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DE PROFESIÓN SOSPECHOSO De Alfonso Paso. (1962.) --Vamos, cruza la frontera. Sospechan de ti. --No he hecho nada. --Lo harás. Terminarás matando a una vieja. No es lo peor ser culpable. Lo peor es ser sospechoso. (Bruce Lighton.. — “Un vaho de heliotropo.”.) 1

De profesión sospechoso

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(Paso, Alfonso) de Profesion Sospechoso

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D E P R O F E S I Ó N S O S P E C H O S O

De Alfonso Paso. (1962.)

--Vamos, cruza la frontera. Sospechan de ti.

--No he hecho nada.

--Lo harás. Terminarás matando a una vieja.

No es lo peor ser culpable. Lo peor es ser sospechoso.

(Bruce Lighton.. —“Un vaho de heliotropo.”.)

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PERSONAJESSantiagoJuanAntónLauraEnriqueAmaliaJoaquínMariupeDoloresSalustioCarlosRamón

Intervienen también dos mujeres, demasiado vivas y una demasiado muerta; media docena de maletas, marca “Martínez”, tipo C; una pala, un cuchillo de carnicero, y quince cipreses. Esto nos lleva asegurarles que la acción de la obra transcurre en el jardín y el salón de un hotelito llamado “Los Cipreses”, enclavado en un pueblo relativamente cercano a Madrid, estación veraniega de cierta importancia, y durante una noche de estío de nuestros tiempos. Si no hay nadie que se oponga, cantan los grillos.

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A C T O P R I M E R O

Un hotelito llamado “Los Cipreses” y su jardín. El hotelito está enclavado en un paraje serrano a un kilómetro de cierto pueblo, residencia veraniega obligada de la buena sociedad madrileña. Para los que lo entienden, ea. El pueblo se llama San Lorenzo de El Escorial y el hotelito está en la carretera de Robledo, más allá del campo de fútbol de los Pinos, antes de llegar a la desviación que conduce a la Silla de Felipe II, rey español graciosísimo, diga lo que diga Ghelderode. La parte derecha del escenario más pequeña que la izquierda. — los lados, por respeto, son los del público- la ocupa parte del frondoso jardín. Troncos de ciprés, césped, una fuentecilla. En el foro, paralela a la batería la tapia del jardín del hotelito vecino. Hay una puertecilla de verja que permite ver algo de la casa y un trozo de parque. En la parte de la izquierda, está el salón de “Los Cipreses”. Según me dijo una insoportable dama de derechas que tenía un hijo de izquierdas en la calle de Floridablanca, “Los Cipreses” habían pertenecido a un tal señor Guastalla, médico forense de la localidad que se quedaba con las muelas de oro de los cadáveres. Este señor que, como diría José Monleón, no vivía “Las inquietudes de nuestro tiempo”, se encerró un día en “Los Cipreses” y no volvió a salir. Le encontraron tres años después perfectamente muerto, sentado en una silla y un poco calavera. El traje resistía a la perfección. Los trajes españoles resisten hasta la forma en que los planchan las mujeres. El señor Guastalla, don Casimiro, parece ser que estaba como una cabra. Amuebló el hotelito con restos de la casa de sus abuelos, lo que explica, sin duda, que el salón parezca más un aposento victoriano que el “living” de una casa de recreo. Pesadas cortinas rojas, al foro, donde hay un ventanal. Chimenea. En la izquierda puerta que conduce a las restantes piezas del hotelito. En la izquierda, primer término, una ventana con u un cristal cercano a la falleba. Un humilde e incómodo sofá. Una silla que, como diría Antonio Rodríguez de León, hace “esfuerzos dignos de mejor causa” por parecerlo. Y lo que a lo largo de la acción vayamos necesitando. Primeras horas de la noche en un día estival.

(Por la derecha entra SANTIAGO. Es un número de la Guardia Civil, simpático y de aspecto agradable. Lleva en brazos a una mujer bonita, vestida con simple elegancia, LAURA, a la que casi cubre el rostro un sombrero elegante. Tras ellos penetra JUAN. Magnífica apariencia, buena ropa. Empuja un cochecito de inválido.)

SANTIAGO. — Creo que en el bolsillo de la derecha tengo las llaves ¿Quiere cogerlas?

JUAN. — En seguida.

(Mientras JUAN obedece la invitación de SANTIAGO, ha surgido por la derecha ANTÓN. Trae cuatro maletas negras, de idéntico tamaño y forma y está a punto de reventar. Cosa que no tendría nada de particular, porque es bajo y gordito. Si además de eso es ingenuo como lo es la explosión puede producirse de un momento a otro.)

ANTÓN. — Date prisa, Juan…, que me está latiendo el cráneo.

JUAN. — ¡Date prisa! No es tan fácil. Hay que sacar las llaves… y no aparecen.

SANTIAGO. — Es que tengo un roto en el bolsillo. A lo mejor se han caído al forro.

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JUAN. — Sí, es cierto. Tiene usted un roto. Por aquí parece que suenan. En el forro. Con su permiso. (Mete la mano en el abismo del bolsillo de la guerrera del guardia.) A ver… Voy a tirar…

SANTIAGO. — Perdone: pero usted está tirando de calzoncillo.

JUAN. — Sí, en efecto. A ver, dese la vuelta. Así. Ahora sostenga la guerrera por aquí, empujo por acá y saco un paquete de “Ideales”… (En efecto, así lo hace.) que tenía usted en el forro. (ANTÓN se tambalea.) ¡Ahora! Ahora, para completar, saco la caja de cerillas.

ANTÓN. — Póngalo fumando y abra la puerta a patadas, que me caigo.

SANTIAGO. — ¿Quiere sostener a su esposa?

JUAN. — Con mucho gusto.

(JUAN recibe en los brazos a LAURA.)

SANTIAGO. — (Registrándose.) Pero si tenían que estar. No lo entiendo. ¡Ah, claro! Me parece que se las di a usted cuando se apeó del coche. Y se las guardó en el bolsillo.

(Señala un bolsillo de la chaqueta de JUAN.)

JUAN. — Pues creo que sí.

SANTIAGO. — Con permiso. (Mete la mano en el bolsillo.) Aquí parece que suenan.

JUAN. — Es que también tengo el bolsillo roto.

SANTIAGO. — Sí, señor. Usted tiene un roto en el bolsillo. Pero así, con dos dedos…

(Suena un ruido de tejido roto.)

JUAN. — Así con dos dedos, rompe usted la chaqueta.

SANTIAGO. — Si, casi la tengo ya… Mire. ¡Una navajita!

(Le muestra una navajita que encontró.)

JUAN. — ¡Antón, la navajita!... ¡Y yo que me he pasado dos meses buscándola!

SANTIAGO. — Un mechero

JUAN. — ¡Antón, Antón el mechero! Siga, siga usted a ver si encuentra cinco mil pesetas que perdí el año pasado. (De pronto.) ¡No siga!

SANTIAGO. — ¿Por qué?

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JUAN. — Porque las tiene mi amigo. Sí, Antón. ¿No te acuerdas que te las di al entrar al jardín? Cójale las maletas.

SANTIAGO. — (Obedeciendo.) Por ahí podíamos haber empezado.

JUAN. — (Poniéndole, como un imbécil, a LAURA en los brazos.) Ten. Te las metí en el bolsillo. (Señala uno de la chaqueta de ANTÓN.) Aquí. (Y le registra.)

SANTIAGO. — ¿Usted también tiene los bolsillos rotos?

ANTÓN. — No. Yo no estoy casado.

JUAN. — Pero, ¿a dónde pueden haber ido esas llaves? ¡Ah…, aquí están!

ANTÓN. — Esas son las mías.

JUAN. — Pues por aquí deben de andar las otras.

SANTIAGO. — ¡No siga!

JUAN. — ¿Por qué?

SANTIAGO. — Porque me las he dejado en la casa.

JUAN. — (Apoyándose con desanimo, en la puerta.) ¿Y cómo entramos? (La puerta ha cedido suavemente, porque estaba abierta.) A lo mejor, empujando por las buenas.

SANTIAGO. — Pero, ¿estaba abierta?

JUAN. — Sí, señor.

SANTIAGO. — ¡Qué raro! Solo hay unas llaves y las tengo yo. ¿Quiere cogerme esto? (Le entrega las maletas y pasa dentro. Mientras….) Seguramente esta mañana cuando me entere de que iban a venir…, (Da la luz. El aspecto del salón, ignoramos por qué, no es del todo tranquilizador.) Dejé la puerta sin cerrar. No es raro. Estoy tan poco acostumbrado a usarla. (JUAN deja las maletas precisamente, junto a otra maleta, negra, que hay en el suelo. Pero no advierte su presencia. ANTÓN ha dejado en el sofá a LAURA. SANTIAGO sale por la silla de ruedas. Tras la verja un hombre joven.) ¿Que hay, Salustio?

SALUSTIO. — ¿Que va a haber? Lo de siempre.

SANTIAGO. — No trabajes mucho. (SALUSTIO desaparece, riendo. SANTIAGO ha entrado el cochecito.) Es Salustio, el guarda del hotelito de al lado. ¿Conocen a la familia que veranea ahí? Son los Andrade. (ANTÓN, que estaba sentado, se pone de pie de pronto. Mira a JUAN. LAURA aguza la mirada.) Perdone usted.

JUAN. — ¿Lo saben?

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SANTIAGO. — Usted es tan popular… Estamos viéndole todos los días en la televisión. Por cierto, son estupendos los programas que hace. ¿Los escribe usted mismo?

JUAN. — Sí.

SANTIAGO. — Claro. Yo se lo decía a mi mujer. “Que son de él. Que él los escribe.” Y ella: “Que no… Que los copia… Porque como son ingeniosos… no se le van a haber ocurrido a él, sino a cualquier muerto.” Y no hay quien la saque de eso.

JUAN. — ¡Qué risa!

SANTIAGO. — Somos de Orense

JUAN. — ¡Ah! ¿Usted es de Orense?

SANTIAGO. — De Orense. Ya sabe usted lo terca que es la gente de Orense; no hay quien la convenza. Mi mujer se parte a reír. Me dice: “Santiago, no te lo pierdas. Ya está ahí el tonto de las maletas.” Claro, dice tonto en el mejor sentido de la palabra.

JUAN. — ¿Y cuál es el mejor sentido de la palabra tonto?

SANTIAGO. — Pues bobo, cándido, escritor…

JUAN. — Ya, ya… claro… Y a usted, como es de Orense, no hay quien lo convenza.

SANTIAGO. — Es muy buena idea eso de la historia de una maleta desde que el cerdo está vivo hasta que le ponen el asa. ¿Le da dinero?

JUAN. — ¡Vaya!

SANTIAGO. — Claro que usted, ¿para qué quiere el dinero?

(ANTÓN que se había sentado, se vuelve a levantar. JUAN lo mira. LAURA ahoga un gemido.)

JUAN. — ¡Qué! Todavía dura lo del puerto de Andrade, ¿eh? Se lo leyeron ustedes bien. Supongo que no saben cómo se llama el presidente de los Estados Unidos.

SANTIAGO. — Oiga…

JUAN. — Pero los sucesos se los aprenden a conciencia. Voy a decirle cómo fue. Y lo cuenta exactamente en todo el pueblo. Hemos venido a descansar y a estar tranquilos. Mi amigo, ahí donde lo ve, tiene baja la tensión. Yo estoy rendido. No quiero curiosos ni miraditas. Hace tres años y medio, detuve el coche, en el puerto de Andrade, al borde de un precipicio. El radiador no tenía ni gota de agua. Cogí una lata y pedí a Antón que me acompañara a una fuente cercana. Quedó mi mujer sola en el coche. Cuando íbamos caminando, oímos un ruido.

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ANTÓN. — El motor del coche se había puesto en marcha.

JUAN. — Mi mujer apretó el acelerador.

ANTÓN. — Un suicidio.

SANTIAGO. — Claro. Y su mujer y usted habían hecho testamento el mes anterior, dejándose el uno al otro todos sus bienes.

JUAN. — ¿Y qué?

SANTIAGO. — Leí eso

JUAN. — Pues es así. ¿Qué más?

SANTIAGO. — Nada, nada.

JUAN. — Heredé tres millones de pesetas.

SANTIAGO. — Cuatro.

JUAN. — Cuatro. ¿Qué más?

SANTIAGO. — Pues no sé. Creo que se comentó mucho el hecho de que su amigo estuviera presente. Es una buena coartada.

JUAN. — Lo siento; pero estaba presente.

SANTIAGO. — Y fue padrino de su nueva boda.

JUAN. — Soy hijo único y no tengo padre. Quiero decir que se murió. Este idiota es como si fuera mi hermano.

SANTIAGO. — Claro, claro. Pero no hacía falta que me explicara todo esto. Ahora les trae mi chico las llaves. (En la puerta.) Y esta paralítica, ¿eh? Su segunda esposa, digo.

JUAN. — Si

SANTIAGO. — Y no puede hablar ¿eh?

JUAN. — No

SANTIAGO. — Así que si tuviera que pedir socorro…

JUAN. — No podría. ¿Algo más?

SANTIAGO. — Nada, nada.

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JUAN. — ¿Con quién tengo que firmar el contrato?

SANTIAGO. — Conmigo. Doña Clementina me dejó encargado de todo lo referente al hotelito. Luego se lo trae el muchacho, con las llaves. ¿Quiere que le enseñe la casa?

JUAN. — Ya la veré yo.

SANTIAGO. — (Por la ventana de la izquierda.) Excuse ese cristal. Lo rompieron el año pasado. Una guerra a pedradas entre los mozos del pueblo y los extranjeros del “camping”. Tenemos un “camping” a dos kilómetros del pueblo, y no quiere saber usted la afición que le cogen las francesas a algunos chicos indígenas. Además, como convidan ellas…

JUAN. — Sí, en Francia la mujer ha logrado todos sus derechos.

SANTIAGO. — Pues es un problema, no crea. Bienvenidos.

(Sale de la casa al jardín. JUAN hace mutis por la puerta de la izquierda. En lo alto de la tapia ha aparecido una muchacha joven y bonita: MARIUPE.)

MARIUPE. — ¡Eh, Santiago! ¿Es el de la televisión?

SANTIAGO. — El mismo.

MARIUPE. — ¿El que hace los programas de publicidad de “Maletas Martínez”?

SANTIAGO. — Si, niña.

MARIUPE. — ¿En serio? El que mato a su mujer.

SANTIAGO. — ¡Ese!

(Y desaparece por la derecha.)

ENRIQUE. — (Sin verlo, tras la tapia.) Mariupe, baja de ahí. No me gusta que cotillees.

MARIUPE. — Si es que ha venido el que nos dijeron esta mañana. El de la televisión.

ENRIQUE. — ¿El que mato a su mujer?

MARIUPE. — ¡Ese!

(Aparece por la tapia ENRIQUE. Cincuenta años. Buen burgués.)

ENRIQUE. — ¿Seguro?

MARIUPE. — Me lo ha dicho Santiago.

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ENRIQUE. — ¡Amalia!...

AMALIA. — (Sin verla.) ¿Qué?

ENRIQUE. — Que ha venido el escritor de las maletas.

AMALIA. — (Sin verla.) Joaquinito, que ha venido el que mató a su mujer.

(AMALIA, cuarenta y cinco años, y Joaquinito veintidós, se asoman a la tapia. Con ellos, SALUSTIO.)

JOAQUÍN. — A ver, a ver.

MARIUPE. — Está dentro.

AMALIA. — Hágalo salir. Salustio… ¿Le queda a usted algún cohete de la fiesta de la otra noche?

SALUSTIO. — No, señora.

ENRIQUE. — ¡No pretenderás sacarlo tirando un cohete!

AMALIA. — ¡Como sea!

MARIUPE. — ¿Por qué no entras tú a pedirle un diente de ajo?

AMALIA. — ¡Mujer un diente de ajo a un escritor!...

MARIUPE. — Entonces una cuartilla.

JOAQUÍN. — No le hagas caso, mamá, que está enamorada de él. Que cada vez que lo ve aparecer en la televisión se pone a suspirar.

MARIUPE. — Porque es interesante.

ENRIQUE. — Eso sí. ¡Hay que ver el valor que hace falta para matar a la mujer! Porque pensarlo, eso cualquiera. Pero hacerlo…

AMALIA. — Salustio, sácalo.

MARIUPE. — ¡Anda, Salustio!

SALUSTIO. — Se hará lo que se pueda.

(SALUSTIO entra en el jardín por la puerta del foro. JUAN ha salido por la izquierda.)

JUAN. — ¿Se puede saber qué haces ahí parado?

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ANTÓN. — No me gusta este sitio, Juan.

JUAN. — Estoy harto de locos y de aprensivos.

ANTÓN. — No es un hotelito como los demás.

JUAN. — ¿Qué querías? ¿Televisión, radio y perforadoras en el sótano? ¿Tú has venido a descansar?

ANTÓN. — Si

JUAN. — ¿Tú estás malo de los nervios?

ANTÓN. — Sí.

JUAN. — ¿Tú has dicho que descansas por encima de todo?

ANTÓN. — Descanso.

JUAN. — Pues a descansar. (SALUSTIO acaba de llamar a la puerta.) Será la criada que nos han prometido.

(Abre la puerta ANTÓN. Ve a SALUSTIO y dice como un imbécil.)

ANTÓN. — Sí. Es la criada.

JUAN. — Pero, ¿Qué te pasa?

ANTÓN. — Estoy nervioso… No me grites. Me gritas y confundo a esta señorita con la criada...

SALUSTIO. — Soy Salustio, el guarda del hotelito de al lado.

JUAN. — Si, ya sabemos.

SALUSTIO. — ¿No quieren que les ayude a subir las maletas arriba?

JUAN. — No, gracias.

SALUSTIO. — ¡Son muchas!

JUAN. — Pensamos descansar y hemos traído un buen equipaje. Gracias.

SALUSTIO. — Y todas iguales. A lo mejor es que se las regalan.

JUAN. — Pues sí. Me las regalan. Precisamente, modelo C de “Maletas Martínez”

SALUSTIO. — Ya, ya. Si todo el mundo compra la misma marca. Por cincuenta pesos, piel de cerdo.

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JUAN. — Buenas noches.

SALUSTIO. — ¿Han visto la fuente?

ANTÓN. — ¿La de la Teja?

SALUSTIO. — La que tienen en el jardín.

JUAN. — Ya la veremos después.

SALUSTIO. — ¿Qué hago con la vaca?

JUAN. — ¿Qué vaca?

SALUSTIO. — La que hay al lado de la fuente.

ANTÓN. — ¿Pero tenemos una vaca ahí dentro?

SALUSTIO. — En el jardín.

JUAN. — ¿Qué estoy viendo?

ANTÓN. — ¿Tú crees que es normal tener una vaca en el jardín? ¿Has visto algún hotelito con vaca?

JUAN. — ¡Déjame en paz! Vamos a sacar esa vaca. (Salen los dos, con SALUSTIO detrás. Los de la tapia empiezan a cuchichear. ENRIQUE se pone sus gafas. SALUSTIO señala a JUAN.) ¿Dónde está? ¿Oiga, qué hace?...

SALUSTIO. — Señalar. Ahí estaba. Pero ahora no la veo.

ANTÓN. — ¡A ver si se nos ha metido en algún dormitorio!

JUAN. — ¿Pero tú te crees que una vaca es una palomita? ¡En un dormitorio! Este es un pueblo de veraneo. Aquí hay médico, farmacias, baile y tontos. ¿Cómo dejan ustedes las vacas sueltas?

(Descubre a los muñequitos de pim pam pum en la tapia.)

LOS DE LA TAPIA. — Buenas…

JUAN. — Buenas…

ANTÓN. — Buenas…

ENRIQUE. — Qué, ¿a descansar?

JUAN. — Sí.

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AMALIA. — ¿Ha venido usted con su señora?

ENRIQUE. — Mujer, no la habrá disecado.

MARIUPE. — Mamá se refiere a la de ahora, que también es millonaria. ¿Verdad que la de ahora también es millonaria?

JUAN. — Sí, guapa.

AMALIA. — Y nos han dicho que no se puede mover.

JUAN. — No, señora. No puede moverse.

MARIUPE. — Ni hablar.

ENRIQUE. — ¿No puede hablar ni moverse?

JUAN. — No, señor.

ENRIQUE. — Estará usted encantado ¿eh?

JUAN. — ¡Psch!...

MARIUPE. — ¿No pasa usted a tomar una copita? Nos gustaría charlar un rato con usted.

JOAQUÍN. — Mariupe…, que se lo cuento a Ramón Antonio.

MARIUPE. — ¡Cállate, imbécil! ¡Cómo eres!...

(Y desaparece, ruborosa. Joaquinito se ríe. Sale tras ella, gritando.)

JOAQUÍN. — Estás enamorada de él. Suspiras cuando lo ves en televisión. Pero tienes las piernas torcidas y el estómago hinchado.

ENRIQUE. — Es que la niña lo admira mucho.

AMALIA. — Pero no por lo que escribe.

ENRIQUE. — Mujer, eso ya se sabe que son bobadas.

AMALIA. — La niña lo admira por…, (un guiño.) ¿eh?

ENRIQUE. — Se necesita mucho valor… ¿no?

(SALUSTIO le da un codazo a JUAN y sonríe.)

ANTÓN. — (A JUAN.) A descansar, ¿eh?

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JUAN. — (Furioso.) ¡Ya verás, si no!... ¡Buenas noches!

AMALIA Y ENRIQUE. — Bien venido.

AMALIA. — ¡Ah, es muy simpático!

ENRIQUE. — ¿Quién?

AMALIA. — El cómplice.

(JUAN y ANTÓN entran en la casa dando un portazo.)

MARIUPE. — (Desde dentro.) Papá, la abuela se ha comido la cena de todos.

ENRIQUE. — Échale una mano a Carmen, Salustio.

(Desaparecen de la tapia. Por la derecha entra DOLORES. Mediana edad. Trae una maleta igual a las que hay en escena.)

DOLORES. — ¿Han venido ya?

SALUSTIO. — Hace un rato.

DOLORES. — Pero, ¿el que mato a su mujer?

SALUSTIO. — Sí, sí.

DOLORES. — Ya ves Salustio. En esta vida triste de los pueblos lo que hace falta es que vengan asesinos. Yo he servido tres años en una casa decente, y aquello era una rutina. Aquí, por lo menos, va a haber “suspense”. A mí me pasa lo que a los espíritus selectos. Cuanto más sufro, más me divierto.

SALUSTIO. — Pues ahí vas a sufrir.

DOLORES. — Dios te oiga.

(Llama a la puerta. SALUSTIO desaparece por la verjilla del foro.)

ANTÓN. — La Policía.

JUAN. — Pero la Policía, ¿por qué?

ANTÓN. — ¿Es necesario un por qué para que venga la Policía?

JUAN. — ¡Si, Imbécil!

ANTÓN. — Pues a mi primo Jaime iba por la calle y lo agarró la Policía.

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JUAN. — ¿Le pegaría a alguien?

ANTÓN. — No, señor. Y no podes imaginarte con qué violencia le obligaron a que se quitara el vestido de gitana.

JUAN. — ¡Muy bien!

(Abre la puerta.)

DOLORES. — Soy la abnegada sirvienta.

JUAN. — ¡Ah, sí! Pase. La esperábamos. Mi mujer. No…

DOLORES. — Ya sé no habla.

JUAN. — Es que…

DOLORES. — Y que no se mueve.

JUAN. — Pues sí. Este es…

DOLORES. — Su amigo Antón Jiménez

ANTÓN. — Usted lo sabe todo, ¿eh? (sonriente.) ¿Va a saber en qué regimiento he servido?

DOLORES. — Saboya, número 6, a las órdenes del capitán Mandillo.

ANTÓN. — Oye tú, ¡que es verdad!

JUAN. — ¡Cállate! ¿Querrá hacernos la cena?

(Busca el nombre.)

DOLORES. — Dolores.

ANTÓN. — En el hombro, a veces, por el reuma.

DOLORES. — Que me llamo Dolores.

JUAN. — Usted conoce muy bien la casa, Dolores. Así que…

DOLORES. — ¿Y ustedes no?

JUAN. — ¿Qué?

DOLORES. — ¿Qué si no conocen la casa?

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JUAN. — Se llama “Los Cipreses”.

DOLORES. — ¿Lo de las muelas no lo saben?

JUAN. — ¿Qué?

DOLORES. — ¿No han encontrado ninguna muela?

JUAN. — ¿Por qué diablos íbamos a encontrar una muela?

DOLORES. — ¿Y ojos? ¿Han encontrado ojos?

JUAN. — Pues por ahora no hemos encontrado ningún ojo.

ANTÓN. — ¿Existe algún motivo especial para encontrar ojos en la casa, así como el que se encuentra un gato?

DOLORES. — Entonces, ¿no saben lo de don Casimiro Guastalla?

JUAN. — Nos cuenta. Nos ocurre todo lo contrario a usted. Nosotros no sabemos nada.

DOLORES. — (Dejando su maleta junto a las otras.) Este hotelito era de don Casimiro Guastalla, un médico forense más agarrado que un esparadrapo. Según se decía estaba loco, y se guardaba las muelas de oro de los cadáveres, las sortijas y algún dedo que otro, para hacer boquillas con los huesos. A mi marido, que descanse en paz, le regalo una, que el pobre no hacía más que decir: “Dolores esta boquilla sabe a cementerio”. Y resultó que estaba fumando en el índice de un farmacéutico.

ANTÓN. — (Aterrado.) Muy bien.

DOLORES. — Amuebló este hotelito con restos de la casa de sus abuelos, de Madrid. Con él vivía un muchacho, siempre vestido de negro. Resulto que era su hijo. Se ahorcó con una corbata. Contrariedades amorosas. El forense se encerró aquí, y al cabo de tres años entraron unas mozas y encontraron al hombre un poco desencajado.

ANTÓN. — ¿Por qué?

DOLORES. — Porque se había muerto. Dejó el hotel a una especie de nieta, que es la que lo alquila.

JUAN. — ¿Y se ha alquilado mucho?

DOLORES. — Ustedes son los primeros desde que él murió. Ahí… ahí se lo encontraron. Donde esta don Antón.

ANTÓN. — Buenas noches.

(JUAN lo detiene.)

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JUAN. — ¿Te vas a estar quieto?

DOLORES. — Santiago, porque está delegado por la nieta de don Casimiro y yo, porque en el fondo me gusta pasarlo mal, somos los únicos que hemos entrado a esta casa. Y no es que tenga nada en particular. Hombre, impresiona un poco entrar en una habitación y encontrarse al hijo del forense leyendo.

ANTÓN. — ¿Cómo?

DOLORES. — Y debe ser “El Quijote” lo que lee, porque bosteza.

JUAN. — Pero, ¿el muerto?

DOLORES. — Sí, señor. El que se ahorcó.

ANTÓN. — Pues no se debe molestar al que está leyendo.

(Intenta marcharse, pero JUAN lo detiene.)

JUAN. — Oye, Antón. No me vas a dar la noche, ¿eh? Son leyendas.

DOLORES. — Pues yo le digo que aquí se aparece el hijo del forense y a veces el forense en persona cuando el hijo no quiere leer. A los dos los ha visto un sobrino mío.

JUAN. — Esta bien Dolores. Si la necesitamos ya la llamaremos. ¿Quiere prepararnos algo de cena y disponer los dormitorios?

DOLORES. — Don Antón duerme en el individual ¿no?

JUAN. — Claro.

DOLORES. — Donde dormía el hijo del forense.

(Y desaparece por la izquierda.)

ANTÓN. — ¡No lo aguanto!

JUAN. — ¡Antón!

ANTÓN. — ¡No puedo soportarlo!

JUAN. — En todos los pueblos hay leyendas de este tipo y casas embrujadas.

ANTÓN. — Y tenía que tocarte a ti.

JUAN. — ¿Qué quieres que le haga? El anuncio decía: “Precioso hotelito con espléndidas vistas”.

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ANTÓN. — ¿Espléndidas vistas? ¡Claro! Está lleno de ojos.

JUAN. — ¿Pero te has encontrado algún ojo, imbécil?

ANTÓN. — No. Pero me lo voy a encontrar en algún momento, porque tú eres un predestinado. Sí. En diez años de amistad me has hecho vivir las cosas más horribles y siempre a base de muertos, fantasmas y asesinatos.

JUAN. — ¿Yo? ¿Qué yo te he hecho vivir?

ANTÓN. — A ver. Lo del suicidio de Carmen.

JUAN. — Y nada más.

ANTÓN. — Eso. Y te digo que toso y me llevas al médico y el médico me arrima la oreja al pecho, me dice cuente usted. Y cuando iba por el 22.738 resulta que el médico se había muerto.

JUAN. — Una angina de pecho. ¿Tengo yo la culpa?

ANTÓN. — ¿Y lo del sietemesino?

JUAN. — Fue una confusión. Tu llevas un bote de piña, fuimos a visitar a una señora y nos enseñó un monstruito que tenía conservado en alcohol.

ANTÓN. — Y tú me aturullaste, me deje la piña y cogí el monstruito. Y no se me ocurrió otra cosa que dárselo a mi madre y decir: el postre. Que le tuvieron que poner una inyección de aceite alcanforado a la pobre.

JUAN. — ¿Pero es que me vas a echar la culpa de que te equivocaras?

ANTÓN. — Sí. Porque soy corto. Ya lo ves. En vez de Antonio me llamo Antón y tú te aprovechas de mi cortedad. Te entusiasman los líos “Antón, todos estamos muy nerviosos. Lo que necesitas es descansar.” Y me traes aquí. ¡Descansar, cuando lo mejor abrimos una puerta y nos encontramos al hijo del forense instruyéndose! ¡Que no!

JUAN. — ¡Tengo que escribir dieciséis programas sobre el cabás, el maletín, el baúl y el capacho! ¡Me pagan por eso! ¡Necesito hablar con alguien!

ANTÓN. — Con el hijo del forense.

JUAN. — ¡Estoy harto! Desde que nací solo soy una cosa: sospechoso. ¿Qué horrible sitio es este donde todo el mundo sospecha? Desde pequeño era sospechoso de vago. De joven sospechoso de juerguista. Y así he sido sucesivamente sospechoso de estafador, de plagiario, de enfermo y de asesino y de nada sirve demostrar que no se es culpable. La gente vive de la sospecha. Se refocila sospechando. “Pero si quedo bien probado que él no hizo eso.” “Sí, sí, claro. Tierra sobre el asunto. Recomendación: Dinero ¡A ti te lo van a decir! Y el universo entero se transforma en un ojo…

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ANTÓN. — ¡Hombre!

JUAN. — Un horrible ojo guiñado, un ojito suspicaz. Y te alejas de los grupos, porque si se pierde una bofetada la habrás dado tú que eres sospechoso. Y atentan contra Kennedy en Washington y tú desde Cuenca dices: “¿Me irán a buscar un lío?” Porque eres sospechoso. Me caso por segunda vez y mi nueva mujer hereda nueve millones. Cuando nos echaron las bendiciones era más pobre que un catedrático. Ahora millonaria. Sospechoso. Muy sospechoso. ¿Te imaginas el ojito? Un buen guiño: ”ese se casa con ricas y las mata.” Y con todo lo que me pasa tú me creas conflictos porque te equivocas de bote, o porque te llamas Antón, o porque tienes miedo de un muerto.

ANTÓN. — Pero Laura…

JUAN. — ¿Qué? La he dejado paralítica, yo. ¿No es eso?

ANTÓN. — No…

JUAN. — ¿Le rompí las cuerdas vocales con un gancho?

ANTÓN. — Oye… el médico…

JUAN. — No hay médico que valga. Radiografías, punciones… así lleva tres meses. ¡Qué horror, verdad! (Frenético.) ¡Pues es mentira!

ANTÓN. — Oye…

JUAN. — Y el único que tenía razón era aquel psiquiatra que la vio y ya sabes lo que dijo: “Parálisis, lo que se dice parálisis no tiene. Lo que tiene es mala intención”.

ANTÓN. — Pero se mueve. ¿Tú crees que alguien se está quieto por mala intención?

JUAN. — Sí. Parálisis histérica o algo parecido. Sabe de sobra que si intentara ponerse de pie se pondría. Pero no lo hace porque hay que fastidiar. Es necesario vengarse. Y permaneciendo callada o consintiendo que se la transporte la asquerosa cree que se venga. (A LAURA.) No. No nos entendemos porque no entiendo a los locos y a los histéricos. Cuando nos casamos intentaste dominarme. ”No puedes salir por las noches, Juan.” Y yo salía. Y tú ponías un contacto eléctrico en la cerradura y de vuelta al meter la llave me daba calambre. Y yo salía. Y me tirabas un martillo. Y yo salía. Y llamaste a tu madre, y yo salía. ¡Gané yo! Y comenzaste con tus huidas. Dos meses la señora fuera de casa. Nadie sabía dónde se había metido. A los sesenta días volvías tan tranquila, después de haberte buscado por toda España. “He estado en Jaca.” Eso solo cuando nos había sumido en la angustia. ¡Ah, no pongas esos ojos! ¡No estás muda!

LAURA. — (Furiosa.) ¿Que no estoy muda?

JUAN. — No, no lo estás.

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LAURA. — Estoy completamente muda. Muda del todo.

ANTÓN. — ¡Oye!

JUAN. — ¿Qué? ¿Qué te decía? ¿Quién tenía razón? El psiquiatra.

LAURA. — Dime. ¿La llevaste a ella también al psiquiatra?

JUAN. — No me dio tiempo porque apretó el acelerador. Pero la hubiera llevado, porque mi desgracia es haber tropezado con todos los locos que hay en España. Y no te agarrotes así, porque no estás paralítica.

LAURA. — (Levantándose.) ¿Que no estoy paralítica?

JUAN. — ¡No!

LAURA. — Estoy absolutamente paralítica. No se puede estar más paralítica que yo.

ANTÓN. — ¡Juan, se mueve!

JUAN. — Pues claro que se mueve. Cuando hubo consulta de médicos y el que tenía la Cruz de Alfonso X el Sabio dijo: “Está paralítica”, yo pensé: “Se mueve”, y ahí la tienes.

LAURA. — Eres muy listo ¿eh?

JUAN. — No tiene ningún mérito. Estás en los libros. Tu parálisis fingida viene hasta con ilustraciones. ¡Vamos, vamos Antón! ¿Tú crees que es posible decir: “Me parece que mañana me voy a quedar paralítica”, y amanecer tiesa al otro día? (Como una fiera.) Y la otra, la que se mató, como el médico le había recomendado la termoterapia se empeñó en que no era la cura por el calor y hasta la paella la metía en un termo y cogía los granos de arroz con unas pinzas. ¿Qué, majadero, te atreves a hablar del hijo del forense?

LAURA. — ¡A la otra la mataste!

JUAN. — Tengo pruebas de que no.

LAURA. — Pruebas. Tierra sobre el asunto. Tenías dinero para tapar bocas. Pero el mundo entero sospecha de ti. Conmigo no puedes. Me voy.

ANTÓN. — ¿Pero, dónde?

JUAN. — Déjalo. No vas a saberlo nunca. Dos meses en blanco. Yo puedo estar muriéndome. Y a los dos meses volverá diciendo: “He estado como un soldado de caballería. En Jaca”. Pues ahora no te busco.

LAURA. — No quiero que me busque nadie.

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JUAN. — ¡Pues buenas noches!

LAURA. — Buenas noches.

(Abre la puerta y desaparece por la derecha.)

ANTÓN. — ¿Pero vas a dejarla irse así, paralítica?

JUAN. — Antón, me estallan los nervios. Ten compasión de mí y no digas una tontería más. No puedo detenerla, ¿comprendes? Si lo hago, dirá: “Me parece que mañana me voy a quedar ciega”. Y mañana le tengo que comprar un perro.

ANTÓN. — Pero está loca.

JUAN. — No del todo. Son locos a medias. Locos para fastidiar. (Le da un libro.) Toma. Página 58. Tratado de Psiquiatría, de Delmer. Ahí viene el caso.

(Coloca la máquina de escribir en una mesita.)

ANTÓN. — Sí. Aquí viene. Paciente 384. Tratamiento a seguir con los que la rodean.

JUAN. — ¿Lo ves?

ANTÓN. — Yo creo que si se ha marchado y vas a estar sin saber de ella dos meses, debemos volver a Madrid y…

JUAN. — No sé si este hotelito es alegre o no. Ignoro si el vástago del forense me va a dar golpecitos en la espalda de pronto. ¡Voy a trabajar! Quiero fumarme un puro y escribir tonterías. Si no te encuentras con fuerzas para acompañarme… ¡A Jaca!

ANTÓN. — Estás muy nervioso, Juan.

JUAN. — ¡A Jaca! O al camping. A hablar francés.

ANTÓN. — No, Juan. Me quedo contigo.

(Por la izquierda sale DOLORES.)

DOLORES. — ¿Les gustan los espárragos?

JUAN. — Sí.

DOLORES. — Pues no hay.

JUAN. — Vaya.

DOLORES. — ¿Y los calamares?

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Page 21: De profesión sospechoso

JUAN. — Sí.

DOLORES. — Pues no hay.

JUAN. — Oiga…

DOLORES. — ¿La tortilla de patatas?

JUAN. — No.

DOLORES. — Pues es lo único que hay. Eso. Y algo de cordero.

ANTÓN. — ¿Pero podrá hacer unos huevos fritos?

DOLORES. — Me salen muy raros. Con la clara en el centro y la yema a los lados.

JUAN. — Antón, ¿quieres organizar el menú, que tú te das mucha maña?

ANTÓN. — Sí Juan.

JUAN. — Y de paso te familiarizas un poco más con la casa. Ya verás cómo deja de darte miedo.

DOLORES. — Si quiere algo especial puedo pedirlo en la casa de al lado. Son amigos.

JUAN. — No, gracias.

DOLORES. — Por ejemplo un plátano.

JUAN. — No, un plátano no.

DOLORES. — ¿Tiene usted algo contra la gente de Canarias?

JUAN. — Para nada. Prefiero no tratar mucho con ellos.

DOLORES. — Pues la niña es simpática. Está llena de complejos y de rarezas. El hermanito le dice que tiene las piernas torcidas. ¡Ya ve qué rico! Y como la muchacha no caza novio o los que caza se van… le anda preguntando por sus piernas hasta al párroco. ¿A usted no se las ha enseñado?

JUAN. — No.

DOLORES. — Ahorita se las enseña.

JUAN. — Oiga, no deseo ver las piernas de nadie.

ANTÓN. — Yo sí.

JUAN. — Tú tampoco. Procure que esa chica no entre en casa.

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Page 22: De profesión sospechoso

DOLORES. — ¿La señora…?

ANTÓN. — Ha salido corriendo.

DOLORES. — ¿Qué?

ANTÓN. — (Confuso.) Dijo que no volvía en dos meses y se marchó.

JUAN. — (Violento.) Antón…, por favor. (A DOLORES.) La he sacado al jardín para que tome un poco de aire. Luego le explicaré. ¿Dónde están las holandesas?

ANTÓN. — Llevan unos zuecos y un sombrerito blanco y en los molinos...

JUAN. — ¡Las cuartillas holandesas, majadero!

ANTÓN. — Las metiste en la maleta.

JUAN. — ¿En cuál?

ANTÓN. — No sé Juan.

JUAN. — ¿Y los periódicos franceses?

ANTÓN. — Como siempre llamándole al niño enfant…

JUAN. — Antón, voy a hacer un reportaje sobre el atentado al general de Gaulle. Cogí París Presse y France Soir. Subrayé en rojo los párrafos que tenía que consultar, y habrás sido capaz de dejarte los periódicos en la casa.

ANTÓN. — Los he metido. Estoy seguro de que los he metido. No sé si eran los periódicos franceses o el resumen de un Congreso Sindical, pero era una cosa que no entendía.

JUAN. — ¿En qué maleta los has puesto?

ANTÓN. — Y yo que sé.

JUAN. — Está bien. Anda. (ANTÓN sale. DOLORES está mirando a todas partes con recelo.) ¿Qué hace?

DOLORES. — Aquí, dándome una vuelta.

JUAN. — Es suficiente, ¿no? ¡Vamos!

DOLORES. — Sí señor.

(Han salido por la izquierda ANTÓN y DOLORES. Juna enciende un cigarro. Toma una maleta y la pone encima de la mesa. La abre. Saca un vestido estampado, un sujetador, una combinación. Chasquea la lengua disgustado. Cierra la maleta. Canturrea una canción.

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Page 23: De profesión sospechoso

Mientras, MARIUPE ha aparecido por la verjilla. Avanza hacia la puerta del hotelito sigilosa. La voz de su padre, llamándola, la hace retroceder asustada. Se reintegra al otro jardín. JUAN deja la maleta en el suelo y toma otra. La coloca en la mesita. Abre la maleta. Mete la mano y saca otra mano. Así, como suena. Una mano de mujer. La contempla aterrado. Suelta la mano y cierra la maleta. El corazón le late apresuradamente. ANTÓN aparece por la izquierda con un delantal puesto.)

ANTÓN. — ¿Te gustan las manitas de cordero?

JUAN. — ¡No! ¿Y a ti?

ANTÓN. — Me encantan.

JUAN. — (Lúgubre.) Pues les va a coger una rabia…

ANTÓN. — ¿Qué te ocurre?

JUAN. — Antón, tal vez esté viendo visiones porque son ya muchos años siendo sospechoso de profesión. Pero lo que yo he visto…, lo que yo he visto…

ANTÓN. — ¿El hijo del forense?...

JUAN. — ¡Ojalá! Antón… ¿quieres…, quieres mirar esa maleta?

ANTÓN. — ¿Cuál?

JUAN. — Esa que hay encima de la mesita.

ANTÓN. — Pero Juan…

JUAN. — ¡Mírala!

(ANTÓN abre la maleta. Mira adentro.)

ANTÓN. — ¡Un brazo! (Aterrado de pronto.) ¡Un brazo! ¡Acabo de ver un brazo! Y sin hombre.

(Se quita el delantal e intenta salir corriendo. JUAN lo ataja.)

JUAN. — ¡No!

ANTÓN. — ¡Vámonos Juan! Si a la media hora de estar aquí nos encontramos un brazo, mañana nos encontramos tres señores.

JUAN. — He dicho que no. ¡Y baja la voz!

ANTÓN. — No la bajo. ¡Ahí hay un brazo! Y, además, es el de sacar por la ventanilla del coche, ¡No la bajo!

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JUAN. — La bajas porque te lo mando yo.

ANTÓN. — No puedo aguantar tu tiranía. Vas a llevarte una sorpresa conmigo. El mejor día hago lo que tu mujer. Digo: “Me parece que mañana me voy a morir”. ¡Y me muero!

(Intenta salir.)

JUAN. — ¡No!

ANTÓN. — Ya te digo que me voy.

(JUAN forcejea con él. Sale DOLORES. Les observa. JUAN, para disimular, lo abraza.)

JUAN. — Muy buena idea lo de los pinos. ¡Mañana nos vamos tú y yo a los pinos!

ANTÓN. — (Resistiéndose.) ¿A los pinos? ¡No lo lograrás! ¡Suéltame!

JUAN. — (Al oído.) Majadero, está ahí la Dolores.

(ANTÓN se vuelve, sonríe y abraza a JUAN.)

ANTÓN. — A los pinos. Mañana nos vamos tú y yo a los pinos. ¿Verdad?

JUAN. — A los pinos

ANTÓN. — Eso. (Hay algo que resulta extraño en esos abrazo y en ese nerviosismo y que cualquier buen español —¡maldita sea mi cara!— interpretaría de forma vidriosa.) Somos amigos, (una pausa.) Yo he tenido quince novias y este…

JUAN. — Veintidós.

ANTÓN. — Somos muy mujeriegos. A mí me pone usted una mujer delante y me vuelvo loco. A veces aunque no me ponga usted nada. Esta noche por ejemplo.

JUAN. — Está bien. ¿Qué quiere usted?

DOLORES. — ¿Cenan con vino?

JUAN. — Sí, y necesito coñac. Del fuerte.

DOLORES. — Voy a llegarme al bar. Está ahí al lado

JUAN. — Muy bien.

DOLORES. — Mientras puede usted dedicarse a las manos (ANTÓN lanza un gemido sonoro.) ¿No iba a hacer unas manitas de cordero?

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Page 25: De profesión sospechoso

JUAN. — He cambiado de opinión. Tomaremos la tortilla de patatas.

DOLORES. — ¿Les ocurre algo?

ANTÓN. — Nada…

DOLORES. — ¿La han encontrado ya?

ANTÓN. — ¿Qué?

DOLORES. — La muela.

ANTÓN. — ¡Qué modestia! ¡Una muela!

DOLORES. — Pues algo se encontrarán porque el forense dejó esto lleno de recuerdos . (Se detiene.) ¿No oyen un tic tac?

JUAN. — Sí, debe ser el reloj de la iglesia.

ANTÓN. — ¡Es mi corazón! Escucha, escucha.

JUAN. — Bueno, cállate. Vaya usted por eso. (Le entrega unos billetes. Sujeta a ANTÓN, DOLORES sale. Cierra la puerta. Pega el oído a la hoja.) ¡Quieto! Estará escuchando detrás de la puerta. Aguarda aquí.

ANTÓN. — ¡Solo no!

JUAN. — Ven conmigo. Tengo que convencerme de una cosa.

(Salen por la izquierda y SALUSTIO ha franqueado la verjilla.)

SALUSTIO. — ¿Qué pasa?

DOLORES. — ¿Sabes lo que digo? El pequeñito guisa.

SALUSTIO. — ¿Ah sí?

DOLORES. — Y el otro lo abraza.

SALUSTIO. — ¿Así, de pronto?

DOLORES. — Así.

SALUSTIO. — ¿Entonces…?

(Las cuatro figuras de pim-pam-pum aparecen en la tapia.)

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AMALIA. — ¿Qué?

SALUSTIO. — Por lo visto... (Un guiño.)

ENRIQUE. — Por lo visto… ¿Qué?

SALUSTIO. — El cómplice sabe guisar.

AMALIA. — Y yo.

DOLORES. — Pues eso es lo malo.

JOAQUÍN. — A ver si…

SALUSTIO. — Es que el que mató a su mujer le abraza.

ENRIQUE. — ¿Cómo que le abraza?

DOLORES. — Y le dice que mañana se lo va a llevar a los pinos.

ENRIQUE. — ¡Anda, salero!

AMALIA. — ¿Qué pasa?

ENRIQUE. — Que son… ¿Cómo decirte? ¿Tú viste aquello de “Té y Simpatía”?

MARIUPE. — La vi yo.

ENRIQUE. — ¿Y alguna obra de Tennesse Williams, Amalia?

AMALIA. — No.

JOAQUÍN. — Mamá, que son tralará.

DOLORES. — Señora, que son de los que en nuestro tiempo había dos, y los conocíamos todos.

AMALIA. — ¡Qué horror!

ENRIQUE. — Degenerados. Cometen los crímenes de acuerdo. Y no me extrañaría nada que tomasen cocaína.

DOLORES. — ¿Y eso que es?

ENRIQUE. — Un polvillo blanco, así como la harina, que sorben por la nariz.

DOLORES. — Algo muy grave pasa porque la paralítica no está.

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ENRIQUE. — ¿Qué no está?

DOLORES. — Y el cocinilla me ha dicho que se levantó y se marchó.

JOAQUÍN. — ¿Y el otro?

DOLORES. — El otro me dijo que la había sacado al jardín a tomar el fresco.

AMALIA. — ¡Se la han cargado!

SALUSTIO. — ¡No grite! Oye, Dolores, no gastes bromas. Es muy posible que la hayan liquidado. Casi estoy convencido.

ENRIQUE. — (Entrando en el jardín.) Y yo. Pero antes se impone buscar a la paralítica en el jardín.

AMALIA. — (Entrando.) No te metas en esto, Enrique.

JOAQUÍN. — (Entrando.) Papá, a ver si te cargan…

MARIUPE. — ¡Déjalo, papa!

ENRIQUE. — Pero hay un hecho, la mujer estaba paralítica cuando entró y ahora no hay rastros de ella. ¡Y tratándose de dos degenerados, cocainómanos, que se ponen de acuerdo para liquidar a las esposas de uno de ellos!

MARIUPE. — La verdad es que no tenemos pruebas de nada de eso.

AMALIA. — El coche que se despeñó.

MARIUPE. — Suicidio.

ENRIQUE. — Y el pequeñito guisando.

MARIUPE. — Los cocineros guisan y son hombres.

ENRIQUE. — Y esos abracitos…

MARIUPE. — Tú te abrazas a los amigos.

JOAQUÍN. — Estoy de acuerdo.

ENRIQUE. — (Furioso.) ¿Estás de acuerdo, eh? ¿Sabes lo que te digo? Tú eres un mal español. El señor que necesita pruebas para creerse una cosa es un mal español. Cuarenta generaciones de celtíberos hablando mal los unos de los otros, y ahora este niñato dice que está de acuerdo, que no tenemos pruebas.

AMALIA. — Bueno, no te pongas así.

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Page 28: De profesión sospechoso

ENRIQUE. — Yo no sé dónde va a parar esta generación, Porque si no creen que esos dos se dedican a matar mujeres, ¿cómo van a creer en San Antonio?

MARIUPE. — Ya está bien, papá.

ENRIQUE. — Vamos a registrar el jardín, Con cuidado.

SALUSTIO. — ¿Echo una ojeada dentro?

ENRIQUE. — No vendrá mal.

DOLORES. — Voy a acercarme por el vino. Si la encuentran muerta me llaman, que tengo que contarle al del bar que son morfinómanos.

(Sale DOLORES por la derecha y ENRIQUE y su familia desaparecen, por la izquierda, tras el hotelito, SALUSTIO abre la puerta de la casa empujándola. Penetra. Se fija en la maleta que hay sobre la mesa. La mira. Va a abrirla. Le detiene un ruido. Se oculta, tras unas cortinas, en el foro. Sale JUAN por la izquierda. Lleva en brazos a ANTÓN.)

JUAN. — ¡Antón! ¡Majadero! ¡Despierta! (Lo tumba en el sillón.) Antón, no puede uno desmayarse así. He dicho que el guardia era de Orense. Y tú has entendido: “¡En guardia, el forense!”.

ANTÓN. — Y luego…

JUAN. — Sí, sí, He gritado: ¡ojo! Pero me había encontrado ninguno. Se dice “ojo” como se dice “atención” ¡De una vez, estúpido! Con todo lo que tenemos ahí, ¿te vas a alarmar por un ojo más o menos? ¡Escucha, Antón! Es preciso que procedamos con método. Sea como sea no hay nadie en la casa. Ya lo has visto, y la puerta de atrás está cerrada con cerrojo por dentro. El cargamento estaba aquí o lo hemos entrado con nosotros. ¡Vamos, vamos, ayúdame!

ANTÓN. — Sí.

JUAN. — Es preciso asegurarnos de que estamos solos. (Abre la puerta. Mira hacia el jardín.) Dame una silla.

ANTÓN. — Sí.

(Le tiende una.)

JUAN. — Espera ahí. No se te ocurra moverte.

(Toma la silla y va hacia la tapia, mira por la verjilla en varias direcciones. Coloca la silla junto a la tapia y se sube en ella. Curiosea a través de la tapia el hotelito vecino. ANTÓN, asfixiado, descorre la cortina del foro con el propósito de abrir la ventana. Allí está SALUSTIO, solo que vuelto de espaldas. ANTÓN cierra las cortinas otra vez. Vuelve al centro de escena, pensativo. SALUSTIO se escurre hacia la izquierda, por donde desaparece. Y en ese instante, la familia Andrade aparece por la izquierda, detrás del hotelito y se vienen hacia la puerta. Tenemos,

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pues, a ANTÓN rumiando que ha visto algo extraño; a JUAN, subido en la silla, y a los Andrade, intentando oír algo con la oreja pegada a la puerta, ANTÓN abre la puerta, pensativo. Ve a los Andrade. La cierra de nuevo. Se racas la cabeza con más ímpetu que nunca. Los Andrade, al principio, estatuarios, se vuelven y penetran con sigilosa prisa en su casa por la verjilla, al tiempo que JUAN, satisfecho de su inspección, se baja de la silla y penetra en el hotelito.)

Bueno, todo en orden. ¿Qué te pasa?

ANTÓN. — Yo he visto algo. Estoy seguro de que he visto algo; pero no puedo concretar lo que es.

JUAN. — Ya está bien, ¿no?

(Descorre las cortinas del foro para abrir la ventana, y es entonces cuando y ANTÓN lanza un grito descomunal.)

ANTÓN. — ¡Ahí!

JUAN. — ¿Qué?

ANTÓN. — Ahí lo he visto.

JUAN. — ¿Qué has visto?

ANTÓN. — Al forense en plan orgulloso.

JUAN. — ¿Cómo en plan orgulloso?

ANTÓN. — Vuelto de espaldas. Y ahí…

JUAN. — ¿Qué?

ANTÓN. — Una familia.

JUAN. — ¿Qué hacía?

ANTÓN. — O estaban escuchando, o se les había perdido un duro. Porque estaban así (se inclina.)

JUAN. — (Zarandeándolo.) ¡Oye, imbécil! Ven aquí (Lo lleva al foro.) ¿Dónde está el forense?

ANTÓN. — Ahí.

JUAN. — (Sacudiendo al cortina.) ¿Aquí? (Abre la puerta de la casa.) ¿Y la familia?

ANTÓN. — Bien… Mi madre, con el hígado, ya sabes.

JUAN. — ¿Y la familia que estaba escuchando, estúpido?

ANTÓN. — Pues te juro…

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JUAN. — Antón… ¿estuviste dos meses en una clínica psiquiátrica?

ANTÓN. — Sí.

JUAN. — ¿Por qué?

ANTÓN. — Vi a mi padre muerto y me puse a darle palmaditas, diciéndole “¡Venga papá, no seas pesimista! “.

JUAN. — ¿Y bien?

ANTÓN. — No podía creer que estaba muerto. Horas antes estaba tan tranquilo. Juan, en España nos hemos muerto siempre despacio. Mi abuelo estuvo avisando un mes y medio. Ahora, con eso de que somos europeos, nos morimos pronto.

JUAN. — ¿Te diagnosticaron?

ANTÓN. — Sí.

JUAN. — ¿Qué dijeron que eras?

ANTÓN. — ¡Juan, Por favor!...

JUAN. — ¿Qué dijeron que eras?

ANTÓN. — Idiota.

JUAN. — ¿Y además?

ANTÓN. — Un esquizoide con propensión a los delirios y a las visiones.

JUAN. — (Tomándolo de la chaqueta.) Ven aquí. (Abre la maleta.) ¿Ves esto?

ANTÓN. — Mira, una planta.

JUAN. — ¡Es un pie, majadero!

ANTÓN. — Una planta de pie.

(JUAN casi lo abofetea.)

JUAN. — Esto no es una de tus visiones. Esto es una realidad. Una espantosa realidad. O me ayudas con serenidad y decisión o te dan garrote.

ANTÓN. — Y a ti también.

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JUAN. — De acuerdo (cierra la puerta de la izquierda.) Es el lío más gordo en que me he visto metido y voy a salir de él sea como sea. (Mira por la ventana, cerrándola y echando las cortinas.) Y después descanso.

ANTÓN. — Porque te mueres.

JUAN. — (Abriendo la puerta de la casa y oteando el jardín.) Porque descanso.

ANTÓN. — Juan, ni muerto descansarás. A ti te vienen los líos como a los niños el sarampión. Inevitablemente. Y me meterás en ellos hasta que te mueras.

JUAN. — Este es el último. Deja que salga de este. Bueno. Vamos a inspeccionar esto con cuidado. (Abre la maleta. Un gesto de horror contenido.) No pongas esa cara. Más horror me da a mí. Ten. Enciende ese puro. Con un puro se aguanta mejor. (ANTÓN enciende el puro. Un silencio, JUAN ha encendido otro puro.) Un pie, otro pie; un brazo, otro brazo; una mano, otra mano.

ANTÓN. — ¡Al juego chirimbolo, qué bonito es!...

JUAN. — (Reconcentrado, echando chispas.) Tú no cuentes con mis nervios…, ¿verdad, majadero? Tú no quieres comprender que lo mejor me pongo a gritar. (ANTÓN se calla y JUAN prosigue.) Las uñas pintadas. Una mujer. Y por las medidas de brazos y piernas, debía ser muy alta. Ponle uno setenta. Faltan la cabeza y el tronco.

ANTÓN. — Pues debajo del sofá los tienes.

JUAN. — Oye…

ANTÓN. — O encima del piano.

(Le calla la mirada de JUAN.)

JUAN. — No sé si eres tú o el calor que hace en este horrible hotelito, pero me va a dar un ataque de nervios. ¡Qué curioso! En la mano izquierda falta el dedo anular.

ANTÓN. — Sí, es que las mujeres lo pierden todo.

JUAN. — Se lo han arrancado, ¡Imbécil! (Cierra, ANTÓN le tiende el teléfono.) ¿Qué haces con eso?

ANTÓN. — ¡Llamarás a la Guardia Civil!

JUAN. — (Tras una duda.) No. ¿Te figuras los ojitos de todos? “Mató a la segunda”. Oye. Estoy casado con una loca. Se ha ido, y Dios sabe cuándo dará señales de vida. Toda la península me ha adjudicado una profesión: sospechoso. Anda, di.

ANTÓN. — Tú no eres responsable.

JUAN. — Sí. No hay ni tronco ni cabeza. Laura ha desaparecido. Y estaba paralítica y muda.

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ANTÓN. — Pero el psiquiatra dirá…

JUAN. — Cinco médicos dirán que estaba paralítica. Y uno de ellos está condecorado.

ANTÓN. — Al saberte acusado, volverá.

JUAN. — No. Está como un cencerro. Esas huidas no las hace porque sí. Son huidas psicóticas. Puede volver dentro de dos meses o puede tardar años.

ANTÓN. — La maleta estaba aquí.

JUAN. — Lástima que sea de igual modelo y color que las que he traído. Y el guardia civil me vio entrarlas. Y seguro que no las contó.

ANTÓN. — Yo puedo decir…

JUAN. — Después de lo del puerto de Andrade, tú eres sospechoso.

ANTÓN. — Pero, ¿qué motivo…?

JUAN. — Con la muerte de Laura yo me llevo, al menos, la mitad de sus millones. Ahí lo tienes: motivo, antecedentes y procedimiento. Un buen asesinato.

ANTÓN. — Pero somos inocentes.

JUAN. — ¿Y de qué sirve gritar que se es inocente cuando toda la nación está dispuesta a guiñar el ojo y decir: “¡Ya, ya!”?

ANTÓN. — ¿Entonces…?

JUAN. — Ganar tiempo. Esconder esto como sea. Y luego esperar a Laura, buscarla discretamente. Con Laura al lado, Laura moviéndose y hablando, yo ya no soy culpable.

ANTÓN. — ¿Si lo encuentran antes…?

JUAN. — El forense…

ANTÓN. — ¡Ay, madre!

JUAN. — Digo que el forense podía tenerlo. ¿No tiene muelas y ojos? ¿Existe algún inconveniente para que tenga brazos y piernas?

ANTÓN. — Pero el tiempo…

JUAN. — Sí. No hace ni veinticuatro horas que la descuartizaron. ¿Sabes acaso cuándo la van a encontrar?

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ANTÓN. — No.

JUAN. — ¿De acuerdo, entonces, que lo normal en un sospechoso nato es no provocar sospechas, no tener que probar nada, no exponerse?

ANTÓN. — De acuerdo.

JUAN. — Vamos.

ANTÓN. — ¿A dónde?

JUAN. — A enterrar esto. En el pasillo he visto un armarito con herramientas. Necesitamos una pala.

ANTÓN. — Y un pico.

JUAN. — Eso.

ANTÓN. — Lo difícil va a ser encontrar un pico.

JUAN. — Sí.

ANTÓN. — Si tuviéramos un loro, ya…

JUAN. — ¡Vete al armarito del pasillo!

(ANTÓN hace mutis por la izquierda. Por detrás del hotelito sale SALUSTIO. Entra DOLORES por la derecha. Trae una botella de vino y una de coñac.)

DOLORES. — ¿Qué?

SALUSTIO. — ¿Están muy inquietos?

DOLORES. — Pero, ¿la paralítica?...

SALUSTIO. — Ni viva ni muerta.

DOLORES. — ¿Te juegas diez duros a que muerta sí?

SALUSTIO. — He mirado la casa de arriba abajo. No está.

DOLORES. — La encuentro yo, como me llamo Dolores.

SALUSTIO. — Te vas a llevar un susto de alivio.

DOLORES. — Pues a eso se ha venido al mundo: a asustarse. ¿A qué si no? ¿A tomarse un “pepito”? Yo la encuentro.

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(ANTÓN ha salido con un gran cuchillo de carnicero, una hoz y un martillo.)

ANTÓN. — Solo hay esto.

JUAN. — Un cuchillo de carnicero. Demasiado limpio, por cierto. ¿Qué crees que puedo hacer con un martillo, un cuchillo y una hoz, di?

ANTÓN. — ¿Y si la cortamos más pequeñita y nos la llevamos en los bolsillos?

(El timbre.)

JUAN. — Abre.

(Esconde el cuchillo. ANTÓN abre la puerta con la hoz y el martillo en las manos, DOLORES lo ve. Sonríe. Cierra la puerta y avisa a SALUSTIO.)

DOLORES. — Lo que me figuraba. Son comunistas. El pequeñito tiene una hoz y un martillo en las manos.

SALUSTIO. — ¡Anda! (En la verja.) Don Enrique… que son comunistas.

ENRIQUE. — (Saliendo.) ¿Comunistas?

AMALIA. — (Saliendo.) ¡No es posible!

DOLORES. — ¿Quieren verlo?

(Deja de hacer presión en la puerta. ANTÓN logra abrir con su hoz y su martillo en la mano. Los Andrade, SALUSTIO y DOLORES le contemplan con asombro. JUAN está detrás.)

ANTÓN. — Buenas…

JUAN. — Buenas.

AMALIA. — (De pronto.) Tú has sido republicano de toda la vida, Enrique. ¿Cómo se llamaba aquel señor que era amigo tuyo? Anda, dile cómo se llamaba.

ENRIQUE. — Lerroux.

(Un silencio.)

AMALIA. — Y al perro le llamábamos Sputnik. Niña, sácate el pañuelo rojo que te regaló tu padre el día de tu santo. ¡Anda!

JUAN. — ¿Ocurre algo especial?

ENRIQUE. — Nada, nada.

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JUAN. — El hotelito de ustedes es ese, ¿verdad?

AMALIA. — Sí.

JUAN. — Y seguramente habrá una llave para cerrar la puerta de paso.

SALUSTIO. — Esta.

JUAN. — Gracias (Les indica que se marchen.) Por favor… (ENRIQUE, AMALIA y JOAQUÍN desaparecen, MARIUPE se queda mirando a JUAN.) Nena…

MARIUPE. — Es una lástima, porque es usted el hombre más interesante que he conocido en mi vida. ¿Por qué no se corrige?

JUAN. — ¿La vista?

MARIUPE. — Ya me entiende.

JUAN. — No, pero es lo mismo. Buenas Noches.

(Hace mutis. SALUSTIO tras ellos, JUAN cierra la verja.)

JUAN. — Y usted, traiga ese coñac de una vez.

(Se ha guardado la llave, DOLORES penetra en la casa y JUAN ha tomado la botella de coñac.)

DOLORES. — ¿Van a tomarse la tortilla aquí?

JUAN. — No. Si ya no tomamos tortilla. ¿Tú tienes ganas?

ANTÓN. — ¿De marcharme? Ahora mismo.

JUAN. — De cenar.

ANTÓN. — ¡Ah! Nada.

DOLORES. — (Apoyándose en la maleta.) ¿Ni pan?…

JUAN. — (Aterrado.) No. A mí, el pan me empacha.

ANTÓN. — (Codazo a JUAN.) Sobre todo con macarrones, ¿verdad?

JUAN. — (Lívido.) Sí. Y con merengue. ¿Tú has tomado pan con merengue?

ANTÓN. — En el colegio todas las tardes. “Antón, el merengue con pan, el merengue con pan.”

JUAN. — Y tú el merengue con pan.

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ANTÓN. — Con pan.

(Han ejecutado varios movimientos a compás para quitar la mano de DOLORES de la maleta. Terminan bajando la maleta al suelo. Y JUAN coloca otra maleta encima de la mesa. Todo sincronizado y perfecto.)

DOLORES. — ¿Les preparo los dormitorios?

JUAN. — (Aterrado.) Pues no. A este le encanta preparar dormitorios.

DOLORES. — Claro.

JUAN. — (Quitándole la maleta y poniéndole otra en la mano.) Los domingos preparaba dormitorios, ¿no es cierto Antón?

ANTÓN. — (Poniéndole otra maleta en la mano y quitándole la que tiene.) Y los jueves, yo soy especialista en embozos.

JUAN. — Y en fundas de almohada.

ANTÓN. — Pero en embozos…

JUAN. — Sí. ¿Y cómo remetes la sábana?

ANTÓN. — Eso (Todo saldría bien si no fuera porque el nerviosismo de los dos les ha obligado —cómicamente— a ponerle una maleta en cada mano y a quitar una por otra y a cambiar esta por aquella, en un lío fenomenal. En la mano de DOLORES hay una maleta. Mientras…) Hago así. Tiro fuerte. Luego doblo. La meto por aquí La saco por allá. Doblo el piquito para que la punta no haga arrugas en el colchón. Catapum, chin, chin.

JUAN. — Gori, gori, gori…

ANTÓN. — Taran, tan, tan.

(Un silencio.)

DOLORES. — ¿Y todo esto lo hacen gratis?

JUAN. — ¿Qué?

DOLORES. — Porque se compran una cabra que se ponga en dos patas mientras, y se forran.

JUAN. — (Quitándole las maletas.) Ya subiremos nosotros las maletas.

ANTÓN. — Eso.

DOLORES. — ¡Hay que ver cómo sube usted las maletas!

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ANTÓN. — Pues sí.

DOLORES. — Los miércoles se va a la estación del Norte a subir maletas.

ANTÓN. — Los sábados, que es cuando vienen los señores de Bilbao.

DOLORES. — Pero dejarán que me lleve mi maleta.

JUAN. — ¿Su maleta?

DOLORES. — Claro. Aquí está. Sí. Una Martínez, modelo C. No las anuncie usted tanto y no se venderán.

JUAN. — (Angustiado.) ¿Y cuál es su maleta?

DOLORES. — Eso quisiera saber. Tendré que abrirlas una por una.

ANTÓN. — (A JUAN.) ¿El tren para Buenos Aires cuándo sale?

DOLORES. — Esta misma. Vamos a empezar por esta misma. ¿Quiere echarme una mano=

ANTÓN. — ¿Qué hacemos, Juan? ¿En qué maleta está la descuartizada? ¿Qué hacemos?

JUAN. — ¿Tú sabes la novena a San Expedito, abogado en casos urgentes?

ANTÓN. — Sí.

JUAN. — Pues empiézala.

ANTÓN. — Pero…

JUAN. — Serenidad. No se pierde detalle. (Alto.) Ayuda a Dolores, Antón.

(ANTÓN pone una maleta en la mesa. Traga saliva.)

DOLORES. — Bueno, abra.

ANTÓN. — No, yo no. Que me da vergüenza.

JUAN. — Abriré yo. (JUAN abre una cerradura. Levanta un poquito la tapa intentando ver el contenido de la maleta. Sonríe a DOLORES. Abre la otra cerradura. Levanta la tapa despacio. ANTÓN se está cubriendo la cabeza.) ¡Nada!

ANTÓN. — (Entusiasmado.) ¿Nada?

JUAN. — ¡Nada!

ANTÓN. — ¡Nada!

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(Y se abrazan como si hubieran marcado un “gol”.)

DOLORES. — Bueno pues será esta.

JUAN. — (Deja la maleta en el suelo y coge la que señala DOLORES.) Puede ser. Claro que puede ser. (La sube a la mesita. Abre una cerradura. Luego la otra. ANTÓN se tapa la cabeza. JUAN abre la tapa un poquito con mucho misterio. Luego más. Lanza un grito.) ¡Nada!

ANTÓN. — ¿Nada?

JUAN. — ¡Nada!

ANTÓN. — ¡Nada!

(Y se abrazan con un entusiasmo sin límite.)

DOLORES. — ¡Lo que es ser cariñoso! Veinte años de casada y cuando le abría la maleta a mi marido, lo único que le decía era: “Dolores, las zapatillas”. Y ustedes…

(JUAN se ha inclinado sobre una maleta y ANTÓN sobre otra. Abren las maletas sincrónicamente. DOLORES está en medio. Niega.)

JUAN. — ¡Nada!

ANTÓN. — Rien de plus!

(Cierran. DOLORES señala las dos maletas restantes, destacadas como dos fantasmas amenazadores.)

DOLORES. — Bueno, pues una de esas dos es mía.

JUAN. — (Angustiado.) ¿Y la otra?

DOLORES. — La otra la abren, dicen “nada”, se abrazan y asunto terminado.

ANTÓN. — Es que con la otra no decimos “nada”. Decimos “algo”.

DOLORES. — Si no les molesta.

(JUAN se queda mirando las dos maletas.)

JUAN. — ¿Tú cuál abrirías?

ANTÓN. — La que más rabia te dé.

JUAN. — Pinto, pinto, gorgorinto, saca la vaca del veinticinco… (Ante el estupor de DOLORES, JUAN lo echa a suertes con la canción.) La de la derecha.

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ANTÓN. — Mira que si la abres y te encuentras un pie, con perdón.

JUAN. — ¡Déjame en paz! Ábrela tú, anda.

ANTÓN. — No.

JUAN. — He dicho que la abras.

ANTÓN. — Y yo te digo que no me da la gana.

JUAN. — (Frenético.) Es que no se puede poner nervioso a un escritor español, porque cuando a un escritor español se le pone nervioso se lía a escribir y le dan un premio.

ANTÓN. — Pues muy bien, ¡Ojalá te den el Premio Lope de Vega!

JUAN. — ¡Ah, maldiciones encima! Ábrela. Eres ingeniero de caminos. No puedes negarte.

ANTÓN. — ¡No! Estoy harto ¡Harto! Es posible que sea un tonto a la antigua: sin emociones. Y quiero vivir sin sobresaltos. Lo que tú...

JUAN. — ¡Cállate!

ANTÓN. — ¡No!

JUAN. — ¡Cállate!

ANTÓN. — ¡Nunca!

JUAN. — Así.

(Lo abofetea. Lo que ha ocurrido mientras tanto es bastante simple. DOLORES abrió la maleta de la izquierda, comprobó que era la suya, la cerró y se plantó en medio de ambos, intentado hablarles. La bofetada remata su estupor. Los dos la miran. Ven solo una maleta. Se encogen.)

DOLORES. — Ya está.

ANTÓN. — (Con las manos en alto.) ¡Nos entregamos! ¡No somos culpables! Este dijo...”Vamos a descansar” y cuando este dice vamos a descansar, no hay quien pare.

JUAN. — (Tirándole de la chaqueta.) Pero quieres callarte.

ANTÓN. — Un día de verano dijo: “Vamos a descansar”. Era el 17 de julio de 1936.

JUAN. — ¡Pero te estás volviendo loco! Dolores dice “ya está” porque ha encontrado su maleta. Esa. La otra es la nuestra. (ANTÓN corre y se abraza a la maleta. JUAN trata de justificarle.) Cree que se la van a quitar. Es un chiquillo. Tiene un complejo…

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DOLORES. — De mozo de cuerda, claro.

JUAN. — -De inferioridad.

DOLORES. — Pues que se alivie.

JUAN. — Dolores… ¿no vio usted lo que había en la otra maleta?

DOLORES. — No, señor.

JUAN. — Vamos, que acertó a la primera.

DOLORES. — Sí señor.

JUAN. — ¡Acertó a la primera Antón! Luego habláis de los pueblos de la Sierra. Los pueblos de la Sierra no solo producen tomillo y monasterios, sino inteligentísimas señoras que aciertan a la primera.

ANTÓN. — Claro que sí.

JUAN. — (Le da la mano.) Mi felicitación más cordial, Dolores.

ANTÓN. — (Igual.) Enhorabuena.

DOLORES. — Gracias.

JUAN. — Su dormitorio da al jardín, ¿Verdad?

DOLORES. — Sí.

JUAN. — Y tiene una espléndida ventana.

DOLORES. — Sí.

JUAN. — La cocina no da al jardín.

DOLORES. — ¡No!

JUAN. — Y yo que me quería comer una tortillita de patatas… Porque tú tienes un hambre feroz ¿Verdad Antón?

ANTÓN. — ¿Yo?

JUAN. — Tú.

ANTÓN. — (Reparando.) Sí, tengo un hambre espantosa.

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JUAN. — Así que no solo nos va a hacer la tortilla de patatas, sino unas empanadillas de jamón.

DOLORES. — No hay jamón.

JUAN. — Pues unas empanadillas de tortillita de patatas.

DOLORES. — Se va a tardar mucho.

JUAN. — No nos importa. Al contrario. Tenemos que hacer. ¿verdad?

ANTÓN. — Sí, hay entierro.

JUAN. — ¡Qué ocurrente!

(Le da un codazo.)

DOLORES. — Tres platos.

JUAN. — ¿Eh?

DOLORES. — Que si preparo tres platos.

JUAN. — Claro. Usted cena con nosotros.

DOLORES. — ¿Y la señora?

(Un Silencio.)

JUAN. — No había caído en ello. Somos cuatro.

DOLORES. — ¿La entró usted ya del jardín?

JUAN. — ¿Eh? ¡Ah Sí! Claro. Había relente y necesitaba un poquito de calor.

DOLORES. — ¿Y en donde la ha puesto?

JUAN. — Pues en su dormitorio.

DOLORES. — Sin el coche.

(Señala el cochecito de inválido.)

JUAN. — La subimos en brazos. Es más romántico.

DOLORES. — Voy a charlar un rato con ella.

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JUAN. — (Poniéndose delante.) Tal vez no la encuentre. La he bajado otra vez al jardín, porque hacía mucho calor y necesitaba un poco de relente.

DOLORES. — ¡Ah! (Encuentra las prendas femeninas que JUAN sacó de la maleta. Las toma y las mira. Los otros tragan saliva.) ¿Se ha ido sin esto?

ANTÓN. — Como tenía calor…

JUAN. — Eso se me cayó de la maleta al abrirla.

DOLORES. — Muy bien, muy bien.

(Desaparece por la izquierda.)

ANTÓN. — ¡Vámonos!

JUAN. — Quieto.

ANTÓN. — Sospecha algo…

JUAN. — Todo el país sospecha algo. Esa mujer, los médicos, los abogados los obreros, los rentisas, el alcalde de Arcos de la Frontera…, todos sospechan. Cuando hagas algo, piensa que te rodean treinta millones de seres que sospechan lo peor. Y no te asustes. Comprueba la maleta.

(ANTÓN entreabre la maleta. Lanza un grito.)

ANTÓN. — Comprobada.

JUAN. — ¡Vamos! Hay que encontrar una pala.

(Salen los dos al jardín. Al tiempo, por la izquierda, entra la familia Andrade, SALUSTIO y DOLORES.)

AMALIA. — ¡Avisa a la policía, Enrique!

ENRIQUE. — Un poco de calma. ¿Sabéis lo que dije en la oficina cuando el Real Madrid perdió la Copa de Europa ante el Benfica? Pues dije: “Un poco de calma”.

DOLORES. — Le aplaudirían a usted.

ENRIQUE. — Casi.

JOAQUÍN. — Lo que está claro es que no quiere que entremos aquí.

SALUSTIO. — Pero ignora que detrás del cobertizo hay otra puerta que comunica los dos hoteles.

AMALIA. — Denúncialo, Enrique.

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(ANTÓN y JUAN han desaparecido por la derecha.)

ENRIQUE. — Podría hacerlo. Dos asesinos en complicidad, degenerados y comunistas han matado a la mujer de uno de ellos y han ocultado el cuerpo. Está claro. Pero eso no basta. Necesito más.

MARIUPE. — Vamos a buscar.

ENRIQUE. — Niña ¡tú tienes un empeño en meterte en esa casa, que me carga!

JOAQUÍN. — Irá a preguntarle al asesino si tiene o no las piernas torcidas.

MARIUPE. — ¡Tonto!

DOLORES. — Si registramos la casa terminaremos encontrando el cadáver de la paralítica.

MARIUPE. — ¡Manos a la obra!

JOAQUÍN. — Papá, ¿todo esto no será meternos en lo que no nos importa?

ENRIQUE. — ¡Niño!

AMALIA. — Joaquinito…

ENRIQUE. — Tú eres un modernista que pretende que dejemos vivir a la gente tranquila.

AMALIA. — Eso. Si hacemos esto no es por nuestro gusto.

AMALIA. — Es por tradición.

ENRIQUE. — Es por ciudadanía. Y que no te oiga más una salida de esas. ¿Estás oyendo, Amalia? Como si para mi meterme en la vida de los demás fuera un plato de gusto. Joaquinito, arriba. Armarios y camas. Dolores, al sótano. Salustio, esta planta. De prisa. Pueden volver en cualquier momento. (DOLORES, JOAQUÍN y SALUSTIO desaparecen por la izquierda.) Niña, las maletas. Una a una… ábrelas. (MARIUPE abre una. ENRIQUE se inclina. Registra.) Una camisa.

AMALIA. — ¡De tergal!

ENRIQUE. — Bueno, eso no es malo. Otra camisa. De tergal. Otra. De tergal. (Se detiene. Con especial retintín.) Una de popelín.

AMALIA. — ¿Qué?

ENRIQUE. — Míralo. Tiene una camisa de popelín. Y digo yo… ¿no es para sospechar que un señor que tiene las camisas de tergal tenga de pronto una de popelín?

AMALIA. — ¡A saber por qué tendrá una camisa de popelín!

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ENRIQUE. — Maquinaciones.

MARIUPE. — Pero, ¿Qué maquinaciones se pueden hacer con el popelín?

ENRIQUE. — Tú eres muy joven.

AMALIA. — (Que registra en otra maleta.) ¡Ay, Enrique! ¡Ay, Dios mío!

ENRIQUE. — ¿Qué?

AMALIA. — ¡Hojas Iberia!

ENRIQUE. — ¿Hojas Iberia?

AMALIA. — Míralo. Un paquete.

ENRIQUE. — Y tendrá más. Oye. ¿Eso es un periódico francés?

AMALIA. — Sí.

ENRIQUE. — ¡Qué casualidad! Aquí hay otro periódico francés.

AMALIA. — ¿Estás seguro de que es un periódico francés?

ENRIQUE. — Míralo. Aquí insultan a España: “Los españoles son obligados por el Gobierno a llevar corbata”. Es francés. ¡Quieta! ¿No hay ahí un párrafo subrayado en lápiz rojo?

AMALIA. — Sí.

ENRIQUE. — ¡Y aquí! “Atentado contra el general De Gaulle.

AMALIA. — “Se busca a los agresores”

(Salen DOLORES y JOAQUÍN.)

DOLORES. — ¿Qué? ¿Algo grave?

ENRIQUE. — ¡Y tan grave! Son los que han querido matar al general de Gaulle.

JOAQUÍN. — Papá.

ENRIQUE. — Son de la O.A.S. Empápate.

JOAQUÍN. — (Leyendo el periódico.) Escritor de derechas linchado por la crítica.

ENRIQUE. — Lo subrayado en rojo. ¿Eh? ¿Por qué lo han subrayado en rojo?

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AMALIA. — Enrique, denúncialos. ¡No te metas en esto!

MARIUPE. — (Desde la puerta.) ¡Que vienen!

ENRIQUE. — ¡Despacio! A casa por la puerta de atrás ¡Que no nos vean! Y tú también, niña… ¿Qué quieres, quedarte aquí?

(Salen todos por la izquierda, después de que ENRIQUE ha cerrado las maletas. JUAN y ANTÓN penetran por la derecha. JUAN lleva una pala, ANTÓN, la maleta.)

ANTÓN. — Perdóname, Juan. Ya no me volverá a ocurrir

JUAN. — ¡La culpa la tengo yo! Si el día que te conocí me hubiese guiado por la primera impresión… porque… ¿Sabes cuál es la primeria impresión cuando se te ve? He aquí un cretino. Pues yo dije: “He aquí un cretino”. Y a los dos días me creí que eras un intelectual.

ANTÓN. — Pero eso pasa mucho.

JUAN. — Me ves entrar en el bar. Me oyes pedir una pala para plantar rosales. Dejas la maleta en el suelo, ¡y se te abre!

ANTÓN. — No cierra bien.

JUAN. — Se te abre… Y ha rodado por el suelo todo eso.

ANTÓN. — Pero no lo han visto.

JUAN. — ¡Que no lo han visto!

ANTÓN. — Cuando has oído lo de “en pedacitos”, se referían a cien gramos de queso que se iba a llevar una chica. Juan, ¿crees que si lo hubieran visto nos hubiesen dejado salir?

JUAN. — Vamos a enterrarlo de una vez. (Señala a un lugar en el jardín, probablemente entre cajas.) Allí está la tierra removida. Sí. Hay un hoyo, que quisiera saber por qué hay un hoyo preparado en el jardín.

ANTÓN. — Se lo haría ella. Ya sabes el “autoservice”.

(Comienza a quitar la tierra.)

JUAN. — Vigila.

ANTÓN. — No te preocupes, Juan. Estamos solos.

JUAN. — ¿Se oye algo?

ANTÓN. — No.

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JUAN. — Vale. Dame una pierna. (ANTÓN, como un tonto, le extiende la suya.) ¡Una pierna de ahí, mamarracho!

(Abre la maleta y sin que logremos verlo, da una pierna a JUAN.)

JUAN. — De acuerdo. La otra. (Igual juego.) De prisa. Un brazo. (Igual juego.) El otro. (Igual juego.) Quedan los pies y las manos

ANTÓN. — Eso. ¿Quieres un pie?

JUAN. — Bueno… ¡Vamos! (ANTÓN le entrega uno.) El otro. (ANTÓN busca en la maleta.) ¡Venga!

ANTÓN. — (Se lleva las manos a la cabeza.) Me lo he debido dejar en el bar.

JUAN. — ¿Qué?

ANTÓN. — Con las prisas…

JUAN. — (Aterrado.) ¿Que te has dejado un pie en el bar?

ANTÓN. — ¡Y la cabeza me voy a dejar! Si es que me pones nervioso.

JUAN. — (Enloquecido.) ¿Pero tú sabes lo que van a decir cuando en un se encuentren un pie?

ANTÓN. — A lo mejor está en un rincón y hasta que no barran mañana…

JUAN. — (Cogiéndolo de las solapas.) ¡Quiero ese pie, desgraciado! ¡Tráeme ese pie como sea!

ANTÓN. — Si, Juan.

JUAN. — Pero no se te ocurra entrar preguntando: “¿Han visto ustedes un pie?”. Disimula.

ANTÓN. — Sí.

JUAN. — Si yo fuera normal, habría ido a la Policía y dicho, sencillamente: “Alguien ha descuartizado a una mujer y me la ha dejado a mí”. Pero no soy normal. Soy un psicópata, con tendencia a la defensa. Del niño que le decía a su mamá: “Quero pasteles”, la sociedad ha hecho de mi sospechoso. ¡Y con eso no se juega! ¡Tráeme el pie!

ANTÓN. — Sí, Juan (Se vuelve.) Y ¿Si no encuentro ese, no te vale otro?...

JUAN. — ¡Nooo!

ANTÓN. — Desde luego, Juan.

(Sale corriendo por la derecha: JUAN entierra una mano y cuando se dispone a hacer lo mismo con la otra, oye ruido. No sabe dónde guardarse la mano. Lo hace al fin, en el bolsillo de la

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chaqueta. Tapa el agujero con la pala, echando alguna tierra encima. Pretende tener tiempo para echar la mano, cosa que no consigue. DOLORES ha abierto la puerta. Los Andrade están en lo alto de la tapia. JUAN tiene la pala en la mano. Sonríe.)

JUAN. — Qué ¿Parece que hay luna, eh? (Un rumor.) A mí me encanta la luna. ¿A usted?

DOLORES. — Sí. Soy muy lunera

JUAN. — Es una suerte que este jardín resulte tan grande y tan hermoso. (DOLORES le está mirando la pala. JUAN trata de justificarse.) Quiero hacer castillitos.

(Cuando se vuelve, está SANTIAGO, que ha entrado por la derecha, mirándole.)

SANTIAGO. — ¿Le ocurre algo?

(SALUSTIO aparece también por detrás del hotel, JUAN empieza a temblar.)

JUAN. — No sé qué pueden sospechar. Es decir. Sé que puede sospecharlo todo; pero hay una explicación. En cualquier cosa hay una explicación. Un hecho nunca es verdad. Puedo…

SANTIAGO. — (Entregándoselas.) Las llaves

JUAN. — ¿Qué?

SANTIAGO. — No estaba mi chico en casa y se las he traído yo mismo. Las llaves de la casa

JUAN. — Sí. Es cierto. ¿No quiere usted nada más?

SANTIAGO. — Luego vendré, a que me convide a una copa. Y a ver si funciona bien el agua. En el invierno se hielan las cañerías. Está usted temblando…

JUAN. — El relente.

SANTIAGO. — Bueno. Todo en orden. Tendrá que repasar el inventario. Como la casa ha estado tan abandonada, no me extrañaría que se hubiesen llevado algo

DOLORES. — El hijo del forense, con la cuerda en el cuello.

SANTIAGO. — Es más sencillo, Dolores. Una parejita ¿O no sabe que hay novios que han saltado esta tapia para arrullarse aquí a escondidas?. Hasta luego, señor Hernán.

(Va a volverse, pero entra ANTÓN, con un envoltorio de papel en las manos.)

ANTÓN. — ¡El pie, Juan! ¡El pie! Estaba detrás de la verja. No lo ha visto nadie. (Ve a SANTIAGO y palidece.) Pero lo va a ver todo el mundo

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JUAN. — Ha venido a traernos las llaves, Antón. ¿Ves…? Las llaves… ¡Anda para adentro, Antón! (Le empuja hacia dentro del hotelito. Tienes las manos en los bolsillos y se hace un desgraciado lio intentando aparentar la mayor naturalidad, por lo que, al despedirse de SANTIAGO, le entrega la mano de la muerta.) ¡Hasta pronto, don Santiago!

SANTIAGO. — Hasta pronto, señor Hernán (El guardia estrecha la mano horrible, y JUAN está a punto de dejársela en las manos. Se retira después, confuso, y cierra la puerta, apoyándose contra la hoja.) Si, son dos asesinos, degenerados, comunistas y cocainómanos. Pertenecen a la O.A.S. El pequeño se ha fugado de un manicomio y el mayor copia todo lo que escribe.

SALUSTIO. — ¿Hay pruebas?

SANTIAGO. — Hay sospechas.

TELÓN RÁPIDO

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S E G U N D O A C T O

La misma decoración. Ha pasado un minuto.

(Están dentro de la casa. JUAN está con el oído pegado a la a la puerta.)

JUAN. — Creo que se han ido.

ANTÓN. — No abras. Estará la criada. (JUAN va a la ventana del foro. Mira.)

JUAN. — Va para la cocina. Cierra bien la puerta. (ANTÓN cierra la puerta de la izquierda.)

ANTÓN. — Juan, ¿estás seguro de que le diste la mano cortada al guardia civil, en lugar de la tuya?

JUAN. — ¡Si, diablos!

ANTÓN. — ¿Y no se fijó?

JUAN. — No.

ANTÓN. — ¿Y cómo pudo ser?

JUAN. — Porque me aturrullé, metí la mano en el bolsillo y saqué la otra. Oye, ¿te has visto alguna vez con una mano que no es la tuya en la mano?

ANTÓN. — En los pésames.

JUAN. — Una mano cortada

ANTÓN. — No. Esa es una novedad de verano que usted me guardabas.

JUAN. — ¡Que nos guardaban! Bueno; cuando ocurre una barbaridad así, no te das cuenta de lo que haces ¡y no le he dado el pie, porque lo tenías tú!

ANTÓN. — Juan… Vamos a encontrar a la paralítica de tu mujer

JUAN. — Toma. (Le da el teléfono.) Llama a Jaca.

ANTÓN. — Oye…

JUAN. — O a Montoro, o Valdecilla del Duque, o a París…, o a Roma.

ANTÓN. — Pero estará en algún sitio. Que la busque la policía

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JUAN. — Deja que anuncie que mi mujer ha desaparecido. Verás los guiños.

ANTÓN. — Pero tienes más miedo que yo.

JUAN. — ¿Miedo? Mucho más, Antón, desde hace siglos los españoles no tenemos miedo. No al Gobierno, ni nada de eso. Nos tenemos miedo entre sí. Y si tememos a un ministro, no le tememos por ministro, sino por compatriota. Y a un guardia, por compatriota; y a un abogado, por compatriota. Porque como pueblo, somos lo mejor del mundo; pero como compatriotas, somos de no te menees.

ANTÓN. — Yo…

JUAN. — Miedo, miedo, no. ¡Terror! ¿Has oído la Ley del Enjuiciamiento Criminal? ¿Sabes, idiota, que un particular te puede detener? Sí le dice a un guardia: “Detenga a ese caballero bajo mi responsabilidad” Y te detienen.

ANTÓN. — Pero te sueltan.

JUAN. — Pero ese día te has encontrado una pistola en el suelo y la llevas en el bolsillo. Y no tienes permiso de armas.

ANTÓN. — Lo explicas.

JUAN. — No te creen.

ANTÓN. — Pero, ¿por qué no te van a creer?

JUAN. — En Inglaterra todo el mundo es inocente hasta que se demuestre lo contrario, y aquí todo el mundo es culpable hasta que no se demuestre lo contrario, y cuando lo demuestra, dicen: “¿Quién le habrá recomendado?”. ¡Terror! De árbitro de fútbol. De perro de pueblo. ¡Terror! ¿No me lo notas en los ojos? Y mucho peor que el tuyo. Porque tu miedo es de los imbéciles que huyen sin saber por qué. En miedo de pato en emigración periódica. Pero yo he vivido cuarenta años aquí, conozco a mi gente y tengo miedo a lo Ortega y Gasset. Miedo filosófico. Razonado.

ANTÓN. — Juan…

JUAN. — ¿Tú has tenido veinte años?

ANTÓN. — No hay más remedio.

JUAN. — Y yo. ¿He ido al Retiro?

ANTÓN. — Sí.

JUAN. — Con mi hermana un día.

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ANTÓN. — Sí. Que se desmayó.

JUAN. — Y me puse a hacerle la respiración artificial.

ANTÓN. — Eso.

JUAN. — Y apareció un guarda.

ANTÓN. — Sí.

JUAN. — Y dijo “Aquí inmoralidades, no” Y yo dije: “Es mi hermana”. “A ver, documentación”

ANTÓN. — Y la chica la llevaba.

JUAN. — Ella sí, pero yo no. Como era verano me había dejado la chaqueta en casa. Y conseguí librarme de la acusación de inmoralidad, me cayó la de indocumentado. Y, para colmo, me entró hipo cuando estaba declarando, y me cayó la de alcohólico. Y al ir a firmar me dijeron “Rubrique” Y yo contesté “No rubrico. Mi firma es así. Sin rúbrica” Y me cayó lo de desacato a la autoridad. Y como estaba nervioso, dije buenas noches al irme en vez de buenos días y me cayó la burla y reincidencia. Total: por haberme dejado la chaqueta en casa me pasé tres meses desterrado en Albacete ¡Miedo, miedo! Si es para pasar persignándose cada tres minutos.

ANTÓN. — ¿Y tú quieres descansar?

JUAN. — Sí. Lo quiero. Pero no me dejan.

ANTÓN. — Somos el país de la alegría, el bullicio y los gritos.

JUAN. — Pero si afinas el oído, te darás cuenta de cómo esos gritos no son “oles”, sino “¡que te pillo!” “¡Sal corriendo, Pepe!” “¡Te la has ganado, Manolo!” Y así sucesivamente. Fíjate lo que hizo Carlos V. A Yuste. Que hubiera intentado descansar en su casa, ya verías lo que es bueno.

ANTÓN. — Pero esa muerta en pedacitos nos la han puesto aquí por algo.

JUAN. — Ya lo sé. He pensado en todo. Estaba aquí. La han matado ayer y casi diría que la han descuartizado esta mañana. ¿Qué crees, que no he pensado en lo del dedo? ¿Por qué han arrancado el dedo anular de la mano izquierda? Porque serviría para identificarla. Porque llevaría un anillo ¿Y quién lleva los anillos?

ANTÓN. — Las serpientes.

JUAN. — Y los casados. Dos bichos con muy mala pata. Pero en la mano derecha. Y si lo llevaba en la izquierda…, ha de ser extranjera o catalana. Pero con doscientos extranjeros en el “camping”, lo más probable es que se trate de una extranjera. Además una catalana no se dejaría descuartizar así.

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ANTÓN. — ¿Entonces…?

JUAN. — La mataron para robarle. Y, ¿por qué crees que estaba cavado ese hoyo en el jardín? Porque iban a enterrarla aquí mismo

ANTÓN. — Pero podían enterrarla en el campo.

JUAN. — Esto es más seguro que el campo. Porque quien la trajo aquí ignoraba que el hotelito del forense se acababa de alquilar

ANTÓN. — Pero…

JUAN. — Ha estado siempre solitario. Ha servido de nido para citas amorosas. Somos los primeros inquilinos. ¿Qué motivo existía para que se alquilara este panteón, así, de pronto?

ANTÓN. — ¡Tú y tus descansos! ¡Maldita sea! Habiendo La Bersona, Benidorm, Almuñécar y Cannes, se te ocurre venir aquí. Y, digo yo…, ¿es preciso aislarse tanto para escribir sobre un cerdo? Y si tienes cabeza para hilar toda esta historia policiaca, ¿por qué no tienes para hablar con la policía?

JUAN. — ¡Eso nunca!

ANTÓN. — Eres una persona decente.

JUAN. — ¡Peor! Te dije si querías ayudarme. Nos faltan dos trámites a seguir.

ANTÓN. — Pero nada de susto… ¿eh?... De susto, nada

JUAN. — No es de susto, hay que revisar el hoyo, tiene que estar bien tapado. Y es preciso meter el pie.

ANTÓN. — El pie ya lo hemos metido, Juan.

JUAN. — Pues lo volveremos a meter. Y la mano.

ANTÓN. — ¿Dónde está?

JUAN. — En el bolsillo. Coge la pala.

ANTÓN. — Si, Juan

(Salen ambos al jardín.)

JUAN. — Anda. Revuelve un poco la tierra

ANTÓN. — ¡Ay!

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JUAN. — ¿Qué pasa?

ANTÓN. — La pierna.

JUAN. — ¿La tuya?

ANTÓN. — La otra. Está ahí.

JUAN. — Pues claro que está ahí. ¿Dónde querías que estuviera? Ten. (Le entrega la mano.) ¡Vamos! (Le da el envoltorio.) Sin periódico. Pon el pie sin periódico.

ANTÓN. — Es la página de futbol, Juan. Le va bien.

JUAN. — ¡Sin periódico! ¡Vamos! Echa más tierra. Más. De prisa. ¡Imbécil, te estás enterrando tú! Saca la pierna. ¡Majadero la tuya! ¡Me va a dar una congestión!

ANTÓN. — ¡Son arenas movedizas Juan!

JUAN. — ¡Son arenas porras! ¡Vamos! (Lo toma de los hombros y lo saca.) La pala…; trae acá. Hay que aplastar la tierra. Así está bien. Adentro. (Entran a la casa. Fatigados. Sudorosos.) Bueno. No queda más que un punto por cubrir. (Abre una maleta. Saca prendas femeninas.) Mi mujer se tiene que ir.

ANTÓN. — ¿Qué?

JUAN. — Que se tiene que ir mi mujer.

ANTÓN. — Pero, ¿no se ha marchado?

JUAN. — Sí.

ANTÓN. — Entonces, ¿cómo se tiene que ir?

JUAN. — Porque se tiene que ir.

ANTÓN. — ¡Ah claro! Se tiene que ir porque se ha ido.

JUAN. — Claro.

ANTÓN. — Y la criada vuelve porque se había quedado.

JUAN. — ¡Basta ya, imbécil! Laura se ha ido, pero no la ha visto marcharse nadie. Solo hay un procedimiento para que dejen de buscarla. Que salga delante de todos en su cochecito de ruedas. Naturalmente, ella no puede salir. Y si no puede salir ella… ¿quién saldrá?

ANTÓN. — ¿Quién?

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JUAN. — Tú.

(Y le muestra un vestido de mujer.)

ANTÓN. — ¡Eso sí que no!

JUAN. — Pero…

ANTÓN. — Yo te entierro a quien le dé la gana. Tráeme las manos que quieras. Pero eso no, Juan ¡Eso no!

JUAN. — Oye, en cuanto los vecinos y esa criada vean que saco a una mujer y la meto en el coche dejarán de preguntarme por mi señora.

ANTÓN. — Juan, por ti he llegado a las humillaciones más tremendas. Me llevaste al Museo del Prado, y para experimentar lo que sentía un extranjero, cogiste un guía americano y no enseñó el museo en inglés. Y fueron cuatro horas oyendo cosas como: “The rendition of Breda” Y a los bufones los llamaba “The Little clown” Y a los fusilamientos de Moncloa “The terrible deaths does for Napoleon trupes to patriotic spanish paysan”.

JUAN. — Pero si...

ANTÓN. — Me has humillado hasta el punto de llevarme al fútbol y decirme: “Grita ¡viva el Atlético!” y me habías metido en la tribuna de socios del Madrid.

JUAN. — Quería ver cómo reaccionaban las masas.

ANTÓN. — ¿Y por qué no haces tus experimentos con un conejo?

JUAN. — Ahora no se trata de un experimento sino de salvarse.

ANTÓN. — ¡No!

JUAN. — Bastará con que te pongas este vestido y este sombrero. Y encima el abriguito de entretiempo. Coges este bolsito…

ANTÓN. — Saco la polvera…, me doy polvos… ¡Vamos, que no!

JUAN. — Montaremos en el coche. Diré que han venido a buscarte a la estación porque te vas a Madrid. Daremos una vuelta. Entraré yo primero a la casa, y luego tú, sin ser visto. ¡Es sencillísimo!

ANTÓN. — ¿Y por qué no me vistes de paleto?

JUAN. — Pero, ¿para qué quiero sacar yo a un paleto de aquí?

ANTÓN. — Algún Congreso, habrá en Madrid, Juan.

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JUAN. — ¡No digas tonterías!

ANTÓN. — ¡De mujer, no!

JUAN. — Es la única salvación…

ANTÓN. — La única solución es llamar a la policía.

(Toma el teléfono. Vacila. Mira a JUAN.)

JUAN. — Llama. Bastará que digas: “Póngame con el cuartelillo de la Guardia Civil”.

ANTÓN. — Y se pondrá un Guardia Civil.

JUAN. — No. Se pondrá un portero de fútbol. ¡Idiota!

ANTÓN. — Y digo: “Hemos encontrado una mujer descuartizada y la hemos enterrado”

JUAN. — ¿Por qué?

ANTÓN. — ¿Qué?

JUAN. — Te preguntarán que por qué la enterramos.

ANTÓN. — Teníamos miedo.

JUAN. — ¿Tiene usted miedo a la policía? ¿Por qué?

ANTÓN. — Temíamos que sospecharán.

JUAN. — ¿De qué?

ANTÓN. — Una vez se mató la mujer de mi amigo y…

JUAN. — ¡Ah hubo sospechas de que estuvieran de acuerdo para matarla!

ANTÓN. — Sí…

JUAN. — ¡Ah!

(Guiña el ojo y sonríe.)

ANTÓN. — (Colgando el teléfono.) ¡Dame el vestido!

JUAN. — ¡Ahí va! (Mira por la izquierda.) ¡Vamos! ¡Date prisa! Y no empieces a resoplar, porque a ella le estaba grandísimo. (ANTÓN se ha metido el vestido por la cabeza, continúa con las mangas y lo coloca sobre el pantalón.) ¡Venga!

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ANTÓN. — ¡Somos distintos!

JUAN. — ¿Quién?

ANTÓN. — Las mujeres y los hombres, ¡Somos distintos! Ellas se visten por aquí. (Señala la cabeza.) y nosotros por aquí. (Señala los pies.) ¡Qué alivio! Todos los días oyendo que somos iguales y ahora resulta que no.

JUAN. — ¿Por qué no dejas la filosofía para otro momento?

ANTÓN. — ¡Ya está!

JUAN. — Los pantalones.

ANTÓN. — ¿Qué?

JUAN. — ¿Has visto alguna mujer que lleve pantalones?

ANTÓN. — Lo que he visto es muchos hombres que no los llevan…

JUAN. — Pero no con una falda encima. ¡De prisa! (Lo mete tras la cortina y le sirve de biombo.) Tenemos el tiempo justo. Si a esa imbécil se le ocurre terminar las empanadillas pronto…

ANTÓN. — ¡Ya está!

JUAN. — ¡Estupendo! (ANTÓN ha salido detrás de la cortina con el vestido puesto y los pantalones en la mano.) Vas muy provocativo; pero eso hoy es normal.

ANTÓN. — Verás cómo estornude

JUAN. — La cremallera… Hay que cuidar los detalles (Intenta subirle la cremallera.) Encoge el estómago. ¡Más! ¡Más! Antón, no tienes reflejos. Escucha. Vas guiando un coche. Doblas una curva. Aparece un camión. El camión no tiene frenos. Avanza. (Sube la cremallera.) ¡Estupendo!

ANTÓN. — (Encogido.) ¿Qué pasa con el camión?

JUAN. — Has virado a tiempo.

ANTÓN. — (Suspirando.) ¡Menos mal!

JUAN. — No suspires. Se te ha vuelto a soltar la cremallera. Quieto. Entras en la casa. En ese sillón hay un hombre leyendo. Te acercas. El señor te mira. ¡Es el hijo del forense! ¡Quieto! Respira despacito. Así. Y a ver si aprendes a mover los músculos a voluntad. El sombrero. (ANTÓN se pone el sombrero.) No tienes ninguna gracia para ponerte el sombrero, ninguna coquetería… Así. El alita para delante, tapando la carita (Le arregla el vestido.) Y el escotito más airoso. Así. Y la falda con caidita.

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ANTÓN. — Anda, cógeme un frunce.

JUAN. — ¿Qué?

ANTÓN. — Que demasiado hago poniéndome todo esto porque a ti se te ha metido en la cabeza que es la única solución. Y quisiera saber qué va a ocurrir el día que piense que la única salvación es que me meta a cura, porque ya me veo con la sotana. No puedo estar más airoso ni más coqueto. Y digan lo que digan por allí, gracias a Dios.

JUAN. — Está bien. Trata de ponerte estos zapatos.

ANTÓN. — Gasto un ocho.

JUAN. — Y Laura un siete largo. A las mujeres en cuanto les cedieron el voto empezaron a crecerles los pies. Sería cosa de estudiar por qué

ANTÓN. — Trae acá.

JUAN. — Despacito.

ANTÓN. — No entran.

JUAN. — Claro que entran. Échate ahí. (Le toma una pierna. Hace fuerza.) Encoge el pie.

ANTÓN. — Pero, ¿qué se ha creído que soy yo? ¿Un chicle? Lo más que puedo encoger es el corazón, y ese lo tengo ya como una nuez. Encoge el estómago, encoge el pie…

JUAN. — (Haciéndole cosquillas en la planta del pie.) ¡Vamos! ¡Vamos! ¡Tu, tu, tu, tu…, tu, tu!

ANTÓN. — No… Cosquillas no. ¡No! ¡Ay!

JUAN. — Voy… (Y le mete el zapato. ANTÓN lanza un grito.) Ya está puesto. El otro (Y vuelve a hacerle cosquillas.) ¡Tu, tu, tu, tu…, tu, tu! ¡Voy! ¡Ya está!

ANTÓN. — ¡Cojo! Cojo para toda la vida, como Cervantes.

JUAN. — Cervantes no era cojo, era manco.

ANTÓN. — Confundí a Cervantes con Romanones… cosas mías

JUAN. — ¡Vete al diablo!... ¿Quieres? (Le incorpora hasta sentarlo. Lo mira.) ¡Hay que ver lo que hace el arreglo!

ANTÓN. — Sí, ¿verdad?

JUAN. — Ahora el abriguito. Así. Y así. Listo. Ponte de pie.

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(ANTÓN obedece.)

ANTÓN. — ¿Y así van las mujeres?

JUAN. — ¿Cómo así?

ANTÓN. — ¿Sobre esto?

JUAN. — Sí.

ANTÓN. — ¿Y toman tranvías, y trabajan y bailan?

JUAN. — Y juegan a la lotería.

ANTÓN. — Claro. Así arman las broncas que arman. No se puede estar tranquilo encima de esto.

JUAN. — Las broncas las arman también en zapatillas.

ANTÓN. — Se ve el mundo de una manera distinta. Supongo que si los hombres nos pusiéramos tacones, comprenderíamos mejor a las mujeres.

JUAN. — De acuerdo. Siéntate ahí. Ven, yo te ayudo (Lo sienta en la sillita de ruedas.) Bien. Acuérdate de que no puedes hablar ni moverte.

ANTÓN. — Me están estallando los pies.

JUAN. — Van a ser cinco minutos. ¡Por la Virgen, Antón, procura que no te vean la cara, que ahí se nota que eres hombre! Ahora tenemos que intentar que te contemplen como sales la criada y los vecinos. Y si tienes que quedarte un instante solo, no pierdas la serenidad. Basta con no hablar y no moverte. ¿Entendido?

ANTÓN. — Descuida.

JUAN. — Te aseguro que en cuanto logre convencerles de que te has ido, tenemos tiempo sobrado para buscar a Laura y demostrar nuestra inocencia. (Abre la puerta de la izquierda.) ¡Dolores! ¡Dolores! (A ANTÓN.) ¡Calma! ¡No hables ni te muevas! (A la izquierda.) ¡Dolores! Pero, ¿dónde puede haberse metido ahora esa imbécil? Aguarda un instante.

(Desaparece un momento por la izquierda. Ligera pausa, y por la ventana entra un hombre joven. CARLOS, casi un muchacho. Viste de negro. Avanza, desconcertado. ANTÓN se altera.)

CARLOS. — Ana. Ana… (Mira las maletas.) Ana, ¿Estás ahí? ¿Monique? (ANTÓN empieza a temblar.) ¿Qué pasa? Monique, es una de tus bromas, ¿verdad? Pues te aseguro que vas a pagarla cara. Tan cara como la pagó la otra. (Levanta el sombrero con que ANTÓN se cubre.) ¡Un hombre!

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(Se escucha un ruido. El recién llegado sale corriendo por la ventana. ANTÓN se ha levantado y corre hacia la izquierda en el momento en que JUAN penetra, sonriente, hablando con DOLORES.)

JUAN. — Pues sí…, querida Dolores… (Ve a ANTÓN. Empuja a DOLORES. Cierra la puerta, mientras dice.) Pues no, querida Dolores…

ANTÓN. — ¡Por ahí…, el hijo del forense…, por ahí!

JUAN. — ¿Qué quieres? ¿Qué nos detengan? ¡A la silla!

ANTÓN. — Yo lo vi, con mis ojitos, por ahí.

JUAN. — ¡A la silla, imbécil! Sin hablar y sin moverse. (ANTÓN, indignado, se pone el sombrero al revés y se sienta en la silla.) ¡Al revés! (ANTÓN se vuelve y se arrodilla en la silla.) ¡El sombrero! (ANTÓN se lo coloca correctamente y se sienta.) ¡El ala! (ANTÓN empieza a tocarse la espalda.) ¡El ala del sombrero, idiota!

(ANTÓN se baja el ala. JUAN abre la puerta. DOLORES está en el umbral.)

DOLORES. — A mí me habían dicho que los escritores eran raros, pero tanto....

JUAN. — Es que vi una rata y pensé: “A lo mejor Dolores se asusta con las ratas.” Con que le he dicho a la rata: Fuera, rata, no asustes a Dolores.

DOLORES. — Y la rata se ha ido.

JUAN. — Sí.

DOLORES. — Pues lo va a contratar a usted el Instituto Ibis.

JUAN. — Quería sólo que estuviera al cuidado porque vienen a buscar a mi señora a la estación y voy a bajarla en el coche. En cuestión de cinco minutos.

DOLORES. — No le hace falta coger el coche. La estación está ahí al lado.

JUAN. — De todos modos, ¡Como se encuentra tan delicada!

DOLORES. — ¿Y dónde la ha puesto usted todo hasta ahora?

JUAN. — En el paseo, enfrente, sentada en un banco. Como ella no puede moverse, le encanta ver pasar la gente.

DOLORES. — Pues si no se fuera yo me sentaría con ella a informarle de las cosas que pasan. Y de las que se van a casar. Y de las que engordan de pronto mucho y no sabemos por qué, que hay dos o tres en el pueblo que van a tenerse que ir a Madrid a adelgazar en veinticuatro horas.

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JUAN. — Mujer, tampoco es para tanto.

DOLORES. — Un hijo de madre soltera… ¡Las matan! Y más si es hijo de un veraneante, que las francesas del camping le tienen predilección a los chicos de aquí, pero las mozas se derriten por los veraneantes. A la última que dio el resbalón… bueno…, los cogimos a ella y al veraneante…

JUAN. — ¿Y los mataron?

DOLORES. — No, les compramos una moto y se mataron ellos solos. (DOLORES no hace más que mirar a ANTÓN.) ¡A propósito de gorduras! Lo que ha engordado usted en una hora, ¿eh?

JUAN. — Sí, ha engordado. Es que es muy propensa.

DOLORES. — Para que luego hablen mal de la Sierra. Aquí, se viene mala y se pone una hecha un hombre.

JUAN. — No lo sabe usted bien. ¿Quiere venir conmigo? Tengo que pedirle un favor a los señores de al lado. (ANTÓN se pone de pie en la silla, desesperado, señalando la ventana de la izquierda.) Estate quieta. (DOLORES se vuelve. JUAN sonríe.) Estas moscas… que quieren picar a mi mujercita. (Le da un manotón a ANTÓN en el hombro, que se ha sentado rápidamente.) Usted delante, Dolores, por favor. (A ANTÓN.) ¡No te muevas! (Salen los dos al jardín.) Quiero rogar a los señores de Andrade que me ayuden a subir a mi mujer al coche.

DOLORES. — Le ayudo yo.

JUAN. — Tengo un especial deseo en que sean ellos. ¡Señor Andrade! (Un silencio.) ¿Señor Andrade?… ¿Pero es que estos idiotas sólo aparecen cuando no se les necesita? Venga conmigo.

(Abre la verjilla y penetra en el jardín contiguo. La puerta de la izquierda comienza a moverse. ANTÓN lo ve, se horroriza. Corre con la silla hacia la puerta de la derecha. La abre y lanza un gemido. Se vuelve. Acaba de entrar MARIUPE.)

MARIUPE. — ¡Perdón, señora! Me alegra mucho verla por aquí. Todos creíamos…, bueno, no importa creíamos nada. Papá es muy sospechón. Cualquier cosa la interpreta de la peor manera. (ANTÓN dice que sí con la cabeza.) Vaya. La cabeza puede moverla. (ANTÓN dice que no y que sí después alternativamente.) Eso es una ventaja. Seguro que se sentirá más acompañada que yo. ¿Me deja? (Se sirve una copa de coñac.) Quiero confesarle que he venido a ver a su marido. Llevo toda la tarde intentando verlo. Estoy en un buen aprieto. Él tal vez pueda aconsejarme. ¡Tiene tanta experiencia! ¡Tan irresistible experiencia! (ANTÓN mueve la cabeza como diciendo gracias.) He tenido dos novios. Me han dejado. Soy rica…, no tengo ningún defecto físico… Tal vez lo tenga. Mi hermano me acompleja siempre con mis piernas. Dice que no son rectas. Pero yo creo que sí lo son. ¿A usted qué le parece? (Le muestra las piernas con inocente generosidad. A ANTÓN se le salen los ojos de las órbitas.) ¿Son bonitas? (ANTÓN le dice con la cabeza que le muestre más.) ¿Qué tal? (ANTÓN emite un gemido.) Bonitas. (ANTÓN lanza un silbido de aprobación.) Gracias, señora. También soy un poco corta de vista, eso sí. No me da la gana usar anteojos. Y también demasiado romántica. Joaquín está metiéndose constantemente con mi estómago. Padezco de aerofagia y a veces se me hincha. Pero no me estropea el busto. ¿A usted qué le parece? (De espaldas al público se desabrocha la blusa y le

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muestra el estómago a ANTÓN. Este lanza un gemido prolongado.) ¿Qué tal? (ANTÓN por toda respuesta dice: glu, glu, glu.) ¿Coñac? ¿Quiere usted coñac? (ANTÓN asiente. MARIUPE le da una copa.) ¡Qué cutis más raro tiene usted! Su marido me orientará. Estoy segura. En casa no me entienden. Es una pena que los chicos se marchen de pronto. No puedo atribuirlo a mis piernas. Y el caso es que me produce un terrible complejo de inferioridad. Su marido tal vez conozca un buen psiquiatra. Pero es preciso que papá y mamá no se enteren. ¿No le importará que hable con él? (ANTÓN niega con la cabeza. Sale JUAN, por la verjilla, seguido de DOLORES.) Muchas gracias señora. Es usted una santa. Y ya verá cómo se pone usted buena. Una tía mía no podía hablar y en cuanto se murió su marido no paró. Claro que el marido le pegaba cada vez que abría la boca. Un beso. (Le da un beso.) ¡Qué cutis! ¡Qué cutis más raro!

(Desaparece por la izquierda. ANTÓN se pone de pie y bebe coñac a morro.)

JUAN. — ¡Claro que sí Dolores, claro que sí! (Abre la puerta, ve a ANTÓN.) ¡Claro que no Dolores, claro que no! (Le cierra la puerta en las narices.) Tú quieres arruinarme, ¿verdad?

ANTÓN. — ¡No lo aguanto! Ni un minuto más.

JUAN. — El hijo del forense, ¿eh?

ANTÓN. — La hija del vecino. ¡Ah! Ha entrado por ahí, me ha tomado por tu mujer.

JUAN. — Hombre…

ANTÓN. — Me ha dicho: “¿Usted cree que tengo las piernas torcidas, señora?” Y me ha enseñado las piernas. “¿Usted cree que tengo el estómago dilatado?” Y me ha enseñado el estómago. Y yo aquí quieto con los ojos fuera de las órbitas.

JUAN. — Ha entrado, ¿eh? Debe haber una puerta por detrás del cobertizo.

ANTÓN. — Y yo soy un exponente de la furia española. En el equipo de fútbol que jugaba me llamaban “pecho de bronce”. Y “pecho de bronce” se ha estado quieto ahí en esa silla.

JUAN. — (Cogiéndolo de las axilas y llevándolo a la silla.) Muy interesante.

ANTÓN. — Pecho de Bronce no puede estar quieto… (JUAN le mete el sombrero hasta las narices.) y te digo que… (Le dobla el ala.) Porque si lo que pretendes…

(Le da un puñetazo en la cabeza.)

JUAN. — Luego me lo contarás, ¿quieres? He dicho que saco a mi mujer. ¡Y saco a mi mujer! (Abre la puerta. Con DOLORES se han reunido los vecinos, excepto MARIUPE.) Querida Dolores… ¿me hace el favor? (Empuja el carrito hacia la puerta. ANTÓN se agazapa lo que puede.) O usted, don Enrique. El escaloncito, por favor. (ENRIQUE se agacha para coger el sillón y logra llevarlo hasta el centro del jardín. Todos miran a ANTÓN con recelo.) Como les he dicho, sólo tienen que ayudarme a meterla en el coche y traer acá el silloncito.

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ENRIQUE. — Le acompañamos a la estación.

JUAN. — Por favor, es demasiado.

JOAQUÍN. — ¡No nos importa!

JUAN. — ¡Es demasiado! Basta con que la metamos en el coche. (Empuja el carrito y éste no se mueve.) Sólo con eso… (Empuja.) Yo creo que… (Empuja.) ¡Vaya con el carrito! Debe ser de las ruedas. (Se agacha.) No. Pues no es de las ruedas.

(Se incorpora.)

ENRIQUE. — (Agachándose.) A ver si es que está frenado.

AMALIA. — (Agachándose.) Yo creo que le ha cogido el abrigo a la señora.

JOAQUÍN. — La rueda tiene un radio partido.

DOLORES. — (Agachándose.) Yo creo que no. Se mueven un poco.

(ANTÓN se ha levantado y se agacha también.)

ANTÓN. — ¿No es esa madera que está en la aleta?

ENRIQUE. — Pues sí, señora. Es esa madera.

AMALIA. — Esa madera.

JUAN. — (Irguiéndose un poco a la silla vacía.) No te preocupes, Laura, es una madera que hay en la aleta (Se agacha sonriente y se yergue pálido.) ¡Ahí va! (Coge a ANTÓN del suelo y lo levanta.) ¡Majadero inconsciente!

ANTÓN. — ¿Por qué no nos vamos a la cárcel que es el único sitio en que en España se descansa?

JUAN. — ¡Siéntateeee!

(Lo sienta de un empellón. ENRIQUE tiene la madera en la mano y está muy pensativo.)

ENRIQUE. — Tú me has dicho: “¿No es esa madera que está en la aleta?”

AMALIA. — No.

ENRIQUE. — ¿Quién me lo ha dicho? ¿Has sido tú?

JOAQUÍN. — Yo, no.

(ENRIQUE comienza a mirar a ANTÓN con un recelo enorme.)

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JUAN. — Bueno. Vamos para allá. (Empuja la sillita.) Adelante, adelante.

(Desaparece por la derecha.)

ENRIQUE. — ¿Pero, por qué tiene ese interés en que le sigamos todos?

(En la verjilla está SANTIAGO.)

SANTIAGO. — Síganle, síganle.

AMALIA. — Yo tengo miedo. Es un delincuente.

SANTIAGO. — Síganle, he dicho. Quedamos en que obedecerían mis órdenes, ¿no? Pues síganle. Y ayuden a meter a la mujer en el carro.

ENRIQUE. — Entonces, ¿no la ha matado?

SANTIAGO. — Si va en el carrito es que está viva. A quien es posible que haya matado es a su amigo.

ENRIQUE. — Al cómplice.

SANTIAGO. — Riñas de degenerados. Suele ser corriente. (Marchan por la derecha. SANTIAGO penetra en la casa. Observa las maletas. Abre una. Luego otra. Luego vuelca la que está vacía. La contempla. Cierra. Toma el teléfono.) Con el 219. Germán… ¿Qué hay de eso? ¿Tiene antecedentes? Es igual. Lo que necesito es un antecedente. Con un antecedente, baldamos a Folledo que se pusiera por delante. Escucha Germán. Procura que la gente de su familia no tenga antecedentes. Con un antecedente no te cree nadie, todo es difícil y la península entera se transforma en un lugar tan inhóspito como el Polo Norte. Lo detendría en el acto por sospechoso. Me es igual el antecedente, riña de vecindad, insultos, alcoholismo escandaloso, el caso es un antecedente. Voy a estar aquí. Hasta ahora. ¡Ah! Mándame a Gálvez y a Ruiz. Que estén frente al hotelito. Y seis números en la parte de atrás. Con discreción.

(Cuelga. Por la derecha aparece ENRIQUE con AMALIA y DOLORES.)

ENRIQUE. — ¡Habla! Yo te juro que la muda habla.

DOLORES. — Y con voz de caballero.

AMALIA. — Nos estas poniendo los nervios de punta. Son cosas tuyas.

ENRIQUE. — ¿Cosas mías? Y cuando Hernán estaba intentando cerrar la puerta, ¿quién ha gritado: “¡Que me has cogido la mano, desgraciado!”? ¿Usted lo ha oído?

DOLORES. — Sí, señor.

ENRIQUE. — Y juraría…

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AMALIA. — ¿Qué?

ENRIQUE. — Se ha rascado. La paralítica ha empezado a rascarse la espalda con toda su alma.

AMALIA. — ¿Pero cómo se va a rascar si está paralítica?

ENRIQUE. — Eso digo yo.

AMALIA. — (A SANTIAGO, que está en el umbral.) ¿Usted oye esto?

SANTIAGO. — Sí. Le advierto que en muchas ocasiones nos parece que los paralíticos se mueven; y es de tanto mirarles. Ande.

AMALIA. — No se vaya.

SANTIAGO. — Esté tranquila. Me quedaré por aquí. Y les aseguro que esta noche los caen en el cesto.

(Han desaparecido por la verjilla. JOAQUÍN aparece un segundo antes en lo alto de la tapia, coincidiendo con un ruido del motor de coche.)

JOAQUÍN. — ¡Ahí vuelve!

(Los que entraban apresuran el paso, ENRIQUE, AMALIA y SALUSTIO se unen a JOAQUÍN en la tapia. JUAN penetra, frotándose las manos. Saluda a los de la tapia.)

JUAN. — Es una pena quedarse sin mujer momentáneamente, pero el clima no le sentaba bien. Dolores… (Que acaba de entrar por la derecha.) nos atenderá perfectamente. Buenas noches.

ENRIQUE. — ¿Y su amigo?

JUAN. — (Tras una pausa incomoda.) En seguida vendrá. Creo que ha ido a la farmacia de guardia.

(Va a entrar. DOLORES se vuelve a los de la tapia. Cuchichean al mismo tiempo.)

DOLORES. — Se trae algo raro entre manos.

AMALIA. — Yo no me asusto con nada.

ENRIQUE. — Mira si hace bien avisar a la Guardia Civil.

DOLORES. — Estén atentos.

(JUAN se vuelve. Chistidos, toses y disimulos.)

JUAN. — ¿No pasa usted, Dolores?

DOLORES. — Sí, señor.

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(Señas y guiños entre los de arriba y DOLORES. Entra la mujer en el hotelito. JUAN la sigue. DOLORES se pone a mirar debajo del sofá, echa una mirada detrás de las cortinas.)

JUAN. — (Exasperado.) ¿Qué ocurre?

DOLORES. — Nada. ¿Y su amigo?

JUAN. — (Gritando.) Que fue a la farmacia… ¡Dios mío! ¿Qué cree? ¿También lo he matado? Diga, ¿he matado a mi amigo como maté a la del automóvil?

DOLORES. — Allá usted y sus muertos.

JUAN. — Pero es insufrible, ¿no? ¿De qué sospechan? ¿Por qué son así, viviendo de la mala intención?

DOLORES. — ¿Usted se ha caído en Francia?

JUAN. — Sí. En Biarritz…

DOLORES. — ¿Se ha caído en Valladolid?

JUAN. — Pues no sé; sí. Una vez resbalé en la calle Santiago.

DOLORES. — ¿Qué estaba más duro: Biarritz o Valladolid?

JUAN. — Es curioso. El suelo es más duro en Valladolid.

DOLORES. — Y si se cae usted en El Escorial… Hace calor en Francia, ¿eh?

JUAN. — Sí.

DOLORES. — ¿Cómo en agosto en Córdoba?

JUAN. — No.

DOLORES. — Y frío.

JUAN. — Desde luego.

DOLORES. — ¿Cómo en Vitoria en enero?

JUAN. — No.

DOLORES. — Y está usted seis meses sin que llueva y de pronto le cae un granizo con piedras de medio kilo. Hijo, nos ha enseñado a sospechar la geografía. Desde hace siglos todo nos coge de improviso. ¿Ve usted un manzano? Siéntese debajo de él. Cuarenta y cinco urticarias de la oruga del manzano conozco yo. Y todas de gente que no sospechaba que nuestros manzanos tuviesen orugas. ¿Usted se ha sentado a merendar en el campo?

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JUAN. — Sí.

DOLORES. — ¿A que de cien veces, noventa lo ha hecho sobre un hormiguero? ¿Cómo pueden creer las hormigas que usted solo va a merendar? Dicen: “Lo que yo me esperaba: un enemigo.” Y ya las tiene usted subiéndosele por las piernas.

JUAN. — Oiga.

DOLORES. — El jefe sospecha del subordinado. El subordinado del jefe. Los guardias de los ladrones. Las personas decentes de los ladrones y de los guardias. ¡Pero si el único ser viviente que no sospecha de nadie es el toro, y ya ve usted lo que le hacen y los chistecitos que nos traemos con él! Además… usted se comporta como un sospechoso.

JUAN. — ¿Yo?

DOLORES. — Me ha pegado dos portazos en la cara que gracias a Dios que soy chata, que sino… Ha hecho usted un número de escamoteo, danza y voladura con estas maletas que no lo mejora nadie. ¿Qué le pasa?

JUAN. — Nada.

DOLORES. — Yo podría ser su madre.

JUAN. — No, gracias. Ya tengo.

DOLORES. — ¿Por qué no me comenta lo que ha hecho?

JUAN. — ¡Y dale! ¡No he hecho nada!

DOLORES. — (De pronto.) ¿Usted no se ha dado cuenta lo bonitas y buenas que son las mujeres?

JUAN. — Sí.

DOLORES. — Pues entonces, hijo mío…, ¿por qué?...

JUAN. — ¿Por qué, qué?

DOLORES. — Yo no lo entiendo. Porque mira que están monas con esas falditas y esas blusitas, y eso pelos que parece que les ha dado un calambre. La niña de al lado, ¿es o no es un bombón?

JUAN. — Es un bombón.

DOLORES. — Entonces ¿por qué?

JUAN. — ¡Ay, Dios!

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DOLORES. — Ya sé que hay políticos porque de algo tiene que comer la gente. Pero, de usted para mí, ¿qué le ha hecho el general De Gaulle?

JUAN. — ¿A mí?

DOLORES. — Sí, ¿Qué le ha hecho?

JUAN. — No me ha hecho nada. Se retrata, eso sí. Pero personalmente nada.

DOLORES. — Entonces ¿por qué?

JUAN. — Oiga…

DOLORES. — Y si usted viendo lo que pasa en Rusia y en China y que aquí a la chita callando le vamos a comprar un puro a cada obrero… ¿Por qué?

JUAN. — ¡Fuera! ¡Márchese a la cocina! ¡No comprendo nada de lo que dice! Ya le diré a mi amigo que vaya a verla en cuanto vuelva. Descuide. ¡Fuera de una vez! (Saca a DOLORES. Cierra la puerta de la izquierda. Se apoya en la hoja, sudoroso. Piensa algo. Corre hacia la derecha en el momento que LAURA entra por la derecha con paso decidido. JUAN abre la puerta y la ve entrar como una tromba.) ¡Laura!

LAURA. — Lo he estado pensando. Después de todo, mi ropa es mía. No me puedo ir con lo puesto.

JUAN. — Espera.

LAURA. — Esta maleta me vale.

(Toma una.)

JUAN. — Aguarda.

LAURA. — No aguardo. Mañana me voy a quedar sorda y tengo que darme prisa.

JUAN. — Oye…

LAURA. — No se te ocurra buscarme porque esta vez ni en Jaca me encuentras.

JUAN. — Tengo que ensañarte a todo el mundo. Decir que eres mi mujer.

LAURA. — Es que no soy tu mujer. ¡Qué empeño en decir que soy tu mujer! Lo fue una tal Laura, que se iba a morir hoy y que se ha muerto. ¡Déjame en paz!

JUAN. — ¡Estás locaaa!

LAURA. — Buenas noches.

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JUAN. — ¡Dolores! ¡Dolores! (LAURA sale al jardín. JUAN la detiene.) ¡Señor Andrade! ¡Señora! ¡Niños! ¡Guardia civil! (DOLORES no aparece a sus llamadas. En la tapia aparecen las cabezas de ENRIQUE, AMALIA y JOAQUÍN.) Es mi mujer. ¡Mi mujer que ha vuelto! Esta es mi mujer.

LAURA. — Yo no soy tu mujer. Tu mujer se murió. Es decir, la has matado tú, como sabes hacer. Anulas muy bien a los demás.

JUAN. — ¡Por Dios! Es mi mujer. ¡Retratos! Yo tengo retratos.

LAURA. — Estoy harta de líos. Conmigo no haces como con las demás. Y si me sigue soy capaz de matarte.

(Desaparece por la derecha. SANTIAGO detiene a JUAN.)

JUAN. — ¡No! ¡No! ¡No la dejen ir! Que es el aceite de oliva, se va y no vuelve. ¡Que no la encontramos! ¡Suéltenme, suéltenme! ¡Es mi mujer!

SANTIAGO. — ¿Pero su mujer no está paralítica?

JUAN. — Sí. No.

SANTIAGO. — ¿Sí o no?

JUAN. — Mitad y mitad.

SANTIAGO. — De un lado.

JUAN. — Es que de pronto se levanta.

SANTIAGO. — Entonces no está paralítica.

JUAN. — Hasta cierto punto, sí.

ENRIQUE. — ¿Pero no es muda?

JUAN. — No. Sí.

AMALIA. — ¿Sí o no?

JUAN. — Es muy largo de contar.

ENRIQUE. — ¿Y no la ha llevado usted a la estación hace diez minutos?

AMALIA. — ¿Y no la llamaba Laura?

SANTIAGO. — ¿Y no afirmaba que era su mujer?

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ENRIQUE. — Y si no lo era, ¿por qué ha hecho usted todo eso?

(JUAN, acosado, lívido, murmura.)

JUAN. — Prender fuego al pueblo… esa puede ser una solución. Prendiendo fuego al pueblo nadie sospecha ya. Un cigarrillo que se cayó… La chispita… ¡fua!

SANTIAGO. — ¿Qué dice?

JUAN. — Nada… nada.

SANTIAGO. — Nosotros somos comprensivos. Uno manda a su mujer a Madrid y se queda aquí solito en un hotel… ¿eh?

(Le guiña el ojo. ENRIQUE, AMALIA y JOAQUÍN guiñan un ojo. JUAN lanza un gemido. Corre y se encierra en el hotel.)

AMALIA. — ¡Estos artistas! Con sus vicios…, sus asesinatos. ¡Uf, qué asco!

SANTIAGO. — Denle tiempo. Antes de diez minutos habrá declarado todo lo que oculta. Está muerto de miedo.

ENRIQUE. — ¿Esa mujer?

SANTIAGO. — Ya la están siguiendo. Sin detenerla. Que corra, que ande. Eso quiero. ¡Descansen!

(Desaparecen los de la tapia. SANTIAGO sonríe y desaparece detrás de la casa junto con SALUSTIO. Por la derecha entra ANTÓN, muy nervioso, seguido de un caballero que le acosa a la española. ANTÓN se cubre el rostro discretamente.)

RAMÓN. — ¡Vamos, mujer, deja que te vea un poco! ¡No! No, no vas a entrar todavía. Eres amiga de Monique o de Ana, ¿verdad? Extranjera. Del “camping”. Las hay de todas las edades. ¡Que no quiero que entres! (Meloso.) Tú sabes que antes de entrar hay que pedir la llave. Y que yo tengo la llave del corazón. ¡Que no te vas! (ANTÓN desesperado, se sienta junto a la fuente. RAMÓN la requiebra.) ¿Francesa? Deja que te vea la cara. ¿Tan fea la tienes? Mon amour…, je suis tres espagnol, tres macho. Je suis lo más macho de le vilage. Je mater toros… Je te aime . (Intenta cogerle una mano ANTÓN rehúsa.) A mes braces.

ANTÓN. — Monsieur, per faveur.

(Y se levanta.)

RAMÓN. — Bretona… ¿eh? Del norte. Voz dura. Me gusta. Dentro de un cuarto de hora. Un quart d’heure. Ici. (ANTÓN niega.) En el “camping” hoy no se puede entrar. Esto está deshabitado. Y hay una puertecilla atrás que no cierra. Pero procura tenerme abierta esa. ¿Un quart de’heure? Merci, mon amour. (Le besa la mano, quieras que no.) Velluda. Sensual. Me gustan como tú.

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(Desaparece. Ha salido JUAN.)

JUAN. — ¡Antón!

ANTÓN. — ¡Ni una palabra! Así, con estos zapatos, con los primeros síntomas de la gangrena en los pies, me voy a Madrid.

JUAN. — Baja la voz.

ANTÓN. — ¡No quiero!

JUAN. — Pasa.

ANTÓN. — ¡No me da la gana! Me ha seguido un hombre de la estación hasta aquí. Sí. Piropeándome y diciendo: “¡Así se pisa!” Y ni pisar puedo, ¡maldita sea! En esto terminan tus cosas, tus malditos líos, tus miedos insoportables. A un ingeniero de Camino le dicen: “¡así se pisa!”.

JUAN. — No deben oírte. Estás muda.

ANTÓN. — Me va a oír todo el mundo.

JUAN. — ¡Por la Virgen!... Ahora sospechan que puedo haberte matado a ti.

ANTÓN. — Y no sospechan mal, porque yo duro diez minutos.

JUAN. — Tengo pensado un plan que lo soluciona todo. Y es sencillísimo. Necesitamos un poco de dinamita. Con un poco de dinamita está resuelto. Volamos el hotelito, todo el mundo creerá que…

ANTÓN. — ¿Y yo era el loco? ¿A mí me trató el psiquiatra? ¡Así está la televisión! Si dejan a un chalado anunciar maletas.

JUAN. — ¡Pasa!

ANTÓN. — No quiero. Y si he sido amigo tuyo durante tantos años, es porque soy masoquista; pero aquí hemos acabado.

(La familia Andrade, en la tapia.)

JUAN. — Calla.

ANTÓN. — No. Ya no me atemorizas. Ya no me tienes comida la moral.

JUAN. — (Abofeteándole.) ¡Calla!

ANTÓN. — Eso sabrás. Pegarme. Porque eras un mal hombre, que no tienes nada de caballero.

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JUAN. — ¡Antón, por lo más santo!

ANTÓN. — Eso, ¡Antón! Porque aunque te hayas empeñado en vestirme así, soy un hombre. (MARIUPE lanza un grito en la tapia. ANTÓN se vuelve y se quita el sombrero.) ¡Un hombre! (A MARIUPE.) ¿Ve usted esta vena que tengo en la sien? Pues la tengo desde que usted me enseñó las piernas, porque creí que me daba una embolia. ¿Y el tic en el ojo? Cuando me enseño el estómago. ¡Y a mí lo que me gusta es vestirme de “aitzcolari”

JUAN. — ¡Pasa!

(Tira de él. MARIUPE ha abandonado la tapia, muerta de vergüenza, seguida de JOAQUÍN.)

ANTÓN. — Y me gusta también la casada y la criada. Y me encanta cantar que “por el río Nervión baja una gabarra”.

(JUAN tira de él, lo mete dentro de la casa y le tapa la boca. ANTÓN cae desfallecido. JUAN se apresura en coger una maleta. La pone en condiciones. SANTIAGO ha aparecido por detrás del hotelito.)

ENRIQUE. — ¿Ha visto?

AMALIA. — El degenerado pequeñito está dominado por el alto.

ENRIQUE. — El monstruo le obliga a vestirse de mujer.

AMALIA. — Pero ¿por qué quiso hacernos creer que llevaba a su mujer a la estación, cuando al que llevaba era a ése?

ENRIQUE. — Jueguecitos. Inmoralidades. Para regodearse delante de nosotros.

AMALIA. — ¿A qué espera para detenerlos?

SANTIAGO. — A nada. Han cometido un crimen, y los muy infelices tienen el arma dentro de la casa. En cuanto la encuentre habrá huellas, y con las huellas, procesamiento. Y ahora prisión preventiva.

ENRIQUE. — Déjeme verlo.

SANTIAGO. — No. A su casa. Ya les llamaré si les necesito.

(Desaparecen de la tapia. SANTIAGO llama a la puerta. ANTÓN va a hablar; pero JUAN, que ha abandonado las maletas, le tapa la boca.)

Abra usted, señor Hernán. ¡Vamos! Abra a la Guardia Civil.

JUAN. — (En voz baja.) Nos pillaron.

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ANTÓN. — Pero, si no hemos hecho nada.

JUAN. — ¿Y es necesario hacer algo para que te pillen? (Encendiendo una cerilla.) Voy a prender fuego al hotelito. Así sospecharán que hemos muerto carbonizados. (ANTÓN le sopla la cerilla.) ¡Majadero!

SANTIAGO. — Le estoy oyendo, señor Hernán. Abra o tiro la puerta abajo.

(JUAN ha encendido otra cerilla. ANTÓN abre la puerta. JUAN apaga la cerilla. SANTIAGO entra. Cierra la puerta. JUAN junta las manos como esperando las esposas. SANTIAGO acude a la otra puerta, la cierra. Corre las cortinas.)

ANTÓN. — Dolores…

SANTIAGO. — Le dije que se fuera. Estamos solos. (Corre las cortinas de la ventana de la izquierda.) ¿Dónde…?

JUAN. — Me es igual. Carabanchel, Ocaña…

SANTIAGO. — ¿Dónde la enterraron?

JUAN. — Pero…

SANTIAGO. — Oiga… en una de esas maletas ha habido restos humanos y no están, ya.

JUAN. — Verá, coronel…

SANTIAGO. — Y usted los enterró con su palita.

JUAN. — General, yo…

SANTIAGO. — Pero, ingenuo, ¿teme que yo crea que fueron usted o el transformista los que la descuartizaron?

JUAN. — Sí.

SANTIAGO. — No.

JUAN. — Y entonces, ¿dónde ha ido mi mujer?

SANTIAGO. — ¿Dónde?

JUAN. — ¡Prepárate, Antón! Tiene una parálisis fingida, histérica. Puede moverse y habla si quiere. Padece huidas psicóticas y se esconde sin que se la pueda encontrar.

SANTIAGO. — Muy lógico.

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JUAN. — ¿Qué?

SANTIAGO. — Sí. Conozco casos de ese tipo. Mi hermano es médico.

JUAN. — Verás, Antón. Por una maldita casualidad, nuestras maletas son iguales a la que había aquí llena de mujer. Claro, usted pensará...

SANTIAGO. — Muy lógico. Las maletas que usted anuncia se venden en toda España. ¿Le extrañaría encontrar cinco cascos de Coca-Cola juntos?

JUAN. — No.

SANTIAGO. — ¿O cinco “Avecrem”?

JUAN. — No.

SANTIAGO. — ¿Entonces…?

ANTÓN. — ¿A que va a resultar, después de tantos años juntos, que el idiota era tú, y yo sin saberlo?

JUAN. — Lo que no creerá…

SANTIAGO. — ¿Qué pensando que podían sospechar de usted, ha armado todo este jaleo?

JUAN. — Sí.

SANTIAGO. — Hace una hora que estoy seguro de ello.

JUAN. — ¿Soy un anormal?

SANTIAGO. — No. Una persona decente. Y las personas decentes son las que tienen más miedo que los sinvergüenzas. ¿Sabe usted que una vez tuve que interrogar a una pobre vieja, y me dijo: “Sí, ya sé de lo que me va a hablar. Del chocolate. Es verdad. Hace cuarenta años robé una libra de chocolate de la despensa de un hotel”?... Ande, ande.

JUAN. — ¿Y usted es guardia civil?

SANTIAGO. — Sí.

JUAN. — ¿Usted es español?

SANTIAGO. — Sí.

JUAN. — Usted es un inglés disfrazado.

SANTIAGO. — Bueno, ¿Quiere echarle una mano a este inglés disfrazado? Encontraron el hoyo hecho, ¿no es cierto?

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JUAN. — Sí. Junto al segundo ciprés.

SANTIAGO. — ¿Una mujer?

JUAN. — Sí.

SANTIAGO. — ¿Cabeza?

JUAN. — No. Ni cuerpo. Todo lo demás. El dedo anular de la mano izquierda, arrancado.

SANTIAGO. — Annette Brulard.

JUAN. — ¿Qué?

SANTIAGO. — Han desaparecido ayer dos francesas del “camping”. Una soltera. La han encontrado en Madrid, vivita y coleando: coleando demasiado. La otra no ha sido hallada. Llevaba anillo de casamiento.

JUAN. — ¿Usted cree que…?

SANTIAGO. — Que la citaron aquí, que esta casa ha servido para esa clase de encuentros…

JUAN. — Que las extranjeras del “camping” se pirran por los mozos celtíberos.

SANTIAGO. — Y que algunos mozos hacen su agosto con los “camping”. Exacto.

ANTÓN. — Oiga. Un tipo entró por esa ventana y me llamó Monique, y dijo que si le gastaba bromas lo iba a pagar tan caro como la otra.

SANTIAGO. — Carlos Díaz un sinvergüenza que vive de las mujeres. He estado vigilando y lo vi merodear. Sí. También he visto al otro: Ramón García. Hay un hecho. Annette Brulard fue citada aquí. Y la mataron. Móvil, un robo. Descuartizaron el cuerpo y lo introdujeron en la maleta para sacarla al jardín y enterrarla. Quien lo hizo tiene que volver. Sabe que, inesperadamente, la casa se ha alquilado. Y piensa que si aún no se ha aireado el crimen, es porque no hemos hallado el cuerpo y puede rescatar la maleta. La necesito, muchacha.

ANTÓN. — Oiga…

SANTIAGO. — Ramón va a volver. Recíbalo como si fuera una mujer. Arrégleselas como pueda… Déle dinero.

JUAN. — Le advierto…

SANTIAGO. — Vamos. (El mismo saca algunos billetes.) Más de tres mil pesetas… Métalas en el bolso. Es necesario que él las vea. Dejaremos poca luz en la habitación. Hijo, no le oculto que van a tratar de robarle ese dinero y, tal vez, de asesinarle...

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ANTÓN. — ¡Mis pantalones…, a ver dónde están mis pantalones!

JUAN. — Me parece un buen plan muy razonable aquí el de don Santiago.

ANTÓN. — ¿Por qué no te vistes tú de señora?...

JUAN. — Es una ocasión excelente para descubrir el culpable.

ANTÓN. — Pero, ¿qué quieres, di? No te basta con traerme a descansar y vestirme de señora… No… Tú has dicho: “Hasta que no lo descuarticen, no paro”.

JUAN. — Pero, Antón, no seas chiquillo. ¿Por qué hay que ponerse en lo peor? ¿Por qué sospechar que va a descuartizarte, así, en un momento? ¿Primero te matan, y hasta que te descuarticen, ya hemos entrado este señor y yo a evitarlo.

ANTÓN. — ¡Eso!

JUAN. — ¡Pues sí que no es difícil descuartizar a un gordo! Vamos…, ¿te atreverías tú a descuartizar a Bernabéu?

ANTÓN. — ¡No!

SANTIAGO. — Muchacho, vea esto.

(Le muestra una pistola.)

ANTÓN. — Sí.

SANTIAGO. — Dentro hay ocho balas, que saldrán de ahí.

(Señala a la izquierda.)

ANTÓN. — Y que me darán a mí.

SANTIAGO. — Está usted protegido.

JUAN. — Antón se te presenta la ocasión de ser algo… ¿Qué eres?

ANTÓN. — Ingeniero.

JUAN. — ¿Te casaste?

ANTÓN. — No.

JUAN. — ¿Te han llevado al Juzgado? (Niega ANTÓN.) ¿Han hablado mal de ti? (Niega ANTÓN.) ¿Han querido quitarte el dinero? (Niega ANTÓN.) ¿Lo ves? No vales nada… Te ofrecemos la coyuntura de que todo el mundo diga: “¡Antón… lo cogió Antón!... ¡Si no llega a ser por

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Antón…! Es posible que te condecoren; pero con buena intención. Será ingeniero especial; el mejor ingeniero del mundo. Harás todos los pantanos de España…, Antón. (Lo sienta.) Ahí. Tú eres ya casi un héroe. No te olvides de enseñar el dinero.

SANTIAGO. — (Entornando la puerta.) No debe descubrir el juego. Seremos nosotros los que intervendremos en el momento oportuno.

JUAN. — Si hablas, procura poner la voz dulce. No te muevas, Antón. Así también se hace patria.

ANTÓN. — No te digo lo que se hace, porque hay un guardia delante.

SANTIAGO. — Santiago (Dejando media luz.) Esté tranquilo. No va a ocurrirle nada… ¡Cuidado, viene alguien!

ANTÓN. — Dile a mi madre que la quise siempre.

JUAN. — Está bien. Pero siéntate.

(Desaparecen los dos —SANTIAGO y JUAN— por la izquierda. ANTÓN quiere irse, pero le da con la puerta en las narices. CARLOS merodea por el jardín. ANTÓN lo ve y, desesperado, se pone el sombrero. Intenta marcharse por la ventana del foro. Golpea en la puerta de la izquierda. RAMÓN ha aparecido por el jardín. CARLOS se oculta al verlo. RAMÓN empuja la puerta. ANTÓN lo ve. Se sienta despacio.)

RAMÓN. — Bien. Me gusta esta luz. Muy íntima, muy cariñosa. (Ríe.) Cualquier día alquilarán el hotelito y no tendremos donde venir. Vosotras os lo conocéis bien, ¿eh? Las alegres chicas del “camping”. ¡Ah, coñac! ¿Te gusta?

ANTÓN. — Oui.

RAMÓN. — Echa un trago. (ANTÓN bebe. RAMÓN cierra la puerta y pasa un pestillo.) ¿Te gustan las manzanas? Les pommes.

ANTÓN. — Oui.

RAMÓN. — Ten. (Le tira una. Saca otra.) ¿Y el queso?

ANTÓN. — Yes.

RAMÓN. — (Sacando un paquete.) Pues aquí tienes. Yo creo que las charlas sobre amor son más sustanciosas con la tripa llena. (Se sienta junto a ANTÓN.) Oye… ¿qué ha sido de Annette? Llevo dos días sin verla. Enamorada, ¿verdad? Era muy enamoradiza, sí. Y tenía mucho dinero. ¿Tú, no?

ANTÓN. — Cosí, cosa.

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RAMÓN. — Déjame ver el bolso. Deja, te digo. No voy a quitarte nada. (Busca en el bolso.) Barra de carmín, un sello, una estampita de San Antonio, otra de la Virgen de Fátima, otra de San Adrián. Oye parece el bolso de una española. ¡Ah!...Dinerito, ¡eh! ¡Vaya! Tu tampoco estás descalza.

ANTÓN. — ¡Ojalá!

RAMÓN. — Te voy a querer mucho… mucho.

(Y saca una navaja.)

ANTÓN. — (Angustiado.) Attention, s’il vous plait

(RAMÓN corta un pedazo de queso, lo mete en su boca y comienza a pelar la manzana.)

RAMÓN. — ¿Sólo tiene eso?

ANTÓN. — No.

RAMÓN. — ¿Plus?

ANTÓN. — Plus.

RAMÓN. — Ya, ya. (Clava la navaja en la mesita. ANTÓN se pone en pie aterrado.) Me gustaría que tú y yo pasáramos unas largas vacances juntos. Y a ti también te gustaría. Podría enseñarte España. ¿Conoces Segovia? Hay un puente agujereado que queda muy bonito. Y Cuidad Real..., el vino. Le vin… ¡Oh, très merveilleus! Nos emborracharíamos hasta no saber cómo nos llamábamos.

(Ríe y toma el enorme cuchillo de carnicero que hay en la habitación. ANTÓN da unos golpecitos en la izquierda y gime.)

ANTÓN. — Le couteau!…, le couteau!… Ouvrez la porte, canalles!

RAMÓN. — He pensado siempre que se hacen pocos cuchillos de carnicero. Son necesarios muchos más. (Asesta un golpe en el aire.) ¡Zas! Y con un golpe te librabas de un enemigo. ¡Zas! ¡Otra cabeza cortada! Y el camino despejado, y a vivir. (Avanza hacia ANTÓN.) Basta de remilgos, paloma. Dame un beso.

ANTÓN. — Jamais!

RAMÓN. — Un beso o te llevas algo que no esperas. (Forcejea. ANTÓN le pisa. Cae en el sofá.) ¿Ah, sí?

(Avanza sobre ANTÓN. La puerta de la izquierda se abre. SALUSTIO en ella. Da la luz.)

SALUSTIO. — ¡Quieto! No molestes a la señora. El hotelito está alquilado.

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RAMÓN. — Yo…

SALUSTIO. — Os voy a denunciar a todos. ¡Hatajo de sinvergüenzas! ¡Vamos! ¡Fuera! (Lo toma del brazo.) Y utiliza la plaza del pueblo para conquistar a las mujeres… ¡Idiota! ¡Vamos! ¡O llamo a la policía! ¡Fuera! (RAMÓN sale de la casa y desaparece por la derecha. SALUSTIO mira a ANTÓN.) ¿La han traído otra vez, señora? Los trenes que no forma aquí suelen traer retraso, y la estación es un sitio incómodo para esperar. (Va hacia una maleta. La abre, anhelante. Hacia otra. Hacia otra. Busca como un endemoniado. ANTÓN se pone en pie, aterrado.) Pero… ¿usted puede moverse? (Toma el cuchillo de carnicero.) ¿Quién es usted? ¿Quién es? (De un manotazo retira el sombrero el sombrero de ANTÓN.) Policía, ¿eh?

ANTÓN. — ¡Qué más quisiera!

SALUSTIO. — Lo siento por usted.

(Levanta el cuchillo, pero SANTIAGO ha aparecido en la puerta. Las manos en los bolsillos. JUAN junto a él.)

SANTIAGO. — Yo no haría eso, Salustio. (Ante un ademán de SALUSTIO.) De verdad, me quedaría quieto: Porque fuera hay cinco, (SALUSTIO va a la ventana de la izquierda.) Dos ahí. (No le mira.) Todos saben que un criminal sádico mató ayer a Annette Brulard, la robó y la descuartizó cuando ella estaba esperando a Carlos Díaz (SALUSTIO se vence.) Las llaves de la puerta del jardín debías emplearlas en cosas mejores. Demasiado guapo para ser guarda…, ¿eh? (Abre la puerta.) Los asesinos primero. (DOLORES aparece en la verjilla. Tras ella, los Andrade.) Su guarda despachó a una francesa, señor Andrade.

ENRIQUE. — ¿Eh? ¿y esos dos?

SANTIAGO. — Dos buenos chicos, incapaces de la menor anormalidad.

(Empuja a SALUSTIO por la derecha, desapareciendo con él.)

JUAN. — (Furioso.) ¿Quién iba a sospecharlo, eh? Su guarda, guapo, un sádico descuartizador y nosotros, dos buenos chicos.

MARIUPE. — Yo siempre dije que…

JUAN. — ¡Dos buenos chicos! Siga, señor Andrade, siga asomándose con su familia a la tapia de todas las vidas humanas; siga con su periscopio, su teleobjetivo, su guiñito y “¡ya, ya!”…, señor Andrade. Por mucho que le cueste reconocerlo, somos inocentes.

ENRIQUE. — Pero…

ANTÓN. — Está hablando mi amigo.

ENRIQUE. — Oiga…

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ANTÓN. — Por poner nervioso al fogonero.

JUAN. — Y usted señora, que comenzó sospechando de su padre, siguió sospechando de su hermano y ahora sospecha de su marido…, muñequito del “pim-pam-pum”, siempre asomada a los jardines de los demás… Todos ustedes son los culpables de que se fueran Ochoa, Castroviejo y La Clerva… de que Colón, a la desesperada, descubriese América. Ustedes son los inventores del pleito, del golpecito en el tabique, del “hay que tomar una medida”. Podría llamarles cotillas, malas sangres, mal pensados, metomentodo; pero solo se me ocurre una palabra... (Frenético.) ¡Listos! ¡Qué son ustedes, caray! ¿Por qué no aplican lo listos que son a hacer carreteras?

ANTÓN. — O a desinventar el teléfono.

JUAN. — O a que haya sitio donde aparcar.

ENRIQUE. — Está bien…, está bien. Nos equivocamos. Les presentamos nuestras excusas. Para nosotros, la palabra de Santiago es oro de ley. Perdónennos. Descansen y buenas noches. Y déjennos recuperarnos del golpe. ¡Salustio un criminal! Y lo hemos tenido en casa. ¡Dios mío!

JUAN. — No soy sospechoso…

ENRIQUE. — No.

JUAN. — No lo he sido nunca.

ENRIQUE. — Nunca.

JUAN. — Tonto el que sospeche.

ENRIQUE. — Tonto.

JUAN. — Su niño es feísimo.

ENRIQUE. — Sí, Señor.

JUAN. — Buenas noches.

(Le indica el camino a la verjilla. Han desaparecido los Andrade.)

MARIUPE. — Yo soy una incomprendida.

JUAN. — Lo que tú eres no lo digo, porque no es sospecha, es seguridad. Buenas noches. (Se han marchado los Andrade. JUAN entra en la casa. Deja que pase ANTÓN. Da un portazo. Grita.) ¡Y, por mi padre, que voy a escribir!... ¡Y no hables!

ANTÓN. — No, Juan.

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(JUAN saca un puro, coloca la máquina de escribir sobre la mesita. Pone una hoja en el rodillo.)

JUAN. — (Gritando.) Y ahora escribo “Viaje con maleta Martínez”. ¿Pasa algo?

ANTÓN. — No, Juan.

JUAN. — Y añado: “Que tienen dos cerraduras”.

ANTÓN. — Muy bien.

JUAN. — Porque estoy descansado, tranquilo, y no soy sospechoso.

ANTÓN. — Desde luego.

(Por la derecha han salido dos mujeres jóvenes. Traen en un niño en brazos.)

MUJER 1. — ¡Vamos, Luisa! Es por él. Hazlo por él. Es una familia de Madrid muy rica. Le darán un porvenir. Le harán un hombre. Nadie se enterará.

MUJER 2. — ¡Es tan bonito!

MUJER 1. — ¿Y si el pueblo lo sabe? Todo el mundo sospecha que lo tuyo no era hidropesía. Que era Claudio Martínez Gálvez. ¡Vamos, trae acá! (Deja el niño en la puerta de la casa.) ¡Vamos!

(Salen corriendo. Desaparecen por la derecha. DOLORES entra por detrás del hotelito. Ve el niño.)

DOLORES. — ¡Anda! ¡Don Enrique, doña Amalia, niña…!

(Entran los Andrade.)

ENRIQUE. — ¿Qué pasa?

DOLORES. — Mire.

AMALIA. — ¡Un niño!

ENRIQUE. — Un niño…

(Todos se miran. Miran la casa y empiezan a guiñar los ojos, a darse codazos y cuchichear. JUAN ha empezado a cantar, el pobre.)

CAE EL TELON

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