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1 Rafael del Moral EL ARTE DE CONTAR HISTORIAS Conferencia Velilla de San Antonio, 6 de octubre de 2000

El arte de contar historias

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Introducción a los principios que debe contener una novela, o un cuento

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Page 1: El arte de contar historias

1

Rafael del Moral

EL ARTE

DE CONTAR HISTORIAS

Conferencia

Velilla de San Antonio, 6 de octubre de 2000

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Tengo el honor de presentar Rafael del Moral, pri-

mer conferenciante del ciclo Velilla en Vivo, autor tam-

bién, como habréis podido entender, del proyecto.

Rafael del Moral, escritor y profesor de literatura,

es Doctor en Filología y autor de una amplia lista de

obras didácticas, la última de ellas dedicada a un minu-

cioso y profundo estudio sobre las Lenguas del Mundo

que está a punto de aparecer en la editorial Espasa.

Pero los motivos que lo traen aquí como conferen-

ciante son además de su condición de vecino de este pue-

blo, el de ser autor de una monumental obra sobre novela

española. Es su denso volumen resultado de un lento tra-

bajo de lustros varios y muchos desvelos, algunos de

éstos últimos vividos junto a Pedro Talaván y junto a mí.

Durante largas noches lo hemos oído hablar de sus histo-

rias, con el arte que el sabe poner para resumir tantos y

tantos argumentos, y añadir después sus inacabables

críticas. Su libro base para esta conferencia se llama En-

ciclopedia de la Novela Española y el título no tiene

nada de inmodesto aunque lo haya publicado una edito-

rial sin escrúpulos para los alardes publicitarios, la Edito-

rial Planeta.

Yo no sé cómo ha tenido tiempo para leer y resu-

mir tantas novelas, y para leer después la crítica que so-

bre ellas se ha escrito y ordenarlas en un libro que consi-

dero indispensable para todos los que alguna vez hemos

estado interesados por el arte de contar historias.

Tampoco sé el interés que va a tener su conferen-

cia, pero el libro, que lo he manejado, sé que es de una

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cantidad de datos sugestivos que asusta: desde la más re-

mota novela de la Edad Media española hasta las últimas

de los escritores de ahora están allí. Si alguien sabe de

novela en este país, ese es Rafael. Ahí os lo dejo para lo

que quiera contarnos.

EL ARTE DE CONTAR HISTO-

RIAS

6 de octubre de 2000

Las cosas que están muy cerca son las que con más

dificultad se encuentran. Y están tan pegados a nuestra

piel algunos de nuestros más preciados bienes que que-

dan eclipsados por nuestra ceguera de cerca porque los

árboles impiden ver el bosque.

Menospreciamos el bienestar cuando invade la vida

diaria, desvaloramos a muchos de nuestros amigos hasta

que se alejan de nosotros, y desdeñamos el aire elemental

de nuestras vidas hasta que nos falta, y es también común

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quitarle importancia a uno de los grandes bienes del

hombre, a la palabra, que forma parte tan íntegra de uno

mismo, que está tan anegada en las repetidas fórmulas de

todos los días que acabamos por considerarlas parte de

nosotros mismos. “Así como el cántaro quebrado –decía

Alfonso X el Sabio- se conoce por su sonido, así el seso

del hombre es conocido por su palabra.”

La palabra es el alma de la humanidad, y también

su misil más virulento. De su uso depende la considera-

ción que concedemos íntimamente a las personas, y la

valoración que hacemos de ellas. Son las palabras el deli-

cado hilo del pensamiento, nos sirven para medrar, para

persuadir, para agradar, para disfrutar, para entendernos y

desentendernos y para clasificar todo lo que de noble e

innoble hay en el hombre y su entorno. Y tienen un poder

tan inmenso que si la frente, los ojos o el rostro, que son

tan transparentes, engañan muchas veces, con las pala-

bras, engañamos muchísimo más. A veces nos traicionan

porque no tenemos un poder absoluto sobre ellas. Al fin y

al cabo una vez que salen de nosotros ya no son nuestras.

Son muchas las veces que pensamos después y nos arre-

pentimos de lo que hubiéramos querido decir y no diji-

mos antes, y cómo hubiéramos querido decirlo y no fui-

mos capaces de expresar.

Y mientras tanto la mayor parte de nuestras disen-

siones y antagonismos, y también de nuestros acerca-

mientos y solidaridades, se originan en la interpretación

que damos a las palabras. Una palabra, solo una palabra

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puede torcer un destino. Habría que ser prudentes. Pero si

la gente hablara solo cuando tiene algo que decir... si re-

almente habláramos solo cuando tenemos algo que de-

cir... la raza humana perdería la facultad de hablar.

Sí. Las palabras son eso, parte de nosotros mismos.

También es parte de nosotros mismos la estética de la

elegancia personal, la de los gestos, la de los modales...

las palabras y su uso son parte de nuestra más profunda

personalidad, van con nosotros unidas a nuestro tempe-

ramento. Lo demás, lo que nos dice la gramática, lo po-

nen los manuales escolares y sus rudimentarios medios

para hacernos entender, malentender, apreciar o despre-

ciar la lengua, su uso y desuso, y su estudio.

Como estamos entre amigos y esto es una charla

ajena a los rigores y monótonos resultados de la investi-

gación, voy a ser poco severo en los principios científi-

cos, y mucho más práctico en la interpretación de cuatro

o cinco reglas profundamente arraigadas en la sensibili-

dad de los individuos.

Diré con ello, simplificando un poco, que son dos

los usos principales que el hombre ha hecho de las pala-

bras, de la lengua, su principal instrumento de comunica-

ción.

a) El primero es el dedicado a satisfacer sus nece-

sidades básicas de supervivencia: tengo hambre, estoy en

peligro, estoy cansado, ¡socorro... ! Así piensan los lin-

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güistas que nacieron las lenguas, desde esa necesidad in-

mediata de comunicación.

b) Y la otra, la que parece secundaria, pero la que

nos ocupa en esta charla, es la que no pretende sino pro-

porcionar el placer estético de hablar y de oír, de expre-

sarnos y de oírnos, que no es poco, aunque el contenido

de la información no tenga más finalidad práctica que la

lúdica o la estética.

El ocio de la civilización actual reposa en el uso al-

truista de la palabra, en la capacidad de charlar, de comu-

nicarse, de oír, de contar historias, de escuchar historias o

de leer historias, es decir, en el gran arte de la palabra.

Colmamos nuestro ocio en una reunión de amigos de la

que esperamos graciosas intervenciones, chascarrillos,

bromas, ocurrencias... Nos relajamos, quienes son capa-

ces de hacerlo, frente a la pantalla del televisor y, aunque

esto es discutible, mucho más con la palabra que con la

imagen. La prueba es que también podemos complacer-

nos con la radio, y con mayor dificultad con una televi-

sión encendida y sin sonido. Nos divertimos también con

el teatro y el cine, y pocas veces concebimos un acto fes-

tivo o de ocio en ausencia de la palabra, a la cabeza de

ellos (me refiero al ocio), la íntima y emocionante rela-

ción del hombre con la mujer o de la mujer con el hom-

bre en una conversación amiga (al fin y al cabo contar

historias) o con la lectura (sea del tipo que sea).

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Pero también cada vez que experimentamos un

placer sin palabras como la contemplación de un paisaje,

un paseo por el campo, unas vacaciones en la playa, un

viaje a...., pongamos por caso, Turquía, una mejora en la

vivienda, la compra de un objeto deseado, un ascenso la-

boral, y también otros basados en la palabra como una

cena con amigos, una reunión familiar o el inesperado

encuentro con una amistad vetusta u otra que acaba de

nacer. Cuando sucede algo de esto, digo, de esto que nos

proporciona placer, sentimos el deseo de trasformarlo en

palabras, de contárselo a alguien. Y al hacerlo modifica-

mos algún punto complejo, saltamos otros más o menos

escabrosos y nos recreamos en los más placenteros. Es lo

que se llama en literatura el estilo, el estilo de un escritor,

el estilo de cada cual. Eso es lo que hace también el autor

de historias, seleccionar, elegir, insistir, silenciar, desta-

car, profundizar... Ahí está el arte, en la elección, en la

selección, ahí está el arte y la estética que todos llevamos

dentro, en nuestra exposición, énfasis, tono...

Mucha gente cuando oye hablar de arte tiende a

pensar en el Museo del Prado, en la Catedral de León o

en La Gioconda de Leonardo da Vinci y muchas menos

veces pensamos en el jardinero del parque de la esquina,

en las comidas y otras labores del ama o amo de casa. Y

tampoco pensamos, y esto es lo que aquí nos interesa, en

cómo cuenta las historias la tía Antonia que apenas ha

salido una o dos veces de su aldea natal, Villanueva del

Condado, y que tiene una gracia, una disposición y habi-

lidad para la selección, énfasis, tono y difusión de otras

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emociones muy capaces de fascinar a propios y extraños.

Pero sus historias no aparecen en las listas de éxitos por-

que son muy pocos los que descubren la gracia y el estilo,

la naturalidad y buen decir de las historias de la tía Anto-

nia, la de Villanueva. Ya lo sugirió Cervantes: “Llaneza,

muchacho, no te encumbres, que toda afectación es ma-

la.” Todos sabemos que hay gente que solo se sirve de la

palabra para comunicar a sus semejantes lo contentos que

están de haberse conocido y la suerte que tienen de care-

cer de tantos defectos como los que afectan a esos des-

graciados seres que tienen el gusto de acercarse a la noble

figura del engreído para hablar con él. Ni la tía Antonia

existe, auque sí existen muchas tías Antonias, ni Villa-

nueva tampoco, es verdad. Ambas pertenecen a mi fic-

ción, pero sí existe, fuera de la ficción, mucha gente en-

cantadora, no necesariamente educada en las bibliotecas,

que es capaz de entretenernos regularmente con su mane-

ra de hablar, con el buen gusto con que recrea sus frases,

o a veces solo esporádicamente, el día que está inspirado,

porque el arte de contar historias exige un lugar y un

tiempo, una circunstancia y un momento, y cualquiera de

ellos puede flaquear, y con ellos la propia historia.

Todos somos, con mayor o menor destreza, artistas

de la palabra, y pintamos cuadros mediocres o bellísimos

según los momentos. Y unos, como suele suceder en la

vida, obtienen mejores cotizaciones que otros aunque

sólo porque han sido más o menos acompañados de una

propaganda recursiva. Muchos de los cuadros que han

coloreado miles de hablantes, puro aliento, se los ha lle-

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vado el aire, y otros fueron recogidos en textos escritos.

Por eso ahora cuando se habla de que tal o cual lengua no

tiene literatura, que es el arte de la palabra, se añade rápi-

damente que solo carece de literatura escrita porque todas

las lenguas tienen literatura oral, ese arte de contar histo-

rias está en el origen del gran arte de los artes que es el

del manejo, uso y goce de la Lengua.

Contar historias. .... El arte de contar historias lo

ha dominado, estoy seguro, muchísima gente. Sabemos

de aquellos que con su nombre propio quedaron sellados

en letras doradas y eternas, pero estoy seguro de que la

humanidad ha enterrado a otros muchos en las catástrofes

que han ido anulando nuestras culturas: en la quema de la

biblioteca más importante de la antigüedad, la de Ale-

jandría, en los desastres naturales, en la desaparición en

época de penurias, en la dispersión de manuscritos en

monasterios, en la ambición de la propiedad privada, en

los cubos de la basura de quienes no han sabido valorar lo

que tenían... El hombre, que desde nace tantos cientos de

miles de años dispone de la palabra, solo sabe escribirla

desde hace unos cinco mil, que son muy pocos, y la in-

vención de la imprenta apenas ha cumplido medio mile-

nio. Las imprenta, es verdad, solo la imprenta, ha garanti-

zado, con la amplia publicación de ejemplares, la perma-

nencia de los libros.

Pero volvamos a la idea anterior. Todos somos ar-

tistas de la palabra más o menos anónimos. El anonimato

no frenó el desarrollo literario de los tan admirados ro-

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mances medievales. Aquellas historias eran obra de unos

autores que sin duda sabían contar, narrar, aunque nunca

se preguntaran por la estética, por los cánones que presi-

den y modelan el arte de contarlas.

Esta es la gran cuestión, la de los cánones. Afortu-

nadamente ningún canon es sistemáticamente respetado.

Si existe el arte es porque no hay cánones. El canon, las

normas, pertenecen a nuestros propios principios y ese es

el primer principio del arte, el de la individualidad, el de

la particularidad en la apreciación.

(LA ESTÉTICA DEL ARTE)

Creo que lo principal de la estética del arte es que

sea controvertida, que cada cual interprete la estética a su

gusto, que aprecie su mundo, su entorno, que goce la ob-

servación de un cuadro como de la contemplación de una

motocicleta, si es que estas le atraen, de la conversación

con un amigo, de la visita a un estadio de fútbol o un pa-

seo por una calle de un pueblo perdido “donde llueve los

domingos por la tarde - como decía Miguel Mihura - y

que no tiene estación”. Tampoco importa que nos entu-

siasme la letra de una canción y no le saquemos el co-

rrespondiente duende al Quijote, porque nadie tiene dere-

cho a decirnos de qué manera tenemos que entretenernos,

ni cómo debemos gozar la vida, ni cómo debemos apre-

ciar el arte. Cada cual tiene sus doctrina y sus secretos, y

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esos son tan respetables como la intimidad, el espíritu y

las señas de identidad de las personas.

Pero si estoy aquí esta tarde hablando de la estética

de contar historias es porque he dedicado media vida a

leer historias, cuentos y novelas, y muchos años a selec-

cionarlas para ponerlas en un libro que las recuerda y, lo

que es más arriesgado, las he clasificado y luego las he

criticado con enorme osadía, lo sé, una a una, con la atre-

vida petulancia de dedicar varias páginas a algunas, mu-

chas menos a otras, solo unas líneas a algunas más y, lo

que es peor, el silencio a otras muchas. Soy consciente de

la imprecisión, de la dificultad, pero también de la nece-

sidad de hablar sobre las historias, del arte de contarlas,

aunque sea desde la subjetividad del crítico.

Seleccionar implica elegir, y elegir desechar.

Hacemos todo ello en busca de la piedra filosofal, de la

magia de la lectura, que es algo así como la eterna

búsqueda alquimista de la transformación de cualquier

metal en oro. Pretendo demostrar, y eso sí que es claro,

que contando con algunas condiciones somos, en efecto,

capaces de transformar en oro, como el alquimista, esas

hojas encuadernadas que son los libros, siempre que dis-

pongamos del metal adecuado (que no quiere decir el que

recomiendan los críticos) y de un natural y espontáneo

espíritu interior que transforma en oro las páginas escri-

tas. Y todo eso se produce, al igual que el trabajo del al-

quimista, en íntimo secreto.

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Es la necesidad de elegir, de establecer un criterio

que nos haga acercarnos a unas u otras historias, a unos u

otros libros, a unas u otras películas, a unas u otras perso-

nas... aunque sea con el precio de perderse, por error, lo

principal.

Por eso, porque hay que describir una estética, y

porque me he visto obligado a manejarla, y porque estas

conferencias pretenden poner de manifiesto la investiga-

ción que cada uno de nosotros hemos llevado a cabo,

quiero hablar y exponer aquí mi estética del arte de con-

tar historias, la estética que me ha llevado a elegir en la

Enciclopedia de la Novela Española solo 700 títulos, y

silenciar tantos otros inequívocamente admirados por lec-

tores, por comentaristas y a veces por ambos.

¿Cómo describir la estética del arte de contar histo-

rias? Si alguien pretendiera definirla, dejaría de ser estéti-

ca, pero podemos jugar con los principios, hablar de

ellos, comentarlos y entrar en ese difícil y misterioso

campo.

Con gran atrevimiento me voy a permitir enumerar

los puntos de partida que yo considero esenciales en el

arte de contar historias. Y debo empezar diciendo que no

existe una teoría, sino una práctica. Creo que la crítica

literaria no debería ser teórica, sino empírica y pragmáti-

ca. Me uno así, antes de entrar en la materia polémica, a

Virginia Woolf cuando decía que “el único consejo que

una persona puede darle a otra sobre la lectura es que no

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acepte consejos.” Y añadió con mucha gracia: “Siempre

hay en nosotros un demonio que susurra amo esto, odio

aquello y es imposible acallarlo.”

No quiero dar consejos a nadie acerca del tipo de

ficción, de historias, al que debe acercarse, nada más le-

jos de mi intención, pero sí quiero poner de manifiesto,

porque es necesario estudiarlo, lo que a mi parecer son

los cuatro principios generales del placer estético del arte

de contar historias: el interés propio, la emoción, la

aproximación a los genios y la posesión del universo na-

rrativo.

1.

Digamos en primer lugar que nos gusta oír o leer

historias por interés propio, para pasar el rato o por la

necesidad de evadirnos. Las historias, las lecturas, forta-

lecen nuestra personalidad y nos ayudan a descubrir cuá-

les son nuestros auténticos intereses. Este proceso de ma-

duración y aprendizaje nos hace sentir placer, un placer

sin duda más individual que colectivo.

El placer que se busca al leer es el placer de pensar,

de recrearse en una idea agradable, en el recuerdo de

unos momentos de emoción, de una persona querida, o de

un pasaje de la Eneida. Y solo esas son las ideas agrada-

bles. Hay otras muchas que no lo son.

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Por eso es tan difícil enseñar a apreciar historias

desde los centros de enseñanza donde la lectura apenas se

enseña como placer en ninguno de los sentidos profundos

de la estética del placer.

Leemos a Dante, Dickens, a Galdós, a Stendhal y a

Tolstoi y demás escritores de su categoría porque la vida

que describen es, por sorpresa para nuestra limitada vi-

sión del mundo, de tamaño mayor que el natural. Leemos

de manera personal por razones variadas, la mayoría de

ellas familiares: porque no podemos conocer a fondo a

toda la gente que quisiéramos, porque necesitamos ob-

servar el mundo con perspectiva más amplia, porque sen-

timos la necesidad de conocer cómo somos mirándonos

en el espejo de los otros, cómo son los demás y como son

las cosas. Sin embargo, el motivo más profundo y autén-

tico para la lectura personal de tan maltratado canon es la

búsqueda de un placer difícil. Hay una versión de lo su-

blime para cada lector, la cual es, en mi opinión, la única

transcendencia que nos es posible alcanzar en esta vida,

si se exceptúa la trascendencia todavía más precaria de lo

que comúnmente llamamos “enamorarse”.

2.

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En segundo lugar quiero dejar bien sentado que

una historia que se precie debe despertar emociones. No

es que exija un argumento complejo, no, sino que desate

en quien la oye, o la lee, un sentimiento hondo, casi pla-

centeramente hiriente ante lo que pasa por su entendi-

miento.

Este principio no es selectivo porque todos los tex-

tos desatan alguna emoción en algún lector. No me refie-

ro al tema, sino a lo que se desata del tema. Los temas, al

fin y al cabo, son muy pocos... apenas unos cuantos... Y

no hay más. Los argumentos y solo los argumentos son

variados, la manera de contarlos también. Pero los temas,

es decir, los asuntos que mueven y conmueven nuestra

lectura se reducen a los que están relacionados con la

muerte, que es el gran tema del hombre, a los que se

mueven por el poder, que son los argumentos de tipo so-

cial, y los que tienen como principio el amor en alguna de

sus variedades e interpretaciones, entre ellas la amistas.

Lo demás son maneras de abordarlos.

El tema de la muerte ha inspirado a los novelistas

de todas las épocas, a veces confundido con los demás.

Pero pocas veces se ha logrado un trato tan hábil y tal

entrañablemente suave como el que consigue nuestro

contemporáneo Miguel Delibes en Cinco horas con Ma-

rio, cuando nos describe la vida de un hombre precisa-

mente el día de su muerte desde el recuerdo de su mujer.

Todo un ejemplo de saber hacer, de estilo y dignidad ab-

soluta ante la muerte entendida como vida.

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El tema del poder está de moda siempre. Con des-

trezas más o menos logradas ha sido tratado en todas las

épocas de las maneras más diversas... desde aquel prisio-

nero que en un romance no reclama su libertad, sino que

se queja de que han matado un ave que le cantaba al

amanecer y le separaba los días de las noches que él no

podía apreciar desde la oscuridad de su mazmorra. Tam-

bién el tema del poder barniza toda la novela social espa-

ñola de los años cincuenta y sesenta, ensordecida denun-

cia contra la opresión, y una de las más coherentes épocas

de nuestra novela.

El siglo para contar historias de amor es el XIX,

aunque los maestros ya lo habían hecho antes. Los verda-

deros artífices de historias de amor fueron los autores de

los libros de caballerías: ahí están los amadíes, los lisar-

dos, y los palmerines, y luego don Quijote, que superó a

todos elevándose como ejemplo de enamorados junto con

la tan cursi pero tan increíblemente lograda tragedia que

es Romeo y Julieta.

No creo sin embargo que los argumentos sean lo

fundamental. Cuenta el director de cine Albert Hitchcock

que tuvo que rodearse de escritores especializados en

guiones cinematográficos en busca de mantener la bri-

llantez justamente ganada de sus películas. A mitad de su

carrera sus guiones fueron, según él mismo cuenta, un

trabajo colectivo en el que participaban con gran empeño

y delicadeza varios especialistas. Uno de ellos le dijo una

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vez que siempre se le ocurrían los mejores argumentos en

esos minutos que, al acostarse, preceden al sueño, pero a

la mañana siguiente sistemáticamente los olvidaba.

Hitchcock le recomendó que los escribiera antes de dor-

mirse. Y así lo hizo. Una noche los anotó en el cuaderno

que había previsto para tal fin en la mesita de noche. A la

mañana siguiente mientras se estaba afeitando recordó

que la noche anterior había anotado su guión, y fue a

buscarlo. Allí había resumido su idea que decía así: “Chi-

co conoce chica y se enamora de ella”. ..... No había ano-

tado sino el esquema de miles de historias.

Así podemos analizar muchos esquemas argumen-

tales. Los western son, salvo grandes excepciones, histo-

rias de un hombre que va a un pueblo, mata, sufre un

agravio, vuelve, lo resuelve, viene de nuevo... muere al-

guien... Ya no interesan tanto los argumentos como la

manera de contarlos... y sin embargo cuando están bien

hechas, estas y otras películas de argumentos semejantes

siguen levantando entusiasmos.

3.

En tercer lugar coloco a la genialidad.

La genialidad es algo tan complejo y enigmático

que carece de explicación. Muchos escritores que tienen

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una amplia obra solo son geniales en una de ellas y eso

nos lleva a pensar que más que hablar de ingenio habría

que hablar de momentos de ingenio, de una inspiración

capaz de llevar a un escritor en un momento de su vida al

cenit de su carrera literaria.

El genio pertenece a un instante y a un cúmulo de

circunstancias. Y aunque es muy espinoso y polémico lo

que voy a decir, yo creo que solo hay dos grandes genios

entre los grandes en el arte de contar historias, y todos los

demás narradores a veces destellan en algunas de sus

obras, pero no alcanzan la infinita capacidad de los que

nos contaron las cosas de tal manera que desde entonces

nadie los ha superado. Esa es la clave, la capacidad de

sacar de las historias toda su grandeza y miserias a la vez

para hacer de ellas principios universales y eternos.

Hubo un inglés, Shakespeare, rodeado de la aureo-

la de los genios, capaz de llegar a todos los rincones de la

condición humana y de contarlo como quien no quiere

hacerlo... Sus personajes son seres de carne y hueso, con

sus miserias y sus grandezas al descubierto... Y lo increí-

ble es que fue capaz de unir a la naturalidad los más pro-

fundos sentimientos del hombre unas situaciones que

mantienen en vilo la atención del espectador o del lector.

Desde entonces muchos escritores han contado su historia

con gran habilidad y maestría, y nos deleitan sus obras,

pero nadie ha añadido nada a lo que él hizo. A ese nivel

solo encuentro a un contador de historias más, a Miguel

de Cervantes, un español que cuando pensaba que no

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podía esperar nada de la vida, cuando se puso a escribir

una historia distanciado de todo su entorno, incluso de sí

mismo, salió de su pluma una obra que contiene en tono

de humor principios tan universales y suavemente ex-

puestos que nadie tampoco ha sido capaz desde entonces,

de añadir una pizca a lo que él hizo. Todos los demás

están, a mi parecer, incomprensiblemente distanciados

del modo de hacer de Shakespeare y Cervantes.

Borges dijo de Shakespeare que era todo el mundo

y nadie. También podríamos decir que su obra es a la vez,

y esto es difícil de encontrar en un narrador, autobio-

gráfica y universal, personal e impersonal, fragmentaria y

completa, e incluso, por cerrar esta lista, bisexual y hete-

rosexual.

4

El cuarto principio, y el que recoge a todos los de-

más es la posesión, y digo bien la posesión, del univer-

so narrativo.

Mucha gente hace un viaje a la ciudad de Praga,

lugar muy atractivo durante los últimos años. Si el viajero

visita la ciudad durante un par de días, guardará en su

memoria una idea de ella: sus calles, sus construcciones,

sus gentes, la lengua que ha oído... Si además ha tenido

un buen guía, podrá identificar muchos asuntos más: épo-

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cas, evolución de la gente, situación económica y política

del país... Si su estancia ha sido de dos semanas, podrá

haber entrado con mayor profundidad en el temperamen-

to de la gente. Si además había aprendido un poco de

checo, y ya había leído algo sobre la historia del país, su

universo se agranda. Pero si su estancia ha sido de más de

unas semanas, y también sabía suficientemente la lengua

para hablar con la gente, y ha conocido amigos del país a

los que a partir de ahora les va a escribir, y si además ha

conocido a un amigo o amiga con mucha más intensidad

e intimidad que le ha presentado a otros amigos, y juntos

han salido por las tardes, han compartido las experiencias

habituales de la vida diaria de la ciudad, y ha oído hablar

de sus inquietudes, si todo esto ha sucedido en un grado u

otro, la ciudad de Praga entra en la vida del individuo

como una dimensión más de su mundo. Está en él. Le

gustará hablar de ello, recibir noticias de allí, fijarse en la

que los medios de comunicación dan en España, añadir a

sus conocimientos los de la historia del país, sus pensado-

res, sus escritores, el mundo político... habrá creado un

universo nuevo que forma parte de su personalidad, de su

manera de ser, de sus deseos e inquietudes. Será el uni-

verso de Praga a través de la historia o historias que co-

noce de sus amigos.

Pues yo he sentido siempre un sentimiento muy pa-

recido con mis amigos de, pongamos por caso, Fortunata

y Jacinta de Galdós. Mi universo narrativo me ha llevado

a no identificarme con ninguno de ellos, pero con fre-

cuencia me fijo en las calles del centro de Madrid y re-

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cuerdo lo que el autor describió en la novela. Conozco a

los personajes mejor que a muchos de mis amigos y me

congratula saber que, como sucede en la vida misma, allí

no hay héroes, sino gente con cualidades y defectos, con

modos de ser que me atraen y me gustaría imitar, y con

otros comportamientos que detesto. Conozco a Fortunata

como al mejor de mis amigos, la descubro por las calles

de la ciudad entre gentes como los Arnáiz, o los Santa

Cruz; conozco a Maximiliano Rubín y unas veces me

apiado de él, y otras veces ensalzo la vida que le tocó vi-

vir. Mi universo narrativo de Fortunata y Jacinta, a cuyas

páginas tantas veces me he asomado, es uno de los más

bellos que jamás me ha proporcionado una novela. Con

mis amigos que la conocen también me gusta jugar a

comparar a la gente que conocemos con los personajes de

la novela que también conocemos, y muchas veces des-

cubrimos saber mucho más de los de ficción, construidos

como seres reales, que de los que hemos visto en carne y

hueso.

Ese universo narrativo que proporciona la novela

no se vive con la misma experiencia que el real, pero se

instala en nuestro entendimiento como si lo hubiéramos

vivido, se instala en nosotros como queda instalada la

experiencia real, y nos consideramos poseedores de aque-

lla experiencia como si hubiéramos pasado por ella. Yo

conozco el Madrid de Fortunata, lo tengo en mí mismo,

lo poseo, y he pasado muchos momentos de mi vida

enormemente gratos gracias a esa parcela tan particular-

mente brillante de mi desmedrado patrimonio cultural.

Page 22: El arte de contar historias

22

Difícilmente cualquier otra experiencia artística

tiene el mismo poder o goza del semejante privilegio.

- - - - -

Por eso a mí, como comentarista de novelas, ya no

me interesan los argumentos, me interesa, como a tantos

lectores, que desde las primeras líneas el escritor me cau-

tive: por mi interés personal, por las emociones, por la

genialidad o por el universo narrativo. Necesito ser sedu-

cido, ser embaucado, y si en las primeras páginas el escri-

tor no me hechiza, abandono el libro. Creo en los conta-

dores de historias que como Chejov, Calvino, Maupas-

sant, pero sobre todo Chejov, me enseñan que la literatura

es una forma del bien.

Se publican tantas historias que no estoy dispuesto

a regalar mi tiempo a ninguna de ellas, y huyo y he de

huir y de la misma manera que deseo irme cuando llego a

un lugar inhóspito. Discrepo de lo que decía Umberto

Eco en la década de los sesenta acerca de que en todo li-

bro hay algo de interés. Creo que ahora se publican libros

sin ningún interés, y que ese caos exige mucha prudencia.

Comparto mucho más la opinión del contador de historias

Wenceslao Fernández Flórez cuando decía que él nunca

leía a malos escritores, ni siquiera para desdeñarlos por-

que siempre hay un grumo de tontería que se pega.

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Por eso, como he querido razonar a lo largo de esta

charla, convendría leer solo lo mejor de cuanto se ha es-

crito. Decía el filósofo Jaime Balmes que se ha de leer

mucho, sí, pero no muchos libros. Esta es una regla exce-

lente. Y añadía: “La lectura es como el alimento: el pro-

vecho no está en proporción de lo que se come, sino de lo

que se digiere.” La idea se completa muy bien con lo que

decía Oscar Wilde: “Si no te causa placer leer un libro

una y otra vez, es que no vale la pena ser leído.”

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Oír historias. Contar historias. El arte de contar his-

torias es mágico, nos embauca. Hay personajes de la lite-

ratura que conocemos tanto y corren tan poco riesgo de

que nos enfrentemos con ellos porque cambien su carác-

ter que los recordamos, y pensamos en ellos y los quere-

mos como si fueran reales, como si fueran nuestros. Ahí

está Hamlet, y Raskolnikov, o el casi innominado Marcel

(solo un par de veces en unas ochocientas páginas) de En

busca del tiempo perdido y los amigos Naphta y Septem-

brini de la Montaña mágica de Thomas Mann, y la Ana

Ozores de La Regenta, tan capaz de ingresar sin condi-

ciones en nuestro círculo de amistades. Y de otros, tam-

bién amigos nuestros de alta estopa, nos apiadamos, co-

mo de Alonso Quijano y Sancho Panza, de Angel Guerra,

del doctor Centeno... de Martín Marco en La Colmena.

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Las historias nos cautivan como nos cautiva el

amor o la amistad. Desde el pequeño relato del día a día

dedicado a describir cómo el tráfico nos ha amargado la

tarde, o cómo hemos conseguido un éxito en el trabajo,

hasta Crimen y Castigo de Dostoievski son capaces de

procurarnos ese placer tan indescriptible que tiene los

mismos fundamentos.

Los hombres somos puro sentimiento. La concen-

tración en la lectura de un libro se parece mucho al estado

del hombre o la mujer enamorados: el pensamiento se

disipa, se alejan los permanentes ataques de ideas confu-

sas que no hacen sino trastornar la mente, nos alejamos

de esos achaques de la cotidianeidad, de la concentración

en las pequeñas ideas de la convivencia y nos refugiamos

en un mundo interno que agradablemente nos envuelve.

Y nos envuelve primero porque entramos en la historia y

analizamos o nos recreamos en lo que vamos leyendo con

el mismo placer que esperamos lo que viene después.

Ocupamos la mente, como el enamorado, de manera ple-

na, con todas las bellas ideas que ofrecen las grandes lec-

turas. Conocemos a nuestros personajes a la manera que

queremos, sin límites. Conocemos su intimidad, entramos

en sus dormitorios, en sus armarios, en sus cajones, en

sus pensamientos sabemos cómo y donde tienen guarda-

dos sus secretos materiales o inmateriales y nos apropia-

mos de la deslumbrante profundidad de sus almas, y esa

posesión y goce nos produce algo parecido al placer que

también acompaña a la mujer o al hombre enamorado.

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El libro, un buen libro, nos da acceso a un mundo

placentero especialmente nuestro con uno de los medios

más fáciles y económicos que tenemos a nuestro alcance:

solo hay que concentrarse para leer y a veces la concen-

tración llega con el deseo de hacerlo; y, sobre todo, que

lo que hay frente a nosotros sea un buen libro, o al menos

un libro capaz de proporcionarnos ese placer deseado que

describía anteriormente. Un libro que no tiene por qué ser

el que nos aconsejan, pero sí el adecuado para despertar

ese mundo interno que todas las personas llevamos de-

ntro y que es el que se muestra más capaz de ennoblecer

a los individuos.

La extensión de nuestras lecturas y la pasión con

que las leemos se desarrolla mucho más con la juventud

que con la madurez. Un tanto inconscientemente en la

juventud nos identificamos con nuestros personajes favo-

ritos, y ese placer forma parte legítima de la experiencia

de la lectura, incluso si en la madurez deja de ser inocen-

te y se convierte en sentimental. Nuestras experiencias

están íntimamente relacionadas con nuestras lecturas. Los

personajes de nuestras novelas conocen a otros persona-

jes de la misma manera que nosotros conocemos a otras

personas y de modo semejante a como debemos aceptar

los trastornos que trae consigo ese conocimiento que

hemos de estar dispuestos a asumir por aquello que lee-

mos.

Y puestos a elegir, y por esto que vengo diciendo,

yo prefiero las novelas largas a las cortas.

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Hay novelas cortas bellísimas como El viejo y el

mar de Heminguay, El perfume de Patrick Sunsick o La

familia de Pascual Duarte de Camilo José Cela, o Cróni-

ca de una muerte anunciada de Gabriel García Márquez.

Son novelas seductoras, fascinantes, de las que hipnoti-

zan. Son historias contadas con tanto gusto y acierto que

dejan una gozosa y melancólica sensación, pero lamenta-

blemente breve, y por tanto más propensa a ser efímera.

Uno guarda un excelente recuerdo, sí, pero difícil de aca-

riciar porque lo que ha dejado en nosotros está también

condicionado por el tiempo dedicado a sumergirnos en

sus páginas.

Las novelas largas, por el contrario, nos permiten

familiarizarnos con ellas, llegar a ellas. Hay novelas co-

mo En busca del tiempo perdido de Marcel Proust, Cla-

rissa de Samuel Richardson o El Quijote en las que aun-

que leamos un poco cada día es difícil seguir su argumen-

to. Incluso cuando son algo más breves como El rojo y el

negro de Stendhal el lector se queda abrumado ante una

exigencia tan grande en tiempo y en dedicación.

Creo que estas novelas hay que leerlas por el pro-

gresivo desarrollo de los personajes y por los cambios

graduales que se van produciendo, y dejar un poco de la-

do el argumento. Don Quijote y Sancho, Swann y Alber-

tina, de En Busca del tiempo perdido o Amadís y Oriana

en Amadís de Gaula acaban siendo seres tan íntimos, y en

el fondo tan enigmáticos como nuestros mejores amigos.

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Y si es un placer muy puro leer por primera vez una gran

novela, la experiencia de la segunda lectura es distinta,

pero mucho mejor aún. Solo entonces, en la segunda lec-

tura, se accede a la perspectiva, antes inaccesible, y los

placeres pueden ser más variados e ilustrativos que los de

la primera. Se conoce lo que va a ocurrir, y se va viendo

el cómo y el porqué desde perspectivas que la primera

lectura no permitía adoptar. Lamento por mí mismo que

este principio esté tan en contra de las leyes de la distri-

bución moderna del tiempo. ¿Cómo voy a leer algo que

ya he leído con tantos libros que no he leído? Sí. Ese es el

problema. El bosque impide ver el bosque. Nos confor-

mamos con árboles mediocres y a medio crecer que nos

impiden ver los grandes prodigios de la naturaleza.

Cuando leemos por primera vez una historia llena

de arte, una de esas enormes obras completas en arte na-

rrativo, debemos abordarla sin condescendencia y sin

miedo. Solo así podremos gozar de ella. Cuando en ese

momento placentero del principio de un libro abrimos las

primeras páginas y empezamos a llenar nuestro entendi-

miento, ávido de recoger la historia, esponja seca deseosa

de ser humedecida, debemos reducir al mínimo nuestras

ansias, dejarnos balancear sin esfuerzo por lo que vamos

viendo. Debemos sumergirnos en las páginas y conceder

a quien las tiñe de letras, que es el artista de la palabra,

todas las posibilidades para que se apodere de nuestra

atención. Rendirnos ante él. Hay muchas maneras de

concentrarse en la historia, y en todas está implicada

nuestra atenta receptividad, nuestra sabia y sosegada pa-

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sividad que permite que nos empapemos de lo que vamos

leyendo.

¿Y qué debe leerse?.... Cuando dentro de unos días

nuestro especialista en ciencia nos hable de las últimas

noticias sobre el origen del hombre nos dirá que hay que

leer lo más nuevo, pero si queremos saborear el arte de

contar historias debemos leer lo más viejo. La literatura

clásica siempre es nueva. Voy a ser un poco exagerado

con esta idea: me parece que mientras uno no haya bebi-

do en abundancia en la fuente de los consagrados, no tie-

ne ninguna razón para acercarse a quienes aún no han

recibido la alternativa. Decía Descartes que la lectura es

una conversación con los hombres más ilustres de los si-

glos pasados. A todos nos agrada hablar con amigos inte-

resantes cuando son realmente ilustres, no cuando alguien

les ha puesto una etiqueta para hacernos creer que lo son.

Nos sentimos tan felices concentrados en la lectura

de un libro... Probablemente muchas personas lo descu-

brieron hace ya miles de años, pero solo desde Aristóte-

les, hace solo unos veintitrés siglos, nada más, quedó se-

llada la idea. El llegó a la conclusión de que lo que bus-

can los hombres y las mujeres más que cualquier otra co-

sa es la felicidad.... y ¿cuándo se sienten satisfechas las

personas?.... La felicidad probablemente no es algo que

sucede. No es el resultado de la buena suerte o del azar.

No parece depender de los acontecimientos externos, sino

más bien de cómo los interpretamos. De hecho, la felici-

dad es una condición vital que cada persona debe prepa-

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rar, cultivar y defender individualmente... Decía Mon-

tesquieu que amar la lectura es trocar horas de hastío por

horas deliciosas, y añadió:

“El estudio siempre ha sido para mí el soberano

remedio contra los disgustos de la vida. Nunca he tenido

ni un momento de pesar que una hora de lectura no me

haya disipado.”

Es más dulce leer, oír historias narradas con arte,

que muchos otros aparentes placeres de la existencia.

Así, individualmente, como entendemos el amor o

la amistad defendemos nuestro mundo, el mundo de las

historias, el mágico mundo de las historias y su arte.