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Aula Precaria – Luis Jaime Cisneros Diario: La República - Perú Aula Precaria | Luis Jaime Cisneros/ “La República”- Perú 2010: 61. Memoria, olvido y perdón Dom, 03/01/2010 - 20:44 Por Luis Jaime Cisneros Iniciamos el año nuevo sin que hayamos resuelto muchas cosas que nos venían preocupando en relación con acontecimientos vinculados con la vigencia terrorista. Destaco la absurda discusión suscitada por los distintos modos de recordar aquellas terribles décadas. Cuando acaban de asegurarle espacio al Museo de la Memoria, nos proponen otro modo de recordar a determinado tipo de víctimas. No parece fácil advertir el grave error en que se está incurriendo. Por un lado se nos ha propuesto la reconciliación, y por el otro, quiere abrirse paso el rencor. Las declaraciones que oímos a funcionarios y políticos confirman qué grado de pasión reina todavía en algunos espíritus, y explican cómo no está arraigado todavía en nosotros el sentido de ‘una comunidad’. Ciertamente no es difícil admitir que constituimos una ‘comunidad’ los peruanos. Cuando aludimos a ella mencionamos, por cierto, la bien consolidada mezcla de nuestro legado indígena y de los valores de la época hispánica, a los que agregamos el valioso aporte de nuestra hora republicana, todo ello vivido como una continuidad efectiva. Eso es lo que nos define y lo que nos une. Y eso asegura a nuestra agrupación una unidad política. Mientras no se halle bien arraigada esa conciencia, nos ha de ser muy difícil comprender lo sucedido e intentar la reconciliación. Mientras nos cueste comprender que en un museo quedará expuesto un testimonio de lo que hemos sido testigos (involuntarios protagonistas, a veces) no habrá posibilidad de comprender. Y si no comprendemos, no podrá haber explicación para nosotros, ni habrá Aula Precaria- Luis Jaime Cisneros Diario: La República – Perú Página 1

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2010:

61. Memoria, olvido y perdónDom, 03/01/2010 - 20:44Por Luis Jaime Cisneros

Iniciamos el año nuevo sin que hayamos resuelto muchas cosas que nos venían preocupando en relación con acontecimientos vinculados con la vigencia terrorista. Destaco la absurda discusión suscitada por los distintos modos de recordar aquellas terribles décadas. Cuando acaban de asegurarle espacio al Museo de la Memoria, nos proponen otro modo de recordar a determinado tipo de víctimas. No parece fácil advertir el grave error en que se está incurriendo. Por un lado se nos ha propuesto la reconciliación, y por el otro, quiere abrirse paso el rencor. Las declaraciones que oímos a funcionarios y políticos confirman qué grado de pasión reina todavía en algunos espíritus, y explican cómo no está arraigado todavía en nosotros el sentido de ‘una comunidad’.

Ciertamente no es difícil admitir que constituimos una ‘comunidad’ los peruanos. Cuando aludimos a ella mencionamos, por cierto, la bien consolidada mezcla de nuestro legado indígena y de los valores de la época hispánica, a los que agregamos el valioso aporte de nuestra hora republicana, todo ello vivido como una continuidad efectiva. Eso es lo que nos define y lo que nos une. Y eso asegura a nuestra agrupación una unidad política. Mientras no se halle bien arraigada esa conciencia, nos ha de ser muy difícil comprender lo sucedido e intentar la reconciliación. Mientras nos cueste comprender que en un museo quedará expuesto un testimonio de lo que hemos sido testigos (involuntarios protagonistas, a veces) no habrá posibilidad de comprender. Y si no comprendemos, no podrá haber explicación para nosotros, ni habrá posibilidad de que podamos usar el lenguaje del testigo y descartar el lenguaje de la víctima.

Mientras se piense que hay quienes con su actitud están proponiendo el olvido no podemos iniciar un intento de explicación. Empecemos por reconocer que perdonar no es sinónimo de ‘olvidar’. Si perdono es porque tengo presente la falta. Mejor lo digo con las claras palabras de José Zamora: “La memoria a la que convoca el perdón no encadena el presente al pasado traumático”.

No se puede pensar en el perdón desde una dimensión política, cruzada como está de ideologías. Es evidente que si así se plantean las cosas, hablar de reconciliación es pensar en utopías.

Bien analizado el problema, me asiste la impresión de que algunos se resisten a admitir que, en el fondo, se trata de una cuestión de fe. Tengo muy claro en el recuerdo el gesto con que el canciller Willy Brandt, en aquel diciembre de 1970, se arrodilló ante el monumento del gueto de Varsovia: él, que no había intervenido pero que era alemán, pedía perdón porque asumía lo que sus compatriotas habían cometido. Que ese gesto alcanzó dimensiones políticas no lo niego. Pero tampoco niego que su motivación fue religiosa. La comunidad alemana asumía la solicitud de perdón porque reconocía que miembros de esa comunidad eran los culpables. Y somos ahora testigos de cómo el tiempo ha venido favoreciendo la unidad de la comunidad germana.

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Sé que para muchos de nosotros no es fácil comprender mucho de lo sucedido en los últimos 30 años. Sí, no todo tiene justificación. Pero debemos reconocer que ha sucedido y que hemos sido testigos (involuntarios, muchas veces), pero testigos que podamos dar fe de lo que fuimos testigos. Si reconocemos que mucho de lo ocurrido nos sorprendió porque no estábamos preparados, ahora que hemos aprendido la lección, lo tenemos presente. Gente como nosotros era la comprometida. Sí, muchos amigos y compañeros de trabajo. Lo grave es que todo nuestro dolor está teñido todavía de ideología, y que no nos es fácil admitir que todos son ‘nuestros’ muertos. Tenemos que aprender a salvar nuestra condición humana porque ella nos permite comprender que el perdón no es necesariamente una virtud política.

Ojalá el nuevo año sirva para que nos encontremos formando una comunidad y acordemos salvarla, reconstituyéndola en sus esencias para evitar que hechos vituperables puedan repetirse. Lo que nos hace fuertes es estar unidos. Y lo que nos une es la fe en nuestros vínculos ancestrales.

62. Lengua y enseñanzaDom, 10/01/2010 - 20:35Por Luis Jaime Cisneros

Siempre me encuentro en desacuerdo con los métodos que muchos defienden en relación con la enseñanza del lenguaje en los primeros años escolares. Las diferencias son de método y se relacionan con las disposiciones con que para tales estudios se halla el estudiante. Enumeremos algunas de las más importantes. Al entrar en el colegio, el niño distingue, en el espacio, los siguientes conceptos: arriba, abajo; adelante, al lado, atrás; derecha e izquierda. Estos conocimientos le serán útiles, a la hora de la ortografía, para distinguir p/q/b/ y d; para diferenciar l/t/f/m/n. Y, ciertamente, afirmarán el reconocimiento de tales letras a la hora de la lectura.

Eso, en lo concerniente a las letras, y en relación con las formas. Es importante tenerlo en cuenta, porque sólo a partir de estos momentos el niño comenzará a advertir cuánto lo distancia la escuela de su vida lingüística familiar. Y es que a la escuela no parece interesarla en absoluto la experiencia lingüística del alumno. Cuando el niño inicia su vida escolar tiene asegurada su experiencia lingüística en el área de la comunicación. Ha aprendido a usarla cuando necesita expresarse. No ha aprendido ni letras ni palabras. Ha aprendido pequeños textos: “buenos días”. Ha aprendido a asumir algunas actitudes ante expresiones de los mayores: “saluda a los abuelos”. Ni letras ni palabras. Y tiene también asegurado un conocimiento utilísimo: los valores de la entonación. Ha aprendido a manejar silencios expresivos y curvas melódicas, que utiliza cuando quiere enfatizar el ruego, la solicitud urgente, la duda, la rabia, la insistencia.

Todo esto constituye un conjunto de ingredientes valiosos, pero es desatendido por la escuela. A la escuela le interesan las palabras, los grupos. Algunos dirían que la gramática, pero no es el término oportuno. Se diría que para la escuela el lenguaje es un instrumento, y no una actividad. Lo ha sido indiscutiblemente hasta entonces para el niño: una actividad en cuya continua realización se ha ido descubriendo persona y creador del lenguaje. Esa actividad ha estado siempre relacionada con su situación en sociedad: vivir, jugar, reconocer el nombre y el uso de las cosas, adquirir modelos de conducta. Todo ello siempre lo descubrió ligado a determinados usos lingüísticos. El lenguaje ha sido un arma necesaria para ir confirmando su condición de homo dialogicus.

En ese muestrario de actividades lingüísticas tuvimos como maestro al hogar. Ahí adquirimos el hábito de manejar ‘ideas’ que nos permitían expresar nuestro mundo interior; preguntar por lo que ignorábamos, protestar por todo cuanto nos disgustaba; solicitar lo que nos agradaba. Gracias a esa

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acostumbrada actividad tuvimos amigos y aprendimos a conversar. Descubrimos cuántas maneras diferentes había de realizar tales actividades: así, mientras unos compañeros ‘tenían apetito’, otros ‘tenían hambre’. Si en la hora inicial del colegio realizásemos una confrontación de los diversos modus operandi practicados, comprenderíamos la verdadera importancia de esta actividad lingüística asegurada y despierta en cada mente infantil. Este aprendizaje familiar no ha concentrado su labor en el qué, sino en el cómo y el cuándo: es decir, en las circunstancias específicas en que el lenguaje está en actividad.

El lector estará esperando que hable de la gramática, término que frecuenta la escuela en clases de lengua. Es que si me interesa estudiar el lenguaje como actividad, debo estudiar el hablar, que es el uso vivo que hacen de él cuando lo ponen en actividad los usuarios. Sobre el hablar tengo dos perspectivas para reflexionar: el lenguaje oral, que me permite consolidar mi relación comunicativa con otros usuarios del español; y la lengua escrita, cuyo manejo me inicia en aprender a leer. Esos textos son fruto de una actividad en el conocimiento de la cual debo iniciarme porque me abre el camino para descubrir cómo está estructurado cada texto. Es el campo de la sintaxis, al que la escuela debería dedicarle su mejor atención. Ahí descubro el valor de la estructuración de las frases. La verdadera reflexión gramatical debe hacerse sobre los textos logrados, no sobre los momentos dedicados a la generación del texto.

63. Pensar en el siglo XXIDom, 17/01/2010 - 21:50Por Luis Jaime Cisneros

Al iniciar mi vida universitaria, 70 años atrás, era fácil advertir un aire distinto del que había venido caracterizando nuestro bachillerato. No exagero si admito que clases y lecturas venían siempre matizadas, en el campo cultural, por cierto desasosiego. Hasta ahí muy seguros habíamos estado de nuestras convicciones. Toda la secundaria nos había permitido confirmar cuán rigurosas eran las líneas del conocimiento. En mérito de esa fe sabíamos distinguir el campo de las Ciencias y el de las Humanidades. Pero las noticias que los diarios repetían nos dejaban cierto sinsabor difícil de deglutir.

Fue entonces cuando don Claudio Sánchez Albornoz nos propuso leer unos textos de Huizinga y nos sugirió algunos temas de Dilthey. Y debo preguntarme por qué he venido a asociar estos recuerdos. Tengo presente lo firme que era para nosotros el campo de las humanidades y el de las ciencias. Y advierto en algunos colegas jóvenes y en todos los muchachos una actitud explicablemente distinta de la que presidía los años evocados. Huizinga y Dilthey eran lecturas que significaban silenciosos llamados de conciencia para mantener la fe en la actitud crítica, por un lado, y para no perder las lecciones del mundo griego, que eran un modo de salvar el campo de las humanidades.

Estamos desarrollando la primera década del siglo XXI y nos apena comprobar que en muchos círculos todavía no se ha abierto paso el nuevo concepto de las Humanidades. Hablar de un nuevo concepto del término es, en realidad, un grave error. Lo que ha ocurrido es que las humanidades están recobrando su real significación y están actualizando su valor inicial. Es en el mundo universitario donde se advierte el problema con más eficacia, y es desde ese mundo de donde debe partir nuestra llamada de alerta. A medida que el conocimiento se nos va revelando como fruto del trabajo interdisciplinario, y de que hemos venido interesándonos por el qué y el cómo como modos de la realidad, estamos volviendo a las viejas lecciones de los griegos. Es el progreso tecnológico de los últimos 50 años el que ha devuelto al mundo griego el ímpetu y el ancho dominio de las humanidades.

A la universidad correspondía trabajar, en el siglo pasado, en ese campo, y es por eso por lo que cada vez que en las discusiones pedagógicas se tocaba el tema de las “humanidades”, la esfera consultada era

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necesariamente la universitaria. Ahora se impone reflexionar para adquirir una idea más clara del asunto. Desde la conferencia mundial sobre Educación Superior, convocada por Unesco en 1998, se ha venido observando cómo el fenómeno de la globalización y las exigencias de la sociedad de consumo han terminado por generar en el mundo universitario, tanto como en el mundo escolar, una conciencia clara del mundo cultural. La tajante división de las disciplinas, que fue fruto de discusiones intensas de nuestra vida escolar y universitaria, se está reemplazando, claramente, por una conciencia de la interdisciplinariedad.

La escuela no puede estar ajena a esta realidad. Desde ella, el alumno debe estar preparado para saber que no hay respuestas definitivas para cada problema, que debe ser abordado desde varias perspectivas, con espíritu crítico. Hay una manera de que esto se entienda desde la esfera escolar. Basta con observar que tan importantes para la formación son el arte y los deportes, como Antropología, Matemáticas, Lingüística y Geografía. Quiere decir que antes de iniciar una especialización, el candidato debe hallarse interdisciplinariamente preparado. Estas son las razones por las que los grandes pensadores de la hora han hecho del tema su gran preocupación. Esa reflexión nos sirve, por lo pronto, para no hacer de la interdisciplinariedad un “comodín metodológico”. En el fondo, debemos reflexionar sobre el saber y sobre el conocimiento. Se trata de entender que ya no es tan fácil comprender al hombre y a la sociedad desde una determinada esquina del conocimiento. Por otro lado, para que el espíritu se vea beneficiado es necesario devolverle a la reflexión y a la crítica sus viejos y permanentes valores. El camino que nos conduce a esa nueva realidad está cruzado de disciplinas diversas.

64. Internet y la lecturaDom, 24/01/2010 - 22:31Por Luis Jaime Cisneros

Bueno es meditar sobre la manera con que la escuela tiene que hacer frente al conocimiento en esta hora en que la globalización parece cubrir todas las perspectivas y en que los atractivos electrónicos parecen haberse convertido en competidores de la tarea escolar. Para empezar, debemos enfrentar la realidad con inteligencia, que es el arma esencial del ‘homus dialogicus’. Y debemos estar conscientes de que esa es la nueva realidad pedagógica.

Lo que los programas de televisión y los numerosos recursos de Internet pueden suministrar (y hasta en grados de excelencia) es información y nada más que información. Pero el objetivo fundamental de la escuela es entrenar para buscar y adquirir el conocimiento. Para lograr su cometido, la escuela ofrece instrucciones para aprender a buscarlo y para analizar las distintas etapas de tal aprendizaje. Mientras todavía muchos creen que el secreto del éxito lo tienen los libros, que aseguran la verdad (y doy fe de que así fue en mi época escolar), la escuela debe empeñarse en que los alumnos se ejerciten, a partir de lo que el libro dice, en discutir y analizar el qué y el porqué de cuanto se lee. Esto obliga a reconocer que además de servirse de la memoria es necesario convocar a la inteligencia, y valerse del provecho de todo lo anteriormente leído, para arriesgar el análisis de los textos. Si no analizamos el porqué y el cómo de todo avance, no estamos encaminados en la búsqueda del conocimiento.

No se trata de la ingenua creación de un curso de Crítica, que sería absurdo. La crítica no es un método que la escuela debe ofrecer. Es una actitud de la inteligencia que el alumno debe aprender a asumir, ejercitándose fundamentalmente en la lectura y el análisis de lo leído. Sin esa lectura, no hay posibilidad de pensar en una actitud crítica. Tampoco es función de la escuela crear ‘críticos’. Lo que hay que crear es buenos lectores: lectores profundos. La condición esencial para asumir una actitud crítica es haber

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comprendido el texto leído. Lo que a la escuela le interesa es que seamos capaces de comprender los textos más difíciles.

A la escuela corresponde explicarle al alumno que el progreso actual de las técnicas y las ciencias es fruto de la investigación. Y debe explicar asimismo que el triunfo de la investigación se debe a que todas las ciencias han descubierto que entre todas ellas había vasos comunicantes que explican por qué hoy se habla de interdisciplinariedad. Esa explicación es necesaria para que el alumno comprenda que en cada disciplina ha sido la actitud crítica la que incentiva el estudio y la investigación. Y que el fruto de ese esfuerzo intelectual asegura el progreso científico y tecnológico.

Ciertamente todas las disciplinas que a la escuela toca entrenar al estudiante no se prestan para eso. Por ahora, me parece que se prestan magníficamente para este entrenamiento los cursos de Literatura, Filosofía, Ciencias Sociales (para abrirse a la formación cívica). Si en los próximos años lo hemos puesto a prueba, estaremos en buen camino.

Cuando alguien me pide ilustrar con un ejemplo estas ideas, pongo el caso siguiente. Leo un fragmento de teatro: o un pasaje de La Dorotea o un pasaje de Bodas de Sangre, de García Lorca. Y pongo el texto leído abierto al criterio de los estudiantes. Eso los ayuda a descubrirse ‘lectores’ de verdad. Ese primer aspecto de ‘actitud crítica’ lo refuerzo de inmediato con la lectura de dos o tres juicios sobre el texto leído. Los alumnos descubren algún tipo de coincidencias con sus exposiciones, lo que ayuda a que se reconozcan ‘lectores de verdad’.

Al descubrir que un texto puede decir más de lo que aparenta su lectura descuidada, el alumno refuerza su capacidad de penetrar, con ayuda de la inteligencia, en el mundo del conocimiento. Y nosotros vamos a ayudándole a perfilar su actitud crítica. Se trata de comprobar que uno es capaz de comprender un texto aparentemente difícil si acierta con una correcta lectura. José Miguel Oviedo escribió: “Un crítico es un lector profesional que convierte lo que lee en un nuevo texto como parte de una tarea u oficio habitual”. La afirmación es válida y valiosa.

65. Los peruanos y la actitud críticaDom, 31/01/2010 - 19:54Por Luis Jaime Cisneros

No estaba muy seguro de que al hablar sobre la actitud crítica como necesidad que el alumno debe asumir, al terminar sus estudios secundarios, podía generar desacuerdos. Varios correos me lo han dado a entender. Hay quienes me recuerdan que no tengo experiencia escolar, y que por eso digo lo que digo. Sí, mi escueta experiencia escolar se reduce a los dos años que tuve que asumir la supervisión de cursos de Lengua en el colegio de Aplicación de La Cantuta. Pero mi experiencia mejor me la aseguran los 61 años en que, en la universidad, he trabajado, en los años iniciales de Estudios Generales, con cientos de muchachos que acababan de terminar su Secundaria y podían ofrecerme espontáneo testimonio de cómo habían aprendido lo que habían estudiado. Y por lo pronto, niego que la ‘actitud crítica’ sea una convocatoria exclusiva de la vida universitaria. Ahora, en este siglo, y en esta hora, no lo es.

He leído en la semana muchas páginas de propaganda periodística dedicadas a la universidad, al examen de ingreso, a las diversas opciones, y he tropezado con advertencias y promesas. Y me ha sorprendido leer alusiones a ‘carreras superiores’. Es un error. Terminados los estudios secundarios, se inician los estudios superiores. Esos estudios superiores se pueden realizar en Escuelas, Universidades o Institutos. Las Escuelas ofrecen formación en una profesión determinada, y sus egresados obtienen un título profesional. Las Universidades ofrecen también un título profesional, y grados académicos de Magíster y Doctor. Los

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institutos están dedicados exclusivamente a la investigación; los profesionales que siguen en ellos sus tareas obtienen Diplomas específicos.

En cualquiera de estas instituciones es condición indispensable, al iniciar sus tareas, asumir una actitud crítica frente a los textos, para lograr, más tarde, asumirla ante la realidad. Esta es condición indispensable para garantizar un estudio provechoso. Hay que corregir y reemplazar el divulgado error de que toda crítica es negativa porque consiste en oponerse a todo. Basta abrir un diccionario para percatarse de la confusión. Leemos en el Diccionario del español actual, de Manuel Seco, esta advertencia: “Examen a que la razón somete algo o alguien para determinar su verdadero valor o calidad”. Y el Diccionario de autoridades, que inaugura en 1726 la tarea lexicográfica de la Real Academia Española define crítica así: “La facultad de hacer juicio y examen riguroso de escritos, obras, sugetos”. Aclara que viene del griego Crino, que significa ‘juzgar’. Aclarado el punto, insistiré en que la escuela debe entrenar al estudiante, en sus últimos años secundarios, a asumir una actitud crítica, enfrentándose a las dudas, a los dilemas, para estar listo a sus estudios superiores.

Claro que hay quienes se confunden ante la presencia de gente arrogante que pretende establecer juicios inconmovibles, carentes de todo examen reflexivo. Eso nada tiene que ver con la ‘actitud crítica’, que supone una predisposición del ánimo para no privarse de someter a análisis todo cuanto se ofrezca en la lectura o en la realidad. La escuela debe defender esta tarea porque ha quedado esclarecido que la “crítica es una actividad cultural y pedagógica”, como lo explica hoy el rumano Adrián Marino, en cuya obra descubrimos que “todas las operaciones reconocidas como críticas no son sino diferenciaciones y especializaciones siempre más complejas del enseñar y aprender a través de la lectura”. Si la escuela debe formar ciudadanos para este mundo globalizado, y entrenarlos para que puedan moverse en un medio cultural interdisciplinario, donde ya no es tan fácil reconocer todos los recovecos del conocimiento, la actitud crítica mantiene alerta la inteligencia, arma indispensable para la búsqueda del conocimiento.

He leído con simpatía, en una propaganda periodística, la afirmación de “la naturaleza de las ciencias y la tecnología de la innovación”. El texto reconoce en seguida que “la velocidad de cambio se relaciona directamente con la intensidad de la investigación”. Esa es la información y la propaganda que esperamos ver en la prensa relacionadas con los estudios superiores.

Estudio e investigación: ese es el horizonte al que hay que prepararse para enfrentar. No la facilidad, no el éxito.

66. La nueva gramática españolaDom, 07/02/2010 - 05:00Por Luis Jaime Cisneros

Tras una larga espera de varias décadas, ha aparecido, por fin, la Nueva gramática de la lengua española, que publican la Real Academia Española y la Asociación de Academias de la Lengua Española, autores y editores de estos dos volúmenes (prometedores y voluminosos). Ya está nuestra lengua con una gramática a la altura de la italiana, de tres volúmenes, de 1995, y haciendo par con la gran gramática francesa de Damourette-Pichon y con la holandesa de Nijhoff (1997). Ahora, entre los grandes tratados, podemos celebrar esta Nueva gramática.

Ya en la época en que Dámaso Alonso presidía la casa madrileña, con el Esbozo de 1972, la academia española había ofrecido un anuncio de lo que significaba ‘una nueva gramática’ en intención y en realidad. Sí, varios son los signos de que se trata de un texto ‘nuevo’. Por lo pronto, ahora la responsable no es la RAE, sino que la exposición teórica es fruto del trabajo mancomunado de la casa madrileña con la

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Asociación de Academias. Y es por eso por lo que figura en las páginas iniciales el nombre de todos los colaboradores (entre ellos, por cierto, algunos profesores peruanos). Y es ‘nueva’ esta gramática, bien distinta de todas las ediciones académicas anteriores, porque confirma haber superado todo intento de ignorar cuánto se ha avanzado en el campo gramatical.

Por eso vale reconocer especialmente acá la extraordinaria labor desarrollada, como ponente, por Ignacio Bosque, de cuyo puntual saber y sólida información teníamos valiosos testimonios en esos tres tomos de la Gramática descriptiva que dirigió Violeta Demonte en 1999. Razón tuvo entonces Fernando Lázaro Carreter, director de la RAE a la sazón, de reconocer anticipadamente cuánto le debería esta actual ‘nueva gramática’ que la Academia y la Asociación tenían entre manos. Los dos tomos ahora publicados se esmeran en la sintaxis y prometen para marzo el último volumen dedicado a la fonética, bajo la vigilancia de don Manuel Blecua. Haber dedicado un tomo a este campo confirma los renovados aires que caracterizan a esta edición.

Claro es que esta nueva generación académica tiene en la mira no solamente al español peninsular. Y esta es singular característica. Si el texto nos da clara idea del territorio realmente inmenso cubierto por la lengua española, es porque los académicos han tomado en cuenta las contribuciones (decisivas, a veces) del español de América. Sí, ciertamente aciertan los editores en titular como Nueva gramática a esta edición. Si comparamos, por ejemplo, la última edición de la gramática académica, de 1931, advertiremos que era en realidad copia de la de 1928. Nueva, entonces, también porque esta gramática actual ha tenido en cuenta todo cuanto se ha dicho y estudiado precisamente sobre gramática, y todo cuanto se ha escrito sobre sintaxis y fonética, los terrenos en que tanto se ha avanzado en el siglo pasado. Razones hay, por lo tanto, para festejar esta edición como la nueva cara con que la Academia de Madrid muestra los frutos de la labor conjunta.

Si juzgamos la distancia con nuestras viejas gramáticas escolares, nuestro primer descubrimiento será advertir la poca importancia que tiene la palabra aislada. Lo importante es la agrupación, el sintagma, la frase. Y es que, si nos hemos de preocupar de la ‘comunicación’, debemos prestar atención a ese instrumento arquitectónico y a la vez melódico con el que aseguramos la ‘construcción’ de lo que decimos. Eso explicará el campo extraordinario que han adquirido los temas de sintaxis. La construcción es ahora lo importante, porque es la que asegura la verdadera fisonomía de la frase; y al asegurarla, robustece la significación. Las páginas se abren generosas en información para revelarnos muchos de los guardados secretos que todavía mantiene en reserva el sistema verbal, que tanto tiene que hacer con el tiempo, ese dolor de cabeza que nos persigue en todas las lenguas. Ahora sí, el español dispone de una gramática que lo reorienta en la serie de grandes tratados gramaticales.

67. Los tránsfugasDom, 14/02/2010 - 19:43Por Luis Jaime Cisneros

Qué pena me ha dado tanto dato sobre el numeroso grupo de ciudadanos que han cambiado su inscripción partidaria, para poder ser candidatos en las filas de otra agrupación. Y no me han apenado menos los comentarios de alguna prensa. Triste noticia sobre nuestra vida política y sobre nuestra vida democrática. Mucho (y desagradable) nos ofrece la noticia sobre la pobre educación cívica que la escuela puede ofrecernos. Ya era desagradable reconocer que somos un país más de caudillos que de ideas. En algunos casos, desaparecido el caudillo, se acabó el fervor, se acabó el entusiasmo, se derritió la fe. La cosa es grave, porque si somos capaces de vivir sin ideas, sin fe en los valores determinados, es difícil que podamos proponernos reflexionar sobre el futuro gobierno del país.

Las candidaturas surgen y se esfuman por arte de birlibirloque. Y ciertamente, ha llegado la hora de reflexionar. Si en estos temas relacionados con las elecciones no ponemos inteligencia y reflexión, seremos

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responsables. La indiferencia cívica es peor que el terrorismo. Los partidos políticos realmente organizados no llegan a cuatro en el país: tienen larga vida y los respalda trabajo parlamentario y trabajo de gobierno. Lo demás es fanfarria. Lo único cierto que tenemos, cada vez que hay elecciones, son candidatos. No todos parecen asignar al acontecimiento la seriedad de que está revestido.

La escuela debe prevenir a los muchachos. Buen número de ellos inauguran pronto su vida cívica y están a merced de la farándula, privados de entrenamiento, ajenos a las promesas seductoras de tanto inspirado orador. Bien entrenados estarían estos muchachos si la escuela hubiera aclarado con ellos, en sesiones de educación cívica, cómo es necesario haber concluido los estudios secundarios y haber adquirido entrenamiento en algún tipo de servicio comunitario, o en alguna profesión, para poder aspirar a una curul en el parlamento. El recién egresado de la Secundaria debe saber estas cosas para elegir con responsabilidad, y para de ese modo premiar méritos y valores.

El voto es necesariamente fruto de reflexión y análisis. Todo aquello de que hemos sido testigos estos últimos 20 años no debe volver a ocurrir. De nosotros depende. Nuestra es la responsabilidad. Nuestro es el compromiso.

En verdad, la escuela no ha hecho mucho por la educación cívica de los estudiantes. Nuestro mapa político denuncia cómo funciona nuestro sistema educativo. En la escuela deberíamos aprender cómo aprender a no dejarnos gobernar de cualquier manera y a defender nuestros principios cívicos. Pero a cumplir con esos deberes debe también empeñar la escuela todo su esfuerzo. Tengo muy grabadas las palabras con que Eugenio María de Hostos arengó a los portorriqueños, en una famosa jornada cívica: “Dadme la verdad, y os doy el mundo. Vosotros, sin la verdad, destruiréis el mundo. Y yo con la verdad, con sólo la verdad, reconstruiré el mundo tantas veces cuanto lo hayáis vosotros destruido”.

Las repetíamos con entusiasmo cuando aprendimos que lo que debemos aprender a defender en las urnas es la verdad. Verdad en los contenidos. Nos recordaron en el aula el nombre de todos los que habían trabajado para asegurar a su patria justicia, trabajo y libertad. Nunca oímos en la escuela, a propósito de estos temas políticos, la palabra corrupción. Nunca, que se pudiera ‘mentir’ o ‘traicionar’. Entonces, todo lo referido a la política parecía sinónimo de ‘honradez’. Si nos atenemos a las noticias periodísticas, de este como del Viejo Mundo, las cosas han cambiado. Dos maneras hay en que se nos hacen visibles. O hay muchas agrupaciones políticas, y por tanto, muchos aspirantes. O hay que reforzar los viejos principios para defender viejos valores. Pero insisto: a la escuela corresponde rescatar a la democracia de esta confusión, revivir los valores fundamentales y devolvernos la fe en el porvenir, que es la fe en el trabajo que realizan los partidos políticos, como garantía de una vida democrática. Todavía en América somos caudillistas. Eso quiere decir falta de fe en las ideas y exagerado interés por el poder. Debemos aprender a preocuparnos por el gobierno, y no por el poder. Nos lo enseñaron los griegos.

68. Elecciones y educaciónDom, 21/02/2010 - 05:00Por Luis Jaime Cisneros

Febrero va declinando, y algunos se preocupan de los carnavales y otros de la cuaresma. Algunos se ocupan también de los colegios. Esa preocupación mira, sobre todo, a temas de consumo: uniformes, ropa, cuadernos, libros. Sobre libros hay que reflexionar largo rato. Para muchos, se trata de un asunto vinculado con la opinión de los padres de familia. Nada tienen que ver los padres de familia con los libros de los alumnos. Los libros que la escuela recomienda revelan la calidad de la enseñanza y, por ende, la calidad de los maestros. Ni el volumen ni el precio del libro dicen sobre su calidad. Cuesta mucho entender que el libro que se recomienda tiene que estar a la altura de sus eventuales aprovechadores.

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Cuando recuerdo mi primera visita al Museo Británico sentí cuánto debía espiritualmente a mis viejos textos verdes de Malet. Porque lentamente fui reconociendo todo ese mundo fenicio, por un lado; ese espléndido mundo egipcio, por otro. Y junto con esos libros, la imagen del maestro Perissé, que supo confundirse con griegos y troyanos para que nos fuese fácil movernos en ese maravilloso mundo mítico. Dos grandes libros de historia se disputaban entonces la simpatía estudiantil: los tomitos verdes de Malet y el libro rojo de Seignobos. Gran cantidad de imágenes, explicadas con minucioso interés. Más que textos para explicar la imagen, imágenes para aprender a interiorizar los textos, y breves textos para explicar la imagen. Todo en el libro obligaba a esmerarse en observar. No apuntaba a la memoria sino a la inteligencia. Todo invitaba a que nos preguntásemos por qué. Y ahí estaba el maestro que había conducido a la pregunta para ayudarnos a descubrir nosotros mismos la respuesta.

Pero no es a los libros a los que quiero dedicar mi atención mejor este domingo. Es al interés que muestran los candidatos a los temas de educación. Tengo derecho a pensar que me sería difícil proponer un encuentro para debatir el Proyecto Educativo Nacional. Podré oír adjetivos relacionados con la exigencia, la calidad, las computadoras. No espero oír nada relacionado con los valores, con la vida democrática, con la lectura como buen entrenamiento para la reflexión y el libre juicio. Por eso me ha agradado leer las declaraciones de una educadora norteamericana, experta en el campo de la educación cívica, terreno entre nosotros casi olvidado.

No todos admiten que el campo ideal de la política es la educación. Lo que hace grandes a los pueblos es lo que logran con su inteligencia. Y lo que alcanza a lograr la inteligencia se debe a lo que se ha conseguido realizar y conocer. Pueblos grandes por dimensión geográfica. Nos lo dice la historia, y nos lo confirma la realidad de que hoy somos testigos. Si un pueblo no se ve asistido por el trabajo inteligente de sus ciudadanos ni tiene cómo sentirse partícipe del concierto general de los pueblos.

El cambio irremediable al que hay que prepararse es precisamente éste en que los estudiantes han de ser los reales y verdaderos protagonistas. La gran revolución pedagógica es ésta a la que debemos enfrentarnos desde ahora. Sobre todo, ahora que estamos en época de elecciones, no debemos dejar que nos formulen promesas relativas a la educación. Los jóvenes deben comprender que el voto que deben emitir dentro de poco tiene que expresar una clara y decidida voluntad de cambio. Uno de los objetivos de nuestro sistema educativo debe ser afianzar nuestra democracia. Por eso la escuela tiene que preocuparse de entrenar para la reflexión política (sobre valores, sobre justicia, sobre libertad, sobre la verdad, contra la mentira, contra la corrupción). Los jóvenes tienen que entrenarse para leer y escuchar, condiciones necesarias para hacerse oír y para respaldar los votos que emiten con la verdad.

Si nos atenemos a cuanto los periódicos recogen de boca de los candidatos, sabemos que no habrá cambio en el sistema de educación. Y si no lo hay, nada podrá ser distinto de lo de hoy. En suma, lo que estamos anunciando es que la escuela tiene que entrenar políticamente a los estudiantes, porque ellos no son los que tienen que aprender a esperar el cambio: son los que tienen que realizarlo. La escuela debe entrenarlos a manejar el arma adecuada: la inteligencia y el conocimiento. Y los objetivos reales: la justicia, la verdad, la libertad.

69. Inteligencia y poderDom, 28/02/2010 - 05:00Por Luis Jaime Cisneros

Consecuencia del inevitable desmedro en que ha caído todo lo relacionado con la educación entre nosotros, por haber confundido los propósitos pedagógicos esenciales, es la desconsideración que viene caracterizando la búsqueda del conocimiento y el demérito que alcanza toda sana actitud crítica. Cuando evaluamos a maestros y a alumnos comprobamos cuáles son las reales dificultades y por qué estamos confundiendo los valores pedagógicos. Un sistema educativo no se organiza ni se corrige si no se asegura la

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rigurosa formación del maestro. Antes que discutir sobre el currículo y sobre sistemas de evaluación, hay que estudiar cómo encaramos la formación de un docente, en momentos en que la docencia está atravesando graves circunstancias de rendimiento y en que la vocación magisterial sufre en el mundo, según informes de la UNESCO, una pérdida de consideración social.

Ahora que está por iniciarse el año escolar, bueno es que reflexionemos sobre conocimiento e información. Conviene precisar que cuando encaramos estos temas, estamos mencionando mundos diferentes y dispares. Vivimos un mundo absorbido por el consumo, el éxito y el dinero, y la escuela no puede escapar a los modelos en que los estudiantes deben compartir su vida escolar. Un mundo en que, en muchos hogares, los padres están divorciados  o trabajan, hechos que generan situaciones que no siempre favorecen que el hogar pueda ser, como se espera, auxiliar de la escuela en lo relativo a la enseñanza de valores. El alumno comparte tal situación durante los largos años que dura su formación. Hay que reconocer, para empezar, que nuestra sociedad es distinta de la de otros países del continente. Somos un país pluricultural y plurilingüe, donde la lengua española comparte, en algunas zonas, su uso con el quechua, el aimara o las lenguas selváticas, lo que nos lleva a reconocer que hay grupos de ciudadanos ajenos al cultivo del español. De otro lado, somos un país que no ha logrado superar definitivamente prejuicios raciales. No se puede diseñar una auténtica política educativa, sin tener en cuenta estos hechos. Para muchos de nosotros, ser provinciano implica ser distinto del limeño: distinto en el modo de ser, distinto en las aptitudes, distinto en los derechos. Ser distinto, en el terreno pedagógico y cultural, puede significar expresarse evasivamente en español, temeroso de ‘mostrar’ su lengua natural. Cumplida la primera parte de su escolaridad, el provinciano se viene a Lima. El limeño suele irse al extranjero. Si no encaramos detenidamente esta situación, no hay cómo diseñar una acertada política educativa.

Dadas así las cosas, por qué es importante considerar la relación entre inteligencia y poder. Me interesa una honda reflexión al respecto. ¿Cómo puede lograr la escuela que los estudiantes se sientan concernidos por esta relación entre inteligencia y poder? Una sólida educación cívica, no libresca sino vivencial, a través de lecciones que promuevan el interés por los DDHH, que exhiba los peligros del racismo, que explique la función de los organismos internacionales. Lecciones que expliquen la necesidad de carreteras para asegurar la vida comercial del país  y su enlace con otros pueblos. En un país donde ha prevalecido la importancia de la empresa, es urgente y necesario que la escuela abra caminos para que la relación con el mundo cultural robustezca los caminos del progreso y el desarrollo económico y cultural. Entonces se descubrirá cómo deben estar orientados los planes de estudio, se podrá diseñar los sistemas de evaluación y se comprenderá cuán útil será revisar cada siete años diversos aspectos del mundo pedagógico, para estar seguros de impartir la educación adecuada a los tiempos.

Gnosce te ipsum. Nos lo propusieron los latinos: “Conócete a ti mismo”. El mundo moderno nos revela qué importante ha sido descubrir, por esfuerzo propio, el conocimiento. Todo lo que  ha progresado en el mundo tecnológico y científico se debe a  que nos han acostumbrado a dudar y a investigar. Lo que dicen los otros debe ser sometido a análisis. El conocimiento es fruto de una búsqueda en prosecución a la cual la escuela debe enseñarnos a iniciar la marcha. Innovar ha sido el instrumento de la escuela. El alumno debe arriesgar sus ideas, someterlas a discusión, hasta descubrir que la actitud crítica se ha convertido en el imprescindible instrumento inteligente para buscar y analizar el camino que conduce a la verdad. Ahora vemos claro qué obtener como fruto de la educación. Buscamos que, terminados los estudios, el alumno sea otro de lo que era. Buscamos, en rigor, que se haya descubierto a sí mismo, y se haya aceptado como tal, con clara conciencia de su individualidad, de su saber y sus ignorancias.

70. Terremoto y eleccionesDom, 07/03/2010 - 19:43Por Luis Jaime Cisneros

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Mal ha comenzado marzo en América. Dolor y lágrimas que compartimos con los ciudadanos chilenos. El desastre ha servido, como siempre, para hacer introspección y para descubrir, así, signos de desatención y descuido. Las medidas de última hora, urgentes, que todos celebramos, confirman cuán desatendidas estaban las cosas. Algunas palabras debo decir sobre la extraordinaria entrevista al ingeniero Ronald Woodman, presidente del Instituto Geofísico. Me he enterado con pena de sus varios reclamos desatendidos. Y se me ha caído la cara de vergüenza al repasar el minucioso abandono que los legisladores hicieron de la sala en que él rendía su informe. Repito sus palabras: “Cuando terminé mi charla, ya nadie prestaba atención. El último que quedó presidía la mesa, pero estaba leyendo otras cosas que no tenían nada que ver. Necesitamos más apoyo”. Lo que necesita el país es que el Congreso sea un recinto de escuchas responsables. ¿Qué podrán pensar sobre este país nuestro quienes hayan leído, casualmente, en el extranjero esta entrevista?

Todo ciudadano debería estar, en rigor, bien informado sobre las posibles contingencias a que estamos sometidos por el solo hecho de estar donde estamos. Cuando leemos los problemas de estructura padecidos por uno u otro edificio, acá en Lima, y les echamos la culpa a los ingenieros, en el fondo estamos anunciando desconocimiento e irresponsabilidad de unos y otros. Claro se está que, apenas ocurre un accidente y se señala a los técnicamente responsables, nos enteramos de las ‘razones’ que explican que no se haya respetado lo que debía respetarse. Está muy bien que el Estado, producida la emergencia, tome las medidas necesarias. Pero la política de prevención debe procurar que no haya estudiante que termine su secundaria sin haber recibido cultura sísmica. Así como la escuela debe prepararnos para ser ciudadanos de un país pluricultural y plurilingüe, debe esmerarse en que tengamos una idea clara sobre la historia sísmica del Perú.

El momento es propicio para descubrir cuál es el conocimiento que los candidatos a presidente, a congresistas o a alcalde tienen ahora sobre temas geofísicos. Así como se organizan mesas redondas para aclarar graves situaciones que interesan a los bancos o a las empresas, que explican las verdaderas razones para defender los TLC que el gobierno ha firmado, así sería útil saber cuánto conocen sobre la estructura terrestre los que nos prometen carreteras y subterráneos. Ahora que se avecinan varios procesos electorales, los candidatos deberían elegir lugares especiales (ahí donde todavía no hay luz ni agua) donde puedan, candidatos y electores, intercambiar ideas, y donde sobre todo el ciudadano puede comprender los procesos necesarios a que debe someterse la realidad para lograr la instalación de la luz o del agua. No se trata de explicarles asuntos técnicos. Se trata de conversar sobre temas vinculados con la moral, que son temas de gobierno. Para combatir la corrupción necesitamos que unos aprendan a escuchar y que otros aprendan a conversar.

Así las cosas, bueno es pensar qué le correspondería a la escuela ante esta situación. Si un objetivo es formar ciudadanos, se hace evidente que todo muchacho que termina su secundaria tiene que tener clara idea de que el país (su país) está sometido, dada su estructura sísmica, a situaciones de peligro que él debe tener presentes. Buena información sobre sismos, tsunamis, temblores. Debe estar enterado de en qué terrenos no conviene construir determinado tipo de edificios, para poder mantener una conversación con ingenieros. A la escuela corresponde decidir si esta noticia la deben recibir en el curso de Geografía o en el de Educación Cívica.

71. Ciencia y espírituDom, 14/03/2010 - 05:11Por Luis Jaime Cisneros

En los mapas antiguos se solía tropezar con una inscripción latina: Hic sunt leones. Así quedaban señalados los límites de la civilización. Más allá, ‘los otros’, ‘las fieras’. Dicho de un modo breve y tosco: del otro lado, quienes no son como nosotros, los bárbaros, los que no se comportan como nosotros. Lo que ocurre

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allá nos tiene sin cuidado. El anuncio era tajante y claramente descriptivo, y no tenía viso alguno de calificación. ‘Los otros’ simplemente eran distintos: su mundo nos era ajeno, en verdad.

Nuestros sentimientos y nuestras preocupaciones solo tienen que ver, en realidad, con nuestro entorno, aquí donde estamos cómodos, confiados, enteros. ‘Los otros’ constituyen, así, un mundo aparte, totalmente ajeno, desconocido. Pero ocurre que esos hombres no eran bárbaros ni fieras. Eran seres humanos. Y como todos nosotros hablan lenguas distintas, adoran a dioses diversos y hasta tienen distinto color de piel. Han corrido siglos de aventuras, guerras, aciertos y fracasos.

En los días actuales, el progreso y la ciencia se hallan ahora compitiendo con el dinero. Lo tuyo y lo mío constituyen hoy valores antes desconocidos. La ciencia ha colocado a la inteligencia del hombre en la tabla de ofertas y demandas. Góngora ya anunciaba en el siglo XVII: “Hasta la sabiduría/vende la universidad”. Nosotros, los inteligentes, los puros, los sabios, no hemos ofrecido testimonio de haber tomado conciencia de la trascendencia de esta realidad. Ya lleva una década el siglo XXI y seguimos actuando como si esos mapas tuvieran vigencia todavía. Como si pudiéramos ignorar que el hombre ha llegado a la Luna; que los viajes espaciales son una realidad, que en los quirófanos se avecina el posible trasplante de cerebro, y que acá en Lima se practica el trasplante de células madres. El mundo vivido nos permite pensar la ciencia desde una perspectiva singular. La ciencia hoy es expresión del mundo.

Qué queremos decir, y qué callamos, cuando aludimos al prójimo. Poco me ayuda el diccionario. Leo en Autoridades que si uso la palabra como sustantivo, “se toma por cualquiera criatura capaz de gozar las bienaventuranzas”. Aprendo también que si alguien no tiene próximo a alguien, está expresando que “alguien es muy duro de corazón”. Y aunque crean que voy aprendiendo el significado, debo reconocer que el lenguaje no sirve para compartir la verdad con el hombre.

Verdad es también que ha ido cambiando la significación primera. Para algunos vocabularios antiguos, prójimo era ‘el vecino’, ‘el cercano’. Luego, fue ‘el de otra nacionalidad’. Más tarde, ¡ay!, ‘el enemigo’. Pero el prójimo de que habla la Biblia está hecho a nuestra imagen y semejanza, y en él pensaban ciertamente los académicos de Autoridades: no es ‘el otro’ sino precisamente el que ofrece una repetida imagen de mí mismo. De carne y espíritu. Ante esta variante de opciones léxicas, se comprende que tengo derecho a preguntarme si acaso convenga considerar hoy al prójimo como un concepto científico, teniendo presente como enseña Bertrand Russell, que toda ciencia, por abstracta que sea, “debe contener un vocabulario mínimo con palabras de nuestra experiencia”. Si así se presentan las cosas, ¿quién puede asegurarme el verdadero significado de prójimo? ¿Cómo debo comprender la palabra? ¿Qué riesgos corro de ser comprendido de modo distinto del que me anima cuando la formulo? ¿Debo, acaso, preguntarme cómo piensan los miembros de mi comunidad cuando la oyen o la pronuncian? El hecho de que yo piense en el prójimo ni siquiera garantiza su existencia.

Pero afirmemos, por lo menos, nuestra condición humana. Si buscamos realmente recobrar el valor de las humanidades, debemos revalorar esta imagen del prójimo. Fue signo auspicioso de la mejor hora renacentista. Erasmo tuvo siempre incluido el ‘otro’ en su imagen antropológica del mundo. Nada puede autorizarnos hoy a desconocer esa inclusión, por más infatuado que el hombre haya llegado a considerarse. Ni siquiera el extraordinario progreso de la ciencia nos invitaría a considerar como superhombres a los responsables de tanto adelanto científico y a desconocer la segura presencia del espíritu.

72. La gramática y el ajedrezDom, 21/03/2010 - 20:58

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Muchas son las preguntas a las que debo responder sobre asuntos relacionados con el lenguaje. Tal vez la más persistente sea la que formulan los profesores de lenguaje. Hay, por lo pronto, una pregunta que parece ser esencial. ¿Se debe enseñar gramática en la escuela? Si me la formulan así, abiertamente, debo responder, sin vacilación, negativamente. Pero esta negación mía obedece a una serie de razones científicas, que miran sobre todo a los usuarios, los hablantes, que son los herederos y los manipuladores del instrumento.

¿Cuál es el obligado vínculo del hablante con el lenguaje? Usarlo. Usarlo como emisor o como receptor. ¿Y usarlo cuándo, y para qué? Cuando le provoca o cuando lo necesita para preguntar, para pedir, para protestar, para quejarse, para solicitar información.

Todas esas posibilidades las ha ido descubriendo el usuario a medida que iba creciendo en el hogar. Había fórmulas para saludar: “¿Cómo está usted?”, “Buenos días, papá”. Había preguntas urgidas por la situación: “Papá, ¿quién es ese señor?”, “¿Puedo comer esta manzana?”. Siempre era un conjunto de palabras, no una palabra sola. Todo eso lo oíamos o lo producíamos. Nuestra vida casera, los tres años primeros (cuando no existían los nidos, era hasta los cinco años) éramos protagonistas y testigos de un rico mundo oral. No solamente se trataba de voces que tenían significado concreto: ‘manzana’, ‘sopa’, ‘camiseta’, ‘tío Nicolás’.

Podíamos traducir nuestra rabia o nuestra alegría, nuestra impaciencia o nuestro disgusto, con sólo modificar la entonación. Y todo ese saber lo hemos adquirido en situaciones precisas, como emisores o receptores. No hay que enseñar gramática. Hay que reflexionar sobre el lenguaje, meditando sobre nuestros usos. El discurso producido nos sirve para reflexionar sobre cómo lo hemos construido acertadamente. Producido el discurso (la frase) nos damos cuenta de cómo hemos asegurado los intersticios, la estructura gramatical.

Me agradaría una comparación con el ajedrez. Son 32 fichas: 16 de un color y 16 de color distinto. Hay ocho fichas que tienen forma y nombre particular y otras fichas idénticas, con un nombre común. Eso es lo que me compro en la tienda y eso es lo que ven todos los testigos. Quiero ahora que reflexionemos sobre lo que voy a decir: en realidad, me he comprado todas las jugadas que se han hecho desde que se creó el ajedrez (siglo XIV) y todas las jugadas que se harán en el futuro.

¿Cómo aprendo la gramática del ajedrez? Jugando ajedrez. No voy a asegurar mi juego aprendiendo la biografía y el movimiento de cada ficha, tal como lo dice el libro. La ficha vale en el juego, y es el papel que le toca desempeñar en el juego lo que le da su valor. Y eso depende de mi experiencia como jugador, que es experiencia de ‘situaciones’, de ‘juegos’, no de definiciones. En ajedrez, como en el discurso, lo que vale no es la ficha de la palabra sino el texto, la jugada.

Nos bastará conversar con una criatura de siete años para darnos cuenta de la facilidad con que mantienen una conversación, estructurando frases de diversa complejidad. Es que el conocimiento que uno adquiere del lenguaje en el hogar está mirando a los usos y está centrado en la estructuración del discurso. Aprendidos los mecanismos, es fácil individualizar cada instrumento (preposiciones, conjunciones). Cuando queremos averiguar cuánto sabe una persona de su lengua proponemos sustantivos, adjetivos, verbos. No proponemos si, con, con tal que, sin que, ergo. Por eso el ingreso más recomendable en el estricto campo lingüístico es el de la sintaxis, que es el mero campo de juego, donde se aprecia con todo rigor la función estructural de determinadas voces. Si queremos saber el grado de conocimiento lingüístico de una persona, bastará con pedirle que complete frases en un texto donde existan sin embargo, a falta de, a sabiendas de, para lo cual. Esa será la prueba de fuego. Nuestra experiencia es de textos, no de conectores.

La reciente edición de la Nueva gramática de la lengua, editada por la RAE y la Asociación de Academias, tiene tres tomos: la sintaxis y la fonética ocupan un tomo entero. Y las investigaciones de los últimos tiempos, en la mayoría de las lenguas europeas han centrado la atención en Sintaxis y Entonación. Es decir, eso que producimos los usuarios. La lengua en actividad es la que ‘dice’ y la que ‘significa’.

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73. La fe en la culturaDom, 28/03/2010 - 19:31

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Una conversación con un coronel norteamericano, doctor en pedagogía y especialista en evaluación, me sirvió, en 1958, para comprender el error en que había trabajado mis temas de examen. La historia debo contarla así: a mi interlocutor le llamaba la atención que los profesores celebraran haber propuesto temas difíciles, con lo que habían aplazado gran número de alumnos. “Grave error”, me dijo, sonriente, vaso de whisky de por medio, mi interlocutor.

Y esta es la historia. El profesor, sobre todo en el campo de los estudios superiores, debe saber que en su aula hay tres clases de alumnos: a) el que está constituido por los alumnos estudiosos, que otorgarán la misma atención a cualquier tema; b) el integrado por los que aspiran a aprobar por azar la disciplina, y siempre será el más numeroso; c) el integrado por los que han tenido que inscribirse en el curso porque llegaron tarde a la inscripción de los cursos que habrían preferido. Tener en cuenta esta realidad es indispensable para preparar los temas de examen. Hay que proponer tres tipos de temas: uno destinado a los que aspiran a alta nota, y propone asuntos que exigen haber estudiado con profundidad; un segundo tema para aquellos alumnos que habrán prestado atención a dos o tres asuntos centrales y alcanzarán calificaciones respetables; y un tercer tema destinado a recoger el punto memorizable que, sin análisis especial, pueden haber retenido los alumnos de buena memoria. Con ese esquema, un buen profesor puede estar satisfecho de que el número de alumnos desaprobados no pase del 15% de los convocados. “Ufanarse de haber aplazado a 20 alumnos de un total de 30 es aberrante”, decía en buen español el coronel norteamericano. Y me ratificaba su tesis: si el número de aplazado es superior al 15% hay que admitir que el tema ha estado mal planteado: se ha prestado atención a temas mal tratados. Aprendí que lo que en esas pruebas estamos evaluando es el aprendizaje de lo que hemos enseñado.

Confieso que la primera lección que se derivó de esas conversaciones es que fui comprendiendo que necesitaba unos dos días para pensar los temas que sometería a evaluación. Tenía que reconocer también a cuáles asuntos había dedicado mayor profundidad, como para asignarles sitio en la propuesta evaluadora, y qué temas en realidad no debía proponer, porque habían sido tratados en el aula muy superficialmente. Los he aprovechado a lo largo de más de 50 años. He aprendido mucho desde entonces.

He traído este tema a colación para poder reflexionar sobre las evaluaciones de los docentes que, en estos últimos meses, han sido tema de análisis y protesta. En primer término, lo que me ha parecido censurable es que en algunos casos los temas fueron preparados por personal ajeno al sistema: profesores de una entidad universitaria que nada tenían que ver con el mundo magisterial. Se trata de evaluadores que tienen en cuenta el grado de existencia que debe estar en ejecución y desconocen el clima y el ambiente en que se han preparado los candidatos.

Pero no tiene sentido plantearse el tema de las evaluaciones si no aceptamos que, puesto que hay acuerdo en admitir que el sistema pedagógico está en crisis, y si por otro lado, estamos de acuerdo en que son los docentes los llamados a afrontar la situación, conviene, en rigor, plantear los primeros asuntos a los que

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debe enfrentarse el analista y el reformador. Hay dos preguntas esenciales: ¿qué enseñar y cómo enseñar? En torno a esos asuntos hay proclamas, discursos, artículos. Arriesguemos la discusión. Si se trata del qué, el tema se relaciona con el currículo. Si se trata del cómo, tenemos que vernos con el método.

El método es, en mi opinión, desde el punto de vista del docente, el eje de toda la actividad pedagógica. El error ha consistido hasta ahora en mantenernos pegados al método cartesiano, sin tener en cuenta cuánto y cómo han progresado las ciencias en los últimos tiempos. El método tiene hoy un vínculo seguro con el riesgo. Seguro de lo adquirido, se arriesga una nueva adquisición. Si el método implica un caminar, no es hoy como el viejo camino cartesiano, ‘cierto y seguro’, sino, como ahora sugiere Edgar Morin, el camino del poeta Machado:

Caminante no hay camino, se hace camino al andar.

El secreto hoy está en el empeño de búsqueda. Si no hay búsqueda, no hay método. Hacerse a esta nueva idea implica modificar viejas y anquilosadas costumbres pedagógicas. Para comenzar, hay que ayudar a los docentes a resucitar la fe en la cultura, en el espíritu humano y hay que aprender a generar un amor por el conocimiento que se ofrece en las aulas.

74. Hora de reformar la escuelaDom, 04/04/2010 - 22:33

Por: Luis Jaime Cisneros

Cuando hacemos frente a los informes que las autoridades y las instituciones comprometidas hacen sobre lo conseguido hasta ahora en materia de educación, comprobamos cuán desinformada está, en verdad, la ciudadanía sobre los proyectos educativos en ejecución. Poco se sabe cuánto hemos avanzado del Proyecto Educativo Nacional y cuánto queda pendiente.

La duda principal que todos deberíamos tener presente, y que es la clave del problema educativo: cómo conseguimos que se logre un aprendizaje de calidad, y que ese aprendizaje esté garantizado a lo largo de toda la república para todo tipo de estudiante. La calidad –es cosa sabida– no tiene que ver con lo que se enseña y lo que se aprende, sino en cómo se enseña y cómo se aprende. Es un asunto que concierne al método. Y el responsable, en primer grado, es ciertamente el profesor. No lo entienden bien muchos padres de familia, que creen que el método del profesor debe servir para todo el salón. El asunto está en que el método del profesor se relaciona con el alumno: con su índole, con sus aptitudes, con su capacidad y su inteligencia, con su aptitud para razonar y argumentar.

Si el profesor no conoce a los alumnos, no hay manera de que pueda ofrecer una enseñanza de calidad, ni puede esperar que los muchachos logren un aprendizaje de calidad. Los padres de familia deben comprender esta realidad. Un salón de clases congrega a muchachos de aptitudes distintas. No han ido al colegio a recibir instrucción determinada, como ocurre con los soldados en el cuartel. Han ido para recibir educación. La tarea del profesor es trabajar para que el alumno descubra y organice sus aptitudes y aprenda a ordenarlas con el objeto de organizarse como ‘persona’, con sus personales aciertos y errores. Enseñar a aprender y a argumentar son tareas que el profesor debe cumplir para iniciar la búsqueda del conocimiento. Ese es el camino.

Todo eso estaba previsto en el Proyecto Educativo Nacional (PEN). Por eso conviene analizar, a la luz de los objetivos que el PEN tuvo desde el comienzo, qué se ha logrado y qué constituye todavía una esperanzadora expectativa. Para empezar, el objetivo central del PEN es lograr la estructura del sistema educativo. Cambiar radicalmente. Un cambio de estructuras tiene que lograr, por ejemplo, que los alumnos de las escuelas urbanas reciban la misma educación que los que estudian en las escuelas rurales. No cabe discriminación de esa naturaleza, y esa es la primera lección que deben aprender los peruanos. Pero no basta

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haber logrado igualar los métodos en la ciudad y en el campo. Hay que hacer que la educación esté a la altura de la que se ofrece en las escuelas de otros países, que dedican a la educación una participación en el PBI superior (muy superior) al 3%, que es una penosa muestra frente a lo que pueden ofrecer, acá en América, países como México, que es del 8.2%. Para que podamos lograr un cambio radical, la ciudadanía entera debe sentirse comprometida en el cambio y, por lo tanto, en las operaciones que garantizan la radical nueva estructuración.

El Consejo Nacional de Educación, en un documento de su presidente, formuló cinco preguntas necesarias de plantearse para poder asegurar de verdad la reforma. No se refieren concretamente ni al alumno ni al profesor. Se refieren a la responsabilidad que el gobierno tiene que asumir (y con él la ciudadanía) para que el cambio sea efectivo. Algunas de esas preguntas tendrían que ser memorizadas por la ciudadanía. Pongo, por ejemplo, la que pregunta “cómo garantizamos a los niños, en especial a los más pequeños y más pobres, todas las condiciones que les permitan un inicio auspicioso de su escolarización”. Otra pregunta que la ciudadanía debería formularse como deber cívico: “cómo reformamos la profesión docente de un modo que abra paso a prácticas más efectivas de enseñanza en escuelas, a su vez, rediseñadas y fortalecidas”. Una de estas preguntas apunta a un aspecto que la escuela no puede ignorar: cómo se alimentan nuestros estudiantes en las zonas pobres, “en particular las rurales”. Estudiante mal alimentado en el hogar será estudiante de bajo rendimiento en la escuela: no hay manera de que se nos ofrezca un aprendizaje de calidad.

Maestros bien formados constituyen una garantía de buena enseñanza calificada. Alumnos bien alimentados constituyen modelos en quienes se puede lograr buen aprendizaje. Si constituimos de estos una preocupación necesaria y un signo claro de peruanidad, es probable que estemos trabajando por la reforma de la educación.

75. Reflexionar: tarea de la escuelaDom, 11/04/2010 - 21:29

Luis Jaime Cisneros

Materiales para otra morada fueron los que reunió Basadre para ayudarnos a reflexionar sobre el Perú. Pienso hoy en los jóvenes que han terminado su Secundaria o que están iniciando su vida universitaria y votarán este año para alcaldes, para más tarde votar para presidente de la República. Ahí están impedidos de acertar a elegir porque, en realidad, están inhabilitados para reflexionar. Y lo importante es que tienen que reflexionar, inteligentemente, puesto que la responsabilidad del voto exige que el ciudadano emita un voto razonado, respaldado por la inteligencia y no por el azar. Por eso he pensado cuánto les habría servido a los ciudadanos noveles de hoy revisar las páginas de esa revista ‘Historia’ con que Basadre alertó e instruyó a mi generación. ‘Historia’ fue ciertamente para nosotros cátedra abierta y tribuna de civismo. En ella nos fuimos adoctrinando y reafirmamos la convicción de que la jornada electoral que se avecinaba (que era la del 45) exigía de nosotros, puesto que se trataba de nuestra inmediata responsabilidad cívica, estudio y reflexión. Votar era un signo de mayoría de edad, pero había que asumir esa realidad desde una perspectiva pedagógica, que la escuela había descuidado de prevenir. No se trata de ayudar a que, con el voto, alguien alcance el poder. No es el poder lo que debe preocuparnos con motivo de las elecciones. Se trata de pensar en el gobierno. Por eso no había que dejar todo librado a la improvisación, sino que había que meditar. Basadre nos proponía tener presente que éramos testigos del avance del petróleo, de las carreteras, y sobre todo, de lo que significaba por entonces la aviación. Después nos hemos enterado de cuánto significaron para el siglo las investigaciones de Heisenberg y Bohr, lo que significó el descubrimiento de la penicilina. En buena cuenta, Basadre nos prevenía el triunfo de la tecnología y el abatimiento del homo humanus por el homo economicus. Preocuparse por el futuro, con el pretexto de una elección presidencial, nos advertía Basadre, era preocuparnos por “lo que van a ser los peruanos y por lo que va a ser el país”. El ‘ser’ de cada uno de nosotros era parte constitutiva del ‘ser’ del país. Había que reflexionar sobre lo que estábamos por vivir, lo no vivido

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todavía: ese era ‘el país venidero’. La estrategia pedagógica con que Basadre dirigía la revista justificaba que, de cuando en cuando, la revista reiterase la publicación de algunos trabajos. Lo que Basadre dirigía era una revista de ideas, y uno de los deberes fundamentales era sembrar en los lectores la certeza de los tres grandes deberes que debíamos cumplir. Jorge Basadre era fundamentalmente un maestro empeñado en hacer del Perú nuestra mejor preocupación.

Ahora que a más de 60 años, releemos sus palabras, renovamos nuestra certeza de que Basadre nunca pensó en modificaciones parciales ni anecdóticas. Consciente fue que necesitábamos una reforma radical (que está pendiente, si sabemos leer bien en las páginas de nuestra historia). Hoy en el 2010, en que la corrupción es un tema frecuente de todo comentario en los medios de comunicación, conviene meditar sobre esto que decía Basadre (1944, número 7 de la revista): “Vemos ambular ejemplares humanos que juegan con las palabras, simulan creer en ideales, entonan a veces los cánticos de la liturgia –religiosa, política, intelectual, profesional–pero en lo íntimo son esencialmente cínicos o escépticos. Un inmenso aparato de mentira convencional les sirve de guarida y trampolín. Por más que gesticulen y que aparentemente les vaya bien, están podridos. Son los venales natos. Si ejercen la magistratura subordinan sus fallos a consideraciones del poder político o económico, aunque hablen campanudamente de la justicia y el derecho”.

Esto que me mueve hoy pensando en los egresados de Secundaria y los nuevos ‘cachimbos’ que votarán por primera vez sin haber recibido información clara sobre la responsabilidad que están asumiendo, pienso que debería ser obligada tarea de todo centro escolar.

La excusa (y su justificación) se expresa de esta sencilla afirmación: es obligación de la escuela formar ciudadanos. Y si una de las obligaciones del ciudadano es el voto, no puede estar librado el voto a la improvisación o al desconcierto. No es que nos debe decir la escuela cómo y por quién votar. Nos debe explicar por qué debemos reflexionar sobre nuestra historia republicana antes de emitir el voto. Y si a mí me preguntaran cómo se puede colaborar en esa tarea, sugeriré proponer la tarea (libre, no dirigida, abierta al azar) de ‘Historia’, esa revista que fue para nuestra generación estímulo para reflexionar sobre el Perú.

76. Padres hoy, estudiantes ayerDom, 18/04/2010 - 19:16

Por: Luis Jaime Cisneros

No me resulta fácil conversar con antiguos alumnos sobre los estudios que deben enfrentar sus hijos en la Universidad. Unos se quejan porque ni padre ni hijo ven con claridad qué carrera seguir. Y es que padres e hijos equivocan el punto de partida. En el partidor solamente hay las viejas disciplinas conocidas por los padres.

Converso en estos días con antiguos alumnos que ingresaron hace 30 años en la Católica. Con sólo revisar periódicos y revistas de esa época vivimos la certeza de que el cambio sufrido en el mundo no es un cambio de baratijas. Ha habido cambios profundos, radicales, en muchas disciplinas. Han adquirido fisonomía propia algunos temas que apenas si destacaban como accidentales.

Ya no podemos dejar que los muchachos crean que deben plantearse dudas entre Ciencias y Humanidades, porque esa división no es la misma de 20 años atrás y ya las disciplinas no son tan independientes como eran antes. No podemos imponer a los muchachos los mismos cartabones de ayer. Hay que ayudarlos a ver claro, aun haciéndonos cargo de que no ha de ser fácil discernir en campos que ahora son interdisciplinarios. Es posible que el muchacho que creía que debía seguir Matemáticas termine siguiendo temas relacionados con óptica, o que se encarrile hacia la filosofía. No es fácil porque la escuela no ha preparado a los muchachos para orientarse en medio de la niebla.

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El siglo XX ha sido el de las grandes transformaciones, los grandes descubrimientos, ha sido especialmente el siglo de la interdisciplinaridad. ¡Todo estaba conectado! Y los conocimientos de entonces eran apenas un error de visión, un estudio inacabado de la realidad imprevista. ¿Cómo hay que ayudar a los muchachos? No se trata de discutir ni proponer. Hay que ayudarlos a elegir un punto de partida y empezar a caminar: el camino nuevo no está hecho (como antes). Investigar es el camino acertado. Y es en el desarrollo de esa investigación donde vamos descubriendo perspectivas nuevas, horizontes desconocidos, cruces que vinculan mundos hasta entonces distanciados. Y el progreso va adquiriendo nueva fisonomía.

¿Qué suelo aconsejar? Primero: que el muchacho resuelva. Solamente reflexiono ante él: si mi duda está entre la Matemática y la Filosofía, aconsejo elegir Matemáticas, porque es preferible llegar a la filosofía por la vía del cálculo que por la del desconcierto. En seguida, sugiero dos textos literarios: el Ulysses de Joyce, para recibir una nueva imagen de lo literario; y un texto poético de Rilke: El libro de las horas. Ambas lecturas pondrán al muchacho ‘en el umbral de este mundo nuevo’. No hay que entrar por la puerta grande, porque caeremos en el vacío. Hay que entrar sabiendo que el camino que emprendemos integra ya la estructura de lo que va a ir cambiando junto con nosotros.

Y no cabe perder el tiempo echándole la culpa a la escuela del pasado. Hay que asumir la responsabilidad y arriesgar la gran reforma para que las generaciones venideras reciban la educación que los capacite para vivir la vida auténtica. Y de lo primero que hay que enterar a los muchachos es que el mundo, para ser bien vivido, necesita ir cambiando. Y cambia. Cambia nuestra manera de pensar, nuestra manera de curarnos, nuestro modo de mandar y obedecer.

¿Cuál fue la preocupación esencial de los griegos? La educación como arma fundamental de la política. ¿Qué les preocupaba? Que estuviese en consonancia con los tiempos. ¿Por qué esa preocupación? Porque los tiempos cambiaban. ¿Qué les preocupó a los hombres de la Enciclopedia? La educación. Les preocupaba garantizar que los alumnos recibieran una educación ‘a la altura de los tiempos’. ¿Y por qué esa preocupación? Porque los tiempos cambiaban. ¿Y (algo que hay que recordar en voz alta en estos días) qué preocupaba a hombres como Rousseau en materia de educación? El lenguaje. ¿Por qué, el lenguaje? Porque es donde se muestran los primeros síntomas del cambio y donde persisten las huellas de lo que se ha recibido antes. Si el lenguaje refleja las ideas recibidas, nada más cierto que cuidando la renovación del lenguaje estamos vigilando el camino de la vieja educación.

Siempre tengo presentes unas líneas de Galeno, que recomendaban tener presente esto: el tiempo cambia, y a veces repite sus fórmulas. Los que siempre hemos cambiado somos los hombres.

77. Plagiar en la universidadDom, 25/04/2010 - 20:17

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Los 60 años de docencia que he cumplido en la Católica constituyen razón suficiente para que escriba estas líneas que, porque son de solidaridad, son también de protesta. Me refiero a la resolución administrativa de un organismo de la Asamblea Nacional de Rectores, por la que se reduce el castigo aplicado a dos estudiantes por plagio, a una simple amonestación, con argumentos carentes de respaldo académico. Tal organismo está integrado por docentes que “han ejercido cargos de autoridad en sus respectivas instituciones”.

¿Por qué castiga la PUC el plagio? Lo explica en documento que los alumnos conocen desde el ingreso: “porque es equivalente a negarnos a pensar por nosotros mismos, porque es una actitud que retrasa el progreso del conocimiento de la humanidad, porque con ello se niega la esencia misma del trabajo universitario, y porque es profundamente inmoral”. Ese documento del vicerrectorado académico lo conoce

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todo estudiante desde la hora inicial, porque desde ese momento a la universidad le interesa ayudar al estudiante en la búsqueda del conocimiento mediante una lectura atenta de los textos y una actitud crítica alerta y realista.

Descubrirse y valorarse, a la luz de principios fundamentales, es condición primera para asumir una espontánea y correcta actitud intelectual. Cuando el alumno se enfrenta a cursos de argumentación, no solamente tropieza con temas arduos y novedosos. Se enfrenta consigo mismo: con sus posibilidades y sus aptitudes; con sus aficiones y sus desacuerdos. Se enfrenta también con modos lingüísticos que nunca le fueron frecuentes, y a veces quiere apropiárselos y otras veces apenas si se arriesga a simular su manejo.

Ahí está la universidad para ayudarlo a vencer las dudas y los tropiezos, cuando llega la hora del trabajo monográfico, resueltas ya las primeras dudas sobre el plan que se va a seguir.

La PUC anuncia a sus alumnos cuatro razones por las que el plagio es condenable en un universitario. “La primera razón consiste en que quien plagia se niega a pensar por su cuenta. Y como es verdad que todo cuanto hemos progresado en tecnología y en humanidades se debe a los que nos ha permitido el pensamiento de los científicos, es natural que la tercera razón de la PUC para condenar el plagio esté referida a la tarea universitaria por excelencia. A la universidad venimos para ayudarla a cumplir su misión. Y misión específica de la universidad “es pensar para hacer progresar el conocimiento”. Es responsabilidad de maestros y alumnos.

La cuarta razón por la que en la PUC condenamos el plagio es esencial para la vida universitaria. Y es que desde los romanos el plagio estuvo vinculado con el robo. Un “comportamiento contrario a la ética”. “El plagio –dice la universidad– es una forma de hurto.

Conlleva intención de mentir, de ocultar, de fingir. Ningún plagio es excusable, permisible o tolerable”. Al perder este contacto con la ética, se ha perdido todo contacto con la universidad. Este es el punto esencial. Pueden ignorarlo quienes incurren en el error. No pueden ignorarlo los miembros del Consejo de Asuntos Contenciosos Universitarios. Pero el documento por el que modifica la sanción impuesta por la PUC a sus estudiantes maneja argumentos “académicamente descalificados” y se convierte, como afirma la PUC, en un “grave peligro” para el trabajo a que se ven convocadas las universidades. Por lo pronto, desfigura la calidad de la sanción si se desentiende de los valores morales.

Aprender a citar ideas ajenas aprende uno en sus primeros años de vida universitaria. A tal procedimiento recurre si debe reseñar un libro y conviene reproducir una o dos frases. Asimismo, si en una monografía debe confrontar dos o tres ideas de autores diversos.

Poner comillas a lo ajeno es una manera de prepararse para independizar lo propio con firmeza. Y así vamos abriendo paso a la esfera creadora, la propia, que es lo que la universidad necesita que perfilemos para enrumbar hacia el conocimiento.

78. Universidad, teoría y hechosDom, 02/05/2010 - 05:00Por Luis Jaime Cisneros

Como no he terminado de leer la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el caso Universidad Católica-Arzobispado de Lima, y como no la leo como abogado sino como filólogo, necesito todavía tiempo para meditar lo que ahí se dice y, sobre todo, tiempo y paciencia para lamentar cómo se dicen ahí las cosas

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que se dicen. Prefiero conversar sobre un tema que se relaciona con lo que hacemos en la universidad. Mi vínculo con la universidad se inicia en 1939. Lo recalco para precisar cómo ha ido cambiando en mi manera de leer los textos; en mi manera de criticarlos; cómo me he visto obligado a afirmar sobre algo lo que antes negaba y, a la inversa, cómo sé ahora las razones por las que niego lo que antes afirmaba con énfasis y emoción. La distancia entre teoría y hechos es algo que ha ido madurando al mismo tiempo que iba exagerando el progreso de las ciencias. Por eso me agrada discutir con quienes, para defender la absurda manía de generar más universidades, exponen una triste idea del método, son incapaces de asumir el esdrújulo hermenéutico y se sonríen, displicentes, cuando me oyen hablar de los griegos.

Lo que más le cuesta a mucha gente es comprender que los métodos que ayer nos sirvieron para asumir el mundo científico ya no nos son útiles. Lo que una metodología debe ofrecer hoy en esta hora de mundo a los estudiantes es una facultad para optar a fin de no hacer lo que otros hacen ni decir lo que otros dicen. Optar es el gran acontecimiento, la gran alternativa. Optar implica admitir alternativas, entre las que podemos elegir. Optar revela la existencia de un contexto social en el que conviven interpretaciones y soluciones diferentes. Si admitimos la posibilidad de optar estamos reconociendo la existencia de diversos modos de vida. La memoria nos resulta ahora menos útil que la inteligencia. Hermenéutica es una palabra en cuya vigencia debemos pensar cuando hablamos de crear una nueva universidad. Se trata de una casa en que debemos aprender a comprender e interpretar. Una casa en la que debemos aprender a buscar la verdad.

A mucha gente le preocupa, cuando la ponemos al corriente de esta realidad, si lo que deben reformarse son los métodos o las disciplinas. Deben eliminar esa preocuapción. Lo que en realidad debemos hacer es preparar a los estudiantes para ser testigos de los desacuerdos entre la teoría y los hechos. Así lo pondremos en el camino correcto. Es verdad consagrada que no existe teoría que explique todos los fenómenos de su propio campo de especulación. Hay que aprender a perder el miedo al error y a la dificultad, porque ese es precisamente el campo en que la ciencia puede ir avanzando. Hay que volver a darle a la hipótesis la fuerza conductora que tuvo. Los griegos avanzaron con hipótesis, como si la teoría fuese correcta, porque trabajaban con aproximaciones. Si el científico no se acostumbra a trabajar con aproximaciones no avanzará nunca. Por eso tiene razón Feyerband cuando explica que “una teoría debe ser juzgada por la experiencia y debe rechazarse si contradice enunciados básicos aceptados”. Y agrega seguidamente que esta clase de requisitos “son tan inútiles como una medicina que cura a un paciente sólo si está libre de bacteria”.

Poca importancia asignó el colegio a la imaginación cuando se trataron asuntos “científicos”: la intuición de los estudiantes no se tuvo en cuenta como instrumento pedagógico. El gran humanista Buckminster Füller enfatizaba la buena impresión de la capacidad intuitiva de los muchachos carentes de formación científica, y destacaba cómo los artistas utilizan su capacidad imaginativa “para realizar formulaciones conceptuales”. Y a ese respecto, recuerda una experiencia realizada en Massachussets, en el MIT. El profesor Kepes “tomó fotografías en blanco y negro de tamaño uniforme en las que se veían cuadro no figurativos de muchos artistas. Los mezcló con fotografías en blanco y negro del mismo tamaño tomadas por científicos, que incluían todo tipo de fenómenos visibles a través del microscopio y el telescopio”. Luego, Kepes seleccionó algunas con sus alumnos: no se podían distinguir cuáles pertenecían a los artistas y cuáles a los científicos. La universidad nos prepara hoy para ser protagonistas de lo que ayer solamente éramos testigos.

79. Mi madre y la lecturaDom, 09/05/2010 - 05:00Por Luis Jaime Cisneros

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Este domingo va dedicado a la memoria de mi madre, que me enseñó a leer, vía primera de mi preocupación por la cultura. Asumo la lectura porque soy un profesor que desde hace muchos años tengo buena amistad con los libros. Y en vez de hablar de los libros, me resulta más útil hablar de una perspectiva de la lectura, que no suele parecer interesante. Me explico. La lectura es una experiencia que nos depara la lengua. No representa nuestro primer contacto con el lenguaje. Ese contacto primero se da con la lengua oral, que es la lengua de la casa, de la familia, y que es la lengua que esgrimimos para asegurarnos el ‘yo’ que pide, ruega y protesta, y que es la lengua que nos permite tomar contacto con las cosas: la fruta, el pan, la ropa, la leche, el agua. La lengua en que afirmamos y reconocemos a ‘mamá’.

La lengua escrita es el fruto del contacto escolar. Ahí empieza una imagen primera de esta nueva actividad, en cuyo ejercicio podemos empeñar la vida entera. Pero para que tengamos una idea profunda de lo que significa ‘leer’, quiero invitarlos a recordar la etimología de esta palabra. Es decir, su historia. Es verdad que ‘leer’ es una palabra española que proviene del latín. Sus antecedentes más remotos nos remiten a un verbo leggere, verbo que significaba “reconocer el grano de la cosecha”. No era una operación sencilla, porque no se refería al hecho de recoger el grano y guardarlo. Implicaba dos operaciones: la primera consistía en ‘probar’ el grano para ver si estaba en condiciones de convertirse en alimento. La segunda operación, una vez aprobado, consistía en recogerlo. Había, así, una idea de alimentación y provecho corporal. Esa, que es la idea primordial, sigue presidiendo, en todas las lenguas, el significado profundo de ‘leer’. Por eso no nos sorprende que los maestros recomienden la lectura como un tónico espiritual.

 Pero quisiera agregar una segunda reflexión. Comprendemos el valor de la lectura cuando llevamos algunos años leyendo textos diversos. La escuela nos ha ofrecido modelos de libros: unos nos han informado sobre la historia o la botánica; otras nos han propuesto reflexiones sobre la aritmética y la geometría. Otros nos han revelado usos artísticos del lenguaje, y entre ellos recordamos buenos ejemplos de cuentos, poemas. Yo recuerdo la simpatía con que los hermanos leíamos un libro de Basadre: “Perú, problema y posibilidad”. En la biografía de todos nosotros suelen aparecer muchos días de amables lecturas o de desagrables textos incomprendidos. Por eso he querido detenerme en estas reflexiones. Y me pregunto qué representa para cada uno de nosotros esta operación de leer, sobre la que nunca nos propuso la escuela un minuto de conversación.

 El lenguaje nos sirve para expresar nuestra intimidad, y la lectura nos invita a reavivar esa expresión. La lectura es, por eso, una actividad inteligente que nos permite ahondar en los textos para reanimar el sentido profundo que los anima. Cada vez que leemos, estamos dando vida a la voluntad de comunicación de un hablante. Así, la lectura nos permite actualizar el pasado: cuando leemos El Quijote, lo que revivimos no son las letras con que hace 400 años Cervantes escribió esa obra, sino las ideas y los sentimientos que animaron a Cervantes. Y cuando, al leer un texto, nos sentimos espiritualmente reanimados, convocados a meditar, reconocemos que la lectura es una actividad relacionada desde antiguo con el alimento espiritual.

¿Por qué nos fortalece la lectura? Porque enriquece nuestra capacidad de comprender los textos. Saber leer significa saber penetrar en los textos para aprovechar lo que intencionalmente quiso decirnos el autor. Si acertamos a comprender un texto, debemos felicitarnos porque eso anuncia que somos competentes. Solamente los competentes saben leer.

80. Mi opinión importaDom, 16/05/2010 - 05:00Por Luis Jaime Cisneros

“Si tomas, no manejes”, “Tu opinión importa”. Lo leo y lo oigo mientras atravieso diariamente el zanjón. Y sonrío. Sonrío porque pienso en lo que puede importarle a la gente mi opinión sobre el caos de

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Afganistán, o la grave crisis griega, para no mencionar el desconcierto de los petroaudios. Y sonrío, sobre todo, porque imagino que el que bebe ni siquiera estará en condiciones de leer el aviso, y seguirá manejando. Y vuelvo al ejercicio libre de opinión a que me invita la radio. Este estímulo radial me parece una buena oportunidad para ejercitarnos en decir la verdad. Si de algo debemos curarnos rápidamente es del miedo a decir lo que pensamos. Creer que la verdad tiene un precio distinto del que nos enseñaron es signo de un país que hace de la mentira y el dolo instrumentos de canje y beneficio. Un país que le teme a la verdad no vale la pena de ser vivido, pues no puede mostrar su historia ni tiene porvenir que valga la pena arriesgar.

Cuando comparamos cuánto hemos progresado en ciencias y en tecnología durante el siglo anterior, tomamos conciencia de lo lejos que estamos de la Edad Media y lo cerca de la Revolución Francesa. El progreso aparentemente mecánico revela el extraordinario trabajo de la inteligencia y de la imaginación del hombre. Esfuerzo del músculo y de la mente. Esfuerzo en que lo recibido por tradición y por herencia ha servido, por cierto, de estímulo importante. Hemos progresado porque hemos tomado conciencia de cuánto se podía perfeccionar y de cuánto necesitaba transformarse. Y sobre todo hemos descubierto cuánto podíamos crear con solo poner a trabajar inteligencia e imaginación.

Esta ingenua reflexión suele preceder toda conversación con el alumno que inicia y con el que termina su primera etapa de estudios universitarios, finalizados los Estudios Generales. Me agrada plantear así las cosas, porque permite enfatizar el concepto de ‘carrera’. Bueno es saber que la universidad nos pone en el umbral, pero la carrera es continua, no termina nunca. Se ramifica y extiende en las maestrías, se enriquece con la investigación y la docencia y, llegado el doctorado, se consolida el trabajo en equipo, del que tanto aprendemos.

Iniciada esta conversación, planteadas así las cosas, se impone conversar sobre la originalidad y la tradición, siempre provechosa e inocente discusión académica. Temas a los que un filólogo se ve convocado desde siempre constituyen contacto imprescindible para establecer vínculo estrecho entre alumno y profesor. Así nos enteramos de que las ciencias humanas han progresado gracias a que se ha tenido la valentía de abrir todas las puertas del conocimiento a medida que fue avanzando el siglo XX. Siglo duro, fatigado por el escarmiento: dos guerras mundiales y varias guerras interiores, muchos descubrimientos y una amenazante aparición del Sida. Es verdad que fue también el siglo de los trasplantes y de la conquista del espacio, pero ha sido también el siglo de la escandalosa realidad de Ruanda y del terrorismo. Fue la clonación con la que el siglo mismo se despidió.

Me distrae (y convoca mi atención) un interesante comentario radial. Me entero, así, de que crecen las empresas y crecen también, sin razón, numerosas universidades. Mejor dicho, se está adjudicando categoría universitaria a cualquier centro de estudios cuya calidad se infiere, en buena cuenta, en razón de argumentos tristemente políticos. Y como sigo creyendo que mi razón importa, aprovecho para protestar por la creación irresponsable de más universidades y explicar qué debemos esperar de una institución universitaria. Necesitamos Escuelas Tecnológicas, y no los hay. Necesitamos Institutos de Investigación, y no podrá haberlos mientras se sigan creando universidades de papel maché, que sirven solamente para el discurso y los diplomas de oropel.

Y hay que preguntarse cuáles son las razones que llevan a nuestros políticos a proponer la creación de más universidades. ¿Qué sentido tiene crear instituciones de enseñanza superior, si la realidad de nuestro sistema educativo no alcanza todavía un rango que pudiéramos considerar respetable? Cuántas especialidades tecnológicas necesitamos cubrir, y no pensamos en crear una escuela capaz de encarar esa realidad. Esta es, por ahora, una opinión en marcha.

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81. El juicio PUCP-ArzobispadoDom, 23/05/2010 - 05:00Por Luis Jaime Cisneros

No ha sido fácil explicar a amigos y colegas mi silencio respecto de los problemas judiciales a que hace frente la Católica. Sesenta y dos años de docencia son una historia muy larga para sintetizar todo en unos argumentos de mayor o menor peso, sobre todo cuando, en el fondo del análisis, son años en que la universidad se ha ido transformando y el país ha sido testigo de días de triunfo y días de horror, que la han obligado a asumir una responsabilidad en la que tal vez no pensaron los alumnos de 1917.

En el segundo trimestre de 1948 se inició mi relación con la PUCP. Salíamos de dictar clases en San Marcos, y Jorge Puccinelli me propuso visitar la Católica. Cortamos camino por Tambo de Belén, reconocimos el consultorio del profesor Honorio Delgado en la esquina de Uruguay y divisamos, erguidas, las torres de la Recoleta. Llegamos a la Católica, clavada en una esquina de la Plaza de la Recoleta. Me sorprendió la oscuridad, en contraste con la casa sanmarquina. Un patio débilmente iluminado y un árbol grande y acogedor, a la izquierda, anunciaron que efectivamente, estaba en la universidad. Fuimos al decanato de Letras. Raúl Ferrero Rebagliatti, decano a la sazón, tras breve conversación, me obsequió su libro Renacimiento y barroco, y promovió una larga y beneficiosa amistad, cálida, generosa, abierta. Esa noche conocí a Mario Alzamora Valdez, que enseñaba Filosofía, y a César Arróspide, que dictaba Historia del Arte. En la oficina se hallaba un profesor de apellido Espinosa, que había dictado hasta entonces el curso de ‘Castellano avanzado’ y que se despedía porque viajaba a los EEUU. Le pregunté ingenuamente en qué consistía ese curso, cuyo título me causaba cierta extrañeza, pero no avanzamos mucho en la explicación. Jorge Olaechea, entonces secretario de la Facultad, me proporcionó un documento en el que se explicaban los objetivos del citado curso. Me llamó la atención la bibliografía aludida, de sabor escolar.

Semanas después, Olaechea me anunció el interés del decano Ferrero por que me hiciera cargo precisamente de ese curso. Mi primera inquietud fue preguntar si podíamos cambiar el nombre del curso, y convinimos en que durante el semestre estudiaría la conveniencia y posibilidad del cambio. Le escribí a Amado Alonso, mi viejo maestro. Las instrucciones de Alonso eran terminantes, debía enseñar lo que había aprendido, centrar la reflexión en la lengua, y debía darle a la bibliografía el relieve necesario. Todo lo que hicimos en la Católica fue imitado más tarde por otras instituciones superiores.

Pero la universidad fue algo más que ese curso de lenguaje. El ‘oscuro patio’ de aquella tarde de julio se fue transformando en el jubiloso encuentro de profesores y alumnos. Lo más importante fue el diálogo con el alumnado. Ese diálogo fue cimentando la buena relación docente. Le fuimos abriendo espacio a la crítica y a relegar el prestigio por entonces otorgado a la memoria. La discusión y el debate fueron importantes. Los muchachos descubrieron cómo nuevos planteamientos ofrecían nueva imagen de teorías, de textos, de autores. Comenzaron a aparecer tesis y monografías sobre asuntos insospechados: la primera tesis sobre Entonación de Beatriz Maucchi. Creadas las prácticas para varios cursos, Lengua entre ellos, los alumnos fueron acostumbrándose al trabajo hermenéutico.

Sí, la universidad del 48 iba cambiando poco a poco. Había más alumnos de barrios apartados. Pero el cambio fundamental fue el que produjeron algunos profesores incorporados entre los 60 y los 70, y la atención que la universidad otorgó a los estudios sociológicos. El interés por la filosofía se fue intensificando, la antropología se ofrecía como una opción atrayente. Y en Historia, la aparición de Onorio Ferrero le dio al Renacimiento la importancia que debía asignársele en una universidad de prestigio. Eso sirvió a que las ideologías fueran abriéndose paso. Una sólida formación salvó a la gente de la Católica de los planteamientos vocingleros. Pudo, así, asumir el papel que, en política, debe asumir toda universidad: la libertad, la justicia, los derechos humanos.

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Si a estas reflexiones me veo convocado, ¿del lado de quiénes puedo estar en esta hora difícil de la universidad?

82. La libertad de la lecturaDom, 30/05/2010 - 05:00Por Luis Jaime Cisneros

Al Consejo Nacional de Educación (CNE) lo vemos empeñado en nuevos afanes de lectura. En unión del grupo Santillana y de la Fundación BBVA del Banco Continental se ha propuesto organizar el premio Vivalectura. Se trata de premiar “las mejores iniciativas de promoción de la lectura a nivel nacional”.

¿Cuál puede ser el objetivo de un proyecto en que no invitan a leer ni te premian por haber leído sino que te estimulen a que muestres en qué medida eres capaz de mostrar tu interés en que se lea, es decir, tu preocupación cívica por pertenecer a un país de gente culta, creadora, imaginativa? Lo que el concurso quiere cuidar es la preocupación cívica de los ciudadanos. Ya sabemos, por estadísticas e informes extranjeros, que en nuestro país se lee poco y mal. Es decir, no se lee lo debido. Todos creen que es deber y responsabilidad de la escuela, y nadie toma en serio que es deber de la comunidad.

¿Por qué estimular la promoción de la lectura? Se preocupan por ella las instituciones. Esta iniciativa del CEN es un testimonio.

Confieso que un hilo de preocupación me recorre cuando oigo a mucha gente hablar de los buenos propósitos de la lectura, que nada tienen que ver con las razones por las que el CEN y otras instituciones organizan este premio. Crear ambiente para la lectura no consiste en imponerle libros al estudiante. No se trata de resaltar lo que yo espero de la lectura sino de tener en cuenta lo que la lectura espera de mí. Si no me acerco a ella con ánimo de comprender no puedo esperar que la lectura me ofrezca beneficio alguno. Si no descubro un lado que me vincule con el texto, no hay “lectura”; si no comprendo no aprovecho lo que leo. Leer supone recoger la esencia de lo que está ahí escrito. No tiene nada que ver con la grafía, si no con el espíritu que animó al que escribió eso que leo. Si no leo (es decir, si no capto) lo esencial, no he comprendido el texto. Y entonces tengo que admitir la verdad: no he leído nada. La mayor prueba: no lo puedo explicar.

Preguntemos al azar a las tres primeras personas con que tropecemos: ¿qué es saber leer? La respuesta que nos den un biólogo, un sicólogo, un neurólogo, un sociólogo, un sastre y un estudiante de secundaria serán bien distintas y hasta bien contradictorias. Para unos, saber leer puede ser (y no mienten) estar en capacidad de leer un texto. Hay quienes se perderán en una larga disquisición. En el mundo pasan de 500 millones los analfabetos. Si en el siglo XIX Recaut se quejaba de una época en que se leía mucho y se leía mal, ahora podemos afirmar que los muchachos no leen y, sin sorprendernos mucho, que los maestros no leen como los de 50 años atrás. Para unos saber leer es descifrar la sonorización de un texto: ¿cómo suena eso? En rigor, no es una mala definición, pues describe un mecanismo que resulta indispensable, tratándose de lectura oral en alta voz. Pero leer no exige ejercicio vocal alguno. Porque si de descifrar se trata, lo que reclama descifrado es el sentido. Un texto es, por un lado, expresión (sonora, si es oral; gráfica si es escrita), pero para que haya lectura real y efectiva tengo que haber logrado no solamente identificar las palabras sino comprender el sentido.

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Una segunda posición: saber leer es comprender si agregamos a la definición anterior, mejor dicho, si la precisamos, diciendo que leer un texto escrito es buscar su sonorización portadora de sentido. Así lo expuso Borel-Massony en 1960. Esto de sentirse unido al autor, esta sensación de estar viviendo el tema, son los síntomas primeros de provecho y de amistad con el autor. Razón tenía Proust al calificar a la lectura como “una clase de amistad”.

83. Universidades de la nadaDom, 06/06/2010 - 19:20Por Luis Jaime Cisneros

La definida responsabilidad política que tiene la universidad explica la estimable función que le cabe a la investigación. En países donde los dineros no se obtienen con facilidad, y donde la comunidad no ha adquirido madurez suficiente para comprender su auténtico compromiso con la tarea universitaria, hay que ser cauto y preciso al exponer estas ideas. El Perú ha creado varias universidades de la nada, y en la nada persisten muchas de ellas. Todos los argumentos esgrimidos para su creación son de un patrioterismo ingenuo que no resiste el menor análisis. Pero nunca se oyó una voz de protesta surgida de las otras instituciones universitarias. Tenemos miedo de llamar a las cosas por su nombre. En los discursos con que algunas se inauguraron no faltó la promesa de dedicarse a la investigación y hubo quien arriesgó la necesidad de priorizar una u otra.

Esa discusión no tiene sentido: el supuesto dilema no existe. En una institución en formación sólo cabe hacer frente a problemas de aprendizaje. Mencionar la investigación ahí es mentir la verdad y negarse al porvenir. Esta alusión al aprendizaje reclama otros deslindes. La enseñanza sólo se perfecciona y progresa gracias a los resultados alcanzados por la investigación, pues eso enriquece y modifica constantemente la enseñanza. No están desvinculadas docencia e investigación, pero esto no es asunto que mira a los estudiantes de la hora primera sino a los profesores de todas las horas. La investigación constituye el sustrato desde el que se va modificando y recreando la metodología de cada disciplina. No lo entienden con facilidad los profanos y por eso proponen que el alumno sea iniciado desde la hora primera en el quehacer, en tanto que otros confunden la investigación con el obligado entrenamiento en el quehacer científico a que debe ser convocado el estudiante en su primer momento.

No vale discutir estos asuntos fuera del ámbito universitario. Pero hay un aspecto del tema que alcanza trascendencia política. Es lugar común de los comentarios relacionar la llamada ‘fuga de cerebros’ con la inadecuada valoración de las vocaciones científicas. Detrás de esa ‘fuga’ hay un factor desencadenante: los científicos encuentran en el extranjero oportunidades que el país no ofrece, y por eso se van. Admitámoslo, por evidente. Pero analicemos con calma los hechos. Muchos no van a trabajar en instituciones universitarias, sino que resultan contratados por grandes empresas que (como era esperable) asignan el debido reconocimiento al avance científico y tecnológico. Si no se quedan acá puede ser tal vez, en primer término, porque nuestra tecnología dependiente no puede emplearlos; pero también podemos pensar que el avance científico no resulta en el Perú un elemento dinamizador de la economía.

Las dos explicaciones tal vez sean correctas. Lo grave es que la universidad no se ha preocupado de ayudar a corregir este error invitando a las grandes industrias a asumir su responsabilidad. Lúcidamente lo postuló hace 18 años la conferencia convocada por la OEA en Brasil, al proclamar que la mejor estrategia global del desarrollo científico “debe procurar la vinculación y la coordinación continua de las actividades permanentes del sector gubernamental, del sector productivo, el sector financiero y el sistema científico y tecnológico”. Ninguna legislación universitaria, ningún esbozo de política cultural o de política científica del Estado, ha tomado en cuenta estos hechos.

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  Lo que hay que divulgar es que la ciencia no es un lujo sino una imperiosa necesidad de los países en desarrollo. La universidad a la que hacemos frente es la que prepare a los muchachos que deben vivir y comprender el siglo XXI. La enseñanza y la investigación necesarias son las que reclama esta hora. Pero sin una sólida formación teórica no tiene sentido la investigación empírica. La universidad no puede minimizar sus objetivos al caer en errores de perspectiva, pero tampoco puede negarse al porvenir. Lo que no debe hacer la universidad es una caricatura de investigación. Una universidad moderna no puede reducirse a transmitir el conocimiento. Debe asumir el riesgo del perfeccionamiento. Pero eso exige idea muy perfilada de sus objetivos.

84. La inteligencia creadoraDom, 13/06/2010 - 05:00Por Luis Jaime Cisneros

Una sociedad del conocimiento y de la información, en obligada mezcla de dinero y consumo, no ofrece terreno fácil para propósitos pedagógicos sumidos en la tradición, respaldados por la historia de lo trascendente y necesitada de prever y certificar la real existencia del futuro, que ha de construir el terreno real y preciso de los alumnos sometidos a tutela.

   Conscientes de la necesidad de reformar radicalmente las cosas, bueno es ponernos de acuerdo sobre nuestro concepto de educación. Decimos, por ejemplo, que cuando hablamos de educación estamos hablando y preocupándonos del porvenir.

Conviene precisar el alcance de la expresión, ahondando en su contenido. Hablamos del porvenir cultural, del porvenir económico y del porvenir social del país, porque en esas tres dimensiones se mueve y se expresa la educación de los jóvenes. Ellos serán los beneficiados por ese porvenir. Ese porvenir implica un reto para el saber y para la inteligencia. La escuela debe preparar al alumno a enfrentar esa realidad.

¿Qué podemos (debemos) esperar de la escuela en lo que al currículo del futuro concierne y a las aspiraciones del Estado? El concepto de currículum debe sufrir una modificación radical. En un mundo librado al trabajo informativo de la radio, el periódico, la televisión y las revistas, el texto escolar debe orientar sus objetivos hacia la inteligencia creadora. El texto debe abrirse a la faz creadora (y, por lo tanto, a la esfera crítica) del alumno. Debe contribuir a estimular la confianza en sus propias dotes intelectivas.

Antes que leer y resumir lo leído, habrá que conseguir que se imponga el ritmo leer-comprender; comprender-analizar; analizar-criticar. Junto a los textos literarios (indispensables para educar el gusto y alentar la inquietud estética del alumno), el alumno debe enfrentarse a textos dedicados al ensayo, en sus variadas vertientes. Que un alumno termine la secundaria ignorando rasgos esenciales de la flora y fauna de su país es un grave síntoma de indolencia cívica. Es conveniente que la formación cívica del alumno se vea fortalecida en los últimos años en la secundaria, ese campo favorece la reflexión sobre los valores, y es indispensable que el alumno descubra la relación entre la moral y las acciones políticas. Eso servirá para analizar el tema de la corrupción. Es conveniente que lea pasajes importantes de La Política de Aristóteles, los analice y discuta para que llegue a comprender en qué medida estos principios no son producto del mundo decidido al consumo y al dinero.

Una sociedad abierta al conocimiento y a la información es un mundo urgido de una actividad inteligente constante y eficaz. Para que esta realidad sea fruto de un empeño estatal, la escuela asume grave responsabilidad, ajena a todo tipo de improvisación. La escuela debe tener presente esenciales rasgos que caracterizan a este tipo de sociedad, desde el punto de vista de la comunicación. Lo explicó con su natural acierto Habermas: la comunicación en esta hora del mundo sirve para expresarse, para informarse, para caminar, buscar, investigar; para proponer, argumentar, criticar, defender.

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El mundo moderno está convulso. Las ideologías han contribuido ciertamente a quebrar esperanzas e ilusiones y a despertar, por otro lado, reivindicaciones imposibles. La inseguridad y la desesperación suelen perturbar al alumno en sus finales horas escolares, atento al porvenir. Al maestro le corresponde estar presente para ayudarlo a sobreponerse a la duda y al temor. Hay que saber prever el momento. No hay que esperar a que llegue la desesperación para emprender una tarea, ni menos es necesario tener éxito para perseverar.

Hay que convencer al estudiante de que el secreto está en tener fe y decisión, es decir, objetivos claros en el horizonte. La perseverancia es la que conduce al triunfo. El triunfo no es el punto al que se llega sino la estela (la historia, si se prefiere) de un esfuerzo continuo. En cambio, el éxito no siempre asegura la persistencia del esfuerzo, toda vez que puede prestar asilo a la vanidad o a la suficiencia y puede ser, así, anticipo o señuelo del fracaso ulterior. Algo debe quedarle claro al estudiante en los momentos de duda: con dinero no se aprecia el valor del porvenir. Perseverancia y esfuerzo robustecen la fe en la inteligencia y fortalecen el espíritu.

85. Universidad, enseñanza y aprendizaje

Dom, 20/06/2010 - 19:23Por Luis Jaime Cisneros

Han terminado todos los trámites de mi jubilación en la Católica. Sesenta años han servido para perfeccionar mi vocación docente. Y es natural que quiera dedicar unas palabras a la memoria de un profesor y de un estudiante cuya amistad me ayudó a ir robusteciendo mi fe en el hombre y en nuestra tarea universitaria. Larga y provechosa fue la vida profesional de Adolfo Winternitz; edificante su conducta ejemplar de hombre de fe. Breve, en cambio, pero rica en frutos perdurables, la de Alfonso Cobián, que como alumno, como dirigente estudiantil y, más tarde, como profesor supo mirar el porvenir con entusiasmo. Y para que mi evocación alcance horizontes de actualidad, junto a todos los que mi memoria debe gratitud y reconocimiento la figura de Felipe Mac Gregor, rector magnífico que supo hacer de la PUCP una institución de auténtica vida intelectual y le aseguró la fisonomía que actualmente ostenta.

Estos largos años me han permitido ser testigo de cómo la universidad fue adquiriendo paulatinamente la jerarquía que hoy se le reconoce. De una casa en la que los más importantes éramos los profesores que dictábamos clases y recomendábamos lecturas, hemos llegado a ser, felizmente, una institución en la que lo importante radica en los trabajos en los que nos empeñamos profesores y estudiantes, y que adquieren fisonomía claramente universitaria en artículos, monografías, tesis. Hemos dejado de ser testigos y aprendido a ser ejecutores de la actividad universitaria por excelencia, que es la investigación. El estudiante ha dejado de ser un mero ‘receptor’ de conocimientos. Sin él no hay cómo realizar la tarea universitaria. Lo he comprobado en estos 60 largos años. El estudiante tiene que estar comprometido con el diseño de nuestra tarea, y es responsable de la implementación de la estrategia del aprendizaje. La ciencia supone enseñanza y aprendizaje simultáneo de profesores y estudiantes. Esa es la tradición que la universidad tiene que salvar y robustecer. El conocimiento es la gran aventura creadora de la inteligencia.

La tarea universitaria era ciertamente distinta en 1948. A principios del siglo nuevo, es importante comprender que estamos en una era científica. La tecnología ha derrotado al empirismo tradicional, y es verdad que cada día la sociedad necesita más científicos. Esto ha ido modificando el nivel de todos los oficios, y aún el de las mismas profesiones. Las máquinas van acaparando las operaciones rutinarias, y eso hace cada vez más exigente la tarea del hombre: apremia cada día más su labor de inteligencia, su responsabilidad intelectual. En otras palabras: el reto del homo humanus es cada día mayor. Pero si la máquina hace lo que le toca, el hombre debe asumir cada día (y en mayor grado) lo que le es propio. La

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aspiración de estudiar en la universidad tiene un límite de exigencia elemental: la capacidad intelectual. La universidad debe ampliar sus campos de investigación. Cuanto más investigue, afianzará su condición universitaria y asegurará la calidad de su trabajo creador.

Y no cabe olvidar, en esta hora del mundo, que ahora la universidad no puede sentirse despreocupada de los derechos humanos. Para que el término no sea una metáfora al servicio de los tristes intereses de la política efímera, la universidad debe contribuir a reflexionar sobre el tema en la gran perspectiva de su tarea diaria. No solo necesita la universidad profesores que aseguren la búsqueda del conocimiento. Necesita también maestros que aseguren la formación de nuevas generaciones. Dar formación y no reducirse la tarea a la mera enseñanza y al puro aprendizaje. La formación es la conjunción de todos los saberes fundamentales: supone un saber integrador ‘del hombre’, ‘en’ el hombre y ‘para’ el servicio del hombre. Lo importante es hacer con todo ello una unidad a la medida del hombre. Se trata de conciliar las ciencias en un saber humano. Y eso no es asunto de un profesor encargado de una determinada asignatura. Es tarea ajena a la de proporcionar información. Se trata de salvar las esencias. Y tiene que ver con la personalidad, con el puesto del hombre frente al mundo y en el mundo: con el ser-para-la-cultura, que es uno mismo. Mac Gregor se preocupó de que la universidad asegurase esas esencias. Es la manera como debe entenderse en la universidad el derecho a la cultura, que es uno de los derechos humanos que la Constitución garantiza y defiende.

86. El valor de la lecturaDom, 27/06/2010 - 05:00Por Luis Jaime Cisneros

La manera como una persona lee espontáneamente un texto cualquiera delata sus aptitudes intelectuales, revela su grado de formación, su cultura y ofrece buenos datos sobre su inteligencia. En suma, muestra el abanico de todas sus posibilidades expresivas. Dime cómo lees, y te diré quién eres. Lector que comprende lo que va leyendo siempre leerá de modo distinto de aquel que no comprende. Y los que escuchamos la lectura nos daremos cuenta rápidamente de la situación, sepamos o no leer bien. El que lee y comprende realiza ambas tareas simultáneamente a medida que va desarrollando la lectura. El que lee a trompicones denuncia que no comprende lo que lee y, casi siempre, delata que no es el autor de lo leído.

Comprender no significa aquí “pronunciar los sonidos simbolizados por la letra escrita”. Comprende el que decodifica y desentraña las relaciones entre palabras. Y lee bien no solamente quien logra advertir cada uno de los significados sino el que descubre además el sentido del texto que tiene por delante; es decir, la relación que las palabras tienen dentro de cada frase y las relaciones que guarda cada frase con las restantes del texto, y las relaciones que todo eso guarda con el mundo y con las intenciones del autor. En otras palabras: lee bien quien es capaz de descubrir y transmitir el sentido unitario de un texto. No la suma de significados de las palabras, sino la estructura significativa del texto entero, dentro de la situación comunicativa en que ha sido concebido.

En la experiencia de todos está. Cualquiera puede recordar alguna situación embarazosa provocada por la lectura: conferencias, informes, noticieros. Claro es que el testigo no repara en lo que ocurre dentro del ánimo de quien protagoniza un fenómeno de esta naturaleza. Hay gente consciente de sus dificultades expresivas. Pero la hay también que porque distribuye unidades melódicas al desgaire cree estar en condiciones de dominar los secretos de la lectura. La escuela nos ofrece testimonios diarios, y nos pone en condiciones de ofrecer las correcciones pertinentes. Los políticos nos ofrecen, en entrevistas o discursos, testimonio vivo de desconciertos sintácticos, que no se curan ni siquiera con nuestro voto en contra. Sabido es que los tímidos, los ‘nerviosos’, los poco desenvueltos acusan problemas de lectura. La lectura los coloca en vitrina y los delata ante la comunidad hablante. No todos entienden que la lectura exige un entrenamiento, implica una técnica, aparte de que reclama algunos requisitos de orden intelectual en el lector. Sólo tomamos noticia de un largo proceso de maduración que encierra la lectura cuando aparecen las dificultades.

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Es que la lectura implica un proceso. Para que la operación de leer resulte eficaz y provechosa se requiere que el lector haya ejercitado varias destrezas. El estudiante adulto se halla en aptitud de comprender frases complejas, y debe llamarnos la atención cualquier dificultad al respecto. El estudiante menor de 12 años puede confundirse ante frases complejas. La subordinación no puede implicar problemas para un lector adulto en la medida en que es obstáculo seguro para un niño que comienza a practicar estos ejercicios. La coordinación facilitará siempre la lectura, así como la ha de complicar la subordinación. El adulto pone en juego estrategias cognoscitivas ya adquiridas, situación que nunca nos ofrecerá un menor de edad, que no las ha adquirido todavía y no puede, por tanto, resumirlas.

No se trata de festejar que el estudiante es capaz de leer (‘pronunciar’) una cantidad apreciable de frases. En primer lugar, para garantizar una ‘lectura’ y para que su ejercicio sea realmente formativo, lo que necesitamos es garantizar que los textos estén en condición de ser comprendidos. Todo texto en condiciones de ser comprendido por su lector promoverá la propia participación en la crítica y en el comentario de lo leído. De lo contrario, no habrá provecho. No habrá lectura. Si el lector no ‘recoge’ creadoramente materiales que recrear, no ha habido lectura.

Leer, en la universidad, nos ofrece perspectivas insospechadas. Ahí nos empeñamos en descubrir en cada nueva lectura si hay embriones de ideas por desarrollar o insuficientemente explicadas. Aprendemos, de ese modo, a transferir tareas y jerarquías de aprendizaje. Y descubrimos el valor de la lectura.

87. La tarea universitaria y el CongresoDom, 04/07/2010 - 05:00Por Luis Jaime Cisneros

Escribo estas líneas en momentos en que el campo universitario está alterado por razones ajenas a la propia tarea universitaria. Por otro lado, escribo también en momentos en que el Congreso parece empeñado en modificar la ley universitaria, con lo cual permitirá perfeccionar cuanto adjetivo negativo puede aplicarse a la tarea congresal. Esos hechos, sin embargo, con ser graves, no deben ofrecernos pretexto para defender la verdadera tarea científica que le corresponde cumplir a la universidad.

Toda la educación científica quiere hoy desembocar en una simplificación no solo del proceso ‘ciencia’, sino de quienes estamos involucrados en él. Una simplificación racional. Bastará con que analicemos cómo hemos venido formando hombres de ciencia.

Para asegurar su total ‘incontaminación’, buscamos que el candidato rechace toda tentación impresionista. Que se llene de argumentos probatorios. Que se confirme énfaticamente en ‘su’ campo de trabajo, con lo cual ‘su’ campo se hace cada vez más estrecho, más cerrado, más puro. O sea, más estéril. Uno termina, así, asumido por un campo científico bien delimitado. Esto significa que hemos creído posible que no contasen para nada, como motores de la observación y del análisis, como elementos coadyuvantes de la propia voluntad inquisidora la emoción, la religión, su sentido del humor, o su metafísica, su imaginación. De donde el lenguaje con que nuestro estudiante termina comportándose no es el suyo propio.

Esto no puede, ciertamente, llamarse una formación ‘equilibrada’. Y no pongo tanto énfasis en la formación, sino en el adjetivo que busca calificar su rasgo esencial modelador. El modo como yo puedo comprender las tesis de Böhr o de Planck, o las mismas audacias filosóficas de Bertrand Russell o las de Habermas, sabiendo que soy capaz de asociarlas a un mundo con música de los Beatles o los Rolling Stones, forma parte de la manera como esas tesis enriquecen mi experiencia y dan persuasivo y eficaz contenido a cuanto pueda yo realizar con esas teorías en relación con mi labor profesoral. No puedo creer (en esta hora del

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mundo) que la vida privada del estudiante (con todo lo que tiene de luz o de sombras) pueda desvincularse de su esfera intelectual, porque la función formadora que creo cumplir tiene que cumplirse hoy, para ser integral, en esa totalidad indivisible que es él y su contorno vital. Si así no fuera, mi enseñanza no será humanizada sino fría, descuidada, obsoleta y terminaría por dañar hondamente la intimidad, la raíz esencial desde la que ese estudiante vive y sufre y goza, que es además la raíz misma desde la que arranca su ansia de saber y perfección.

Claro es que las cosas no ocurren así. Me explico mejor. Todos estamos conscientes de la necesidad de entendernos. Pero no acertamos a hacerlo por causa de un fetichismo oprobioso. Hemos perdido la conciencia de que nuestra tarea pedagógica se hace ‘con’ hombres y  ‘entre’ humanos. Hemos olvidado que la elemental conversación, la oralidad y la sencillez son el instrumento mejor. Preferimos hablar en términos técnicos, como si la tarea pedagógica fuese preparar para el oscurantismo y el hermetismo y no para la claridad y la colaboración, que son los auténticos caminos del profundizar. Al lenguaje de los usuarios estamos reemplazándolo por el lenguaje de las disciplinas científicas y de los tratados especializados que, a la postre, resultan ser el lenguaje de los libros concretos y las casas editoras.

Insisto que nuestra tarea universitaria consiste en preparar al estudiante para desacuerdos entre la teoría y el hecho. Es la manera ideal para ponerlo en el buen camino. Es consagrada observación que no existe teoría que explique todos los fenómenos de su propio campo de especulación. Pero es en el campo de la dificultad y el error donde la ciencia puede avanzar. El alumno debe ser conducido a operar con hipótesis y a proceder como si la memoria fuese correcta. En verdad: para progresar, el científico trabaja con aproximaciones. Y es bueno prevenirlo para que pueda hacer frente –sin frustraciones– al impacto que suele producir la afirmación legítima de que una teoría, como enseñó Feyerband: “debe ser juzgada por la experiencia y debe rechazarse si contradice enunciados básicos aceptados”. Para que la ciencia tenga vigencia, la universidad nos propone someter la metodología a constante revisión.

Si a esta clase de reflexiones nos convoca la vida universitaria, se comprende que desluce nuestra tarea y frustra nuestro cometido todo intento de reavivar ideologías que nada tienen que ver con la búsqueda del conocimiento.

88. El gobierno y las universidadesDom, 11/07/2010 - 05:00Por Luis Jaime Cisneros

Ha hecho bien el Consejo Nacional de Educación (CEN) de expresar en un comunicado su desacuerdo con el proyecto de ley enviado por el Ejecutivo al Congreso, relativo a la vida universitaria. Situaciones como las que ahora hace frente San Marcos deben ser resueltas por la universidad. Al mismo tiempo, el CEN ha creído oportuno mostrar su opinión discordante respecto a la sentencia establecida por el Tribunal Constitucional en relación con las ‘filiales universitarias’. Obligación inexcusable del CEN es vigilar que todo lo relacionado con los diversos niveles de la educación cumpla, con eficiencia y rigor, las exigencias previstas en el Proyecto Educativo Nacional (PEN). No había modo, por lo tanto, de que el Consejo pasara en silencio estos actos que, en verdad, agudizan los trastornos por los que pasa la universidad.

La vida universitaria está hoy empeñada en una lucha riesgosa (no porque el peligro sea perecer, sino durar). El precio de la educación superior se ha revelado menor que el dinero, endiosado como en los viejos tiempos de Baal. Se crean ‘universidades’ (es decir, se adjudica esa calificación), sin advertir que no hemos preparado adecuadamente a quienes serían sus esperables alumnos. Y algo más grave: se admite la existencia

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de dos tipos de instituciones con el mismo nombre de ‘universidad’. Las hay, así, como instituciones académicas dedicadas a la enseñanza superior y a la investigación. Pero las hay, asimismo, como empresas cuyo interés último no está claramente diferenciado entre lo ‘académico’ y lo ‘comercial’. Con todo esto, la educación universitaria en el país queda librada a la improvisación y al azar.

El comunicado del Consejo no solamente muestra esas opiniones discordantes. Atento a sus responsabilidades de Asesor, propone crear con urgencia el ‘Ente Rector Autónomo’, que sería “la autoridad competente para articular toda la Educación Superior”. En realidad, el CEN no arriesga novedad alguna. Nos remite a una propuesta existente en el PEN. Lo que realmente sugiere el Consejo es que ese “Ente Rector” hasta ahora olvidado sea regido “por personas con indiscutible reconocimiento nacional e internacional en la producción y gestión del conocimiento”.

Añade el Consejo su preocupación por la situación en que se hallan algunas ‘filiales’ universitarias y acuerda la necesidad de que el sistema de evaluación de la calidad educativa sea provisto de los recursos necesarios para que pueda cumplir “sus funciones de evaluación y acreditación de las instituciones de educación superior existentes”.

Los problemas que revela este comunicado no pueden extrañarnos a quienes conocemos la crisis de nuestra realidad pedagógica, y lo difícil que resulta enfrentar oportuna y resueltamente las varias situaciones por las que atraviesa el magisterio, raíz de que enseñanza y aprendizaje se vean internacionalmente descalificados. Tratar de encarar asuntos relativos a la enseñanza superior, sin haber resuelto los concernientes a la educación básica regular, constituye una majadera utopía. Obligada tarea del Consejo Nacional de Educación es estudiar la situación y proponer modos de encarar y resolver técnicamente lo concerniente. Los asuntos pedagógicos deben ser estudiados y resueltos por los pedagogos.

Cuando tomamos en consideración quiénes integran el CNE y los vínculos que cada uno de sus miembros tiene con la tarea pedagógica, debemos celebrar lo oportuno que resulta el comunicado, que pone de relieve cómo vive alerta el CNE a su misión.

89. No improvisar con la universidadDom, 18/07/2010 - 05:00Por Luis Jaime Cisneros

Sobre la universidad corren y se amontonan ensayos, proyectos, entrevistas, libros, bibliotecas. Su solo nombre puede originar batallas gigantescas, y buen recuerdo tenemos de aquella que paralizó a Francia en 1968. No hay vida civil sin universidad. Con motivo de todo lo que estas últimas semanas se ha dicho y escrito sobre la universidad, he vuelto a leer un viejo libro de Felipe Mac Gregor: Sociedad, ley y universidad peruana. Tres palabras que se hallan en estrecha y coherente trinidad.

Se dice fácilmente, pero se suele entender con precipitada exaltación. La universidad debe estar protegida por la ley y al servicio de la sociedad. La afirmación, con ser tan clara, está siempre expuesta a malinterpretaciones, asedios ideológicos, equívocos patentes. Una de sus más tristes consecuencias es el número demagógico de instituciones llamadas ‘universitarias’ en el país. Esa realidad es un penoso síntoma de nuestro pobre desarrollo cultural. Es como para ruborizarse. Y se crearán más, al conjuro de slogans, afirmaciones y promesas electorales. Todos los documentos que legislan a la universidad desde 1850 no han servido para explicar qué buscaba el país con esta clase de institución, ni qué esperaba de ella para lo por venir. En ese porvenir estamos y comprendemos que a los legisladores solo les interesó preocuparse del ‘aquí’

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y el ‘ahora’. Se pretendió crear un modelo único para la universidad. Fracaso absoluto. Fracaso porque (y releo a Mac Gregor) “la universidad surge de la virtud creadora de quienes estudian aprendiendo o enseñando; y se aprende en el aula, en la vida, en el medio cultural y en la respuesta al estímulo del medio físico”. Fracaso, además, porque muchas universidades creadas no fueron respuesta a las necesidades regionales.

Quien busque el esperado estudio sobre el mar, ungido por la ley 9539 que debió realizarse, buscará en vano. Los legisladores se esmeraron en chauvinismo. Creyeron que era más importante que los títulos se otorgaran “a nombre de la Nación”, con lo que sembró una torpe ilusión, porque esa capacidad administrativa, consagrada en el papel, no crea conciencia de que lo que se manda y distingue en la universidad es la calidad científica del trabajo, la solvencia científica de los maestros y la dedicación cierta al estudio y a la investigación de maestros y estudiantes. Consecuencia: ahora la rutina es el signo acompañante de la actividad universitaria. Por habernos preocupado por si nos convenía un modelo europeo, norteamericano o socialista, estamos sin haber podido construir realmente las bases de una sólida institución universitaria.

Valioso material contenía el libro de Mac Gregor. Su gran preocupación son las esencias, centrado siempre en los temas medulares: docencia, autonomía, formación académica, gobierno universitario. Me interesa resaltar hoy dos temas, porque son de estricta actualidad: autonomía y función social de la universidad. La única autonomía que la universidad debe defender a toda costa es la académica. En lo que concierne a su gobierno y a la organización curricular, a la elección de sus docentes, sistemas de evaluación, planes de investigación, requisitos para grado, la universidad debe gozar de una independencia total.

Y ahora, la afirmación todavía polémica para muchos. La universidad es un centro de transformación social. La frase luce en toda algarada política latinoamericana, y se deja tímidamente escuchar en alguna universidad europea. Aquí Mac Gregor fue tajante: ante todo, la universidad es centro de saber. Y si alguien busca otra cosa en ella, “desconoce lo que significa un centro de saber”.

La prosa de Mac Gregor es sobria, a veces tiene aristas duras, muy rudas. Por eso reclama un comentario. Claro es que resulta un despropósito reducir la misión universitaria a la de un centro de transformación del hombre, en tanto que el saber ayuda al hombre a su propia realización, y el estudio permite de alguna manera estar preparado para contribuir a mejorar a nuestros semejantes, y a través de ellos, mejorar (es decir, transformar) la sociedad a que pertenecemos. No se trata de alcanzar mejores salarios y menos ciertamente de lograr el acceso al poder. Se trata de poner al estudiante en condiciones de autorrealizarse, buscamos en él una transformación integral (espiritual, social, cultural). El porvenir, prefigurado en los jóvenes que llegan a las aulas, está presente en las páginas de este libro que he rememorado, porque sobre la universidad no se debe improvisar.

90. Cerebros y UniversidadDom, 25/07/2010 - 05:00Por Luis Jaime Cisneros

Ahora que la economía está de moda, digo que la Universidad es una ‘buena inversión’. Esta es para todos nosotros la época de los cerebros electrónicos. No se trata de ‘competir’ con ellos. Se trata de hacernos conscientes de que este es el signo de la revolución técnica a que la Universidad hace frente. Se trata de comprender que esta actividad inteligente que ha llevado a los cerebros electrónicos no se ha hecho al margen de la Universidad. No se ha hecho al margen de las Humanidades; y no quiero nombrar a la serie de filósofos, sociólogos y lingüistas comprometidos con los físicos y matemáticos en este mancomunado esfuerzo intelectual.

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Por eso resultó írrito que a la Facultad de Letras (y la nombro así) la hayan tenido arrinconada, ajena a las reformas que se intentaron en otros campos dentro de la misma Universidad. Y no se diga que es un problema de dinero porque no es eso lo que está en juego. Nos han hecho creer que muchas cosas dependían del dinero (y mejor, del extranjero) para disimular el obligado diagnóstico de nuestra indolencia. Si nos dieran el dinero los americanos, los japoneses, los alemanes o los rusos (o si nos instalaran gratuitamente los equipos) seguiríamos como antes. Porque de lo que se trata es de comprender que sin formar gente para esta empresa estaremos sometidos intelectualmente a cualquier tipo de penetración. Se trata de preocuparnos por ‘nuestro’ destino como institución de enseñanza superior y humanística. Y es así porque a la postre se trata de nuestro destino como país.

¿Por qué todo esto? Porque todo el porvenir económico e industrial del Perú se halla comprometido con este signo revolucionario de los ordenadores. ¿Y la alfabetización y la instrucción en las grandes técnicas de recuperación de tierras no nos vendrán dentro de poco alineadas en las computadoras? El que haya visitado algunos de los célebres laboratorios electrónicos europeos o americanos no puede ignorar que ha comenzado a tomar contacto con el mundo del futuro, que es precisamente aquel para el que tenemos obligación de entrenarlos a todos ustedes.

No sé si nos hemos puesto a reparar lo suficiente: la lucha en la que están empeñados los colosos de la humanidad en el terreno universitario se reduce a producir ‘técnicos’. Y no es un problema de cantidad. Es asunto de calidad. Cantidades de dinero fabulosas se invierten en asegurar esa calidad. Repárese bien: la independencia de la que gozan ciertos países, la razón de su predominio no solamente radica en producir máquinas de elocuente poder y segura grandeza sino en producir hombres que las crean, las reformen y las perfeccionen para servir a los intereses del hombre. Pero nosotros solo vemos la máquina, y nos contentamos con que venga un técnico a manejarla, o a lo sumo enviamos a que algunos de los nuestros las aprenda, o anunciamos que no somos menos para aprenderlo.

Nos falta una acabada idea del porvenir porque carecemos de un sentido de la continuidad. El porvenir está en todos nuestros discursos y reclamaciones. Pero no está asido a la certidumbre de que lo vamos a gozar. No está asociado con nosotros mismos, no es una clara conciencia ni una posesión paulatina en cuyos dominios nos vamos internando. Y formar técnicos es el porvenir universitario. Y formar técnicos es formar gente que tenga capacidad de creación. El conformismo no es el signo del trabajo científico. Pero tampoco lo es el descontento ni la rebelión. El viejo planteamiento cartesiano sigue siendo el mejor acicate.

Nuestro saber es provisional porque felizmente no es estático. Esa es la mejor victoria de una casa de Humanidades: formar conciencia de eso. Por eso no podemos preparar solo gente que asimile y estanque el saber, sino gente que aprenda a someterlo a crítica, para que así lo perfeccione y recree. Si no, permaneceremos en el subdesarrollo. Es decir, estaremos mentalmente colonizados. La independencia, para ser total, debe asegurarse en el terreno del trabajo científico. Pero no depende de que copiemos o no programas ajenos; depende de que aprendamos a descubrir las fuerzas capaces de organizarnos un programa interior.

La Universidad no teme esa tarea. Y por eso no tiene miedo a las innovaciones. De lo contrario, no seríamos creadores culturales. Hay que aprender a luchar contra esa falta de sentido de continuidad en el tiempo; nos sobra, frente a ello, mucho fetichismo sobre cosas y hombres accidentales del pasado.

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