Luis Sanchez Graillet

Nota completa

Debido a sus conocimientos, los investigadores científicos tienen un poder que los hace peligrosos

Sexo y grupos de edad Total Muy de acuerdo De acuerdo En desacuerdo Muy en desacuerdo No sabe

Total 40,469,253 2,177,809 21,089,796 14,504,396 1,184,692 1,512,560

18-29 12,087,254 601,469 5,976,486 4,732,901 591,849 184,549

30-39 8,858,882 457,494 4,747,049 3,259,608 143,494 251,237

40-49 7,923,561 391,593 4,214,603 2,819,064 219,547 278,754

50-59 5,658,145 356,051 3,142,890 1,912,168 90,182 156,854

60-98 5,941,411 371,202 3,008,768 1,780,655 139,620 641,166

Hombres 17,671,440 1,013,316 9,166,434 6,342,102 484,464 665,124

18-29 5,649,578 228,038 2,901,700 2,233,171 217,824 68,845

30-39 3,494,359 217,584 1,919,176 1,222,674 62,218 72,707

40-49 3,492,980 170,059 1,774,787 1,278,495 114,125 155,514

50-59 2,452,417 223,257 1,257,988 878,042 31,636 61,494

60-98 2,582,106 174,378 1,312,783 729,720 58,661 306,564

Mujeres 22,797,813 1,164,493 11,923,362 8,162,294 700,228 847,436

18-29 6,437,676 373,431 3,074,786 2,499,730 374,025 115,704

30-39 5,364,523 239,910 2,827,873 2,036,934 81,276 178,530

40-49 4,430,581 221,534 2,439,816 1,540,569 105,422 123,240

50-59 3,205,728 132,794 1,884,902 1,034,126 58,546 95,360

60-98 3,359,305 196,824 1,695,985 1,050,935 80,959 334,602

Resultados completos

En la opinión pública de muchos países, la química es a menudo percibida como agente de contaminación, adulteración o destrucción, como una potencia maléfica y mortífera. Es presentada como responsable de buena parte de los problemas medioambientales que sufre actualmente el planeta, y su actividad es percibida con frecuencia como causante de nuestro progresivo alejamiento de la naturaleza. Atribuimos el adjetivo «químico» a algo que consideramos de calidad dudosa, con riesgos potenciales para la salud, alejado de las cualidades originales de los productos naturales.

Agustí Nieto Galán

Digamos que las percepciones negativas construidas alrededor de la química tienen dos fuentes: los usos declarada e innegablemente destructivos de la química; y los efectos secundarios (o «daños colaterales») derivados de diversos usos de ésta, que no se planearon originalmente con propósitos destructivos. Llamemos al primer tipo de fenómenos negativos derivados de las aplicaciones de la química como la «química mala», y llamemos al segundo tipo de problemas como la «química torpe».

Los bizantinos desarrollan el «fuego griego»: una mezcla combustible secreta, que arde el agua, y que les permitió mantener a raya a los ejércitos turcos.

Una de las armas químicas más importantes de la historia.

Los alemanes utilizan gas cloro como arma durante la guerra de trincheras, en la Primera Guerra Mundial. Surge el concepto de «guerra química».

Soldados atacados con «gas mostaza» [(Cl-CH2CH2)2S], primer agente químico específicamente formulado para fines bélicos en el siglo XX, utilizado por

primera vez en 1917.

Cámara de gas en el campo de concentración de Auschwitz. Miles de judíos

fueron sistemáticamente asesinados mediante el gas conocido como «Zyklon B» (básicamente, ácido cianhídrico), desarrollado por químicos alemanes, y fabricado por industrias pioneras en el campo químico con IG Farben.

Niños vietnamitas huyendo de un ataque con «napalm», agente incendiario

desarrollado por químicos norteamericanos para arrasar con los campamentos guerrilleros durante la contienda en Vietnam.

Civiles iraquiés afectados por ataques de fósforo blanco… arma química supuestamente ya prohibidas, pero usada por el ejército norteamericano

durante la Guerra del Golfo Pérsico.

Un botón de muestra, que sirve para ejemplificar el problema general de la «química torpe» en la sociedad: los dos grandes inventos de Thomas Midgley Jr.

Nacido en 1889, e ingeniero mecánico de profesión, Midgley fue si no el descubridor, si el responsable de la elaboración y utilización en escasa masiva de dos de las sustancias químicas que mayor impacto han tenido en la atmósfera del planeta Tierra durante el siglo XX: el tetraetilo de plomo (TEL), y los clorofluorocarbonos (CFC). El TEL se utilizó como aditivo para las gasolinas, a fin de incrementar su octanaje; y los CFC se utilizaron como gases de refrigeración, y como propelentes en aerosoles.

En su momento estas dos sustancias parecieron constituir soluciones magníficas, aportadas por la química, a problemas tecnológicos serios: el TEL permitía obtener gasolinas de mejor calidad a partir de cualquier tipo de petróleo, y los CFC vinieron a reemplazar al amoniaco en los refrigeradores (un compuesto peligroso), siendo aparentemente inocuos. La síntesis de ambos compuestos dio lugar a fabulosos negocios (controlados, en ambos casos, por la compañía DuPont), que produjeron ganancias millonarias.

Con respecto al TEL, desde tiempo atrás se sabía que dicho compuesto era extremadamente tóxico, pues es altamente liposoluble y ataca directamente al sistema nervioso central. Eso lo sabían bien Midgley y los fabricantes del TEL, quienes hicieron todo lo posible por esconder esto a la opinión pública, llegando incluso al punto de ocultar el hecho de que el compuesto contenía plomo. A la gasolina tratada con TEL se le nombró comercialmente como «gasolina etílica».

Los efectos tóxicos del plomo en las gasolinas sobre las poblaciones humanas y animales no se conocieron sino hasta la década de 1950, cuando por mero accidente un geólogo descubrió niveles anormalmente altos de este metal en la atmósfera. Quizá el efecto más pernicioso y nefasto de este plomo atmosférico es que el éste tiende a acumularse en los cerebros de los niños, causando una disminución severa en sus cocientes de inteligencia. Fue hasta la década de 1970 que el TEL empezó a dejarse de usar como aditivo en las gasolinas.

En cuanto a los CFC, si bien es cierto que estos directamente tienen escasa toxicidad para los seres humanos y otros organismos, lo que aparentemente ni a Midgley ni a nadie más se le ocurrió indagar fue qué podía suceder a largo plazo en la atmósfera, cuando se empezaran a acumular grandes cantidades de estos gases. Sencillamente nadie parecía pensar en la década de 1920 que la acumulación de los CFC o de cualquier sustancia manufacturada por el hombre pudiera suponer algún problema.

Como bien sabemos, no fue sino hasta finales de la década de 1970 que un grupo de químicos, entre los que destacó Mario Molina, detectaron un agujero en la capa de ozono sobre la Antártida, el que dejaba pasar niveles de rayos UV incompatibles con la vida, y demostraron que tal agujero estaba siendo causado por el efecto de los CFC acumulados durante décadas en las capas altas de la atmósfera.

La gravedad del asunto era tal, que en 1987 los miembros de la ONU firmaron el llamado Protocolo de Montreal, por el que se comprometían a dejar de utilizar los CFC de forma escalonada. Fue esta la primera vez que la fabricación y uso de una sustancia química sin fines bélicos quedó proscrita a nivel mundial por medio de un acuerdo multinacional de esta naturaleza.

Pero antes de que el TEL y los CFC fueran así prohibidos, los muchos miles de toneladas de estas sustancias que se habían arrojado sin ningún tipo de consideración a la atmósfera habían causado ya daños incuantificables a la salud y la calidad de vida de las personas, así como al medio ambiente. Puede decirse entonces que el TEL y los CFC provocaron juntos más daños y víctimas que la mayoría de las armas químicas que han existido en la historia.

Parecería fácil culpar a Thomas Midgley por estas catástrofes, y en verdad su ejercicio profesional fue poco ético. Pero en el fondo, la responsabilidad no es solo suya, sino, por una parte, de los grandes capitales (quienes viendo en el TELy los CFC grandes negocios, no se pararon a evaluar riesgos), y por otra de una preconcepción dominante a principios del siglo XX entre la generalidad de los profesiones de la ciencia y la tecnología: la idea infundada de que cualquier cantidad de cualquier sustancia vertida por los seres humanos en el planeta tendría, eventualmente, que «diluirse», hasta hacerse inocua.

Solo con una idea así de base puede entenderse que por décadas hayamos llenado nuestro aire, tierra y agua con todo tipo de moléculas dañinas a la vida, sin que aparentemente a nadie le preocupara eso, y sin que a nadie en el medio científico pareciera interesarle investigar los efectos de tales sustancias a mediano y largo plazo. La lista de estas sustancias es inmensa: desde pesticidas y herbicidas, hasta plásticos, dioxinas, detergentes, hormonas sintéticas, grasas industriales y un muy largo etcétera.

Pero el problema no se limita solo a las sustancias que nunca antes habían existido en la naturaleza, y que nosotros hemos puesto ahora ahí, sino que el otro aspecto del problema es que hemos roto la composición química normal de la biosfera, al lanzar grandes cantidades de sustancias que aunque existen en la naturaleza, nunca antes habían estado presentes en la biosfera en tan enormes volúmenes. El caso más notable de esto es el del CO2, pero cosas similares han pasado con muchas otras sustancias. Por ejemplo, jamás en la historia geológica de la Tierra había habido como hoy tales cantidades de mercurio, níquel y cadmio libres.

Incluso, hemos alterado la química de la biósfera de maneras más sutiles, en las que generalmente no pensamos cuando hablamos de «contaminación». Así, por ejemplo, hay razones fundadas para afirmar que en el siglo XXI la biósfera contiene volúmenes de glucosa jamás vistos en la historia de la vida en la Tierra, los que han sido artificialmente producidos por la acción humana. La manifestación más clara de este exceso de glucosa en la Tierra es la llamada «epidemia» de obesidad que actualmente se vive, y en la que México es campeón a nivel mundial.

La respuesta no es ni simple ni sencilla, pero lo que es claro que tenemos que transitar, y ello de forma urgente, hacia un nuevo paradigma para la química aplicada y las ingenierías químicas: un nuevo paradigma en el que ninguna molécula (nueva o ya existente) se manufacture y libere en la biósfera sin conocer antes sus impactos probables en el ambiente a mediano plazo, y en el que cualquier sustancia potencialmente dañina en cualquier producto o proceso industrial sea lo más pronto posible reemplazada por otra sustancia (u otra solución tecnológica o comercial) inofensiva al ambiente y a la salud.

Un paradigma tal se ha empezado ya a articular alrededor de la llamada «química verde», y alrededor de un renovado interés por el estudio de la química y la ingeniería ambientales. A pesar de que algunos han dicho que la «química verde» es más una filosofía que una especialidad química, ésta ha generado entre los propios científicos un interés que resulta sumamente prometedor, por lo que vale la pena destacar los que de acuerdo con la Sociedad de Química Verde de Inglaterra son los doce principios esenciales de este tipo de química:

1. Analizar en tiempo real, para prevenir contaminación. 2. Diseñar productos químicos más seguros. 3. Evitar derivados químicos complejos. 4. Diseñar moléculas para su pronta degradación. 5. Diseñar procesos de síntesis químico más seguros. 6. Incrementar la eficiencia energética en los procesos. 7. Maximizar la economía de átomos. 8. Minimizar el riesgo de accidentes. 9. Prevenir fugas y derrames. 10.Ampliar el uso de procesos catalíticos. 11.Usar insumos renovables. 12.Usar solventes y reactivos seguros.