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Los Trabajos De Persiles Y Sigismunda. De Cervantes Saavedra, Miguel. Biblioteca Emancipación Obrera. Guillermo Molina Miranda.
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Por una Cultura Nacional, Cientfica y Popular!
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Coleccin Emancipacin Obrera IBAGU-TOLIMA 2015
GMM
Por una Cultura Nacional, Cientfica y Popular!
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Libro No. 1947. Los Trabajos De Persiles Y Sigismunda. De Cervantes Saavedra,
Miguel. Coleccin E.O. Agosto 1 de 2015.
Ttulo original: LOS TRABAJOS DE PERSILES Y SIGISMUNDA. Historia
Setentrional. Miguel De Cervantes Saavedra
Versin Original: LOS TRABAJOS DE PERSILES Y SIGISMUNDA. Historia
Setentrional. Miguel De Cervantes Saavedra
Circulacin conocimiento libre, Diseo y edicin digital de Versin original de textos: http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/persiles-y-sigismunda--0/html/ff48e1e8-82b1-11df-acc7-002185ce6064_27.html
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Portada E.O. de Imagen original:
http://www.librosalcana.com/346260.jpg
Por una Cultura Nacional, Cientfica y Popular!
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LOS TRABAJOS DE PERSILES
Y SIGISMUNDA Historia Setentrional
Miguel De Cervantes Saavedra
Por una Cultura Nacional, Cientfica y Popular!
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TASA
Yo, Jernimo Nez de Len, escribano de Cmara del rey nuestro seor, de los que en
su Consejo residen, doy fee que, habindose visto por los seores dl un libro intitulado
Historia de los trabajos de Persiles y Sigismunda, compuesto por Miguel de Cervantes
Saavedra, que con licencia de los dichos seores fue impreso, tasaron cada pliego de los
del dicho libro a cuatro maraveds, y parece tener cincuenta y ocho pliegos, que al dicho
respeto son docientos y treinta y dos maraveds, y a este precio mandaron se vendiese, y
no a ms, y que esta tasa se ponga al principio de cada libro de los que se imprimieren. E,
para que de ello conste, de mandamiento de los dichos seores del Consejo, y de
pedimiento de la parte del dicho Miguel de Cervantes, doy esta fee. En Madrid, a veinte y
tres de deciembre de mil y seiscientos y diez y seis aos.
Gernimo Nez de Len.
Tiene cincuenta y ocho pliegos, que, a cuatro maraveds, monta seis reales y veinte y ocho
maraveds.
FEE DE ERRATAS
Este libro intitulado Historia de los Trabajos de Persiles y Sigismunda, corresponde con
su original. Dada en Madrid, a quince das del mes de diciembre de mil y seiscientos y diez
y seis aos.
El licenciado Murcia de la Llana.
EL REY
Por cuanto por parte de vos, doa Catalina de Salazar, viuda de Miguel de Cervantes
Saavedra, nos fue fecha relacin que el dicho Miguel de Cervantes haba dejado compuesto
un libro intitulado Los trabajos de Persiles, en que haba puesto mucho estudio y trabajo,
y nos suplicastes os mandsemos dar licencia para le poder imprimir, y privilegio por
veinte aos, o como la nuestra merced fuese, lo cual visto por los del nuestro Consejo, y
como por su mandado se hicieron las diligencias que la premtica por nos ltimamente
Por una Cultura Nacional, Cientfica y Popular!
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fecha sobre la impresin de los libros dispone, fue acordado que debamos mandar dar esta
nuestra cdula para vos en la dicha razn, y nos tuvmoslo por bien. Por lo cual os damos
licencia y facultad para que por tiempo de diez aos, primeros siguientes que corran y se
cuenten desde el da de la fecha della, vos o la persona que vuestro poder hubiere, y no
otro alguno, podis imprimir y vender el dicho libro, que desuso se hace mencin, por el
original que en el nuestro Consejo se vio, que va rubricado y firmado al fin de Gernimo
Nez de Len, nuestro escribano de Cmara, de los que en l residen, con que, antes que
se venda, lo traigis ante ellos juntamente con el dicho original, para que se vea si la dicha
impresin est conforme a l, y traigis fee en pblica forma en cmo por corretor por nos
nombrado se vio y corrigi la dicha impresin por su original. Y mandamos al impresor
que imprimiere el dicho libro, no imprima el principio y primer pliego, ni entregue ms de
un solo libro con el original al autor, o persona a cuya costa se imprimiere, y no otro alguno,
para efeto de la dicha correcin y tasa, hasta que primero el dicho libro est corregido y
tasado por los del nuestro Consejo. Y, estando as, y no de otra manera, pueda imprimir el
dicho libro, principio y primer pliego, en el cual seguidamente se ponga esta licencia y
privilegio, y la aprobacin, tasa y erratas, so pena de caer e incurrir en las penas contenidas
en la premtica y leyes de nuestros reinos que sobre ello disponen. Y mandamos que,
durante el tiempo de los dichos diez aos, persona alguna, sin vuestra licencia, no le pueda
imprimir ni vender, so pena que, el que lo imprimiere, haya perdido y pierda todos y
cualesquier libros, moldes y aparejos que del dicho libro tuviere; y ms, incurra en pena de
cincuenta mil maraveds, la cual dicha pena sea la tercia parte para la nuestra Cmara, y la
otra tercia parte para el juez que lo sentenciare, y la otra tercia parte para la persona que lo
denunciare. Y mandamos a los del nuestro Consejo, presidentes y oidores de las nuestras
Audiencias, alcaldes, alguaciles de la nuestra Casa y Corte, y Chancilleras, y a todos los
corregidores, asistentes, gobernadores, alcaldes mayores y ordinarios, y otros jueces y
justicias cualesquier, de todas las ciudades, villas y lugares de los nuestros reinos y
seoros, que vos guarden y cumplan esta nuestra cdula, y contra su tenor y forma no
vayan ni pasen en manera alguna. Fecha en San Lorenzo, a veinte y cuatro das del mes de
setiembre de mil y seiscientos y diez y seis aos.
YO, EL REY.
Por mandado del Rey nuestro seor:
Pedro de Contreras.
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APROBACIN
Por mandado de vuesa alteza he visto el libro de Los trabajos de Persiles, de Miguel de
Cervantes Saavedra, ilustre hijo de nuestra nacin, y padre ilustre de tantos buenos hijos
con que dichosamente la enobleci, y no hallo en l cosa contra nuestra santa fe catlica y
buenas costumbres; antes, muchas de honesta y apacible recreacin, y por l se podra decir
lo que San Jernimo de Orgenes por el comentario sobre los Cantares: cum in omnibus
omnes, in hoc seispsum superavit Origenes, pues, de cuantos nos dej escritos, ninguno es
ms ingenioso, ms culto ni ms entretenido. En fin, cisne de su buena vejez, casi entre los
aprietos de la muerte, cant este parto de su venerando ingenio. Este es mi parecer. Salvo,
etc. En Madrid, a nueve de setiembre de mil y seiscientos y diez y seis aos.
El Maestro Joseph de Valdivieso.
DE DON FRANCISCO DE URBINA
A MIGUEL DE CERVANTES, insigne y cristiano ingenio de nuestros tiempos, a quien
llevaron los terceros de San Francisco a enterrar con la cara descubierta, como a tercero
que era
Epitafio
Caminante, el peregrino
Cervantes aqu se encierra;
su cuerpo cubre la tierra,
no su nombre, que es divino.
En fin, hizo su camino;
pero su fama no es muerta,
ni sus obras, prenda cierta
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de que pudo a la partida,
desde sta a la eterna vida,
ir la cara descubierta.
A el sepulcro de Miguel de Cervantes Saavedra,
ingenio cristiano,
por Luis Francisco Caldern
Soneto
En este, oh caminante!, mrmol breve,
urna funesta, si no excelsa pira,
cenizas de un ingenio santas mira,
que olvido y tiempo a despreciar se atreve.
No tantas en su orilla arenas mueve
glorioso el Tajo, cuantas hoy admira
lenguas la suya, por quien grata aspira
a el lauro Espaa que a su nombre debe.
Lucientes de sus libros gracias fueron,
con dulce suspensin, su estilo grave,
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religiosa invencin, moral decoro.
A cuyo ingenio los de Espaa dieron
la slida opinin que el mundo sabe,
y a el cuerpo, ofrenda de perpetuo lloro.
A DON PEDRO FERNNDEZ DE CASTRO, conde de Lemos, de Andrade, de
Villalba; Marqus de Sarri, Gentilhombre de la Cmara de su Majestad, Presidente del
Consejo Supremo de Italia, Comendador de la Encomienda de la Zarza, de la Orden de
Alcntara
Aquellas coplas antiguas, que fueron en su tiempo celebradas, que comienzan:
Puesto ya el pie en el estribo,
quisiera yo no vinieran tan a pelo en esta mi epstola, porque casi con las mismas palabras
la puedo comenzar, diciendo:
Puesto ya el pie en el estribo,
con las ansias de la muerte,
gran seor, sta te escribo.
Ayer me dieron la Estremauncin y hoy escribo sta. El tiempo es breve, las ansias crecen,
las esperanzas menguan, y, con todo esto, llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir,
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y quisiera yo ponerle coto hasta besar los pies a Vuesa Excelencia; que podra ser fuese
tanto el contento de ver a Vuesa Excelencia bueno en Espaa, que me volviese a dar la
vida. Pero si est decretado que la haya de perder, cmplase la voluntad de los cielos, y por
lo menos sepa Vuesa Excelencia este mi deseo, y sepa que tuvo en m un tan aficionado
criado de servirle que quiso pasar aun ms all de la muerte, mostrando su intencin. Con
todo esto, como en profeca me alegro de la llegada de Vuesa Excelencia, regocjome de
verle sealar con el dedo, y realgrome de que salieron verdaderas mis esperanzas,
dilatadas en la fama de las bondades de Vuesa Excelencia. Todava me quedan en el alma
ciertas reliquias y asomos de las Semanas del jardn, y del famoso Bernardo. Si a dicha,
por buena ventura ma, que ya no sera ventura, sino milagro, me diese el cielo vida, las
ver, y con ellas fin de La Galatea, de quien s est aficionado Vuesa Excelencia. Y, con
estas obras, continuando mi deseo, guarde Dios a Vuesa Excelencia como puede. De
Madrid, a diez y nueve de abril de mil y seiscientos y diez y seis aos.
Criado de Vuesa Excelencia,
Miguel de Cervantes.
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PRLOGO
Sucedi, pues, lector amantsimo, que, viniendo otros dos amigos y yo del famoso lugar
de Esquivias, por mil causas famoso, una por sus ilustres linajes y otra por sus ilustrsimos
vinos, sent que a mis espaldas vena picando con gran priesa uno que, al parecer, traa
deseo de alcanzarnos, y aun lo mostr dndonos voces que no picsemos tanto.
Espermosle, y lleg sobre una borrica un estudiante pardal, porque todo vena vestido de
pardo, antiparas, zapato redondo y espada con contera, valona bruida y con trenzas
iguales; verdad es, no traa ms de dos, porque se le vena a un lado la valona por
momentos, y l traa sumo trabajo y cuenta de enderezarla.
Llegando a nosotros dijo:
-Vuesas mercedes van a alcanzar algn oficio o prebenda a la corte, pues all est su
Ilustrsima de Toledo y su Majestad, ni ms ni menos, segn la priesa con que caminan?;
que en verdad que a mi burra se le ha cantado el vctor de caminante ms de una vez.
A lo cual respondi uno de mis compaeros:
-El rocn del seor Miguel de Cervantes tiene la culpa desto, porque es algo qu pasilargo.
Apenas hubo odo el estudiante el nombre de Cervantes, cuando, apendose de su
cabalgadura, cayndosele aqu el cojn y all el portamanteo, que con toda esta autoridad
caminaba, arremeti a m, y, acudiendo asirme de la mano izquierda, dijo:
-S, s; ste es el manco sano, el famoso todo, el escritor alegre, y, finalmente, el regocijo
de las musas!
Yo, que en tan poco espacio vi el grande encomio de mis alabanzas, parecime ser
descortesa no corresponder a ellas. Y as, abrazndole por el cuello, donde le ech a perder
de todo punto la valona, le dije:
-Ese es un error donde han cado muchos aficionados ignorantes. Yo, seor, soy Cervantes,
pero no el regocijo de las musas, ni ninguno de las dems baratijas que ha dicho vuesa
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merced; vuelva a cobrar su burra y suba, y caminemos en buena conversacin lo poco que
nos falta del camino.
Hzolo as el comedido estudiante, tuvimos algn tanto ms las riendas, y con paso
asentado seguimos nuestro camino, en el cual se trat de mi enfermedad, y el buen
estudiante me desahuci al momento, diciendo:
-Esta enfermedad es de hidropesa, que no la sanar toda el agua del mar Ocano que
dulcemente se bebiese. Vuesa merced, seor Cervantes, ponga tasa al beber, no
olvidndose de comer, que con esto sanar sin otra medicina alguna.
-Eso me han dicho muchos -respond yo-, pero as puedo dejar de beber a todo mi
beneplcito, como si para slo eso hubiera nacido. Mi vida se va acabando, y, al paso de
las efemridas de mis pulsos, que, a ms tardar, acabarn su carrera este domingo, acabar
yo la de mi vida. En fuerte punto ha llegado vuesa merced a conocerme, pues no me queda
espacio para mostrarme agradecido a la voluntad que vuesa merced me ha mostrado.
En esto llegamos a la puente de Toledo, y yo entr por ella, y l se apart a entrar por la de
Segovia.
Lo que se dir de mi suceso, tendr la fama cuidado, mis amigos gana de decilla, y yo
mayor gana de escuchalla.
Tornle a abrazar, volviseme a ofrecer, pic a su burra, y dejme tan mal dispuesto como
l iba caballero en su burra, a quien haba dado gran ocasin a mi pluma para escribir
donaires; pero no son todos los tiempos unos: tiempo vendr, quiz, donde, anudando este
roto hilo, diga lo que aqu me falta, y lo que s convena.
Adis, gracias; adis, donaires; adis, regocijados amigos; que yo me voy muriendo, y
deseando veros presto contentos en la otra vida!
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Captulo Primero
Voces daba el brbaro Corsicurbo a la estrecha boca de una profunda mazmorra, antes
sepultura que prisin de muchos cuerpos vivos que en ella estaban sepultados. Y, aunque
su terrible y espantoso estruendo cerca y lejos se escuchaba, de nadie eran entendidas
articuladamente las razones que pronunciaba, sino de la miserable Cloelia, a quien sus
desventuras en aquella profundidad tenan encerrada.
-Haz, oh Cloelia -deca el brbaro-, que as como est, ligadas las manos atrs, salga ac
arriba, atado a esa cuerda que descuelgo, aquel mancebo que habr dos das que te
entregamos; y mira bien si, entre las mujeres de la pasada presa, hay alguna que merezca
nuestra compaa y gozar de la luz del claro cielo que nos cubre y del aire saludable que
nos rodea.
Descolg en esto una gruesa cuerda de camo, y, de all a poco espacio, l y otros cuatro
brbaros tiraron hacia arriba, en la cual cuerda, ligado por debajo de los brazos, sacaron
asido fuertemente a un mancebo, al parecer de hasta diez y nueve o veinte aos, vestido de
lienzo basto, como marinero, pero hermoso sobre todo encarecimiento.
Lo primero que hicieron los brbaros fue requerir las esposas y cordeles con que a las
espaldas traa ligadas las manos. Luego le sacudieron los cabellos, que, como infinitos
anillos de puro oro, la cabeza le cubran. Limpironle el rostro, que cubierto de polvo tena,
y descubri una tan maravillosa hermosura, que suspendi y enterneci los pechos de
aquellos que para ser sus verdugos le llevaban.
No mostraba el gallardo mozo en su semblante gnero de aflicin alguna; antes, con ojos
al parecer alegres, alz el rostro, y mir al cielo por todas partes, y con voz clara y no
turbada lengua dijo:
-Gracias os hago, oh inmensos y piadosos cielos!, de que me habis trado a morir adonde
vuestra luz vea mi muerte, y no adonde estos escuros calabozos, de donde agora salgo, de
sombras caliginosas la cubran. Bien querra yo no morir desesperado, a lo menos, porque
soy cristiano; pero mis desdichas son tales, que me llaman y casi fuerzan a desearlo.
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Ninguna destas razones fue entendida de los brbaros, por ser dichas en diferente lenguaje
que el suyo; y as, cerrando primero la boca de la mazmorra con una gran piedra y cogiendo
al mancebo sin desatarle, entre los cuatro llegaron con l a la marina, donde tenan una
balsa de maderos, y atados unos con otros con fuertes bejucos y flexibles mimbres. Este
artificio les serva, como luego pareci, de bajel en que pasaban a otra isla, que no dos
millas o tres de all se pareca.
Saltaron luego en los maderos, y pusieron en medio dellos sentado al prisionero, y luego
uno de los brbaros asi de un grandsimo arco que en la balsa estaba; y, poniendo en l
una desmesurada flecha, cuya punta era de pedernal, con mucha presteza le flech, y,
encarando al mancebo, le seal por su blanco, dando seales y muestras de que ya le
quera pasar el pecho. Los brbaros que quedaban asieron de tres palos gruesos, cortados
a manera de remos, y el uno se puso a ser timonero, y los dos a encaminar la balsa a la otra
isla.
El hermoso mozo, que por instantes esperaba y tema el golpe de la flecha amenazadora,
encoga los hombros, apretaba los labios, enarcaba las cejas, y, con silencio profundo,
dentro en su corazn peda al cielo, no que le librase de aquel tan cercano como cruel
peligro, sino que le diese nimo para sufrillo. Viendo lo cual el brbaro flechero, y sabiendo
que no haba de ser aquel el gnero de muerte con que le haban de quitar la vida, hallando
la belleza del mozo piedad en la dureza de su corazn, no quiso darle dilatada muerte,
tenindole siempre encarada la flecha al pecho; y as, arroj de s el arco, y, llegndose a
l, por seas, como mejor pudo, le dio a entender que no quera matarle.
En esto estaban, cuando los maderos llegaron a la mitad del estrecho que las dos islas
formaban, en el cual de improviso se levant una borrasca, que, sin poder remediallo los
inexpertos marineros, los leos de la balsa se desligaron y dividieron en partes, quedando
en la una, que sera de hasta seis maderos compuesta, el mancebo, que de otra muerte que
de ser anegado, tan poco haba que estaba temeroso. Levantaron remolinos las aguas,
pelearon entre s los contrapuestos vientos, anegronse los brbaros, salieron los leos del
atado prisionero al mar abierto, pasbanle las olas por cima, no solamente impidindole
ver el cielo, pero negndole el poder pedirle tuviese compasin de su desventura. Y s tuvo,
pues las continuas y furiosas ondas, que a cada punto le cubran, no le arrancaron de los
leos, y se le llevaron consigo a su abismo; que, como llevaba atadas las manos a las
espaldas, ni poda asirse, ni usar de otro remedio alguno.
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Desta manera que se ha dicho sali a lo raso del mar, que se mostr algn tanto sosegado
y tranquilo al volver una punta de la isla, adonde los leos milagrosamente se encaminaron
y del furioso mar se defendieron. Sentse el fatigado joven, y, tendiendo la vista a todas
partes, casi junto a l descubri un navo que en aquel redoso del alterado mar, como en
seguro puerto, se reparaba. Descubrieron asimismo los del navo los maderos y el bulto
que sobre ellos vena; y, por certificarse qu poda ser aquello, echaron el esquife al agua
y llegaron a verlo, y, hallando all al tan desfigurado como hermoso mancebo, con
diligencia y lstima le pasaron a su navo, dando con el nuevo hallazgo admiracin a
cuantos en l estaban.
Subi el mozo en brazos ajenos, y, no pudiendo tenerse en sus pies de puro flaco -porque
haba tres das que no haba comido- y de puro molido y maltratado de las olas, dio consigo
un gran golpe sobre la cubierta del navo, el capitn del cual, con nimo generoso y
compasin natural, mand que le socorriesen. Acudieron luego unos a quitarle las ataduras,
otros a traer conservas y odorferos vinos, con cuyos remedios volvi en s, como de muerte
a vida, el desmayado mozo, el cual, poniendo los ojos en el capitn, cuya gentileza y rico
traje le llev tras s la vista y aun la lengua, y le dijo:
-Los piadosos cielos te paguen, piadoso seor, el bien que me has hecho, que mal se pueden
llevar las tristezas del nimo, si no se esfuerzan los descaecimientos del cuerpo. Mis
desdichas me tienen de manera que no te puedo hacer ninguna recompensa deste beneficio,
si no es con el agradecimiento. Y si se sufre que un pobre afligido pueda decir de s mismo
alguna alabanza, yo s que en ser agradecido ninguno en el mundo me podr llevar alguna
ventaja.
Y en esto prob a levantarse para ir a besarle los pies, mas la flaqueza no se lo permiti,
porque tres veces lo prob y otras tantas volvi a dar consigo en el suelo. Viendo lo cual
el capitn, mand que le llevasen debajo de cubierta y le echasen en dos traspontines, y
que, quitndole los mojados vestidos, le vistiesen otros enjutos y limpios, y le hiciesen
descansar y dormir. Hzose lo que el capitn mand. Obedeci, callando, el mozo, y en el
capitn creci la admiracin de nuevo, vindolo levantar en pie, con la gallarda disposicin
que tena, y luego le comenz a fatigar el deseo de saber dl, lo ms presto que pudiese,
quin era, cmo se llamaba y de qu causas haba nacido el efeto que en tanta estrecheza
le haba puesto. Pero, excediendo su cortesa a su deseo, quiso que primero se acudiese a
su debilidad, que cumplir la voluntad suya.
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Captulo Segundo del Libro Primero
Reposando dejaron los ministros de la nave al mancebo, en cumplimiento de lo que su
seor les haba mandado. Pero, como le acosaban varios y tristes pensamientos, no poda
el sueo tomar posesin de sus sentidos, ni menos lo consintieron unos congojosos suspiros
y unas angustiadas lamentaciones que a sus odos llegaron, a su parecer, salidos de entre
unas tablas de otro apartamiento que junto al suyo estaba. Y, ponindose con grande
atencin a escucharlas, oy que decan:
-En triste y menguado signo mis padres me engendraron, y en no benigna estrella mi
madre me arroj a la luz del mundo! Y bien digo arroj, porque nacimiento como el mo,
antes se puede decir arrojar que nacer! Libre pens yo que gozara de la luz del sol en esta
vida, pero engame mi pensamiento, pues me veo a pique de ser vendida por esclava:
desventura a quien ninguna puede compararse.
-Oh t, quienquiera que seas! -dijo a esta sazn el mancebo-. Si es, como decirse suele,
que las desgracias y trabajos cuando se comunican suelen aliviarse, llgate aqu, y, por
entre los espacios descubiertos destas tablas, cuntame los tuyos; que si en m no hallares
alivio, hallars quien dellos se compadezca.
-Escucha, pues -le fue respondido-, que en las ms breves razones te contar las sinrazones
que la fortuna me ha hecho. Pero querra saber primero a quin las cuento. Dime si eres,
por ventura, un mancebo que poco ha hallaron medio muerto en unos maderos que dicen
sirven de barcos a unos brbaros que estn en esta isla, donde habemos dado fondo,
reparndonos de la borrasca que se ha levantado.
-El mismo soy -respondi el mancebo.
-Pues, quin eres? -pregunt la persona que hablaba.
-Dijratelo, si no quisiera que primero me obligaras con contarme tu vida, que por las
palabras que poco ha que te o decir, imagino que no debe de ser tan buena como quisieras.
A lo que le respondieron:
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-Escucha, que en cifra te dir mis males. El capitn y seor deste navo se llama Arnaldo,
es hijo heredero del rey de Dinamarca, a cuyo poder vino por diferentes y estraos
acontecimientos una principal doncella, a quien yo tuve por seora, a mi parecer, de tanta
hermosura que entre las que hoy viven en el mundo, y entre aquellas que puede pintar en
la imaginacin el ms agudo entendimiento, puede llevar la ventaja. Su discrecin iguala
a su belleza, y sus desdichas a su discrecin y a su hermosura. Su nombre es Auristela. Sus
padres, de linaje de reyes y de riqusimo estado.
sta, pues, a quien todas estas alabanzas vienen cortas, se vio vendida, y comprada de
Arnaldo, y con tanto ahnco y con tantas veras la am y la ama que mil veces de esclava la
quiso hacer su seora, admitindola por su legtima esposa; y esto con voluntad del rey,
padre de Arnaldo, que juzg que las raras virtudes y gentileza de Auristela mucho ms que
ser reina merecan. Pero ella se defenda, diciendo no ser posible romper un voto que tena
hecho de guardar virginidad toda su vida, y que no pensaba quebrarle en ninguna manera,
si bien la solicitasen promesas o la amenazasen muertes. Pero no por esto ha dejado
Arnaldo de entretener sus esperanzas con dudosas imaginaciones, arrimndolas a la
variacin de los tiempos y a la mudable condicin de las mujeres, hasta que sucedi que,
andando mi seora Auristela por la ribera del mar, solazndose, no como esclava, sino
como reina, llegaron unos bajeles de cosarios, y la robaron y llevaron no se sabe adnde.
El prncipe Arnaldo, imaginando que estos cosarios eran los mismos que la primera vez
se la vendieron (los cuales cosarios andan por todos estos mares, nsulas y riberas, robando
o comprando las ms hermosas doncellas que hallan, para traellas por granjera a vender a
esta nsula, donde dicen que estamos, la cual es habitada de unos brbaros, gente indmita
y cruel, los cuales tienen entre s por cosa inviolable y cierta, persuadidos, o ya del demonio
o ya de un antiguo hechicero a quien ellos tienen por sapientsimo varn, que de entre ellos
ha de salir un rey que conquiste y gane gran parte del mundo; este rey que esperan no saben
quin ha de ser, y para saberlo, aquel hechicero les dio esta orden: que sacrificasen todos
los hombres que a su nsula llegasen, de cuyos corazones, digo de cada uno de por s,
hiciesen polvos y los diesen a beber a los brbaros ms principales de la nsula, con expresa
orden que, el que los pasase sin torcer el rostro ni dar muestras de que le saba mal, le
alzasen por su rey; pero no ha de ser ste el que conquiste el mundo, sino un hijo suyo.
Tambin les mand que tuviesen en la isla todas las doncellas que pudiesen o comprar o
robar, y que la ms hermosa dellas se la entregasen luego al brbaro, cuya sucesin valerosa
prometa la bebida de los polvos. Estas doncellas, compradas o robadas, son bien tratadas
de ellos, que slo en esto muestran no ser brbaros, y las que compran, son a subidsimos
Por una Cultura Nacional, Cientfica y Popular!
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precios, que los pagan en pedazos de oro sin cuo y en preciossimas perlas, de que los
mares de las riberas destas islas abundan: y a esta causa, llevados deste inters y ganancia,
muchos se han hecho cosarios y mercaderes).
Arnaldo, pues, que, como te he dicho, ha imaginado que en esta isla podra ser que
estuviese Auristela, mitad de su alma sin la cual no puede vivir, ha ordenado, para
certificarse desta duda, de venderme a m a los brbaros, porque, quedando yo entre ellos,
sirva de espa de saber lo que desea, y no espera otra cosa sino que el mar se amanse, para
hacer escala y concluir su venta. Mira, pues, si con razn me quejo, pues la ventura que
me aguarda es venir a vivir entre brbaros, que de mi hermosura no me puedo prometer
venir a ser reina, especialmente si la corta suerte hubiese trado a esta tierra a mi seora, la
sin par Auristela. De esta causa nacieron los suspiros que me has odo, y destos temores
las quejas que me atormentan.
Call, en diciendo esto, y al mancebo se le atraves un udo en la garganta; peg la boca
con las tablas, que humedeci con copiosas lgrimas, y al cabo de un pequeo espacio le
pregunt si, por ventura, tena algunos barruntos de que Arnaldo hubiese gozado de
Auristela, o ya de que Auristela, por estar en otra parte prendada, desdease a Arnaldo, y
no admitiese tan gran ddiva como la de un reino, porque a l le pareca que tal vez las
leyes del gusto humano tienen ms fuerza que las de la religin.
Respondile que, aunque ella imaginaba que el tiempo haba podido dar a Auristela
ocasin de querer bien a un tal Periandro, que la haba sacado de su patria (caballero
generoso, dotado de todas las partes que le podan hacer amable de todos aquellos que le
conociesen), nunca se le haba odo nombrar en las continuas quejas que de sus desgracias
daba al cielo, ni en otro modo alguno.
Preguntle si conoca ella a aquel Periandro que deca.
Djole que no, sino que por relacin saba ser el que llev a su seora, a cuyo servicio ella
haba venido despus que Periandro, por un estrao acontecimiento, la haba dejado.
En esto estaban, cuando de arriba llamaron a Taurisa -que ste era el nombre de la que sus
desgracias haba contado-, la cual, oyndose llamar, dijo:
-Sin duda alguna el mar est manso, y la borrasca quieta, pues me llaman para hacer de m
la desdichada entrega. A Dios te queda, quienquiera que seas, y los cielos te libren de ser
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entregado para que los polvos de tu abrasado corazn testifiquen esta vanidad e
impertinente profeca; que tambin estos insolentes moradores desta nsula buscan
corazones que abrasar, como doncellas que guardar para lo que procuran.
Apartronse. Subi Taurisa a la cubierta. Qued el mancebo pensativo, y pidi que le
diesen de vestir, que quera levantarse. Trujronle un vestido de damasco verde, cortado al
modo del que l haba trado de lienzo. Subi arriba. Recibile Arnaldo con agradable
semblante. Sentle junto a s. Vistieron a Taurisa rica y gallardamente, al modo que suelen
vestirse las ninfas de las aguas, o las amadrades de los montes. En tanto que esto se haca
con admiracin del mozo, Arnaldo le cont todos sus amores y sus intentos, y aun le pidi
consejo de lo que hara, y le pregunt si los medios que pona para saber de Auristela iban
bien encaminados.
El mozo, que del razonamiento que haba tenido con Taurisa y de lo que Arnaldo le contaba
tena el alma llena de mil imaginaciones y sospechas, discurriendo con velocsimo curso
del entendimiento lo que poda suceder si acaso Auristela entre aquellos brbaros se
hallase, le respondi:
-Seor, yo no tengo edad para saberte aconsejar, pero tengo voluntad que me mueve a
servirte, que la vida que me has dado con el recibimiento y mercedes que me has hecho me
obligan a emplearla en tu servicio. Mi nombre es Periandro, de nobilsimos padres nacido,
y al par de mi nobleza corre mi desventura y mis desgracias, las cuales por ser tantas no
conceden ahora lugar para contrtelas. Esa Auristela que buscas es una hermana ma que
tambin yo ando buscando, que, por varios acontecimientos, ha un ao que nos perdimos.
Por el nombre y por la hermosura que me encareces conozco sin duda que es mi perdida
hermana, que dara por hallarla, no slo la vida que poseo, sino el contento que espero
recebir de haberla hallado, que es lo ms que puedo encarecer. Y as, como tan interesado
en este hallazgo, voy escogiendo, entre otros muchos medios que en la imaginacin
fabrico, ste, que, aunque venga a ser con ms peligro de mi vida, ser ms cierto y ms
breve. T, seor Arnaldo, ests determinado de vender esta doncella a estos brbaros, para
que, estando en su poder, vea si est en el suyo Auristela, de que te podrs informar
volviendo otra vez a vender otra doncella a los mismos brbaros, y a Taurisa no le faltar
modo, o dar seales si est o no Auristela con las dems que para el efeto que se sabe los
brbaros guardan, y con tanta solicitud compran?
-As es la verdad -dijo Arnaldo-, y he escogido antes a Taurisa que a otra, de cuatro que
van en el navo para el mismo efeto, porque Taurisa la conoce, que ha sido su doncella.
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-Todo eso est muy bien pensado -dijo Periandro-, pero yo soy de parecer que ninguna
persona har esa diligencia tan bien como yo, pues mi edad, mi rostro, el inters que se me
sigue, juntamente con el conocimiento que tengo de Auristela, me est incitando a
aconsejarme que tome sobre mis hombros esta empresa. Mira, seor, si vienes en este
parecer, y no lo dilates, que, en los casos arduos y dificultosos, en un mismo punto han de
andar el consejo y la obra.
Cuadrronle a Arnaldo las razones de Periandro, y, sin reparar en algunos inconvenientes
que se le ofrecan, las puso en obra, y de muchos y ricos vestidos de que vena provedo
por si hallaba a Auristela, visti a Periandro, que qued, al parecer, la ms gallarda y
hermosa mujer que hasta entonces los ojos humanos haban visto, pues si no era la
hermosura de Auristela, ninguna otra poda igualrsele. Los del navo quedaron admirados;
Taurisa, atnita; el prncipe, confuso; el cual, a no pensar que era hermano de Auristela, el
considerar que era varn le traspasara el alma con la dura lanza de los celos, cuya punta se
atreve a entrar por las del ms agudo diamante: quiero decir que los celos rompen toda
seguridad y recato, aunque dl se armen los pechos enamorados. Finalmente, hecho el
metamorfosis de Periandro, se hicieron un poco a la mar, para que de todo en todo de los
brbaros fuesen descubiertos.
La priesa con que Arnaldo quiso saber de Auristela no consinti en que preguntase primero
a Periandro quin eran l y su hermana, y por qu trances haban venido al miserable en
que le haba hallado; que todo esto, segn buen discurso, haba de preceder a la confianza
que dl haca. Pero, como es propia condicin de los amantes ocupar los pensamientos
antes en buscar los medios de alcanzar el fin de su deseo que en otras curiosidades, no le
dio lugar a que preguntase lo que fuera bien que supiera, y lo que supo despus cuando no
le estuvo bien el saberlo.
Alongados, pues, un tanto de la isla, como se ha dicho, adornaron la nave con flmulas y
gallardetes, que ellos azotando el aire y ellas besando las aguas, hermossima vista hacan.
El mar tranquilo, el cielo claro, el son de las chirimas y de otros instrumentos, tan blicos
como alegres, suspendan los nimos; y los brbaros, que de no muy lejos lo miraban,
quedaron ms suspensos, y en un momento coronaron la ribera, armados de arcos y saetas
de la grandeza que otra vez se ha dicho.
Poco menos de una milla llegaba la nave a la isla, cuando, disparando toda la artillera, que
traa mucha y gruesa, arroj el esquife al agua, y, entrando en l Arnaldo, Taurisa y
Periandro, y otros seis marineros, pusieron en una lanza un lienzo blanco, seal de que
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venan de paz, como es costumbre casi en todas las naciones de la tierra. Y lo que en sta
les sucedi se cuenta en el captulo que se sigue.
Captulo Tercero del Primer Libro
Como se iba acercando el barco a la ribera, se iban apiando los brbaros, cada uno deseoso
de saber, primero que viese, lo que en l vena; y, en seal que lo recibiran de paz, y no
de guerra, sacaron muchos lienzos y los campearon por el aire, tiraron infinitas flechas al
viento, y, con increble ligereza, saltaban algunos de unas partes en otras.
No pudo llegar el barco a bordas con la tierra, por ser la mar baja, que en aquellas partes
crece y mengua como en las nuestras; pero los brbaros, hasta cantidad de veinte, se
entraron a pie por la mojada arena, y llegaron a l casi a tocarse con las manos. Traan
sobre los hombros a una mujer brbara, pero de mucha hermosura, la cual, antes que otro
alguno hablase, dijo en lengua polaca:
-A vosotros, quienquiera que seis, pide nuestro prncipe, o por mejor decir, nuestro
gobernador, que le digis quin sois, a qu vens y qu es lo que buscis. Si por ventura
trais alguna doncella que vender, se os ser muy bien pagada, pero si son otras mercancas
las vuestras, no las hemos menester, porque en esta nuestra isla, merced al cielo, tenemos
todo lo necesario para la vida humana, sin tener necesidad de salir a otra parte a buscarlo.
Entendila muy bien Arnaldo, y preguntle si era brbara de nacin, o si acaso era de las
compradas en aquella isla. A lo que le respondi:
-Respndeme t a lo que he preguntado, que estos mis amos no gustan que en otras plticas
me dilate, sino en aquellas que hacen al caso para su negocio.
Oyendo lo cual Arnaldo, respondi:
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-Nosotros somos naturales del reino de Dinamarca, usamos el oficio de mercaderes y de
cosarios, trocamos lo que podemos, vendemos lo que nos compran y despachamos lo que
hurtamos; y, entre otras presas que a nuestras manos han venido, ha sido la de esta doncella
-y seal a Periandro-, la cual, por ser una de las ms hermosas, o por mejor decir, la ms
hermosa del mundo, os la traemos a vender, que ya sabemos el efeto para que las compran
en esta isla; y si es que ha de salir verdadero el vaticinio que vuestros sabios han dicho,
bien podis esperar desta sin igual belleza y disposicin gallarda que os dar hijos
hermosos y valientes.
Oyendo esto algunos de los brbaros, preguntaron a la brbara les dijese lo que deca.
Djolo ella, y al momento se partieron cuatro dellos, y fueron -a lo que pareci- a dar aviso
a su gobernador. En este espacio que volvan, pregunt Arnaldo a la brbara si tenan
algunas mujeres compradas en la isla, y si haba alguna entre ellas de belleza tanta que
pudiese igualar a la que ellos traan para vender.
-No -dijo la brbara-, porque, aunque hay muchas, ninguna dellas se me iguala, porque, en
efeto, yo soy una de las desdichadas para ser reina destos brbaros, que sera la mayor
desventura que me pudiese venir.
Volvieron los que haban ido a la tierra, y con ellos otros muchos y su prncipe, que lo
mostr ser en el rico adorno que traa.
Habase echado sobre el rostro un delgado y trasparente velo Periandro, por no dar de
improviso, como rayo, con la luz de sus ojos en los de aquellos brbaros, que con
grandsima atencin le estaban mirando.
Habl el gobernador con la brbara, de que result que ella dijo a Arnaldo que su prncipe
deca que mandase alzar el velo a su doncella. Hzose as. Levantse en pie Periandro,
descubri el rostro, alz los ojos al cielo, mostr dolerse de su ventura, estendi los rayos
de sus dos soles a una y otra parte, que, encontrndose con los del brbaro capitn, dieron
con l en tierra (a lo menos, as lo dio a entender el hincarse de rodillas, como se hinc,
adorando a su modo en la hermosa imagen, que pensaba ser mujer); y, hablando con la
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brbara, en pocas razones concert la venta, y dio por ella todo lo que quiso pedir Arnaldo,
sin replicar palabra alguna.
Partieron todos los brbaros a la isla; en un instante volvieron con infinitos pedazos de oro,
y con luengas sartas de finsimas perlas, que sin cuenta y a montn confuso se las
entregaron a Arnaldo, el cual luego, tomando de la mano a Periandro, le entreg al brbaro,
y dijo a la intrprete dijese a su dueo que dentro de pocos das volvera a venderle otra
doncella, si no tan hermosa, a lo menos tal que pudiese merecer ser comprada.
Abraz Periandro a todos los que en el barco venan, casi preados los ojos de lgrimas,
que no le nacan de corazn afeminado, sino de la consideracin de los rigurosos trances
que por l haban pasado.
Hizo seal Arnaldo a la nave que disparase la artillera, y el brbaro a los suyos que tocasen
sus instrumentos, y en un instante atron el cielo la artillera, y la msica de los brbaros
llenaron los aires de confusos y diferentes sones. Con este aplauso, llevado en hombros de
los brbaros, puso los pies en tierra Periandro; lleg a su nave Arnaldo y los que con l
venan, quedando concertado entre Periandro y Arnaldo que, si el viento no le forzase,
procurara no desviarse de la isla sino lo que bastase para no ser de ella descubierto, y
volver a ella a vender, si fuese necesario, a Taurisa, que, con la sea que Periandro le
hiciese, se sabra el s o el no del hallazgo de Auristela; y, en caso que no estuviese en la
isla, no faltara traza para libertar a Periandro, aunque fuese moviendo guerra a los brbaros
con todo su poder y el de sus amigos.
Captulo Cuarto del Libro Primero
Entre los que vinieron a concertar la compra de la doncella, vino con el capitn un brbaro,
llamado Bradamiro, de los ms valientes y ms principales de toda la isla, menospreciador
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de toda ley, arrogante sobre la misma arrogancia, y atrevido tanto como l mismo, porque
no se halla con quin compararlo.
ste, pues, desde el punto que vio a Periandro, creyendo ser mujer, como todos lo creyeron,
hizo disinio en su pensamiento de escogerla para s, sin esperar a que las leyes del vaticinio
se probasen o cumpliesen.
As como puso los pies en la nsula Periandro, muchos brbaros, a porfa, le tomaron en
hombros, y, con muestras de infinita alegra, le llevaron a una gran tienda que, entre otras
muchas pequeas, en un apacible y deleitoso prado estaban puestas, todas cubiertas de
pieles de animales, cules domsticos, cules selvticos. La brbara que haba servido de
intrprete de la compra y venta no se le quitaba del lado, y con palabras y en lenguaje que
l no entenda le consolaba.
Orden luego el gobernador que pasasen a la nsula de la prisin, y trajesen de ella algn
varn, si le hubiese, para hacer la prueba de su engaosa esperanza. Fue obedecido al
punto, y al mismo instante tendieron por el suelo pieles curtidas, olorosas, limpias y lisas,
de animales, para que de manteles sirviesen, sobre las cuales arrojaron y tendieron sin
concierto ni polica alguna, diversos gneros de frutas secas; y, sentndose l y algunos de
los principales brbaros que all estaban, comenz a comer y a convidar por seas a
Periandro que lo mismo hiciese. Slo se qued en pie Bradamiro, arrimado a su arco,
clavados los ojos en la que pensaba ser mujer. Rogle el gobernador se sentase, pero no
quiso obedecerle; antes, dando un gran sospiro, volvi las espaldas, y se sali de la tienda.
En esto, lleg un brbaro, que dijo al capitn que, al tiempo que haban llegado l y otros
cuatro para pasar a la prisin, lleg a la marina una balsa, la cual traa un varn y a la mujer
guardiana de la mazmorra, cuyas nuevas pusieron fin a la comida; y, levantndose el
capitn, con todos los que all estaban, acudi a ver la balsa. Quiso acompaarle Periandro,
de lo que l fue muy contento.
Cuando llegaron, ya estaban en tierra el prisionero y la custodia. Mir atentamente
Periandro, por ver si por ventura conoca al desdichado a quien su corta suerte haba puesto
en el mismo estremo en que l se haba visto, pero no pudo verle el rostro de lleno en lleno,
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a causa que tena inclinada la cabeza, y, como de industria, pareca que no dejaba verse de
nadie; pero no dej de conocer a la mujer que decan ser guardiana de la prisin, cuya vista
y conocimiento le suspendi el alma y le alborot los sentidos, porque claramente, y sin
poner duda en ello, conoci ser Cloelia, ama de su querida Auristela. Quisirala hablar,
pero no se atrevi, por no entender si acertara o no en ello; y, as reprimiendo su deseo
como sus labios, estuvo esperando en lo que parara semejante acontecimiento.
El gobernador, con deseo de apresurar sus pruebas y dar felice compaa a Periandro,
mand que al momento se sacrificase aquel mancebo, de cuyo corazn se hiciesen los
polvos de la ridcula y engaosa prueba.
Asieron al momento del mancebo muchos brbaros; sin ms ceremonias que atarle un
lienzo por los ojos, le hicieron hincar de rodillas, atndole por atrs las manos, el cual, sin
hablar palabra, como un manso cordero, esperaba el golpe que le haba de quitar la vida.
Visto lo cual por la antigua Cloelia, alz la voz, y, con ms aliento que de sus muchos aos
se esperaba, comenz a decir:
-Mira, oh gran gobernador, lo que haces, porque ese varn que mandas sacrificar no lo es,
ni puede aprovechar ni servir en cosa alguna a tu intencin, porque es la ms hermosa
mujer que puede imaginarse. Habla, hermossima Auristela, y no permitas, llevada de la
corriente de tus desgracias, que te quiten la vida, poniendo tasa a la providencia de los
cielos, que te la pueden guardar y conservar, para que felicemente la goces.
A estas razones, los crueles brbaros detuvieron el golpe, que ya ya la sombra del cuchillo
se sealaba en la garganta del arrodillado. Mand el capitn desatarle y dar libertad a las
manos y luz a los ojos; y, mirndole con atencin, le pareci ver el ms hermoso rostro de
mujer que hubiese visto, y juzg, aunque brbaro, que si no era el de Periandro, ninguno
otro en el mundo podra igualrsele.
Qu lengua podr decir, o qu pluma escribir, lo que sinti Periandro cuando conoci ser
Auristela la condenada y la libre! Quitsele la vista de los ojos, cubrisele el corazn, y
con pasos torcidos y flojos fue a abrazarse con Auristela, a quien dijo, tenindola
estrechamente entre sus brazos:
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-Oh querida mitad de mi alma, oh firme coluna de mis esperanzas, oh prenda, que no s
si diga por mi bien o por mi mal hallada, aunque no ser sino por bien, pues de tu vista no
puede proceder mal ninguno! Ves aqu a tu hermano Periandro.
Y esta razn dijo con voz tan baja que de nadie pudo ser oda, y prosigui diciendo:
-Vive, seora y hermana ma, que en esta isla no hay muerte para las mujeres, y no quieras
t para contigo ser ms cruel que sus moradores; confa en los cielos, que, pues te han
librado hasta aqu de los infinitos peligros en que te debes de haber visto, te librarn de los
que se pueden temer de aqu adelante.
-Ay, hermano! -respondi Auristela (que era la misma que por varn pensaba ser
sacrificada)-. Ay, hermano! -replic otra vez-, y cmo creo que ste en que nos hallamos
ha de ser el ltimo trance que de nuestras desventuras puede temerse! Suerte dichosa ha
sido el hallarte, pero desdichada ser en tal lugar y en semejante traje.
Lloraban entrambos, cuyas lgrimas vio el brbaro Bradamiro; y, creyendo que Periandro
las verta del dolor de la muerte de aqul, que pens ser su conocido, pariente o amigo,
determin de libertarle, aunque se pusiese a romper por todo inconveniente. Y as,
llegndose a los dos, asi de la una mano a Auristela y de la otra a Periandro, y, con
semblante amenazador y ademn soberbio, en alta voz dijo:
-Ninguno sea osado, si es que estima en algo su vida, de tocar a estos dos, aun en un solo
cabello. Esta doncella es ma, porque yo la quiero, y este hombre ha de ser libre, porque
ella lo quiere.
Apenas hubo dicho esto, cuando el brbaro gobernador, indignado e impaciente
sobremanera, puso una grande y aguda flecha en el arco, y, desvindole de s cuanto pudo
estenderse el brazo izquierdo, puso la empulguera con el derecho junto al diestro odo, y
dispar la flecha con tan buen tino y con tanta furia que en un instante lleg a la boca de
Bradamiro, y se la cerr, quitndole el movimiento de la lengua y sacndole el alma, con
que dej admirados, atnitos y suspensos a cuantos all estaban.
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Pero no hizo tan a su salvo el tiro, tan atrevido como certero, que no recibiese por el mismo
estilo la paga de su atrevimiento; porque un hijo de Corsicurbo, el brbaro que se ahog en
el pasaje de Periandro, parecindole ser ms ligeros sus pies que las flechas de su arco, en
dos brincos se puso junto al capitn, y, alzando el brazo, le envain en el pecho un pual,
que, aunque de piedra, era ms fuerte y agudo que si de acero forjado fuera.
Cerr el capitn en sempiterna noche los ojos, y dio con su muerte venganza a la de
Bradamiro, alborot los pechos y los corazones de los parientes de entrambos, puso las
armas en las manos de todos, y en un instante, incitados de la venganza y clera,
comenzaron a enviar muertes en las flechas de unas partes a otras. Acabadas las flechas,
como no se acabaron las manos ni los puales, arremetieron los unos a los otros, sin
respetar el hijo al padre ni el hermano al hermano; antes, como si de muchos tiempos atrs
fueran enemigos mortales por muchas injurias recebidas, con las uas se despedazaban y
con los puales se heran sin haber quin los pusiese en paz.
Entre estas flechas, entre estas heridas, entre estos golpes y entre estas muertes, estaban
juntos la antigua Cloelia, la doncella intrprete, Periandro y Auristela, todos apiados, y
todos llenos de confusin y de miedo.
En mitad desta furia, llevados en vuelo algunos brbaros, de los que deban de ser de la
parcialidad de Bradamiro, se desviaron de la contienda y fueron a poner fuego a una selva,
que estaba all cerca, como a hacienda del gobernador. Comenzaron a arder los rboles y a
favorecer la ira el viento, que, aumentando las llamas y el humo, todos temieron ser ciegos
y abrasados.
Llegbase la noche, que, aunque fuera clara, se escureciera, cuanto ms siendo escura y
tenebrosa. Los gemidos de los que moran, las voces de los que amenazaban, los estallidos
del fuego, no en los corazones de los brbaros ponan miedo alguno, porque estaban
ocupados con la ira y la venganza; ponanle, s, en los de los miserables apiados, que no
saban qu hacerse, adnde irse o cmo valerse; y, en esta sazn tan confusa, no se olvid
el cielo de socorrerles por tan estraa novedad que la tuvieron por milagro.
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Ya casi cerraba la noche, y, como se ha dicho, escura y temerosa, y solas las llamas de la
abrasada selva daban luz bastante para divisar las cosas, cuando un brbaro mancebo se
lleg a Periandro, y, en lengua castellana, que dl fue bien entendida, le dijo:
-Sgueme, hermosa doncella, y di que hagan lo mismo las personas que contigo estn, que
yo os pondr en salvo, si los cielos me ayudan.
No le respondi palabra Periandro, sino hizo que Auristela, Cloelia y la intrprete se
animasen y le siguiesen; y as, pisando muertos y hollando armas, siguieron al joven
brbaro que les guiaba. Llevaban las llamas de la ardiente selva a las espaldas, que les
servan de viento que el paso les aligerase. Los muchos aos de Cloelia y los pocos de
Auristela no permitan que al paso de su gua tendiesen el suyo. Viendo lo cual el brbaro,
robusto y de fuerzas, asi de Cloelia y se la ech al hombro, y Periandro hizo lo mismo de
Auristela; la intrprete, menos tierna, ms animosa, con varonil bro los segua. Desta
manera, cayendo y levantando, como decirse suele, llegaron a la marina, y, habiendo
andado como una milla por ella hacia la banda del norte, se entr el brbaro por una
espaciosa cueva, en quien la saca del mar entraba y sala. Pocos pasos anduvieron por ella,
torcindose a una y otra parte, estrechndose en una y alargndose en otra, ya agazapados,
ya inclinados, ya agobiados al suelo, y ya en pie y derechos, hasta que salieron, a su parecer,
a un campo raso, pues les pareci que podan libremente enderezarse, que as se lo dijo su
guiador, no pudiendo verlo ellos por la escuridad de la noche, y porque las luces de los
encendidos montes, que entonces con ms rigor ardan, all llegar no podan.
-Bendito sea Dios -dijo el brbaro en la misma lengua castellana- que nos ha trado a este
lugar, que, aunque en l se puede temer algn peligro, no ser de muerte!
En esto, vieron que hacia ellos vena corriendo una gran luz, bien as como cometa, o por
mejor decir exhalacin que por el aire camina. Esperranla con temor, si el brbaro no
dijera:
-Este es mi padre, que viene a recebirme.
Periandro, que aunque no muy despiertamente saba hablar la lengua castellana, le dijo:
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-El cielo te pague, oh ngel humano!, o quienquiera que seas, el bien que nos has hecho,
que, aunque no sea otro que el dilatar nuestra muerte, lo tenemos por singular beneficio.
Lleg en esto la luz, que la traa uno, al parecer brbaro, cuyo aspecto la edad de poco ms
de cincuenta aos le sealaba. Llegando, puso la luz en tierra, que era un grueso palo de
tea, y a brazos abiertos se fue a su hijo, a quien pregunt en castellano que qu le haba
sucedido, que con tal compaa volva.
-Padre -respondi el mozo- vamos a nuestro rancho, que hay muchas cosas que decir y
muchas ms que pensar. La isla se abrasa, casi todos los moradores della quedan hechos
ceniza o medio abrasados; estas pocas reliquias que aqu veis, por impulso del cielo las he
hurtado a las llamas y al filo de los brbaros puales. Vamos, seor, como tengo dicho, a
nuestro rancho, para que la caridad de mi madre y de mi hermana se muestre y ejercite en
acariciar a estos mis cansados y temerosos huspedes.
Gui el padre, siguironle todos, animse Cloelia, pues camin a pie, no quiso dejar
Periandro la hermosa carga que llevaba, por no ser posible que le diese pesadumbre, siendo
Auristela nico bien suyo en la tierra.
Poco anduvieron, cuando llegaron a una altsima pea, al pie de la cual descubrieron un
anchsimo espacio o cueva, a quien servan de techo y de paredes las mismas peas.
Salieron con teas encendidas en las manos dos mujeres vestidas al traje brbaro: la una
muchacha de hasta quince aos, y la otra hasta treinta; sta hermosa, pero la muchacha
hermossima.
La una dijo:
-Ay, padre y hermano mo!
Y la otra no dijo ms sino:
-Seis bien venido, regalado hijo de mi alma.
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La intrprete estaba admirada de or hablar en aquella parte, y a mujeres que parecan
brbaras, otra lengua de aqulla que en la isla se acostumbraba; y, cuando les iba a
preguntar qu misterio tena saber ellas aquel lenguaje, lo estorb mandar el padre a su
esposa y a su hija que aderezasen con lanudas pieles el suelo de la inculta cueva. Ellas le
obedecieron, arrimando a las paredes las teas; en un instante, solcitas y diligentes, sacaron
de otra cueva que ms adentro se haca, pieles de cabras y ovejas y de otros animales, con
que qued el suelo adornado, y se repar el fro que comenzaba a fatigarles.
Captulo Quinto. De la cuenta que dio de s el brbaro espaol a sus nuevos huspedes
Presta y breve fue la cena; pero, por cenarla sin sobresalto, la hizo sabrosa. Renovaron las
teas, y, aunque qued ahumado el aposento, qued caliente. Las vajillas que en la cena
sirvieron, ni fueron de plata ni de Pisa: las manos de la brbara y brbaro pequeos fueron
los platos, y unas cortezas de rboles, un poco ms agradables que de corcho, fueron los
vasos. Quedse Candia lejos, y sirvi en su lugar agua pura, limpia y frigidsima.
Quedse dormida Cloelia, porque los luengos aos ms amigos son del sueo que de otra
cualquiera conversacin, por gustosa que sea. Acomodla la brbara grande en el segundo
apartamiento, hacindole de pieles as colchones como frazadas; volvi a sentarse con los
dems, a quien el espaol dijo en lengua castellana desta manera:
-Puesto que estaba en razn que yo supiera primero, seores mos, algo de vuestra hacienda
y sucesos, antes que os dijera los mos, quiero, por obligaros, que los sepis, porque los
vuestros no se me encubran despus que los mos hubiredes odo.
Yo, segn la buena suerte quiso, nac en Espaa, en una de las mejores provincias de ella.
Echronme al mundo padres medianamente nobles; crironme como ricos. Llegu a las
puertas de la gramtica, que son aqullas por donde se entra a las dems ciencias. Inclinme
mi estrella, si bien en parte a las letras, mucho ms a las armas. No tuve amistad en mis
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verdes aos ni con Ceres ni con Baco; y as, en m siempre estuvo Venus fra. Llevado,
pues, de mi inclinacin natural, dej mi patria, y fuime a la guerra que entonces la majestad
del csar Carlo Quinto haca en Alemania contra algunos potentados de ella. Fueme Marte
favorable, alcanc nombre de buen soldado, honrme el Emperador, tuve amigos, y, sobre
todo, aprend a ser liberal y bien criado, que estas virtudes se aprenden en la escuela del
Marte cristiano. Volv a mi patria honrado y rico, con propsito de estarme en ella algunos
das gozando de mis padres, que aun vivan, y de los amigos que me esperaban. Pero esta
que llaman Fortuna, que yo no s lo que se sea, envidiosa de mi sosiego, volviendo la rueda
que dicen que tiene, me derrib de su cumbre, adonde yo pens que estaba puesto, al
profundo de la miseria en que me veo, tomando por instrumento para hacerlo a un
caballero, hijo segundo de un titulado que junto a mi lugar el de su estado tena.
ste, pues, vino a mi pueblo a ver unas fiestas. Estando en la plaza en una rueda o corro
de hidalgos y caballeros, donde yo tambin haca nmero, volvindose a m, con ademn
arrogante y risueo, me dijo: ``Bravo estis, seor Antonio: mucho le ha aprovechado la
pltica de Flandes y de Italia, porque en verdad que est bizarro. Y sepa el buen Antonio
que yo le quiero mucho''. Yo le respond: ``Porque yo soy aquel Antonio, beso a vuesa
seora las manos mil veces por la merced que me hace. En fin, vuesa seora hace como
quien es en honrar a sus compatriotos y servidores; pero, con todo eso, quiero que vuesa
seora entienda que las galas yo me las llev de mi tierra a Flandes, y con la buena crianza
nac del vientre de mi madre. Ans que, por esto, ni merezco ser alabado ni vituperado; y,
con todo, bueno o malo que yo sea, soy muy servidor de vuesa seora, a quien suplico me
honre, como merecen mis buenos deseos''. Un hidalgo que estaba a mi lado, grande amigo
mo, me dijo, y no tan bajo que no lo pudo or el caballero: ``Mirad, amigo Antonio, cmo
hablis, que al seor don Fulano no le llamamos ac seora''. A lo que respondi el
caballero, antes que yo respondiese: ` `El buen Antonio habla bien, porque me trata al modo
de Italia, donde en lugar de merced dicen seora''. ``Bien s -dije yo- los usos y las
ceremonias de cualquiera buena crianza, y el llamar a vuesa seora, seora, no es al modo
de Italia, sino porque entiendo que el que me ha de llamar vos ha de ser seora, a modo
de Espaa; y yo, por ser hijo de mis obras y de padres hidalgos, merezco el merced de
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cualquier seora, y quien otra cosa dijere (y esto echando mano a mi espada) est muy
lejos de ser bien criado''.
Y, diciendo y haciendo, le di dos cuchilladas en la cabeza muy bien dadas, con que le
turb de manera que no supo lo que le haba acontecido, ni hizo cosa en su desagravio que
fuese de provecho, y yo sustent la ofensa, estndome quedo con mi espada desnuda en la
mano. Pero, pasndosele la turbacin, puso mano a su espada, y con gentil bro procur
vengar su injuria. Mas yo no le dej poner en efeto su honrada determinacin, ni a l la
sangre que le corra de la cabeza, de una de las dos heridas. Alborotronse los circunstantes,
pusieron mano contra m, retirme a casa de mis padres, contles el caso, y, advertidos del
peligro en que estaba, me proveyeron de dineros y de un buen caballo, aconsejndome a
que me pusiese en cobro, porque me haba granjeado muchos, fuertes y poderosos
enemigos. Hcelo ans, y en dos das pis la raya de Aragn, donde respir algn tanto de
mi no vista priesa. En resolucin, con poco menos diligencia me puse en Alemania, donde
volv a servir al Emperador. All me avisaron que mi enemigo me buscaba, con otros
muchos, para matarme del modo que pudiese. Tem este peligro, como era razn que lo
temiese; volvme a Espaa, porque no hay mejor asilo que el que promete la casa del mismo
enemigo; vi a mis padres de noche, tornronme a proveer de dineros y joyas, con que vine
a Lisboa, y me embarqu en una nave que estaba con las velas en alto para partirse en
Inglaterra, en la cual iban algunos caballeros ingleses, que haban venido, llevados de su
curiosidad, a ver a Espaa; y, habindola visto toda, o por lo menos las mejores ciudades
della, se volvan a su patria.
Sucedi, pues, que yo me revolv sobre una cosa de poca importancia con un marinero
ingls, a quien fue forzoso darle un bofetn; llam este golpe la clera de los dems
marineros y de toda la chusma de la nave, que comenzaron a tirarme todos los instrumentos
arrojadizos que les vinieron a las manos. Retirme al castillo de popa, y tom por defensa
a uno de los caballeros ingleses, ponindome a sus espaldas, cuya defensa me vali de
modo que no perd luego la vida. Los dems caballeros sosegaron la turba, pero fue con
condicin que me arrojasen a la mar, o que me diesen el esquife o barquilla de la nave, en
que me volviese a Espaa, o adonde el cielo me llevase.
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Hzose as; dironme la barca proveda con dos barriles de agua, uno de manteca y alguna
cantidad de bizcocho. Agradec a mis valedores la merced que me hacan, entr en la barca
con solos dos remos, alargse la nave, vino la noche escura, hallme solo en la mitad de la
inmensidad de aquellas aguas, sin tomar otro camino que aquel que le conceda el no
contrastar contra las olas ni contra el viento. Alc los ojos al cielo, encomendme a Dios
con la mayor devocin que pude, mir al norte, por donde distingu el camino que haca,
pero no supe el paraje en que estaba. Seis das y seis noches anduve desta manera,
confiando ms en la benignidad de los cielos que en la fuerza de mis brazos, los cuales, ya
cansados y sin vigor alguna del contino trabajo, abandonaron los remos, que quit de los
esclamos y los puse dentro la barca, para servirme dellos cuando el mar lo consintiese o
las fuerzas me ayudasen.
Tendme de largo a largo de espaldas en la barca, cerr los ojos y en lo secreto de mi
corazn no qued santo en el cielo a quien no llamase en mi ayuda. Y en mitad deste
aprieto, y en medio desta necesidad -cosa dura de creer-, me sobrevino un sueo tan pesado
que, borrndome de los sentidos el sentimiento, me qued dormido (tales son las fuerzas
de lo que pide y ha menester nuestra naturaleza); pero all en el sueo me representaba la
imaginacin mil gneros de muertes espantosas, pero todas en el agua, y en algunas dellas
me pareca que me coman lobos y despedazaban fieras, de modo que, dormido y despierto,
era una muerte dilatada mi vida.
Deste no apacible sueo me despert con sobresalto una furiosa ola del mar, que, pasando
por cima de la barca, la llen de agua. Reconoc el peligro; volv, como mejor pude, el mar
al mar; torn a valerme de los remos, que ninguna cosa me aprovecharon. Vi que el mar se
ensoberbeca, azotado y herido de un viento brego, que en aquellas partes parece que ms
que en otros mares muestra su podero. Vi que era simpleza oponer mi dbil barca a su
furia, y, con mis flacas y desmayadas fuerzas, a su rigor. Y as, torn a recoger los remos,
y a dejar correr la barca por donde las olas y el viento quisiesen llevarla. Reiter plegarias,
aad promesas, aument las aguas del mar con las que derramaba de mis ojos, no de temor
de la muerte, que tan cercana se me mostraba, sino por el de la pena que mis malas obras
merecan. Finalmente, no s a cabo de cuntos das y noches que anduve vagamundo por
el mar, siempre ms inquieto y alterado, me vine a hallar junto a una isla despoblada de
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gente humana, aunque llena de lobos, que por ella a manadas discurran. Llegume al
abrigo de una pea, que en la ribera estaba, sin osar saltar en tierra por temor de los
animales que haba visto. Com del bizcocho ya remojado, que la necesidad y la hambre
no reparan en nada. Lleg la noche, menos escura que haba sido la pasada; pareci que el
mar se sosegaba, y prometa ms quietud el venidero da; mir al cielo, vi las estrellas con
aspecto de prometer bonanza en las aguas y sosiego en el aire.
Estando en esto, me pareci, por entre la dudosa luz de la noche, que la pea que me
serva de puerto se coronaba de los mismos lobos que en la marina haba visto, y que uno
dellos -como es la verdad- me dijo en voz clara y distinta, y en mi propia lengua: ` `Espaol,
hazte a lo largo, y busca en otra parte tu ventura, si no quieres en sta morir hecho pedazos
por nuestras uas y dientes; y no preguntes quin es el que esto te dice, sino da gracias al
cielo de que has hallado piedad entre las mismas fieras''.
Si qued espantado o no, a vuestra consideracin lo dejo; pero no fue bastante la turbacin
ma para dejar de poner en obra el consejo que se me haba dado. Apret los escalamos,
at los remos, esforc los brazos y sal al mar descubierto. Mas, como suele acontecer que
las desdichas y afliciones turban la memoria de quien las padece, no os podr decir cuntos
fueron los das que anduve por aquellos mares, tragando, no una, sino mil muertes a cada
paso, hasta que, arrebatada mi barca en los brazos de una terrible borrasca, me hall en esta
isla, donde di al travs con ella, en la misma parte y lugar adonde est la boca de la cueva
por donde aqu entrastes. Lleg la barca a dar casi en seco por la cueva adentro, pero
volvala a sacar la resaca; viendo yo lo cual, me arroj della, y, clavando las uas en la
arena, no di lugar a que la resaca al mar me volviese. Y, aunque con la barca me llevaba el
mar la vida, pues me quitaba la esperanza de cobrarla, holgu de mudar gnero de muerte,
y quedarme en tierra: que, como se dilate la vida, no se desmaya la esperanza.
A este punto llegaba el brbaro espaol, que este ttulo le daba sus traje, cuando en la
estancia ms adentro, donde haban dejado a Cloelia, se oyeron tiernos gemidos y sollozos.
Acudieron al instante con luces Auristela, Periandro y todos los dems a ver qu sera, y
hallaron que Cloelia, arrimadas las espaldas a la pea, sentada en las pieles, tena los ojos
clavados en el cielo, y casi quebrados.
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Llegse a ella Auristela, y, a voces compasivas y dolorosas, le dijo:
-Qu es esto, ama ma? Cmo; y es posible que me queris dejar en esta soledad y a
tiempo que ms he menester valerme de vuestros consejos?
Volvi en s algn tanto Cloelia, y, tomando la mano de Auristela, le dijo:
-Ves ah, hija de mi alma, lo que tengo tuyo. Yo quisiera que mi vida durara hasta que la
tuya se viera en el sosiego que merece; pero si no lo permite el cielo, mi voluntad se ajusta
con la suya, y de la mejor que es en mi mano le ofrezco mi vida. Lo que te ruego es, seora
ma, que, cuando la buena suerte quisiere -que s querr- que te veas en tu estado, y mis
padres an fueren vivos, o alguno de mis parientes, les digas cmo yo muero cristiana en
la fe de Jesucristo, y en la que tiene, que es la misma, la santa Iglesia catlica romana. Y
no te digo ms, porque no puedo.
Esto dicho, y muchas veces pronunciando el nombre de Jess, cerr los ojos en tenebrosa
noche, a cuyo espetculo tambin cerr los suyos Auristela, con un profundo desmayo.
Hicironse fuentes los de Periandro y ros los de todos los circunstantes. Acudi Periandro
a socorrer a Auristela, la cual, vuelta en s, acrecent las lgrimas y comenz sospiros
nuevos, y dijo razones que movieran a lstima a las piedras. Ordense que otro da la
sepultasen, y, quedando en guarda del cuerpo muerto la doncella brbara y su hermano, los
dems se fueron a reposar lo poco que de la noche les faltaba.
Captulo Sexto. Donde el brbaro espaol prosigue su historia
Tard aquel da en mostrarse al mundo, al parecer, ms de lo acostumbrado, a causa que
el humo y pavesas del incendio de la isla, que an duraba, impeda que los rayos del sol
por aquella parte no pasasen a la tierra.
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Mand el brbaro espaol a su hijo que saliese de aquel sitio, como otras veces sola, y se
informase de lo que en la isla pasaba.
Con alborotado sueo pasaron los dems aquella noche, porque el dolor y sentimiento de
la muerte de su ama Cloelia no consinti que Auristela dormiese, y el no dormir de
Auristela tuvo en continua vigilia a Periandro, el cual con Auristela sali al raso de aquel
sitio, y vio que era hecho y fabricado de la naturaleza como si la industria y el arte le
hubieran compuesto. Era redondo, cercado de altsimas y peladas peas, y, a su parecer,
tante que bojaba poco ms de una legua, todo lleno de rboles silvestres, que ofrecan
frutos, si bien speros, comestibles a lo menos. Estaba crecida la yerba, porque las muchas
aguas que de las peas salan las tenan en perpetua verdura; todo lo cual le admiraba y
suspenda.
Y lleg en esto el brbaro espaol, y dijo:
-Venid, seores, y daremos sepultura a la difunta, y fin a mi comenzada historia.
Hicironlo as, y enterraron a Cloelia en lo hueco de una pea, cubrindola con tierra y con
otras peas menores. Auristela le rog que le pusiese una cruz encima, para seal de que
aquel cuerpo haba sido cristiano. El espaol respondi que l traera una gran cruz que en
su estancia tena, y la pondra encima de aquella sepultura. Dironle todos el ltimo vale;
renov el llanto Auristela, cuyas lgrimas sacaron al momento las de los ojos de Periandro.
En tanto, pues, que el mozo brbaro volva, se volvieron todos a encerrar en el cncavo de
la pea donde haban dormido, por defenderse del fro que con rigor amenazaba. Y,
habindose sentado en las blandas pieles, pidi el brbaro silencio, y prosigui su cuento
en esta forma:
-Cuando me dej la barca en que vena en la arena, y la mar torn a cobrarla -ya dije que
con ella se me fue la esperanza de la libertad, pues aun ahora no la tengo de cobrarla-, entr
aqu dentro, vi este sitio y parecime que la naturaleza le haba hecho y formado para ser
teatro donde se representase la tragedia de mis desgracias. Admirme el no ver gente
alguna, sino algunas cabras monteses y animales pequeos de diversos gneros. Rode
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todo el sitio, hall esta cueva cavada en estas peas, y sealla para mi morada. Finalmente,
habindolo rodeado todo, volv a la entrada, que aqu me haba conducido, por ver si oa
voz humana o descubra quin me dijese en qu parte estaba; y la buena suerte y los
piadosos cielos, que an del todo no me tenan olvidado, me depararon una muchacha
brbara de hasta edad de quince aos, que por entre las peas, riscos y escollos de la marina,
pintadas conchas y apetitoso marisco andaba buscando.
Pasmse vindome, pegronsele los pies en la arena, solt las cogidas conchuelas, y
derramsele el marisco; y, cogindola entre mis brazos sin decirla palabra, ni ella a m
tampoco, me entr por la cueva adelante y la truje a este mismo lugar donde agora estamos.
Psela en el suelo, besle las manos, halagule el rostro con las mas, y hice todas las
seales y demostraciones que pude para mostrarme blando y amoroso con ella. Ella, pasado
aquel primer espanto, con atentsimos ojos me estuvo mirando, y con las manos me tocaba
todo el cuerpo, y de cuando en cuando, ya perdido el miedo, se rea y me abrazaba; y,
sacando del seno una manera de pan hecho a su modo, que no era de trigo, me lo puso en
la boca, y en su lengua me habl, y, a lo que despus ac he sabido, en lo que deca me
rogaba que comiese. Yo lo hice ans porque lo haba bien menester. Ella me asi por la
mano, y me llev a aquel arroyo que all est, donde ansimismo, por seas, me rog que
bebiese. Yo no me hartaba de mirarla, parecindome antes ngel del cielo que brbara de
la tierra. Volv a la entrada de la cueva, y all, con seas y con palabras, que ella no
entenda, le supliqu, como si ella las entendiera, que volviese a verme. Con esto la abrac
de nuevo, y ella, simple y piadosa, me bes en la frente, y me hizo claras y ciertas seas de
que volvera a verme. Hecho esto, torn a pisar este sitio, y a requerir y probar la fruta de
que algunos rboles estaban cargados, y hall nueces y avellanas y algunas peras silvestres.
Di gracias a Dios del hallazgo, y alent las desmayadas esperanzas de mi remedio. Pas
aquella noche en este mismo lugar, esper el da, y en l esper tambin la vuelta de mi
brbara hermosa, de quien comenc a temer y a recelar que me haba de descubrir y
entregarme a los brbaros, de quien imagin estar llena esta isla; pero sacme deste temor
el verla volver algo entrado el da, bella como el sol, mansa como una cordera, no
acompaada de brbaros que me prendiesen, sino cargada de bastimentos que me
sustentasen.
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Aqu llegaba de su historia el espaol gallardo, cuando lleg el que haba ido a saber lo
que en la isla pasaba, el cual dijo que casi toda estaba abrasada, y todos o los ms de los
brbaros muertos, unos a hierro y otros a fuego, y que si algunos haba vivos, eran los que
en algunas balsas de maderos se haban entrado al mar por huir en el agua el fuego de la
tierra; que bien podan salir de all, y pasear la isla por la parte que el fuego les diese
licencia, y que cada uno pensase qu remedio se tomara para escapar de aquella tierra
maldita; que por all cerca haba otras islas de gente menos brbara habitadas; que quiz,
mudando de lugar, mudaran de ventura.
-Sosigate, hijo, un poco, que estoy dando cuenta a estos seores de mis sucesos, y no me
falta mucho, aunque mis desgracias son infinitas.
-No te canses, seor mo -dijo la brbara grande-, en referirlos tan por estenso, que podr
ser que te canses, o que canses. Djame a m que cuente lo que queda, a lo menos hasta
este punto en que estamos.
-Soy contento -respondi el espaol-, porque me le dar muy grande el ver cmo las relatas.
-Es, pues, el caso -replic la brbara- que mis muchas entradas y salidas en este lugar le
dieron bastante para que de m y de mi esposo naciesen esta muchacha y este nio. Llamo
esposo a este seor, porque, antes que me conociese del todo, me dio palabra de serlo, al
modo que l dice que se usa entre verdaderos cristianos. Hame enseado su lengua, y yo a
l la ma, y en ella ansimismo me ense la ley catlica cristiana. Diome agua de bautismo
en aquel arroyo, aunque no con las ceremonias que l me ha dicho que en su tierra se
acostumbran. Declarme su fe como l la sabe, la cual yo asent en mi alma y en mi
corazn, donde le he dado el crdito que he podido darle. Creo en la Santsima Trinidad,
Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espritu Santo, tres personas distintas, y que todas tres son
un solo Dios verdadero, y que, aunque es Dios el Padre, y Dios el Hijo, y Dios el Espritu
Santo, no son tres dioses distintos y apartados, sino un solo Dios verdadero. Finalmente,
creo todo lo que tiene y cree la santa Iglesia catlica romana, regida por el Espritu Santo
y gobernada por el Sumo Pontfice, vicario y visorrey de Dios en la tierra, sucesor legtimo
de San Pedro, su primer pastor despus de Jesucristo, primero y universal pastor de su
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esposa la Iglesia. Djome grandezas de la siempre Virgen Mara, reina de los cielos y seora
de los ngeles y nuestra, tesoro del Padre, relicario del Hijo y amor del Espritu Santo,
amparo y refugio de los pecadores. Con stas me ha enseado otras cosas, que no las digo
por parecerme que las dichas bastan para que entendis que soy catlica cristiana. Yo,
simple y compasiva, le entregu un alma rstica, y l (merced a los cielos) me la ha vuelta
discreta y cristiana. Entregule mi cuerpo, no pensando que en ello ofenda a nadie, y deste
entrego result haberle dado dos hijos, como los que aqu veis, que acrecientan el nmero
de los que alaban al Dios verdadero. En veces le truje alguna cantidad de oro, de lo que
abunda esta isla, y algunas perlas que yo tengo guardadas, esperando el da, que ha de ser
tan dichoso, que nos saque desta prisin y nos lleve adonde con libertad y certeza, y sin
escrpulo, seamos unos de los del rebao de Cristo, en quien adoro en aquella cruz que all
veis. Esto que he dicho me pareci a m era lo que le faltaba por decir a mi seor Antonio
-que as se llamaba el espaol brbaro. El cual dijo:
-Dices verdad, Ricla ma -que ste era el propio nombre de la brbara.
Con cuya variable historia admiraron a los presentes, y despertaron mil alabanzas que les
dieron, y mil buenas esperanzas que les anunciaron, especialmente Auristela, que qued
aficionadsima a las dos brbaras, madre y hija.
El mozo brbaro, que tambin, como su padre, se llamaba Antonio, dijo a esta sazn no ser
bien estarse all ociosos, sin dar traza y orden cmo salir de aquel encerramiento, porque
si el fuego de la isla, que a ms andar arda, sobrepujase las altas sierras, o tradas del viento
cayesen en aquel sitio, todos se abrasaran.
-Dices verdad, hijo -respondi el padre.
-Soy de parecer -dijo Ricla- que aguardemos dos das, porque de una isla que est tan cerca
desta que algunas veces, estando el sol claro y el mar tranquilo, alcanz la vista a verla,
della vienen a sta sus moradores a vender y a trocar lo que tienen con lo que tenemos, y a
trueco por trueco. Yo saldr de aqu, y, pues ya no hay nadie que me escuche o que me
impida, pues ni oyen ni impiden los muertos, concertar que me vendan una barca, por el
precio que quisieren, que la he menester para escaparme con mis hijos y mi marido, que
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encerrados en una cueva tengo de la riguridad del fuego. Pero quiero que sepis que estas
barcas son fabricadas de madera, y cubiertas de cueros fuertes de animales, bastantes a
defender que no entre agua por los costados; pero, a lo que he visto y notado, nunca ellos
navegan sino con mar sosegado, y no traen aquellos lienzos que he visto que traen otras
barcas que suelen llegar a nuestras riberas a vender doncellas o varones para la vana
supersticin que habris odo decir que en esta isla ha muchos tiempos que se acostumbra,
por donde vengo a entender que estas tales barcas no son buenas para fiarlas del mar
grande, y de las borrascas y tormentas que dicen que suceden a cada paso.
A lo que aadi Periandro:
-No ha usado el seor Antonio deste remedio en tantos aos como ha que est aqu
encerrado?
-No -respondi Ricla-, porque no me han dado lugar los muchos ojos que miran, para poder
concertarme con los dueos de las barcas, y por no poder hallar escusa que dar para la
compra.
-As es -dijo Antonio-, y no por no fiarme de la debilidad de los bajeles; pero, agora que
me ha dado el cielo este consejo, pienso tomarle, y mi hermosa Ricla estar atenta a ver
cuando vengan los mercaderes de la otra isla; y, sin reparar en precio, comprar una barca
con todo el necesario matalotaje, diciendo que la quiere para lo que tiene dicho.
En resolucin, todos vinieron en este parecer, y, saliendo de aquel lugar, quedaron
admirados de ver el estrago que el fuego haba hecho y las armas. Vieron mil diferentes
gneros de muertes, de quien la clera, sinrazn y enojo suelen ser inventores. Vieron,
asimismo, que los brbaros que haban quedado vivos, recogindose a sus balsas, desde
lejos estaban mirando el riguroso incendio de su patria, y algunos se haban pasado a la
isla que serva de prisin a los cautivos. Quisiera Auristela que pasaran a la isla, a ver si en
la escura mazmorra quedaban algunos; pero no fue menester, porque vieron venir una
balsa, y en ella hasta veinte personas, cuyo traje dio a entender ser los miserables que en
la mazmorra estaban. Llegaron a la marina, besaron la tierra y casi dieron muestras de
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adorar el fuego, por haberles dicho el brbaro que los sac del calabozo escuro, que la isla
se abrasaba, y que ya no tenan que temer a los brbaros.
Fueron recebidos de los libres amigablemente, y consolados en la mejor manera que les
fue posible. Algunos contaron sus miserias, y otros las dejaron en silencio, por no hallar
palabras para decirlas. Ricla se admir de que hubiese habido brbaro tan piadoso que los
sacase, y de que no hubiesen pasado a la isla de la prisin parte de aquellos que a las balsas
se haban recogido.
Uno de los prisioneros dijo que el brbaro que los haba libertado, en lengua italiana les
haba dicho todo el suceso miserable de la abrasada isla, aconsejndoles que pasasen a ella
a satisfacerse de sus trabajos con el oro y perlas que en ella hallaran, y que l vendra en
otra balsa, que all quedaba, a tenerles compaa, y a dar traza en su libertad. Los sucesos
que contaron fueron tan diferentes, tan estraos y tan desdichados, que unos les sacaban
las lgrimas a los ojos y otros la risa del pecho.
En esto, vieron venir hacia la isla hasta seis barcas de aquellas de quien Ricla haba dado
noticia; hicieron escala, pero no sacaron mercadera alguna, por no parecer brbaro que la
comprase. Concert Ricla todas las barcas con las mercancas, sin tener intencin de
llevarlas. No quisieron venderle sino las cuatro, porque les quedasen dos para volverse.
Hzose el precio con liberalidad notable, sin que en l hubiese tanto ms cuanto. Fue Ricla
a su cueva, y, en pedazos de oro no acuado, como se ha dicho, pag todo lo que quisieron.
Dieron dos barcas a los que haban salido de la mazmorra, y en otras dos se embarcaron,
en la una todos los bastimentos que pudieron recoger, con cuatro personas de las recin
libres, y en la otra se entraron Auristela, Periandro, Antonio el padre y Antonio el hijo, con
la hermosa Ricla y la discreta Transila, y la gallarda Constanza, hija de Ricla y de Antonio.
Quiso Auristela ir a despedirse de los huesos de su querida Cloelia; acomparonla todos;
llor sobre la sepultura, y, entre lgrimas de tristeza y entre muestras de alegra, volvieron
a embarcarse, habiendo primero en la marina hincdose de rodillas y suplicado al cielo,
con tierna y devota oracin, les diese felice viaje y los ensease el camino que tomaran.
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Sirvi la barca de Periandro de capitana, a quien siguieron los dems, y, al tiempo que
queran dar los remos al agua, porque velas no las tenan, lleg a la orilla del mar un brbaro
gallardo, que a grandes voces, en lengua toscana, dijo:
-Si por ventura sois cristianos los que vais en esas barcas, recoged a este que lo es y por el
verdadero Dios os lo suplica.
Uno de las otras barcas dijo:
-Este brbaro, seores, es el que nos sac de la mazmorra. Si queris corresponder a la
bondad que parece que tenis -y esto encaminando su pltica a los de la barca primera-,
bien ser que le paguis el bien que nos hizo con el que le hacis recogindole en nuestra
compaa.
Oyendo lo cual Periandro, le mand llegase su barca a tierra y le recogiese en la que llevaba
los bastimentos. Hecho esto, alzaron las voces con alegres acentos, y, tomando los remos
en las manos, dieron alegre principio a su viaje.
Captulo Sptimo del Primer Libro
Cuatro millas, poco ms o menos, habran navegado las cuatro barcas, cuando descubrieron
una poderosa nave, que, con todas las velas tendidas y viento en popa, pareca que vena a
embestirles. Periandro dijo, habindola visto:
-Sin duda, este navo debe de ser el de Arnaldo, que vuelve a saber de mi suceso, y tuviralo
yo por muy bueno agora no verle.
Haba ya contado Periandro a Auristela todo lo que con Arnaldo le haba pasado, y lo que
entre los dos dejaron concertado. Turbse Auristela, que no quisiera volver al poder de
Arnaldo, de quien haba dicho, aunque breve y sucintamente, lo que en un ao que estuvo
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en su poder le haba acontecido. No quisiera ver juntos a los dos amantes, que, puesto que
Arnaldo estara seguro con el fingido hermanazgo suyo y de Periandro, todava el temor
de que poda ser descubierto el par