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EL PASO POR LISBOA: EL MUNDO DE PERSILES COMO RELOJ DE ARENA Sorin Márculescu Escritor ( Bucarest, Rumania) La crítica de Persiles se concentra generalmente en algunas perspectivas consideradas tradicionalmente como muy impor- tantes: composición de la obra (partes, capítulos, epígrafes, etc.); tiempo (cronología de la misma: intenta -la de los episodios narrativos y de la duración narrativa-, y externa -relaciones con los episodios de la vida de Cervantes y con la historia real o vivida); espacio (marco geográfico de la/las acción acciones); género (enlaces con los géneros tradicionales o con sus variantes renacentistas o barrocas, con la epopeya y la novela bizantina o griega); valor (con respecto al resto de las obras cervantinas, y, en primer lugar, al Quijote); fuentes de los procedimientos retóricos y de las informaciones de cualquier índole empleadas en el Per- siles, o de la onomástica de los personajes, etc.; sentido global de la obra. Pero, traduciendo esta novela a mi lengua, el rumano (en 1978-79), y revisándola pormenorizadamente con ocasión de la segunda edición (2002), creo haber descubierto una perspectiva menos visible, pero más reveladora: la de una estructura profun- da, asequible por una propuesta de lectura espacial y en hiper- texto de Los trabajos de Persiles y Sigismundo. Me parece haber hallado un incentivo teórico en un importan- te y aún vigente artículo del crítico norteamericano Joseph Frank 1 , quien propuso y desarrolló el concepto de ..forma espa- cial". Muy brevemente, siguiendo las huellas del viejo análisis de Lessing en su Laocoon, Frank ve en la „forma espacial" aplicada a la literatura un esfuerzo de abstracción y de contemplación de la obra entera en un „marco congelado" (frozen fromc) o de inocu- lación en la misma de „un momento de congelación" (freczing moment), lo cual suspendería su curso temporal y permitiría su ACTAS V - ACTAS CERVANTISTAS. Sorin MARCULESCU. El paso por Lisboa: El mundo de ...

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EL P A S O P O R L I S B O A : E L M U N D O D E PERSILES C O M O R E L O J D E A R E N A

S o r i n M á r c u l e s c u Escritor ( Bucarest, Rumania)

La crítica de Persiles se concentra generalmente en algunas perspectivas consideradas tradicionalmente como muy impor­tantes: composición de la obra (partes, capítulos, epígrafes, etc.); tiempo (cronología de la misma: intenta - la de los episodios narrativos y de la duración narrativa-, y externa -relaciones con los episodios de la vida de Cervantes y con la historia real o vivida); espacio (marco geográfico de la/las acción acciones); género (enlaces con los géneros tradicionales o con sus variantes renacentistas o barrocas, con la epopeya y la novela bizantina o griega); valor (con respecto al resto de las obras cervantinas, y, en primer lugar, al Quijote); fuentes de los procedimientos retóricos y de las informaciones de cualquier índole empleadas en el Per-siles, o de la onomástica de los personajes, etc.; sentido global de la obra. Pero, traduciendo esta novela a mi lengua, el rumano (en 1978-79), y revisándola pormenorizadamente con ocasión de la segunda edición (2002), creo haber descubierto una perspectiva menos visible, pero más reveladora: la de una estructura profun­da, asequible por una propuesta de lectura espacial y en hiper-texto de Los trabajos de Persiles y Sigismundo.

Me parece haber hallado un incentivo teórico en un importan­te y aún vigente artículo del crítico norteamericano Joseph Frank 1, quien propuso y desarrolló el concepto de ..forma espa­cial". Muy brevemente, siguiendo las huellas del viejo análisis de Lessing en su Laocoon, Frank ve en la „forma espacial" aplicada a la literatura un esfuerzo de abstracción y de contemplación de la obra entera en un „marco congelado" (frozen fromc) o de inocu­lación en la misma de „un momento de congelación" (freczing moment), lo cual suspendería su curso temporal y permitiría su

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contemplación total, como a un objeto tridimensional. Posterior­mente, la era de la informática y de los ordenadores inició expan­siones importantes de esta visión. Apareció el concepto de hiper-texto (Ted Nelson, 1965). El hipertexto (concepto no idéntico al de G. Genette) nos permite reemplazar la percepción únicamente secuencial de la obra literaria y de contemplar su circularidad, su desenvolvimiento espiritual, sus éntrete j ¡miemos recíprocos, su fluidez y inmovilidad relativas. La obra literaria puede ser, así, percebida como una construcción juntamente espacial y temporal, como una singularidad del espacio-tiempo einsteiniano".

Imaginó Cervantes en su novela postuma un engaste, en que la evolución de una pareja de enamorados, azotados por todas las desgracias, pero inconmovibles en su camino, desde el lejano Norte, hasta Roma, „cielo de la tierra", pueda tener significados más amplios que una mera aventura particular, hasta llegar a ser una epopeya -un poema religioso- de la Europa cristiana. Toda la peregrinación de los héroes se desarrolla a lo largo de una mul­titud desconcertante de episodios, de „trabajos" iniciáticos, inme­diatamente conexionables al hilo narrativo principal, y de narra­ciones intercaladas, en medio de los cuales se nos echa repenti­namente, //) medias res, al presenciar el nacimiento penoso de los héroes, como sacados o expulsados a la luz, en una violenta esce­nificación de contrastes, presente en el trascurso entero del argu­mento, de una cueva matricial de oscuridad amorfa hacia una meta de purificación, llevando al reencuentro de sí mismo, por la voluntad y bajo el encauzamiento, a menudo difícil de compren­der, de la Providencia divina. Proyectados exactamente en lo más recio de los sucesos, casi en medio de la extensión temporal de la narración, que cubre un poco más de dos años, nos enteramos de la primera mitad por relatos sucesivos ofrecidos a lo largo de la novela, los principios y la motivación primigenios estando descu­biertos apenas al final, en el diálogo de Serafido y Rutilio, que nos revelan las verdaderas identidades y alcurnias de Periandro alias Persiles, y de Auristela alias Sigismunda.

Las avalanchas de pruebas por las que pasan los héroes - y en primer lugar la pareja principal, ya que ésta determina las evo­luciones de otras parejas semejantes o retoma algo de las mismas por reduplicación- parecen a primera vista incongruentes o sim-

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plemente estereotipadas o, a lo mejor, conformes a los usos lite­rarios de la época de Cervantes. La impresión predominante es la de movimiento ininterrumpido, de hormigueo caótico, los héroes vagan empujados por pasiones, deseos, impulsos de remisión, a menudo sin meta alguna o con propósitos que no parecen ser más que un pretexto devoto: la misma peregrinación de la pareja epónima a Roma, ciudad de la Iglesia católica triunfadora, em­prendido para acrisolar su fe en la cuna del catolicismo, lavándola de herejías y confusiones y esperando conseguir la benedicción del Sumo Pontífice, no es inicialmente, como se sabe, más que un pretexto. Pero el pretexto se refina no obstante y se confunde con la meta superior, lo vital alcanza dimensiones espirituales, y la rectitud ascética de los dos enamorados, cercana a la frigidez, acaba finalmente en el sacramento de las bodas, asegurando a través de sus sucesores la continuidad de los „trabajos" en la infinitud de la historia mundana. Nos reprimimos difícilmente como lectores la impresión de que todos los personajes de la novela se revuelven presos irremisiblemente en un torbellino bowniano absurdo y sin salvación. Este movimiento al parecer caótico llega sin embargo a configurarse en una primera imagen significativa declarada, los „trabajos" se ordenan en capas de fuerzas aparentemente ordenadas, así que Sigismunda se siente autorizada a hacer constar hacia el final de la novela, dirigiéndose a Persiles: „Nuestras almas, como tú bien sabes y como aquí me han enseñado, siempre están en continuo movimiento y no pueden parar sino en Dios, como en su centro. En esta vida, los deseos son infinitos, y unos se encadenan de otros y se eslabonan, y van formando una cadena que tal vez llega al cielo y tal se sume en el infierno" (III, 10). Hay por consiguiente un punto cósmico, un suceso ínfimo y, a la vez, un „atractor extraño" (acudo a la teoría del caos) que, sin abolir la indeterminación, la asienta en un molde armonioso, fascinante y expansivo, animado igual­mente por el horizonte del orden y el del desorden. La cadena, „the great chain of Being", como expresión de la coherencia y la jerarquía, es así una de la grandes metáforas estaicturantes de esta novela, debidamente analizada por importantes críticos (J. B. Avalle-Arce', A. K. Forcione 4).

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Puntualiza Sigismunda que esta cadena no tiene obligato­riamente una dirección ascendente, sino „tal vez llega al cielo y tal se sume en el infierno". Se trata pues de una multitud de „ca-denas" y de „mallas", de estructuras polares e iterables, a veces cumulativas, dado que no hay un „arriba" y un „abajo" inequí­vocamente ubicables en el espacio, el infierno y el paraíso no están inmutablemente situados en un geografía escatológica pre­determinada, sino que se hallan dondequiera, son inmanentes y tienen una individualidad dinámica, una movilidad y ubicuidad desconcertantes. La impresión de trastorno y meneo caóticos no debe determinarnos tratar de hallar una reducción metafórica unívoca del todo, sino una tan móvil como las partes, pero supe­rior a la suma de las mismas a fuer de un padadójico principio or­ganizador, exterior y juntamente intrínseco a todo elemento separado y singular.

El universo de Pcrsilcs me parece más inteligible si lo consi­deramos, igual que al universo en que nosotros mismos exis­timos, como a uno no lineal, es decir como a un todo holístico dentro del cual todo está interconexionado, y donde se da, a pesar de la fuerte impresión de desorden, un orden sutil, presente tanto en las partes, como en el todo, superior a todas éstas.

A la luz de estas consideraciones preliminares podremos mi­rar de una manera más adecuada, creo yo, el problema de la bi­partición de la novela, de larga fecha y estérilmente discutida. La primera mitad (libros I y II) trascurre en regiones septentrionales, en una geografía en gran medida, diriamos hoy, imaginaria, pero plenamente acreditada en su tiempo (véanse verbigracia los tra­bajos de Carlos Romero 5 e Isabel Lozano Renieblas 6) por las fuentes eruditas aprovechadas con buena fe por Cenantes y sus contemporáneos; la segunda mitad (libros 111 y IV) se consuma en la zona meridional (Portugal, España, Francia e Italia), general­mente muy bien conocida por Cervantes (salvo tal vez el reino de Francia, donde la imprecisión del itinerario se parece a la vague­dad de las nieblas nórdicas): surge de aquí la impresión de r e a ­lismo", y de creciente autenticidad de los tipos y lugares. Muchí­simos críticos siguen aún hoy en día sosteniendo que la parte más valiosa de la novela es, por esta razón, precisamente la segunda

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mitad, pagando Cervantes en la primera un duro tributo a la descabellada fantasía y flojedad de los tipos.

La „bipartición" global del libro se transmite también a su estructura episódica, los elementos individuales participando de la misma estructura que el todo, cada episodio, tema o motivo presentes en la primera mitad, es decir en la septentrional, tienen, casi sin excepción, su correspondiente simétrico que potencia o modifica su función en la segunda mitad, ocurriendo esto en un espacio dinámico y reverberante de una facftira especial. En nin­gún caso las dos „zonas" se pueden juzgar por separado, porque entre ellas hay una comunicación orgánica permanente, tampoco el sentido Norte-Sur de la peregrinación constituye siempre el camino preciso de la recuperación y del reencuentro de sí mismo. Se puede decir que la exposición narrativa, tanto la diegética, como la extradiegética, de los acontecimientos de Persiles, se asemeja a un proceso de rememoración bajo la presión de un proyecto futuro que estaría configurando igualmente el pasado, estando él mismo influenciado por las modificaciones -mínimas o importantes- acumuladas en un desarrollo temporal impre­visible („efecto mariposa"). Podríamos decir asimismo que la sucesión de ..trabajos" aquilatadores no se cierre con el cumpli­miento de los votos hechos al empezar el camino hacia el „cen-tro" y al llegar al mismo, es decir a Roma, sino ellos son reto­mados en los microuniversos recorridos y se transmiten, con variaciones, a las generaciones sucesivas, significando de esta manera una condición ontologíca de supervivencia del ser humano en un mundo en que el „caos" no significa otra cosa que el grado de nuestra ignorancia o de nuestra carencia de fe.

No me parece demasiado importante en este sentido el aparente desequilibrio formal entre las dos mitades o „esferas": la primera, la septentrional, tiene cuarenta y cuatro capítulos (I -veinte y tres; II - veinte y uno); y la segunda, la meridional, sólo treinta y cinco (III - veinte y uno; IV - , la más breve de todas -catorce). En total, setenta y nueve capítulos.

Esquemáticamente hablando, la novela se presenta como sigue: estamos introducidos en la acción, como se sabe, aproxi­madamente a su mitad, esto es un año después del comienzo de la peregrinación de Persiles y Sigismunda. Del total de los setenta y

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nueve capítulos, cuarenta y cinco son consagrados al relato inme­diato de la acción principal desde el momento de su arranque. Del resto de treinta y cuatro capítulos, once son relatos de los perso­najes principales (la larga historia de Periandro ocupa a ella sola ocho capítulos: II, 10, 12, 13, 14, 15, 16, 18, 20), de papel retrospectivo, al completar la succesión narrativa; otros seis capí­tulos son relatos de unos personajes que integran la „escuadra" inicial de los peregrinos y están ampliando el hilo narrativo, interviniendo de vez en cuando directamente en la acción; por fin, hay once historias efectivamente intercaldas, enunciadas por per­sonajes estrictamente episódicos, sin contribución directa al tronco narrativo principal. Pero de una manera u otra, hasta esos episodios se ajustan a la esquema básica del homo viator o del peregrino de amor.

Hay además algunos espacios paradisíacos o loci amoeni en la novela: en el septentrión, la enclave de la cueva de Antonio el bárbaro y su familia en la isla de los bárbaros, y, también par­cialmente, la isla de Policarpio, luego la isla de los eremitas, y la isla onírica de Periandro, no exenta de infíltacionesc demoníacos; en la esfera meridional, hallamos dos espacios similares: el refu­gio de Soldino, que es también cueva (motivo recurrente tan en el Norte como en el Sur), y algunos contomos de Roma, así que una cierta Roma, la Roma sagrada (porque la Roma en su integridad es a la vez paraíso e infierno).

Ahora bien, el descenso iniciático de un escogido gaipo de peregrinos en la cueva del sabio Soldino (III, 18) se hace por una escalera oscura, acondicionada como atajo para llegar desde arri­ba a un verdadero locas amoenns inferior (el descenso alcanza aquí connotaciones ascencionales positivas), bajando por un poco menos de ochenta gradas („bajó por las gradas de la escura cueva y, a menos de ochenta gradas, se descubrió el cielo luciente y claro..."), esto es ¡exactamente el número total de los capítulos de la novela, setenta y nueve, o, si contamos como uno solo al dividido en dos partes (II, 7 1 , 7 :), setenta y ocho! No sé si esta curiosa especularización aritmológica haya sido ya notada: su importancia me parece muy grande, y para mi es una prueba más de la estructura rematadamente cohesiva del Persiles, incluso si se trata de un significativo azar numérico, o (menos probable, ¡y

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aún menos interesante!) de un recurso deliberado del autor. Tanto más cuanto que este núcleo especular aflora en aquel refugio del sabio Soldino, el último y el más fidedigno ermitaño y emisor de profecías de Persiles. Se trata más bien de aquella orden sutil que informa todo universo no lineal, holístico, y que tiene innume­rables y diversas manifestaciones. Las dos esferas se espejan mutuamente, se vuelcan la una en la otra, se organizan recíprocamente y se están ofreciendo orden y desorden sucesivos la una para la otra. La peregrinación con el fin de acrisolarse espiritualmente no es lineal, los espacios redimidores se aparejan y se prefiguran, imbricados en los de perdición („Parece que el bien y el mal distan tan poco el uno del otro que son como dos líneas concurrentes, que, aunque parten de apartados y diferentes principios, acaban en un punto", IV, 12). Algunos ejemplos: Ortel Banedre, el polaco desgraciado, termina falleciendo en la Roma misma, cuando menos lo esperaba; ahí mismo están a punto de perecer y se hunden cada vez más en la abyección su infiel esposa, Luisa la Talaverana, y su amante, el arriero Bartolomé; al cabo de un descenso sin peripecias del lejano Norte, ahí mismo muere también, abatido por la mutación, esa enfermedad implacable, típica de esos lugares, Maximino, hermano de Persi­les, salido en busca de los dos jóvenes, para no hablar de que la propia Sigismunda está a punto de fallar la verdadera iniciación en lo humano, decidiéndose, en un determinado momento de la últimas páginas de la novela, a hacerse monja, renunciando pues a su casamiento con Persiles. Por otra parte, el Septentrión, polo del mal, tiene, a su vez, sus focos epifánicos y purificadores: en plena isla de los bárbaros, el pequeño refugio de Antonio el bárbaro y su familia, donde se expone un credo católico simétrico al impartido a Auristela en Roma; la isla de las Ermitas, donde se había refugiado la casta pareja de Renato y Eusebia, consumiendo allí su penitente matrimonio blanco (II, 18-19); en la misma isla pasa un período penitencial Rutilio, el personaje maleficiado en la propia Roma (II, 17-21); y ante todo, el Septentrión tiene su propia „Roma", su propio „centro" o „cielo", que se nos revela apenas al final del Persiles ( IV, 12), en el discurso de un relato que Serafido, el ayo de Persiles, hace a Rutilo, sobre las tierras hiperbóreas, sitas más allá de la fabulosa Tile o Thule de los anti-

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guos: se trata del monasterio de las cuatro naciones, que acumu­laba plurilingüismo, catolicismo y, en un entorno eternamente congelado, calor vivificante, para que tan sólo unas líneas más abajo, los peregrinos se hallen delante del „centro de los centros", la catedral romana de San Pablo.

Roma, por otra parte, está llena de imperfecciones y ambi­güedades („Roma - cielo de la tierra" „no está puesta en el cielo" - II, 7 1), los peregrinos la descubren desde un „alto montecillo" exterior a la Ciudad Eterna, mientras que el lugar purificador del Norte, el monasterio de Santo Tomás, está situado justamente en „alto montecillo". En ese montecillo, los peregrinos escuchan un soneto de glorificación a Roma, contrarrestado por la evocación de otro soneto difamatorio (IV, 2). Entran en la ciudad por el barrio de las prostitutas, el Hortacho, cerca del barrio judío. En Roma no manda solamente el Papa, sino también un gobernador civil, bajo cuya protección se derrochan antojos, venalidad y corruptela: la perdición tiende allí trampas igualmente peligrosas que entre los habitantes no catequizados del Norte; se puede decir incluso que, en la perspectiva de uno de los cuentos intercalados (a saber el de Rutilio [I, 7-9], Roma se manifiesta como un verdadero infierno, contrapartida activa de aquella Roma anhe­lada por los personajes durante su larga y movida peregrinatio vitae y peregrinatio amoris. Lo mismo puede decirse de un caso en que la peregrinación a Roma se transforma en „huida" irracional hacia Roma, como lo hacen Bartolomé el arriero y Luisa Talaverana (III, 18).

El Septentrión, a pesar de ser sede de la terrible isla de los bárbaros, símbolo del totalitarismo, discrecionalismo y supers­tición ideológicos, y centro de una periódica expansión del mal, ampara a la vez algunos ideales políticos, tal vez disimulados, de Cervantes: la monarquía electiva en la isla de Policarpio, que, sintomáticamente, no tiene nombre (I, 21 sigs.); la „república rústica" de los pescadores (II, 10); la libertad entrevista en las heréticas ciudades alemanas supeditadas por el Imperio (II, 19). Los focos del mal en el Septentrión no se apagan definitivamente pero también la irradiación benéfica del Sur tiene a veces una ca­pacidad de acción muy limitada.

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Las aventuras y los episodios se agrupan casi invariablemente en forma binaria o ternaria, en parejas simétricas o contrastantes, entre las cuales se encienden sendos arcos voltaicos de signifi­cados simbólicos: la cueva-cárcel de la cual, en las primeras pági­nas del libro (I, 1), nacen penosamente los héroes, como de un es­pacio matricial primitivo, igual al espacio cavernario de donde aparecen las figuras ambiguas en la isla onírica de Periandro (II, 15), tienen su correspondiente meridional en la cueva del sabio Soldino, de donde los viajeros se fortifican espiritualmente; al motivo de la cueva como espacio intrauterino se le puede asimilar también el episodio del barco volcado por la tormenta, de cuyas entrañas sacan a los peregrinos a vista de la isla de Policarpio: „Grande fue la priesa que se dieron a serrar el bajel y grande el deseo que todos tenían de ver el parto'" (itálicas mías), de donde se ve que el autor mismo nos ofrece la clave de una posible lectura arquetipal (II, 2). El barco es gruta y, a la vez, vehículo mortuorio. El motivo de la gruta matricial aparece una vez más, bajo la forma del hueco en el tronco de la „encina preñada", en la cual el viejo pastor encierra a Feliciana de la Voz, ella misma recién parida (III, 3). De la historia de Ortel Banedre (III, 7) se puede ver que él mismo pasa por la ..prueba de la gruta" (el „hueco por cima de este lecho", bajo un tapiz, en casa de doña Guiomar de Sosa), pero su „re-nacimiento", a pesar del desenlace feliz de ese episodio, no es sino uno de signo negativo, en el espacio de la muerte. Las escenas en que Antonio el joven es seducido sucesivamente por Rosamunda (I, 19) y Zenotia (II, 8) tienen su eco en los episodios de Sinforosa (II, 3—4 sigs.) y de Hipólita (IV, 7) , su meta amorosa siendo Periandro; la historia del portugués enamorado, Manuel de Sosa Coitiño (I, 10), a quien su novia abandona por Cristo, haciéndose monja, se recoge temá­ticamente hacia el final de la novela (IV, 10), en la escena en que Sigismunda, decidida de encaminarse al cielo, se inclina a dejar de casarse con Persiles; el salto a caballo desde el acantilado de Bituania al mar completamente helado, a raíz del cual Persiles queda indemne, tiene su correspondiente negativo en la caída desde una torre, en Provenza, cuando faltó poco para que Persiles perdiese su vida (III, 14); los infinitos extravíos por mares y los sin número naufragios en la esfera septentrional hallan un último

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y débil eco en la única escena de la esfera meridional donde las aguas vuelven a ser amenazadoras, al vadear un río en Provenza (III, 15); Auristela se jacta, en la isla de los pescadores, de sus virtudes adivinadoras (I, 10), lo mismo que Constanza en el Sur (III, 16); las profecías mencionadas a lo largo de la novela se encuentran en ambas esferas, pero en un trayecto ascendente desde el punto de vista de lo fiable: a partir de la profecía mentirosa de la isla de los bárbaros (I, primeros capítulos), llegamos a las profecías a corto plazo de Mauricio (el barrena­miento del navio, el reencuentro con su hija, etc.), en la mitad nórdica de la novela, y, en la meridional, a las del jadraque morisco sobre el futuro magnífico de España (III, 1), y a las morales y pragmáticas de Soldino. O, de muchos otros posibles, he aquí dos ejemplos más: en esta novela ocurren simétricamente dos casamientos matrimonialmente no consumados a causa de sucesos más o menos ajenos a la voluntad de los esposos, y en sendos casos las novias huyen de sus casas, haciéndose cargo de los grandes riesgos de unas largas y enredadas peregrinaciones: pienso en el casamiento de Transila con Ladislao, en el Norte (I, 13), y en el de Ambrosia Agustina con Contarino de Arbolán-chez, en el Sur (III, 12). Además: tanto en el Norte como en el Sur se consuman sendas tragedias de la paternidad llevada al borde de la exasperación a causa de la imposibilidad de sustentar la familia: en el Norte, uno de los pescadores que sale a bordo del navio bajo el mando de Periandro en busca de las mujeres rapta­das por los corsarios ve en su imaginación a sus niños muñén­dose de hambre, y quiere ahorcarse (II, 13); en el Sur, los pere­grinos asisten al intento deseperado de un padre de salvar a sus niños de las garras de las miseria, vendiendo su libertad e incluso su vida misma (III, 13); en ambas coyunturas ocurre una inter­vención benéfica. O bien: tal como el monasterio de Santo Tomás, la ermita de los dos franceses, Renato y Eusebia (II, 17-19) se alza sobre una altura, y es especularizada por su corres­pondiente simétrico, la ermita de Soldino, situada esta vez en un i'a//e(III, 18).

Otro motivo destacado por su agrupamiento por parejas como si Hieran premeditadas es el de la flecha y del flechazo. Voy men­cionar solamente que las ocurrencias funcionales del motivo estar

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simétricamente distribuidas en las dos esferas de la novela: a ra­zón de cinco en cada una, incluso sendas utilizaciones meta­fóricas en la esfera septentrional („la rigurosa y desesperada fle­cha de los celos", I, 15), y la meridional („respuesta que sirvió de flecha que atravesó las entrañas de [...] Persiles", IV, 12), como eco a un hecho ya consumado en la esfera septentrional). En cuanto a las ocurrencias específicas: la amenaza „con una desme­surada flecha, cuya punta era de pedernal" (I, 1); el flechazo que mata a Bradamiro y la lluvia de flechas posterior (II, 2); el diestro flechazo de Periandro al tiro de ballesta (I, 22); el flechazo de Antonio el joven, que, al marrar a Zenotia, mata a Clodio (II, 8); en la esfera meridional: Antonio el joven, al entrar en Lisboa, es notado „con el arco en la mano y la aljaba de saetas a las espal­das"^ II I, 1); él mismo, en un locus amoenus, asaeta gravemente a un cuadrillero de la Santa Hermandad (III, 4); las muchas saetas arrojadas por el jadraque y por los moros (III, 11); Antonio el joven mata con una flecha al raptor de Félix Flora (III, 14), y está a punto de asaetar a Bartolomé (III, 18).

Mencionemos otro hernioso entrelazamiento de motivos, esta vez complementarios, a saber eros juego, cada uno de los dos motivos siendo tratado por sendos niveles, respectivamente puro e impuro; detengámonos, para ejemplificar, sólo en tres momen­tos: 1. El fuego que devora la isla de los bárbaros, causado por los deseos lascivos de Bradamiro, destruye a los bárbaros impuros, pero protege a los dos castos enamorados y a sus secuaces, quienes se refugian en la cueva de Antonio el padre por un pasaje estrecho, submotivo de una importancia trascedental; 2. El fuego pegado por Policarpio a su propio palacio, elemento expiatorio para el rey y su hija Sinforosa, destruye al padre, pero desvela amargamente a la hija. Los peregrinos huyen en esta ocasión también por el pasaje estrecho característico; 3. El último mo­mento ignífero es el fuego prendido en el mesón de Provenza; lo presagia Soldino, y tenemos que relacionarlo con el episodio de Ruperta: el fuego es un agente purificador y un mensajero (o un „atractor") del descenso iniciático de la cueva de Soldino, efectuado en el mismo capítulo, también por un pasaje estrecho (III, 18). El submotivo del pasaje estrecho anticipa o retoma en

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cada ocasión el motivo principal grabado, como veremos más adelante, en la estructura profunda de Persiles.

Las situaciones, en su gran mayoría, son, por lo tanto, pola­res, el sentido de la salvación no es únicamente Norte-Sur, sino también al revés; la circulación de los personajes es aparente­mente caótica, pero tiene en si misma sus principios de auto-organización, de autorrenovación o de „autopoiesís" perpetuas, por una red de centros múltiples; los trayectos pueden volver a ser recorridos, pero el sentido (el atractor puntual y/o extraño) es siempre el mismo: la salvación bajo el signo del orden divino omnipresente, pero imprevisiblemente distribuido, sustentando la diversidad en la unicidad. Teniendo en cuenta todas estas consi­deraciones y, en primer lugar, la presencia y la circulación de todos los elementos significantes de la novela en y entre las dos esferas comunicantes sólo por una puerta estrecha, por una adua­na que es punto fijo, eje y atractor a la vez, puedo concluir que, desde mi punto de vista, la figura simbólica más adecuada a la estructura de fondo de Persiles es el RELOJ DE ARESA.

Muy importante en componer la imagen interna del reloj de arena como informante ¡cónico es el submotivo del canal estrecho de comunicación entre los dos depósitos, la puerta estrecha, o el pasaje estrecho ya mencionados. Absolutamente notable en los traslados de los personajes desde el Norte hacia el Sur y al revés es la consecuencia con que esos, en su abrumadora mayoría, aprovechan el estuario del Tajo y Lisboa como pasaje, como punto de paso obligado de una a otra esfera. Que también otras vías, más económicas, hayan sido posibles, lo pone de manifiesto la exhortación de Arnaldo, en la primera parte de la novela (I, 16): „sea nuestra partida esta noche a Inglaterra, que de allí fácilmente pasaremos a Francia y a Roma", propuesta que no se lleva a efecto, y ninguna razón nos explica satisfactoriamente la causa de esta renuncia. El problema del recorrido global es tra­tado una vez más al final de la primera parte, cuando los prota­gonistas aún estaban el la isla de las Ermitas (II, 21): se escoge, en esa ocasión, viajar por mar hacia España, entrar en este reino por el estuario del Tajo/Tejo y Lisboa (III, 1). Los viajeros son Periandro, Aursitela, los dos Antonio, Riela y Constanza; ganan ellos Lisboa al cabo de diecisiete días de navegación tranquila, y

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Auristela se alegra al saber que se puede llegar a Roma „a pie enjuto", como ya se deciden de hacerlo de inmediato (III, 2). El propio Arnaldo, después de despachar sus urgentes asuntos polí­ticos en su país, por lo que se había separado del grupo de los peregrinos, en vez de bajar luego de su Dinamarca directamente a Italia, vuelve a recorrer todo el anterior itinerario marítimo y terrestre de sus compañeros de viaje y entra en España, es decir en el hemisferio meridional de la novela, por el mismo eshiario del Tajo. Otro personaje, el futuro bárbaro-padre Antonio, des­pués de haber salido en el Septentrión también por Lisboa, vuelve a su patria por el mismo pasaje estrecho. Sólo dos personajes no aprovechan este camino: Rutilio, que llega a Noruega „volando" mágicamente, y regresa a Roma sin decírsenos cómo; y el rey Maximino, que pasa por Gibraltar con sus dos barcos, pero, al llegar a Ñapóles, se ve „rechazado" por el spiritus loci, y muere en Roma.

Y he aquí otro detalle, más que revelador: el vocablo mismo de reloj de arena tiene una sola, pero decisiva ocurrencia en el libro, y en un contexto muy significativo: una parte de los peregrinos, entre ellos también Auristela, refugiados debajo de la cubierta de un barco sorprendido por una terrible tormenta, pasan momentos de espanto y de despiste: „No había allí reloj de arena que distinguiese las horas" (II, 1, ed. Carlos Romero, 1997, p. 276), hasta que el navio se vuelca, y precipita a sus ocupantes en otra „esfera existencial", por un auténtico rito de muerte y renacimiento, característico, entre otras, para el simbolismo del reloj de arena, e idéntico a una prueba simétrica a la cual otro navio había estado sometido, años atrás, a vista del puerto de Genova, en el espacio meridional, „especularizado" así anticipa­damente (II, 2).

La grandeza del „plan arquitectónico" de Persiles fue, por supuesto, considerada y detenidamente analizada también por otros críticos, a no citar que a Joaquín Casalduero, que veía en esta novela una traducción „en términos novelescos [de] la historia del mundo desde la caída de Lucifer hasta el Sumo Pontífice, desde ese momento fabuloso de lo originario hasta la realidad de Roma". 7

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Sin embargo, al traducir y revisar este texto (y la traducción ¿acaso no fuera por excelencia una operación del tipo reloj de arena o clepsídrica?), y al contemplarlo tantas veces, tuve la sen­sación de que su estructura profunda, su organización oculta es, incluso sin el pleno conocimiento del autor (y en este caso, como ya dije, tanto más interesante), mucho más sencillo y más rigu­roso, no haciendo falta datos o hipótesis exteriores para ver que el vasto pergamino móbil del relato encubre, como declara Cenan­tes también a propósito de la Novelas ejemplares, un código secreto, una cifra arcana, una figura informante incluida en su tejido más íntimo: así que, contemplado a contraluz o en transpa­rencia, el texto de la novela nos pone en claro su filigrana, el más atrevido ..caligrama" espacial de la literatura occidental, es decir el de una novela escrita e inscrita en forma de un reloj de arena.

La plena configuración de este espacio caligrámatico se me ocurrió apenas hacia el fin de la novela, cuando los temas septen­trionales vuelven a ocupar patente y sorprendentemente el primer plano: por un lado en el relato de Arnaldo, quien había recorrido de nuevo todo el trayecto anterior de los peregrinos, y, por otro, en la conversación entre Serafido y Rutilio, donde, por el cierre de la esfera septentrional con el monasterio de Santo Tomás de Groenlandia, se aclara el contorno emblemático y se propone una inmensa apertura espacial. Las dos esferas, que comunican por un obligatorio pasaje estrangulado (el estuario del Tajo en Lisboa), son patrocinadas por sendos núcleos civilizadores, energizantes y ecuménicos, bajo el signo del catolicismo, por supuesto, pero también bajo el de la hispanidad, pues podemos hablar asimismo de una tendencia universalizante hispánica, como misión de elección de la monarquía española, cuyo portavoz se hace Cer­vantes. En el extremo Septentrión, la acción de purificación espiritual ejercida por el monasterio viene siendo doblada por un desprendimiento de energías naturales asombrosas (géisers y otros fenómenos volcánicos), que fuerzan la fertilidad en una región por excelencia estéril; en el otro extremo, el sumo Pontífice y la catedral de San Pablo representan un núcleo polar de irradiación espiritual incomparablemente más fuerte, condi­cionando también la existencia del centro septentrional; entre ellos se establece un flujo permanente y biunívoco de energías

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humanas significantes: el Norte baja hacia el Sur en peregri­naciones iniciáticas, luego el reloj de arena se vuelca y la sus­tancia purificada en Roma desborda en el Norte, siendo sometida a un nuevo proceso de corrupción, lo que hace necesaria la reanudación del ciclo purificador, para el todo cósmico, y para cada individuo en parte. El monasterio de Santo Tomás se espeja quirálicamente 8 en la catedral de San Pablo, y la lava y los géisers nórdicos se reflejan de la misma manera en la sangre sacrificial derramada en la plaza de la catedral meridional. Es interesante observar además que en el punto de contacto entre los dos recipientes del reloj de arena novelesco, en el pasaje estrecho del estuario lisboeta del Tajo, tiene lugar también una de las más espectaculares mises en abyme9 o „especularizaciones" de toda la novela: en el Norte, pero evocado como motivo en el Sur, un „retrato de la doncella", es decir de Sigismunda, es enviado por la reina Eustoquia a Maximino, quien se enamora metonímicamente de su modelo (IV, 12); en Lisboa, mandan los peregrinos a un pintor hacer una tela en que estén representadas todas las peripecias de hasta la fecha, para justificar y rememorar poste­riormente el pasado. En la misma Liboa se encuentran un retrato de Amístela pintado por un pintor famoso (III, 1) y „muchos otros retratos" suyos, uno de los cuales \iielve a aparecer al final de la novela, en la cruenta escena-clave, entre Arnaldo y el duque de Nemurs, en que „las hierbas manaban sangre" (IV, 2). El último de los retratos de Amístela, mucho más complejo, volverá a aparecer en Roma l 0 .

El simbolismo del reloj de arena, este antiquísimo instru­mento de medir el tiempo a partir de una infinidad de corpúsculos caóticos, no sólo que es muy rico, sino que, además, ilumina de una manera sorprendentemente convencedora las articulaciones, e incluso, el ritmo del libro postumo de Cervantes: parece que la precipitación del argumento en la última parte de la novela se conforma o es similar al escurrimiento de la arena entre los dos receptáculos, imperceptible al principio y luego cada vez más rápido.

Tres famosos grabados de Albrecht Dürer concentran las principales resonancias simbólicas del reloj de arena y lo postulan como soporte de una reflexión patética sobre el tiempo y la

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existencia: en Hieronymus im Gehäuse, hay las aguas profundas de la meditación; en Melancholia, la sombra omnipresente de la muerte se cuaja finalmente en la muerte; y en Ritter, Tod und Teufel, el reloj de arena hecho pedazos sugiere el triumfo del tiempo sobre la muerte misma. El reloj de arena ha venido desenvolviendo muy temprano sus significaciones simbólicas y, sobre todo, como representación de la inminencia de la muerte, así que su imagen puede encontrarse en numerosos monumentos y lápidas sepulcrales; el mismo simboliza también la posibilidad de volcar el tiempo, la de un retomo a los orígenes y de una renovación del tiempo, así como la perpetua inversión del mundo superior e inferior, la sucesión de los períodos de creación y destrucción. La forma del reloj de arena es ella misma sugerente: los dos compartimientos, el de „arriba" y el de „abajo", al comu­nicar por una casi estrangulación, por un pasaje muy estrecho (con una abertura calculada matemáticamente, a guisa de prede­terminación o providencia), sugiere el paso de „lo celeste" a „lo terrenal" y de „lo terrenal" a „lo celeste". Cabe, por fin, recordar de paso el magnífico ensayo de Emst Jünger, Das Sanduhrbuch (El libro del reloj de arena, 1954), que destaca la reversibilidad y la libertad íntima otorgadas por este utensilio no mecánico de medir el tiempo. Por fin, como evocación puramente ¡cónica y práctica de la espera, mencionemos el cursor en forma de reloj de arena visible en las pantallas de nuestros ordenadores.

Si la presencia del reloj de arena es relativamente frecuente, tanto en las artes plásticas, como en la literatura, su empleo cali-gramático, desarrollado en este sentido desde los alejandrinos hasta, entre otros, Apollinaire, Dylan Thomas (Vision and Prayer) o el escritor rumano-francés Dumitru Tsepeneag (Le mot sablier, P.O.L., Paris, 1984), es muchísimo más raro. Me atrevo a afirmar sin más que el caso del Persilcs es único. Y esta unicidad no puede ser mejor puesta en evidencia que gracias a esta visión epacial e hipertextual" partiendo simplemente de las múltiples sugerencias del texto mismo.

Espejo y epopeya de la búsqueda de si mismo del hombre en el cosmos racionalizado por la Providencia divina, aventura ini-ciática de la pareja cristiana en una historia concebida como ma­nifestación pulsátil del Logos, Persilcs refleja también el fin de

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su autor; el aparente convencionalismo del final tiene una auréola patética de separación y reencuentro: las esforzadas peregri­naciones pueden volver a comenzar hasta lo infinito, o en otra es­fera óntica, y Cervantes, como autor, cierra los ojos satisfecho, porque al menos en torno a un punto de luz dejó calma y orden: es exactamente el sentimiento de fervor, de emoción, que experi­mentamos al leer las últimas páginas del libro, estrictamente las últimas, pero, de hecho, las primeras, que son la „Dedicatoria" y el „Prólogo": Cervantes, al volcar su reloj de arena, se despide de sus largos caminos, enfermo, pero colmado de la admiración de gentes desconocidas, resignado y agradecido, y pasa por el puente de Toledo, su propio, y último, pasaje estrecho, entrando en su Madrid, que dentro de un par de días, se convertirá para él en su Ciudad Eterna. Lo demás es silencio de Dios.

NOTAS

' Joseph Frank. "Spatial Form in Modem Literature". Sewanee Re­view, 53/1945, ensayo reeditado en Criticism: The Foundations of Mo­dern Literary Judgment, eds. Mark Schorer. Josephine Miles. Gordon McKenzie, Harcourt, Brace & Co., New York, 1958. págs. 379-392. Véa­se también Jeffrey R. Smitten and Ann Daghistany (editores). Spatial Form in Narrative. Cornell University Press, 1981.

" Véanse dos libros ya clásicos: James Gleick, Chaos: Making a New Science. Viking. New York. 1987, y John Briggs, F. David Peat, Turbu­lent Mirror, Harper and Row Publishers. New York, 1989; un artículo incitante: Robert Flores. „A Portrait of Don Quixote from the Palette of Chaos Theory", in Cenantes, 22. 1 (2002), págs. 43-70. Como ejemplo de aplicación de la geometría fractal a la literatura: Elisabeth D. Sánchez. „Spatial Forms and Fractals: A Reconstruction of Azorin's Doña Inés", in Journal of Interdisciplinary Literary Studies, vol. 5. no. 2 (1993). pp. 197-220. Un interesante enfoque: John Tolva. „Ut Pictura Hyperpoesis: Saptial Form. Visuality and the Digital Word". 1996. www.artsci. wustl.edu/~jntolva: William Dickey. Poem Descending a Staircase. Hy­permedia and Literary Studies, Paul Delany. George Landow (editores). MIT Press. Cambridge. Mass. an London. 1994. etc.

' Juan Bautista Avalle-Arce. Los trabajos de Persiles y Sigismundo. edición, introducción y notas. Castalia. Madrid, 1969, y ,Jos trabajos de Persiles y Sigismundo, historia setentrional", in Suma Cervantina. Tamesis Books Ltd, London, 1973.

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A Alban K. Forcione, Cervantes, Arìstotle and the Persiles, Princeton, New Jersey, Princeton University Press. 1970, y Cei-vantes' Christian Romance. A Study of Persiles y Sigismunda, Princeton University Press, 1972.

? Miguel de Cervantes. Los trabajos de Persiles y Sigismunda, edi­ción de Carlos Romero Muñoz. Cátedra. Letras Hispánicas. Madrid. 1997

Isabel Lozano Renieblas. Cavantes y el mundo de Persiles. Centro de Eshidios cervantinos, Alcalá de Henares. 1998.

Joaquín Casalduero. Sentido y jornia de ..Los trabajos de Persiles y Sigismunda ", Gredos. Madrid. 1975. pág. 206.

8 En el sentido propuesto por Lord Kelvin, Oxford Englísh Dictionary. vid. „chiral".

" Véase Lucien Dallenbach. Le récit spéculaire. Contribution à l'étude de la mise en abyme. Seuil. Paris. 1977,

1 0 El problema de las relaciones entre pinmra y literatura, incluso la ekphrasis. es vastísima. Remito a Aurora Egido. „La página y el lienzo. Sobre las relaciones entre poesía y pintura en el Barroco". Fronteras de la poesía, págs. 164-197; y a Margarita Levisi, „La pintura en la narrativa de Cervantes", Boletín de la Biblioteca Menèndez Pelavo, XLVIII (1972), págs. 293-325.

" E l análisis podría ser profundizado por un enfoque fenomenològico o simbolico del espacio partiendo de los trabajos de Gilbert Durand , Les structures anthropologiques de l'imaginaire. Bordas, Paris. 1969; O. F. Bollnow, Mensch und Ruuin, Stungart. 1976; o Gaston Bachelard, La poétique de l'espace, P.U.F., Paris, 1957.

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