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J aled Said ganó la batalla después de muerto. Como el Cid Campeador. Pero más aún: Jaled la inició y resul- tó victorioso muchos meses después de que policías egipcios lo asesinaran a golpes. Su madre sostenía un pequeño cojín blanco con su fotografía cuando llegó la noticia, casi inesperada, sorprendente, todavía increíble: el dictador Hosni Mubarak había renunciado a la presidencia. Mejor dicho, lo habían obligado a renunciar, pero el detalle no importaba. A las 6 de la tarde del 11 de febrero pasado, en el departamen- to del piso noveno de un edificio que da a la midan Tahrir (pla- za de la Liberación), corazón de El Cairo, de Egipto y de esta Revolución de 18 días, los jóvenes del Movimiento 6 de Abril vieron el mensaje de apenas 30 segundos que dirigió el vice- presidente Omar Suleimán, y saltaron en una alegría confusa, preguntándose si era cierto lo que escuchaban. Y la madre de Jaled —con lentes de aumento, un chal azul en la espalda y un velo negro sobre el cabello— buscó asiento para evitar un desmayo. Respiró. Comenzó a llorar. Su hermano y su hija se acercaron a abrazarla. Besaron la imagen de Jaled. Los activistas y los reporteros extranjeros se formaron para hacer lo mismo. En las últimas 24 horas, desde que Mubarak se había dirigido a la nación para hacer gala de su empeño en aferrar- se al poder, su derrota parecía lejana, faltaban muchos días y semanas de lucha. Ahora era la victoria de todos. El triunfo de Jaled después de muerto. El pueblo que venció al Faraón Esquire estuvo presente durante los largos días en los que el pueblo egipcio salió a protestar, sin tregua, en contra del gobierno del dictador Hosni Mubarak. Esta crónica es un testimonio de cómo se gestionó y triunfó esta revolución pacífica. Por Témoris Grecko / El Cairo FOTOS : GETTY IMAGES 80 MAR•11

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Esquire estuvo presente durante los largos días en los que el pueblo egipcio salió a protestar, sin tregua, en contra del gobierno del dictador Hosni Mubarak. Esta crónica es un testimonio de cómo se gestionó y triunfó esta revolución pacífica. Por Témoris Grecko / El Cairo 80 Mar•11 fotos : getty images

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Jaled Said ganó la batalla después de muerto. Como el Cid Campeador. Pero más aún: Jaled la inició y resul-tó victorioso muchos meses después de que policías egipcios lo asesinaran a golpes. Su madre sostenía un pequeño cojín blanco con su fotografía cuando llegó

la noticia, casi inesperada, sorprendente, todavía increíble: el dictador Hosni Mubarak había renunciado a la presidencia. Mejor dicho, lo habían obligado a renunciar, pero el detalle no importaba.

A las 6 de la tarde del 11 de febrero pasado, en el departamen-to del piso noveno de un edificio que da a la midan Tahrir (pla-za de la Liberación), corazón de El Cairo, de Egipto y de esta Revolución de 18 días, los jóvenes del Movimiento 6 de Abril vieron el mensaje de apenas 30 segundos que dirigió el vice-presidente Omar Suleimán, y saltaron en una alegría confusa, preguntándose si era cierto lo que escuchaban.

Y la madre de Jaled —con lentes de aumento, un chal azul en la espalda y un velo negro sobre el cabello— buscó asiento para evitar un desmayo. Respiró. Comenzó a llorar. Su hermano y su hija se acercaron a abrazarla. Besaron la imagen de Jaled. Los activistas y los reporteros extranjeros se formaron para hacer lo mismo. En las últimas 24 horas, desde que Mubarak se había dirigido a la nación para hacer gala de su empeño en aferrar-se al poder, su derrota parecía lejana, faltaban muchos días y semanas de lucha. Ahora era la victoria de todos. El triunfo de Jaled después de muerto.

El pueblo que venció al FaraónEsquire estuvo presente durante los largos días en los que el pueblo egipcio salió a protestar, sin tregua, en contra del gobierno del dictador Hosni Mubarak. Esta crónica es un testimonio de cómo se gestionó y triunfó esta revolución pacífica.

Por Témoris Grecko / El Cairo

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En la plaza, la mayoría de los cientos de miles de manifestantes, muchos de los cuales llevaban 18 jornadas acampados allí, no estaba al tanto de que Suleimán hablaba. Caía la oscuridad y la gente estaba distraí-da en las tres actividades principales que se realizaban en lo que los entusiastas llamaron la “República de Tahrir” (o, traduciéndolo, República de la Liberación): marchar y co-rear consignas, debatir apasionadamente, y pelear un lugar frente a cualquier tipo de cámara para expresar sus opiniones.

De repente, en el escenario principal don-de algunos habían escuchado al vicepresi-dente, nació un grito poderoso: “¡Mubarak se fue!” Los gestos en los rostros no lograban completar la transición entre la increduli-dad y el júbilo. ¿Qué había pasado exacta-mente? ¿Lo habrían matado? ¿Habría caído enfermo? ¿O escapó del país? Detalles. Mi-nucias en ese momento.

Los desconocidos se abrazaban. Nunca antes recibí tantos besos masculinos. Yo la-mentaba que en este país las chicas no los dieran a los hombres. Encontré a Andrea Walden, una anarquista estadounidense de 22 años, que había venido a atestiguar una revolución. Curtida en enfrentamientos con la policía de California y en luchas en Palestina, normalmente parece madura y controlada. En ese momento, la felicidad la

la ciudad de Alejandría, en la costa del Me-diterráneo, el 6 de junio de 2010. Jaled gra-bó en un video a policías que se repartían el dinero producto de una extorsión y lo su-bió a YouTube. Lo golpearon salvajemente en el local y en la calle. Hasta matarlo. Las autoridades lo acusaron de ser un distribui-dor de droga.

Otros activistas crearon el grupo “Todos somos Jaled Said”, en Facebook, y llamaron a protestar en Alejandría y en El Cairo el 25 de junio de 2010. “Nos convocaron a reunir-nos junto al Nilo”, recuerda Shimaa, quien acudió pero se mantuvo a cierta distancia, calculando el riesgo de acercarse. “En Face-book había dos mil simpatizantes, pero en el acto sólo había unos 100, frente a dos mil policías. Los golpearon, arrestaron a algu-nos, a otros los subían a la fuerza a los taxis y los mandaban a casa. Pensé que no tenía sentido participar así, me pareció que era una pérdida de tiempo, todo en vano. Esta-ba muy deprimida y me enfocaba en esca-par de aquí.”

Después de lo de Túnez, la sensación de que las cosas no eran inmutables en el mundo árabe se extendió a otros países y, en Egipto, desde páginas como “Todos somos Jaled Said” y la del Movimiento 6 de Abril (un grupo de jóvenes profesionales que

apoyaron una huelga obrera realizada en esa fecha de 2008) convocaron a una mani-festación antigubernamental para el martes 25 de enero de 2011.

Los dos hermanos menores de Shimaa la convencieron de vencer la apatía y los tres fueron a uno de los distintos sitios de El Cairo donde debía reunirse la gente, en la estación de metro Nasser. Constataron con sorpresa que llegaba mucha gente. Pasaje-ros del transporte público se bajaban para sumarse. Marcharon hasta la plaza Tahrir “donde había otra enorme demostración; cuando vi la cantidad de personas pensé que esto no estaba pasando, no podía creer-lo, mirar a estas multitudes, los ecos de las voces, era increíble, yo me reía mucho con mi hermana, y saludábamos a la gente. Des-pués llegó otro enorme contingente desde Giza. Alrededor de las 3 de la tarde éramos mil, pero para la puesta del sol, ¡ya sumába-mos 50 mil!”.

La seguridad del Estado atacó “con palos y armas de fuego”, continúa Shimaa. “Tra-taron de rodearnos, y de pronto vimos pie-dras arrojadas por la policía que pasaban por encima de nosotros, nos dio mucho miedo y empezamos a correr. No esperába-mos que eso pasara; estaban golpeando gen-te, lanzaban gas lacrimógeno, nos atacaban

con cañones de agua. Mi hermana se cayó, lloraba, todos llorábamos, tosíamos, era ho-rrible.” Eran días de conflicto y la joven me daba la entrevista frente a sus amigos, que la escuchaban. “Entonces encontré la lata de una de las bombas de gas, y descubrí que había caducado, expiraba en 2008, ¡y la usa-ban en 2011!”.

“¿Vas a presentar una queja porque te arrojaron bombas viejas?”, bromeé. Algu-nos rieron. Ella no estaba para eso: “¡Me voy a quejar por muchas, muchas cosas! ¡Tengo toda una lista!”

LA CRUZ Y LA MEDIA LUNA

En esa jornada murieron tres manifes-tantes y un policía, según las autori-dades. Aunque en los días siguientes

la cuota de sangre creció, en lugar de arre-drarse, la gente le perdió el miedo a las fuer-zas de seguridad. Al finalizar la oración del viernes (el momento más importante de la semana musulmana), el 28 de enero, la gen-te salió de las mezquitas para protagonizar el llamado “Día de Furia”, en protesta por la represión.

“Era absolutamente increíble”, recuerda Shimaa, “éramos tres millones en El Cairo y ocho millones en todo Egipto, en Alejan-dría, en Mansura, en Suez, en Asuán. Y

hacía lucir como una niña llorosa. Rodeada de jóvenes hombres egipcios, las restricciones sociales le impedían brindarles los abrazos que la emoción demandaba. No tuve más reme-dio que ayudarle con eso.

Fue distinto con Alshimaa Helmy, una ciberactivista musulmana de 21 años, a quien lla-mamos simplemente Shimaa. Nada de contacto físico más allá de las manos. Todo fluía por sus ojos y por su voz, a la que el enronquecimiento de semanas de pelea y gritos le había dado el tono de un muchacho adolescente, y que me transmitía la fuerza de su emoción. “Hemos sido nosotros”, dijo. “Los árabes, los egipcios en quienes yo ya no creía más”. No sé si lloró en algún momento de esa noche de celebración. No me pareció que lo hiciera. Sólo me sonreía con esa cara ingenua y esos ojos de quien ha ganado la primera de muchas batallas que librará. Jaled Said despertó a los egipcios de su letargo. Toca a Shimaa y sus contemporáneos mantenerlos despiertos.

LISTA DE QUEJAS

Después del 14 de enero, cuando una revuelta civil terminó con un gobierno au-toritario de 32 años en Túnez, Shimaa se preguntaba: “¿Por qué los tunecinos sí pueden y nosotros no?” Ella leía las noticias que contaban cómo el pueblo había

logrado destronar a Zine el Abidine Ben Ali y pensaba: “No, esto no va a pasar aquí. Y no me importa, me voy a ir de este país.”

Su escepticismo era compartido por muchos dentro y fuera de Egipto. En particular, Shimaa se había sentido decepcionada después de que fracasó la primera protesta por la muerte de Jaled Said, de 28 años. Lo atacaron agentes uniformados en un café internet de

“HEmos sido nosoTros”, dijo sHimaa EnTrE láGrimas, “los árabEs, los EGiPCios En quiEnEs yo ya no CrEía más”.

Facebook fue una herramienta fundamental para que los manifes-tantes se organizaran y alertaran sobre los abusos cometidos por los seguidores de Mubarak. Derecha: Una víctima de la represión.

La salvaje muerte de Jaled Said (arriba en una pancarta), el 6 de junio de 2010, fue uno de los factores que desató la ira de los egipcios.

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las organizaciones políticas, que habían estado a la expectativa, empezaron a su-marse: los marxistas, los liberales, la Her-mandad Musulmana…”

El diez por ciento de los 83 millones de habitantes de Egipto había salido a las calles. La policía cambió los palos por balas, pero ya no asustaba a los manifestantes. El presi-dente Mubarak, que durante 30 años había gobernado en solitario, con el poder de una ley de emergencia permanente (que permi-te detener personas por tiempo indefinido, prohibir organizaciones y cerrar medios de comunicación, todo esto sin dar explicacio-nes) y sin vicepresidente, de pronto encon-tró uno, Omar Suleimán, su amigo cercano y temido jefe de los servicios de espionaje. Los opositores rieron cuando la televisión presentó el nombramiento como una res-puesta a sus demandas.

Ante el fracaso de la represión oficial, Mubarak optó por una táctica inesperada: hacer que el pueblo extrañara su mano dura. Mubarak verdaderamente se creía padre de los egipcios y su castigo para los majaderos era faltar, que se dieran cuenta de cuánto lo necesitaban. Les había dicho que él tenía que quedarse hasta septiembre, cuando

terminaba su periodo, porque sólo él podía garantizar la seguridad: Yo o el caos.

Luego de que la policía perdió varias es-caramuzas frente a los manifestantes, entre ellas una épica disputa en un puente sobre el río Nilo, de golpe desapareció de las calles.

“Se fue”, narra Shimaa, “sentimos que era nuestra victoria. Pero las caras de la gente cerca de mí empezaron a cambiar. Traían palos y parecían sospechosos. Todo se llenó de coches quemados, el enorme edificio del pnd (Partido Nacional Democrático, el de Mubarak) estaba en llamas, y también las estaciones de policía, todas ardiendo al mis-mo tiempo. Se metieron al Museo Egipcio y destruyeron piezas. ¿Quién podía tener la capacidad de organizar eso? La televisión del Estado, que nos había ignorado, empe-zó a mostrar imágenes de la destrucción y a decir que habíamos sido nosotros. A mucha gente le dio miedo el desorden”.

Al mismo tiempo, los medios guberna-mentales difundían rumores: que los mani-festantes en la plaza Tahrir estaban pagados (200 euros y una caja de pollo kfc diarios, decían), que los jóvenes que iniciaron el mo-vimiento estaban manipulados por extran-jeros que les hablaban a través de Facebook,

que detrás del descontento operaban agen-tes secretos de varios países (Irán e Israel, Estados Unidos y Líbano) y que los perio-distas occidentales y de otros países árabes (en particular la cadena de Qatar, Al Jazee-ra) trataban de destruir Egipto.

A nivel internacional, la diplomacia egip-cia esgrimía otra variante del argumento preferido de Mubarak: Yo o el islamismo. El dictador se hizo indispensable para sus aliados occidentales porque apoyaba al Estado de Israel y porque, según él, era el único capaz de impedir que Egipto cayera en manos de los supuestos “extremistas” de la Hermandad Musulmana, un importante grupo de oposición, al que falsamente liga-ba con Al Qaeda. Una serie de ataques mor-tales contra iglesias y grupos de cristianos, ocurridos en el último año, parecían confir-mar su argumento. No era lo que se percibía en la manifestaciones, sin embargo, pues por todas partes se veían una cruz y una media luna entrelazadas, para simbolizar el respeto y la colaboración entre cristianos y musulmanes.

Durante los duros enfrentamientos, cuando la policía arrojaba poderosos cho-rros de agua y los partidarios de Mubarak

atacaban con piedras y balas, la obligación islámica de rezar cinco veces al día ponía a los fieles en situación muy vulnerable. Pero cuando ellos se inclinaban a orar, los cristia-nos se abrazaban para formar un muro de protección para sus compañeros.

LOS MOTIVOS DEL JIYAB

Shimaa opina que “es muy probable que los ataques contra cristianos los haya organizado el gobierno. Lo

mismo ocurre con los rumores de que los cristianos secuestran a mujeres que se con-vierten al islam”.

Ella y las revolucionarias de Tahrir des-mienten prejuicios occidentales hacia las musulmanas que se cubren con velos el cabello y, a veces, el rostro. Se cree que una mujer así ha renunciado o ha sido despojada de su independencia y de su voluntad, que está totalmente sometida. Lo contrario se vio, por ejemplo, en los contingentes feme-ninos que con frecuencia marchaban den-tro de la plaza Tahrir, incansables, durante horas, con entusiasmo que hacía pensar que acababan de comenzar a caminar.

En Egipto, como ocurre en otras so-ciedades árabes, los hombres tienen una

presencia aplastante y excluyente en la vida pública. En el vuelo que tomé de Trípoli (Libia) a El Cairo, por ejemplo, los pasajeros éramos 42 hombres y una sola mujer. Debido al con-flicto, en esta ocasión no había servicio público de autobuses, pero en marzo del año pasado, uno que me llevó del aeropuerto a la ciudad parecía tener la marca “women-free”, no por la liberación femenina, por supuesto, sino porque estaba libre de mujeres.

En los medios urbanos, la participación femenina es mayor, pero sigue siendo escasa. El movimiento me sorprendió, sin embargo, por la fuerte presencia de mujeres, jóvenes y no tanto. Esto no es Irán, claro está, aquí son pocas las mujeres que ejercen liderazgo. La noticia es que las hay, contra lo que yo esperaba. Y sin quitarse los velos: a veces llevan el niqab (un vestido holgado negro que tapa todo el cuerpo y sólo permite ver los ojos) y otras, el jiyab (pañuelo sobre el cabello, ajustado al mentón).

Como Shimaa, quien con sus 21 años está en el último año de la carrera de biotecnología e ingeniería genética. Hija de padres islámicos, ella no lo es por imposición: “Hay gente que es emocionalmente religiosa; hay otros que nacieron musulmanes y nunca han pensado al respecto. Yo me he hecho muchas preguntas y sé bien que soy musulmana.” Por eso usa el jiyab: “Mi cuerpo y mi belleza son sólo para mí y para la gente que significa mucho en mi vida. No quiero mostrarlos a nadie. Creo que lo que debe importarle a la gente es mi per-sonalidad, lo que tengo dentro de mi corazón, mis sentimientos, y ya. Mi aspecto físico no debería ser relevante.”

duranTE los EnFrEnTamiEnTos, los CrisTianos Formaban un muro dE ProTECCión Para quE los musulmanEs oraran.

En los 19 días de protesta hubo una fuerte presencia de mujeres, jóvenes y no tanto. Además, personas en otros países se solidarizaron con la causa del pueblo egipcio. En Los Ángeles, California, por ejemplo, hubo varias marchas de apoyo en las que participaron musulmanes y cristianos.

A las 6 de la tarde del 11 de febrero pasado, el vicepresidente Omar Suleimán anunció que el gobierno de más de 30 años de Hosni Mubarak (en la foto) había llegado a su fin.

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El niqab, por otro lado, no le gusta: “Cuando pienso en cubrir mi rostro, quiero que puedan ver mis reacciones, tener contacto visual con la persona con la que hablo.” Cuando pregunté si su participación política no entraba de alguna manera en conflicto con su reli-gión, ella repuso que siente que ser útil para otros es su deber, ya que, “si eres musulmán, se espera que seas activo en la sociedad, si no, traicionas a tu propia gente, eres injusto”.

LA MICRO FEUDALIZACIÓN DE EGIPTO

Mubarak había decidido cobrarle caro la osadía al pueblo. El turismo es una de las fuentes de ingreso más importantes para Egipto y, después de una campaña de extremistas islámicos que dejó decenas de turistas muertos en 1997, y de otra en la

que enfrentaron a palestinos contra visitantes israelíes en la década pasada, el país hizo un esfuerzo enorme para mejorar su imagen y convencer al mundo de que las condiciones de seguridad eran las mejores y de que los extranjeros serían muy bienvenidos.

El dictador echó todo por la borda durante esta revuelta. Las primeras en recibir la con-signa de atacar fueron las bandas pro Mubarak, compuestas por los policías que debían ofrecer protección y que ahora, vestidos de civil, generaban destrucción; por bandidos y niños sin hogar que actuaban a cambio de algunas monedas, y por unos cuantos simpati-zantes auténticos. En pandillas chicas y grandes recorrían la ciudad en busca de enemigos, y los periodistas y los extranjeros lo eran.

Estas pandillas eran lo peor. Muchos egipcios murieron por sus palizas. Varios repor-teros fueron heridos, entre ellos, uno recibió una puñalada. Los agentes de civil eran ape-nas menos peligrosos. Si a uno lo iban a detener, una vez que los arrestos injustificados se

más conscientes podían formar cadenas de protección; pero no siempre. Hasta donde sé, los incidentes terminaban con la entrega del zarandeado “agente” a los militares.

Aunque se trataba de una minoría, eran persistentes y creaban un obstáculo extra. Porque circular por El Cairo ya era difícil: Mubarak no sólo retiró a la policía de las ca-lles, también de las cárceles. Esto provocó el escape de miles de reos peligrosos y sin dinero, que de inmediato se dispersaron por las ciudades desprotegidas a robar y matar. Ése era el costo de ofender al gran padre de los egipcios.

Los vecinos improvisaron cuerpos de vigilancia que ayudaron a defender sus propiedades, pero contribuyeron al caos. El país quedó dividido en una infinidad de fragmentos autónomos, en donde se des-confiaba de todo aquel a quien no se cono-ciera. El recorrido de mil 500 metros desde mi hotel hasta la plaza Tahrir podía tomar-me horas de explicaciones y revisiones. En cada cuadra había dos, tres o más grupos activos, a los que me acercaba sin saber a ciencia cierta si eran pro Mubarak, anti go-bierno o neutrales.

Su organización era mínima, si es que la había. Se juntaban los que llegaran, sin jerarquías ni entrenamiento, y todos es-taban intoxicados por el sentimiento de

autoridad. Si después de revisar mis cosas y documentos, un adulto se daba por satis-fecho y accedía a dejarme ir, un adolescente salía con otra idea, manoseaba las páginas de mi pasaporte y preguntaba con cara de inteligente: “México, ¿eh? ¿Cuál es la capital de México?” “Ciudad de México.” “Sí, pero ¿cómo se llama esa ciudad?”

Por si algo faltara, las comunicaciones es-taban interrumpidas. Con la idea de evitar que la oposición se organizara, el gobierno cortó los servicios de internet y de telefonía móvil. Fueron víctimas de las exageraciones banales de ciertos medios de comunicación, que llamaron al movimiento iraní de 2009 “revolución Twitter” y ahora apodaban a ésta “revolución Facebook”: la red sirvió al principio para activar a la gente, pero el gran acierto de los activistas fue trasladar el mensaje de la pantalla al mercado y el autobús, porque cinco sextas partes de los egipcios no tienen acceso a internet. Donde sí pegó el bloqueo fue en las empresas. Por ejemplo, Egypt Air, la aerolínea nacional, simplemente fue incapaz de seguir traba-jando y suspendió todas sus operaciones, lo que dejó a miles de pasajeros en tierra.

El impacto en la economía no ha sido evaluado en su totalidad, pero estimaciones preliminares calculan las pérdidas en 310 millones de dólares diarios, y una caída en

convirtieron en una pretendida herramien-ta para impedir que la prensa informara de lo que estaba pasando, era preferible caer en manos de los militares.

Después vino la campaña en televisión que denunciaba a la prensa y a los supues-tos agentes de otros países. La mentira se repitió tantas veces que impactó entre los revolucionarios, incluso en la plaza Tahrir. En los distintos accesos de la “frontera” en-tre la pequeña “República” y “Egipto”, con-trolados por dos líneas de opositores con el apoyo de uno o varios tanques del ejército (cuya posición supuestamente neutral le permitía mantener presencia allí), me so-metían a torpes interrogatorios y revisiones que a veces terminaban con mi entrega a los soldados, quienes con igual falta de habili-dad trataban de asegurarse de que yo no era agente secreto.

Ya en la plaza, abundaban los cazadores de espías autodesignados. Se acercaban a los extranjeros, hacían preguntas, toma-ban fotos y video. Algunos egipcios querían ayudarnos, pero esto sólo derivaba en dis-cusiones. Era peligroso: una vez que alguien empezaba a gritar que había encontrado a “un israelí” o algo similar, no se podía ar-gumentar: una masa violenta se lanzaba a la persecución, con empujones, golpes y patadas. En ocasiones, los manifestantes

El País quEdó dividido En una inFinidad dE FraGmEnTos auTónomos, En dondE Todos dEsConFiaban dE Todos.

Los revolucionarios jamás se rindieron. Poco después del anuncio de la caída de Mubarak salieron a las calles de El Cairo a celebrar. Ahora em-pieza la difícil tarea de encontrar un nuevo rumbo para el país.

¿GADAFI SERÁ EL SIGUIENTE?La mecha revolucionaria que encendió Túnez y brincó pronto a Egipto, se extendió con rapidez por el mundo árabe y más allá. Pronto la gente se preguntaba ya no si cae-ría alguien más, sino quién sería. al cierre de esta edición, el panorama era éste:libia: Pocos pensaban que la gente pudiera echar abajo un gobierno dispuesto a apli-car la represión más violenta sin rubor. Los muertos pronto se empezaron a contar por centenares, con bombardeos aéreos contra las manifestaciones. Según El País, era pa-tente que Muamar el Gadafi había perdido el control en el este del país, y que la lucha era por mantener el control del oeste, donde se producían fuertes combates. Varios funcio-narios, diplomáticos y militares anunciaron su renuncia a un régimen que lleva 42 años en el poder.bahréin: El gobierno de este pequeño emirato del Golfo Pérsico cambió de estrate-gia: primero envió soldados y pandilleros a atacar, lo que dejó al menos tres muertos, y después ofreció diálogo.yemen: La represión del gobierno había dejado un saldo de seis muertos.irán: al menos dos muertos en las manifestaciones.En argelia, marruecos, jordania, Pa-lestina, yibutí y sudán, las protestas eran pequeñas, pero no se descartaba que pudieran escalar.

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las previsiones de crecimiento del pro-ducto interno bruto (pib) de 5.3 por ciento al 3.7 por ciento.

¿CÓMO CRECERÁN LAS FLORES?

Eso ocurría en “Egipto”. En la “Re-pública de Tahrir”, la prioridad era la defensa del territorio. El ejército,

que insistía en que no usaría la fuerza contra “su pueblo” (a pesar de lo cual secuestraba y torturaba, según denunciaron grupos de derechos humanos), se hizo a un lado para dejar pasar a los simpatizantes de Mubarak, que en la noche del miércoles 2 de febrero y a lo largo del jueves 3 usaron palos, bombas Molotov y armas de fuego para atacar los ac-cesos, principalmente el que viene del oes-te desde el río Nilo, a un costado del Museo Egipcio. Los francotiradores asesinaron a un número indeterminado de personas.

Ahmed el Misikawi peleó duro en los enfrentamientos. Cuando lo conocí, me sorprendió el número de sus heridas: este hombre alto, de unos 30 años, tenía curacio-nes en el centro de la amplia frente, en un hombro, en una mano y en un pie, además de un ojo morado. La primera la causó una

roca que dejaron caer desde un puente cer-ca de la plaza y le pegó en la cabeza. Ahmed corrió a una de las clínicas que improvisa-ron los revolucionarios en distintos puntos de la plaza. Lo atendieron y regresó a la pe-lea. Esto se repitió una y otra vez.

“No importa, no te fijes, ¡eso no importa!”, decía en respuesta a mi interés en lo que le había pasado. Me mostró la portada de un periódico con fotos de personas destroza-das a golpes. “A ellos los mataron”, lamentó mientras pasaba un brazo por mis hombros. “Los asesinó Mubarak.”

Un recuento preliminar de Human Rights Watch contabilizó 365 muertos y cinco mil heridos durante la Revolución, sin especifi-car detalles. Se espera que la lista crezca por-que el régimen ocultó crímenes.

La “República de Tahrir” funcionaba muy bien, a pesar del caos. Era una especie de anarquía autogestionada en la que cada quien se hacía cargo de una tarea: el que quería ayudar, buscaba una bolsa y recogía basura, o traía martillos para arreglar desperfectos, o daba talleres de caricatura política, etcétera. Uno montaba su habitáculo (tiendas de cam-paña o montones de plásticos) donde que-ría, aunque existía una tendencia a formar

secciones profesionales: aquí, los electricis-tas, allá, los actores y cantantes; en esta parte, los abogados; por ahí, los alumnos de tal es-cuela; esos de al lado eran campesinos.

Y abundaba la generosidad: la gente lle-gaba con comida y bebida para repartir; una noche en que yo temblaba bajo mi saco de dormir, un desconocido se acercó sin pre-guntar y me colocó una manta encima. Otra tarde me regalaron una carpa (y eso que algunos sospechaban que yo era espía de Washington y Teherán al mismo tiempo).

Era una pequeña muestra de la diversidad de esta revolución, que unía en el rechazo al régimen a egipcios de todos los grupos so-ciales y de cada punto geográfico. Y que co-incidía, además, en un asunto innegociable: Mubarak se tenía que ir. Era la demanda original. Los 302 muertos la habían grabado en piedra. Cualquier solución que implica-ra la permanencia del dictador sería vista como traicionar a Jaled Said y a los demás shuhada (mártires). Omar El-Shennawy, un profesor de inglés de 21 años, hizo un gesto sobre el pavimento de una avenida en Tahrir al decirme: “Aquí cayeron nuestras lágrimas y aquí cayó nuestra sangre. Si él no se va, ¿cómo crecerán las flores?”

La imagen de Mubárak empezó a ser retirada de los espacios públicos en las ciudades egipcias. A pesar de que las muestras de afecto públi-cas están prohibidas por las leyes musulmanas, los manifestantes en la plaza de Tahrir no pudieron contenerse.

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Y EL FARAÓN SE FUE

El vicepresidente Suleimán llamó a los partidos de oposición a dialo-gar. Prometió reformas, elecciones

libres, castigo a ex ministros seleccionados para ser chivos expiatorios, casi cualquier cosa, siempre que se permitiera al presiden-te concluir su periodo en septiembre.

La jugada de Suleimán —comprometer a los políticos en negociaciones y aislar así a los revolucionarios— fracasó porque todos (desde los liberales hasta los musulmanes) siempre supieron que no podían tomar de-cisiones en nombre de los manifestantes y que había una línea roja clarísima que nadie podría cruzar: Mubarak se tenía que ir.

Una vez que se comprobó que el movi-miento no perdía fuerza, sino que seguía creciendo en número (se sumaban más gru-pos sociales y poblaciones, hasta que hubo seis mil centros de trabajo en huelga) e ini-ciativa, las demandas de que el presiden-te renunciara se extendieron todavía más, hasta que el jueves 10 de febrero, el Consejo Superior de las Fuerzas Armadas, el jefe de la cia estadounidense e incluso el nuevo pre-sidente del pnd, anticiparon que Mubarak daría un discurso esa noche para renunciar. Era una oportunidad que los militares le da-ban para dirigirse a la nación y presentar su salida como mejor pudiera.

Las intenciones del presidente eran otras. Su amigo Ben Ali había tenido que escapar de Túnez en un avión que ningún país que-ría recibir, hasta que llegó, humillado, a Arabia Saudí. Mubarak parece estar segu-ro de merecer honores, no rechazo, por sus servicios al pueblo, al que ese día se dirigió en un tono condescendiente y paternalista. En Tahrir, la gente mostraba incredulidad cuando escuchaba al dictador decir que el descontento no tenía que ver con él, que era un héroe que había defendido a su país, que moriría y sería enterrado en su suelo y que gobernaría hasta septiembre.

Algunos colegas percibieron rabia, frus-tración y tristeza entre los manifestantes. Pero yo no. Sentí, más bien, una determi-nación renovada de seguir adelante. “Él no se va, nosotros tampoco”, coreaba la gente. “Iremos hasta donde tengamos que ir”, re-flexionaba Shimaa, “no tenemos miedo, es nuestro deber”.

Al día siguiente, viernes, se esperaba una manifestación todavía más grande y queda-ba la expectativa de qué harían los generales,

después de que el presidente los había he-cho quedar como tontos. La plaza Tahrir y todas las avenidas que convergen en ella se saturaron con una multitud de marchas que venían desde todos los puntos cardinales. La madre de Jaled Said visitaba a los chicos del Movimiento 6 de Abril. Shimaa apoyaba a un documentalista estadounidense. Sería una noche de resistencia. Entonces salió Sulei-mán a dar su mensajito de 30 segundos, an-tes de desaparecer por completo de la escena pública. Mubarak renunció, dijo. Lo obliga-ron, trascendió. Y la República de Tahrir se convirtió en un carnaval de celebración.

LA PRÓXIMA SERÁ EN TU CASA

El sábado es para los musulmanes lo que el domingo para los cristianos, un día de descanso y paseo, perfec-

to para visitar la República de Tahrir, que se convirtió en un pequeño zoológico: muchas personas que se habían quedado en casa, escuchando las mentiras de la televisión es-tatal, ahora acudían a ver a los agotados revo-lucionarios que habían vivido y luchado ahí por 19 días. Los señalaban, les tomaban fotos, les ofrecían dátiles. Era una fiesta.

No duraría mucho: el ejército quería res-tablecer la normalidad cuanto antes. En lu-gar de dirigirse a los políticos tradicionales con los que conversó Suleimán, invitó a dia-logar a los jóvenes que condujeron la lucha. Ofreció introducir reformas democráticas en la Constitución (como limitar a dos los periodos que puede cumplir un presiden-te, entre otras), investigar los crímenes y celebrar elecciones en septiembre, cuando todas las fuerzas políticas estén listas. “Nos están diciendo las palabras correctas”, me dijo Abdulrahman Adly, un activista. “Nos encargaremos de que sí las cumplan.”

“Había perdido todas mis esperanzas en este país y en este pueblo. Cuando me subía a un autobús y había cien personas adentro, todas tristes, pensaba ‘de alguna forma me-recen lo que sufren porque ni siquiera dicen que sufren’. Ahora creo en ellos, sé que algo muy bueno está pasando”, añadió Shimaa.

En Egipto, cuando la gente celebra bodas, los novios le dicen a los solteros “la próxima será en tu casa”. Tres días después de la victo-ria de la Revolución, dos alegres adolescentes me preguntaron: “¿De qué país eres?”

“De México”, contesté. “¡La próxima (revolución) será en tu

casa!”, exclamaron.

DÍAS DE OPTIMISMOLo más complicado de las revoluciones viene después de la victoria. En el caso egipcio, además, se dificulta porque es una revolución que se ganó sin armas y ocurre que quienes sí las tienen son ni más ni me-nos que el pilar fundamental del sistema desmoronado, los militares.

El ejército es una institución hábil: sus oficiales dieron un golpe de Estado que derrocó al rey Farouk, en 1952, y los tres presidentes egipcios que ha habido desde entonces han sido militares, incluido Hosni Mubarak. Sin embargo, a lo largo de la dic-tadura, el ejército maniobró para que las tareas de reprimir a la población no reca-yeran sobre él, sino en la policía, que ahora concentra el odio de los egipcios.

Durante la reciente revolución, los mani-festantes se cuidaron de aclarar que su re-chazo era para Mubarak y que esperaban que los soldados apoyaran a su pueblo y, aunque las tropas cometieron algunos abusos, evitaron disparar contra la gente y los generales lograron evitar que Mubarak los arrastrara con él en su desplome.

ante la terquedad del dictador, le dieron un golpe de Estado. Justificado, eso sí, por el descontento popular. Pero son los ofi-ciales quienes tienen el poder. Los jóvenes revolucionarios prefieren darle tiempo a los soldados, por lo que hasta el día 17 de febrero estaban aceptando en términos generales el plan que les propusieron los oficiales, encabezados por el general Mohamed Tantawi: introducir reformas de-mocráticas en la Constitución, dar tiempo para que los partidos se organicen, cele-brar elecciones en septiembre y entregar el mando a los civiles.

Hay dos objeciones importantes, sin em-bargo: el gobierno en funciones es el mis-mo que nombró Mubarak, primer ministro incluido. Y el estado de emergencia que el derrocado mantuvo durante 30 años, y que permite que las autoridades arresten personas sin justificación, prohíban parti-dos y cierren periódicos, sigue vigente.

Lo que todos celebran es que el país pa-rece otro. Los egipcios brillan de optimismo.

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