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Construyendo valores · título «Por una teoría constructivista del valor». La tesis que en ella defiendoestá directamente fundada en la teoría del conocimiento que elaboró

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Construyendo valores

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Diego Gracia

Construyendo valores

Madrid, 2013

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COLECCIÓN LOGOS N.º 7

Construyendo valores 1.ª edición, Madrid, Triacastela, 2013

© Textos: Diego Gracia

© Edición: Editorial Triacastela, 2013

Antonio Palomino 8, 5.º izda.28015 [email protected]

ISBN: 978-84-95840-76-9

Deposito legal:

Impresión:

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Sumario

Prólogo ..................................................................................... 13

La construcción de los valores ................................................. 29Primera tesis: el intuicionismo axiológico ............................... 30Segunda tesis: el subjetivismo axiológico ............................... 39Tercera tesis: el constructivismo axiológico ............................ 57

Valores de la crisis, crisis de valores ........................................ 83El diagnóstico de la crisis ........................................................ 83Valor y precio ........................................................................... 91Hechos, valores, deberes ........................................................ 124De la teoría a la práctica: ¿pero cuánto vale un piso? ............ 141¿Por dónde empezar? ............................................................. 158

¿Es la dignidad un concepto inútil? ....................................... 165Dignitas, decentia, decorum .................................................. 166El sentido clásico de dignitas: Cicerón .................................. 168La dignitas «a lo divino»: la Edad Media .............................. 172El Renacimiento: Pico della Mirandola y Pérez de Oliva ..... 174El debate sobre la dignidad o miseria del ser humano ........... 178La dignidad, condición inherente al ser humano: Kant ......... 179Dignidad y derechos humanos ............................................... 182

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Sobre los llamados valores espirituales ................................. 187En los orígenes de la espiritualidad occidental ...................... 187Religión y espiritualidad ........................................................ 190Los valores espirituales .......................................................... 191Espiritualidad y vida humana ................................................ 194La ayuda espiritual ................................................................. 198A modo de conclusión .......................................................... 199

Construyendo la salud ............................................................ 203Construyendo, que es gerundio .............................................. 203La construcción de los valores ............................................... 205Construyendo la salud ............................................................ 208

Repensar la hospitalidad ........................................................ 211Un mundo secularizado ......................................................... 211Los dos discursos sobre la hospitalidad ................................. 214La hospitalidad como valor y su comprensión ...................... 215El valor de la hospitalidad y su promoción ............................ 218¿Cómo pensar y hablar hoy del valor de la hospitalidad? ..... 220Conclusión ............................................................................. 223

Ética profesional y ética institucional: entre la colaboración y el conflicto  ............................................................................... 225

Un poco de historia ................................................................ 225El porqué y las consecuencias del cambio ............................. 227Valor y precio ......................................................................... 229Profesiones y oficios  .............................................................. 231¿Y qué debemos hacer? ......................................................... 232Dos valores y una misma lógica ............................................ 233

Misión de la Universidad ....................................................... 237Con Ortega, sobre la misión de la Universidad ..................... 237La misión de la Universidad clásica ...................................... 240La misión de la Universidad moderna ................................... 241La Universidad moderna entra en crisis: el siglo XX ............ 243La enseñanza en la Universidad antigua: el modelo dogmático

o impositivo ........................................................................ 246

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9SUMARIO

La enseñanza en la Universidad moderna: el modelo neutral o descriptivo ........................................................................... 247

Los valores y la ciencia .......................................................... 249De la selección natural a la elección humana ........................ 252Naturaleza y cultura ............................................................... 253Formación técnica y formación humana ................................ 254La formación técnica y los valores instrumentales ................ 255La formación humana y los valores intrínsecos ..................... 256Los valores intrínsecos en la formación profesional ............. 257Los valores intrínsecos y la ética profesional ........................ 261La deliberación y la prudencia ............................................... 262Volviendo al principio ............................................................ 263

Referencias bibliográficas  ...................................................... 267

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El  filósofo  que  ha  aprendido  a  ser  discreto  se adentrará en la confusión de opinión reinante acerca de este asunto con el mayor cuidado y la mayor inquietud. El triángulo filosófico existencia-verdad-valor ha sido objeto de manipulación casi constante, resultando de ello una confusión interminable.

(Wilbur M. Urban, 1916. «Value and Exist-ence», The Journal of Philosophy, Psychol-ogy and Scientific Methods, XIII, 449).

Esta historia de los valores ha sido la tortura de la filosofía desde hace setenta años.

(Xavier Zubiri, 1975. Sobre el sentimiento y la volición, Madrid, 1992, p. 357).

En el precario y desorientado estado actual de la teoría del valor, con su final escepticismo nihilista, no es esta una empresa esperanzadora. Pero, al menos en aras de la claridad, tendrá que ser emprendida. A este objetivo dedicaremos ahora nuestro empeño.

(Hans Jonas, El principio de responsabili-dad, Cap. II, V 5).

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Prólogo

Los valores se construyen. Tal fue la conclusión del volumen que lle-va por título Valor y precio. En él  intenté  clarificar  el  concepto de valor, yendo más allá de las dos posturas que se lo han disputado a lo largo de la historia occidental, la objetivista, para la que los valores son entidades dotadas de realidad propia, como sucedió durante los siglos antiguos y medievales, y la subjetivista, para la que se trata de estimaciones personales de los seres humanos debidas a factores que distan mucho de la racionalidad propia de los hechos, y que por ello mismo son impermeables a las leyes propias de la lógica. Este mundo de los valores es un tanto errático, de modo que lo único que cabe hacer es respetar a cada cual sus opciones de valor, ya que nadie puede tener la última y definitiva palabra en este tipo de cuestiones.

El objetivo del primer volumen fue analizar con un cierto detalle ambas posturas y proponer como alternativa una tercera, de algún modo equidistante entre ambas. No es verdad que los valores sean completa-mente objetivos, como los hechos, pero tampoco lo es el considerarlos por completo subjetivos, es decir, erráticos y carentes de toda racio-nalidad, como hoy resulta usual. Los valores tienen su propia lógica, y dar con ella es uno de  los grandes objetivos de  la filosofía. Quizá 

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porque nunca ha resultado fácil, porque en esto de los valores hay más retórica que pensamiento, este es un asunto del que los filósofos suelen huir o que, cuando menos, consideran incómodo. La consecuencia es que el discurso sobre los valores tiene por lo general un carácter laxo, carente de rigor y en el que la precisión brilla por su ausencia. Todo el mundo habla de valores pero resulta casi imposible aclararse sobre qué se entiende por tales. Con esto de los valores, como con tantas otras cosas, sucede que todos creemos saber de lo que hablamos hasta que nos preguntan por ello. Entonces comienzan a surgir las dificultades.

Los valores tienen su propia lógica, decíamos. No son totalmente racionales, pero tampoco cabe considerarlos por completo irraciona-les. Frente a una y otra tesis, es preciso decir alto y claro que pueden, deben y tienen que ser razonables. Y la razonabilidad posee sus pro-pias leyes. No nos suelen agradar mucho, porque es una lógica más compleja que la apodíctica. Si por algo se caracteriza esta última es por  su  condición  cerrada,  estática y definitiva,  en  tanto que  la otra tiene carácter procesual, la razonabilidad hay que irla construyendo, aun a sabiendas de que quizá nunca alcancemos su término de modo completo y definitivo. Los valores se construyen y se destruyen, los vamos construyendo y destruyendo los seres humanos en todas nues-tras acciones, incluso en aquellas que parecen más intrascendentes y ajenas a este tipo de cuestiones.

No es este el momento de repetir, ni incluso de resumir lo ya di-cho en el volumen anterior. Pero sí conviene advertir que esto tiene muchos detractores. Unos lo ven excesivo, y a otros les parece de-masiado poco. Me interesa sobre todo la opinión de estos últimos, que suele venir del campo de la filosofía. Construir exige terreno fir-me, algo previo a la construcción y fundamento suyo. ¿Dónde está ese punto de apoyo? ¿Desde dónde se construye? Porque al proponer como alternativa a  las posturas clásicas otra a  la que  se califica de constructivista, parece estarse dando por supuesto que el suelo firme es la propia construcción. Lo cual es un caso claro de petitio princi-pii. De lo que se concluye, a mi modo de ver precipitadamente, que estamos como al principio, porque la alternativa propuesta no es tal (Gómez-Heras, 2012, 148-167).

Para sortear ese tipo de críticas redacté la parte sin duda más com-pleja y difícil del texto del primer volumen, aquella que lleva por

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15PRÓLOGO

título «Por una teoría constructivista del valor». La tesis que en ella defiendo está directamente fundada en la teoría del conocimiento que elaboró Xavier Zubiri, o al menos en la lectura que yo hago de ella, la única que considero correcta, por más que hoy por hoy resulte mino-ritaria. Se trata de que, en efecto, hay algo firme, un fundamento más allá del cual no podemos ir, y que por tanto se convierte en principio de todo nuestro ulterior dinamismo mental. Pero ese fundamento, que Zubiri denomina «aprehensión primordial de realidad», tiene carácter solo formal, es una mera formalidad. La formalidad es el modo como se nos actualizan los contenidos, y por tanto no se nos da nunca sola o en puridad, sino siempre con los contenidos, a través de ellos. Pero estos, los contenidos, no gozan ya de pura inmediatez o nuda presen-cia de la formalidad. La formalidad es «mera actualidad» o «mera actualización», en tanto que los contenidos no adquieren la condición de tales más que a través de un proceso mental complejo, que es obra de lo que Zubiri llama logos y razón. Y el logos y la razón se caracte-rizan por ser «creación libre», dice Zubiri, algo que ya no tiene carác-ter inmediato ni fundante, sino que se halla por necesidad fundado. ¿Fundado dónde? Zubiri responde: en la mera formalidad.

Apurando las cosas, hay que decir que el contenido, lo mismo que formalidad, es una construcción del logos. La aprehensión primor-dial se tiene y ya está. Desde dentro de ella no puede decirse nada, no solo porque es compacta, sino porque además no es un acto; no hay más acto que el de aprehensión. ¿Por qué, entonces, distinguir la aprehensión primordial del logos? De hecho, Zubiri no introdujo la aprehensión primordial más que en los últimos años. Y la introdujo porque le resultaba necesario decir que en la aprehensión hay algo que no varía, frente a todo lo demás, que sí es variable. Eso que no varía, eso que permanece siempre igual tanto en la aprehensión como allende ella, es la formalidad. Por eso la formalidad es anterior al lo-gos; es más, es la base sobre la que el logos puede construir. Sin algo fijo, no hay modo de que lo demás sea variable. Es lo de Arquímedes: dadme un punto de apoyo y moveré la tierra. Ese punto de apoyo es la formalidad de realidad. Por eso, aunque distinguir formalidad de contenido es obra del logos, la formalidad de realidad es lo que se actualiza en la aprehensión primordial, lo más propio de ella. De he-cho, ha habido que construir el concepto de aprehensión primordial

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para describirla correctamente. Desde ella es desde donde construye el logos. ¿Qué construye? No la formalidad, que esa no se construye, se actualiza, sino los contenidos. Los contenidos se construyen en, desde y por la realidad; no solo desde la formalidad de realidad, sino desde la realidad, la que se aprehenda, pero eso que se aprehende y que no es pura formalidad, es inmediatamente sometido a un proceso de elaboración. Contenido no se puede llamar más que al resultado de ese proceso, por simple que sea. La luz que veo es un contenido, pero porque lo elaboro. No solo lo elaboro yo y hago de ello luz, sino que lo elaboró también, aunque sea de modo muy simple, el pri-mer ser humano que la vio. No hay dato puro, ni para ese primer ser humano. Esto nos cuesta verlo así porque los propios ejemplos que pone Zubiri llevan a confusión. Uno piensa que el agujero en la roca es una «cosa-realidad» y que ese agujero en tanto que guarida es «cosa-sentido». Pero tan cosa sentido es el agujero como la guarida. Todo lo que toca el logos lo convierte en cosa-sentido. El sentido de ese agujero no será guarida, pero es oquedad en la roca, o entrante en la roca, o lo que sea. Esto no es menos sentido que lo otro. No se puede decir que en aprehensión primordial aprehendo un contenido, que es el agujero en la roca, y que luego el logos lo convierte en ca-baña o en guarida. No es verdad. Lo cual obliga a decir que no hay eso que se llama «cosa-realidad». Toda «cosa» es ya «cosa-sentido». La «realidad» es pura formalidad, la formalidad de actualizar lo que aprehendo como «de suyo» o «en propio», pero no como «cosa». Lo que aprehendemos es, efectivamente, una «cosa», pero es que el acto humano de aprehensión cubre los dos momentos, el primordial y el de logos. No hay aprehensión primordial pura, no hay «acto» de aprehensión primordial, y por eso en ella no hay «cosa» sino algo muy distinto que Zubiri llama «de suyo» o «en propio», o si se pre-fiere, «realidad». La diferencia entre «de suyo» y «cosa» está en que la cosa es necesariamente «tal», «tal cosa» concreta, y por tanto en ella prima el momento de talidad o de contenido. Y este momento está construido incluso en el primer ser humano, y por tanto ya es cosa-sentido, si es que lo aprehendió como «agujero en la roca». Y si esto se dice del primer humano, cuánto más de todos los posterio-res, que ya recibieron una interpretación de ese fenómeno, etc. No hay «cosa-realidad» pura. La única realidad pura es la formalidad.

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17PRÓLOGO

Al menos, así veo yo el asunto. En cualquier caso, me parece que este modo de enfocar el problema es muy distinto al kantiano, y que por tanto no se trata de algo así como de un caos de sensaciones que tienen que ordenar las categorías, bien de la sensibilidad, bien del entendimiento.

Cabe preguntarse por qué lo que acabo de exponer dispara tan-tas resistencias. Tengo para mí que se debe a algo que es realmen-te sorprendente en la teoría de Zubiri, quizá su máxima innovación conceptual. A todo lo largo de la historia de la filosofía se ha venido afirmando  la existencia de una especie de conocimiento primario e inmediato, la llamada «intuición». Este término procede del verbo deponente latino intueor,  que  significa ver. En efecto, no hay nada más simple ni claro para explicar lo que sea la intuición, que acudir al sentido de la vista. Yo aprehendo este papel blanco que tengo ante mí, y lo veo de modo directo e inmediato. A quien no haya visto nun-ca un papel blanco, no tendremos otro modo de hacerle tener esa ex-periencia que poniéndole ante un papel blanco y diciéndole que mire. Cualquier otra descripción o explicación que demos, por ejemplo, a un ciego de nacimiento, resultará imperfecta e insuficiente. El color blanco o se ve o no se ve, y solo la visión directa nos permite acceder a él. Eso es intuición, un tipo de intuición clásicamente calificada de sensible, porque hay otras intuiciones, o al menos eso dicen, que se llaman suprasensibles; por ejemplo, las de los místicos.

Toda la filosofía, tanto la empirista como la idealista, ha partido del presupuesto de que hay un primer contacto con las cosas que tiene carácter intuitivo. Lo que intuyo es un contenido; por ejem-plo, un color, el color blanco. Intuición y contenido vienen a identi-ficarse, hasta el punto de que son términos correlativos: se intuyen contenidos, y los contenidos primarios e irrefutables son intuitivos. Esta ha sido la tesis tradicional en historia de la filosofía. Con va-riaciones internas que siempre han sido de matiz, ha llegado hasta nuestros días. Un ejemplo paradigmático de esto último lo tenemos en el caso de Husserl, el padre de uno de los movimientos filosófi-cos de mayor influencia en la filosofía del siglo XX. Todo su siste-ma está basado en un concepto clave, que él denominó «intuición»; si se quiere precisar algo más, intuición categorial. No se trata de la intuición sensible sino de la que denomina fenomenológica, ni

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por tanto del contenido físico de los caracteres de la cosa en cuanto realidad trascendente a la propia intuición, sino del contenido de conciencia, siempre que por tal se entienda la conciencia pura o reducida y no la conciencia empírica. La intuición eidética tiene como objeto ese contenido, que se identifica con las vivencias puras de la conciencia. Como toda la intuición clásica, lo que intuye son contenidos. Escribe Husserl: «No hay ninguna diferencia entre el contenido vivido o consciente y la vivencia misma. Lo sentido, por ejemplo, no es otra cosa que la sensación» (Husserl, 1982, II, 479). La intuición, la vivencia, la sensación lo son siempre de contenidos, hasta el punto de que vienen a identificarse con estos. Los conteni-dos de conciencia no son ahora contenidos empíricos o reales sino puros o fenomenológicos, pero se trata, a la postre, de contenidos y solo de contenidos.

Esto es lo que Zubiri puso en cuestión, y con ello también la ma-yor parte de la historia de la filosofía. De ahí que se considerara cual-quier cosa menos intuicionista. Lo que se intuyen son «contenidos», pero lo que primordialmente se aprehende no son solo contenidos sino la «formalidad» de realidad. La formalidad no es contenido sino el modo como se actualizan los contenidos. En el animal se actuali-zan como meros «estímulos», en tanto que el ser humano los actua-liza como «realidades», es decir, como siendo «de suyo» o «en pro-pio» lo que son. Zubiri nunca hubiera podido aceptar  la afirmación de Husserl que antes hemos transcrito: «Lo sentido no es otra cosa que la sensación». La sensación no se agota en el contenido de lo sentido, precisamente porque además de contenido hay formalidad, que es también parte de la sensación. Se dirá que esa parte carece de relevancia, puesto que se da siempre, de modo que acompaña al con-tenido necesariamente. Pero cuando Zubiri pone tanto énfasis en la distinción es por algo. El porqué lo expone largamente en su trilogía Inteligencia sentiente. Es que la formalidad es lo primario y radical, y además lo único que permanece invariable en todo acto intelectivo humano. En ella se nos actualiza nada menos que la realidad en tan-to que tal, es decir, en su dimensión inespecífica o trascendental. El orden de la realidad qua realidad es el orden de la metafísica y de la única verdad inconcusa a que llega el ser humano, la que denomina «verdad real».

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19PRÓLOGO

Por supuesto que no hay formalidad sin contenido. Pero si ha puesto tanto énfasis en el análisis de la formalidad, es porque en el orden del contenido nuestras victorias no pasan de ser pírricas. En esto Zubiri se muestra como lo que es, un filósofo claramente pos-moderno. Si bien la verdad real es previa a la dualización verdad-error o verdad-falsedad, de tal modo que es siempre verdadera, no sucede lo mismo en el orden de los contenidos, que se mueven nece-sariamente en el dipolo verdad-error. No hay contenido que sea siem-pre y por necesidad verdadero. Por eso en Zubiri no hay intuición. Antes le hemos oído decir a Husserl que «lo sentido no es otra cosa que la sensación». No hay duda de que la sensación nos hace presen-te un contenido, eso que Husserl llama lo sentido. Pero la aprehen-sión más elemental y primaria, la sensación, no se identifica con ese contenido, por más que resulte imposible sin él. En ella hay también formalidad (Zubiri, 1980, 37). Esto es lo radical y último de esa sen-sación, lo que nos abre al horizonte de la realidad, el momento inva-riante de toda aprehensión humana. El contenido no es invariante, no solo porque los contenidos son muy diversos, sino también porque el contenido no se halla en el orden trascendental e  inespecífico de la verdad real, sino en el talitativo y específico, al que pertenece otro tipo de verdad, la verdad no de la aprehensión primordial sino del lo-gos, que Zubiri llama «verdad dual». La sensación, la percepción, la ideación, el juicio, etc., son procesos «creativos» que lleva a cabo la mente humana dentro de la formalidad de realidad, y en tanto que ta-les expuestos a la dualización verdad-error. Esto es lo que cuesta tan-to ver y, sobre todo, aceptar por quienes vienen de teorías filosóficas más tradicionales, incluyendo entre estas la fenomenológica. No hay intuición, ni hay contenidos que puedan reivindicar para sí el carácter de inmediatos y absolutamente verdaderos. Nadie encontrará dificul-tad en aceptar esto a propósito de los razonamientos o de los juicios, pero resulta más difícil asumirlo a propósito de las percepciones o de las meras sensaciones. Pues bien, lo que afirmo, en contra de mis críticos, es que tal es la tesis defendida por Zubiri, y que con ella ha proporcionado una de las mayores novedades y de más trascendenta-les consecuencias a la filosofía del siglo XX. Parece tan evidente que veo de modo inmediato y directo la blancura de este papel, que se nos hace difícil pensar que en eso proceso hay algo no inmediato, y

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que por tanto la sensación del color blanco es el resultado de un com-plejo proceso «creativo». Pero así es. En el caso de la percepción, eso es lo que nos ha enseñado la psicología del último siglo y medio, no en último lugar la llamada «psicología de la forma», que tan bien conocía Zubiri y que tanto influyó sobre él. Y esto que se dice de la percepción vale igual para la sensación, que Zubiri define, conviene no olvidarlo, como aprehensión de una nota «elemental», pero nota, y por tanto contenido (Zubiri, 1980, 37).

No deja de resultar sorprendente que Zubiri dedicara en sus cursos orales de los años cuarenta y cincuenta tanta atención a cuestiones estrictamente científicas, que en principio nada tienen que ver, o muy poco, con los eternos problemas de la filosofía. ¿A qué se debe esto, a pura erudición, o quizá a la necesidad de exhibir sus muchos cono-cimientos en esas materias? ¿O sería una pura táctica retórica que no tenía otro objeto, como tantas veces se ha dicho, que la captatio be-nevolentiae de su público, compuesto más por profesionales y cien-tíficos que por filósofos? Resulta difícil, cuando no insultante, verlo así. Todas estas hipótesis interpretativas han sido frecuentes en men-tes muy filosóficas, acostumbradas a pensar que el saber propio de la ciencia se mueve en el orden contingente, pero que la filosofía busca las cuestiones últimas, trascendentales y las verdades absolutas. Así pensó, por ejemplo, el Husserl de La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental. Por eso pide poner entre paréntesis todas las explicaciones científicas, a fin de acceder al horizonte pro-piamente filosófico. ¿Es que Zubiri no era consciente de esto? Y si lo era, ¿no había en su actitud una especie de defección o renuncia al pensar propiamente filosófico?

¿Y si se tratara más bien de lo contrario, de que los datos de la ciencia le parecían fundamentales para rectificar muchas de las pre-tendidas  verdades  absolutas  de  los  filósofos?  ¿Por  qué  se  atreve  a calificar al viejo realismo de «ingenuo», y al moderno subjetivismo también de «ingenuo»?  (IRA, 178) ¿Toda  la historia de  la filosofía ha sido un ingente ejercicio de ingenuidad? Pienso que fue la ciencia la que le hizo ver a Zubiri que las pretendidas «intuiciones» en que han solido asentarse los sistemas filosóficos no son tales, y que con-cebirlas así es un acto de perfecta ingenuidad. Los contenidos nunca son inmediatos ni están «meramente» actualizados, sino que tienen

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21PRÓLOGO

mediaciones y se hallan «creativamente» actualizados por la mente humana. Lo cual no significa que todo sea relativo. Hay algo, si no absoluto, sí, al menos, factual, que es la «realidad» entendida como «formalidad», a diferencia de la formalidad propia del animal. Cuan-do Zubiri fue consciente de su conquista, se hizo fuerte en ella, y a describirla con la mayor precisión posible ha dedicado lo mejor de toda su producción filosófica posterior.

¿Sutilezas de filósofo? Puede ser. Pero Zubiri no las habría cons-truido de no haberse visto obligado a ello por la propia realidad. Y es que, en efecto, de ese modo Zubiri no intenta sino responder a una necesidad urgente de nuestro tiempo. Si algo nos ha enseñado la ciencia, es que los datos que nos parecen más claros e intuitivos, aquellos que creemos aprehender sin mediaciones, están mediados. Piénsese, por ejemplo, en la percepción. La psicología experimental ha puesto en claro que nuestras percepciones, por más que parezcan directas, puras, son el resultado de múltiples mediaciones, culturales, lingüísticas, educativas, etc. Ver el color rojo como rojo es resultado de un complejo proceso cultural, y nombrarlo de ese modo, aún más. Las propias sensaciones están mediadas. Los torturadores saben bien que el umbral de sensibilidad al dolor varía con la persistencia del estímulo. Algo que, por otra parte, es tan viejo como la ley de Weber y Fechner.

Ya no hay espacio para la ingenuidad de otros tiempos. El cons-tructivismo ha ganado la partida. Ningún contenido mental es inme-diato ni indubitable, ni por tanto cabe hablar de intuiciones. No hay intuición inmediata de ningún contenido, sea el que fuere. Todo con-tenido lo es a resultas de un más o menos complejo proceso de ela-boración. Esto es lo que se hace difícil admitir. Ortega y Gasset diría que tal resistencia se debe a que pone en cuestión una de las creencias más profundas y arraigadas que tenemos, la de que las cosas son tal y como nosotros las vemos. De ahí que la filosofía, sobre todo la filo-sofía actual, tenga un carácter fuertemente contraintuitivo. Pone, en efecto, en cuestión algunas de nuestras creencias más arraigadas. Lo cual genera necesariamente inestabilidad, inseguridad y, a la postre, angustia. Para protegernos de ella sirven los llamados mecanismos de defensa, en especial la negación, que nos lleva a pensar que eso no puede ser así, que tiene que haber necesariamente algo erróneo

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en ese razonamiento, porque en caso contrario careceríamos de suelo firme sobre el que apoyarnos y todo se disolvería. Cuesta aceptar que eso no tiene por qué ser así; aún más, que no lo es, porque si bien de los contenidos nunca hay aprehensión inmediata, sí es verdad que no podemos construirlos más que en y desde la formalidad de realidad, que es nuestro horizonte de intelección, algo de lo que la inteligencia humana no puede salir salvo al precio de disolverse a sí misma, y que esa formalidad sí es inmediata y consiste, como tantas veces dice Zubiri, en «mera» actualización. La actualización es a la formalidad lo que la construcción al contenido. Sin formalidad no habría con-tenido, y sin la actualización formal de la realidad no sería posible construir contenidos. Puede parecer poco, pero con este poco es con el que ha venido construyendo todos sus productos la inteligencia hu-mana a lo largo de su historia.

Nuestras percepciones están construidas, y nuestras estimaciones también. Unas y otras, además, entran necesariamente en la forma-ción de nuestros proyectos, que son las creaciones por antonomasia de la mente humana. El proyecto es una creación compleja, en la que intervienen siempre hechos y valores, de tal modo que al ponerlo en práctica, al realizar el proyecto, no hacemos otra cosa que añadir va-lor a los hechos. Esto hace que el proceso de estimación o valoración, que en principio era completamente subjetivo, se objetive a través de la puesta en práctica de nuestros proyectos. Todo lo que hacemos plasma en la realidad valores positivos o negativos, le añade o le qui-ta valor. De ser meramente subjetivos, los valores se tornan en obje-tivos. Y este depósito objetivo de valores de una sociedad es lo que llamamos unas veces cultura y otras civilización. A través de nuestras acciones, los seres humanos creamos valores, construimos valores, tanto positiva como negativamente; es decir, construimos o destrui-mos valores. Cuando un pintor plasma en un lienzo algo de belleza, por poca que sea, objetiva y realiza lo que en su mente comenzó sien-do un mero proceso subjetivo de estimación. A través del proyecto, el ser humano no hace otra cosa que construir o destruir valores, plas-mándolos, tanto positiva o negativamente, en la realidad. Un museo es un lugar donde se concentran esas plasmaciones u objetivaciones del valor belleza, y una biblioteca el espacio que guarda las creacio-nes de valor expresadas a través de la escritura, etc.

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23PRÓLOGO

Los valores se construyen y se destruyen. Y se construyen y des-truyen a través de los proyectos humanos. Todo acto humano acaba plasmando valores o disvalores en la realidad. No hay modo de evi-tarlo. De ahí la densidad ontológica y moral de toda acción huma-na, por simple o elemental que sea. Construir valores no es opcio-nal, sino una necesidad imperativa en el ser humano. Construyendo y destruyendo valores el ser humano se construye y se destruye a sí mismo, tanto individual como colectivamente. No hay escapatoria. Y si tal es nuestra condición, más vale que aprendamos a hacerlo bien.

Así las cosas, es fácil advertir el inmenso panorama que se abre ante nosotros. Los valores no solo se construyen y se destruyen, es que se han ido construyendo y destruyendo a todo lo largo de la his-toria humana. Nosotros somos herederos de las decisiones de valor de todos nuestros antepasados. Es un depósito que se nos entrega al nacimiento y que no podemos no asumir pasivamente. En esta pri-mera entrega no hay proyecto sino mera recepción. Entrega se dice en griego parádosis y en latín traditio. Es el depósito que nos le-garon nuestros mayores. A partir de él llevaremos a cabo nuestros proyectos, y por tanto nuestras decisiones de valor. Se nos legan unos valores y a través de nuestros proyectos nosotros enriqueceremos o empobreceremos ese depósito. Lo que no podremos es no proyectar ni, por tanto, crear o destruir valores, porque la mera renuncia al pro-yecto es ya un proyecto, y no precisamente el más responsable.

Ahora empezamos a percibir la amplitud y complejidad del pa-norama que se abre ante nosotros. Los valores se construyen, pero se construyen desde un depósito previo, a través de proyectos que incluyen necesariamente opciones de valor. Esto quiere decir que la construcción de los valores tiene un pasado, un presente y un futuro; por  tanto,  que  es  constitutivamente histórica. Lo cual  significa que reflexionar sobre los valores exige el análisis de su historia, el diag-nóstico de su situación actual y el proyecto de futuro. Algo de tal complejidad, que nunca puede llevarse a cabo de modo exhaustivo, ni incluso suficiente.

Este volumen reúne algunos de los análisis que he ido haciendo en los últimos años sobre ciertos valores concretos. Se trata de apli-car en la práctica lo que acaba de ser dicho en teoría. El primero es el discurso de clausura del X Congreso de la Asociación de Bioética

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Fundamental y Clínica, que hube de pronunciar en Pamplona el 8 de octubre de 2011. Su presidente, Koldo Martínez, asistió a mi acto de ingreso en la Academia de Ciencias Morales y Políticas y encontró allí no solo el tema de la clausura sino también el lema del Congreso: «Construyendo valores en la diversidad». El encargo de Koldo me sirvió para repensar algunos conceptos y matizar otros; y, sobre todo, me obligó a ser más conciso. Hube de ajustar al tiempo de una con-ferencia el contenido de todo un libro, el que conforma el volumen primero de esta serie. Espero que esta retractatio pueda ser de alguna utilidad.

El segundo texto, «Valores de la crisis, crisis de valores», es el texto completo de lo que, abreviadamente, presenté como ponencia en la sesión de la Academia de Ciencias Morales y Políticas el martes 11 de octubre de 2011. Pretende arrojar alguna luz sobre el grave pro-blema del valor económico. Parece haberse producido entre los pro-fesionales de la Economía una auténtica conjura en manejarla como una disciplina de puros hechos, al margen de cualquier consideración de valor. A mi modo de ver, se trata de un craso error, no ajeno a lo que está siendo la presente crisis económica. No queremos conven-cernos de que hacer oídos sordos a los valores, cerrar los ojos a su existencia, o simplemente ponerlos entre paréntesis, son ya opciones de valor, por más que negativas y en buena medida inconscientes. Es difícil pensar que tal sea la actitud más razonable y adecuada. Discu-tir tal asunto es el objetivo de este texto.

Tras ello analizo otro valor en el que reina una desorientación no menor, el de la dignidad. Si el económico es un valor de los lla-mados materiales o de cosa, este es un típico valor que se aplica en exclusiva al ser humano. Todos los pertenecientes a nuestra especie disfrutamos, por el mero hecho de serlo, de lo que se denomina, al menos desde Kant, dignidad. Como es propiedad inherente a todo individuo humano, le compete con toda propiedad el calificativo de valor ontológico. Sobre él se ha levantado toda la teoría de derechos humanos. De ahí la necesidad de analizarlo con alguna detención, cosa que pocas veces se hace. El resultado de este análisis puede ser algo decepcionante para quienes usan la dignidad como banderín de enganche en todo tipo de empresas. Más vale que sepamos de qué estamos hablando con alguna precisión.

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25PRÓLOGO

Los textos que siguen a los citados intentan analizar desde la ca-tegoría de valor algunos de los problemas que ocupan y preocupan actualmente a los médicos. El término «espiritualidad» en torno al cual gira el contenido del cuarto puede resultar extraño a quienes no estén familiarizados con algunos movimientos surgidos últimamente en medicina, en especial los Cuidados Paliativos. De hecho, lo que ahora se publica comenzó siendo el texto de mi ponencia en el Sim-posio Internacional sobre Psiquiatría y Experiencia Religiosa que tuvo lugar en la Universidad de la Mística de Ávila los días 4-6 de noviembre de 2010 (Gracia, 2012, 40-45), y terminó como conferen-cia inaugural de la IX Jornada Nacional de la Sociedad Española de Cuidados Paliativos, que tuvo lugar en Palma de Mallorca el 12 de mayo de 2011. Los más entrados en años recordarán que el término espiritualidad tenía hasta hace no mucho sentido exclusivamente re-ligioso, de  tal modo que venía a  identificarse «vida espiritual» con vida  religiosa,  la cual se hacía girar, además, en  torno a una figura tan problemática como la del llamado «director espiritual». Hoy las cosas, afortunadamente, se ven de otro modo, y a exponerlas estuvo dedicada la ponencia de Palma de Mallorca y el texto que ahora se publica.

Le sigue otro que lleva por título «Construyendo la salud». Fue un encargo del director de Claves de razón práctica y salió publicado en el número 226. El público en general, e incluso el personal sanitario, dan en considerar que salud y enfermedad son cuestiones de hecho, hurtando la carga de valor que albergan. En esto proceden exacta-mente igual que antes hemos observado en los economistas. En el caso de la medicina esto no sería tan grave si no fuera por el uso o abuso del sistema sanitario que tal olvido provoca. Hacer pasar como hecho lo que en el fondo es un valor tiene siempre consecuencias desastrosas, la menor de las cuales no es que dificulta de raíz la bús-queda de una solución correcta al asunto. Mi tesis es que algo de eso está sucediendo actualmente, y que solo teniendo conciencia de ello será posible enderezar la deriva del sistema sanitario.

Le sigue otro texto que lleva por título «Repensar la hospitali-dad». Si el término espiritualidad suena a rancio, el de hospitalidad no le va en zaga. Mi tesis, sin embargo, es que tras él se esconde un importante valor. A su análisis dedico esas páginas, que, con algunas

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variantes, recogen la ponencia que desarrollé ante el Capítulo Gene-ral de las Hermanas Hospitalarias del Sagrado Corazón de Jesús en Roma, el 14 de mayo de 2012. La hospitalidad es uno de esos valores que se han tenido por típicamente religiosos, habida cuenta de que forma parte del catálogo de las bienaventuranzas. Si tiene algún sen-tido en una sociedad secularizada y cuál puede ser este, es el tema del ensayo.

Le sigue otra ponencia, esta presentada en el debate que organizó la Fundación Victor Grifols i Lucas de Barcelona el 6 de octubre de 2011 sobre el tema «La ética en las instituciones sanitarias: entre la lógica asistencial y la lógica institucional». Este es un tema típico de  las  últimas  décadas,  consecuencia  del  auge  adquirido  por  la  fi-losofía práctica, y más en concreto por la ética, a partir de los años setenta del pasado siglo. Añádase a ello que en los ochenta comenzó otro fenómeno que ha provocado un gran desconcierto en el mundo sanitario, cual es el del desembarco en él de las compañías con áni-mo de lucro. Hasta entonces, en efecto, las instituciones privadas que gestionaban hospitales y centros sanitarios eran, bien públicas, o, en el caso de ser privadas, sin ánimo de lucro. Fue los años de la pre-sidencia de Ronald Reagan en Estados Unidos y Margaret Thatcher en Gran Bretaña cuando las cosas cambiaron. Entonces comenzó a considerarse al sanitario como cualquier otro mercado y se introdujo en  él  la  eficiencia  como  criterio  rector. Ni  que  decir  tiene  que  eso provocó pronto un conflicto con la ética que los profesionales habían venido considerando irrenunciable desde los tiempos hipocráticos. Y se generó un grave problema. Para apaciguarlo, las organizaciones sanitarias, si se prefiere, las empresas privadas de prestación de ser-vicios de salud, empezaron a elaborar sus propios códigos de ética. De igual modo que los individuos son sujetos de valores, también pueden y deben serlo las instituciones, se empezó a decir. De ahí que comenzara a hablarse de una ética institucional, de igual modo que hay una ética individual. El problema está en que no resulta claro si la expresión «ética institucional» tiene sentido propio o solo designa algo en forma metafórica. Cuando hablamos de la ética de un sujeto concreto,  tenemos  claro  lo  que  significa,  a  saber,  que  es  responsa-ble de sus actos, en primer lugar ante sí mismo, ante su conciencia, y después ante otras instancias. Pero con la expresión «ética insti-

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27PRÓLOGO

tucional» no se sabe muy bien de qué estamos hablando. ¿Son las empresas sujetos morales en sentido propio? Parece obvio que no. El derecho mercantil les otorga personalidad jurídica para ciertos me-nesteres, pero desde luego carecen de personalidad moral. Esto signi-fica que las empresas no son responsables morales de sus actos. Esa responsabilidad no pueden tenerla, obviamente, más que sus miem-bros, en especial los gestores y directivos, ya que ellos son los que toman las decisiones fundamentales. Es una anomalía no carente de consecuencias. Cuando un empresario gestiona mal su empresa, en principio no es responsable personal de las decisiones que ha tomado en nombre de ella, habida cuenta de que lo hizo no como individuo privado sino como directivo de la empresa. Las deudas, por ejem-plo, son de la empresa, no del directivo. Ahora bien, es evidente que muchas de esas decisiones las tomó porque se sabía gestionando un patrimonio que no era suyo. Uno arriesga el dinero de los demás con mucha mayor facilidad que el propio. Desde el punto de vista jurídi-co, su proceder es difícilmente imputable, pero desde el moral resulta a todas luces impropio. A pesar de lo cual, lo único que puede hacer la llamada ética empresarial es afear su conducta, no pedirle cuentas. Es algo que no deja de resultar sorprendente, que dotadas de persona-lidad jurídica, las empresas carezcan de personalidad moral. Y surge la cuestión, puesto que es de todo punto imposible atribuirles perso-nalidad moral, de si no sería mejor quitarles la personalidad jurídica. Esto haría que la responsabilidad jurídica, lo mismo que la moral, fuera de quienes toman las decisiones, es decir, de los directivos. En estos años en que tan sonados están siendo los escándalos producidos por empresarios irresponsables y gestores corruptos, es cuando me-nos pertinente plantearse la cuestión. En El País del 8 de diciembre de 2012 publicaba El Roto una viñeta que expresa muy bien cuál es el estado de ánimo de la población ante este asunto. Dos limpiadoras van empujando un carrito y una dice: «Estoy pensando en robar un banco». A lo que la otra responde: «Es inútil, eso ya lo habrá hecho el propio banquero».

El último de los textos es el resultado de una doble redacción. La primera fueron las páginas que compuse para la lección inaugural del curso académico 2007-2008, que hube de pronunciar en el Paraninfo de la Universidad Complutense el día 30 de septiembre del año 2007.

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El 2 de octubre de 2012 me vi en el trance de hacer lo mismo, esta vez en la Universidad Alfonso X el Sabio. Ello me obligó a repensar muchas cosas y a reescribir buena parte del contenido primitivo. El resultado de ese proceso de cinco años es el texto que ahora se publi-ca.

Quedan por hacer muchas cosas y analizar con alguna precisión otros muchos valores. A este segundo volumen seguirá, si el tiempo me resulta propicio, uno tercero que probablemente llevará por título Religión y ética. En él pretendo someter a escrutinio esos dos valo-res, tan importantes en la vida de los seres humanos y necesitados de tanta claridad. La confusión llega a tales extremos que para la mayo-ría de los mortales pasan por ser idénticos, de tal modo que se juzga la religiosidad de un individuo por su ética y viceversa. Pero esta, al menos por hoy, es otra historia.

Como podrá advertir fácilmente el lector, todos los textos obe-decen al propósito intelectual y moral de rehabilitar la categoría de valor, convencido como estoy de que solo a partir de ella cobran sen-tido otras hoy inundatorias y de carácter claramente derivado, como son los derechos humanos, los principios morales y las normas de acción. Desviaciones que en el origen parecen insignificantes acaban generando grandes errores al final. Que en este campo, como en tan-tos otros, sigue conservando toda su vigencia la máxima aristotélica: parvus error in principio magnus est in fine.

Madrid, 10 de marzo de 2013

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La construcción de los valores

De los dos términos que componen el título de esta ponencia, el se-gundo lo entendemos, más o menos, todos, o al menos sabemos de qué va. Pero lo que resulta infrecuente es hablar de su construcción, y aún menos en el sentido fuerte en que aquí se toma esa palabra, para significar no solo que a través de nuestras acciones realizamos o plas-mamos valores (por ejemplo, el pintor plasma el valor belleza cuando pinta un buen cuadro), sino que los valores en sí, que ellos mismos son resultado de un proceso constructivo; que están construidos. Por tanto, la construcción no tiene aquí sentido operativo sino constituti-vo; no es que haya valores y luego los plasmemos a través de nues-tras acciones, es que los propios valores son el resultado de procesos de construcción llevados a cabo por los seres humanos.

Esta tesis fuerte, o este constructivismo fuerte, se diferencia y en buena medida se opone a las dos teorías del valor que se han llevado el gato al agua a lo largo de la mayor parte de la cultura occidental. Una, la más clásica, es la intuicionista. Y la otra, típica de la moder-nidad, es la subjetivista. De tal modo que todas las explicaciones que se han dado a lo largo de la historia sobre qué son los valores pueden reducirse a estas tres, la intuicionista, la subjetivista y la constructi-vista. Simplificando, simplificando, cabría denominar a la primera la 

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antigua, a la segunda la moderna y a esta tercera la contemporánea, o quizá mejor la actual.

Primera tesis: el intuicionismo axiológico

En primer lugar, la doctrina intuicionista del valor. Es la más clásica y también la que ha reinado por más tiempo en la historia de la filoso-fía. En uno de los diálogos platónicos más conocidos y leídos a todo lo largo de la historia de Occidente, el Fedón, se produce este diálogo entre Sócrates y Cebes:

—Vayamos, pues, ahora —dijo Sócrates— hacia lo que tratábamos en nuestro coloquio antes. La entidad (ousía) misma, de cuyo ser dábamos razón al preguntar y responder, ¿acaso es siempre de igual modo en idéntica condición, o unas veces de una manera y otras de otra? Lo igual en sí, lo bello en sí, lo que cada cosa es en realidad (tò ón), ¿admite alguna vez un cambio y de cualquier tipo? ¿O lo que es siempre cada uno de los mismos entes, que es de aspecto único en sí mismo, se mantiene idéntico y en las mismas condicio-nes, y nunca en ninguna parte y de ningún modo acepta variación alguna?—Es necesario –dijo Cebes— que se mantengan idénticos y en las mismas condiciones, Sócrates.—¿Qué pasa con la multitud de cosas bellas, como por ejemplo per-sonas o caballos o vestidos o cualquier otro género de cosas semejan-tes, o de cosas iguales, o de todas aquellas que son homónimas con las de antes? ¿Acaso se mantienen idénticas, o, todo lo contrario a aquellas, ni son iguales a sí mismas, ni unas a otras nunca ni, en una palabra, de ningún modo son idénticas?—Así son, a su vez —dijo Cebes—, estas cosas: jamás se presentan de igual modo.—¿No es cierto que estas puedes tocarlas y verlas y captarlas con los demás sentidos, mientras que a las que se mantienen idénticas no es posible captarlas jamás con ningún otro medio, sino con el razona-miento de la dianoía, ya que tales entidades son invisibles y no son objetos de la mirada?—Por supuesto dices verdad —contestó.

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—Admitiremos entonces, ¿quieres? —dijo—, dos clases de seres (dúo eíde tôn ónton), la una visible, la otra invisible.—Admitámoslo también —contestó.—¿Y la invisible se mantiene siempre idéntica, en tanto que la visi-ble jamás se mantiene en la misma forma?—También esto —dijo— lo admitiremos.

(Fedon 78 d - 79 a. Platón, 2008, 68).

No podemos ni imaginar la importancia que este texto ha tenido en la historia del pensamiento, más diría yo, en la vida de las personas de Occidente, e incluso la que sigue teniendo ahora. La gente lee hoy poco, pero ha leído mucho menos en épocas pasadas. Y ello por va-rias razones. En primer lugar, porque la mayor parte no sabía leer. Pero incluso para los letrados o literatos, el número de libros a su alcance era reducidísimo, mínimo. De lo que se deduce que la cul-tura occidental se ha nutrido de unas docenas de libros, muy pocos. Pues bien, entre esos pocos libros se encontraban varios diálogos de Platón, entre ellos y en un lugar muy destacado, este, el Fedón. En las bibliotecas medievales estaba, en primer lugar, el libro sagrado, el libro de los libros, la Biblia, y luego estaban los análisis y comen-tarios a ella. Como es bien sabido, la literatura cristiana de los ocho primeros siglos de la Iglesia se conoce con el nombre de «patrística», y según que esté escrita en griego o en latín, constituye la patrística griega o la latina. Pues bien, la patrística griega utiliza ampliamente a Platón y al neoplatonismo en la interpretación de los textos bíblicos. Y de la latina, baste decir que su máximo representante es Agustín de Hipona, habla de Platón en estos términos: Vir excellentis ingenii et eloquio Platoni quidem impar (De Civ Dei VIII, 12. Agustín de Hipona, 1845, 237).

Tras esto, uno pensaría que las obras de Platón son parte nuclear de las bibliotecas medievales. Pero no es así. De hecho, los diálogos platónicos no se recuperan más que en el siglo XV. A lo largo de la Edad Media solo se conocen algunos, muy pocos. ¿Cuáles? Dos: el Timeo y el Fedón, que es del que estamos hablando. Sin este diálogo no cabe explicar la historia de nuestra cultura, y muy en primer tér-mino sin el párrafo que acabo de citar. Y ello porque en él se plantea el problema central del pensamiento platónico, y también el que más

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interesaba a los pensadores cristianos: que existen dos mundos, este, que en el fondo no es más que de sombras, no de realidades, y el otro, que se halla en otra dimensión, y en el que se encuentran las realida-des perfectas, las ideas puras, que no vemos por los sentidos, pero que tenemos que postular con el razonamiento, ya que sin ellas, que permanecen fijas, puesto que son inmutables, necesarias y eternas, no es posible comprender el movimiento y la caducidad de las de aquí. Para explicar esto, Platón acude, precisamente, a un valor, la belleza, y dice que tiene que existir lo «bello en sí» (autò tò kalón) como canon o paradigma de las cosas que consideramos bellas, un caballo, un vestido, porque por más que todas nos parezcan bellas, no pensa-mos que sean la belleza. Hay, pues, una «belleza en sí», autónoma e independiente de la belleza de todas las cosas que vemos y tocamos y fundamento suyo. Cuando pintamos un cuadro o hacemos un ves-tido, plasmamos en ellos más o menos belleza, pero no confundimos esta con lo que es la belleza en sí. Esa plasmación, por tanto, tiene carácter meramente consecutivo u operativo, no constitutivo. Vuelvo al principio. Esta ha sido la teoría de mayor vigencia en la historia de nuestra cultura: los valores son realidades en sí, entidades sus-tantivas, que luego, operativamente, vamos plasmando en las cosas. Los jueces administran justicia, pero a nadie se le ocurriría identificar esa justicia con la justicia, entre otras cosas, porque sus sentencias pueden parecernos injustas, lo cual quiere decir que hay un criterio o paradigma de justicia previo a la justicia del juez, hasta el punto de que el juez no solo no crea o construye la justicia, sino que tiene que someterse a ella. La justicia es un valor que no se identifica con las justicias concretas y que nos sirve de canon o vara de medida para juzgar estas. Cuando vemos un acto de barbarie reaccionamos dicien-do que hacer eso es injusto, que no debería suceder. Lo justo no está construido sino intuido. Eso que se intuye es lo que Platón llamó una idea pura. Cada valor es una idea pura.

Se comprende que esta teoría hiciera furor en las tres religiones del libro, la judía, la cristiana y la musulmana, que no tardaron nada en identificar esos paradigmas con las llamadas ideas divinas. Las ideas puras de Platón se convierten en los teólogos medievales en ideas divi-nas. Y como esas tres religiones son creacionistas, resulta que al crear el mundo Dios plasma en él esas ideas, puesto que lo ha diseñado con

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ellas. Ese es el concepto de «ideas ejemplares» o de «ejemplarismo», ubicuo en toda la tradición latina a partir de Agustín de Hipona. Lo que hoy llamamos valores se identifica, pues, con esas ideas divinas.

He querido exponer la lógica interna de esta postura, porque solo a partir de ella resultan comprensibles las consecuencias que necesa-riamente se siguieron, y que tanta repercusión iban a tener en la vida de los occidentales. Si los valores o las ideas son divinos, y en tanto que tales inmutables, necesarios y eternos, y lo que el ser humano tie-ne que hacer en su vida es actuar de acuerdo con ellos, es obvio que el objetivo de la ética no puede ser otro que adecuar la vida y la acti-vidad de los seres humanos a esos paradigmas, que no solo tienen ca-rácter canónico (eso significa paradigma) sino también deontológico. Esto quiere decir que mandan, y que mandan categóricamente; son, por consiguiente, «leyes», tienen fuerza de ley. En tanto que criterios o cánones directamente emanados de Dios, como en la tradición ju-deocristiana son los mandamientos de Moisés, son «ley divina»; y en tanto que se expresan en las obras de la creación, son «ley natural». La ley natural y la ley divina son las expresiones de ese mundo de ideas puras a que aludía Platón en el párrafo citado.

A partir de aquí, las consecuencias surgen a raudales. Una prime-ra, fundamental, es que no solo hay valores positivos y valores nega-tivos, sino que hay valores verdaderos y valores falsos. No todos los valores son iguales. Hay, ciertamente, personas que no coinciden con esas valoraciones que se consideran inmutablemente verdaderas, y por tanto de ley divina y de ley natural. Platón se plantea este proble-ma en el otro diálogo que circuló por toda la Edad Media, el Timeo. Es un tema que ya viene de Sócrates, y que ha pasado a la historia con el nombre de paradoja socrática. Se trata de que nadie puede no querer aquello que ve como valioso. De donde resulta que quien de-cide algo incorrecto o hace algo malo, no es por mala voluntad sino por una percepción inadecuada del valor en juego. De lo que conclu-ye Platón que hay, por similitud con las enfermedades del cuerpo, en-fermedades del alma, que no dejan percibir adecuadamente las ideas puras, es decir, los valores. Por tanto,

el desenfreno sexual es una enfermedad del alma que en gran parte se origina por las propiedades de una única sustancia que fluye libre-

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mente en el cuerpo y lo irriga gracias a la porosidad de los huesos. Asimismo, casi todo lo que se dice de la incontinencia en los placeres y lo que se recrimina a los malos, como si lo fueran voluntariamente, es un reproche que se hace de manera incorrecta, ya que nadie es malo voluntariamente sino que el malo se vuelve malo a causa de al-guna disposición maligna del cuerpo y de una educación inadecuada, puesto que para todos estas cosas son odiosas y suceden de manera involuntaria. (Tim 86 d-e. Platón, 2010, 357)

Dicho más simplemente, todo el que se desvía en la percepción de los valores es y debe ser considerado un enfermo, bien del cuerpo, bien del alma. En ambos casos tiene que ser reconducido a la salud, o voluntariamente, a través de la persuasión, o por la fuerza. Las en-fermedades son contagiosas, se extienden y acaban destruyendo no solo la vida del cuerpo orgánico sino también la del cuerpo social y la del alma, la vida espiritual. Por eso hay que aplicarles una cura drástica, radical. Tomás de Aquino se pregunta en la Suma teológica si se puede forzar a los infieles a abrazar la fe. Y dice que no, porque infieles son aquellos que nunca han conocido la fe, y que como la fe tiene que ser voluntaria, no pueden ser forzados. Pero inmediatamen-te añade dos salvedades. Primera, que esos infieles actúen incorrecta-mente, se conviertan en un mal ejemplo para los cristianos o impidan el ejercicio y la propagación de la fe cristiana, porque entonces sí se les puede  combatir. Y  segunda, que no  se  trate de  infieles,  sino de herejes y apóstatas, y por tanto de personas que ya han conocido la fe y han abdicado de ella. Con estos no tiene misericordia, de tal modo que se les puede obligar por la fuerza a que cumplan lo que prometie-ron y se atengan a lo que en otro tiempo asumieron (S.Th. 2-2 q. 10, a. 8. Tomás de Aquino, 1961-5, III, 73-4). Sin esto no se entienden las prácticas coactivas de las iglesias durante tantos y tantos siglos. Quizá conviene recordar que el nombre de inquisición viene del latín inquisitio haereticae pravitatis, la búsqueda activa y el castigo o la persecución de la depravación de los herejes. También cabe recordar que los máximos inquisidores fueron dominicos, la orden a la que perteneció Tomás de Aquino.

En la teoría clásica sobre los valores, por tanto, estos son objeti-vos, absolutos y autoevidentes para todo ser humano, de modo que

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quien no los ve así es por enfermedad o por mala educación, y en ambos casos debe ser reconducido al buen camino, por las buenas o por las malas. Solo hay un sistema de valores, al cual todos los seres humanos tienen que adecuar su conducta; es el «monismo axiológi-co». Aquí no hay espacio para la libertad individual o la autonomía moral es decir, para el pluralismo. Lo que se impone es la más estric-ta obediencia a esas leyes emanadas de arriba y que el ser humano no es quien para juzgar sino solo para acatar. Aquí no hay espacio para la deliberación. Lo que la ley divina y la ley natural expresan son preceptos, praecepta. Frente a ellos están los llamados consilia, consejos (evangélicos), que sí quedan a la decisión de los individuos particulares. Es interesante señalar que consilium fue la traducción latina más usual en la Edad Media y en la cultura cristiana del térmi-no griego boúleusis, que significa deliberación. Sobre los preceptos no se delibera. Ahí no cabe más que la obediencia. Se trata de man-datos absolutos, que todo el mundo debe ver y cumplir estrictamente. Como dice Tomás de Aquino, praecepta decalogi sunt omnino indis-pensabilia (S Th 1-2, q.100, a.8. Tomás de Aquino, 1961-5, II, 661).

Cuando Platón reflexionaba sobre los valores, o sobre las ideas en sí, tenía en mente algunas, como la de bien o la belleza. De hecho, en la cultura griega no se le ocurrió a nadie pensar que entre ellas estuviera la de un dios determinado. No en vano la cultura griega era politeísta, y los distintos dioses coexistían sin mayor problema. Pablo de Tarso se hace eco de esto cuando predica en el areópago de Ate-nas, hasta el punto de que dice a los atenienses:

Veo que vosotros sois, por todos los conceptos, los más respetuosos de la divinidad. Pues al pasar y contemplar vuestros monumentos sa-grados, he encontrado también un altar en el que estaba grabada esta inscripción: al dios desconocido. (Act 17, 22-23)

Y es que el exclusivismo religioso no viene de Grecia sino de Israel. El Dios de los judíos es celoso y exclusivista, de modo que exige que se luche contra todos los otros dioses, incluso contra sus imágenes.

Observa bien lo que hoy te mando. He aquí que voy a expulsar de-lante de ti al amorreo, al cananeo, al hitita, al perezeo, al jiveo y el

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yebuseo. Guárdate de hacer pacto con los habitantes del país en que vas a entrar, para que no sean un lazo en medio de ti. Al contrario, destruiréis sus altares, destrozaréis sus estelas y romperéis sus cipos. No te postrarás ante ningún otro dios, pues Yahvéh se llama Celoso, es un Dios celoso. No hagas pacto con los moradores de aquella tie-rra, no sea que cuando se prostituyan con sus dioses y les ofrezcan sacrificios, te inviten a ti y tú comas de sus sacrificios; y no sea que tomes sus hijas para tus hijos, y que al prostituirse sus hijas con sus dioses, hagan también que tus hijos se prostituyan con los dioses de ellas. (Ex 24, 11-16)

El dios de Israel es incompatible con los demás dioses. Esto es lo que ha hecho que algunos autores califiquen a  la  judía de «contra-rreligión». En cualquier caso, es lo cierto que ella llegó al Occidente y encontró en la filosofía griega un magnífico aliado. Lo que Platón decía de valores como la belleza en sí o la justicia en sí, de los que participan las cosas de este mundo en más o en menos, podía ahora aplicarse a otro valor, el religioso. De tal modo que había una deidad en sí, un Dios verdadero, que era el judío en unos casos, y el cristiano en otros, pero todos los demás dioses eran falsos, o, a lo más, som-bras imperfectas del único y verdadero Dios. Es la tesis de los pa-dres apologistas, en especial de Justino, cuando llama a los cristianos «ateos», porque no creen en los otros dioses («nosotros confesamos que somos ateos en lo que se refiere a los dioses, pero no con respec-to al más grande verdadero Dios») (1 Apología 6. Justino, 1979, 187) y afirma que «todo lo que ellos [los paganos, entiéndase, los griegos] han dicho correctamente nos pertenece a nosotros, los cristianos» (2 Apología 13. Justino, 1979, 277). Consecuencia: de igual modo que hay una justicia en sí y una belleza en sí, hay una divinidad en sí y esta es la cristiana. Afirmar que las otras lo sean de algún modo o en algún sentido es erróneo y se debe, de acuerdo con el diagnóstico de Platón, a enfermedad o a malos hábitos. En cualquiera de los dos casos, necesita ser perseguido y erradicado. De lo que se deduce que esta primera teoría sobre el valor, la que hemos llamado intuicionis-ta, es incompatible con cualquier forma de pluralismo. Los valores son autoevidentes, y cuando no se ven así tiene que ser, como afirma Pablo en la carta a los romanos, por «la concupiscencia de sus co-

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razones» (Rom 1, 24) y las «pasiones afrentosas» (Rom 1, 26) que enturbian su entendimiento.

El resultado final de  todo esto es que en  las cuestiones de valor no caben componendas, ni medias tintas, ni tampoco debilidad; en ellas hay que ser «beligerante». El diccionario de la RAE define este término como «estar en guerra», ya que proviene del latín bellum que significa guerra, y  lo hace sinónimo de combativo. Con los valores no se juega, ni cabe tolerancia alguna. Más de una vez he repetido el modo como Menéndez Pelayo corona su aguerrida Historia de los heterodoxos españoles. Dice así:

España, evangelizadora de la mitad del orbe; España, martillo de here-jes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de san Ignacio ; ésa es nues-tra grandeza y nuestra unidad; no tenemos otra. El día en que acabe de perderse, España volverá al cantonalismo de los arévacos y de los vetones o de los reyes de taifas. (Menéndez Pelayo, 1987, 2, 1036p)

Conviene recordar que este texto no es de la Edad Media sino que se halla escrito hace poco más de un siglo, en 1882. Utilizando una expresión hoy muy en boga, habría que decir: en España, «tolerancia, cero». Pero en esto, como en tantas otras cosas, España no innovaba nada sino que escribía al dictado, y en el caso que nos ocupa, el del valor religioso, al dictado de la Iglesia católica. Conviene recordar que la aceptación del derecho a la libertad religiosa por parte de la Iglesia católica no se produce hasta hace medio siglo, en 1963, cuan-do aparece la encíclica Pacem in terris de Juan XXIII. Suele citarse como precedente la encíclica de León XIII Libertas praestantissi-mum, del año 1888, pero en esta no hay nada parecido al reconoci-miento de la libertad religiosa como derecho humano. Lo que dice es lo que fue doctrina oficial hasta Juan XXIII, a saber, que en una so-ciedad tan compleja como la nuestra no tenemos más remedio que to-lerar a los que están en el error y abrazan otras religiones o no profe-san ninguna, amparados en el principio del «mal menor», porque los derechos, como dice el texto, corresponden «sola y exclusivamente a la verdad y a la virtud» (Denzinger-Hünermann, 1999, 3251). De ahí la tesis insistentemente defendida por la teología y el magiste-rio hasta Juan XXIII, de que la religión cristiana es la objetivamente

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verdadera y las otras religiones solo pueden ser consideradas subje-tivamente verdaderas. Por tanto, una y las otras no pueden gozar de iguales prerrogativas. El Estado debe tolerar las otras religiones, pero con la Iglesia católica está obligado a actuar de modo proactivo, pro-tegiendo y promoviendo su actividad. Esto llevó a un debate que hoy pocos recuerdan, pero que fue muy vivo en la primera mitad del siglo XX, sobre si las otras religiones podían tener manifestaciones públi-cas, como las tenía la católica, o si debían tolerarse solo en el ámbito privado. Ni que decir tiene que la tesis oficial sostenía y afirmaba que lo correcto era esto último. La discusión la zanjó el concilio Vaticano II, cuando el 7 de diciembre de 1965 aprobó la declaración dignitatis humanae sobre libertad religiosa. En ella se afirma taxativamente que la libertad religiosa

que compete a los individuos particulares, debe reconocerse también a estos mismos cuando actúan en común. Pues la naturaleza social, tanto del hombre como de la propia religión, exige comunidades re-ligiosas. Por consiguiente, a estas comunidades, siempre que no se violenten las justas exigencias del orden público, debe reconocérse-les el derecho de inmunidad para regirse según sus propias normas, para honrar con culto público a la divinidad, para ayudar a sus miem-bros en la práctica de la vida religiosa, para sostenerlos con la doc-trina y para promover aquellas instituciones en las que los miembros cooperen con el fin de ordenar su propia vida según sus principios religiosos. (Denzinger-Hünermann, 1999, 4243)

Y como remate, promulga «la exclusión, en materia religiosa, de cualquier tipo de coacción por parte de los hombres» (Denzinger-Hünermann, 1999, 4244), anulando así el principio que hemos visto formulado en Tomás de Aquino y que ha sido doctrina común a lo largo de  los siglos. Por cierto, no deja de ser significativo que este documento, que en un principio iba a constituir el capítulo V del de-creto Unitatis redintegratio sobre el ecumenismo, saliera de su tex-to, primero como apéndice y luego convirtiéndose en un documento aparte con el rango de mera declaración.

Era preciso todo este recorrido para entender en sus correctos términos el sentido de la primera de las concepciones sobre el va-

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lor y los valores con vigencia en la cultura occidental, la que hemos calificado de intuicionista. Todo el mundo tiene que ver los valores de igual modo, porque son objetivos y autoevidentes para cualquier sujeto que no esté loco o dominado por sus pasiones. Hemos visto cómo se inició este paradigma en la filosofía griega, y cómo la con-vergencia que en la época del helenismo se produjo entre esa filosofía y la religión de Israel tuvo como consecuencia la aplicación del mo-delo a un valor en el que, hasta entonces, se había respetado escrupu-losamente el pluralismo. Se trataba del valor religioso. Solo hay una religión objetivamente verdadera, de tal modo que las demás son por necesidad erróneas, como se pensó durante muchos siglos, o, cuando se produjo la escisión religiosa en Europa a comienzos del siglo XVI, empezará a decirse que son subjetivamente verdaderas, pero objeti-vamente erróneas. Y, como es obvio, lo subjetivamente verdadero no puede tener los mismos derechos que lo objetivamente verdadero. De ahí que se toleraran las otras religiones como mal menor, pero siem-pre exigiendo un trato de excepción o privilegio para aquello que te-nía, claramente, un valor superior. Repito que esta postura no cambió hasta Juan XXIII y el concilio Vaticano II, es decir, hace escaso me-dio siglo. E incluso después los problemas han continuado. Como ejemplo, valga el de los conflictos que tuvo el jesuita Jacques Dupuis con la jerarquía a raíz de la publicación en 1997 de su libro Toward a Christian Theology of Religious Pluralism (Dupuis, 2000).

Segunda tesis: el subjetivismo axiológico

La concepción de los valores alternativa a expuesta, la que hemos lla-mado subjetivista, da sus primeros pasos a comienzos del siglo XVI y va cobrando cuerpo a todo lo largo de los siglos modernos. Su ges-tación fue lenta y compleja, de tal modo que no hay un momento que pueda fijarse como fecha paradigmática, ni tampoco tiene un protago-nista claro. Sus inicios están en la reforma protestante, es decir, en la escisión religiosa. Lutero no fue el primero en buscar la reforma de la Iglesia, ni tampoco sería el último. De hecho, en la Baja Edad Media los movimientos de reforma se suceden unos a otros. Con ocasión de uno de ellos, el de los cátaros/albigenses, las penas canónicas que des-de tiempo atrás venían aplicándose a los herejes y apóstatas se trans-

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formaron en lo que se conoce con el nombre de Inquisición. No debe olvidarse que esta, como institución, nació en 1184, en el Languedoc francés, para combatir la herejía cátara. Cuando, el 31 de octubre de 1517 Lutero inició la reforma protestante, clavando las 95 tesis en la puerta de la iglesia del castillo de Wittenberg, la reacción de la Iglesia de Roma fue la usual, primero intentando evitar la ruptura por medios persuasivos, y luego declarándole hereje y excomulgándole (1521). En la disputa de Leipzig del año 1519, la táctica de Johann Eck fue obligar a Lutero a admitir la similitud de sus doctrinas con las de Jan Hus, el paladín de otra herejía bajomedieval, la de los husitas, que el concilio de Constanza había condenado y que fue ajusticiado el 16 de julio de 1415, apenas hacía un siglo. Por tanto, Lutero sabía lo que le esperaba, y de ahí su alianza con los príncipes alemanes. La dieta de Worms (1521) eximió de sanción a quien acabara con la vida de Lu-tero, y esa fue la razón de que los reformadores protestaran en la dieta de Spira (1526) contra la intolerancia y propusieran como solución el cuius regio eius religio, la primera formulación del principio de tole-rancia. Este se impuso por la fuerza de los acontecimientos, no por razones teóricas o doctrinales. Los turcos suponían en esos momentos una amenaza a toda la Europa occidental, y la unión de fuerzas, acep-tando la disidencia en materia religiosa, era necesaria.

No cabe duda de que  la primera  justificación de  la  tolerancia  fue estratégica. Eso es lo que se logró en la paz de Nüremberg de 1532. En 1576, Jean Bodin publica Les six livres de la République. El capítulo séptimo de la cuarta parte trata del peligro de las sediciones y facciones para el gobernante. Y entre ellas estudia la sedición religiosa, dado que la religión es uno de los pilares para mantener en orden la república. Bodino considera que debe tolerarse la diversidad religiosa para con-servar el orden y la paz en la república, pero inmediatamente añade:

Cuando la religión es aceptada por común consentimiento, no debe tolerarse que se discuta, porque de la discusión se pasa a la duda. Re-presenta una gran impiedad poner en duda aquello que todos deben tener resuelto y asegurado. [...] Por ello, es de suma importancia que cosa tan sagrada como la religión no sea menospreciada ni puesta en duda mediante disputas, pues de ello depende la ruina de la repúbli-ca. (Bodin, 1977, 399-400)

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La tolerancia entendida como recurso estratégico para el logro de la paz política es lo que consagraron la paz de Augsburgo de 1555 y la paz de Westfalia de 1648.

La justificación estratégica fue pareja con la teórica o especulati-va. Los humanistas y filósofos argumentan que la fe, para poder lla-marse tal, necesita ser voluntaria, razón por la que resulta incompati-ble con la coacción. Esto, que ya vimos en Tomás de Aquino aplicado al pagano, se amplía ahora al hereje. Quien lo dice más claramente es Tomás Moro en su Utopía (Moro, 1805, 128-156). Pagaría con su propia vida por pensar así. Textos similares pueden encontrarse en Erasmo y Montaigne. El texto más significativo fue, sin duda, el que lanzó Sebastián Castellión en 1554 en su De haereticis, an sint prosequendi (Castellio, 1954). Papel fundamental en este movimien-to tuvieron los grupos reformados que la historiografía agrupa en lo que denomina la «reforma radical», entre ellos los anabaptistas, los socinianos y los unionistas, claramente opuesta tanto a la «reforma institucional» de luteranos, calvinistas y anglicanos, como a la «con-trarreforma» católica. Para devolver el cristianismo a su primitiva pureza rechazaban todos los concilios posteriores al de Nicea y el constantinismo que institucionalizó la unión de iglesia y estado. Re-nunciando al poder civil y a la fuerza, ellos fueron presa fácil, tanto de la inquisición católica como de la protestante. Hoy se les conside-ra los verdaderos paladines de la libertad de conciencia en el mundo occidental.

La primera libertad religiosa fue básicamente estratégica y políti-ca. La reflexión filosófica de altura tarda en aparecer, y se da con pos-terioridad a la paz de Westfalia, en la segunda mitad del siglo XVII. Dos autores merecen ser recordados. De una parte, John Locke, que en 1667 publica su Essay concerning toleration y veintidós años des-pués, en 1689, la Letter concerning toleration. El otro autor es Baruc Spinoza, que en 1670 da a luz su Tractatus theologico-politicus.

Lo que está surgiendo es nada más y nada menos que el pluralis-mo. Hay pluralidad de valores religiosos, y en principio todos son respetables. Pero con esto solo no se construye una teoría del valor alternativa a la clásica, que podemos ejemplificar en la teoría platóni-ca de las ideas. Si se afirman a la vez como verdaderas cosas que son contradictorias entre sí, es obvio que se entiende por verdad lo que

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un sujeto tiene por tal, sea o no sea objetivamente así; dicho de otro modo, nos estamos  refiriendo a  la verdad subjetiva, no a  la verdad objetiva. Para Platón esa verdad subjetiva era la propia del mundo de las apariencias, pero no la del mundo real, el de las ideas puras. Estas ideas son en sí objetivamente verdaderas, no porque los seres huma-nos las tengan por tales. Lo cual quiere decir que el punto de conside-ración se ha movido de la objetividad a la subjetividad. A propósito de esta, Platón decía que quien no veía como verdadero lo que lo era objetivamente, era por enfermedad o por mala educación. En uno y otro caso el resultado era similar, y es que las enfermedades del cuerpo y las pasiones del alma impedían a la mente ver con claridad las ideas puras. En griego ambas cosas se expresan con el término páthos, que en un caso se traduce por enfermedad y en el otro por pa-sión. Pues bien, si esto es así, o fue así, ahora el asunto está en saber qué hizo la cultura moderna frente a estos conceptos, tan importantes en la teoría clásica de los valores. Porque solo entonces será posible dar una justificación filosófica adecuada del pluralismo.

Recordemos algunos conceptos básicos de la psicología clásica. A diferencia de lo que hoy es usual, en la filosofía antigua y medieval la mente no se compone de tres potencias o facultades superiores, sino solo de dos. Esto es algo que nos extraña mucho al leer libros anti-guos, sin ir más lejos la propia Ética a Nicómaco. De una parte está el noûs o intellectus, y de otra la órexis o appetitus. La inteligencia ve las cosas pero carece de fuerza impulsiva o motora. Esta proviene de la órexis, que es de dos tipos muy distintos, según que se ponga al servicio de la inteligencia (appetitus intellectivus) o de los sentidos (appetitus sensitivus). La inteligencia es racional, en tanto que los sentidos son irracionales y buscan solo la satisfacción sensible, bien a través de los placeres abdominales o concupiscibles (sexo y ali-mento, principalmente), bien por medio de los torácicos o irascibles (amor, odio, ira, etc.). Cuando tales apetitos están desordenados, es decir, cuando no se hallan bajo el control de la razón, tenemos las «pasiones». De ahí que el término de los apetitos sensitivos sean las pasiones, en tanto que si el apetito se pone al servicio de la inteligen-cia, entonces el resultado es lo que se denomina «voluntad». La vo-luntad no es una facultad específica sino que se define como «apetito racional».

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Si queremos convertir ese sistema binario en ternario, tenemos que distinguir tres funciones o facultades, una intelectiva, otra apetitiva y la tercera volitiva. La segunda, la apetitiva, vendrá a identificarse con el llamado apetito sensible, ajeno a la razón, es decir, con el mundo de las pasiones. En nuestra terminología actual nosotros diríamos que las funciones psíquicas son tres, la cognitiva, la emocional y la ten-dentiva o volitiva. La parte apetitiva o pasional vendría a correspon-derse con lo que hoy se entiende por emoción o vida emocional. Pero con una diferencia importantísima. Y es que nosotros damos a las emociones un papel positivo en la vida psíquica, en tanto que en el esquema anterior tenían solo sentido negativo. Las pasiones, es decir, los apetitos sensibles, tienden a enturbiar la razón, no dejándole ver aquello que debe llevar a cabo. Lo hemos visto al estudiar a Platón. Las pasiones son puro páthos, lastre pasivo en la vida de los seres humanos. Así se entiende el papel completamente negativo de la vida emocional en la filosofía estoica, en el neoplatonismo y, a través de ellos, en toda la tradición ulterior. La llamada «etapa ascética» de la vida espiritual tenía por objeto anular las pasiones, lo que obligaba al estricto control de los sentidos y de los sentimientos. Es lo que Juan de la Cruz llamó la «noche oscura del sentido», a la que debía seguir otra noche oscura, esta del «entendimiento», purificándola de imáge-nes e ideas mundanas.

Se comprende que en toda esta tradición que acabamos de descri-bir,  los valores  se  identifiquen con «ideas» del  entendimiento, más en concreto, con «ideas puras», como ya hemos visto en Platón. El mundo de los sentimientos tenía carácter puramente negativo, y por tanto en él no podía fundamentarse nada positivo, como son los va-lores. ¿Cuándo comienza el cambio en la consideración de la vida emocional? No hay, obviamente, una fecha precisa, y por otra parte el proceso corre hasta cierto punto paralelo en distintas partes de Eu-ropa. El padre de  la filosofía moderna, Descartes, el hombre de  las «ideas claras y distintas», al final de su vida se vio obligado a confe-sar la importancia de lo que llama todavía «las pasiones» en la vida humana y su papel positivo. Lo dice con miedo, porque sabe que va contra una tradición secular, incluso milenaria. Todavía más claro es el cambio en Pascal. Spinoza juega también un papel fundamental, con la importancia concedida a los sentimientos en la tercera parte de

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su Ética. Aún más importantes fueron ciertos pensadores que perte-necen a otra tradición, la británica. Se les conoce generalmente con el nombre de emotivistas, aunque esta denominación no haga justicia a su pensamiento. Sus maestros intelectuales habían sido Bacon, Hob-bes y Locke. Hobbes parte del principio de que los seres humanos ra-zonan estratégicamente y buscan su propio beneficio incluso a costa del de los demás, de tal modo que se hallan dominados por el interés o el egoísmo. Locke, por su parte, siguiendo a Bacon, se atiene a la realidad empírica y busca fundar todo sobre «hechos» constata-bles. Ambos parecen ignorar algo que para Shaftesbury es esencial en el ser humano, la vida emocional, los sentimientos de solidaridad y entusiasmo, la benevolencia, la simpatía, la amistad. Se trata, ob-viamente, de sentimientos, no de percepciones, ni menos de ideas. No los aprehendemos por vía intelectual sino emocional. Pero Shaf-tesbury piensa que son cualidades primarias en el ser humano, que por tanto no derivan de procesos intelectivos anteriores o de razona-mientos previos. Se trata de fenómenos primarios, inmediatos, con pareja fuerza a las cosas que percibimos por los sentidos, es decir, a lo que vemos u oímos. Esto le lleva a concluir que además de los sentidos externos, hay otro sentido, que llama el «sentido común». La expresión es vieja en historia de la filosofía, y se encuentra ya en el De anima de Aristóteles. Pero aquí cobra un significado comple-tamente distinto. El sentido interno nos pone en contacto directo con la realidad, pero para actualizarnos cualidades de ella que no son las clásicas, color, olor, etc., sino esas otras que reciben el nombre de simpatía, amistad, benevolencia, entusiasmo, etc. Estas cualidades no son ideas, ni por tanto productos de la inteligencia; tienen más que ver con el mundo emocional, son sentimientos. De lo cual resulta que los sentimientos pueden ser negativos, como enfatizó la tradición, pero también pueden tener carácter positivo, y esos sentimientos po-sitivos nos descubren elementos esenciales de la realidad. Sin ellos, los seres humanos perdemos lo más propio nuestro, lo más humano que tenemos. De ahí su importancia.

Se comprende que uno de los libros escritos por Shaftesbury se titule Sensus communis. No me resisto a transcribir algunos párrafos que considero significativos. El primero es una invectiva contra Hob-bes, que se ha tomado increíbles esfuerzos para explicarnos que nada

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hay en el orden de la naturaleza que pueda ser considerado criterio de justicia o de virtud. Apelando a tal esfuerzo, le responde Shaftesbury:

Señor,  la  filosofía  que  se  ha  dignado  revelarnos Vd.  es  de  lo más extraordinaria. Le estamos obligados por habérnosla enseñado. Pero, por  favor,  ¿de dónde  le  viene  ese  celo  en beneficio nuestro?  ¿Qué somos nosotros para Vd.? ¿Es usted nuestro padre? O, si lo fuera, ¿por qué esa preocupación por nosotros? ¿Es que hay algo así como la afección natural? (Shaftesbury, 1995, 160)

Y más adelante:

[Los nuevos filósofos, es decir, Hobbes y Locke] querrían explicar todas las pasiones sociales y afecciones naturales dándoles un nom-bre de tipo egoísta. Así, civilidad, hospitalidad, humanidad para con los extranjeros o gentes en apuros, todo eso no sería más que un egoísmo más consciente. Un corazón honrado no es más que un corazón más astuto; y la honestidad y el buen natural no son más que un amor a sí mismo, pero más consciente y mejor regulado. El amor a la parentela, a los hijos y a la posteridad es puramente amor a sí mismo y a la propia sangre próxima; como si en este cálculo no quedara incluida toda la humanidad, puesto que toda es de una sangre, juntada por matrimonio y alianzas, según se han ido trasla-dando [las gentes] formando colonias y mezclándose unos con otros. Y así, el amor al propio País y el amor a la Humanidad serían tam-bién [según los nuevos filósofos] amor propio. ¡La magnanimidad y el valor serían, sin duda alguna, modificaciones de ese amor propio universal! Pues el valor (dice nuestro moderno filósofo [Hobbes]) es miedo constante, y todos los hombres (dice un poeta satírico) serían cobardes si se atrevieran. (Shaftesbury, 1995, 183)

Contra quienes proclaman el egoísmo racional como el único motor de  la vida, Shaftesbury afirma  la existencia de una «afección natu-ral» que nos lleva a hacer cosas que ni son consecuencia del cálculo racional, ni tienen carácter egoísta. Se trata de afectos, y de afectos que poseen, cuando menos, dos notas fundamentales. Una, que no tienen carácter intelectual, sino al contrario, son previos a cualquier

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tipo de razonamiento e independiente de ellos. Como dice el propio Shaftesbury, «es más bien el corazón que la cabeza» lo que aquí en-tra en juego (Shaftesbury, 1995, 172). Y segunda, que desempeñan una función positiva en la vida humana, tan importante o más que la de las ideas y los razonamientos. Los sentimientos, pues, hay que ponerlos a la altura de las ideas de la inteligencia. Ambos nos des-cubren cualidades de las cosas que resultan esenciales en la vida hu-mana. Y en ellos han de fundarse disciplinas enteras, como la ética, la estética o la religión. «Si el amor del bien obrar no es ya de suyo una inclinación buena y correcta, no sé cómo será posible que haya algo así como bondad o virtud» (Shaftesbury, 1995, 165). «Así que la fe, la justicia, la honestidad y la virtud hubieron de ser tan origi-narias como el estado de naturaleza; o no se hubieran dado en ab-soluto» (Shaftesbury, 1995, 176). Puede suceder que los móviles de esa inclinación que consideramos buena o correcta no sean realmente morales, ni incluso loables, sino puramente interesados. La tesis de Shaftesbury es que la razón es siempre interesada, tendiendo a con-siderar bueno aquello que le resulta útil, etc. Aquí viene otra carac-terística esencial del pensamiento de Shaftesbury, y luego veremos que también del de Hutcheson, que el móvil de muchas de nuestras inclinaciones no es interesado sino, muy al contrario, profundamente desinteresado, hasta el punto de que resulta opuesto a lo que la razón nos dice que es nuestro interés (Shaftesbury, 1995, 165). Como luego veremos, esto es particularmente significativo, pues indica que esta-mos ante valores que no dependen de nada distinto de sí mismos, que valen por sí y no por ningún otro interés. El que sean desinteresados, demuestra que se trata de valores intrínsecos y no de valores instru-mentales, ya que estos sí cobran su valor por la relación que tienen con algo externo a ellos mismos, que son, precisamente, los valores intrínsecos. Como veremos a propósito de Hutcheson, la belleza es un valor en sí precisamente porque es desinteresada, porque no la mueve ningún interés distinto de ella misma. Tal es el gran descubri-miento de este grupo de pensadores.

Una cosa es cierta, y es que todo [lo que sea] amor social, amistad, gratitud, o cualquier otra cosa de esta índole generosa, en tomando de su natural el lugar de las pasiones del propio interés, nos saca de

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nosotros mismos y nos hace ser negligentes de nuestra propia con-veniencia y seguridad. De modo que, según una conocida manera de razonar sobre el propio interés [la propia de Hobbes y Locke], habría que abolir de derecho todo aquello que hay en nosotros de tipo so-cial. De suerte que toda clase de benevolencia: la indulgencia, la ter-nura, la compasión y, en una palabra, toda afección natural, tendría que ser ingeniosamente suprimida y habría que resistírsele como a mera locura y debilidad de la naturaleza, superándola. Por este me-dio no podría quedar en nosotros nada que fuese contrario a un fin directamente particular, nada que pudiese estar en oposición a una constante y deliberada prosecución del más mezquinamente limitado interés particular. (Shaftesbury, 1997, 53-4)

De una generación posterior a Shaftesbury fue Francis Hutcheson, persona que amplía y profundiza la vía abierta por el primero y que estaba llamada a tener una enorme influencia en Adam Smith, en Da-vid Hume y en toda la filosofía británica y norteamericana posterior. Shaftesbury publica su Investigación acerca de la virtud o el mérito el año 1699. Veintiséis años después, en 1725, aparece Una investi-gación sobre el origen de nuestras ideas de belleza y de virtud, de Hutcheson. En el primero de los dos libros que constituyen esta úl-tima obra, Hutcheson funda la estética moderna. Hasta entonces se había intentado explicar la belleza por referencia a notas o cualidades distintas de ella misma: lo bello era lo verdadero (de ahí la definición de splendor veri), lo bueno, lo ordenado, lo rítmico, lo natural, lo útil, etc. Hutcheson asume de Shaftesbury la idea de que las cosas pue-den parecernos bellas o buenas porque sí, por sí mismas, a pesar de no ser útiles en absoluto. Esto es tanto como hacer de la belleza una cualidad primaria, y como tal irreductible a cualquier otra (pues en ese caso ya no sería primaria o simple sino secundaria o compuesta).

Esta capacidad superior de percepción es con justicia llamada un sentido a causa de su afinidad con los otros sentidos, ya que el placer no surge de un conocimiento de los principios, proporciones, causas o de la utilidad del objeto, sino que se suscita en nosotros inmedia-tamente con la idea de belleza. Y un conocimiento más exacto no aumenta el placer de la belleza, aunque puede sobreañadir un placer

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racional distinto nacido de la previsión del interés o del aumento del conocimiento. (Hutcheson, 1992, 18)

Lo bello es bello «en sí», sin referencia a ninguna otra cualidad dis-tinta de ella misma. Este es el comienzo de la estética moderna. Y es también el fundamento de la moderna teoría del valor intrínseco. Lo bello, por ser primario, se aprehende directamente, como lo rojo o lo verde. La diferencia está en que no se aprehende por los sentidos ex-ternos sino por lo que Shaftesbury había llamado ya «sentidos inter-nos». Estos sentidos internos son lo que nosotros denominamos hoy sentimientos. Los valores, el valor estético, pues, se aprehenden por vía emocional. La razón es calculadora, pero la emoción no. De igual modo que Shaftesbury polemizaba con Hobbes y Locke, Hutcheson lo hace con estos y con otro secuaz del egoísmo universal surgido entre la publicación de los dos libros citados, Bernard Mandeville, quien el año 1714 dio a luz su famosa Fábula de las abejas, o vicios privados, públicos beneficios. No es que los llamados por Hutcheson «exegetas más sofisticados del egoísmo»  (Hutcheson, 1999, 11) no tengan razón. La tienen, pero solo en parte. La belleza y la bondad no son racionales, ni se rigen por el cálculo, pero la razón humana sí  es  calculadora y  busca maximizar  su  propio beneficio. La  razón de Hutcheson es estrictamente instrumental, busca optimizar medios en orden a conseguir fines que no son emocionales sino racionales. Pero la belleza y la bondad no se aprehenden intelectualmente sino de modo emocional, y tampoco tienen un fin instrumental o utilitario; tienen valor «intrínseco». Esta es una conquista fundamental, que se-guirán otros pensadores ilustrados británicos, como Hume y Adam Smith. Por primera vez se identifican, en un sentido distinto del clási-co o platónico, dos valores intrínsecos de excepcional importancia, el ético y el estético, y además al modo que va a ser típico de la moder-nidad, es decir, no por vía intelectual sino emocional.

Con Shaftesbury y Hutcheson no solo se ha rehabilitado el mundo emocional, hasta parangonarse con el cognitivo, sino que además los valores han abdicado de su antiguo estatuto de ideas para convertirse en sentimientos. Es el origen de la segunda gran teoría del valor, la teoría emotivista. Adviértase, empero, que para ellos los valores son tan objetivos y universales como las percepciones. Por más que pro-

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cedan de emociones, y que por tanto sean subjetivos, gozan de una evidente objetividad, parangonable con la de los demás productos del psiquismo. Lo que sí es preciso decir de ellos es que, en principio, no solo no son racionales sino que son más bien irracionales. La ra-zón puede controlarlos y educarlos, pero en tanto que sentimientos primarios son anteriores a la razón y se rigen por sus propias leyes. De ahí procede el famoso slave passage de Hume, que «la razón es y solo debe ser esclava de las pasiones, y no puede pretender otro ofi-cio que el de servirlas y obedecerlas» (Hume, 1988, 561). El lenguaje utilizado por Hume es duro y ha llevado a interpretaciones poco co-rrectas. Basta sustituir el término esclavo por el de medio para un fin, y cambiar pasiones por sentimientos o valores, que son los que es-tablecen el fin, para que la cosa adquiera sus dimensiones correctas. Toda acción humana es el resultado de un proyecto. En este proyecto hay un momento intelectual, pero este no tiene la capacidad de im-pulsar a la acción. Es necesario para ello otro momento, no ya inte-lectual sino emocional, que nos lleva a valorarlo como deseable o no deseable. Lo estimado en ese momento emocional, su término, es lo que se denomina valor (Hume, 1993, 173). Para Hume los valores no son puramente instrumentales, como tampoco lo fueron para Shaftes-bury y Hutcheson, sino que tienen carácter intrínseco, ya que se trata «de ciertos instintos implantados originariamente en nuestra natura-leza, como la benevolencia y el resentimiento, el amor a la vida y la ternura para con los niños,… [o del] apetito general hacia el bien y la aversión contra el mal, considerados meramente como tales» (Hume, 1988, 564). Este «considerados meramente como tales» no puede te-ner otro sentido que el de «considerados en sí», es decir, por sí mis-mos, intrínsecamente. Esto se ve más claramente cuando distingue los que llama «sentimientos debidos al interés» de los «debidos a la moral», distinción que viene a corresponder con la de valores instru-mentales y valores intrínsecos.

Solo cuando un carácter es considerado en general y sin referencia a nuestro interés particular, causa esa sensación o sentimiento en vir-tud de la cual lo denominamos moralmente bueno o malo. Es verdad que los sentimientos debidos al interés y los debidos a la moral son susceptibles de confusión y que se convierten unos en otros. Así, nos

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resulta difícil no pensar que nuestro enemigo es vicioso, o distinguir entre su oposición a nuestros intereses y su real villanía o bajeza. Pero ello no impide que los sentimientos sean de suyo distintos: un hombre de buen sentido y juicio puede librarse de caer en esas ilusio-nes. (Hume, 1988, 638)

La distinción entre valores instrumentales e intrínsecos puede ras-trearse también en Adam Smith, especialmente cuando en su Teoría de los sentimientos morales afirma que «no es la noción de utilidad o desutilidad lo que es la fuente primera o principal de nuestra aproba-ción o desaprobación» (Smith, 1997, 339).

Así como los sentimientos son la matriz de lo que se llaman «va-lores intrínsecos», la razón es calculadora, busca maximizar utilida-des, y por tanto se ocupa de la dimensión «instrumental» de los va-lores, persiguiendo fundamentalmente no los valores intrínsecos (que considera no racionales) sino los «valores instrumentales». El valor instrumental por antonomasia es el dinero. Esto es lo que dio lugar al nacimiento de la economía moderna como ciencia. La búsqueda de la utilidad y la eficiencia es el objetivo de la razón, y por eso tiene ca-rácter deliberativo, como ya dijera Hobbes. Pero sobre los sentimien-tos no hay deliberación posible. Sí cabe, en cualquier caso, educar los sentimientos, y por tanto someterlos a una cierta racionalidad. El problema es definir esta racionalidad. Porque pueden racionalizarse de  dos  formas  distintas.  Una,  identificando  los  valores  intrínsecos en tanto que tales, es decir, diferenciándolos de los instrumentales y aprendiendo a gestionarlos razonable y prudentemente. Esto es lo que intentó hacer Hutcheson en su obra ya citada. Pero cabe otra po-sibilidad, y es someter los valores intrínsecos a la racionalidad ins-trumental, es decir, tratarlos todos como valores instrumentales. Esta es una consecuencia del poder cada vez mayor que va adquiriendo en Europa, y sobre todo en el Reino Unido, la racionalidad econó-mica. El autor de tal estrategia fue Jeremy Bentham. Como es bien sabido, Bentham es considerado el padre del utilitarismo, a partir de la publicación de su obra An Introduction to the Principles of Morals and Legislation, aparecida el año 1789. En efecto, su idea matriz en ese libro es que tanto la ética como la legislación pueden ordenarse racionalmente a partir del gran principio que él por primera vez sitúa

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en la base de todo eso, el «principio de utilidad». Se ha discutido mucho qué es lo que Bentham entiende por utilidad y principio de utilidad, porque los autores consideran que no acaba de estar claro en su obra. Uno tiende a interpretar ese término con categorías actuales, y  pensar  que  se  está  refiriendo  a  la  relación  coste/beneficio,  y  por tanto a  la  eficiencia. Pero no es  así. Por  sorprendente que parezca, ya en el primer capítulo advierte que se identifica con «felicidad» y con las ideas de «placer» y «dolor». La utilidad es, pues, un senti-miento (Bentham, 1996, 11-16). A pesar de lo cual, Bentham dedica el capítulo segundo de su libro a combatir los que llama «principios adversos al de utilidad» (Bentham, 1996, 17-33). En él se refiere, en-tre otros, a los autores que antes hemos estudiado, Shaftesbury y Hut-cheson, así como a Hume. Él se coloca claramente en línea con ellos, pero haciéndoles una rectificación que considera fundamental. Se tra-ta de que los sentimientos que ellos consideran fundamentales, y que sintetiza en el de «simpatía-antipatía», le parecen poco serios. Decir que algo es correcto o incorrecto porque a uno se lo dice su «sentido moral», dice Bentham, puede conducir a la anarquía o a su opuesto, el despotismo, y además sin ofrecer nunca ninguna justificación, ya que se trata de un sentimiento primario del que no cabe dar razones (Bentham, 1996, 26-28).

Esto es lo que le lleva a proponer un sentimiento distinto, que es el de utilidad, ya que este sí puede ser controlado racionalmente. Se trata de un sentimiento, el de maximización de la felicidad y el placer y la evitación de la infelicidad y el dolor, pero no de modo puramente intuitivo, sino de acuerdo con el criterio racional de maximización. El resultado es el concepto de utilidad, que es emocional, pero a la vez, a diferencia de los otros, también racional.

Este modo de describir la utilidad puede parecer oscuro, pero se clarifica completamente a poco que cambiemos la terminología. Decíamos que los emotivistas británicos habían descrito y defendi-do los «valores intrínsecos» por una vía nueva, muy distinta de la clásica, para la que los valores eran ideas, y por tanto básicamente intelectuales. Los emotivistas británicos habían dado de ellos una justificación emocional, a la vez que los afirmaban como universales en la especie humana y valiosos por sí mismos, no por referencia a otras cosas, es decir, como valores en sí. En esto se diferenciaban de

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los valores que dependían de la razón, como el económico, en los que primaba la utilidad propia de la razón calculadora. Pues bien, ahora Bentham hace converger esas dos tradiciones. Considera que los valores intrínsecos de los emotivistas son erráticos y poco se-guros, precisamente porque dependen de algo tan aleatorio como el sentido común de cada uno, así como por su carácter irracional, y propone hallar un intermedio entre los valores y el carácter calcula-dor de la razón. El resultado es la utilidad, que para él es un valor, y un valor de raíz emocional, pero que permite el cálculo y la maxi-mización racional. Esto resulta más claro si de nuevo lo traducimos al lenguaje que hoy nos resulta más comprensible. Lo que Bentham pretende, traducido a este nuevo lenguaje, es seguir concediendo el lugar prioritario a los valores, que además de nuevo tienen un origen emocional, pero negando su carácter intrínseco y tratándolos a todos como valores instrumentales. Esta es la diferencia: donde los emo-tivistas veían valores intrínsecos, él encuentra únicamente valores instrumentales.  Solo  estos,  en  efecto,  permiten  la  cuantificación  y por tanto también la maximización en términos de utilidad. La ven-taja de la utilidad es que consigue integrar dos factores que antes caminaban dispersos y hasta opuestos: los valores por una parte y la racionalidad maximizadora y utilitaria, por otra.

Este cambio, que puede parecer minúsculo, arrastraba enormes consecuencias. De hecho, a partir de ese momento, y salvo casos ais-lados, como el de Moore, la tradición anglosajona criticará la distin-ción entre valores intrínsecos e instrumentales, afirmando que todos son instrumentales y se rigen por el principio de utilidad. Esto ha sido usual en el utilitarismo, el sistema que Bentham fundó, y lue-go lo sería en el pragmatismo norteamericano. El papel que en este sentido juega Bentham en el mundo británico, lo va a desempeñar Dewey en el americano.

Con esto tenemos identificados ya los dos o tres componentes fun-damentales de la teoría moderna de los valores, la que hemos califi-cado de emotivista. Este emotivismo no cubre  tanto a  los filósofos que en la historia del pensamiento se conocen con ese nombre, el de emotivistas, cuanto a todo lo que ha venido después, a partir, sobre todo, de la época de Bentham. La primera nota es que los valores tienen carácter emocional. A partir de esta surge una segunda nota

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o  propiedad,  la  de  que  son  irracionales,  lo  que  significa  que  sobre ellos no cabe argumentación coherente alguna. Cada cual tiene sus valores y de gentes civilizadas es respetarlos aun en el caso de que no se compartan. Una cosa es respetar y otra argumentar. La argu-mentación no solo puede resultar agresiva e improcedente, sino que además es perfectamente inútil. Los argumentos no resultan eficaces ante las emociones y las creencias. De aquí se sigue una tercera nota, y es que los únicos valores sobre los que cabe razonar y argumentar son los instrumentales, precisamente porque en ellos sí tiene cabida el criterio de maximización o de utilidad. La cuarta es que, precisa-mente porque sobre ellos no solo cabe el razonamiento sino que debe hacerse, aquí cobra toda su importancia la «deliberación» como pro-cedimiento. Ya lo había dicho Hobbes. La racionalidad instrumental es el espacio propio de la deliberación, precisamente para optimizar las decisiones. Si esto es así, la quinta nota es que el tipo de raciona-lidad que aquí se defiende es el estrictamente instrumental, tanto en su dimensión individual como en la colectiva (en Bentham, búsqueda de la máxima utilidad individual en las cosas individuales, que es de las que trata la ética; y en las decisiones colectivas, búsqueda de la máxima felicidad de toda la sociedad, que es el objetivo propio de la legislación). Como resulta obvio, y esta es la sexta nota, la racionali-dad paradigmática será la económica.

Con esto hemos identificado las características fundamentales del segundo modelo axiológico: los valores son emocionales, subjetivos; en tanto que tales (por consiguiente, en su dimensión intrínseca) no cabe la argumentación sino solo el respeto, de modo que son irra-cionales; no tienen de objetivo más que su dimensión instrumental, aquella que interesa y debe desarrollarse; y, finalmente, el modelo de racionalidad sobre los valores es el propio de la ciencia económica, ya que ella tiene por objeto, precisamente, maximizar utilidades.

Si con estos esquemas en mente abrimos ahora las obras de los mayores utilitaristas británicos de la segunda mitad del siglo XIX, Stuart Mill y Sidgwick, veremos que encajan perfectamente en ellos. Por ejemplo, ambos hablan de deliberación. Pero la deliberación la entienden en el sentido hobbesiano de búsqueda del máximo benefi-cio y, por tanto, de procedimiento para la optimización de utilidades. Nada más.

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El pragmatismo norteamericano se gestó en el interior de esta tradición y aportó a ella matices muy interesantes. La función de la mente humana no es otra que la de resolver problemas prácticos que permitan la supervivencia, nada fácil, de los individuos de la espe-cie humana sobre el planeta. Tiene, pues, un carácter estrictamente pragmático, funcional, instrumental. De ahí que el proceso de valora-ción, como parte de la estructura mental de nuestra especie, tenga un objetivo estrictamente instrumental. No hay, dice Dewey, valores in-trínsecos, porque todos son, analizados desde la mirada pragmática, instrumentales (Dewey, 2008, 67-73). En este sentido, Dewey ataca la concepción de los valores entonces más en boga en el ámbito an-glosajón, la que dio a luz Moore el año 1903 en sus Principia ethica.

La  influencia  del  pragmatismo  en  la  cultura  norteamericana  ha sido espectacular. La práctica totalidad de las teorías del valor que han surgido después de él en ese continente, le son tributarias en al-tísimo grado. Ejemplo paradigmático de esto lo tenemos en las tesis sobre la educación y la democracia deliberativa defendidas por Amy Gutmann (Gutmann, 2001). El propio John Rawls está bajo su direc-ta influencia, y cuando en su celebrado libro A Theory of Justice ha-bla de «racionalidad deliberativa», lo hace, siguiendo a Sidgwick, en el sentido pragmático, es decir, considerando que su función es llegar a acuerdos racionales a la vez que instrumentales y estratégicos entre todos los seres humanos, a fin de que de ese modo puedan formularse «normas» que organicen la vida colectiva (Rawls, 1979, 460-469). El objetivo de la deliberación es poner de acuerdo los intereses de todos en orden a establecer normas comunes. Lo demás, los valores parti-culares, como son subjetivos e irracionales, deben quedar a la gestión privada de los individuos. Y aunque Rawls no lo dice, está claro que en este último dominio no considera posible la deliberación. La ra-cionalidad es básicamente instrumental y estratégica, y no tiene otro objeto que el maximizar utilidades prácticas. De ahí que su crítica al utilitarismo sea ella misma, en buena medida, utilitarista; o mejor, pragmatista.

La vigencia de este segundo modelo, el que hemos llamado emo-tivista, pero que podía denominarse también instrumentalista, es ubi-cua en el mundo occidental a partir de mediados del siglo XIX. Hoy es la idea más extendida entre la población. Los valores son emo-

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ciones, por tanto, completamente irracionales, y sobre ellos no cabe discusión posible. «Sobre gustos no hay nada escrito», etc. Por eso se impone la tolerancia, que es un asunto de educación y buen gusto o buenas maneras. La racionalidad es instrumental y tiene siempre por objeto la maximización de utilidades, tanto a nivel individual como colectivo. De ahí la importancia que en nuestra sociedad han adquiri-do la teoría de juegos, la econometría y los postulados de la elección racional. En el orden colectivo es preciso deliberar para establecer mediante procedimientos consensuados normas que puedan ser con-sideradas justas. Esta deliberación es racional a la vez que estraté-gica, y tiene como término la elaboración de normas que permitan la convivencia. Es, como hemos visto, el caso de Rawls en Estados Unidos. Pero es también el de Habermas en Europa, porque este tipo de mentalidad se ha difundido por todo el Occidente y, desde ahí, por las restantes partes del mundo. También Habermas considera que el espacio propio de la deliberación es la política, para elaborar nor-mas que puedan considerarse justas, ya que los valores personales son subjetivos e irracionales, y sobre ellos no hay discusión lógica posible.

El problema es que todo esto parte de unas premisas que son cual-quier cosa menos evidentes. En primer lugar, está por ver que la ra-zón humana tenga una función meramente pragmática y estratégica. En segundo, es preciso revisar el supuesto de que todos los valores son instrumentales y que los valores intrínsecos, o no existen, o si existen deben quedar reducidos al ámbito privado e íntimo, porque sobre ellos no cabe dar razón alguna. Además, habrá que ver si la deliberación debe definirse como el procedimiento propio de la ra-cionalidad instrumental y estratégica, o puede haber deliberación so-bre valores intrínsecos. Y finalmente, resulta muy dudoso que si no se resuelven esos asuntos, las conclusiones que autores como Rawls y Habermas han sacado de esta segunda teoría del valor, la emotivis-ta, resulten coherentes y resuelvan realmente los problemas. Hay un ejemplo muy significativo de esto último. Tanto uno como otro, han tenido que ocuparse y preocuparse últimamente por un valor que en principio no caía dentro del área de los que pueden convertirse en normas de gobierno de una sociedad. El valor religioso es de los que la cultura moderna ha considerado privados, impermeables a la

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argumentación racional (no en vano la adhesión a ellos se produce por una vía que no es racional, el acto de fe). Los consensos públi-cos, y por tanto las normas, en lo relativo a este valor, no pueden llegar más que al establecimiento de la no beligerancia pública en estas cuestiones, y por tanto la tolerancia y el respeto de la libertad de conciencia. Ahora bien, el problema es que muchas de estas reli-giones consideran que solo su manera de entender la religiosidad es la correcta, que las demás están en un peligroso error, y que tienen la obligación de hacer todo lo posible porque los individuos salgan de él. Quiere esto decir que no aceptan de buen grado el principio de tolerancia, que consideran incompatible con su propia creencia religiosa. De lo cual resulta algo completamente paradójico: tanto en la comunidad ideal de comunicación de Habermas como en la situación original de Rawls, se parte del principio de que nadie tiene creencias religiosas. Así, escribe Rawls: «No saben, por supuesto, cuáles son sus convicciones religiosas o morales, o cuál es el conte-nido específico de sus obligaciones morales o religiosas tal y como las interpretan. De hecho, ni siquiera saben que se consideran a sí mismas portadoras de tales obligaciones [...] Por lo demás, las partes no saben qué suerte correrán sus convicciones morales o religiosas en su sociedad, si, por ejemplo, serán mayoritarias o minoritarias» (Rawls, 1979, 239). La conclusión que saca Rawls es obvia: en esas condiciones todos adoptarán el principio de respetarse mutuamente los distintos «intereses  fundamentales  religiosos, morales y filosó-ficos» (Rawls, 1979, 240). De este modo, Rawls concluye que para todo el mundo que se halla en la situación original es razonable asu-mir el principio de libertad de conciencia. Pero el hecho de relegar esos valores a la conciencia privada e individual de las personas, habida cuenta de su carácter poco o nada racional (en este ámbito, dice Rawls, «no es posible razonar», Rawls, 1979, 250), hace que no resulte muy razonable pensar que quienes los detentan van a actuar de modo razonable, es decir, que van a ser tolerantes con los demás. Puede ser que sus creencias, por ejemplo religiosas, les pidan ser intolerantes con el error en que se hallan quienes no las comparten. De ahí que Rawls afirme que en estas cuestiones «la idea de lo ra-zonable, o alguna idea análoga, siempre tiene que darse por presu-puesta» (Rawls, 2010, 291). Algo similar sucede en Habermas: «Al

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exigir a sus ciudadanos un comportamiento cooperativo que rebase los límites que separan las distintas cosmovisiones, el Estado liberal debe presuponer que las actitudes cognitivas que hay que exigir a la parte religiosa y a la parte laica ya se han formado como resul-tado de procesos de aprendizaje históricos» (Habermas, 2006, 11). Pero en ambos casos se trata de una suposición que carece de toda prueba, y que además es imposible de remediar, ya que se parte del supuesto de que el religioso es uno de los valores subjetivos e irra-cionales sobre los que no hay deliberación posible. Lo único que cabe es desear suerte o mirar al cielo en actitud suplicante. No es azaroso que Rawls justifique su alejamiento de la religión cristiana de sus primeros años en  la dificultad histórica de esta para asumir pacíficamente el pluralismo y la libertad religiosa. «Al ser una reli-gión de salvación eterna que exige una creencia verdadera, la Iglesia se sentía justificada en su represión de la herejía. Así llegué a pensar que la negación de la libertad religiosa y de la libertad de conciencia era el mal supremo» (Rawls, 2010, 289).

Y es que este segundo modelo, por más que sea hoy el más exten-dido y el que goza de mayor predicamento, hace agua por todas par-tes. Parte de un concepto falso de la racionalidad, que a la vez le lleva a una idea también equivocada de la irracionalidad. Esto desemboca en errores gravísimos, como el de negar la distinción entre valores in-trínsecos y valores instrumentales, el de considerar que los primeros, caso de que existan, son completamente subjetivos e irracionales, y el de que la deliberación solo tiene cabida en el ámbito de los hechos y de los valores instrumentales. Quizá ahora se comprende por qué ha sido preciso, a lo largo del siglo XX, sobre todo durante su segunda mitad, alumbrar un nuevo paradigma, el tercero, el que hemos llama-do, y ahora se empezará a entender por qué, paradigma deliberativo.

Tercera tesis: el constructivismo axiológico

La conclusión de lo visto hasta ahora es que los valores no están intui-dos, como ha venido diciéndose durante tantos siglos, ni tampoco me-ramente sentidos, a modo de puras reacciones emocionales carentes de toda racionalidad, según se ha mantenido en el mundo moderno. Fren-te a esas dos posiciones, que cubren la práctica totalidad de la historia

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de Occidente, es preciso afirmar que se hallan construidos. Lo cual nos obliga ahora a plantear la cuestión de cómo se construyen.

Todo lo que se construye lo es desde algo previo a la construcción. Los seres humanos no podemos construir desde la nada. ¿De dónde parte la construcción de los valores? ¿Cuáles son sus materiales bási-cos, las materias primas que se hallan en su punto de partida?

Como ya expuse en el volumen titulado Valor y precio, la res-puesta más rigurosa es, a mi modo de ver, la que dio Zubiri: se construye desde la realidad y dentro de la realidad. El punto de par-tida es la realidad. Pero realidad tiene aquí un sentido distinto al que es usual en nuestra lengua. Realidad no son las cosas del mun-do, sino el modo como se me hacen presentes las cosas en mi darme cuenta de ellas. El darme cuenta es el acto humano más elemental y primario. Y en ese acto, en la mera aprehensión, aprehendo algo que se me actualiza en una formalidad determinada, como siendo «en propio» o «de suyo», dice Zubiri. A eso es a lo que llama «rea-lidad». Formalidad se opone a contenido. Es obvio que en el acto de aprehensión aprehendo algo no solo en su forma sino también en su contenido. Aprehendo la mesa, la silla, la roca, etc. Todas esas cosas las aprehendo como teniendo contenidos distintos, notas dis-tintas, pero una misma formalidad que es la de realidad. Todas, en efecto, se me actualizan como en propio o de suyo reales, como for-malmente reales. El momento de formalidad es común a todas, por tanto  inespecífico,  trascendental, mientras  que  los  contenidos  son específicos y talitativos.

Pasemos de la forma al contenido. El contenido de las cosas se me actualiza en forma de notas: color, peso, dureza, etc. Todos esos contenidos  son perceptivos,  lo  cual no  significa que  las  cosas  sean en sí coloreadas, pero sí que el color nos dice algo de lo que la cosa es, nos actualiza una cualidad suya. Pues bien, esas cualidades de las cosas no solo las actualizamos por vía sensoperceptiva, sino también por vía emocional. Las emociones nos actualizan cualidades de las cosas, que son como los colores, pero de otro tipo. Estas cualidades son las que conocemos con el nombre de valores. El ver una cosa suscita en nosotros una reacción de gusto o disgusto, de tal modo que la denominamos agradable o desagradable, bonita o fea, elegante o vulgar, etc.

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Todos los contenidos que aprehendemos, tanto por vía sensoper-ceptiva como por la emocional, no son resultado de una pura intui-ción, es decir, de una aprehensión directa e inmediata de las cosas. Los contenidos están siempre mediados, tienen mediaciones. Esto es algo que los diferencia radicalmente de la formalidad. Esta es inme-diata, directa, de modo que no varía nunca. La formalidad de realidad se tiene o no se tiene, pero si se tiene, hace que las cosas se actuali-cen en tanto que realidades, es decir, como siendo «de suyo» o «en propio», y no, por ejemplo, como meros estímulos que suscitan una respuesta, como parece suceder en el caso de la formalidad propia de los animales, o en los seres humanos en los que patologías neurológi-cas muy devastadoras les han hecho perder la formalidad de realidad. La formalidad es el momento invariante de la aprehensión. Pero en ella hay un momento variable, que no es igual para todos los seres humanos, ni permanece idéntico en cada uno de ellos con el paso del tiempo. Es el relativo a los contenidos. Todos los contenidos, tanto los sensoperceptivos como los emocionales, están construidos. La sensopercepción se modifica por la experiencia, la educación, el medio, las tradiciones, etc., etc. Ante la catedral de Burgos no ve lo mismo quien ha estudiado arte gótico que quien no, ni oye lo mismo una palabra inglesa quien conoce esa lengua y quién no. Y se educan también los sentimientos. Hay, como ya dijera Flaubert, una «educa-ción sentimental», que nos hace valorar las cosas de modo distinto. La percepción se educa, y la estimación también.

Zubiri ha estudiado con enorme cuidado el modo como sucede este proceso de elaboración de los contenidos. Frente a cualquier tipo de intuicionismo, que siempre afirma la captación directa de los conteni-dos, que así cobran carácter absoluto, Zubiri afirma que no hay nada permanente e idéntico a través de todos los procesos intelectivos más que la formalidad de realidad. Los contenidos, todos los contenidos, se hallan mediados y por tanto son variables, no absolutos. Y esto, aunque nos estemos refiriendo a la captación más elemental o prima-ria de contenidos, la llamada «simple aprehensión». Zubiri dice de ella repetidamente que es «libre creación». ¿Por qué? Porque para de-terminar un contenido no solo tengo que aprehenderlo en lo que llama «aprehensión primordial», sino que necesito también tomar distancia respecto de lo aprehendido de tal modo que pueda diferenciarlo de las

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demás contenidos del campo, razón por la cual hay siempre un doble movimiento, que va del contenido concreto al campo o medio y de este al contenido. Si veo un bulto o escucho un sonido, el puro dato sensorial (que por lo demás nunca se da puro, porque se encuentra ya construido por lo que he visto u oído antes, por la educación que he recibido, etc.) no adquiere caracteres precisos, definidos, hasta que no lo comparo con los otros contenidos del campo, que me permiten di-ferenciarlo y así definirlo. Para aprehender algo como un árbol, tengo que comparar eso que veo con las otras cosas del campo de realidad, de modo que pueda identificarlo diferencialmente, como distinto de la piedra, o de la casa, etc. Solo tras ese rodeo por lo que «sería» la cosa en el campo, puedo volver a ella e identificarlo como árbol. El árbol en tanto que tal árbol no es objeto de aprehensión inmediata; muy al contrario, está siempre mediado, es el resultado de un complejo pro-ceso en el que intervienen múltiples mediaciones. La formalidad nos permitía decir que la cosa es «real». Pero solo a través del rodeo por lo que Zubiri llama el «sería», puedo saber lo que sería «en realidad», de  tal modo que  acabe  afirmando que «es» un  árbol. Parece que  la percepción del árbol en tanto que árbol es inmediata e indubitable, pero esto se halla muy lejos de ser así. El blanco que vemos es una construcción. En otras culturas, con otras mediaciones, lo blanco no se identifica con lo que nosotros tenemos por tal. Y hay culturas en las que faltan colores que a nosotros nos parecen obvios. La simple apre-hensión, la percepción, está ya construida a través de un rodeo por la irrealidad del «sería». ¿Sería esto un árbol? ¿Sería esto blanco? El resultado, dice Zubiri, es lo que cabe llamar técnicamente «percepto».

Esto que se dice de la percepción vale igual para la estimación. La estimación, como la percepción, parece un fenómeno primario de la mente que nos pone en contacto inmediato con la realidad. Pero esto, como se ha advertido repetidamente en la historia de la filosofía, es una ingenuidad. Los contenidos de la percepción están construidos, son el resultado de lo que impresiona nuestra retina y del modo como hemos aprendido a ver las cosas, influidos por la tradición, los usos, las costumbres, la educación, la cultura y tantas cosas más. Los psi-cólogos han aportado numerosas pruebas de que esto es así. Pues bien, exactamente lo mismo sucede con la estimación. Por más que parezca ponernos en contacto inmediato con la realidad, la estima-

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ción es un fenómeno complejo en el que intervienen mediaciones de múltiple tipo, muchas de ellas culturales e históricas. Y esto vale aún más para los juicios de valor, es decir, para los conceptos y proposi-ciones sobre lo estimado. A fin de afirmar de algo que es bello o feo, necesito distanciarme de lo estimado y dar un rodeo por las demás cosas presentes en el campo de realidad, de modo que al retornar a la primera, pueda afirmarla como más agradable o más bella que la otra, etc. Es desde el campo desde el que puedo afirmar que algo es bello o feo, bueno o malo, agradable o desagradable, etc.

Pero el paso por la irrealidad puede subir de grado. En efecto, yo puedo salirme del campo de la aprehensión y pensar lo que podría ser la cosa en la realidad del mundo, es decir, más allá de la aprehensión, allende ella. En ese caso lo meramente «irreal» se me convierte en algo distinto, a lo que le corresponde con toda propiedad el nombre de «ideal». Ante la percepción de un árbol, yo puedo «idear», por ejemplo, producir bonsáis, o árboles de diferentes características, etc. Y ante la estimación intraaprehensiva de un valor, puedo idear lo que «podría ser» un mundo en el que el valor paz o el valor justicia, o so-lidaridad, estuvieran completamente realizados. Lo cual significa que tanto los datos sensoperceptivos, lo que cabe denominar «hechos», como los estimativos, cuyo resultado son los «valores», se constru-yen a varios niveles, al menos a dos. Hay un primer nivel construc-tivo que se da dentro del propio acto de aprehensión. En este hay un momento formal e inespecífico que no consiste en construcción sino en mera actualización de las cosas como «reales», y hay otro material o de contenido, que tiene carácter específico y nos lleva a construir lo que ellas son «en realidad». Pero podemos ir más allá y, a través de un proceso constructivo más amplio, que ya no se reduce a los límites de la aprehensión sino que va más allá de lo aprehendido, idear lo que «podrían ser» las cosas en la realidad del mundo. Es la construcción máxima, la más amplia que es capaz de concebir la mente humana. Si dentro de la aprehensión yo puedo juzgar un acto por comparación con otros del campo como más valioso o menos valioso, o como bueno o malo, justo o injusto, cuando doy el salto de la realidad meramente aprehendida o campo a la realidad del mundo, entonces puedo idear un mundo en el que el valor paz, o justicia, o placer, o bienestar, reinen de modo absoluto.

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Así se construyen los valores. Lo cual significa que en ellos hay siempre un momento inicial de realidad, pero hay también y necesa-riamente otro momento final o terminativo de idealidad. No existiría este segundo momento sin el primero como base. Pero este no alcan-za su plenitud más que en aquel. Los valores se construyen siempre en y desde la realidad; y se construyen no solo a través del paso por el momento intraaprehensivo de irrealidad, sino también por el extra-aprehensivo de la idealidad. Los valores tienen siempre un polo ideal que les es inherente.

Me interesa analizar con más detalle este segundo momento, el de idealidad. Se da de modo invariable en todos los individuos y to-das las culturas. Todos construimos un concepto ideal de justicia, o de paz, o de bienestar, o de felicidad. La paz ideal, como Kant afir-mó, tiene que ser por necesidad una paz perpetua. Algo que nunca ha existido, pero que el propio valor paz exige desde sí mismo. Esta es la «teleología» que tanto emocionaba a Husserl. Una sociedad de se-res humanos bien ordenada, lo que Kant llama el «reino de los fines», no puede regirse por el valor opuesto a la paz, la guerra, sino que en él reinaría el valor positivo paz, y además de modo absoluto, pleno, perpetuo. Y así todos los demás valores. El momento ideal nos lleva a elaborar algo así como un «canon» en relación a ese valor, o lo que también cabe llamar, siguiendo a Kant, una «idea regulativa».

Todas las sociedades han tenido siempre que hacer esto que estoy intentando describir. La construcción tiene lugar tanto a nivel indivi-dual como en el orden social e histórico. El resultado de ese proceso es lo que llamamos «cultura». La cultura es el depósito de valores de una sociedad. Las valoraciones comienzan siendo subjetivas, precisa-mente porque tienen su origen en la estimación que llevamos a cabo los seres humanos en todo acto de aprehensión. Pero esas valoracio-nes subjetivas tienen siempre repercusión en la conducta humana, y por tanto acaban objetivándose. Esa objetivación de las opciones de valor de una sociedad es lo que constituye el contenido de la cultura. El pintor que idea un cuadro para plasmar una dimensión de la belle-za, está llevando a cabo un acto puramente subjetivo. Pero cuando pinta el cuadro, este objetiva la belleza que se propuso pintar. El va-lor meramente subjetivo se ha objetivado, y de ese modo ha entrado a formar parte del depósito cultural de una sociedad. La transmisión de

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ese depósito se dice en griego parádosis y en latín traditio. Ese de-pósito es el que se transmitirá a las futuras generaciones, que a partir de él llevarán a cabo sus propias estimaciones, es decir, sus propias construcciones de valor. El puro adanismo axiológico no existe.

Un cuadro intenta plasmar un valor, la belleza. Por su propia natu-raleza, el resultado tendrá carácter estático. Pero los valores pueden expresarse también, y con ventaja, de forma dinámica. Esto es lo que ha dado lugar a todo tipo de relatos literarios: mitos, textos sagrados, folclore, poesía, epopeya, novela, narrativa, historia, crónica, etc. To-dos ellos son construcciones cuyo objeto es plasmar valores, sobre todo en su momento ideal, aunque no siempre ni necesariamente.

Aún cabe dar un paso más. Porque los valores no solo tienen ar-gumento y poseen por tanto carácter narrativo, sino que además se plasman en la vida de los seres humanos. De ahí que los relatos de valores suelan describir las vidas de personajes en que esos valores sobresalen de modo eminente. Debido a que intenta plasmarse el mo-mento ideal o de idealidad de los valores, el personaje resultante sue-le ser perfecto o cuasiperfecto, divino o cuasidivino. Eso es lo que los griegos llamaban héroe, lo que en la tradición cristiana se denominan santos, etc. Como ya dijera Scheler, los valores se plasman en perso-najes ejemplares, del tipo del genio, el héroe y el santo.

Llegados a este punto es preciso llamar la atención sobre un tema de excepcional importancia. Se trata de que en este mundo de los va-lores se produce con inusitada frecuencia un fenómeno de «cosifica-ción» o «reificación», consistente en que la construcción literaria que tenía por objeto resaltar el valor en toda su pureza, y por tanto poner en evidencia su momento  ideal, acaba  reificándose o entificándose, de modo que se hace pasar lo ideal por real. Lo que era una simple cualidad, la cualidad de valor, acaba convirtiéndose en una cosa, una sustancia. En las mitologías politeístas, como es la griega, es muy di-fícil concebir los distintos dioses como seres reales. Se trata más bien de figuras ideales que intentan dar razón de valores que juegan pape-les importantes en las vidas de los seres humanos. Solo de ese modo cabe leer, por ejemplo, los poemas homéricos. Sin embargo, es clara, dentro del propio politeísmo griego, la tendencia a hacer de esos per-sonajes ideales sujetos reales, es decir, dioses que, a semejanza de los hombres, viven en un lugar especial, detentan y ejercen poder, etc. La

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reificación tiene que hacerse necesariamente con categorías terrenas, y por tanto supone la terrenalización o mundanización de los propios dioses. En la mayor parte de los politeísmos, esto lleva a identificar el poder divino con el poder terreno, y por tanto a la deificación de los poderosos, en particular los reyes, gobernantes y sacerdotes. De este modo, lo que era pura experiencia religiosa acaba degeneran-do en poder político. Eso pasó en el Egipto faraónico, y es una de las causas que se aducen del éxodo de Moisés y la proclamación de un Dios único y trascendente, que está más allá de los poderes del mundo y que precisamente por ello rechaza las otras divinidades y sus imágenes, que unas veces son estatuas, otras personas y muchas reyes, monarcas o gobernantes. El Dios de Israel rechaza todo tipo de reificaciones y se presenta como por completo trascendente. Lo «sa-grado» como categoría opuesta a lo «profano» no se aplica a realida-des del mundo (reyes o monarcas sobre todo, como en tantas culturas politeístas) sino que adquiere un sentido por completo trascendente. Esto es lo que parece haber buscado Moisés, y es también lo que más tarde intentará restaurar Jesús de Nazaret. Lo cual no fue óbice para que después de Moisés aparecieran dirigentes de ese mismo pueblo, como David y Salomón, que se atribuyeran una vez más poderes sa-cerdotales y divinos y fundaran un reino terreno pero a la vez divino, el reino de Israel. Ese reino fue relativamente efímero, pero en él se fundamentaría el posterior «monoteísmo político» que se constituyó como concepto y doctrina en la época del helenismo. «El monoteís-mo, como problema político, surgió de la elaboración helenística de la fe judía en Dios» (Peterson, 1999, 94). En él encontraría sustento el constantinismo, de tan temprana aparición y larga vida en el seno de la religión cristiana. La experiencia de la historia de las religiones es que si bien las religiones tienen en su origen una fuerte experiencia del valor propiamente religioso, con el paso del tiempo se convierten en poderes políticos, sociales y culturales, lo que acaba dificultando, cuando no dando al traste con la propia experiencia religiosa. Y en cuanto se produce esa transformación, empieza a dominar en ellas el factor moral sobre el propiamente religioso, quizá por su mayor eficacia como elemento de control social. El resultado es que acaba confundiéndose la religiosidad con el cumplimiento de un cierto nú-mero de preceptos morales, mediante ritos obsesivos o cuasi-obsesi-

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vos, y en cualquier caso heterónomos. Es el nomismo, una constante en la evolución histórica de las religiones.

En cuanto se reifican los relatos de valor y se convierte a sus pro-tagonistas ideales en sujetos reales, se les transforma en dioses, por-que solo en ellos los valores pueden darse en plenitud. Y una vez transformados en realidades, en seres o sustancias, en dioses, es ló-gico que tienda a producirse el paso del politeísmo al monoteísmo, porque seres perfectos, plenos, omnipotentes, etc., no puede haber más que uno. El dios monoteísta, como puede verse en la tradición judía, es un dios celoso, que no admite competencia. Y en el caso de la religiosidad griega, es sabido que la llamada religiosidad fisiológi-ca, propia de los filósofos pre- y postsocráticos, es ya claramente mo-noteísta. El ejemplo paradigmático de esto es el dios de Aristóteles.

La mente humana tiende de modo natural y casi imperceptible a convertir las meras cualidades en realidades, en cosas, en sustancias. Dicho  en  términos  filosóficamente más  precisos,  la mente  humana tiende a entificar todo. Ello se debe a que no entiende más que aque-llo que entifica,  es decir,  lo que convierte en objeto del mundo. El problema es que hay cosas que no forman parte del mundo ni pueden darse en él. Todos estamos convencidos de que la paz perpetua no se ha dado nunca ni se dará en el mundo. Y lo mismo la justicia perfec-ta, etc. El momento de idealidad de los valores no es mundano. Por eso no podemos entificarlo sin, a la vez, traicionarlo. Si yo tomo el valor sagrado y lo convierto en un ente al que llamo dios, estoy lle-vando al límite un valor. Ese límite lo concebí como ideal, y por tanto como algo ajeno al mundo, distinto de él y que por eso mismo no po-día convertirse en ente, que es la característica definitoria de las cosas propias del mundo. Ahora, por el contrario, entifico el valor; es decir, lo conceptúo con las categorías de los entes. Pero si hago esto estoy traicionándolo, porque he pasado de concebirlo como ideal a afirmar-lo como real. Es un paso ilícito, que no puede llevar más que a desca-rríos. Tal es lo que quiso decir Heidegger al tachar todo ese proceso de «ontoteología». El resultado ya no es una cualidad trascendente, sino un oxímoron, un objeto mundano pero incompatible e incon-mensurable con las cosas del mundo. En efecto, cuando se entifican los valores ideales, las paradojas empiezan a surgir. Eso es lo que le pasó a Platón con las ideas puras, de modo que nunca pudo resolver

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a lo largo de su vida el conflicto entre ellas, ni por tanto ordenarlas en un sistema por completo coherente. Lo intentó repetidas veces, sin ver sus esfuerzos coronados por el éxito. Y lo mismo sucede cuando los valores perfectos se consideran atributos de una realidad perfecta. El resultado es un ser con cualidades o valores contradictorios entre sí. Y es que los valores, como Hartmann señaló, son «antinómicos». La expresión la tomó Hartmann probablemente de Kant, quien en la Crítica de la razón pura la define como «el conflicto de una ilusión surgida del hecho de aplicar la idea de totalidad absoluta, que solo es válida como condición de las cosas en sí, a fenómenos que única-mente existen en la representación» (KrV, A 506, B534. Kant, 1988, 447).

De esa manera, los dioses se convierten necesariamente en tiranos. Esto cabe ponerlo en relación con lo que Hartmann describió con el nombre de «tiranía de los valores». Cualquier valor, llevado hasta sus últimas consecuencias, se transforma en tirano, porque lesiona otros muchos valores. El «llevado hasta sus últimas consecuencias» significa aquí que se le convierte en ente, en sujeto real conceptuado con las categorías del mundo, pero absoluto, perfecto. Absolutizamos un valor al entificarlo en una realidad absoluta, y la consecuencia es que tiraniza todos los demás. Cuando se dota de realidad a un sujeto absoluto en el que se realizan completamente todos los valores, que eso es lo que se denomina Dios, el resultado no puede resultar más que paradójico. Esto es algo conocido desde siempre. Si en Dios se da de modo absoluto un valor, la misericordia, perdonará todo y a todos, pero si se da de modo absoluto la justicia, castigará a quienes hayan actuado mal. Y ambas cosas son incompatibles. Como lo es también la omnisciencia y la libertad humana, o la bondad absoluta y el mal en el mundo, etc. Esto se suele resolver apelando a la catego-ría de misterio. Pero la raíz de todo está en la sustantivación de esas cualidades de valor, que solo tienen validez dentro de los límites del mundo, y que si bien tenemos que proyectar en un horizonte ideal, no estamos nunca legitimados a sustantivarlas, es decir, a convertirlas en realidades, o a afirmar como real un ser en el que se den todos esos valores de modo pleno. El resultado de este proceso mental no puede ser más que contradictorio e incomprensible. Lo cual no quiere decir que no haya un valor muy importante que es el religioso, la eusébeia

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o pietas, la piedad o gratitud ante todo aquello que recibimos sin me-recimiento por nuestra parte, aunque no comprendamos muy bien su origen. Ese valor es previo e independiente a la aceptación o no de una realidad trascendente llamada Dios. De hecho, es más respetuosa con esa posible realidad que muchas de las teologías especulativas, que hablan de él como si de un ente mundano más se tratara. La teo-logía especulativa usa y abusa de la denominada «vía de eminencia», aplicando a la realidad divina predicados extraídos de las realidades del mundo. De ahí que incurra continuamente en el fenómeno de la «antinomia». No es un azar que junto o frente a ese modo de aproxi-marse a la realidad divina, haya habido siempre otro, el propio de la llamada «vía negativa», que no cree correcto aplicar a Dios predica-dos positivos extraídos de las realidades del mundo. Es el tema de las «nadas» o las «noches» tan propias de la literatura mística, así como de buena parte de la religiosidad oriental. Y de ahí también que la fenomenología de la religión haya convertido en central la categoría de «misterio» (Juan Martín Velasco). Dentro de la propia tradición cristiana, esto es lo que ha dado lugar a toda una corriente conoci-da con el nombre de «teología de los misterios» (Odo Casel, Viktor Warnach). No debe olvidarse que el término mystérion se tradujo en el lenguaje teológico por sacramentum, entendido como el orden de lo trascendente y sagrado, a diferencia de lo mundano y profano. No resulta incompatible, pues, la llamada via negationis con la teología en general, y con la cristiana en particular. Tampoco es incompati-ble con el hecho de que la divinidad pueda revelarse positivamen-te en el mundo. Pero esa revelación positiva utilizará por necesidad mediaciones mundanas, y para interpretar lo que en ella es auténtico mensaje religioso, siempre será necesario echar mano de un criterio hermenéutico, que no puede ser otro que el descrito. De no ser así, se estará convirtiendo a Dios en un ídolo.

La conversión de los valores ideales en entes o realidades abso-lutas, o en propiedades de una realidad absoluta, tiene siempre con-secuencias desastrosas. Como se trata de una realidad absoluta, ante ella no cabe otra actitud que la sumisión absoluta y por tanto la abso-luta obediencia. La «piedad» o «gratitud» se convierte en latreía, tér-mino que se traduce por servicio divino y también por «adoración». La divinidad exige culto de latría, entendido las más de las veces

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como absoluta sumisión o total obediencia. Tal es la interpretación más común de la kénosis, vaciamiento o aniquilamiento. Ahora bien, como ya hemos visto antes, al entificar los valores estamos conside-rando como propiedades reales lo que son realmente construcciones humanas ideales, que tienen sentido en tanto que ideales, pero que lo pierden en cuanto intentan convertirse en propiedades de un ser real.

Aún hay más. Porque al sustantivar las categorías ideales, que son construcciones humanas, estamos intentando someter lo trascendente a nuestras categorías, es decir, estamos convirtiendo, por utilizar la terminología de Heidegger, al ser en ente. Si el ser es fundamento del ente, no puede ser ente, por más que no nos sea accesible más que en y a través del mundo de los entes. Pero eso no nos legitima para hacer del fundamento un ente más. Si al fundamento le aplicamos categorías del mundo, como si de un ente se tratara, entonces el dios se nos ha convertido en un ídolo. La sumisión y adoración a un ídolo tiene un nombre preciso, que es idolatría.

El tratar el momento ideal de los valores como si fuera real, con-duce necesariamente a la llamada «tiranía de los valores». Es lo que cabe denominar la «violencia axiológica». Pues bien, cuando se enti-fica el momento ideal de los valores, cuando tales valores se convier-ten en propiedades de un ser omnipotente y absoluto, esa tiranía ad-quiere la forma de «violencia sagrada». Esta no se da en el comienzo de las distintas religiones, en el puro cultivo de la experiencia religio-sa, pero aparece inmediatamente que se produce el fenómeno de la reificación o entificación, tanto en las religiones politeístas como en las monoteístas. Estas últimas, y más en concreto las llamadas reli-giones del libro, se caracterizan por afirmar unos textos como revela-dos, y por tanto absolutos, y exigir absoluta obediencia a los manda-tos que el dios ha dictado a través de esos textos o de sus mediadores sagrados. He aquí la descripción que de ellas hace Assmann:

[A estas últimas religiones] son comunes  las características de mo-noteísmo, religión revelada o del libro y religión universal, aunque podamos preguntarnos si el budismo es realmente un monoteísmo, si el judaísmo es realmente una religión universal o, incluso, si el cristianismo es realmente un monoteísmo y una religión del libro. Pero es común a todas las nuevas religiones un concepto de ver-

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dad enfático. Todas ellas se basan en una distinción entre religiones verdaderas y falsas y predican sobre esa base una verdad que no es complementaria respecto de otras verdades, sino que sitúa a todas las demás verdades tradicionales o rivales en el ámbito de lo falso. Esta verdad exclusiva es lo auténticamente nuevo, y su carácter novedoso, exclusivo y excluyente, se distingue también claramente en la forma de su comunicación y codificación. Esta verdad, según se entiende a sí misma, ha sido revelada a la humanidad; de ningún modo habrían podido los hombres llegar hasta esta meta por sus propias fuerzas, mediante la experiencia acumulada durante generaciones; y ha sido fijada en un canon de escritos sagrados, puesto que ningún culto ni rito habría sido capaz de preservar esta verdad revelada por siglos y milenios. De la capacidad de universalización de esta verdad reve-lada extraen las religiones nuevas o secundarias su energía antago-nista, que las capacita para reconocer y excluir lo falso y explicitar detalladamente lo verdadero en una estructura normativa de directri-ces, dogmas, reglas de vida y doctrinas de la gracia. Gracias a esta energía antagonista, y a la certeza de lo que es inconciliable con lo cierto, recibe esta verdad su profundidad, sus perfiles definidos y su capacidad para guiar la conducta. Por ello puede designarse quizá de la manera más adecuada a estas nuevas religiones con el concepto de «contrarreligión». Estas religiones, y solo estas, tienen, junto a la verdad que predican, también un antagonista al que combaten. Solo ellas conocen herejes y paganos, doctrinas heréticas, sectas, supersti-ciones, idolatría, magia, ignorancia, falta de fe, herejía y lo que todos estos conceptos puedan indicar como aquello que ellas denuncian, persiguen y excluyen como manifestación de lo falso. (Assmann, 2006, 10)

Es significativo el nombre de «contrarreligión» que utiliza Assmann. Si definimos la religión por la experiencia religiosa que hemos des-crito, entonces este sistema absolutista, nomista y excluyente apare-ce no como religioso sino como lo contrario. Cuando Moisés baja del monte Horeb y proclama ante su pueblo los diez mandamientos, añade: «Cuidad, pues, de proceder como Yahvéh vuestro Dios os ha mandado. No os desviéis a derecha ni a izquierda. Seguid en todo el camino que Yahvéh vuestro Dios os ha trazado: así viviréis, seréis

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felices y prolongaréis vuestros días en la tierra que vais a poseer» (Deut 5, 32-33).

Poco a poco, el nomismo desplaza a la experiencia religiosa. Y con ello cobra cuerpo la violencia sagrada que afirma la verdad pro-pia como absoluta, convirtiendo el cuerpo doctrinal en exclusivo e imponiéndolo incluso por la fuerza. Esta violencia viene producida por el fenómeno antes descrito, la atribución a una realidad absoluta las propiedades construidas por la mente humana como ideales axio-lógicos o de valor, que al absolutizarse exigen un absoluto cumpli-miento y por tanto se convierten en tiranos. La violencia es el resulta-do de esa tiranía axiológica, debida a la sustantivación del momento ideal de los valores.

El caso de la religión cristiana es particularmente significativo. En su origen, nace para superar esas características propias de la religiosidad nomista judía. Dicho de otro modo, la vivencia religio-sa de Jesús de Nazaret es, precisamente, la propia de la actitud de reconocimiento de los dones recibidos y la respuesta agradecida y amorosa. Por eso es la religión del amor. Si hay algo original en su mensaje es la idea de agápe, amor agradecido. Todo es gracia. La gran novedad del mensaje de Jesús es la lucha denodada por supe-rar el esquema propio de las religiones institucionalizadas. De ahí que la crítica de estas religiones no solo no tiene por qué afectar al cristianismo, sino que más bien debe de ser acicate para su purifica-ción, volviendo a sus verdaderos orígenes. Y además demuestra que el problema es el de la religiosidad inclusiva o excluyente, tolerante o impositiva, basada en el amor o en el temor, intrínseca o extrínse-ca. Pero sucede que muy pronto el cristianismo asumió la mayoría de los caracteres de las religiones que había criticado y quería supe-rar, hasta convertirse en una más de ellas. Ese ha sido el cristianis-mo histórico, aunque no, desde luego, el cristianismo originario. Es más, cabe decir que Jesús fue víctima de la violencia sagrada, y que a ella debió su persecución y muerte por parte del judaísmo. Al pro-poner una religiosidad pura en el seno de una religión fuertemente institucionalizada, estaba condenándose a la exclusión, e incluso a la muerte, como así sucedió. Así lo proclama el himno de la carta a los filipenses (Fil 2 8). Ese es también el sentido que tiene el que tras Pentecostés los apóstoles se orientaran hacia los pueblos gen-

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tiles, abandonando la disciplina judaica. Y tal es también el sentido de toda la teología paulina, muy en particular la de la carta a los romanos. Lo que debe constituir el núcleo de la vivencia cristiana no es el cumplimiento de la ley sino la fe en Jesús, es decir, en su modo de vivir la religiosidad intrínseca y primaria. Él es el mode-lo. La conversión de Pablo es la ruptura con el judaísmo entendido como religiosidad nomista, a favor de una religiosidad nueva, ra-dical e intrínseca. La gran pregunta es si esto consiguió llevarlo a cabo de modo completo y coherente, o por el contrario puso en sus cartas las bases de lo que ha acabado siendo el cristianismo históri-co. De ser esto así, habría que concluir que la religiosidad primaria cristiana quedó limitada a la propia religiosidad de Jesús de Nazaret y quizá de sus discípulos.

Hasta aquí hemos analizado la tiranía a que conduce el valor re-ligioso una vez que se sustantiva. Pero la tiranía de los valores no es privativa del valor religioso. Afecta a cualquier otro. Así, hay tiranía del valor político, cuando este intenta absolutizarse y convertir en realidad una ciudad ideal. El ejemplo paradigmático es la República de Platón, en la que la función del gobernante es plasmar las ideas puras en el ámbito de la pólis, es decir,  identificar, una vez más, el mundo ideal con el real, reificar lo que es puramente ideal. Para con-seguir esto, «la armonía de los ciudadanos», deberá utilizar tanto «la persuasión como la fuerza» (Rep VII 5: 519 e. Platón, 1969, III, 10). Los artesanos y obreros, prosigue Platón, «deben ser esclavizados» por el buen gobernante, aquel «que lleva en sí el principio rector divi-no» (Rep IX 13: 590 d. Platón, 1969, III, 137) De este modo se con-seguirá la armonía entre la ciudad patria y la que denomina «ciudad interior» (Rep IX 13: 592 a,b. Platón, 1969, III, 139). Esta dicotomía se encuentra probablemente en el origen de la versión teológica que de ella hizo Agustín de Hipona en la Ciudad de Dios. El problema está siempre en lo mismo, en la confusión del orden ideal con el real. Si el orden ideal no se da aquí, en este mundo, como parece sugerir Platón en el último pasaje citado (en contraste con lo que afirma en otros muchos) tiene que haber un lugar en el que eso sea posible. Es la «ciudad celeste» de que habla Pablo (Fil III 20). A la postre siem-pre se trata de lo mismo, de sustantivar el mundo de los valores. En Platón esto se produce en el mundo de las ideas puras, y en Agustín

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de Hipona en el reino celestial, concebido, en ambos casos, como la sustantivación perfecta del mundo de los valores.

Dos amores hicieron dos ciudades: el amor de sí mismo hasta el des-precio de Dios, la de la tierra, y el amor de Dios hasta el desprecio de sí mismo, la del cielo. La una se gloría en sí, la otra en el Señor; una busca la gloria de los hombres, y la máxima gloria de la otra es Dios según el testimonio de la conciencia. La una, llena de orgullo, cami-na con la cabeza elevada, y la otra dice a Dios: «Tú eres mi gloria, el que realza mi cabeza» (Sal 3, 4). En una los príncipes son dominados por la pasión de mandar a sus súbditos, y en la otra los príncipes y los súbditos se ayudan mutuamente con caridad, los gobernantes acon-sejando y los súbditos obedeciendo. Una ama su propia fuerza en la persona de sus soberanos, y la otra dice a Dios : «Que yo te ame, Se-ñor, mi fuerza» (Sal 17, 2). De modo que aquellos sabios que viven según el hombre, van buscando los bienes del cuerpo o del alma o de ambos, y si algunos han conocido a Dios, «no honraron a Dios ni le dieron gracias, antes bien se ofuscaron en vanos razonamientos y su insensato corazón se entenebreció, jactándose de ser sabios» (Rom 1,21), y de ese modo adoraron a los ídolos y se convirtieron en diri-gentes de los pueblos o en seguidores suyos, «y sirvieron a la criatura en vez de al Creador, que es bendito por los siglos» (Rom 1, 25). En la otra ciudad, por el contrario, no hay sabiduría sino piedad, la que se tributa rectamente al verdadero Dios, esperando el premio en la sociedad de los santos, es decir no solo de los hombres sino también de los ángeles, «para que Dios sea todo en todo» (1 Cor 15,28) (De Civitate Dei XIV, 28. Agustín de Hipona, 1845, col. 436)

La absolutización del valor religioso, o del valor político, o de ambos a la vez, como en el caso de Agustín, lleva necesariamente a la tiranía en forma de violencia, sagrada o política, o ambas. Estas han sido las absolutizaciones axiológicas más frecuentes en la historia. Pero ambas son tributarias de otra no menos grave y de la que se tiene menor con-ciencia. Se  trata de  la absolutización filosófica,  la  absolutización del valor verdad. Este fue el gran tema de la filosofía desde sus orígenes en Grecia, que ya se encuentra claramente formulado en el poema de Parménides. El ser tiene que serlo siempre, y la verdad ha de ser abso-

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luta o no es verdad. Tal es el origen de la teoría platónica de las ideas. Y esto es lo que canonizará Aristóteles en su lógica con el nombre de «razonamiento apodíctico» o filosofema. El modelo de razonamiento apodíctico ha sido siempre la matemática, que los griegos convirtieron por vez primera, precisamente, en disciplina apodíctica o demostrati-va. Las verdades tienen que ser universales, necesarias y eternas. Una verdad a medias no es verdad. A todo lo que no sea eso, se le califica inmediatamente de relativismo. Eso que en la historia de las religiones se ha bautizado, con razón o sin ella, con el nombre de «la distinción mosaica», que una religión es la verdadera y todas las demás son falsas y hay que luchar contra ellas, que la verdad es una, absoluta, inmutable y eterna, por tanto divina, y que esa es la verdad de una religión deter-minada, que por ello debe oponerse a toda otra forma de religión; eso mismo es lo que en filosofía se ha dado en lo que cabe denominar «la distinción parmenídea», que el verdadero conocimiento filosófico ha de ser universal, absoluto, necesario y eterno, y que es preciso sepa-rarlo y enfrentarlo a todo otro conocimiento, que por definición es solo relativo y por ello mismo falso. Algunos autores, como Assmann, han llamado la atención sobre el paralelismo entre estos dos fenómenos, uno  religioso,  el  propio  de  la  tradición  israelita,  y  otro filosófico,  el específico de la cultura griega. Ello permitiría explicar por qué conge-niaron tan fácilmente uno y otro, y por qué a las religiones del libro, la judía, la cristiana y la musulmana les fue tan fácil asumir la filoso-fía griega como matriz para la construcción de su propia teología. De igual modo que la experiencia religiosa primaria acabó siendo oscure-cida por las religiones institucionalizadas, así también la experiencia filosófica primaria, como se ha puesto en claro en el siglo XX a partir, sobre todo, de la obra de Heidegger sobre los orígenes de la filosofía griega, es mucho más elemental a la vez que más profunda que los sistemas dogmáticos y apodícticos que pronto se hicieron con el po-der filosófico. Esta filosofía apodíctica, presente ya en Parménides y en Platón, viene a corresponderse con lo que Heidegger ha llamado, con toda razón, «ontoteología».

Todo lo dicho hasta aquí explica muchas cosas, casi todas más pretéritas que actuales. El pensamiento apodíctico ha entrado en cri-sis en la cultura occidental a partir de mediados del siglo XIX, tanto en el caso de las religiones (este es el sentido de la expresión «Dios

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ha muerto», tan repetida a partir de entonces, y que como bien ha señalado Heidegger lo que quiere decir es que el dios ontoteológico ha perdido su anterior vigencia),  como en el de  las filosofías  (algo evidente ya en Nietzsche y que desde entonces no ha hecho más que ganar en amplitud y profundidad). Esta crisis del pensamiento apo-díctico debe mucho al progreso de la ciencia experimental, que des-de mediados del siglo XIX abandona su anterior pretensión, presente aún  en Galileo y  en Newton,  de hacer  de  las  leyes  científicas pro-posiciones apodícticas, para asumir con todas sus consecuencias la idea de que las proposiciones científicas no son nunca definitivas y tienen que estarse contrastando continuamente con los nuevos datos experimentales; por tanto, que no son absolutamente verdaderas. El método científico no hace más que «verificarlas», que es algo distin-to, puesto que la verificación es siempre provisional y está abierta a rectificaciones futuras. Como ha escrito Zubiri, «verificar, es ir veri-ficando». De ahí que hoy se considere que no puede decirse ni que estén verificadas, sino solo que con los datos hasta ahora disponibles no podemos probar que sean falsas. Eso es lo que desde Popper se conoce con el nombre de «falsación». También en el orden científico, como vemos, cabe hacer la distinción entre una cientificidad primaria y otra secundaria o apodíctica. Y en ese orden, como en los otros an-tes citados, el religioso y el filosófico, la gran tarea del último siglo y medio ha sido superar el concepto de cientificidad secundaria.

El problema es que esa superación ha llevado frecuentemente, en ciencia como en filosofía y en religión, al extremo opuesto. De negar la sustantivación del valor religioso se ha pasado a negar la religiosi-dad, es decir, la experiencia del don y la respuesta piadosa y agrade-cida, de igual modo que de negar la sustantivación del valor filosófi-co, la verdad, se ha pasado a negar esta. Dicho en otros términos, la crítica a la sustantivación de los valores ha llevado a la negación de cualquier tipo de objetividad y racionalidad de los valores, sobre todo de los valores llamados intrínsecos. Los únicos que han quedado son los valores instrumentales, pues estos sí resultan operativos y mane-jables. Y como los valores instrumentales se miden en unidades mo-netarias, resulta que en la cultura occidental, a partir del siglo XVIII, se ha producido la sustantivación y absolutización de un valor, el va-lor instrumental por antonomasia, que es el valor económico, de tal

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modo que cualquier otro valor que no sea cuantificable en unidades monetarias, deja de tener sentido.

Todo este amplísimo fenómeno de la entificación y absolutización del momento ideal de los valores genera en los seres humanos un conjunto de conductas que cabe calificar de «fundamentalistas», «fa-náticas» y «sectarias». Estas no se dan solo en el orden religioso, sino también en el político, en el filosófico, en el científico y en el eco-nómico. Cualquier valor puede absolutizarse y sustantivarse, dando lugar a ese tipo de conductas. Todas ellas son perfectamente conoci-das tanto en su vertiente psicológica como en la psicopatológica. La tolerancia no puede venir más que del retorno a la consideración del momento ideal de los valores como estrictamente irreal, es decir, a lo que cabe llamar «axiología primaria», frente a la que ha sido más común en la historia de Occidente, la «axiología secundaria». Los valores no son cosas, ni por tanto pueden entificarse. Lo cual no obs-ta para que sean el polo o referente que ha de orientar la acción hu-mana. Husserl les atribuyó una función «teleológica». Habida cuenta de la carga histórica del término teleología, resulta preferible verlos como «ideas reguladoras» que poseen lo que Kant denominaría ca-rácter «canónico» pero no «deontológico». Los valores no dicen lo que hay que hacer en situaciones concretas. Esto es lo propio del ter-cer momento de todo proyecto humano, el específicamente moral, el de determinar lo que «debe» hacerse. El primer momento, como ya vimos, era el propio de los «hechos»; el segundo es el específico de los «valores»; y el tercer momento es el característico de los «debe-res». El deber no se identifica con el valor, precisamente porque los valores son ideales, en tanto que el deber es real, razón por la que ha de tener en cuenta las circunstancias del caso concreto y las conse-cuencias previsibles. Confundir de nuevo el momento ideal con el real, los valores con los deberes, es el origen de todo tipo de totalita-rismos (fanatismo, fundamentalismo, sectarismo, etc.).

Los valores ideales no pueden confundirse con los deberes por va-rias razones. En primer lugar, porque, según hemos visto, los valores son «antinómicos», y por tanto en buena medida contradictorios, de tal modo que no resultan del todo compatibles, ni forman un sistema por completo coherente. Esto significa que el deber no puede identi-ficarse con la pura realización de los valores, porque esa realización, 

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si se piensa como completa o absoluta, resulta imposible dado su ca-rácter antinómico. En orden a la determinación de los deberes, esa antinomia  recibe  un  nombre  propio,  que  es  el  de  «conflictividad». Los valores son conflictivos en situaciones reales, entran en conflic-to, razón por la cual no podemos realizarlos todos a la vez. De ahí que el momento del deber no se identifique sin más con el momento del valor. Por otra parte, el deber es distinto del valor porque siempre se lleva a cabo en condiciones reales, y por tanto teniendo en cuenta no solo los valores en conflicto, sino también la ponderación de las circunstancias y la previsión de las consecuencias.

Un ejemplo aclarará esto. Pensemos en el valor justicia. Todos reaccionamos ante sucesos de la vida cotidiana afirmando que son in-justos. Nos sale espontáneamente, sin pensarlo. Vemos en la televisión las masacres continuas de personas inocentes y desvalidas y saltamos diciendo que es una atrocidad, una injusticia. La cuestión es qué que-remos decir cuando afirmamos tal cosa. Y la respuesta no puede ser más que una: en una sociedad de seres humanos bien ordenada, el valor que debería imperar como ley es el de justicia y no su opuesto. La justicia es un valor ideal, aquel que debería regir en una sociedad de seres humanos bien ordenada. Esto permite entender que el reino de Dios cristiano lo describa la liturgia como un reino de «verdad y vida, de santidad y gracia, de justicia, amor y paz», o que el paraíso del proletariado de Marx se concibiera como el lugar de la perfecta justicia, etc. Todos, de algún modo, estamos pensando en un mundo ideal en el que la justicia reinara y la injusticia no tuviera cabida. In-cluso podemos especificar los rasgos fundamentales de ese concepto ideal de justicia, como ha hecho Rawls en su célebre libro, a través del artificio de la «situación original». Pero eso no nos dice, ni nos puede decir qué hacer en concreto; funciona solo como canon o idea regu-ladora. Para determinar nuestros deberes de justicia hay que incluir muchas otras variables, las del mundo real, que además darán lugar a programas políticos distintos, liberales, conservadores, progresistas, etc., etc. Confundir la idealidad de los valores con la realidad de los deberes conduce de modo irremediable y necesario al fanatismo.

Concluyendo: el esencialismo y ontologismo de los valores, que ha ido por lo general unido al intuicionismo gnoseológico, ha dado lugar a la absolutización de uno o varios valores respecto de los de-

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más. Una vez sustantivados, los valores se identifican con los debe-res; de canónicos pasan a ser deontológicos. Esto lleva a una especie de «latría», de «axiolatría», que conduce necesariamente a la «vio-lencia axiológica». La no confusión del momento ideal de los valores con su realización concreta, y el conocimiento de su carácter «an-tinómico», «conflictivo» y «tiránico», son requisitos  indispensables para diferenciarlos de los deberes. Reconocer su condición ideal e identificar  las otras características que acabamos de reseñar,  resulta indispensable para que puedan aceptarse como deberes tanto la tole-rancia como el respeto del discrepante.

Pero en la construcción de los valores hay otro peligro que es, de algún modo, el opuesto al anterior. Se trata del subjetivismo, el con-siderar que los valores son emociones puramente subjetivas e irra-cionales, carentes de toda lógica y que debemos tolerar o respetar pero no entender, y menos argumentar. Del absolutismo axiológico pasaríamos, pues, al puro relativismo. Tal es lo que aducen como ar-gumento los partidarios de la primera de esas posturas, que caso de no afirmar los valores como absolutos se cae necesariamente en esta segunda.

La segunda actitud, la más frecuente hoy en día, es la que ha dado tan mala fama a los valores en el mundo de la filosofía y de la éti-ca. Esto de los valores es tan emocional y errático que sobre ello no cabe fundar nada consistente. Se trata de puras arenas movedizas sin ninguna consistencia. Vayamos, pues, a cosas más firmes y sustan-tivas, como los principios o las normas, porque solo así podremos fundamentar una ética. Y si de valores hablamos, entonces que se en-señen los que de veras merecen la pena, los consistentes, los de toda la vida, que son los que yo defiendo. En el debate sobre la asignatura de «educación para la ciudadanía», esto es lo que se hallaba en la base del conflicto. Como los valores son tan proteiformes, lo que hay que conseguir es que se enseñen los valores que son los verdaderos. Naturalmente, para la Iglesia católica eran unos, y para el gobierno socialista eran otros, a veces sensiblemente distintos.

De ahí la importancia de que en esta tercera tesis se diga cómo se construyen valores, o cómo debe llevarse a cabo su construcción. Para ello, nada mejor que volver sobre un término que ya ha salido a lo largo de este recorrido, que es el de «deliberación». En la prime-

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ra de las tesis la deliberación quedaba limitada a los dirigentes, ya eclesiásticos, ya civiles, de modo que todos los demás no tenían otra misión más que la de obedecer. Los dirigentes decían a los demás lo que era correcto e incorrecto y lo que debían hacer. La deliberación se convirtió así en consilium, en el sentido medieval de este término. En la segunda, como hemos visto, la deliberación cobró sentido dis-tinto. No hay valores más que instrumentales y si bien los valores son irracionales, se constituyen en fines de nuestros actos que determinan los medios a utilizar. En la búsqueda de los medios adecuados sí es posible y hasta necesaria la deliberación, que por tanto consiste en el ejercicio de un tipo de racionalidad que, con toda precisión y justeza cabe denominar racionalidad instrumental. Los valores no son racio-nales pero los instrumentos sí, y la deliberación tiene por meta iden-tificar los mejores instrumentos para el logro de los fines propuestos. Tal es el objetivo de la denominada teoría de la elección racional.

Este segundo modo de entender la deliberación ha evitado vicios muy importantes que sesgaban el primero. Pero a su vez ha caído en otros nuevos. En primer lugar, porque no está dicho que todos los valores sean puramente instrumentales, y no sea preciso diferenciar estos de otros que han venido denominándose desde antiguo valo-res intrínsecos o valores en sí. Estos son los que tienen valor por sí mismos, sin referencia a cualquier otra cosa o cualidad distinta. Les sucede lo contrario que a los valores instrumentales, que si se lla-man así es porque su valor no lo tienen por sí mismos sino como instrumentos al servicio de algo distinto de ellos mismos. Eso al ser-vicio de lo cual están y que les dota de valor son, precisamente, los valores intrínsecos. Los valores instrumentales pueden cuantificarse (Bentham se dio perfecta cuenta de ello), y por tanto cabe traducirlos en unidades monetarias, pero no así los intrínsecos. Estos son valio-sos por sí mismos y con independencia de todo lo demás. Lo cual quiere decir que si se convierten en instrumentos para otra cosa, se pervierten. Ahora bien, eso es lo que ha sucedido en la época moder-na. Es uno de sus mayores sesgos, del que es preciso desprenderse.

Pero hay otro sesgo no menos grave. Se trata de la falta de racio-nalidad. Los valores, no hay duda, son emocionales, y esto lo vieron muy bien los emotivistas británicos de finales del siglo XVII y prin-cipios del XVIII: Shaftesbury, Hutcheson, Locke, Smith. Pero eso no

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significa que sean irracionales. Hoy, en la época de la llamada «inteli-gencia emocional», parece claro que nada es puramente racional y sin mezcla de emocionalidad ninguna. Y si esto es así, cabe pensar que también lo será que nada es puramente emocional y sin mezcla de ra-cionalidad ninguna. No es posible dividir la mente en compartimentos estancos incomunicados. Los valores son emocionales, lo que signifi-ca que no pueden ser racionales en el sentido de los teoremas matemá-ticos o de las proposiciones apodícticas, pero no en el de que no quepa razonar sobre ellos y que no puedan ni deban ser «razonables». No se trata de la razonabilidad de los medios o los instrumentos, como en el modelo segundo, sino de la razonabilidad de los valores en tanto que tales. Esta razonabilidad viene exigida por la propia estructura de los valores, que como ya hemos visto encierra fenómenos tan azorantes como  la  «antinomia»,  la  «conflictividad»  y  la  «tiranía».  La  gestión irracional de los valores, o su gestión con categorías apodícticas, con-duce irremisiblemente a ese tipo de paradojas. De ahí que los valores, y más en concreto los valores intrínsecos, tengan su «lógica», que es preciso conocer con precisión. Esa lógica es la propia de los que Aris-tóteles denominó «razonamientos dialécticos» y «razonamientos retó-ricos». Y qué casualidad, en ellos es donde la deliberación resulta no solo necesaria sino imprescindible.

¿Cómo construimos nuestros valores? Ya vimos, siguiendo a Zu-biri, que se construyen siempre desde la realidad como formalidad, y sin salir de ella (lo que, entre otras cosas, resultaría imposible). La formalidad viene dada y es invariante, en tanto que el contenido he-mos de construirlo. ¿Cómo lo construimos? La respuesta no puede ser más que una: deliberando. Esa deliberación tiene siempre dos niveles. El primero es ideal: siempre que yo quiero hacer algo, he de comenzar proyectándolo. El proyecto es siempre ideal: proyecto hacer algo que aún no es y que creo que es bueno que sea, que debe de ser. El pro-yecto es necesariamente el resultado de una deliberación, bien indivi-dual, bien colectiva. Luego, hay que llevarlo a cabo, ponerlo en obra, realizarlo. El momento ideal tiene que pasar a ser real. Ese paso tiene siempre el mismo objetivo: añadir valor a aquello de que partimos. Lo cual exige trabajar con la realidad a fin de transformarla. Y como la realidad es siempre concreta, es esta realidad, con sus circunstancias y consecuencias concretas, resulta que también hay que deliberar sobre

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este segundo momento, para ver cómo y hasta qué punto puedo rea-lizar el proyecto. Nunca lo conseguiré realizar plenamente. Si, como hemos dicho, el objetivo es añadir valor a la realidad, realizar valores, resultará que nunca consigo agotar la realización de valores y que por tanto siempre quedará una inmensa tarea que hacer por delante.

Una vez que llevo el proyecto a cabo, el valor se plasma, se reali-za en algo. El pintor que proyecta pintar un cuadro, cuando lo termi-na ha plasmado un valor, la belleza, en ese cuadro. No habrá agotado el valor belleza, pero ha conseguido añadir algo de valor, en este caso estético, a la realidad. Y ese valor, una vez plasmado, entra a formar parte del espíritu objetivo, independizándose del espíritu subjetivo del autor que le dio a luz. Ese depósito objetivo de valores es lo que llamamos cultura. Todo lo que hace el ser humano sobre la tierra es transformar la naturaleza en cultura, a través de añadirle valor me-diante el trabajo. Cultura no hace solo quien pinta un cuadro, sino también quien ara la tierra o limpia una calle.

La construcción de los valores tiene, pues, una dimensión subje-tiva, la de quien concibe el proyecto, y otra objetiva, la del producto realizado que entra a formar parte del espíritu objetivo, del mundo de la cultura. Estos valores constituyen un depósito que se va transmi-tiendo de generación en generación. De hecho, nadie comienza cons-truyendo sus valores personales del modo descrito. Todos iniciamos nuestra vida en una matriz social y cultural que está llena de valores, aquellos que nos han transmitido las generaciones anteriores. Los primeros valores los recibimos de modo puramente pasivo, a través del medio en que nacemos, del ambiente en que nos criamos, etc., etc. Utilizando una terminología que es crucial en ética al menos des-de los tiempos de Kant, hay que decir que nuestros primeros valores los asumimos heterónomamente, por mera inmersión en el medio en que nacimos y nos criamos. Aquí no hay construcción sino mera re-cepción, pura ósmosis. Dime dónde vives y te diré qué valores tienes.

Por desdicha, la mayor parte de los seres humanos se quedan ahí durante toda su vida. Viven los valores de modo heterónomo, es de-cir, continúan siempre en el estadio que cabe denominar infantil. Los análisis de Kohlberg son muy reveladores a este respecto.

Si uno se queda en ese estadio heterónomo, en él no cabe hablar de construcción de valores, o los construirá solo de modo rutinario y

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al dictado de otros. La construcción de valores exige como requisito previo la autonomía. He aquí un tema de una importancia fundamental. La construcción humana exige el proyecto previo, y el proyecto no me-rece el calificativo de verdaderamente humano si no es autónomo. To-dos comenzamos heterónomamente, pero solo alcanzamos la madurez humana cuando somos capaces de proyectar de modo autónomo y nos sabemos responsables de nuestro propio proyecto. Solo así seremos realmente creativos y originales. Lo demás es mera repetición.

Ahora se ve, quizá, la tremenda dificultad de este tercer modelo. Es, pienso, el más correcto, el más ajustado a la realidad. Pero es también el más difícil, el que exige más del ser humano. No es nada fácil ser creativo. Ello exige, cuando menos, libertad y autonomía; es decir, haber madurado como seres humanos, abandonando de ese modo las etapas gregarias por la que todos comenzamos necesaria-mente. Los valores se construyen, pero también se construyen las personas en tanto que soportes, portadores y creadores de valores. O si parece excesivamente agresivo ese término, digamos que las per-sonas se educan.

Lo cual plantea el último problema que quiero tocar, el de la edu-cación en valores. En el primer modelo los valores se imponen, no se educan. En el segundo, a fin de evitar el carácter  impositivo del primero, la educación en valores se limita a informar sobre ellos y respetar  la  opción  de  cada  uno,  a  lo más  ayudando  a  clarificar  los conflictos internos de cada cual y de ese modo conseguir que viva sus propios valores del modo más armónico posible. Una cosa que está por elaborar es una auténtica pedagogía de los valores, de modo que este tercer modelo pueda llegar a los ámbitos educativos y docentes.

¿Qué es educar en valores? Es promover la formación de personas autónomas, adultas, responsables, capaces de hacer proyectos creati-vos, de comprometerse en su realización y de asumir la responsabi-lidad inherente a todo ese proceso. En una palabra, es crear personas deliberativas. Lo que necesitamos es una pedagogía deliberativa. Si se buscan expresiones tales como «deliberation across the curricu-lum», «education & deliberation», o «education for deliberative de-mocracy» en internet, saldrán muchas direcciones de páginas, sobre todo en inglés. Pero no suelen tratar de lo que nosotros estamos ahora hablando. En la base del movimiento anglosajón de pedagogía deli-

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berativa hay un autor muy concreto, John Dewey, que en 1915 escri-bió un libro titulado Democracy and Education, en el que dedica un capítulo, el dieciocho, al tema educational values, y en el que habla ampliamente de la deliberación en la escuela (Dewey, 1944, 231-249). Pero Dewey fue un pragmatista, uno de los padres del prag-matismo, y concretamente del pragmatismo pedagógico. Quiere eso decir, que está dentro del segundo de los paradigmas que hemos dife-renciado. La deliberación en el sentido de este tercer paradigma, está prácticamente por descubrir, y desde luego por aplicar. Es una tarea ingente, que en el mejor de los casos exigiría enormes esfuerzos y muchas personas. Y lo que es más importante, exigiría que todas esas personas fueran realmente adultas, libres, autónomas, responsables y con una enorme capacidad deliberativa. He aquí un magnífico campo de trabajo para todos, y más en concreto para los miembros de esta Asociación de Bioética Fundamental y Clínica, que hemos invertido tiempo y esfuerzo para lograr en nosotros mismos, al menos parcial-mente, esos objetivos, y que por nuestra actividad profesional somos educadores, educadores sanitarios, o mejor todavía, educadores sin más. Es seguro que no lograremos todo. Pero aquí, como a veces se dice de los buenos licores, «un poco es ya mucho».

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Valores de la crisis, crisis de valores

El diagnóstico de la crisis

En los últimos años se ha generado una amplia literatura, no solo económica y política sino también moral, sobre la crisis. Toda ella coincide en datar su inicio en los finales de los años setenta y comien-zos de los años ochenta. Entonces se produjo el gran vuelco en los mercados  financieros,  liberalizándolos  y  desregularizándolos,  a  fin de hacerlos más eficientes en la gestión y asignación del capital. Esto adquirió la categoría de programa político con las administraciones de Margaret Thatcher (1979-1990) y Ronald Reagan (1981-1989), como respuesta a la crisis económica de 1973. Cobraron fuerza las políticas liberales, de desregulación de los mercados, privatización de servicios públicos y reducción del Estado, a la vez que tomaba auge la teoría monetarista.

Se  trataba  de  construir  un mercado  financiero mundialmente  inte-grado en el cual todos los agentes (empresas, particulares, Estados, instituciones  financieras)  pudieran  intercambiar  todo  tipo  de  títu-

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los (acciones, obligaciones, deuda, productos derivados, divisas) a cualquier  plazo  (largo, medio,  corto).  Los mercados  financieros  se parecerían al mercado «sin ficción» de los manuales: el discurso eco-nómico lograría crear la realidad. Al ser los mercados cada vez más «perfectos» en el sentido de la teoría económica dominante, los ana-listas creyeron que el sistema financiero, desde ese momento, iba a ser mucho más estable que en el pasado. La «gran moderación» —reducción simultánea de la volatilidad del PIB y de la inflación que vivieron los Estados Unidos entre 1990 y 2007— pareció confirmar-lo. (Askenazy et al., 2011, 12)

Al triunfo de la teoría keynesiana y los economistas de la «escuela de Cambridge» de las décadas previas, sucedió la de los «austriacos» de la London School of Economics, en el Reino Unido, y los de la «es-cuela de Chicago», en los Estados Unidos, para quienes coartar la li-bre regulación del mercado y la búsqueda del máximo beneficio eco-nómico, resultaba no solo antieconómico sino también inmoral. Esto, que alcanzó la categoría de programa político en torno a 1980, halló su expresión paradigmática en el llamado «consenso de Washington» del año 1990, aquel que rigió las políticas económicas durante las dos décadas siguientes a través del Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y la Reserva Federal, así como los acuerdos, primero del G6 y luego del G20.

Lo anterior es resumen del manifiesto que ante la crisis han escrito los que se llaman a sí mismos «economistas aterrados». No es el único manifiesto de protesta ante lo que está pasando, ni tampoco el último. De entre todos, dos son particularmente significativos. Uno es ¡Indig-naos!, de Stéphane Hessel (Hessel, 2011a), seguido del segundo libro de ese autor, ¡Comprometeos! (Hessel, 2011b), y el otro el colectivo coordinado por Rosa María Artal, Reacciona (Artal, 2011). Este último se abre con un texto del economista José Luis Sampedro titulado «De-bajo de la alfombra», al que pertenecen los siguientes párrafos:

Lo más destructivo para una civilización es, en mi opinión, la pér-dida de los valores morales superiores, y, con ello, de las más altas referencias para la conducta humana. Esa decadencia es la máxima barbarie y es muy perceptible en la situación actual. El alto ideal de

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justicia, por ejemplo, aparece viciado con frecuencia y, sobre todo, el derecho internacional ha sido violado repetidamente, según ocurrió en Irak. El desdén por la difusión de la educación y la sanidad en los países más pobres, la sobreexplotación de los más débiles, como la infancia o la mujer, violan valores, supeditándolos a los intereses materiales. El concepto de libertad es tergiversado de forma irres-ponsable para permitir abusos de los poderosos, como ocurre en la desregulación financiera o en la globalización incontrolada. Más que en la economía de mercado vivimos en una sociedad de mercado, donde todo tiene su precio en vez de considerarse su valor. El siste-ma, como expresó tajantemente Marx, lo convierte todo en mercan-cía. Ejemplo de ello es  la corrupción generalizada que, en definiti-va, significa que hasta los mismos hombres (y los más responsables por los puestos que ocupan) se ofrecen en venta a otros dispuestos a comprarlos. (Artal, 2011, 18)

Otros párrafos del mismo texto: «Cada civilización encarna un sis-tema de valores que moldea las conductas individuales. Un sistema de creencias que los dirigentes asumen, como todos. Una de esas creencias es la convicción occidental del progreso imparable» (Artal, 2011, 21). «Hoy la creencia en la producción imparable se concreta en el objetivo del desarrollo económico, defendido con pretensión de sostenible» (Artal, 2011, 22).

Sorprende la semejanza del texto de Sampedro y el discurso que dos años antes, en 2009, había pronunciado Amartya Sen en el acto de su investidura como doctor honoris causa por la Universidad Complutense de Madrid. En el discurso, titulado «Desarrollo y crisis global», Sen situaba también el comienzo de la catástrofe a comien-zos de los años ochenta.

No hace mucho tiempo, en la década de los ochenta y noventa, el ca-pitalismo generador de riqueza parecía haber triunfado. Los negocios prosperaban en las antiguas economías capitalistas de Occidente, así como en los nuevos centros económicos de China y Asia Oriental. Los enemigos de la ideología capitalista fueron humillados y el esta-do de bienestar era el eufemismo del derroche, acusándosele de gas-tar el dinero obtenido con gran esfuerzo por los ciudadanos para per-

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seguir fugaces objetivos a un coste muy alto para los contribuyentes. La eficacia de la economía de mercado y el poder del capital habían pasado a ser el mensaje central. (Sen, 2011b, 31-2)

Sen tiene mucho interés en señalar que ese modo de pensar no es consustancial con la economía liberal y el libre mercado, y que desde luego no se identifica con las posturas defendidas por Adam Smith, que siempre concedió enorme importancia al mundo de los valores y al cultivo de la ética.

En efecto, en La riqueza de las naciones ya habló sobre el importan-te papel que juegan unos valores más amplios que permitan elegir el comportamiento  [de  los  individuos],  así  como de  las  instituciones, pero fue en su primer libro Teoría de los sentimientos morales, donde empezó a investigar a fondo el poderoso rol que juegan unos valores distintos del interés monetario. Si bien la «prudencia» era, entre to-das las virtudes, la más útil para el individuo, Adam Smith continuó su  argumentación  afirmando  que  «la  humanidad,  la  justicia,  la  ge-nerosidad y el espíritu público son las cualidades de mayor utilidad para los demás». (Sen, 2011b, 36-7)

Las virtudes morales son el complemento necesario del valor econó-mico. Analizando el caso concreto del impacto medioambiental, Sen advierte que la causa del problema no está tanto en el «mercado», que es mero «vehículo», cuanto en los valores y prioridades de la so-ciedad. Sin virtudes morales no hay economía que aguante.

Por ejemplo, Smith argumentó: «Cuando la gente de un país específico tiene una confianza en la fortuna, la rectitud y la prudencia de un ban-quero como para creer que siempre estará dispuesto a abonar sus paga-rés cada vez que se le solicite, estos pagarés constituyen una moneda idéntica al dinero respaldado por el oro o la plata, con la confianza de que dicho dinero estará siempre disponible». (Sen, 2011b, 40-1)

Esto explica, continúa Sen, «las devastadoras consecuencias del re-celo y el deterioro de la confianza mutua» (Sen, 2011b, 41), que no habrían desconcertado a Smith lo más mínimo.

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Smith no solo hizo hincapié en la importancia de valores tales como el crédito y la confianza para garantizar el buen funcionamiento de la economía, sino que también analizó con cierto detalle de qué manera una economía puede afrontar serios problemas causados por un ansia desmedida de beneficios. Según Smith, la tendencia hacia la sobrees-peculación suele llevar a muchos seres humanos a una desesperada búsqueda de beneficios  inmediatos;  a  tales  individuos  los  denominó «pródigos» y «proyectistas». Ciertamente, este análisis resulta profun-damente actual para comprender lo que acaba de ocurrir en la econo-mía mundial. La fe implícita en la sabiduría de la economía de merca-do, gran responsable de la desaparición de la normativa establecida en los Estados Unidos, tendía a omitir las actividades de los «pródigos» y «proyectistas» de un modo que habría escandalizado al precursor de los fundamentos de la economía de mercado. En este contexto, cabe destacar la extensa carta que Jeremy Bentham escribió a Smith cues-tionando esta parte de su análisis, en especial sus observaciones acerca de los «pródigos» y «proyectistas». Bentham argumentó, entre otras cosas, que aquellos que Smith calificó como «proyectistas» eran tam-bién innovadores y forjadores del progreso económico. Bentham no logró convencer a Smith para que cambiara de parecer (si bien existen pruebas de que Bentham continuó pensando que ya había persuadido a Smith sobre lo absurdo de esta postura). (Sen, 2011b, 41-3)

Sen alude en este párrafo a la derogación de la ley Glass-Steagall de 1933, que prohibió a los bancos comerciales actuar a la vez como so-ciedades financieras y bancos de inversión, a fin de evitar la escalada especulativa que dio lugar a la crisis del año 29. Criticada fuertemen-te por los economistas desde mediados de los años 70 por impedir una mayor capitalización de los bancos comerciales, fue poco a poco marginada por otras leyes, hasta que el presidente Clinton tuvo que derogarla el año 1999. Uno de los máximos defensores y promotores de la desregulación fue Alan Greenspan, presidente de la Reserva Fe-deral norteamericana durante los años 1987 al 2006. En una compa-recencia ante el Comité de Supervisión y Reforma de la Cámara de Representantes el 23 de octubre de 2008, Greenspan reconoció que los mercados deberían haber estado más regulados y que él se equi-vocó al promover la desregulación. El presidente del Comité, el de-

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mócrata Henry Waxman, de California, acusó a Greenspan de haber tenido «en sus manos la autoridad para impedir las prácticas de prés-tamo irresponsables que llevaron a la crisis de las hipotecas de alto riesgo». «Muchos le aconsejaron a usted que así lo hiciera», añadió. «Y ahora toda nuestra economía paga el precio». Greenspan recono-ció que las empresas y mercados financieros «deberían estar mucho más regulados para impedir el peor tsunami financiero del último si-glo». Y añadió: «Sí, me equivoqué. Esa es precisamente la razón por la que estoy aturdido, porque he estado en el mercado durante más de 40 años y siempre creí que la autorregulación funcionaba». Ahora empieza a verse que las críticas de Smith a los «pródigos» y «pro-yectistas» tenían su razón de ser. Las virtudes morales son el comple-mento necesario del valor económico. Analizando el caso concreto del impacto medioambiental, Sen advierte que la causa del problema no está tanto en el «mercado», que es mero «vehículo», cuanto en los valores y prioridades de la sociedad.

El sistema de mercado refleja, de un modo particular, las preferencias que las personas expresan en su comportamiento económico. Si los individuos se preocupan solo por  los beneficios y pérdidas específi-cos, el mercado también limitará sus cálculos a dichos costes y ga-nancias en particular, ignorando el impacto de nuestras acciones en un medio ambiente desatendido. ¿Por qué culpar al mercado si el error radica en nuestros propios valores y prioridades? (Sen, 2011b, 52)

La clave está, pues, en los valores. De ahí que añada:

La importancia clave de una formación con valores para cambiar las prioridades del mercado es incontestable. Si el sistema de mercado es tan solo el vehículo de nuestra codicia y nuestros deficientes valores morales son los causantes de nuestros problemas ambientales, no cabe convertir los mercados en medios adecuados para solucionar los pro-blemas que afrontamos. Los mercados ciertamente necesitan un com-plemento para lidiar con este problema tan extendido. (Sen, 2011b, 53)

Sen considera que la solución ha de buscarse «aumentando las preocupaciones  y  los  valores  que  se  reflejan  en  nuestras  eleccio-

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nes y acciones» (Sen, 2011b, 53), y por tanto procurando «una formación en valores que nos vuelva más sensibles a las prédicas medioambientales relacionadas con nuestras elecciones y actos» (Sen, 2011b, 54).

A partir de aquí, Sen desarrolla una teoría de la justicia global, basada en el criterio de imparcialidad de Smith. La doctrina del con-trato social tiene el defecto de que no puede aplicarse más que en el contexto de Estados soberanos. De ahí su limitación, de la que carece el principio de imparcialidad de Smith.

El concepto de espectador imparcial de Adam Smith prescinde de esta limitación [la del contrato social], planteando el problema no en términos de un contrato negociado, sino considerando la existencia de árbitros imparciales —cercanos y lejanos— cuyas valoraciones deben tenerse en cuenta para alcanzar una verdadera imparcialidad. (Sen, 2011b, 62)

La situación actual requiere «un razonamiento global y no un análisis contractualista limitado a un estado soberano» (Sen, 2011b, 64).

La similitud de los argumentos de Sen y los de Sampedro es llama-tiva, y quizá haya habido algún tipo de influencia de uno sobre otro. Pero, en cualquier caso, ambos venían diciendo cosas similares desde hacía tiempo. Los argumentos de Sen se hallan ampliamente desarro-llados en su libro La idea de justicia (Sen, 2010), y los de Sampedro constituyen la base de su libro El mercado y la globalización. En él escribe:

Ante el enorme poder de las empresas y los grupos económicos en el sistema de mercado es preciso recordar que el interés privado y el interés público no tienen siempre los mismos objetivos, aunque coincidan en parte. Las empresas persiguen una prosperidad refleja-da en las máximas ganancias posibles, mientras que el interés común busca fines más variados a los que muchas veces hay que sacrificar el beneficio económico; fines tales como la salud pública, la mejora de la sociedad mediante la educación, el respeto a la naturaleza, la observancia de ciertos valores inmateriales, el cultivo de activida-

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des estéticas, la cohesión social y, sobre todo, el acatamiento de unas normas éticas de convivencia, entre otras manifestaciones del pro-greso humano. (Sampedro, 2002, 49-51)

Volvamos tras esto al comienzo, al Manifiesto de economistas aterra-dos (Askenazy, 2011). No estoy cualificado para juzgar en profundidad su contenido, pero de su lectura parece deducirse algo que considero de la máxima importancia, a saber, que no hay ciencia económica pura, que considerar la economía como una disciplina value-free, al modo del positivismo y la escuela neoclásica es ya una opción de valor, y no precisamente de las más agudas. La tesis básica del manifiesto es que a finales de los setenta se tomó una decisión que no fue asépticamente científica, por más que se pretendiera hacerla pasar por  tal,  sino que tenía en su base opciones de valor muy importantes. Ahora nos damos cuenta claramente de ello, y advertimos también que las opciones de valor más peligrosas son aquellas que no lo parecen.

En la misma dirección va otro de los libros aparecidos últimamen-te en torno a este tema, el de Tony Judt, Algo va mal. Su introducción, que lleva el significativo título de «Guía de perplejos», comienza así:

Hay algo profundamente erróneo en la forma en que vivimos hoy. Durante treinta años hemos hecho una virtud de la búsqueda del be-neficio material:  de  hecho,  esta  búsqueda  es  todo  lo  que  queda  de nuestro sentido de un propósito colectivo. Sabemos qué cuestan las cosas, pero no tenemos ni idea de lo que valen. (Judt, 2010, 17)

Y es que, desde 1980, se ha desatado «la obsesión por la creación de riqueza». (Judt, 2010, 17)

Diagnóstico similar se encuentra en otros autores. Valga por todos uno especialmente cercano, el del economista José María Serrano Sanz, en su reciente libro De la crisis económica en España y sus remedios. A él pertenecen estos significativos párrafos:

La crisis internacional actual no parece concernir solo a la economía, sino que alcanza las esferas de la política y hasta la filosofía. (Serra-no Sanz, 2011, 16)

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[La actual crisis] nos obliga a reflexionar sobre los valores en que se fundan las modernas sociedades, cuando menos en relación con la actividad económica. (Serrano Sanz, 2011, 21)

[Ella] está exigiendo, en nuestra opinión, meditar acerca de los valo-res que necesariamente deben informar la economía de mercado, tan a menudo olvidados, cuando no relegados o tratados con displicen-cia. (Serrano Sanz, 2011, 22)

Se ha dicho que esta es una crisis ética que se manifiesta en una crisis de dirección. (Serrano Sanz, 2011, 26)

Es preciso enderezar el rumbo de las sociedades modernas, volvien-do a poner en el centro de nuestros ideales la decencia, la honestidad y el sentido del deber, aquellos valores a los cuales los antiguos atri-buían la verdadera felicidad. (Serrano Sanz, 2011, 28)

Si hubiera que resumir en una sola idea el contenido de toda la lite-ratura que acabo de señalar, esta sería que el valor económico nece-sita ser integrado dentro del sistema general de valores de una socie-dad, porque no cobra sentido más que en relación a todos los otros. La filosofía del siglo XX ha llamado una y otra vez la atención, en particular Heidegger y toda la amplísima gama de pensadores por él influidos,  sobre  que  la  sociedad occidental,  probablemente por  vez primera en la historia de la humanidad, hizo una opción preferencial a partir del siglo XVIII por los valores instrumentales en detrimento de los valores intrínsecos (Wolin, 2003). A lo que parece, ese proceso se ha acelerado, hasta hacerse vertiginoso, desde finales de los años setenta, hasta el punto de que hoy es difícil hablar de cualquier va-lor sin que se intente cuantificar en unidades monetarias. La cuestión está, pues, en ver el modo como cabe articular valor y precio.

Valor y precio

No soy economista, pero sí me interesa mucho saber lo que los eco-nomistas han pensado a propósito de los valores, aunque solo sea porque esta no es una cuestión directamente económica sino filosó-

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fica. Tal es lo que desearía analizar, en sus líneas generales, en este epígrafe. En síntesis, la cuestión es la siguiente. En lo que cabe de-nominar la prehistoria de la ciencia económica, desde Aristóteles, pa-sando por los tratadistas escolásticos, a la época de Adam Smith, la economía fue una disciplina claramente implicada en valores, de tal modo que en ella no resultaba posible diferenciar con claridad los he-chos de las opciones de valor (Conill, 2004, 93-113). En Adam Smith y en todos los grandes autores de la escuela clásica, la precisión en el análisis de los hechos propiamente económicos adquirió un rigor incomparable con el de cualquier otra época anterior, pero aun así es evidente que sus juicios de hecho iban mezclados con clarísimas opciones de valor. Un ejemplo paradigmático de esto es lo que dice Smith, ya al comienzo de su tratado, a propósito de la relación entre trabajo y precio o valor de las cosas —labour is the real measure of the exchangeable value of all commodities (Smith, 1887, I, 30)—. Esto es lo que quiso enmendar la llamada escuela neoclásica, que claramente influida por el positivismo y sus derivaciones ulteriores, entre ellas el neokantismo alemán, hizo enormes esfuerzos por se-parar hechos de valores, los hechos propios de la ciencia económica pura, positiva o científica, de los valores en que tiene que implicarse la economía aplicada, la política económica y la gestión empresarial. Se trataría de dos mundos distintos entre sí y radicalmente separados, uno de los cuales, el primero, sería el propio del economista, y el otro el específico de empresarios, políticos y gestores. Así como en la fase anterior los tratadistas de cuestiones económicas eran conscientes de estar trabajando sobre el valor económico en tanto que valor (o sobre los bienes, que era el término entonces en uso), a partir de la escue-la neoclásica, por directa influencia del positivismo, la economía se dedica al estudio del valor económico, pero no en tanto que valor sino en tanto que hecho, ya que los hechos son lo único accesible al abordaje científico. La economía científica no se ocupa ya del valor económico en tanto que valor, sino del valor económico en tanto que hecho, es decir, del hecho del valor económico y de las leyes que lo rigen. Tal historia es la que quiero analizar con una cierta detención en esta segunda parte.

La primera respuesta, la más clásica, es la de quienes pensaron sobre temas económicos sin distinguir hechos y valores, debido, aun-

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que solo fuera, a que esta distinción entre hechos y valores es moder-na, hija del siglo XVII y del nacimiento de la ciencia experimental. Entonces es cuando el término «hecho» empezó a cobrar el sentido que nosotros le damos hoy. Y como consecuencia de ello fue tam-bién entonces cuando resultó posible diferenciar explícitamente y de modo tajante hechos de valores. Nada de extraño tiene, pues, que con anterioridad ambas dimensiones estuvieran mezcladas o caminaran indiscernidas. No es que no se pensara sobre el valor con anterioridad al siglo XVIII, es que no se le llamaba así, y menos se le contraponía a los hechos. Tanto estos, los hechos, como aquellos, los valores, se consideraban cualidades objetivas inherentes a las cosas, lo que en el caso del valor económico significaba que las cosas tenían un «valor real», y como consecuencia de ello también un «precio real», y que exigir por ellas más o menos de ese su valor objetivo, resultaba inco-rrecto e injusto. Para Adam Smith, el precio real de las cosas podía calcularse sumando el valor o precio de los diferentes elementos que intervienen en su elaboración, y por tanto los costes de producción. Es la llamada «teoría del coste», ya presente en los autores escolás-ticos y que en la época moderna llega, desde William Petty, a través de Cantillon, al propio Adam Smith. Ya al comienzo de su libro di-ferencia dos tipos de valor, el «valor de uso» del «valor de cambio», y como consecuencia de ello también dos tipos de precio, el «precio real» del «precio natural» de los productos. El primero es previo e independiente del mercado, y tiene que ver con la cantidad de trabajo necesaria para la producción de ese bien —«el trabajo es la medida real del valor de cambio de todas las mercancías» (Smith, 1887, I, 30)—. De  ahí  que  añada:  «El  trabajo  [...]  es  el  patrón  auténtico  y definitivo mediante el cual se puede estimar y comparar el valor de todas las mercancías en todo tiempo y lugar. Es su precio real; y el dinero es tan solo su precio nominal» (Smith, 1887, I, 33). Es la lla-mada «teoría del valor-trabajo» o «del coste», presente en todos los economistas clásicos, de Adam Smith a Karl Marx, es decir, los ante-riores a la revolución marginalista. El otro grupo, la segunda respues-ta, piensa que el valor es básicamente subjetivo, depende de los de-seos e intereses de las personas, con lo cual no es posible establecer algo así como el precio justo de algo, más allá del que fijan la oferta y la demanda en el mercado libre. Esta segunda es la llamada «teoría

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del valor subjetivo» o «de la utilidad», para la que el valor de cambio tiene su fundamento en el valor de uso, entendido aquí como la utili-dad de la cosa de que se trate; una utilidad que ahora se conceptúa no en sentido global sino marginal (único modo de explicar paradojas como la famosa formulada por Adam Smith al comienzo de su libro, sobre el valor de uso y el valor de cambio del agua y de los diaman-tes: Smith, 1887, I, 29). Así como los economistas clásicos fueron proclives a creer en la teoría objetiva del valor, la economía neoclási-ca, sobre todo a partir del marginalismo de finales del siglo XIX, ha elegido claramente esta segunda opinión.

La primera teoría, la objetivista, se ha llevado la parte del león en la historia del pensamiento económico. Para la escolástica las cosas tenían un valor propio o intrínseco, lo que Tomás de Aquino llamó va-lor rei, valor de la cosa. Esto quiere decir que el valor de uso lo con-cebían no como subjetivo sino como objetivo. A partir de ese valor es como habría que determinar su precio. De ahí la importancia que en toda ella tuvo el debate sobre el llamado iustum pretium, «precio justo». Este no era un punto, sino un espacio que admitía variaciones en más y en menos dentro de ciertos límites. El Codex justinianeo (4.44.4) regulaba las compraventas de acuerdo con el concepto de iustum pretium, lo que pasó al código de las Partidas (5.5.56) bajo el nombre de «derecho precio». Esto venía a identificarse con lo que Tomás de Aquino llamó en la cuestión 77 de la secunda secundae, el valor rei, al escribir: Et ideo si vel pretium excedat quantitatem valo-ris rei, vel e converso res excedat pretium, tolletur iustitiae aequali-tas (Tomás de Aquino, 1963, q. 77, a.1). De ahí que condenara la que denomina cupiditas lucri. Esa cupiditas, continuaba, terminum nescit sed in infinitum tendit. Y añadía que esto, iuste vituperatur (Tomás de Aquino, 1963, q. 77, a. 4).

No hay duda de que al escribir eso, Tomás de Aquino estaba pen-sando en Aristóteles, concretamente en los capítulos del libro prime-ro de la Política en que establece la distinción entre «economía» y «crematística». La primera se ocupa de la khrêsis, función o uso, es decir, del denominado «valor de uso» de las cosas, a diferencia de la crematística, cuyo objetivo es la gestión y el incremento del dinero. Aristóteles tiene una idea muy negativa de esta segunda disciplina, ya que «para ella no parece haber límite alguno de la riqueza y la

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propiedad» (Aristóteles, 1970b, Pol. I 9: 1257 a 1). Por eso añade que «una es natural y la otra no» (Aristóteles, 1970b, Pol I 9: 1257 a 4). «La crematística parece tener que ver sobre todo con el dinero, y su misión parece ser averiguar cómo se obtendrá la mayor abundan-cia de recursos, pues es un arte productivo de riqueza y recursos. Y, en efecto, la riqueza se considera muchas veces como abundancia de dinero porque este es el fin de la crematística y del comercio» (Aris-tóteles, 1970b, Pol I 9: 1257 b 5-10). La crematística «parece tener por objeto el dinero, ya que el dinero es el elemento y el término del cambio, y la riqueza resultante de esta crematística es ilimitada» (Aristóteles, 1970b, Pol I 9: 1257 b 23-4). Por contraposición, la eco-nomía doméstica «tiene un límite, pues su misión no es la adquisi-ción ilimitada de dinero» (Aristóteles, 1970b, Pol I 9: 1257 b 3º-31).

Los juicios que hace Aristóteles en los párrafos transcritos son cla-ramente valorativos. De hecho utiliza el término áxios, valor, como cuando escribe: «El dinero es algo desprovisto en sí mismo de valor, algo que no es natural, sino pura convención, ya que si se lo sustituye por otra moneda no vale nada ni es útil para nada necesario, y aun siendo rico en dinero, puede uno con frecuencia verse desprovisto del alimento necesario, y sin duda es una extraña riqueza esta que no impide que el que la posee en abundancia se muera de hambre, como cuentan de aquel famoso Midas a quien por su codiciosa peti-ción todo lo que tocaba se le convertía en oro» (Aristóteles, 1970b, Pol I 9: 1257 b 10-17). Aquí aparecen los términos áxios y khrêsis, valor y uso, que forman el llamado «valor de uso», del que se ocupa-ría la ciencia económica, en tanto que la crematística fija su interés en el dinero, que para Aristóteles tiene solo «valor de cambio». La búsqueda del dinero por el dinero, sin atender a su valor de uso, tiene para Aristóteles, y con él para toda la tradición, un sentido claramen-te negativo. Como lo tiene también el cobrar por el préstamo del di-nero, como si de algo con valor de uso se tratara. Eso es lo que toda la tradición entendió por «usura» (Aristóteles, 1970b, Pol I 10: 1258 b 1-4).

La economía, pues, no trata del valor de cambio sino del valor de uso. Lo cual permite comprender que por «precio justo» se entendie-ra en toda esta corriente, aquel que se corresponde o es apropiado al valor de uso. Este es el precio que la escolástica consideró «natural»

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y que Adam Smith llamó «real», el iustum pretium, que viene direc-tamente determinado por el valor rei o valor de uso. Por otra parte, el intercambio de bienes ha de efectuarse de acuerdo con el principio de igualdad, que es el propio de la justicia conmutativa, a la que Aristó-teles dedica un capítulo de la Ética a Nicómaco (Aristóteles, 1970a, E. N. V 4: 1131 b 26-1132 b 20). De lo que se concluye que será justo el trato en el que el valor de los bienes que se permutan sea igual. Y este valor se determina por su uso. Tal es el principio general que se utiliza para la determinación del precio justo.

La cuestión está, por tanto, en determinar cuál es el valor de uso de las cosas, aclarando cómo se calcula. Este es un punto de capi-tal importancia, que pocas veces se explica de modo correcto. Los juicios sobre las cuestiones económicas en general, y sobre el valor de uso en particular, no pertenecen al tipo de juicios conocidos en la lógica aristotélica y medieval como especulativos o apodícticos, sino que forman parte de los que Aristóteles llamó dialécticos, habi-da cuenta de que no se trata de cuestiones teóricas sino prácticas, ya que hay que determinar el valor de cada cosa concreta. Aristóteles dice expresamente que las decisiones de la economía son de este tipo, y que por tanto en ella debemos proceder no mediante «demostra-ción» sino a través del procedimiento llamado «deliberación», que no da verdades universales ni apodícticas, sino «opiniones» concre-tas de carácter «prudente». Y para que la deliberación sea correcta, es preciso que la lleven a cabo personas sabias, experimentadas y de buenas  costumbres,  prudentes. Quiere  esto  decir  que  no vale  la opinión de aquellos cuyo objetivo es la crematística, sino de quie-nes buscan respetar las reglas de la economía. Y que además, como nos movemos en el espacio propio de la probabilidad o de la opinión (dóxa), la prudencia exige tener en cuenta la opinión mayoritaria en ese tipo de cuestiones. Por tanto, el precio justo no es un precio fijo y universal, sino cambiante según las circunstancias de lugar, tiempo, etc. Los juicios sobre el precio justo son prudenciales, y de ahí la importancia de tener en cuenta la opinión de las personas entendidas, sabias y prudentes. A veces se acusa a la escolástica de mantener una doctrina cerrada sobre el precio justo, cuando ello no es verdad. Los tratadistas siempre tuvieron claro que este tipo de juicios son solo probables, no ciertos, y que el precio justo se identifica con el precio 

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prudente, entendiendo por este aquel que consideran correcto o justo la mayoría de las personas sensatas, sabias y prudentes en situacio-nes concretas. El precio prudente no pueden establecerlo más que las personas prudentes. Estas, como es obvio, habrán de tener en cuenta los costes de la producción de los bienes, así como la abundancia, la estimación, etc., y a partir de todos esos factores determinarán lo que es precio justo o prudente. En palabras de un moralista hispano de comienzos del siglo XIV, Martín Pérez, el proceso deliberativo para establecer el precio justo debe hacerse «segunt juizio de omnes bonos et temerosos de Dios et sabedores de tales cosas» (Hernando, 1981, 99). Juan de Matienzo, por su parte, lo expresa así: Justum cuiusque rei pretium, non ex cuiuslibet affectione, aut sumptu constat, sed ex communi hominum aestimatione perpenditur (Popescu, 1993, 77). Y Luis de Molina añade: «Cuánto deba aumentar o disminuir el precio al variar alguna de las circunstancias mencionadas, debe juzgarlo el criterio de los prudentes» (Molina, 1981, 172).

Entre estos hombres prudentes, buenos, temerosos de Dios y sabe-dores de tales cosas se encontraban en la Castilla del siglo XVI los teó-logos y moralistas de la llamada «escuela de Salamanca», que por ello mismo se ocuparon extensamente de la cuestión del precio justo de ar-tículos considerados de primera necesidad, como el trigo y el pan (Gó-mez Camacho, 1998). Para determinarlo tuvieron en cuenta los costes de producción. Si algo cuesta mucho producirlo, es lógico que valga más en unidades monetarias. Pero no pararon ahí en su razonamiento, y fueron conscientes de que había que incluir otros factores. Por ejem-plo, hay productos de gran utilidad y poco precio, habida cuenta de su abundancia, y otros de poca utilidad y elevado precio, debido a su escasez. Esto permite entender por qué el trigo subía exageradamente de precio en la Castilla del siglo XVI cuando la cosecha era mala, y bajaba en los años de producción elevada. Por tanto, la escasez es otro factor a tener en cuenta. Pero tampoco esto es suficiente. Otro elemen-to a considerar es algo tan subjetivo como la estimación que las perso-nas tienen por un determinado producto, es decir, el que les guste o no les guste, o el que lo estimen en mucho o en poco. Tomás de Aquino dice en la Suma Teologica que «iustum pretium rerum quandoque non est punctualiter determinatum, sed magis in quadam aestimatione con-sistit» (Tomás de Aquino, 1963, S.Th. 2-2, q. 77, a. 1 ad 1). El ejemplo

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clásico es el de las piedras preciosas, que son muy estimadas a pesar de que carecen de toda utilidad. Y aún hay más factores a tener en cuen-ta, como por ejemplo la cantidad de dinero circulante. Para determinar el precio justo o precio prudente, es preciso poner en valor todos es-tos factores. En palabras de Martín de Azpilicueta, el doctor navarro: «Pretium iustum rei est pretium pecuniarum, quo communiter aestima-tur res valere, tunc attenta intrínseca bonitate, et vendentis utilitate, loco, tempore, et copia vel defectu rerum illius generis, et emptorum, et venditorum earum, et modo vendendi eam, statutum a gobernatore loci, vel domino rei» (Muñoz, 2000, 79).

Es obvio que quienes mejor conocen los citados elementos de coste son los productores, los vendedores y, por supuesto, también los compradores. De ahí que en el establecimiento del precio justo la opinión de todos ellos sea de vital importancia. Es natural que los vendedores tiendan a sobreestimar el precio de su mercancía, y que los compradores lo subestimen. De ahí que un criterio prudente sea partir la diferencia y quedarse en el punto medio. Es la teoría del «regateo», que tanto interesó a los teólogos clásicos. Eso hizo que se distinguieran tres precios, que los escolásticos españoles del siglo XVI denominaron el riguroso o mayor, el medio o intermedio y el piadoso o menor. Entre ellos estaba la variabilidad aceptable de lo que cabe llamar «justo precio» o precio prudente. Fuera de esos lími-tes, tanto por más como por menos, el precio sería injusto por impru-dente. En palabras de Luis de Molina:

Así, por ejemplo, si el precio medio fuera cien, el riguroso será cien-to cinco y el piadoso noventa y cinco, de forma que, en este caso, el margen total del justo precio será diez, aunque a veces puede ser mayor o menor dicho margen, según la calidad de las cosas de que se trate y el uso que de ellas se haga. Sin embargo, si el precio medio del bien fuera diez, el justo precio riguroso será once u once y medio, siendo el piadoso ocho u ocho y medio. (Molina, 1981, 161)

El precio justo admite una cierta variabilidad, pero dentro de límites bastante estrictos, como intenta expresar Molina en el párrafo citado. Con ello se pretendía evitar algo que desdichadamente se daba en las épocas de crisis, por ejemplo en los años de mala cosecha cerealís-

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tica. Entonces el precio del trigo subía mucho más de lo que en las épocas normales se consideraba límite de variación normal. Para los tratadistas escolásticos, esto era lo que se denominaba técnicamente «especulación», algo por completo inmoral, habida cuenta de que al subir los precios, quienes no podían comprar el trigo eran los más pobres, que de ese modo sufrían las consecuencias de la crisis. La razón para considerar inmoral tal conducta estaba en que en situación de crisis no cabía regateo, habida cuenta de que el precio lo impo-nían solo los vendedores, ya que la necesidad perentoria obligaba a los compradores a la aceptación del precio del vendedor, so pena de verse privados de un bien necesario para su vida. La consecuencia es que se superaba con mucho el límite llamado riguroso. Para remediar esto era necesario tasar por ley el precio de los bienes básicos, en este caso del trigo. Así podía evitarse la especulación en las épocas de escasez. Pero este remedio no estaba exento de consecuencias nega-tivas, dado que la tasa resultaba claramente perjudicial para los pro-pios compradores en los años de buena cosecha. Por otra parte, como también penalizaba a los productores, desincentivaba el aumento de producción y de ese modo promovía la escasez que luego intentaba remediar. Ello explica la gran polémica que se libró entre los moralis-tas españoles del siglo XVI sobre la conveniencia o no de la tasa del grano (Gómez Camacho, 1998, 187-205).

Toda esta teoría se hallaba montada sobre el llamado criterio de equivalencia, que a su vez era una concreción del principio de jus-ticia conmutativa (Molina, 1981, 192). Hay intercambios de bienes que merecen con toda propiedad el calificativo de injustos, ya se trate de simples trueques o se utilice como elemento de mediación el dine-ro, la moneda. El mercado no es el único regulador del precio. Esta es la gran diferencia con la teoría económica posterior, sobre todo a partir de la tajante distinción entre hechos y valores en la escuela neoclásica. El criterio de equivalencia es un típico juicio de valor, que una economía científica, basada en hechos, no puede admitir. El objetivo de esta es el estudio de las leyes económicas, en especial las leyes del mercado. Esas leyes son las que son, y carece de sentido, al menos científico, calificarlas de justas o injustas. La justicia será muy importante en la vida humana, pero no tiene cabida en la teoría económica. El objetivo de esta es el valor económico, y analizado no

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en tanto que valor sino como hecho. La teoría económica se queda, por lo general, ahí. Pero es comprensible que al hacer abstracción de todo otro valor distinto del económico, promueva de algún modo la absolutización de este, que es lo típico de lo que Aristóteles denomi-naba crematística, y de lo que hoy suele llamarse el homo oeconomi-cus. Ya al final de su análisis del tema, escribe Aristóteles: «Algunos convierten en crematística todas las facultades, como si el producir dinero fuera el fin de todas ellas y todo tuviera que encaminarse a ese fin» (Aristóteles, 1970 b, Pol I 9: 1258 a 12-14). En la terminología que luego desarrollaremos, esto significa que el homo oeconomicus convierte lo que es solo un medio, el dinero, en fin, y por tanto lo que es mero valor instrumental, no solo lo transforma en valor intrínseco, sino en el valor intrínseco más importante, cuando no en el único.

Pero volvamos al tema del precio justo. Las cosas tienen por natu-raleza un valor interno o intrínseco que es su valor de uso. Adviértase que por valor interno o intrínseco no se entiende aquí lo que luego se ha llamado «valor intrínseco», de lo que habremos de ocuparnos más adelante, sino del valor de uso, que es una de las posibles denomina-ciones del «valor instrumental». Como luego veremos, los valores intrínsecos no se miden en unidades monetarias, en tanto que los ins-trumentales sí. Valor interno significa aquí, pues, valor instrumental o de uso de las cosas. Previendo la confusión descrita, escribe Luis de Molina: «El precio se considera justo o injusto no en base a la naturaleza de las cosas consideradas en sí mismas —lo que llevaría a valorarlas por su nobleza y perfección— sino en cuanto sirven a la utilidad humana, pues en esa medida las estiman los hombres y tie-nen un precio en el comercio y en los intercambios» (Molina, 1981, 167-8). El valor interno pertenece a la cosa, pero en tanto que resul-ta útil; por eso tiene carácter instrumental. Valor interno no significa aquí lo que luego se ha entendido por tal, sino valor instrumental o de uso. De ahí que pueda medirse en unidades monetarias y que sea la base del valor de cambio. Como este se funda necesariamente en aquel, tiene que haber entre ambos un principio de equivalencia. En caso  contrario,  la  transacción  debe  calificarse  de  injusta.  Esta  idea pasó a los economistas clásicos. No es un azar, por ejemplo, que Cantillon utilice en su Ensayo sobre la naturaleza del comercio en general (1730) la expresión intrinsic value, para referirse al coste de

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producción de una mercancía. El valor intrínseco de Cantillon viene a identificarse con lo que Adam Smith llamó el real price de las cosas (Smith, 1887, I, 29), que es distinto del precio de mercado o natural price  (donde «natural» significa lo contrario de «monopolístico») o también ordinary price, habida cuenta de que en este intervienen las preferencias subjetivas de los compradores, que pueden elevar el pre-cio por encima de ese valor supuestamente real, o disminuirlo por de-bajo de él. Cuando esto último sucede, es evidente que el productor pierde dinero, en la misma cuantía en que el adquirente lo gana; para los partidarios de la teoría del precio justo, el valor intrínseco o el precio real, el primero pierde y el segundo gana más de lo debido. Ni que decir tiene que ese precio justo, valor intrínseco o precio real de las cosas no es un punto fijo, sino un espacio de cierta amplitud, que permite variaciones hacia arriba o hacia abajo, según la abundancia del producto y otros factores concurrentes en el mercado. Esta idea de que las cosas tienen un valor objetivo o intrínseco llega hasta He-gel, quien en sus Principios de Filosofía del Derecho lo llama «valor específico» (Hegel, 1988, 128). El término de toda esta tradición se halla, sin duda alguna, en la obra de Karl Marx, cuyo concepto cen-tral es el de Wert, especialmente en su modalidad de Mehrwert, valor añadido o plusvalía. A partir de ese concepto, Marx creyó posible modificar  toda la  teoría económica, que según él habría estado mal construida por los economistas liberales clásicos. Marx se conside-ró legitimado para cambiar, a partir de un juicio de valor, las pro-posiciones de hecho de la ciencia económica. Esa confusión generó una reacción legítima, pero también extrema, que fue la propia de la llamada escuela neoclásica. Si en Marx se produce la fusión, que es más bien confusión, entre hechos y valores, la alternativa neoclási-ca propugnará su drástica separación. La economía debe construirse como una ciencia de hechos objetivos y verificables, dejando aparte cualquier tipo de juicio de valor, por definición emocional y subjeti-vo. Aquí terminó la teoría del precio justo, sustituida por la del precio corriente o precio de mercado.

Toda la doctrina económica antigua está dependiendo de una teo-ría filosófica que le sirve de base (Gracia, 2011, 12-17). Es la teoría que hace de los valores cualidades inherentes a las cosas. No se trata solo o principalmente del valor económico o del precio, que tiene

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carácter meramente instrumental, sino de los llamados valores intrín-secos: el valor estético, lo bello; el valor moral, lo bueno; el valor biológico, lo sano, lo vivo; el valor jurídico, lo justo; el valor religio-so, lo santo; etc. Como se trata de cualidades objetivas, se imponen a todo ser humano, de forma que quien no las vea como tales o no las acepte, estará tomando decisiones erróneas, actuando incorrectamen-te, y por tanto tendrá que ser reconvenido o castigado. Eso es lo que permite entender por qué esas sociedades no pudieron nunca admitir el pluralismo. Pluralismo es siempre pluralismo de valores, y la tesis imperante, que ya expuso Platón en el Timeo (Platón, 2010, Tim 86 e), es que quien no ve los valores correctos es, o bien por un trastorno de su primera naturaleza, es decir, por enfermedad mental, o bien por un trastorno de la llamada segunda naturaleza, esto es, por un defec-to en su educación. En ambos casos debe ser reconducido al orden. Esa es la función del gobernante, tutelar los valores de la sociedad y de las personas que forman parte de ella. Como Platón expone en la República, el libro de cabecera de todos los teóricos y prácticos de la política hasta la aparición del contractualismo moderno, el rector de la sociedad debe ser quien más claramente vea el mundo de los valores,  por  tanto  el  filósofo,  a  fin  de  que  luego,  en  su  calidad  de gobernante, pueda ordenarla según ellos. Esta ordenación de la vida práctica a los valores objetivos no puede hacerse de modo estricta y mecánicamente deductivo, como con frecuencia se da por supuesto, sino mediante la aplicación de una lógica peculiar, la propia del ra-zonamiento práctico, que Aristóteles describe con toda precisión, y cuyo instrumento principal no son los argumentos apodícticos, sin cabida en este orden, sino los dialécticos. De ahí la importancia que adquieren conceptos como los de opinión, probabilidad, plausibili-dad, deliberación y prudencia.

Se comprende, en cualquier caso, que en los siglos modernos fue-ra necesario poner a punto una teoría del valor alternativa a esa. La escisión religiosa ocurrida a partir de 1517 intentó resolverse me-diante la fuerza, es decir, siguiendo el procedimiento antiguo, pero al no ser ello posible se impuso la «tolerancia» de aquellos valores que uno no compartía, pero que se veía obligado a respetar. Fue el co-mienzo de lo que ha dado en llamarse «pluralismo», la coexistencia en la sociedad de múltiples códigos de valor. Las opciones de valor,

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lo mismo que las creencias, empiezan a verse ahora como no raciona-les (porque se parte del supuesto de que si lo fueran, tales juicios no pertenecerían ya al orden de los valores sino de los hechos, y además serían más objetivos y por ello mismo similares o idénticos en todos los seres humanos, cosa que no sucede). Y como tales opciones no son racionales, sino que se hallan propiciadas en gran medida por factores tales como los sentimientos, las emociones, las tradiciones, las esperanzas, las fantasías y los deseos, resulta que carece de toda lógica ponerse a discutir sobre ellas. Frente a la beligerancia antigua, la actitud moderna propugna el respeto, la aceptación de la diferen-cia, pero nada más. Discutir sobre cuestiones de valor empieza a te-nerse por falta de educación o, peor aún, por invasión indebida de la intimidad de otra persona. Eso en el orden de la vida privada. En el de la pública, la consigna ha de ser la «neutralidad», ya que el Estado no puede optar por alguno de esos valores en detrimento de los de-más, toda vez que esto sería volver a las andadas.

La idea de la no racionalidad de las cuestiones de valor vino pro-piciada por el emotivismo de finales del siglo XVII y del siglo XVIII. El emotivismo suele tener mala prensa entre nosotros, pero fue un movimiento de enorme importancia. Por lo pronto, sirvió para rei-vindicar el papel fundamental de las emociones en la mente humana. Hasta entonces su función había sido tenida por fundamentalmente negativa. Más que de emociones se hablaba de pasiones. En la psi-cología aristotélica hay dos facultades básicas, el noûs o intellectus y la órexis o appetitus. El apetito puede estar gobernado por los sen-tidos, tanto internos como externos, dando lugar a los pathémata o passiones. Si, por el contrario, se pone al servicio de la inteligencia, es decir, si en vez de lo que los escolásticos llamaron appetitus sen-sitivus es un appetitus intellectivus, entonces se denomina voluntas. Con lo cual resulta que hay dos facultades superiores, la inteligencia y la voluntad, y otra inferior y negativa, los sentimientos, o más pre-cisamente las pasiones. Este es el esquema clásico, el que imperó en toda la Edad Media e incluso en los comienzos del mundo moderno. Hay que esperar al siglo XVII para que las cosas empiecen a cambiar y la vida emocional pase a ocupar un puesto en la estructura psíqui-ca superior del ser humano, parangonable con el de la inteligencia y la voluntad. Esto se advierte ya en el Tratado de las pasiones, de

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Descartes, y en la Ethica de Spinoza. Pero van a ser los emotivistas británicos, Shaftesbury, Hutcheson, Hume y el propio Adam Smith, quienes reivindicarán el mundo emocional con más fuerza. Pensemos en un valor, la belleza. La teoría clásica había identificado siempre la belleza con algo distinto de ella misma. Así, lo bello era lo ordenado, o lo inteligible, o lo armónico, o lo natural, o lo útil, etc. Los emoti-vistas británicos fueron de los primeros en pensar que hay cosas be-llas que no son inteligibles, ni ordenadas, ni naturales, ni armónicas, sino simplemente bellas; es más, para saber lo que es la belleza, con-viene fijarse en esas cualidades que son simplemente bellas y nada más, que nos parecen bellas «desinteresadamente» (Shaftesbury, 1995, 165; Hutcheson, 1992). La belleza es una cualidad de las cosas que aprehendemos a través de un sentido peculiar, lo mismo que el color se nos actualiza por la vista. Eso es lo que los citados autores denominaron «sentido estético», «sentido moral», etc. (Shaftesbury, 1997; Hutcheson, 1999). Como no son sentidos como los otros, los denominaron «sentidos internos», y su característica más propia era su carácter emocional (Shaftesbury, 1995). Los sentimientos son ana-lizadores de la realidad, nos actualizan cualidades suyas, lo mismo que los sentidos. Ni que decir tiene que esas cualidades son las que denominamos valores.

Para los emotivistas clásicos, Shaftesbury, Hutcheson, Hume, Adam Smith, estas cualidades de valor que aprehendemos por vía emocional  no  tienen  carácter  «objetivo»,  como  afirmaba  la  teoría antigua, pero sí «intrínseco». Esta es una distinción fundamental y fuente de innúmeras confusiones. El calificativo de intrínseco es fácil de entender aplicado a la teoría objetivista, ya que en ella los valores se conciben como realidades, al modo de las ideas platónicas, o al menos como cualidades inherentes o intrínsecas de las cosas. Ahora bien, cuando se dice que los valores son el resultado de la actividad emocional  de  los  seres  humanos,  resulta  difícil  afirmar  algo  como intrínseco. ¿No se trata de una contradicción en los términos? Lo es, obviamente, si el término intrínseco se toma en el sentido de la teoría objetivista, pero no lo es si con él quiere significarse algo distinto. Y esto es lo que, en efecto, sucede. Por valor intrínseco se entiende aho-ra, no el objetivo o real en el sentido explicado, sino aquella cualidad que es valiosa por sí misma, sin referencia a otra u otras. Esto es lo

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que significa el «desinteresadamente» de Shaftesbury. Esa condición la tienen las cualidades de valor que cabe llamar primarias, ya que no dependen ni son reductibles a otras cualidades distintas de ellas mismas. El filósofo Moore se preguntaba a comienzos del siglo XX: «What things have intrinsic value, and in what degrees?» Y respon-día del siguiente modo: «In order to arrive at a correct decision on the first part of this question, it is necessary to consider what things are such that, if they existed by themselves, in absolute isolation, we should yet judge their existence to be good» (Moore, 1903, 190). Que las cualidades de valor sean intrínsecas quiere decir que valen por sí mismas, no por relación a otras cosas distintas de ellas. Ya lo hemos visto a propósito de la belleza. Lo que es bello es bello y nada más, desinteresadamente. No lo es por otra cosa sino por sí mismo, en sí; kath’ autó, decían los griegos. La belleza vale por sí misma. Hay que esperar a un personaje llamado Jeremy Bentham para que esto co-mience a verse de otro modo. Como es bien sabido, Bentham fue el padre del utilitarismo. Él no entendía por utilidad lo que hoy es usual, a saber, la razón coste/beneficio y, por tanto, la eficiencia. Para él la utilidad era un sentimiento, el que llevaba a maximizar el placer y minimizar el dolor, y por tanto a buscar la mayor felicidad para el mayor número. En contra de los emotivistas previos, pensaba que ese sentimiento era el radical, el último, y que todos los demás, simpatía, benevolencia, compasión, etc., podían reducirse a él. Todos ellos se-rían el resultado de maximizar utilidades, aunque hasta Bentham na-die se hubiera dado cuenta de ello. Lo que Bentham hace, por tanto, es eliminar el «desinteresadamente». Todo está regido por el interés, y en consecuencia por el cálculo. Y es que la utilidad, por más que sea un sentimiento y tenga origen emocional, permite el cálculo, la cuantificación; por tanto, no es completamente irracional. Habría que decir que es emocional, pero no solo emocional; es también racional. En cuanto que emocional nos lleva a valorar las cosas; pero en tanto que racional las pone al servicio del cálculo de utilidades (Bentham, 1996, 11-16). Esto significa que  los valores en Bentham pierden el carácter de valores intrínsecos o valores en sí, para convertirse en puros valores instrumentales. Todo es instrumento o está supeditado al cálculo felicitante o cálculo de utilidades y tiene carácter instru-mental respecto de él. Bentham tiene clara conciencia de que esta es

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su gran aportación. Lo otro, lo dicho por los emotivistas, eran puras vaguedades románticas. Ahora los valores se pueden contar y medir, cuantificar. Y como el patrón y modelo de valores instrumentales es el valor económico, resulta que todos los valores pueden expresarse en unidades monetarias. No hay más que valores instrumentales, y su unidad de medida es el precio. Tanto valoras una cosa cuanto es-tás dispuesto a pagar por ella. A partir de la época de Bentham, gran parte de la filosofía y de la cultura popular han aceptado sin discusión la tesis de que no hay más valores que los instrumentales. Los valo-res intrínsecos, de existir, son puramente subjetivos e irracionales, y sobre  ellos  no  cabe  cuantificación,  ni  incluso  es  posible  el  diálogo racional. Tendremos que respetarlos, aunque solo sea por educación, o por estética, pero desde luego no cabe argumentar sobre ellos. «So-bre gustos no hay nada escrito», dirá el refrán popular.

El positivismo de Comte dio un paso más en esta misma direc-ción, al distinguir tajantemente entre hecho y valor. Los hechos, so-bre todo los hechos positivos, son objetivos y racionales, en tanto que los valores son subjetivos e irracionales. Comte entendió por hecho el hecho científico,  en  el  sentido  restrictivo propio de  las  llamadas ciencias de la naturaleza. Él era un matemático, y como todas las personas de su época estaba fascinado por la mecánica newtoniana y la versión que de ella había dado su colega Laplace. Eso era cien-cia, y a eso se refería Comte cuando hablaba de «hecho positivo». Hay que ordenar la humanidad en torno a la idea de hecho, entendido como hecho científico o hecho positivo. Los valores, que son los que habían venido guiando la historia de la humanidad en las que él lla-ma etapas mítica y especulativa, en esta nueva que ahora comienza, la definitiva, la etapa científica, deben quedar eliminados. El mundo y la sociedad han de establecerse sobre el régimen de los hechos y solo sobre él. Lo que no es científico, no interesa. Y los valores solo interesan en cuanto pueden ser objeto de ciencia, es decir, en la me-dida en que puedan ser tratados como hechos. Comte se dio cuenta de que esto era posible. Nos guste o no, los seres humanos tenemos sentimientos, y a través de ellos valoramos las cosas. Por tanto, los valores «son un hecho», si bien distinto de los hechos de la ciencia natural. Es un hecho que las personas tienen valores estéticos, reli-giosos, políticos, económicos, etc. Los valores en tanto que valores

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no son racionales, ni pueden ser objeto de análisis científico. Pero sí es posible estudiar científicamente el hecho de los valores, por tan-to, las opciones de valor de los seres humanos. Se puede hacer una encuesta sociológica sobre la distribución de las creencias religiosas entre los ciudadanos de Madrid, o de su poder económico, etc. Este es el origen de las llamadas ciencias sociales, o ciencias del espíritu, o ciencias de la cultura, o ciencias morales y políticas. Su objetivo es estudiar hechos, no valores; o mejor, no estudian los valores en tanto que valores, sino los valores en tanto que hechos. Es un paso más en la línea abierta por Bentham. Porque procediendo así, subrepticia-mente se desliza la idea de que todos los valores son instrumentales, que no existen valores intrínsecos o valores en sí, y que por tanto todos han de obedecer al principio de utilidad y cuantificarse en fun-ción suya. Es lo que cabe llamar la economía del valor, el criterio imperante en las ciencias morales y políticas a partir de entonces.

De este modo se consuma la dicotomía hechos y valores, facts and values, en la terminología anglosajona. La ciencia no puede es-tudiar los valores en tanto que valores, sino solo los valores en tanto que hechos, el hecho de los valores. Por consiguiente, la ciencia tiene que ser wertfrei, dirán los neokantianos alemanes, o value free, repe-tirán sus colegas ingleses. Como escribió Max Weber en su conferen-cia La ciencia como vocación, «si alguien pregunta que por qué no se pueden tratar en el aula los problemas de este segundo género hay que responderle que por la simple razón de que no está en las aulas el puesto del demagogo o del profeta» (Weber, 1969, 213).

En las décadas finales del siglo XIX la polémica de los valores se extendió a todas las ciencias sociales. Todas ellas, por influencia del positivismo, quisieron ser value free, y como clásicamente no se ha-bía pensado así, sino más bien lo contrario, hubo que hacer un enor-me esfuerzo de purificación del legado científico de cada una, habida cuenta de que estaba contaminado por cuestiones de valor y, más al fondo, por asuntos morales. Esto pasó en sociología (Lamo de Espi-nosa, González García y Torres Albelo, 1994, 83-107), y pasó tam-bién en economía (Conill, 2004, 114-120; Cortina y Pereira, 2009, 9-10). El resultado fue el nacimiento de la que primero se llamó en inglés value-free economics, en alemán wertfrei Ökonomie, y que luego ha dado en denominarse «economía positiva», por oposición

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a la «economía normativa». Los economistas positivos empezaron a enfrentar críticamente su propio pasado, habida cuenta de la falta de claridad de la economía clásica en la distinción entre hecho y valor. El propio Adam Smith, el gran ídolo de la disciplina, se habría de-jado llevar en sus razonamientos, con cierta frecuencia, por influen-cias morales. Así, su análisis del papel del trabajo en el precio de las mercancías. No digamos Carlos Marx, que habría sido el modelo paradigmático de pensador, y si se quiere de economista, en el que las cuestiones de valor se mezclaron con los juicios de hecho hasta formar una maraña inextricable.

Todo esto trató de purificarlo la llamada economía neoclásica. En Viena, Carl Menger inició la llamada Methodenstreit el año 1883, con sus Untersuchungen über die Methode der Sozialwissenschaften und der politischen Ökonomie insbesondere (Menger, 2007). Su tesis fue que la economía tenía que constituirse como una ciencia pura, axiomá-tica y autónoma, siguiendo el método propio de las ciencias naturales (Menger, 1976, 47). La economía trata de bienes, los bienes económi-cos, y los llamados valores no son para Menger otra cosa que la impor-tancia de esos bienes para la satisfacción de nuestras necesidades.

El valor no es algo inherente a los bienes, ni una propiedad suya sino simplemente la importancia que atribuimos a la satisfacción de nuestras necesidades, y por tanto a nuestras vidas y su bienestar, y que por consiguiente se aplica a los bienes económicos como causas exclusivas de la satisfacción de nuestras necesidades. En consecuen-cia, es evidente por qué solo los bienes económicos tienen valor para nosotros, en tanto que los bienes sujetos a la relación cuantitativa responsable de su condición no-económica, carecen de valor en ab-soluto. (Menger, 1976, 116)

En cuanto un bien existe en mayor cantidad que la necesaria para satisfacer nuestras necesidades, el exceso carece de valor económico y, para Menger, de valor en absoluto. Se comprende que tal modo de pensar disparara la polémica con la escuela de economía históri-ca alemana, especialmente con Gustav von Schmoller, para quien la función de la economía era irrenunciablemente ética y política, de modo que no cabía descoyuntar la realidad económica en hechos, por

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un lado, y valores, por otro. Y por valores se entendía ahora una pro-piedad o cualidad de las cosas previa a su condición de bienes eco-nómicos e independiente de ella, como es el caso, concretamente, del valor justicia. De ahí que esta ciencia se llamara, precisamente, «eco-nomía política»: se trataba de una disciplina científica cuyo principio inspirador había de ser el valor de la justicia (Schmoller, 2007). Así lo expresa Schmoller en su trabajo Volkswirtschaftslehre, publicado en la tercera edición del Handwörterbuch der Staatswissenschaften (Schmoller, 1911, 426-501), que fue el motivo de que el Verein für Sozialpolitik organizara un debate sobre los juicios de valor en enero de 1914. Precisamente para esta reunión preparó Max Weber a finales de 1913 la primera versión de su famoso texto Der Sinn der «Wert-freiheit» der soziologischen und ökonomischen Wissenschaften, que más tarde, en versión definitiva, apareció en 1917 en la revista Logos (Weber, 1917), y al que luego habremos de referirnos.

En el mundo anglosajón se considera a Alfred Marshall el funda-dor de la economía neoclásica, dado su interés en introducir la pre-cisión matemática, tan propia de las ciencias naturales, en su gran tratado de economía, los Principles of Economics, de 1890. Aunque Marshall fue siempre una persona enormemente interesada por la éti-ca y por la filosofía y nunca quiso romper con la escuela clásica que integraba hechos y valores, puso todo su esfuerzo en distinguir ambos campos tajantemente, evitando cualquier tipo de mezcla o confusión. Dado su interés en este asunto, quiso dejarlo claramente dicho ya al comienzo del libro, en el prefacio a la primera edición: «function of the science is to collect, arrange and analyse economic facts, and to apply the knowledge, gained by observation and experience, in de-termining what are likely to be the immediate and ultimate effects of various groups of causes; and it is held that the Laws of Economics are statements of tendencies expressed in the indicative mood, and not ethical precepts in the imperative». La ciencia es descriptiva y utiliza el indicativo, no prescriptiva y formulada en imperativo. Es ciertamente posible, añade, hacer girar la ciencia económica alre-dedor de un «hombre económico» ajeno a la ética e interesado solo por la ganancia pecuniaria puramente egoísta. Pero en el ser humano existen otros móviles, como el afecto familiar, por los que se llevan a cabo acciones económicas no egoístas. Y una vez incluido tal móvil,

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¿por qué no otros motivos altruistas que se dan siempre y en todos los seres humanos? Marshall afirma que su objetivo ha sido  incluir todos aquellos motivos que influyen en la vida normal de los indivi-duos de las sociedades industriales, sin excluir ninguno por el hecho de que tenga carácter altruista. Su tesis es que no pueden confundirse los business-like city men con la gente ordinaria, por más que entre ambos se den todo tipo de gradaciones y que por tanto quepa hablar de un «principio de continuidad» entre ellos. Esa continuidad se da también entre los normal values de estos segundos y los que Marshall llama «current» or «market» or «occasional» values de aquellos. Es-tos últimos son los valores en los que las circunstancias del momento ejercen una influencia preponderante, en tanto que los valores norma-les son los que acaban imponiéndose en una sociedad, en cuanto las condiciones económicas lo permiten. Los primeros varían en horas, en tanto que el tiempo de los segundos es de siglos. Y lo que en un problema es corto periodo, en otro es muy largo.

Bien se ve que Marshall intenta mediar en la polémica entre Men-ger y von Schmoller, a través de su famoso principio de continuidad. La economía debe ser una ciencia positiva, pero a la vez necesita estar atenta a los valores del hombre normal. Pero un año después de publi-cado el libro de Marshall, apareció otro, este de John Neville Keynes, el padre de John Meynard Keynes, titulado The Scope and Method of Political Economy. Por más que ambos fueran amigos, o al menos co-nocidos, su talante era muy distinto. Con Keynes entra de lleno en eco-nomía la distinción entre hechos económicos y valores. Los primeros son para él el objetivo propio de la ciencia de la economía o economía política. Los segundos no constituyen una ciencia sino un arte, donde ya no hay principios fijos ni leyes estrictas, sino reglas prudenciales de comportamiento. La tesis de Keynes es que ambos mundos son nece-sarios, pero que confundirlos lleva a errores fatales. Y el único cientí-fico es el primero, el propio de los hechos. Para este reserva el nombre de economía positiva, en tanto que al segundo lo denomina economía aplicada. Como Marshall, Keynes estuvo muy interesado por la ética. Pero en el intento por hacer de la economía una ciencia al modo de la matemática y la física, como él reconoce explícitamente, se ve obliga-do a relegar la ética al orden de la economía aplicada. Por otra parte, lo que Keynes entiende por ética queda claro por su proximidad ideoló-

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gica con Sidgwick: se trata del utilitarismo. Con ello quiero decir que entiende los valores siempre como instrumentales.

El objetivo del libro de Keynes es aclarar algo que, según su au-tor, resulta confuso: el método de la ciencia económica, es decir, la naturaleza de las leyes económicas, distinguiendo con claridad dos niveles, el real y el ideal, what is de what ought to be (Keynes, 1999, 8). Acto seguido, Keynes divide a los economistas en dos grupos, el de quienes entienden su ciencia como positiva, abstracta y deductiva, y quienes la ven como ética, realista e inductiva. Keynes opta deci-didamente por aquellos (Keynes, 1999, 11). Lo primero da lugar a lo que llama Political Economy, en tanto que lo segundo se ocupa de las applications to practice. Y añade:

La función de la economía política es investigar hechos y descubrir verdades sobre ellos, no prescribir reglas de vida. Las leyes económi-cas son teoremas sobre hechos, no preceptos prácticos. La economía política es, en otras palabras, una ciencia, no un arte o un comparti-mento de la investigación ética. Se la describe como permaneciendo neutral entre esquemas sociales rivales. Provee información sobre las probables consecuencias de los cursos de acción establecidos, pero no lleva a cabo juicios morales, ni se pronuncia sobre lo que debe o no debe ser. Al mismo tiempo, se asigna el valor más elevado a las aplicaciones prácticas de la ciencia económica, y se acepta que el economista debe prestarles su atención, pero no en su condición de puro economista sino como filósofo social que, por su condición de economista, se halla en posesión del necesario conocimiento teórico. Es evidente que si se establece tal distinción, los aspectos éticos y sociales de los problemas prácticos, que pueden ser de vital impor-tancia, es menos probable que resulten desatendidos o subordinados. (Keynes, 1999, 12-13)

La economía es, por tanto, una ciencia estricta de hechos, que esta-blece leyes y teorías como cualquier otra, al margen de consideracio-nes prácticas, normativa o éticas. La economía estudia solo al homo oeconomicus, dice Keynes, cuyas actividades están determinadas de modo exclusivo por el deseo de riqueza. No es posible una oposición más frontal a lo dicho por Marshall un año antes.

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Hay que reconocer que otros motivos distintos del deseo de riqueza puedan operar en varias ocasiones en la determinación de las activi-dades económicas de los seres humanos. Sin embargo, estos, en prin-cipio, han de relegarse completamente, ya que su influencia es irre-gular, incierta y caprichosa. Sobre estos fundamentos, se argumenta que la abstracción por la que la ciencia toma como su principal sujeto al «hombre económico», cuyas actividades están exclusivamente de-terminadas por el deseo de riqueza, es a la vez legítima y necesaria, y encuentra una justificación complementaria en la analogía con la ma-temática y la física, ya que estas se basan en abstracciones análogas. (Keynes, 1999, 14)

Habría que preguntarse si tales abstracciones no suponen ya una op-ción de valor, esa que el propio Keynes califica de «neutral». Algo que necesitaría de cierta mayor justificación. Keynes describe, no sin cierta ironía, los caracteres de la «escuela alemana» en los siguientes términos:

Esa escuela se califica explícitamente a sí misma de ética; concibe la economía política como poseída de un alto objetivo ético y respon-sable de los más importantes problemas de la vida humana. La cien-cia económica no tiene por objeto solo el clarificar los motivos que generan la actividad económica, sino que además debe ponderar y comparar sus méritos morales. Es necesario establecer un criterio so-bre la producción correcta y la distribución de la riqueza tal, que las exigencias de la justicia y la moralidad queden satisfechas. Se debe proyectar un ideal de desarrollo económico que tenga en cuenta la vida intelectual y moral tanto como la meramente material. Y deben discutirse las vías y los medios, tales como el exigir motivos correc-tos, promover saludables costumbres y hábitos de vida, así como la intervención directa del Estado, a fin de que ese ideal pueda llevarse a cabo. (Keynes, 1999, 17)

Keynes considera este enfoque de la escuela histórica alemana des-mesurado, excesivo. Lo importante es hacer de la economía una cien-cia positiva como todas las demás, y por tanto exacta, con leyes que se cumplan taxativamente. Este fue el ideal de la escuela neoclásica.

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Lo demás es muy importante, pero debe verse como ajeno a la cien-cia económica:

Si el arte intenta solucionar completamente los problemas prácticos, necesita por necesidad ser en muchos aspectos no económico en su carácter, y su objetivo se vuelve vago y mal definido. Puede, pues, objetarse que en el intento de formular un arte de la economía, que debe abandonar por completo la pretensión de reglas absolutas para la regulación de la conducta humana, los economistas buscan ocupar un espacio demasiado amplio, formando un cuerpo de doctrina eco-nómica que es en realidad mucho más que económica, y que no tiene ninguna ventaja separar de la política general y de la filosofía social. (Keynes, 1999, 30-31)

La distinción entre una economía positiva y otra economía norma-tiva  recibió nuevo  impulso en  la Alemania finisecular por obra del movimiento filosófico neokantiano, sobre todo en su versión baden-se. Windelband definió dos  tipos distintos de  ciencias,  las nomoté-ticas y  las  idiográficas. Las primeras  se hallan paradigmáticamente representadas por la matemática y la física, es decir, por las ciencias llamadas naturales, en tanto que las segundas son las que estudian las cuestiones de valor. Lo que Keynes llamaba economía científica pertenecería al primer grupo, en tanto que la economía aplicada o normativa formaría parte del segundo. Una trata con hechos y otra con valores.

De la escuela neokantiana alemana tomó esa distinción Max We-ber, quien convirtió en canónica la tesis de que la ciencia, incluso la ciencia social, debía hallarse libre de valores, de modo que no pudiera analizar los valores más que como hechos y no en tanto que valores, en un famoso artículo publicado el año 1917 y que lleva por título «Der Sinn der “Wertfreiheit” der soziologischen und ökonomischen Wissenschaften» (Weber, 1917; Massimilla, 2011). La influencia de este autor es claramente perceptible en economistas posteriores a esa fecha, cual es el caso de Lionel Robbins, quien el año 1932 publicó su Essay on the Nature and Significance of Economic Science. En el prólogo de la segunda edición, fechado en mayo de 1935, señala que «tales juicios [los de valor y no de hecho] rebasan los límites de 

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la ciencia positiva» (Robbins, 1945, vii). La ciencia económica se ocupa de hechos y nada más que de hechos; es wertfrei, o value-free. «El análisis económico es wertfrei en el sentido weberiano», escribe Robbins (Robbins, 1945, 91). Otra cosa es que el economista, como persona, como ciudadano, deba limitarse a eso. Robbins cree que no, y protesta en el prólogo a la segunda edición cuando sus críticos le atribuyen tal cosa.

Se ha sostenido que, porque intenté delimitar claramente el ámbito de la Economía frente a otras ciencias y el de la Economía frente a la filosofía moral, recomendé, por tanto, que el economista se abstu-viera de todo interés o actividad fuera de su materia. Se ha dicho [...] que yo adelanté que el economista no debería participar en la formu-lación de la política del país, fuera de hacer un diagnóstico muy reca-tado y discreto de las consecuencias de las posibles medidas a tomar [...] Pero sí sostengo que dije precisamente lo contrario, y, según creí, de la manera más enfática [...] En el capítulo vi, § 4, dije: «Lo ante-rior no significa que los economistas no debieran pronunciarse sobre cuestiones éticas, como tampoco el decir que la botánica no es la estética significa que los botánicos no deben opinar sobre la traza de los jardines. Por el contrario, es muy de desear que los economistas hayan especulado mucho sobre estos asuntos, pues solo así podrán apreciar  las  consecuencias de determinados fines de  los  problemas que se les sometan». (Robbins, 1945, viii-ix)

La economía se ocupa de los «medios», no de los «fines» de nuestras acciones, que para él son por completo ajenos a ella. Así, escribe:

A la Ciencia Económica, como hemos visto, le concierne el aspecto de la conducta que proviene de la escasez de medios para lograr de-terminados fines. Se deduce que la economía es enteramente neutral frente a los fines y que la consecución de un fin cualquiera, en la me-dida en que dependa de la limitación de medios, es una cuestión que interesa al economista. Los fines como tales no interesan a la Econo-mía. Supone que los seres humanos los tienen, en el sentido de que tienen tendencias que pueden definirse y comprenderse, de modo que se pregunta [la ciencia económica] cómo la escasez de medios condi-

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ciona el progreso hacia sus objetivos, cómo la disposición de medios escasos depende de estas valoraciones finales. (Robbins, 1945, 24)

De ahí su tesis de que «la Economía no puede concebirse como la Ética o la Estética, es decir, como disciplinas que estudian los fines en sí mismos» (Robbins, 1945, 32). Donde Robbins pone fines en-tiéndase valores, y se comprenderá por qué buena parte de la econo-mía del siglo XX se ha construido como disciplina libre de valores, siguiendo el modelo, a la postre positivista, de Weber. «La Economía es neutral por lo que se refiere a los fines; no puede pronunciar una sola palabra acerca de la validez de los juicios finales de valor» (Rob-bins, 1945, 147; cf. 147-151). Casi al final del libro, Robbins escribe en nota: «Me parece que sobre todas estas cuestiones las aclaracio-nes de Max Weber son completamente definitivas. Es más, confieso que soy completamente incapaz de entender cómo podría ponerse en duda esta parte de la metodología de Max Weber» (Robbins, 1945, 148; cf. xi-xii). Conviene también recordar que Robbins fue quien llevó a Friedrich A. von Hayek a la London School of Economics y quien lideró los debates de esta con la escuela económica de Cam-bridge.

Una teoría filosófica que ha tenido especial incidencia en el ámbi-to cultural norteamericano ha sido la de John Dewey. Es bien sabido que de los fundadores del movimiento pragmatista, John Dewey fue el más preocupado por el tema del valor. De hecho, le dedicó múlti-ples trabajos. Para él más que del valor debe hablarse de la valora-ción, que tiene carácter siempre instrumental, ya que busca satisfa-cer necesidades (Dewey, 2008). Por esta razón cabe definirla como el resultado de multiplicar la «probabilidad» de satisfacerla, que es perfectamente objetiva, por la «preferencia», que es por completo subjetiva y en gran medida emocional. El resultado de esto dará el «coste» o «valor» de la decisión, medido en términos de oportunidad. Esto es lo que ha pasado a la llamada teoría de la elección racional, y con ella al conjunto de las ciencias sociales, incluida la economía. Ni que decir tiene que así concebidos los valores, todos tienen carácter meramente instrumental.

La teoría de la elección racional se ha convertido en elemento bá-sico de la metodología económica positiva a partir de mediados del

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siglo XX. Un buen ejemplo de ello lo constituye la obra de Milton Friedman. Su famoso trabajo de 1953, «La metodología de la econo-mía positiva», comienza con estas palabras:

En su admirable libro sobre El objeto y el método de la economía política, John Neville Keynes distingue entre «una ciencia positiva, un cuerpo de conocimiento sistematizado concerniente a lo que es; y una ciencia normativa y ordenadora, un cuerpo de conocimiento sis-tematizado que discute los criterios sobre lo que debe ser; un arte, un sistema de reglas para la consecución de un fin dado», y puntualiza que «la confusión entre ellas es corriente y ha sido la fuente de mu-chos errores perjudiciales», señalando con insistencia la importancia de «admitir una ciencia positiva independiente de la economía políti-ca». (Friedman, 1970a, 3)

Ni que decir tiene que Friedman quiere dedicar su esfuerzo a hacer de la economía una ciencia positiva, independiente por completo de la parte normativa. Casi al comienzo de su artículo, afirma: «La eco-nomía positiva es en principio independiente de cualquier posición ética particular o de juicios normativos». Lo que él pretende aportar y aplicar a la economía positiva son los nuevos métodos puestos a punto por la matemática y la filosofía de la ciencia. De la matemática recibe Friedman, sobre todo a través de Leonard Jimmie Savege, la doctrina de la probabilidad subjetiva, y la teoría de juegos y de la decisión racional. El pragmatismo norteamericano, de tanta tradición en la universidad de Chicago, le lleva a considerar la decisión ra-cional como el resultado de multiplicar la preferencia subjetiva por la probabilidad de éxito. Los valores son meras preferencias subje-tivas, que solo la racionalidad económica permite integrar en proce-sos coherentes de decisión. Por su parte, de Popper recibe Friedman la doctrina de la falsación (Popper, 1962). De ahí que escriba: «La evidencia de hecho nunca puede “probar” una hipótesis; únicamente puede evitar el que sea desaprobada, que es lo que en general expre-samos cuando decimos, algo inexactamente, que la hipótesis ha sido “confirmada” por la experiencia» (Friedman, 1970a, 8).

En la actualidad, a diferencia de lo que sucedía en el momento en que Friedman escribió su ensayo, los economistas tienen claro que la

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teoría de la elección racional es un modelo teórico muy potente, pero que no se ajusta a lo que es la práctica común de los seres humanos. De hecho, la psicología de las finanzas ha sido la principal crítica de la teoría de la elección racional, a partir, entre otras, de la bounded rationality que Herbert Simon inició en 1972 y que le permitió hacer un análisis crítico del que denomina «modelo olímpico» de decisión racional (Simon, 1983, 1989) y de la prospect theory de Kahneman y Tversky (Kahneman y Tversky, 1979; Kahneman, 2012). Hoy se ha convertido en todo un deporte, casi una ciencia, el identificar las diferentes paradojas que distancian la toma de decisiones de los seres humanos de lo predicho por la teoría de la elección racional (Conthe, 1999, 2007).

Un ejemplo de paradoja es el que relata el filósofo John R. Searle en su libro Razones para actuar:

Las  limitaciones  de  esta  concepción  de  la  racionalidad  [la  propia de la teoría matemática de la decisión] se me volvieron patentes (y esto tiene alguna importancia práctica) durante la guerra del Viet-nam, cuando visité en el Pentágono a un amigo, un alto funcionario del Ministerio de Defensa. Intenté argumentar a favor de abandonar la política que los Estados Unidos estaba siguiendo, particularmente la política de bombardear Vietnam. Mi amigo tenía un doctorado en economía matemática. Se fue hacia el encerado y trazó las curvas tradicionales de análisis microeconómico; a continuación dijo: «Allí donde se produce la intersección de estas dos curvas, la utilidad mar-ginal de resistir es igual a la no utilidad marginal de los bombardeos. En este punto tienen que rendirse. Todo lo que suponemos es que son racionales. ¡Todo lo que estamos suponiendo es que el enemigo es racional!». (Searle, 2000, 19)

Y comenta:

Supe entonces que estábamos en dificultades serias, no solo por  lo que se refiere a nuestra teoría de la racionalidad, sino también por lo que toca a su aplicación práctica. Parece una locura suponer que la decisión de hacer frente a Ho Chi Min y sus colegas era una decisión semejante a la de comprar un tubo de pasta de dientes, una decisión,

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estrictamente hablando, de maximizar la utilidad que se esperaba; pero no es fácil decir qué es exactamente lo que estaba equivocado en esa suposición. (Searle, 2000, 19)

Adviértase que ante las paradojas de la teoría de la elección racional, lo que ha hecho la economía llamada positiva es acudir a la psico-logía en petición de ayuda. El resultado es la llamada Behavioural Economics. Pero basta analizar el ejemplo aducido por Searle para darse cuenta de que el problema no es solo ni primariamente psicoló-gico, que los seres humanos tengan sesgos psíquicos que les impidan ser perfectamente racionales, sino axiológico. En nuestras decisiones incluimos de modo indefectible valores además de hechos. Por tanto, la cuestión está en aclarar qué son los valores y cómo integrarlos ade-cuadamente en los procesos decisorios de los seres humanos. Pero sobre esto se trabaja muy poco, y todos huyen ante lo que consideran un campo minado, pleno de confusión.

En cualquier caso, el intento de hacer de la economía una disci-plina value-free es relativamente reciente y no tiene precedentes his-tóricos importantes. De hecho, la economía clásica, como ya hemos visto, fue value-laden. No solo esto, sino que si bien se mira, es im-posible expulsar por completo los valores de la ciencia económica. Una posible solución, hoy muy frecuente, consiste en negar la exis-tencia de valores intrínsecos y reducirlos todos a instrumentales. Por-que una vez reducidos a la categoría de instrumentales, resulta obvio que todos ellos han de medirse en unidades monetarias. El resultado es el triunfo total del homo oeconomicus: el único objetivo, no ya de la economía, sino de la vida toda, es el incremento de la riqueza, la ganancia económica. Tal ha sido la opinión que, fundada o no, se ha ido extendiendo en buen parte de la ciudadanía. Con lo cual se come-te la máxima perversión axiológica imaginable, la transformación de los medios en fines, el poner como fin lo que es puro medio, transfor-mar la posesión y el goce de los valores instrumentales en el máximo y prácticamente único valor intrínseco. Esto es lo que la escuela de Francfort ha llamado «racionalidad estratégica» o «instrumental», la que probablemente está en la base de muchos de los males que ahora estamos sufriendo (Cortina, 1985). Nada más significativo a este res-pecto que la confesión de alguien que se presentó a sí mismo como

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operador de bolsa independiente, Alessio Rastani, ante las cámaras de BBC News el lunes 26 de septiembre de 2011, en plena crisis eco-nómica y financiera: «Nuestro trabajo es hacer dinero con toda esta situación. [...] He estado soñando con esto durante tres años. [...] Me voy a la cama cada noche y sueño con otra recesión, sueño con un momento como este».

Queda claro que para los economistas las cuestiones de valor no es que carezcan de importancia, es que no forman parte de la que denominan economía positiva o científica, debiendo quedar  relega-das al ámbito de la denominada economía normativa, unas veces, y economía aplicada, otras. Estas se hallan en manos, más que de los economistas puros, de los políticos y los gestores.

En primer lugar, de los políticos. Ellos son quienes han de tomar decisiones de valor. En la época anterior a la economía neoclásica, el problema del valor afectaba por igual a la economía y la política, y esa es la razón de que la disciplina resultante se denominara «econo-mía política». El ejemplo paradigmático de esta unión de economía y política en torno a la idea de valor fue Karl Marx. Con la llegada de la escuela neoclásica, esa unidad se rompió, precisamente porque la economía empezó a autodefinirse como ciencia libre de valores. Pero siempre fue necesario establecer algún tipo de puente entre ellas. Esa fue, en alguna medida, la razón del nacimiento de la llamada «econo-mía del bienestar» (Welfare economics) como disciplina, cosa obvia, habida cuenta que el propio término welfare es un predicado de valor. Pero, como no podía ser de otro modo, sus fundadores se encontraron con el alma dividida entre el rigor objetivo de la ciencia económica y la ambigüedad inherente al término bienestar. Uno de sus funda-dores, Arthur Pigou, en su obra pionera The Economics of Welfare (1920), después de afirmar que la economía es «a positive science of what is and tends to be, not a normative science of what ought to be» (Pigou, 2009, 5), definió el papel de la economía del bienestar como aquella disciplina que se ocupaba, no de la idea de welfare en su inte-gridad, sino de la parte del bienestar que podía «medirse en términos monetarios» (measuring-rod of money) (Pigou, 2009, 11). Había que tratar del bienestar, pero siempre que pudiera medirse en términos monetarios. Esto, como es obvio, no podía no suscitar reacciones. Cinco años después, R. G. Hawtrey le contestaba en un capítulo ti-

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tulado «Wealth and Value» de su libro The Economic Problem, con estas palabras:

Bienestar es aquí un término ético; comprende aquellas cosas de la vida humana, o quizá debamos decir, aquellas experiencias que son buenas en sí mismas (those experiences which are good in them-selves), y que por tanto deben ser elegidas como fines de la acción, ya sea económica o de otro tipo. No puede considerarse limitado al bienestar material o como sujeto a cualquier otra limitación similar. Es coextensivo con el simple concepto de «bien» aplicado no a los medios sino a los fines. (Hawtrey, 1925, 185)

Y añadía: «Welfare so defined is not amenable to the “measuring rod of money”. Its measuring rod is something distinct from money, dis-tinct from utility, distinct from satisfaction; it is “value” in the ethical sense» (Hawtrey, 1925, 185). Y cinco años más tarde, en 1930, el economista sueco Gunnar Myrdal, publicaba un libro sobre el mismo tema,  con este  significativo  título: El elemento político en el desa-rrollo de la teoría económica (Myrdal, 2004). Como es bien sabido, su tesis es que los economistas británicos de la escuela neoclásica no habían sabido distinguir nunca con precisión hechos de valores, lo que les había llevado a deslizarse insensiblemente de un nivel a otro sin conciencia explícita de ello, de tal modo que pasaban del «ser» al  «deber  ser»  sin  solución  de  continuidad. En  la  parte  final  de  su libro, Myrdal  afirma que  los economistas deberían hacer  explícitos sus valores ya al comienzo de sus exposiciones, lo que haría posible, a partir de ese momento, la elaboración de una ciencia económica realmente objetiva, lo que él denominaba «la tecnología de la econo-mía». Como es bien sabido, Myrdal cambió de parecer poco después, afirmando que tal tecnología libre de valores es imposible, y que por tanto la ciencia económica no puede concebirse como una disciplina ajena al mundo del valor (Myrdal, 1999, 206-230).

En lo que sigue voy a referirme solo a un autor dentro de esta co-rriente, Amartya Sen, que ha tenido el arrojo de sustituir la teoría más clásica del «bienestar basado en la utilidad» por la del «bienestar ba-sado en la libertad y en las capacidades» (Conill, 2004, 145-198). La economía de bienestar clásica, dice Sen, «se ocupó mucho de derivar

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juicios sobre medidas de política económica partiendo de premisas puramente factuales» (Sen, 1976, 77). Su objetivo era maximizar uti-lidades, de tal modo que pasaba sin solución de continuidad de decir que algo era «eficiente» a afirmarlo como «bueno». Sen se pregunta si, de ese modo, no caía de bruces en la llamada «falacia naturalista», tan temida por los filósofos morales, es decir, si no estaba pretendien-do reducir los valores a hechos.

Por razones que resultan algo oscuras, el ser «libre de valores» o «li-bre de ética» se ha identificado frecuentemente con el estar libre de conflicto interpersonal. La suposición implícita parece ser que si to-dos están de acuerdo sobre un juicio de valor, entonces no es un jui-cio de valor en absoluto, sino algo perfectamente «objetivo». (Sen, 1976, 78)

A pesar de sus esfuerzos, la economía del bienestar nunca ha podido prescindir de los valores, aunque solo sea del valor bienestar. Pero la tesis de Sen es que el reconocimiento de esto no es suficiente, porque, como luego veremos, no hay un tipo de valor sino al menos dos, los llamados valores instrumentales y los valores intrínsecos. La teoría económica del bienestar suele reducir todos los valores a instrumen-tales, es decir, a utilidades entendidas como maximización de conse-cuencias. Esta es, para Sen, la gran debilidad de tal doctrina, y de ahí su interés en sustituir la categoría de la «utilidad» como generatriz del bienestar, por la de «libertad» y «capacidad» (Cortina y Pereira, 2009, 15-30). La diferencia está en que la utilidad es un «valor instru-mental», en tanto que la libertad es un «valor intrínseco». Como dice Sen, uno de los principios de la economía del bienestar ha sido el «considerar algo valioso solo de forma instrumental de manera que, al final, únicamente cuenta el logro» (Sen, 2011a, 78). Su tesis es que los valores intrínsecos no afectan solo a la economía del bienestar sino también a la economía positiva o predictiva, a pesar del empeño de esta en constituirse como una ciencia libre de valores intrínsecos. De ahí la necesidad de recuperar la distinción entre esos dos tipos de valores que ahora empieza a cobrar fuerza en filosofía, dice Sen. «En los últimos años, una serie de filósofos han puesto de relieve —co-rrectamente, según mi opinión— la importancia intrínseca de muchas

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consideraciones que la ética dominante del pensamiento utilitarista estima tienen un valor únicamente instrumental» (Sen, 2011a, 28; cf. 66). Sen defiende la condición intrínseca de muchos valores, frente al carácter meramente instrumental a que los ha reducido, entre otros, el pensamiento utilitarista, pero su descripción de los valores en gene-ral, y de los intrínsecos en particular, es marcadamente pobre (Corti-na y Pereira, 2009, 77-93). Lo que sí ha visto claro es que la acepta-ción de ciertos valores intrínsecos, como la libertad, exige reformular las tesis básicas de la ciencia económica. «Si en la valoración ética se juzga el provecho de una persona —al menos parcialmente— en tér-minos de consideraciones del tipo libertad, entonces habrá que recha-zar no solamente el utilitarismo y el bienestar basado en la utilidad, sino también una serie de enfoques diferentes que se centran solo en el logro» (Sen, 2011a, 64). Ni que decir tiene que la existencia de va-lores intrínsecos no niega o anula la de los valores instrumentales, ni el tratamiento que estos han tenido por parte de la ciencia económica.

Sería un error ignorar las consecuencias, aunque se trate de objetos intrínsecamente valiosos. La justificación de todo razonamiento con-secuencial surge del hecho de que las actividades tienen consecuen-cias. Incluso actividades que son intrínsecamente valiosas pueden tener otras consecuencias. El valor intrínseco de toda actividad no es un motivo adecuado para ignorar su papel instrumental, y la existen-cia de una importancia instrumental no es una negación de su valor intrínseco. Para obtener una valoración global de la importancia ética de una actividad es necesario no solo examinar su valor intrínseco (si es que tiene alguno), sino también su función instrumental y sus consecuencias sobre otras cosas, es decir, analizar las distintas con-secuencias, intrínsecamente valiosas o no, que puede tener esa activi-dad. (Sen, 2011a, 91)

La ciencia económica, pues, tiene que atender a los valores. Por su-puesto, tanto o más ha de hacerlo la llamada economía normativa, tan necesaria en la actividad política. Y también la economía aplica-da a la gestión empresarial. Es difícil abrir uno de los innumerables libros sobre liderazgo empresarial que no resalte la importancia del manejo adecuado de los valores en la gestión de las organizaciones y

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los negocios. De entre todos ellos elegiré uno, el que con el título de En busca de la excelencia publicaron dos socios de McKinsey, Tho-mas J. Peters y Robert H. Waterman Jr. el año 1982. Querían identi-ficar las razones del éxito de las mejores empresas norteamericanas. Y para su propia sorpresa, encontraron que ello no dependía tanto del rigor administrativo o de la precisión en los balances cuanto del modo como los directivos gestionaban los valores. El capítulo nove-no se titula «Valores claros y manos a la obra». Los autores recono-cen que a los gestores, e incluso a quienes escriben sobre gestión, les incomoda el problema de los valores. «Según nuestra experiencia, la mayoría de los hombres de empresa no se toman en serio los sis-temas de valores y detestan escribir o hablar de ellos. No les prestan la menor atención, ya que solo los consideran vagas abstracciones». Y citando a Julien Phillips y Allan Kennedy añaden: «Los directivos y consultores realistas rara vez prestan demasiada atención a los sis-temas de valores de una organización. Los valores no son algo tan concreto como las estructuras de la organización, las normas y pro-cedimientos, las estrategias o los presupuestos» (Peters y Waterman, 1992, 319-20). La tesis de Peters y Waterman es que quienes piensan y actúan así se equivocan, porque en las empresas bien lideradas la gestión de valores es un tema fundamental. De ahí que poco a poco se hayan ido introduciendo en las escuelas de negocios los cursos de ética empresarial. Pero salvo honrosísimas excepciones, es un hecho que para los empresarios el valor por antonomasia es el económico, y que todos los demás les parecen, desdichadamente, «vagas abstrac-ciones». Personalmente pienso que con razón. Porque cuando se ana-liza la literatura sobre liderazgo, sobre gestión empresarial, o incluso sobre ética de la empresa, las cosas que dicen sobre valores son por lo general muy ingenuas y carentes de todo rigor. Hablan de valo-res como podría hacerlo el hombre de la calle. O quizá peor, porque acaban reduciendo todos los valores a la categoría de instrumentales, cosa que está lejos de hacer la persona normal y corriente. Y es que en buena parte de la literatura, cuando se va más allá del económico, resulta difícil saber qué se entiende exactamente por valor. Lo cual, a su vez, lleva a la sospecha de que su idea del valor es la propia de la que hemos denominado teoría subjetivista. Y el problema es si esta teoría es correcta.

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Someter a crítica la idea de valor que ha venido manejándose en economía y fuera de ella a lo largo de los dos últimos siglos, no sig-nifica negar lo que los economistas, cargados de razón, han hecho, a saber, distinguir del modo más nítido posible los hechos económicos de los valores implicados. La economía neoclásica ha aportado rau-dales de luz sobre el valor económico como hecho, es decir, sobre el hecho de ese valor, dejando fuera la consideración del citado valor en tanto que valor, sin duda porque lo han considerado, por lo general, tarea propia de filósofos, y por tanto ajena a su actividad. Quizá ten-gan razón. Pero el tema sigue ahí. Aceptando todo lo que la ciencia, no solo la económica, sino la ciencia en general, tanto las disciplinas típicas de las denominadas ciencias de la naturaleza como las llama-das ciencias sociales, han hecho, hay que plantearse de frente el tema del valor, cosa que pocas veces se hace, y después hay que ver cómo se articulan ambos mundos, el de los hechos y el de los valores, so-bre lo cual la falta de criterios claros es ciertamente llamativa. Esto, además, nos conducirá a un tercer punto, que por lo general anda confundido con el de los valores, el de los deberes, el propio de la ética. He aquí lo que ahora hemos de abordar, el modo como deben conceptuarse los valores y las reglas de articulación entre hechos, va-lores y deberes.

Hechos, valores, deberes

Sería ingenuo a estas alturas creer que puede volverse a la época es-colástica, o incluso a la propia de Adam Smith y mezclar indiscri-minadamente el orden positivo con el normativo y con el práctico u operativo. Es verdad que nada hay value-free, que todo se halla value-laden, pero también lo es que lógica y metodológicamente tie-ne sentido distinguir el orden de los hechos, típico de la ciencia mo-derna, del de los valores, el más propiamente normativo, y del de los deberes, que es el nivel práctico o activo. Tiene sentido considerarlos como tres momentos distintos, si bien rigurosamente articulados en-tre sí. Esta articulación posee una estructura muy precisa: los hechos son el soporte de los valores, y estos últimos están en la base de los deberes. Dicho de otro modo, los valores dependen de los hechos, aunque no se reduzcan a ellos, es decir, aunque conserven su propia

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independencia, y los deberes son siempre el intento de operativizar o realizar los valores en juego. Esto explica por qué la ética, que se ocupa específicamente de este tercer momento, no del segundo ni del primero, se halla al final de todo el proceso y necesita del concurso de los otros dos. Una decisión moral no será correcta si no se han aclarado tanto como sea posible los hechos, primero, y los valores en juego, después. Solo tras ello tendrá sentido preguntar por los debe-res, por cuáles son nuestros deberes.

Es probable que lo dicho parezca completamente razonable y ló-gico; más aún, trivial. Y sin embargo, es un orden que pocas veces se respeta. Óiganse los debates en televisión, o las tertulias de la radio, o las declaraciones de los políticos, o los análisis que los propios pro-fesores de la ética hacen desde instituciones tanto eclesiásticas como civiles, para advertir que casi nadie sigue la sagrada consigna de em-pezar por el principio y de no arrebatar los tiempos. El interés propio, la demagogia, la prisa, la ignorancia, el fanatismo, el intento de im-poner el propio criterio o de vencer a toda costa, hacen que interese más el resultado de conveniencia que la búsqueda de lo verdadero, lo correcto, lo justo o lo bueno.

Hay otro problema añadido a todos estos. Como hemos podido ver en el caso concreto de la economía, el problema de separar valo-res de hechos no está en la propia separación, lógica y metodológi-camente impecable, sino en la tendencia a magnificar la importancia del primer momento en detrimento del segundo. Y entonces sí se cae en la falacia de considerar la ciencia como una actividad value-free, cosa que ni es, ni puede ser. De hecho, no lo fue hasta la época del positivismo, y en una crisis como la actual, muchas voces empiezan a pensar que no debe seguir siéndolo en el futuro. No todo son hechos, ni  científico-naturales,  ni  tampoco  económicos  o  de  cualquier  otro tipo. Es más, los hechos no son ni han sido nunca lo más importante en la vida de las personas. Nadie ha dado nunca la vida por un he-cho, y sí por defender un valor que consideraba importante. Por los valores, nos guste o no reconocerlo, se mata y se muere, no por los hechos. Los valores son lo más importante que tenemos en la vida. Ellos son el argumento de la novela de la vida que todos comenza-mos a escribir de niños y acabamos al final de nuestros días. Nuestras señas de identidad son los valores, religiosos, filosóficos, culturales, 

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estéticos, económicos, políticos, etc. Dime qué valores tienes y te diré quién eres. Y sin embargo, la mayor parte de la población, y muy en especial de la población culta, de los llamados científicos o de los hombres de letras, consideran aún hoy que los valores son irracio-nales, y que por tanto no obedecen a ninguna lógica. Porque somos seres civilizados, respetamos los valores de los demás. Es lo único que podemos hacer. Allá cada cual con sus valores.

Tal penuria axiológica está en el origen de muchos de nuestros males. Porque lo más sorprendente de todo es que los seres humanos no podemos vivir sin valorar. Es una necesidad vital. La valoración es un fenómeno biológico tan primario como la percepción. De he-cho, no cabe percibir nada sin tenerlo que valorar inmediatamente. Y de igual modo que la percepción, la valoración no es por comple-to objetiva ni subjetiva. Hoy suele decirse que es intersubjetiva. Lo cual es verdad, aunque parcial. La percepción se halla modulada por múltiples factores, la experiencia, la educación, el medio ambiente, la tradición, los otros seres humanos, tantas cosas más. La psicología nos ha enseñado hasta qué punto la percepción es un fenómeno com-plejo, resultado de la interacción de múltiples elementos, y por tanto cualquier cosa menos inmediato. Esto cabe resumirlo diciendo que lo percibido no se intuye, se construye, o que es el resultado de una construcción. Tampoco podemos decir que sea completamente subje-tivo, como afirmaron los psicologistas del siglo XIX. La percepción está construida, y como no es completamente subjetiva o errática puede construirse mejor o peor; es decir, puede y debe educarse. Así, hay una educación artística, o musical, que nos hace ver u oír cosas que naturalmente seríamos incapaces de percibir.

Pues bien, todo esto cabe predicarlo exactamente igual de todos los otros valores. La valoración, como hemos dicho, es un fenómeno mental primario, que lleva a cabo todo ser humano y de modo ne-cesario. Todos valoramos de igual modo que todos percibimos. La función mental por la que captamos esas cualidades peculiares que denominamos valores, es la que Ortega y Gasset propuso denominar «estimativa» (Ortega y Gasset, 2004-2010, III, 531-549; VII, 705-738, esp. 728). La mente humana hace muchas cosas: percibe, re-cuerda, piensa, imagina, quiere. Pues bien, una de las cosas que hace la mente humana es estimar.

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Los valores son cualidades, y cualidades de las cosas, lo mismo que los colores. Pero eso no quiere decir que se hallen en las cosas tal como nosotros las percibimos o estimamos. De hecho, el color tampoco está en la cosa. No es completamente objetivo, por más que tampoco sea por completo subjetivo. El color se crea, se construye. Kant decía que era el resultado de una «síntesis», por más que aquí tenga esta palabra sentido distinto al kantiano. En la construcción de los valores intervienen factores emocionales, el agrado o desagrado que nos producen las cosas o los acontecimientos, pero también inte-lectuales. Construimos la idea de paz, de igual modo que la de rojo. De hecho, todos valoramos la paz positivamente y la guerra de modo negativo. La tesis de Kant es que esto es así, porque la paz podría convertirse en ley en una sociedad de seres humanos bien ordenada, en lo que él llama un «reino de los fines», pero no la guerra. Lo cual no obsta para que en ciertas circunstancias uno se crea en el deber de guerrear o defender algo con las armas. Pero incluso entonces, su objetivo será lograr la paz, conseguir la paz, una paz justa, duradera, perpetua, como el propio Kant señaló.

La paz, como cualquier otro valor, se construye. Pero por cons-trucción de los valores pueden entenderse dos cosas distintas. En efecto, construir un valor puede tomarse, bien en sentido operativo, bien en otro más profundo, que cabe llamar constitutivo. En el primer caso, significa que tenemos ya el valor paz y que mediante nuestros esfuerzos tratamos de hacerlo realidad en este mundo. No construi-mos el valor paz sino solo su realización en el mundo. Es el senti-do más común, aquel que primero se nos ocurre al hablar de cons-trucción de valores, y además el único compatible con la teoría que hemos llamado objetivista o intuicionista. Pero cuando oponemos el constructivismo al intuicionismo, es claro que nos estamos refiriendo a otro sentido del término construcción, más radical que el anterior. Se trata de que no solo construimos la realización de los valores en el mundo, sino también los propios valores. Construcción no tiene aquí sentido operativo sino constitutivo. Construyendo un cuadro, es decir, pintándolo (sentido operativo), el artista construye el propio valor belleza (sentido constitutivo). Es ese cuadro el que es bello; lo es en sí, por sí mismo, for its own sake. La belleza, el valor belleza, se construye. El pintor crea belleza. Se dirá que la crea desde algo,

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desde algún canon que de alguna manera es anterior a su propia cons-trucción. Esto es lo que llevó a Platón a afirmar la existencia de ideas puras, en este caso la idea de belleza. Pero no tiene por qué ser así, es más, hay muchas razones para pensar que no es así. No hay duda de que el ser humano reacciona emocionalmente ante las cosas que aprehende con sensación, por ejemplo, de agrado o desagrado. Pero de esa primaria reacción de agrado a la belleza hay todo un camino o un proceso de construcción. A partir de ese sentimiento primario, el ser humano va construyendo eso que llamamos el valor belleza, de igual modo que de la sensación coloreada que ve con sus ojos cons-truye el color rojo, que como tal no es nunca objeto de percepción inmediata, sino que se halla mediado por las percepciones anteriores, la educación, etc. La belleza se construye a través de las estimacio-nes que todos hacemos, siempre mediadas no solo por nuestros senti-mientos sino también por las que hemos tenido previamente, las que nos han transmitido los demás, etc. Cualquier estimación, por simple e inmediata que nos parezca, es el resultado de un complejo haz de mediaciones. De ahí que se halle siempre construida, ya sea pasiva-mente o de modo activo, a través de los proyectos. Este último es el caso del pintor que primero proyecta el cuadro y que luego pinta. El resultado, la obra pintada, repercute a su vez sobre la propia percep-ción de la belleza, modificándola o enriqueciéndola. De ahí que la es-timación, como la propia percepción, pueda educarse y se eduque de hecho. El producto, la belleza del cuadro, reobra sobre la percepción de la belleza, sobre la estimación y la modifica. No ve la catedral de León de igual modo quien ha estudiado arte que quien no. Y desde luego nadie la ve como quien la proyectó. La percepción se educa y se construye. Y la estimación, también. Como es obvio, siempre se construye desde algo previo que aún no cabe llamar valor sino algo más elemental, una primaria reacción emocional de agrado o desa-grado. Digo primaria, porque también esa reacción va modificándose con la experiencia, de tal modo que solo tendrá carácter inmediato, si acaso, la primera vez que se presente. De ahí la afirmación de Zubiri de que salvo la «formalidad de realidad», todo es resultado del pro-ceso de libre creación del ser humano, eso que aquí denominamos con el término construcción. No haberlo visto así es el grave error de la fenomenología en general, y de la teoría fenomenológica de

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los valores, particularmente. Los valores, igual que las percepciones, son resultado de complejos procesos constructivos, que unas veces llevamos a cabo activamente los seres humanos y otras acontecen en nosotros de modo pasivo. De nuevo con Zubiri hay que decir que lo único inmediato, y que por ello mismo no solo no está construido sino que es el fundamento de toda construcción, es la formalidad de realidad. Pero como su propio nombre indica, esta tiene carácter me-ramente formal. Los contenidos, todos los contenidos, hasta los más elementales, tienen las mediaciones propias de lo que Zubiri llama el «logos». Los valores, por descontado, también.

El proceso de construcción de los valores es tanto individual como social e histórico. Todos construimos individualmente valores; ya  lo  hemos  visto.  Eso  permite  entender  que  los  vayamos modifi-cando de modo paulatino y continuo. Es uno de los rendimientos de nuestra actividad mental o psíquica. Pero por íntimos y secretos que sean tales actos, acaban siempre objetivándose de una u otra forma. De ahí que de subjetivos se transformen en objetivos. Y la objetiva-ción de los valores es lo que constituye la «cultura». Por más que en un principio pertenezcan al orden de lo que Hegel llamó el «espíritu subjetivo», una vez creados adquieren vida propia, independiente de la de quien los creó o construyó, incorporándose al depósito del «es-píritu objetivo», es decir, de la cultura. La cultura es el depósito de los valores creados individual y colectivamente por los miembros de una sociedad. El depósito que se transmite a las futuras generaciones se dice en griego parádosis y en latín traditio. Es el legado que se transmite a los más jóvenes, a quienes se incorporan a la vida social y desde el que valorarán la realidad y construirán sus nuevos proyec-tos. El puro adanismo, por más que sea tentación recurrente en los seres humanos, resulta un sueño imposible.

Los valores, en fin, no están intuidos, ni meramente sentidos sino construidos. Para construirlos hemos de utilizar una lógica peculiar, que no es idéntica a la de los hechos. Como Aristóteles nos enseñó a decir, no se trata de una lógica apodíctica sino dialéctica. Tenemos que deliberar sobre ellos, a fin de tomar decisiones razonables o pru-dentes. Esto puede parecer obvio, pero a poco que se piense en ello, se verá que no lo es tanto. Precisamente por su condición de valiosos, los valores exigen del ser humano su realización, y por tanto tienen ca-

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rácter imperativo. El valor paz exige realizarse, lo mismo que el valor justicia o el valor riqueza, o bienestar. El juez tiene claro que su deber es realizar el valor justicia; el médico, el valor salud; el economista, la riqueza; el político, el bien común, y así sucesivamente. Las distintas profesiones se han especializado en la gestión y promoción de valores distintos, de tal modo que el deber profesional se identifica con la rea-lización máxima posible del respectivo valor en la sociedad.

Por más que esto parezca obvio, no lo es tanto, y constituye el origen de múltiples paradojas e incluso tragedias. Nicolai Hartmann describió el fenómeno de la «tiranía» de los valores (Hartmann, 2011, 612-16). La cosa no sería tan trágica si no hubieran incurrido en ella la mayoría de los partidarios de las dos tesis clásicas antes descritas, la objetivista y la subjetivista. Los objetivistas, en efecto, han visto los valores como cualidades absolutas, especie de ideas platónicas, que exigen su más estricto cumplimiento. Ejemplo máximo de esto es la teoría de la «ley natural», la expresión más clara del objetivismo axiológico a partir del estoicismo. Su fórmula paradigmática la dio Melanchton en un célebre pasaje de sus Loci communes: fiat iustitia ruat mundus. El valor justicia, llevado hasta sus últimas consecuen-cias, acaba siendo incompatible con la propia vida, que no deja de ser otro valor. Es lo que expresa el proverbio summum ius, summa iniuria de que se hace eco Cicerón (Cicerón, De off. I 33). Llevados hasta el final, todos los valores resultan inhumanos. Los teólogos lo saben bien desde hace muchísimos siglos. Aplíquese a Dios un valor, la justicia. Eso llevará a decir que es infinitamente justo. Lo cual pa-rece por demás correcto. Pero también podemos predicar de él otro valor, la misericordia. De hecho, así se ha venido haciendo siempre en la tradición cristiana. Dios es infinitamente misericordioso. Pero si es infinitamente misericordioso, perdonará todo, en tanto que si es in-finitamente justo, castigará a quien ha actuado mal. ¿Con qué quedar-nos? La teología cristiana ha sido siempre consciente de esta parado-ja, que ha llevado a los teólogos a dividirse en dos grupos, unos más optimistas y otros más pesimistas. En tiempo de Agustín de Hipona a los primeros se les llamaba pelagianos y a los segundos maniqueos. Pero la cuestión es más honda, y consiste en saber si esas cualidades, esos valores, pueden llevarse hasta sus últimas consecuencias, y por tanto si tiene sentido predicarlos de Dios.

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Basta lo dicho para comprobar que las teorías objetivistas son proclives a caer en el fenómeno de la tiranía. Pero las subjetivistas, también. De hecho, cuando se dice que la función de la economía es incrementar la riqueza y nada más, se está cayendo de nuevo en la tiranía de los valores, en este caso, del valor económico (Coni-ll, 2004, 228-235; Saint-Paul, 2011). Es lo que el presidente Barack Obama ha llamado the ethics of greed, la ética de la codicia o de la avaricia, que estaría representada paradigmáticamente por las decla-raciones de Alessio Rastani a la BBC el pasado 26 de septiembre de 2011. Pero lo inquietante es que ese caso no es el único, y tampoco el primero. Es famoso el debate que en los años setenta se suscitó en torno a la responsabilidad social de las empresas. Milton Friedman mantuvo la tesis de que la obligación del gestor de una compañía es exclusivamente incrementar la riqueza de la compañía dentro de los límites marcados por la ley, y que cualquier otro objetivo es insen-sato; de ahí su famosa afirmación de que la llamada responsabilidad social de las empresas es, en el fondo, la mayor de las irresponsabi-lidades (Friedman, 1970b). Por supuesto que Friedman no pretendía decir que los empresarios no deban respetar ciertas normas. Pero para él esas normas no pueden ser otras que las leyes vigentes en cada lugar. Más allá de eso, el gestor no tiene otra obligación moral que la de incrementar el beneficio económico. Entre nosotros, José Án-gel Sánchez Asiaín llamó la atención el año 1987 del divorcio que comenzaba a darse ya entonces entre la que él llamaba «economía simbólica» y la «economía real», como consecuencia del «desarrollo no controlado y cada vez más autónomo del sistema financiero, fruto de una progresiva pérdida de contacto con las necesidades del sector real» (Sánchez Asiaín, 1992, 140, 18-21; 1988, 83-102). Este divor-cio acaba haciendo de la ganancia económica el único objetivo. Por eso añadía premonitoriamente: «si algo de esto sucediera, y puede suceder, se estarían poniendo los cimientos de un mundo financiero deforme, eventualmente sobredimensionado, y sin legitimación que se  encontraría  desconectado  de  las  demandas  sociales  [...]  Se  hace preciso, por tanto, no perder el punto de referencia del papel que a lo financiero le corresponde dentro del sistema económico, que no es otro que estar al servicio y mejor desarrollo del sector real» (Sánchez Asiaín, 1992, 141). Que ese punto de referencia se ha perdido en la 

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actual crisis, nada lo evidencia mejor que el documental dirigido por Charles Ferguson y que lleva por título Inside Job, que cabría tradu-cir como los entresijos del asunto. No es extraño que Sánchez Asiaín finalice su discurso con estas palabras:

Estoy profundamente convencido de que en el fondo de todo riguro-so proyecto científico,  técnico o profesional,  late un  impulso ético, que constituye la fuente vital de nuestro esfuerzo por comprender el mundo y configurarlo de formas siempre nuevas. Al final, es el tem-ple moral de las personas y de las Corporaciones, y su proyección en la esfera social y política, lo que constituye el motor de esa perma-nente inquietud por mejorar las condiciones de vida de nuestros con-temporáneos, y encaminar el curso de los acontecimientos históricos hacia horizontes de mayor libertad y justicia. (Sánchez Asiaín, 1992, 154; 1996)

En el fondo de todo el problema que venimos analizando late un error lógico. Los valores no pueden manejarse con mentalidad apodícti-ca sino dialéctica. Dicho de otra manera, no cabe gestionar un valor solo, sin tener en cuenta los demás valores en cada situación. Y ello por otra propiedad inherente al mundo del valor, que es la llamada «con-flictividad». También fue Nicolai Hartmann el primero en describirla (Hartmann, 2011, 249-51). Los valores se hallan relacionados entre sí, formando un universo. Y no es posible tocar uno sin afectar a los de-más. De ahí que sea necesario tenerlos a todos en cuenta. Unos entran en conflicto con otros, y nuestras decisiones, por ello mismo, no pue-den tener por objeto maximizar un valor, sino también no lesionar los otros o ver el modo de que todos los que se hallen en juego alcancen la máxima expresión posible. Esto explica que las decisiones sobre va-lores hayan de tomarse deliberativamente, y que el resultado no pueda ser matemático o apodíctico, sino solo razonable o prudente.

Me pregunto si no tenemos una gran tarea por delante en esto de educar a la sociedad y a los profesionales en la gestión correcta del mundo de los valores, porque de lo contrario estaremos abocados a catástrofes como la actual. Un mundo que caiga en la tiranía de cual-quier valor, por supuesto también del económico, camina hacia el de-sastre. Y me pregunto también si no hay algo de esto en la llamada

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«cultura del pelotazo». Es cultura porque se trata de la gestión del mundo de los valores; y es del pelotazo, porque se acaban reduciendo o supeditando los demás al valor económico. Un mundo así no será nunca ni podrá ser el lugar donde todos los seres humanos puedan vivir digna y humanamente su vida, ni tendrá mucho que ver con el reino de los fines kantiano.

El valor económico es el más representativo de un tipo de valores que suele conocerse con los nombres de valores instrumentales, va-lores por referencia o valores técnicos. Distintos y en alguna medida opuestos a ellos, son los valores que se llaman intrínsecos, o valores en sí. Tiende a pensarse, erróneamente, que esta distinción es otro modo de referirse a las dos teorías antes analizadas, la objetivista y la subjetivista, de modo que la afirmación de los valores intrínsecos sería propia de la corriente objetivista, en tanto que la subjetivista negaría la existencia de estos y se haría fuerte en los valores instru-mentales, de modo especial en el económico. Pero no es así. De he-cho, la teoría constructivista de los valores no puede prescindir de esa distinción, si bien la interpreta, como es obvio, de modo distinto a como lo hacen las otras dos tradiciones. Esto es particularmente claro en el caso de los llamados valores intrínsecos. La teoría ob-jetivista suele entender por valor intrínseco aquel del que tenemos evidencia inmediata, intuitiva, y que por ello mismo se nos impone de modo absoluto y sin excepciones. En la tesis constructivista, por el contrario, valor intrínseco es aquel que, si bien está construido a través de mediaciones, tiene la propiedad de ser valioso por sí, con independencia de cualquier otra cualidad o cosa. La idea de justicia se construye, pero una vez alcanzada tiene la característica de valer por sí misma, no por referencia a cualquier otra cosa distinta de ella misma. Si en el mundo desapareciera la justicia de modo completo, por más que todo lo otro permaneciera igual, pensaríamos haber per-dido algo importante, es decir, algo valioso. Lo cual significa que eso es valioso por sí mismo, intrínsecamente. Un mundo sin justicia, o sin amor, o sin belleza, o sin paz, o sin solidaridad, o sin salud, o sin bienestar, o sin vida, o sin placer, sería un mundo empobrecido. De lo que se deduce que todos esos son valores en sí o valores intrínsecos. El constructivismo no es incompatible con la defensa de los valores en sí, ni la teoría objetivista es necesaria para afirmar estos.

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Hay, ciertamente, valores que no son de ese tipo. Hay cosas que tienen valor no por sí mismas, sino por referencia a otras distintas de ellas. Es el caso de un fármaco, que tiene valor en tanto en cuanto cura la salud o mejora el bienestar. El fármaco tiene mero carácter instrumental, de tal modo que si no sirviera para mejorar mi salud o proteger mi vida, dos valores intrínsecos, diríamos que «no vale para nada». Esto no solo le pasa al fármaco sino a todos los instrumentos técnicos, al avión, al coche, etc. De ahí que a este tipo de valores se les llama instrumentales, por referencia o técnicos. Se les suele llamar también valores-medios, aunque esto no es del todo correc-to, ya que unos valores intrínsecos pueden desempeñar la función de medios respecto de otros, sin por ello decaer en su condición de in-trínsecos.

Los valores instrumentales comparten dos características que les diferencian de los valores intrínsecos. Una primera es que son per-mutables entre sí. En efecto, yo puedo cambiar un fármaco por otro, si este es más eficaz, o más barato, etc. La permuta no produce nin-gún problema; más aún, mejora la eficiencia. La segunda propiedad es que todos estos valores se miden en unidades monetarias. Precisa-mente porque las cosas son intercambiables en razón de su valor ins-trumental, la unidad de medida de ese intercambio es la moneda, que no tiene otro valor de uso que el de unidad de cambio. Esto significa que el valor económico es el valor instrumental por antonomasia, y que la moneda es el instrumento de los instrumentos.

Pero además de los valores instrumentales están los valores intrín-secos o en sí. Precisamente por tener valor en y por sí mismos, no son intercambiables. Cada cosa tiene valor por sí misma, distinto del valor de cualquier otra. Esto es obvio en las personas, y es lo que nos hace afirmar que no son intercambiables entre sí. Pero esto es extensible a cualquier otro valor intrínseco. La belleza de un cuadro es distinta de la de cualquier otro cuadro, de modo que si perdemos esa, habremos per-dido algo que no es sustituible por ningún otro. Y por otra parte, los va-lores intrínsecos no pueden medirse en unidades monetarias. El cariño verdadero ni se compra ni se vende, dice una conocida canción españo-la. Solo el necio confunde valor y precio, sentenció Antonio Machado. La salud no tiene precio, dice el refrán popular. Y Kant afirmó que los seres humanos tienen dignidad y no precio.

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Llegados  a  este  punto,  surge  inmediatamente  una  dificultad. ¿Cómo puede afirmarse que la salud no tiene precio, o que la belleza no se mide en unidades económicas, etc.? Todo se compra y se ven-de. Y es cierto. Pero lo que se compra y se vende no es el valor, sino el soporte del valor. Los valores, en efecto, no están en el aire sino que siempre se hallan en las cosas, soportados por cosas, por hechos. El cuadro está pintado en un lienzo, etc. Por otra parte, las cosas no solo soportan valores intrínsecos sino también los valores instrumen-tales. De hecho, no hay ninguna cosa que soporte solo valores intrín-secos o valores instrumentales. Y la cosa es obvio que sí se puede comprar y vender. El error es pensar que porque puedo comprar o vender la cosa, el valor intrínseco que soporta es también objeto de compraventa. Este error, por demás frecuente, es el que lleva a con-cluir que todo son valores instrumentales y que por tanto la unidad de medida de todo valor es el dinero. Al afirmar esto se está cometiendo la máxima perversión axiológica imaginable, que es negar la existen-cia de valores intrínsecos y tomar todo por valor instrumental. Como ya dije antes, esto es lo propio de lo que la escuela de Francfort ha denominado, con gran acierto, «racionalidad instrumental» (Cortina, 1985), transformar todos los valores en instrumentales. Algo que sue-na muy cercano, y estrechamente relacionado, en mi opinión, con la crisis que estamos sufriendo.

Caso de parar alguna mayor atención sobre este asunto, veremos pronto que nunca es del todo posible transformar los valores intrínse-cos en instrumentales. Lo que sí resulta posible, y es lo que ha hecho la sociedad occidental a partir del siglo XVIII, y sobre todo en los últimos decenios, es optar por el valor intrínseco más fácilmente in-terpretable en categorías instrumentales, como es el del «bienestar». Vivimos en la «sociedad del bienestar», en una economía que Pigou denominó «economía del bienestar» y una organización del Estado conocida con el nombre de «Estado de bienestar», Welfare state; aún más, hemos definido la salud como «perfecto bienestar físico, mental y social», según reza la definición acuñada por la OMS el año 1946, y desde entonces canónica en todo el mundo.

En teoría, el bienestar puede interpretarse de múltiples mane-ras: como «felicidad» (Aristóteles), como «placer» (Epicuro), como «bienaventuranza» (Tomás de Aquino), etc. Pero puede interpretarse

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también como disfrute o consumo (eso significa la expresión «socie-dad de consumo») del máximo número posible de instrumentos téc-nicos: coches, teléfonos móviles, ordenadores, etc. Esta parece haber sido la opción de la sociedad occidental moderna. Lo cual significa que de un valor que en principio es intrínseco, como el bienestar, se da una interpretación claramente instrumental. Es lo que ya vimos en Pigou, cuando decía que «the range of our inquiry becomes restricted to that part of social welfare that can be brought directly or indirectly into relation with the measuring-rod of money» (Pigou, 2009. 11). El valor por antonomasia es el bienestar, que además se considera en su dimensión puramente instrumental.

El bienestar, como cualquier otro valor, al absolutizarlo se con-vierte en tirano. Y ello no solo porque provoca la lesión de otros va-lores intrínsecos, sino también porque, llevado hasta sus últimas con-secuencias, tiene un efecto paradójico, ya que genera necesariamente malestar, habida cuenta de que resulta imposible de conseguir (no hay bienestar perfecto y total). Esta es una consecuencia con la que se ven obligados a bregar los médicos actuales, ante una sociedad que busca desesperadamente el bienestar y acude a ellos en petición de auxilio. El bienestar, como cualquier otro valor, o se gestiona pru-dentemente o acaba produciendo lo contrario de lo que promete.

El bienestar es un valor, y un valor intrínseco. En principio, es un valor individual. El bienestar lo disfruto yo, lo disfrutan siempre individuos concretos. Retomando lo ya dicho con anterioridad, cabe decir que el valor bienestar forma parte, como diría Hegel, del «espí-ritu subjetivo». Pero los procesos de valoración, por muy subjetivos que sean, siempre acaban objetivándose. Velázquez concibió dentro de sí mismo el cuadro de Las Hilanderas, pero cuando lo pintó, el valor belleza de ese cuadro quedó plasmado en un lienzo que entró a formar parte del «espíritu objetivo», es decir, de la cultura. Lo que co-menzó siendo subjetivo, acabó objetivándose. La objetivación de los valores es la cultura. O si se quiere mayor precisión, cabe decir que la objetivación de los valores intrínsecos constituye la «cultura», y la de los valores instrumentales, la «civilización». En cualquier caso, es importante tener en cuenta que las opciones personales de valor, por muy íntimas que sean, siempre acaban teniendo consecuencias colec-tivas, sociales. Tampoco hay aquí neutralidad posible. Las opciones

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de  valor  de  los  individuos  de  una  cierta  sociedad,  acaban  configu-rando el conjunto de valores de esa sociedad, y por tanto el depósito que entregarán a las futuras generaciones. Hay sociedades que han puesto por encima el goce de los valores intrínsecos al disfrute de los valores instrumentales. Suele ponerse el caso de la sociedad griega clásica. Y hay otras en las que parece haber sucedido lo contrario, de modo que los valores instrumentales se han convertido en los más importantes y casi en los exclusivos. Son muchos los pensadores del siglo XX que consideran que esta última opción es la que hizo la so-ciedad europea en el siglo XVIII. Valga, por todos, el ejemplo señero de Heidegger (Heidegger, 1994, 9-37). Y él no llegó a conocer lo que ha pasado en el Occidente a partir de los años ochenta, que es cuando las contradicciones se han hecho extremas y las cosas han comenza-do a verse más claras.

Me he extendido en el análisis del mundo del valor, porque es fun-damental en el diagnóstico de nuestra crisis. El problema no se halla tanto en el orden de los hechos, económicos o no económicos, cuanto en el de los valores. Ese es, al menos, mi diagnóstico. Más diría, y es que el mayor problema está en fiarlo  todo en  los hechos, pensando que el mundo de los valores es completamente subjetivo, errático y carente de toda lógica.

Pero las cosas no acaban aquí, no pueden acabar aquí. Porque hay un tercer plano, como ya advirtiera el viejo Keynes. No solo hay he-chos y valores. Hay también deberes. Y estos no se  identifican con aquellos, por más que resulten incomprensibles sin ellos. Es el tercer nivel de análisis, el propio y específico de la ética.

Este tercer nivel de análisis es, si cabe, peor entendido que el an-terior, de modo que acaba reduciéndose a lo que no es, a la gestión política, o a la decisión de las cámaras representativas, o al cumpli-miento de las leyes. Basta, por lo demás, con parar mientes en el es-caso o nulo prestigio de que en este momento gozan los políticos o los parlamentarios, para entender por qué esto de la aplicación o realización práctica de los valores es visto por la mayoría de la po-blación como el puro juego pastelero de intereses particulares; a la postre, pura estrategia, o si se prefiere, egoísmo disfrazado. Casi na-die piensa que la política sea la promoción del bien común. Se trata de detentar el poder, cuanto más poder, mejor, y cuanto más tiempo,

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mejor que mejor. Con lo cual nos encontramos de nuevo en el puro dominio de los valores instrumentales. Aquí parece dominar la lógica del interés, la defensa de los propios intereses. Un antiguo embaja-dor español en los Estados Unidos me comentaba hace tiempo que él nunca había entendido la lógica de la política exterior americana hasta que un miembro del Departamento de Estado le comentó: el objetivo de la política exterior norteamericana es defender los intere-ses americanos en el mundo. Habría que ver lo que el tal político en-tendía por intereses, pero en cualquier caso la expresión no presagia nada bueno. Hay que armarse de buena voluntad para dotarla de un sentido realmente positivo y aceptable.

El tercer momento, el práctico, no tiene mucho que ver con todo eso. Parte de algo tremendamente sutil, pero en cualquier caso in-herente al ser humano, que es la experiencia del deber, de la obliga-ción. Todos nos consideramos obligados a hacer ciertas cosas y evitar otras. La experiencia del deber es universal. Podremos no coincidir en los contenidos del deber, en lo que creemos que debemos hacer, pero que debemos es indiscutible. El porqué esto es así ha de quedar fuera de  estas  reflexiones. Basta  con  la  constatación de que es  así. Los seres humanos tenemos experiencia del deber.

¿Y qué es lo que debemos hacer? La respuesta es sobremanera simple. Nuestro único deber es realizar valores. La paz no está com-pletamente realizada en el mundo, y por tanto nuestro deber será promover la paz. Lo mismo sucede con la justicia, la solidaridad, la salud, la vida, el bienestar, y tantos valores más. El deber se monta sobre el valor y consiste siempre en su realización. Añadir valor a las cosas: esa es nuestra primaria obligación moral. Y porque se supone que todo el que trabaja lo hace con ese objetivo, el de añadir valor a las cosas, a la realidad, el Estado intenta participar en el incremento de valor a través de un impuesto que se llama, precisamente, del va-lor añadido.

Pero en la práctica eso de realizar valores no es fácil ni sencillo. Y ello por varias razones. La primera porque la realización ha de llevar-se a cabo en situaciones concretas, teniendo en cuenta las circunstan-cias y previendo las consecuencias de la decisión que pretendamos tomar. Los valores son abstractos, ideales, y nos dicen lo que debería ser, pero los deberes son concretos, reales. No se identifica, pues, el 

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«debería» ser con el «debe» ser. Y precisamente por eso, para deter-minar nuestros deberes tenemos que llevar a cabo un razonamiento complejo en el que, además de los valores, es preciso incluir el aná-lisis de las circunstancias y la previsión de consecuencias. Con todo eso hemos de hacer un juicio que, por definición, no podrá ser nunca apodíctico sino solo ponderado, juicioso, responsable, sabio, pruden-te. Este es el mundo propio de la ética. La ética es siempre práctica, consiste en hacer o no hacer, y en hacer las cosas tras un complejo proceso deliberativo, en orden a tomar decisiones prudentes.

Pero esa es solo la primera dificultad. Hay otra no menor. Se trata de que, como hemos visto,  los valores entran en conflicto. Lo cual supone que no podemos realizar todos a la vez, porque si optamos por uno lesionamos el otro y viceversa. Si nuestra primera obligación es realizar valores o, al menos, no lesionarlos, se entiende que el con-flicto de valores acabe siempre en un conflicto distinto, un conflicto de deberes. Eso es un conflicto moral.

¿Cómo resolver  tales conflictos? Aquí son muy útiles elementos que proceden de la teoría de la elección racional, y más al fondo de la economía, a partir sobre todo de la obra llevada a cabo por los marginalistas. Tenemos que ver los cursos de acción posibles y de-terminar  cuál  es  su  precio  en  términos  de  valor. Ante  un  conflicto de valores caben, cuando menos, dos cursos extremos, que consisten en optar por uno de los valores con lesión total del otro, y viceversa. Estos cursos son siempre muy caros o costosos en términos de va-lor, ya que suponen la lesión completa de uno u otro de los valores en juego. Es sorprendente, casi misterioso, y desde luego también trágico, que la mente humana tenga una propensión natural a ver en primer plano estos cursos extremos, que son los más onerosos, y a dejar en una brumosa penumbra los cursos intermedios, aquellos que, por definición, intentan realizar ambos valores en conflicto, o lesio-narlos lo menos posible. Desde el tiempo de Aristóteles se identifica la prudencia con la mesótes o el término medio. Cuando esto se ex-plica mal, suena a pasteleo. Pero no tiene nada de eso. Se trata de que nuestra primera obligación es no lesionar ningún valor en juego, y que solo cuando ello no resulta posible, estamos legitimados a tomar soluciones extremas. Se dirá que si hay cursos intermedios no tiene por  qué  hablarse  de  conflicto,  sino más  bien  de  seudo-conflicto. Y 

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es  verdad. Lo  que  sucede  es  que  ese  conflicto  solo  se  disuelve,  es decir, solo podemos verlo como falso conflicto cuando encontramos los cursos intermedios que permiten salvar los valores en juego, no al principio. Lo que este procedimiento, que desde Aristóteles recibe el nombre de deliberación, pretende es, precisamente, no solo resolver los conflictos, sino disolverlos cuando se trata de seudo-conflictos, es decir, cuando hay vías de no lesionar ninguno de los valores, como sucede en la mayoría de las ocasiones.

Tras hacer el árbol de decisiones, es decir,  tras identificar todos los cursos de acción posibles, se hace preciso elegir el curso de ac-ción correcto. Un partidario de la teoría de la elección racional diría que será aquel que maximice utilidades, entendidas estas como el producto de las preferencias subjetivas de la o las personas en cues-tión, por la probabilidad del resultado. En deliberación, en cualquier caso, no hablamos de preferencias subjetivas (que es un sesgo pro-cedente del segundo modelo antes estudiado, el subjetivista) sino de valores. Se trata de ver qué curso, que resulte viable en la práctica, optimiza los valores en juego. Ese es el curso que debemos elegir. O dicho de otro modo, en eso consiste nuestro deber. Lo cual significa que el deber exige siempre elegir el curso óptimo. La ética no trata de lo bueno sino de lo óptimo. Cualquier curso peor que el óptimo es malo. Julián Marías escribió un libro de ética que se titula Trata-do de lo mejor.

Esto es deliberar, y en esto consiste la ética, en realizar valores, en llenar de valores la realidad. Tal es nuestra obligación sobre la tierra. Los seres humanos no vivimos en pura naturaleza, precisamente por-que nuestro mundo no es el de los puros hechos. Los hechos soportan valores, y todo lo que hacemos es añadir valor a las cosas. Ese es nuestro deber. El resultado es la cultura. Antes hemos dicho que la cultura es el depósito objetivo, social, de valores. De ahí sale todo. Salen, por ejemplo, los usos, las costumbres, los hábitos, las normas, las leyes, los derechos, etc. El lenguaje primario no es el del derecho, ni el de las leyes o normas; es el de los valores. Dime qué valores tiene una sociedad y te diré qué derecho construye. De ahí que en la gestión de los valores nos juguemos mucho, todo. Nos jugamos lo propio y específico del ser humano, lo que cabe llamar, con toda precisión, la humanidad.

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De la teoría a la práctica: ¿pero cuánto vale un piso?

Todas  estas  reflexiones  han  surgido  a  propósito  de  la  actual  crisis económica. Ha sido, está siendo, al menos en España, una crisis en buena medida inmobiliaria. En ella hay cuestiones que son de he-cho, como los datos económicos que están en su base. Pero hay otras cuestiones, no menos importantes, que son de valor. Y unas terceras que tienen que ver con el deber, con la ética, con lo que debe o no debe hacerse; o mejor, con lo que debió o no debió hacerse. Hemos dicho que las decisiones morales no son verdaderas o falsas, sino prudentes o imprudentes. Pues bien, la cuestión es si las decisiones inmobiliarias que se han tomado en los últimos años han sido pru-dentes o imprudentes.

Si queremos formular esto en términos concretos, la pregunta se-ría: ¿pero cuánto vale un piso? O también, si se amplía más la pre-gunta: ¿cuánto valen las cosas?, o ¿cómo se determina el valor de las cosas?

La respuesta que hoy se le ocurre a cualquiera es que ese valor lo establece el libre juego entre la oferta y la demanda, es decir, el mer-cado. Las cosas valen lo que alguien esté dispuesto a pagar por ellas. ¿Cuánto vale un piso? Lo que la gente esté dispuesta a pagar por él. Cuando no hay demanda, los pisos bajan de precio; bajan menos de lo que uno desearía, porque hay otros factores que influyen en el pre-cio, pero bajan. Ya no tiene sentido hablar, como en otros tiempos, de «precio justo». De hecho, esta terminología ha dejado de utilizarse en la ciencia económica, que la ha sustituido por la de «precio co-rriente» o «precio de mercado». Por supuesto que este precio puede manipularse, elevándolo de modo artificial por encima del precio que establecería el puro mercado. En esto consistiría la incorrección o, si se quiere, la injusticia, en la manipulación del precio de mercado.

El problema es que el mercado nunca se halla en estado puro, ni libre de  influencias  externas. En  lo que  sigue fijaré mi atención en una que no es ajena a la crisis inmobiliaria que padecemos, y que como es bien sabido tuvo su origen en los Estados Unidos. Allí se bajó el precio del dinero del 6,5% al 1% en dos años. Europa hizo algo no tan drástico, pero similar. Esta caída de tipos de interés tuvo como consecuencia que los bancos vieran disminuido su negocio: el

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tipo de interés de los préstamos se redujo y el interés por las cuen-tas corrientes o de ahorro llegó a ser nulo o negativo. Para estimular la actividad bancaria, comenzaron a darse préstamos más arriesga-dos a gentes a quienes en condiciones normales no se les habrían dado, pero a los cuales podían cobrarse mayores intereses a causa del aumento del riesgo. Estas fueron las llamadas hipotecas «ninja» (no income, no ingresos fijos, no job, no empleo fijo, no assets, no propiedades). Para que tales personas pudieran asumir los riesgos de las hipotecas, era necesario alargarlas en el tiempo, con lo cual se hi-cieron a treinta, cuarenta y hasta a cincuenta años. Cuarenta años son toda la vida laboral de una persona, o incluso más. Ni que decir tiene que asumir una deuda de ese calibre implica un alto riesgo. Hay mu-chos imprevistos que pueden hacer inviable el retorno del préstamo; entre otros, el despido, la enfermedad, las crisis económicas, etc. Este riesgo se intentaba paliar diciendo que como garantía estaba el propio piso. Eso es lo que le contaban al cliente en las entidades financieras, y también lo que el propio cliente quería oír. Pero en caso de crisis económica tal creencia se vería desmentida por los hechos, porque el precio de mercado de su piso bajaría y entregándolo al banco no con-seguiría resarcir su deuda, de modo que le seguiría debiendo una bue-na cantidad de dinero. Para el deudor, una catástrofe. Pero en la fase optimista el tomador de la hipoteca no piensa en tal posibilidad, sino en la contraria, en que está haciendo una excelente inversión que le va a permitir dar un pelotazo, ganar mucho dinero, ya que se supone que los pisos seguirán subiendo de precio en los próximos años. De hecho, esos préstamos baratos incrementaron la capacidad adquisiti-va, que entre otras cosas estimuló el mercado inmobiliario y generó un aumento acelerado del precio de las viviendas. Como estas subían de modo imparable, los bancos decidieron conceder créditos hipote-carios mayores que el valor de la vivienda, ya que si el crecimiento continuaba, la casa o el piso valdrían pronto más de lo estipulado en la tasación actual. Con base en tal argumento, se concedieron «hipo-tecas subprime (es decir, hipotecas que eufemísticamente se llamaron subóptimas, con alto riesgo de impago), a diferencia de las llamadas «hipotecas prime» u óptimas, es decir, las sensatas, las prudentes, las de poco riesgo de impago. Ni que decir que esto contribuyó también al incremento acelerado del precio de las viviendas.

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No soy economista, y por tanto no puedo ir más allá en mi aná-lisis. Porque todo esto puede complicarse hasta el extremo, habida cuenta de que si una persona ahorra un poco de dinero y decide con-fiárselo a su banco de siempre, un banco que hasta hace pocas déca-das era meramente comercial, y que poco a poco se ha convertido, las más de las veces sin que el cliente de toda la vida fuera consciente de ello, en un banco de inversión, puede que, casi sin enterarse, se halle metido en los MBS, CDO, CDS, Synthetic CDO y demás productos de la «ingeniería financiera». Jaime Caruana, ex director del Banco de España y del Departamento de Mercados Monetarios y de Capital del FMI, confesó en un informe oficial que esos productos financie-ros eran «estructuras cada vez más complejas y difíciles de enten-der». El caso es que cuando el optimismo decrece y empieza a cundir el pesimismo, las expectativas de beneficio, que antes no nos dejaban ver con claridad el riesgo, se esfuman y el riesgo pasa a primer plano. Y entonces todo el mundo advierte que el riesgo era excesivo, y que quizá fue imprudente al asumirlo. Si el soponcio de tal constatación le deja seguir pensando, advertirá que la catástrofe afecta también al banco, entre otras razones que no son del caso, porque carga con unos pisos que valen menos del dinero que prestó y que además di-fícilmente va a poder colocar en el mercado a corto plazo, incluso a precio reducido. Y si continúa haciendo cábalas, se preguntará por qué los banqueros, que son gentes más bien precavidas, han asumi-do tamaño riesgo. En otros términos, tenderá a pensar que su banco comercial que le financió el piso también fue imprudente al ofrecerle el préstamo. Pero pronto se dará cuenta de que el banco asumió el riesgo porque se sabía con las espaldas cubiertas. El banco esperaba que los Estados no permitieran que entidades de su calibre, a las que los probos ciudadanos han confiado sus ahorros, quebraran, y que por tanto acudirían en su ayuda, como así lo han hecho, tanto los Esta-dos nacionales como el Banco Central Europeo o la Reserva Fede-ral norteamericana. Se ha dejado caer a sociedades de inversión y de capital-riesgo, pero asegurando siempre a los clientes de los bancos comerciales la recuperación de sus ahorros. En España no se ha res-catado a quienes invirtieron en productos filatélicos o compraron los bonos de Nueva Rumasa, pero no se ha dejado caer a las Cajas de Ahorros, de modo que cuando un ciudadano que haya depositado en

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ellas sus dineros pase a retirarlos, se encuentre con que el dinero ya no existe, que se ha evaporado. Como comentaba el ministro griego de Economía el 26 de julio de 2011, ello obligaría a proteger las ofi-cinas bancarias con tanques. No, los bancos comerciales no caerán, o al menos no de igual modo que los bancos de inversión, que eso co-menzaron siendo Lehman Brothers, Goldman Sachs y Morgan Stan-ley. No debemos olvidar que antes de  la crisis financiera estos  tres eran bancos de inversión, y que del primero solo se ha salvado la par-te comercial, a la vez que los otros dos han tenido que transformarse en bancos comerciales. Estos, los bancos comerciales, no hay duda de que fueron imprudentes al ofertar a nuestro imaginario ciudadano la hipoteca, pero también fue imprudente el Estado al permitir em-préstitos de tan alto riesgo.

Ahora, a toro pasado, todos hacemos la misma reflexión: en esta crisis inmobiliaria ha faltado prudencia y ha sobrado corrupción: son los dos ingredientes fundamentales de la llamada «cultura del pelotazo». Los ciudadanos han sido imprudentes al asumir tales deudas,  las entidades financieras,  también, y  lo ha  sido,  en fin,  el Estado al permitirlo, desregularizando la economía. El punto más débil de esta cadena de imprudencias es la del tomador del prés-tamo, el sujeto particular. La imprudencia no está solo en que ha hipotecado su vida entera, sino sobre todo en que al aceptar ese tipo de hipotecas, ha contribuido de forma decisiva al incremento del precio del producto de que se trate, en este caso, de la vivienda. Es un resultado paradójico pero inevitable: el consumidor, el cliente, aumenta el precio del producto al aceptar para comprarlo préstamos leoninos. El por qué sucede tal cosa es obvio: ese tipo de préstamos aumentan artificialmente  la capacidad adquisitiva de  las personas, lo que estimula la demanda, que a su vez incrementa los precios. Si el constructor ve que los clientes pueden hipotecarse a cuarenta o cincuenta años, elevará el precio de sus viviendas, ya que puede hacerlo al resultar asumible por la demanda. El cliente, por tanto, actúa de modo irresponsable aceptando esos préstamos y contribu-ye de modo decisivo al incremento de unos precios que luego no podrá pagar.

Esta especie de círculo infernal tiene su origen en un fenómeno sutil, sobre el que pocas veces se reflexiona. Se trata de saber cómo 

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se establece el precio de las cosas, o cuánto valen las cosas; por ejem-plo, un piso.

Lo primero llamativo es el uso del término «valor». El precio no es un «hecho», ni una cuestión de hecho, sino un «valor», el llama-do valor económico. El valor es siempre el resultado de un proceso de estimación, un fenómeno mental complejo, en el que intervienen factores intelectuales o racionales, pero también emocionales e irra-cionales. La estimación puede ser de un objeto actual, pero en muchí-simos casos se lleva a cabo sobre cosas que no existen más que en la mente de las personas, sobre acontecimientos futuros, especialmente sobre proyectos. El ser humano no puede proyectar algo sin incluir en el proyecto un momento de valoración. Esto es particularmente claro en el caso de la estimación económica, ya que el valor de lo que se compra y se vende no se establece tanto por lo que esa cosa es en el momento presente sino por la estimación de su valía en el futuro. El futuro juega siempre un papel fundamental en la fijación del pre-cio de las cosas.

El problema del futuro es que no resulta del todo previsible; el fu-turo es incierto, más o menos incierto. Los lógicos medievales decían que los futuros son contingentes. Ello explica que intentemos suplir esa incertidumbre, tan incómoda y hasta insoportable para los seres humanos, con motivos o factores irracionales, del tipo de la suerte, las corazonadas, el optimismo o el pesimismo. Son estos factores irracionales los que nos hacen ser imprudentes en nuestras aprecia-ciones.  ¿Cuánto vale un piso? El optimismo nos  lleva a  confiar  en el futuro más de lo que es prudente, y por tanto a sobrevalorarlo. El piso vale «x» (que será mucho si el optimismo previo nos ha llevado a aceptar una hipoteca imprudente que ha contribuido a su sobrevalo-ración), y estamos dispuestos a pagar ese precio porque, como somos optimistas, esperamos que en el futuro valga más de lo que hemos pagado, aunque haya sido mucho o aunque el precio fuera desorbita-do. El optimismo nos hace tomar lo imprudente por prudente, y rea-lizar de ese modo una decisión errónea. Esto es lo que provoca las fases inflacionistas en la economía. En las crisis sucede lo contrario, que cunde el pesimismo y con él baja el precio de las cosas más de lo que la prudencia aconseja. Y la economía se mueve en forma pen-dular, con ciclos de expansión y retracción, debido a este fenómeno.

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Naturalmente, los gobernantes intentan evitar las crisis económicas, lo que  les  lleva a negar  los  fenómenos de  recalentamiento a fin de que no cunda el pesimismo, con lo cual se da la paradoja de que ellos contribuyen también a promover la toma de decisiones imprudentes, hasta que la burbuja estalla. El ejemplo paradigmático de esto lo he-mos tenido en el comportamiento del presidente Zapatero al comien-zo de la actual crisis.

Los psicólogos saben bien que optimismo y pesimismo no son dos sentimientos parejos. Cada uno de ellos tiene una función pre-cisa muy distinta. El optimismo es una visión sesgada de la realidad que  nos  lleva  a minusvalorar  las  dificultades  de  los  proyectos  que concebimos y que de ese modo nos estimula a emprenderlos (Kahne-man, 2012, 334-347). Ante cualquier objetivo que nos propongamos, la previsión de tiempo, coste y riesgos es por lo general muy inferior a la real. Parece que se trata de una conducta aprendida a través de la evolución, necesaria para emprender tareas que de otro modo no iniciaríamos, y que por tanto es un mecanismo biológico de supervi-vencia. Nuestras expectativas son siempre irreales, porque se hallan de origen fuertemente sesgadas. No hay duda de que eso es lo que sucede en las fases inflacionistas de la economía, y es también lo que permite augurar que estas no acabarán nunca, y que por tanto seguirá habiendo ciclos económicos, por más que intentemos controlar nues-tro optimismo incrementando la prudencia. Aquí es donde entran en crisis las teorías económicas clásicas, según las cuales el ser humano es un preferidor racional que toma decisiones de acuerdo con la utili-dad esperada. Eso, de hecho, no sucede así.

El optimismo, como vemos, tiene su propia lógica, que no es pura-mente racional. Pero es que el pesimismo también tiene la suya, que tampoco es estrictamente racional, pero que además resulta distinta de la del optimismo. Una de las características más curiosas de esto que cabe llamar pesimismo en la toma de decisiones, es la conocida aversión a las pérdidas (Kahneman, 2012, 369). Los seres humanos preferimos no correr el riesgo de perder algo, aunque sea poco, antes que tener mayores probabilidades de ganar bastante más. Desde el punto de vista de la teoría de la elección racional esto es ilógico, pero es el modo como funciona nuestra mente. Esta aversión a las pérdi-das es lo que explica que en las fases bajas de los ciclos económicos,

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la actividad baje hasta límites inferiores a los que predice la teoría de la elección racional.

Para explicar estos fenómenos, Daniel Kahneman ha propuesto distinguir entre dos dimensiones del psiquismo humano, lo que él lla-ma dos yo, que denomina, respectivamente, Sistema 1 y Sistema 2. El primero se dispara con rapidez, es muy intuitivo, a diferencia del segundo, que es mucho más lento y tiene carácter muy reflexivo. En las decisiones humanas la delantera la toma siempre el primero de esos sistemas que, a pesar de su utilidad, tiene múltiples sesgos. Uno, muy importante, es su carácter básicamente emocional, de tal modo que en él juegan un gran papel las filias y fobias. Otro, que su modo de tomar decisiones es profundamente dicotómico, dilemático, de tal forma que para él las cosas son blancas o negras, buenas o malas, agradables o desagradables, pero con poca sensibilidad para los mati-ces. Eso es lo que intenta compensar el Sistema 2, que tiene la carac-terística de ser más racional, pero a la vez desesperadamente lento. La teoría de la elección racional estaría en este segundo nivel, y el hecho de que los seres humanos tomemos decisiones tan poco racio-nales se debe, según Kahneman, al tremendo poder que sobre noso-tros ejerce el Sistema 1. Esta es la explicación, dice, de que los seres humanos tengamos tanta alergia a la estadística y a la incertidumbre, siendo así que es el modo más sensato o razonable de proceder.

Cabe concluir de esto que las decisiones económicas erróneas de los ciudadanos se deben al optimismo inveterado que padece el Sis-tema 1 y a la aversión que tiene a que le controle el Sistema 2. Los seres humanos nos equivocamos en nuestras decisiones económicas porque nos cuesta razonar siguiendo los criterios de la teoría de la elección racional. De lo que cabe concluir que la teoría de Kahne-man, si bien ha puesto en evidencia los sesgos de la racionalidad hu-mana en el proceso de toma de decisiones, lo ha hecho, precisamente, para reforzarla, aumentando su potencia y mejorando su rendimiento. Al tener en cuenta los sesgos descritos, la citada teoría gana en preci-sión y eficacia.

Pero aquí es donde está la limitación del modelo. Se parte de la teoría de la elección racional y se busca completarla o perfeccionarla incluyendo factores que sesgaban sus resultados, y que ahora pueden ser tenidos en cuenta. Ahora bien, la cuestión de base es si el modelo

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lógico de la teoría de la elección racional es el adecuado para entender cómo funciona lo que Kahneman llama el Sistema 2. Y mi opinión es que no. Las razones son varias. La primera, porque en ese modelo se sigue manteniendo la tesis moderna de que los valores son puramente subjetivos e irracionales, de modo que son reducidos a puras «prefe-rencias». Dicho de otro modo, el problema del modelo de Kahneman es que identifica valores con emociones y sentimientos y los relega al Sistema 1, lo cual es completamente incorrecto. Por otra parte, y esta es la segunda razón, el procedimiento de toma de decisiones no puede ser meramente estadístico, habida cuenta de que ahora es necesario in-cluir también los valores. Y es que, por muchas vueltas que demos al asunto, siempre llegaremos a la misma conclusión, a saber, que el pro-cedimiento de toma de decisiones es la deliberación y no meramente la estadística, y que su término no es una cantidad numérica, una cifra, sino un juicio prudencial. Puestos a buscar errores en esta crisis, ha-bría que ver si uno de los más importantes no es el modo como se nos ha educado en la toma de decisiones, a partir de unos modelos teóri-cos muy defectuosos, cuando no claramente incorrectos.

He utilizado repetidamente los términos prudencia e imprudencia. Uno es prudente o imprudente cuando toma una decisión. La pruden-cia tiene que ver, pues, con la toma de decisiones, que es o debe ser el resultado del que se denomina razonamiento práctico. Si hemos sido imprudentes, ello puede ser debido a que hemos razonado mal. Tras lo ya dicho, está claro que el defecto puede estar en varios puntos. Uno de ellos, el primero, es el relativo a los «hechos», entendidos en  el  sentido  estricto  de  la  economía  positiva  o  científica. Aquí  es donde tienen su puesto las llamadas leyes económicas, los modelos predictivos y las previsiones de la teoría de la elección racional. Con malos hechos o con hechos mal analizados, no puede irse muy lejos. El libro de Pedro Schwartz, La economía explicada a Zapatero y a sus sucesores (Schwartz, 2011) es buena muestra de los errores de bulto que se han cometido en el orden de los hechos económicos en la política española de los últimos años. Sí, se puede ser imprudente por errores graves en el orden de los hechos. En el caso de Zapatero, cabe pensar que no ha sido esa la única causa, sino que también han influido cuestiones de valor. De hecho, a esto es a lo que siempre ha apelado, a la justicia social, a la equidad, etc.

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En esto de los valores ya hemos visto que la historia se la han re-partido dos doctrinas, la objetivista y la subjetivista. Para la primera los valores son, bien realidades, como en el caso platónico, bien cua-lidades objetivas de las cosas. La subjetivista, por el contrario, hace de ellos cualidades subjetivas e irracionales. Tanto en una como en otra se da el fenómeno de la tiranía, que ha llevado con frecuencia a la actuación imprudente. En eso el valor económico se compor-ta como cualquier otro. En todos ellos es posible tanto la prudencia como la imprudencia y la tiranía. Quizá eso es lo que se advierte con especial claridad en las situaciones de crisis, como la actual. De ahí la necesidad de resaltar la importancia de poner a punto una tercera actitud como alternativa a las dos descritas. Sobre esto ha trabajado denodadamente la filosofía de la última centuria. De la tesis moderna ha surgido algo que hoy resulta irrenunciable, a saber, que los proce-sos de valoración son en muy buena medida emocionales. Esto sig-nifica que no pueden ser racionales, si por racionalidad se entiende la propia de las proposiciones de hecho. Pero eso no quiere decir que los valores no tengan su propia lógica, o dicho en otros términos, su específica racionalidad. El que no sean racionales al modo de las pro-posiciones de hecho, no nos legitima para calificarlos de irracionales. Entre la racionalidad y la irracionalidad hay un amplio espacio inter-medio, el específico de la razonabilidad y de la prudencia.

Este es el espacio propio de las proposiciones de valor. En tér-minos  aristotélicos,  ello  significa que  su  lógica no  es  la  apodíctica sino otra más sutil, que Aristóteles llamó dialéctica. Es la lógica de la plausibilidad, probabilidad o razonabilidad. Nuestras opciones de valor no podrán ser nunca completamente racionales, pero sí estamos obligados a que sean razonables. Y el procedimiento propio de la ra-zonabilidad es, ya desde el tiempo de Aristóteles, la «deliberación». La deliberación es el procedimiento, el método, y la prudencia, el término, el resultado. Nuestras opciones de valor no son verdaderas o falsas, como los teoremas de matemáticas, sino prudentes o impru-dentes. Si lo primero, a tales decisiones les cumple el calificativo de razonables; si lo segundo, de no razonables, que en cualquier caso no es lo mismo que irracionales.

La razonabilidad obliga a incluir los valores en las decisiones y buscar su máxima promoción, pero también a tener en cuenta las cir-

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cunstancias de cada caso y las consecuencias previsibles. Es el tercer momento del proceso decisorio. El primero es el propio de los he-chos, el segundo el de los valores y el tercero el de los deberes. Se puede ser ignorante, imperito e imprudente en todos y cada uno de ellos. Ya lo hemos visto en el orden de los hechos. En el de los va-lores, nos ha quedado claro que es preciso entender su lógica interna y evitar concepciones erróneas que conducen a la llamada tiranía de los valores y por tanto a la imprudencia. Ahora toca ver cómo ser prudente en el último de los niveles, el propiamente moral, el relativo a los deberes.

El deber, decíamos, es realizar valores, pero teniendo en cuenta todos los que se hallan implicados en una situación real, y además ponderando las circunstancias y previendo las consecuencias. En esto consiste el proceso de deliberación, cuyo término es la prudencia. Ni que decir tiene que tomar la decisión que promueva la máxima rea-lización de todos los valores en juego a la vez, será por lo general imposible. Optar por un valor lleva, en la mayoría de los casos, a no atender con la misma intensidad a otro u otros. De ahí la necesidad de buscar siempre el curso de acción que optimice en esas circuns-tancias todos y cada uno de los valores en conflicto, o que los lesione en la menor medida posible. No se trata de elegir el más importante en detrimento de los otros, dado que estos son valiosos y nos obli-gan a su promoción o, al menos, a su no lesión. Se trata de ver si es posible realizar todos sin lesionar ninguno (sería una especie de óptimo de Pareto), o cuando eso no resulta posible, si somos capa-ces de encontrar un punto de equilibrio que minimice las pérdidas de cada uno y que por tanto beneficie a todos (lo que viene a ser una aplicación concreta del equilibrio de Nash). La decisión no podrá, en cualquier caso, tomarse de modo mecánico, aplicando una fórmula, aunque solo sea porque las magnitudes a considerar no son cuantifi-cables cardinalmente, pero tampoco de modo ordinal, ya que el cri-terio a aplicar no es solo el de jerarquía de los valores. El proceso es más complejo, y por eso el procedimiento ha de ser la deliberación.

Las decisiones pueden ser imprudentes por defecto en el análisis de los hechos, de los valores o de los deberes, o por creer que puede pasarse por alto cualquiera de esos tres momentos. Uno de los errores más usuales procede de la inadecuada conceptuación de lo que son

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los valores y del papel que deben desempeñar en la toma de decisio-nes. Me da la impresión de que en economía sigue imperando la tesis de que los valores de los seres humanos son irracionales, y que por tanto lo único que cabe es manejar bien las leyes económicas, es de-cir, no el valor económico en tanto que valor sino el valor económico en tanto que hecho. Se me dirá que la economía trata de los hechos económicos, no de los valores o, siguiendo a Robbins, de los medios, no de los fines. Pero eso, con ser verdad, no es toda la verdad. Es ver-dad, porque no hay duda de que la economía es una ciencia social, y que las ciencias sociales se ocupan de los hechos sociales y humanos. Pero no es toda la verdad, porque, quiéranlo o no, están trabajando con valores, y por tanto no pueden prescindir de ellos. Excluir com-pletamente los valores de las ciencias sociales es ya hacer una opción de valor, y no de las más inteligentes. Negarse a valorar es ya valo-rar, pero negativamente. La consecuencia es que se manejan valo-res, pero sin conciencia clara de ello, lo que lleva a tratarlos siempre como meramente instrumentales. Como es obvio, siempre ha habido reacciones ante este modo de enfocar la economía. Robbins cita, ya al final de su libro, las opiniones de Hawtrey (Hawtrey, 1925, 184 y 203-215) y Hobson (Hobson, 1929, 120-140), y escribe:

En los últimos años, algunos economistas, comprendiendo esta incapa-cidad de la Economía, así concebida, para darnos una serie de princi-pios aplicables en la práctica, han sostenido que las fronteras impues-tas al objeto de nuestra ciencia deben ser ampliadas para incluir dentro de ellas los estudios normativos. Hawtrey y J. A. Hobson, por ejemplo, han sostenido que la Economía no solo debiera tener en cuenta las va-loraciones y las normas éticas como datos conocidos en la forma ex-plicada más arriba, sino que debiera pronunciarse acerca de la validez final de estas valoraciones y normas. Hawtrey dice que «la Economía no puede disociarse de la Ética». (Robbins, 1945, 147-8)

Y tras exponer la opinión de estos dos autores, Robbins despacha el asunto con el siguiente comentario:

Por desgracia, parece imposible asociar lógicamente los dos estudios si no es por una mera yuxtaposición. La Economía opera con he-

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chos susceptibles de comprobación; la ética con valoraciones y obli-gaciones. Los dos campos de investigación corresponden a planos diversos. Entre las generalizaciones de los estudios positivos y las de los normativos existe un abismo lógico que no puede disfrazarse ni salvarse por yuxtaposición en el espacio o en el tiempo. (Robbins, 1945, 148)

Hoy, en plena crisis económica, muchos han caído ya en la cuen-ta de que la neutralidad axiológica es ya una opción axiológica. La economía trata de un valor, el económico, y por tanto no puede dar la espalda al mundo del valor, porque las consecuencias de esto pue-den llegar a ser desastrosas. Lo que no quiere decir, obviamente, que el tema de los valores sea del dominio exclusivo o prioritario de la economía, ni tampoco que deba constituir el núcleo de tal disciplina. La economía se ocupa prioritariamente de los hechos, de los hechos económicos, pero no es posible desligar estos de los valores. Este si es un error lógico, como se ha encargado de señalar la filosofía a lo largo de todo el siglo XX. Y un error lógico que por sí solo lleva a la toma de decisiones imprudentes.

Llegado a este punto estoy en la obligación de dar razones de lo que acabo de decir,  y por  tanto de explicar qué puede  significar  la expresión: el valor económico en tanto que valor. Para ello, volva-mos al ejemplo del precio de un piso. La teoría objetivista pensaba que había un precio justo distinto del precio del mercado, que para los autores escolásticos no venía determinado solo por los costes de producción sino además por la abundancia o escasez del producto, la estima que hubiera por él, etc. Todos esos factores conformaban su precio natural, que venía dado por el equilibrio entre el sobreprecio a que tendía el vendedor y el infraprecio que buscaba el comprador. Ese equilibrio, especie de punto intermedio, era el que se lograba me-diante el regateo o por cualquier otro procedimiento en el que deli-beraran ambas partes. El precio justo, por tanto, permitía un margen de variabilidad que cabe llamar normal, prudente o razonable. Pero superado ese margen, se estaba lesionando el principio de equivalen-cia, y por tanto podía asegurarse que la transacción no cumplía con los requisitos propios de la justicia conmutativa. Se trataba, pues, de un trueque o de un intercambio injusto. Esto se debía, por lo general,

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a que una parte, la vendedora, tenía la capacidad de imponer el precio del producto sin que el comprador pudiera intervenir en ello, debido, las más de las veces, a la imperiosa necesidad que tenía del producto. El propio Aristóteles advirtió ya que al vendedor le interesa «conse-guir, siempre que sea posible, el monopolio» (Aristóteles, 1970 b, Pol I 11: 1259 a 20-21). También Adam Smith avisó de los peligros de los monopolios, dado que al acaparar la demanda, pueden poner los productos al precio que ellos quieran, que siempre será superior al que los escolásticos llamaban natural o justo, y los economistas clásicos precio de libre mercado. En el caso de las viviendas, los ban-cos actúan casi como monopolios, ya que hoy resulta prácticamente imposible adquirir una vivienda sin una hipoteca cuyas condiciones establecen ellos. Lo que hemos llamado hipotecas insensatas o im-prudentes han sido promovidas por ellos en un intento de ganar cota de mercado a la competencia. Esas condiciones insensatas e impru-dentes, además de elevar el precio de los inmuebles por encima de los límites que cabe considerar razonables o prudentes, han conduci-do a la actual situación.

Para estimar el precio razonable o prudente es necesario ponderar en un proceso deliberativo los hechos y las leyes que constituyen el cuerpo de la ciencia económica, y además incluir en él todos los va-lores en juego, no solo el valor económico, e introducir también las circunstancias del caso y las consecuencias previsibles, tomando la decisión a la vista de todo ello. Es, sin duda, el procedimiento más complejo, porque obliga a tener en cuenta no solo las variables eco-nómicas, sino otras muchas. De ese modo es muy probable que no consigamos maximizar la eficiencia económica de nuestras decisio-nes, ni individual ni colectivamente. Es también posible que, en rela-ción al valor económico, hayamos de renunciar al óptimo de Pareto y conformarnos en el orden colectivo con una suerte de peculiar equili-brio de Nash, pero esto que se pierde en eficiencia económica, puede ganarse en valía humana. Que a fin de cuentas, es de lo que se trata.

¿Cuánto vale una casa? El valor es el resultado de un proceso de estimación. La estimación de los valores instrumentales hemos de hacerla por su uso, que está necesariamente relacionada con nuestra apreciación de los valores intrínsecos. Y tanto unos como otros tie-nen la característica de que no pueden estimularse unilateral o indivi-

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dualmente, sin tener en cuenta los demás, caso de que quiera evitarse su «tiranía», de modo que la promoción de todos sea armónica. Pon-derar todos estos factores es complicado y exige un riguroso proceso de deliberación. Su resultado será la toma de decisiones prudentes. El valor de las cosas no es un hecho sino el resultado de un proceso de estimación. No todas las estimaciones son iguales. Las hay prudentes y las hay imprudentes. Uno tendería a pensar que esas estimaciones, como todo lo demás en la vida, se ordenarían conforme a la denomi-nada «distribución normal» de Gauss, de modo que en ambos extre-mos se situarían los «imprudentes», en uno los «pesimistas» y en el otro los «optimistas», de modo que el centro lo ocuparan los «norma-les» o «prudentes». Pero el pesimismo y el optimismo colectivo, al menos en el área económica, no siguen los criterios de la distribución normal, sino que los respectivos extremos tienden a rebasar el límite razonable de una y media veces la desviación estándar, invadiendo la parte central. Esto es lo que ha llevado a hablar de «colas pesadas» y a poner a punto instrumentos matemáticos como la teoría de los valo-res extremos y la Distribución de Lévy.

Adviértase que el optimismo y el pesimismo, y por tanto la impru-dencia en las decisiones, es independiente del tipo de doctrina econó-mica que se profese, ya que afecta tanto a la tesis objetivista como a la subjetivista, o se opere con la teoría del coste y sus derivadas o con la de la utilidad y las suyas. Y es que lastra de modo general a todos nuestros procesos de evaluación de los acontecimientos, sesgándo-los peligrosamente. No solo sesga nuestra percepción de la realidad, sino también su valoración, todo lo cual contribuye a que nuestras decisiones sean imprudentes. Decisiones prudentes no son decisiones ciertas, ni seguras, pero sí ponderadas, razonables, sensatas; es decir, son aquellas que, como ya dijera Aristóteles, se sitúan en el término medio. Aquí el énfasis hay que situarlo en la madura deliberación, que es el punto fuerte de la racionalidad práctica en cualquiera de sus dimensiones, la económica, la política o la moral.

La deliberación tiene por objeto la toma de decisiones; de unas decisiones  que merezcan  el  calificativo  de  prudentes. Nadie  está  a salvo de equivocarse en sus decisiones. Pero el asunto no está en no equivocarse sino en ser prudente. Tal es nuestra obligación, y eso es lo que ha faltado en la actual crisis. No es solo que los seres humanos

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tendamos al optimismo y al pesimismo de modo irracional; es que, además, las decisiones irracionales o imprudentes resultan muy bene-ficiosas para muchos, y por tanto pueden estimularse de forma inten-cionada. De lo primero nos advertía ya Cantillon, al escribir: «ocurre a menudo que muchas cosas, actualmente dotadas de un cierto valor intrínseco, no se venden en el mercado conforme a ese valor: ello de-pende del humor y la fantasía de los hombres y del consumo que de tales productos se hace» (Cantillon, 1755, 36). Y sobre lo segundo, basta la constatación de que para muchos puede resultar interesante la manipulación del humor o la fantasía de las personas, para conse-guir objetivos económicos satisfactorios para ellos, pero impruden-tes, temerariamente imprudentes para estas. Cabe pensar si no es algo de esto lo que ha desencadenado la presente crisis.

Un libro muy reciente del profesor de ética de la Universidad de Harvard, Michael J. Sandel, titulado Justice: What’s the Right Thing to Do? se abre con el debate sobre el «precio justo» que se produjo en los Estados Unidos como consecuencia del huracán Charley que azotó Florida en el verano del año 2004. Murieron veintidós personas y los daños ascendieron a 11.000 millones de dólares. Las comunica-ciones se interrumpieron, múltiples edificios sufrieron graves desper-fectos y hubo problemas de abastecimiento. Como consecuencia de todo ello, los precios de productos de primera necesidad alcanzaron precios  que  los  ciudadanos  no  dudaron  en  calificar  de  «abusivos». Las bolsas de hielo que las gasolineras vendían a dos dólares llegaron a costar diez. Como muchos árboles cayeron encima de las casas, por retirar dos árboles del tejado de una casa se pidieron 23.000 dólares. La falta de fluido eléctrico hizo que los pequeños generadores para uso doméstico pasaran de valer 250 dólares a más de 2.000. Las ha-bitaciones de los hoteles cuadruplicaron su precio. «Tras la tormenta, los buitres», rezaba un titular en el periódico USA Today. «No está bien aprovecharse de las desgracias de los demás», clamaba la gente. Y Charlie Crist, fiscal general del Estado, declaró: «Estoy asombrado de hasta dónde debe de llegar la codicia en el corazón de algunos para que pretendan aprovecharse de quienes están sufriendo por un huracán» (Sandel, 2011, 11). Ni que decir tiene que inmediatamen-te estalló la polémica entre los que consideraban intolerable lo que estaba sucediendo, y aquellos otros para los que no solo era lógico

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que hubieran subido los precios al escasear la oferta e incrementarse la demanda, sino que además sería bueno para el Estado de Florida, dado que el incremento de los precios atraería inversiones a la zona, etc. Un economista, Thomas Sowell, publicó en el Tampa Tribune que «precio abusivo» es «una expresión emocionalmente potente pero carente de sentido desde el punto de vista económico, de la que prescinden la mayoría de los economistas porque les parece demasia-do confusa para tenerla en cuenta», y que, por otra parte, «los «pre-cios abusivos» le vienen bien a la gente de Florida» (Sandel, 2011, 12). El  fiscal  general Crist  le  respondió,  como habrían  hecho Luis de Molina o Richard Cantillon, que en esa situación de crisis no tie-ne sentido hablar de libre mercado: «No se trata de la situación nor-mal de libre mercado, en la que los compradores deciden libremente, por su propia voluntad, acudir al mercado para encontrarse allí con quienes venden, por su propia voluntad también, y acordar con ellos un precio basado en la oferta y la demanda. Un comprador sujeto a coerción por una emergencia no tiene libertad. Forzosamente ha de adquirir lo que necesita, por ejemplo un alojamiento seguro» (San-del, 2011, 13).

¿Qué deducir  de  este  ejemplo? Que  los precios de mercado va-rían dentro de límites que cabe considerar prudentes o imprudentes. Cuando esto último sucede, como acontece en las crisis, como por ejemplo las catástrofes, pero no solo en ellas, es preciso poner límites a la variabilidad, evitando el abuso o la especulación. Eso tiene que hacerlo la autoridad pública a través de regulaciones y leyes. ¿Por qué? Porque en toda situación y en todo intercambio de bienes hay valores implicados más allá del puramente económico. Abstraer to-dos esos otros valores y dejar el asunto reducido al puro valor eco-nómico es una simplificación irreal y artificiosa. De ahí que Michael Sandel concluya:

Una sociedad donde se explota al prójimo para conseguir una ga-nancia económica en tiempos de crisis no es una buena sociedad. La codicia excesiva es, pues, un vicio que una buena sociedad debe des-alentar, si puede. Las leyes contra los precios abusivos no pueden abolir la codicia, pero sí pueden, al menos, restringir sus expresiones más desaprensivas y demostrar que la sociedad las desaprueba. Al

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castigar el comportamiento codicioso en vez de recompensarlo, la sociedad expresa su adhesión a la virtud cívica del sacrificio compar-tido por el bien común. (Sandel, 2011, 16)

El Estado de Florida tiene una ley que prohíbe las subidas especu-lativas de precios. Los que aprobaron esa ley no es que estuvieran reivindicando la vieja doctrina escolástica del «precio justo», al modo de los partidarios de la teoría objetivista o intuicionista del va-lor, pero tampoco consideraban el mercado como el único criterio regulador del precio, como afirman tantos partidarios de la teoría que hemos llamado subjetivista o emotivista del valor. En la determina-ción del precio hay que tener en cuenta, por supuesto, el mercado, pero también otros valores que están en juego, que no podemos dejar completamente de lado al tomar una decisión. Por más que resulten económicamente muy rentables, ciertas decisiones no pueden con-siderarse moralmente correctas. Solo así se explican, por ejemplo, la intervención de los precios de los fármacos en la mayor parte de los países de la Europa occidental, o los precios «políticos» puestos a ciertos servicios públicos en aras del bien común, o, en fin, la de-cisión tomada por los gobiernos de Francia, Italia, Bélgica y España en agosto de 2011 de prohibir la especulación a corto plazo contra la banca en sus respectivas bolsas. Abusar de los débiles o de quienes se encuentran en necesidad o en gran precariedad no es correcto. Y por ello elevar astronómicamente los precios debe ser considerado incorrecto o, cuando menos, imprudente. Ya no cabe hablar, como en otros tiempos, de precio justo, pero sí de precio razonable o pru-dente. Optar por el máximo beneficio económico, caiga quien caiga, en detrimento de otros valores muy importantes, es incorrecto, pre-cisamente porque se trata de un curso extremo. Como también lo es pensar que como poner coto a eso es la obligación del Estado, caso de que no cumpla con ella el problema es suyo y no nuestro. Y lo es, en fin, el creer que el único deber moral del economista y el empresa-rio es la maximización de beneficios, y que todo lo demás tiene que venir marcado por las normas jurídicas. No es que estas no deban hacerlo en lo posible, es que no cabe reducir la ética al derecho, ni pensar que los deberes morales de cualquier persona o de cualquier institución finalizan con el cumplimiento de las normas jurídicas, por 

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detalladas y correctas que estas sean. Hay deberes morales que no pueden ni deben venir impuestos por la ley. Piénsese, por ejemplo, en el deber de buena ciudadanía, o el de responsabilidad social de las empresas, y con ellos tantos más. Optar por el beneficio econó-mico como único objetivo es elegir un curso extremo de acción, con detrimento palmario de los otros valores en juego. El objetivo moral irrenunciable es siempre la opción por el curso óptimo, que como ya hemos dicho suele ser intermedio. El curso óptimo solo puede iden-tificarse con un curso extremo cuando todos los cursos intermedios han resultado ineficaces, que no es el caso. El curso extremo no sería el curso óptimo de acción si hubiéramos deliberado sobre todos los valores en juego en esas circunstancias concretas. De lo que cabe de-ducir que, por más que no sea posible seguir defendiendo la antigua teoría del «precio justo», sí es necesario afirmar que ciertos precios son injustos, aunque resulten muy lucrativos desde el punto de vista económico, o quizá por ello mismo.

¿Por dónde empezar?

En una tremenda situación de crisis, la invasión napoleónica, el filó-sofo Fichte pronunció en Berlín sus famosos Discursos a la nación alemana. En ellos propuso a su país una meta que, dejando atrás el ancestral egoísmo de los individuos de nuestra especie, aspirara a una vida acorde con la verdadera vocación y destino de los seres huma-nos. Y junto a la meta, propuso un medio: la reforma radical de la educación de la juventud. Esa reforma es la que explica la mayor parte de los éxitos germánicos de los dos últimos siglos.

La verdadera esencia de la nueva educación consiste en el arte segu-ro y circunspecto de formar al educando en pura ética. En pura ética, dije. La ética en que ella le educa existe como algo primordial, inde-pendiente y autónomo; algo que por sí mismo tiene vida propia, de ninguna manera como algo que está imbuido e inmerso en algún otro impulso no ético. (Fichte, 1984, 81)

De lo que se trata es de formar al joven en la ética, entendida como la actuación por el único móvil rigurosamente ético, que es el deber.

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Este es el móvil moralmente autónomo, y todos los demás, aquellos que según Fichte ha estado promoviendo la educación anterior a su propuesta, son heterónomos.

Esto mismo pretendió Ortega en España (Cerezo, 2011, 298-308). Tal fue el objetivo de la Liga de Educación Política Española, consti-tuida en octubre de 1913, y puesta de largo con el discurso que Ortega pronunció en el Teatro de la Comedia el 32 de marzo de 1914, bajo el título de «Vieja y nueva política». No es un azar que ya en su comienzo citara por dos veces a Fichte. En la primera dice que el secreto de la política consiste en «declarar lo que es», y en la segunda explicita lo que tal cosa puede significar de esta forma: «la misión que, según Fich-te, compete al político, al verdadero político [consiste en] declarar lo que es, desprenderse de los tópicos ambientes y sin virtud, de los mo-tes viejos y, penetrando en el fondo del alma colectiva, tratar de sacar a luz en fórmulas claras, evidentes, esas opiniones inexpresas, íntimas de un grupo social, de una generación, por ejemplo» (Ortega y Gasset, 2004-2010, I, 711). Como tantas veces sucede con Ortega, este texto dice más de lo que parece decir. La función del político no consiste en dejarse llevar por lo que Ortega llama «los tópicos recibidos y ambien-tes», «las fórmulas de uso mostrenco que flotan en el aire público», que «como una costra de opiniones muertas y sin dinamismo» se depositan sobre el alma colectiva. Esto, como diría Fichte, es pura heteronomía. De lo que se trata es de lo contrario, de promover la autonomía, la res-ponsabilidad de las gentes, en este caso de España, sacando de ellas lo mejor de sí mismas. Esto es lo que Ortega entiende por «desprenderse de los tópicos ambientes y sin virtud, de los motes viejos y, penetrando en el fondo del alma colectiva, tratar de sacar a luz en fórmulas cla-ras, evidentes, esas opiniones inexpresas, íntimas» que todos llevamos dentro y que constituyen lo mejor de nosotros mismos. Eso es lo que él y sus compañeros de generación y de empeño, quisieron aportar en ese momento a la vida y a la política española. Se trataba de remorali-zar España, reeducando a España. No es que confundieran el idealis-mo ético con el pragmatismo político. Ortega lo dice expresamente. Pero pobre política será aquella que no sepa sacar lo mejor del alma colectiva de un pueblo. Lo que Ortega llama «vieja política» no lo ha hecho. La «nueva política» tiene eso como misión. Ortega cree que es el destino histórico de la generación española a la que pertenece. Vana

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esperanza. El fracaso de tal empeño orteguiano es de sobra conocido. Aunque conviene no olvidar que en ese espíritu propiciado por Ortega se ha formado lo mejor de las últimas generaciones de españoles. Me pregunto si el programa no sigue vivo y si no debería constituir tam-bién el gran objetivo de las actuales generaciones de españoles.

En el siglo que nos separa de 1913 son muchas las cosas que han cambiado, pero hay algo que permanece idéntico, y es que solo las personas autónomas pueden hacerse real cargo de su destino, tanto individual como colectivo. Lo demás es lo que en tiempos de Or-tega se llamaba «masa», término hoy impronunciable, quizá por su carácter invasivo. El sociólogo David Riesman publicó el año 1950 un famoso libro titulado The lonely crowd, la muchedumbre solitaria, donde analizaba el incremento de la other-directedness en la socie-dad norteamericana posterior a la segunda guerra mundial, a conse-cuencia de fenómenos nuevos, como la televisión. El inner-directed man era cada vez menos frecuente. Y si eso podía afirmarse hace se-senta años, cuánto más hoy día.

Hemos educado a nuestra sociedad moderna, sobre todo a partir de las revoluciones liberales, más que en la ética, en el derecho, es decir, en una dogmática secularizada que viene a sustituir a la an-terior dogmática religiosa o teológica, pero que no por ello deja de ser dogmática. Es frecuente confundir la ética con los derechos hu-manos. Es un gravísimo error. El lenguaje propio de la ética no es el del derecho sino el del deber. Y ambos no son términos que puedan considerarse correlativos. No es verdad que a todo derecho corres-ponda un deber y viceversa. Hay muchos más deberes que derechos. Por otra parte, con el derecho como arma, arma de defensa y también arma de ataque, es muy difícil ejercer la autonomía moral, es decir, tomar decisiones ponderadas y prudentes tras madura deliberación sobre  los  valores  en  conflicto  y  las  circunstancias  propias  de  cada situación. Cuando alguien tiene un derecho, busca defenderlo con uñas y dientes, se enroca en él y exige su respeto por parte de todos los demás. No digo que no deba haber derechos para asegurar las condiciones mínimas de convivencia social. Pero cifrarlo todo en los derechos, o aún peor, confundir el derecho con la ética, es cometer un suicidio moral. Me pregunto si no es esto lo que en buena medida está sucediendo hoy.

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Un ejemplo puede aclarar lo que pretendo decir. La crisis actual se está viendo por muchos como una contienda entre dos concepcio-nes de la economía y de la política, la liberal a ultranza y la propia del llamado Welfare State. El hecho de que Europa esté sufriendo la crisis en primera línea, hace pensar a muchos que ello se debe al Estado de bienestar del que los europeos dicen estar tan orgullosos. El 8 de agosto de 2011 publicaba Robert J. Samuelson en su colum-na semanal en The Washington Post un artículo titulado «The Big Danger is Europe». La tesis de Samuelson es que en Europa «dema-siados países tienen demasiada deuda». Por otra parte, el crecimien-to económico, que es el que puede ayudar a devolver ese dinero, es demasiado débil. Mientras la crisis se ha centrado en países peque-ños, como Grecia, Irlanda o Portugal, los demás han podido salir al rescate, pero con dificultad, porque ellos también están muy endeu-dados. De ahí que el rescate se haga imposible caso de que la crisis financiera afectara a  los mayores. Con ellos no hay  rescate posible dentro de la propia Unión Europea. La consecuencia es clara: Euro-pa está viviendo por encima de sus posibilidades, porque consume más que lo que produce. Para evitarlo, se están introduciendo drás-ticas medidas de austeridad. Pero eso ralentiza la economía, con lo cual la crisis financiera y económica se convierte también en política y social. Y Samuelson saca la siguiente conclusión: «El alardeado modelo europeo de generosos estados del bienestar reniega a pasos agigantados de sus promesas». Está claro que Robert Samuelson no es tan partidario como lo fue Paul Samuelson de la economía keyne-siana. Para él la culpa del endeudamiento excesivo de las economías europeas hay que buscarla en un Estado de bienestar que ha pretendi-do cubrir todas las contingencias negativas de las personas mediante un amplísimo sistema de derechos humanos, en especial los llamados derechos económicos, sociales y culturales. Y como los ciudadanos lo ven como un derecho, lo exigen imperativamente y no están dis-puestos a renunciar a ello. Es un derecho adquirido, y en ese tipo de derechos no hay retroceso posible. Esos derechos deben cubrirse in-cluso poniendo en riesgo la propia estabilidad del país.

En este debate, como en tantos otros, parece que lo que se halla en juego es libertad de mercado frente a estado de bienestar, y que en una de esas teorías ha de encontrarse la solución. Y ahí reside, a

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mi entender, el grave error. Me referiré a lo que conozco de primera mano, el sistema sanitario. No hay duda de que el derecho a la asis-tencia sanitaria ha revolucionado la medicina y la propia sociedad. No seré yo quien lo critique. Pero sí tengo que hacerme eco de la queja continua de los profesionales sanitarios, de que de la asisten-cia médica no solo se usa sino que se abusa, por aquello de que es gratuita y de que los ciudadanos tienen derecho a ella. A tal punto llega el abuso, que está poniendo en grave riesgo al sistema sanitario en su conjunto. ¿Por qué? Porque la solución no estará nunca en los cursos extremos de acción, asistencia sanitaria universal y gratuita sí, asistencia sanitaria universal y gratuita no, sino en los cursos inter-medios, que son los prudentes. Esto significa que asistencia sanitaria sí, pero gestionada prudentemente, sin exigir la inmortalidad o la im-pasibilidad, sin abusar de ella, siendo consciente de que los seres hu-manos somos imperfectos, sufrimos enfermedades, necesariamente hemos de envejecer y acabamos muriendo. Hay que gestionar la pro-pia salud con prudencia, sin pedir peras al olmo, que en este caso es pedir al sistema sanitario lo que no puede dar. La gestión de la salud no tiene otra salida que la educación moral, cívica y sanitaria de la población y el uso responsable y prudente de los servicios asistencia-les. Y pienso que esto que se dice de la sanidad, vale para cualquier otro derecho humano. Los derechos encuentran su medio idóneo en los pueblos educados, moralmente responsables, autónomos y pru-dentes. Pero pueden llegar a convertirse en un peligro en sociedades gregarias, irresponsables y heterónomas. Esto es lo que Ortega, si-guiendo el uso de su tiempo, no del nuestro, entendía por «masa». Y la «rebelión» a la que aludió el título de su libro consiste en que esas masas se saben ahora soberanas, plenas de derechos y por tanto dis-puestas a mandar, pero sin el abandono del carácter heterónomo pro-pio de la masa. La tesis de Ortega es que eso no puede acabar bien, porque lleva indefectiblemente a la desmoralización de la sociedad. Eso es lo que él entiende por rebelión. Pienso que esto se halla en la base de la crisis que estamos padeciendo, y de la que todos creemos, a mi modo de ver infundadamente, que tienen que sacarnos los eco-nomistas, y más en concreto los ministros de Economía. Sospecho que ellos podrán aplicar lo que en medicina se denomina tratamiento sintomático, pero desde luego no el verdadero tratamiento etiológico.

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Y tampoco los políticos. La cuestión no está en optar entre estado de bienestar y liberalismo económico y político. La cuestión es de valo-res. Y los valores se educan. El padre del regeneracionismo hispano, Joaquín Costa, sintetizaba este en el eslogan «despensa y escuela». Y Serrano Sanz comenta: «Para él la escuela aseguraba la despensa. Hoy, la despensa sigue reclamando escuela, reclamando capital hu-mano» (Serrano Sanz, 2011, 124). Y como prueba de su aserto, aduce este magnífico párrafo de Costa: «España tiene que encerrarse en la Escuela y la Universidad como en un nuevo claustro materno, ataca-da de la manía del silabario, de la manía de la ciencia, como en otro tiempo Don Quijote de los libros de caballería» (Serrano Sanz, 2011, 125). Don Santiago Ramón y Cajal, tan cercano a Costa por tantos conceptos, ante la frecuente búsqueda del atraso de nuestro pueblo en la doctrina degeneracionista, entonces tan en auge en Europa, y por tanto en la degeneración de la raza española, afirmó con rotundidad: «España no es un pueblo degenerado sino ineducado» (Ramon y Ca-jal, 2005, 164). Ortega añadiría: y desmoralizado.

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¿Es la dignidad un concepto inútil?

El de la dignidad es un tema sobre el que se ha escrito y discutido mu-cho en los últimos años, desde que Ruth Macklin publicó en el British Medical Journal un editorial titulado: «Dignity is a useless concept. It means no more than respect for persons or their autonomy» (Macklin, 2003). Muchos a partir de ese momento se rasgaron las vestiduras, y se las siguen rasgando. La verdad es que sin ninguna razón. Dignidad es un término con una historia aleccionadora. En la literatura latina clási-ca, dignum es palabra que significa cosa valiosa o de valor. Por meto-nimia, lo que es una cualidad de la cosa pasa a identificarse con la cosa misma, el adjetivo se transforma en sustantivo y aparece el término dignidad, la dignidad como condición de una persona. Esa condición no se predicó en la época antigua de todos los seres humanos, sino que vino a ser sinónima de grandeza, autoridad o rango. De ese modo, se utilizaron como sinónimos de dignitas los términos honestas, laus, existimatio, gloria, fama, nomen. Dignitas traduce el término griego áxios, que significa lo mismo, algo que tiene valor, que vale, de gran valor. Otro sinónimo de dignitas es auctoritas, una propiedad específi-ca de quienes ocupan los puestos dirigentes y de mando. Todavía hoy a las personas dotadas de autoridad o poder social se las llama «digni-dades». La dignidad la da, en muy buena medida, la cuna, la familia

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a la que se pertenece o el apellido que se tiene. Algo «indigno» es lo impropio de la dignidad de quien lo hace. Ni que decir tiene que en la literatura clásica lo que es indigno en un señor no lo es en un plebeyo. Indigno es lo impropio de un nivel social o estado. Nada más.

Dignitas, decentia, decorum

El término latino dignus procede del verbo impersonal decet, que sig-nifica ser conveniente, lo que conviene a un estado o nivel social. De-cet corresponde al griego prépei, de donde prépon, euprepés, que se tradujo por decens. Decentia fue un término creado por Cicerón para traducir el griego euprépeia. En la época imperial se utiliza también el término indecens, que equivale al griego aprepés. De todo esto cabe derivar varias conclusiones muy importantes.

La primera es que el sentido originario de dignitas es el mérito, la  dignidad,  el  alto  rango,  especialmente  de  los  cargos  honoríficos del Estado o de la sociedad. La segunda, que la dignidad no es ca-racterística inherente a todo ser humano: se gana y se pierde, según el nivel social. Hay personas que la tienen siempre, como son todas aquellas investidas con la gracia de estado: eclesiásticos, nobles, los poseedores de sangre azul, y otros que no podrán adquirirla o tenerla nunca, como los esclavos o los siervos. Y la tercera, que la dignidad exige una cierta ética y también una cierta etiqueta. Eso es lo que los latinos denominaron decentia. Por eso las personas dotadas de digni-tas se consideraban con obligaciones específicas de ética y etiqueta, vinculadas a lo que ha dado en llamarse su «moralidad especial», dis-tinta de la «moralidad común». Esto les pasaba a los sacerdotes y a las dignidades eclesiásticas; les sucedía a los nobles y gobernantes; y también a los profesionales, como los médicos. No es un azar que uno de los escritos llamados morales del corpus hippocraticum se titule perì euschemosýnes, expresión que fue traducida al latín por decorum. En la edición española se le ha titulado «sobre la decencia». Se llaman indecorosos o indecentes aquellos actos que no corresponden a la con-dición social de quien los hace, es decir, a su dignitas.

Ya en su comienzo nos advierte el autor anónimo del tratado hi-pocrático que por medicina debe entenderse «un arte que lleve al buen comportamiento y a la buena reputación» (Tratados hipocráti-

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cos, 1983-2003, I, 196). Para esto tienen que darse muchos requisitos. Uno,  la  suficiencia  técnica;  otro,  el  no  actuar  por  afán  de  lucro,  lo que Virgilio llamó auri sacra fames. De ahí que el texto hipocráti-co añada, acto seguido: «todo arte que no lleve en sí afán de lucro y falta de compostura es hermoso si desarrolla su actividad con un método científico». El decoro exige, pues,  suficiencia  técnica,  com-postura adecuada y control del afán de lucro. Y tras esto, describe las características del decoro médico. Helas aquí: «Nada de afectación estudiada. En efecto, en cuanto al atuendo, que haya en él decoro y sencillez, no hecho para lucir, sino con vistas a la buena reputación, a la reflexión e introspección, además de adecuado para caminar. Los que se ajustan a todo este esquema son así: reconcentrados, sencillos, agudos en las controversias, oportunos en las respuestas, tenaces fren-te a las objeciones, bienintencionados y afables con los que son afines, bien dispuestos para con todos, silenciosos en los tumultos, resueltos y decididos ante los silencios, ágiles y receptivos a la oportunidad, prácticos e independientes para las comidas, pacientes en la espera de una ocasión, expresando en palabras eficaces todo lo que esté proba-do, utilizando una buena dicción, haciéndolo con gracia, apoyados en el prestigio que todo esto da, teniendo como meta la verdad sobre lo que ha sido demostrado» (Tratados hipocráticos, 1983-2003, I, 198-9). Y poco después viene el párrafo más célebre del tratado. Dice así:

Por lo tanto, recogiendo cada uno de los puntos anteriormente dichos, hay que conducir la sabiduría a la medicina y la medicina a la sabidu-ría. Pues el médico sabio es semejante a un dios, ya que no hay mucha diferencia entre ambas cosas. En efecto, también en la medicina están todas las cosas que se dan en la sabiduría: desprendimiento, modes-tia, pundonor, dignidad, prestigio, juicio, calma, capacidad de répli-ca, integridad, lenguaje sentencioso, conocimiento de lo que es útil y necesario para la vida, rechazo de la impureza, alejamiento de toda superstición, excelencia divina. De hecho, tienen estas cualidades en contraposición a la intemperancia, la vulgaridad, la codicia, el ansia, la rapiña, la desvergüenza. (Tratados hipocráticos, 1983-2003, I, 202-3)

Esta breve descripción, con más de dos mil años de antigüedad, creo que es más elocuente que cualquier análisis de las características clá-

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sicas de las profesiones en general, y de la profesión médica en par-ticular. La profesión médica se ha comportado de acuerdo con ese modelo a lo largo de miles de años. Dicho de otro modo, la profesión médica se ha considerado a sí misma a lo largo de los siglos como dotada de dignitas y, por tanto, como necesitada de decorum.

Esto que los hipocráticos dijeron a propósito de la dignidad y el decoro de la profesión médica se aplicó también, con levísimos cambios, al ámbito de las otras dignidades y profesiones, como la de gobernante y la de sacerdote. En la primera carta a Timoteo puede leerse esta descripción del epíscopo: «Si alguno aspira al cargo de epíspoco, desea una noble función. Es, pues, necesario que el epís-copo sea irreprensible, casado una sola vez, sobrio, sensato, educado, hospitalario, apto para enseñar, ni bebedor ni violento, sino mode-rado, enemigo de pendencias, desprendido del dinero, que gobierne bien su propia casa y mantenga sumisos a sus hijos con toda digni-dad; pues si alguno no es capaz de gobernar su propia casa ¿cómo podrá cuidar de la Iglesia de Dios?» (1 Tim 3 1-5). No hay duda, la dignidad exige decoro.

El sentido clásico de dignitas: Cicerón

No es infrecuente afirmar que el término dignitas empieza a cobrar el sentido de condición o característica inherente a los seres humanos en ciertos  textos  latinos, por  influencia,  sobre  todo, del estoicismo. Pero esto se debe a un sesgo de lectura. Cuando, al leer ciertos pasa-jes de Cicerón, nos parece que está refiriéndose a la dignidad como cualidad inherente a todos los seres humanos, es porque estamos in-terpretando su contenido de acuerdo con categorías que no son clási-cas sino modernas.

Abramos el De officiis, que suele aducirse como prueba de que el término dignidad tiene ya en él el sentido de condición inherente a la naturaleza humana y no el de rango o nivel social. Casi al final del primer libro leemos:

Para distinguir bien en cualquier acontecimiento lo que pide la obli-gación, conviene tener siempre delante cuánto aventaja la naturaleza del hombre a la de los animales. Estos nada conocen sino el deleite,

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y a él les conduce impetuosamente su instinto; pero el entendimiento del hombre se alimenta de lo que piensa y aprende, siempre está ocu-pado de inquirir o hacer algo, y se deleita en ver y oír cosas nuevas: de modo que, aunque haya alguno más inclinado a los deleites, como no sea del todo semejante a los irracionales (porque hay muchos que solo son hombres en el nombre [sunt enim quidam homines non re, sed nomine]), sino que le quede algún sentimiento más noble que de bruto, aunque esté dominado de esta pasión, oculta con disimulo su apetito, por su propia vergüenza. (Cicerón, 2001, De off. XXX 105)

Por donde se percibe que el deleite del cuerpo es un objeto indig-no de la excelencia del hombre [corporis voluptatem non satis esse dignam hominis praestantia], y que lo debemos despreciar y deste-rrar de nosotros; y aun cuando se haya de conceder en esto alguna licencia, ha de ser usando de él con mucha moderación. Y así, el sus-tento y todo el trato del cuerpo se ha de procurar para tener salud y robustez, y no para el deleite. Porque si queremos considerar cuánta es la dignidad y nobleza de nuestra naturaleza, conoceremos cuán torpe es entregarse a los deleites, y vivir blanda y regaladamente: y al contrario, cuán honesto y decente vivir con parsimonia, gravedad, continencia y sobriedad [si considerare volumus, quae sit in natura excellentia et dignitas, intellegemus, quam sit turpe diffluere luxuria et delicate ac molliter vivere, quamque honestum parce, continenter, severe, sobrie]. (Cicerón, 2001, De off. XXX 106)

También hemos de reflexionar que nos ha revestido, por decirlo así, de dos personas la naturaleza: una común, que es por la que todos participamos de la razón y de aquella nobleza con que excedemos a los irracionales, de la cual resulta el conocimiento para hallar las obligaciones y guardar el decoro; y la otra particular, que es como el distintivo de cada individuo. Porque al modo que observamos en los cuerpos tanta diversidad, que unos son a propósito por su ligere-za para correr, otros por sus fuerzas para luchar, y asimismo en los rostros, en unos gracia y en otros una dignidad; así también hay en los ánimos aún mayores desemejanzas [Ut enim in corporibus mag-nae dissimilitudines sunt, alios videmus velocitate ad cursum, alios viribus ad luctandum valere, itemque in formis aliis dignitatem ines-

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se, aliis venustatem, sic in animis existunt maiores etiam varietates]. (Cicerón, 2001, De off. XXX 107)

Se ha querido ver en estos párrafos  la afirmación de que  la digni-dad es una cualidad inherente a la naturaleza humana. Esto parece significar  la expresión enfática: quae sit in natura [humana] exce-llentia et dignitas. Pero esa interpretación no viene refrendada por el contexto. Por lo pronto, la dignidad no se aplicaría a todos los seres humanos, ya que algunos, según Cicerón, solo lo son en el nombre: sunt enim quidam homines non re, sed nomine. Se trata, obviamente, de aquellos que se comportan como animales, buscando los place-res corporales. Estas cosas Cicerón no las considera dignas de los seres humanos, al colocarles al nivel de las bestias. De ahí que con ellas los hombres pierdan su dignidad: ex quo intellegitur corporis voluptatem non satis esse dignam hominis praestantia eamque con-temni et reici oportere. El argumento de Cicerón es, pues, que los seres humanos tienen una dignitas, es decir, un nivel superior al de los animales, y que quienes se dedican al disfrute de sus placeres la pierden, hacen cosas que por eso mismo se llaman indignas, colo-cándose al nivel de las bestias. Como es obvio, esto no tiene nada que ver con el concepto de dignidad como cualidad inherente a la naturaleza humana.

Para confirmar esta interpretación no hay más que seguir leyendo el De officciis o cualquier otro libro de Cicerón. Así, poco más ade-lante, escribe:

Pues como haya dos especies de hermosura, en una de las cuales so-bresale la gracia y en otra la dignidad, debemos considerar la prime-ra como propia de la mujer, y la segunda del hombre. Y así, hemos de apartar de nosotros todo adorno indigno del hombre, y evitar el mismo defecto en el gesto y movimientos del cuerpo; pues aun en la palestra hay a veces movimientos que enfadan, y también ofen-den en los farsantes los gestos importunos y afectados, y en unos y otros solo se aplaude lo sencillo y natural. La dignidad del rostro se conserva con el buen color, y este con el ejercicio. También se ha de procurar la limpieza no demasiada, exquisita y enfadosa, sino cuando manifieste que se evita el descuido inculto y grosero. Lo mismo se ha 

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de observar en el vestido, en el cual, como en todo lo demás, es muy recomendable la medianía. (Cicerón, 2001, De off. XXXIV 130)

Y poco después se habla de la «dignidad de la casa»:

Se ha de adornar, pues, con la casa la dignidad de la persona, no se ha de buscar en la casa toda la dignidad; ni el dueño ha de ser honra-do por la casa, antes a ella ha de honrar su dueño. Y al modo que en todas las otras cosas no ha de mirar el hombre a sí solo, sino también a los demás, de la misma manera en la casa de un hombre de distin-ción, que ha de estar abierta a muchos huéspedes y en ella se ha de admitir diversas clases de gentes, debe tenerse consideración de la capacidad: mas con la precaución de que por muy grande no deshon-re a su dueño si está desocupada, y más si en poder de otro era más concurrida. (Cicerón, 2001, De off. XXXIX 109)

Por su parte, en el De legibus I, 59, el término dignidad aparece de nuevo, pero en el sentido que conservará a lo largo de muchos siglos: como el rango que otorga al ser humano su animus o mens, que por ser un regalo divino, le obliga a vivir conforme a la dignidad que se le ha otorgado. Los seres humanos pueden o no responder adecuadamente a esa dádiva y, por tanto, comportarse de modo digno o indigno:

Pues quien se conoce a sí mismo, lo primero de todo sentirá en sí algo divino e ingénito, que se le manifiesta como dedicado a él. Tan alto regalo de los dioses le obligará a sentir y hacer siempre aquello que es digno. Un examen serio y juicioso de todos sus poderes, le enseñará qué ventajas ha recibido de la naturaleza, y cuánta ayuda posee para el logro de la sabiduría. Pues, desde que fuera concebido, tiene los principios inteligibles de las cosas bosquejados en su mente, bajo cuya iluminadora asistencia, y la guía de la sabiduría, puede lle-gar a ser bueno y, por ello mismo, un hombre feliz. (Cicerón, 2013a, De Leg. XXII 59).

Esto que se dice de Cicerón es aplicable al conjunto de la literatura antigua. En toda ella la tesis es siempre la misma. El ser humano está entre los dioses y los animales. Esa es su dignitas, es decir, su nivel

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jerárquico. La dignidad de los seres humanos, su rango social, es su-perior al de los animales e inferior al de los dioses. Dignidad sigue significando, en esos casos, rango más que una propiedad ontológica inherente a la naturaleza humana. Quien no intente asemejarse a los dioses mediante sus obras, caerá al nivel de los animales y perderá toda su dignidad. De hecho, muchos seres humanos son semejantes a animales, bien porque pertenecen a los estratos inferiores de la socie-dad, como los esclavos, bien porque llevan una vida indecorosa, po-niéndose al nivel de los animales. No, la dignidad no es característica propia e inherente de todos los seres humanos.

La dignitas «a lo divino»: la Edad Media

Si en la literatura estoica cabe dudar si en algunos textos la dignidad es o no condición inherente e indeleble de todo ser humano, en la cris-tiana tal duda se desvanece. El término griego que se tradujo al latín por dignus, áxios, aparece en los textos neotestamentarios 59 veces, y en todas ellas dice relación a la dignidad de los hijos de Dios, frente a la indignidad del pecado. Juan el Bautista pide a los judíos que se conviertan y den «dignos frutos de conversión» (Mt 3,8; Lc 3,8). «El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí» (Mt 10,37). «Quien coma el pan o beba el cáliz del Señor  indignamente, será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor» (1 Co 11,27). «Que pro-cedáis de una manera digna del Evangelio de Cristo» (Flp 1,27) «Para que viváis de una manera digna del Señor» (Col 1,10; 1 Ts 2,12; 3 Jn 6). «Que nuestro Dios os haga dignos de la vocación» (2 Ts 1,11). Etc.

Este es el sentido que conservará el término a todo lo largo de la Edad Media. Se ha dicho mil veces que la dignidad va unida en la tradición cristiana al hecho de haber sido creado el hombre a seme-janza divina. Pero de nuevo es preciso llamar la atención sobre el sig-nificado de los términos. No se trata de la dignidad como condición inherente a todo ser humano, sino del rango que adquiere el hombre por su semejanza con Dios. En la parábola del hijo pródigo, al vol-ver a su casa, el hijo dice a su padre: «Padre, pequé contra el cielo y contra ti; no soy digno (áxios) de llamarme hijo tuyo» (Lc 15,18-19). El texto latino de la Vulgata dice: «Surgam et ibo ad patrem meum et dicam illi pater peccavi in caelum et coram te et iam non sum dig-

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nus vocari filius tuus fac me sicut unum de mercennariis tuis». Otro término que también se tradujo al latín por dignus fue hikanós. Este aparece menos veces. Un texto típico es el de la curación de la mujer del siervo del centurión, que relatan Mateo y Lucas. Jesús está en Cafarnaún y un centurión le dice que un siervo suyo yace en su casa paralítico, presa de atroces dolores. Jesús le dice que irá a curarle. A lo que el centurión responde: Domine non sum dignus ut intres sub tectum meum sed tantum dic verbo et sanabitur puer meus (Mt 8,8; Lc 7,6). Este texto bíblico dio lugar a unos versos que entraron a for-mar parte de la misa, como parte de la liturgia de la comunión. Antes de la comunión, el sacerdote repite por tres veces:

Domine, non sum dignus ut intres sub tectum meum, sed tantum dic verbum, et sanabitur anima mea.

Pocas expresiones se han repetido más millones de veces en la histo-ria del cristianismo que esta de la indignidad de la persona en pecado. Lo cual, además, ha dado lugar a toda una teología de la dignidad e indignidad. Agustín de Hipona, en sus Quaestionum evangeliorum libri duo, cita el pasaje de la parábola del hijo pródigo e inmediata-mente añade: Stola prima est dignitas quam perdidit Adam (Quest evaln II 33,3. Agustín de Hipona, 1841, col. 1346). Con el pecado original, Adán perdió el manto de la dignidad, que el ser humano no tiene por naturaleza sino por gracia. De ahí que de los pecadores se diga que sus vicios les colocan en el nivel de las bestias, lo cual les hace indignos. Dignidad es, de nuevo, rango social, bien que aho-ra interpretado en sentido teológico. Es la versión «a lo divino» del concepto sociológico de dignidad. El rango se gana o se pierde según que se acepten o no los criterios propios de una sociedad concreta; en el caso de la Edad Media europea, los de la teología cristiana. Las personas inmorales son consideradas, simple y llanamente, indignas. Por lo demás, el término dignitas sigue conservando el sentido clási-co de poder sociopolítico, razón por la cual se reserva para designar la condición de quienes ostentan el poder político y, sobre todo, el eclesiástico. De ahí que se hable de «dignidades eclesiásticas», etc.

La dignidad máxima, plena, no se da más que en Dios, que por ello mismo es también el modelo de toda otra dignidad. De ahí que

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los textos medievales en los que la dignidad adquiere la categoría de condición esencial o inherente a una realidad, estén referidos a Dios. En un cierto momento se pregunta Tomás de Aquino si el Hijo es igual al Padre en grandeza, habida cuenta de que en principio parece mayor la grandeza del padre que la del hijo. Y responde: Paternitas igitur est dignitas Patri, sicut et essentia Patris: nam dignitas abso-lutum est, et ad essentiam pertinet. Sicut igitur eadem essentia quae in Patre est paternitas, in Filio est filiatio; ita eadem dignitas quae in Patre est paternitas, in Filio est filiatio. Vere ergo dicitur quod quidquid dignitatis haber Pater, habet Filius (S.Th. I, q. 42, a.4 ad 2. Tomás de Aquino, 1961-5, I, 307). La dignidad es condición inheren-te a la esencia, de modo que la dignidad del Padre es la paternidad y la del Hijo es la filiación, y por consiguiente son distintas, si bien de igual grandeza en tanto que dignidades: eadem est essentia et digni-tas Patris et filii, sed in Patre est secundum rationem dantis, in Filio secundum rationem accipientis. Ambas son dignidades absolutas, es decir, divinas. Pero en tanto que dignidades son distintas, según la condición, en este caso no social, como en la Antigüedad, sino teoló-gica, de cada uno.

El Renacimiento: Pico della Mirandola y Pérez de Oliva

En el Renacimiento, Giovanni Pico della Mirandola escribió un cita-dísimo texto titulado Oratio de hominis dignitate, discurso sobre la dignidad del hombre. Es frecuente decir que aquí se encuentra ya el sentido moderno del término. Pero no hay tal. En primer lugar, el libro no llevó este título desde el principio. Pico de la Mirandola no le puso título, dado que lo escribió como discurso introductorio al debate pú-blico sobre las 900 tesis que había de tener lugar en Roma a comien-zos de 1487 y que no llegó a celebrarse. De hecho, el título con que hoy se le conoce no aparece más que a partir de la edición de Basilea de 1557. Por otra parte, su contenido no corresponde exactamente a ese título. De hecho, el discurso sobre la dignitas ocupa solo la prime-ra mitad del texto, ya que la segunda es una mera defensa personal del autor, ante los ataques que le llovieron tras la redacción de sus Con-clusiones DCCCC publice disputandae. Y si se analiza qué es lo que Pico entiende por dignitas en esa primera parte, se verá que no es otra

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cosa que el puesto, la jerarquía que ocupa el ser humano en el orden del universo. En él se encuentra situado entre las criaturas superiores y las inferiores, de tal modo que en él confluye y converge el universo entero. Pico está defendiendo, con esto, la tesis de que el hombre es un «microcosmos», que sintetiza y concentra la totalidad del cosmos. De ahí que escriba: «Estableció el óptimo artífice que aquel a quien no podía dotar de nada propio le fuese común todo cuanto les había sido dado separadamente a los otros» (Pico, 2004, 13-14). Esa es la razón de que el hombre esté puesto «en el centro del universo». Lo propio y característico del hombre, continúa Pico, es el «arbitrio». Este le per-mite «obtener lo que desee, ser lo que quiera». «Al hombre, desde su nacimiento, el Padre le confirió gérmenes de toda especie y gérmenes de toda vida y, según como cada hombre los haya cultivado, madu-rarán en él y le darán sus frutos» (Pico, 2004, 15). Esto significa que el hombre puede, mediante su arbitrio, degradarse o elevarse, subir en su dignitas o bajar en ella. La dignitas del hombre no es fija, sino que depende del modo como utilice su libertad. De ahí que el hombre sea, dice Pico, un «camaleón», que cambia subiendo o bajando en la escala de dignidades. «Por ello, si ven ustedes a alguno entregado al vientre arrastrarse por el suelo como una serpiente no es hombre ese que ven, sino planta. Si hay alguien esclavo de los sentidos, cegado como por Calipso por vanos espejismos de la fantasía y cebado por sensuales halagos, no es un hombre lo que ven, sino una bestia. Si hay un filósofo que con recta razón discierne todas las cosas, venérenlo: es animal celeste, no terreno. Si hay un puro contemplador ignorante del cuerpo, adentrado por completo en las honduras de la mente, este no es un animal terreno ni tampoco celeste: es un espíritu más augusto, revestido de carne humana» (Pico, 2004, 16-7). El ser humano puede subir y bajar en su dignitas, es decir, en su puesto en la escala de los seres. De ahí que Pico, repitiendo un dicho caldeo, afirme: «el hombre es animal de naturaleza varia, multiforme y cambiante». Lo que viene a significar que la dignitas del ser humano es varia, multiforme y cam-biante. Ni que decir tiene que para Pico hombre auténtico no es más que quien opta por los niveles más elevados de dignitas, y que cuando el ser humano se rebaja al nivel de las plantas o los animales, lo que hay en él es indignitas, algo impropio de su dignitas de hombre. El ser humano debe emular la dignitas de «los  serafines,  los querubines y 

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los tronos» (Pico, 2004, 18). Ese es el «deber» del hombre, «volverse compañero de los ángeles» (Pico, 2004, 22). Los niveles de la digni-tas se corresponden con los peldaños de la «escala de Jacob», por la que debe el hombre moverse «con orden, de escalón en escalón, sin salir nunca de la rampa de la escala, sin estorbar su tránsito. Cuando hayamos conseguido esto con el arte discursivo y raciocinante, y ya animados con el espíritu querubínico, filosofando según los escalones de la escala, esto es, de la naturaleza, y escrutando todo desde el cen-tro y enderezando todo al centro, ora descenderemos, desmembrando con fuerza titánica lo uno en lo múltiple, como Osiris, ora nos eleva-remos reuniendo con fuerza apolínea lo múltiple en lo uno, como los miembros de Osiris, hasta que, posando por fin en el seno del Padre que está en la cúspide de la escala, nos consumaremos en la felicidad teológica» (Pico, 2004, 23).

Era necesario este análisis del libro de Pico para darse cuenta que en él no se halla el concepto moderno de dignidad. La tesis de Pico es que el ser humano tiene una dignitas o lugar en el universo, inter-medio entre los seres inferiores o materiales y los superiores o espi-rituales. Ese es su lugar. Puede utilizar su libertad en ascender en esa escala y alcanzar una verdadera dignitas (recordemos que el término dignitas se aplica en latín sobre todo a los estratos o niveles superio-res), o bien en lo contrario, lo que genera en él indignitas. El ser hu-mano será digno o indigno según utilice su libertad. La dignidad no es una propiedad inherente a su naturaleza, haga lo que haga y piense como piense. Pico cree que la dignidad hay que ganársela, y que así como hay hombres dignos, los hay indignos. No todo ser humano es intrínsecamente digno.

Algo similar cabe decir del texto que en la literatura española re-nacentista ocupa lugar parejo al de Pico. Se trata del Diálogo de la dignidad del hombre, publicado por Fernán Pérez de Oliva en Cór-doba el año 1586 (Pérez de Oliva, 1982). Más que de un verdadero diálogo se trata de dos largos monólogos de los protagonistas de la obra, Aurelio y Antonio. El primero defiende «lo que los gentiles co-múnmente  del  hombre  sentían»,  y  que  viene  a  identificarse  con  la consideración del ser humano como un animal, y no precisamente de los más elevados o dignos. «Si los dones naturales consideramos, verlos hemos todos repartidos por los otros animales: muchos tienen

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mayor cuerpo do reine su ánima, los toros mayor fuerça, los tigres ligereza, destreza los leones y vida las cornejas. Por los cuales exem-plos, y otros semejantes, bien paresce que deve ser el hombre animal más indigno que los otros, según naturaleza lo tiene aborrescido y desamparado; y pues ella es la guarda del mundo que procura el bien universal, creíble cosa es que no dexara al hombre a tantos peligros tan desproveído, si él algo valiera para el bien del mundo».

Aurelio representa la visión de la naturaleza del ser humano pura-mente natural, no auxiliada de la ayuda de la fe. Viéndole desde Dios, Antonio descubre «no aver criatura más excelente que el hombre ni que más contentamiento deva tener por aver nascido». Tanta es su grandeza y perfección, que Dios consideró digno el que su hijo to-mara forma humana. Esa es su dignidad. «Y pues es así que los prín-cipes, cuando mandan esculpirse, hazen que se busque alguna piedra excelente, o se purifique el oro para hazer la figura según su digni-dad, creíble cosa es que, cuando Dios quiso hazer la imagen de su representación, que tomaría algún excelente metal, pues en su mano tenía hazerla de cual quisiese».

La peculiaridad de Pérez de Oliva está en que ya no atribuye la dignidad al estado de gracia sino al hecho de que el ser humano haya sido creado por Dios a su imagen y semejanza, algo que desde lue-go está presente en toda la tradición cristiana anterior y que puede remontarse a los primeros capítulos del libro del Génesis, pero que nunca consiguió triunfar claramente sobre la otra tradición, la que ha-cía de la dignidad condición de solo algunos seres humanos. La me-táfora del microcosmos permite a Pérez de Oliva entender al hombre como síntesis de toda la naturaleza y sus perfecciones y, por tanto, como la obra más perfecta y acabada de Dios. Pero no puede silen-ciar que el pecado es la causa de que muchos no sean conscientes de la inmensa dignidad del ser humano, incluyendo al mismo Aurelio. «Agora, pues, ¿quién será osado de aborrescer al hombre, pues lo quiere Dios por hijo y lo tiene tan mirado? ¿Quién osará dezir mal de la hermosura humana? ¿De quién anda Dios tan enamorado que por ningunos desvíos ni desdenes ha dexado de seguirla? Guardaos, los que esto dezís, de ofender más a Dios en culparle la obra que él ha juzgado digna de ser guardada con tanta perseverancia y tanto sufri-miento, que las cosas por do vuestra culpa os engaña a menospreciar

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el hombre agora veréis que son con más amor hechas que agradesci-miento».

En Pérez de Oliva, pues, el ser humano está dotado de una digni-dad natural propia, pero que solo el cristiano estaría capacitado para reconocer. A los demás les sucede lo que a Aurelio, que su mentali-dad «gentil» les impide ver la excelencia y dignidad del hombre. Será la secularización de este último punto el que de lugar a los desarro-llos propios de los siglos XVII y XVIII.

El debate sobre la dignidad o miseria del ser humano

Ese sentido sociológico del término dignidad continúa siendo el usual hasta bien entrado el siglo XVIII. A lo largo del siglo anterior, el XVII, hay todo un conjunto de escritos satíricos «sobre la dignidad de la na-turaleza humana» (Goldgar, 1965). En ellos se trata de ironizar o ri-diculizar la pretendida elevación de la naturaleza humana, es decir, el que se  le asigne un puesto muy elevado. Dignidad significa aquí, de nuevo, rango. La tesis central de estos escritos es que los brutos son muchas veces superiores a los seres humanos. Una de esas sátiras es el poema de Samuel Butler titulado Satyr upon the Weakness and Misery of Man, que vio la luz mucho después de que falleciera su autor, en 1759. Otra, inmensamente popular, la que dio a luz Jonathan Swift en Los viajes de Gulliver (1726), sobre todo en el último de ellos, A Voya-ge to the Country of the Houyhnhnms, en el que se ensalzan las virtu-des de los caballos frente a los vicios de los Yahoos, representantes de la especie humana. El objetivo de todas estas sátiras es siempre el mis-mo, criticar las costumbres morales de las personas. Contra todas ellas parece dirigirse David Hume en su ensayo On the dignity or meanness of human nature, publicado por vez primera el año 1742. De lo que se trata, pues, es de saber si el puesto del ser humano es el digno, en el sentido de elevado, o miserable, es decir, bajo. Hume considera que las opiniones de los filósofos se hallan divididas, y que ambas escuelas apoyan su tesis en «sentimientos», bien que contrapuestos. «Las dos sectas más notables de este tipo se fundan sobre sus respectivos sen-timientos en lo que se refiere a la dignidad de la naturaleza humana» (Hume, 2006, 152). Hume cree que los segundos carecen de razón, y que el ser humano alberga un fuerte sentimiento de benevolencia hacia

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sus semejantes y una natural tendencia hacia la virtud. Para él se trata de una cualidad inherente a la naturaleza humana, de modo que bien puede afirmarse que el hombre tiene para él una elevada dignidad na-tural. Ya no aparece la tesis de Pico de la Mirandola de que los malos no tienen dignidad, porque se colocan al nivel de las bestias. Esta es, de hecho, la tesis que Hume critica, aquella contra la que está escrito el ensayo. Frente a ella, afirma que dignidad tienen todos los seres hu-manos, incluso quienes postulan la miseria de la naturaleza humana. Lo que le pasa a quien piensa así, dice Hume, «es que no se conoce a sí mismo» (Hume, 2006, 158).

El texto de Hume demuestra bien que las cosas están cambiando. La dignidad la tienen todos los seres humanos, incluso los que no son conscientes de ello. A pesar de lo cual, el término sigue teniendo, sobre todo, sentido sociológico. En 1776 publica Adam Smith su Investiga-ción sobre la naturaleza y causa de la riqueza de las naciones. En este libro el término dignidad sigue conservando el sentido clásico. He aquí un texto: «En lo relativo a la dignidad, un rey está más por encima de sus súbditos que lo que puede suponerse que está el primer magistrado de una república sobre sus conciudadanos, con lo que se necesitará un gasto mayor para sostener esa dignidad mayor. Es natural que espe-remos más esplendor en la corte de un rey que en la residencia de un dux o burgomaestre» (Smith, 1994, 740). Adam Smith no conoce otro sentido del término dignidad que este. Conviene recordar que es un estricto contemporáneo de Kant. Smith nació en 1723 y Kant en 1724.

La dignidad, condición inherente al ser humano: Kant

La idea de que la dignidad es condición intrínseca del ser humano, no alcanza madurez más que a finales del  siglo XVIII. La primera pregunta a contestar sería por qué lo hace en esa fecha. Y la respuesta no puede ser más que una: como consecuencia de la Ilustración. Es significativo que esta coincida con la abolición de las leyes serviles en Europa, como consecuencia de las revoluciones liberales. Suele olvidarse que servus es el término latino para esclavo, y que esta es su primera acepción. El adjetivo latino opuesto a servus es liber, de igual modo que en griego doûlos se opone a eleútheros. A las lenguas romances solemos traducir servus por siervo, y de ese modo lo dis-

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tinguimos del esclavo, pero conviene recordar que en su origen son idénticos, significan lo mismo, los seres sin libertad. No puede extra-ñar, por ello, que fueran las revoluciones llamadas liberales las que acabaran con las leyes serviles o con el servilismo, es decir, con el esclavismo. Si en el mundo latino el liber era el dignus y al servus le correspondía la condición de indignus, ahora empieza a decirse que la dignitas propia del hombre libre es condición inherente de todo ser humano. La dignidad es intrínseca al ser humano, lo mismo que su li-bertad. Por tanto, no puede haber esclavos, ni siervos. Todos los seres humanos gozan de esa condición que se llama dignitas.

En cualquier caso, conviene tener presente que el término «digni-dad» no aparece en el Bill of Rights de la Constitución americana de 1789 (es decir, en el contenido de las 10 primeras Enmiendas), y tam-poco en la Declaración de Derechos del Ciudadano francés de 1789. Sí aparece en el Bill of Rights de la revolución británica de 1688, pero solo en la expresión royal dignity, es decir, con el sentido antiguo o clásico. Y lo mismo sucede en la Constitución española de 1812. En el «Decreto por el cual se manda imprimir y publicar la constitución política de la Monarquía» que precede al texto de la Constitución, se lee: «Mandamos a todos los españoles nuestros súbditos, de cualquier clase y condición que sean, que hayan y guarden la Constitución in-serta como lei fundamental de la Monarquía, y mandamos asimis-mo a todos los Tribunales, Justicias, Gefes, Gobernadores y demas Autoridades, asi civiles como militares y eclesiásticas, de cualquier clase y dignidad, que guarden y hagan guardar, cumplir y egecutar la misma Constitución en todas sus partes».

El cambio de sentido se produce a partir de la obra de Kant. (Para la  influencia de Rousseau  sobre  este punto de  la obra kantiana,  cf. Aramayo, 2006). Es bien sabido que él es quien dotó de contenido moral y ontológico al término dignidad. Pero esa operación no puede desligarse de esto que venimos diciendo. Es digno, dice Kant, todo ser autónomo, porque autonomía significa precisamente eso, capaci-dad autolegisladora, regirse por las propias leyes, aquellas que uno se da a sí mismo. Es lo que nunca pudieron hacer los esclavos ni los siervos, sometidos siempre a las leyes dadas por los demás. Los esclavos no tenían dignidad sino precio. Por eso no eran fines en sí mismos sino meros medios. Leamos ahora a Kant:

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La humanidad entera es una dignidad; porque el hombre no puede ser utilizado únicamente como medio por ningún hombre (ni por otros, ni siquiera por sí mismo), sino siempre a la vez como fin, y en esto consiste precisamente su dignidad (la personalidad), en virtud de la cual se eleva sobre todos los demás seres del mundo que no son hombres y sí que pueden utilizarse; por consiguiente, se eleva sobre todas las cosas. (Kant, 1989, 335)

Reparemos en la primera frase, «la humanidad entera es una digni-dad». La autonomía moral del ser humano consiste en que puede ac-tuar por la ley que la razón se da a sí misma, por tanto de modo autó-nomo, y que no es otra que la universalidad. La dignidad, por tanto, no es condición de algunos seres humanos sino de todos; más aún, de todos y cada uno, porque lo es tanto de cada individuo como de la hu-manidad en su conjunto. Aquí el término dignidad sigue conservando su sentido originario de rango o elevación dentro de la escala de los seres del mundo, pero convertido ya en principio metafísico: todo ser humano está dotado de una dignidad intrínseca, que se identifica con su racionalidad y, por tanto, con su libertad y moralidad. Los seres humanos son, por ello, fines en sí mismos y no solo medios, de modo que no pueden ser comprados ni vendidos, como si fueran cosas. No son cosas; son personas.

En el reino de los fines todo tiene o un precio o una dignidad (Wür-de). Aquello que tiene precio puede ser sustituido por algo equivalen-te; en cambio, lo que se halla por encima de todo precio y, por tanto, no admite nada equivalente, eso tiene una dignidad. (Kant, 1992, 71)

Pero adviértase lo que esto significa. A la vez que Kant consigue ha-cer de la dignidad una propiedad intrínseca a todo ser racional, re-sulta que la convierte en una propiedad formal o canónica, carente de contenido material o deontológico. La dignidad no manda nada, carece de contenido. Por otra parte, Kant suele tener buen cuidado, cuando utiliza el binomio dignidad/precio, de aclarar que el ser hu-mano tiene «dignidad y no solo precio». Esto es algo que suele olvi-darse con inusitada frecuencia en los debates, en los que se opone, casi sistemáticamente, dignidad a precio. El ser humano tiene precio.

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Lo que sucede es que no tiene solo precio sino también dignidad. Cabría ir algo más allá de Kant y preguntarse si a los seres de la na-turaleza no les sucederá algo hasta cierto punto similar, de modo que tengan precio, pero no solo precio sino también dignidad, bien que de una forma cualitativamente distinta a la del ser humano. Solo así se explica que aquello a lo que el desarrollo de la dignidad ha dado lu-gar, los derechos humanos, se haya acabado aplicando también a los animales y a la naturaleza como un todo.

Dignidad y derechos humanos

Con Kant la dignidad adquiere el sentido de propiedad inherente a todo ser humano, con independencia de su condición social, teologal o de cualquier otro tipo. Es, sin duda, un gran, enorme avance. Pero no pudo hacerlo sin pagar un enorme tributo. ¿Cuál? Desposeer al término de todo sentido deontológico. En Kant el término dignidad tiene sentido canónico y no deontológico. ¿Cabe formular proposi-ciones deontológicas a partir de él? Kant creyó que sí, que siguiendo el procedimiento por él trazado en sus obras éticas, es posible esta-blecer toda la teoría de los deberes perfectos y de los deberes imper-fectos. Utilizando la dignidad como canon, él creyó que era posible deducir un sistema de deberes perfectos que habrían de convertirse en ley en una sociedad bien ordenada. Es lo más parecido a las tablas de derechos humanos que comenzaron a cobrar vigencia precisamente en los años en que él escribía sus libros, y que después no han hecho más que ampliarse y generalizarse. No es un azar, por ejemplo, que el preámbulo de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, aprobada por las Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1948, co-mience con estas palabras: «Considerando que la libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la digni-dad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana…». Ni tampoco lo es que el primero de sus artículos diga así: «Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y con-ciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros». Para la Declaración no hay duda de que los llamados derechos civiles y políticos tienen su fundamento en la dignidad de la persona. Y si

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seguimos leyendo y llegamos al artículo 22, veremos que también los derechos económicos, sociales y culturales: «Toda persona, como miembro de la sociedad, tiene derecho a la seguridad social, y a ob-tener, mediante el esfuerzo nacional y la cooperación internacional, habida cuenta de la organización y los recursos de cada Estado, la satisfacción de los derechos económicos, sociales y culturales, indis-pensables a su dignidad y al libre desarrollo de su personalidad». El artículo 23, en su punto tercero, añade: «3. Toda persona que trabaja tiene derecho a una remuneración equitativa y satisfactoria, que le asegure, así como a su familia, una existencia conforme a la dignidad humana y que será completada, en caso necesario, por cualesquiera otros medios de protección social».

He tomado como ejemplo la Declaración Universal de la ONU por su carácter paradigmático. Su análisis evita aducir otros muchos testimonios. Y como habrá podido advertirse, en ella la dignidad tie-ne una función estrictamente canónica. A partir de ella parecen dedu-cirse o establecerse normas de riguroso carácter deontológico, como son los derechos civiles y políticos y los derechos económicos, so-ciales y culturales. Diríase que los autores de la Declaración tenían al redactarla a Kant en mente.

Pero este modo de interpretar el texto, por más que parezca co-herente, conduce pronto a paradojas. La primera y más importante, es que los derechos humanos presentes en la declaración no tienen el estatuto que Kant atribuyó a los deberes perfectos. Recordemos que para él en estos deberes no cabe ningún tipo de excepción, de tal modo que obligan siempre y en todas las circunstancias. Ahora bien, esto no sucede con los derechos humanos llamados positivos, como son los económicos, sociales y culturales, que, según explicita el mis-mo texto, solo obligan en la medida de «los recursos de cada Estado». Pero es que tampoco los derechos llamados negativos, como son los civiles y políticos, corren mejor suerte. Veamos algunos ejemplos. El artículo tercero dice que «todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona». ¿Significa esto que no cabe justificar ningún acto contrario a la vida, a la libertad o a la seguridad de las personas? Sin duda, no. Basta hojear cualquier legislación po-sitiva de la multitud de países que han firmado la Declaración, para advertir que esta es compatible con todo tipo de excepciones. Se ob-

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jetará que tales excepciones son ilícitas y que, por tanto, no ponen en cuestión el carácter deontológico de los derechos que estamos anali-zando. Pero no es a ese tipo de excepciones a las que estoy hacien-do referencia, sino a las que las se consideran moral y jurídicamente justificables, y por tanto legales y legítimas. De hecho, no hay ningún sistema jurídico que no establezca límites al ejercicio de los derechos a la vida, a la libertad y a la seguridad. Et sic de caeteris.

Así las cosas, se hace necesario buscar otra explicación. Quizá los derechos de la citada carta no tienen el carácter deontológico típico que Kant  atribuyó  a  los  deberes  perfectos. A fin  de  evitar  las  insu-fribles paradojas a que conduce esa doctrina kantiana, los llamados filósofos neokantianos decidieron corregir en este punto a Kant e in-terpretarlo de acuerdo con el concepto de «principio regulador» de la Crítica de la razón pura. En ella escribe Kant: «Debemos confesar que la razón humana no solo contiene ideas sino también ideales que, a diferencia de los platónicos, no poseen fuerza creadora, pero sí fuer-za práctica (como principios reguladores), y la perfección de determi-nadas acciones encuentra en ellos su base de posibilidad […] Aunque no se conceda realidad objetiva (existencia) a esos ideales, no por ello hay que tomarlos como quimeras. Al contrario, suministran un mode-lo indispensable a la razón, la cual necesita el concepto de aquello que es enteramente completo en su especie con el fin de apreciar y me-dir el grado de insuficiencia de lo que es incompleto» (KrV B 597-8. Kant, 1988, 486). ¿No serán los derechos humanos meros principios reguladores de lo que debe hacerse, a los que hay que añadir el in-menso cúmulo de circunstancias y consecuencias propios de cualquier situación  concreta,  antes  de  establecer  o  definir  deberes  concretos? ¿No es eso, por otra parte,  lo que Kant afirma en La paz perpetua? Por lo demás, inmediatamente después del párrafo antes transcrito, Kant añade que «el ideal no es realizable en un ejemplo, es decir, en la esfera del fenómeno». Confundir lo que tiene carácter meramente regulador con algo real y constitutivo, ¿no es acaso una de las formas que puede adoptar de lo que Kant llamó «razón perezosa (ignava ra-tio)»? (KrV, B 717. Kant, 1988, 558). Adviértase que si los derechos humanos se interpretan al modo neokantiano de principios regulado-res, entonces sí cabe dar razón de las muchas excepciones que en la práctica parece posible justificar en todos y cada uno de ellos. Lo cual 

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significa que estos derechos, en su carácter de principios reguladores, tienen un cierto sentido deontológico, pero no total. Cabría hablar, por ello, de un deontologismo débil, a diferencia del deontologismo fuerte generalmente atribuido a Kant. Y si esto se dice de los derechos po-sitivamente  formulados,  ¿qué  cabría  afirmar de  la  dignidad? Ella  sí que tiene el carácter de principio regulador, o de idea reguladora de las ideas reguladoras. Si estas tienen un carácter deontológico débil, ¿cuál puede ser la fuerza deontológica de ese concepto?

A conclusión muy similar se llega por otra vía muy distinta, ensa-yada por un excelente conocedor de las éticas aristotélica y kantiana, David Ross. En su sistema no hay duda de que los derechos humanos tendrían el estatuto de principios o deberes prima facie, que en prin-cipio mandan y que, por tanto, están dotados de contenido deonto-lógico, pero que en caso de conflicto con otros principios o deberes pueden verse obligados a ceder. Son principios deontológicos, pero condicionados a las circunstancias y a la propia colisión con otros principios. Habría que decir, una vez más, que tienen carácter deon-tológico, pero débil.

Y de nuevo surge la pregunta: Si esto es lo que les pasa a los dere-chos humanos, ¿qué cabe decir de la «dignidad»? Y mi respuesta es que esta palabra no tiene en las declaraciones de derechos humanos otro sentido deontológico claro y estricto que el de prohibición de la esclavitud. Todo lo demás en ella es meramente canónico o formal, sin repercusión deontológica directa. Los derechos humanos mandan hacer o no hacer cosas, por más que tengan excepciones. La dignidad no manda nada y puede utilizarse en cualquier contexto. ¿Obliga la afirmación de la dignidad como propiedad inherente al ser humano a no aceptar el aborto, o la eutanasia, o la venta de órganos, etc.? Por supuesto que no. La demostración está en que hoy no existe declara-ción internacional de derechos humanos que no proclame la dignidad del ser humano, ni constitución de país alguno que no recoja la tabla de derechos humanos y, sin embargo, las legislaciones positivas de los distintos países pueden legalizar o no, siguiendo otros criterios, el aborto, la eutanasia, la pena de muerte, etc. Todos dicen estar prote-giendo la dignidad. Y yo, además, les creo.

Esto último parece una salida de tono, pero no lo es. Es, simple-mente, lo que ya denunciaba Ruth Macklin en el editorial citado al

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comienzo. Ella no discutía ni negaba el sentido canónico de digni-dad, pero sí que de él pudieran formularse directamente mandatos o normas de contenido deontológico estricto. En tal sentido es en el que dice que el término es inútil. Y si se le dota de sentido deonto-lógico, entonces sucede que la unanimidad que es fácil lograr en el primer caso, se rompe estrepitosamente. Unos considerarán que el asunto de que se trate es digno, y otros que es indigno. Un ejemplo paradigmático de esto lo tenemos en el tema del suicidio asistido y la eutanasia. Quienes se oponen a tales prácticas suelen argumentar que son contrarias a la dignidad inherente a los seres humanos. Pero no deja de ser curioso que la ley del estado de Oregón que aprueba el suicidio asistido se titule, precisamente, Death with Dignity Act, y que las asociaciones que hay esparcidas por todo el mundo se llamen, precisamente, «Asociaciones para el derecho a morir con dignidad». ¿En qué quedamos? Parece difícil que esta confrontación pueda re-solverse desde dentro el propio concepto de dignidad. Con lo cual resulta claro que será necesario acudir a otros criterios distintos de ése. Quod erat demonstrandum.

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Sobre los llamados valores espirituales

En los orígenes de la espiritualidad occidental

El término espiritualidad tiene una historia tan interesante como des-conocida. En la literatura griega se utilizaron dos palabras para de-signar las dimensiones no materiales, no corporales o no orgánicas de la realidad humana. Esos términos fueron psyché, que se tradujo al latín por anima, y pneûma, que pasó al latín como spiritus. En castellano esa dicotomía da lugar a las palabras alma y espíritu. El alma es lo que anima, es decir, lo que dota de vida a un ser. En toda la literatura clásica, alma tienen no solo los seres humanos sino también las plantas y los animales. Eso llevó a distinguir tres tipos de alma, denominadas vegetativa, sensitiva e intelectiva. Las dos primeras son almas materiales, en tanto que la tercera se caracteriza por ser es-piritual. Espiritual aquí se contrapone a material. Lo material tiene las características propias de los cuerpos, volumen, razón por la cual ocupa espacio, peso y, lo que es más importante, tiempo, de tal modo que es constitutivamente caduco y contingente. Lo espiritual, por el contrario, es no material, y por tanto el alma espiritual es la que ani-

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maba el cuerpo, pero sin las características propias de este. De ahí que sea ubicua, que carezca de peso y que por su propia naturaleza se halle fuera del tiempo, por tanto que sea eterna, habida cuenta de que carece de los elementos caducos propios de la realidad contingente. Cuando esta teoría del alma espiritual llegó a mano de los pensadores creacionistas, es decir, de los teólogos judíos, cristianos y musulma-nes, estos se vieron en la necesidad de compaginar la eternidad del alma espiritual con el hecho de que hubiera sido creada, teniendo, por tanto, un origen en el tiempo. Eso es lo que llevó a crear la cate-goría de lo eviterno, aquello que no tiene fin, y que en consecuencia es eterno, pero que sí ha tenido un comienzo, de modo que es menos eterno que lo eterno por ambos lados. Dios es eterno, en tanto que el alma no sería eterna sino eviterna.

El alma intelectiva propia de los seres humanos es espiritual, pero se le denomina alma en tanto dice relación al cuerpo, constituyendo el principio vital propio de una realidad que no es vegetal ni animal sino humana. El alma es el principio animador del ser humano. Así definida, es obvio que no se identifica con el espíritu, por más que sea espiritual. Dicho de otro modo, una cosa es el espíritu como principio animador del cuerpo, y otra el espíritu en sus funciones propiamente espirituales. En el cuerpo hay funciones que no son propiamente es-pirituales sino vegetativas o similares a las de los vegetales, y sensi-tivas o equiparables a las propias de los animales. Pero hay otras que no tienen parangón con las propias de esas realidades, y que por tanto son específicamente humanas. Son las funciones que cabe denominar superiores o intelectivas. Pues bien, a estas es a las que se aplicó el calificativo de espirituales. En las personas hay funciones vegetativas, hay funciones sensitivas y hay funciones que clásicamente se deno-minaron intelectivas. La vida del espíritu es la propia de este último y más elevado nivel de los seres humanos. Es la propia de lo que los griegos llamaron lógos, razón, que como es bien sabido fue visto como la diferencia propia de la especie humana respecto de todos los demás seres dotados de vida. De ahí la definición clásica de ser humano que se remonta a Aristóteles: animal rationale, animal racional (Aristóte-les, 1970b, 1253 a 10). La vida del espíritu es la vida de la razón.

A poco que se piense en esa definición, se verán sus grandes limi-taciones. Valgan dos ejemplos, a cuál más significativo. Para Aristó-

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189SOBRE LOS LLAMADOS VALORES ESPIRITUALES

teles las facultades propias del psiquismo superior eran solo dos, que denominó lógos, razón y órexis, apetito. El apetito es lo que mueve a la acción, de modo que la razón sin apetito carece de fuerza ope-rativa. Cuando el apetito mueve en el orden marcado por la razón, el resultado es lo que se denominó «apetito racional», que fue el modo como se definió clásicamente a la voluntad. Pero el apetito puede no seguir los dictados de la razón; como dice Aristóteles, puede ser «dé-bil», y entonces obedece a los sentidos; es el llamado «apetito sensi-ble». Para este los clásicos reservaron el término «pasión». Las pa-siones eran emociones sensibles que desviaban al ser humano de su verdadero objetivo, el marcado por la razón. De ahí la importancia de regular la vida, a fin de que la inteligencia pudiera proponerse las me-tas adecuadas y el apetito las pusiera en práctica. Para Aristóteles no se trata de anular los apetitos sensibles, sino de someterlos a control racional. Esa es la función de la ética, educar en la gestión razonable o prudente de la vida, de modo que los apetitos sensibles queden or-denados a los objetivos que establece la inteligencia. No se trata, por ejemplo, de no comer, o de no gozar sensiblemente con la comida, sino de someter la ingestión de alimentos o bebidas al control de la razón. Eso es lo que Aristóteles entiende por phrónesis o prudencia. Hay que comer prudentemente. Y así todo lo demás.

Pero el modelo aristotélico, a pesar de su indudable sensatez, no alcanzó gran éxito, en contra de lo que suele creerse. Cuando Aris-tóteles muere, el año 322 a.C., el fundador del estoicismo, Zenón de Citio, nacido en 333, tenía once años. Poco después iniciaría un mo-vimiento que en este tema, como en otros varios, se llevó el gato al agua. El estoicismo fue un movimiento rigurosamente intelectualista. Dios es puro lógos, razón, y los seres del mundo son tanto más eleva-dos y divinos cuanto más participan del lógos. Además de lógos, los seres vivos tienen pasiones, pathémata, que para el estoicismo tienen carácter estrictamente negativo. De hecho, en Dios no puede haber pasiones, y por tanto es impasible, apathés. Así tiene que ser también el sabio, si es que de veras quiere imitar a Dios, acercarse a él. Las pasiones no hacen otra cosa que enturbiar la mente y hacer que esta se equivoque en su búsqueda del bien. De ahí la necesidad, no ya de controlar prudentemente los apetitos, sino de anular todos ellos. Es la famosa impasibilidad estoica, la apátheia.

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Religión y espiritualidad

Las llamadas religiones del libro, la judaica, la cristiana y la musul-mana, asumieron esta teoría como propia, y con elementos proce-dentes del neoplatonismo, elaboraron la teología de los grados de la vida espiritual. Estos grados eran tres, el purgativo, el iluminativo y el unitivo. Anuladas las pasiones, fase purgativa, la mente podía ver con mayor claridad la doctrina puramente espiritual o divina, fase iluminativa, y unirse de ese modo a Dios, etapa unitiva. La primera parte del proceso tenía carácter ascético, y la tercera era la propia-mente mística o misteriosa. En ella el ser humano se elevaba sobre sí mismo, llegando a una especie de unión con la divinidad. Esto es lo que Buenaventura expresó con el neologismo latino sursumactio o sobreelevación.

Tal es lo que en las tres religiones del libro, y más en concreto en la religión cristiana, se ha entendido por vida espiritual. Se trataba de anular las emociones, y con ellas el cuerpo, a fin de elevarse a la unión con Dios. Al conseguirse el silencio de todas las potencias sen-sibles, quedaba la potencia inteligible, el intelecto puro. A Dios había que llegar de esa manera. Esa inteligencia quería a Dios, optaba por Dios y se unía a él. Tal es lo que se llamaba «amor», el amor espiri-tual o místico, que por supuesto nada tenía que ver con el amor sen-sible. Es importante no olvidar esto. El amor espiritual era un puro amor intellectualis, como lo llamó el judío Spinoza. Y cuando para expresar ese amor se utilizaban metáforas carnales, como en el Can-tar de los cantares, comenzaban las sospechas y surgía el nerviosis-mo. Testigo: fray Luis de León.

Era preciso reconstruir esta pequeña historia para hacerse una idea clara de lo que se ha venido entendiendo por espiritualidad en nuestra cultura, y por qué eso ha sido así. Por vida espiritual se ha entendi-do la vida religiosa, tanto en su fase ascética como sobre todo en la mística. La pura vida espiritual se alcanza al conseguir la anulación de las pasiones, es decir, de los sentimientos o apetitos sensibles, a fin de que se hallen libres de trabas los estrictamente intelectuales. El amor, el llamado amor puro era uno de estos sentimientos. Cuando Kant se refiere en su obra al respeto como sentimiento, es claro que se halla en esta misma línea.

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Los valores espirituales

Hoy lo descrito resulta a todas luces excesivo. Desde el siglo XVII se ha producido en la cultura occidental una progresiva reivindicación del cuerpo, y con él de la vida emocional. El término pasiones ha dejado paso a otros menos peyorativos, como el de sentimientos. De hecho, la triada de facultades superiores del psiquismo humano de la época clásica, memoria, entendimiento y voluntad, ha dado paso a otra en la que la memoria ha cedido su lugar a los sentimientos, de modo que hoy se colocan en nivel de paridad el conocimiento o vec-tor cognitivo, los sentimientos o vector emocional, y las tendencias o vector volitivo. Diríase que de algún modo estamos recuperando al viejo Aristóteles. Lo cual, por otra parte, supone un cambio muy im-portante en el modo de entender la vida del espíritu, es decir, la vida espiritual, la espiritualidad.

Analicemos con alguna detención este cambio. Por lo pronto, nuestro contacto con la realidad no se produce ahora exclusivamen-te por la vía del entendimiento, sino también por la del sentimiento. Al percibir algo, yo actualizo unas cualidades de lo percibido, como por ejemplo el color. Si fuera ciego, es claro que no actualizaría esa nota de las cosas que llamamos su color. Sería ciego para los colo-res. Pues bien, con las emociones sucede algo hasta cierto punto si-milar. Las emociones son producto de la actividad de mi psiquismo al ponerse en contacto con algo o con alguien. Así como poseemos sentidos, por ejemplo el de la vista, tenemos también sentimientos, y estos, lo mismo que aquellos, son órganos de contacto con las co-sas. Si por los sentidos percibimos unas cualidades objetivas, a través de los sentimientos reaccionamos ante ellas en un modo o de otro, apreciándolas o despreciándolas. Además de percibir, el psiquismo humano hace muchas otras cosas: recordar, imaginar, pensar, desear, etc. Pues bien, una cosa que hace es estimar. Y la estimación es bá-sicamente emocional. Lo que es la percepción al orden cognitivo, es la estimación al emocional. El término de los procesos perceptivos son cualidades de las cosas que llamamos «hechos». Pues bien, el término de los procesos de estimación recibe el nombre de «valores». Los hechos se perciben, en tanto que los valores se estiman. Y ambas cosas son inherentes al psiquismo humano. Todo ser humano estima

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igual que percibe. Y así como hay cegueras para los colores, hay tam-bién cegueras para los valores, las llamadas cegueras axiológicas.

El mundo del valor es el gran desconocido. Nuestra sociedad, a partir sobre todo del siglo XVIII, hizo una clara opción preferencial por los llamados «hechos», especialmente por los hechos positivos o hechos científicos, en detrimento de eso que por definición no son he-chos y que llamamos «valores». Pero como no resulta posible vivir sin valorar, la opción por los hechos fue acompañada, de forma más inconsciente que programada, por unos valores muy determinados, los llamados «valores instrumentales». Estos son los propios de todos los instrumentos técnicos. Los productos de la técnica se caracteri-zan por ser instrumentos, es decir, por ser medios al servicio de algo distinto de ellos mismos. El automóvil sirve para desplazarse a fin de hacer cosas distintas: trabajar, ver a los amigos, etc. Y lo mismo cabe decir de cualquier otro instrumento técnico. Un fármaco tiene valor en tanto que sirve para aliviar un síntoma o curar una enfermedad. Si no sirviera para eso, diríamos que no sirve para nada. Por consiguiente, su valor viene de algo distinto de él mismo, que será la salud, el bien-estar, la vida, etc.

Basta plantear así las cosas para darse cuenta de que no todos los valores son instrumentales. Si estos se hallan siempre al servicio de unos fines distintos de ellos mismos, resulta evidente que estos fines tendrán  valor  por  sí mismos. De  este modo  identificamos,  junto  o frente a los valores instrumentales, los llamados «valores intrínse-cos». Estos valen por sí mismos, no por referencia a otra cosa. Para comprobarlo, no tenemos más que pensar en la ausencia de esa cua-lidad de valor en el mundo o en nuestra vida. Pensemos en un mun-do, por ejemplo, sin belleza. No hay duda de que habríamos perdido algo importante, es decir, algo valioso. Pues bien, como el juicio lo hemos hecho pensando solo en esa cualidad, sin relación a ninguna otra cosa, es claro que la belleza tiene valor en sí o por sí misma, lo que hace de ella un valor intrínseco. En el caso de la belleza se en-cuentran otros muchos valores: la solidaridad, la justicia, el amor, la amistad, la paz, la salud, la vida, el bienestar, el placer, etc.

Esta distinción entre valores intrínsecos e instrumentales es fun-damental, porque ambos tienen características muy distintas. La más importante es que los últimos se miden en unidades monetarias, en

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tanto que los primeros, no. La amistad, o la dignidad, no pueden comprarse ni venderse. Podrá comprarse o venderse el soporte del valor, por ejemplo, un cuadro, pero la belleza de un cuadro pertenece al orden de lo que los economistas denominan intangibles. No puede ser objeto de evaluación económica, ni por tanto de compraventa.

Las sociedades, lo mismo que los individuos, pueden optar por un tipo de valor o por el otro. Al conjunto de valores intrínsecos de una sociedad cabe denominarlo con la palabra «cultura», en tanto que al acervo de sus valores instrumentales le cuadra más el nombre de «civilización». Hay épocas de gran cultura y pobre civilización, y viceversa. La nuestra, a partir del siglo XVIII, es claro que optó por esto último. Es una profunda perversión axiológica. Los valores intrínsecos son, sin duda alguna, los más importantes en la vida de las personas. Cuando los valores instrumentales se convierten en los máximos y casi en los últimos, entonces lo que es mero medio se transforma en fin. Es lo que los pensadores de la Escuela de Francfort han bautizado con el nombre de «racionalidad estratégica». Como no podemos vivir sin valores, y más en concreto sin valores intrínsecos, la racionalidad estratégica consiste en convertir los valores medio en valores fines. El fin, por tanto, es desarrollar instrumentos técnicos. Cuando los medios se convierten en fines, de modo que todo puede comprarse y venderse, entonces el valor intrínseco que se promueve es prácticamente solo uno, el «bienestar». Es lo propio de nuestra cultura. Vivimos en una cultura de bienestar. Y nuestra medicina es también una medicina de bienestar.

El bienestar es un valor, y un valor intrínseco. Pero es el valor más próximo a los valores instrumentales. De hecho, en nuestra sociedad se le ha acabado haciendo sinónimo de disfrute de valores instrumen-tales. Esto ha hecho que al sustantivo bienestar se le haya acabado añadiendo un adjetivo que es el de material. Por bienestar se entien-de fundamentalmente el disfrute de bienes materiales, en especial de productos instrumentales o técnicos. Ni que decir tiene que el princi-pal de esos productos es el dinero, habida cuenta de que él es el valor instrumental por antonomasia o puro. El dinero no tiene valor en sí sino que es un mero instrumento para la adquisición e intercambio de otros valores. Si antes hemos dicho que los valores instrumentales se caracterizan por medirse en unidades monetarias, resulta obvio que el

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dinero es el instrumento de los instrumentos. Los valores intrínsecos no se dejan reducir a precio, pero si hay alguno propenso a ello es el de bienestar. Resulta  significativo que en nuestras  lenguas no  se diferencie entre «bienser» (en italiano existe la palabra benessere, y en inglés wellbeing) y «bienestar», y que todo se haga consistir o se reduzca, incluso en inglés y en italiano, al bienestar, entendido como bienestar material.

Lo que hoy pueda entenderse por espiritualidad ha de referirse, necesariamente, al cultivo de los valores intrínsecos. La espiritua-lidad no puede consistir en el disfrute de los valores instrumentales sino de los intrínsecos. Y dentro de estos, de unos determinados. Hay distintos tipos de valores intrínsecos. Hay unos valores intrín-secos que se llaman materiales, porque cualquier cosa que tenga materia es soporte adecuado de ellos. El ejemplo paradigmático es la belleza. Todo lo que tiene materia es bello o feo, más o menos bello o más o menos feo. Otros valores, por el contrario, no pue-den soportarlos más que los seres vivos. Son los llamados valores vitales. Estos son los más propios de las profesiones sanitarias, la vida, la salud, el bienestar. Y hay otros, finalmente, que solo se dan en esos soportes peculiares que somos los seres humanos. Estos se llaman valores personales, valores espirituales o valores culturales. Entre ellos están los valores jurídicos (justo-injusto), los valores so-ciales (solidario-insolidario), los valores lógicos (verdadero-falso), los ontológicos (digno-indigno), los morales (bueno-malo), los reli-giosos (santo-profano), etc. Son los valores constitutivos de lo que solemos llamar «cultura» o «vida del espíritu». Estos son los que hoy pueden dotar de contenido al término «espiritualidad». Se trata de vivir en profundidad estos valores, los más elevados dentro de la escala de valores intrínsecos, y aquellos que dotan de verdadera identidad a los seres humanos.

Espiritualidad y vida humana

Basta plantear así las cosas para ver la importancia de la espirituali-dad en la vida humana, especialmente en los momentos más críticos de esta, que es cuando las preocupaciones cotidianas se relativizan y nos situamos en otra dimensión que todos consideramos de mayor

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profundidad y más auténtica. Esas situaciones críticas son de dife-rente tipo, pero todas tienen que ver con la pérdida de algo en lo que habíamos puesto nuestro corazón. La experiencia de la pérdida es esencial en la vida humana. Eso nos sucede, por ejemplo, cuando perdemos a un ser querido. Pues bien, una experiencia de pérdida de enorme importancia en los seres humanos es la enfermedad. Suele decirse que nadie sabe lo que vale la salud hasta que no la pierde. Es cierto. Pero la experiencia de la enfermedad no solo consiste en eso, en una mayor o mejor apreciación de la salud, sino también en el replanteamiento de su importancia. Quizá habíamos puesto dema-siado empeño en ella, y no en otros valores que ahora, al perderla, adquieren mayor relieve. La debilidad de la carne hace reparar en la importancia del espíritu.

De ahí lo relevante de la espiritualidad en medicina. El término genera aún mucha resistencia en los profesionales y en los propios pacientes, porque aún hoy  suele  identificarse con el  sentido estricta-mente religioso que tuvo en otras épocas. En un mundo cada vez más secularizado, esa idea de espiritualidad genera gran rechazo. De ahí la dificultad de hablar sobre este tema. Pero también es obvio que en el ser humano hay una dimensión estrictamente espiritual, y que esta se agudiza en las situaciones críticas de la vida, como es el caso de la en-fermedad. Lo cual explica que, tras un periodo de silencio, el término vuelva a resurgir, si bien ahora con un sentido distinto del antiguo.

Quienes más  han  contribuido  al  renacimiento  del  vocablo  en  el ambiente médico han sido los paliativistas. Algo que resulta perfecta-mente comprensible, ya que ellos se ocupan de la situación más crí-tica en que cabe encontrar a un ser humano, la cercanía de la muerte. Cuando el término de la vida se aproxima, los valores instrumentales pierden importancia, es decir, valor, se esfuman hasta resultar prácti-camente imperceptibles. Lo cual hace que en las fases terminales de la vida exista una especial sensibilidad para los valores intrínsecos, y muy en particular para los valores espirituales. Esto es algo en lo que pocas veces se cae en la cuenta, y que sin embargo es de trascen-dental importancia. Todo ser humano tiene la percepción de que los valores instrumentales no son los importantes, de tal modo que vivir sumido en ellos es  signo evidente de  superficialidad. Cuando estos valores se desvanecen, entonces cobramos conciencia de haber en-

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trado en una dimensión más profunda de la existencia humana. Es lo que en nuestra lengua significa la expresión «tocar fondo». De algún modo, nos centramos en lo esencial, en lo importante, es decir, en lo valioso. Esto es lo que Karl Jaspers llamaba una «situación-límite» (Jaspers, 1967, 301). No es un azar que una de las situaciones límite identificadas por Jaspers fuera la muerte, entiéndase,  la cercanía de la muerte. Entonces es cuando los valores intrínsecos pasan a primer plano, en especial esos que antes hemos llamado espirituales. De ahí que los cuidados paliativos no puedan consistir solo en promover el máximo bienestar material y vital del paciente, controlando el dolor, dando soporte emocional, etc. Eso sería tanto como caer en la trampa del bienestar que antes hemos descrito. El total care de Cicely Saun-ders exige más, exige tener en cuenta las necesidades espirituales de los pacientes (Clark, 2002, 165).

De entre todos los valores espirituales, quiero referirme a uno en concreto, el valor religioso. Las razones para seleccionarlo entre to-dos ellos son varias. Una primera, que es el valor que suele tenerse por superior en la escala de los valores espirituales. Y otra, que, como hemos visto ya, durante la mayor parte de nuestra historia valor es-piritual y valor religioso se han confundido, hasta el punto de que el cultivo de ese último ha monopolizado el uso y sentido del término espiritualidad.

No es posible entrar aquí en un análisis de lo que a propósito de la experiencia religiosa ha venido poniendo en claro la fenomenología de la religión (Gracia, 2004, 129-196). Pero sí cabe decir que desde tiempos muy antiguos, en nuestra cultura desde sus mismos orígenes en Grecia, la religiosidad se ha entendido como un valor específico, distinto de otros que parecen muy próximos a él, como es el caso del valor moral. La confusión entre religión y moral es frecuentísima en nuestros medios, habida cuenta de que las religiones mediterráneas, las llamadas religiones del libro, la judía, la cristiana y la musulma-na, son terriblemente moralistas. En cualquier caso, religión y ética son cosas distintas, que conviene no confundir, por más que luego pueda y deba ponérselas en relación. La religiosidad se expresa en griego mediante varias palabras, la principal de ellas, eusébeia. Por el contrario, la virtud moral por antonomasia es la dikaiosýne o justicia. Los romanos tradujeron el primero de esos términos por pietas y el

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segundo por iustitia. La justicia es la virtud moral general, porque, como dice Aristóteles, las demás virtudes, o son justas o no son vir-tudes. La justicia es la virtud que rige las relaciones entre iguales. El intercambio de bienes hay que hacerlo en valor igual, porque si no, estamos siendo injustos. La justicia es, por ello, la virtud que rige las relaciones que cabe llamar horizontales. Hay, empero, otras acciones que se refieren no a quienes son iguales a nosotros, sino a nuestros superiores. Aquí la relación no es horizontal sino vertical. Entre los superiores no están solo los dioses, sino también los padres y los an-tepasados. Los padres, por ejemplo, nos han dado la vida, algo que no podemos pagar y donde resulta imposible de aplicar el principio de justicia. No hay padre que establezca las relaciones con sus hi-jos conforme al criterio de justicia. Diríamos que ese no es un buen padre. De ahí que con los superiores tengamos unos deberes especí-ficos, que en  la cultura clásica se  llamaron de piedad. Piedad  tiene aquí el sentido de respeto y, sobre todo, de gratitud o agradecimien-to. Y esto que se dice de los padres, vale con mucha mayor razón para con los dioses. Precisamente porque las dádivas que recibimos de ellos sobrepasan lo exigible en justicia, se trata de dones, de re-galos, de gracias, dice la teología cristiana. Y ante los dones no cabe más que la actitud de agradecimiento. Esto es lo propio del espíritu religioso. Este espíritu se puede tener y cultivar incluso no creyen-do en la existencia de un ser personal al que quepa llamar Dios. La gratitud, el agradecimiento, se dirigirá hacia la fuente o el origen de esos dones, sea cual fuere, incluso aunque no sepamos cuál es. Da lo mismo. La religiosidad no es privativa de las personas que creen en Dios o pertenecen a una iglesia institucional. Es más, se da el fenó-meno paradójico de que muchas personas que se creen religiosas por pertenecer a una institución que se adjetiva de tal, pueden no tener la verdadera vivencia religiosa, o confundirla con otra distinta de ella, como puede ser la propiamente moral. Lo específico de la ética es la experiencia del deber, en tanto que lo específico de la religión es la experiencia del don o de la gracia. No son solo experiencias distintas, sino opuestas entre sí. Si todo fuera don, no habría espacio para el mérito; y si todo lo mereciéramos en justicia, tampoco podría existir el don. Confundir la experiencia religiosa con la experiencia moral es una de las grandes tragedias de nuestra vida cultural y espiritual.

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Por supuesto que los cuidados paliativos tienen que ocuparse y preocuparse por la atención espiritual de los pacientes. Pero deben te-ner muy claro qué puede y debe hoy entenderse por atención espiritual. Es preciso que no confundan asistencia espiritual con atención religio-sa. El mundo de los valores espirituales es mucho más amplio. Y la religiosidad deben entenderla como lo que es, la experiencia del don o de la gracia, y la actitud de agradecimiento hacia los dones recibidos sin ningún merecimiento. En principio, esa experiencia no tiene nada que ver con la ética. Es más, confundir una con otra suele tener con-secuencias muy trágicas en cualquier época de la vida humana, pero muy especialmente en la postrera. Son bien conocidos los estudios de Allport a propósito de las diferencias entre «religiosidad intrínseca» y «religiosidad extrínseca» (Allport, 1950). La primera es la religiosidad confiada, llena de gratitud, es la religiosidad interna, del corazón since-ro y agradecido. Opuesta a ella es la religiosidad extrínseca, externa, ri-tual, que basa todo en el cumplimiento de reglas y preceptos, basada en el miedo y el castigo. Es lo que cabe llamar el moralismo, el enemigo mayor que hoy por hoy tiene la verdadera religiosidad. Es bien sabido, después de los estudios de Salvador Urraca, que la religiosidad intrín-seca protege contra la angustia, la ansiedad y el temor ante la muerte, en tanto que la extrínseca los aumenta (Urraca, 1982, 101-139).

La ayuda espiritual

La vida espiritual no es solo experiencia, es también actuación, en-trenamiento, aprendizaje, hábito. Hay un cultivo de la vida espiritual. Y hay también ayuda, relación de ayuda. Hemos dicho que la nece-sidad espiritual se exacerba en las situaciones críticas. Es toda una paradoja, porque estas son aquellas en las que más nos encontramos débiles, abatidos y sin fuerzas. Esto explica que en ellas precisemos con frecuencia de ayuda. Es lo que cabe llamar la ayuda espiritual. Las religiones han monopolizado tradicionalmente ese tipo de ayu-da. Había «directores espirituales», y en las crisis de la existencia las religiones han instituido sus particulares «ritos de paso», los deno-minados en la tradición cristiana «sacramentos» (Gracia, 1990, 15), tradicionalmente entendidos, sobre todo algunos de ellos, como «au-xilios espirituales».

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Hoy la ayuda espiritual no puede, para la mayoría de las personas, entenderse así, ni quedar constreñida a tales límites. Lo que se busca no actúa ex opere operato sino ex opere operantis. Quien ayuda es una persona, que también puede hacer lo contrario, incluso sin cla-ra conciencia de ello. No es fácil auxiliar, y menos espiritualmente. Freud, desarrollando una sugerencia de Ferenczi, estableció un prin-cipio que se cumple de modo indefectible (Freud, 1948-68, III, 567-570). Este principio dice que nadie puede ayudar a otro a resolver un problema que él no tenga previamente resuelto (Freud, 1948-68, III, 432). «Un hombre anormal, por muy estimables que sean sus conoci-mientos, no podrá nunca ver sin deformación, en el análisis, las imá-genes de la vida psíquica, pues se lo impedirán sus propias anorma-lidades» (Freud, 1948-68, II, 769). Al socaire de la ayuda se puede hacer mucho daño. La ignorancia e inmadurez en este ámbito del cui-dado espiritual es tan enorme, que las pretendidas ayudas son las más de las veces perjudiciales. Eso explica que en ámbitos donde el tema preocupa, la inquietud por aclarar el sentido de la ayuda espiritual sea grande y, además, reciente. Los cuidados paliativos intentan ayudar en situaciones muy críticas de la vida. Comenzaron por lo que es más sencillo, ayudar técnicamente, mediante el buen manejo de los valores instrumentales (analgésicos, otros productos que permiten controlar síntomas), y dentro de los valores intrínsecos, el que también resultaba menos conflictivo, el bienestar. No es poco. Pero ha bastado el logro de esa meta, para caer en la cuenta de que el total care y el total sup-port exigen más, exigen la gestión correcta de los valores espirituales (Cawley, 1997, 31-36). Y eso es ya mucho más difícil (Dudley, Smith, Millison, 1995, 30-37). ¿Por qué? Porque primero hay que poner en claro de qué hablamos al referirnos a ese tipo de valores. Y después, porque antes de poder ayudar a los demás en este tipo de valores, los más profundos, los más elevados, los más sensibles de la existencia humana, tenemos que ponernos en claro nosotros mismos sobre ellos. Lo cual no puede, en principio, darse por supuesto.

A modo de conclusión

El término espiritualidad ha sido patrimonio tradicional de las gran-des religiones institucionales; en nuestro medio, la cristiana. Y ello

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no por azar, sino porque la religiosidad se ha visto siempre como el elemento medular o nuclear de la vida espiritual. Mi opinión es que hoy en día esto sigue viéndose así, si bien ha cambiado el sentido del término religiosidad. De hecho, es cada vez más frecuente el enten-der la religiosidad, y por tanto también la espiritualidad, en un sen-tido distinto al de las grandes religiones institucionales, y al margen de ellas. Esto no tiene nada de extraño, dado que la religiosidad no se  identifica con el modo como esta se ha vivido en el  seno de  las religiones institucionales. El mundo llamado pagano también cultivó la religiosidad. Y lo hizo en un sentido muy similar al que hoy pro-pugnan muchos movimientos seculares o secularizados. Si buscamos en la literatura clásica greco-romana esto que llamamos religiosidad, veremos que se expresa con los términos eusébeia, en griego, y pie-tas, en latín. Es una actitud de gratitud, reverencia y respeto hacia la fuente de los dones que uno posee sin haber merecido. Precisa-mente por esto, por la falta de merecimiento, se trata de puros dones, de dádivas o regalos graciosos, de gracias, que han de suscitar en el corazón la actitud más elevada y noble que puede tenerse, la de agradecimiento. Los antiguos tuvieron muy claro que hay dos actitu-des distintas y hasta contrapuestas que han de regir la vida humana. Una es la dikaiosýne, la iustitia, reguladora de las relaciones hori-zontales, entre iguales, y otra es la eusébeia o pietas, que debe regir las relaciones con los superiores, esto es, con todos aquellos que nos han dado dones que no podemos compensar o retribuir de acuerdo con el principio de justicia conmutativa. En esa situación están todos los que nos han otorgado ese tipo de dones, sean padres, mayores y familiares, dioses, o entes que no podemos identificar pero a los que debemos gratitud, agradecimiento. Nuestra cultura moderna tiene una sensibilidad a flor de piel para todas las cuestiones relacionadas con la justicia, pero ha desarrollado en mucha menor medida el senti-miento de piedad y gratitud hacia todos aquellos que nos otorgan do-nes que no merecemos en justicia y que tampoco podemos pagar, una vez concedidos. Este es quizá uno de los grandes déficits de nuestra civilización.

La ética es la disciplina que se ocupa de las relaciones humanas de tipo horizontal, las basadas en el principio de justicia (dikaiosýne, iustitia). Pero la dimensión de eusébeia o pietas no es propia de la

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201SOBRE LOS LLAMADOS VALORES ESPIRITUALES

ética sino de la religiosidad. En el siglo XX ha habido bastantes pen-sadores que se han ocupado de ella. Habida cuenta de su condición de médico,  psiquiatra  y  filósofo,  citaré  el  caso  de Karl  Jaspers.  El año 1947 pronunció en la Universidad de Basilea unas conferencias bajo el título de Der philosophische Glaube, la fe filosófica, que poco después aparecieron en forma de libro. Y en 1962 publicó un volu-men más grueso sobre el mismo tema, Der philosophische Glaube angesichts der Offenbarung, la fe filosófica ante la revelación. La fe filosófica es para él la vida vivida en la profundidad de la «existen-cia», cuando las «situaciones-límite» nos hacen tocar fondo y abrir-nos a esa nueva dimensión, la «existencia», que nos sitúa ante lo que Jaspers denomina «lo abarcante», colocándonos de ese modo en el horizonte de la trascendencia. «En cuanto ex-sistencia me sé regala-do a mí mismo por trascendencia» (Jaspers, 1968, 21). Y añade: «La fe es el acto de la ex-sistencia, en que se adquiere conciencia de la trascendencia en su realidad» (Jaspers, 1968, 21).

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Construyendo la salud

Construyendo, que es gerundio

Me gustan los gerundios. Los sustantivos fijan las cosas, las solidifi-can; si no fuera redundante habría que decir que las sustantivan, en tanto que los verbos expresan el dinamismo del tiempo. Cabe decir que los sustantivos sitúan las cosas en el espacio y los verbos en el tiempo. Así lo vio Antonio Machado:

La rima verbal y pobre,y temporal, es la rica.El adjetivo y el nombre,remansos del agua limpia,son accidentes del verboen la gramática lírica.

La función del poeta, sigue diciendo Antonio Machado, es «poner la lírica dentro del tiempo y, en lo posible, fuera de lo espacial»:

Del pretérito imperfectobrotó el romance en Castilla.

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Dentro de los tiempos verbales, el gerundio expresa la acción que se está llevando a cabo o que lo fue en un momento anterior. «Estoy amando» o «estuve amando». Juan de Mairena decía a sus discípu-los:

Yo os aconsejo que meditéis sobre el empleo de los gerundios en poesía, porque los preceptistas que, fuera de sus preceptos no saben nada de nada, os hablarán contra ellos. Traedme, para el próximo día de clase, un análisis, a nuestro modo, de […] la siguiente estrofa de San Juan de la Cruz:

Mil gracias derramando.pasó por estos sotos con presura,y, yéndolos mirando,con sólo su figura,vestidos los dejó de su hermosura.

Reparad en la estructura temporal de estos versos, y en cómo nuestra poesía, antes de encerrarse en la cápsula barroca, o en la neoclási-ca, se inclina más hacia el verbo que hacia el sustantivo. (Machado, 1989, IV, 2408-9)

El sustantivo cosifica, en tanto que el verbo dinamiza. Es la diferen-cia entre la foto estática y el transcurrir de una película. Los filósofos dirán que el sustantivo es parmenídeo y el verbo heraclíteo. Este fue un tema muy querido de Ortega. «El modo de ser de la vida ni siquie-ra como simple existencia es ser ya, puesto que lo único que nos es dado y que hay cuando hay vida humana es tener que hacérsela, cada cual la suya. La vida es un gerundio y no un participio: un faciendum y no un factum. La vida es quehacer» (Ortega, 2004-2010, VI, 65).

El que esto sea así obedece a la ineludible condición humana. Los seres de nuestra especie estamos profundamente inadaptados a nuestro medio. El medio nos es hostil. De acuerdo con el principio darwiniano de supervivencia del mejor adaptado (the fittest), desapa-receríamos de la faz de la tierra nada más nacer. Nos salva de ello eso que  llamamos  inteligencia o psiquismo específicamente humano. Y lo hace a través del proyecto. La mente nos permite proyectar nues-

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205CONSTRUYENDO LA SALUD

tras acciones, aún más, nos obliga a ello, en un intento por adaptar el medio a nuestras necesidades. Lo que en la evolución animal es adaptación al medio, el ser humano, a través del proyecto, lo convier-te en adaptación del medio. Es el paso de la naturaleza a la cultura. El medio transformado a través del proyecto es lo que llamamos cul-tura. Para eso nos sirve la inteligencia. Y el tiempo verbal propio del proyecto es el gerundio. De lo que cabe concluir que el ser humano está siempre y necesariamente actuando en gerundio, es decir, «pro-yectando» y «realizando» sus propios proyectos, en un intento por sobrevivir. Tal es el quehacer en que la vida humana consiste.

La construcción de los valores

¿A qué viene todo esto? A que los seres humanos tendemos a simpli-ficar las cosas, para lo cual lo primero que hacemos es fijarlas, parar la moviola. De ese modo adquieren el hieratismo propio de las mo-mias. La movilidad, el cambio, el dinamismo son características pro-pias de situaciones de inestabilidad e incertidumbre, siempre azoran-tes e incómodas para el ser humano, que busca por todos los medios, incluso de forma inconsciente, evitarlas. Nos gusta más el sustantivo que el verbo, y más el presente de indicativo que el gerundio. Somos alérgicos a la idea de proceso. Sobre todo si hemos de elaborarlo no-sotros y salir responsables de él. «¡Que proyecten ellos!». Proyectar es una grave responsabilidad, porque obliga al uso de todos los resor-tes propios del psiquismo humano. Como dice Ortega, «frente al ser suficiente de la sustancia o la cosa, la vida es el ser indigente, el ente que lo único que tiene es, propiamente, menesteres. El astro, en cam-bio, va, dormido como un niño en su cuna, por el carril de su órbita».

Proyectar es una tarea compleja que pone a punto todos los re-sortes de la mente humana. Construir un proyecto exige, en primer término, algunos datos objetivos, sean cuales fueren; es lo que llama-mos «hechos». Se proyecta con y desde los hechos. Es la función del que cabe llamar vector cognitivo del psiquismo humano. Algo que a todos resulta perfectamente obvio e incluso trivial. Pero ya no lo es tanto afirmar que con solo hechos no hay proyecto. Se requiere siem-pre someterlos a un proceso de valoración. Los juicios de valor son inherentes a todo proyecto. Vamos a construir una casa, o a labrar la

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tierra, porque el resultado de tales proyectos nos parece bueno, posi-tivamente valioso, estimable, apreciable. Es el segundo momento del proyecto, en el que juega un papel decisivo el vector emocional de la vida psíquica. Si el término del primero de esos momentos lo cons-tituían los «hechos», el de este segundo son los «valores». Y cuando la valoración es positiva, entonces entra en juego el tercero y último de los momentos, el operativo o práctico, que consiste en ir adelante con el proyecto, optando por realizarlo. Esa realización es siempre imperativa, ya sea en modo categórico o hipotético. De ahí que al término de este tercer momento no le resulte apropiado el nombre de hecho, ni el de valor sino el de deber. Cuando el proyecto nos parece valioso, hemos de llevarlo a cabo. El deber, eso de que se ocupa la ética, consiste siempre y solo en la realización de valores, en añadir valor a los hechos a través del trabajo. Porque el valor justicia no está completamente realizado en el mundo, nuestro deber es trabajar a fa-vor de la justicia. Y así con todos los demás.

El término central en todo ese proceso es el de valor. A partir de la revolución científica que tuvo lugar en el siglo XVII, y sobre todo desde el movimiento positivista del XIX, todos tenemos muy clara, quizá demasiado clara, la idea de hecho. «Esto es un hecho», decimos cuando algo nos parece obvio e incuestionable. Habría que ver si las cosas son tan claras como se supone. Y ello aunque solo fuera porque no hay hecho sin valor, y porque la propia idea mo-derna de hecho incluye ya un juicio de valor; o también, porque la negación de la idea de valor es ya un juicio de valor, por más que negativo. La valoración es un fenómeno universal e irrenunciable en los seres humanos, aunque solo sea porque sin valoración no hay proyecto.

El problema es que todo lo claro que resulta hoy el concepto de hecho lo tiene de oscuro la idea de valor. No siempre fue así. En épo-cas anteriores sucedió exactamente lo contrario, que los valores re-sultaban claros y lo oscuro eran los llamados hechos. Platón concebía las ideas como valores sustantivos, perfectos, inmutables y eternos. En la cultura cristiana, se elevaron a la categoría de ideas divinas, tan absolutas y necesarias como el propio Dios. Lo problemático eran entonces los hechos de la naturaleza, propios de realidades contin-gentes y en perpetuo cambio.

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207CONSTRUYENDO LA SALUD

El mundo moderno comenzó cuando la ciencia moderna acuñó la nueva idea de hecho, el llamado hecho experimental o hecho cien-tífico, y cuando se puso en cuestión la antigua teoría del valor. Las luchas religiosas del siglo XVI dejaron claro que los valores no eran tan fijos e inmutables como se había venido pensando. Del «monis-mo» axiológico se pasó a lo que desde entonces se conoce con el nombre de «pluralismo», el pluralismo de valores. Diferentes perso-nas pueden asumir distintos valores,  tanto  religiosos como filosófi-cos, morales, culturales, estéticos o económicos. Los valores no son objetivos, como en otro tiempo se creyó, sino que, muy al contrario, hay que considerarlos subjetivos. Eso es lo que explica que sean muy distintos en unas personas y en otras. Tampoco cabe tenerlos por ra-cionales, ya que en ellos intervienen factores tales como las emo-ciones, las esperanzas, los deseos, la educación, las tradiciones, las creencias, etc. De ahí el relegarlos a la vida privada de cada cual. De hecho, el Estado, la institución pública por antonomasia, debe guar-dar una exquisita «neutralidad» en cuestiones de valor. Tal fue uno de los preceptos básicos del pensamiento liberal.

Las dos teorías descritas, la objetivista y la subjetivista, la racio-nalista y la irracionalista, han monopolizado la idea del valor a todo lo largo de la cultura occidental. A la primera cabe denominarla clá-sica o antigua, por contraposición a la segunda, más propia de la mo-dernidad. Hoy coexisten ambas, si bien con predominio claro de esta última. Sobre los valores lo mejor es no discutir, porque dada su con-dición emocional y en buena medida irracional, no es posible llegar a nada positivo. «Sobre gustos no hay nada escrito».

¿Cabe una tercera actitud? Mi opinión es que sí. Los valores no son racionales al modo de los teoremas de matemáticas, pero tam-poco cabe considerarlos completamente irracionales. Ellos tienen su propia lógica, que no es ahora el momento de analizar. Por más que no sean completamente racionales, necesitan ser «razonables». Hay toda una lógica, muy interesante, de la razonabilidad. Sus palabras claves son dos: deliberación y prudencia.

Los valores entran a formar parte del proceso constructivo de todo proyecto  humano,  pero  a  la  vez  resultan modificados  o  reconstrui-dos por los propios proyectos. Todo lo que veo me parece bello o feo, más o menos bello o más o menos feo. Esto ha sido así desde

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siempre, desde que el hombre es hombre. El juicio estético no hay duda de que entra necesariamente a formar parte de todo proyecto. Pero también es verdad que mi sentido estético se ve afectado por el propio proyecto, de modo que va modificándose con el tiempo, con la educación, etc. El valor estético no es una realidad monolítica, sino que se modula de mil maneras, o mejor, se construye. Construimos el valor belleza, y de igual modo todos los demás valores, la justicia, la solidaridad, el placer, el bienestar¸ tantos más. Frente a las teorías ob-jetivistas y subjetivistas del valor, pienso cada vez con mayor énfasis en la necesidad de promover una idea constructivista de los valores. Es algo en lo que vengo insistiendo desde hace tiempo, pero que, según veo, resulta de difícil aceptación. A unos les parece demasiado y a otros demasiado poco. Cabe preguntarse, de todos modos, qué autoridad tienen quienes defienden teorías  tan estrepitosamente fra-casadas. Suum cuique. Veámoslo en el caso concreto del valor salud.

Construyendo la salud

¿Qué es la salud, un hecho o un valor? Inmediatamente se responderá que un hecho. Eso es lo que estudia la medicina, el hecho de la sa-lud y de la enfermedad. Salud y enfermedad son hechos objetivables científicamente. Son hechos el cáncer, la neumonía, la cirrosis hepá-tica, etc. Cabe preguntarse, sin embargo, si la hipertensión es un he-cho. Cuando yo estudiaba medicina se consideraban normales cifras que hoy no lo son. ¿La hiperactividad infantil es una enfermedad? No lo ha sido hasta hace poco. ¿Fue Gillian Lynne una enferma? ¿Y qué decir de los trastornos del sueño, o de los problemas emocionales, o de la vergüenza, la timidez o el desánimo? ¿Cuál es el humor normal y cuál el patológico? Si el tomar un antidepresivo me eleva el áni-mo y mejora mi rendimiento laboral o social, ¿por qué no hacerlo? ¿Qué rendimiento es el normal? Los ejemplos podrían multiplicarse hasta el infinito. Es sabido que hay un alelo del gen codificador de la apolipoproteína E, el 4, que predispone a padecer precozmente la en-fermedad de Alzheimer. El descubridor de este hecho en 1993, Allen Roses, me confesaba hace años que en su opinión todos los alelos de ese gen acaban produciendo demencia, solo que en alguno de ellos la demencia se retrasa tanto que las personas suelen morir de otra pa-

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tología. ¿Qué alelo debe considerarse normal y cuál patológico? No lo dudemos. Las ideas de salud y enfermedad las construimos, y las construimos no solo con hechos sino también con valores.

Es significativo que la definición de salud dada por la OMS en el año 1946 y desde entonces canónica, diga que «la salud es un esta-do de perfecto bienestar físico, mental y social y no solo la ausencia de enfermedad». La ausencia de enfermedad o de «hechos» clínicos claramente constatables, no se identifica sin más con la salud, porque esta consiste en algo tan poco objetivo como el «perfecto bienestar». ¿Qué es el bienestar, un hecho o un valor? ¿Tengo yo la misma idea del bienestar que hace diez o quince años, cuando era todos esos años más joven? Indudablemente, no. ¿Y concebiré el bienestar igual que, por ejemplo, mis abuelos? Menos aún. Miro a mis hijos, y tengo cla-ro que su valoración del bienestar tampoco es la mía.

¿A dónde quiero llegar? La salud y la enfermedad son hechos, pero son también valores. No hay hecho sin valor, hemos visto antes. Ahora podemos aplicarlo al caso de la medicina. Salud y enfermedad son a una hechos y valores. No podía ser de otra manera. El problema es que no somos conscientes de ello, lo que nos lleva a considerar hechos lo que son cuestiones de valor. Y esto sí que es grave, porque la lógica de ambos momentos es rigurosamente distinta, y confundir una con otra no lleva más que a errores, que si seguimos con el len-guaje de la lógica habría de llamar sofismas o falacias.

No lo dudemos, la salud la construimos. Y la podemos construir bien o mal, mejor o peor. Todo depende de los valores que tenga-mos y del modo como los gestionemos. Se habla de la salud como hecho y como derecho, y se habla también, cómo no, de asistencia sanitaria. Me pregunto si tras lo dicho podemos considerar estos len-guajes adecuados. Hay en el imaginario colectivo una relación lineal entre el hecho de la enfermedad, el derecho a la salud y el imperativo de una asistencia sanitaria universal y gratuita. Enfermedad, salud, asistencia sanitaria: todo sustantivos. Hemos sustantivado el lenguaje médico, cuando en realidad se trata de un gerundio, porque todos, in-dividual y colectivamente, vamos construyendo esos entes, la salud, la enfermedad, la asistencia sanitaria. Los construimos según nuestro modo de entender y gestionar los valores, esos valores y otros varios implicados en este asunto.

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Cabe preguntarse si la función de la medicina es «asistir» a los enfermos o «construir» de modo prudente los conceptos de salud y enfermedad ayudando —otro gerundio— a gestionarlos individual y socialmente  en  forma  razonable. Hubo un filósofo  alemán, Nicolai Hartmann, que describió el fenómeno, ciertamente curioso, de la «ti-ranía» de los valores. Los valores son la sal de la vida, pero al absolu-tizarlos se convierten en auténticos tiranos, provocando lo contrario de lo que prometen. Es el famoso fiat iustitia, pereat mundus, hágase la justicia aunque perezca todo el mundo. Nos puede suceder como a Pirro, rey de Epiro, que tras ganar una batalla contra los romanos ex-clamó: «Otra victoria de estas y volveré solo a casa». La salud puede convertirse también en tirana; de hecho, lo está siendo en una buena parte de la población. Buscamos desesperadamente no sufrir ningún fracaso, ni decepción, ni dolor, ni tampoco envejecer, y menos morir. Pero es inútil. La salud y el bienestar, buscados obsesivamente, se convierten en tiranos y generan sus opuestos, enfermedad y malestar. Y es que los valores hay que gestionarlos prudentemente. Constru-yamos salud, pero con sensatez, con responsabilidad, con prudencia. Todo lo demás terminará en fracaso, no solo personal sino también institucional. ¿Qué pensar de un sistema sanitario que se ha dado a sí mismo como objetivo programático el logro del «perfecto bienestar físico, mental y social» de toda la ciudadanía? ¿Puede extrañar que la población se lo haya creído, demandando obsesivamente prestacio-nes y servicios de un sistema que promete lo que luego no da? ¿Ha-brá sistema que lo resista? ¿Es esto razonable? ¿Es prudente? ¿Serán los economistas quienes tengan que arreglarlo?

No, no es un problema de hechos, como nos empeñamos en decir, sino una cuestión de valores. Y tampoco es solo ni primariamente un asunto económico, de puro valor económico. Hay otros muchos valores implicados que, si no se gestionan prudentemente, intentan imponer su tiranía, lo que lleva a la crisis del sistema y provoca, de rebote, otra tiranía, ahora del valor económico. ¿O no es esto lo que está sucediendo?

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Repensar la hospitalidad

¿Qué puede significar la hospitalidad aquí y ahora, en un mundo se-cularizado, en el que las bienaventuranzas evangélicas ya no parecen mover la vida de las personas? ¿Es la hospitalidad una pura antigua-lla sin ningún sentido actual y sobre todo futuro? Es el tema que in-tentaré desarrollar a continuación.

Un mundo secularizado

El fenómeno de la secularización es uno de los hechos históricos que es preciso analizar y comprender en sus justos términos. Es una tarea tanto más necesaria cuanto que no son infrecuentes ideas erróneas sobre él, que lo confunden con el laicismo o con el secularismo. Tam-bién estos términos pueden entenderse de distintas maneras, pero lo que resulta importante es diferenciar dos tipos de enfoques críticos de la religiosidad, tal como esta se ha venido ejerciendo en la historia occidental, uno negativo, que busca negar la importancia del hecho religioso, y otro positivo, para el que la vivencia de la religiosidad no puede hacerse hoy de igual modo que en las sociedades de siglos pa-sados. Llamamos secularización a este último fenómeno, el que bus-ca encontrar el lugar preciso de la religión en la sociedad moderna.

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Para entenderlo en sus justos términos, hemos de retroceder en el tiempo. Históricamente, muchas actividades humanas no religiosas se han gestionado como si formaran parte de la religión. El ejemplo paradigmático de esto es la actividad política. Basta mirar a zonas muy próximas a nosotros, el norte de África y el medio Oriente, para ver cómo en las sociedades musulmanas es frecuente identificar reli-gión con política. Es lo que sucedió también en la cultura occidental durante toda la Edad Media y hasta bien entrado el Mundo Moder-no. Baste recordar lo que fueron el Cesaropapismo o la Cristiandad gregoriana. Hubo que esperar a los grandes teóricos del siglo XVII y a las revoluciones liberales del siglo XVIII, para que la política se constituyera en disciplina autónoma, por completo independiente de la tutela religiosa. Eso fue un proceso de secularización de una actividad humana, la actividad política. Llegado un cierto momen-to histórico, se emancipó de su raíz religiosa o eclesiástica y cobró autonomía propia. Eso es secularización. Cabe decir, en efecto, que la actividad política se secularizó, al cobrar autonomía respecto a la matriz religiosa.

Otro ejemplo de esto podría ser el de la medicina. No hay más que leer los libros de Antiguo Testamento para ver cómo en Israel, lo mis-mo que en todos los pueblos limítrofes, religión y medicina fueron de la mano durante muchos siglos. Fue en la Grecia antigua cuando la medicina comenzó a cobrar una cierta autonomía, que decreció du-rante la Edad Media y se fue recuperando a lo largo de la época mo-derna. Hoy todo el mundo entiende que la medicina es una disciplina autónoma, ajena a la religión. Esto cabe expresarlo también diciendo que la medicina se ha secularizado.

En la actualidad nos encontramos en otro proceso de seculariza-ción, tan cruento o quizá más que los citados. Se trata de la secula-rización de la ética, y más en concreto de la ética de la gestión del cuerpo, de la sexualidad, de la vida y de la muerte. De ahí la impor-tancia actual de la bioética, y el debate sobre si esta disciplina debe concebirse como autónoma o hay que verla como necesariamente unida a la religión. No digo nada nuevo si afirmo que cada día más, la opinión mayoritaria es que debe verse como una disciplina racional y autónoma. No puede admitirse aquello de Dostoievski de que si Dios no existe todo está permitido.

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213REPENSAR LA HOSPITALIDAD

El proceso de secularización de la vida no hace más que crecer y parece imparable. De ahí que a las personas religiosas les asuste. ¿No acabará eso con la propia religiosidad? Mi opinión es que no; aún más, que cabe verlo de modo positivo, como un necesario proceso de purificación de  la vivencia  religiosa. El problema de  la  religión en la actualidad es que anda mezclada con muchas cosas que no son la pura vivencia religiosa, de modo que la mayor parte de la gente confunde religiosidad con otras cosas que no lo son, como la acep-tación o rechazo de ciertos principios morales, etc. Solo a través del proceso  de  secularización  podremos  purificar  la  vivencia  religiosa. De igual modo que Karl Rahner hablaba de los «cristianos anóni-mos», aquellas personas que son cristianas sin saberlo, cabe afirmar que hay también «no cristianos anónimos», es decir, personas que se creen cristianas, o incluso religiosas, y no lo son. Su error está en que confunden la vivencia religiosa con cosas que no lo son.

Basta plantear el tema en estos términos para darse cuenta de que la secularización puede y debe ser aprovechada por las religiones para purificar su actitud y su mensaje. La secularización requiere una nueva teología, que sea capaz de identificar lo esencial de la religio-sidad, desprendiéndolo de todos esos añadidos históricos que confun-den más que aclaran y dificultan más que ayudan.

Quiero referirme a una figura, a un teólogo que dedicó su vida a esto que ahora comento. Se trata del jesuita Karl Rahner. El fue consciente de que era necesario distinguir dos órdenes en la vida humana, el orden categorial o de las causas segundas y el orden trascendental o de la causa primera. La religión se sitúa en este úl-timo orden, no en el anterior. El otro es el propio de la ciencia, por ejemplo. Y ahí la religión en principio no tiene ni debe decir nada. Por supuesto que caben excesos por ambas partes. Cabe, en efecto, que la ciencia intente hablar del orden trascendental, en cuyo caso está excediendo sus propios límites. Pero cabe también lo contrario, que la religión intente inmiscuirse más de lo debido en el orden categorial, traspasando los límites que le son propios. Por supuesto que puede discutirse cuáles son esos límites. Pero de lo que no hay duda es de que la secularización es un proceso histórico que hoy por hoy parece imparable, y que va reduciendo paulatinamente el poder de las religiones en todos aquellos dominios que no son el es-

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trictamente religioso. Esto debemos tomarlo como un dato históri-co, como un hecho, y un hecho básico que debemos tener en cuenta en cualquier análisis concreto sobre estas cuestiones, como el que ahora hemos de llevar a cabo.

Los dos discursos sobre la hospitalidad

Sobre  el  tema  de  la  hospitalidad  cabe  identificar  dos  enfoques  o, como hoy les gusta decir a muchos, dos discursos.

Uno es el discurso religioso, el propio de las bienaventuranzas y las obras de misericordia. «Tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; peregrino era, y me hospedasteis; en pri-sión estaba, y vinisteis a mí» (Mt 25, 35-36). La teología convirtió esto en el catálogo de «obras de misericordia» del Catecismo: visitar a los enfermos, dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, redimir al cautivo, vestir al desnudo, dar posada al peregrino, enterrar a los muertos.

Otro es el discurso que cabe llamar secularizado. Este se encuen-tra en las obras de ciertos filósofos muy renombrados del siglo XX. Su representante más característico sería Emmanuel Levinas (Levi-nas, 1961). Es un discurso muy teórico y formal, propio de lo que Levinas llama ética primera o filosofía primera, es decir, metafísica. A este nivel pertenecen también los textos de René Schérer (Schérer, 1993), toda la construcción de Ricoeur sobre «el hombre lábil» (Ri-coeur, 1960) y la de Derrida (Derrida y Dufourmantelle, 2001). Este es el nivel en que se encuentran los libros que en castellano se han escrito sobre la hospitalidad, en particular los de Daniel Innerarity, Ética de la hospitalidad (Innerarity, 2001) y Francesc Torralba, Sobre la hospitalidad: Extraños y vulnerables como tú (Torralba, 2003).

Esta visión secular de la hospitalidad queda perfectamente resu-mida en las siguientes palabras de Torralba: «la hospitalidad implica estar a punto del que llega y saber llegar con él. Dicho con otras pala-bras: consolarlo, ponerse en su mismo suelo. Salir al encuentro suyo y hacer el último trozo de camino hasta la casa. O ponerse en el um-bral, los brazos extendidos, y acogerlo en el interior del hogar. Esta espera es equivalente al silencio que contempla con paciencia y gozo un atardecer. A su paso, el huésped se detiene a la espera del que está

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215REPENSAR LA HOSPITALIDAD

en el portal de casa. Se reconoce en aquel que le ha dispuesto, más que su casa, su propio ser» (Torralba, 2003, 198).

Este último discurso se diferencia del anterior en que es más se-cular que él, pero tiene el defecto de ser en exceso formal, abstracto y teórico, con muy difícil aplicabilidad en la práctica. Por eso resulta necesario enfocar el tema desde un ángulo muy distinto. No se trata de estudiar la hospitalidad como consecuencia de la condición finita y vulnerable del ser humano, y por tanto como un rasgo que la metafísica del siglo XX, a partir del existencialismo y del «ser-para-la-muerte» de Heidegger, es lógico que haya puesto de relieve, sino como un valor a tener en cuenta en la toma de decisiones y en la mejora de la calidad. Mi objetivo, pues, no es la filosofía sin más sino la filosofía práctica.

Mi tesis es que en un mundo secularizado y plural, es necesario cambiar de lenguaje y con ello de mentalidad. Si la hospitalidad tiene que seguir interesándonos a todos, si ha de seguir siendo importante, no es por su condición de «Obra de misericordia», como se decía en el ca-tecismo, ni tampoco como expresión de la «Caridad cristiana», o como «Obra de caridad», porque eso solo cobraría sentido para los cristianos, no para todo el mundo. Si creemos que la Hospitalidad tiene importan-cia por sí misma, incluso en un mundo secular, o sobre todo en este, entonces hemos de interpretarla desde nuevas categorías. Y con nuevas categorías prácticas. Quiero decir con ello que no puede quedarse en un mero discurso teórico sobre la vulnerabilidad y labilidad de la exis-tencia humana y la necesidad de acogimiento que todos tenemos, por importante que esto sea. Es necesario buscar un enfoque más práctico.

Mi tesis es que la Hospitalidad es un «valor» y tiene que ser vista como tal. Lo cual me obliga a exponer qué son los valores y cómo debe entenderse la hospitalidad en tanto que valor.

La hospitalidad como valor y su comprensión

El lenguaje de los valores tiene la ventaja sobre otros de que es uni-versal. Todos los seres humanos valoramos, y valoramos necesaria-mente. No podemos ver algo sin valorarlo, positiva o negativamente. De ahí que los valores sean un lenguaje muy propio de una sociedad secular y plural. Basta ver cómo en todos los países se introducen en la enseñanza media asignaturas sobre «Formación en valores».

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Es frecuente decir que los valores son subjetivos, y que por tanto sobre valores es imposible ponerse de acuerdo. Así, hay diferentes gustos artísticos, y el refrán popular dice que «sobre gustos no hay nada escrito». El problema de los valores es que son erráticos y que sobre ellos resulta difícil la argumentación racional.

Pero si se analiza detenidamente eso, se verá que tiene mucho de prejuicio. En primer lugar, hay muchos valores, quizá los más importantes, en los que todos los seres humanos coincidimos. No hay nadie que piense que la injusticia es un valor positivo y la jus-ticia un valor negativo. Y esto que se dice de la justicia vale para la paz, la solidaridad, el amor, la salud, la vida, el bienestar, etc., etc. Todos pensamos o imaginamos un mundo bien ordenado, en el que todos los seres humanos pudieran vivir de modo digno y pleno. Ese mundo se ha llamado de diferentes maneras en distintas tradiciones. Es el «edad de oro» de los poetas clásicos, la «isla de los bien-aventurados» de la literatura griega, «reino de Dios» de la tradición cristiana, el «reino de los fines» de la ética de Kant, el «paraíso del proletariado» de la concepción marxista, etc. Pero todos coinciden en que ese mundo realizará plenamente ciertos valores que a los seres humanos nos parecen irrenunciables. Así, en el prefacio de la festividad de Cristo Rey se dice que el reino de Dios es «el reino de la verdad y la vida, el reino de la santidad y la gracia, el reino de la justicia, el amor y la paz». Todos estos son valores; algunos, como la verdad, la vida, la justicia, el amor y la paz, claramente univer-sales.

Cabría preguntarse si los otros dos, la santidad y la gracia, son o no universales. Mi opinión es que sí, siempre que se entiendan co-rrectamente. La experiencia del don o de la gracia, entendida como la experiencia de lo que se nos da sin ningún merecimiento por nuestra parte, es universal, y además en esa experiencia está el origen de toda religiosidad. Y precisamente porque la existencia, la vida y tantas co-sas más las recibimos como regalos, nos mueven a la gratitud o el agradecimiento hacia el origen o la fuente de esos dones, que de ese modo adquiere la condición de «santo» o «sagrado».

¿Es la hospitalidad un valor? Por supuesto que sí. Más que como obra de misericordia o como acto de caridad, conviene que lo veamos como un valor, como algo que es valioso en sí.

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La hospitalidad es valiosa «en sí». Esto significa que  tiene «va-lor intrínseco». Le sucede lo mismo que a la justicia, o a la paz. No podemos concebir una sociedad humana bien ordenada en la que no haya paz, o no haya justicia, o solidaridad, o los seres humanos no ayuden unos a los otros en sus necesidades. Sin eso, una sociedad se convierte en inhumana.

No todos los valores son intrínsecos. Hay otros que se llaman «instrumentales». Estos tienen valor, pero solo por referencia a los valores intrínsecos. El fármaco es valioso en tanto en cuanto está al servicio de otro valor, como es la salud, o la vida. Si no mejorara mi salud o preservara mi vida, diríamos que «no vale para nada». Esto significa que los valores instrumentales han de estar al servicio de los valores intrínsecos, que son los que fijan los fines de la vida humana.

El conocimiento del mundo de los «valores» es importante, pues desde él adquiere su sentido otro mundo, el de los «deberes», el mun-do propio de la ética. La razón está en que nuestra obligación moral consiste siempre en lo mismo, en realizar valores, en promover la realización de los valores positivos y en evitar la de los valores ne-gativos. Porque no está realizada de modo completo la paz, nuestro deber consiste en realizar la paz, etc. Lo mismo sucede con la hospi-talidad. La hospitalidad no es solo un valor sino también un deber, y por tanto un compromiso moral. Y por más que haya gran variabili-dad en las creencias religiosas de las personas, es un hecho que todas coinciden en tener deberes morales, en ser sujetos morales. He aquí otro punto en el que se puede encontrar convergencia y coincidencia en un mundo plural.

Las valoraciones son actos personales e íntimos de los seres hu-manos. Pero como los valores son el origen de nuestros deberes, y los deberes consisten siempre en realizar o no realizar algo, en hacer o no hacer, resulta que los valores acaban plasmándose a través de nues-tros actos. De ser puramente subjetivos, pasan a objetivarse, a formar parte del mundo. Cuando Velázquez pintó el cuadro de Las hilande-ras, comenzó imaginando la belleza de ese cuadro en su interior, pero luego pintó el cuadro, y de ese modo la belleza quedó plasmada en él, se objetivó. Esto significa que los valores acaban trascendiendo al propio individuo y objetivándose en la sociedad.

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El depósito de valores intrínsecos de una sociedad es lo que lla-mamos «cultura», y el conjunto de valores instrumentales, «civiliza-ción». Vivimos en la sociedad más civilizada que ha existido nunca, porque tenemos más instrumentos técnicos que nunca antes (teléfono móvil, etc.), pero no es tan claro que la nuestra sea la sociedad más culta de la historia. La tesis de Heidegger es que la sociedad occi-dental hizo a partir del siglo XVIII una opción preferencial por los valores instrumentales, en detrimento de los intrínsecos. De ahí la importancia, no solo religiosa, sino también ética, de promover los valores intrínsecos en ella. Uno de estos es el de la hospitalidad.

El valor de la hospitalidad y su promoción

A estas alturas es probable que estemos convencidos de la impor-tancia de la hospitalidad como valor, no solo desde el punto de vista religioso sino también desde el puramente secular, y por tanto en el orden estrictamente ético. La cuestión es cómo promoverla.

Los problemas de la promoción de la hospitalidad son idénticos a los de la promoción de cualquier otro valor intrínseco. A lo largo de la historia, los valores se han intentado promover a través de tres estrategias o tácticas, que son las siguientes:

•  La más clásica ha sido la táctica del «adoctrinamiento». Es la que se usó en la enseñanza del catecismo. Se trata de transmitir el valor de unas generaciones a otras, de los viejos a los jóve-nes, a fin de que el depósito no se pierda. La vida es como una carrera de relevos, en el que unos tienen que pasar el testigo a otros. No se trata de entender, ni menos de discutir el conteni-do del depósito sino de asumirlo obedientemente, se entienda o no se entienda. Ni que decir tiene que este modo de formar en valores es impropio de personas adultas. Podrá ser útil en etapas muy tempranas de la vida, pero a los seres humanos adultos no puede tratárseles como a niños, ni cabe pedirles que acaten las enseñanzas por puro criterio de autoridad, o exi-giéndoles obediencia ciega. Desdichadamente, este ha sido el modo más frecuente de educar en valores, sobre todo en los medios religiosos.

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•  En los últimos siglos, y ante la secularización de la vida y el fe-nómeno del pluralismo, se ha generalizado otra táctica, que a fin de evitar el adoctrinamiento ha reducido la educación en valores a un mero proceso de «información» sobre ellos, evitando cual-quier tipo de juicio crítico o de opción por una postura o por otra. La tesis ahora imperante es la de «neutralidad» axiológica del do-cente. Una vez conocida la información, las personas adultas y autónomas juzgarán sobre los valores en juego y decidirán por cuál optar. Frente a la «beligerancia» de la primera táctica, aquí se impone la más completa «neutralidad». Formar es meramente informar, preservando la completa neutralidad del informante.

•  Mi tesis es que ninguna de esas dos tácticas es correcta. Los valores no se pueden imponer, pero tampoco podemos desenten-dernos de ellos. Por más que no sean completamente racionales, los valores necesitan ser «razonables», y por tanto sobre los va-lores hay que «deliberar», tanto individual como colectivamen-te. De ahí la tercera actitud o postura, la «deliberativa», que no es impositiva, pero tampoco neutral. A mi modo de ver, es la única actitud con verdadero futuro, por más que sea también la más compleja. Formar en esta nueva actitud es una de las cues-tiones más graves y urgentes en el momento actual.

La formación en valores es muy compleja, porque atañe a la dimen-sión más profunda y primaria de todos los seres humanos. Los objeti-vos de cualquier proceso de formación son o pueden ser de tres tipos:

• Objetivos de conocimiento: Son los más fáciles de abordar y edu-car, entre otras cosas porque el sistema nervioso humano puede adquirir nuevos conocimientos hasta edades muy avanzadas.

• Objetivos de habilidades: Se diferencian de los anteriores en que no son teóricos sino prácticos. Estos objetivos no se ad-quieren estudiando sino practicando. No es lo mismo saberse el código de la circulación que saber conducir. Pues bien, la plas-ticidad del sistema nervioso para adquirir nuevas habilidades se pierde muy pronto. No hay nadie que aprendiendo a conducir a edad adulta conduzca muy bien, etc.

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• Objetivos de actitudes o de carácter: Son los más profundos. Las actitudes básicas se adquieren muy pronto en la vida y per-manecen indelebles durante toda ella. «Genio y figura, hasta la sepultura». De ahí que resulten muy difíciles de modificar. Por otra parte, estas actitudes no se adquieren de modo premeditado y consciente, sino por imitación de los modelos que se ven o con los que se convive. La transmisión primaria de valores se hace de modo inconsciente, por pura imitación de las pautas de las personas mayores con las que conviven, y a las que quieren y admiran los niños.

Pues bien, el problema de los valores es que tienen que ver no solo con el primer nivel, el de los conocimientos, sino también con el se-gundo, el de las habilidades prácticas, y sobre todo con el tercero, el de las actitudes y el carácter. De ahí la necesidad de formar en valo-res desde el comienzo, desde la infancia.

En las personas adultas, las actitudes básicas y los rasgos de ca-rácter no pueden modificarse directamente, sino a  través de  los co-nocimientos y las habilidades. Y en esto consiste la «deliberación» como procedimiento. La gestión de los valores no puede hacerse de modo correcto en las personas adultas más que «deliberando». Por eso este ha de ser el método de la formación en valores, en este caso en el valor hospitalidad.

La deliberación es un procedimiento intelectual, racional, que nos permite hacer conscientes los valores que asumimos de modo incons-ciente en nuestra infancia y juventud, y de ese modo reafirmarlos o rectificarlos, y en cualquier caso, analizarlos críticamente y asumir-los de modo autónomo y responsable.

¿Cómo pensar y hablar hoy del valor de la hospitalidad?

Pasemos ahora de la teoría a la práctica. ¿Cómo promover la hospita-lidad hoy? ¿Cómo transmitir este mensaje? ¿Cómo hablar de él?

El primer problema que existe es el del lenguaje, la propia palabra «hospitalidad», que no deja de sonar extraña a muchos oídos actua-les, hasta el punto de causar en esas personas un cierto rechazo. No podemos olvidar que el término «hospitalidad» viene del latín hos-

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pes, peregrino, y que con ese sentido cuadra perfectamente en con-textos muy concretos; por ejemplo, en la peregrinación a Santiago de Compostela hay centros o lugares de acogida donde se practica la hospitalidad, pero que en el mundo secular, tanto el término peregri-nación como el de hospitalidad resultan extraños, precisamente por su enorme carga religiosa. A eso se añade el que la hospitalidad se haya entendido hasta el día de hoy como una «obra de caridad», algo que percibe muy negativamente gran parte de la sociedad, al conside-rar que muchas de esas obligaciones no son propiamente de caridad sino de justicia.

Al término «hospitalidad» no le ha sucedido lo que al término «hospital». Este se fue secularizando a partir del siglo XVI, y desde el XVIII se ha convertido en un término secular, civil, que no contie-ne sesgo alguno negativo. Ha perdido completamente su antiguo sen-tido, cobrando otro nuevo. Pero eso, repito, no ha sucedido, al menos hasta ahora, con el término hospitalidad.

De ahí que no baste con dejar de ver la hospitalidad como una obra de caridad y entenderla como un valor. Es preciso también que nos planteemos si no sería preferible denominar de alguna otra forma me-nos sesgada ese valor, al menos en el diálogo con el mundo secular.

Mi opinión es que sí, y que lo que el valor de la hospitalidad viene a identificarse con el valor de la «promoción de la calidad y la excelen-cia» en cualquier tipo de convivencia y relación interhumana, y más en concreto en el mundo de la asistencia sanitaria. Hospitalidad debe hacerse sinónimo de calidad total, o de excelencia, tanto en el orden técnico como en el humano. Y la promoción de este valor puede hacer-se, quizá con ventaja, volcando sobre él todo lo que sabemos sobre la promoción de la calidad y la excelencia, tanto profesional como huma-na, en las instituciones en general, y en las de salud en particular.

Soy consciente de que esto es lo que la Congregación de Herma-nas Hospitalarias del Sagrado Corazón ha estado haciendo en sus centros desde el comienzo, hace más de un siglo. Por eso lo que digo no puede sonar a nada nuevo. La única novedad puede estar en tener claro que si queremos hacer fecundo ese mensaje en el mundo secu-larizado en que nos encontramos, hemos de ser capaces de traducirlo a términos también seculares. Y estos han de consistir, en mi opinión, en ver la hospitalidad como valor, en primer lugar, e identificarla en 

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la práctica con la promoción de la calidad total y la excelencia, tanto técnica como humana.

¿Cabe concretar más todo esto, convirtiéndolo en una política de gestión de los centros? Pienso que sí, y que esa política debería con-sistir en:

1. Utilizando la terminología introducida por Karl Rahner, sería bueno distinguir la dimensión «trascendental» de la «catego-rial» en el tema de la hospitalidad. En un orden trascendental concreto, el cristiano, no hay duda de que es un tipo de viven-cia religiosa, más en concreto de vivencia cristiana, tal como se expresa en el texto de las bienaventuranzas. En el categorial, creo  que  debe  identificarse  con  promoción  y  búsqueda  de  la calidad total y de la excelencia.

2. La distinción entre estos dos órdenes es fundamental, porque alguien puede asumir  sin dificultades el  segundo sin estar de acuerdo en el primero. Esto es importante en unas instituciones como las de esta Congregación. No hay duda de que todas las hermanas han de asumir la dimensión trascendental antes des-crita. Pero eso no es generalizable al conjunto de los trabaja-dores de los centros sanitarios de la Congregación, porque ello iría en contra del respeto a su libertad de conciencia. En las instituciones sanitarias habrá que exigir el exquisito cumpli-miento del contenido de la hospitalidad en el orden categorial, es decir, la búsqueda de la calidad total y la excelencia, pero sin que ello tenga que ir necesariamente unido a la aceptación del mismo enfoque trascendental. Esto es algo que las institu-ciones religiosas no acaban de ver claro, y que resulta absolu-tamente fundamental. El hecho de que los centros sanitarios sean de la Congregación no significa que todos los que trabajen en ellos hayan de asumir los mismos objetivos trascendentales. Ello  solo  sería  posible  si  se  identificaran  completamente  las dos instituciones, la Congregación y el Hospital, cosa que hoy por hoy resulta impensable.

3. Es preciso definir los «valores institucionales» de los Centros sanitarios dependientes de la Congregación en la línea indicada

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más arriba, evitando el enfoque directamente religioso que ha tenido hasta ahora.

4. A toda persona que entra a trabajar en un centro de la Congre-gación, deben hacérsele ver cuáles son los valores y las líneas políticas del centro en el que quiere trabajar. Debe quedar bien claro que se busca la máxima calidad técnica y humana, y que la selección del personal se lleva a cabo de acuerdo con estos criterios, de modo que quien no los cumpla, será mejor para él y para la institución que no trabaje ahí.

5. Una vez que el profesional asume el compromiso de cumplir con esos objetivos, hay que dotarle de completa autonomía para que los lleve a cabo de modo personal y creativo. No se puede pedir la excelencia y luego coartar la autonomía. Por otra parte, de ese modo se estimula la creatividad de todos, algo que no puede más que enriquecer al conjunto.

6. Hay que evaluar periódicamente la actividad de cada profesio-nal de acuerdo con los objetivos y el ideario del centro. No hay que coartar la libertad, pero sí hay que controlar el cumpli-miento de los objetivos y del ideario.

Conclusión

Y es que la hospitalidad no es solo un valor cristiano sino también humano, del que nuestra sociedad plural y secularizada está tan nece-sitada o más que en cualquier otra época anterior. He aquí un bonito reto para todos, y en espacial para quienes han hecho de la hospitali-dad el objetivo de su vida.

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Ética profesional y ética institucional:entre la colaboración y el conflicto

¿Dos lógicas o sólo una lógica? ¿Dos éticas o una sola ética? El pro-fesional sanitario ha tenido siempre más o menos clara su lógica y su ética, pero no entiende muy bien que pueda haber dos racionalidades distintas que, además, entren en conflicto entre sí. El fenómeno, por otra parte, es muy nuevo, y las respuestas mínimamente satisfactorias no abundan en la literatura.

Un poco de historia

Esta de ahora no es la primera vez que los médicos tienen que con-vivir en los hospitales con gestores externos y hasta extraños a su profesión. Conviene recordar que los hospitales comenzaron, en el mundo occidental, en la Edad Media como instituciones de caridad anejas a las estructuras eclesiásticas existentes, ya ciudadanas (hos-pitales episcopales), ya rurales (hospitales monásticos situados junto a las calzadas romanas). En esos hospitales se practicaba la caridad cristiana a través del ejercicio de las llamadas siete obras de miseri-cordia corporales: visitar a los enfermos, dar de comer al hambriento,

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dar de beber al sediento, redimir al cautivo, vestir al desnudo, dar posada al peregrino y enterrar a los muertos. Su objetivo primario no era atender médicamente a los enfermos, sino ayudar a los pobres y menesterosos. De hecho, el término hospital viene del latín hospes, que  no  significa  enfermo  sino  peregrino.  En  ellos  se  atendía  a  los peregrinos pobres (no olvidemos que la denominación era hospitale pauperum), pero es muy dudoso que se les atendiera médicamente. Eso es lo que les diferenciaba de los infirmaria, que sí tenían asisten-cia médica, pero que eran coto privado de los estratos más pudientes de la sociedad medieval.

La medicina entró poco a poco en los hospitales. Y cuando lo hizo, el profesional se encontró con unas instituciones organizadas y regidas no por médicos sino por eclesiásticos. Ni que decir tiene que la lógica eclesiástica y la lógica médica no coincidían y eran continua fuente de conflictos. Enumeraré algunos: la prohibición de la anato-mía humana, tan importante para el desarrollo de la cirugía; la impo-sibilidad de hacer autopsias a los pacientes fallecidos, lo que sin duda retardó el progreso de la medicina clínica; el empeño de interpretar las enfermedades como castigos por pecados cometidos, algo com-pletamente ajeno a la lógica médica; el enfoque, no solo diferente, sino en buena medida opuesto en todo lo relacionado con ejercicio de la sexualidad; etc., etc.

Conviene saber que los médicos no se hicieron con el control de los hospitales hasta bien entrado el mundo moderno. Cuando de ve-ras hacen de él una institución organizada y dirigida con criterios profesionales, es en el siglo XVIII. A partir de entonces, los médicos pasan a ser los directores de los hospitales, relegando a un muy se-gundo término a los eclesiásticos, cuya función quedará reducida a la asistencia espiritual de los enfermos. Cabe decir, pues, que durante los siglos modernos, y muy en especial en el siglo XVIII, el hospital se seculariza. De ser una institución preponderantemente eclesiásti-ca, pasa a convertirse en civil. Y de tener como objetivo prioritario el ejercicio de la caridad, pasa a ocupar ese puesto el de la atención médica de los pacientes.

Así han sido las cosas desde el siglo XVIII hasta la segunda mi-tad del siglo XX. Durante todo ese tiempo los médicos fueron los directores de los hospitales. A partir de entonces, en España desde

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los años setenta, van siendo reemplazados por gestores profesionales, que en principio no tienen por qué ser médicos y que con frecuencia son economistas. De tal modo que en la nueva organización aparece una figura nueva, la del Gerente, quedando relegada la función de los Directores, tanto médico como de enfermería, a las cuestiones estric-tamente clínicas. Y entonces es cuando comienza el conflicto entre la lógica profesional y la lógica gerencial, dado que muchas veces coinciden, pero otras no.

El porqué y las consecuencias del cambio

¿Por qué cambiaron las cosas en los años setenta? Porque empezaron a ser evidentes ciertos síntomas de que el anterior modelo no funcio-naba de modo correcto. Conviene recordar que el año 1973 hubo una crisis económica que puso en jaque el Estado del bienestar construi-do en Europa, con evidente éxito, desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Todos los países europeos occidentales establecieron sis-temas públicos de seguro médico, y todos esos seguros públicos tu-vieron superávit durante la totalidad de esos años. Los números rojos aparecieron en torno a 1973. En un principio se pensó que podían ser coyunturales, debidos a la crisis, y que tan pronto pasara esta se retornaría a la bonanza económica. Al poco tiempo se vio que eso no era así, que el gasto sanitario seguía creciendo de modo imparable, hasta el punto de hacerlo a un ritmo mayor que el del crecimiento del producto interior bruto. Algo iba mal y era preciso tomar medidas drásticas para prevenir la catástrofe.

Esas medidas se convirtieron en políticas activas durante la dé-cada de los ochenta. Recordemos que Margaret Thatcher subió al poder el año 1979 y estuvo en él hasta 1990, y que Ronald Reagan entró en la presidencia de Estados Unidos en 1981 y la abandonó en 1989. A la vez que esto sucedía en Occidente, la alternativa co-munista se desmoronaba. Gorvachov inició su perestroika (recons-trucción) en 1986 e introdujo la glásnost (liberalización, apertura, transparencia) en 1988. Un año después, en 1989, se desmoronaba el llamado «bloque del Este» y en la noche del 9 al 10 de noviembre de ese mismo año caía el muro de Berlín. Esto fue interpretado por los occidentales como  la confirmación palmaria de su política. No 

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es un azar que al año siguiente, en 1990, las políticas neoliberales y monetaristas de Thatcher y Reagan, típicas de la escuela de Chica-go (Friedrich Hayeck, Milton Friedman), se exportaban al resto del mundo a través del llamado «consenso de Washington», rector de las políticas de la Reserva Federal, el Banco Mundial y el Fondo Mone-tario Internacional.

En orden a la asistencia sanitaria, esto tuvo varias consecuencias de primerísima importancia. La primera, que de verse como una ac-tividad non profit o «sin ánimo de lucro», pasó a considerarse un negocio en paridad de condiciones con todos los demás, es decir, profit o «con ánimo de lucro». Esto se vio de modo palmario en los Estados Unidos, donde los hospitales, que habían sido por lo general propiedad de instituciones religiosas o civiles sin ánimo de lucro, pasaron a ser adquiridos por compañías de seguros o por fondos de inversión. Otra consecuencia fundamental fue la aparición del lla-mado managed care, que en sus versiones más duras buscaba lograr la máxima rentabilidad económica de los servicios sanitarios, inclu-so pasando por encima de principios ancestrales y al parecer intoca-bles de la ética médica. Esto trajo como consecuencia la aparición de una nueva figura, la llamada «doble agencia», ya que el profesio-nal, que siempre se había visto a sí mismo como agente del paciente, lo que le situaba en lo que los juristas llaman «posición de garante» y le obligaba a la búsqueda de su máximo beneficio, se encontraba ahora con que era también un agente de recursos, y que esta fideli-dad podía entrar en conflicto, y de hecho lo hacía en la práctica, con la primera.

Todo esto se halla relacionado con otras muchas cosas, entre otras con lo que se ha llamado la «ingeniería financiera» de los años noven-ta y posteriores, factor decisivo en la crisis que estamos padeciendo. Pero quizá el factor más decisivo ha sido uno que por lo general pasa desapercibido, a saber, la convicción que se ha ido extendiendo por el mundo occidental a partir de 1980, de que no hay otro valor que el económico, o también, que si hay otros valores, se hallan siempre su-bordinados al económico, de tal modo que este es el más importante. Lo que debe buscarse es el incremento de la riqueza, porque todo lo demás se nos dará por añadidura. Cualquier otro valor debe medirse en unidades monetarias. Las cosas valen tanto cuanto alguien está

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dispuesto a pagar por ellas. Este eslogan ha pasado a ser en un tópico social y cultural, precisamente durante las últimas décadas.

Valor y precio

Pero eso es lo que resulta discutible. De hecho, hay toda una intere-santísima literatura de los últimos años que intenta reaccionar contra ese modo de ver las cosas. Citaré dos libros. Uno, el de Tony Judt, Algo va mal. Y otro, el recientemente aparecido en castellano del profesor de ética de la Universidad de Harvard, Michael Sandel y que se titula: Justicia: ¿Hacemos lo que debemos? La tesis de ambos es que a partir de los años ochenta se ha producido un cambio total en nuestro sistema de valores que, cuando menos, necesita revisión. El asunto es que no cabe identificar valor con precio. Recuerden el verso de Antonio Machado: «solo el necio confunde valor y precio». ¿Estaremos cayendo nosotros en esa necedad?

Hay una especie de percepción natural en los seres humanos de que ciertas cosas no pueden comprarse ni venderse. «La salud no tie-ne precio», dice nuestro pueblo. «El cariño verdadero ni se compra ni se vende», añade una canción popular. «El ser humano tiene digni-dad y no precio», sentenció Kant. «Un cínico es aquel que conoce el precio de todo y el valor de nada», escribió Oscar Wilde. Hay cosas que son para la generalidad de los seres humanos, «inapreciables». Lo cual no significa que no tengan valor, sino que lo tienen en grado sumo. Se las estima como tan valiosas, que no pueden cambiarse o permutarse por ninguna otra, ni por tanto por dinero.

Esto es lo que tradicionalmente se han denominado «valores in-trínsecos» o «valores en sí». Eso fueron en la época antigua las ideas platónicas, la de belleza, la de bien, etc. Hoy no entendemos los va-lores intrínsecos de esa manera, como cosas sustantivas o cualidades objetivas de las cosas. Pero eso tampoco puede llevarnos al extremo opuesto, que es en la actualidad el más frecuente, pensando que son puramente subjetivos, carentes de toda racionalidad, y que por tanto no hay posibilidad de someterlos a ningún tipo de lógica coherente. «Sobre gustos no hay nada escrito», dice nuestro pueblo. Allá cada uno con sus valores, que respetamos en su pluralidad porque somos personas civilizadas, pero debido a que los consideramos erráticos

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y subjetivos. Esto es lo que ha llevado a pensar que la única racio-nalidad posible es la propia de la economía, la que tasa en unidades monetarias el valor de todo valor, habida cuenta de que no hay otro modo de hacerlo. Todos los valores son subjetivos, pero hay una ma-nera de objetivarlos, y es a través de la categoría de precio. El precio nos da idea del valor de las cosas.

Esta es nuestra situación. Nos movemos entre el total objetivis-mo de los nostálgicos del pasado y el completo subjetivismo de los modernos. Parece como si no hubiera otra solución, algún tipo de tertium quid. Lo cual es una suposición incorrecta y falsa. Esta es una de las consecuencias de la actual crisis, que está obligando a re-plantear temas que se daban por zanjados. Uno de esos problemas es, precisamente, el del valor.

Al  identificar  valor  con  precio,  lo  que  se  ha  hecho  es  reducir todos los valores a un tipo o subclase de ellos, que generalmen-te recibe el nombre de «instrumental». Hay valores instrumenta-les, llamados también valores por referencia. En esa condición se encuentran todos los productos técnicos. Un coche, un avión, un bolígrafo, un medicamento, tienen valor en tanto en cuanto sirven para una cosa distinta de ellos mismos, que en el primer y segundo caso es trasladarse de un lugar a otro, en el tercero escribir y en el cuarto aliviar un síntoma, curar una enfermedad o salvar la vida. Lo que da valor a todos esos instrumentos es algo externo a ellos mismos, la salud, la vida, el saber, etc. Si una medicina no sirviera para aliviar un síntoma o curar una enfermedad, diríamos que «no vale para nada». Tal es lo característico de los valores instrumenta-les. Son medios para el logro de otras cosas que valoramos no como medios sino como fines. Estos son los  llamados «valores  intrínse-cos» o «valores en sí». Sin estos no existirían aquellos. Hay cosas que valen por sí mismas, no por referencia a algo externo o distinto de ellas mismas. La belleza de un cuadro tiene valor en sí, de tal modo que no es intercambiable por la belleza de cualquier otro cua-dro. La belleza de los cuadros de Tiziano no es la de Velázquez, y si perdemos cualquiera de ellas, habremos perdido algo insustituible, de valor intrínseco, por más que conservemos la del otro. Este es el asunto. Los valores intrínsecos no son intercambiables, en tanto que los instrumentales sí lo son. Y tampoco se miden en unidades

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monetarias, a diferencia de los instrumentales, cuya unidad de me-dida es el dinero.

El tema es de una enorme trascendencia, y requeriría de más y ma-yores precisiones. Pero valgan las dadas. Porque ahora, a partir de ellas, hay que sacar algunas consecuencias de la máxima importancia. Una, fundamental, es que los procesos de valoración, que comienzan siendo siempre subjetivos, ya que son los seres humanos quienes valoramos, acaban objetivándose. El resultado es lo que llamamos «cultura». La cultura es el depósito de valores de una sociedad. Quiere esto decir que las opciones de valor que hacen los individuos acaban entrando a for-mar parte del depósito de valores que denominamos cultura, y que esta será el resultado de las valoraciones efectuadas por los miembros de un colectivo. Las sociedades pueden optar por la promoción de los valores instrumentales, o bien por la de los valores intrínsecos. En filosofía es hoy frecuente ver defendida la tesis, cuyo principal paladín ha sido sin duda Heidegger, de que la sociedad occidental ha hecho, a partir del siglo XVIII, una opción preferencial por los valores instrumentales, de tal modo que tiende a ver los propios valores intrínsecos como instru-mentales, juzgándolos con los criterios propios de estos. Me temo que tal tendencia se ha hecho aún más evidente en los últimos treinta años, a partir de 1980. El resultado de esta conversión de todos los valo-res en instrumentales, es lo que la escuela de Francfort ha denominado «racionalidad instrumental» o «racionalidad estratégica». Se trata de la mayor perversión axiológica imaginable.

Profesiones y oficios

Los roles que los seres humanos desempeñamos en la sociedad son innumerables y de muy diferente tipo. Entre ellos hay unos caracte-rísticos que se conocen, por lo general, con el nombre de «roles ocu-pacionales». Salvo los desocupados, todos desempeñamos una ocu-pación en el entramado social, que nos obliga a hacer ciertas cosas, y a hacerlas de cierta manera.

Las ocupaciones han sido tradicionalmente de dos tipos. A unas se las ha venido llamando «profesiones» y a otras «oficios». Los soció-logos han intentado dar razones de esta división por vías muy distin-tas. Se ha dicho que los oficios son manuales y que las profesiones 

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son intelectuales; que estas se dedican al otium y aquellos al nego-tium; etc. Pero yo creo que la raíz de la distinción es más profunda. Se llaman profesiones a los roles sociales que gestionan valores in-trínsecos, y oficios a los que se ocupan de los valores instrumentales. Nada más decir esto, me veo obligado a rectificar, conjugando el ver-bo gestionar no en presente sino en pasado, porque es obvio que en la actualidad la línea divisoria entre esos dos dominios se ha desdibuja-do, exactamente en la misma medida en que lo ha hecho la distinción entre los dos tipos de valores.

Las profesiones sanitarias gestionan unos valores intrínsecos que generalmente se denominan «valores vitales», entre los que están la vida, la salud, el placer y el bienestar. Para ello tienen que utilizar muchos aparatos técnicos, tanto diagnósticos como terapéuticos, que tienen valor meramente instrumental, y que cada vez son más com-plejos, cuestan más dinero y encarecen enormemente la atención sa-nitaria. En este dominio, el propio de los valores instrumentales, es obvio que la ética tiene que estar presidida por el principio de «efi-ciencia», es decir, por la consecución del máximo beneficio al míni-mo costo. Hay una ética de la gestión de los valores instrumentales. Pero esa ética no se identifica con la propia de la gestión de los va-lores intrínsecos. Un valor intrínseco es la justicia. Esta exige que los bienes sociales primarios lleguen a todos por igual, a pesar de que ello tope de frente con la «ley de rendimientos decrecientes». La justicia acaba siendo  ineficiente, y  la eficiencia  injusta. He aquí un típico conflicto entre valor y precio, o entre valores intrínsecos y valores instrumentales.

¿Y qué debemos hacer?

La ética no trata de valores sino de deberes. La cuestión ética es siempre práctica, consiste en saber lo que debe o no debe hacerse. Por tanto, el asunto está en saber si hay que optar por la justicia o por la eficiencia.

Lo normal es plantearse las cosas de este modo, es decir, siguien-do una lógica dicotómica o bivalente. Uno de los dos valores tiene que prevalecer respecto del otro, puesto que no podemos realizar am-bos a la vez, y por tanto el asunto está en saber si hay que optar por

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la justicia o por la eficiencia. Estamos ante lo que se denomina «un conflicto de valores» con dos únicas salidas o cursos de acción, y es preciso elegir uno de ellos.

Así razonamos de modo espontáneo. Estamos, como suele decir-se,  ante  un  «dilema». Un  dilema  es  un  conflicto  que  no  tiene más que dos soluciones, entre las cuales hemos de elegir una, la mejor. Consúltese la bibliografía ética y bioética y se verá la enormidad de artículos y libros en los que aparece el término dilema en el título. Todo son dilemas y la función de la ética parece no ser otra que la de orientar en la elección entre los cursos en juego.

Mi opinión personal es que los dilemas son rarísimos, y que el ser humano tiene una tendencia innata a convertir los problemas (es decir, aquellos conflictos que tienen más de dos cursos de acción po-sibles) en dilemas. Esto se debe, por lo general, a pereza intelectual, o a lo que más elegantemente Guillermo de Ockam llamó «principio de economía del pensamiento». Es más fácil decidir entre dos únicos cursos de acción que entre muchos, razón por la cual comenzamos simplificando artificialmente los problemas y convirtiéndoles en di-lemas, a fin de jerarquizar luego esos dos cursos y elegir el que nos parece más adecuado.

El asunto es que nuestra primera y única obligación moral es rea-lizar valores, todos los valores en conflicto y no solo aquel que sea de rango superior o que nos parezca más importante. Toda pérdida de valor es irreparable, razón por la que hemos de intentar por todos los medios salvar todos los valores en conflicto, o, al menos, lesio-narlos lo menos posible. Es un error grave pensar que cumplimos con nuestras obligaciones optando por el valor más importante, con lesión del otro. No es así. Solo podremos justificar eso si la realidad nos demuestra que no hay ningún curso de acción que permita salvar los valores en conflicto o lesionarlos lo menos posible. Optar por uno de ellos en detrimento total del otro es siempre una tragedia, porque perdemos irremisiblemente un valor, sea el que fuere.

Dos valores y una misma lógica

¿Tienen los profesionales de la salud y los gestores dos lógicas dis-tintas? Pienso que no, que ambos comparten la misma lógica. Lo

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que sucede es que su respectivo rol profesional les obliga a cuidar y promover dos valores distintos, en un caso la vida y la salud, dos valores intrínsecos, y en el otro la eficacia, la eficiencia y la efectivi-dad, que son valores instrumentales. Pero no nos hagamos ilusiones. Todos vamos en el mismo barco. Los valores no están en el aire sino en las cosas, en este caso en las personas. Ellas son soportes de va-lores intrínsecos y de valores instrumentales. De ahí que el objetivo de la ética no sea primar unos sobre otros, sino ver cómo se salvan ambos o se lesionan lo menos posible. No tenía razón la ética médica tradicional al primar los valores de que se ocupa la profesión médi-ca y desatender los propios de la economía, ni tampoco la tiene la tesis actual, de que en caso de conflicto tiene que primar siempre la eficiencia. Eso es jugar al dilema, que siempre conduce al desastre. Desdichadamente, es lo que ha sido más frecuente en la historia de esta cuestión. No estamos ante un dilema sino ante un problema, y nuestra  obligación  no  es  optar  por  uno  de  los  valores  en  conflicto con lesión completa del otro, sino buscar el curso óptimo que salve los dos valores o los lesione lo menos posible. Este es nuestro obje-tivo, nuestro único objetivo, tanto de los profesionales como de los gestores. Este objetivo es común. No hay dos lógicas, ni dos éticas, sino una misma lógica y una misma ética con dos tipos de valores distintos. Distintos, pero inseparables. Por eso no cabe resolver los conflictos optando siempre a favor de los valores intrínsecos o de los instrumentales. Habrá veces, por ejemplo en el orden de los llamados bienes sociales primarios, en que los conflictos tengan que resolverse a favor de la justicia por más que sufra la eficiencia, y habrá otras en que deberá hacerse todo lo contrario.

Una última aclaración. Cuando se da un conflicto de valores, cual-quier curso distinto del óptimo es malo. La ética no trata de lo bueno sino de lo óptimo. O dicho de otro modo, cualquier decisión distinta de la óptima, es mala. Esto distingue claramente la ética del dere-cho. No se trata de buscar lo bueno, a diferencia de lo malo, sino lo óptimo. Julián Marías escribió un librito de ética al que puso este significativo título: Tratado de lo mejor. El juez que no dicta la sen-tencia óptima está actuando mal, de igual modo que el médico que no prescribe el tratamiento óptimo. Esto es siempre un problema, algo desdichadamente mucho más complejo de resolver que si de un puro

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dilema se tratara. El método para manejar adecuadamente los pro-blemas morales y tomar decisiones prudentes se denomina, desde el tiempo de Aristóteles, «deliberación». Y su término es la «pruden-cia». Ese es el objetivo de la ética, en nuestro caso, de la ética médica o ética clínica. Para ello las instituciones sanitarias necesitan crear espacios de deliberación. Tal es lo que pueden, deben y tienen que ser los comités de ética. Esa es su función, que ha de estar al servicio de todos, gestores, profesionales y usuarios. Los comités de ética deben verse como lo que son, comités de calidad, puesto que buscan incre-mentar la calidad de las decisiones en el mundo sanitario a través de un más adecuado manejo de los conflictos de valor. Es un gran tema, y también una de las asignaturas pendientes de nuestra sanidad.

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Misión de la Universidad

Con Ortega, sobre la misión de la Universidad

Muchos habréis advertido que el título de mi intervención es idéntico al de un texto que Ortega y Gasset publicó a fines del año 1930. Y es que el objetivo y la intención son también idénticos. Con la palabra «misión» quería significar Ortega la búsqueda del sentido esencial de esta institución que llamamos Universidad, pasando por encima de los cambios a que se halla continuamente sometida y de los peligros que la acechan. No se trata de discutir los problemas del «plan Bo-lonia», ni tampoco del aumento de las tasas académicas, ni incluso de la dialéctica entre Universidad pública y Universidad privada. Se trata de pensar por un momento en lo que constituye el santo y seña de esta institución, y que por ello afecta tanto a la pública como a la privada, con un plan de estudios o con otro, ya sea cara o sea barata. Porque todos esos debates tendrán sentido siempre que afecten al gé-nero próximo de la definición, es decir, a la Universidad. Si esta no tiene clara su misión, o no cumple con ella, su fracaso será total, ya sea cara o barata, pública o privada. No hay dinero más caro que el invertido en un objetivo erróneo o inapropiado.

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¿Cuál es la misión de la Universidad? O formulado en los tér-minos y con las palabras del propio Ortega, «¿para qué existe, está ahí y tiene que estar la Universidad?» (Ortega, 2004-2010, IV 532). Permitidme que, antes de seguir adelante, os dé la respuesta del propio Ortega. Trasladémonos a 1930, más precisamente, al día 9 de octubre, aquel en que pronunció su conferencia en el Paraninfo de la Universidad Central de Madrid, o a los días 12, 17, 26 de oc-tubre y 2 y 9 de noviembre, aquellos en que publicó su contenido en el periódico El Sol, de modo que lo pudieran leer las personas a las que no les fue posible estar presentes. Tales fechas tienen su impor-tancia, porque inmediatamente antes, en agosto de ese mismo año, había aparecido el libro más conocido y quizá también más polémi-co de Ortega, La rebelión de las masas. La tesis central de este es que hasta las revoluciones liberales del siglo XVIII, había imperado en la filosofía política  la  idea de que  las funciones de mando y el gobierno de la cosa pública debían estar en manos de los mejores. Como  es  bien  sabido,  esto  es  lo  que  en  sus  orígenes  significó  el término «aristocracia». Áristos es un vocablo griego que significa «excelente», «el mejor». No en vano es el superlativo de agathós, bueno, cuyo comparativo es areíon, «mejor que», «superior a». Cuando se trata de gestionar el máximo poder social, el gobierno de los demás, la gestión del bien común, nada menor que lo óptimo es de recibo. Esto es lo que han dicho a todo lo largo de la histo-ria los tratados de teoría política y los manuales de educación de príncipes. Cierto es que en la práctica las perversiones de ese ideal fueron continuas, y que la aristocracia buscó el poder más que la excelencia. Pero en cualquier caso, el ideal estaba claro, y lo otro se vio siempre, al menos hasta Maquiavelo, como lo que era, estricta y rigurosa perversión.

El problema, dice Ortega, es que con las revoluciones liberales el poder ha pasado al pueblo, que cuando actúa colectivamente se comporta de un modo muy gregario, que siguiendo los usos de la sociología de su tiempo, Ortega designa con la palabra «masa». Las masas tienen una dinámica y hasta una lógica propias, que por lo general se hallan en los antípodas de lo que cabe considerar con-ducta responsable, ponderada o prudente. Para Ortega, el problema fundamental de nuestra sociedad está en que la soberanía ha pasa-

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do al pueblo, pero este se halla lejos de haber alcanzado la madu-rez de las personas responsables y prudentes, y se comporta como masa. El resultado es que, por primera vez en la historia, la masa se ha hecho con el poder. Esto es lo que Ortega entiende por «rebe-lión». El gobierno ha pasado de la aristocracia a la masa. Lo cual, piensa Ortega, no puede acabar más que en tragedia. No es un azar que el último capítulo del libro se titule «Se desemboca en la ver-dadera cuestión», y que sus primeras palabras digan así: «Ésta es la verdadera cuestión: Europa se ha quedado sin moral» (Ortega, 2004-2010, IV 496). Para Ortega no se trata primariamente de un problema político; no es que él discuta la soberanía popular o la im-portancia política del régimen democrático, es que este exige seres humanos maduros, que, como decían los revolucionarios franceses de 1789, ya no se comporten como «súbditos» menores de edad, sino como maduros y responsables «ciudadanos». Y tal es lo que Ortega echa en falta. No se trata primariamente de un problema po-lítico sino moral.

¿Se comprende ahora por qué inmediatamente después de escri-tas esas páginas, Ortega se planteara el tema de la Universidad? A la Universidad, dice Ortega, se le han atribuido tradicionalmente dos misiones: la de formar profesionales y la de investigar y hacer ciencia. Él cree que a esas dos hay que añadir una tercera, la de for-mar adecuadamente a quienes han de tener en sus manos las funcio-nes de mando. «La sociedad necesita buenos profesionales —jue-ces, médicos, ingenieros—, y por eso está ahí la Universidad con su enseñanza profesional. Pero necesita antes que eso y más que eso asegurar la capacidad en otro género de profesión: la de mandar. En toda sociedad manda alguien —grupo o clase, pocos o muchos. […] Hoy mandan en las sociedades europeas las clases burguesas, la mayoría de cuyos individuos es profesional. Importa, pues, mu-cho a aquéllas que estos profesionales, aparte de su especial profe-sión, sean capaces de vivir e influir vitalmente según la altura de los tiempos. Por eso es ineludible crear de nuevo en la Universidad la enseñanza de la cultura o sistema de las ideas vivas que el tiempo posee. Ésa es la tarea universitaria radical. Eso tiene que ser, antes y más que ninguna otra cosa, la Universidad» (Ortega, 2004-2010, IV 539-40).

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La misión de la Universidad clásica

Si echamos la vista atrás y damos en preguntarnos por el objetivo que tuvieron en mente quienes crearon las instituciones universita-rias en la segunda mitad del siglo XII, veremos, no sin sorpresa, que fue precisamente el de formar a los directivos, a los mandos de la sociedad. Recuérdese que la Universidad medieval constaba de cua-tro Facultades, la llamada Facultad menor o de Artes, y las tres Fa-cultades mayores, Teología, Derecho y Medicina. La primera abría el paso a las otras tres, que tenían por objeto formar a los directivos o gobernantes de la sociedad. Según la metáfora clásica, repetida una y mil veces a lo largo de la Edad Media, hay tres esferas en el mundo, el macrocosmos o mundo mayor, el mesocosmos o repú-blica y el microcosmos o cuerpo humano. El gobierno del primero pertenece a Dios a través de sus representantes en la Tierra; el del segundo a los gobernantes, y el del tercero a los médicos. Formar a todos ellos era la misión de la Universidad. Se trataba de hacer de ellos los áristoi, los mejores.

La función primaria de la Universidad fue formar a quienes es-taban llamados al desempeño de funciones de mando, los líderes o dirigentes de la sociedad. El ejercicio de ese poder de mando en un medio social determinado era lo que les convertía en «profesiona-les». Conviene recordar que en latín professio y confessio comenza-ron significando lo mismo, la presentación pública de los dirigentes a las poblaciones bajo su mando y el acto de acatamiento y obediencia por parte de sus miembros. En el caso de los obispos que accedían al gobierno de una diócesis, este rito por el que los fieles le acogían sumisos y obedientes se denominaba professio canonica. Algo simi-lar sucedía con los gobernantes y los médicos. El ejercicio del man-do social era la nota distintiva de las «profesiones», a diferencia de los «oficios». Esto determinaba tanto su «rol» como su «estatus». La Universidad sirvió para regularizar el acceso a tales roles de excep-ción. Ni que decir tiene que el rango más elevado lo detentaban los clérigos, es decir, quienes habían estudiado en la Facultad de Teolo-gía. La de Derecho estaba destinada a la formación de gobernantes, más que civiles, eclesiásticos, y esa es la razón de que el Derecho fundamental fuera el Canónico. Los gobernantes civiles, en cualquier

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caso, habían de estar supeditados a ellos. Y si la Facultad de Me-dicina fue estrictamente civil, ello se debió al reparo de la Iglesia a que los clérigos a vieran mezclados en cuestiones de sangre, que el Sínodo de Tours (1163) expresó en la famosa sentencia: ecclesia abhorret a sanguine. En cualquier caso, a los médicos se les ense-ñaba desde el primer día la necesidad de ejercer su arte de acuerdo con las prescripciones canónicas, y por tanto el carácter ancilar de su actividad respecto de la teología.

Todo esto explica cosas que hoy no dejan de resultarnos sorpren-dentes. Una es que la cultura universitaria fuera abrumadoramente clerical. Pensemos en nuestro Siglo de Oro. Todos sabemos que Lope de Vega, Quevedo, Calderón, Tirso, fueron clérigos o cuando menos siguieron los estudios eclesiásticos. Y es que cultura venía a identi-ficarse con  la cultura eclesiástica, al  servicio de  la cual estaban  las Universidades. Pero hay otro resultado no menos sorprendente, y es que al cambiar los tiempos, a partir, sobre todo, del siglo XVI, empe-zaron a surgir grandes personalidades ajenas a la Universidad, y que por tanto no eran clérigos sino legos. Es bien sabido que Cervantes se llamó a sí mismo «ingenio lego», habida cuenta de que no había estudiado en ninguna Universidad. Lo mismo sucedió con Shakes-peare en Inglaterra. No hay duda, con la irrupción de la modernidad, el viejo modelo entró en crisis: la sociedad inició un acelerado proce-so de secularización y lo que cabe llamar la «nueva cultura» se gestó fuera de la Universidad, por obra y gracia de los llamados «ingenios legos». Si a todo esto se añade que en el siglo XVII irrumpió en Eu-ropa el fenómeno que conocemos con el nombre de «ciencia moder-na», se comprende que pronto surgiera de nuevo el problema de la misión de la Universidad. Ya no valía la vieja respuesta, la respuesta medieval, y por tanto era necesario idear otra nueva.

La misión de la Universidad moderna

El tema de la misión de la Universidad preocupó y mucho a los filó-sofos alemanes de finales del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX. Kant escribió en 1793 un libro de filosofía de la religión, titulado La religión dentro de los límites de la mera razón. El libro no les gustó nada a los profesores de la Facultad de Teología, que inmediatamen-

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te arremetieron contra él y buscaron su prohibición. Kant reaccionó, muy molesto, publicando al año siguiente un alegato que se titula La contienda de las Facultades de Filosofía y de Teología. Fue lo último que publicó en vida. En él defendió la libertad de la razón y la autonomía de la Facultad de Filosofía respecto de los teólogos. Esa Facultad, clásicamente llamada «menor», es para él, sin embargo, la más importante, habida cuenta de que no tiene por objeto el gobier-no ni el mando, sino solo la búsqueda de la verdad, por lo que es necesario, dice Kant, que «tenga la libertad no de dar órdenes sino de juzgarlas todas; una Facultad que tenga por ocupación el interés científico, es decir, la verdad».

Esas palabras se escribieron en 1794. La Facultad de Filosofía, y por extensión la Universidad toda, debía gozar de libertad total para hacer ciencia y dedicarse al estudio de la verdad. He aquí tres palabras claves: libertad, ciencia y verdad. Había que reorientar la Universidad conforme a estos nuevos objetivos. Ahora era posible concebir una nueva misión para la Universidad, distinta de la clásica. Ese mismo año, un discípulo directo de Kant, Fichte, recién nombra-do profesor en Jena, publica su Fundamento de toda doctrina de la ciencia, un texto destinado a sus alumnos pero que el editor difundió ampliamente. Verdad y ciencia son una misma cosa. La ciencia es saber verdadero. Ir en su búsqueda e investigarla ha de ser la misión de la Universidad. Ese mismo año Wilhelm von Humboldt llegaba a Jena, el lugar donde Fichte había publicado su libro. Nada de extraño tiene, por ello, que cuando, en 1810, Humboldt funda la Universidad de Berlín, la organice conforme a ese espíritu y nombre a Fichte su primer rector.

Wissenschaft, ciencia, es el nombre que Fichte utilizó para designar el saber. Y la Universidad había de concebirse como el templo del sa-ber o de la ciencia. Su misión era investigar la realidad, hacer ciencia y transmitirla a la sociedad a través de la enseñanza. Por supuesto que Fichte entendía la ciencia en sentido trascendental, como corresponde a un filósofo idealista, pero poco después ese concepto de ciencia se positivizó, de modo que la Universidad devino el templo de la ciencia positiva o ciencia experimental. He ahí la nueva misión de la Univer-sidad: si la antigua había sido formar a los rectores o gobernantes de la sociedad bajo la mirada atenta de la teología, la nueva consistía ahora

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en hacer ciencia, la ciencia positiva que nos permitiera pasar, como dijo Comte, de las épocas mítica y especulativa de la historia de la hu-manidad,  a  la nueva y definitiva,  la  etapa positiva. En ella  el nuevo sacerdote era el científico. En palabras de Ortega, «el científico viene a ser el monje moderno» (Ortega, 2004-2010, IV, 552).

La Universidad moderna entra en crisis: el siglo XX

El triunfo de ese modelo fue completo hasta los años de la que enton-ces se llamó Gran Guerra y que hoy conocemos como Primera Guerra Mundial. Desde el final de esta, en 1918, hasta el comienzo de la se-gunda, en 1939, se vivió en el firme convencimiento de que esa guerra había sido la demostración palmaria de que la utopía liberal, y con ella la Universidad humboldtiana, habían fracasado estrepitosamen-te. No era verdad que la ciencia fuera a traernos un mundo perfecto. Aquello de Comte de que el saber serviría para prever y que esto per-mitiría construir una sociedad perfecta o cuasiperfecta, se vino abajo. Mi maestro en la Universidad de Heidelberg, Heinrich Schipperges, escribió, seleccionando textos de médicos alemanes del siglo XIX, un libro titulado Utopien der Medizin, utopías de la medicina. Los médi-cos del siglo XIX revivieron el ideal que a la altura de 1637 le llevó a Descartes a escribir: «Nadie se atreverá a poner en duda que lo que se sabe es una cosa insignificante comparada con lo que queda por saber, y que podríamos liberarnos de infinidad de enfermedades y hasta del debilitamiento de la vejez, si se tuviera un exacto conocimiento de sus causas y de sus remedios». Esto que Descartes imaginaba, los cien-tíficos de finales del siglo XIX creyeron haberlo conseguido o estar a punto de lograrlo. Pero el acontecimiento sumamente trágico de la Primera Guerra Mundial les hizo caer de las nubes y tomar distancia respecto de su propia utopía. Freud, Husserl, Max Weber, entre no-sotros Ramón y Cajal, vieron venirse abajo todas sus anteriores ilu-siones. La gran ciencia, la Ciencia con mayúsculas, había fallado, y con ella un modelo de Universidad. De ahí que entre las dos guerras mundiales abundaran los diagnósticos de la crisis de Occidente, de la cultura occidental, y más en concreto de su Universidad. El de Ortega es uno de ellos, el más próximo a nosotros, pero distó de ser el único. Todos pensaron que era el momento de dar un golpe de timón y poner

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a punto un nuevo modelo. En eso estaban cuando la Segunda Guerra Mundial dio al traste con todas sus ilusiones, y la cultura liberal, ahora americanizada, impuso de nuevo sus reales. Y con ella la Universidad humboldtiana, que en el ínterin se había transformado en Universidad americana. Esa es la Universidad que ha prevalecido en el último me-dio siglo, la que hoy tenemos y aquella que admiramos. Cuando nos dicen que la Universidad de Harvard ha cosechado 44 premios Nobel, o la de Stanford 27, o la de Berkeley 21, sentimos a una admiración y envidia. Esa es la Universidad a la que nosotros quisiéramos pertene-cer como profesores o como alumnos. Ese es el ideal de la Universi-dad que tenemos, a cuyo logro, por ejemplo, va dirigida la última gran reforma de la educación superior europea, el llamado «plan Bolonia». Y sin embargo, bastantes de las mejores cabezas del siglo XX, sobre todo en su primera mitad, han llamado la atención sobre el tremendo déficit de este modelo de Universidad. La denuncia ha venido, sobre todo, de parte de los filósofos. La literatura es muy abundante, y en gran medida coincide en señalar la insuficiencia del modelo humbold-tiano de Universidad. En lo que dista mucho de haber coincidencia es en los remedios. Aquí las opiniones se dispersan, hasta generar en el lector un cierto desánimo.

Puesto que hasta aquí he venido refiriéndome a Ortega, me limi-taré a comentar la propuesta que él hace. La Universidad científica y cientificista, el modelo que Guillermo von Humboldt inauguró en la Universidad de Berlín a comienzos del siglo XIX, ha desviado la aten-ción de lo que realmente importa. En palabras de Ortega: «Ha sido desastrosa la tendencia que ha llevado al predominio de la “investi-gación” en la Universidad. Ella ha sido la causa de que se elimine lo principal: la cultura» (Ortega, 2004-2010, IV, 553). La obsesión por la ciencia ha hecho desconocer la importancia de la cultura. Y por cul-tura entiende Ortega «el repertorio de nuestras efectivas convicciones sobre lo que es el mundo y son los prójimos, sobre la jerarquía de los valores que tienen las cosas y las acciones: cuáles son más estimables, cuáles son menos» (Ortega, 2004-2010, IV, 556). La ciencia trata de «hechos», en tanto que la cultura es el depósito de los «valores» de una sociedad. El positivismo del siglo XIX ha querido reducir todo a hechos científicos o positivos, pero lo fundamental en la vida humana y en la formación y gobierno de los individuos y las sociedades no

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son los hechos sino los valores. Para remediar esta carencia, Ortega propone la creación de una nueva Facultad, que denomina «Facultad de la cultura» (Ortega, 2004-2010, IV, 559). Su función habría de ser la de «humanizar al científico […] Es preciso que el hombre de cien-cia deje de ser lo que hoy es con deplorable frecuencia: un bárbaro que sabe mucho de una cosa» (Ortega, 2004-2010, IV, 561). Nuestra época se caracterizaría, según Ortega, porque en ella coexisten una gran ciencia con una paupérrima cultura: «Hoy atravesamos —contra ciertas presunciones y apariencias— una época de terrible incultura. Nunca tal vez el hombre medio ha estado tan por debajo de su propio tiempo, de lo que este le demanda. Por lo mismo, nunca han abunda-do tanto las existencias falsificadas, fraudulentas. Casi nadie está en su quicio, hincado en su auténtico destino» (Ortega, 2004-2010, IV, 559). Ni que decir tiene que remediar esta situación es la gran y peren-toria tarea que la Universidad tiene encomendada.

Personalmente comparto el diagnóstico de Ortega, pero no la so-lución que propone, como tampoco la de la mayor parte de los críti-cos del modelo universitario humboldtiano durante la primera mitad del siglo XX. Me parece que tales críticos aciertan en el diagnóstico, pero no en la terapéutica. Con lo cual la enfermedad deviene crónica y las señales de alarma cunden cada vez con mayor frecuencia. Crear una nueva Facultad junto a las ya existentes que se ocupe de los co-nocimientos que cabe llamar generales, no veo cómo pueda conside-rarse un remedio eficaz. En esto, como en todo, caben dos tipos de tratamientos, que en medicina se denominan sintomáticos y etiológi-cos. Lo que propone Ortega puede aliviar ciertos síntomas, pero dudo que sirva para curar la enfermedad. Lo que está en juego no es solo ni principalmente un problema de contenidos sino algo más profundo, el mismo enfoque de la actividad universitaria, el modo de afrontar los problemas y de resolverlos; si se quiere, el modelo de enseñanza. La cura que necesitamos es radical, y esta no puede consistir más que en un cambio drástico del modelo de enseñanza. Cada una de las concepciones de la Universidad analizadas ha tenido su propio mo-delo de enseñanza. Conviene que ahora los revisemos, ya que de ese modo podremos identificar sus defectos y proponer como alternativa un modelo nuevo, el único acorde, a mi modo de ver, con la misión que hoy puede, debe y tiene que desempeñar la Universidad.

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La enseñanza en la Universidad antigua: el modelo dogmático o impositivo

En el primer modelo, el más tradicional, la enseñanza era concebi-da como un puro proceso de adoctrinamiento. De nuevo hemos de acudir al maltrecho latín, base de toda nuestra cultura lingüística. Doctrina es un sustantivo abstracto latino que procede del verbo doceo, que significa enseñar. Lo opuesto de doceo es disco, apren-der. El maestro enseña, adoctrina y el discípulo aprende. Se trata de una relación vertical, asimétrica y unidireccional. Hay un depó-sito de conocimientos bien establecido, la llamada doctrina, que el maestro tiene la obligación de transmitir a sus discípulos. Trans-misión se dice en griego parádosis y en latín traditio. Lo que hay que transmitir, la doctrina, constituye un depósito bien establecido, la tradición. Esta se recibe de los mayores y debe pasar a los más jóvenes. Tal es la función del profesor, hacer que esta cadena no se interrumpa. No se trata de discutir, ni de innovar, ni incluso de entender; se trata, simplemente, de asumir, de aceptar dócilmente. Buen discípulo es el que recibe la doctrina sin resistencia; por tan-to, el docilis. La enseñanza, pues, es un proceso social de adoctri-namiento.

Todos abjuramos hoy de este modelo, a pesar de que ha sido el más frecuente en la historia de la humanidad y el que, incluso hoy, se lleva la parte del león en los procesos llamados educativos. De ahí el carácter memorístico de mucha de nuestra enseñanza. En otros tiempos lo que se trataba de transmitir era un depósito de verdades reveladas. Tal era el caso de la enseñanza del catecismo. Hoy ya no es así, pero se siguen transmitiendo los conocimientos como si fueran dogmas, ahora no religiosos sino científicos. ¿Nuestros libros de tex-to qué son sino colecciones de datos, los llamados hechos, a los que el estudiante tiene que asentir con actos de fe de intensidad no menor a los de la fe religiosa? ¿Se estimula el espíritu crítico, el pensar au-tónomo o, por el contrario, se transmiten los conocimientos como si de verdades absolutas se tratara? No, el modelo doctrinal, dogmático e impositivo no ha muerto. Quizá por pereza de los alumnos, o por comodidad e incuria de los profesores, o por ambas cosas a la vez, sigue casi tan vivo como en épocas anteriores.

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La enseñanza en la Universidad moderna: el modelo neutral o des-criptivo

Lo que sucede es que hoy no es el único, tiene que compartir su im-perio con otros modelos más modernos. Existe uno que merece una especial atención. Se trata, si bien se mira, del opuesto del modelo anterior. Si aquel se caracterizaba por su condición doctrinaria, impo-sitiva y dogmática, este intenta hacer todo lo contrario, conservar la más exquisita neutralidad en cuestiones de valor. Pero con esto apa-rece un término que necesita de una cierta atención, el de valor. En el fondo, toda la disputa sobre la educación es un debate sobre valores. El primer modelo intentaba imponer valores y el segundo evitarlos, centrando la atención en la ciencia, en los hechos científicos o hechos experimentales, el gran descubrimiento moderno. Pero como los se-res humanos nos empeñamos tercamente en seguir ordenando nues-tra vida en torno a valores religiosos, filosóficos, políticos, sociales, estéticos, etc., es decir, como no parece posible limitar todo al orden de los hechos, eliminando los juicios de valor, lo que se impone es re-legarlos al ámbito de la gestión privada de cada cual, de modo que en la vida pública reine una exquisita neutralidad axiológica. En el mo-delo antiguo se dogmatizaba sobre valores y se imponían, incluso por la fuerza. Ahora, por el contrario, se respetan en su diversidad, bien que relegándolos al orden privado y subjetivo. La función del pro-fesor, se dice ahora, no es transmitir valores sino hechos, los hechos científicos. Tal fue el  lema del positivismo. Los hechos son consta-tables, racionales y sobre ellos cabe la discusión lógica, en tanto que sobre los valores, no. En el ámbito de los valores solo son posibles dos actitudes: la doctrinaria, imponiendo los propios valores a los de-más, y la liberal, defendiendo el principio de neutralidad axiológica. La cátedra universitaria, dice este segundo modelo, debe servir para la transmisión de los «hechos» científicos, no de los «valores». Aún a comienzos del siglo XX, en 1919, clamaba y proclamaba Max We-ber ante los estudiantes de la Universidad de Munich estas palabras: «Lo único que  se  le puede exigir  [al profesor universitario] es que tenga la probidad intelectual necesaria para comprender que existen dos tipos de problemas perfectamente heterogéneos: de una parte la constatación de los hechos, la determinación de contenidos lógicos

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o matemáticos o de la estructura interna de fenómenos culturales; de la otra, la respuesta a la pregunta por el valor de la cultura y de sus contenidos concretos y, dentro de ella, de cuál debe ser el comporta-miento del hombre en la comunidad cultural y en las asociaciones po-líticas. Si alguien pregunta que por qué no se pueden tratar en el aula los problemas de este segundo género hay que responderle que por la simple razón de que no está en las aulas el puesto del demagogo o del profeta» (Weber, 1969, 212-13).

Este párrafo merece un cierto análisis. Weber distingue dos mun-dos, el de los hechos y el de los valores. Por hechos entiende, obvia-mente, los datos objetivos, los productos de la ciencia. Los hechos paradigmáticos son los propios de la ciencia natural. Es un hecho que el hidrógeno y el oxígeno, combinados en determinadas pro-porciones, dan agua, etc. Pero hay otros hechos distintos a los que Weber alude explícitamente. Son los propios de las llamadas cien-cias de la cultura o del espíritu. Eso plantea un cierto problema que pocas veces he visto analizado de modo explícito. Se trata de que la cultura, paradójicamente, trata de valores. Si vamos al museo del Prado, será para valorar estéticamente los lienzos que allí se ex-hiben, y lo mismo sucede con cualquier otro producto cultural. El mundo de la cultura es el de los valores. ¿Cómo, pues, puede ha-blarse de una ciencia de la cultura, como hace el propio Max Weber y como es usual desde la época del positivismo? La respuesta fue el gran descubrimiento positivista. De los valores no cabe hablar en tanto que valores, pero sí es posible someter al método científico el hecho de los valores, tomando los valores no en tanto que valores sino en tanto que hechos. No hay duda de que las gentes tienen valo-res de todo tipo, estéticos, religiosos, políticos, culturales, económi-cos, etc. Los valores en tanto que valores son puramente subjetivos, y sobre ellos no cabe debate racional posible. No son posibles más que la imposición o la abstención. Pero sí puede estudiarse el hecho de los valores, por ejemplo, el hecho sociológico de que en tal ciu-dad el voto sea mayoritariamente socialista, o liberal, o conservador, etc. La sociología es una ciencia de la cultura. Es ciencia porque se ocupa de hechos, y es ciencia de la cultura porque su objeto de es-tudio es el hecho de los valores; por ejemplo, su distribución social. Lo que Weber quiso decirnos en el párrafo antes transcrito es que

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el profesor universitario no puede utilizar la cátedra para transmitir valores sino solo para ocuparse de hechos, bien de hechos naturales, bien de los hechos propios de las ciencias de la cultura. En todo lo demás, en los valores en tanto que tales, debe guardar una exquisita neutralidad. Lo contrario sería confundir su actividad con la propia del demagogo o del profeta.

He aquí la segunda respuesta posible a la pregunta que nos hici-mos hace un rato, la de qué debe enseñarse. Si la primera actitud des-crita fue la dogmática o impositiva, esta segunda, más moderna, es la neutral o meramente descriptiva. Nuestra función en tanto que pro-fesores no es valorar sino solamente describir. Las opciones de valor son propias de cada persona y ahí lo único decente es no intervenir. Las instituciones públicas, a la cabeza de todas el Estado, pero junto a él las demás de servicio público, como la Universidad, no pueden no conservar una estricta y exquisita neutralidad en cuestiones de va-lor. Formamos en hechos, no en valores: tal podría ser el lema propio de una universidad estricta y resueltamente liberal.

¿Es frecuente este modelo? Pienso que sí. Si al primero siguen apegados los más tradicionales, los impenitentes nostálgicos del pa-sado, este segundo es frecuente en quienes buscan un mundo nuevo, basado en el progreso y en la ciencia. Como ya dijera Comte, padre del positivismo, deben quedar atrás las épocas mítica y especulativa de la historia de  la humanidad, a fin de fundar  la vida social en un nuevo régimen, el régimen de los hechos, el nuevo régimen de los hechos positivos. Conviene recordar que sobre estas bases levantó Comte no solo una ciencia, la ciencia social, sino también una ética y hasta una religión, la religión positiva, la religión de la humanidad. Y cabe preguntarse: ¿no es esto, de nuevo, ser beligerante en cuestiones de valor? ¿Es que puede uno atenerse a los hechos, solo a los hechos y nada más que a los hechos?

Los valores y la ciencia

La respuesta única que cabe dar a esta pregunta es un rotundo no. Los valores son un elemento ineludible de la vida humana. No po-demos prescindir de ellos. Intentar prescindir del mundo del valor es ya una valoración, y no precisamente la más aguda o inteligente.

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Nadie es neutral en cuestiones de valor, ni puede serlo. La tesis de que la ciencia es neutra en valores es falsa. Como hace ya algunas décadas demostró el historiador Loren R. Graham, en la lucha entre las dos posiciones que han dominado en filosofía de  la ciencia,  la que hace de ella una actividad value-free, y la que la concibe como value-laden, que Graham califica, respectivamente, de «restriccio-nista» y «expansionista», parece claro que la historia está mayori-tariamente del lado de la segunda, no de la primera. Nada está libre de valores. No valorar los valores es ya una valoración. No hay no valoración de los valores. Lo que se llama así es ya una valoración, bien que negativa. Y por tanto requiere una justificación intelectual no menor que cualquier postura que acepte la necesidad de su valo-ración positiva.

Nos preguntábamos qué debe enseñar un profesor en las aulas, cuál es el objeto de la misión que la sociedad nos ha encomendado. Hemos visto dos respuestas, las que se han repartido la práctica to-talidad de nuestra historia. La primera es la respuesta que Graham llama expansionista, aquella para la que la enseñanza es el proceso de transmisión de valores de unas generaciones a otras, y que además añade que esa transmisión debe realizarse de forma dogmática o im-positiva. La segunda respuesta, por el contrario, es restriccionista en términos de Graham, en el sentido de que considera que la ciencia es un saber libre de valores y que eso es lo único que debe enseñarse en la Universidad. Lo demás queda para el púlpito de la iglesia o para el mitin político.

Si bien se mira, estas dos posiciones tienen un punto en común. Ambas parten de la creencia en que los valores no son racionales ni razonables, que carecen de toda lógica, que sobre ellos no cabe razonar, que no pueden discutirse, y que por tanto no caben otras ac-titudes que las extremas, la imposición o el respeto. ¿Pero y si esto no fuera así? ¿Y si los valores tuvieran su propia lógica y fuera no solo posible sino necesario, más aún, imprescindible discutir sobre ellos? ¿Por qué las únicas actitudes posibles han de ser la de imposición o la de abstención? ¿No cabe una tercera, la de deliberación?

El tema es de tamaña envergadura que necesariamente ha de ser tratado aquí de modo telegráfico. Pero aun así, merece la pena in-tentarlo. El año 1923 publicó Ortega un largo estudio titulado Intro-

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ducción a una estimativa: ¿Qué son los valores? La mente humana tiene muchos resortes que le permiten no solo percibir sino también imaginar, soñar, recordar, idear, razonar… y estimar. Estimar, valo-rar o apreciar es una función psíquica propia de todos los seres hu-manos, tan precisa y elemental como el percibir. A los datos de per-cepción, inmediatos o mediatos, los calificamos de «hechos». Así, digo que es un hecho que estoy viendo el texto que escribo en la pantalla de mi ordenador, etc. Pues bien, la estimación nos permi-te descubrir en las cosas unas cualidades específicas que llamamos «valores». Son procesos distintos; tanto, que podemos percibir lo mismo y valorar diversamente. Lo que no resulta posible es percibir sin valorar. Ante la visión de una persona podemos decir que nos parece guapa o fea, elegante o vulgar, pero lo que no podemos es no estimarla de ningún modo, abstener nuestra estimación. La esti-mación es tan necesaria en la vida como la percepción. Quizá más. De hecho, lo más importante en nuestras vidas no son los hechos sino los valores. La identidad personal nos viene dada no tanto por los hechos que nos diferencian respecto de los demás seres huma-nos, cuanto por los valores que asumimos como propios, religiosos, filosóficos, estéticos, políticos, culturales, etc. Decidme, ¿qué es lo que busca un joven cuando decide estudiar una carrera universi-taria? Lo hará por aprender cosas, o por ayudar a la humanidad, o por ganar dinero o, simplemente, porque le gusta. Todos esos son valores: el uno lógico o intelectual, el otro ético, el tercero econó-mico, el cuarto estético. Los valores son los que nos llevan a tomar las grandes decisiones de la vida: elegir una carrera, compartir la vida con una persona, fundar una empresa, tener un hijo, escribir un libro. ¿Cómo podemos decir que esto, lo más importante de nues-tras vidas, carece de toda lógica y debe quedar al margen de nuestra función como formadores?

Llegados a este punto, es preciso que introduzcamos dos nuevos términos en el debate. Es usual, quizá más de lo debido, hablar de «formación técnica» y «formación humanística» o, más brevemente, de  «ciencias»  y  «letras».  ¿Qué  quiere  significarse  con  estos  térmi-nos? ¿Qué es la técnica? Todos creemos tener la respuesta, pero con-viene no precipitarse, pues en ella nos va mucho. La técnica es lo que el ser humano hace con la naturaleza. Me explicaré.

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De la selección natural a la elección humana

En pura teoría darwiniana, los seres vivos sufren un proceso de selec-ción por parte del medio, de modo que no sobreviven ni se reprodu-cen en un determinado medio más que los más aptos. Es el proceso conocido con el nombre de selección natural. La selección la hace el medio, no los seres vivos. Esto conviene recordarlo a veces, cuando se intenta sacralizar el genoma, como si no fuera el resultado de un proceso de selección por parte del medio, en el que, además, resultan condenados a la muerte o a la enfermedad una inmensa cantidad de especímenes. A esta selección la denominó Darwin natural, porque es la pura naturaleza la que gobierna el proceso. La naturaleza funciona así, y los seres vivos son un resultado que solo permite la superviven-cia de los más aptos.

El problema del ser humano es que desde el punto de vista bioló-gico no posee muchas cualidades que hagan pensar en él como apto, y menos como el más apto. Los seres humanos no corremos como las gacelas, ni tenemos vista de lince, ni la fuerza del león, etc. Los bió-logos alemanes de la primera mitad del siglo XX hablaron, por ello, de su Mängelwesen, su condición deficitaria o deficiente. No hay más que una cualidad biológica que hace posible, al menos hasta ahora, la supervivencia del ser humano, y es la inteligencia. Los biólogos tienen claro que sistema nervioso central no lo desarrollan más que las especies con capacidad de desplazamiento en el espacio y que, por tanto, la primaria función del sistema nervioso es aumentar o in-crementar la capacidad de previsión de los seres vivos, anticipando lo que les sucederá en su desplazamiento unos momentos después. El sistema nervioso central es un órgano de previsión. Si a esto se quiere llamar inteligencia, hay que decir que todos los seres vivos con siste-ma nervioso son inteligentes. Ella les permite adelantarse a los acon-tecimientos, prever lo que sucederá dentro de un tiempo, aunque solo sean unos minutos o unos segundos, a fin de actuar en consecuencia. Pero la inteligencia humana es muy peculiar. Ello se debe a que en ella la previsión da un salto cualitativo y se convierte en proyección. El ser humano prevé de un modo peculiar y propio, proyectando, ha-ciendo proyectos. La inteligencia humana es una cualidad biológica que permite a los individuos de nuestra especie proyectar. Por eso

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tenía razón Ortega y Gasset al decir que el ser humano no vive en el presente sino en el futuro. En el presente vive el animal y, precisa-mente por eso, no es responsable de sus actos. Al proyectar sus actos, el ser humano se hace responsable de ellos. Y la responsabilidad es el principio de la acción moral. El animal es un ser natural, en tanto que el ser humano es moral. Y lo es por esto, porque tiene capacidad de anticiparse a las situaciones, proyectando sus respuestas. Nadie es responsable de aquello que no ha podido proyectar. Eso será una fatalidad, pero no un acto humano. En nosotros los humanos, la se-lección natural se torna en algo muy distinto, en elección moral.

Naturaleza y cultura

Pues bien, esta cualidad biológica singular que es la inteligencia humana, permite entender cómo se sitúa el hombre ante la natu-raleza. Del animal decíamos que era un mero sujeto pasivo de la selección natural que opera el medio físico. La inteligencia es, por el contrario, una facultad formalmente activa. Y esa su actividad consiste siempre en lo mismo, en evaluar el medio y adaptarlo a su propia realidad biológica. Se trata, de nuevo, de un fenómeno de adaptación, pero ahora opuesto al anterior. Si en el mundo animal es el medio el que selecciona a los seres vivos, ahora es un ser vivo quien selecciona el medio, mejor aún, quien lo elige. La inteligencia sirve para elegir, y sirve también para transformar. No hay duda de que los seres vivos aerobios necesitamos oxígeno para poder vivir. La inteligencia, sin embargo, permite vivir al ser humano en con-diciones de hipoxia o de anoxia, como sucede en los vuelos espa-ciales. La inteligencia sirve para modificar el medio en beneficio de inventario. El medio selecciona; el ser humano, elige. Y la elección consiste siempre en lo mismo, en la transformación del medio, a fin de hacerlo adecuado a las necesidades humanas. El resultado de esa transformación es lo que llamamos «cultura». No hay que pensar solo en las bellas artes cuando hablamos de cultura. Cualquier tipo de transformación técnica de la naturaleza es cultura. La revolución neolítica descubrió un medio fantástico de transformar la naturale-za y mejorar la alimentación de los seres humanos, la agri-cultura, la cultura o cultivo de la tierra.

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Ahora  ya  tenemos  una  definición  de  cultura. Cultura  es  todo  lo que el ser humano hace con la naturaleza, el modo como la transfor-ma en beneficio propio y la humaniza. El término cultura se opone así al de naturaleza. El animal vive en la naturaleza. El ser humano no puede vivir nunca en la pura naturaleza. Todo lo que él hace es trans-formar la naturaleza, convertirla en cultura. El ser humano no vive en la naturaleza sino en la cultura. Las técnicas son los procedimientos que utilizamos para llevar a cabo esa transformación. El proceso de transformación es lo que se denomina trabajo. Y el resultado de todo el proceso es el dar valor o añadir valor a las realidades puramen-te naturales. El mundo de la pura naturaleza es el de los hechos, en tanto que el mundo de la cultura es el de los valores. Todo el proceso del ser humano con las cosas es de pura y estricta valoración. Y a su resultado o término es a lo que llamamos riqueza. Se es rico o pobre en valores, empezando por el valor más elemental, el económico.

Con esto hemos desembocado en un tema de la máxima importan-cia, el del valor. Valorar no es algo arbitrario que hacen algunos seres humanos en no se sabe qué circunstancias extrañas. Valorar es una necesidad biológica primaria, tan primaria o más que el comer o el respirar. No podemos vivir sin valorar. Duraríamos segundos o minu-tos sobre la faz de la tierra si nos propusiéramos eso en serio. Todos valoramos, valoramos continuamente. El valor es el elemento de la cultura, y la cultura es el elemento del ser humano, no solo cuando compone un poema sino  también cuando ara  la  tierra o edifica una casa; es decir, siempre.

Formación técnica y formación humana

Resulta incomprensible que a un fenómeno tan importante en la vida humana se le conceda tan poca importancia en los procesos educa-tivos. Algo anda mal, muy mal, cuando nuestros programas de es-tudio no manejan como debieran este asunto y cuando nuestras instituciones consideran perfectamente formadas personas que son auténticas analfabetas en todo lo relacionado con el mundo del valor. Algo anda mal, muy mal, rematadamente mal. Cabría recordar aquí el «somethig’s rotten in the Kingdon of Denmark» de Shakespeare. ¿Cómo puede decirse de alguien que está adecuadamente formado si

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desconoce por completo este mundo? ¿Y qué decir de las institucio-nes o de los planes de estudios que no lo contemplan o lo atienden adecuadamente?

Es frecuente establecer una dicotomía entre la llamada «forma-ción técnica», que todo el mundo considera la básica y sin duda la más importante, y la «formación humanística». Suele decirse, y de-cirse mal, que la primera trata de «hechos» y la segunda de «valo-res». Es un error. Hace un momento afirmábamos que la técnica es el instrumento básico de la cultura humana, el modo de transformación de la naturaleza en cultura. La técnica es el resultado del proceso de valoración. La agricultura es una técnica al servicio de un valor, la alimentación y, por ende, la salud y el bienestar de los seres huma-nos. Si no hubiera proceso de valoración, no habría técnica. Es un instrumento creado por la inteligencia humana al servicio de los va-lores. De ahí la incoherencia de considerar que la formación técnica es neutra en cuestiones de valor, que se halla libre de valores, y que estos quedan limitados solo a la llamada formación humanística.

La formación técnica y los valores instrumentales

Si se analizan bien las cosas, lo que sí se ve es que el valor de los procedimientos técnicos tiene carácter «instrumental». Este es un término importante. Una casa, un coche, un avión, tienen valor. De eso no hay duda. De ahí que nos cobren por su posesión o por su uso. Pero su valor, como el de todos los procedimientos técnicos, es meramente instrumental o por referencia a otra cosa distinta de ellos mismos. ¿Por referencia a qué? En el ejemplo de la casa, su valor dice referencia al hecho de que uno pueda vivir en ella, resguardarse del frío o del calor, dormir, estar tranquilo, etc. Si no sirviera para nada de esto, la casa carecería de valor para el ser humano. Lo mismo le sucede al coche, que lo valoramos en tanto en cuanto sirve para que nos desplacemos, para ir a los sitios que nos gustan, o que nos parecen bonitos, etc. Lo cual significa que en el mundo de los valores es preciso hacer una distinción entre los valores que son «fines en sí» y los que tienen la condición de «medios para otros». Yo como para estar sano, o como por placer. El comer tiene valor, pero en tanto que medio para la consecución de otros valores, la salud o el placer.

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Estos últimos son valores-fines, en  tanto que  los otros, en ese caso el comer, son valores-medios. Pues bien, en la teoría del valor, a los primeros suele llamárseles «valores intrínsecos», y a estos segundos, «valores instrumentales.»

Supongo que el adjetivo intrínseco puede levantar algún tipo de resistencia. ¿Pero no son los valores estimaciones puramente subjeti-vas, y nuestro refranero dice que «sobre gustos —un valor estético—no hay nada escrito»? ¿Qué sentido puede tener el adjetivo intrínseco aplicado al sustantivo valor? Lo de los valores instrumentales, pase, pero esto de los valores intrínsecos ya es demasiado.

La formación humana y los valores intrínsecos

Esta reacción, que no cabe juzgar más que de normal, es signo de nuestra ignorancia supina en el tema del valor, quizá el fundamental en todo proceso formativo. Valor intrínseco es el que tiene valor en sí o por sí mismo, no por referencia a otro o a otra cosa. No es que no pueda ser a su vez medio para la consecución de otro valor, pero aun así no se agota en ser medio, ya que tiene valor por sí mismo, con independencia de cualquier otra cosa, incluida su posible con-dición  de medio. Un  gran  filósofo  británico,  uno  de  los  padres  de la filosofía del siglo XX, George Edward Moore, encontró un modo muy simple de identificar los valores intrínsecos. Se trata de pensar en un mundo en el que esa cualidad faltase, y ver si nos parecería que habíamos perdido algo importante. Podemos pensar en un mundo en el que desaparecieran la belleza, o la justicia, o la amistad, o el amor, o la salud, o la paz, o la vida, etc. Pues bien, si todas esas cosas nos parecen imprescindibles en un mundo de seres humanos bien ordena-do, esos son valores en sí, valores intrínsecos. Por más que no exis-tan completamente realizados, esos valores son los que dan sentido a nuestras vidas y los que definen nuestras obligaciones morales. La ética no consiste en otra cosa que en la realización de esos valores, de todos ellos, del mundo entero de los valores que, como ya hemos dicho, es el mundo humano.

Hay, pues, valores intrínsecos y hay valores instrumentales. Las técnicas tienen siempre el carácter de valores instrumentales. De su importancia en la vida humana no hay nada que decir. Y tampoco de

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la necesidad de la educación en su manejo. Todo sistema educativo tiene que poner el máximo empeño en la formación rigurosa y precisa en el mundo de las técnicas y, por tanto, también en los conocimien-tos científicos que  les sirven de base. Un profesional es una perso-na con una correcta formación técnica, que le capacita para manejar adecuadamente, en servicio de la sociedad, algunos de esos valores que hemos llamado instrumentales. No se puede ser buen profesional si no se es buen técnico, técnico cualificado. Y no será bueno el pro-ceso educativo que no cualifique adecuadamente a sus miembros en el manejo técnico de la parcela a la que vayan a dedicar su actividad profesional.

¿Pero es esto todo? He ahí la cuestión. Porque los valores ins-trumentales han de estar siempre al servicio de los valores llamados intrínsecos. ¿Puede decirse que la técnica es absolutamente neutra, y que por tanto puede ponerse al servicio de cualquier tipo de valor intrínseco? Ya hemos visto que no, que la técnica no es axiológica-mente neutra, que lleva siempre un valor añadido. Ese valor lo es ne-cesariamente por referencia a otra cosa distinta de ella misma, a otro valor, el llamado valor intrínseco. De ahí que un profesional no pue-da serlo adecuadamente si además de dominar una o varias técnicas, de ser perito en el manejo de uno o varios valores instrumentales, no tiene en cuenta los valores intrínsecos a los que aquellos sirven o de los que dependen.

Los valores intrínsecos en la formación profesional

Un ejemplo aclarará esto. Pensemos en el dinero, el valor económico. A nadie se le oculta que el dinero es el valor instrumental por anto-nomasia. De hecho, no tiene valor en sí o valor intrínseco, más que aquel propio del material de que esté hecha la moneda, generalmente un papel de valor  ínfimo, casi despreciable. El dinero es el modelo más puro de valor instrumental. No sirve más que para adquirir pro-ductos de valor intrínseco, bien directamente, bien a través de otros valores instrumentales. El dinero sirve para procurarse valores intrín-secos, como la salud, la belleza, el bienestar, el placer, la ciencia, etc., o bien valores instrumentales, una casa, un coche, una buena comida, etc. La gestión correcta del dinero exige técnicas, cada vez

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más complejas, que se enseñan, y con razón, en las Facultades de Ciencias Económicas. Mucha de la prosperidad de este país se debe a la profesionalidad y el buen hacer técnico de sus economistas. Pero el dinero como valor instrumental está necesariamente al servicio de otros valores que, a la postre, son siempre intrínsecos. Piénsese en la gestión empresarial. El año 1970 publicó Milton Friedman un famo-so artículo sobre ética empresarial. El tema que se debatía era el de la responsabilidad social de las empresas. La tesis de Friedman era que la obligación moral del empresario es ganar dinero, cuanto más me-jor, y que cualquier otro objetivo es una grave irresponsabilidad, ya que le impedirá capitalizar adecuadamente la empresa y hacer frente a sus competidores. La llamada responsabilidad social de las empre-sas, concluía, es una grave irresponsabilidad. El velar por el medio ambiente, o por el bienestar de sus empleados, o por el cumplimiento de los llamados deberes de buena ciudadanía, no es función del em-presario sino del Estado. La única obligación del gestor empresarial es la contraída en el momento de su nombramiento con sus accio-nistas, los shareholders o stockholders, no con todos aquellos que de un modo u otro se hallan relacionados con la vida de la empre-sa, los llamados stakeholders. Para Friedman, pues, la obligación del empresario consiste en incrementar tanto como sea posible ese valor instrumental que es la ganancia económica, y cumplir con los valores intrínsecos que marque la ley, nada más. Esta es la única ética de la empresa. La ética del empresario se limita a su deber y obligación de  incrementar sus beneficios  tanto como sea posible dentro de  los límites marcados por el derecho vigente. Todo lo demás no solo no es ético sino que en su opinión es claramente inmoral, ya que obliga a la empresa a soportar unos costes adicionales que necesariamente acabarán volviéndose en su contra. La llamada ética de la empresa o de la gestión empresarial es, pues, un artefacto ilógico y dañino que carece de sentido y puede llevar a las empresas al desastre. La em-presa tiene que cumplir con sus obligaciones jurídicas y con las que tiene contraídas con sus accionistas. Nada más.

Lo dicho por Firedman lo podemos traducir ahora a la termino-logía que hemos venido utilizando a lo largo de esta exposición. Su tesis es que el gestor empresarial tiene que incrementar en lo posible el valor instrumental por antonomasia, el dinero, la riqueza, sin ha-

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cerse cuestión de los llamados valores intrínsecos. Para eso está el Estado, que deberá fijar los mínimos, es decir, los valores intrínsecos mínimos exigibles a todos. En otras palabras, lo que debe enseñarse en una Facultad de Ciencias Económicas es la correcta gestión de ese valor instrumental llamado dinero o riqueza, dejando de lado cual-quier consideración relativa a los valores intrínsecos.

¿Es esto verdad? ¿Es esto así? ¿Podrá considerarse adecuada-mente formado aquel profesional que conozca bien el manejo de los valores técnicos o instrumentales que sean de su competencia pero desconozca absolutamente la importancia de los valores intrínsecos afectados? ¿Cumplirá la Universidad con su misión corriendo un tupido velo sobre el grave tema de los valores intrínsecos? ¿Podrá considerarse tal proceso de formación adecuado, completo, propio de la institución que tiene a su cargo la grave tarea de formar profesio-nales? Permitidme que me adelante, antes de explicar las razones, pronunciando un rotundo ¡No! No, eso no es formación sino defor-mación profesional. Deberíamos meditar sobre si nos encontramos o no muy próximos a ella. Nosotros, nuestras enseñanzas, nuestros programas, nuestros Departamentos, nuestras Facultades, nuestra Universidad, ¿son conscientes de todo esto? ¿Colaboran o no en esta caótica ceremonia de confusión? De vez en cuando hay que hacer un alto en el camino, ponerse la mano en el pecho y llevar a cabo un examen de conciencia.

Conviene ahora explicitar los argumentos por los cuales la postura de Milton Friedman y sus secuaces, que son legión entre economis-tas, políticos y gentes del común, es inaceptable. Como el campo en el que yo me muevo no es el de la economía sino el de la medicina, permitidme que emigre desde el lugar donde me hallo como galli-na en corral ajeno, hacia el medio en el que me siento como pez en el agua. El año 1997 saltó a las revistas especializadas e incluso a la prensa general un gran escándalo. Ciertas empresas farmacéuticas quisieron comprobar en países en vías de desarrollo de Asia y África algo que, caso de resultar cierto, podía tener consecuencias altamente beneficiosas para su población. Se trataba de saber si la administra-ción de antirretrovirales durante las últimas semanas de embarazo a madres infectadas por el virus VIH, conseguía evitar su transmisión a los recién nacidos. Las madres del llamado primer mundo están, por

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lo general, tratadas con antirretrovirales durante todo el embarazo, y por tanto no era posible hacer con ellas el estudio. En los países que se eligieron las embarazadas no solían tomar medicación por falta de medios, y por tanto el ensayo era posible. De lo que se trataba era de realizar ensayos clínicos en los que el grupo control no recibiera ningún tipo de tratamiento a lo largo de todo el embarazo, de modo que sus participantes continuaran como era usual en su medio, y el otro grupo recibiera la medicación durante las últimas semanas de embarazo. Ni que decir tiene que esto no violaba ninguna ley, al me-nos las leyes de los países respectivos. A las empresas farmacéuticas les interesaba hacerlo, y las gentes del lugar no podían recibir de ello más que beneficios. ¿Cabe mayor o mejor justificación?

Los casos podían multiplicarse sin ningún esfuerzo. ¿Solo tene-mos obligación de cumplir aquellas exigencias que vengan impuestas por el derecho? ¿Es esto suficiente? ¿Es correcto? ¿Es moral? Pién-sese en el tema del deterioro del medio ambiente. Las leyes siguen en la actualidad siendo mínimas en este ámbito. La mayor parte de los deterioros del medio ambiente son legales. ¿Cabe deducir de ello que quienes los producen, por ejemplo, las empresas, no tienen nin-guna responsabilidad? ¿Podemos reducir nuestras responsabilidades con los valores intrínsecos al cumplimiento de los mínimos legales? ¿Cabe considerar adecuado el comportamiento de una empresa que se contenta con pagar el salario mínimo interprofesional, o que se li-mita a cumplir los mínimos establecidos por la ley en el trato con sus empleados? Lo primero que deberíamos preguntarnos es de dónde salen las leyes. Y pronto veríamos que las leyes no caen del cielo en paracaídas, sino que las construyen los miembros de cada sociedad a partir de los valores que asumen como propios, aquellos que cultivan y en los que creen. Dime qué valores tiene una sociedad y te diré qué derecho genera. No, no podemos reducir nuestros deberes morales en el cultivo y promoción de los valores intrínsecos al mero cum-plimiento de las leyes. Y ello aunque solo fuera porque eso nos hace caer en la falacia conocida en lógica con el nombre de petitio princi-pii: no se fundan los valores en las leyes sino las leyes en los valores.

No pongamos el carro delante de los bueyes. Todo técnico, todo profesional maneja valores instrumentales. Pero está al servicio de valores intrínsecos. Y estos son de su incumbencia y, al menos en

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parte, de su responsabilidad. Ya decía Kant que un mismo producto químico puede servir para curar o para asesinar. Lo cual significa que una institución docente, y muy en particular la institución docente máxima, la más elevada, la Universidad, no puede contentarse con la formación técnica, aquella que se ocupa de los valores instrumenta-les, y tiene que incluir entre sus objetivos la formación en los valo-res intrínsecos. Esta suele llamarse formación humana o formación humanística. No me agrada mucho el término, habida cuenta de que bajo él hallan cobijo todo tipo de mercancías, por lo general infames. Pero no es cuestión de nombres, si sabemos de qué estamos hablan-do. Y estamos hablando de valores. ¿Qué quiere la sociedad? ¿Qué formemos técnicos puros, técnicos carentes de valores humanos? ¿Es para eso para los que nos ha puesto donde estamos y para lo que nos financia? Permitidme que lo dude.

Los valores intrínsecos y la ética profesional

Quiero terminar hablando de mí mismo, ya que, como decía Unamu-no, soy el hombre que tengo más a mano. He consumido buena parte de mi vida profesional enseñando ética en la Facultad de Medicina. Durante todos esos años he tratado de dignificar esta disciplina, que llegó a niveles de degradación difícilmente imaginables durante los años de  la dictadura, y confieso que haciéndolo me he sentido am-pliamente realizado como profesor y como persona. Mi experiencia es que cuando esto se hace adecuadamente, el efecto en los alumnos es casi milagroso. Descubren un nuevo mundo, cosas fundamentales, no solo para su actividad profesional sino para su vida, para la vida. Se produce en ellos una transformación, que ya no podrán olvidar nunca. Y si me preguntáis de qué hablamos en las clases, os tengo que responder que de lo que he estado hablando aquí, de los valores instrumentales y de los valores intrínsecos. Porque la ética no consis-te en otra cosa que en la realización de valores. La ética es una disci-plina práctica, se pregunta por lo que hay que hacer, lo que debe y no debe hacerse. Y nuestro deber en la vida no es otro que realizar va-lores, realizar la verdad, la justicia, la paz, la fraternidad, el amor, la amistad; en el caso de los médicos, la salud, la vida, el bienestar. Nin-guno de esos valores está realizado de modo pleno en nuestro mun-

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do, plagado de injusticias, guerras, dolor, enfermedad, muerte. Esos valores no están realizados, pero deben estarlo en cuanto sea posible, en todo lo que dependa de nosotros. Esa es nuestra obligación moral. Y ello no solo en tanto que seres humanos sino también en tanto que profesionales, médicos, economistas, lo que sea. Es curioso, sorpren-dente: los valores no existen como tales, son puros entes ideales, ni la justicia, ni la paz, etc., están completamente realizadas; pero a pesar de no ser reales, o precisamente por no serlo, tiran de nosotros y nos exigen perentoriamente su realización. La ética no trata de lo que es, sino de lo que debe de ser y no es. Y eso que debe ser, que debe con-vertirse en realidad, son los valores, los valores que hemos llamado intrínsecos.

La deliberación y la prudencia

El mundo ideal de los valores no se halla realizado, entre otras cosas, porque no se puede, porque no es posible. Los valores tienen varias características, una de las cuales es su conflictividad. Hay conflictos de valores cuando unos y otros contienden entre sí. Un valor es la vida y otro el respeto de la autonomía de las personas. En la prácti-ca médica es muy frecuente que entren en conflicto. Y entonces se plantea el problema de qué hacer, es decir, cómo determinar nuestros deberes. Todo el mundo tiene claro que «deberían» realizarse ambos valores, respetando la voluntad de la persona y haciendo lo posible por conservar su vida. Pero en caso de conflicto eso no es posible, de modo que al final hay que concluir que uno no «debe» hacer lo que «debería». Una cosa es el debería y otra el debe. No debería haber guerras, pero las hay, e incluso, en determinadas situaciones, debe haberlas. La ética trata del debería, pero trata también del debe. La diferencia entre ambos momentos está en que el primero es abstracto, universal, en tanto que el segundo es concreto y particular. Para saber lo que debemos hacer no solo hemos de tener en cuenta los valores en conflicto, sino también las circunstancias concretas del caso y las consecuencias previsibles. Todo eso hay que incluirlo en un juicio de ponderación, a fin de tomar decisiones «prudentes». La prudencia es la virtud ética por antonomasia. Nadie nos pide que no hagamos cosas mal, o que no nos equivoquemos. Lo que puede y debe pedír-

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senos es que seamos prudentes. Y el proceso mental en el que se ana-lizan los hechos del caso, los valores en conflicto, las circunstancias y consecuencias previsibles, en orden a tomar una decisión prudente se llama, desde el tiempo de Aristóteles al menos, «deliberación». Es una técnica sumamente compleja y que requiere un largo entrena-miento. En eso habría que centrar la formación humana de nuestros estudiantes, los futuros profesionales. Quien no sepa deliberar sobre los valores intrínsecos e incluirlos correcta o prudentemente en sus decisiones, no será nunca un buen profesional, por más dinero que gane o por mucho éxito que tenga en la vida.

Volviendo al principio

¿Qué concluir de todo esto? Que la Universidad tiene una misión, y que esta no es producir líderes religiosos, dirigentes sociales o go-bernantes políticos, como fue frecuente pensar en el modelo antiguo, pero tampoco formar investigadores, científicos, al modo de la Uni-versidad moderna, y si me apuráis de la actual. La Universidad es el estrato más elevado del sistema educativo, y su misión no puede ser otra que la de formar seres humanos plenos, autónomos, responsa-bles, íntegros y prudentes. En nuestra sociedad todo tiende hacia lo contrario, a promover la inmadurez, la infantilización, o por utilizar el término técnico que acuñó Kant para esto, la heteronomía. Todo se concita para que acabemos haciendo, no lo que debemos hacer sino lo que los demás quieren que hagamos, o lo que les interesa que hagamos. Eso es heteronomía, lo propio del other-directed man que describió David Riesman, o la otherdirectedness, la obediencia ciega y servil a los dictados de los otros, sean estos la propaganda, el inte-rés, el qué dirán, los usos y costumbres, las tradiciones, los dictados de los líderes religiosos o civiles, los reclamos de los medios de co-municación o de la propaganda. En nuestra sociedad casi todas las fuerzas buscan dirigir a los seres humanos hacia las metas que a ellas les interesan, no a los seres humanos. En tal contexto, la Universi-dad tiene que ser la gran escuela de formación de personas adultas, autónomas, que se atrevan a ser ellas mismas y a dar de sí lo mejor que llevan dentro. Por eso su modelo ha de ser Sócrates, el viejo Só-crates que salía al Ágora de Atenas a dialogar con los jóvenes, no

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para decirles lo que debían hacer, no para imponerles su punto de vista, menos para exigirles obediencia ciega, sino para ayudarles a dar de sí lo mejor que cada uno llevara dentro, lo mejor de sí mismo, eso que constituye, según Ortega, el «fondo insobornable» de cada cual, y que Sócrates designa con la palabra daímon, algo que cabe traducir por «voz interior» o por «vocación». Sócrates se conside-raba comadrón de almas, de igual modo que su madre, Fenareta, lo era de cuerpos. Fenareta, como cualquier otra comadrona griega, era estéril, y Sócrates reivindica para sí el mismo calificativo. «Yo no he sido jamás maestro de nadie» (Platón, 1997, Apol. 33 a), nos dice por boca de Platón. «A ninguno ofrecí nunca enseñanza alguna ni le ins-truí» (Platón, 1997, Apol. 33 b). Sócrates se limita a procurar que los jóvenes no desaprovechen sus propias posibilidades, que den de sí lo mejor que llevan dentro, lo que les viene dictado desde el fondo de sí mismos por el daímon, lo que surge desde el fondo insobornable de Ortega, ese que no podemos acallar y de lo que depende nuestro éxito o fracaso en la vida. Algunos lo llaman destino; otros, misión. Ayudar a que los jóvenes descubran esto es la misión que, según Sócrates, le habían confiado los dioses. Ni que decir tiene que en el fondo de nosotros mismos no hay otra cosa que valores, sobre todo los que he-mos calificado de intrínsecos. No es correcto ordenar nuestra vida, ni tampoco la función educativa, y menos la Universidad, en torno a los valores instrumentales, como se ha venido haciendo a lo largo de los dos últimos siglos. Es un error, es un trágico error, de incalculables consecuencias. ¿Cuáles? A Sócrates le costó la vida. Y cuando sus amigos le decían que se dejara de tales prédicas y viviera tranquila-mente, como todos los demás atenienses, buscando exclusivamente su propio beneficio, el interés económico, Sócrates respondió con es-tas palabras, que resumen mejor que cualesquiera otras la misión de todo proceso docente, y por supuesto la misión de la Universidad: «Yo, atenienses, os aprecio y os quiero, pero voy a obedecer al dios más que a vosotros y, mientras aliente y sea capaz, es seguro que no dejaré de filosofar, de exhortaros y de hacer manifestaciones al que de vosotros vaya encontrando, diciéndole lo que acostumbro: “Mi buen amigo, siendo ateniense, de la ciudad más grande y más pres-tigiosa en sabiduría y poder [podríamos sustituirlo hoy por “siendo universitario, de una Universidad prestigiosa en sabiduría y poder”], 

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¿no te avergüenzas de preocuparte de cómo tendrás las mayores ri-quezas y la mayor fama y los mayores honores [o de preocuparte del cultivo de  los  valores meramente  instrumentales],  y,  en  cambio no te preocupas ni interesas por la inteligencia, la verdad y por cómo tu alma va a ser  lo mejor posible [es decir, del cultivo de los valo-res  intrínsecos]”?»  (Platón, 1997, Apol. d-e). Tras lo cual, Sócrates añade estas palabras, con las que yo quiero acabar las mías: «Esto lo manda el dios, sabedlo bien, y yo creo que todavía no os ha surgido mayor bien en la ciudad que mi servicio al dios. En efecto, voy por todas partes sin hacer otra cosa que intentar persuadiros, a jóvenes y viejos, a no ocuparos ni de los cuerpos ni de los bienes [o valores instrumentales] antes que del alma [o de los valores intrínsecos], ni [a ocuparos de aquellos] con tanto afán, a fin de que esta [el alma] sea lo mejor posible, diciéndoos: “No sale de las riquezas [propia de los valores instrumentales] la virtud [de los valores intrínsecos] para los hombres, sino de la virtud, las riquezas y todos los otros bienes, tanto los privados como los públicos”» (Platón, 1997, Apol. a-b). Esto fue dicho y escrito hace veinticinco siglos, y hoy más que nunca conser-va su vigencia. ¿Habremos aprendido la lección? ¿Es la actual crisis una mera crisis económica, o es más bien una crisis de valores? Y si damos en afirmar esto último, ¿qué parte le corresponde a la Univer-sidad en ella? ¿No sería el momento de parar mientes y preguntarse de nuevo cuál puede, debe y tiene que ser, hoy, aquí y ahora, la mi-sión de la Universidad?

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