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Y OTROS RELATOS...Y OTROS RELATOS Manuel Antonio Alonso Nació el 6 de octubre de 1822 en San Juan, Puerto Rico. Fue médico, periodista y escritor, considerado una de las figuras

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MANUEL A. ALONSO

EL PÁJARO MALO Y OTROS RELATOS

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Manuel Antonio Alonso

Nació el 6 de octubre de 1822 en San Juan, Puerto Rico. Fue médico, periodista y escritor, considerado una de las figuras más representativas del Romanticismo antillano y de su país.

En 1848 culminó sus estudios de Medicina en la Universidad de Barcelona. Un año después publicó su libro El Gíbaro, que posteriormente fue cambiado por «Jíbaro», una colección de versos que evoca las costumbres de su tierra natal. En 1849, en Caguas, continuó con su afición por la literatura y periodismo. Asimismo, en colaboración con otros escritores, publicó Álbum puertorriqueño (1843), una antología de poemas. En 1871 se convirtió en director del Asilo de Beneficencia de Caguas. Entre sus relatos destacan «Agapito Avellaneda», «El pájaro malo», «La gallera», entre otros.

Falleció el 4 de noviembre de 1889 en su ciudad natal.

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El pájaro malo y otros relatosManuel A. Alonso

Christopher Zecevich Arriaga Gerente de Educación y Deportes

Juan Pablo de la Guerra de Urioste Asesor de educación

Doris Renata Teodori de la Puente Gestora de proyectos educativos

María Celeste del Rocío Asurza Matos Jefa del programa Lima Lee

Editor del programa Lima Lee: José Miguel Juárez ZevallosSelección de textos: María Inés Gómez RamosCorrección de estilo: Margarita Erení Quintanilla RodríguezDiagramación: Ambar Lizbeth Sánchez GarcíaConcepto de portada: Melissa Pérez García

Editado por la Municipalidad de Lima

Jirón de la Unión 300, Lima

www.munlima.gob.pe

Lima, 2020

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Presentación

La Municipalidad de Lima, a través del programa Lima Lee, apunta a generar múltiples puentes para que el ciudadano acceda al libro y establezca, a partir de ello, una fructífera relación con el conocimiento, con la creatividad, con los valores y con el saber en general, que lo haga aún más sensible al rol que tiene con su entorno y con la sociedad.

La democratización del libro y lectura son temas primordiales de esta gestión municipal; con ello buscamos, en principio, confrontar las conocidas brechas que separan al potencial lector de la biblioteca física o virtual. Los tiempos actuales nos plantean nuevos retos, que estamos enfrentando hoy mismo como país, pero también oportunidades para lograr ese acercamiento anhelado con el libro que nos lleve a desterrar los bajísimos niveles de lectura que tiene nuestro país.

La pandemia del denominado COVID-19 nos plantea una reformulación de nuestros hábitos, pero, también, una revaloración de la vida misma como espacio de

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interacción social y desarrollo personal; y la cultura de la mano con el libro y la lectura deben estar en esa agenda que tenemos todos en el futuro más cercano.

En ese sentido, en la línea editorial del programa, se elaboró la colección Lima Lee, títulos con contenido amigable y cálido que permiten el encuentro con el conocimiento. Estos libros reúnen la literatura de autores peruanos y escritores universales.

El programa Lima Lee de la Municipalidad de Lima tiene el agrado de entregar estas publicaciones a los vecinos de la ciudad con la finalidad de fomentar ese maravilloso y gratificante encuentro con el libro y la buena lectura que nos hemos propuesto impulsar firmemente en el marco del Bicentenario de la Independencia del Perú.

Jorge Muñoz Wells Alcalde de Lima

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EL PÁJARO MALO

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Si el lector ha hecho alguna vez el camino de Caguas a la capital de Puerto Rico, recordará el hermoso valle que media entre la cuesta de Quebrada-Arenas, y el cerro llamado de la Mesa; valle ameno y muy fértil regado por el río Cañas y la Quebrada-Arenas, y sembrado de infinidad de árboles, algunos de los cuales, situados a la orilla del camino, sirven de día para guarecerse el viajero de los ardores del sol, y mienten de noche fantásticas apariciones que asustan a más de un supersticioso.

Dos caminantes atravesaban este valle en una noche de enero a las dos de la madrugada: el uno, joven de veinte años, de cabello y ojos muy negros y relucientes, tez morena y con aquel tinte amarillo tan general en los criollos descendientes de europeos sin mezcla de otra raza, montaba un hermoso caballo negro, cuyas orejas pequeñas y móviles seguían de continuo la dirección del menor ruido causado por el aire, o de cualquier objeto en el cual se reflejaba la luz dudosa de la luna menguante que acababa de salir. El otro, mulato bronceado, de formas atléticas, y vestido con sombrero de paja y camisa y pantalón de tela blanca, iba sobre un alazán, que si no igualaba en la casta al caballo de su joven amo, llevaba no poca carga sin dar la menor señal de flaqueza.

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—Jacinto —dijo el primero de estos dos personajes—, parece que vas cabeceando, procura tenerte firme, que caerás si te descuidas.

—Es verdad, niño, pero también lo es que tengo motivo para ir dando el piojo: hace cuatro noches que apenas duermo.

—Tampoco he dormido yo, y sin embargo me mantengo firme.

—¡Ah! cuando yo tenía la edad de su merced no me dormía aunque pasara quince malas noches; pero aquel era otro tiempo, ahora tengo veinte años más, y no puedo llevar muchos huevos de punta.

—Tienes razón, aquel era otro tiempo —contestó el joven en tono de mofa—: ¡qué buena pieza serías entonces! ¿Cuántas muchachas tenías enredadas?

—Ninguna, niño, en mi vida he querido a nadie, más que a Juana mi mujer, la criandera de su merced, y me alegro mucho de ello; porque ella me ha querido y me quiere lo que nadie puede pensar.

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—Sí, buena pieza, ya lo sé, y tampoco ignoro que, en el año que yo nací, tuvo mi padre que casarlos por lo mucho que los habían lo habría querido antes de estar autorizados para ello.

—Vamos, niño, su merced siempre ha de ser el mismo: ¿quién hubiera dicho cuando lo paseábamos de noche en brazos porque no cesaba de llorar, que había de ser después tan amigo de reírse a costa del prójimo?

—¿Con que entonces no te echaba pullas?…

—La cruz de Nazareno te caiga debajo, y te levante un millón de leguas más arriba de las estrellas —gritó el mulato, interrumpiendo a su amo.

En este instante comenzaban a bajar una pendiente, habiendo dejado algunos pasos atrás, y a la izquierda del camino, una cruz de madera, que hacía años estaba en aquel sitio clavada en tierra. El mulato se había quitado su sombrero, y rezaba temblando de miedo.

—¿Empiezas ya con tus majaderías? —dijo el joven fingiendo estar enfadado—. ¿A qué vienen esos gritos?

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—Niño, no son majaderías; he oído cantar al pájaro malo.

—Calla, tonto, ¿qué más pájaro malo que tú?

—La cruz de Nazareno te caiga debajo —repitió de nuevo el esclavo; añadiendo después—: ¿Y ahora lo ve su merced? ¿Ha cantado o no?

En efecto, tres gritos lejanos, al parecer de un ave nocturna, llegaron a oídos de los viajeros.

—Y bien —contestó el joven a su interlocutor—, ¿qué tenemos con eso? Si ha cantado, contéstale tú con una copla de cadenas, de aquellas que sabes improvisar.

—Parece imposible que se burle su merced de esas que a mí me dan tanto miedo.

—Y también lo parece que un hombre como tú, que rinde a un toro por los cuernos, que se ha echado a un río crecido por salvar a quien no conocía, y que ha reñido con tres negros cimarrones a la vez, tenga temor por esos cuentos de viejas.

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—No son cuentos de viejas, niño; y la prueba de esto es esa cruz que hemos pasado ahora.

—¿Y qué tiene que ver la cruz con el pájaro malo?

—Si su merced supiera lo que significa esa cruz, y por qué se puso en donde está, no me haría esa pregunta.

—Yo no sé más, sino que en el mismo sitio mataron a uno y, como es costumbre, han puesto una cruz para que los caminantes rueguen a Dios por su alma.

—Pues hay más que eso.

—Vaya, veo que quieres contarme un cuento, que de todo tendrá menos de verdadero.

—Todo el pueblo sabe la historia de la muerte de Gregorio Rodríguez, que tiene mucho de verdad, y es extraño que su merced no la sepa.

—Me alegro mucho de no saberla, porque así te la oiré contar, y entretendremos un rato el camino.

«—Pues, señor —comenzó Jacinto— había en el barrio de la Jagua un mozo de unos veinte años, llamado

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Gregorio, o Goyo, hijo de Atanasio Rodríguez, uno de los que fueron a buscar a los ingleses al puente de Martín Peña, con aquel tremendo Díaz, que dicen los desafiaba encaramado sobre uno de los pedazos que de dicho puente habían quedado cuando lo volaron los sitiadores. Este tal Goyo era alto, grueso a proporción, y tenía más fuerza que una yunta de bueyes: nadie podía aguantar su genio; a los doce años hirió a un hermano suyo, y a los diez y ocho levantó la mano a su padre, que aunque hubiera sido para él un extraño, no merecía semejante injuria, porque todos le teníamos por el hombre mejor del mundo. El pobre viejo sufrió con mucha paciencia los golpes de su hijo, y cuando se vio libre de él, arrodillándose en medio del soberano levantó las manos al cielo, diciendo: ¡Dios mío!, perdona a ese muchacho, que no sabe lo que acaba de hacer conmigo.

Pasaron de esto algunos meses, y el padre y el hijo parecían olvidados de lance tan desagradable; pero como la justicia de Dios había de cumplirse, héteme que una tarde sale mi mozo con otro camarada suyo para ir a bailar a Turabo: llegaron a la casa del baile, y allí estuvieron hasta las tres de la madrugada sin que nada les sucediese. Al salir se juntaron con otro conocido de su mismo

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barrio, y tomaron el camino conversando alegremente: un poco antes de llegar al pueblo de Caguas, que habían de atravesar, oyeron cantar al pájaro malo. El endiablado Goyo se echó a reír y gritó: «Mira, mal avechucho, ven mañana a casa por cuatro granos de sal; y no faltes, que te espero». En este momento la sombra del pájaro se pintó en el suelo delante de él; y a pesar de que quería hacerse el guapo, le dio un temblor tan fuerte, que apenas podía dar un paso. Los otros dos, que tenían miedo como él, le echaron en cara su locura en desafiar el poder del malo; mas él, recobrando su malvado valor, echó por aquella boca mil pestes sobre todo lo que nos enseña la doctrina cristiana.

Al siguiente día, al mudar una res que nunca había topado, recibió de ella una cornada, que le hizo ir muy alto, rompiéndose una pierna al caer. Su pobre padre le asistió con el mayor agrado durante los muchos días que estuvo de peligro, y pasó las noches en vela, rogándole en vano que se confesase y comulgase.

Apenas curado, volvió a su antigua vida de vicioso y mal hijo: salía de su casa sin volver a veces en tres o cuatro días y cuando se le acababa el dinero y no tenía que jugar,

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robaba a algún vecino o a su mismo padre lo que podía, para seguir en tan perjudicial entretenimiento. Llegó, por fin, un día en que nada quedaba al viejo, y entonces le abandonó, dejándole solo, pues que su hermano había muerto poco antes; se fue a vivir con uno que no tenía otro oficio que el robo, y cometió en su compañía tantos crímenes, que la justicia le echó mano y fue sentenciado a cuatro años de presidio.

Cumplida la condena, volvió más holgazán y más pícaro que antes a unirse a su compañero y comenzaron de nuevo sus fechorías. Una noche asesinaron, por robarle treinta pesos, a un infeliz que volvía de la ciudad, donde había vendido su pequeña cosecha de café; el crimen quedó sin castigo porque nadie supo quién lo cometió.

A los pocos días se habló de otro robo de más consideración, y no pasaron muchos después de este último, cuando se encontró una mañana en el barrio de Culebras, el cadáver del compañero de Goyo cosido a puñaladas, y no faltó quien dijera que el matador era nuestro mocito de la Jagua, que después del suceso gastaba y se divertía, sin que ninguno supiera su oficio.

Al cabo de algún tiempo se le acabó el dinero y no sus vicios; salió una noche de una casa de este barrio que

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pasamos ahora, en la cual había perdido lo poco que le quedaba, y pensó matar a otro jugador que había ganado mucho. Para lograr su intento se colocó en el lugar donde ahora está la cruz de palo, y allí aguardó la proximidad de su nueva víctima. Ya el otro subía la cuestecita… no le faltaba mucho… Goyo tenía el machete empuñado con la mano derecha, y con la zurda aflojaba dentro de la vaina el cuchillo que llevaba a la pretina, iba a adelantar hacia el camino, y… el pájaro malo cantó sobre su cabeza.

La cruz de Nazareno te caiga debajo, dijo el jugador afortunado; y de repente, viendo un bulto a la orilla del camino, paró el caballo y añadió:

—Caramba, apártese un poquito más lejos, o diga qué es lo que quiere.

—Que me entregues el dinero que nos has robado esta noche con tus trampas.

—Pues, amigo, venga por él y se lo daré, que desde aquí no puedo tirarlo.

—Allá voy, y despachemos pronto.

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Diciendo esto saltó la zanja, y se adelantó hasta muy cerca del que le aguardaba, al parecer resignado a dejarse robar; levantó el machete, y ya iba a descargar el golpe terrible, cuando se oyó un tiro; la bala de una pistola disparada por el jugador atravesó el pecho de Goyo, y el canto del pájaro malo respondió desde lejos al grito que dio este al caer en medio del camino bañado en sangre.

Quiso Dios que el cura del pueblo, que volvía de una administración, acertase a pasar por aquel sitio y viendo un hombre en el suelo, se acercó a él con el fin de auxiliarle, si estaba enfermo, o apartarle a un lado, si otra causa menos lastimera le obligaba a guardar semejante postura. Se apeó de su caballo, y al poner la mano sobre aquel cuerpo le halló todo mojado, latía muy poco el corazón y la respiración apenas se sentía. Con mucho trabajo logró incorporarle, ayudado por el hombre que le acompañaba; mas no pasó un minuto después de esto cuando el herido, volviendo en sí, después de un profundo gemido dijo:

—¡Ah! ¿Quién es la buena alma que me socorre y me vuelve a la vida?

—Es Dios —contestó el sacerdote—, que ha traído aquí al más indigno de sus ministros para recibir de

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usted la confesión de sus culpas, y auxiliarle con el fin de lograr la salvación de su alma, y volver si es posible la salud al cuerpo.

—¡Oh, padre!, lo último es imposible, porque estoy muy mal herido, y conozco que se me va acabando por momentos la poca vida que me queda; y lo primero es igualmente desesperado, porque soy un infame y mi vida es un tejido de crímenes.

—Hijo mío, confía en la divina Providencia, abre tu corazón a un ser infinitamente misericordioso, confiesa y arrepiéntete de tus culpas, que Dios las perdonará.

—¿Es posible, padre? ¿Dios perdona a hombres como yo que merezco arder en el infierno?

El bueno del señor cura le predicó tanto y tan al alma, que el último se decidió, e iba a comenzar el Yo pecador; pero el canto del pájaro malo le anudó la garganta y no pudo articular ni una palabra.

—Vamos, hijo, ¿por qué tardas tanto? —le dijo el sacerdote.

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—Padre, ¿no ha oído usted ese pájaro que acaba de cantar?

—Si, hijo; ¿pero por qué dices eso?

—Porque ese pájaro es el diablo, que quiere mi alma.

—¡Calla, desgraciado! ¿Es posible que en el momento de morir tengas esa preocupación?

El moribundo, vencido de nuevo por la persuasión del ministro del altar, dijo con voz clara sus culpas, y apenas absuelto murió en los brazos del confesor.

Desde entonces hay esa cruz en el paraje que ha visto su merced, y en el cual nos ha cantado esta noche el pájaro malo».

—Y bien, ¿qué tiene que ver la muerte de Gregorio Rodríguez con que sea verdad que existe ese pájaro malo?

—Mucho, señor, si no hubiera aquel mozo desafiado a este, como hizo, ofreciéndole cuatro granos de sal, no hubiera seguido siempre mal guiado por el mismo camino; yo al menos así lo veo.

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—Y yo veo que tú eres un simple, pues no conoces que ese pájaro es uno cualquiera, y que el hombre que cumple con Dios y sus semejantes está muy seguro de que no le harán obrar mal todos los pájaros buenos y malos de la tierra.

Aquí terminó la conversación de los viajeros, que siguieron callados su camino.

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LA LINTERNA MÁGICA

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Una de las cosas que distinguen mi carácter, y que en él sirven de contraste a ciertos arranques impetuosos, es la grandísima flema con que muchas veces me detengo, aun en los parajes más públicos, a mirar objetos que son tenidos por la gente de frac y levita como indignos de llamar su atención; así no es extraño hallarme con tamaña boca abierta parado delante de una tienda de estampas contemplando una testa contrahecha de Napoleón, un Gonzalo de Córdoba patituerto o un Luis XIV jorobado, y allí me estoy largo rato para despedirme después con una sonrisa: tampoco es raro el verme detenido en medio de una calle, estorbando, si es menester, a los que pasan, para oír la ensarta de disparates con que un ciego publica el romance nuevo, donde se da razón de la batalla sangrienta de los doce pares de Francia contra los moros mandados por don Juan de Austria.

Un día, no muy lejano de este en que escribo, iba yo por una calle muy concurrida, cuando picó mi natural curiosidad un grupo de personas apiñadas alrededor de una especie de cajón pintado de verde y colocado sobre un trípode de cuatro palmos de elevación, y que tenía en el frente que daba a los espectadores un cristal de forma circular. Cada uno de los que se acercaban a

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mirar por él entregaba un par de cuartos a un hombre extravagantemente vestido, que tocaba el tamboril; mientras, un muchacho de unos doce años, cubierto de harapos y no tan limpio como cualquier cosa sucia, gritaba sin parar, diciendo:

—Vamos, señores; ¿quién por dos cuartos no ve todos los países de la tierra y de la luna? Reparen el ahorro de dinero que esto puede proporcionarles. Aquí, aquí, señores y señoras de ambos sexos, y verán, sin necesidad de estropearse corriendo en un carruaje, de marearse navegando, ni de morirse de hambre y de asco en las posadas, todo lo que pasa desde la isla del gigante Revientapanzas, situada en el cuerno izquierdo de la luna, hasta los trópicos del polo norte, y desde allí hasta la casa del preste Juan de las Indias.

Los circunstantes pagaban e iban mirando uno después de otro por el cristal, retirándose después muy satisfechos; el muchacho gritaba más fuerte cuando disminuía el número, y así continuó por un largo rato; me iba yo a marchar, cuando le oí que decía entre varios otros despropósitos:

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—Ea, señores, aprovechen el día, que esto no se logra sino una vez al año; saquen esos cuartejos que se les están pudriendo en los bolsillos, y prevengan otros por esta noche, que el maestro dará una gran función de magia en la calle de los Imposibles, número treinta, primera habitación bajando del cielo. Allí verán ustedes cómo se adivina lo que ha de venir, y se dice lo que cada prójimo piensa de los demás, y los demás de él.

Al escuchar esto me acerqué al que el muchacho llamaba maestro, y que en realidad le convenía este dictado en la ciencia de los embrollos y mentiras.

—Oiga, usted —le dije—, ¿sería capaz de alcanzar lo que pensarán de cierta obrita en cierto país que yo sé?

—Sí, señor, y por de pronto digo: que esa obrita se titula El jíbaro y usted es el autor.

Me quedé pasmado, y él añadió:

—No es extraño la turbación de usted; lo mismo sucede a todos; pero perdone que no puedo entretenerme, y si quiere ver maravillas no deje de ir esta noche a mi casa.

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En efecto, llegué a ella de los primeros, y después de aguardar cerca de dos horas, se corrió una cortina, y empezó la función por mi pregunta, que había sido la primera, después de un rato de música de pito y tamboril.

—Muchacho —dijo el charlatán—, métete dentro del diablo.

Así llamaba una cara disforme, mal pintada en un lienzo blanco, detrás del cual se metió el asqueroso muchacho.

—¿Estás ya listo?

—Sí, señor, ya estoy dentro.

—Vamos, pues; dime lo que ves —prosiguió el maestro, a guisa de magnetizador.

—Señor, veo una ciudad en que hay unos cuantos que oyen leer un libro: los unos ríen, los otros bostezan; qué bueno es esto, dicen unos; que malísimo, dicen otros; cada cual cree conocer mejor que los demás dónde está el mérito y dónde las faltas.

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—Bueno, muchacho; y, ¿qué más?

—Hay uno que dice que el autor es rubio; otro que moreno, y otro que negro.

—Muchacho, sigue, esos son unos tontos.

—Señor, hay una vieja que dice que es hereje.

—Chico, chico, deja esa vieja, que después de haber dado, como se dice, la carne al diablo, quiere dar ahora los huesos a Dios.

—Hay dos guapos mozos que en cada personaje ven un retrato de una persona que conocen.

—Pues dale un coscorrón a cada uno de esos guapos mozos, para que aprendan a ver la falta y no el culpable, y para que sean más nobles y no crean tan bajo al autor.

—Señor, señor, veo a dos que están a punto de desafiarse, porque el uno dice que el autor es frío, y el otro que demasiado caliente.

—Déjalos que se rompan las narices, que los dos piden peras al olmo.

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Habló después el muchacho de infinidad de tipos, que no dejaron de servirme de diversión: poetas que jamás han escrito un verso, literatos que ¡Dios nos asista!, críticos ignorantes que hallaban un defecto en el perfil de cada letra, y amigos desconsiderados que todo lo aplaudían; finalmente dijo:

—Ahora alcanzo a ver unos señores muy comedidos que discuten sin enfadarse y que hacen con mucha calma sus observaciones.

—Pues sal de dentro del diablo, para que no digas algún despropósito contra esos señores, que deben ser hombres de talento.

Salió efectivamente de detrás de la cortina, y yo de la casa pensando en lo que había oído.

Al día siguiente fui a buscar al charlatán para que me dijera cómo supo todo aquello de ser yo el autor de El jíbaro.

—Muy sencillamente —me respondió—; días pasados estuve donde imprimen la obrita, allí le vi a usted y hasta leí una prueba vieja que me dio uno de los cajistas que es

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amigo mío. En cuanto a la opinión que de ella formarán, eso es cosa olvidada ya y poco más o menos de todas se forma la misma, según el caletre de cada uno de los que la leen.

¡Dichoso yo!, exclamé cuando me vi lejos de aquella buena pieza, dichoso yo que no seré juzgado según me ha predicho este perillán, porque en Puerto Rico ni hay quien me crea de ninguno de los colores del iris, ni viejas que me tengan por hereje, ni guapos mozos que me consideren capaz de copiar a un individuo determinado para hacer públicos sus defectos, ni majaderos que me crean frío ni caliente; sino personas instruidas y juiciosas que me tienen por templado, cual conviene al escritor de costumbres, y ajeno a toda pasión mezquina, y lo que es más ni siquiera tengo un enemigo, y carezco de envidiosos émulos, porque carezco también del mérito que pudiera acarreármelos. ¡Dichoso yo! que estoy cierto de que al concluir de leer este libro dirán mis paisanos lo que yo dije al comenzarle: Es el fruto de muchas horas robadas al sueño y al descanso de una profesión noble y santa a que se dedica.

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EL SUEÑO DE MI COMPADRE

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Como no podía menos de suceder en la tierra clásica de los compadres, tengo yo varios y entre ellos uno que con el necesario permiso, presento a mis lectores. Se llama don Cándido y le cuadra perfectamente el nombre: lo que no le cuadra es el apellido Delgado porque pesa más de doscientas libras.

Este mi compadre es un bonachón a carta cabal, servidor y consecuente como pocos; pero fundido en el antiguo molde colonial. Para él el gobernador es todavía el capitán general de otros tiempos, la audiencia, el ya olvidado asesor de Gobierno, y los alcaldes, los hace tiempo difuntos tenientes a guerra (Q.D.G.G.). Siempre que se le habla de gobierno, administración de justicia o de cualquier otro ramo, siempre que oye la relación de un suceso que necesita correctivo, siempre que alguien se queja de que le han hecho una injusticia, contesta de un modo invariable: «¡Si yo fuera capitán general!».

«¿Qué haría usted?», le he preguntado algunas veces. Entonces me ha contestado sin vacilar y según los casos: que separaría al alcalde o al juez, que pondría en el castillo del Morro al intendente, que embarcaría bajo partida de registro a toda la audiencia, que desterraría al obispo y

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hasta fusilaría a la diputación provincial. El bueno de mi compadre no se para en barras, y aunque incapaz de ver morir al pollo que han de servirle al almuerzo, sería, por supuesto de palabra, una fiera que acabaría con todos los empleados, si, como él dice, fuera capitán general.

Hace pocos días y al siguiente de uno en que habíamos discutido muy largo, no sobre la bondad de su sistema de gobierno, porque sobre este punto mi compadre no admite discusión, sino sobre las dificultades que habría que vencer al ponerlo en práctica, me lo vi entrar en casa tan alegre, que le pregunté si había sacado el premio grande de la lotería.

—No he sacado premio grande ni chico; pero he sido ya capitán general y por cierto que no me ha gustado el oficio.

Me quede parado al oír esto, porque me ocurrió la idea de que el pobre hombre se había vuelto loco.

—Vaya —me dijo al notar mi turbación—, ¿no quiere usted saber cómo ha pasado cosa tan rara?

—Nada deseo tanto como saberlo.

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—Pues allá va mi historia —me contestó—, después de sentarse y encender un cigarro:

«—Anoche me recogí a la hora de costumbre; media hora después mi mujer me despertó, porque mis ronquidos no la dejaban dormir: me volví al otro lado y a poco empecé a soñar que ocupaba el palacio de la Fortaleza como dueño de la casa. Mi ayudante de servicio estaba en su puesto para anunciarme las personas que iban llegando, y yo, como si en mi vida no hubiera hecho otra cosa, las recibía o hacía esperar, según su importancia o la del asunto que había de tratar con ellas.

Yo estaba completamente transformado; mi natural encogimiento se había convertido en soltura, mi timidez en arrogancia y mi lenguaje torpe en elegante facilidad. Me encontraba más instruido en todas las materias que cuantos conmigo hablaban, y resolvía las cuestiones con un acierto que jamás hubiera creído tener. Todo esto me admiraba; pero lo que menos podía comprender era cómo había adquirido el don de leer en el interior de cada uno lo que pensaba cuando me dirigía la palabra; de manera que conmigo no había falsedad ni disimulo posibles.

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El primero que se me presentó fue un señor, llegado de cierto pueblo de la isla, vestido por un buen sastre, aunque llevaba la ropa como el que a ella no está acostumbrado; lucía sobre el chaleco gruesa cadena y pesados dijes de reloj y en la camisa ricos botones de brillantes; pisaba recio, hablaba alto y en ciertos momentos ponía cara de traidor de melodrama. Me habló mucho de sus tierras, de sus cañas, de sus ganados y cuando hizo recaer la conversación sobre las personas más notables de su pueblo, me aseguró que allí no había más hombres honrados que él, dos amigos suyos y el alcalde. Los demás debían inspirarme muy poca a ninguna confianza porque eran díscolos, intrigantes y, sobre todo, enemigos del orden y del principio de autoridad. Por fortuna y gracias al don de penetrar en su pensamiento de que yo disfrutaba, estaba oyendo que interiormente se decía:

—Si supiera este buen general que vendido todo lo que tengo, no alcanzaría para pagar a mis acreedores, que algunos de ellos están en la miseria, mientras yo nado en la abundancia y que el alcalde y los otros dos sujetos que tanto le recomiendo es para que no vean el lazo que les preparo, con el fin de acabar con ellos en la primera ocasión.

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Tentaciones me dieron de echar aquel villano a puntapiés; pero me contuve y le despedí; cuando entraba otro sujeto de buena figura, tan cortés, tan elegante y de maneras y lenguaje tan respetuosos, que me agradó sobremanera. Traía el encargo de presentarme una exposición de un convecino suyo que, según me aseguró, era, además del más rico, el protector, el padre de todos los habitantes de su pueblo, donde nada bueno se hacía sin su anuencia. Él socorría a los necesitados, ponía en paz a los desavenidos, era, en una palabra, la Providencia que llevaba a todas partes la dicha y el contento.

También este me engañaba, según leí en su interior. El padre, el bienhechor, la Providencia era el azote de aquel pobre pueblo: se había hecho rico a fuerza de mil bajezas y crímenes que habían quedado impunes, y la pretensión que ahora tenía era la de que se le concediera la explotación de un monopolio injusto y dañoso a sus convecinos.

Después de este agente de malos negocios se me presentó un maestro de escuela que venía a quejarse del alcalde y del ayuntamiento. A este infeliz cargado de familia le debían ocho meses de sueldo. Al principio

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encontró quien le prestara dinero al tres por ciento de interés mensual; pasado algún tiempo, otro sujeto se lo facilitó al de un real al mes por cada peso, y últimamente a ningún precio se lo querían dar. Acosado por el hambre fue a ver al alcalde y este, que llevaba cobrados hasta el día todos sus sueldos, le contestó, como otras veces: «No hay dinero, veremos si se cobra algo».

—Lo que aquí no hay es justicia, y lo que se cobra es para pagar a otros y no a mí —replicó desesperado el mísero profesor.

Por esta contestación le suspendieron de empleo y sueldo y se le formó causa por desacato a la autoridad.

Esta vez, por más que escudriñaba en el interior de aquel hombre, nada vi que no estuviera de acuerdo con sus palabras y se quedaba corto al hacer relación de las miserias y humillaciones que había sufrido. Debía a la caridad de una buena alma la pequeña suma que necesitó para venir a la capital, y temía que, cuando me hablaba, estuviera expirando uno de sus hijos pequeños que había dejado enfermo. Desde que salió de mi despacho el maestro, no pude estar tranquilo y no hacía más que discurrir sobre el castigo que iba a aplicar al alcalde.

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Recibí después hombres importantes que todo lo enredan: empresarios de obras que pretendían hacer la felicidad del país enriqueciéndolo, después de enriquecerse ellos; abastecedores de carne que iban a facilitar este artículo casi de balde a los pueblos, después de haber comprado las reses a los criadores en un cincuenta por ciento menos de su valor, y haber duplicado este al vender la carne; contratistas de alumbrado que nunca alumbraba: defensores, sin peligro, de la religión, de la justicia o de la caridad, con su correspondiente tanto por ciento de ganancia; protectores de alcaldes, de viudas honestas, de hermanas jóvenes y bonitas, de maestras completas e incompletas, de padres y madres con hijos y sin ellos.

Tantos y tan variados tipos recibí, que no me es posible recordarlos y aburrido ya, iba a retirarme a descansar, cuando llegó la hora del despacho.

—Gracias a Dios —pensé—. Ahora sí que voy a hacer algo provechoso.

El empleado que venía a la firma entró con una carga de mamotretos capaz de asustar a cualquiera, y mucho más al que acaba de pasar gran parte del día de un modo tan poco divertido.

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—Antes que otra cosa le dije: deseo ver el expediente formado al profesor de instrucción primaria del pueblo de…

—Aquí está.

—¿Por qué se le encausa?

—Por desacato al alcalde.

—¿Y qué resulta?

—Ese maestro se presentó reclamando el importe de algunos sueldos que le adeudan los fondos municipales. El alcalde le contestó que no había dinero en caja; que cuando se cobrara se le pagaría, hasta donde fuera posible. El maestro empezó entonces a gritar: que lo que no había era justicia y que si se cobraba se repartiría como otras veces entre unos cuantos (aludía a la autoridad) la cantidad que ingresara en los fondos y amenazó al alcalde con que se quejaría al gobernador. Todo esto pasó en presencia de testigos que son el secretario, el escribiente y el depositario de fondos municipales. El informe del alcalde presenta al sumariado como falto de respeto a la autoridad, díscolo y de mala conducta. Debo añadir

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también que el señor don N. N., por cuyo conducto recibí esta mañana el expediente, confirma cuanto dice el alcalde.

—Basta —dije encolerizado pegando fuertemente con la mano sobre la mesa; basta de…

—Cándido, ¡por Dios!, ¿te has vuelto loco?

Era mi pobre mujer que gritaba asustada, porque había recibido en el hombro el puñetazo que, soñando, creía yo haber dado en la mesa del general. Con unos paños de árnica y más aún, con la risa que le produjo la relación de mi sueño, se le pasó pronto el dolor; pero no las ganas de reír, y ríe a menudo y me pregunta si todavía deseo ser capitán general».

—Y usted —le dije—, ¿qué responde a esa pregunta y qué piensa de su sueño?

—A la pregunta de mi mujer nada contesto. Nos reímos a dúo y paro de contar. En cuanto a lo demás, le confieso que me sucede lo mismo que cuando sueño que se me ha muerto un hijo. Veo cuando despierto que es todo falso, que mi hijo vive y está bueno; pero siento dolor

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al recordar que le vi amortajado. Del mismo modo me aflige el recordar lo que vi, por más que fuera soñando, y no me parece cosa tan fácil el gobernar pueblos, mientras los gobernantes no tengan el don de leer el interior y saber de este modo lo que piensa cada uno.

—Tiene usted razón, compadre; el gobernar debe ser cosa muy difícil, e imposible el hacerlo bien al que carece de ciertas condiciones. El don de leer en el interior de los hombres se alcanza con el hábito de manejar negocios y solo en sueños se adquiere de repente. La honradez, la rectitud de miras, la ilustración suficiente, la firmeza, la prudencia y la abnegación que libran del maléfico influjo de las pasiones, son cualidades naturales o adquiridas, que necesita tener el gobernante.

—Eso es lo que yo pienso. No hay que envidiar al que manda, porque teniendo conciencia, debe sufrir mucho y a menudo. Es preferible a gobernar y no hacerlo bien, ser el último de los gobernados.

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