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UN BREVE ADIOS John Cheever, ¡Oh, esto parece el pa- rao! Traducción de Maribel de Juan. Ediciones Alfaguara, Madrid, 1984. B reve pero divertida y bella ha sido, en ecto, la des- pedida del autor de El na- dador -un memorable cuen- to cuya versión cinema- gráfica protagonizó Burt Lancaster-, con este relato publicado original- mente pocas semanas antes de morir (el 18 de junio de 1982); una narra- ción tan corta en páginas como rica en habilidad estilística y en esa mez- cla de irónica nostalgia y sal gorda humorística que da el tono a todo el libro; una combinación que alcanza excelentes resultados, y tanto en el apunte de los personajes como en la selectiva descripción de su entorno social y sico. Las añoradas evocaciones y las tribulaciones presentes de un an- ciano ejecutivo (con nombre, por cierto, de cadena de grandes alma- cenes), experto en computa ? oras y contumaz viajero-de-negoc10s, ya jubilado y viudo pero todavía en buena rma sica y predispuesto a la penúltima aventura amorosa, con- ducen el hilo argumental. Sears, este viejo aún no achacoso, que, como los de su generación y su clase, con- sidera los abrigos como último re- curso desesperado, experimenta si- multáneamente el dolor de la des- trucción de un paisaje querido -un hermoso lago convertido en verte- der y los sinsabores de su relación con una rubia ( «el lado soleado de la calle») que, conocida casualmente en la cola de un Banco, desde el primer momento le afeará no enten- der en absoluto a las meres. La superposición de ambos planos de acontecimientos determinará el ánimo entristecido, aunque no lúgu- bre, y cáustico, pero no cruel, de quien disfruta gazmente del _ «pla- cer de la ligereza» que proporciona a los patinadores domingueros la su- perficie helada del lago condenado. Un grado notorio de misoginia co- lorea con particular intensidad la de- sendada identificación de la men- cionada rubia y de sus congéneres. Renée, que sigue un curso de cont - bilidad para entender mejor la propia declaración de la renta, de ese tipo de mujer que siempre tiene el vestí- bulo en desorden, y que es relativa- mente puntual (y Sears ha podido comprobar cómo las meres que Los Cuadernos de la Actualidad :, . ·�- .•.j )ohn Cheever ¡Oh, esto parece elparcdso! ,duwón de .H.iribcl de juan llegan tarde a una cena se retrasan inconscientemente en sus transpor- tes eróticos, y que las mujeres que llegan temprano a veces alcanzan el clímax en el taxi mismo que las lleva a casa) es el principal blanco de un reescante humor en ocasiones hila- rante. Y más que corrosiva, es una es- céptica mirada ya resignada con la que Cheever singulariza el ento o cultural y urbano de sus personaJes: supermercados ( «una parte crucial de nuestra manera de vivir») y redes de autopistas; terapias de psicoanáli- sis y campañas ecologistas; juicios amañados y revolucionarios descu- brimientos del chip de cerbelio; la barbarie de la polución y eljogging (sobre el que el protagonista hace una personal encuesta esclarece- dora: «corro por encontrarme a mí mismo, coo para adelgazar, corro porque estoy enamorado, corro para olvidar mis deudas, corro porque llevo tres semanas con la polla dura y espero calmarme, corro para huir de mi suegra, corro para mayor glo- ria de Dios», son las respuestas que obtiene). Una incrédula mirada ya cansada que, no obstante, le permite apreciar aún «el privilegio exquisito» de cada hora de vida ( «el gran regalo de vivir aquí y de renovarnos por el amor»), y le mantiene alerta ante la singular «riqueza de nuestra oportu- nidad». Un breve adiós, en todo caso, bien estimulante el que se nos dice con esta «historia para leerla en la cama, en una vieja casa, en una no- che de lluvia». José Luis García Delgado 92 NOCHES DE TERCIOPELO EN ESPAÑA Ramón de España, La vida mata. Tus- quets Editores. Barcelona, 1984. iez relatos llenos de cruel D ironía a veces, otras de triste amgura, las más, ba- ñados por una vena co- hólica de fino humor com- ponen este volumen donde la vida más que matar incita a los persona- jes a seguir la vieja máxima, tan em- pleada en tiempos de guerra ía, que dice: mata y deja matar. «Velvet nights» es el primer dis- paro que propina Ramón de España a sus lectores. Una historia que, con el soporte artístico del lineaclarista valenciano Sento, apareció publi- cada (incluyendo algunas variantes en el hilo argumental que introdu- cían así más nciones y más actan- tes) en la desaparecida y excelente revista de comics Cairo, dirigida por Joan Navarro; concretamente en cinco entregas aparecidas en los números 25, 26, 28, 29 y 30. De he- cho la vinculación del autor con el mundo del comic ya contaba con va- rios tecedentes: en colaboración con Montesol La noche de siempre (Producciones Editoriales, 1982) y Fin de semana (Laertes, 1983); además en revistas como Star y Bé- same mucho se pudieron leer algu- nos de sus primeros cuentos. En La vida mata hay un relato, «La balada de Kid Boasca», homenaje a esos náticos coleccionistas de comics antiguos que como Molo, el pro- tagonista -treinta y dos años, ape- gado al batín regalo de su mamá y degustador impenitente del vaso de leche con nesquik y galletitas-, lle- gan un día a poder disfrutar de la húmeda dicha de ser ellos mismos quienes ocupan el lugar del héroe en sus tebeos voritos, aunque luego en la vida real tengan que usar pisto- las de gueo. Si el mundo de la historieta está presente en La vida mata no lo está menos el peligroso ambiente de los oscuros callejones de la parte salvaje de la ciudad. Con un p de relatos de detectives, anclados uno en Nueva York, otro en la tierra de Juanita Jolibú y Flor de Triana, se trazan dos de las más sorprendentes peripecias que se puedan imaginar. Investigadores apestosos, como Eddi Malone, un tipo realmente sin escrúpulos, sobre todo sin escrúpu-

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UN BREVE ADIOS

John Cheever, ¡Oh, esto parece el pa­raíso! Traducción de Maribel de Juan. Ediciones Alfaguara, Madrid, 1984.

Breve pero divertida y bella ha sido, en efecto, la des­pedida del autor de El na­dador -un memorable cuen­to cuya versión cinemato­

gráfica protagonizó Burt Lancaster-, con este relato publicado original­mente pocas semanas antes de morir (el 18 de junio de 1982); una narra­ción tan corta en páginas como rica en habilidad estilística y en esa mez­cla de irónica nostalgia y sal gorda humorística que da el tono a todo el libro; una combinación que alcanza excelentes resultados, y tanto en el apunte de los personajes como en la selectiva descripción de su entorno social y físico.

Las añoradas evocaciones y las tribulaciones presentes de un an­ciano ejecutivo (con nombre, por cierto, de cadena de grandes alma­cenes), experto en computa?oras y contumaz viajero-de-negoc10s, ya jubilado y viudo pero todavía en buena forma física y predispuesto a la penúltima aventura amorosa, con­ducen el hilo argumental. Sears, este viejo aún no achacoso, que, como los de su generación y su clase, con­sidera los abrigos como último re­curso desesperado, experimenta si­multáneamente el dolor de la des­trucción de un paisaje querido -un hermoso lago convertido en verte­dero- y los sinsabores de su relación con una rubia ( «el lado soleado de la calle») que, conocida casualmente en la cola de un Banco, desde el primer momento le afeará no enten­der en absoluto a las mujeres. La superposición de ambos planos de acontecimientos determinará el ánimo entristecido, aunque no lúgu­bre, y cáustico, pero no cruel, de quien disfruta fugazmente del_ «pla­cer de la ligereza» que proporciona a los patinadores domingueros la su­perficie helada del lago condenado.

Un grado notorio de misoginia co­lorea con particular intensidad la de­senfadada identificación de la men­cionada rubia y de sus congéneres. Renée, que sigue un curso de cont�­bilidad para entender mejor la propia declaración de la renta, de ese tipo de mujer que siempre tiene el vestí­bulo en desorden, y que es relativa­mente puntual (y Sears ha podido comprobar cómo las mujeres que

Los Cuadernos de la Actualidad

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)ohn Cheever ¡Oh, esto parece el parcdso!

Tr,duwón de .H.iribcl de juan

llegan tarde a una cena se retrasan inconscientemente en sus transpor­tes eróticos, y que las mujeres que llegan temprano a veces alcanzan el clímax en el taxi mismo que las lleva a casa) es el principal blanco de un refrescante humor en ocasiones hila­rante.

Y más que corrosiva, es una es­céptica mirada ya resignada con la que Cheever singulariza el ento�o cultural y urbano de sus personaJes: supermercados ( «una parte crucial de nuestra manera de vivir») y redes de autopistas; terapias de psicoanáli­sis y campañas ecologistas; juicios amañados y revolucionarios descu­brimientos del chip de cerbelio; la barbarie de la polución y eljogging(sobre el que el protagonista hace una personal encuesta esclarece­dora: «corro por encontrarme a mí mismo, corro para adelgazar, corro porque estoy enamorado, corro para olvidar mis deudas, corro porque llevo tres semanas con la polla dura y espero calmarme, corro para huir de mi suegra, corro para mayor glo­ria de Dios», son las respuestas que obtiene). Una incrédula mirada ya cansada que, no obstante, le permite apreciar aún «el privilegio exquisito» de cada hora de vida ( «el gran regalo de vivir aquí y de renovarnos por el amor»), y le mantiene alerta ante la singular «riqueza de nuestra oportu­nidad».

Un breve adiós, en todo caso, bien estimulante el que se nos dice con esta «historia para leerla en la cama, en una vieja casa, en una no­che de lluvia».

José Luis García Delgado

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NOCHES DE TERCIOPELO EN ESPAÑA

Ramón de España, La vida mata. Tus­quets Editores. Barcelona, 1984.

iez relatos llenos de cruel

D ironía a veces, otras de triste amargura, las más, ba­ñados por una vena alco­hólica de fino humor com­

ponen este volumen donde la vida más que matar incita a los persona­jes a seguir la vieja máxima, tan em­pleada en tiempos de guerra fría, que dice: mata y deja matar.

« V elvet nights » es el primer dis­paro que propina Ramón de España a sus lectores. Una historia que, con el soporte artístico del lineaclarista valenciano Sento, apareció publi­cada (incluyendo algunas variantes en el hilo argumental que introdu­cían así más funciones y más actan­tes) en la desaparecida y excelente revista de comics Cairo, dirigida por Joan Navarro; concretamente en cinco entregas aparecidas en los números 25, 26, 28, 29 y 30. De he­cho la vinculación del autor con el mundo del comic ya contaba con va­rios antecedentes: en colaboración con Montesol La noche de siempre(Producciones Editoriales, 1982) y Fin de semana (Laertes, 1983); además en revistas como Star y Bé­same mucho se pudieron leer algu­nos de sus primeros cuentos. En Lavida mata hay un relato, «La balada de Kid Borrasca», homenaje a esos fanáticos coleccionistas de comics antiguos que como Manolo, el pro­tagonista -treinta y dos años, ape­gado al batín regalo de su mamá y degustador impenitente del vaso de leche con nesquik y galletitas-, lle­gan un día a poder disfrutar de la húmeda dicha de ser ellos mismos quienes ocupan el lugar del héroe en sus tebeos favoritos, aunque luego en la vida real tengan que usar pisto-las de fogueo.

Si el mundo de la historieta está presente en La vida mata no lo está menos el peligroso ambiente de los oscuros callejones de la parte salvaje de la ciudad. Con un par de relatos de detectives, anclados uno en Nueva York, otro en la tierra de Juanita Jolibú y Flor de Triana, se trazan dos de las más sorprendentes peripecias que se puedan imaginar. Investigadores apestosos, como Eddi Malone, un tipo realmente sin escrúpulos, sobre todo sin escrúpu-

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los amorosos, capaz de compartir su chica con toda la Sinfónica de Fila­delfia; investigadores impotentes, mezclados en intrigas de transfor­mistas, que acaban robándole la per­sonalidad al cliente y, , tras haber eliminado en Casablanca cierto apéndice de la zona medial del cuerpo, llegan por último a sentirse plenamente realizados cantando las añejas coplas de Lilián de Celis o Celia Gámez en un humeante y arru­gado cabaret. Detectives, en definí-, tiva, que harían palidecer de ver­güenza y desconcierto a Sam Spade al tener que compartir con ellos la barra de cualquier bar.

Hay más personajes, hay más his­torias; algunas capaces de hacer sen­tir al lector una ira irrefrenable, una agobiante sensación de impotencia contra el desarrollo de los aconteci­_mientos _narrado�,_ Por ejemplo, en «Salir del pozo», crudelísima descrip-ción del mundo interior de la droga, sin juicios ni dogmatismos, sin gene­ralizaciones vulgares, pero dejando retratado un antihéroe de ficción, Ignacio, que seguramente parecerá uno de los personajes mejor caracte­rizados de esta colección de relatos.

Alcohol y música forman un cóc­tel que delimita, dando tinte y es­plendor, el ambiente en el que los protagonistas y secundarios de esta obra viven sus andanzas y desarro­llan sus mordaces fórmulas de com­portamiento. El alcohol en muchas de sus variantes -whisky, gin, dela­pierre, cerveza- se siente destilar a lo largo del libro. La música -Ellin­tong, Basie, Machín, M. Monroe, Lou Reed, Smokey Robinson- se deja oír en casi todos los cuentos. Y no es casual, no en vano el autor se ha dedicado a la crítica musical: en

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revistas (Vibraciones, Disco Ex­press), en libros monográficos Roxy Music (Júcar, 1982), por no hablar de su polémico En la cresta de la nueva ola (Icaria, 1981).

Ramón de España mantiene un es­tilo lleno de soltura, gracia y sensibi­lidad. A veces nos recuerda a T. Ca­pote, coincide otras con Vian. Algu­nos de sus patéticos personajes evo­can, aunque únicamente por la apa­riencia externa, otros de S. Beckett. España escribe con precisión y sen­cillez, con sano y moderno humor (lo de «moderno» va sin ningún tipo de prefijo o partícula aleatoria de significación aproximada «después de», si bien es verdad que su humor también podría ser perfectamente ca­lificable como precaótico).

Ramón de España ha sabido ser original en su concepción artística y en su expresión literaria; originali­dad que puede ser considerada como la más adecuada para el género que desarrolla en este libro y la que más sintoniza con los tiempos que co­rren, menos pacíficos y aterciopela­dos que nuevos y salvajes.

Enrique Bueres

PEREDA Y SUS

CRITICOS:

HISTORIA DE

UN

CONDICIO­

NAMIENTO

ANUNCIADO

José Manuel González Herr{m, Laobra de Pereda ante la crítica literaria de su tiempo. Santander, Ayuntamiento de Santander y Ediciones Librería Estudio,

'. 1983 (Colección «Pronillo», 2). 525 págs.

En los últimos años, la ' obra de Pereda ha sido ob­jeto de numerosos estudios críticos. Algunas de sus novelas más conocidas han

sido pulcramente editadas en colec­ciones prestigiosas, con prólogos y comentarios de conocidos especialis­tas de la narrativa de la segunda mi­tad del siglo XIX. En septiembre de 1983, la Universidad Internacional Menéndez Pelayo organizó incluso, con motivo de los 150 años del na­cimiento del novelista cántabro, un

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seminario, dedicado exclusivamente al estudio de la novelística pere­diana. Sin embargo, falta todavía la edición crítica incluso de los títulos más conocidos. Es más, la edición de las Obras completas (Madrid: Aguilar, 11984; 81974) es poco fiable, además de contener abundantes erratas.

El libro de González Herrán su­pone, como se desprende del título, una aportación nueva y esencial so­bre la obra perediana, pues analiza minuciosamente la actitud (o, mejor: las reacciones) del novelista ante la crítica literaria de su época y el de­sarrollo de su creación artística, condicionada por su interpretación (no siempre acertada) de los juicios de la crítica. El denso estudio de González Herrán es fruto de varios años de abnegado trabajo en solita­rio. Los puntos de partida estaban constituidos fundamentalmente por el deseo de saber hasta qué punto la crítica coetánea había influido y condicionado la obra perediana y si, tal como había aseverado Gómez de Baquero en un estudio aparecido con motivo de la muerte de Pereda (1906), la obra del novelista monta­ñés era, efectivamente, «un asunto completamente agotado» para la crí­tica, por haberse ya dicho lo esen­

, cial. La primera pregunta no· sólo exigía una minuciosa y paciente búsqueda de las reseñas, críticas y glosas aparecidas en la prensa perió­dica, sino también una exploración de las apreciaciones y los juicios de valor expresados en cartas privadas (dirigidas o no al autor), una disqui­sición rigurosa de las polémicas que suscitaron sus novelas y la eventual influencia de ésas en sus obras pos­teriores. · ·• El libro está rigurosamente estruc­turado en 17 capítulos de desigualextensión, ya que cada uno está de-

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dicado al estudio de los «materiales» de crítica que conciernen a cada una de las obras peredianas. En cada ca­pítulo, el estudioso expone y valora los materiales y reconstruye en lo posible el proceso de gestación y las (a veces diversas) fases de redacción de la novela o libro correspondien­tes. Siguen un subcapítulo de con­clusiones y un detallado apartado bibliográfico sobre las fuentes y los catálogos e índices consultados, so­bre la crítica perediana anterior y posterior a 1910, sobre los epistola­rios de o relacionados con Pereda y un imprescindible índice onomás­tico. Se trata, en suma, de un trabajo de alto rigor académico, cuyos resul­tados desbordan ampliamente el marco de las dos hipótesis de trabajo o puntos de partida antes menciona­dos. González Herrán muestra cómoy en qué medida el desarrollo de laobra perediana estuvo condicionadopor la crítica, cuyos juicios y vere­dictos eran muchas veces interpre­tados por Pereda como desafíosideológico-estéticos, a los que re­plicaba en libros posteriores; los dic­támenes de los críticos más conside­rados por el novelista eran tenidosmuy en cuenta, seguía, a veces rigu­rosamente, las sendas que esos leindicaban como rectas y se apartabade las que le advertían que eranerradas. Señala asimismo el autor lasmodificaciones textuales y las va­riantes en las reediciones de algunasobras, debidas casi siempre a adver­tencias o exhortaciones de los críti­cos; también estudia los textos pere­dianos concebidos únicamente pararesponder a los críticos. Sobre estarelación de dependencia concluyeGonzález Herrán: «en el caso denuestro escritor llegó a extremos ta­les que probablemente no sea exage­rado interpretar el sentido de la obraperediana como una lucha para ade­cuar su obra a la idea que la críticahabía elaborado de ella; en vez de irafianzando su imagen hasta lograrimponérsela a críticos y lectores, Pe­reda prefirió aceptar como propia laque la crítica -o más exactamente,un sector de ella- le diseñó.» (p.469).

Por lo que se refiere a la afirma­ción de Gómez de Baquero, el estu­dioso pone en evidencia que, efecti­vamente, la crítica perediana poste­rior a 1906 ha modificado muy poco los juicios de valor emitidos por los contemporáneos del novelista, si bien las alabanzas fortuitas disminu­yeron sensiblemente. Sin embargo, las numerosas ediciones de sus obras prueban que Pereda ha tenido hasta hace poco un número de lecto-

Los Cuadernos de la Actualidad

res equiparable a las figuras max1-mas de su género, Galdós y «Cla­rín».

La principal aportación del estu­dio que reseño -fruto de una adapta­ción de la tesis doctoral presentada, en 1982, en la Universidad de San­tiago de Compostela- reside en el hecho de abrir un nuevo campo de investigación, basado principal­mente, aunque no sólo, como hemos visto, en el estudio de las reseñas y críticas aparecidas en la prensa pe­riódica y en los epistolarios de la época. Investigación que, además de averiguar cómo juzgaron sus com­pañeros las obras de un escritor de­terminado, establece cuáles fueron sus relaciones y vínculos con la crí­tica y hasta qué punto ésta estimuló y condicionó su producción y pro­mocionó su divulgación.

Es precisamente en este aspecto en el que acaso cabe señalar la falta de un posterior capítulo en el que, echando mano de los reveladores re­sultados obtenidos, se valorarán las complejas relaciones de la terna au­tor-obra-público. El camino metodo­lógico idóneo no le es desconocido al autor, puesto que en su última nota a pie de página hace referencia a la «estética de la recepción» de Hans Robert Jauss. Como es sabido, Jauss parte, grosso modo, de la constatación siguiente: dado que la «tradición no se transmite a sí misma», el público es el verdadero elemento portador de la continuidad de la literatura en el tiempo. Es, pues, un elemento dinámico que reacciona ante cada producto litera­rio nuevo y que queda de algún modo modificado después de la re­cepción de cada nueva «produc­ción». Este cambio ejerce su influjo, evidentemente, en el crítico, que, como el autor, es también público lector. La discrepancia entre la obra y las expectativas del receptor im­plica un cambio en las «relaciones»: no se trata, por lo tanto, de un efecto de extrañeza ante la novedad, sino de uno de los elementos que paulatinamente van transformando el panorama cultural. La obra litera­ria es concebida en función de un público (generalmente muy con­creto) y perdura sólo si su vigencia logra mantenerse en el implacabl_e

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transcurrir del tiempo. Ni qué decir tiene que esa vigencia está relacio­nada con muchos factores (no sólo históricos, sociales y estéticos), por lo que su análisis e interpretación implican una metodología interdisci­plinar, difícil de aplicar rigurosa­mente. Esperemos que González Herrán siga, como sugiere, avan­zando metodológicamente por esa línea en la que, sin duda, continuará logrando, en su papel de valeroso adelantado, resultados meritorios y significativos.

José Manuel López de Abiada

UNA

HISTORIA

MACABRA

Peter Straub, Fantasmas. Ediciones Forum, 1984.

D entro de ese complejo mun­do anglosajón del «neote­rror», tema con que amena­zo escribir un largo ensayo, podemos destacar la novela

«Fantasmas», de la que se ha hecho una versión cinematográfica que da título a esta reseña. Peter Straub, un hombre bajito y pulcro, profesor de Lengua y Literatura Inglesas, ha he­cho en «Ghost Story» (1) -que es el título que la novela lleva en ameri­cano-, un brillante ejercicio de estilo que hubiera obtenido un 20/20 en cualquier tabla de clasificaciones es­colares. Pero nada más: no es una obra original, ni demuestra para nada el genio de su autor -cuya ca­rencia sí ha sido demostrada en otras novelas: «Julia», «El País de las Sombras», etc.

Paso a reseñar la historia, o histo­rias, que aquí se entrelazan con maestría: en un suburbio rico del Es­tado de Nueva York, al comienzo del invierno, cuatro viejos de smo­king, dos de los cuales tienen nom­bres de autores de terror: Hawt­home y Lewis, el de «El Monje», se reúnen para contarse historias de te­rror. Con ello, tratan de olvidar la verdadera historia terrible que les sucedió en la juventud. Los viejos, los más ricos e influyentes de la ciu­dad, hicieron ALGO prohibido. Pero -y aquí nos encontramos con la ca­racterística más pura del neoterror­EL PASADO SIEMPRE VUELVE.Vuelve el Mal, el Crimen, el «fan­tasma» en fin, del hecho terrible que

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nadie se atreve a verbalizar. Todos cuentan historias terribles, simple­mente para no pensar en su propia historia, en lo malo que han hecho.

Pero los fantasmas -en su caracte­rística principal- vuelven, aunque se trate de encerrarlos y sellarlos en sus tumbas. Y no son sólo los cuatro viejos vampiros, sino todo el pueblo el que sufre el ataque de los fantas­mas. Hasta que, claro, después de muchas muertes y peripecias, consi­guen destruir el Mal Antiguo, la Vieja Serpiente; que no otra cosa está detrás de sus apariciones.

Si seguimos pensando en la novela como un ejercicio de fin de curso, nos ayudará en nuestra labor el des­cubrir las influencias: en este relato, Straub tiene tantas, que casi serían plagios, si no fueran homenajes des­carados. El llamémosle «Fantasma Principal» -aunque haya OTRO oculto- es una bella joven que, como Carmilla, no puede cambiar su nom­bre, sino hacer acrósticos con él (Mi­llarca, Mircalla ... ). Su correspon­diente americana, sólo conserva las iniciales de su nombre y apellido, a lo largo de sus múltiples metempsi­cosis. Tiene unos servidores -muer­tos vivientes- que pueden represen­tar a un Hombre Lobo y a un niño podrido y lleno de gusanos: persona­jes estos que forman parte de la na­rración de uno de los miembros del club -la «Chowder Society»- que han formado los ancianos para pro­tegerse de sus miedos. Hay homena­jes al cine de horror: los personajes tienen un encuentro decisivo con los seides de las Fuerzas del Mal, en un cine vacío donde se está proyec­tando «La Noche de los Muertos Vivientes». Y hay un personaje enigmático, Florence de Peyser, que nunca aparece en la novela, más que como personaje de otros relatos, que hace el papel de la vieja tía que in­troduce el vampiro en las casas de-

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centes, haciéndose pasar por una dama respetable.

La novela es buena. En primer lu­gar, porque está hecha -Y se nota­por un profesor de literatura. Pero, además, porque da una nueva di­mensión al mito, a los mitos de te­rror. En «La Imagen de la Bestia», Farmer intenta lo mismo; pero no llega a convencer, porque al final sus vampiros y marcianos son. seres de otro planeta. Aquí, se nos cuenta que el MAL, que actúa y destruye a este tranquilo pueblecito del subur­bio, no es cosa de fantasmas, ni hombres-lobos, ni vampiros. Alguien los describe como «manitous»; el caso es que son fuerzas superiores a la humana -Breton los llamaría «los grandes transparentes»-, y que no parecen especialmente maléficos, sino que se divierten con los seres humanos, de igual modo que noso­tros lo hacemos con los gatitos, pe­rritos, tortugas e insectos que pue­dan caer en nuestras manos. Aunque no lo parezca, ese planteamiento de Straub no es maniqueo; sigue un poco la idea de Lovecraft, que es­cribió: «Nada importa a Yog Sot­hoth, la raza humana; ni a ninguno de los Grandes Antiguos. Lo que importa es que están ahí, locos y ciegos según nuestros cánones, pero habitando un mundo bello y cuerdo, según su modo de sentir las cosas.»

Eduardo Haro lbars

NOTA

(1) Ghost Story, «Fantasmas», fueeditada primero por Bruquelative Stars; pero aquí me refiero, en concreto, a la edición en dos tomos que ha hecho Edi­ciones «Forum», una filial de la Tabaca­lera de José Manuel Lara, «Planeta».

LA TERNURA

DEL DRAGON

Ignacio Martínez Pisón, La ternura del dragón. Premio de Novela «Casino de Mieres», 1984.

D ificilmente hallo una no­vela que no tenga algúnencanto si está protagoni­zada por un niño. A poco que el autor se esfuerce,

parece fácil transmitir a la narración la frescura, la fantasía y el asom­broso descubrimiento del mundo que se advierte en cualquier relato en tomo a la infancia. Tanto si es auto-

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biografia como si es ficción, los ni­ños, todos iguales y todos diferen­tes, me arrastran con sus aventuras, sus preocupaciones, sus pasmos, sus trastadas inocentes o maliciosas, quizás porque se dice que todos lle­vamos dentro dormido al niño que fuimos y que la infancia es el paraíso del que nos sentimos desterrados y adonde es delicioso volver, ya sea con los recuerdos, ya sea de la mano de un artista.

En La ternura del dragón, novela corta premio «Casino de Mieres» de 1984, el regreso a la niñez reviste un particular encanto desde el princi­pio, cuando «entrar en casa de sus abuelos fue para Miguel lo mismo que entrar en una novela» hasta el final, cuando la delicia se rompe porque «no puedes seguir mirándolo todo con ojos de niño», como dice Mercedes, la madre. En medio transcurre una temporada en la vida de Miguel durante la cual observa el entorno sin entender nada de Jo que ocurre, sin dar una en el clavo, por­que sus juicios infantiles están vicia­dos por la fantasía novelesca que bu­lle en su mente de lector apasionado de Veme, Stevenson, Poe, Dic­kens, ... Miguel interpreta la realidad según los patrones que funcionan en su patológica imaginación. Y uno tiene que preguntarse cuántos años tiene este niño para quien todavía el capitán Haddock, Tintín, el capitán Flint o el Hombre Invisible son tan reales, por lo menos, como sus abue­los, su madre, su profesor o la criada, del mismo modo que el cuarto de los trastos, al que llama la Zona Deshabitada, tiene más vida que su dormitorio.

Pero son muchas más las pregun­tas que el lector se hace en el tras­curso del relato: ¿en qué ciudad trascurre la narración? ¿en qué época? Las coordenadas de lugar y tiempo son tan ambiguas como la edad del protagonista. Realmente sabemos que estamos en una ciudad sólo por muy escasas referencias. El niño, enfermo -¿de qué? otra incóg­nita- permanece enclaustrado, ence­rrado siempre en la casa de los abue­los, que así se convierte en el ámbito mágico de sus reducidas aventuras y de sus fantásticas ensoñaciones. La época parece los últimos años del franquismo por ciertas alusiones po­líticas y cronológicas, muy parcas estas últimas.

Sin duda esta ambigüedad es vo­luntaria. El autor centra su atención en el contraste entre el mundo real y la interpretación que de él hace el niño. Porque todo está visto y oído a través de los sentidos de Miguel,

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todo pasa por el tamiz de su inter­pretación; pero el autor es particu­larmente hábil -difícil habilidad, por cierto- en el arte de sugerir, aludir y eludir, de modo que el lector tiene que deducir, a través de lo que se nos cuenta, una realidad muy dife­rente de la que el niño interpreta. El contraste entre la dura objetividad y el subjetivo mundo de Miguel es un logro excelente en esta novela siem­pre que aceptemos que el niño, nieto de un mitómano y una desequili­brada, padece un grave desajuste en su apreciación del mundo.

La plasticidad de las descripciones es otro gran acierto. Martínez de Pi­són es un poeta, independientemente de que haya hecho o no -lo ignoro-­incursiones en la lírica, aunque ¿qué escritor no las ha hecho a los 23 años? La evolución física de los per­sonajes, por ejemplo, está muy cer­teramente observada para reflejar su situación anímica, descrita con agu­deza, con adjetivación y metáforas plásticas que revelan a un delicado escritor que maneja muy bien el len­guaje y que está, sin duda, enamo­rado de su belleza acústica, aunque esto le lleve a acumulaciones de hermosas palabras (las flores de la abuela, por ejemplo) como una ten­tación a la que no ha sabido resis­tirse, de la cual se resiente el relato que no debiera demorarse en deta­lles entorpecedores del curso lineal, conciso, sobrio, del resto de la na­rración.

Y puesta a sacar defectos a esta buena novela, he de decir que el ha­bla coloquial de los personajes, que es perfecta en diálogos breves, suena literaria, y por lo tanto artifi­ciosa, en las parrafadas largas. En­tonces sobran ciertas conjunciones y adverbios, faltan apoyos repetitivos y familiares y, sobre todo, carece de un ritmo conversacional logrado. Sin embargo, el estilo indirecto libre es fluido.

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Pero todo esto son pequeños luna­res (a los que habría que añadir lo poco verosímil del final de la abuela, o lo forzado del penúltimo párrafo,que da título a la obra) dentro de unanovelita deliciosa, que se lee de untirón, llena de intriga, de tipos bientrazados, y organizada con granacierto, sobre todo en la gradacióncon que los diversos personajes sevan dibujando, viviendo, hablando,revelándose, sorprendiéndonos, con­tradiciéndose, ante la asombrada mi­rada del niño, que los juzga desde suóptica infantil, bien distinta de larealidad. Primero la abuela, las tías,el abuelo, los primos, la criada;lu�go la madre, el profesor, otra cnada, la enfermera, van surgiendo gradualmente, toman cuerpo unos t�as otros, hasta que van desapare­ciendo del relato casi en el mismo orden en que aparecieron. Algunos se presentan primero por referencias anticipadoras -cartas, fotos, alusio­nes- antes de materializarse. Luego, a veces, van degradándose -el abuelo, el padre- progresiva y len­tamente. En competencia con ellos, los seres imaginarios que viven en la cabeza de Miguel, actúan e interfie­ren cada vez más en la acción.

El novelista, con sólo 23 años, re­vela una técnica y maestría admira­bles. Tiene ya el espaldarazo de buen narrador, muy buen narrador. Me atrevo a presagiar que nos ha­llamos ante un futuro gran novelista. Tiene mucho tiempo por delante y ya una madurez sorprendente.

Enhorabuena al casino de Mieres que ha tenido el acierto de darlo a conocer.

Sara Suárez

«ENTRE SABADOS», DE PEPIN DE PRIA

Pepín de Pría. «Entre sábados». «El

Oriente de Asturias». Llanes, 1984.

a colección «Temas Lla-

Lnes», que con tanto acierto como entusiasmo dirige Ma­nolo Maya, llega con esta obra, digna y sobriamente

publicada, a su número 21, cifra muy alta si se tienen en cuenta la escasez de medios de que el editor dispone y el lugar desde donde la publicación se realiza, una villa que es mucho más importante por su valor cultural y espiritual que por el número de sus habitantes o por sus riquezas físicas.

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Manolo Maya lleva parte conside­rable en el alcance de ese valor cul­tural que atribuimos a la villa lla­nisca.

El volumen número 21 de «Temas Llanes» está dedicado a Pepín de �a (José García Peláez, 1864-1928), igual que lo estuvo el 20, «Alma V�rxen», obra teatral y que, lo mismo que «Entre sábados», viene a mostramos una faceta casi descono­cida d�l autor de «Nel y Flor», ahora visto como autor de prosa cas­tellana.

La obra es breve (100 páginas) y lleva un prólogo de José Ignacio Gracia N oriega que nos hace saber, entre otras cosas, que en la obra por él prologada se recogen los trabajos periodísticos que nuestro autor pu­blicó en «El Oriente de Asturias» entre 1900 y 1901.

Pepín de Pría sabe poner una nota de actualidad en todo lo que toca, añadiendo en muchas ocasiones una pincelada de humorismo, benévolo casi siempre, que da un gusto espe­cial a cada artículo, en los que -de vez en cuando- aflora el bable que él tan bien usaba y con el que acierta, por medio del lenguaje coloquial, a alcanzar un tono sencillo y directo siempre interesante, al alcance dei lector no especializado en temas lite­rarios.

Descubrir motivos periodísticos, de la actualidad local, para el Llanes de principios de siglo, para cada uno de sus sábados, no parece tarea fá­cil, pero Pepín de Pría lo consiguió y elevándose sobre el simple loca­lismo, a través de su penetración psicológica y de su sentido del hu­mor -ya apuntado- consiguió una crónica viva y perdurable (hecha del relato de huelgas, de fiestas, de maestros mal pagados que no reci­ben su sueldo, de escuelas pésima­mente dotadas, del puerto y sus pro­blemas, de visitas ilustres ... ), intere­sante para cualquier llanisco y para cualquiera que no lo sea, pues «En­tre sábados» forma una pequeña comedia humana en la que se adi­vina el lento discurrir de la vida ín­tima y sencilla de cualquier villa de España.

Ese es su mérito y por él merece ser conocida la obra que reseñamos.

Rodrigo Grossi Fernández

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LA LITERATURA YEL PENSAMIENTO: SALDOS POR LIQUIDACION DE NEGOCIO A lbricias, me decía eufóri­

co viendo la avalancha de colecciones de obras maes­tras de la literatura y el pensamiento, las grandes

tiradas de Shakespeare, Borges, Ce­sare Pavese, Nietzsche, Freud y to­dos. Albricias, se equivocaban los comunicólogos que anunciaban la muerte de la letra impresa. Se equi­vocaba Me Luhan. Desde todas las vallas del centro de las ciudades, desde la ventana electrónica, en las páginas de los diarios de las capita­les de provincia se ofrecían decenas de bibliotecas selectas que los lecto­res podrían reunir como un �lbu�. Al fin la lectura iba a ser patnmomo del consumidor llano. Habíamos en­trado en la última fase del socialismo político: la socialización de la cul­tura. En adelante, la humanidad, los españoles, serían lúcidos, críticos, solidarios y ecuménicos. Ya me imaginaba un futuro esplendoroso en el que las conversaciones sobre la teoría. de la relatividad, la semiología y la generación del 27 sustituirían en los pubes a los estallidos de los ba­fles. Al fin, me decía, iba a encon­trar entre mi prójimo interlocutores intelectualmente de fiar. Y todo gra­cias a las campañas de las magnáni­mas editoriales nacionales. Qué fi­lantropía.

De pronto una maquiavélica idea se instaló en mi otro yo, hundién­dome en truculentas meditaciones. No sería, al contrario de lo que ha­bía supuesto mi yo progresista y ra­cional, que las editoriales habían leído los agoreros vaticinios de Juan Cueto sobre el cambio de paradigma cultural que iba a provocar inmedia­tamente la revolución científico-téc­nica. Me extrañaba que a diferencia de anteriores ensayos, las nuevas co­lecciones de divulgación literaria-fi­losófica incluyeran obras y autores recientes, vivos en su mayoría, títu­los que apenas habían cumplido el ciclo mínimo de permanencia en los escaparates de las librerías. Incluso algunas novedades aparecían en di-

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chas listas. No sería, me preguntaba inquisitorialmente, que las edito�a­les sin asomo de aquel humamta­ris�o dieciochesco que les había atribuido inicialmente, simplemente estaban saldando a campañas forza­das todos sus stocks de literatura y pensamiento antes de que desapare­ciera el último lector de la faz del planeta. No sería, maldita sue�e, que estaba asistiendo a las exeqmas públicas de Gutemberg. A una espe­cie de rebajas por liquidación del ne­gocio.

Gerardo Irles

FERNANDO ZOBEL: «O SE CANTA O SE GRITA» 1

Durante el pasado junio falle­cía inesperadamente el hombre que, a caballo entre el lejano Oriente, América y Europa, tal vez fuera el último de los estetas del pincel. La Fundación Juan March, a la que el pintor donara ya en 1980 los fondos del Museo de Arte Abstracto Español de Cuenca, ha querido organizar -a modo de homenaje póstumo- una amplia y sugestiva selección de la obra pictórica producida entre 1959 y 1984. La exposición tiene carácter itinerante.

«La belleza no se busca. Apa­rece sin querer. Y o diría que un cuadro es bello cuando cumple claramente su inten­ción»2 .

cademia. Jardín seco. La

A corriente. Hocinos ... El lienzo adquiere la trans­parencia líquida de la acuarela y la densidad po­

rosa del pastel. La exacta trama li-

neal se diluye y fragmenta bajo la lejanía lenta de la escala grisácea que detiene y reimpulsa el s�nsua­lismo mórbido de sus naranJas te­nues. Entre distante y descarada­mente íntimo, reina el equilibrio. Hemos llegado al centro de lo indi­vidual. Del refugio subjetivo. De la reflexión pausada, progresiva. Zóbel vivió siempre en las fronteras del Tiempo. Tal vez ahí radique esa te­rrible fuerza aparentemente imper­ceptible que actúa desde dentro sus­pendiendo los sentidos del especta­dor. Al instinto agresivo del informa­lismo de los años cincuenta, Zóbel contrapuso su concepción analítica de la pintura y de la vida, su mirada depuradora y su sensualismo a ul­tranza. Nada más lejano a él que la impresión acelerada del arrebato es­pontáneo y pasional. Fuera de todo caos, capta la sensación pura despo­jándola de anécdot� y rechaza�do aquel impulso gratmto que pudiera entorpecer su esencia. Aprehendido el movimiénto, detiene y disecciona la instantánea para reincorporarla paulatinamente al tiempo. Perc es ahora el tiempo de las «Gimnope­dias» y late en él el equilibrio enga­ñoso del rubato. La acentuación eté­rea de Satie puede llamarse «Hoci­nos»: la potencialidad del acto en desarrollo conlleva el estatismo del presente y entre lo perfectivo e im­pelfectivo llega a intuirse el infinito.

En estos momentos en los que pa­rece retornarse a un pseudo-expre­sionismo figurativo de corte común y gesto raudo, totalmente m�Il!étic? y con fines agresivos, la espmtuali­dad analítica de Zóbel nos transporta de nuevo al universo intenso de los místicos. La revulsión constante de lo individual. La sensación se ha ale­jado de la mímesis para traducirse e� Pintura. Hemos entrado en el domi­nio de la metáfora.

Esther Millán

, 2 Femando 2'.óbel.

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¿LA FERIA DE LAS VANIDADES?

Arco'85. Feria Internacional de Arte Contemporáneo. Madrid. 22-27 febrero.

Por cuarto año consecutivo, los galeristas dedicados al arte contemporáneo han celebrado en Madrid su pe­culiar feria in ternacio­

nal de muestras. No me parece opor­tuno entrar a juzgar un fenómeno como Arco desde el punto de vista de la calidad artística de las obras expuestas. Supongo que las galerías presentarán, en cada momento, lo que consideren más apetecible para sus clientes (por ejemplo las pinturas recientes de Gordillo, con exposi­ción simultánea en una sala impor­tante de Madrid y reportaje con en­trevista y fotos a todo color en el suplemento dominical de un cono­cido diario madrileño), aunque otras parecen haber optado más bien por una operación de prestigio con obras destacadas de maestros indiscutibles (Picasso, Tápies, Millares) y hay al­gunas, como las que presentan a los americanos del «graffiti» o a los «modelnos» de Madrid, cuyo juego no he sido capaz de comprender. ..

Dicho ésto, el posible lector en­tenderá que yo prefiera comentar, brevemente, algunos de los aspectos extra-artísticos más llamativos de la feria:

El primero de todos es la extraor­dinaria (e inexplicable, para mi) afluencia de público ... Me parece magnífico pero, en mi opinión, las personas que ocupaban por com­pleto el Palacio de Cristal de la Casa de Campo, no pueden ser todas afi­cionadas al arte contemporáneo ... Y lo digo porque durante el resto del año los que visitamos las galerías de exposiciones somos siempre los mismos cuatro gatos ...

Mi admiración ante este evidente éxito de público aumenta al compro­bar lo incómodo que resulta visitar Arco ... Hay que hacer largas colas para obtener, previo pago, el billete de entrada y pasar luego varias ho­ras sumergido en un ambiente de confusión, barullo, calor y ruido, sobrecargado por estímulos visuales, sin la amplitud ni la tranquilidad ne­cesarias para degustar con sosiego las obras de arte expuestas, sobre· todo cuando, al mismo tiempo, hay que ir apartando a un lado las malas hierbas ...

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Tapies.

Esta situación de incomodidad, aplicable no sólo a los visitantes sino también a los galeristas, me hace di­fícil comprender que el principal ob­jetivo de la feria sea promover la venta de obras de arte ... Todas las galerías poseen mejores instalacio­nes, para atender a sus clientes, que los reducidos espacios ocupados por cada una de ellas en la feria ... Tal vez así se pongan a la altura de los que no suelen visitar las salas de ex­posiciones. Tal vez, al estar todos juntos, puedan los galeristas hacer intercambios y transacciones entre ellos. Tal vez la feria sirva para que los «marchantes» extranjeros co­nozcan a los artistas españoles y vi­ceversa... Pero no veo cómo puede servir de estímulo para que los co­leccionistas gasten su dinero ... Aun­que, si Arco se repite cada año con mayor éxito, quiere decir que tam­bién debe ser un buen negocio, al menos para algunos ...

Otro aspecto que llama mi aten­ción es el afán de complementar la feria comercial con una serie de ac­tos culturales. (Debe ser porque el dedicarse a la compraventa o el in­tentar ganar dinero son actitudes mal vistas en nuestro país ... ). Durante años se ha utilizado la cultura como coartada para actividades políticas. Ahora que ya no resulta tan necesa­ria, se ve relegada al papel de com­parsa. Es la guinda que adorna el enorme pastel ferial. Tal vez esté exagerando un poco, pero a mí me da mucha pena ...

Al ser un certamen eminente­mente comercial, las galerías son las verdaderas protagonistas de Arco y las que deciden sobre las obras a exponer en el espacio rotulado con

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su nombre, quedando los artistas en un discreto segundo término. Esto produce la situación (fiel reflejo de lo que ocurre en la calle cada día) del pintor buscando sala donde ex­poner, porque a casi todos les pa­rece importante estar presentes en Arco. ¿Por qué será? Yo no lo sé ... Luego se incorporan también al con­junto de visitantes y recorren la fe­ria, aunque no tengan ninguna obra expuesta. La diferencia está en que unos van a ver y otros a dejarse ver. ..

Al final, lo que resulta fuera de toda duda (aunque yo no logre adi­vinar la causa) es que Arco tiene más gancho para el público que las exposiciones normales, por eso, aunque sólo sirva para que más de 120.000 personas hayan tenido la oportunidad de ver los espléndidos cuadros de Tápies, exhibidos en los espacios 320 y 335 de la planta supe­rior, yo digo con alegría: ¡ Bienve­nida sea la feria internacional de arte contemporáneo de Madrid! Aunque yo me lo pensaré dos veces antes de volver. .. , porque no sé si merece la pena.

Juan M. Monte

LA TRANSMI­GRACION DE PHILIP K .. DICK

Sivanvi, La Invasión Divina, La transmigración de Thimoty Archer. Ed­hasa, colección Nebulae.

... «es indudable que su actitud de intentar todas las ideas posibles para ver si funcionaban destruyó final­mente a Tim Archer. Probó dema­siadas ideas; las elegía, las exami­naba, las aplicaba durante un tiempo y luego las dejaba caer ... Pero, sin embargo, algunas de esas ideas, como si poseyeran vida propia, vol­vían por la puerta de atrás y caían sobre él. Esta es la historia; se trata de hechos históricos. Tim ha muerto. Las ideas no sirvieron ... Una cosa conviene destacar: Tiro sabía cuándo afrontaba una lucha a muerte y, cuando lo advertía, adop­taba la postura de enérgica defensa. No se convirtió en un cómplice de

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un destino retributivo, murió sm ce­der, devolviendo los golpes... El destino tuvo que asesinarlo.»

Este parágrafo sacado del capítulo doce de la última novela de Philip K. Dick «La transmigración de Thi­moty Archer» es, sin duda

alguna, el mejor epitafio posible para el hombre que lo escribió y, aunque parece inevitable la tendencia a miti­ficar la vida y obra de un autor cuando éste muere, la verdad es que en este caso es bastante difícil sepa­rar las tres últimas novelas de P. K. Dick de su experiencia vital y su le­yenda. Si la primera de ellas «Si­vainvi» puede ser considerada como una de las novelas autobiográficas· más alucinatorias de toda la historia de la literatura, «La transmigración de Thimoty Archer» -aunque basada en ciertos aspectos en la carrera del célebre escritor y obispo episcopa­liano James Pike, amigo íntimo del autor- es,· de otra forma, una auto­biografía en la que encontramos a menudo algunas de las característi­cas del autor que escribió «Sivainvi» y que nos ayudan a mejor entender la complejidad de su vida y de su obra. Porque ante esta especie de trilogía -¿sería más correcto deno­minarla trinidad?- de uno de los au­tores más importantes de las últimas décadas en América hay que volver a plantearse la vieja pregunta de qué es más importante si el todo o la suma de las partes.

«Sivainvi» primera entrega de la trilogía fue publicada en el año 1980 y es el único caso de una novela autobiográfica en el campo de la ciencia-ficción. Una pregunta surge: ¿cómo puede escribirse una novela de anticipación basada en los hechos de nuestra propia vida? P. K. Dick,

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maestro indiscutible en el manejo de todo tipo de realidades: subjetivas, alternativas, imaginarias, consigue realizar la hazaña en esta novela co­rriendo el riesgo considerable de cruzar, en cualquier momento, esa frontera intangible que separa el ge­nio de la locura. Escrita en un pe­ríodo de la vida del autor en el que éste se hallaba inmerso en todo gé­nero de experiencias psicóticas vi­sionarias, la novela nos narra, a tra­vés de la complicación de diversos materiales literarios como cartas, conversaciones e, incluso, discur­sos, el drama existencial de una mente dividida entre un racionalismo pragmático y una crédula y bienin­tencionada receptividad a las llama­das de otros mundos y que están fundadas en la experiencia personal de Dick.

A primera vista, «La Invasión Di­vina» parece tener poco en común con las otras dos partes de la trilogía como no sea por sus arriesgados ejercicios de especulación teológica sobre los lazos de unión entre el Talmud y los Evangelios Gnósticos, sin embargo, su lectura nos dará unas claves precisas para entender mejor la que le antecede y la que le precede. La novela comienza en ese futuro irreal, absurdo, atemporal tan habitual en otras novelas de Dick, en el que una «no-demasiado-Santa­Allianza» ha sido sellada entre el Papado y el Kremlin para impedir la llegada de una nave espacial que trae a Belén (Tierra) un nuevo Mesías. Para los que piensen que nos halla­mos ante una nueva versión del re­lato evangélico es necesario aclarar que están completamente equivoca­dos porque a partir de estas escenas de la natividad, la prodigiosa inven­tiva de Dick hace de las suyas -su forma de fabular es tan revisionista como su teología- y, como en otras muchas de sus novelas: «Los Tres estigmas de Palmer Enrich» o, en «Sueñan los Androides con ovejas eléctricas», es imposible hacer una sinopsis. La novela hay que leerla atentamente, luchar con ella; su pre­tendido cripticismo no es sino una forma de estimulación para el lector que, finalmente, tras la última página es consciente que ha estado jugando un juego, tal vez peligroso, pero a la vez sumamente gratificador. Es, de hecho, uno de los experimentos lite­rarios más conseguidos en la dila­tada carrera de Philip K. Dick.

Por lo que respecta a la que sería su última novela «La transmigración de Thimoty Archer» el autor se mueve entre el tono de «caso histó­rico» de «Sivainvi» y la fantasmago-

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ría de «La Invasión Divina», lo­grando una síntesis perfecta de am­bas corrientes en la que es, sin duda, la mejor novela de la trilogía, la me­jor escrita y la mejor acabada y tal vez la primera novela de literatura general incluida en una colección de ciencia-ficción lo que viene a demos­trar la ambigüedad de las fronteras que separan a ambas.

Como la figura histórica del obispo Pike, el héroe del libro, abo­gado convertido en clérigo, intenta llegar a la Verdad a través de la tra­ducción de unos nuevos manuscritos encontrados en el Mar Muerto. El suicidio de su hijo le lleva a realizar prácticas espiritistas y a escribir un libro en defensa del tema pero el posterior suicidio de su amante le hace darse cuenta de que se ha de­jado llevar por una imaginación des­controlada e intenta luchar contra los impulsos autodestructivos que le llevan a un cuasi-suicidio en el de­sierto del Mar Rojo, pero, su resis­tencia es mínima y llega demasiado tarde.

Hay que resaltar la similitud del argumento con los sentimientos am­bivalentes sobre sus propias expe­riencias visionarias tal y como nos las relata en «Sivainvi». Sin em­bargo, el libro, bastante mejor es­tructurado, se resuelve en un magis­tral «coup de théatre» final que con­tiene el explosivo poder de la mejor ciencia-ficción, sin mermar por ello el tono de realismo balsaciano que domina el libro.

Si algún mensaje moral pudiéra­mos sacar de esta trilogía sería el de que no hay que dejarse llevar por la búsqueda insensata del Grial de turno que nos ofrece la sociedad moderna. «La transmigración de Thimoty Archer» se nos presenta así como la historia de una adicción y, también, como la confesión de un alma que de una forma clara y con­cisa, sin afectaciones, no se ha aho­rrado nada de sí misma, dando la

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medida de un escritor que hemos te­nido la desgracia de perder en la madurez de su arte. El destino, al final, pudo con Philip K. Dick pero no con su obra. Su transmigración está preparada.

Fernando P. Fuenteamor

EL CAMINO

DELA

TORMENTA

José María Guelbenzu, El esperado. Alianza Editorial, Madrid, 1984.

r:

A propósito de «El esperado», de José María Guelbenzu(han aparecido diversascríticas anteriores a esta mía, por lo que me parece

oportuno referirme a alguna de ellas) se habla de «novela de iniciación». Yo me pregunto: ¿qué es una «no­vela de iniciación»? Si el término «iniciación» se refiere a un relato en el que a uno o a varios adolescentes les sucede «algo» por primera vez, en efecto, «El esperado» es una «novela de iniciación», del mismo modo que pueden serlo «La vida sale al encuentro» de Martín Vígíl, o «Helena o el mar del verano», de Julián Ayesta. Naturalmente, los puntos de contacto entre el libro de Martín Vígíl y el de Guelbenzu ter­minan aquí, con lo que se demuestra el peligro que encierran las clasifica­ciones en las que pueden integrarse ejemplares tan diversos. Con el li­brito de Ayesta (un poético relato en el que un adolescente descubre el amor), tampoco hay contactos. José María Guelbenzu, con «El esperado», escribe una novela en «tono mayor», en la que lo que se narra no es t¡m pretendídamente poético como los cambios de color sobre la playa del libro de Ayesta (pese a la indudable calidad poética de la prosa de Guel­benzu, a su percepción de los colo­res, por ejemplo) ni está narrado con efusividad. El estilo de Guelbenzu es más reflexivo que efusivo. Sus nove­las están medidas, mílímetradas, con la sabiduría de quien ya demostró en «El río de la luna» su dominio de la novela.

En «El esperado», las dos prime­ras partes del libro conducen a la tercera, a la tormenta, a la obscuri­dad y al conocimiento (o, por mejor decirlo, a la obscuridad del conoci­miento) de una manera implacable.

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Estas dos primeras partes se narran en primera persona, porque, con su técnica escrupulosa, Guelbenzu pre­fiere que sea un personaje quien emita opiniones, y no el autor: « ... era, en fin, un hombre ordinario, o, como yo lo definiría ahora, un desclasado tan zafio como solamente ellos saben serlo» (p. 96).

La precisión: «como yo lo defini­ría ahora» es muy significativa del modo de hacer de Guelbenzu. El personaje-narrador está contando una historia que sucedió «antes»: en el «antes» temporal y espacial de la na­rrativa de Guelbenzu, España, años sesenta. «El mercurio» (1968), su primera novela, es novela contem­poránea de los hechos que narra. Pero la adolescencia de «El espe­rado» se desarrolla en otro am­biente. En «La noche en casa» (1977), Chéspir, que es personaje sa­lido de «El mercurio», vive una no­che de amor y aventura con una chica muy dueña de sí misma, de acuerdo con las posibilidades que ofrece este país: el escenario de la aventura es San Sebastíán. Pero en «El esperado» los hechos se ven desde una distancia de veinte años: distanciamiento que conviene al ya aludido espíritu reflexivo de Guel­benzu, y no sólo por razones técni­cas. Esos veinte años que separan al narrador de lo narrado son, sin em­bargo, un elemento narrativo de primer orden, gracias al cual, lo su­cedido en los años sesenta, al ser reconstruido y narrado en los ochenta, lleva implícita su crítica y su comentario (pese a la evidente sobriedad y pudor de Guelbenzu en este aspecto).

«El esperado» no sólo es una his­toria iniciátíca: también lo es de una dependencia sombría. Que es una historia sombría no sólo lo revelan

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los hechos, sino, además, el escena­rio, la luz, el temor a la noche, esa «luz terrible de tus cuadros» (p. 296), o la tormenta, poderosa, obse­sionante y presente en toda la ter­cera parte: «Primero fue un destello, luego iluminaciones encadenadas que al sucederse acompasadamente semajaban un solo y largo temblor de luz, después la culebrina nítida de un relámpago y, entre tanto, el rodar de la tronada esparciéndose por el cielo.» (p. 294).

A este decorado podemos añadir, para dar mejor idea de la condición inquietante, misteriosa, de «El espe­rado», que hay en ella un sentido de la fatalidad, donde los hechos suce­den como sí decidiera sobre ellos el Destino, como en la tragedia griega. Los versos que sirven de frontispi­cio, de Valente, parecen determinar el relato:

Aguardo. Alguien puede llegar, venir de pronto, no sé quién, conociendo más que yo de mí vida.

Al mismo tiempo que dotan de un extraño encanto, de misterio, al final

· de la segunda parte:«Las manos de Regína me de­

volvieron a ella, a mí y a la habi­tación. Tomándome del brazo, se dirigió hacía una pintura colgada junto al ventanal y, con un gesto, me indicó que la observase. No pude reprimir un gesto de des­concierto. El motivo del cuadro era radicalmente distinto a los demás: representaba un inequí­voco pero turbio ambiente de tormenta sobre un paisaje en el qúe se distinguían varias casas ante un lejano fondo marino; y eri primer plano, como observándolo todo y, a un tiempo, dirigiéndose hacia el lugar, aparecían la ca­beza y los hombros de un hom­bre, un muchacho joven, más bien, cuya presencia resultaba tan inquietante como la tormenta, aunque de modo muy diferente. En seguida advertí que al pie del paisaje había una leyenda y, acercándome, traté de descifrar la calígrafia del pincel de Regína. Decía solamente: «El esperado».

-¿Es el título del cuadro?Y Regina contestó, categórica

y misteriosa: -No, ese no es su título, sino

su destino. Como lo es el tuyo y como tú lo recordarás.

Momentos como éste hacen que trascienda la «novela de iniciación», que, claramente, es otra cosa: la ex­posición de un misterio, que es som-

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brío como las luces de la tormenta que se aproxima, e inevitable como ella. Desvelado a medias el secreto (los secretos jamás se desvelan del todo), desaparecen Arturo Mayor y Pepín el Guapo, desaparecen los años sesenta y el lenguaje de aque­llos años, que Guelbenzu reproduce con precisión documental en los diá­logos, para dar paso a fuerzas desa­tadas, a la intemporalidad de la tor­menta, al momento -principio y fin­en que León «supo que el mensa­jero, el que avanzara a su encuentro por los inciertos caminos del cuerpo que ahora se desbordaba emocio­nado, había alcanzado su destino». (p. 305).

José Ignacio Gracia Noriega

CONTAR EN ESPAÑA

Enrique Murillo, El secreto del arte.Barcelona, Anagrama, 1984. Valentí Puig, Mujeres que fuman. Barcelona, Anagrama, 1984.

No es preciso que el crí­tico sea omnisciente parapoder pontificar a gusto,como quería Brunetiere,pero tampoco es aceptable

que funde su prepotencia en un sa­ber traído por los pelos.

D. Juan Valera, hablando preci­samente de un arrinconado libro de cuentos de Hartzenbusch, exigía del crítico «buen gusto y algunas huma­nidades» que adornaran una insosla­yable imparcialidad. Creo que es aún pedir demasiado: bastaría con que el crítico tuviera el suficiente buen tino para subsanar sus más flagrantes ca­rencias y la agudeza bastante para

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atisbar lo nuevo y olisquear lo re­dundante, aun no teniendo muchas lecturas o un fino criterio teórico.

Nada de esto ha mostrado, al re­censar las dos colaciones de cuentos que aquí se repasan, el ínclito Rafael Conte, quien una vez más ha hecho buena aquella contraimagen suya de Gabriel Cuento, docto en vacuas prolijidades, perpetrado por Alfonso Sastre en El lugar del crimen.

Quería Conte reivindicar las bon­dades del género cuento, y desvelar una metamorfosis con que mostrar su perspicacia, para lo que no en­contró mejor camino que empezar con una exhibición de historia litera­ria: «tradicionalmente, los buenos cuentistas -excelsa palabra que es preciso reivindicar- se podían contar ...: "1;?_;con los dedos de la mano ... No hay ��-'.·,:en las letras españolas el equivalente ,.. de un Chejov, a un Maupassant; ignora totalmente-, y todas las nou­contamos con doña Emilia Pardo velles «en abismo» (el término su­Bazán, cuentista tenaz, con Clarín, pongo que se reconocerá como de que en alguno de sus cuentos supera Todorov) incluidas en las novelas la tan centenaria Regenta, con lgna- picarescas. cio Aldecoa, con la sorpresa cata- Es evidente que un crítico que ig­lana de Pere Calders, y el talento de nora, o al menos olvida todo esto, y Camilo José Cela desperdigado en que no pone en juego, para evaluar cuadros y apuntes excepcionales. esa supuesta metamorfosis de una

Si de «cuadros y apuntes» se tradición inexistente, la influencia trata, no veo por qué Azorín y Gó- del cuento latino-americano (los ras­mez de la Serna, D'Ors, Giménez tros de Borges en Murillo son tan Caballero y Plá ( en la misma medida evidentes que hasta un perdiguero que Calders) no quedan incluidos sinusítico podría seguirlos) sólo también, como adictos de la glosa y puede merecer crédito en un país el cuadro costumbrista que son, en- donde el mandarinato ocupa el lugar tre el número de los cuentistas. de la crítica. Pero, si de cuentos en sentido propio Pero aún, tras el aperitivo históri-se habla, me pregunto aún con ma- co-literario, tiene tiempo Rafael-Ga-yor asombro dónde debe haber que- briel Conte de dedicar concreta dado Valle Inclán, que de hecho no atención a los dos conjuntos de rela-escribió nunca más que cuentos y tos que motivan estas disquisiciones nouvelles; o Alarcón, cuyo clásico (y a otro conjunto más, plurimorfo y «El clavo» aparece en no pocos li- trasmoderno, los cuentistas de Lunabros escolares de lectura hispanoa- de Madrid, con los que no he tenido mericanos; por no hablar de Valera, el gusto de trabar lectura): los que tan afecto al cuento que publicó con aborda con la coherencia de un pro-Narciso Campillo una colección de boscídeo. Cuentos y chascarrillos andaluces, Sitúa primero a Puig por relación a ·después de haber practicado él sus influencias, desde Evelyn mismo el cuento volteriano; y sin de- Waughn -el de Fechoría Negra,jar por supuesto en el tintero a Béc- dice, y yo me pregunto, por qué no quer, cuyas Leyendas supongo que más bien Incidente en Azania, que al el metamórfico Conte no tendrá más menos es un cuento-, hasta, cómo remedio que considerar formalmente no, Lforen� Villalonga, del que, excuentos. hypothesi, algo tuvo que sorber,

Esto, sin contar «tradicional- siendo co-isleño. Llueven luego pa-mente» con la simiente del apólogo rabólicas alabanzas sobre el autor, indio que dejan en la más antigua para terminar pidiéndole el crítico literatura castellana los árabes, y «que estructure más sus productos, que se refleja en la línea que se va de que nos ofrezca un libro unitario, Calila e Dimna a El Patrañuela -ya donde la brillantez no se desperdigue muy empapado de Bocaccio-, pa- por todos los rincones». sancto por D. Juan Manuel y el Arci- Y es aquí donde yo me pregunto, preste. Tradición que continúa Cer- no ya si habrá reflexionado Conte vantes -al que sí cita Conte-, pero alguna vez sobre el género, sino si también María de Zayas -a la que habrá leído algunas de sus más mo-

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délicas colecciones modernas, las Narraciones extraordinarias, de Poe, o los Cuentos crueles, de Vi­lliers, donde la unidad temática y formal brillan por su ausencia, siendo como es cada cuento una unidad de tratamiento específica, agrupada coyunturalmente con otras por mor de su más fácil o más co­mercial difusión (aunque luego, como ocurre con la arbitrariedad lin­güística, el aposteriori repetido se convierta en apriori conjuntista -para el lector ingenuo, que no parael crítico, a quien se le supone unmás avezado ojo clínico).

Pienso yo que, tal vez, Conte tiene como modelo de colección del relato breve el Decamerón, y que considera ineluctable que los cuen­tos se engarcen en una trama exte­rior artificiosa, como pueda ser la peste de Florencia, que obliga a agrupar los relatos en algo más pare­cido a los que luego serán las nove­las en abyss, cuyo modelo máximo es sin duda El Manuscrito de Po­tocki, pero cuya estructura more

geométrico aparece también utili­zada en Los 120 días, de Sade. ¿Ha­brá que recordarle a nuestro ilustre crítico que, desde Margarita de Na­varra, última imitadora del cuentista florentino, las novelles insertas en una situación-relato no son ya de uso en Occidente?

Prosigamos con los relatos de Mu­rillo, a los que, en cambio, la hete­rogeneidad temática parece no afec­tar. Debe ser porque los «mean­dros», las «vueltas y revueltas» de su prosa, de los que surje «la luz negra del misterio y la ambigüedad», han acabado por ofuscar al crítico, que en vez de encontrar en ellos pura y simple confusión, prolijidad, impericia narrativa, y vacilación descriptiva, descubre «sutilezas, presididas por la maestría estilística y la ambigüedad».

Es evidente que «ambigüedad» es en sí mismo un término ambiguo, pero quizás contextualizado en la cultura española, y más concreta­mente en el enunciado de uno de sus más representativos exponentes, podría reducirse su polisemia. «Am­bigüedad» en este caso no querría decir «enriquecedora multiplicidad de connotaciones», sino «vaguedad narrativa con empobrecimiento se­mántico». Con lo que, correlativa­mente, tendríamos que traducir «maestría estilística» con el si­guiente circunloquio: «proyecc10n de la habilidad del crítico para hacer pasar sus vacuidades como juicios atinados, sobre la confusa narrativi-

Los Cuadernos de la Actualidad

_ dad y la vaguedad semántica no in­tencionales del autor».

Por dura que pueda parecer esta opinión, y por desaforadamente des­viado hacia el crítico que pueda pa­recer el argumento, tal acentuación tiene una razón de ser, orientada a revelar algo que suele escondérsele al lector normal, y a veces incluso al avezado: la política editorial y las alianzas que subyacen a ciertos lan­zamientos y a determinadas tomas de postura, en apariencia innovado­ras.

Son varias las editoriales peque­ñas que, arrostrando los riegos de un mercado que apenas presta atención a los libros de relatos cortos y prima papanáticamente la novela, han ve­nido publicando a jóvenes autores de este género, muchos de los cuales llevan sumados varios títulos, sin que la crítica les preste la menor atención. Y había, por lo que se ve, que esperar a que una editorial de creciente prestigio y fineza subida, como Anagrama, acompañara el lan­zamiento de los libros de Puig y Mu­rillo de una circular para la crítica, donde proclamaba su intención de apoyar en adelante al cuento como género, para que el crítico literario con más escucha en el país otorgara su aval a un género casi sin tradición en nuestras letras recientes.

No hace falta hablar en este caso de compadreos conscientes ni lla­madas directas, aunque haya podido haberlas. Basta sencillamente con que el crítico elevado a «gran pro­clamador» o «gran avalista» haya visto la posibilidad de apadrinar sin riesgo un pequeño movimiento, o una moda más o menos pasajera, apoyando a una editorial respetada de todos, y a unos autores que aún no se han malquistado a nadie.

Hasta aquí, la supervivencia moral y la continuidad prestigiosa del crí-

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tico en cuestión lo explican todo. Lo que no se explica es que tenga que hacer alardes de unos conocimientos histórico-literarios que no posee, ni que al apadrinamiento de dos auto­res concretos, sin tomar en cuenta la tradición anterior, o sus rupturas, o los intentos de despegue circumante­riores, haya que llamarlo metamor­fosis: en el caso de Puig, lo que hay es una endomorfosis; en el de Muri­llo un atisbo de protomorfosis. En el caso de Conte/Cuento lo que se ma­nifiesta es una catamorfosis conti­nuada, o por mejor decir, un catabo­lismo literario con estreñimiento.

Alberto Cardín

LA NOVELA

DE UNA

PASION

INTELECTUAL

George Eliot, Middlemarch. Editora Nacional, Madrid, 1984.

S e ha dicho que Middle­march es una de las pocasnovelas inglesas escritas pa­ra adultos y capaz de com­petir con las grandes fic­

ciones francesas y rusas de su tiempo. Y, desde luego, no parece que con sus indudables cualidades shakesperianas, esta extensa novela (son 1.106 páginas en la versión es­pañola que ahora acaba de aparecer por vez primera, muy bien traducida· por Isabel Quintana) vaya a atraer a la nueva clase de lectores modernos narrativamente analfabetos que bus­can en la literatura emociones ado­lescentes, relatos de formación y aventuras exóticas.

Su autora, George Eliot (Mary Ann Evans era su auténtico nom­bre), alcanza con Middlemarch, pu­blicada originalmente en 1872, la cumbre de su indudable maestría como novelista «científica». La for­mación de esta gran novelista inglesa era completísima. Participa del mo­vimiento racionalista y positivista de su época. Entre sus amigos se cuen­tan los mejores pensadores británi­cos de entonces: J. S. Mill, Spencer, Huxley ... Había traducido a Strauss, Spinosa, Feuerbach y, cuando se dispone a iniciar su carrera como novelista, duda de su capacidad para llevar a cabo una representación dramática de la acción -según ex-

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presa en sus diarios y cartas-, aun­que está segura de poseer ingenio, saber escribir y contar con una filo­sofía propia.

Es posible que estas dudas sean parcialmente válidas en lo que se re­fiere a sus novelas anteriores (entre ellas esos grandes monumentos como El molino junto al Floss, SilasMarner y Adam Bede), pero en Middlemarch, al presentar la vida en provincias de la Inglaterra victo­riana, George Eliot consigue, no sólo una representación dramática de la acción, sino una auténtica obra trágica. El ambiente es irrespirable, la realidad social, elemento vital de la novela, descubre la mutua depen­dencia de los seres humanos, el campo magnético que crean a su al­rededor cristalizado en unas normas morales que los van a llevar -y eso lo aprecia cualquier lector .atento a partir de los primeros capítulos del libro-, a un fracaso inevitable.

Existe en Middlemarch una evi­dente inadecuación de la realidad con respecto a los pensamientos y deseos de los personajes. Queda de manifiesto que las buenas intencio­nes no son suficientes y que se im­pone una sociedad cerrada en la que nadie puede llevar una existencia aislada y autónorpa.

Y, sin embargo, no se trata de una novela sociológica, sino que más bien supone uno de los orígenes de la novela psicológica. El gran esce­nario de la acción es la psique, la conciencia moral de los personajes. Sus dramas y sentimientos -huma­nos, demasiado humanos-, nunca caen en el melodrama a lo Dickens; tampoco en la ironía o caricatura a lo Sterne; ni recogen el legado de la novela inglesa anterior, recibido de Cervantes vía Fiedling, que exigía que el narrador rompiera la secuen­cia trágica con un anticlímax. George Eliot se arriesga a narrar sin culpabilidades y realiza una obra to-

George Eliot.

Los Cuadernos de la Actualidad

talizadora donde ·se penetra en los sentimientos más recónditos de unos personajes que nunca son juzgados, que aparecen a la luz fría y objetiva de una conciencia implacable.

Claro es que la propia Eliot seña­laba que: «El hombre o la mujer que publica sus libros adopta inevitable­mente la actitud de una persona que enseña y que influye en la mentali­dad del público». Pero esta perspec­tiva moralizante, inevitable en aque­llos años, ese tono de sermón que adquiere en ocasiones con interpola­ciones como «mas, permítanos el amable lector ... », o «mire atrás, mi buen amigo, a sus tiempos juveni­les ... », o «¿acaso no hemos, todos nosotros, alguna vez ... ?», no impi­den que la obra resulte plenamente lograda y no ofrezca tipos tan aca­bados como Dorotea, cuya vocación es dedicarse a una gran causa, igual que Teresa de Avila -precisa la pro­pia Eliot-, aunque su situación de mujer la deje sin guía en el contexto donde está condenada a vivir. Y lo mismo el resto de los personajes que aparecen en las páginas del libro víc­timas de las limitaciones, miseria y mediaciones que impedirán la reali­zación de sus ideales.

Middlemarch arrastrará a todo lector que esté dispuesto a que las ruinas lo encuentren impávido, y sea capaz de sobrevivir a cualquier fra­caso, con elegancia, sin aspavientos, asumiendo, como se señala en la pá­gina 137: «Nosotros mortales, hom­bres y mujeres, nos tragamos las de­cepciones entre la hora del desayuno y de la cena, aguantamos las lágri­mas con los labios un poco pálidos, y si alguien nos pregunta, contesta­mos: '¡ Oh, nada!'. El orgullo nos ayuda, y no es dañino si simple­mente nos lleva a esconder nuestras propias heridas y no a herir a otros».

Mariano Antolín Rato

¿PINTURA O POESIA?

Juan Mollá, Sombra, medida de la luz. Endymión. Editorial Ayuso. Madrid, 1985.

Una literatura difiere de otra ulterior o anterior menos por el texto que por la manera de ser leída» . De vez en cuando, cuando

me invaden las ganas de abandonar el ejercicio más o menos científico

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Chillida.

de la crítica ( que si no seca el ma­nantial de la imaginación, lo en­cauza), necesito recordar estas pala­bras de Borges para ignorar que tan­tas veces los críticos, de tanto ma­nosear el producto, acaban echán­dolo a perder. Porque, cuando re­cibo un libro, siento la tentación de escribir sobre él. Generalmente no lo hago -menos mal-, pero a veces (y las causas son muchas y muy diver­sas) me animo a recorrerlo buscando querencias, símbolos y forma_s, !1-ilosque conduzcan a un conoc1m1ento cada vez más real y más profundo del quehacer literario, del producto literario. Es lo que me ha pasado ante Sombra, medida de la luz de Juan Mollá.

Los poemas se encierran entre «La exploración de la tiniebla» (de­dicado a Borges y comienzo de una

, primera parte cantora de la Sombra)f «Viaje al centro de un diamante» (final de una tercera parte evocadora de Medida de la luz). Temiendo «la claridad apenas entrevista», la ex­ploración de la tiniebla se resuelve en continuas metáforas, tan mano­seadas como «la boca del lobo de la angustia» o tan novedosas como «el tubo de antracita del olvido», pero igualmente efectivas. La búsqueda final por «cascadas radiantes / clari­dades adentro» desemboca en alu­sión directa al título del libro y su exigente paradoja profundamente antitética:

Medida de la luz es el silencio. O la sombra Los poemas de la parte central (11)

objetivan, en una segunda persona que desdobla el yo del poeta, un concreto vivir, evocado preferente­mente por símbolos duales con gran vitalidad en la tradición: ese pozo(«caverna vertical/ que horadaba la tierra»), eterno y prometedor sím­bolo del recuerdo humano, guardián de la misteriosa y recóndita espe-

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ranza del hombre. La cárcel, cárcel real de real biografía, visitada como un suplicio obligado del que era ¿ vergonzoso? evadirse, escapada que, precisamente por ello, se le hace al poeta metáfora de «mar amargo» del que se huye hacia una «playa»

donde hacer pie, ,.librado del •[abrazo

mortal de la resaca

Los Cuadernos de la Actualidad

versos que luchan entre la ruptura versal y la unidad sintagmática, pro­longado así, semántica y formal­mente, la atadura convencional de lo que debe hacerse. El cuarto oscuro,índice de interrogantes sin res­puesta, transformado en sintagmas (parecen favoritos del poeta) que, perfectos gramaticalmente, amalga­man conceptos casi incompatibles, como esos latidos de silencio de un enorme reloj, como esos pulsos deestupor de un corazón en guarµia; al fin, superando surrealistas andadu­ras («tú a�ercabas el ojo azul al pár­pado / de hierro»), la realidad se hace aforismo casi machadiano: Millares .

.. .. .. .. .. .. .. . : nada existe en la total negrura, porque nadie lo ve. El rumor, cuya temida existencia

produce, cual paroxismo inevitable de tragedia griega:, la tranquilidad. Y todos estos símbolos transmisores de temor culminan en el poema que cierra la serie, «Los muertos» (cu­yos versos 13-17 «dentro del doble fondo del olvido» recogen, me pre­gunto si conscientemente, los poe­mas anteriores: en los hoyos

en los cuartos oscuros, en las noches sin sueño, en los profundos pliegues de la

[ausencia), pretexto para presentar, también en forma categórica, eternas y únicas verdades:

Su tiniebla no existe para ti Todavía. El resto de los poemas (partes I y

III) se encargan, casi en su totalidad,de glosar las ilustraciones que losacompañan. En los trece poemasque componen la parte I encontra­mos machaconas repeticiones corre­lativas, como los antes del poemadedicado a Brines; o las intensifica­das negaciones en busca, en Tapies,de «Nunca, infinitamente nuncanada»; o los balbuceantes y anafóri­cos ¿quién? de «El miedo» con Qui­rós. En ocasiones, un terror casi bí­blico oscila sobre el hombre como«este objeto negro que nos juzga»inspirado por Manolo Millares; ouna consciente expresividad fonoló­gica ambienta el agobiante comenta­rio de M. Rivera donde

Trasfondos repetidos de tinieblas transparenta su tacto de azabache

revolviendo sombra y silencio para crear nuevas relaciones como un «reloj de sombra» -no de sol-, como un «silencio de plomo» -no en las armas, en el arpa-. Otras veces, la expresividad fonológica busca ince­santemente una simetría casi clásica, como esa aliteración de /si que plasma en estructuras bimembres ( «sombra viviente entre las sombras muertas» o «tal vez sombra ya muerta entre sombras vivientes») la angustiosa «Caverna» de J. L. Ver­des.

A pesar de su título, no se vuelcan hacia la serenidad las claridades de los 14 poemas de la parte III. Se­guimos hallando enumeraciones ri­camente caóticas de sustantivos más o menos incrementados que se enre­dan y retuercen en el poema dedi­cado a Lucio Muñoz, paralelística­mente distribuido (como el cuadro)en segmentos semánticamente con­dicionales atados al ambiguo peroque lo inicia; otras veces, la relaciónde términos equifuncionales se anu­dan a un yo, que la lengua se en­carga de hacer oportunamente cer­cano (he entrevisto), en el «Cata­clismo» dedicado a E. Grau; en oca­siones ( «Caballos de la luz y de lasombra»), la amargura, cansada dediscurrir sobre sí misma, parece in­crepar en perezosos alejandrinos:

en la luz y en las sombras ade­[lantas tu mano,

inmensa y transparente cual la [ mano del mar.

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Anhelando agarrarse a lo que sea en un mundo tan lleno de insegurida­des, busca el poeta la perfección formal (reflejo de las «formas exac­tas» de Chillida) manipulando posibi­lidades sintácticas de verbos muy cercanos significativamente:

Están. Son siempre. Puedes asirte a ellas y durar

para llegar, no obstante, sólo a la huida de todo, a la hueca salvación del nihilismo: «Las formas con su peso nos elevan»

Nos salvan de la luz, de la sombra, de la

- · [duda.Por idénticos caminos rítmicos y

estructurales, según nos acercamos al final, leve romanticismo y perso­nal nostalgia invaden poco a poco, intentando forzadamente encontrar «la luz interminable» o una enigmá­tica «luz de interior / que desnudaba el mundo»; pretendiendo alcanzar «la plenitud que nunca ( ... ) podrá cerrar la curva de tu sueño». El poeta, sarcásticamente engañado, «iza la luz» para encontrar «¿Pirá­mide de sombras?», y su búsqueda tropieza y se detiene, como siempre, ante algo que se esconde irremisi­blemente

en un bosque de luces invisibles, de caudales radiantes, de reflejos, de destellos, de llamas y de som-

[bras.

Carmen D. Castañón