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1 Caudales Ríos que suenan Roberto Corella

Caudales - Dramaturgo | Roberto Corella · pero con la excavación de pozos profundos por el río San Miguel a la altura del ejido la Victoria y la construcción de la presa el molinito

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Caudales

Ríos que suenan

Roberto Corella

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Río arriba

Tierra de ópatas y de seris, de mestizaje por un lado y de pureza racial por el otro.

El centro del estado de Sonora, el río que identifica a los sonorenses: el Sonora.

Ahí vamos, por tierra, en carretera, porque es imposible navegar por donde no hay

agua o la hay en pequeñas cantidades. Sólo en época de aguas o de equipatas el

río crece y, en ocasiones, arrasa con todo lo que encuentra a su paso. Libre de

presas que frenen o encaucen sus aguas hasta ya casi el final de su camino,

cuando llueve, el río toma tanta fuerza que es imposible pensar en navegarlo o

manejar sobre su cauce o, incluso, caminarlo, que fue la idea original de este

viaje: caminar sobre el río Sonora desde la presa Abelardo L. Rodríguez hasta el

ojo de agua de Arballo de Cananea, que es donde oficialmente nace.

El primer lugar a visitar es la presa Abelardo L. Rodríguez, construida en

1948, justo adelante de donde confluyen los ríos Sonora y San Miguel, tierra de

seris. A partir de entonces, es ese el destino de los ríos Sonora y San Miguel, con

excepción de dos o tres ocasiones en que su capacidad fue superada por el

caudal y hubo de abrir compuertas para que siguiera su cauce tradicional hasta

perderse en las arenas de la costa de Hermosillo.

Seca. Totalmente seca, la presa. A lo lejos, un grupo numeroso de vacas

pasta. A lo lejos. Me dirijo a la colonia las amapolas, al norte de la presa, donde

sus moradores pescaban a la orilla de la presa; incluso tenían su sindicato de

pescadores. La cooperativa distribuía el producto en algunas cantinas de la

ciudad. Seco, el que fue embalse de la presa. Sólo un borde. Todo lo que se

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alcanza a ver se traduce en resequedad. La voracidad humana, por un lado, y la

construcción, en 1991, de la presa derivadora Rodolfo Félix Valdés, el molinito,

cuarenta kilómetros arriba por el Sonora, aunado a las pocas lluvias de los últimos

años por los cauces del Sonora y San Miguel, y el crecimiento exagerado que ha

experimentado la ciudad de Hermosillo, son los causantes de este cuadro

desolador.

-Vámonos de aquí -, me dice ella, consternada de ver tanta desolación en un lugar

hasta hace poco más de diez años lleno de vida, de actividad, de entusiasmo, de

productividad.

Lo hago. Rápidamente tomo la carretera internacional, hacia el noreste. A

los ocho kilómetros nos topamos con una desviación que dice: Ruta Río Sonora.

Hacia allá vamos, a recorrer en apenas tres días los pueblos que existen en el

cauce del río Sonora.

Tres kilómetros adelante pasamos por la primera población: San Pedro el

Saucito, comisaría de Hermosillo, situada en los márgenes del río San Miguel. San

Pedro ha adquirido fama por su cocina, de gran tradición, porque conserva el

sabor sonorense: tamales de carne y elote, burros de machaca y carne con chile,

menudo, cocido, gallina pinta, tortillas de agua o sobaqueras, como les llama la

gente de la ciudad, porque son muy delgadas, no se les agrega manteca ni leche,

y tienen un diámetro de entre sesenta y ochenta centímetros. La pausa es

obligada para disfrutar aunque sea de un burro de carne con chile con un cafecito

negro colado.

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Para preparar carne con chile, lo primero que se requiere es cocer la carne

– de preferencia pecho o lagarto - , con ajo, cebolla, sal y especias; una vez

cocida, se deshebra. Aparte, en un sartén hondo o una olla con teflón, pones a

calentar un poco de harina hasta que se tueste ligeramente. A la harina le agregas

chile colorado molido disuelto en agua y lo mueves constantemente para que no

se hagan grumos. Otra forma, más sabrosa, es cocer el chile colorado seco,

licuarlo con ajo, cebolla, orégano, laurel y pimienta, y colarlo. Le agregas poco a

poco el caldo donde cociste la carne y esperas a que adquiera espesor. Si usaste

chile en polvo, le agregas pimienta, laurel y orégano al gusto. También puedes

ponerle cilantro seco. Por último, añades la carne deshebrada, esperas a que

hierva y ¡listo! ¡A disfrutarla! Para preparar un burro se requiere una tortilla de

agua o sobaquera, la extiendes, la doblas más o menos en una tercera parte,

agregas la carne y doblas la tortilla. Y ya.

420 kilómetros recorría el Sonora hasta llegar al mar, cosa que sucedía muy

de vez en cuando y que definitivamente dejó de suceder a partir de 1948, con la

construcción de la presa Abelardo L. Rodríguez en la entrada este de Hermosillo.

Que nace en el ojo de agua de Arvallo, en la sierra de Cananea; que nace

en Arizpe, con la confluencia de los ríos Bacoachi y Bacanuchi, que… Lo cierto es

que en el ojo de agua empiezan a correr tus aguas, río, y cerca de ahí, en la parte

meridional de la misma sierra de Cananea, nace el Bacanuchi. El primero pasa por

Unámichi, Mututicachi, Bacoachi, La Colonia, Chinapa, Buenavista… El segundo,

por Bacanuchi, el Socabón, Tahuichopa y algunos ranchos de importancia. A tres

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kilómetros de Arizpe ambos ríos unen sus caudales y a partir de ahí, en uno solo,

siguen su ruta hasta Hermosillo… Bueno, ahora hasta un poquito antes.

Cruzando el río San Miguel, observamos a los lados de la carretera tierras

fértiles ahora semi abandonadas. Estas tierras surtían de hortalizas a Hermosillo,

pero con la excavación de pozos profundos por el río San Miguel a la altura del

ejido la Victoria y la construcción de la presa el molinito se prohibió el uso de

pozos para riego en esa zona. Se privilegió el agua para la ciudad. Ahora hay, a

principios de 2010, aunque sea, pequeños terrenos de dos o tres hectáreas

sembrados.

Apenas hemos avanzado seis kilómetros de la carretera hacia el río Sonora, y

llegamos a un poblado llamado el Tronconal. Ahí hay una carretera alterna que se

dirige a un par de paseos campestres y a la población de San Miguel de

Horcasitas. Por esa carretera, a eso de veinte kilómetros, se encontraba la Fábrica

de los Ángeles, fundada en 1903 y que daba trabajo a más de 200 trabajadores

directos, mas los que se dedicaron a sembrar algodón en los valles colindantes

con el río San Miguel. Los dueños invirtieron alrededor de un millón de pesos en la

construcción y equipamiento de la fábrica.

- Era mucho dinero -, me dice ella.

- Mucho - , le digo- . Se dedicaban a fabricar telas: mezclilla, manta afelpada,

kaki, lona… Para accionar los telares, utilizaban fuerza hidráulica y un

potente motor diesel. La región vivía de la fábrica.

- ¿Y quién les compraba las telas y los hilados?

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- ¡Uh! Distribuían sus productos por todo el pacífico y hasta el centro de la

república. Cuando la fábrica se construyó ya teníamos vía del ferrocarril y

no pasa lejos de ahí, como a diez kilómetros, de manera que podían

comerciar. Estaban conectados con el resto del país y con los Estados

Unidos.

- ¿Cómo llevaban su mercancía hasta la vía del ferrocarril?

- En carretones jalados por mulas, seguramente. Todavía se puede transitar

un camino que va de Estación Pesqueira a lo que fue la fábrica.

- ¿Y qué pasó con la fábrica? ¿Cerraron? ¿Quebraron?

- Se incendió, de manera un tanto extraña, en 1942. Hay gente que dice que

los dueños la incendiaron para no indemnizar a los trabajadores y luego se

llevaron la maquinaria que no se quemó a Sinaloa donde reinstalaron la

fábrica. Otros dicen que fue el sindicato quien la quemó, y hay quien

asegura que fue un acuerdo entre ambos. La fábrica no tenía mucha

seguridad: era una enorme bodega construida con adobes y prácticamente

sin ventanas. Nunca se reconstruyó, tal vez ya no era un buen negocio, o

los dueños envejecieron o murieron y los hijos… Ya sabes lo que pasa

cuando heredas algo que no te ha costado… La región se vino abajo;

mucha gente emigró a la ciudad, principalmente a Hermosillo. San Miguel

de Horcasitas perdió muchísima población. Pero el pueblo Fábrica de los

Ángeles, que así se llama, sigue en pie.

- ¿Y ahora? ¿De qué vive San Miguel de Horcasitas?

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- De la agricultura y ganadería, como casi todos los pueblos. Un poco de

comercio, algo de industria casera como elaboración de quesos y carne

machaca…

Continuamos el rápido viaje exploratorio y de reencuentro. Siendo yo originario de

la región, Arizpe, cada rincón, cada rancho, cada pueblo me suena conocido, me

trae recuerdos. En pos de ellos vamos.

Despuesito de el Tronconal se encuentra una población llamada San

Francisco de Batuc; enseguida, el Molino de Camou, un pueblo que antes fue

rancho de unos franceses de ese apellido y que tuvieron, entre otras cosas, un

molino harinero del cual se observan vestigios. Las tierras se les expropiaron en

1936, por el decreto presidencial de Lázaro Cárdenas. También esta región fue

afectada por la construcción del molinito. Todo el sistema de riego que tenían

estipulado los ejidatarios y algunos particulares se vino abajo, y el pueblo también.

De más de mil habitantes que tuvo el pueblo, hoy no vive ni la mitad.

Todo cambia… Los ríos Sonora y San Miguel tenían un caudal constante.

Más el Sonora, que tiene un recorrido más largo. Aún así, pocas veces llegaba a

su destino, el Mar de Cortés a la altura de Bahía de Kino. Las más de las veces

sus aguas se perdían en la costa de Hermosillo. Hermosillo, varias veces al año,

quedaba dividido por las aguas del río. Había barcazas a uno y otro lado para

cruzar a la gente. Todo eso quedó atrás con la construcción de la presa y se

aseguró agua para un Hermosillo en constante crecimiento. Los ejidatarios de

Villa de Seris, de las Minitas, el Palo Verde y otros, también aseguraron agua para

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sus siembras con la construcción de un canal que transportaba agua hasta sus

tierras y las irrigaba.

Para los años sesentas, la situación ya no era segura para nadie. De

alrededor de veinte mil habitantes que tenía Hermosillo en los cuarentas, a fines

de los sesentas ya superaba los cien mil. Para principios de los setentas se tomó

la decisión de no enviar más agua a los ejidos; privilegiar el consumo humano. A

cambio, se les entregaron las aguas negras de la ciudad para que sembraran

forrajes. A principios del siglo XXI la autoridad intentó quitarles las aguas negras

para potabilizarlas y utilizarlas para riego de parques y jardines, pero los

ejidatarios exigieron a cambio un porcentaje de las aguas ya potabilizadas para

volver a sembrar legumbres. Hasta hoy, no hay acuerdo entre autoridades y

ejidatarios y el proyecto sigue durmiendo el sueño de los justos.

Río abajo

Durante alrededor de cuarenta kilómetros el panorama sería el mismo: montañas

multicolores, agua, rocas, árboles, una que otra ave… Pero la característica más

significativa de todo el recorrido sería el silencio. Se ha alejado tanto de nuestra

cotidianeidad el silencio, que cuando llega experimentamos todo tipo de

sensaciones desconocidas.

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El río Yaqui. Navegando vamos río abajo sobre el río Yaqui. Sólo se

escucha el sonido de los remos chocando contra el agua; rítmicamente, se

desplazan los kayaks, la balsa y las lanchas transportando al grupo de paseantes.

Yaqui, Papigochi… Papigochi, Yaqui y nombres intermedios. Naces en

Chihuahua, en la serranía de Molinares, en los límites entre Ciudad Guerrero con

Bocoyna y Carichi; pasas por Temósachi, tal vez la región más fría de México, y

sigues serpenteando, recorriendo tus más de mil kilómetros hasta tu destino

impuesto, la presa del Oviáchic. Tienes muchos nombres, río Yaqui, muchos

afluentes. Desde el Basúchil y el Verde, ríos y ríos se van uniendo a tu afluente…

Y creces.

Luego de acampar en un paraje solitario cercano a la presa del Novillo, a la

orilla del río, y de desayunar tilapia, carpa y bagre recién pescado, nos subimos a

nuestros medios de transporte y entrenamos con la finalidad adquirir destreza en

ese transporte nuevo, desconocido para la mayoría de nosotros, y enfilarnos río

abajo. El paraje elegido es un pequeño paraíso: grandes chalates, árboles altos,

verdes y frondosos, dan cobijo natural a los paseantes, además de unos

gigantescos mezquites. En frente, el río, el gigantesco, el más caudaloso de

Sonora, forma una laguna de muy buen tamaño, propia para pescar, nadar y

navegar.

No, el inicio del viaje no era como lo habíamos planeado; en realidad, nada

era como lo soñamos, más que planear. Era un viaje exploratorio, donde, lo

sabíamos, las sorpresas abundarían. De último momento, nos informaron que la

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Comisión Federal de Electricidad abriría las compuertas de la presa Plutarco Elías

Calles, conocida en Sonora como la presa del Novillo, hasta las diez de la

mañana, de manera que no había que madrugar.

¿Qué horas son?, se escuchaba por ahí.

Las ocho, respondía alguien.

Y nuevamente, para calmar la ansiedad, se remaba en la laguna que se

encontraba frente a nosotros. Mario Alán nadaba, alguien más pescaba y otros

recogían casas de campaña, catres y bolsas de dormir, y preparaban algo de

comida para el camino. Entre todos recogíamos basuras, tanto las nuestras como

otras dejadas por otros paseantes. Rubén uno, cuidadosamente recortó una tira

de paletas de leche con azúcar y nos repartió rigurosamente tres a cada uno de

los navegantes.

- Energía -decía. –. Es energía y vaya que la van a necesitar.

Temprano, a eso de las ocho de la mañana, Pedro y yo fuimos al pueblo La

Estrella, que todos conocemos como El Novillo, a comprar aceite para cocinar el

pescado. La Estrella es un pintoresco pueblito de no más de 500 habitantes, con

casitas pintadas con colores llamativos. Abundan el rojo, el amarillo, el rosa, el

verde… En la gran mayoría de los hogares, hay letreros que anuncian la venta de

queso y pescado. Una sola calle, pavimentada y con varios reductores de

velocidad, tiene el poblado. A un lado, una colonia: la de los trabajadores de

Comisión Federal de Electricidad, en un espacio arbolado, amplio, verde. Son los

trabajadores de la hidroeléctrica, los que se encargan de producir electricidad para

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buena parte del estado de Sonora. Sus casas son amplias y disponen de servicios

de los que se carece en el poblado.

Los habitantes de La Estrella son amables, aunque reservados. No dan más

información de la indispensable. El poblado es una comisaría del municipio de

Soyopa; se encuentra a sólo 130 kilómetros de Hermosillo y su temperatura

ambiente es, con mucho, más grata. Una vez cumplido nuestro objetivo, Pedro y

yo regresamos al campamento, sólo para enterarnos que nuestro aceite ya no se

necesitaba. Todos habían desayunado pescado a las brasas, aderezado

únicamente con sal. Aún se saboreaban.

- Comida de dioses, decían, orgullosos, satisfechos.

Para las nueve y media tomamos la decisión de ir avanzando conforme la poca

agua que corría lo permitiera. Nunca pensamos que, saliendo a esas horas, era

difícil llegar con sol al siguiente pueblo, Soyopa, ubicado a 34 kilómetros de ahí. El

entusiasmo ciega. Si se recorren, en promedio, cinco kilómetros por hora,

necesitaríamos al menos siete horas para llegar, más un tiempo adecuado para

comer y descansar; si a eso le agregamos nuestra inexperiencia y el poco caudal

del río, el tiempo necesariamente aumentaría. En fin, novatos, no lo consideramos.

Sin un banderazo de salida, sólo con un grito entusiasmado lanzado al

unísono, recordando el grito de guerra de los yaquis, los kayaks, la balsa y las

lanchas se lanzan al agua y toman rumbo a Soyopa. Atrás, los dos Rubén, el uno

y el dos- o el flaco y el gordo - y Benjamín terminarían de recoger cosas y se

transportarían vía terrestre a Soyopa. Irían a Soyopa, con nuestras casas de

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campaña, nuestra ropa, nuestra comida, ¡todo! ¿Y en el viaje? ¿Qué llevábamos

para el viaje? Nuestra ceguera; nuestra inexperiencia; nuestra ilusión, no exenta

de ingenuidad.

Aún con poca agua, el río es navegable. Abraham salió primero y a los

minutos no se le vio más. Llevaba prisa. En los kayaks íbamos, además de

Abraham, Pepe, Pocho y Bryan en uno doble, y yo. En la lancha de aluminio iban

Juan Carlos y Omar; en la de motor iban Paquita, José Luis y Mario Alán, el

encargado de tomar video de todo lo que ahí aconteciera. La balsa de motor era el

transporte de Pedro y su hijo Miguel. Así salimos aquella mañana de sábado en

una aventura para todos inédita. ¿Hasta dónde llegaríamos? ¿Qué

encontraríamos en lo que devorábamos metros siguiendo el curso del agua?

Uno, dos… Uno, dos… Sin parar, los brazos siempre a la altura del pecho,

vamos moviendo los remos. Uno, dos, uno, dos… Llegamos al primer rápido y hay

que bajarse a cargar el kayak porque hay mucha piedra y poco nivel de agua.

Pasado ese trecho, nuevamente arriba y a seguir remando. Los de las lanchas y

de la balsa hacen lo propio.

- Es sólo mientras sueltan el agua, -dice José Luis desde su lancha.- Ahorita

que llegue todo el caudal la preocupación no va a ser remar ni cargar, sino

controlar para no chocar contra las piedras.

Embobados como estábamos observando los virginales paisajes que se nos

ofrecían a la vista, nos preocupaba poco si soltaban o no el agua, si llegábamos o

no al siguiente pueblo. Unos enormes árboles, los chalates, destacan a la orilla

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del río y a lo lejos los cerros toman colores cobrizos, naranjas, ocres. Cerca se ven

garzas en busca de su alimento; más lejos, a lo alto, algún halcón con su graznido

interrumpe el silencio. Tal vez alguno de los halcones sea en realidad un águila

calva, una especie en extinción, que de vez en cuando se deja ver en la región.

Por la altura a que vuelan, no es posible identificarlas. El espectáculo es único.

El agua del río canta; tiene una suave manera de arrullar, de hacernos

sentir que su canto es el silencio. No hay un silencio total; no sólo son los remos

chocando en el agua lo que suena, sino algo más armónico, más profundo, más

bello. El murmullo del agua, el arrullo del agua, el canto del agua, la vida del agua.

El clima de noviembre es muy agradable. 23 ó 24 grados centígrados a eso

de las diez de la mañana, un sol que a ratos se oculta entre los cerros, una

emoción diferente. Pasado el primer rápido, hay un trecho, de un kilómetro más o

menos, navegable. Pasan de las diez, lo que nos hace voltear hacia atrás en

espera de encontrarnos con que el río sube su caudal. Yo, en lo particular,

imagino ese momento y lo comparo con las crecidas de verano del río Sonora,

donde crecí, y la emoción que se experimenta cuando, en cuestión de segundos,

el silencio se interrumpe con un rugido ensordecedor y el cauce se llena de

espuma, troncos, hierbas y agua chocolatosa que, con una fuerza inusual, arrasa

con todo. No sucede; no hay más agua, no hay cambio de caudal, no hay

oscurecimiento del agua. Seguimos adelante. Tarda en llegar de la cortina de la

presa hasta acá, pero de un momento a otro llegará, pienso al igual que los

demás.

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Arriba

El auto sigue devorando kilómetros por la carretera a Ures. Pasamos por

Topahue, San José de Gracia, el Sauz… Algunos ranchos, como El Orégano;

también huertos de naranjos y paseos campestres. Los paseos campestres son

una constante por la carretera Hermosillo – Ures. Por cierto, recuerdo, San

Francisco de Batuc, el Sauz y la Galera, fueron poblados por personas evacuadas

de Suaqui, Tepupa y Batuc, luego que sus pueblos quedaran inundados por la

construcción de la presa El Novillo. Los cerros tienen figuras caprichosas, la

vegetación es escasa, el clima agradable en estos tiempos de abril.

Pronto llegamos al puente del gavilán, donde cruzamos por primera vez al río

Sonora. Un hilito de agua cristalina es lo que conduce. A pocos kilómetros, no más

de quince, sus aguas se detendrán en el embalse de la presa. El gavilán se ha

convertido en un centro recreativo para miles de hermosillenses que buscan salir

de la rutina. Los domingos, largas filas de autos se forman por la carretera y el

destino de muchos de ellos es éste. Un poco de agua, arena, caballos, espacio,

aire libre. Se logra el objetivo de diversión a bajo costo. Hoy es viernes; el terreno

que se utiliza como estacionamiento luce vacío, lo mismo que el río.

A pesar de que sabemos que vamos contra reloj, se antoja detenerse unos

minutos. Hacia arriba y hacia abajo del puente hay un terreno amplio, propio para

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trotar a caballo o juguetear, hacer una fogata y asar carne, o simplemente tirarse

en la arena y juguetear con la poca agua que corre.

- Poca, pero significativa -, me dice ella.

Y es verdad. Aunque hasta hoy no hay ninguna presa aguas arriba que detenga

las aguas, muchísimos rancheros han construido represas en sus tierras a fin de

tener agua para su ganado y, de ser posible, sembrar algún terreno con forraje.

Frenan el curso de cientos de arroyos que surten al río, y esto hace que disminuya

su caudal.

- Agrégale lo de la sequía. Cada vez llueve menos.

- Cada vez perforamos pozos más profundos y nos acabamos los mantos

acuíferos. Cuando llueve, lo primero que busca el agua es penetrar la tierra

para volver a llenar los huecos que deja la mano del hombre… Va corriendo

por su cauce, el agua, y tú puedes ver cómo se va consumiendo. En el ejido

La Victoria, por ejemplo, antes de llegar a Hermosillo, hay muchos pozos

que extraen agua del subsuelo para surtir a Hermosillo… Pues bien,

cuando el río San Miguel crece, puede haber buen embalse por San Pedro

durante tres días, y cinco kilómetros abajo se consume toda. Es ahí donde

se localizan los pozos, y el agua en lugar de correr se adentra en las

arenas. Tiene que llover mucho y que el caudal del río sea muy importante

para que supere ese escollo y continúe hasta la presa.

- Nos acabamos los mantos, construimos represas en los arroyos,

sobreexplotamos…

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- Eso y más. Como sea, antes de que se construyera el puente, aquí

muchísimos carros no lograban pasar por las aguas del río. Era buen

negocio para los tractoristas o jinetes que a fuerza de jalar con una reata

bien amarrada a la cabeza de la silla, lograban sacar los carros atascados.

Hora de continuar. Son casi las diez de la mañana y el plan es dormir esta noche

en el balneario de Agua Caliente, en Aconchi. Luego de cruzar por unas curvas

pronunciadas en unos cerros de mediana altura, llegamos a San Rafael y a

Guadalupe de Ures, poblados conurbados famosos por sus moliendas de caña de

azúcar, con cuya miel preparan piloncillo (panocha le llamamos por acá), piloncillo

con cacahuate o nuez a lo que llaman mancuernas, además de punto, morro,

melcochas, obleas… Hum…

La molienda se sigue haciendo en forma tradicional: un trapiche o molino al

centro, tirado por una bestia de carga que gira y gira alrededor, en lo que se le

incrustan al trapiche cañas de azúcar hasta que sueltan el jugo que va a un

recipiente, y el bagazo va quedando tirado para después ser recogido por los

trabajadores. Una vez obtenida la miel, ésta pasa a unos grandes cazos de cobre

y hierve hasta adquirir consistencia; de ahí la vierten en moldes donde se le da

forma y se espera hasta que adquieren la consistencia deseada. Y así. Hoy la

molienda luce abandonada; es abril; espera a finales de octubre y todo noviembre,

para volver a adquirir vida y recrearnos con sus sabores exquisitos y olores

característicos que invaden el ambiente.

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Allí, en Guadalupe, están las fondas que ofrecen todo tipo de platillos

regionales. La más famosa es la fonda de doña Marcela que, además de ofrecer

todo tipo de platillos de la región, tiene en venta los productos de la molienda, casi

todo el tiempo. Además, vende jamoncillo, otro producto famoso de acá, queso

fresco, queso cocido, y más. Otro lugar, reconocido desde hace más de cuarenta

años, es el restaurante La Diligencia, famoso por su sabor, tradición y excelente

servicio.

- Vámonos a Ures - me dice ella - , que el antojo es grande y la voluntad muy

poca.

Ures, la Atenas sonorense; la ex capital de Sonora, la olvidada Atenas. Ures, la

señorial. Una vez cruzando el puente del gavilán, entramos en nación ópata,

nación sonora. La ciudad conserva mucho de su señorío. Su plaza de armas, con

sus cuatro estatuas en bronce de la mitología griega, que desaparecieron

misteriosamente hace algunos años, pero que hoy, para orgullo de todos, se

encuentran nuevamente en su sitio. Visita obligada es la casa que fue del general

Ignacio Pesqueira en los tiempos en que fue gobernador. Hoy es una especie de

museo, pero está cerrado; nos conformamos con verla por fuera y comprobar que

se encuentra bien cuidada, con sus muebles de la época.

- ¿Por qué se le llama la olvidada Atenas o la Atenas sonorense?

- Porque en el siglo XIX hubo varios y muy talentosos poetas. El precursor

fue Leocadio Salcedo, un maestro de origen ecuatoriano que dejó gran

huella tanto en Guaymas como en Ures, donde murió a manos de los

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apaches, encabezados por el temible indio Gerónimo, allá por 1882.

Recuerdo, muy particularmente, a Enrique Quijada, a quien el periódico Le

figaro, de París le publicó varios artículos y poemas. El profesor Quijada

creó el periódico urense Ecos del valle, en 1887 y fue exhibido en la

Exposición Universal de 1899, en París. A Quijada le dieron diploma de

honor y medalla, ¿qué tal? Aunque meses después un periódico de

Caborca publicó que la medalla se la habían dado a todos los que enviaron

sus publicaciones, sin excepción. Para inaugurar esa exposición es que fue

construida la torre Eiffel. Era la bienvenida oficial a la era industrial en el

mundo occidental. Hubo más poetas urenses en ese tiempo, como es el

caso del maestro Javier Jofre, quien, además de poeta, fue director del

periódico oficial La Estrella de Occidente y fue el primero en Sonora en

escribir artículos de fondo sobre temas políticos y administrativos. Hubo

más, desde luego, pero se me escapan de la memoria.

- Leocadio Salcedo, Enrique Quijada… La gente los conoce porque hay

calles y escuelas con su nombre…

- Así es. Es una manera de no olvidarlos.

- ¿Cómo es que Gerónimo mató al profesor Salcedo?

- Al profesor lo habían invitado a pasar unos días en una hacienda cerca de

Ures, la noria de Aguilar, y cuando se dirigía hacia allá lo emboscaron.

Murieron él y varias personas más. También el dueño de la noria, Dionisio

Aguilar, murió en Ures, luego de que los apaches lo atacaran en su rancho.

Fíjate que don Leocadio fundó, por instrucciones del entonces gobernador

Ignacio Pesqueira, el primer plantel de educación elemental en Hermosillo y

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fundó también escuelas secundarias en Ures y Guaymas. Fue un gran

impulsor de la educación.

Un poco más abajo de la plaza de Ures se puede llegar al río, siempre fresco,

rodeado de grandes árboles. Por ahí se ven todavía restos de lo que fue el molino

harinero El urense, fundado allá por 1700, caracterizado por ser el primero en todo

el Estado. La gente de Ures, que es muy amable, dice que la maquinaria todavía

está intacta. A la gente de acá le gusta hablar de su pueblo y lo hace con orgullo...

Sus casas son altas, muchas de ellas pintadas con cal, de anchas paredes de

adobe, así como se construían a finales del siglo XIX y principios del XX.

Ures fue capital de Sonora en dos periodos: de 1838 a 1842, y de 1847 a

1879. Antes, mucho antes, por allá en 1530, más o menos, Álvar Núñez Cabeza

de Vaca, aquél náufrago que se perdió en la Florida y recorrió más de 2,000

kilómetros por el norte y noroeste hasta reencontrarse con españoles en la villa de

Culiacán, había pasado por estos lugares y a este lugar – o al de Sahuaripa, no se

sabe con precisión – lo llamó el valle de los Corazones, porque los indígenas le

obsequiaron hasta 600 corazones de venado como muestra de agradecimiento

por sus supuestas dotes curativas. Continuando, por allá a finales de los años

setentas del siglo diez y nueve, cuando se planeaba construir la línea del

ferrocarril que uniría a Guaymas con los Estados Unidos, se pensó que la vía

debería pasar por Ures, cruzar paralela al río Sonora hasta llegar a El Paso,

Texas, la ciudad fronteriza norteamericana más cercana de ese tiempo. El

proyecto fue desechado por costoso; la vía se trazó para cruzar por Hermosillo y

se fundó Nogales, entre otros pueblos ferrocarrileros como Ortiz, Carbó y

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Benjamín Hill. Los poderes se trasladaron a Hermosillo y Ures se estancó; dejó de

crecer.

Hay que continuar. Dejamos Ures para llegar, en menos de dos minutos, a un

risueño pueblito, ranchería de Ures, llamado San Pedro de Ures. Es éste un

pueblito de alrededor de 500 habitantes, con una sola calle que es, a la vez, la

carretera.

- Último pueblo antes de subir a la sierra -, le digo a ella.

Efectivamente, diez kilómetros arriba, luego de pasar por un lugar llamado Puerta

del Sol, iniciamos la subida de la sierra de Mazocahui o de Baviácora. Estamos en

tierra de ópatas y vamos río arriba, montaña arriba, sierra arriba, recorriendo el río

Sonora. La vegetación cambia rápidamente; el clima también. A paso lento, por lo

cerrado de las curvas y la poca visibilidad que ofrece para saber si viene auto en

sentido contrario, subimos, maravillándonos de su flora. Acá se ven más árboles,

más verde; el clima ha refrescado.

- Estamos en tierra de ópatas, repites a cada rato, y yo no sé de ellos; no

conozco a ningún ópata, como sí conozco a yaquis, mayos, seris, pimas,

pápagos…

- Se extinguieron hace más de cincuenta años. Más que extinguirse, se

mezclaron a lo largo de los siglos y ya no quedan ópatas puros; pero la

gran mayoría de los habitantes de la sierra sonorense tenemos sangre

ópata, eso tenlo por seguro.

- ¿Ellos no pelearon contra los españoles, no los enfrentaron?

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- Prácticamente, no. Aunque el nombre ópata significa gente hostil, recibieron

de muy buena manera a los españoles, quienes no dispararon armas en su

contra. A decir de los primeros españoles que pisaron estas tierras, los

ópatas eran sedentarios, vivían en rancherías más o menos pobladas,

sembraban maíz, frijol y chile; recolectaban frutos silvestres como péchitas,

pitahayas y tunas, y cazaban conejos, liebres, venados, jabalíes y algunas

aves como la paloma pitahayera y la churea o correcaminos. Hambre no

pasaban, pero eran muy asediados por otras tribus y ya llegaban hasta sus

tierras hordas de apaches que, a su vez, huían de los Cheyenne y los Sioux

quienes eran desplazados cada vez más al sur por los pioneros,

conquistadores de los Estados Unidos. Cuando llegaron los españoles,

pues, fueron gran apoyo en su defensa contra esos enemigos tan temibles.

- ¡Mira! ¡Ahí se ve el río!

Efectivamente, la naturaleza nos ofrece un paisaje espléndido: entre los cerros

aparece, majestuoso, el río con una pequeña corriente de agua y, en sus riberas,

maravillosos árboles, álamos y sauces en su mayoría, y pequeñas parcelas

sembradas con forraje para ganado.

Busco un lugar donde salirme del camino para disfrutar de ese paisaje.

Luego de estacionarme, bajamos del auto a respirar ese aire maravilloso que llena

de paz y alegría. Observamos a derecha y a izquierda. La altura es impresionante;

estamos más o menos a 300 metros sobre el nivel del río, En los cerros, cerca de

nosotros, predominan los arbustos y las pitahayas, muchos de ellos con las raíces

sobre las rocas; allá abajo, grandes árboles verdes, dadores de sombra. Los

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cerros tienen un color cobrizo, el agua del río es cristalina, los árboles y la siembra

son verdes, Los pájaros, multicolores: cardenales, palomas, chontes. A lo lejos,

cerca del agua, una garza juguetea con sus largas patas.

Hay que continuar. Volvemos al vehículo y retomamos la sinuosa carretera.

Unos cuántos kilómetros arriba y luego de pasar sin detenernos por un pequeño

restaurante especializado en carne machaca, divisamos la torre de la iglesia de

Mazocahui. Bajamos la parte más alta de la sierra por el momento. Vienen unos

kilómetros, alrededor de cincuenta, de valles y planicies.

Abajo

Ya estamos sobre el segundo rápido y hay que repetir la historia. Mario Alán lleva

la peor parte: se tiene que olvidar de filmar para bajarse de la lancha y jalar

fuertemente sobre las redondas y lamosas rocas. José Luis, cuidando el motor de

la lancha, le grita instrucciones que, primerizo en esas lides, Alán no entiende.

Que pica, que jala, que aleja, que… Más de una vez la lancha ha estado a punto

de chocar contra las rocas, pero la buena maniobra de José Luis lo impide.

Pocho se ha entendido muy bien con su sobrino Bryan. Navegan a un ritmo

acompasado, bien coordinados; pareciera que no es la primera vez que reman un

kayak doble. Yo, que ni siquiera conocía físicamente un aparato de esos y que

nunca había navegado, me siento bien en mi nuevo transporte. Pepe se ve feliz,

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desplazándose con energía; pareciera que se quiere devorar al río. Más adelante,

de pie, señoriales, Juan Carlos y Omar se desplazan en su lancha de aluminio.

Allí vamos, experimentando, sintiendo el golpeteo del aire fresco en el

rostro; recibiendo brisa fresca en el cuerpo a cada remada; respirando

profundamente, conscientes de que no puede haber aire más puro sobre la faz de

la tierra que ese que respiramos en ese momento. Paquita, con su sombrero de

ala ancha sobre su cabeza, toma fotos y video de lo que observa. Se ve radiante

en ese ambiente libre de contaminantes de cualquier tipo. El silencio sigue

reinando, para beneplácito de nuestros oídos y nuestros nervios.

Temósachi… El río Papigochi que luego se convierte en Yaqui pasa por

Temósachi, el poblado chihuahuense escogido por Benigno Arvizu para atacar al

gobierno de Porfirio Díaz en 1893 al grito de ¡viva la santa de Cabora!, dos años

después de la masacre de Tomóchic, cuando Díaz acabó con ese pueblo por el

delito de querer rendir culto a la niña santa de Cabora. Por este río corren aguas

revolucionarias, aguas de lucha. Tal vez por eso los yaquis tienen una historia de

resistencia tan notable.

Nace en Guerrero, el Papigochi, tierra que aportó tantos hombres a la lucha

revolucionaria, y sigue su curso anegando de espíritu de lucha las veras de su

cauce. Los masacraron, como era común en tiempos de Porfirio Díaz. Pero la

lucha no pararía allí. Pasa por Madera, pueblo que dio origen a los movimientos

guerrilleros en México, allá por 1964. Entra a Sonora cerca del pueblo de Natora

con el nombre de río Aros. En Sonora, en la junta de los ríos, se une con el río

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Bavispe, otro que nace en Chihuahua, en el municipio de Casas Grandes, y pasa

por varios municipios como Bacerac, Bavispe, Fronteras, Bacadéhuachi,

Granados, Huásabas, Villa Hidalgo… Cuando se unen los ríos, se te da tu nombre

nuevo: Yaqui, El río Bavispe, ya en Sonora, recibe las aguas de los ríos San

Bernardino, que viene de Arizona, y el Batevito, que viene de Fronteras, municipio

de Sonora.

La sierra madre occidental es enorme, impactante. Da origen a varios ríos,

entre ellos el Yaqui, el Mayo y el Bavispe, afluente del Yaqui. Muchos otros toman

rumbo hacia Sinaloa y se pierden en las aguas del Océano Pacífico.

Los yaquis, la nación yaqui, son los beneficiarios directos de las

maravillosas aguas del Papigochi – Yaqui. Los yaquis son el pueblo más guerrero

del noroeste mexicano. Es de destacar su rebelión de 1740 en contra del mal

gobierno, a pesar de haber tenido siempre el apoyo de los jesuitas, los padres

prietos, como los llamaban por su vestimenta, y que habían sido sus aliados, sus

hermanos. Ese 1740, los yaquis volvieron a clamar su grito de guerra, a levantar

su hacha, para oponerse a las injusticias, los azotes, las desigualdades. La otra

gran lucha yaqui, larga, desgastante, terrible, se inició en 1876, precedida de

brotes de rebeldía con la misma intención de independizarse. La que inició en

1876 era una lucha por su independencia encabezada, primero, por el gran José

María Leyva, Cajeme y, muerto éste, por Juan Maldonado, Tetabiate; enfrentaban

a un gobierno cada vez más intolerante, que prometía y no cumplía. La guerra se

extendió por más de cuarenta años.

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Los gobiernos no entienden; olvidan que son colocados allí por el pueblo

con la finalidad de servirle y no para servirse de aquél; no para aprovecharse, no

para abusar, no para atropellar; sí para conducir, guiar, encabezar, proponer,

sugerir, llevar a cabo. A la mayoría de los atacantes de Temósachi los mataron; a

miles de yaquis los mataron y a muchos más los vendieron como esclavos a las

plantas henequeneras de Yucatán. El objetivo final era aniquilarlos en su totalidad,

desaparecerlos como raza. Las injusticias, lejos de desaparecer, se incrementan.

Los atropellos continúan, la ceguera sigue siendo el mal mayor…

A eso de las once de la mañana vemos a unos campesinos que se

desplazan a caballo por dentro de unos terrenos sembrados de sorgo. Les

preguntamos que a qué horas sueltan el agua de la presa y nos dicen algo que no

esperábamos: que los sábados y domingos no sueltan el agua; sólo de lunes a

viernes, cuando lo hacen a las diez de la mañana dos compuertas y a las cinco de

la tarde la tercera.

- Los sábados y domingos se descansa, pues. –Nos dicen con un tonito de

burla al ver que nos cuesta un cierto esfuerzo mover los kayaks en las partes

bajas y pedregosas.

- ¿Ustedes creen que podemos navegar con esta cantidad de agua?

- De que pueden, pueden, pero se les van a ampollar las patas.

- ¿Llegaremos a Soyopa con luz de sol?

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- Pos ora sí que como dijo el filósofo, pue’ que sí, pue’ que no, pue’ que

quién sabe. Pue’ que a la tarde abran una compuerta, porque la presa está muy

llena. Eso les puede ayudar en la nochecita. Pero hay luna nueva y como está

encañonado, nomás oscurece no se ve nadita, nadita.

Con la certeza de que no habrá más agua, seguimos adelante. No nos vamos a

detener, nos gritamos unos a otros. Vamos a llegar. En Soyopa nos espera un rico

tequilita y una sabrosa carne asada. Hay que darle… ¡Puro pa´ delante!

Ninguno de los viajantes, con excepción de José Luis que es pescador y

guía de turistas en una comunidad llamada La Manga, junto a San Carlos, en

Guaymas, tiene experiencia. Los más estamos bastante faltos de condición física,

pero el entusiasmo puede más que cualquier brote de cansancio. Pocho, que es

carpintero (y herrero y productor teatral y pintor y etcétera) es uno de los que se

salva, al igual que Pepe que guardó en una caja de zapatos su título de contador y

es albañil, pintor de brocha gorda, plomero, electricista… Bryan, a sus once años,

tiene mucha energía traducida en entusiasmo. Pedro y Miguel - que creo que es

ingeniero - en su balsa se esfuerzan menos, pero avanzan lentamente rumbo a la

meta. Pedro es economista, profesor universitario y está terminando una maestría.

De remos sabe poco. Tal vez los más experimentados, además de José Luis, en

cuestión de remos, sean Juan Carlos y Omar, remando perfectamente

coordinados en su lancha.

A eso de las doce y media, yo me emparejo con Pocho y Bryan, que están

disfrutando un chocolate. Me ofrecen: es energía, me dice Pocho. Lo disfruto

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plenamente. Todos los demás van delante de nosotros, con excepción de Pedro y

Miguel que van rezagados. Decidimos esperarlos. La barra de chocolate está a

punto de desaparecer en nuestras bocas, cuando Bryan nos llama la atención:

- Volteen hacia la derecha,- dice.

- ¿Qué hay?,- pregunto yo, un tanto distraído, esperando ver un cardenal como

el que había visto minutos atrás: señorial, rojo profundo, dueño del mundo.

- Ya veo-, dice Pocho. Nos están vigilando. Son dos personas con un miralejos.

- Caramba. ¿Estamos en problemas?

- No lo creo. Sólo vigilan que no nos metamos en su territorio. Esta es una zona

tranquila. Hagan como que no los ven. ¡Miren! Allá vienen Pedro y Miguel.

Un saludo a lo lejos a los balseritos, corroboramos que vienen bien y seguimos

adelante.

Arriba

Cruzando Mazocahui, de donde hay que destacar los improvisados puestos de

venta de chiltepín y queso y una pequeña iglesia vestida de blanco, que no se

cansa de anunciar que ya bajamos la sierra, se encuentra un cruce de caminos.

Uno conduce a la sierra alta. Va hacia Moctezuma y de allí pasa por Cumpas y

Nacozari hasta llegar a la fronteriza Agua Prieta. De Moctezuma, a su vez, sale

otro ramal que conduce a la parte alta de Sonora: Huásavas, Granados, Nácori

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Chico, Bacadéhuachi, Huachinera, Bacerac, Bavispe, hasta llegar, ya por un

camino de terracería, a Agua Prieta. De Bacerac parte otro camino de terracería

que conduce a Casas Grandes, en Chihuahua.

Nosotros seguimos derecho, río arriba por el Sonora, cruzando pequeños

poblados como la Aurora, el Herrero, la Capilla, Suaqui, el Puertecito, el Molinote,

pequeños lugares muy visitados en periodos vacacionales, pero que hoy lucen

vacíos. En el Molinote, particularmente, hay un bello paseo por el río, lleno de

árboles y hondonadas donde se puede disfrutar de un rico baño, una sabrosa

carne asada y un día de campo familiar y revitalizador. Ahí, en una capilla, se

encuentra el señor del retiro, un Cristo de tamaño natural tallado en madera, al

que los viajantes de toda la región van a visitar cada que pasan por ahí. Es como

el San Francisco de Magdalena y le piden la bendición para que les vaya bien en

el camino. También ahí se reúnen en semana santa y hay fariseos que se azotan.

- ¿Se azotan?

- Se dan de latigazos para purgar sus culpas. Es una tradición milenaria de

los cristianos que adoptaron algunos grupos indígenas de la región. También, de

pueblos cercanos, mucha gente se va caminando a pagar mandas. Hay personas

que lo hacen todos los viernes, desde Baviácora, desde Mazocahui, e incluso de

más lejos.

Todos estos pueblos se localizan cerca del río, sobre una meseta, distantes dos o

tres kilómetros uno de otro, de manera que el tránsito hacia Baviácora fluye

agradablemente.

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Antes de llegar a Baviácora se encuentra el poblado La Loma, ahora

integrado como colonia del pueblo, unido por un puente. Baviácora es un pueblo

risueño, colorido, con una alegre plaza. La vieja iglesia, ya en desuso, es atractiva

porque es la única en el Estado con estilo arabesco. Por cierto, la están

remodelando para abrirla al público como centro turístico. Al lado se encuentra la

iglesia nueva, que conserva un tanto la imagen colonial. Sobre una loma se

encuentra el pueblo, y tiene pocos espacios para crecer; sin embargo, lo hace

ganando espacio a los cerros y ganando también tierra de siembra. Al salir, hay un

pequeño hotel con un hermoso huerto de naranjas. Por un lado del hotel hay una

desviación de terracería que conduce al arroyo del rancho, sobre el río. Es un

paseo natural para los lugareños.

Baviácora es famoso por sus chiltepines. La gente, como en toda la región,

se dedica a la agricultura y a la ganadería. En menor escala trabajan la minería; se

ven a los lados de la carretera pequeños minerales en plena actividad. Economía

para la región; explotan tungsteno,

En Baviácora hay dos monumentos: uno al actor y cantante Luis Aguilar,

porque los lugareños aseguran que aquí nació y no en Hermosillo como dice su

biografía, y otro a don Eduardo W. Villa, pionero de los estudios de historia de

Sonora; maestro, traductor, Secretario de Educación Pública, articulista de varios

periódicos. A don Eduardo, injustamente, lo despidieron de su trabajo por verter

comentarios, basados en estudios, en los que el general Obregón no salía muy

favorecido. Don Eduardo era el hermano menor de mi bisabuelo don José R. Villa.

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- Si eran hermanos, ¿por qué uno era doble u y el otro erre?

- La doble u o doble ve, es por Wenceslao, que era su segundo nombre; la

erre de mi bisabuelo es por Rómulo. Su segundo apellido era Romero, por

su madre que se llamaba María de Jesús Romero. Don Eduardo es autor

de varios libros de historia de Sonora.

- ¿Y tu bisabuelo, no fue historiador?

- No. Él fue apto para muchas actividades. Fue médico, poeta, administrador

de correos… Un gran lector. Tenía una biblioteca con títulos

importantísimos del siglo XIX. Por alguna razón, no pronunciaba la be.

Decía: ¡Ah, caprón!, en lugar de, ¡ah, cabrón!

Pasamos por La Estancia, comisaría de Aconchi, otro pueblo alargado y risueño.

En menos de diez minutos entramos en la cabecera municipal, Aconchi, con

tiempo suficiente para disfrutar de un rico cocido sonorense y unos sabrosos

frijoles con queso y tortillas de harina; de postre, cajeta de membrillo con queso

asadero. Riquísimo todo.

El cocido sonorense se prepara poniendo a cocer hueso, con ajo y cebolla, cola de

res o carne para cocer y garbanzo. Cuando ya están cocidos, se les agrega elote,

camote, papa, chile verde, ejote, zanahoria, repollo, calabaza… En fin, verduras

de temporada. Al final, ya para apagar la estufa, agregar un poco de cilantro

fresco.

Aconchi, al igual que Baviácora, Banámichi, Sinoquipe y Rayón, fue

fundado en 1639 por el sacerdote jesuita de origen portugués Bartolomé Castaño,

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o Castaños, llamado el padre indio. Castaño fue muy querido por los indios

ópatas, aprendió su lengua, tenía muchas habilidades oratorias y musicales y era

muy humilde en su forma de vivir. Fue sucesor del Padre Pedro Méndez, otro

sacerdote jesuita que predicó, ya anciano, en tierras ópatas y pimas. Cuando

Castaño llegaba a un lugar, sobre todo del área de Sahuaripa y Arivechi, que es

donde mayormente profesó su fe el padre Méndez, y comprobaba lo bien portados

que eran los indígenas y lo adelantados que iban en cuanto a la adquisición de la

religión cristiana, decía: muy bien se echa de ver que por aquí anduvo el padre

Méndez. Se dice que Castaño prácticamente vivía de limosnas. Vivía como los

indios, y era reconocido por éstos como el indio sabio o el padre indio, pues,

además de tener grandes conocimientos y habilidades, era de piel muy morena y

se confundía fácilmente con los indios. Luego de diez años de predicar por acá y

de fundar poblaciones, fue transferido a ciudad de México, de ahí enviado a

Oaxaca y luego a El Salvador, donde siguió con su prédica hasta que murió en

1672.

Estamos a tiempo de hacer un pequeño recorrido por el pueblo, antes de

desviarnos al lugar donde pretendemos pernoctar: las aguas termales de Aconchi.

No es diferente a los demás, excepto que está situado sobre una planicie y es más

extendido que Baviácora. En la iglesia albergan al Cristo negro, famoso en toda la

región. Desde luego que existen leyendas en relación a cómo llegó hasta allá un

Cristo con esas características. Hay dos, que son las más aceptadas: una, que

cuando lo llevaban a Arizpe, los responsables se quedaron a dormir en Aconchi; Al

otro día, el Cristo había aumentado tanto de peso que fue imposible moverlo. Dos:

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cuando lo conducían a Arizpe, las mulas que jalaban el carruaje se negaron a

avanzar y fue como una premonición de que ahí se debía edificar una iglesia para

albergarlo, cosa que sucedió. Tres: que el Cristo era blanco pero cambió su color

porque en Aconchi había muchos brujos. Como sea, varias veces los

aconchenses trataron de cambiar al Cristo negro por uno blanco, pero éste

siempre regresó. Finalmente, no sólo lo aceptaron, sino que ahora es motivo de

orgullo.

- En los años sesentas del siglo pasado, Aconchi tomó fama por el caso de

las galletitas.

- Platica. Cuenta, cuenta…

- Pues aquí vivía un señor llamado Wilfrido, que estaba enamorado de un

muchacho…

- O sea…

- Sí, era homosexual. Famoso por sus pasteles y sus galletas, cuando supo

que el objeto de su amor se iba a casar, y con una prima suya, además,

hizo unas galletas especiales y los invitó a comer a manera de despedida.

La pareja comió las galletas y ya sabrás lo que pasó…

- Se envenenaron…

- Murieron toditos, los dos. Pero, además, el papá de Wilfredo también comió

de las galletitas…

- Y también se fue pa´ California…

- Wilfredo, arrepentido, se entregó a las autoridades y murió años después

en la cárcel.

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- Pobre. Todo por amor…

En Aconchi, Acontzi, en ópata, es de llamar la atención el gran número de

carpinterías que hay y es que desde los años setentas del siglo pasado dio inicio

esa tradición que se ha consolidado en la región. De todo el río e incluso de

ciudades como Hermosillo, Cananea y Agua Prieta, vienen compradores de

muebles, sabedores de la calidad y originalidad de los productos elaborados por

artesanos locales. Se han convertido en verdaderos artistas en el manejo de la

madera.

En cuanto a la agricultura, Aconchi es reconocido por su chile colorado y

sus cacahuates. El chile colorado se vende en sartas, molido y también se

envasan salsas con diferentes ingredientes y cada vez ganan más mercado. En

cuanto a los cacahuates, una importante cantidad de los que se consumen en

navidad y en eventos deportivos de todo Sonora, provienen de estas tierras.

Desde luego que también hay ranchos ganaderos que exportan becerros a los

Estados Unidos, como es común a lo largo del río.

El escudo de Aconchi tiene una leyenda: Piso veredas que pisaron, andarán

caminos que anduvimos. No se sabe del autor de la frase, pero es posible que sea

del mismísimo padre Castaño.

Cruzamos el río por un pequeño vado, y rápidamente llegamos a un

hermoso pueblito, muy pequeño, llamado San Felipe de Jesús. Sobresale el Cerro

de la Cruz con su escalinata y, arriba, a todo lo alto, una gran cruz de concreto de

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siete metros y que se ilumina de noche. Sobresalen, también, los árboles a la orilla

del pueblo antes de entrar a las milpas, y el olor a ganado.

San Felipe se fundó en 1657, fecha en que el capitán Juan Munguía Villela

denunció los terrenos en donde se levanta; su intención era establecer una

hacienda para sacar plata. A principios del siglo XX se explotaron algunas minas.

Hoy viven menos de 800 personas; en extensión, es el municipio más pequeño del

Estado. De ahí tomamos el camino de terracería que nos conduce a las aguas

termales, la famosa Agua Caliente. Cuatro kilómetros adelante, kilómetros en los

que estuvimos en contacto con la naturaleza, viendo ganado, tierras sembradas

de forraje, gente a caballo, burros, y de cruzar acequias con agua para riego,

llegamos a un terreno con una casa habitación en desuso, una puerta de corral y

un señor, guardián del lugar, quien nos cobra una módica cantidad para pernoctar

allí.

- ¿Es seguro el lugar? – Le preguntamos.

- Muy seguro, no se preocupen. Nosotros hacemos rondines día y noche

para evitar cualquier atropello.

Dicho esto, entramos al lugar. Una plaza, con kiosco, bancas y árboles, se

encuentra del lado izquierdo; y a la derecha, luego de pasar por unos pequeños

baños, ¡la alberca! ¡La alberca de aguas termales de Aconchi! Nos estacionamos y

antes de bajar cualquier cosa del carro, hacemos un recorrido por el lugar:

arbolado, solitario, fresco en esa tarde de viernes. La alberca es de muy buen

tamaño; se puede nadar en ella; el agua llega hasta allá por un canal en

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cementado que la conduce desde donde brota de la tierra. Seguimos su ruta en

sentido contrario, llegamos a una construcción de piedra en cuyo interior cae el

agua caliente a alrededor de 59 grados centígrados; funciona como baño de

vapor. En medio hay una gran piedra lisa donde se puede uno acostar o sentar y

sentir todo el calor y los beneficios de esa agua. Rodeamos la pequeña

construcción y por fin encontramos, metros arriba, el lugar donde brota de la tierra

el agua caliente.

Regresamos al carro y ahora sí bajamos la casa de campaña, hielera,

maleta. Pronto estamos armando la casa bajo un gran mezquite, luego de haber

limpiado el suelo para eliminar piedritas que pudieran romper la casa, y haber

colocado unas telas por la misma razón.

Abajo

¿Dónde irá Abraham? ¿Y si le pasa algo? ¿Por qué se despegó del grupo? Un

poco más adelante encontramos al resto del contingente disfrutando unas ricas

guayabas silvestres. Nos entregamos al placer de lo natural. Un poco ácidas, aún

verdes, las frutas saben exquisitas. Reímos: lo estamos haciendo. Ese viaje tan

largamente planeado, tan largamente soñado, es una realidad.

Silencio…Soledad… Es diferente, le digo a Paquita, quien me ofrece de su

guayaba. Es diferente el tiempo, las formas, el clima. El reloj deja de ser

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importante y por ningún lado aparece el mal del siglo XXI: el estrés, la depresión,

las…

Cuando el río entra en Sonora, ya no se llama Papigochi: se llama Aros. En

Tepoca se le une el río chico; más adelante, se alimenta con las aguas del

Bavispe. De Chihuahua venía fuerte; en Sonora se fortalece aún más, y sigue su

camino. En el mismo Chihuahua contuvieron sus aguas con la presa Adolfo López

Mateos; de ahí las vuelven a detener en la presa la Angostura; luego en el Novillo,

que es la más grande de Sonora.

Para construir la presa del novillo, desaparecieron tres pueblos de Sonora:

Suaqui, Batuc y Tepupa. Batuc se encontraba en la margen derecha del río

Moctezuma, afluente del Yaqui; un poco más alejado de su afluente, en un verde

valle, estaba Tepupa con su vieja tauna y su molino de maíz, como dice la canción

¡viva Tepupa! Suaqui estaba situado también a la vera del río. Los tres pueblos se

inundaron con la construcción de la presa en los sesentas. Cuando el nivel de la

presa baja, se pueden observar las calles, algunas casas, las iglesias, el panteón.

Mucha gente originaria del lugar aprovecha esas condiciones para visitar sus

pueblos, llevar flores a sus muertos, refrescar recuerdos. Imagino a esas

personas entrando a lo que fue su casa, su hogar; las emociones encontradas que

experimentarán. Cuando vuelva a bajar el nivel de la presa, vendré, me prometo a

mí mismo, a observar lo que se me ha platicado pero no me consta.

El pueblo beneficiado, en lo que se refiere a extensión territorial, con la

desaparición de los pueblos, es San Pedro de la Cueva, situado en el margen

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superior de la presa y que tiene un pequeño embarcadero para que pequeñas

embarcaciones zarpen a pescar o simplemente a remar por la presa.

En diciembre de 1915, San Pedro de la Cueva supo de la furia desatada de

Pancho Villa, el centauro del norte. Iba Villa rumbo a Chihuahua después de

intentar vanamente de apoderarse de Hermosillo. Derrotado, frustrado, porque el

que había sido su amigo, el gobernador José María Maytorena, le había dado la

espalda y no sólo no lo apoyó sino que lo enfrentó, al ser recibido a balazos por un

grupo de vecinos que confundieron a los villistas con ladrones, mandó matar a

todos los hombres mayores de dieciséis años y él personalmente asesinó al

párroco del lugar. De los más de cien mil soldados que tenía Villa a principios de

1915, en diciembre de ese mismo año no completaba ni mil. A ese extremo le

habían afectado las derrotas que le infringió Obregón en Celaya, las derrotas en

Chihuahua y, por último, las de Agua Prieta y Hermosillo. Pero Villa no estaba

acabado, no. Resurgió de entre las cenizas… Pero esa es otra historia.

La mayoría de la gente de Suaqui, Tepupa y Batuc fue reubicada en

Hermosillo y algunos fundaron un pueblo en los márgenes del río Sonora, cerca de

Hermosillo. Lo llamaron san Francisco de Batuc. Años después, por cierto, estas

personas tuvieron que ser reubicadas al construirse, justo allí, la presa Rodolfo

Félix Valdés, conocida como El molinito. El agua los persigue. La mayoría se

reubicó en un poblado cercano, llamado Topahue. Tal vez, algún día, el molinito

crezca en tamaño y también desaparezca Topahue. Entonces, de nuevo tendrán

que emigrar.

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A eso de las dos y media de la tarde, luego de que mi kayak chocara contra

una roca y fuera yo con toda mi humanidad al agua hasta quedar con la cabeza

exactamente hacia abajo, hicimos un alto en el camino para probar algún alimento.

Qué extraña es la sensación de encontrarse bajo el agua con la cabeza

exactamente hacia abajo. Eso me sucedió una vez, cuando fui al agua con todo y

kayak. Lo primero que se experimenta, luego de la sorpresa inicial, es que es

parte de un juego; luego, tras varios intentos por salir del kayak sin lograrlo, se

pierde la paciencia; entra el pánico. Entonces, cabe un poco de auto control y

poco a poco, sin desesperar empujar el cuerpo hacia adelante una y otra vez

hasta que las piernas ceden y ya se puede subir a la superficie. No son más de

treinta segundos, pero se siente como una eternidad.

Después de que mi kayak se volteara, éste seguido permitía el acceso de

agua y cada cierto tiempo había que llevarlo a la orilla para extraerla. Pepe me

ayudó en esos casos, hasta que el problema desapareció y pudimos normalizar el

movimiento rítmico, cadencioso, del choque de los remos contra el agua.

Para comer, Pocho llevaba unas latas de atún; Juan Carlos y Omar bajaron

unos burritos de carne machaca con verdura y otros con frijoles. Pepe, paquita y

yo, olvidamos todo en el carro. José Luis pescó una tilapia y un bagre, que Pocho

cocinó. Ricos, en verdad, estaban los pescados, aún cocinados sin sal. Pocho

abrió el hocico del pescado, lo atravesó con una vara y lo puso a cocinar, dándole

vueltas sobre el fuego. Pedro y Miguel decidieron no detenerse y siguieron

adelante, Pedro al frente, de pie, remando, y Miguel en la parte posterior,

recostado, vigilando la marcha del motor.

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José Luis fue claro:

- Una vez que se haga de noche, yo me detendré. No puedo navegar en la

oscuridad; arriesgaría la lancha y, sobre todo, el motor.

Decidimos, entonces, volver al río para ganar tiempo.

Alán propuso intercambiar: quiero probar en un kayak, dijo, y me pidió el

kayak que yo manejaba y que yo me fuera en la lancha de motor.

Un descanso, me dije. Lo hicimos, el trueque. Como el tiempo apremiaba,

nos subimos a la lancha y todo fue una maravilla durante un rato: pude ver en

detalle los maravillosos paisajes, incluida Paquita que sonreía gozosamente bajo

su sombrero. Al llegar al primer rápido de esa nueva era, me tocó a mí el trabajo

de Mario Alán: que pícale, que bájale, que rémale. ¡Más rápido! ¡Más fuerte!

¡Rema! ¡Rema! Cuando las aguas estaban tranquilas, mi trabajo y el de Paquita

era ir introduciendo el remo al agua para informar a José Luis cuando las aguas

bajaran su nivel. Cuando eso sucedía, se apagaba el motor y remábamos. Dos o

tres kilómetros adelante, decidimos esperar a los demás. Pronto pasaron Juan

Carlos y Omar en su lancha. Minutos después observamos a un kayak que se

acercaba velozmente; era Pepe que venía a informarnos que Mario Alán tenía

problemas para controlar el kayak y se pasaba la mitad del tiempo bajo el agua;

que Pocho se había acalambrado y que Bryan se veía muy cansado.

Pepe siguió río abajo y nosotros decidimos regresar a buscarlos.

Navegamos río arriba hasta el primer rápido que nos encontramos. Ahí les

gritamos tan fuerte como podíamos, rompiendo abruptamente con el silencio que

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nos había acompañado durante el día. Caminamos a la orilla del río, gritando,

hasta que media hora después vimos un kayak que se acercaba a nosotros: era

Bryan, para decirnos que habían decidido acampar porque Mario no podía más.

- ¿Cómo van a acampar si no traen ni cerillos para hacer una fogata?, le

preguntamos.

- Mi tío sabe hacer fuego, nos dijo, orgulloso.

- De cualquier manera, no se pueden quedar. Vamos por ellos.

Y fuimos hasta donde efectivamente Pocho trataba de hacer fuego, mientras Mario

Alán temblaba de frío. Entendieron. Mario regresó a la lancha, yo al kayak, y

retomamos el camino.

Diez minutos más tarde, el espectro de la noche hizo su aparición. Así, de

súbito. Conforme aumentaba el nivel del agua, oscurecía. A las cinco de la tarde

abrieron una compuerta y eso propició que el río aumentara su caudal. En unos

cuantos minutos la oscuridad se hizo casi total. A lo alto, muy a lo alto,

aparecieron las estrellas, débiles primero para ir tomando fuerza conforme se

hacía más negra la noche.

¿Por dónde tomamos? ¿A la derecha o a la izquierda? La negrura es

intensa. Mario aprovecha la luz de la cámara para iluminar hacia el frente, pero los

resultados no son buenos.

- Ataremos los kayaks a la lancha, así tendremos un poco más de

tranquilidad, dijo José Luis.

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Lo hicimos y logramos avanzar unos cien metros. Cerca, muy cerca, se escuchaba

el sonido característico de un rápido, y fue cuando decidimos dejar de insistir. Nos

dirigimos hacia una orilla la derecha, donde se veía un poco de arena y la sombra

dibujada de al menos un árbol. Eran las seis con veinte de la tarde y no se veía

nada.

Rápidamente nos organizamos: atamos la lancha a la rama de un árbol,

juntamos leña y Pocho hizo fuego auxiliado por un encendedor que traía Paquita.

¿Y ahora? Las casas de campaña, los sleeping bags, las cobijas, la comida,

la bebida, todo, nos esperaba en Soyopa. Ahí, salvo las ropas mojadas que

traíamos puestas y una lata de atún, no teníamos nada.

- ¿Habrá leones? Coyotes sí hay. Hace unos momentos escuché el aullido

de uno-, dijo Mario.

- Por los animales no se preocupen -. Dijo José Luis. Habiendo fuego no se

acercan. Lo importante es juntar la mayor cantidad de leña que podamos. En la

madrugada la temperatura va a bajar a uno o dos grados.

A tientas, buscamos. Las reglas habían cambiado. El objetivo principal ya

no era la diversión, ni la exploración. Ahora la única lucha era por la

sobrevivencia.

Faltando diez minutos para las siete de la noche ya habíamos acumulado

una importante cantidad de leña. El lugar donde acampamos era más bien

pequeño. Junto al río hay una hierba parecida al césped que adorna algunas

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casas citadinas. Grama, le llama la gente de campo. Un poco más atrás se forma

una pequeña loma con arena muy fina. Es ahí donde hicimos la fogata, a un lado

de un mezquite de mediana altura.

Paquita trae unas pastillas contra el dolor muscular y con un poco de agua

que nos queda nos tomamos una cada quién. Pocho carga una pequeña cacerola

y pone a hervir agua que luego introduce en la botella.

- Así podremos tomar agua durante la noche…

- Y calientita…

Luego, al agua hirviendo le agregó un pequeño tubérculo que da una hierba que

acá le llamamos cobena y en Colombia coquito. Paquita y él bebieron. Era un té.

¿Cuántos pueblos, cuántas ciudades son alimentadas por tus aguas, río

Yaqui? Están, desde luego, los pueblos de la sierra, que son muchos, con una

cultura muy particular y costumbres arraigadas. Están los ocho pueblos yaquis:

Cócorit, Bácum, Ráhum, Vícam, Pótam, Huírivis, Tórim y Belén. Alimentas a

Ciudad Obregón y a más de 500,000 hectáreas de siembra en su fértil valle. De

tus mantos acuíferos extraen agua para Guaymas y Empalme e irrigas otros miles

de hectáreas en esa zona. Alrededor de 600,000 habitantes sacian su sed en tus

aguas y millones se alimentan de tu fruto. Algún día, tal vez coadyuves a saciar la

sed de casi un millón de hermosillenses que claman por agua…

A las ocho de la noche ya habíamos contado anécdotas, y platicado sobre

las estrellas; que aquella es la osa mayor y esa la menor.

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- Sí, alcanzo a ver a la menor… A la mayor no le encuentro forma…

- ¿Cómo estarán los demás? ¿Habrán llegado a Soyopa?

- Lo más seguro es que estén acampando más adelante.

- Puede que así sea… Si no, bien por ellos: han de estar felices, cenando

calientito, tomándose un tequilita y contando anécdotas.

- Mi reino por un tequila…

- Yo lo daría, pero por dos horas más de luz…

¡Cuánta belleza encierra el firmamento! ¡Cuánta luz! ¡Cuánta brillantez! Abajo,

oscuridad total. Allá arriba, a lo lejos, luz, brillo, claridad.

- Hace mucho tiempo que no me reencontraba con el firmamento -, dice

Paquita. Qué hermoso.

Eso pensábamos a eso de las diez de la noche, pero dos horas antes negras

nubes cubrían el cielo, amenazantes. Esos fueron, tal vez, los momentos más

difíciles de la travesía. Una lluvia, normalmente deseada, anhelada en estas

tierras semidesérticas, era lo peor que nos podía pasar en esas circunstancias. El

mezquite no nos iba a cubrir de la lluvia, el fuego se nos apagaría y lo menos que

pescaríamos sería una pulmonía. Afortunadamente, las nubes siguieron su

camino, desnudando un firmamento claro, inmenso, luminoso.

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- Yo nunca me separo de mi equipaje -, se quejó Pocho. – Siempre lo cargo

conmigo a donde vaya. ¿Por qué me tuve que despegar de él? Ahorita fuera muy

distinto, con cobijas, sleeping bag, casa de campaña…

- Pues sí… Pero nuestra realidad es otra. Nos falló la planeación…

¿Cómo había iniciado el viaje río abajo? ¿De dónde surgió la idea? Fue Pedro

quien lanzó la primera idea, luego que yo le platicara mi intención de recorrer el río

Sonora caminando, con la finalidad de escribir una historia social y cultural de ese

río que tanta importancia tiene para el Estado.

¿Por qué no empezamos por el río más caudaloso e importante de

Sonora?, me dijo: el Yaqui. Lo podemos navegar desde la cortina de la presa del

Novillo hasta el Oviáchic. ¿Qué te parece?

- Pero yo no tengo lancha, ni balsa, ni kayak -, le dije.

- Yo los puedo conseguir con un amigo de la Manga, una comunidad

pesquera que se sitúa junto a San Carlos.

- Pues lo intentaremos. Son como doscientos kilómetros de una presa a

otra. No será fácil, pero lo podemos hacer en fases.

Y se programó la primera reunión. Al conocido café llegamos Pedro, su hermano

Juan Carlos, Rubén dos, Mario Alán, Pepe, Paquita y yo. Intentamos darle forma a

los primeros sueños.

La fecha del viaje se había postergado por más de dos meses. Era, ya,

tiempo, de hacerlo o el entusiasmo se perdería. Pensamos en noviembre.

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- En el puente… Hagámoslo en el puente del 20 de noviembre…, - Dijo

Pedro.

Y así quedó. Saldríamos de Hermosillo el viernes trece por la tarde, aprovechando

que el lunes 16 sería de asueto, para acampar en el novillo y madrugar para

tomar el río por asalto.

Llegó el día. Cargamos el camión tonelada de Rubén dos, nos distribuimos

en el camión y la camioneta rodeo de Paquita y salimos a conquistar el río Yaqui.

En la rodeo íbamos, alegres como el jibarito de la canción, Pocho, Bryan,

Abraham, Pepe, Paquita y yo. Pasamos ya noche por un restaurante en

Rebeiquito, famoso por sus burros de machaca y carne con chile. Lástima, porque

algunos queríamos recuperar ese sabor y otros lo querían experimentar por

primera vez.

Arriba

La casa de campaña, nuestro hogar por esa noche, queda lista en cuestión de

minutos. Entonces vamos en busca de leña para encender fuego en alguna de las

parrillas que se tienen para el caso. Traemos carbón vegetal, pero queremos

encender con leña de mezquite de la región. Encontramos sólo basuritas, que es

como llamamos a los residuos de leña, a la corteza de los árboles y a ramas

delgadas. Las basuritas sirven para encender más rápidamente el fuego; antes,

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bajo éstas, colocamos un algodón bañado con aceite de cocina y fácilmente se

enciende el fuego y se colocan los carbones, también bañados en aceite. En cosa

de minutos ya estamos disfrutando de un rico café colado.

La tarde se va. Nos preparamos con las lámparas que traemos y decidimos

darnos un chapuzón.

- ¡Qué caliente! – Es lo primero que dice ella al tocar con sus pies el agua.

- No lo pienses - le digo -. Sólo métete.

Yo ya lo hice. Luego de la primera impresión (efectivamente uno siente que la piel

se le quema), llega el relax, el maravilloso relax. A esa temperatura, seguramente

el agua de la alberca llega a cerca de cincuenta grados, los músculos se

destensan, la piel se relaja, la emoción crece. Pronto ya estamos nadando en ese

remanso de paz y tranquilidad.

El paraíso existe. ¿Importa a quién pertenezca este pedacito de cielo?

Porque lo pelean Aconchi y San Felipe de Jesús, aunque desde hace muchos

años lo controlan y cuidan los ejidatarios de Aconchi. Lo que importa es que este

rinconcito existe y que aquí está, al alcance de cualquiera. No hay hotel, pero bien

que pudieran acondicionarse tres o cuatro cabañas para renta y seguro que sería

un éxito.

Ya se ha intentado urbanizar el espacio, pero siempre por una u otra razón,

los proyectos quedan inconclusos. La casa que se encuentra a la entrada la

construyó un extranjero con la intención de vivir allí, pero murió. El extranjero,

cuyo apellido no recuerdo, comía todos los días en casa de una hermana de mi tía

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Flavia, en San Felipe, allá por los años cuarentas. Allí también comía mi padre,

que en ese entonces trabajaba en la mina El lavadero.

Media hora después, ya noche, salimos de la alberca, nos secamos, nos

ponemos ropa gruesa porque hace frío – qué maravilloso sentir frío a finales de

abril -, colocamos más carbón sobre el fuego y disfrutamos del calor que produce.

También disfrutamos del silencio y de unas ricas quesadillas de tortilla de harina

con frijoles acompañadas – empujadas, dirían por aquí -por otro café.

- Los ópatas y pimas – interrumpo al silencio -, sobre todo los de Arivechi,

Bacanora y Sahuaripa, tenían un líder, el gran Sisibotari, quien buscó a los

jesuitas y entabló relación con el padre Méndez. Eso ayudó mucho para

que no hubiera violencia en el encuentro de los dos mundos.

- ¿Y los ópatas conocían el fuego?

- Todos los indígenas conocían el fuego. No olvides que América se pobló

con gente que cruzó el estrecho de Bering y para ese entonces ya se

conocía el fuego. Pequeños grupos se fueron quedando en las diferentes

regiones y eso dio lugar a tantas culturas; pero, en lo general, todos

descendemos de los mismos.

- Sisibotari… El gran Sisibotari…

- Y el padre Méndez, que había estado en Sinaloa y siempre quiso predicar

en Sonora. Cuando se enteró que se había construido la misión de

Buenavista, sobre el río Yaqui, él quiso venir a pesar de contar con más de

setenta años de edad.

- Hablas de la misión de Buenavista… ¿Qué es eso? ¿Qué es una misión?

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- Una misión… Verás… Es una organización que utilizaban los

conquistadores cuando las armas no les funcionaban. Las misiones eran

pueblos en los que el poder lo concentraba el sacerdote.

- ¿No había soldados?

- No en las misiones. El sacerdote organizaba al pueblo, educaba, enseñaba,

organizaba las actividades… Distribuía el trabajo y decidía quién hacía qué

y cuándo.

- Órale. Y les pagaba…

- No. Los indios no recibían salario alguno por su trabajo. Tampoco pagaban

impuestos de ningún tipo. Se le daba casa, comida, vestido, educación,

pero no dinero. Ellos, a cambio, tenían tareas que realizar como trabajar el

campo para la misión, ir a la iglesia, seguir las reglas impuestas…

- ¿Y eso funcionó?

- En principio sí, porque recuerda que los nativos no conocían el dinero;

entonces, no les importaba. Pero cuando supieron de él por los mineros

que llegaban a la misión ofreciendo importantes cantidades para que fueran

a trabajar a sus minas, sí hubo problemas. Entonces se les permitía ir a los

minerales por un periodo de tiempo, ya sea dos o tres días a la semana o

tres o cuatro meses al año. También había problemas porque les prohibían

el consumo de alcohol y porque no podían hacer sus fiestas tradicionales.

- ¿Qué tomaban los nativos?

- Ya producían bacanora o lechuguilla. Bueno, no le llamaban bacanora, sino

mezcal. También hacían tesgüino, que es un licor de maíz fermentado.

- Y de sus fiestas…

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- Por ejemplo, jugaban competencias a ver quién corría más rápido pateando

una pequeña pelota… Hacían carreras de parejas desnudos…

- ¿Cómo se relacionaban entre ellos? Como pareja…

- Para escoger pareja, un determinado día del año los hombre se colocaban

en un lado, las mujeres en otro; a una señal del jefe, las mujeres corrían y

después los hombres iban tras ellas. Si un hombre tomaba el seno

izquierdo de una mujer, ya era suya y esa misma noche se realizaba la

ceremonia para unirlos…

- Ya me imagino a las mujeres cubriéndose el seno si el hombre no le

gustaba…

- Y al revés…

- Pues, sí. ¿Y su religión no chocó con la de los españoles?

- En un principio no se interesaron en la religión de los católicos. Decían que

ese Dios de la cruz no había creado al mundo, que era otro quien lo había

hecho. También decían que el Dios de los españoles no curaba ni hacía

milagros. Se puede decir que los ópatas eran ateos, aunque creían en la

inmortalidad. Comúnmente, al morir un ópata, las mujeres recogían leche

de sus pechos y la vertían en los sepulcros. Día tras día hacían lo mismo,

como una forma de alimentación para que llegaran al otro mundo…

- ¡Shhhttt! La noche habla… Algo nos quiere decir…

A esas alturas de la noche acompañamos la charla con un tequilita. A lo lejos

se escucha el aullido de un lobo y el canto de un búho. Estamos sentados

sobre nuestras sillas, viendo el fuego y disfrutando su crepitar; sobre la alberca

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se forma una gruesa capa de neblina, producto del choque de la temperatura

del agua con la del medio ambiente. Algo nos quiere decir la noche.

Seguramente, que la oigamos, que la veamos; que dejemos que el viento

hable; que hable la tierra con su ancestral conocimiento… Que nosotros nos

acerquemos el uno al otro…

Hay que hacer caso del viento, del silencio, de la tierra, del canto todo. Hay

que obedecer. Luego de un prolongado y maravilloso silencio, damos un último

trago al tequila, apagamos el fuego con agua del canalete que va hacia la

alberca y nos dirigimos a la mansión que nos albergará esa noche: nuestra

casa de campaña. Echamos un último vistazo a la alberca, volteamos hacia el

cielo, que sigue allí, con sus estrellas tiritando, como dijo el gran poeta Neruda.

Nuestra bóveda celeste está esplendorosa; no hay luces que la intimiden; no

hay contaminantes que la opaquen.

Que es tiempo de alacranes, nos dijeron. No acampen en las aguas

termales porque con la humedad los alacranes salen de sus escondites y son

muy peligrosos. Pican y su veneno es muy peligroso.

Pues acampamos y hasta hoy no nos hemos topado con ningún bichito.

Esperemos que así siga y la noche sea placentera. La luna llena ya salió y nos

guiña en complicidad. Cerramos puerta y ventanas y abrimos nuestros

sentidos, nuestras emociones.

Terminamos de inflar el colchón acomodamos las lámparas a la vista,

verificamos que todo está en orden y con ese silencio embriagador nos

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acostamos buscando el sueño reparador. Ha sido un día emocionante; el

primero de este viaje exploratorio. Ahora sólo resta recuperar fuerzas para

estar listos y esperar que mañana nos llene de alegrías, de sorpresas, de

nostalgia…

Sueños…Recuerdos…

De madrugada había que salir para que rindiera el día. Cargando lo más

indispensable, sólo algo de comida y una pequeña botella con agua, salimos del

pueblo antes de que termine de amanecer. El cielo aún está gris y sólo se ve un

atisbo de tímidos rojos que asoman. Vamos cruzando el cauce del río, ancho, muy

ancho, cientos de metros, con una corriente de no más de diez metros de ancho y

alrededor de treinta centímetros de altura. El agua es transparente y fresca a esas

horas de la madrugada. Vamos hacia arriba por el arroyo de la cañada del horno,

y el objetivo es llegar a la punta del cerro el crestón. Dicen que desde ahí se ve el

pueblo de Cumpas; dicen tantas cosas, que ahí vamos un grupo de adolescentes

guiados por don José.

Una vez pasado un camino sobre el arroyo, el que conduce a las milpas del

lugar, nos adentramos en un cañón y llegamos a una cascada de unos treinta

metros de altura. Un hilo de agua cae y hace un ruido que si bien no es

ensordecedor sí se escucha en bastantes metros a la redonda. Subimos por una

vereda al lado de la cascada y nos encontramos, enrollada alrededor de una

piedra lisa y redonda, muy cerca del agua, a una boa del desierto, que acá

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llamamos corúa. Duerme. Seguramente se ha comido un conejo o una rata de

campo, y ahora estará alrededor de quince días digiriendo su comida y haciendo

la digestión.

Las corúas no son veloces y sí son muy pesadas. Miden de dos a tres

metros de largo y pueden medir hasta veinte centímetros de diámetro. Son lentas.

Don José nos explica que para capturar a su presa, que tiene que estar viva,

utilizan un raro poder hipnótico que paraliza a la víctima y así es como llegan a ella

y se la tragan entera. Los animalitos seleccionados tratan de huir, pero sólo

alcanzan a dar vueltas sobre sí mismos, hasta que llega la corúa con su hocico

enorme y se los traga enteros.

Seguimos arroyo arriba. Mientras más subimos, más fresco se siente el

ambiente a pesar de que el sol va en ascenso. Caminamos por veredas que han

formado las vacas de tanto transitar por allí en busca de agua. En ocasiones

tenemos que escalar por rocas de hasta diez metros de altura, apoyándonos en

pequeñas salientes y oquedades. Cada vez se ve más verde, cada vez hay más

tinajas con agua. El agua que cargábamos desde Arizpe la dejamos en un lugar

visible para recogerla de regreso. A estas alturas, sabemos que agua no nos

faltará el resto del trayecto hasta el cerro del crestón.

Somos un grupo de adolescentes secundarianos en busca de una meta.

Tanto se nos ha hablado de ese cerro, símbolo del pueblo, que queremos tener el

orgullo de decir, cada vez que volteemos hacia allá: yo estuve en la punta del

crestón. Por eso vamos. Y vamos cantando, felices, libres.

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No es esa la primera expedición que hacemos, no. Antes hemos ido varias

veces a los salones, un fresco y precioso lugar que se localiza en la base de lo

que más arriba es la mina del gachi. El cerro del pelón, le llamamos. Los salones

es una rinconada que se sitúa cerca de un arroyo. Las piedras de ese lugar son

grandes, planas, tienen forma de pared y hay algunas colocadas horizontalmente

simulando un techo. De ahí el nombre. Es un lugar muy fresco de relativamente

fácil acceso al que muchos lugareños visitan. Muchísimas personas, desde hace

bastantes años, han dejado su nombre impreso en ese lugar y eso se convierte

en otro atractivo.

También hemos ido a la mina del gachi, pero a esa vamos en carro

aprovechando un camino de terracería que la comunica con Arizpe. Para llegar,

hay que pasar por subidas y bajadas muy peligrosas, con grandes desfiladeros a

uno u otro lado. La mina del gachi es diferente a otras. Al llegar no se ve nada;

sólo un inmenso agujero, que ya acercándose a él nos damos cuenta que es

mucho más que eso. Cientos de metros hacia abajo y hacia los lados, maderos

atravesados, cuerdas colgando, peligro… La mina se explota esporádicamente;

pueden pasar años sin que se mueva una pala o un pico y de repente ¡ahí están

los hombres, trabajando, picando, cavando, acarreando! Eso sí, siempre hay un

guardia, una persona muy amable, que no sólo permite ver sino que orienta y

explica lo que él sabe del lugar.

Frente al pueblo, además del crestón y del pelón, hay otros dos cerros que

nunca hemos explorado: el fuste y el picacho. Y es que aunque se ven frente al

pueblo, en realidad hay que ir varios kilómetros río abajo antes de empezar a

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ascender. No conozco de gente que haya ido hacia allá, aparte de los vaqueros y

dueños de los ranchos de por allá.

Para el norte, sobre el río Bacanuchi, hay un lugar llamado la rinconada. Se

encuentra luego de pasar por un rancho que tiene por nombre el socavón y de allí

en adelante solamente se puede llegar a pie o a caballo y en tiempo de secas. La

rinconada es otro lugar paradisiaco sobre el río Bacanuchi, con enormes rocas

blanquizcas, también lisas, y cerros igualmente lisos a los lados del río. Es un

rinconcito donde casi no pega el sol. Como las rocas no se encuentran a la misma

altura y siempre corre agua, se forman pequeñas cascadas de dos o tres metros y

crean un espectáculo impresionante.

Pero ahora vamos sobre el arroyo que nos conducirá, si el tiempo y las

condiciones lo permiten, llegar hasta la punta de ese cerro desde donde tal vez se

vea el otro lado del mundo: Cumpas. No es fácil. Cada vez se vuelven más

complicado el ascenso y más escarpados los cerros. Las veredas ya no existen y

eso ocasiona que constantemente nos espinemos o caigamos en algún hoyanco,

o simplemente que nos resbalemos.

Acá ya no hay mezquites. Hay grandes encinos, alisos, sauces y otros

árboles de gran altura y muy frondosos que nunca habíamos visto. Hemos

caminado más de cinco horas y aún falta lo más peligroso: el último cerro, ya sin

arroyo por dónde guiarnos, muy empinado y lleno de árboles y pastizales. A las

claras se ve que el lugar es también de difícil acceso para el ganado, porque hay

mucha comida. El que sí pasta por aquí es el venado. Ya hemos visto dos que nos

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permiten acercarnos a unos cien metros de ellos y luego emprenden su

espectacular carrera, seguramente burlándose de nosotros.

Ahora, además del cansancio, tenemos otro problema: el factor tiempo. En

seis horas oscurecerá y no venimos preparados para acampar, ni yo tengo

permiso de mis padres para ello. Además, en esta región hay leones. Hasta aquí,

hemos caminado prácticamente sin parar durante seis horas y nos falta al menos

una para llegar a la meta. ¿Qué hacemos? ¿Abortamos el proyecto o nos

arriesgamos a seguir? Don José, prudentemente, pide que nos regresemos, pero

los demás opinamos que debemos seguir, que el regreso es más rápido que el

ascenso, que etcétera…

Seguimos adelante…Una hora después veíamos, no sin cierta desilusión,

que lo que creíamos una especie de meseta enorme donde podían aterrizar

aviones y hasta naves extraterrestres, era una serie de picos sin forma definida

que en nada se parecían a la belleza que vemos desde el pueblo. Tampoco se ve

Cumpas, ni ningún rastro de civilización. Arizpe sí se ve, pequeñito, apenas un

punto. Nos damos el lujo de gritar, de hacer alharaca, de poner nuestros nombres

sobre una roca y nada más, porque hay que bajar. Nada de sentarse un rato, nada

de explorar un poco más allá, nada de cumplir con uno de nuestros sueños: hacer

una gran fogata que se vea desde el pueblo. No tenemos tiempo y no es de noche

como para que se vea desde allá, de manera que iniciamos el descenso, ahora sí,

con hambre y sed pues por acá no hay arroyos ni tinajas, y nuestro lonche lo

dejamos junto al agua, bien cubierto para que no se lo comieran los animales.

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Por más que apuramos el paso, la tarde se va. Don José, sus tres hijos y

yo, sabemos del peligro que significa pasar la noche a la intemperie en estos

lugares. No traemos lámpara de mano, sólo unos cuantos cerillos, y caminar a

oscuras es punto menos que imposible.

Con todo y el cansancio de subir, caminar, escalar todo el día, más que

caminar corremos donde nos es posible. Cuando llegamos a la cascada, donde la

corúa sigue su sueño imperturbable, el sol ya se ha ocultado y sólo quedan sus

reflejos. Cortamos unos ocotillos secos y los encendemos a manera de tea. Así

bajamos la cascada y ya en el arroyo sin cerros de por medio, se nos facilita más

adivinar el camino. Faltan aún varios kilómetros. Hay que cruzar las aguas del río

al menos en dos ocasiones, pero no podemos detenernos.

Horas después, ya muy entrada la noche, subimos la cuesta que da inicio

al pueblo. Aún me esperaba, al menos a mí, una serie de cintarazos por llegar tan

tarde y en esas condiciones tan deplorables. Eso pensaba, al menos, pero por

suerte el recibimiento de mis padres y hermanos fue muy diferente. Estaban tan

angustiados por mi tardanza, que todo fue besos y abrazos y lágrimas de alegría.

¡Ah! Y comida, mucha comida. Bueno, cena que supo a gloria.

Abajo

¿Falta mucho para que amanezca?

- Apenas son las doce…

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- Cala, el frío. Por en frente tengo calor, pero por detrás me congelo.

- Pues cambia de posición…

- Es lo que he estado haciendo.

- ¿Por qué no intentan dormir?

- ¿Qué fue ese ruido?

- Un pescado. Un gran pescado; ha de pesar diez kilos, lo menos.

- Puede ser una nutria…

- ¿Una nutria? ¿Aquí, en el yaqui?

- Río arriba, por el yaqui y por su afluente el Bavispe, hay nutrias. Las han

detectado a la altura de Granados. ¿Por qué no se puede venir una que otra con

la corriente?

- Una nutria… ¡Con el hambre que tengo!

- Son hermosas, las nutrias; y comestibles.

.- Mañana… Mañana nos desquitaremos… ¡Hum! ¡Qué sabroso! ¡Una nutria! ¡Un

pescado gigante!

¿Alguien pensó que esto pasaría? Porque yo no. Y era lógico que sucediera;

posible, al menos. Si se necesitan lo menos siete horas para hacer el recorrido y

salimos a las diez, era lógico que no íbamos a llegar con la luz del sol. Nos cegó la

emoción.

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- Bueno, hay que echar más leña al fuego y tratar de dormir.

- Nos turnaremos, para que siempre haya alguien despierto.

Como un granito de arena en el desierto… Eso es nuestro planeta respecto del

universo. ¿Y nosotros? ¿Qué somos nosotros? Micro espacio, micro tiempo, micro

vida… A fines del 2009, nos encontramos una noche oscura, brillante, en un

pedazo de tierra casi virgen. Belleza. Pretexto ideal para disfrutar el contacto con

la naturaleza, este rinconcito que aún no hemos dañado. Con un poco de

inversión, aquél sería un paraíso para ser disfrutado por cientos, miles de

personas de todo el mundo.

- ¿Será conveniente? Se acabaría la magia.

- ¿Con qué cosa?

- Si se realiza una buena inversión: embarcadero, cabañas en renta, guías

turísticos, seguridad durante todo el trayecto, servicios médicos, parques

recreativos, servicios sanitarios, ¿se acabaría lo mágico del lugar?

- ¡Sí!

- ¡No!

- El atractivo es que el recorrido es virgen. Si el hombre mete su cuchara en

esto, deja de ser interesante.

- Si se hace con cuidado, respetando la naturaleza, sería formidable.

Ecoturismo, pues. ¡Imagínate! ¡Qué maravilla que nuestra gente disfrute

este paraíso terrenal!

- Se acabaría el silencio…

- El silencio con sus peculiares sonidos se impondría tarde que temprano.

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- Sueños…

- Sueño el que tengo y no me dejan dormir.

De un momento a otro, el menos pensado, la brillantez de las estrellas va

cediendo a la luminosidad del día. Son unos cuántos minutos los que dura el

proceso de cambio. Son, también, los minutos más fríos. La claridad se deja venir

como una aparición. Pronto, de las magníficas estrellas que lo dominaban todo

sólo queda un lejano punto apenas perceptible.

- Está amaneciendo…

- ¡Qué frío!

Hace frío, en verdad, pero la temperatura no ha bajado de cinco grados. Aún es

noviembre. Enero, febrero, de seguro, deben ser meses donde la temperatura

llega a cero grados e incluso menos que eso.

Paquita me dice que buena parte de la noche se la pasó calentando un

calcetín para colocármelo en las orejas. Yo le comento que durante la noche la

observé mientras dormía y coincidí en el gozo de haber emprendido juntos ese

viaje que se llama vida.

Mario, jugando con la arena, se encuentra con una pequeña lombriz de

tierra. ¡Carnada!, dice Pocho y rápidamente la toma para colocarla en el anzuelo.

Mejor nos la comeremos, dice José Luis. Es demasiado pequeña, dice Bryan,

quien había dormido profundamente.

¡Y allá va el anzuelo rumbo al río, llevando en su punta a la lombriz de

carnada! El hilo que sostiene Pocho entre sus manos atrae las miradas de todos

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los náufragos. Esperamos el jalón sintomático de que algo ha picado. Esperamos

segundos; luego, un minuto; luego, dos. Nada. Pocho regresa el anzuelo y ¡oh,

sorpresa! La lombriz ha desaparecido.

- Se la comieron.

- No, nunca hubo jalón que indicara eso. Yo creo que la lombriz voló por los

aires cuando la aventé.

- ¿Y ahora?

- Adiós, comida.

- Ni lombriz, ni pescado…

Era hora de continuar el camino. El sol aún no aparecía, pero ya había suficiente

claridad. Con agua del río apagamos la fogata que tanto nos había ayudado;

luego cubrimos con arena los trozos de leña que sobrevivieron a la noche, y nos

preparamos para continuar. Echamos un último vistazo al refugio y descubrimos

que habíamos tenido visitas durante la noche. A escasos diez metros de la fogata,

claramente se veían huellas de un animal. Es un mapache, dijo José Luis.

Buscaba comida. Los mapaches no atacan al hombre; son unos bellos animales

del tamaño de un perro mediano, con una hermosa, peluda y larga cola; alrededor

de los ojos tienen una especie de antifaz, cosa que los vuelve simpáticos a

nuestros ojos. Son herbívoros y su carne es comestible.

- ¿Por qué no lo vimos anoche? Hubiéramos cenado mapache a las brasas.

Entre Pocho y José Luis limpiaron la lancha, la acercaron, desataron las kayaks.

Luego, se instalaron en la lancha Paquita, Mario y el propio José Luis, quien

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encendió el motor y zarpó río abajo con la firme intención de llegar lo más pronto

posible a Soyopa y devorarse un exquisito desayuno.

Arriba

Cu,cú, cu,cú… Amanece… Cu,cu,cu cú… Bello el amanecer en las aguas

termales de Aconchi, con una serenata de palomas pitahayeras, cientos de ellas,

que cantan primero una, luego otra y otra y otra… Ya amaneció, parecen decirse

unas a otras…

Abro la puerta de la casa de campaña, aún con el sabor del sueño con

recuerdos de adolescencia. Hago fuego para hervir agua y disfrutar del rico café

mañanero. Le llevo a ella su taza humeante y eso la despierta. Bebemos en

silencio, sonrientes.

Luego de un rico chapuzón y de disfrutar de un desayuno consistente en

plátano, manzana y cereal con leche, caminamos arroyo arriba hacia donde se

localiza una cascada. Camino arriba hay otros nacimientos de aguas termales y

las autoridades han construido canaletes y pequeñas piletas para que los niños se

bañen. Hay mucho lugar dónde acampar y jugar. Adelante, los cerros se cierran

dando forma a un cañón, a cuya entrada se localiza un aliso con buena parte de

sus raíces de fuera. Unos quinientos metros más adelante, luego de pasar entre

grandes rocas de diferentes formas, nos topamos con la cascada. Es una caída de

agua de unos quince metros de altura, que hoy lleva muy poca agua. Sólo un

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hilito. En la parte de abajo forma una pequeña laguna; el agua seguramente tiene

mucho tiempo estancada, porque su color es verdoso y huele bastante mal. Por

los desechos de animal que abundan alrededor, es fácil deducir que la laguna

sirve para saciar la sed de todo tipo de animales que habitan la región,

particularmente vacas y caballos.

Subimos, entre rocas, por un lateral, para llegar al inicio de la cascada que

no es tal, porque el agua nunca cae libremente; siempre va sobre las rocas y

solamente los últimos tres metros se libera para caer en la pequeña y sucia

laguna.

Arriba, el panorama es diferente. Grandes piedras cuadradas,

rectangulares, romboides; grandes árboles, alisos en su mayoría, y casi todos con

las raíces sobre rocas. Más allá, sobre los cerros, mezquites y palo verdes.

Avanzamos por la arena, subiendo y bajando, eludiendo un pequeñísimo hilo de

agua que corre y forma tinajas, algunas de buen tamaño y profundidad como para

bañarse, pero a estas horas de la mañana el agua está muy fría. Unos minutos

después, nos encontramos con otra caída de agua, esta sí cayendo en forma de

cascada más o menos unos treinta metros, y la laguna que forma, a diferencia de

la primera, es de agua transparente. Por lo difícil del terreno, el ganado no accede

a ella.

Apoyados por una pequeña cuerda ascendemos por un lado de la cascada

en un terreno sumamente complicado. Piedras y tierra sueltas, arbustos muy

débiles como para soportarnos, montaña muy empinada. Pero lo intentamos y lo

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logramos. Luego de un descanso para que el corazón recupere su ritmo,

avanzamos por el arroyo; el paisaje es el mismo: grandes rocas, poca agua,

arbustos y uno que otro aliso. Dicen que si uno continúa por el arroyo, no muy

lejos se llega a la cima de la sierra de Aconchi y del otro lado se alcanza a ver el

pueblo de Opodepe. A los minutos, llegamos a una tercera cascada, más alta e

impresionante. Nos atrevemos a probar el agua de su laguna; es dulce, sabe a

hierba; es cristalina. Estamos en un lugar a donde pocos llegan; un lugar sin la

contaminación del humano. Si bien en el Agua Caliente y en la primera cascada se

ven por doquier bolsas de plástico, botes, botellas, pañales, acá todo luce limpio,

impecable.

Con mucho cuidado, realizamos el camino de regreso. Lo más difícil es

bajar al lado de la segunda cascada. Nos apoyamos uno al otro y con la cuerda, y

lo logramos, no sin peligro. Bajamos, ya más relajados, la primera cascada, y nos

vamos al lugar de nuestro campamento. El viaje no duró más de tres horas y

estamos hambrientos y sudorosos. A esa hora, once de la mañana, más o menos,

asamos unos trozos de carne y nos los devoramos.

Una vez que nos bañamos y cambiamos de ropa, recogemos la casa de

campaña, apagamos el fuego, subimos todo al carro, decimos adiós al Agua

Caliente y regresamos a San Felipe. Ya no hay tiempo, pero me hubiera gustado

conocer El lavadero, un mineral que hoy está convertido en centro recreativo

porque, además de la mina, tiene una zona boscosa que se encuentra como a

veinte kilómetros de allí. A donde sí quiero ir es al Jojobal, un pequeño pueblo que

fue famoso por su molino de trigo. Cruzamos San Felipe y tomamos hacia el norte;

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dos kilómetros arriba, nos encontramos con las ruinas de lo que fue el molino a

donde mi padre llevaba en ocasiones su trigo para que se lo molieran allí. La cuota

que se cobraba era el treinta por ciento de la harina y treinta por ciento del

salvado. Con lo que le molían a mi padre, todo el año comíamos tortillas de harina

y los cerdos y las gallinas que alimentábamos para comerlos, se comían el

salvado.

¿Qué sucedió con los molinos de trigo, tan importantes para la economía

sonorense desde fines del siglo XIX hasta mediados del XX? El gobierno federal, a

través de la Compañía Nacional de Subsistencias Populares, CONASUPO,

acaparó la producción de trigo y prohibió que en los diferentes molinos de la

región se moliera el grano dorado. Llegó, el gobierno, al extremo de pagar a un

guardia día y noche en cada molino para prohibir que entrara un solo costal de

trigo a los molinos. CONASUPO monopolizó la harina a fin de manejar un solo

precio en el supuesto de beneficiar a las clases más necesitadas. Tal vez sí, tal

vez no, pero una de las fuentes de trabajo más importantes del río sonora y de

buena parte de la entidad, se vino abajo.

En el Jojobal ya no vive gente, o al menos no se ve. Tal vez haya un guardia,

pero hoy no está. Aparte de las ruinas del molino, en el lugar hay una alberca de

muy buen tamaño y profundidad, que hoy no tiene agua, palapas y asaderos. El

Jojobal se encuentra a la orilla del río y ese es otro atractivo. Es otro buen lugar de

la región para acampar, cercado, rodeado de árboles y con sabor y olor a campo.

Todos los años, en el mes de octubre, los lugareños regresan a la jojobalada, una

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reunión de fin de semana donde se concentran alrededor de 200 personas que

ahora viven en diferentes lugares del estado y en Arizona.

- ¿Nos vamos? -, me dice ella, al verme embobado con los recuerdos.

- Nos vamos -, es mi respuesta.

Nuevamente pasamos por San Felipe de Jesús y sus verdes milpas, y sus huertos

y su olor a forraje y a ganado, nos sonríen. Cruzamos el río Sonora, que a estas

alturas sí tiene un caudal, si no importante al menos suficiente para dar vida a la

región, y tomamos la carretera rumbo al norte.

Pasamos por el Ranchito de Huépac, que fue famoso por sus minerales y

que cuenta con hermosos valles, buenas tierras para la siembra, y en dos o tres

minutos entramos a Huépac, Güepaca para los ópatas, que quiere decir donde

está muy abierto el valle. Huépac, al igual que Arizpe, fue fundado por otro

misionero, Jerónimo de la Canal. Algunos historiadores dicen que también fundó

Sinoquipe, y que allí los naturales lo recibieron tan mal, que le decían que

preferían morir como perros antes que dejarse bautizar. Varias veces estuvo a

punto de perder la vida en su intento por convertir al cristianismo a los ópatas de la

región, o los sonoras, como ellos se hacían llamar, pero logró su objetivo. En

1646, luego de fundar Arizpe, de la Canal fue a la ciudad de México a solicitar más

misioneros para ensanchar su radio de acción. Luego fue rector de los misioneros

de San Francisco Borja, que era la sede de los jesuitas en la región del río Sonora.

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Huépac tiene su bella iglesia, toda pintada de blanco, su plazuela con un

bello kiosco, y en el palacio municipal guardan celosamente retratos de próceres

de la independencia y un hueso de fémur de mamut.

Abajo

Antes de partir, se vuelve necesario un último vistazo al paraje que nos cobijó. Las

milpas, en esta temporada, no tienen siembra. Seguramente se acaba de

cosechar maíz o trigo o sorgo. Comida para el ganado, que es lo que abunda en la

región, más que la agricultura. Algún cuarto de adobe se ve a lo lejos,

abandonado; seguramente se utiliza en los tiempos de siembra y cosecha. La

montaña, imponente, con sus colores más vivos que nunca en una mañana

luminosa. El río, a toda su capacidad. Es la hora.

Pocho y Bryan se instalaron en el kayak doble, yo hice lo propio en mi

kayak individual y tomamos el mismo camino que la lancha de motor.

De nuevo, el silencio. Ahora, el caudal del río es significativamente mayor.

Pasamos el primer rápido, aquél que nos obligó a detenernos la tarde anterior por

considerar que era una cascada de dos o tres metros de altura, y comprobamos

que no había tal: sólo eran unas rocas un tanto más elevadas que otras las que

provocaban aquel ruido.

Seguimos. Uno, dos; uno, dos… El ritmo, el vaivén. Ahora, con más tiempo,

me permito observar los cerros circundantes. Las rocas toman figuras

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caprichosas. Una en particular llama mi atención: de costado parece un viejo indio,

con su gran nariz olfateándolo todo; cuando pasas frente a ella, el gran jefe indio,

guardián del río, ha desaparecido para dar lugar a unos imponentes pilares de

formas caprichosas. Cuando las dejas atrás, ves un pequeño bosque escondido

entre los cerros. Magia.

Curiosamente, no tengo hambre. Yo, que si no tomo café al levantarme y

pruebo algún alimento en la primera media hora del día, padezco de dolor de

cabeza y experimento un terrible estado de ánimo, hoy siento paz, tranquilidad,

felicidad. Remo y kayak ya forman parte de mí. El río forma parte de mí.

Un ruido de motor me saca de mi abstracción. Es una lancha… ¿Será la

lancha de José Luis, que viene por nosotros? ¿Traerá malas noticias? Un golpe en

el estómago incomoda, preocupa. Pronto las dudas se disipan: la que se acerca a

nosotros es una lancha diferente, en la que viajan dos jóvenes lugareños.

Luego de saludarlos, les pregunto que si cuánto falta para llegar a Soyopa.

Como media hora, me dicen. ¿Media hora en la lancha o media hora en el kayak?,

les pregunto. En el kayak, me responden, riendo.

¡O sea que acampamos cerca de nuestro destino! Ocho o nueve kilómetros,

a lo sumo. Pocho y Bryan aceleran el paso. Yo no puedo ir a su velocidad, de

manera que me sostengo en la mía. Un poco más adelante, Pocho y Bryan se

detienen y me proponen atar mi kayak al suyo para ir juntos lo que resta de la

travesía. Así lo hacemos.

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No pasa mucho tiempo sin que veamos la antena que indica la presencia

humana en aquel vasto territorio. Remamos con más fuerza, convencidos de que

el desayuno está a unos cuántos minutos de nosotros. Pronto llegamos al lugar

donde se encuentran la antena y una gran palapa en lo alto de un cerro, pero

ningún vestigio, ni de nuestros compañeros de aventura ni de cualquier otro

humano.

¿Dónde estarán? No sabemos nada de nadie. Paquita, Mario y José Luis

deben haber llegado una hora antes y tampoco hay señales de ellos. ¿Nos

estarán jugando una broma? Un poco más adelante, nos detenemos y lanzamos

algunos gritos. Sólo el eco nos responde. Es cuando recuerdo, muy vagamente,

que Pedro me había dicho que el destino era un parque recreativo junto al río,

justo donde se localiza un pango que sirve a los lugareños para cruzar sus carros

al otro lado del río.

Es más adelante, les digo. Y volvemos a instalarnos en los kayaks y a

remar de nuevo. En las milpas de ambos lados del río se ve movimiento: caballos,

burros, algún cabrito, pero ningún rastro humano. Claro, es domingo y no pasan

de las nueve de la mañana; día de levantarse tarde, de ir a misa, de socializar.

¿Y si decidieron seguirse de largo? ¿Y si pasó algo desagradable, algo

doloroso, con alguno de los compañeros? ¿Si tuvieron que salir de emergencia

rumbo a Hermosillo con algún herido? La paz cede para dar paso a una

intranquilidad creciente. Lo comento con Bryan y Pocho, quienes también se ven

inquietos. No pasa nada, dice Pocho, pero no está convencido de sus palabras.

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¡Por fin! Entre unos grandes álamos blancos, alcanzamos a ver, muy

apenas, la silueta del carro rojo de Rubén dos.

Ahí estaban, no había duda. Habíamos concluido la primera parte de

nuestro camino. Pronto escuchamos voces, risas y supimos que ahí estaban

nuestros compañeros.

¿Cómo les había ido a ellos? ¿Cuándo y en qué condiciones llegaron? Al

primero que veo, saboreando un taco de machaca de pescado, es a Juan Carlos.

Apuramos el paso. Ya nos vieron. Algarabía. Fiesta. Como podemos, bajamos de

los kayaks y caminamos, casi corremos, a la gran palapa donde se encuentra el

resto de los expedicionarios. Busco a Abraham; desde que salimos del Novillo no

sé de él y me preocupa. Entre el griterío y los sombreros y gorras al aire, por fin lo

distingo. Ahí está, disfrutando de un café.

- ¿Están todos? Es mi primera pregunta.

- Todos, me contestan.

¡Al ataque! Abrazos, apretones, alegría. Una familia. Pronto, ya tenemos en una

mano una taza de café y en la otra un rico taco. Entonces, nos cuentan que

cuando se les hizo de noche siguieron avanzando en la oscuridad. Que a eso de

las siete, escucharon una voz que decía: ¿Son ustedes? Era la voz de Abraham

que se había salido del río con todo y kayak para esperar al resto del equipo.

Una vez identificado, Abraham salió de su escondite y se unió al grupo que

formaban Juan Carlos, Omar y Pepe. Pedro y Miguel venían atrás, muchas veces

cargando la balsa por no ver la corriente estando ésta a unos metros de ellos. La

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travesía era en verdad difícil, pero decidieron continuar hasta lograr el objetivo.

Ataron los kayaks de Pepe y Abraham a la lancha y subieron todos en ella,

agotados de tanto remar y tratar de identificar el curso de las aguas. Poco más de

dos horas navegaron a oscuras, adelante la lancha, atrás la balsa con un Miguel

que había dejado su posición de descanso para cargar la balsa.

Arriba

¡Y vámonos a Banámichi! Banámitzi, donde da vuelta el agua. Luego de atravesar

un verde valle sembrado de trigo, sorgo, alfalfa, llegamos a Banámichi, tierra de mi

tío Roberto Villa, hijo de mi bisabuelo José, hermano menor de mi abuela Sara, a

quien los lugareños apodaban el Ciro Peraloca, por su afición a darle vuelo a la

imaginación.

En una ocasión, allá por los años sesentas, el tío Roberto, el güero Villa,

inventó una máquina para desgranar maíz y se fue con ella a Sinaloa ofreciendo

sus servicios. Le fue muy bien; allá se sembraba (se sigue sembrando) mucho

maíz y tuvo mucho trabajo. Un día estaba afuera de una tienda en un pueblo,

esperando que abriera para comprar alguna cosa que necesitaba. Cuando abrió el

dueño, él entró y pidió la pieza. Platicaron: que para qué la quería, que a qué se

dedicaba, etcétera. Mi tío le platicó de su máquina y el señor lo retó a que

inventara una máquina para hacer herraduras. Hace mucha falta, le dijo. El tío

aceptó el reto.

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De regreso, ya en Banámichi, dijo que necesitaba un torno para hacer la

máquina de herraduras. Buscó y encontró el torno y un chasís de carro viejo. A

partir de entonces, el tío se aisló. Colgó el torno con unos cables de acero y le

daba vueltas una y otra vez, pensando, buscando… Un buen día integró el viejo

chasís al torno, con la finalidad de corroborar que era lo suficientemente fuerte

como para sostenerlo. Construyó un horno, unas mesas de metal a las que les

hizo unos pequeños rieles…Fue integrando, integrando, mientras pensaba.

Pasó un año. Pasaron dos años. El tío Roberto, cada vez que su trabajo

como agricultor y mecánico y radio aficionado se lo permitía, se metía a su taller a

probar de una u otra forma cómo hacer para lograr que aquel pedazo de hierro se

transformara en calzado para caballos sin el problema y la falta de precisión que

implicaba hacerlas una por una y manualmente. Un buen día, por fin, convocó a

Irene, su esposa, a sus hijos Adrián y Trinita y a algunos parientes y amigos, y

echó a andar la máquina. ¡Soltó una polvareda! ¡Y hacía un ruido! A gritos, el tío

trataba de hacerse entender, sin lograrlo. Luego, tomó una pieza de hierro, la

colocó sobre el horno hasta que se puso al rojo vivo y la pasó por los rieles de una

de las grandes mesas, y la fue deslizando despacito, despacito… Pronto, aquella

máquina empezó a moldear el hierro, a forjarlo, a cortarlo, a hacerle los hoyos por

donde se colocan los clavos, a doblar. Unos instantes más, ante el asombro

general, empezaron a caer las herraduras una a una, todas iguales, del mismo

tamaño y del mismo peso. La gritería, los aplausos y los abrazos no se hicieron

esperar.

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Ese día inició operaciones la fábrica de Herraduras Villa, en Banámichi. El tío

entrenó personal, compró materia prima y echó a andar la fábrica, no sin

problemas. Seguido se descomponía una u otra pieza y no había dónde

comprarlas; había que hacerlas y el tío Roberto las hacía. La fábrica de herraduras

fue durante muchos años la única en su tipo en todo el norte de México y el sur de

los Estados Unidos y hasta allá van sus productos.

- Cortaban la varilla cuadrada, en tramos iguales, y las ponían a calentar

sobre el horno. Estando al rojo vivo la pasaban sobre un molde para darle

la forma de herradura. Posteriormente la ponían en otra máquina a presión

para hacer los orificios para los clavos de herrar. Las enfriaban y las

empacaban en ataditos de cuatro. Se hacían en diferentes medidas:

Número 1, las más grandes, cero, doble, cero, triple cero y mulas, las más

pequeñas. Y ya. Las herraduras estaban listas para la venta. Hoy la fábrica

se ha modernizado.

Ese fue sólo uno de los inventos del tío, porque también inventó una polveadora,

una máquina a la cual se le echaba todo tipo de material entre rocas y tierra, y la

máquina pulverizaba todo el material, menos el metal. De manera que por un lado

salían enormes cantidades de polvo y por otro caían, poco a poco, los metales que

pudiera contener aquel material. El tío nunca fue rico, no era esa su intención,

pero siempre tuvo espacio, lugares, tiempo y materiales que le permitieron volar y

crear.

- ¿Qué más ofrece Banámichi, además de los inventos de tu tío?

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- Pues, mira: Tiene un petroglifo en permanente exposición, que

seguramente indica un calendario de siembras y parece ser que lo pintó

una raza anterior a los ópatas; pesa más de cuatro toneladas y la gente lo

llama el ídolo de Banámichi. Además, Banámichi tiene balnearios y lugares

para practicar rapel; hay cascadas de más de veinte metros de caída libre;

Banámichi ha crecido mucho. Hay gente que viene a vivir acá sus últimos

años, porque consideran a este lugar como un remanso de paz entre tanto

ajetreo mundial. El slogan de Banámichi es: me afano por la cultura, por el

bien y la grandeza.

Banámichi y Aconchi son los pueblos que más han crecido en los últimos años.

Se deja ver en cómo han diversificado sus actividades y cómo últimamente se

han dedicado en serio a explotar el turismo. Cuenta con dos hoteles de muy

buena calidad, paquetes que incluyen paseos, prácticas de rapel,

excursionismo, monta a caballo, y un sin fin de actividades.

Abandonamos Banámichi cruzando el río sobre un puente. Esta es la segunda

ocasión que lo cruzamos; la primera fue en el gavilán, cerca de Ures.

- Hace unos veinte años, el río creció tanto que rompió el puente, dejando

incomunicado a Arizpe.

- Volvieron a los tiempos de antes.

- Sí. Tardaron varios años en reconstruirlo.

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Cruzando el puente termina el valle que había iniciado desde Mazocahui. Ahora, a

subir; una nueva sierra. Algún día, con más tiempo, visitaremos Tinamastes, una

región propia para actividades extremas al aire libre.

Siguiente destino: Sinoquipe, comisaría del municipio de Arizpe. A la

derecha de la carretera sobresale la iglesia; una breve desviación y ya se está en

Sinoquipe. Llama la atención, además de la iglesia dedicada a San Ignacio de

Loyola, una plazuela, casas blancas, altas, la mayoría con techo de dos aguas con

lámina galvanizada.

Regresamos a la carretera luego de comprobar que la gente del pueblo es

risueña y alegre. Seguimos hacia el norte, siguiendo el curso del río Sonora. Al

pasar por el puente de Crisanto, un puente corto, pero con una profundidad de

más de cincuenta metros, comento que cada vez más personas se atreven a bajar

por el cerro con la técnica rapel. Abajo se encuentra el cajón Crisanto, un arroyo

muy angosto en cuyo fondo casi nunca toca el sol por lo profundo que es. Cuentan

que es muy fresco y agradable, con un ecosistema diferente.

¡Tetuachi! ¡Estamos en Tetuachi y sus maravillosas columnas naturales!

Cerca, muy cerca de Tetuachi, se localizaba el mineral Las chispas, que tanta

plata dio a sus dueños y tanto trabajo dio a los lugareños. Desde fines del siglo

XIX y principios del XX, se explotaron cada vez más y más minerales en Sonora.

Tal fue el caso de este mineral enclavado cerca de Tetuachi en el municipio de

Arizpe.

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Mucho tuvo que ver con el resurgimiento de la minería en Sonora el que se

hayan pacificado o desaparecido los apaches. Muchos, la mayoría, murieron

enfrentando a civiles mexicanos o al ejército norteamericano. A los primeros, el

gobierno los recompensaba con tierras y un tratamiento especial. A los jefes

apaches Vitorio y Ju los mataron, y Gerónimo, que es el que más asoló a Sonora,

se rindió y aceptó irse a vivir con su gente en una reservación en Florida.

- Por cierto, no falta quien asegure, papel en mano, que el indio Gerónimo

fue bautizado en la iglesia de Arizpe, el primero de junio de 1821. De

acuerdo al acta, sus padres fueron Hermenegildo Moteso y Catalina

Chagori, ¿qué tal? Se dice que Mangas Coloradas, su fiel amigo, también

es de por acá.

- ¿Qué tan creíble es eso?

- Poco. Primero, porque es poco probable que a Gerónimo lo hayan

bautizado, pues los apaches no eran católicos; de hecho, no profesaban

religión alguna. Segundo, aunque en 1821 los apaches estaban en paz, es

poco probable que hayan ido a Arizpe a registrar a un indio. Tercero, los

apaches pasaban la mayor parte del tiempo en las montañas de Arizona y

sólo venían a Sonora a atacar.

- ¿Y el documento que presentan?

- No se puede confiar totalmente en él, porque es una hoja suelta que no se

sabe de dónde salió. Además, muchos indios pueden haber elegido ese

nombre para su hijo.

- Entonces, la historia…

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- Es una construcción, efectivamente…Desde luego que hay maneras de

acercarse a los acontecimientos a través de documentos, de escritos,

jeroglíficos, fotografías, tradición oral… Si hubo un enfrentamiento y

murieron veinte, y eso lo consignan ambas partes, en eso no hay duda,

pero en las causas, en los por qué se encuentran los retos y ahí está la

riqueza de la investigación histórica. Los documentos no son un retrato de

la época, sino una interpretación, la visión de una de las partes. Hay que

saber interpretarlos, cotejarlos, enfrentarlos con otros.

Los apaches habían estado pacificados por los franciscanos en Nuevo México,

pero la falta de tacto de éstos al castigar cruelmente a sus hechiceros, entre otras

cosas que no les gustaron, como la de querer imponerles su religión y hacerlos

sedentarios, los movieron a rebelarse y llegaron hasta lo que hoy es Sonora. Te

hablo de por allá de 1680. Incluso mataron a los frailes franciscanos, 22 en total, y

a más de 500 españoles en la región de Nuevo México. Destruyeron pueblos y

quemaron iglesias. Los soldados españoles, apoyados por indios ópatas y pimas

bajos, los persiguieron, destruyeron sus rancherías y sus siembras. Los apaches,

entonces, se volvieron errantes, viviendo del robo, el saqueo, el exterminio.

- ¿Así, de plano, tan sanguinarios eran?

- Lo eran, es verdad, y las crónicas que se hacen de ellos son terribles. Hay

que decir en su favor que eran desplazados; que su cultura no les permitía

dividir la tierra; para ellos, todo lo que pudieran recorrer a caballo era suyo,

y podían disponer de lo que ahí hubiera. También hay que decir en su favor

que cuando se hablaba de sus costumbres siempre se exageró, ya sea

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para que les enviaran más recursos o para justificar el exterminio que se

hacía de ellos.

Los presidios que se instalaron en la región surgieron precisamente para contener

a los apaches y, de ser posible, exterminarlos. Lo mismo se pretendía con los

seris, que nunca se pacificaron e igualmente eran nómadas. En 1790, la mayoría

de los apaches fueron obligados a firmar la paz. A cambio, se les otorgaría alcohol

y ganado en cantidades suficientes para su subsistencia. Los que no firmaron,

siguieron asolando a la región y matando gente, hasta que también fueron

vencidos y obligados a firmar la paz.

En 1831, luego de consumada la independencia de México, los apaches

volvieron a atacar, con el pretexto de que el nuevo gobierno no les daba las

raciones acordadas. La guerra se dio sin cuartel. Los apaches atacaban donde

menos se esperaba; la gente se organizó y salió en su busca. Fueron casi sesenta

años de una guerra que parecía no tener fin, hasta que fueron copados por los

ejércitos de México y Estados Unidos; muchos de ellos murieron peleando y los

que sobrevivieron fueron enviados a reservaciones.

Aunque en Sonora también estaban los yaquis, en pie de guerra desde

treinta años antes de que se acabara el siglo XIX. Los yaquis no peleaban contra

civiles, pero acorralados y hambrientos como estaban, huyendo de un gobierno

que no tenía piedad y los quería exterminar o deportar a Yucatán, en ocasiones

atacaban poblados con la finalidad de robarlos y obtener comida y dinero para

armas. Una vez llegaron a Las chispas. Era por ahí 1918 o 1919. Formaron en fila

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a todos los trabajadores y empleados de la mina y los desnudaron para quitarles

cuanto poseían de valor. A mi abuelo no lo desnudaron porque, como era

mecánico y estaba lleno de grasa, lo dejaron en paz, vestido con su enorme overol

de mezclilla. A nadie mataron, a nadie ultrajaron. Sólo se llevaron todo aquello que

consideraron de valor.

En una ocasión, mi padre acompañó a mi abuelo a Las chispas y un trabajador

le regaló una piedra de plata del tamaño de una pelota. Mi abuelo, además de

trabajar como mecánico, era transportista. Él les llevaba alimentos desde Arizpe y

cuando moría alguien, los transportaba en su carreta al panteón de allá para su

sepultura.

- ¿Qué caminos había?

- Solamente por el río. La única manera de transportarse era por el cauce del

río, de manera que cuando éste crecía se cortaba la comunicación. Podían

pasar meses incomunicados, los pueblos. De Banámichi a Mazocahui sí se

podía transitar sobre las mesetas, pero solamente en ese tramo. Así fue

siempre hasta hace poco menos de sesenta años, por ahí a principio de los

cincuentas, que se construyó un camino de brecha entre los cerros.

- Pero tenían que cruzar el río.

- Exacto. Tenían que cruzarlo y ese fue un problema de siempre. Se

necesitaban más caballos, más hombres, más cuerdas… No solamente era

el río; también los arroyos crecían y era imposible cruzarlos.

- Pero tenía su fiesta, desde luego. Supongo que la gente se congregaba en

esos lugares.

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- Sí. Sea para ayudar o simplemente para divertirse viendo cómo sacaban

los autos o diligencias o simples carretones atascados en el lodo o en el

agua, o viendo los preparativos para cruzar. Tenía su encanto.

- Y así era por todo el río.

- Por todo el río. En la época de la colonia, intendentes, obispos, generales,

médicos, interventores, indios y españoles, todos tenían que pasar por el

río.

- Pero los indios sí andaban a campo traviesa.

- Desde luego que podían y sabían hacerlo. Pero no era fácil.

Los caminos…Gran problema para la región fueron los caminos. En 1780, el

Caballero de Anza construyó el camino de Arizpe a Santa Fe, Nuevo México. Era

un camino difícil, pero transitable la mayor parte del año, que podían utilizar

caballos y carretas.

De aquí partió en 1811 el General Alejo García Conde, recién llegado de Europa,

a combatir a los insurgentes que, comandados por José María González

Hermosillo, había salido de Guadalajara a conquistar el norte. Se enfrentaron en

San Ignacio Piaxtla, Sinaloa, y el resultado fue desastroso para los insurgentes

que no volvieron a internarse por estas regiones.

Por cierto, desde 1813 los pueblos del río se comunican a través del correo.

En ese año, el General Alejo García Conde introdujo el servicio y ha sido

constante, con las excepciones a causa de la interrupción de los caminos.

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A fines del siglo XIX, el entonces gobernador Ramón Corral construyó una

ruta de terracería de Ures a Arizpe, y de Arizpe a Fronteras y Paso del Norte, hoy

Ciudad Juárez. Eran caminos de terracería que se utilizaban solamente cuando no

se podía transitar por el río, y se tardaban varios días para ir de un lugar a otro. Ya

en los años sesentas del siglo pasado, Luis Encinas construyó la carretera de

Hermosillo a Ures; luego, Faustino Félix la continuó hasta Baviácora, Biebrich la

llevó hasta Aconchi y Carrillo Marcor la concluyó en Cananea, donde se une con la

que va de Hermosillo a Agua Prieta y de allí hasta Chihuahua.

El mineral Las chispas desapareció. Hay documentos que dicen que en

1926 el pueblo llegó a su fin. Tal vez la mina dejó de ser productiva en ese tiempo,

pero el pueblo siguió existiendo al menos unos años más. Con Las chispas pasó

lo que suele suceder con las comunidades mineras. Ya había alcanzado el título

de comisaría; ya tenía escuela, iglesia, oficinas, hasta teléfono para comunicarse

con Sinoquipe y a la residencia del señor Pedrazzini, su dueño, en Arizpe, y en

unos cuantos años se desmoronó, se vino abajo.

-¿No tendría que ver el señor Pedrazzini en ello? ¿Enfermedad, muerte,

cambio de residencia?

- Fíjate que sí. El señor Pedrazzini era un suizo que trabajaba como tenedor

de libros y cajero en una compañía minera de la región. Al volverse improductiva

la mina, él se quedó como velador y en lugar de pagarle en efectivo, le regalaron

la mina del Carmen. Luego compró en cien pesos la mina las chispas, recién

descubierta por el señor Francisco Sotomayor Campo. Pedrazzini se llevó su

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maquinaria y empezó a trabajar. Para 1895 ya había un pueblo completo, con

servicios. Pronto adquirió la categoría de comisaría y Sinoquipe la de municipio.

En las chispas había escuela, iglesia, oficinas, tiendas de abarrotes y de ropa.

Pedrazzini adquirió en total 27 minas y algunos ranchos. Pero sí tuvo que ver con

la desaparición del pueblo: regresó a Europa, rico, muy rico, pero viejo y enfermo.

Murió en su tierra, a los setenta años de edad, en 1922.

- Pero cuando empezó aún había apaches…

- Sí, y él los llamaba despectivamente hienas del monte. Los apaches

tuvieron mucho que ver en que las anteriores minas cerraran y los dueños

regresaran a los Estados Unidos.

- Tuvieron que ver con su enriquecimiento…

- Pues, sí. Indirectamente.

- ¿Qué minerales había en las chispas?

- Plata y cobre.

Antes de las chispas, en Tetuachi había un real de minas; se llamaba Nuestra

Señora de Aránzazu de Tetuachi. En Sinoquipe había uno que se llamaba Real de

San Antonio de Motepori. Ambos reales tenían iglesia, requisito indispensable

para obtener el título de real de minas.

Mucho antes, en la región se había explotado la mina el gachi, mineral que

fue del señor Juan Esteban Gach, comerciante de Arizpe allá a fines del siglo XVIII

y que era quien surtía de uniformes a los soldados de los presidios de las

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Provincias Internas de Occidente, que es como se llamaba la región noroeste de

México y sur de los Estados Unidos. Trabajó un tiempo y luego cerró, pero el

mineral allí sigue en espera de ser extraído de sus entrañas para comercializarse.

- ¿Qué extraían del gachi?

- Plomo y manganeso, aunque también sacaban cobre y en menor medida,

plata.

La región de Arizpe es minera, lo que pasa es que no se está explotando. En

ocasiones, el gachi se reabre como mina y se explota, pero no hay continuidad.

Toda la región, desde Sinoquipe hasta Chinapa y hasta Bacanuchi, tiene reservas

de oro, plata y zinc. Falta ver quién se lanza al ruedo.

Abajo

Luego del opíparo desayuno y luego de la algarabía del reencuentro, decidimos

hacer un inventario de hechos. ¿Qué pasó? ¿En qué fallamos, en qué acertamos?

Reunidos todos bajo la enorme palapa del parque de Soyopa, un hermoso lugar

lleno de enormes álamos y asaderos, un baño y, sobre todo, el majestuoso río con

una enorme laguna propia para la pesca, hablamos de nuestra particular

experiencia en este viaje tan diferente a todos los demás que alguno hubiera

realizado.

Los lugareños tienen a la orilla una pequeña lancha y una pesada cuerda que

atraviesa el río y sirve de apoyo para cruzar de un lado a otro. Es el campo, la

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campiña sonorense: tranquilidad, aire puro, pequeñas aves jugueteando cerca,

alguna vaca mugiendo. A simple vista se ven los peces, jugueteando en las

mansas aguas del río. En ese ambiente se escuchaba la voz de Pedro:

- Independientemente de cómo vengamos, yo opino que deberíamos

continuar. A trece o catorce kilómetros de aquí hay otro pueblito que se

llama San Antonio de la Huerta. Y el río ahora sí lleva agua. Podemos llegar

fácilmente.

- Pero los carros no entran a ese lugar. El camino es malo y pedregoso. El

siguiente lugar donde los podríamos recoger porque hay carretera es

Tónichi. Y mira que tenemos que regresar a Hermosillo y tomar otra

carretera, la que va para Chihuahua, pasando por Yécora.

- Ni modo que no haya un camino vecinal.

- Sí lo hay, pero no lo conocemos y el carro rojo es muy grande y pesado

para estos caminos.

- Además, Pedro, estamos realmente cansados. Ya disfrutamos, probamos

un deporte extremo. La gran mayoría de nosotros pasamos de los cuarenta

y algunos pasamos de cincuenta y hasta de sesenta años. Ha sido una

gran experiencia, con todo y los problemas que enfrentamos. Yo propongo

que nos relajemos, disfrutemos de una carnita asada con unas cervezas

bien heladas y por la tarde noche nos regresemos a Hermosillo, a enfrentar

la cruda realidad.

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Todo esto lo platicábamos disfrutando de un rico ceviche de mariscos que Juan

Carlos y Omar preparaban, acompañados de una riquísima salsa, cuya receta se

negaron a proporcionar.

- Aún no registramos la patente y no queremos que se nos adelanten,

dijeron, entre broma y verdad.

Opiniones iban, opiniones venían, pero nadie hablaba de la falta de planeación. Se

imponía el entusiasmo, la alegría de haber llegado a la meta. Pero en el aire

flotaba el ambiente de que efectivamente algo pudo habernos sucedido. A

Abraham se le censuró el no haber trabajado en equipo y los riesgos que corrió al

recorrer prácticamente solo la mayor parte del trayecto. Estuvo de acuerdo, pero

se defendió hablando de su buena condición física a pesar de sus sesenta y

tantos años.

La organización para el siguiente paso se dio fácilmente: cooperación para

comprar más cervezas, conseguir una parrilla para asar la carne, preparar

quesadillas, salsas, guacamole. El más activo para llevar a cabo estas actividades

era Benjamín, Chamín, que se había integrado de último momento a la caravana

como apoyo en tierra.

La noche anterior, Benjamín hizo una fogata a la orilla del río para anunciar

a los expedicionarios el fin de su destino. Como al mismo tiempo que le echaba

leña al fuego ingería cervezas, a eso de las 8:30 de la noche la fogata se extinguió

porque pudo más el efecto del alcohol que la idea de mantener una especie de

faro con fuego, y cuando llegaron los primeros navegantes se guiaron por señas y

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a tientas. Los dos Rubén, por su parte, agotado el uno por el trajín del día,

mareado de tanto bacanora ingerido el dos, ya iban por su segundo sueño cuando

llegaron los kayakistas, balseritos y lancheros. Cuando llegaron, no hubo fiesta ni

algarabía; simplemente, la confirmación de su llegada, la ubicación de un espacio

para colocar cobijas y a dormir, a recuperarse del cansancio por el extremo

esfuerzo realizado a lo largo del día. Nadie se acordó de comer o beber; sólo

importaba un lugar dónde depositar el agotado cuerpo.

En lo que yo preparaba la carne asada, Pocho, Juan Carlos y Omar

echaron el chinchorro al agua y no tardaron en sacarlo con más de una veintena

de exquisitos peces. Omar iba de un lado a otro, lanzando a tierra los movedizos

pescados, mientras Pocho los recogía para introducirlos, aún vivos, en una

hielera. Esa tarde comimos carne asada, pescado a las brasas, dos variedades de

salsa, muy sabrosas ambas, preparadas por Paquita, Omar y Juan Carlos. Nos

cobramos en cantidad y calidad todo lo que nos habíamos privado el día anterior.

Lo más divertido del viaje estaba por llegar. En cuanto sonaron los acordes

de un danzón, Nereidas, creo, Rubén dos se lanzó al ruedo y, ágil como gacela,

se puso a bailar cadenciosamente, moviendo rítmicamente sus ciento veinte kilos

de peso. Todo fue algarabía. Luego siguió otro danzón muy conocido y el baile

creció en entusiasmo, en entrega, en patriotismo…

Juárez no debió de morir…

¡Ay!, de morir.

Juárez no debió de morir…

¡Ay!, de morir…

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Porque si Juárez no hubiera muerto,

Otro gallo cantaría,

La patria se salvaría,

México sería feliz…

Tan tan tan.

Algunos lugareños que paseaban por ahí, se integraron al maravilloso espectáculo

que se presentaba gratuitamente, como un regalo de dioses. También llegaron

unas personas de Hermosillo y no se necesitó de presentación para que la

convivencia se lograra: la energía y el entusiasmo contagian.

Así transcurrió el resto de la mañana y hasta bien entrada la tarde del

maravilloso domingo 15 de noviembre de 2009, en Soyopa, Sonora, primer destino

de una travesía que promete continuar en meses próximos, primero a Tónichi,

después a Ónavas; luego, a La Dura, un pueblo fantasma de no más de diez

casas deshabitadas, pero que hasta 1930 fue cabecera municipal y todavía hace

30 o 40 años era un pueblo próspero gracias a las minas que se explotaban en

sus alrededores. Fuera de la Dura, pueblo minero que está pagando las

consecuencias de que sus yacimientos se agotaran o su explotación dejara de ser

rentable, los demás pueblos viven de la ganadería y, en menor medida, de la

agricultura. San Antonio de La Huerta también tiene un rico historial minero.

Ahora, en los pueblos, venden quesos, famosos por su sabor; últimamente,

gracias a la presa, bastantes personas se dedican a la pesca. También, para

infortunio, actualmente los maravillosos cerros y sus fértiles valles se están

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utilizando para siembra de estupefacientes, cosa que ha intranquilizado a la

región.

De la Dura continuaremos hasta el embalse de la presa el Oviáchic destino

final de la expedición Río abajo; destino final impuesto al grande, al maravilloso e

insuficientemente explorado río Yaqui. De ahí en adelante, por puro placer,

recorreremos, algún día, espero, los más de 40 kilómetros de longitud que tiene

esa presa, misma que alberga en sus aguas al pueblo más antiguo de la región:

Buenavista, fundada por un jesuita en 1619 y donde, en el siglo XVIII, 1741, para

ser preciso, se instaló el Presidio de San Carlos. Por puro placer lo recorreremos y

recrearemos aquellos tiempos de cuando los yaquis abrieron las puertas de su

territorio a unos españoles que jamás pudieron vencerlos pero que, viendo cómo

los mayos, que habían aceptado sin pelear a los españoles, aprendían agricultura,

utilizaban bestias para el cultivo, construían hogares mucho más sólidos que los

suyos, que generalmente eran de carrizo entretejido, sostenido con horcones y

cubiertos por una capa de barro, con una enramada en frente; decidieron probar

suerte y entrar en ese mundo de modernidad que se ofrecía con la condición de

que lo hicieran sin armas ni imposiciones; que no hubiera esclavitud, ni azotes, ni

castigos, además, de que se les permitiera ejercer sus creencias religiosas sin

obstáculo alguno. Para lograr ese acuerdo, los mayos, que eran enemigos

naturales de los yaquis, se prestaron como intermediarios. A cambio, los yaquis se

comprometían, entre otras cosas, a no volver a pelear contra los mayos ni contra

ninguna otra nación cristiana. ¡Cuánto les costó a los españoles entrar a la nación

yaqui! ¡Cuántos soldados muertos! ¡Cuántos caballos muertos! ¡Cuánto orgullo

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pisoteado al ver que una horda de salvajes sin más arma que arco y flecha los

derrotaba una y otra vez, a ellos que tenían fuego en las manos!

¡Mata, español, mata, que bastantes quedamos para acabar contigo!, era el

grito de guerra de los yaquis cuando enfrentaban a los españoles. Y se escuchaba

el alarido de aprobación de los guerreros que soltaban una lluvia de flechas sobre

españoles y aliados. ¡Mata, español, mata! Pero terminaron negociando…

Negociando… La religión cristiana se impuso, poco a poco, entre la tribu yaqui,

pero ellos nunca olvidaron la propia y, como resultado de la mezcla entre culturas,

surgió un rito fortalecido; surgieron danzas como el pascola y la mundialmente

reconocida danza del venado. Surgieron grandes mitos, grandes leyendas,

grandes historias.

Arriba

Pasamos Tetuachi, algunos ranchos como el toro muerto, el matadero y el agua

caliente; pasamos a un lado de Bamori, un pequeño poblado muy cerca de Arizpe,

donde aún se pueden ver las ruinas de un viejo molino de trigo, ¡y ahí está!

¡Llegamos a Arizpe! En el segundo día de nuestra expedición, llegamos a Arizpe,

tal como lo habíamos planeado. Tarde, con hambre, pero llenos de gozo por el

reencuentro con esa tierra de tantos recuerdos, de tantos sueños. La recompensa

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llega de inmediato: luego de cariñosos saludos a las tías y primas, disfrutamos de

una exquisita gallina pinta, como se le llama por acá a un caldo de maíz y frijol

cocido con hueso y carne, ajo, cebolla, mucho chile verde y cilantro en rama, y

una pizca de chile colorado. De postre, nos devoramos una incalculable cantidad

de la famosísima fruta de horno, que no son otra cosa sino galletitas de harina de

trigo mezcladas con diferentes ingredientes: cajeta de higo, tejocote, membrillo;

nuez, azúcar, canela, huevo… Luego salimos a dar un paseo por el pueblo.

Lo primero que vemos, porque sobresale por su hermosura, su tamaño y su

kiosco, es la plaza Jesús García Morales, conocida como la plaza de armas desde

que, en 1911, en plena revolución, el general Juan G. Cabral tomó la plaza. En

esa misma época, la plaza fue ocupada por diferentes tropas. Al centro,

circundada por una plazuela de adoquín, la torre de la plaza, construida toda de

ladrillo en 1918, en cuya parte superior se localiza un reloj que aún funciona.

Arbolada, la plaza es un llamado al descanso, con sus bancas de madera, sus

andadores, sus jardines llenos de flores. La mayoría de las calles del pueblo están

adoquinadas y en muy buen estado, lo que da al lugar una imagen colonial,

aunque, fuera de la iglesia, no hay restos de la colonia. La mayoría de las

construcciones son de principios y mediados del siglo XX, y todavía se conservan

en buen estado una o dos casas habitación de la época porfiriana.

Arizpe fue fundado en 1646 por el jesuita Jerónimo de la Canal, con la

categoría de pueblo de misión. De la Canal llegó solo a la región y se instaló en

una choza con la intención de evangelizar a los indios. Éstos se burlaban de él y

por las noches rodeaban la choza haciendo todo tipo de ruidos para meterle miedo

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y que se fuera. Lo hubieran logrado, de no ser porque en una ocasión de la Canal

curó a un niño de una herida de flecha y eso lo acercó definitivamente a los

aborígenes. El primer misionero de Arizpe fue el padre Felipe Esgrecho, quien

evangelizó a los indígenas de la región durante más de cuarenta años.

Pero el poblado de Arizpe ya existía desde antes de la llegada de los

españoles. En 1540, cuando éstos buscaban las siete ciudades de oro, Cíbola y

Quivira, bajaron por el río Sonora, señora, le llamaban y llegaron hasta Arizpa.

Cíbola y Quivira era un conjunto de siete ciudades, según contaban, primero Alvar

Núñez Cabeza de Vaca y después Fray Marcos de Niza, con edificios de dos y

tres pisos, con sus puertas adornadas de metales preciosos e incrustadas de

turquesas; sus habitantes vestidos con ricos trajes y el oro y la plata en tal

cantidad y abundancia que aún los utensilios de cocina eran de tales metales.

Entonces, Arizpa existía desde antes de 1540.

El 22 de agosto de 1776 se estableció la Comandancia de Provincias Internas

de Occidente y se designó a Arizpe como su capital. A fines del siglo XVIII, Arizpe

ya había obtenido el título de ciudad, primera población de la Provincia de Sonora

y del noroeste de México que lo obtenía. En aquel entonces, Arizpe Tenía 1500

habitantes, 1000 de los cuáles eran ópatas.

- Yo he leído que Arizpe nunca tuvo más de 390 habitantes.

- Lo sé. Eso dicen algunos historiadores, porque no consideran a la

población indígena. También no falta quien asegure, no hoy, sino en el

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siglo XIX, que llegó a tener quince mil. No creo que tantos, pero sí llegó a

tener mil quinientos habitantes.

Arizpe fue capital de las Provincias Internas de Occidente hasta 1824, cuando

México ya era independiente. Luego volvió a ser capital, ahora de Sonora, de 1832

a 1838.

Desde 1977, Arizpe ostenta el título de ciudad prócer, en mérito de haber

sido cuna de una pléyade de ilustres patriotas, tal cual dijo el entonces gobernador

Alejandro Carrillo Marcor.

La iglesia de Nuestra Señora de la Asunción, construida con paredes de

adobe de alrededor de un metro de ancho, con una sola torre, es una de las más

representativas del estado de Sonora. Su techo es sostenido por gruesos y largos

barrotes de madera. Su fachada es de cantera y cuenta con varios relieves y

figuras artísticas. Se terminó de construir en 1756, y no falta quien asegure que se

empezó a construir en 1648, dos años después de su fundación. De ser eso

verdad, le tocó iniciarla al padre Esgrecho. Dentro, la iglesia tiene retablos, óleos y

vitrales de gran valor artístico y cultural. El primer Obispo, Antonio De Los Reyes,

se negó a darle el título de Catedral – la consideró pequeña y pobre en su

construcción – y le dio el de Parroquia. De los Reyes sólo duró unos meses en

Arizpe y se trasladó a Álamos donde construyó la actual iglesia a su gusto. El

Obispo de los Reyes murió en Álamos en 1787 y fue sepultado abajo del altar

principal de la parroquia de ladrillo, localizada junto a la de piedra que él fundó.

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Fray Antonio de los Reyes fue el precursor de la educación en Sonora;

antes de él no existía ninguna escuela y él fundó siete, mas unas cátedras de

gramática castellana y latina en Álamos y Arizpe.

La Parroquia de Arizpe, durante sus primeros años, como era costumbre,

sirvió como panteón. El área correspondiente al altar, era exclusiva para

españoles, criollos y nobles en general. El patio era para los indígenas. Los niños

tenían reservado su lugar cerca del altar. Fue hasta fines del siglo XIX que se

construyó el actual panteón y se hizo efectiva la prohibición de que se sepultara en

lugares cerrados por los problemas de salud que se generaban. Durante muchos

años, más de doscientos, el piso de la iglesia fue de madera. En los años

sesentas, el piso fue removido para buscar los restos del capitán Juan Bautista de

Anza, el Caballero de Anza; los localizaron y hasta hoy se encuentran expuestos

al interior de la misma iglesia. Después de esas maniobras, durante las cuales los

excavadores norteamericanos destrozaron por completo el piso de madera, se

colocó un frío e impersonal piso de mármol, impecable y blanco, pero que nada

tiene que ver con el resto de la construcción.

De la iglesia, nos trasladamos a lo que queda de lo que fue el Hospital

Militar Real de Arizpe, que empezó a funcionar en 1786. Hoy son ruinas, pero se

alcanzan a ver las altas y anchas paredes de piedra, los restos de una especie de

baño y alguna cama de ladrillo. Este fue el primer hospital en el norte de Sonora.

Tenía 25 camas y era atendido por un administrador, cirujanos, boticario,

enfermeras, sangradores, cocineros y capellanes castrenses. Entre los médicos

figuran el doctor Gregorio de Arriola, Juan Saludes, Juan José Siqueiros que era

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practicante de cirugía interino. Juan Elías González, presbítero y educador nacido

en Banámichi, obtuvo, en 1806, la plaza de Capellán Castrense del Hospital. Los

sueldos iban desde 25 hasta 60 pesos anuales. El presupuesto anual del hospital

era de $ 2, 640.00.

El comandante Teodoro de Croix fue el primero en interesarse por la

construcción del hospital y el 8 de abril de 1779 firmó el edicto para que se

edificara. El hospital estuvo activo hasta bien entrado el siglo XIX, parece que

hasta 1862.

De lo que fue el hospital, nos movemos unos cien metros hacia el sur y nos

encontramos con otra construcción de piedra, que en el siglo XIX fungió como cárcel. José

Francisco Velasco en su libro Noticias Estadísticas del Estado de Sonora, en 1850 dice

que cárceles como debe ser hay solamente una, en Arizpe, y está arruinándose. Las

demás, dice, son insalubres e inhumanas, y en algunas partes, como no hay cárcel, al

delincuente lo atan a cepos y cuando hay condiciones lo trasladan a la cárcel más

próxima. La fuga de las cárceles, o del camino a ellas, era cosa fácil para los reos.

Las paredes de la cárcel de Arizpe guardan una gran similitud con las del hospital,

por lo que presumo que fueron construidas en la misma época. Por cierto, a finales del

siglo XIX y principios del XX, algunos presos tenían permiso, supongo que no de manera

oficial, para trabajar; por eso, algunos de ellos trabajaban en la carpintería y en la imprenta

de mi bisabuelo, ubicadas justo en frente de la cárcel. La cárcel tenía un enorme huerto,

de la cual todavía quedan muestras. Había todo tipo de frutales, supongo que atendidos

por los mismos presos; por el centro del huerto, cruza todavía una acequia que conduce

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agua desde el río Bacanuchi, kilómetros arriba, y es la que irriga todas las milpas que se

encuentran bajo el pueblo antes de cruzar el río.

Se nos hizo de noche. Es hora de regresar con las tías, dar un breve paseo,

disfrutar de la magnífica noche que abril nos regala y, luego, recuperar energías con un

merecido y placentero sueño.

Cu,cu,cu,cú, se escucha a las palomas anunciando el nuevo día. Domingo ya. Sólo

nos queda este día para llegar a Cananea y regresar a Hermosillo. Y con Arizpe aún

tenemos cuentas pendientes, pues no hemos visitado el panteón ni hemos ido a la

alameda ni al arroyo del vaimpa. A las amistades las visitaremos en otra ocasión.

Todavía estamos en cama cuando nos llega hasta nuestro cuarto el rico olor a café

recién molido. Es costumbre entre mis parientes, tostar el café y guardarlo en lugares

donde no les pegue ni aire ni luz. De allí se va extrayendo cada día y se muele sólo el que

se va a preparar al momento. El resultado es un café con sabor entero, exquisito,

renovador de energías. Y luego, otra costumbre: el pan de la región con nata. No existe

nada más sabroso.

- ¿Qué es la nata? ¿Cómo se hace?

- Una vez que ordeñas a la vaca, o que compras la leche no pasteurizada, hierves la

leche, la dejas reposar unas horas, quitas con cuidado la capa gruesa que se le

forma encima…

- La grasa…

- La grasa, sí. La revuelves para que se vuelva una masa uniforme, le mezclas un

poco de sal y ¡listo! A untar el pan con esa mezcla y ya tenemos un rico pan con

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nata. También le puedes agregar chiltepín y servirlo en una tortilla de harina

tostada.

Después del café con pan con nata, una agradable plática mañanera y una sabrosa carne

machaca con verduras y unos frijolitos maneados, nos damos un baño y estamos listos

para continuar nuestro recorrido por el pueblo.

El primer lugar que visitamos en este día domingo es el panteón. El panteón de

Arizpe data de fines del siglo XIX. Se localiza al poniente del pueblo, sobre una alta loma.

Antes de entrar, echamos un vistazo al pueblo. La vista es esplendorosa. Se alcanza a ver

casi todo el pueblo, su plaza, la iglesia, gran parte del caserío, el río, ancho, ancho, con

verdes milpas a uno y otro lado. Si hubiera que definir lo que alcanza la vista por un color,

sobresaldría el verde. El verde de las palmeras, de los sauces, álamos, pinos, nogales,

toronjiles, mezquites.

Las calles de Arizpe están bien trazadas. Las casas, ordenadas. Nada que ver con

la descripción que del pueblo hizo el padre Agustín Morfi, en 1778. Morfi describió al

pueblo como un conjunto de casillas puestas sin orden ni regularidad de calles, la mayor

parte de adobe y pocas de piedra y lodo; todas mal fabricadas, etcétera, etcétera. El

caballero Teodoro Croix le dio orden al pueblo, lo organizó y embelleció. Al fondo, más allá

del río y de las milpas todas sembradas, sobresalen los cerros el crestón, el pelón, el fuste

y el picacho, guardianes permanentes del pueblo. También en los cerros luce el verde,

que se impone a los azules, grises, naranjas y ocres de sus rocas.

Junto a la iglesia se ve la escuela primaria Abelardo L. Rodríguez, edificada por él

mismo en 1947, aunque diez años después Álvaro Obregón hijo la amplió y reconstruyó.

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Frente a la plaza, hacia el este, sobresale el edificio de la Casa de la Cultura, que durante

muchos años albergó a la escuela secundaria Jesús García Morales, fundada por don

Ignacio Soto en los años cincuentas. Ahora la secundaria se localiza en un edificio más

moderno junto al parque de beisbol.

Entramos al panteón. Aunque es temprano, no pasan de las diez de la mañana, ya

se siente algo de calor. Un vientecito agradable suaviza los rayos del sol que caen con

fuerza sobre nuestros rostros. Sobresalen las tumbas de chinos, muchas tumbas de

cantera, sin cruz, con una columna y palabras en chino. Son tumbas de fines del siglo XIX

y principios del XX. Aquí, además, se encuentran las tumbas de los generales Ignacio

Pesqueira y Jesús García Morales. Seguramente Pedro García Conde, que murió en

1851, fue sepultado en la iglesia, pero no se conoce el lugar exacto. Nunca he podido

localizar la tumba del coronel Rafael Ángel Corella, quien murió aquí, más o menos en

1893. Corella fue diputado, prefecto, luchador incansable, fiel a los generales Pesqueira y

García Morales, exceptuando cuando los generales rompieron y Corella tomó partido con

García.

El general Pedro García Conde fue ingeniero, geógrafo, cartógrafo, militar,

minerólogo astrónomo, arquitecto, graduado en el Heroico Colegio Militar. Fue

comisionado para reparar el Palacio Nacional; fue diputado y senador por Sonora, entre

otras muchas comisiones de gran importancia. Después de que se firmara el triste tratado

Guadalupe Hidalgo, en 1848, en el cual México cedía más de la mitad de su territorio a los

Estados Unidos, García Conde fue comisionado para delimitar la línea fronteriza. Los

comisionados por Estados Unidos pretendían anexarse la península de Baja California y lo

que hoy son los municipios de San Luis, Río Colorado, Puerto Peñasco y Plutarco Elías

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Calles, en Sonora. Conde luchó incansablemente porque no se perdiera ese territorio.

Incluso, cuando el gobierno federal se negó a seguir pagando a los trabajadores

encargados de fijar la línea, él pagó con sus propios recursos los salarios de los

trabajadores encargados de medir, para que no lo abandonaran en su esfuerzo por trazar

la línea correctamente. Dicen los díceres que, ante la cerrazón de los comisionados

norteamericanos, un buen día encargó una caja de champaña, embriagó a los

comisionados y trazó la línea por el río Colorado como hasta hoy se encuentra. A esa

línea se le conoce como el sesgo de la champaña. Conde murió a consecuencia de las

dificultades que pasó para cumplir con cabalidad la comisión que se le había

encomendado.

Ignacio Pesqueira fue gobernador por alrededor de 19 años; liberal, nunca

reconoció a Maximiliano como emperador; luchó contra los franceses en Caborca, los

venció y fusiló; luchó contra los apaches. En fin, fue un guerrero incansable. En una

ocasión, luego de haber sido vencido por los imperialistas, cedió la gubernatura a Jesús

García Morales y se fue a los Estados Unidos con el objetivo de comprar armas y

municiones. Regresó a los meses, recuperó la gubernatura y enfrentó de nuevo a los

imperialistas, venciéndolos. Jesús García Morales, también general, fue gobernador por

espacio de un año, luchó contra los franceses, contra los apaches, y fue reconocido

siempre como un hombre honesto y leal, que nunca se aprovechó de su posición para

enriquecerse.

Aunque Juan bautista de Anza, el caballero de Anza, nació en Fronteras, se le

considera Arizpense porque aquí radicó buena parte de su vida. Luchó contra los apaches

y los seris, participó en la expulsión de los jesuitas, quienes, luego de una gran labor

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evangelizadora, se negaban a que las misiones dejaran de ser controladas por la iglesia,

cuando estaba convenido que la situación de misión era temporal, sólo mientras los

indígenas se integraban a la vida productiva. De Anza fue un gran expedicionario: fundó la

ciudad de San Francisco, en California, hizo un camino de Arizpe a Santa Fe y, si no lo

sorprende la muerte, seguramente hubiera hecho mucho más.

Muchas tumbas de personas importantes hay en el panteón de Arizpe, pero es hora

de continuar nuestro camino si queremos llegar a nuestra meta. Un vistazo rápido a la

tumba de mi madre, un par de flores colocadas junto a su cruz, y salimos de ese lugar tan

lleno de historia y… de recuerdos.

Sin despedirnos, tomamos carretera hacia el norte. El parque de beisbol se

encuentra en muy buenas condiciones, rodeado de frondosos árboles y con asaderos para

pasar un agradable momento. Dos kilómetros adelante, encontramos el vado de

Tahuichopa, con su puente colgante, sobre el río Bacanuchi. En semana santa, este lugar

es visitado por cientos de personas que usan el vado para jugar con sus carros

preparados para ello. La gente se sube al puente y se balancea en él, mientras abajo, los

carros hacen todo tipo de suertes dentro del agua. Unos cuantos metros al sur, se

encuentra el paseo la gallinita, un balneario natural, con hondonadas y lugares desde

donde practicar clavados.

Abajo

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De 1,050 kilómetros de cauce del papigochi – yaqui (yaquimí, le nombran los

yaquis), recorrimos 34; alrededor del tres por ciento del total. Ha sido sólo una

probadita de las muchas joyas naturales que guarda celosamente este río de

tantos nombres y tantos beneficios. Nada egoísta, el yaqui nos ha ofrecido su

mejor cara: su silencio, su canto, sus montañas multicolores; nos ha alimentado

con sus exquisitos peces; nos ha dado cobijo durante dos días y dos noches; nos

ha hecho creer en las bondades de un mundo que sigue ahí, virgen, magnánimo,

incorrupto, a pesar de la voracidad humana.

Soyopa fue fundado en 1540 por yaquis, ópatas y pimas. Los españoles

llegaron en 1690. Es una región donde abundan las minas, pero ahora no se

explota ninguna a gran escala. La Estrella, Rebeico, Rebeiquito, San Antonio de la

Huerta y Tónichi son comisarías de este pueblo. Hasta este año se está

terminando la carretera que une a Soyopa con la carretera Hermosillo- Sahuaripa.

Nos detenemos un momento poco en Soyopa, sólo para ver la iglesia, la

plaza y verificar la tranquilidad de un pueblo que ha estado escondido de las

masas.

Algún día… Algún día podremos decir orgullosamente que hemos recorrido

el río con todos sus nombres en su totalidad y podremos hablar al mundo de sus

maravillas, de su flora sin igual, de su orografía, de sus caprichos naturales.

Arriba

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Una vez cruzado el río Bacanuchi por Tahuichopa, por cierto muy bien pavimentado, pero

que cuando el río crece no hay manera de cruzar hasta que baje su volumen, da inicio la

subida al puerto. Kilómetros y kilómetros devoramos, siempre hacia arriba, siempre

pasando curvas. ¿Cuántas veces me tocó pasar por este puerto cuando aún no había

pavimento? Cientos. A vuelta de rueda, siempre en peligro de caer en un profundo

precipicio, en el chevrolet 1947 de mi padre, rumbo al sacrificio, nuestro ranchito, cerca de

Chinapa. Son quince kilómetros, que en aquel entonces transitábamos en una hora o

más. Hoy, en quince minutos bajamos del puerto, no sin antes haber pasado por el

zarape, un corte sobre la montaña que ofrece a los maravillados ojos de quienes transitan

por allí, múltiples colores separados en forma transversal, dándole forma de esa

vestimenta tan mexicana.

Ya abajo del puerto, se localiza la comisaría de Buenavista, donde hay mucha

concha marina. Buenavista se encuentra sobre una meseta al otro lado del río. Para

cruzar a pie, también hay un puente colgante; tiene un pequeño museo, donde exponen

animales marinos fosilizados y puntas de flecha, principalmente. Si hubiéramos venido por

el río, hubiéramos pasado por Hitisórachi, Los nogalitos y otros campos. De por uno de

esos campos salió el huaraqui a Arizpe antes de que el caballo pensara en matarlo, como

dice el famoso corrido. Pasamos por las cuevitas, el gallinero, vemos de lejos el sacrificio

de tantos recuerdos, y tenemos que cruzar de nuevo el río, ahora el Sonora. Aquí el vado

no está tan bien pavimentado y hay que tener mucho cuidado para cruzar, siguiendo las

huellas de otros autos.

Ya del otro lado del río, subimos una cuesta y llegamos a Chinapa, todavía en el

municipio de Arizpe. Chinapa es, al igual que todos los pueblos de la región, un pueblo

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ópata, pero ya estaba habitado desde antes de la llegada de los españoles.

Constantemente sufría ataques de los apaches. Por allá a mediados del siglo XIX, en 1848

y en 1856, el pueblo fue arrasado y quemado por los apaches. Un grupo de vecinos se

atrincheró en una casa y desde allí aguantó hasta que llegó de Arizpe el coronel Rafael

Ángel Corella, Prefecto de Distrito, con una fuerza de 35 hombres. Corella ahuyentó a los

apaches y llevó a los sobrevivientes a Arizpe. Del pueblo no quedó casi nada, pero se

reconstruyó unos años después, en 1867, cuando los sobrevivientes regresaron a donde

tenían sus costumbres, su cultura, sus muertos.

Chinapa también tuvo su molino de trigo, y conserva su arquitectura de

ladrillo, resguardada por unos viejísimos y muy frondosos pinos. Dos kilómetros

adelante, se encuentra un pueblo relativamente nuevo: la Colonia. Siguiendo un

camino de brecha, tomando rumbo al oeste, llegamos a la propiedad del señor

José Che Conteras quien ha convertido su casa en un interesante museo de

flechas y piezas prehispánicas.

Ya de nuevo sobre la carretera, abandonamos el municipio de Arizpe y nos

adentramos en el de Bacoachi, cuchubacoachi, culebra del agua, fundado en

1646, no sin vencer grandes obstáculos, por el jesuita Ignacio Molarga. Antes

habían estado Jerónimo de la Canal y Pedro Pantoja, pero no pudieron convencer

a los indios de aceptar su religión ni sus costumbres. Los indígenas de la región

no aceptaron tan fácilmente a los jesuitas y aquí sí se dieron enfrentamientos. En

1649, Simón Lazo de la Vega, que enfrentó y venció a más de mil pimas y ópatas

que se le oponían, fundó en el pueblo una Villa española, primera en este género.

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Luego, en 1792, instalaron un presidio, el primero sobre el río Sonora, sin contar el

del Pitic, para intentar frenar los ataques de los apaches.

Antes, también en 1540, los españoles habían fundado en lo que hoy es

Bacoachi, San Hierónimo o San Jerónimo de los Corazones. Desde luego que ahí

había un asentamiento ópata. Allí, Diego de Alcaraz, representante de los

españoles, vejó, maltrató, esclavizó indígenas, permitió violaciones a las mujeres,

y una noche los indígenas se rebelaron matando a setenta españoles, incluido

Alcaraz.

Una de las más importantes actividades de Bacoachi en sus orígenes,

como en la mayoría de los pueblos del río, fue la minería. En sus montañas hay

oro, plata, cobre, plomo y sílice. Ahora poco o nada queda de eso, con excepción

del mineral del picacho, donde se sigue extrayendo oro y sílice en pequeñas

cantidades, y sus habitantes viven principalmente de la ganadería y la agricultura.

En 1851, Bacoachi también fue atacado por los apaches y destruido el

pueblo, pero se reconstruyó. Bacoachi, por encontrarse más al norte, era presa

fácil de ese grupo, quienes constantemente los saqueaban.

En varias ocasiones un rancho cercano a Bacoachi, el Cerro Colorado, fue

visitado por el ex presidente de los Estados Unidos, Ronald Reagan.

La iglesia, pequeña, acogedora, fue construida en 1670. Su plaza con un

bello kiosco, sus casas de principios de siglo, sus talleres de talabartería donde

fabrican sillas de montar, las ruinas del viejo molino, sus paseos, su verdor, su

clima, hacen de Bacoachi un lugar muy acogedor.

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A un costado del pueblo, una vez más hay que cruzar el río. Un vado muy

bien pavimentado permite cruzar sin problemas. Seguimos adelante. Pasamos por

el pueblo de Unámichi, comisaría de Bacoachi, y ¡nuevamente!, hay que cruzar el

río. Aquí es verdaderamente peligroso cruzar el ancho cauce, lleno de arena y

lodo. Hoy no hay problemas, pero en tiempo de aguas o de equipatas muchos

carros se quedan varados en este lugar.

Todos los pueblos que hemos visitado durante estos tres días existen

gracias a las aguas del río Sonora. Desde siglos, tal vez milenios antes de la

llegada de los españoles, estas aguas han sido razón de vida. El agua fluye y

fluye, casi siempre en pequeñas cantidades, pero siempre de manera suficiente

para calmar la sed de hombres, animales y plantas; para regar las tierras y que

produzcan fruto; para lavar metales preciosos, para echar a andar molinos

hidráulicos. Desde su nacimiento, cerca, muy cerca de donde ahora vamos, hasta

Ures y más allá, el fluido es constante. Lo mismo pasa con el río Bacanuchi,

primer afluente de importancia, que nunca cesa en su canto alegre de transportar

vida a los lugareños.

Reflexiono en la importancia del río, porque cada vez nos acercamos más

al lugar donde oficialmente nace nuestro río: el ojo de agua de Arballo de

Cananea. La vegetación ha cambiado. Desde que abandonamos Bacoachi, los

campos a las orillas de la carretera se ven más verdes, llenos de pastizales, y más

árboles. Además del álamo y sauce abundan los sauces llorones, los encinos y los

pinos. Mucho pasto, amarillo en estos tiempos, parece seco, pero noche tras

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noche es regado por el rocío y es un alimento excelente para los animales

herbívoros.

Los pueblos del río eran autosuficientes; era su manera de imponerse a las

condiciones de aislamiento al que en muchas ocasiones durante el año eran

sometidos por las crecidas del río. Eran mayormente agricultores para su propio

consumo. La ganadería como profesión era cosa de unos cuántos; los demás

tenían unas cuántas reses para ordeñar y tener leche, queso, mantequilla, carne…

Producción para el consumo. Sembraban trigo, frijol, chile, maíz, calabazas,

papas, ajo, cebollas, habas, garbanzo, cilantro, tomate, chícharos, cacahuates,

camote, caña de azúcar… Había muchos huertos donde abundaban los

membrillos, los duraznos, tejocotes, pérsimos, granadas, toronjas, dátiles,

manzanas, albericoques, higos… Aparte, había mucho venado, conejo, cochi

jabalí, palomas, codornices… Mucha gente construía sus propias casas; las

mujeres, aparte de cocinar, hacían ropa, cobijas… Era poco lo que se compraba,

poco lo que se dependía de otros. Pero…

Poco a poco, sin darse cuenta, las cosas cambiaron. Llegó la carretera, la

televisión, el intercambio. La ganadería – exportación de becerros - fue cada vez

mejor negocio y la gente dejó de sembrar hortalizas y cereales para sembrar

forrajes, alimento para ganado. Se empezaron, entonces, a consumir productos

elaborados fuera de la región. La sociedad dejó de ser cerrada y empezó a recibir

personas de otras regiones, no solamente extranjeros que esporádicamente

llegaban a la región.

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La gente del río es muy resistente a los cambios, pero hay algunos que no

se perciben. Así ha pasado; así se han ido eliminando costumbres y adquiriendo

otras. Nada permanece, salvo en el recuerdo. Y los recuerdos engañan,

agigantan, empequeñecen. Cierto: hoy hay intercambio de productos; unos entran

y otros salen. Hoy, también, los pueblos se han diversificado, aunque continúan

arraigados a la idea de una sociedad cerrada. Nada permanece.

¡Y allí está! Unos cuántos kilómetros antes de llegar a Cananea, encontramos

el anuncio que nos dice que allí está el ojo de agua de Arballo de Cananea. Nos

salimos de la carretera y entramos a un paseo, un balneario, con albercas,

asaderos y muchos árboles.

- ¿Dónde nace el río?

- Aquí.

- ¿Aquí, dónde?

- En el ojo de agua de Arballo de Cananea. Aquí.

Caminando, nos encontramos con una gruesa tubería.

- Estos tubos conducen agua para Cananea.

- ¿Dónde nace el río Sonora?

Seguimos avanzando, pero una cerca nos impide el paso.

- Allá. Allá nace el río. Allá está el ojo de agua, principio de una travesía de

420 kilómetros. Pero no solamente es el ojo de agua. En toda esta región

nieva bastante y esa nieve se va descongelando y formando pequeños

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arroyos que llegan hasta su cauce. Y así sigue, uniéndosele arroyos y

riachuelos, tomando fuerza…

Regresamos a la carretera, dispuestos a devorar los kilómetros que faltan para

acceder a la ciudad de Cananea. Pasamos cerca del cañón de Evans, un lugar

muy bello, propicio para acampar. Y avanzamos, custodiados por la tubería de

agua, los pastizales, los montes, la meseta. Pronto se anuncia el fin de la

carretera; llegamos al entronque con la Cananea- Agua Prieta, y allí, a unos

metros a la izquierda, ¡Cananea! ¡La cuna de la revolución! ¡La ciudad del cobre!

¡La mina de cobre más grande de América!

Muy diferente a todas las demás poblaciones sonorenses es Cananea. A

comparación de los pueblos que hemos recorrido, es una ciudad joven. En 1891,

apenas tenía cien habitantes. Antes, en la colonia, la región se conocía como la

Gentil Nación Apache de la Cananea. Eusebio Francisco Kino, luego de fundar la

misión de Cocóspera, registró a Cananea en un mapa. Luego se conoció como

Real de Minas San Andrés de la Cananea.

En 1858, el general Ignacio Pesqueira se estableció en lo que hoy se

conoce Cananea vieja con un pelotón de 500 soldados. El objetivo era combatir a

los apaches, a quienes enfrentó en múltiples ocasiones, pero nunca pudo vencer

por completo.

Las calles de Cananea son amplias; sus casas, de dos aguas, recuerdan a

las casas de Tucsón, Bisbee y Douglas, Arizona de principios del siglo XX.Y es

que Cananea es la ciudad del siglo XX. En 1898, William Cornell Greene, compró

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los terrenos a la viuda del general Pesqueira, registró las minas, buscó socios,

trajo maquinaria y se puso a trabajar. Luego, se deshizo de los socios y quedó

como único dueño de la compañía minera las cuatro C: The Cananea

Consolidated Cooper Company.

Cananea recibió a partir de esa fecha a trabajadores de prácticamente todo

el mundo. Había trabajo para todos: mexicanos, chinos, alemanes, franceses,

japoneses, irlandeses, italianos...

En 1903, con una inversión de $ 28, 500.00 se construyó la célebre cárcel

de Cananea, la que está situada en una mesa, y que hoy alberga un museo.

Pronto hubo telégrafo, vía del ferrocarril Cananea – Naco, energía eléctrica,

servicio de agua, teléfono, escuela, hospital… Todos los servicios con que se

podía contar en ese tiempo.

Tanto creció Cananea, que en 1906 ya tenía 22,000 habitantes, más que

Hermosillo, la capital. Pero… Las injusticias, los bajos salarios y jornadas de

trabajo de doce horas, llevaron a los trabajadores a estallar una huelga en 1906.

Greene recurre, entonces, a su amigo el gobernador Izábal y éste permite el paso

de los rangers de Estados Unidos para sofocar la rebelión, violando todas las

leyes mexicanas. El coronel Emilio Kosterlinsky, que llegó por la noche con el

ejército, obligó a Izábal a retirar las tropas norteamericanas. La huelga de

Cananea fue precursora de lo que conocemos como la Revolución Mexicana.

Cuatro días duró la huelga de Cananea, pero encarcelaron y enviaron a la

cárcel de San Juan de Ulúa, en Veracruz, a Manuel M. Diéguez y Esteban Baca

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Calderón, líderes del movimiento junto con Lázaro Gutiérrez de Lara, quien logró

convencer a los jueces de su inocencia y luego huyó a los Estados Unidos para

unirse al Partido Liberal Mexicano de los hermanos Flores Magón. Gutiérrez de

Lara había sido, en 1902, director del periódico El porvenir, que mi bisabuelo

editaba en Arizpe a principios del siglo XX. Una vez en estados Unidos, Lara venía

esporádicamente a Sonora, pero se regresaba. Luchó en la revolución al lado de

Madero y para ello rompió con los hermanos Flores Magón, quienes no creían en

la revolución maderista por ser éste un terrateniente. Un día, en 1918, creyendo

que las aguas ya estaban tranquilas, regresó por Sáric y empezó su arenga contra

el gobierno. Lo aprehendieron y le informaron al gobernador Plutarco Elías Calles,

quien ordenó que lo fusilaran de inmediato. Cuando le pidieron su última voluntad,

ya frente al pelotón de fusilamiento, empezó su discurso diciendo: miren… ¡Bah!

¿Qué me van a andar entendiendo? Tírenle ya. Lo terrible del caso, es que tanto

Calles como Lara eran constitucionalistas; esto es, apoyaban la constitución

promulgada en 1917, y aún así Calles lo mandó fusilar sin hacerle ningún juicio.

Como resultado de la huelga, Greene les aumentó el sueldo a los trabajadores,

pero nunca a la cantidad que éstos pedían. Greene murió en 1911, víctima de una

inocente caída. Cananea siguió creciendo y la mina siguió perteneciendo a la

familia Greene. La mina continuó y fue hasta 1912, luego de otra huelga, que los

trabajadores lograron jornadas de ocho horas. Luego vino la nacionalización de la

mina, la concesión a los Larrea - hoy por hoy, Germán, el concesionario en turno,

uno de los hombres más ricos del mundo -, los radicalismos de uno y otro lado, y

la paralización de los trabajos en la mina que tiene, hoy, abril de 2010, a Cananea,

en una parálisis lamentable.

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Pero como dice la canción: siempre vendrán tiempos mejores.

Es tarde, comemos algo rápido y tomamos la carretera Cananea – Ímuris,

para allí tomar la internacional que nos llevará de regreso a Hermosillo.

Abajo, arriba

Río abajo, río arriba, siempre hay un nuevo descubrimiento; siempre un

acontecimiento diferente, siempre una nueva razón de vida. Algún día

continuaremos el viaje en remos por el río Yaqui; algún día cumpliremos el sueño

de caminar río arriba por el Sonora… Algún día recorreremos cada rincón de este

maravilloso Estado.

Algún día.