedazo de terciopelo mal peinado: unospelos brillantes hacia aquí y los demás, opacos,hacia allí.

Nunca habían visto de cerca el mar y acorda-ron que, cuando explorasen la ciudad, que casiles era desconocida porque siempre se habíanmovido por el barrio de barracas y sus alrede-dores, se llegarían hasta el puerto y, si era preci-

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so, más lejos para poder hartarse de contem-plarlo.

La ropa se había secado. Se vistieron y amon-tonaron los papeles de periódico fuera del Doscaballos puesto que habían quedado inserviblesy, dentro, estorbaban. Manuel cerró la puertacon el alambre, se aseguró de que no pudieraabrirse y le hizo un guiño a su hermano.

Le dijo que, si aquel lugar iba a ser su escon-dite, no quería que nadie pudiera meterse en él.Sería muy desagradable, argumentaba, llegaruna noche y encontrar a alguien instalado allí.Era preferible dejarlo siempre bien cerrado.

Víctor estaba de acuerdo; por eso le pidió un trozo de alambre y quiso saber cómo se utili-zaba.

Manuel dobló el alambre hacia arriba y haciaabajo varias veces hasta que se rompió. Enton-ces le mostró a Víctor cómo debía introducirloen el agujero y hacerlo girar hasta oír el clic. Te-nía que hacer eso para abrir, y debía repetir laoperación para cerrar.

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—¿Lo calas? —le preguntó Manuel.Después de comprobar que Víctor no tenía

dificultades para utilizar el alambre, desandaronel camino que habían recorrido la noche anteriory, cuando llegaron a la carretera del Carmelo, lasiguieron hasta llegar a la plaza Sanllehy. Ibanpor la calle Cerdeña y la barriga les rugía comouna rana hambrienta. Avanzaban despacito. Seembobaron delante de los escaparates llenos deartículos sugestivos, algunos incluso desconoci-dos para ellos. De pronto pasaron por delante deuna tienda de comestibles. El tendero estaba co-locando bien las cajas de fruta: las inclinaba so-bre un zócalo de madera para exponer mejor lamercancía. Manuel y Víctor miraban las naran-jas, las manzanas, las peras, los pimientos, las es-carolas, las cebollas, los plátanos colgados de ungancho, y la boca se les hacía agua. El tendero sedio la vuelta para entrar.

—¡Disimula!Los chicos se alejaron como si fueran a conti-

nuar su paseo. Se detuvieron unos metros más

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allá y se ocultaron detrás de un coche. No era laprimera vez que conseguían comida de aquellaforma y, por lo tanto, ambos sabían bien qué te-nían que hacer. Primero se adelantó Víctor. Ca-minó con tranquilidad aparente hasta las cajas,ojeó el interior del local: nadie a la vista. Cogióunas cuantas piezas de fruta, se las puso entre elpecho y la cazadora, a través del escote, se dio lavuelta y regresó hasta el coche, donde le espera-ba su hermano.

—Ahora tú.Manuel repitió los mismos movimientos que

había hecho Víctor y, cuando ya tenía la fruta es-condida en la cazadora, hizo un gesto precipita-do y una caja cayó del zócalo con tal estruendoque alertó a los del interior de la tienda.

—¡Eh, quieto ahí! —gritó alguien desde dentro.Pero Manuel no esperó a saber qué querían.

Echó a correr por la acera, sin mirar atrás. Entre-tanto, el tendero había salido a la calle. Dio unpequeño salto para no tropezar con la caja caídae inició la persecución de Manuel.

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—¡Al ladrón, al ladrón! —gritaba, mientrashacía esfuerzos para acortar la distancia que me-diaba entre él y el chico.

La gente de la calle se detenía para observaraquella carrera desigual: unos lo miraban conprecaución, la mayoría con curiosidad, y nadieparecía dispuesto a intervenir.

Víctor, escondido tras el coche, respiraba condificultad debido al miedo, y temía que en cual-quier momento el corazón se le saliera volandopor la boca porque notaba los latidos en la gar-ganta. Se le habían nublado los ojos de terror y,no obstante, estaba casi seguro de que su her-mano conseguiría escapar. Como tantas otrasveces. Porque aquélla no era la primera vez quelos habían sorprendido robando. Su hermanoera ágil, y seguro que aquel tendero gordo noconseguía alcanzarlo. Víctor se frotó las manosen los tejanos gastados. Le sudaban de angustia.Por un momento se imaginó que el tendero atra-paba a su hermano, y le encerraban vaya usted aimaginarse dónde, y él no volvía a verle nunca

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más, y se quedaba solo en aquella ciudad tangrande, sin saber qué hacer, sin poder regresar ala barraca e ignorando cómo buscarse la vidapor sí mismo. Y se acordó de su madre y los ojosse le llenaron de lágrimas, porque desde que loshabía abandonado, todo iba cada vez peor y, siquerían comida, tenían que robarla. Víctor apre-tó los dientes. No tenía que pensar en aquel tipode cosas, tenía que creer que todo saldría bien. Yempezó a murmurar: «Que gane, que gane, quegane...».

Manuel no había parado de correr. Con lasmanos se sujetaba la cintura de la cazadora paraevitar perder las piezas de fruta. Movía las pier-nas con agilidad y levantaba tanto los pies haciaatrás que casi le tocaban el trasero. Ni una solavez se había dado la vuelta para mirar al ten-dero. Necesitaba concentrarse solamente en suhuida. No pensaba en nada. Tenía la mente ocu-pada tan sólo por una idea: huir, huir, huir...

El tendero corría en pos de Manuel con lacara congestionada por el esfuerzo. Resoplaba

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violentamente y, a ratos, probaba a gritar, casisin aliento: «Al ladrón, al ladrón». Pero todos lomiraban impasiblemente sin interceptar el pasodel fugitivo y sin tampoco ayudarle.

Constantemente, la distancia entre el chico yel hombre aumentaba. Finalmente, éste se detu-vo, se apoyó en un semáforo y sacó un pañuelodel bolsillo. Entre maldiciones, se secaba el su-dor de la frente. Luego, con la respiración algomás acompasada, observó como el chico dobla-ba una esquina y pensó que, ¡total!, unas cuan-tas manzanas, o lo que fuera, no valían el es-fuerzo que estaba realizando. Dio media vueltay se dirigió a la tienda. Cuando pasó por delan-te de donde estaba escondido Víctor, no se per-cató de aquel chiquillo enclenque, de cabello ne-gro y rizado que, con una sonrisa de oreja aoreja, esperaba el regreso de su hermano.

Víctor permaneció quieto, agazapado cercadel coche mucho rato. Sabía que, si se movía eintentaba buscar a Manuel, sería muy difícil en-contrarse. Notaba la rana de su barriga más de-

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sasosegada que antes, pero no quería empezar acomer sin su hermano. Probó a distraerse con lagente que pasaba por la calle. Todo el mundo ibaabrigado porque hacía bastante frío y, entonces,advirtió que, además de hambriento, estaba ate-rido. Y pensó que no era extraño que así fueraporque la cazadora de nailon era muy delgada ylos tejanos estaban llenos de desgarrones. Le di-ría a Manuel que tenían que conseguir ropa deabrigo.

—Pss, pss...Víctor se volvió hacia el murmullo. Al otro

lado de la calle, escondido detrás de un camión,estaba Manuel, que le hacía señales con la manopara que cruzase.

—¡Uf! Qué canguelo, ¿verdad?—Sí, pero, ya ves, como estaba como un cer-

do no me ha podido trincar.Chocaron las manos con complicidad: una vez

más les había salido bien la jugada; y, tranquiliza-dos después de toda la angustia vivida, se les hizomás evidente la sensación de hambre. Manuel,

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particularmente, estaba desfallecido, por la carre-ra y porque no había comido nada desde el díaanterior. Sin embargo, convinieron que era preci-so hacer los honores al banquete, y que no se locomerían de cualquier manera, sino que busca-rían un lugar tranquilo, sin aquel estruendo demotores y bocinazos que era la calle.

Andando otra vez hacia arriba, llegaron a lacalle Olot. Delante de ellos se abría, misteriosa,la puerta del parque Güell. Como un castillo. Aambos lados de la verja de hierro negro habíauna torre de piedra oscura, coronada por alme-nas blancas. En el parque, a pocos metros de laentrada, nacía una escalera dividida vertical-mente en dos mitades, separadas primero poruna fuente que caía en cascada, después por undragón de colores que se aferraba con las patas alas barandillas. Detrás del dragón, la escalera seunía a un banco que parecía una especie de con-cha o el bostezo de una ballena y, después, se bi-furcaba de nuevo, pero, ahora, las dos mitadesno corrían paralelas, sino que se alejaban la una

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de la otra para abrazar una sala de columnasirregulares y subir, finalmente, a la plaza abiertasituada sobre dicha sala.

La plaza era un espacio inmenso, rodeadopor un banco larguísimo que, a base de curvascóncavas y convexas, lo cerraba en un semicír-culo. El banco, de mosaico, parecía una serpien-te multicolor.

Se sentaron en el banco-serpiente y sacarontoda la comida que habían conseguido. Hicie-ron el recuento: cuatro peras, tres naranjas, tresmanzanas y un pimiento rojo.

—No está mal, ¿verdad?—¿Qué hacemos, nos lo papeamos todo?Manuel opinaba que no, que era preferible

guardar algo para el día siguiente, por si la si-tuación se presentaba mal.

Con dos de las manzanas y el pimiento po-dían acallar el hambre. Con menos habían teni-do que contentarse otras veces. Manuel sacóuna navaja del bolsillo y partió el pimiento endos mitades. Le dio una a su hermano. Estaban

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sentados uno frente al otro, con las piernas fle-xionadas, como los indios. No decían nada por-que tenían un hambre atroz y no podían hablary comer a la vez. Sus cabezas estaban vueltashacia Barcelona, que, como desde el descampa-do en el que estaba su Dos caballos, se extendíaa sus pies. La ciudad era una masa compacta deedificios plomizos y antenas de televisión, don-de solamente se adivinaban las calles más an-chas. En cambio, cerca de ellos, todo eran pinos.Podían escuchar el piar de los pájaros que vola-ban entre las ramas y el rumor de las hojas mo-vidas por el viento. Desde lejos les llegaba el rui-do confuso de la ciudad.

Cuando hubieron acabado de comer, se sacu-dieron las manos. Algunas palomas grises seacercaron hasta el banco para recoger los restosde comida. Víctor dio un puntapié, y las palo-mas, atemorizadas, emprendieron el vuelo. Ma-nuel, absorto en sus pensamientos, se hallaba le-jos de allí.

—¡Eh, Manu!, ¿qué piensas?

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—Que es demasiado no tener que volver a labarraca ni recibir más tundas.

—Sí... ¿No volveremos nunca?—Nunca.—¿Quieres decir que desde ahora nos ten-

dremos que apañar solos?Manuel estalló en carcajadas.—No me dirás que te acojonas, ¿verdad, ca-

gón? Siempre nos hemos apañado solos.—Hombre..., cuando la vieja aún no se había

largado, no estábamos tan solos. Ella siemprenos traía algo para comer y, cuando podía, nosdefendía del viejo.

—Sí, pero ella se las piró, y nosotros tambiénporque podemos vivir solos.

Y le hizo notar que, de momento, tenían unacasa mejor que la barraca: el Dos caballos. Y lepreguntó que cuándo habría podido imaginarvivir en un lugar sin goteras.

Víctor tuvo que reconocer que el Dos caba-llos había resistido la lluvia y que ni una solagota de agua había penetrado en el interior. Por

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primera vez en su vida, en una noche de tor-menta, habían dormido en un sitio seco.

—Además, mola el coche, ¿no? Hasta es des-capotable.

—¿Descaqué?—Des-ca-po-ta-ble.Y Manuel le contó que descapotable signifi-

caba que la parte del techo no era fija, que erauna lona y estaba sujeta con unos ganchos. Enverano, cuando tuvieran mucho calor, podríansacar los ganchos y doblar la capota.

Víctor abría unos ojos como platos. Estababoquiabierto con su nueva casa. Nunca habíantenido una casa como aquélla: con puertas yventanas que se abrían y se cerraban, con un te-cho que no dejaba pasar el agua y que, cuando elcalor apretaba, podía descorrerse, y, además,con las paredes de color rojo y unos asientos acuadros rojos y negros.

—Venga, larguémonos —pidió Víctor, que,de pronto, se sentía impaciente.

—¿Adónde?

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Le contestó que a explorar. A buscar cosaspara su nueva casa.

Acomodaron de nuevo la fruta entre el pechoy la cazadora. Atravesaron la plaza y, cuando yaestaban bajando por la escalera, Manuel se detu-vo ante una papelera y le pidió a Víctor que es-perase. Hurgó en la papelera y, apenas un mo-mento más tarde, sacó dos bolsas de plástico.Una tenía el fondo agujereado y estaba inservi-ble. La tiró. La otra estaba intacta, tan sólo unpoco sucia.

—Nos servirá, aunque esté tan guarra —ase-guró Manuel.

—¿Nos servirá?—Sí, enano, para la comida.Y le dijo que tenían que buscar una fuente

para lavarla.Bajaron la escalera y cogieron un sendero

que se abría a la izquierda. Manuel estaba segu-ro de que por allí podían llegar a la carretera delCarmelo y, por lo tanto, a su casa. Cruzaban unbosque de pinos. El sol se filtraba por entre las

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ramas y el aire olía a tierra húmeda. Víctor sedetuvo a olfatear: aquel aroma le resultaba nue-vo y mucho más agradable que el hedor quedesprendía el barrio. Se acordó de sus amigos.Cuando no tenía nada que hacer los acompaña-ba a cazar ratas. Había tantas en su barrio... Enrealidad, podían encontrarlas por todas partes;incluso en su barraca, de noche, cuando dor-mían, aquellos bichos asquerosos se les pasea-ban por encima. Una vez, cuando Víctor teníacuatro años, una rata gris le había mordido laoreja, llevándosele un trozo. Víctor se puso muyenfermo, tenía fiebre, las mejillas le hervían ysus ojos estaban vidriosos. Su madre pensó quese moría, pero Víctor sobrevivió. Desde enton-ces siempre llevaba el cabello muy largo paraque no se le viera la oreja cercenada. Bien es cier-to, también, que las ocasiones para cortárselo nomenudeaban. Víctor no podía soportar las ratasni el tufillo que desprendían. Cuando iba consus compañeros a cazarlas, las buscaban cercade los vertederos y allí donde iban a morir las

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aguas residuales. Víctor siempre se tapaba la na-riz porque, a pesar de que aquellos efluvios leeran muy familiares, le provocaban náuseas.Los demás se burlaban de él.

Víctor se llenó los pulmones con el olor a pinosy a tierra húmeda y oyó que Manuel lo llamaba.

—Ven. Mira.Víctor se acercó corriendo detrás del árbol

donde estaba su hermano. Cerca de él había unafuente: un pedestal y una pila, y, en medio, unsurtidor. Manuel bebió durante un buen rato,con los ojos cerrados, dejando que el agua resba-lase por sus mejillas y su cuello. Después, selavó las manos y la cara y pensó que, por prime-ra vez, tenía tanta agua como quería, no sólopara beber, sino también para lavarse, y que erauna suerte tener una fuente tan cerca del Dos ca-ballos porque siempre que quisieran la podríanutilizar.

—Qué potra, ¿verdad?—Hummm —hizo Víctor, porque en ese mo-

mento era él quien tenía la boca llena de agua.

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Manuel opinó que tenían que buscar bote-llas vacías y llenarlas. De este modo siempretendrían agua en el Dos caballos.

Miraron a su alrededor, pero no vieron nin-gún envase vacío.

Después, lavaron a conciencia la bolsa deplástico y metieron la fruta en ella. No estabanacostumbrados a la limpieza y les resultaba ex-traña, pero, a pesar de ello, empezaban a tomar-le el gusto.

Ambos estaban satisfechos de su primer díade libertad. Sólo por una razón Manuel se sentíadesazonado. Se lo contó a Víctor mientras salíandel bosquecillo de pinos y llegaban, tal como ha-bían supuesto, a la carretera del Carmelo. Ma-nuel estaba intranquilo al pensar que siempretendrían que sobrevivir a base de robar y en lasconsecuencias que ello les podía acarrear. En elmejor de los casos se ganarían una persecucióncomo la de aquel mismo día. Y todo iría bienmientras los tenderos fueran gordos, pero si eltendero era ágil y joven...

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—Nos meterán en la cárcel, tío. Tenemos queser legales.

Víctor se inquietó. Efectivamente, era un malsistema, pero ¿qué otra solución tenían?

—Ya encontraremos alguna.Habían llegado al bloque de pisos delante

del cual nacía el camino que llevaba al Dos ca-ballos. Entre dos coches estacionados había unaespecie de campana muy grande de color verdeclaro. Las inscripciones de aquel extraño arte-facto, que ellos no podían descifrar, rezaban:AQUÍ SÓLO VIDRIO, GRACIAS. Los chicos se acerca-ron con curiosidad.

—Eh, tiene dos agujeros; uno a cada lado.Manuel se acercó a uno de los agujeros para

mirar el interior. Si se acercaba demasiado, sehacía sombra él mismo y apenas podía ver quéhabía dentro. Se retiró un poco. Entonces lo viobien.

—¡Botellas! Mete la mano.Víctor metió la mano en el agujero. Como el

nivel de envases vacíos llegaba hasta el límite

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superior de la campana, no le fue difícil sacarunas cuantas botellas vacías. La mayor parte notenía tapón, pero algunas aún lo conservaban.Después de recoger ocho, decidieron que eransuficientes y se marcharon, otra vez, hacia lafuente para lavarlas y llenarlas.

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