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INTRODUCCIÓN GENERAL A LA SAGRADA ESCRITURA (Apuntes de repaso)

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Introducción general a la sagrada escritura (Apuntes de repaso)

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APUNTES DE REPASO PARA INTRODUCCION GENERAL A LA SAGRADA ESCRITURA.

Bibliografía básica CCE, Catecismo de la Iglesia Católica (1992) DH, Denziger-Hünermann, Enchiridion symbolorum, 36a ed. (1991) DV, Concilio Vaticano II, Constitución Dogmática Dei Verbum (1965) EB, Enchiridion Bíblico (2010) LG, Concilio Vaticano II, Constitución Dogmática Lumen Gentium (1965) PCB 1993, Pontificia Comisión Bíblica, La interpretación de la Biblia en la

Iglesia (1993) PCB 2001, Pontificia Comisión Bíblica, El pueblo judío y sus Sagradas

Escrituras en la Biblia cristiana (2001) PCB 2014, Pontificia Comisión Bíblica, Inspiración y Verdad de la

Sagrada Escritura. La palabra que viene de Dios y que habla de Dios para salvar al mundo (2014)

SC, Concilio Vaticano II, Constitución Dogmática, Sacrosanctum Concilium (1963)

INTRODUCCIÓN TEMA 1. QUÉ ES LA BIBLIA. PRESENTACIÓN GENERAL

1. La palabra Biblia La palabra Biblia designa el conjunto de libros sagrados para los cristianos. La denominación procede del judaísmo: el Primer libro de los Macabeos se refiere a los “libros (ta biblia) sagrados”, y lo mismo Flavio Josefo en su apología Contra Apion (1,8). La palabra latina Biblia, que originariamente transcribía el neutro plural de biblion, diminutivo de biblos, pasó a declinarse en femenino singular en el latín medieval.

Las variantes latinas, en plural y en singular, señalan lo que es la Biblia en la cultura cristiana: una biblioteca y un libro, un conjunto de textos y una obra.

2. Antiguo y Nuevo Testamento En la tradición cristiana, la Biblia está compuesta por dos conjuntos: el Antiguo y el Nuevo Testamento. La expresión Antiguo Testamento proviene de San Pablo (2 Co 3,14) quien se refiere a “la lectura del Antiguo Testamento (tes palaias diathekes)”. Nuevo Testamento designa a los libros originariamente cristianos. La palabra “testamento” aplicada a los conjuntos de libros sagrados es resultado de una metonimia y un desplazamiento semántico. El pueblo de Israel, tal como se narra en los mismos libros, es consciente de haber nacido como resultado de una “alianza” (hebreo, berit), un pacto semejante al pacto de vasallaje que hacía un señor con sus siervos. En el Sinaí, Dios, como Señor, se compromete a darles una tierra y a ser su Dios; los israelitas por su parte se comprometen, en nombre suyo y en el de sus descendientes, a cumplir los mandamientos que Dios les da y a ser pueblo suyo. Cuando los libros de Israel se tradujeron al griego, la palabra berit no se vertió por la palabra griega correspondiente, syntheke, sino por diatheke, que

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significa propiamente “disposición”: se subrayaba de ese modo la iniciativa y la benignidad de Dios. Jesús afirma que con sus obras –vida, muerte y resurrección– Dios realiza una “nueva alianza” (Mt 26,28 y paralelos) con los hombres, algo que ya había sido anunciado por los profetas (cf. Jr 31,31-32,44). Y el autor de la Carta a los Hebreos (9,15-17) explica la nueva diatheke como “testamento”, como disposición última y definitiva, que no puede cambiarse porque ha muerto ya el testador. Este es el origen del cambio de alianza hasta testamento. Obviamente, por una suerte de metonimia, Nuevo y Antiguo Testamento designan al continente por el contenido.3. La Biblia hebrea (TaNaK) En la tradición judía, la Biblia Hebrea, el Antiguo Testamento de los cristianos, se denomina Mikrá (lectura) o Tanak, un acrónimo de los tres grupos de libros que la conforman: Torá (ley, instrucción), Nevi’im (profetas) y Ketuvim (escritos). La Torá, en griego Pentateuco (cinco estuches), la componen los cinco libros fundacionales del pueblo. En la tradición cristiana se designan con su nombre griego: Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio; en la hebrea, con las primeras palabras de cada libro: Bere’shit (“Al principio”), We’elleh shemot (“Éstos son los nombres”), Wayiqrá (“Y llamó”), Bemidbar (“En el desierto”) y ‘Elleh ha-debarim (“Éstas son las palabras”).Narran en primer lugar (Gn 1,1-11,26), sumariamente y con lenguaje común al de las mitologías del momento, la historia del mundo hasta Abraham. El resto del libro del Génesis (11,27-50,26) relata la llamada de Dios a Abraham para que salga de su patria y vaya a la tierra que el Señor le promete dar a sus descendientes, y las vicisitudes que atraviesan en esta tierra cuatro generaciones: las de Abraham, su hijo, Isaac, su nieto Jacob-Israel, y los doce hijos de Jacob. La narración acaba con los descendientes de Jacob en Egipto, donde acudieron movidos por una hambruna y donde fueron acogidos por José, uno de los doce hermanos, que, vendido primero como esclavo, había acabado por ser visir del Faraón. El libro del Éxodo narra la opresión de los egipcios a los israelitas y la liberación de éstos por parte de Dios. En el monte Sinaí, en medio de su éxodo hacia la tierra prometida por Dios, tiene lugar la alianza: Dios prescribe los mandamientos y el nuevo pueblo se compromete a cumplirlos. A estos mandamientos, especialmente a los que tienen que ver con el culto, se dedica el libro del Levítico. El libro de los Números narra las vicisitudes del pueblo desde el Sinaí hasta avistar la tierra prometida. Finalmente, el libro del Deuteronomio, reproduce cuatro discursos de Moisés en los que, antes de entrar en la tierra, el líder que comunicaba la voluntad de Dios al pueblo les recuerda a los israelitas el contenido de la Ley. Muchos de los contenidos de la Torá se repiten en más de un libro, pues el Pentateuco es el resultado de la fusión de documentos anteriores: el decálogo, por ejemplo, se reproduce en el Éxodo (20,1-21) y en el Deuteronomio (5,6-21). Y así otras muchas secciones.Los Nevi’im, se dividen en dos grupos: los profetas anteriores (Nevi’im rishonim) y los profetas posteriores (Nevi’im aharonim): el calificativo se refiere simplemente a los que van primero y a los que les suceden, aunque hay

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diferencias de género entre los dos grupos. Son profetas anteriores los libros de Josué, Jueces, Samuel y Reyes. En su conjunto, estos libros narran la historia del pueblo en Palestina, la tierra prometida: desde la conquista y el asentamiento en la tierra (Josué y Jueces), hacia el siglo XIII a.C. hasta el destierro del pueblo en Babilona a manos de Nabucodonosor a comienzos del siglo VI a.C. (1 y 2 Reyes). Sobresalen las narraciones de los orígenes de la monarquía en Israel, de la monarquía dinástica de David y sus descendientes, y de la construcción del Templo de Jerusalén por parte de Salomón: todo esto se relata en los dos libros de Samuel. Después de Salomón, el pueblo se divide en dos reinos: las tribus del Norte se segregan y forman el reino de Israel, con la capital en Samaría; las tribus del Sur, cuyos reyes siguen la dinastía de David, forman el reino de Judá con su capital en Jerusalén.Los dos libros de los Reyes cuentan, sumariamente y en paralelo, la sucesión de los reinados del Norte y del Sur, hasta la caída de Israel a manos de los asirios a finales del siglo VIII a.C. Después, se narran las vicisitudes del reino de Judá hasta la caída de Jerusalén y la deportación de los judíos principales a Babilonia. Por encima de todos los elementos episódicos de los libros, un tema común –la dianoia del relato– les da unidad: el pueblo no era fiel a la alianza que había contraído con su Dios, y el Señor, por tanto, no estaba obligado a cumplir una alianza que ellos mismos habían roto: el destierro no era una falta de Dios a la alianza. Es el mismo tema que aparece en la predicación de muchos profetas escritores y que se subraya en el libro del Deuteronomio. La crítica también denomina a esta colección la “historia deuteronomista”.Los profetas posteriores de la Tanak los componen los tres rollos de los profetas mayores –Isaías, Jeremías y Ezequiel– y el rollo de los doce profetas menores: Oseas, Joel, Amós, Abdías, Jonás, Miqueas, Nahum, Habacuc, Sofonías, Ageo, Zacarías y Malaquías. A cada uno de estos profetas se le dedica un libro con su nombre. El fenómeno del profetismo era común en Canaán y la historia deuteronomista se refiere tanto a profetas de corte –Natán con David, Gad, etc.– como a círculos proféticos: Elías y Eliseo, por ejemplo. Sin embargo, desde Amós, a finales del siglo VIII a.C., hasta Zacarías, a finales del siglo VI, a.C., aparece en Israel la figura del profeta por vocación: Amós, un agricultor, Isaías, un aristócrata, etc., reciben el impulso del Espíritu de Dios, y proclaman la palabra de Dios ante el pueblo. Con sus oráculos exhortan a sus contemporáneos –al pueblo y a sus dirigentes– a cumplir las leyes de la alianza y denuncian su incumplimiento, anuncian bendiciones aunque también castigos. En sus palabras se encuentra una excelsa doctrina sobre Dios, sobre la justicia social y la rectitud moral. Sin embargo, no fueron siempre atendidos. Por eso, en sus libros las amenazas se alternan con anuncios de ventura, obra del Señor, que instaurará verdaderamente el reino de Dios. Muchos de estos oráculos se conservaron en sus contextos episódicos: unidos unos con otros, en un marco más o menos biográfico, conforman cada uno de los libros proféticos.El tercer grupo de libros tiene un nombre genérico: Ketuvim (escritos). Agrupa un conjunto de libros de género literario diverso: los Salmos (Tehillim, alabanzas, en hebreo) son un conjunto de 150 poemas compuestos a lo largo

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de varios siglos para ser cantados probablemente en la liturgia del Templo. Los poemas llevan indicaciones paratextuales sobre su forma literaria, el instrumento musical que acompaña, el tono del canto, el autor, etc. El título griego, psalmoi, traduce la palabra hebrea, mizmor (canto), que califica 57 poemas; el hebreo tehillim se refiere a los himnos, otros se califican como sir, odas, etc. Muchos se atribuyen a David. Después de los Salmos, la Biblia hebrea sitúa el libro de Job. Con un marco narrativo –la historia de Job, un hombre de la época de los patriarcas, que sufre la injusticia– el libro recoge diversos discursos en forma poética donde Job y sus amigos se preguntan sobre el sentido de la vida y de las desgracias, sobre la responsabilidad personal y el designio de Dios. El libro plantea preguntas y rechaza respuestas falsas, pero no ofrece una contestación que resuelva todos los interrogantes. El tercero de los Ketuvim es Proverbios: traduce el hebreo meshalim, sentencias, refranes, comparaciones. Se compone de diversas colecciones de sentencias de carácter sapiencial sobre la vida lograda: son muy semejantes a las colecciones de otras culturas contemporáneas de Oriente Medio sobre la educación de los príncipes. El libro de Rut es una suerte de historia ejemplar: escrito con un hebreo arcaico artificial, cuenta la historia de una extranjera, Rut, que acoge la fe en el Señor de Israel, se incorpora al pueblo y acaba por ser la bisabuela del rey David. El Cantar de los cantares es un conjunto breve y estructurado de epitalamios que describen la grandeza del amor entre los esposos, aunque lleno de connotaciones que llevan a entender el poema como un canto al amor entre Dios y su pueblo. Se atribuye al rey Salomón, aunque después el rey resulta uno de los personajes.Eclesiastés, en hebreo Qohelet, tiene una forma parecida a Proverbios. Lamentaciones es una colección de cinco cantos de duelo por la devastación de Jerusalén a manos de Nabucodonosor. Se atribuye a Jeremías y en las Biblias cristianas aparece como un apéndice al libro de este profeta. Ester es la historia de una judía en la época del destierro cuya confianza en Dios evita la aniquilación de los judíos en la época persa.Es semejante, también en los rasgos novelescos, al libro de Rut. Daniel narra algunos episodios que muestran la fidelidad a la Ley de Dios de este profeta y sabio en el destierro de Babilonia. Algunas secciones están escritas en arameo, y son frecuentes las visiones y revelaciones típicas de la literatura apocalíptica. Cierran este grupo de la Biblia hebrea cuatro libros en la forma de historia novelada. Los libros de Esdras y Nehemías narran la restauración de Israel después del destierro de Babilonia, y los dos libros de las Crónicas resumen la historia de Israel hasta la restauración, aunque subrayando la importancia de David y del Templo.4. La Biblia hebrea y la Biblia cristiana Todos los libros de la Biblia hebrea están escritos en hebreo excepto algunos capítulos en arameo de Daniel. Sin embargo, en el siglo I de nuestra era ya estaban traducidos al griego, y algunos a otras lenguas como el siríaco o el latín. De los siglos IV-V conservamos códices griegos que incluyen los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento. En el siglo V, San Jerónimo editó una versión

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de la Biblia en latín que se extendió por todo Occidente. De ahí su nombre: la Vulgata. El Antiguo Testamento de la Biblia de la Iglesia Católica reproduce los libros de la Vulgata. La versión incluye siete libros que no figuran en la Biblia Hebrea: Tobías y Judit, Baruc, Sabiduría y Eclesiástico, y los dos libros de los Macabeos. Incluye también formas más largas en algunos libros: añadidos al libro de Ester y, sobre todo, al libro de Daniel (el cantico de los tres jóvenes en el horno y la oración de Azarías, la historia de la casta Susana y la de Bel y el dragón). Estos textos, excepto Sabiduría y Macabeos que nacieron en griego, fueron escritos originalmente en hebreo, aunque llegaron a la Vulgata a través de la versión griega. Su forma literaria es muy semejante a otros libros de la Tanak: Tobías y Judit se parecen a Rut y Ester, Baruc a los profetas, Sabiduría y Eclesiástico a Proverbios y Eclesiastés, y los libros de los Macabeos a los libros de las Crónicas. La Biblia cristiana se diferencia también de la hebrea en la organización de los libros. La Vulgata los divide entre libros históricos –por tanto, compone este grupo con el Pentateuco, los profetas anteriores y los libros narrativos del grupo de los escritos–, sapienciales y proféticos: entre estos últimos incluye a Daniel, como cuarto profeta mayor. Las Biblias de las iglesias nacidas de la Reforma, aunque mantienen este orden de la Vulgata –con los proféticos inmediatamente antes del cumplimiento de la profecía que es el Nuevo Testamento– no incluyen los siete libros que faltan en la Biblia hebrea. Las Biblias de las iglesias ortodoxas orientales normalmente incluyen algunos libros más de los 46 de la Biblia Católica.En resumen: El Antiguo Testamento de la Biblia Católica comprende 46 libros (45 si se cuentan Jeremías y Lamentaciones como uno solo), que vienen distribuidos en tres grandes grupos: 1) Libros históricos: los cinco que integran el Pentateuco (Génesis, Éxodo, Levítico, Números, Deuteronomio), más los libros de Josué, Jueces, Rut, los dos libros de Samuel, los dos de los Reyes, los dos de las Crónicas, Esdras, Nehemías, Tobías, Judit, Ester y los dos libros de los Macabeos. 2) Libros didácticos, poéticos o sapienciales: Job, Salmos, Proverbios, Qohélet (Eclesiastés), Cantar de los Cantares, Sabiduría y Ben Sirac (Eclesiástico). 3) Libros proféticos: Isaías, Jeremías (con Lamentaciones y Baruc), Ezequiel, Daniel, Oseas, Joel, Amós, Abdías, Jonás, Miqueas, Nahum, Habacuc, Sofonías, Ageo, Zacarías, y Malaquías.La Biblia Hebrea no incluye los libros del que se han reproducido en cursiva en el párrafo anterior y se distribuye de distinta forma: a) Ley: Génesis, Éxodo, Levítico, Números, Deuteronomio; b) Profetas: Josué, Jueces, los dos libros de Samuel, los dos de los Reyes, son los profetas anteriores; Isaías, Jeremías (con Lamentaciones), Ezequiel, Daniel, Oseas, Joel, Amós, Abdías, Jonás, Miqueas, Nahum, Habacuc, Sofonías, Ageo, Zacarías, y Malaquías, son los profetas posteriores; c) Escritos: Esdras, Nehemías, los dos libros de las Crónicas, Rut, Ester, Daniel, Job, Salmos, Proverbios, Qohélet (Eclesiastés), Cantar de los Cantares.El Antiguo Testamento en las Biblias de la Reforma reproduce los libros de la Biblia hebrea aunque con la distribución de la católica.

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La segunda parte de la Biblia cristiana es el Nuevo Testamento. Consta de 27 libros escritos en griego. Los cuatro evangelios –según Mateo, Marcos, Lucas y Juan– son unas narraciones de las palabras y las obras de Jesús, según un género literario semejante al bios, la biografía de la época grecorromana. Hechos de los Apóstoles es un relato de la primera expansión cristiana, que probablemente en su origen formaba junto con Lucas una especie de monografía histórica sobre los orígenes del cristianismo. Hay también 21 cartas, algunas en forma de epístolas, es decir, de tratados con forma epistolar. Catorce proceden de San Pablo o de la tradición paulina; las restantes, de otros apóstoles. Cierra siempre la Biblia, el Apocalipsis: un texto de consuelo y aliento en las dificultades.Ya desde los primeros siglos de nuestra era los textos de la Biblia Hebrea se dividían en secciones (sedarim) y en frases (pesuqim) que organizaban la lectura en la Sinagoga.Algo parecido ocurre en los antiguos manuscritos del Nuevo Testamento cristiano. En 1528, Santos Pagnino, un judío que ingresó en los dominicos, publicó una traducción latina desde los textos originales, donde transformó las divisiones de la Biblia hebrea en capítulos y versículos. En 1551, Robert Stephanus reformó ligeramente la división incluyendo el Nuevo Testamento. Su numeración se mantiene hasta hoy.5. La inspiración Lo que caracteriza verdaderamente a los libros de la Biblia es su carácter sagrado.Tanto el judaísmo como el cristianismo consideran que los libros son palabra de Dios.Sin embargo, este carácter no les viene de que sean revelación dictada por Dios y puesta por escrito, como por ejemplo en el Corán, sino de que son resultado de una inspiración, un cierto influjo divino en su composición. Los libros del Antiguo Testamento no se escribieron originalmente para ser tenidos como palabra de Dios sino como narración de la historia del pueblo: desde la creación del mundo hasta la restauración tras el destierro. No hay en ellos ninguna indicación de que su escritura fuese resultado de una revelación, aunque sí se consideraban autoritativos porque la contenían, y en textos tardíos como los libros de los Macabeos son calificados como santos o sagrados. Sí hay, en cambio, muchas referencias a que Moisés o los profetas actuaban y hablaban movidos por el Espíritu divino. En el siglo I, escritores judíos como Filón o Flavio Josefo tienen a Moisés o a los profetas inspirados por autores de los libros. De manera semejante, los escritos del Nuevo Testamento se refieren con frecuencia a expresiones del Antiguo Testamento calificándolas como obra del Espíritu que actuaba en los profetas anunciando de esa manera las acciones salvadoras de Jesucristo. También los autores del Nuevo Testamento afirman repetidamente que los apóstoles enviados por Jesucristo predicaban la palabra de Dios gracias al Espíritu Santo que obraba en ellos. De este modo, en el judaísmo se tuvo la palabra contenida en las Escrituras no

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sólo como un testimonio de la acción de Dios en favor de su pueblo sino como palabra profética de la revelación de Dios a su pueblo. En el cristianismo, el Antiguo Testamento quedaba como palabra profética que anunciaba la salvación en Cristo, y el Nuevo como palabra apostólica inspirada que la expresaba (cf. 1 Pe 1,10-12; 2 Pe 1,19-21; 2 Tm 3,14-16).6. El canon Estas circunstancias explican la noción y las formas del canon bíblico: estos libros se coleccionaban –formaban un canon, una colección– y, por venir de una acción inspiradora de Dios, se tenían por normativos, es decir, por canónicos, por regla de la fe y la conducta. El final de la revelación histórica requería que el corpus canónico pasara a ser un corpus cerrado. El judaísmo, desde finales del siglo I d.C., creía que los libros posteriores a la restauración tras la vuelta del destierro de Babilonia no tenían ese valor canónico, pues no había profetas que pudieran atestiguarlos. Los cristianos en cambio pensaban que la revelación del Antiguo Testamento no había finalizado hasta Cristo, y la del Nuevo duró hasta la muerte de los apóstoles. Como los cristianos eran conscientes de haber recibido los libros del Antiguo Testamento de los judíos, desde el siglo II comenzaron a aparecer dudas sobre el valor de algunos libros de la Biblia griega que utilizaban y que no eran reconocidos en el judaísmo. Son, como se ha dicho arriba, siete libros que pasaron a denominarse deuterocanónicos, es decir, libros de los que se había discutido su canonicidad. Algunos escritores cristianos como san Jerónimo pensaban que no tenían el mismo valor de regla para la fe. Lo mismo pensaron los promotores de la Reforma protestante. Según su planteamiento, la Iglesia debía ser reformada de las tradiciones humanas y volver a la fe pristina del Evangelio.Por tanto, si la Iglesia había recibido el canon de los judíos, debía proponer el canon de los hebreos, que era el canon de la Iglesia apostólica. Su equivocación nace de confundir la noción de canon: el cristianismo recibió un canon de libros del judaísmo, pero no un canon cerrado. La lista de la Biblia hebrea que tenían por apostólica era posterior al siglo II d.C. Los descubrimientos en Qumram desde 1947 han dado la razón, si se puede hablar así, a la Biblia católica, pues se han encontrado muchas pruebas de que la mayoría de esos libros discutidos eran tenidos por autoritativos ya unos siglos antes de Cristo.7. Biblia y Cultura Finalmente, el carácter canónico y sagrado de la Biblia es el fundamento del lugar singular de la Biblia en la cultura y en la Literatura. Desde el punto de vista de la crítica literaria, los textos de la Biblia no nacen como Literatura. Tienen su origen en la identidad histórica y religiosa de la comunidad que los produce. En algunos casos, su género literario coincide con el de otras obras contemporáneas o anteriores, de las que toman incluso algunos motivos. En el Antiguo Testamento pueden encontrarse narraciones ejemplares (Rut, Ester, Tobías, etc.), formas poéticas (Salmos, Cantar de los Cantares, Lamentaciones), etc. Sin embargo, carecen de un estilo elevado. Todo ello se acentúa todavía más en el caso del Nuevo Testamento, que conocemos mejor

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porque conservamos más obras contemporáneas y que está precedido de una teoría literaria incipiente difundida en la cultura helenística. Los libros del Nuevo Testamento en su origen son resultado de la memoria histórica de Jesús y no tienen finalidad literaria. Es cierto que comparten características de género con otras obras: los evangelios con los bioi de la literatura grecolatina, algunas cartas de San Pablo con las epistulae, etc. Sin embargo, su estilo es popular, no cultivado, no obra de profesionales de la Literatura.La crítica moderna las calificó en la Kleinliteratur, lejos de la Hochlitetatur de los autores consagrados. Sin embargo, la Biblia ocupa un lugar único en la Literatura occidental en virtud de la intertextualidad. E. Auerbach hizo notar con la noción de “figura” que los tipos y formas de la Biblia conforman un paradigma que se reescribe en toda la literatura occidental. También llamó la atención sobre el “Sacrae scripturae sermo humilis” cristiano que acabó por derribar el clasicismo grecorromano y su diferencia entre el lenguaje elevado y el bajo. N. Frye extiende el fenómeno a toda la configuración literaria con su tesis sobre los mythoi. R. Girard muestra cómo los grandes escritores occidentales toman prestados sus motivos, sus deseos, sus temas, de otros literatos y, al final, de los personajes y situaciones de la Biblia. Estos fenómenos, todavía no sistematizados totalmente, al menos de manera teórica, son los que permiten concluir que la Biblia es como la lengua materna de Europa (Goethe) o que constituye el jardín de las referencias de la literatura occidental (Claudel). Pero el origen no está en la forma literaria original de los libros sino en su pretensión de verdad.8. La Biblia en la fe de la Iglesia Pero la Biblia ha sido y es importante en la cultura porque se entiende como Palabra de Dios. Esta afirmación no aparece en la misma Biblia –al menos no directamente– porque la Biblia, contrariamente a lo que ocurre, por ejemplo, en el Corán, no se entiende como revelación directa de Dios. La Biblia se entiende como Palabra de Dios en la Iglesia. La Biblia es el instrumento –el sacramento, dicen los Padres de la Iglesia– a través del cual habla Dios a la Iglesia y en la Iglesia.Esta noción se deriva de un conjunto de realidades –y por tanto, de nociones y de ideas– que van coaligadas con la Sagrada Escritura. Son el objeto del tratado de “Introducción a la Sagrada Escritura” en los estudios de Teología y, por tanto, el objeto de estas páginas. En concreto: A. La Biblia se coloca en primer lugar en relación con la Revelación de Dios. Los libros sagrados en la revelación cristiana no aparecen como revelación inmediata de Dios.Dios se revela con hechos y palabras. Se revela sobre todo en Jesucristo, el Verbo encarnado. Los libros que aparecen en el curso histórico de esa revelación no son en primer lugar instrumentos de la revelación sino instrumentos de transmisión de esa revelación. Pero, cuando la revelación histórica acaba con la resurrección de Jesucristo, los libros sagrados son además de instrumentos de transmisión de la revelación, expresión de

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Jesucristo, mediador y plenitud de toda la revelación. Así lo recibe la Iglesia y así lo propone.B. En segundo lugar, el tratado estudia la “inspiración y verdad” de la Sagrada Escritura. La Iglesia confiesa que los libros sagrados ocupan ese lugar de la palabra de Dios en la Iglesia no meramente como resultado del proceso histórico y sociológico que se ha descrito en el párrafo anterior. La Iglesia confiesa además una acción singular de Dios en la composición y recepción de esos libros que hace que puedan llamarse y ser Palabra de Dios. Pero nunca se llaman “palabras” de Dios, ni se tienen únicamente por palabras humanas asumidas por Dios. Los libros son totalmente palabra de Dios y totalmente palabra humana, a imagen de Jesucristo, que es verdadero Dios y verdadero hombre. El estudio de la inspiración de la Escritura intenta esbozar los términos precisos con los que se puede afirmar eso. Por ser palabra de Dios son verdaderos: no pueden engañarnos, y, eso, a pesar de algunas afirmaciones que encontramos en la Biblia. El estudio de la veracidad de la Biblia intenta explicar esta aparente contradicción.C. El estudio del canon de la Biblia ocupa la tercera parte de la materia. Examina cómo se han compuesto y recibido los libros de la Biblia en el pueblo que los posee: Israel y la Iglesia. La relación de estos libros –mejor, de la colección completa de los libros– con Jesucristo y la Iglesia justifica en términos históricos la realidad teológica de que la Biblia como canon, como colección y como norma, es la expresión escrita de la Palabra de Dios.D. Finalmente, el tratado aborda la interpretación de la Escritura. Interpretación, comprensión y lectura, son aquí términos casi coextensivos. En realidad, un libro que nadie lee no es otra cosa que papel emborrado. Ahora bien, leer correctamente la Biblia es leerla en relación con los tres aspectos señalados arriba. Leerla, interpretarla, es en primer lugar, leerla como expresión lingüística de la referencia de la que habla. De lo que habla la Biblia es de la revelación y de Jesucristo. En segundo lugar, la Biblia, como hemos dicho, es palabra humana, por tanto, interpretar la Biblia es interpretarla como se interpreta cualquier libro humano: aunque este libro esté inspirado, es un libro humano inspirado. Pero, por la inspiración, lo inspirado no es sólo un libro, sino un conjunto de libros que se denomina canon: la Biblia interpreta y es interpretación correcta de la revelación solo en su totalidad, no cada libro individualmente separado del conjunto. Eso señala precisamente la noción de canon: un libro es canónico e inspirado solo en cuanto es parte de todo el conjunto, que es una unidad. Pero no es una unidad literaria: la Biblia no es un libro, es más bien una biblioteca, pero en unidad de unos libros con otros. Todo ello hace que la Biblia exija una interpretación singular.Humana también, pero singular. Finalmente, la Biblia, como todo texto significa en su contexto adecuado: donde ha nacido y donde vive. Estos son genéricamente los temas que se tratan en el capítulo de la interpretación de la Biblia.

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II. LA REVELACIÓN DIVINA Y LA SAGRADA ESCRITURA“El estudio de la Biblia es, de algún modo, el alma de la teología, dice el Concilio Vaticano II (DV 24), en conexión con una frase de León Xlll. Tal estudio no está nunca completamente concluido: cada época tendrá que buscar nuevamente, a su modo, la comprensión de los libros sagrados” (J. Card. Ratzinger, PCB 1993, Prefacio). Desde que la Sagrada Escritura ha sido objeto de reflexión teológica –sustancialmente, en los dos últimos siglos–, su estudio ha estdo indisolublemente vinculado al de la Revelación. Según se conciba la revelación se concibe la Sagrada Escritura. En el Concilio Vaticano I (1870) la revelación se describía de la siguiente forma:

“Plugo a Dios en su bondad y sabiduría revelar al género humano por otro camino, y éste sobrenatural, a sí mismo y los decretos eternos de su voluntad” (DH 3004). Esta revelación, sigue el Concilio, se contiene en “libros escritos y en las tradiciones no escritas” (DH 3006). Estos libros “sagrados y canónicos… habiendo sido escritos por inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios por autor y como tales han sido entregados a la misma Iglesia” (DH 3006).

De estas definiciones de revelación y de libros sagrados surgió una concepción de revelación que tiene a Dios por “autor” y que se compone de “decretos”. También Dios es “autor” de la Escritura y por tanto, los libros sagrados “contienen” los decretos de Dios. El Concilio Vaticano II, retomando las ideas de su predecesor, les dio nuevo sentido. Dice así la definición de revelación:

“Quiso Dios en su bondad y sabiduría revelarse a sí mismo y dar a conocer el misterio de su voluntad (cf. Ef 1,9), mediante el cual los hombres, por medio de Cristo, Verbo encarnado, tienen acceso al Padre en el Espíritu Santo y se hacen consortes de la naturaleza divina (cf. Ef 2,18; 1Pe 1,4). Así, pues, por esta revelación Dios invisible (cf. Col 1,15; 1 Tim 1,17), movido por su gran amor, habla a los hombres como amigos (cf. Ex 33,11; Jn 15,14-15) y trata con ellos (cf. Bar 3,38), para invitarlos y recibirlos a la comunión con El” (DV 2).

Los “decretos” han sido sustituidos por el “misterio” y la noción de “locución” del Vaticano I ha sido cambiada por la de “encuentro”. La Biblia no se concebirá ahora como un lugar donde descubrir las “verdades”, sino como el libro del encuentro con Dios, libro de la Iglesia, fuente y alimento para la vida del Espíritu. Estas afirmaciones encuentran su sentido y fundamento cuando se estudian con más detalle.

TEMA 2. LA REVELACIÓN 1. La revelación de Dios con hechos y palabras, en la historia, con Cristo “Muchas veces y de muchas formas habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio de su Hijo...” (Hb 1,1). La frase de la Carta a losHhebreos se refiere a unas acciones de Dios en la historia de los hombres. Se refiere también a dos etapas distintas: “en el pasado” y “en estos últimos tiempos”; antes, de muchas formas y muchas veces; ahora, de una sola: Cristo. Es una manera de describir la revelación. La reflexión sobre la revelación, a partir de los textos sagrados en la tradición de la Iglesia, permite otras descripciones. Para el

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presente resulta eficaz la que ofrece DV 2, y que se desarrolla en todo el primer capítulo del documento. a. La revelación con hechos y palabras En ese número, como se ha visto en el apartado anterior, la revelación se describe como una “automanifestación” de Dios que sale al encuentro de los hombres. Pero, además, se describe desde la perspectiva de la “salvación”. La revelación, según ese párrafo, es más bien la “dimensión manifestativa” de la salvación obrada por Dios. El segundo párrafo de DV 2 profundiza en el “lenguaje” de la revelación; por tanto, orienta comprensión de la revelación. Dice así:

“Este plan de la revelación se realiza con hechos y palabras intrínsecamente conexos entre sí, de modo que las obras realizadas por Dios en la historia de la salvación manifiestan y confirman la doctrina y las cosas significadas por las palabras, y las palabras, por su parte, proclaman las obras y esclarecen el misterio contenido en ellas. Pero la verdad íntima acerca de Dios y acerca de la salvación humana se nos manifiesta por la revelación en Cristo, que es a un tiempo mediador y plenitud de toda la revelación” (DV 2)

Es un párrafo muy condensado que merece la pena desglosar. En primer lugar, se habla de revelación con “hechos y palabras”. La expresión aparece en otros lugares del documento (DV 4.14.17) para señalar también el modo de la revelación de Dios y de Cristo. En este lugar, además, se explican sus vínculos. Sustancialmente coinciden con los que han sido puestos en claro en la filosofía moderna del lenguaje y de la acción:

1. Los hechos son, además de históricos, significativos. Por así decir, son también palabras: también manifiestan doctrina. 2. Las palabras, además de desveladoras de significado, son también una proclamación, es decir, un hecho.

El texto subraya la implicación entre los dos aspectos, pero parece claro que desde el punto de vista salvífico, lo más importante son los hechos obrados por Dios, mientras que desde el punto de vista de la revelación, las palabras son insustituibles. b. La revelación y la historia En segundo lugar, el texto habla de una revelación “histórica”: la historia de la salvación. Frente a la revelación en la naturaleza, típica de los griegos, o la revelación en la sabiduría y en la gnosis, la revelación judía y cristiana es histórica. Esta dimensión histórica de la revelación se refiere en primer lugar a que los hechos de la revelación, pertenecen a la historia de los hombres, han dejado su huella en ella. Son una realidad, tangible, pública, social. Pero, por otra parte, hay “una historia de la revelación”. Los puntos siguientes (DV 3-4) lo especifican mejor:

1. “Dios, creando (cf. Jn 1,3) y conservándolo todo por su Verbo, da a los hombres testimonio perenne de sí en las cosas creadas” (DV 3). Dios, todavía hoy, da testimonio de sí en lo creado. El texto habla de testimonio, pues no se trata de una revelación personal. 2. “Queriendo abrir el camino de la salvación sobrenatural, se manifestó, además, personalmente a nuestros primeros padres ya desde el principio” (DV

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3). A continuación, desarrolla los pasos históricos centrales de la revelación: tras la caída, “animó a la esperanza de la salvación” a nuestros padres, “tuvo incesante cuidado del género humano”, “llamó a Abraham para hacerlo padre de un gran pueblo” al que “instruyó por Moisés y por los Profetas”. Finalmente, como una acción histórica más más de ese curso de acontecimientos, “envió a su Hijo, es decir, al Verbo eterno, que ilumina a todos los hombres, para que viviera entre ellos y les manifestara lo íntimo de Dios” (DV 4).

Parecen claros los términos: la historia de la revelación-salvación de Dios comporta una serie de acontecimientos, que se entienden desde una perspectiva histórico-narrativa, desde el punto final, que es Jesucristo. Jesucristo es el acontecimiento histórico que hace que los anteriores no se entiendan uno después de otro, sino uno a causa del otro, respecto del final, que es el que les da sentido. c. La revelación culmina en Jesucristo Esta relación a Jesucristo de “toda” la revelación se especifica en DV 2 de varias maneras: señala que Jesucristo es mediador y plenitud de toda la revelación y se refiere a Jesucristo como el que propone la verdad “íntima” de Dios. El aspecto mediador de la revelación lo apunta también DV 3, cuando afirma al final de los acontecimientos que preceden a la encarnación: Dios formó un pueblo, dice el texto, al que “instruyó por Moisés y por los Profetas para que lo reconocieran Dios único, vivo y verdadero, Padre providente y justo juez, y para que esperaran al Salvador prometido, y de esta forma, a través de los siglos, fue preparando el camino del Evangelio”. Con esto afirma que la revelación en el Antiguo Testamento tiene una dimensión sustantiva –manifiesta a Dios como Dios único, Padre providente, justo, etc.– pero es, sobre todo, relativa: es preparación del Evangelio. En cambio, la revelación en Cristo es perenne:

“Jesucristo, pues, el Verbo hecho carne, “hombre enviado a los hombres”, “habla palabras de Dios” (Jn 3,34) y lleva a cabo la obra de la salvación que el Padre le confió (cf. Jn 5,36; 17,4). Por tanto, Jesucristo –ver al cual es ver al Padre (cf. Jn 14,9),– con toda su presencia y manifestación de sí mismo, con sus palabras y obras, señales y milagros, y, sobre todo, con su muerte y resurrección gloriosa de entre los muertos, con el envío, finalmente, del Espíritu de verdad, completa la revelación y confirma con testimonio divino que Dios está con nosotros para librarnos de las tinieblas del pecado y de la muerte y resucitarnos a la vida eterna” (DV 4)

El texto sumariza las acciones históricas de Jesucristo pero, de manera significativa, las refiere en presente, como lo hacía e DV 2 cuando describía el testimonio de Dios que da la creación; pero lo que antes era testimonio ahora es revelación personal. Las acciones de Jesús no aparecen sólo como revelación en el pasado, sino como revelación también en el presente. De ahí algunas afirmaciones patrísticas: Jesús es el revelador y el revelado, el mensajero y el mensaje, el exegeta y la exégesis de la Escritura, el autologos. También los textos mencionan la singularidad de la revelación de Cristo desde otra noción: Él revela los misterios íntimos de Dios (DV 2.4). San Juan lo expresaba con muy claramente: “A Dios nadie lo ha visto jamás; el Dios Unigénito, el que está en el seno del Padre, él mismo lo dio a conocer” (Jn 1,18). De ahí que afirme en otro lugar:

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“Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y han palpado nuestras manos a propósito del Verbo de la vida –pues la vida se ha manifestado: nosotros la hemos visto y damos testimonio y os anunciamos la vida eterna, que estaba junto al Padre y que se nos ha manifestado–, lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. Y nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo” (1Jn 1,1-3).

Jesús mismo, no sólo sus hechos y palabras transmitidos, es la revelación de Dios, es toda la revelación de Dios que se nos da a conocer. En este sentido también es “plenitud” de la revelación. El Catecismo de la Iglesia Católica lo resume con una frase de San Juan de la Cruz: “Porque en damos, como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra, y no tiene más que hablar” (CCE 65). Pero el texto de 1Jn apunta también el modo con que llega la revelación a la Iglesia: a través de los testigos. Esto es lo que toca tratar ahora 2. Israel y la Iglesia depositarios de la revelación El concepto de revelación, como señalaron los teólogos medievales, es un concepto de acción. Por eso, para que resulte un contenido revelado, se necesita que alguien la comprenda. Como señalaba J. Ratzinger, “del concepto de “revelación” forma siempre parte el sujeto receptor: donde nadie percibe la revelación, allí no se ha producido ninguna revelación, porque allí nada se ha desvelado. La misma idea de revelación implica un alguien que entre en su posesión”. Esto significa varias cosas: en primer lugar que toda revelación de Dios viene “mediada” humanamente: se reviste también de la personalidad, del lenguaje, de quien la comprende. Ahora bien, ni el receptor es un solitario, ni el lenguaje es algo privado; ambos tienen un carácter social. Por ello, lo revelado al transmitirse tiene una dimensión social. a. La revelación en Israel En el caso de la revelación del Antiguo Testamento, esta dimensión va todavía más allá, pues Dios no elige un pueblo para revelarse, sino que el pueblo de Israel es “creado” por Dios para ser portador de la revelación. En la alianza en el Sinaí, donde nace el pueblo, se expresa con claridad ese lugar mediador: “Ahora, pues, si de veras escucháis mi voz y guardáis mi alianza, seréis mi propiedad exclusiva entre todos los pueblos, porque mía es toda la tierra; vosotros seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa” (Ex 19,5). También aquí lo resume un párrafo del Concilio:

“Dios amantísimo, buscando y preparando solícitamente la salvación de todo el género humano, con providencial favor se eligió un pueblo, a quien confió sus promesas. Hecho, pues, el pacto con Abraham (cf. Gn 15,18) y con el pueblo de Israel por medio de Moisés (cf. Ex., 24, 8), de tal forma se reveló con palabras y con obras a su pueblo elegido como el único Dios verdadero y vivo, que Israel experimentó cuáles eran los caminos de Dios con los hombres, y, hablando el mismo Dios por los Profetas, los comprendió más hondamente y con más claridad de día en día, y los difundió ampliamente entre las gentes (cf. Sal 21,28-29; 95, 1-3; Is 2,1-5; Jr 3,17). La economía, pues, de la salvación preanunciada, narrada y explicada por los autores sagrados, se conserva como verdadera palabra de Dios en los libros del Antiguo Testamento” (DV 14; cursivas nuestras).

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El texto señala con claridad que el destinatario primero de la revelación es el pueblo y que es el pueblo el que la difunde a todas las gentes. Señala también que es el pueblo –en su dimensión de pueblo, es decir, institucionalmente– quien comprende la revelación y la expresa en sus formas sociales. Señala también que es el pueblo, en su experiencia histórica y en la palabra que recibe a través de los profetas, quien da un lenguaje humano a la revelación de Dios. a.1. Revelación mediante ungidos La lectura del Antiguo Testamento pone de manifiesto también cómo actúa Dios en la guía y revelación al Pueblo. Aparecen, sobre todo, dos actantes de la acción de Dios: el Espíritu y la Palabra. Los libros proféticos comienzan muchas veces con esta expresión: “Palabra del Señor dirigida a…” (Os, 1,1; cf. Jr 1,1; Mi 1,1; etc.), y después el nombre del profeta. De modo semejante, “el Espíritu del Señor” actúa en el elegido. Se expresa a través de David y pone las palabras en su boca (2 S 23,2); gobierna al profeta: “Mi espíritu que está sobre ti y las palabras que yo he puesto en tu boca...” (Is 59,21); desciende sobre él para comunicarle: “Habla: Así dice el Señor...” (Ez 11,5). De hecho, un profeta como Oseas es llamado hombre del Espíritu (Os 9,7), Miqueas (3,8) se siente lleno del Espíritu del Señor. Nehemías (9,30) resume bien esta situación cuando escribe “Tuviste paciencia con ellos durante muchos años; les advertiste por tu espíritu por boca de tus profetas” (cf. Za 7,12). a.2. Revelación explicada en los libros Dicho de otra forma, para guiar al pueblo Dios se sirve de acciones extraordinarias que denominamos proféticas y que se entienden como revelación de Dios. Pero hay otra acción, la de los autores sagrados. El texto de DV dice que “la economía de la salvación narrada y explicada por los autores sagrados, se conserva como verdadera palabra de Dios en los libros del Antiguo Testamento”. No se habla aquí de una acción del Espíritu, sino de la narración y explicación de los hechos que “conserva” la palabra de Dios, la revelación. Es decir, los libros sagrados no son instrumentos de revelación, al menos de manera inmediata, sino que están orientados a conservarla, a testimoniarla. Así aparece en los mismos libros sagrados. Al final del Pentateuco se recoge, por ejemplo, esta expresión:

“Cuando Moisés acabó de escribir hasta el final en un libro las palabras de esta ley, dio órdenes a los levitas portadores del arca de la alianza del Señor, diciendo: Tomad este libro de la ley y colocadlo al lado del arca de la alianza del Señor, vuestro Dios. Ahí servirá de testimonio contra ti, porque conozco tu rebeldía y tu dura cerviz. Si ahora, estando todavía yo vivo con vosotros, habéis sido rebeldes al Señor, ¡cuánto más lo seréis después de mi muerte!” (Dt 31,24-27).

Se escribe el libro que contiene la Ley para conservarla y que sirva de testimonio para el pueblo. Lo mismo se da en otros pasajes proféticos como éste de Isaías: “Ahora ve, escríbelo en una tablilla delante de ellos y grábalo en un rollo, para que sirva en el día postrero como testigo para siempre. Porque este es un pueblo rebelde, hijos falsos, hijos que no quieren escuchar la instrucción del Señor” (Is 30,8-9). El libro es testimonio de las palabras, en los libros tiene el pueblo el testimonio de la revelación de Dios.

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b. La revelación en la Iglesia En el Nuevo Testamento ocurre algo semejante. Así los describe el Concilio:

“Cristo instauró el Reino de Dios en la tierra, manifestó a su Padre y a Sí mismo con obras y palabras y completó su obra con la muerte, resurrección y gloriosa ascensión, y con la misión del Espíritu Santo. (…) Pero este misterio no fue descubierto a otras generaciones, como es revelado ahora a sus santos Apóstoles y Profetas en el Espíritu Santo (cf. Ef., 3,4-6 gr.), para que predicaran el Evangelio, suscitaran la fe en Jesús, Cristo y Señor, y congregaran la Iglesia. De todo lo cual los escritos del Nuevo Testamento son un testimonio perenne y divino” (DV 17).

También aquí se señala que la fuente de la revelación son los hechos y las palabras del Señor. También hay una revelación en la acción del Espíritu Santo sobre los apóstoles para la proclamación del misterio de Cristo. Por otra parte, aparecen los libros que son “testimonio” (al decir “perenne y divino”, el texto apunta al carácter inspirado de los libros) de la revelación en Cristo por medio de los apóstoles guiados por el Espíritu. Pero tanto en los acontecimientos de revelación como en los libros parece claro que el destinatario y depositario es el pueblo: Israel y la Iglesia como Pueblo de Dios 3. Las Sagradas Escrituras, testimonio y expresión de la revelación Con todo, en la Iglesia, las Escrituras son algo más que testimonio de la revelación: son también revelación, palabra de Dios. Las palabras del profeta al ser proclamadas por él eran expresión de la palabra de Dios, pero los libros no lo eran. En cambio, en la Iglesia, las palabras de la Escritura se entienden ya como Palabra de Dios. El cambio de estatuto de las Escrituras de Israel se da a través de Jesucristo. a. Jesucristo y las Escrituras A lo largo de su vida terrena, Jesucristo se vincula frecuentemente con las Escrituras de Israel: “Las Escrituras dan testimonio de mí” (Jn 5,39). En efecto, toda la revelación del Antiguo Testamento contenida en las Escrituras de Israel se dirige a Cristo, que la comprende y la expresa con su vida: “es necesario que se cumpla todo lo que está escrito en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos acerca de mí”, les dice a sus discípulos (Lc 24,44). Por eso, en su vida terrena, entendió los diversos acontecimientos que se presentaban ante él como un cumplimiento de las Escrituras de Israel, ya sea respecto de su misión –”hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír”, les dice a sus conciudadanos de Nazaret (Lc 4,21)–, ya sea respecto de su pasión: “¿Como contra un ladrón habéis salido con espadas y palos a prenderme? Todos los días estaba entre vosotros en el Templo enseñando, y no me prendisteis. Pero que se cumplan las Escrituras” (Mc 14,48-49). Tras la resurrección, abrió la mente de sus discípulos y “les interpretó en todas las Escrituras lo que se refería a él” (Lc 24,27). Los discípulos, que a lo largo de la vida terrena de Jesús no entendieron muchos de los gestos del Maestro, los comprendieron a la luz de las Escrituras de Israel cuando resucitó de entre los muertos: “Al principio sus discípulos no comprendieron esto, pero cuando Jesús fue glorificado, entonces recordaron que estas cosas estaban escritas acerca de él, y que fueron precisamente éstas las que le

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hicieron” (Jn 12,16). Por eso, la predicación apostólica es la proclamación del misterio de Jesús desde las Escrituras: “Porque os transmití en primer lugar lo mismo que yo recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; y que se apareció a Cefas, y después a los doce” (1 Co 15,3-5). Con esto, como ya advirtió Orígenes, Jesús autentificó las Escrituras inspiradas que así se convirtieron en Evangelio: “Antes de la venida de Cristo, la ley y los profetas no contenían el anuncio que se implica en la definición de Evangelio, porque todavía no había venido el que tenía que aclarar los misterios que en ellos se encontraban. Pero cuando vino el Señor e hizo que el Evangelio se encarnara, hizo por el Evangelio que todas las Escrituras fuesen como un Evangelio” (In Ioannem commentarium, a 1,17ss). Las Sagradas Escrituras son expresión de la palabra de Dios porque el objeto del que hablan es la palabra de Dios: Jesús, el Verbo de Dios, según las Escrituras. b. Los apóstoles y las Escrituras Obviamente, como ya se ha dicho más arriba, los apóstoles, testigos de la vida y resurrección de Cristo, tuvieron sus gestos y sus palabras como revelación de Dios. Los apóstoles recibieron el Espíritu Santo y fueron enviados por el mismo Cristo a predicar lo que habían aprendido de él: “Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo cuanto os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,19-20). Por eso, lo predicado por ellos era la palabra de Dios como repetidamente señalan el libro de los Hechos y las cartas de los apóstoles. Lo dice San Pablo con claridad: “Damos gracias a Dios sin cesar, porque, cuando recibisteis la palabra que os predicamos, la acogisteis no como palabra humana, sino como lo que es en verdad: palabra divina, que actúa eficazmente en vosotros, los creyentes” (1 Ts 2,13). Pero lo mismo se puede aplicar a los escritos, como señala en otro lugar: “Por eso, hermanos, manteneos firmes y observad las tradiciones que aprendisteis, tanto de palabra como por carta nuestra” (2 Ts 2,15). Sea de palabra o sea por escrito se proclama la misma palabra de Dios. Algo semejante puede decirse de los evangelios: San Lucas (1,4) propone lo que ha aprendido de los testigos y los ministros de la palabra, San Juan (20,31) dice de su obra escrita: “éstos han sido escritos para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre”, es decir, la eficacia del escrito es la misma que la de la predicación. No resulta extraño pues que la Iglesia coleccionara los Escritos apostólicos y tuviera con ellos el mismo cuidado que con las Escrituras: “Así os lo escribió también nuestro querido hermano Pablo según la sabiduría que se le otorgó, y así lo enseña en todas las cartas en las que trata estos temas. En ellas hay algunas cosas difíciles de entender, que los ignorantes y los débiles interpretan torcidamente –lo mismo que las demás Escrituras– para su propia perdición” (2 Pe 3,15-16). La predicación apostólica propone la única palabra de Dios, que es Cristo, en los escritos que lo expresan: “Aunque Cristo fundó el Nuevo Testamento en su sangre (cf. Lc 22,20; 1Co 11,25), no obstante los libros del Antiguo Testamento, recibidos íntegramente en la predicación evangélica, adquieren y manifiestan su plena significación en el Nuevo Testamento (cf. Mt 5,17; Lc 24,27; Rm 16,25-26; 2Co 3,14-16), ilustrándolo y explicándolo al mismo tiempo” (DV 16).

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TEMA 3. LA TRANSMISIÓN DE LA REVELACIÓN DIVINA: ESCRITURA Y TRADICIÓN

La teología católica de la primera mitad del siglo XX llevó consigo un redescubrimiento del valor de la Tradición. Más tarde, ese valor de la tradición ha pasado también a la filosofía hermenéutica y a la teoría del conocimiento. En todo caso, la persistencia de su valor ha supuesto un planteamiento más profundo del carácter y del lugar de la Sagrada Escritura en la Iglesia. Esto se deja notar ya en la epistemología propuesta en DV. En efecto, el capítulo I de DV, como se ha visto en el tema anterior, trata de la “revelación en sí misma” y no menciona en ningún momento a la Sagrada Escritura, ya que, como se ha visto allí, la Escritura no es un instrumento inmediato de revelación. En cambio, el capítulo II de DV se dedica a la “transmisión de la revelación” y trata, sobre todo, de la Escritura y la Tradición. Y eso, desde el principio. El capítulo I comienza así: “Quiso Dios en su bondad y sabiduría revelarse a sí mismo…” (DV 2); el capítulo II, así: “Dispuso Dios benignamente que todo lo que había revelado para la salvación de todos los hombres permaneciera íntegro para siempre y se fuera transmitiendo a todas las generaciones” (DV 7). Hay una economía de la revelación y una economía de la transmisión de la revelación (R. Latourelle). La Sagrada Escritura pertenece a la secunda. Ahora bien, la Escritura no transmite sola: siempre lo hace una cum traditione, junto con la tradición (DV 9.21.24). Veamos los términos principales de esta actividad. 1. Tradición, tradiciones y escritura La tradición es, antes que nada, un fenómeno humano de carácter cultural (cultiva al hombre, le permite ser más humano) y social (comporta la interacción de personas y sociedades). Por tanto, supone un lenguaje que es el medio para trasmitir o comunicar algo. Sustancialmente comporta los actos de “transmitir, recibir, guardar”. Lo que se trasmite es muy variado pero incluye significados y valores de las cosas. Como se ha dicho ya, un acto de revelación de Dios revela cuando alguien lo entiende, pero muere ahí a no ser que ese alguien lo exprese para otro: esto es un fenómeno de tradición. Pero vayamos por partes. En la teología católica se ha utilizado la palabra tradición –y el plural: tradiciones– con diferentes significados. Si se precisan un poco, se podrá delimitar mejor su contenido. a. Tradición Tradición. En la teología neoescolástica posterior al Concilio de Trento, Tradición significaba el acto de transmitir distinto de la Sagrada Escritura: la Escritura y la Tradición son sujetos distintos de transmisión de la Revelación. Esta es una definición estrecha de la tradición. Cuando se usa en este sentido en DV, es denominada normalmente Sacra Traditio. Sin embargo, Tradición se utiliza normalmente con un sentido más amplio, como el que hemos recordado en el párrafo anterior: la Tradición es el fenómeno con el que una cultura transmite, recibe y conserva, unos significados, unos valores, etc. En este sentido, la Escritura forma parte de la

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Tradición, es uno de sus elementos. Este significado de Tradición es el que normalmente usaremos aquí. b. Tradiciones Tradiciones es la palabra que utilizaba Trento cuando afirmaba que el Evangelio “se contiene en los libros escritos y las tradiciones no escritas que, transmitidas como de mano en mano, han llegado hasta nosotros desde los apóstoles” (DH 1501). Tradiciones equivale aquí a tradiciones eclesiásticas. Es, nuevamente, un sentido estrecho de tradiciones. DV no lo utiliza nunca. En la concepción moderna del fenómeno de la tradición, las tradiciones son “particularizaciones” de la tradición: la Tradición vive y se expresa en las tradiciones. Así, por ejemplo, la revelación de Dios al pueblo en el AT se transmitió en círculos sacerdotales y dio lugar a la tradición sacerdotal que se ve, por ejemplo, en el libro del Levítico; se transmitió también en círculos proféticos y desembocó, entre otros lugares, en el libro del Deuteronomio. Lo mismo en el NT, la tradición de las palabras y los hechos de Jesús, transmitidas en diversos grupos cristianos desembocaron en los evangelios de Mateo, Lucas o Juan. c. Escritura Desde la perspectiva amplia de Tradición, la escritura es como una sedimentación de la Tradición: la tradición siempre precede a la escritura. Sin embargo, dentro de la tradición, la escritura ocupa un lugar insustituible: toda tradición no transmite más que actualizándose en el lugar y el momento de la recepción. En cambio, la escritura transmite conservando el contexto de origen. En ese sentido, la escritura acaba por ser guía para la tradición: “Los textos de la Biblia son normalmente expresión de tradiciones religiosas que existían antes de ellos. El modo como se relacionan los textos con las tradiciones es diferente en cada caso, ya que la creatividad de los autores se manifiesta en diversos grados. En el curso del tiempo, múltiples tradiciones han confluido poco a poco para formar una gran tradición común. La Biblia es una manifestación privilegiada de este proceso que, en un primer momento, ella ha contribuido a realizar, y del que, después, ha continuado siendo norma reguladora” (PCB 1993, III, A). 2. La Tradición apostólica y la sagrada Tradición En la Iglesia, el origen de toda la tradición –y por tanto de la transmisión de lo revelado– comienza en Cristo. DV 7 lo expresa de manera condensada:

“Cristo Señor, en quien se consuma la revelación total de Dios altísimo (cf. 2 Co 1,30; 3,16; 4,6), mandó a los Apóstoles, comunicándoles los dones divinos, que el Evangelio, que prometido antes por los Profetas, Él completó y promulgó con su propia boca, lo predicaran a todos los hombres como fuente de toda verdad salvadora y de toda ordenación de las costumbres. Esto lo realizaron fielmente tanto los Apóstoles, que en la predicación oral transmitieron con ejemplos e instituciones lo que habían recibido por la palabra, por la convivencia y por las obras de Cristo, o habían aprendido por la inspiración del Espíritu Santo, como los Apóstoles y varones apostólicos que, bajo la inspiración del mismo Espíritu Santo, escribieron el mensaje de la salvación. Mas, para que el Evangelio se conservara constantemente íntegro y vivo en la Iglesia, los Apóstoles dejaron como sucesores suyos a los Obispos, entregándoles su propio cargo de magisterio”.

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El punto de partida es el mandato universal por el que Cristo envía a sus apóstoles a predicar el Evangelio. Los apóstoles cumplieron el mandato mediante palabras (predicación oral y también con escritos) y con obras: ejemplos e instituciones. Esta predicación incluía lo que habían aprendido de Jesucristo (entre lo que se contaba la Sagrada Escritura de Israel como promesa del Evangelio) y lo que les hizo aprender el Espíritu Santo. También dejaron sucesores en el ministerio. Esto es lo que entregan los apóstoles a sus sucesores: es decir, la tradición apostólica. a. La Tradición apostólica Los apóstoles, la generación apostólica, constituye un fenómeno singular: su constitución está en las acciones apostólicas. De hecho, los apóstoles murieron cuando murieron los apóstoles. Los sucesores de los apóstoles lo son en su “ministerio” episcopal. Esta distinción entre ambos momentos es muy clara en los escritores cristianos de finales del siglo I y comienzos del II. Ellos distinguían con precisión entre lo que provenía de los apóstoles y lo que enseñaban ellos; entre los escritos apostólicos y los suyos propios. Con ellos, se daba ya un fenómeno de transmisión distinta: no de Cristo a sus apóstoles, sino de los apóstoles a sus sucesores en la Iglesia. La recepción en la Iglesia de lo enseñado por los apóstoles –lo que se denomina tradición apostólica– lk0o realiza la sagrada Tradición. DV 8 lo describe así:

Así, pues, la predicación apostólica, que está expuesta de un modo especial en los libros inspirados, debía conservarse hasta el fin de los tiempos por una sucesión continua. De ahí que los Apóstoles, comunicando lo que ellos mismos han recibido, amonestan a los fieles que conserven las tradiciones que han aprendido o de palabra o por escrito (cf. 2 Ts 2,15), y que combatan por la fe que se les ha dado una vez para siempre (cf. Judas 3). Ahora bien, lo que enseñaron los Apóstoles encierra todo lo necesario para que el Pueblo de Dios viva santamente y aumente su fe, y de esta forma la Iglesia, en su doctrina, en su vida y en su culto perpetúa y transmite a todas las generaciones todo lo que ella es, todo lo que cree.

b. La sagrada Tradición Las dos primeras frases señalan contenidos y formas de la tradición apostólica –los libros sagrados y otras tradiciones– y la tercera es la definición católica de Tradición: la transmisión en la Iglesia: en la doctrina, la vida y el culto. La Tradición se define aquí de manera coextensiva con la Iglesia que es al final, el sujeto de la tradición. Pero, como la tradición no se transmite más que a través de tradiciones particulares, las diversas formas de transmitir dan lugar a lo que se denomina tradiciones eclesiásticas que son “las tradiciones teológicas, disciplinares, litúrgicas o devocionales nacidas en el transcurso del tiempo en las Iglesias locales. Estas constituyen formas particulares en las que la gran Tradición recibe expresiones adaptadas a los diversos lugares y a las diversas épocas. Sólo a la luz de la gran Tradición aquéllas pueden ser mantenidas, modificadas o también abandonadas bajo la guía del Magisterio de la Iglesia” (CCE 83). Como puede no ser claro a primera vista qué proviene de la tradición eclesial y que es tradición apostólica, la Escritura, que es apostólica, y contiene de manera especial la predicación apostólica es la norma que guía este discernimiento. Por eso, la Iglesia, a las Sagradas Escrituras “siempre las ha considerado y considera, juntamente con la Tradición, como la regla suprema

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de su fe, puesto que, inspiradas por Dios y escritas de una vez para siempre, comunican inmutablemente la palabra del mismo Dios, y hacen resonar la voz del Espíritu Santo en las palabras de los Profetas y de los Apóstoles” (DV 21). En este texto se menciona el papel de la Escritura como “regla de fe”, pero unida a la Tradición. Esto introduce un aspecto importante: la relación de la Escritura con la Tradición. 3. La Sagrada Escritura y la Tradición a. Una sola fuente de revelación La Tradición junto a la Escritura era el principio teológico recordado en el Concilio de Trento frente al principio de la sola Scriptura de la teología protestante. En la teología católica posterior a Trento se desarrolló la teoría de las dos fuentes de la Revelación: la Escritura y la Tradición; el Evangelio se transmitía en parte con la Escritura y en parte con la Tradición (en tradiciones no escritas). Otros autores para resaltar el valor de la Escritura explicaban que la revelación se transmitía “toda” en la Escritura y “toda” en la Tradición (formalmente; si fuera materialmente, habría que admitir que sólo las formulaciones expresas de la Escritura pudieran tenerse como norma de la fe), pero eso supondría que la Tradición sirve solo como contexto de transmisión: si todo está en la Escritura, ¿qué necesidad hay de la Tradición? El Concilio, con una definición más dinámica de la revelación, pudo afrontar esta cuestión. Lo hace en DV 9:

“La Sagrada Tradición y la Sagrada Escritura están íntimamente unidas y compenetradas. Porque, procediendo ambas de la misma fuente divina, se funden en cierto modo y tienden a un mismo fin”

El texto se refiere a una única fuente de la que proceden ambas inseparablemente. La Escritura nunca está separada de la Tradición. Al hablar de una misma fuente –el Evangelio transmitido en la tradición apostólica y recibido en la Iglesia– señala que la Sagrada Tradición no nace de la Escritura, sino de la misma fuente que la Escritura. b. Diferencias entre la Escritura y la Tradición Sin embargo, hay una diferencia entre las dos:

“La Sagrada Escritura es la palabra de Dios en cuanto se consigna por escrito bajo la inspiración del Espíritu Santo, y la Sagrada Tradición transmite íntegramente a los sucesores de los Apóstoles la palabra de Dios a ellos confiada por Cristo Señor y por el Espíritu Santo, para que, a la luz del Espíritu de la verdad, con su predicación fielmente la guarden, la expongan y la difundan”.

La Escritura y la Tradición son realidades mutuamente destinadas, inviables aisladamente aunque con una existencia propia. La Tradición precede cronológicamente a la Escritura, pero en cambio solamente la Escritura es formalmente Palabra de Dios por razón del carisma de inspiración divina de que goza el hagiógrafo. Por eso el Magisterio no saca su seguridad solo de la Sagrada Escritura. c. El servicio de la Tradición a la Escritura Parece evidente el papel de guía que tiene la Sagrada Escritura en la toda la Tradición de la Iglesia: unidas, “son como un espejo en que la Iglesia

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peregrina en la tierra contempla a Dios, de quien todo lo recibe, hasta que le sea concedido el verlo cara a cara, tal como es” (DV 7).

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En cuanto a las relaciones entre ellas, el Concilio señala unas cuantas: “Las enseñanzas de los Santos Padres testifican la presencia vivificante de esta Tradición, cuyos tesoros se comunican a la práctica y a la vida de la Iglesia creyente y orante. Por esta Tradición conoce la Iglesia el Canon íntegro de los libros sagrados, y la misma Sagrada Escritura se va conociendo en ella más a fondo y se hace incesantemente operante; y de esta forma Dios, que habló en otro tiempo, habla sin intermisión con la Esposa de su amado Hijo; y el Espíritu Santo, por quien la voz del Evangelio resuena viva en la Iglesia y por ella en el mundo, lleva a los creyentes a toda verdad y hace que la palabra de Cristo habite en ellos abundantemente (cf. Col., 3,16)”.

Se apunta en primer lugar una verdad que la Iglesia sólo conoce por la Tradición: el “canon integro de los libros sagrados”. Pero, sobre todo, señala que sólo en la Iglesia, con la Tradición vivificando la Sagrada Escritura, el Espíritu Santo hace presente el Evangelio. 4. Sagrada Escritura, Iglesia, Tradición y tradiciones La Sagrada Tradición hace presente en la vida de la Iglesia la Tradición apostólica. Un ejemplo lo puede mostrar. Cuenta San Ireneo de su maestro Policarpo discípulo del Apóstol San Juan: “recordaba las palabras de unos y de otros y qué era lo que había escuchado de ellos acerca del Señor, de sus milagros y de sus enseñanzas. Y después de haberlo recibido de estos testigos oculares de la vida del Verbo, todo lo relataba en consonancia con las Escrituras” (Eusebio, Hist. Eccl., V, 20,6). Policarpo no se limita a repetir las palabras de los apóstoles sino que él mismo le da un sentido a los hechos y palabras de Jesús mediante las Escrituras. Repite el gesto, la tradición apostólica, pero no las palabras. Ahora bien, por este fenómeno de actualización, que no es distinto de la vida misma de la Iglesia, la actualización de lo transmitido en el momento y lugar de destino, puede acabar por cambiar el significado originario, y dar lugar a tradiciones disonantes. En los mismos libros del Nuevo Testamento, hacen notar que algunas doctrinas que algunos enseñaban y difundían no eran conformes con “la fe ha sido transmitida a los santos de una vez por todas” (Judas 3; cf. 2P 2,21). Esa fe se refiere al “evangelio de Cristo” (Rm 15,19; Ga 1,7; 1Co 9,12; 2Co 2,12; 2Co 9, 13; 2Co 10,14; etc.), al “misterio de Cristo” (Ef 3,4), al misterio pascual, a la revelación del Padre y a los mandatos del Señor. Por eso, espigadas por todo el Nuevo Testamento, aparecen algunas fórmulas de fe (los llamados pre-símbolos) que expresan contenidos de la fe en forma sintética. De este tipo son, por ejemplo, la confesión de fe “Jesús es Señor” (Rm 10,9), o el célebre texto sobre la resurrección del Señor, en el que aparecen relacionados el “evangelio” y el movimiento esencial de recibir y transmitir que caracteriza a la tradición (1Co 15,1 ss.). También aparece la idea del “depósito” (parathéke) que menciona Pablo en las cartas a Timoteo: “Guarda el depósito” (1Tm 6,20); “guarda el buen depósito por medio del Espíritu Santo que habita en nosotros” (2Tm 1,14). El acto apostólico del testimonio fue único, pero el acto de transmisión de ese testimonio deberá continuar en el magisterio (cf. 2Tm 2,2). Al referirse al depósito, Pablo está invitando a la conformidad del magisterio con el testimonio apostólico.

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A lo largo del siglo II, fueron apareciendo diversas formas de cristianismo –sobre todo de carácter gnóstico–, que decían fundar sus enseñanzas en revelaciones secretas. En este contexto Ireneo señaló el lugar de la verdad en la Tradición:

“La verdadera gnosis está en la enseñanza de los Apóstoles y en el antiguo organismo de la Iglesia extendida en el mundo entero; y en la marca distintiva del Cuerpo de Cristo consistente en la sucesión de los Obispos, a los cuales entregaron los Apóstoles cada Iglesia local; en la conservación sin adulteración de las Escrituras que llega hasta nosotros; en su cultivo integral, sin adición ni substracción; en una lectura sin fraude, y en una exposición correcta, armoniosa, exenta de peligro y de blasfemia, totalmente de acuerdo con las Escrituras” (Adv. haer., IV,33,8).

En muchos pasajes especifica diversos aspectos que señalan la verdadera transmisión de la revelación: la regla de fe, la interpretación guiada por el Espíritu, etc. Aquí se apuntan los principales: la transmisión pública del ministerio apostólico, la integridad de las Escrituras y la exposición de la doctrina en conformidad con ellas. Las Escrituras apostólicas unifican el testimonio apostólico.

III. INSPIRACIÓN Y VERDAD DE LA SAGRADA ESCRITURATEMA 4. LA INSPIRACIÓN DE LA SAGRADA ESCRITURA

1. La Sagrada Escritura, Palabra de Dios en la Iglesia La Iglesia recibe y proclama la Sagrada Escritura como Palabra de Dios. Tal como se ha señalado en los capítulos anteriores, esta concepción de la Escritura no se podría concebir si no es en la relación entre Palabra de Dios, Escritura e Iglesia. a) El punto de partida es siempre la acción de Dios que Dios se ha revelado en la historia y de que lo ha hecho “mediante obras y palabras intrínsecamente conexas entre sí” (DV 2). La plenitud de la revelación divina se ha dado en Jesucristo que “con su total presencia y manifestación personal [...] completa la revelación y confirma con el testimonio divino que Dios vive con nosotros” (DV 4). b) Esta revelación de Dios en la historia con Jesucristo continúa ofreciéndose a todos los hombres mediante la Iglesia que el mismo Cristo estableció como “congregación visible y comunidad Espiritual” (LG 8), y que, rebasando los límites de tiempos y de lugares, entra en la historia humana como “nuevo pueblo de Dios” (LG 9), y permanecerá hasta el final de los tiempos (cf. Mt 16,18). c) La presencia de la Iglesia incluye la palabra predicada por los Apóstoles y sus sucesores en el magisterio –que constituye la tradición viva– y la Sagrada Escritura de ambos Testamentos consignada por escrito bajo la inspiración del Espíritu Santo (cf. DV 9). Así, tanto la Tradición como la Escritura constituyen la palabra que proclama y esclarece la realidad de la Iglesia, ambas “son como un espejo en el que la Iglesia peregrina en la tierra contempla a Dios, de quien todo lo recibe, hasta que le sea concedido el verlo cara a cara, tal como es (cf. 1Jn 3,2)” (DV 7).

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Toca ahora esclarecer cómo y por qué la Sagrada Escritura se tiene por palabra de Dios. En la definición de estas notas se verá qué se entiende por la “inspiración” como elemento esencial para que la Sagrada Escritura sea tenida por Palabra de Dios, por revelación, en la Iglesia. 2. La Palabra de Dios y la inspiración en los textos de la Sagrada Escritura Así como las acciones divinas se insertan y dejan su huella en el devenir de la historia humana, las palabras que explican esas acciones y las proclaman como gestas divinas se expresan a través de hombres y en lenguaje humano, adquiriendo diversas formas. El reciente documento de la Pontifica Comisión Bíblica, “Inspiración y verdad de la Sagrada Escritura. La Palabra que viene de Dios y habla de Dios para salvar al mundo” (2014) ha insistido en no limitar el estudio de la inspiración a los dos textos donde aparece la palabra “inspiración” en el NT, sino en considerar el marco más amplio en el que tiene lugar la palabra de Dios en la Biblia y es consignada por escrito mediante la fe de los autores sagrados. 2.1. La Palabra de Dios y la Escritura en Israel a. La Palabra de Dios en el Antiguo Testamento En los libros del Antiguo Testamento, la forma más importante de la palabra que explica los hechos es la locución divina. Dios mismo comunica a personas elegidas el sentido y las consecuencias de los acontecimientos. Así leemos en Génesis cómo Dios hablaba a los patriarcas; en los libros del Éxodo, Números, Levítico y Deuteronomio, cómo habló a Moisés comunicándole el significado de la liberación de Egipto y de la donación de la tierra, y revelándole también la Ley con todos sus mandatos, estipulaciones de una alianza con Israel, el pueblo elegido. Después Dios habló a los jueces, y, sobre todo, a los profetas, que en nombre de Dios pronunciaban sus oráculos de desgracia y de promesa (así se refleja en los libros históricos y proféticos). Todas esas locuciones son, en los libros más antiguos de la Biblia, la palabra del Señor, cuya garantía de verdad va unida a su eficacia, como ya se describe desde Gn 1,1 (cf. Is 55,10-11). Pero también se explican los hechos en las narraciones que los refieren desde la perspectiva de la fe en el Señor, Dios de Israel, en las confesiones de fe, ya sean colectivas o individuales, y en las reflexiones sapienciales sobre la conducta humana y sus consecuencias. Estas formas, sin embargo, no se presentan en principio como palabra de Dios, sino como reconocimiento por parte del hombre de aquello que Dios ha realizado y realiza a favor de su pueblo y de sus fieles, o de las leyes que ha establecido en la creación. Que esas expresiones se den en tradición oral o por escrito no tiene en este ese nivel especial relevancia; sí la tiene el hecho de que, bajo esas formas, sea la palabra que expresa la fe de la comunidad y reconoce la revelación de Dios en los acontecimientos ocurridos y en las locuciones que, a través de los intermediarios, se remiten al mismo Dios. b. La Palabra de Dios y los escritos Un paso más se da en los escritos apocalípticos de finales del judaísmo veterotestamentario. De hecho, una valoración especial del escrito se había reflejado ya en algunos momentos anteriores; por ejemplo, al resaltar el valor

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de los mandamientos considerándolos escritos por el dedo de Dios (cf. Ex 31,18) o al poner por escrito oráculos de los profetas para significar aquello que se había de cumplir inexorablemente (cf. Jr 36,2-3). Avanzada la época post-exílica (siglos III-II a.C.) surgen en el judaísmo obras con nuevas leyes, narraciones de la historia pasada y promesas de futuro, que se presentan como libros de revelación (o apocalipsis) en cuanto que su contenido dice ser copia de libros celestes que contienen los designios divinos (p. ej. 1 Henoc, Jubileos, cf. Dn 10,21). Se trata ciertamente de una forma literaria de dar autoridad a dichas obras presentándolas como revelación divina a personajes famosos del pasado (pseudoepigrafía), de manera que sirvan de norma de conducta y de motivo de esperanza a los contemporáneos de sus autores reales, ya que lo que está escrito en ellas ha de cumplirse, pues responde a los designios divinos. Un escrito judío de finales del siglo I d.C., IV Esdras, se hace eco de este planteamiento cuando explica el origen de los libros sagrados en Israel. El autor parte del presupuesto de que los libros sagrados de Israel se quemaron o se perdieron tras la destrucción del Templo en Jerusalén en el año 586 a.C. En la restauración, Esdras leyó el libro de la Ley en presencia de todo el pueblo que se comprometió a cumplirla (Ne 8). Para el autor del libro, Esdras pudo conocerla para proponerla como resultado de una acción inspiradora de Dios: “Si he hallado tu favor, infúndeme tú el santo espíritu y yo escribiré cuanto se hizo en el mundo desde el principio y lo que estaba escrito en tu Ley, para que los hombres puedan encontrar el camino” (IV Esd 14,22). En respuesta a esa petición, Dios le eleva al cielo y le da a conocer los misterios. Entonces:

“Se abrió mi boca y ya no se volvió a cerrar. El Altísimo dio inteligencia para entender a los cinco hombres que escribieron lo que se decía alineando letra que no conocían, y estuvieron sentados cuarenta días (…). En cuarenta días se escribieron noventa y cuatro libros. Cuando se cumplieron los cuarenta días, habló el Altísimo y dijo: los primeros que escribiste hazlos públicos, y que los lean los que lo merecen y los que no lo merecen del pueblo. Pero los otros setenta consérvalos para entregarlos a los sabios del pueblo: en ellos está el manantial de la inteligencia, la fuente de la sabiduría y el río de la ciencia” (IV Esd 14,42-47).

Es claro que los 24 libros que da a conocer son los de la Biblia hebrea mientras que los otros setenta –entre los que se cuenta presumiblemente el mismo IV Esdras– son los apócrifos que los sabios van dando a conocer según las necesidades. El libro IV Esdras se refiere a la inspiración del Espíritu sobre el escritor sagrado describiéndola como un éxtasis que da como resultado una especie de dictado verbal, de modo que más que palabra de Dios lo que aparece son palabras de Dios. En el mismo siglo I, otros autores del judaísmo hablan de la inspiración. A mediados de siglo, Filón de Alejandría (Vida de Moisés, 2,188ss) se refiere a la inspiración de Moisés para recibir las palabras de Dios, y, de manera más discreta (Vida de Moisés, 2,188ss), habla de la inspiración de quienes tradujeron la Biblia hebrea al griego de los LXX. También Flavio Josefo, a finales del siglo I afirma que “No está permitido a todos escribir historia ni existe divergencia entre nuestros escritos, porque solamente los

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profetas han relatado claramente los hechos lejanos y antiguos por haberlos conocido por inspiración divina” (Contra Apión, 1,8). 2.2. La Palabra de Dios y la inspiración en el Nuevo Testamento a. La inspiración del Antiguo Testamento Por lo visto parece claro que en tiempo de Jesús el pueblo judío reconocía cierto carácter sagrado de los libros del AT. En el uso litúrgico se leían, comentaban y veneraban; eran denominados libros santos o escritura sagrada (cf. 1 Mac 12,9). Es lo que se percibe de manera explícita o implícita en muchos textos neotestamentarios. Así, el Señor afirma el valor definitivo del AT, cuando dice: “En verdad os digo que mientras no pasen el Cielo y la tierra no pasará de la Ley ni la más pequeña letra o trazo hasta que todo se cumpla” (Mt 5,18). Igualmente, cuando explica a sus Apóstoles el sentido de su muerte y resurrección: “Es necesario que se cumpla todo lo que está escrito en la Ley de Moisés y en los Profetas y en los Salmos acerca de mi” (Lc 24,44). En otras ocasiones, tanto Jesucristo como los Apóstoles ponen de manifiesto la inspiración divina del AT, cuando de pasada afirman que Dios habló por medio de los Profetas (cf. Mt 1,22; 22,31.43; Hch 1,16; etc.). En realidad, un estudio más preciso pone de manifiesto que los apóstoles y los autores apostólicos entienden el carácter sagrado de los libros –y, por tanto, también la inspiración–, referido a las escrituras de Israel en su conjunto, si bien poniéndolas en relación inmediata e indisoluble con los acontecimientos de la vida de Jesús, especialmente con su muerte y resurrección (cf. 1Co 15,3-4), y comprendiéndolas como profecía y testimonio sobre Cristo (cf. Lc 24,44; Jn 5,39; 1P 1,10-12). Hay dos textos, donde en la Vulgata aparecía el término inspiración referido a los escritos, y que han sido la referencia más habitual en la enseñanza cristiana. El primero procede de 2 Pedro:

“Ninguna profecía de la Escritura es de interpretación particular, pues la profecía no ha sido proferida en los tiempos pasados por voluntad humana, antes bien, movidos (inspirati) por el Espíritu Santo hablaron de parte de Dios los hombres” (2Pe 1,20-21)

El texto se refiere propiamente a las profecías orales, pero parece igualar la profecía oral con la profecía de la Escritura. En cuanto al carácter de la acción del Espíritu Santo parece coherente con las concepciones del judaísmo del siglo I, pero más discreto. El otro pasaje procede de la Segunda Carta a Timoteo:

“Pero tú permanece firme en lo que has aprendido y creído, pues sabes de quiénes lo aprendiste, y que desde niño conoces la Sagrada Escritura, que puede darte la sabiduría que conduce a la salvación por medio de la fe en Cristo Jesús. Toda la Escritura es inspirada por Dios (gr: theopneustos) y útil para enseñar, para argumentar, para corregir y para educar en la justicia, con el fin de que el hombre de Dios esté bien dispuesto, preparado para toda obra buena” (2Tm 3,14-17).

Ésta es la única ocasión en toda la Biblia en que aparece la palabra theopneustos. Tampoco es frecuente en la literatura extrabíblica anterior. El adjetivo se aplica a “toda la Escritura”, es decir, a las Escrituras de Israel que conoce Timoteo desde niño. La función de la Escritura es doble: es eficaz para

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el ministerio y es pedagogía para la fe en Cristo Jesús que es quien ofrece la salvación. Todo ello, porque la Escritura está inspirada. Aunque se trata sólo de un texto parece claro las expresiones del pasaje condensan la fe de la Iglesia apostólica en el carácter de las Escrituras del Antiguo Testamento. b. La inspiración del Nuevo Testamento Los primeros cristianos afirman que Dios ha hablado definitivamente por medio de su Hijo Jesucristo (cf. Hb 1,1), y que Él es la Palabra de Dios hecha carne (Jn 1,14). Así, las palabras pronunciadas por Jesús son verdadera y directamente palabras divinas. Así vemos que los hechos y los dichos de Jesús se consignan por escrito no para mera información, sino para suscitar o fortalecer la fe en El y así tener vida eterna (cf. Jn 20,31). De esta forma el libro escrito tiene el carácter de testimonio dado por el Apóstol y al mismo tiempo por el Espíritu Santo (Jn 15,26-27). Pero también la palabra de la predicación apostólica es presentada como verdadera palabra de Dios (cf. 1Co 14,36; 2Co 2,17; 1Ts 2 13) o palabra del Señor (cf. 1Ts 1,18), sin que en ese contexto tenga tampoco especial relevancia que esa palabra se dé oralmente o por escrito, sino que transmita con fidelidad el Evangelio recibido (cf. Ga 1,6.9; 1Jn 1,1-4). Únicamente en el libro del Apocalipsis, debido a su especial género literario, el autor resalta expresamente el origen divino del libro (cf. Ap 1,2-3; Ap 22,6). Los restantes hagiógrafos del Nuevo Testamento, aunque algunos manifiestan la importancia de sus escritos en orden a la fe (cf. Lc 1,3-4; Jn 20,30), no reflejan la conciencia de escribir bajo inspiración divina. Por otro lado, en algunos escritos más recientes del NT encontramos referencias a otros escritos anteriores a los que se les reconoce carácter sagrado. Así, en la segunda Carta de San Pedro se consideran algunas cartas de San Pablo con la misma autoridad que las demás Escrituras, es decir, que los libros del Antiguo Testamento (2 Pe 3,15-16), y el mismo San Pablo cita una frase recogida en el Evangelio de San Lucas como “Escritura” (1 Tim 5,18). Cuando la Iglesia va recibiendo los libros que contienen la predicación apostólica en diversas formas –cartas, narraciones evangélicas y de hechos de Apóstoles, apocalipsis– los acoge como la palabra de Dios puesta por escrito, y los une a los libros recibidos del judaísmo, considerados ya como un conjunto a través del cual habla hablado el mismo Dios que ha hablado por su Hijo. Así desde la revelación de Dios en Cristo, toda la Escritura, Antiguo y Nuevo Testamento, es percibida como la palabra de Dios que acompaña y explica las acciones que el mismo Dios habla llevado a cabo con el antiguo Israel preparando su intervención definitiva en la historia, tal como queda testimoniada en el Nuevo Testamento, mediante Cristo y la Iglesia. 3. La inspiración de la Escritura en la fe de la Iglesia: Tradición, Magisterio, Teología En la recepción de la Iglesia post-apostólica de la proclamación apostólica el carácter singular de la Escritura se manifiesta de variadas formas. Por ejemplo, en el uso litúrgico de los textos del Antiguo y del Nuevo Testamento. Con el surgir de las diversas corrientes heterodoxas, aparecen formulaciones nuevas. Así, por ejemplo, cuando en ambientes gnósticos o maniqueos se ataca el valor del Antiguo Testamento los Padres hablan de Dios como autor del Antiguo y del Nuevo Testamento (Estatutos de la Iglesia Antigua). En

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consecuencia, se habla de los escritores sagrados como instrumentos, aunque subrayando que permanecían en la plenitud de sus facultades y evitando siempre que podían que se entendiera la inspiración de manera mántica. La inspiración era como una capacitación para ser mejores instrumentos. En ocasiones los santos Padres entienden las Escrituras como una carta escrita al género humano por el Padre celestial y transmitida por los autores sagrados (cf. san Juan Crisóstomo, In Gen. 2.2), y también hoy la Iglesia cree que “en los libros sagrados el Padre que está en los cielos se dirige con amor a sus hijos y habla con ellos; y es tanta la eficacia que radica en la palabra de Dios, que es, en verdad, apoyo y vigor de la Iglesia, y fortaleza de la fe para sus hijos, alimento del alma, fuente pura y perenne de la vida Espiritual” (DV 21). Sin embargo, no hay en la Iglesia antigua una reflexión sistemática sobre el carácter sagrado de las Escrituras. A decir verdad esta reflexión procede de la modernidad y va muy vinculada a las definiciones del Magisterio de la Iglesia. 3.1. El Concilio Vaticano I: Dios autor de la Escritura por la inspiración La primera definición dogmática sobre la inspiración está recogida en el Concilio Vaticano I (1870). El texto afirma:

“Dichos libros del Antiguo Testamento y del Nuevo Testamento enteros con todas sus partes, como se describen en el decreto del mismo Concilio de [Trento]... deben ser recibidos por sagrados y canónicos. La Iglesia los tiene por sagrados y canónicos no

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porque, habiendo sido escritos por la sola industria humana, hayan sido después aprobados por su autoridad, ni sólo porque contengan la revelación sin error, sino porque escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios como autor y como tales han sido entregados a la misma Iglesia” (Dei Filius, cap. II; DH 3006).

Cuando se publicó esta definición, la Comisión Teológica del Concilio afirmó que no tenía intención de innovar, por lo que las palabras debían entenderse en el sentido de las definiciones anteriores del Magisterio. Sin embargo, en el conjunto, los términos de la definición expresan los caminos que una teología de la inspiración puede tomar y las fronteras que no podrá traspasar.

1. En primer lugar, la inspiración se refiere de manera explícita a la “escritura” de los libros sagrados, no sólo a su contenido. La definición precisa otra anterior del Concilio de Florencia (1439-1445) que decía: “El mismo y único Dios es el autor del Antiguo y Nuevo Testamento, es decir, de la Ley de los Profetas y del Evangelio, ya que bajo la inspiración del mismo Espíritu Santo hablaron los santos de uno y otro Testamento, cuyos libros recibe y venera...” (DH 1334). 2. En segundo lugar, el texto describe negativamente qué no es la inspiración: a) No consiste en una asistencia negativa de Dios de modo que no se deslicen errores en la revelación; b) no consiste en ser una escritura meramente humana aprobada posteriormente por la Iglesia. 3. En tercer lugar, la inspiración es una acción de tal magnitud que constituye a Dios autor de los libros. A lo largo de la historia de la Iglesia se ha dicho que están inspirados muchos elementos: los concilios, las tradiciones, los Padres, los místicos, etc. Pero sólo en la Escritura resulta que Dios es el autor de la obra resultante. 4. Finalmente, se habla del destino eclesial de los libros. Una indicación que tuvo escaso eco en la inmediata recepción del Concilio

3.2. Enseñanzas del magisterio posterior. Tras el Vaticano I se intensificó la reflexión teológica sobre la naturaleza de la inspiración y sobre cómo se armonizan la acción de Dios y la del hagiógrafo en la producción del libro sagrado. De la definición de Dios autor de la Escritura, se coligió que los hagiógrafos eran instrumentos en manos de Dios. A la luz de este principio, las Encíclicas de León XIII (Providentissimus Deus, 1893), y de Benedicto XV (Spiritus Paraclitus, 1920), centradas fundamentalmente en la defensa de la inerrancia bíblica, concretaron que la inspiración consistía en una gracia transitoria, un carisma, otorgado por Dios (inspiración activa) a los hagiógrafos, por el que éstos recibían luz en su inteligencia, moción en su voluntad y asistencia en sus facultades ejecutivas (inspiración pasiva), de tal forma que escribieran aptamente y con verdad infalible todo y sólo lo que Él quería (inspiración terminativa). Pío XII en la Divino afflante Spiritu (1943), apoyándose asimismo en la causalidad instrumental, señalaba la presencia en la Escritura de las huellas humanas de los hagiógrafos, instrumentos vivos y dotados de razón, y, de esa manera, ponía el fundamento para el estudio de los géneros literarios: “Partiendo del principio de que el escritor sagrado al componer el libro es órgano o instrumento del Espíritu Santo, con la circunstancia de ser vivo y dotado de

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razón, rectamente observan (los teólogos católicos) que él, bajo el influjo de la divina moción, de tal manera usa de sus facultades y fuerza, que fácilmente puedan todos colegir del libro nacido de su acción “la índole propia de cada uno y, por decirlo así, sus singulares caracteres y trazos”“. 3.3. El Concilio Vaticano II: la Escritura, Palabra de Dios La Constitución Dei Verbum (1965) recogiendo la enseñanza del magisterio anterior, aportó sin embargo, bastantes novedades. Muchas de ellas se señalan en los diversos capítulos de este tratado. Recogiendo la definición del Vaticano I, y teniendo delante el Magisterio posterior, dice:

“La santa Madre Iglesia, según la fe apostólica, tiene por santos y canónicos los libros enteros del Antiguo y del Nuevo Testamento con todas sus partes, porque, escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo (cf. Jn 20,31; 2 Tim 3,16; 2 Pe 1,19-20; 3,15-16), tienen a Dios como autor, y como tales se le han confiado a la misma Iglesia. Pero en la redacción de los libros sagrados Dios eligió a hombres, y se valió de ellos que usaban sus propias facultades y fuerzas, de forma que, obrando El en ellos y por ellos [19], escribieron, como verdaderos autores, todo y sólo lo que Él quería” (DV n. 11) [19] En y por el hombre: cf. Hb 1,1; 4,7 (en); 2Sam 23,2; Mt. 1,22 y frecuentemente (por); Conc. Vat. I, Schema de doctrina cathol., nota 9: Coll. Lac., VII, 522.

Se han señalado en cursiva las novedades conciliares. En primer lugar, el fundamento de la inspiración se coloca en la fe apostólica (ex apostolica fide). El dogma de la inspiración no proviene ni del judaísmo ni de la reflexión de la Iglesia: proviene de la iglesia apostólica. a . El autor y los autores En segundo lugar, se refiere a Dios autor de los libros, como lo hacía el Vaticano I. Pero después, al hablar de la confección de los libros, se refiere a los escritores sagrados como “verdaderos autores”. De esta manera evita el equívoco de tener a Dios como “autor literario” de los libros, y al autor sagrado como un mero escritor. En efecto, el auctor latino, utilizado en la tradición y magisterio anteriores, tiene el sentido de autor causante, responsable; no el de autor literario. Los verdaderos “autores literarios” de los escritos son sus autores humanos. Este es el primer significado de la frase nueva del Vaticano II. En las encíclicas que siguieron al Vaticano I se utilizó el modelo de composición de una obra por parte de su autor literario y así se habló de la acción de Dios en su voluntad, en su pensamiento y en las facultades del “hagiógrafo instrumento”. El Vaticano II no utiliza la palabra instrumento ni la expresión causa instrumental, aunque es evidente –así lo señaló la comisión teológica del Concilio– que mantiene la instrumentalidad de los autores sagrados. Sin embargo, junto a la novedad de denominar “verdaderos autores” a los hagiógrafos, con la expresión “en ellos y por ellos” apoyada en la nota [19] con referencias bíblicas orienta a considerar la inspiración desde las perspectivas de la íntima unión del mediador de la palabra con el Espíritu de Dios (2S 23,2), de la referencia a Jesucristo (Hb 1,1; Mt 1,22), y de la actualidad que mantiene siempre esa palabra (Hb 4,7).

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b. La Escritura, palabra de Dios Una tercera novedad significativa se refiere a la expresión Palabra de Dios referida a la Sagrada Escritura. En Vaticano I la había evitado expresamente y en su lugar se refirió al destino eclesial de los libros. En Dei Verbum, en cambio, aparece en varias ocasiones ligada a la inspiración.

“La Sagrada Escritura es la palabra de Dios en cuanto se consigna por escrito bajo la inspiración del Espíritu Santo (est locutio Dei quatenus divino afflante Spiritu scripto consignatur), y la Sagrada Tradición transmite (transmittit) íntegramente a los sucesores de los Apóstoles la palabra de Dios (verbum Dei) a ellos confiada por Cristo Señor y por el Espíritu Santo” (DV 9). “Las Sagradas Escrituras contienen la palabra de Dios y, por ser inspiradas, son en verdad palabra de Dios (Sacrae autem Scripturae verbum Dei continent et, quia inspiratae, vere verbum Dei sunt)” (DV 24).

Los dos textos remiten al contexto de la Iglesia. El primer texto diferencia a la Escritura de la Tradición en la transmisión en la Iglesia de la Palabra de Dios. Por la inspiración, la Escritura transmite la palabra de Dios, siendo ella misma palabra de Dios, pero de la Tradición se afirma únicamente que la transmite. El segundo se refiere a la vida de la Iglesia, y más precisamente, a la teología, al discurso sobre Dios en la Iglesia. En ese discurso las Escrituras deben recibirse como palabra de Dios. Hay otro texto significativo que vincula la inspiración con las palabras de la Escritura. Es el que abre el capítulo sobre la inspiración:

“Las verdades reveladas por Dios (divinitus revelata), que se contienen y manifiestan en la Sagrada Escritura (quae in Sacra Scriptura litteris continentur et prostant), se consignaron por inspiración del Espíritu Santo” (DV 11).

Aquí se señala cuál es la finalidad de la inspiración de la Escritura: poner por escrito lo revelado por Dios. Pero se dice, además, que en la Escritura, lo revelado, la palabra de Dios se “manifiesta” verbalmente, con esos textos. En todos los casos, parece que lo que se entiende como Escritura es “un todo”: es la Escritura considerada en su totalidad la que está inspirada y expresa la Palabra de Dios en la Iglesia.

TEMA 5. LA EXPLICACIÓN TEOLÓGICA DE LA INSPIRACIÓN DE LA SAGRADA ESCRITURA La explicación teológica del carácter divino y humano de la Escritura se fundó en dos propuestas convergentes: la causalidad instrumental, que explicaba cómo la Escritura podía ser a la vez humana y divina, y el carisma de profecía, que explicaba cómo actuaba Dios en los hagiógrafos1. 1 Para las cuestiones tratadas en este apartado y en los siguientes, referencia central son estos dos trabajos: ARANDA, G., “Una norma del magisterio de la Iglesia para el estudio de la Sagrada Escritura: Santo Tomás de Aquino, maestro y guía”, Scripta Theologica 6 (1974) 399-438; ARANDA, G., “Acerca de la verdad contenida en la Sagrada Escritura (una “quaestio” de Santo Tomás citada en la Const. “Dei Verbum”)”, Scripta Theologica 9 (1977) 393-424.

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1. La causalidad instrumental En un pasaje, había señalado ya Santo Tomás: “... el autor principal de la Sagrada Escritura es el Espíritu Santo, y el hombre su autor instrumental” (Quodlib., 7, art. 14 ad 5). La causalidad instrumental, según la formulación que de Santo Tomás, proporcionaba elementos suficientes para describir a Dios como autor de la Escritura, sin que dejara de ser también obra de los escritores sagrados. En efecto,

1. Cuando dos causas, una principal y otra instrumental, concurren en la realización de un efecto, “el efecto no se asimila al instrumento sino al agente principal” (STh III q. 62 a. 1). De ahí que para la Iglesia la Escritura sea ante todo la palabra de Dios aunque se presente con palabras humanas.

2. Ahora bien, en la concurrencia entre la causa principal y la causa instrumental, esta segunda es verdadera causa, aunque subordinada. Es efecto de la causa principal y al mismo tiempo es causa del efecto; es un movens motum. Como verdadera causa, la causa instrumental realiza su propia acción instrumental (STh III, q. 63 a.5 ad 2), actuando con sus propias virtualidades (STh III q. 62 a. 1 ad 2). De ahí que también la causa instrumental esté representada en el efecto y deje su huella en él. Esto significa que si el instrumento para escribir un libro sagrado, es un hombre libre, con sus capacidades y talentos, no un mero secretario, se pueda afirmar también que el escritor sagrado es verdadero autor del libro que escribe.

3. Finalmente, de la aplicación de los principios de la causalidad instrumental se deriva también que el efecto producido “se atribuye todo él al instrumento y todo él al agente principal” (Contra gentes, 1. III, c. 70; De Ver q. 27, a.7). Y a ambos de manera inmediata, aunque de distinto modo. Así toda la Escritura es palabra de Dios y toda es al mismo tiempo palabra del hombre.

La explicación parece eficaz: no es extraño que el Magisterio se haya servido de ella en numerosas ocasiones. 2. El carisma de profecía Santo Tomás –lo mismo que San Buenaventura y los teólogos medievales– no se planteó expresamente la cuestión de la inspiración de los autores sagrados, aunque sí trataron de la inspiración de los profetas. Santo Tomás explicaba cómo actuaba Dios en los profetas –que eran instrumentos deficientes (STh II-II q. 174 a. 4)– para que lo afirmado por el profeta pudiera tenerse como revelación. De esas nociones se extrajo la explicación de la inspiración de los escritores sagrados. a. Inspiración verbal vs inspiración real El primer movimiento en este sentido fue el de Melchor Cano (1563) profesor de Salamanca. Cano se preguntó sobre la peculiaridad de las expresiones de la Escritura, para tenerlas como lugar teológico, como autoridad en orden a las afirmaciones de la fe y de la teología. Un discípulo suyo, Domingo Báñez (1584), al advertir las diferencias entre los libros sagrados –los evangelios por ejemplo– señaló que en autores como San Mateo, la inspiración sería influjo sobrenatural para la consignación escrita de realidades previamente conocidas por experiencia natural; en cambio, en autores como San Lucas,

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que conocieron las mismas realidades no de manera directa, la inspiración tendría que incluir como un “dictado interior” del Espíritu por el cual el escritor sagrado se vio facilitado en la selección de las palabras mediante las cuales debe expresar sus pensamientos (inspiración verbal). Esta explicación fue bastante seguida, aunque en algún caso acabó en un dictado mecánico. En un plano completamente opuesto, Leonardo Lessio (1587), profesor de Lovaina, sólo consideraba de origen divino, o inspirados, los contenidos (inspiración real) y no las formas de decir que se deberían propiamente al hagiógrafo. Alguno de sus seguidores llegó a entender que un libro podría haber sido escrito sólo por medios humanos y aprobado después por el Espíritu Santo, o que no todo procederla de Dios. El Vaticano I, superó los polos de la discusión, estableciendo la autoría divina de toda la Escritura, pero no por un dictado divino, sino por la inspiración de los hagiógrafos. b. La inspiración como iluminación del juicio En la primera parte del siglo XX, se recurrió de nuevo al tratado De Prophetia de la Summa Theologiae (II-II, q. 171-178; especialmente, q. 173 art. 2) de Santo Tomás, aunque desde perspectivas renovadas, con resultados bastante interesantes. Santo Tomás analiza el carisma profético desde la concepción aristotélica del conocimiento y distingue entre las imágenes intelectuales (acceptio rerum), que normalmente proceden de la aprehensión de los sentidos –aunque en el caso de la profecía también pueden provenir directamente de Dios que propone una visión–, y el juicio del intelecto agente con su luz en el que se da propiamente el conocimiento (iuditium de rebus acceptis). El carisma profético requiere que en este segundo momento la luz para juzgar provenga efectivamente de Dios. Cuando el profeta juzga una situación con luz sobrenatural es verdadero profeta. Se puede dar el caso de que alguien reciba una visión o un sueño de parte de Dios, como por ejemplo, el Faraón o Nabucodonosor, pero entonces no hay una “profecía completa”; en cambio, cuando José o Daniel reciben la luz para juzgar el significado de los sueños o las visiones de recibidas por sus señores, la profecía es completa. Así dice el texto:

“Por ello, si Dios ofrece a alguien la representación de cosas mediante semejanzas imaginativas, como hizo con el Faraón y con Nabucodonosor, o mediante semejanzas corpóreas, como hizo con Baltasar, no ha de ser éste considerado como profeta a no ser que su mente sea iluminada en orden a emitir un juicio, sino que tal aparición es algo imperfecto en el orden de la profecía. Sin embargo, será profeta con que tan sólo sea iluminado para juzgar incluso sobre las visiones imaginativas de otros, como en el caso de José, que

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explicó el sueño del Faraón […]. A veces se imprime una luz inteligible en la mente humana para que juzgue de un modo divino lo que otro ha visto, como se dice de José y como aparece claramente en los Apóstoles, a los que el Señor abrió el sentido para que entendieran las Escrituras, como leemos en Lc 24,45, y a este don pertenece la interpretación del discurso […]. Queda claro, por consiguiente, que la revelación profética se hace, a veces, sólo mediante el influjo de la luz, y otras veces mediante especies impresas de nuevo u ordenadas de otro modo” (II-II, q. 173, a 2)

Algunos autores aplicaron esta explicación directamente a la inspiración bíblica entendiendo que para que ésta se dé no es necesario que Dios actúe en la acceptio rerum, que el hagiógrafo podría obtener por sus medios, sino en el iuditium de rebus acceptis que, realizado bajo el lumen divinum, sería lo propio de la inspiración (J.M. Casciaro). Pero la discusión se centró en qué tipo de juicio se requería para la inspiración bíblica, si se había de mantener siempre la luz divina para un juicio especulativo, como proponía J.M. Lagrange (1895), o únicamente para un juicio práctico, es decir sobre la conveniencia y el modo de escribir, como proponía Ch. Pesch (1905). Partiendo acertadamente de la distinción entre revelación profética e inspiración bíblica, P. Benoit (1963) propone situar esta última en el juicio especulativo-práctico, si bien para este autor es el juicio práctico el que determina el especulativo. También señaló Benoit que no debía entenderse la inspiración de los escritos ordenada a la revelación, sino a la trasmisión de la revelación. c. La inspiración y el carisma de locución Sin embargo, en la aplicación del tratado de profecía a la composición de la Escritura se pasaron por alto unas intuiciones de Santo Tomás verdaderamente interesantes. El Aquinate al tratar de la profecía, habla de profecía perfecta y profecía imperfecta, ambas inspiradas por Dios. La profecía imperfecta se da cuando el profeta no sabe el significado de lo que conoce, como el Faraón o Nabucodonosor; o cuando el locutor no conoce con seguridad si lo que dice viene de Dios o del espíritu propio: “Por consiguiente –sigue Santo Tomás– el profeta posee máxima certeza sobre cosas que conoce expresamente por el espíritu profético y está seguro de las que ha recibido por revelación divina […]. De lo contrario, si el mismo profeta no tuviera certeza, dejaría de ser cierta la fe que se basa en la enseñanza de los profetas. […]. En cuanto a las cosas que conoce por instinto, a veces es incapaz de distinguir adecuadamente si las ha pensado por instinto divino o por su propio espíritu, puesto que no todo lo que conocemos por espíritu divino se nos manifiesta con certeza profética, porque ese instinto es algo imperfecto en el orden de la profecía” (II-II q. 171, a. 5). Profecía perfecta es “la profecía que poseyeron todos los que se cuentan entre los profetas, los cuales se llaman especialmente profetas por haber desempeñado un oficio profético y haber hablado en nombre del Señor diciendo: Esto dice el Señor. No hacían esto los hagiógrafos, algunos de los cuales hablaban más frecuentemente de cosas que están al alcance de la razón, y no en nombre de Dios, sino en el propio, aunque ayudados por la luz divina” (II-II q. 174, a.2 ad 3). Santo Tomás denomina hagiógrafos a los autores de los libros sapienciales: “hagiógrafos, que escribían bajo la inspiración del Espíritu Santo, como Job, David, Salomón y otros” (II-II q. 174,

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a.2 arg. 3). Estos autores, como se percibe en los dos textos citados, están inspirados cuando escriben, pero no en nombre de Dios, por lo que su profecía tiene que completarse. A fortiori este tipo de inspiración profética imperfecta se puede aplicar a los autores de los libros sagrados. En este caso como, señala G. Aranda, la inspiración para escribir tendría que ver con el carisma de locución, donde “el Espíritu Santo se sirve de la lengua humana como de cierto instrumento, pero Él es quien acaba interiormente la obra” (II-II q.177 art. 1 Resp.). La palabra es el instrumento del que Dios se sirve; y, cuando ésta se da por escrito, hay que decir que la Escritura es inspirada en cuanto que por disposición divina es propiamente la palabra mediadora de revelación para quien la recibe, el pueblo de Israel y la Iglesia. Profecía perfecta se dará en la recepción apostólica de los libros ya que Dios “imprime una luz inteligible en la mente humana para que juzgue de un modo divino lo que otro ha visto, como se dice de José y como aparece claramente en los Apóstoles, a los que el Señor abrió el sentido para que entendieran las Escrituras, como leemos en Lc 24,45, y a este don pertenece la interpretación del discurso” (II-II, q 173, a.2). 3. Más allá del carisma estricto de profecía En la segunda mitad del siglo XX aparecieron otras explicaciones orientadas a comprender mejor la naturaleza de la Sagrada Escritura y de la inspiración bíblica. Muy en la línea de la explicación de Santo Tomás, pero con atención a los diversos carismas que se aparecen en la Sagrada Escritura, P. Grelot propuso esta explicación. Hay en la Biblia dos tipos de carismas en relación con la palabra de Dios; en relación a ellos podría concebirse un tercer carisma: el de la inspiración de los escritores sagrados.

a) Carismas de creación de la palabra de Dios. Lo tienen los profetas en el Antiguo Testamento y los apóstoles en el Nuevo.

b) Carismas de conservación de la palabra de Dios. Lo tienen, por ejemplo, los sabios encargados de transmitir la enseñanza (cf. Jr 18,18), los salmistas, cantores, etc., en el Antiguo Testamento; los evangelistas, doctores, etc. (cf. Ef 4,11), en el Nuevo.

c) Carisma de la inspiración para escribir la palabra de Dios. Cuando quien escribe tiene el carisma de creación de la palabra de Dios –profetas y apóstoles– este carisma no es distinto del profético o apostólico: se aplica simplemente a escribir. Cuando escribe quien solamente tiene el carisma de conservar la palabra de Dios, para que su obra se tenga como palabra de Dios, necesita de un suplemento, como un instinto profético, para que su obra se tenga por tal.

Otra explicación análoga a la clásica es la que propone atender más a los aspectos literarios que a los filosóficos. La explicación clásica, quizás sin pretenderlo, acababa por fijar la atención en el valor de verdad de las proposiciones contenidas en la Sagrada Escritura. Luis Alonso Schökel llamó la atención sobre el hecho de que los textos de la Escritura son textos literarios, y por tanto, había que fijar la atención en el proceso de composición de la obra literaria. En concreto, distingue tres aspectos:

a) Recogida de materiales. Es el primer paso de composición de una obra. Los materiales provienen de una búsqueda por parte del autor, o de experiencias previas. Esta fase no cae necesariamente bajo la inspiración.

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b) Intuición generalizadora. Con los materiales hay un momento en el que el autor intuye y propone algo nuevo: la obra en cuestión. Esta intuición puede ser una idea o incluir la estructura, etc. En todo caso, hay una novedad que incluye la concepción de la totalidad de la obra. Esto debe caer ya bajo la inspiración por cuanto supone una novedad. Se subraya aquí la inspiración del escritor sagrado.

c) Ejecución. Se trata de la composición de la obra, con cambios incluso en la organización, etc., hasta que la obra es completa. Esto debe caer también bajo la inspiración. Se subraya aquí la inspiración del texto sagrado.

Con este esquema Schökel piensa que se pueden solucionar muchos aspectos problemáticos de las explicaciones anteriores: que la inspiración afecta al autor y a la obra inspirada, que la veracidad del texto debe concebirse en términos de creación artística y no meramente proposicionales, etc. 4. La inspiración, carisma de la Iglesia naciente Sin relación estricta con el carisma de profecía está la propuesta de K. Rahner. Para este autor, la inspiración de la Escritura debe entenderse en relación con la fundación de la Iglesia. Dios es autor de la Escritura, pero los libros sagrados son libros “de” la Iglesia “para” la Iglesia. La afirmación dogmática de que Dios es autor de la Escritura no condena a los escritores sagrados a ser meros amanuenses, sino que los eleva a la categoría de autores sagrados. De la misma manera que en la Encarnación no tolera la humanidad de Cristo sino que la quiere y la eleva, Dios no sólo tolera a los escritores sagrados, sino que los quiere como autores; y lo mismo respecto de los libros: son libros plenamente humanos y plenamente palabra de Dios. Para explicar el proceso en todos sus componentes hay que partir de una proposición más amplia: Dios desea la salvación de todos los hombres y la quiere en Jesucristo; por eso quiere y crea a la Iglesia: “Dios quiere la Iglesia y la pone en práctica. La quiere de un modo absoluto. Desea su existencia (…) en el conjunto de la historia de la salvación; primeramente porque su designio de la Encarnación del Logos, elaborado absolutamente por Dios y con anterioridad a toda libre decisión humana que pudiera motivarla, incluye dentro de sí la fundación de la Iglesia”. En lo que se refiere a la revelación de su designio salvador, “con Jesucristo, tal como es anunciado y está presente en la predicación apostólica, ha tenido lugar la autorrevelación divina absoluta y definitiva, que solamente será superada por la manifestación del mismo Dios en la visión inmediata como consumación de la gracia de Cristo. En este sentido la “revelación” concluyó con la muerte de los apóstoles, es decir, con el fin de la era apostólica o con la Iglesia primitiva (...). La revelación cristiana que con la Iglesia primitiva se nos presenta definitiva y completa, está fijada para todos los tiempos y todos los pueblos”. En consecuencia, “Dios debió predefinir formalmente a la Iglesia primitiva [la Iglesia apostólica] en su fe como fuente y norma de la fe de los tiempos posteriores”. Si la estableció de esta forma, como fuente y como norma, es natural que le conceda a la Iglesia apostólica la norma con la que regirse a lo largo de la historia: de ahí la Escritura: “Dios establece también la Escritura entre los elementos esenciales de la Iglesia apostólica según su voluntad libre pero objetivamente inteligible. Los hechos expresados en esta afirmación no

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pueden ponerse en tela de juicio. En efecto, a) existe la Sagrada Escritura, y b) ella es esencialmente un libro de la Iglesia; ella es reconocible como Sagrada Escritura sólo a través de ella, ella ha sido dada para la Iglesia, solamente ésta puede interpretarla y actualizar su íntima naturaleza”. Por eso, concluye:

“Por cuanto Dios quiere y crea la Iglesia apostólica con voluntad absoluta, formalmente predefinidora, salvífica y escatológica, y con ello desea y crea también sus elementos esenciales, Dios quiere y crea la Escritura de tal forma que se convierte por medio de la inspiración en su originador y autor. Hay que considerar el término “por cuanto”. La Escritura no se produce meramente “con ocasión de” o “durante el curso de” la realización divina de la Iglesia apostólica; más bien la inspiración divina es un momento intrínseco en la formación de la Iglesia apostólica y de este hecho deriva su carácter peculiar (...). La inspiración de la Escritura no es nada más que la fundación divina de la Iglesia en cuanto que se aplica precisamente a ese constitutivo esencial de la Iglesia apostólica que es la Escritura”

Con estas afirmaciones, no se quiere decir que Dios haya creado la Iglesia y ésta la Escritura, ni que Dios sea creador de la Escritura y se la otorga a la Iglesia –esto sería lo mismo que afirmar el principio protestante de la Sola Scriptura; la Iglesia no estaría ya “bajo” la palabra de Dios sino “bajo” la Escritura–, sino que es autor de la Escritura al ser autor de la Iglesia. En su dimensión humana los libros de la Escritura son libros también plenamente humanos: libros de la Iglesia para la Iglesia. Las tesis de Rahner no son completas, y hay algunos puntos discutidos por los autores. Sin embargo, es la teoría más aceptada por los especialistas desde que se publicó. La propuesta de G. Aranda que hemos apuntado más arriba –más en consonancia con la tradición teológica y con los datos bíblicos– es perfectamente coherente con ella. 5. Horizonte actual: La Escritura en el misterio de Cristo y de la Iglesia. A la luz del misterio de Cristo y de la Iglesia, se puede percibir el misterio de la Escritura en lo que atañe a su origen divino y a su naturaleza como texto y en lo que concierne a su función una vez establecido el canon (G. Aranda). Esta intuición –compatible con todo lo que se ha afirmado en el apartado anterior– va abriéndose camino en la teología contemporánea. a. Analogía de la Escritura con el Verbo encarnado. La expone así Dei Verbum, 13: en la Sagrada Escritura “se manifiesta la admirable condescendencia (synkatábasis) de la sabiduría eterna”, pues, en ella, “las palabras de Dios, expresadas con lenguas humanas, se han hecho semejantes al habla humana, como en otro tiempo el Verbo del Padre Eterno, tomada la carne de la debilidad humana, se hizo semejante a los hombres”. El texto de la Escritura, plasmado en lenguas humanas y siéndole propias las características de todo texto literario, guarda analogía con la humanidad de Cristo. Como ésta fue creada por obra del Espíritu Santo en el seno de María (cf. Mt 1,20; Lc 1,35) y asumida por el Verbo (cf. Jn 1,14), así la consignación por escrito de los textos bíblicos se debió a una acción del Espíritu de Dios, de modo que fueron asumidos por el mismo Dios como su palabra, sin dejar de ser palabra humana.

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b. El misterio de Cristo desvelado en la Escritura. El misterio de Cristo incluye su encarnación, su obra redentora y la instauración de la Iglesia (cf. Ef 3,4-6), y, a través de él, se desvela el misterio de la voluntad divina (cf. Ef 1,9-10). Este doble misterio se ha revelado mediante la predicación apostólica y se ha “manifestado al presente por las Escrituras que lo predicen” (Rm 16,25-26). La Sagrada Escritura está pues en función de desvelar el misterio de Cristo, de forma que toda la

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Escritura habla de un modo u otro de Cristo. Pero, puesto que Cristo es el Verbo eterno del Padre, hecho hombre en un momento de la historia, en toda la Escritura habla ese Verbo, es decir, Cristo mismo. En la Escritura, Dios Padre, por la acción del Espíritu Santo, hace resonar su voz, que es su mismo Verbo eterno expresado en palabras humanas. c. El misterio de la Escritura desvelado en la Iglesia Así como el misterio de Cristo se desvela en la Iglesia, la verdadera naturaleza de la Escritura se percibe también en y desde la Iglesia. Cuando ésta propone el canon de las Escrituras, al tiempo que reconoce que los libros aceptados han sido inspirados por Dios, los integra en un nuevo libro, la Biblia, con el Antiguo y el Nuevo Testamento, de tal forma que todos ellos constituyen un conjunto armónico: “... la Escritura inspirada es ciertamente la Escritura tal como la Iglesia la ha reconocido como regla de fe” (PCB 1993, I. C. 1). Fue, por tanto, la Iglesia, apoyada en la tradición apostólica y guiada por el Espíritu Santo, la que realmente hizo la Biblia, y, en este sentido, entra asimismo en el ámbito de su autoría humano-divina. La inspiración de la Escritura se extiende desde la elaboración de los libros que la componen, afectando a quienes colaboraron en esa tarea a veces en complejos procesos de redacción, hasta su entrega a la Iglesia en la forma en que ésta la ha recibido, pasando por la valoración sagrada de las Escrituras que se forjó, de una u otra manera, en el pueblo de Israel (cf. PCB 2001). La inspiración de la Sagrada Escritura ha de entenderse, por tanto, como un proceso dinámico en el que ha quedado fijada por escrito, bajo la acción del Espíritu Santo, la verdad sobre Cristo, que abarca la preparación a su venida, su obra redentora, y la prolongación de su presencia hasta el final de los tiempos.

TEMA 6. LA VERACIDAD DE LA SAGRADA ESCRITURA 1. Aspectos generales a. La veracidad de la Biblia se deriva de la divina inspiración La Biblia es el conjunto de libros inspirados por Dios, que la Iglesia ha recibido del antiguo Israel y de los Apóstoles como norma cierta de la verdad que ella cree y confiesa. De ahí que los libros sagrados se llamen también canónicos: ellos son el “canon” o la “regla” de la verdad revelada por Dios. La enseñanza de la Biblia, por tanto, no es sólo una enseñanza humana, sino la Palabra del mismo Dios, tal como se proclama en la Santa Misa tras la lectura de los textos bíblicos. Este es el motivo por el que la Iglesia cree que lo enseñado en la Biblia es verdad. La verdad de la Biblia se deriva de la veracidad de Dios que es quien la ha inspirado, y es, en consecuencia, su autor principal. Los escritores sagrados redactaron sus escritos bajo el carisma de la divina inspiración, de tal forma que, a la vez que escribían como verdaderos autores, Dios se servía de ellos para comunicarnos todo y sólo lo que Él quería: así, todo lo que los hagiógrafos afirman debe tenerse como afirmado por el Espíritu Santo (cf. Providentissimus Deus, EB, n. 125). Tal es la razón por la que:

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“Hay que confesar que los libros de la Sagrada Escritura enseñan firmemente, con fidelidad y sin error, la verdad que Dios quiso consignar en las Sagradas Letras para nuestra salvación” (DV 11).

La veracidad de la Biblia es una afirmación confesada por la Iglesia desde los orígenes hasta nuestros días ininterrumpidamente. Pertenece al depósito de la fe cristiana, y se explica como consecuencia necesaria del hecho de la inspiración divina de la Sagrada Escritura. Como la misma inspiración bíblica, la veracidad se extiende a todo el contenido de la Biblia, que ha sido inspirado por Dios a los hagiógrafos tanto del Nuevo como del Antiguo Testamento. Como afirmaba un conocido exegeta a comienzos del siglo XX, “si el consentimiento unánime de los Padres no es una quimera, si la constancia, la perpetuidad y la universalidad de la doctrina es una regla de fe, no existe dogma más sólidamente establecido que la inerrancia de la Sagrada Escritura” (F. Prat). b. Veracidad e inerrancia Dios ha querido enseñarnos su verdad salvadora por medio de los libros inspirados. Es obvio, pues, que en ellos no puede haber error, pues si se diera, sería atribuible a Dios mismo. En efecto, aunque los hagiógrafos, como hombres, tienen sus propias limitaciones y pueden cometer errores, cuando escriben bajo el carisma de la inspiración son movidos, iluminados y asistidos por el Espíritu Santo, de tal forma que Dios es el autor principal de esos libros y de las afirmaciones que en ellos se contienen. No pueden separarse en los libros de la Biblia partes atribuibles a Dios y partes atribuibles al hombre, sino que todo es, al mismo tiempo, Palabra de Dios y lenguaje humano. De ahí que se haya de considerar a Dios como garante de que no hay error en la Sagrada Escritura. Esta cualidad de los libros sagrados, su veracidad, contemplada como ausencia de error, se denomina “inerrancia bíblica”. Desde esta perspectiva se ha planteado, sobre todo cuando se trataba de defender la Biblia frente a quienes –a lo largo de la historia– han pretendido desacreditar la religión judía y cristiana, argumentando que sus libros sagrados contenían errores y contradicciones, por lo que no merecían ser aceptados como la verdad que viene de Dios. Sin embargo DV no quiso servirse de la expresión “inerrancia”, sino que orientó la cuestión positivamente y hablo de “verdad”: afirma en efecto que los libros sagrados contienen “fielmente y sin error la verdad”. A continuación añade una nota aspectual muy importante: “la verdad que Dios, en orden a nuestra salvación (nostrae salutis causa), quiso consignar en las Sagradas Letras”. Con esto no se quiere decir que la Biblia sólo sea verdadera en las cosas referentes a la revelación (fe y moral), sino que el objeto formal de la Escritura es el de nuestra salvación. La Biblia no es una enciclopedia de saberes, sino un saber verdadero sobre lo que interesa para la salvación. La Biblia no es un tratado de zoología, sino que presenta una axiología sobre el valor de lo creado: tanto hombres como animales. También hay que llamar la atención sobre otro aspecto: DV, con Providentissimus Deus, afirma que todo lo dicho por los hagiógrafos debe tenerse por dicho por el Espíritu Santo. Sin embargo el lugar donde se enseña la verdad no es en primer lugar cada uno de los libros, ni mucho menos cada una de sus afirmaciones, sino “los libros”, en plural, es decir, el conjunto de la

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Sagrada Escritura. Veamos cómo se han formulado estas cuestiones en la reflexión de la Iglesia. 2. Dificultades y principios de solución en la antigüedad a. Ante las aparentes contradicciones internas Ya los Santos Padres y los primeros escritores cristianos se enfrentaron a las dificultades suscitadas por la comparación entre diversos pasajes bíblicos, bien fuese entre pasajes del Antiguo Testamento con relación al Nuevo, o bien entre unos escritos y otros del mismo Nuevo Testamento. Así, por ejemplo, fueron perfectamente conscientes de las diferencias que existen entre los Evangelios Sinópticos y el de San Juan, al presentar el ministerio público de Jesús. Ciertamente las soluciones que dieron a las dificultades concretas no tenían el rigor crítico con que se plantean actualmente. Sin embargo, para resolver las dificultades, establecieron -desde la fe en la inspiración divina de la Biblia- principios seguros y orientaciones, que siguen teniendo validez. San Justino, por ejemplo, respondiendo al judío Trifón, que le objetaba acerca de la fe cristiana presentándole contradicciones en la Escritura santa, escribía: “Jamás me atreveré a pensar, ni a decir, que las Escrituras presentan contradicciones entre sí; y si alguna Escritura me pareciera tal, preferiría reconocer que no entiendo su significado, y trataré de persuadir a todos aquellos que sospechan que en la Escritura existen contradicciones, que adopten mi forma de pensar” (Diálogo con Trifón, 65,2.). San Agustín, refiriéndose en concreto a las aparentes contradicciones en los Evangelios, escribía así en una larga carta a San Jerónimo: “Si en estos escritos encuentro alguna cosa que aparezca contraria a la verdad, sin inmutarme, puedo pensar que el códice en el que leo tal vez sea defectuoso, o que el traductor no ha sido capaz de expresar el pensamiento fielmente, o que yo no lo he entendido debidamente” (Epístola 82,1,3). b. Ante las conclusiones de las ciencias De nuevo San Agustín, discutiendo con algunos herejes, estableció algunos principios que nunca deben olvidarse, para comprender la verdad de la Sagrada Escritura: Que en ella el Señor “pretende hacer cristianos, no científicos” (De Actis cum Felice Manicheo, l,l0), y que “el Espíritu de Dios que nos ha hablado a través de los autores sagrados no quiso enseñar a los hombres cosas que no fueran de utilidad para su salvación” (De Gen. ad litt., II, cap. 9,20). 3. La inerrancia bíblica en temas de ciencias naturales en la época moderna Un buen número de dificultades surgirían en época más reciente, al contrastar las afirmaciones de la Biblia con los conocimientos adquiridos en torno a las ciencias naturales, especialmente en astronomía y paleontología. La visión del universo que presenta la Sagrada Escritura no coincide con la que propone la ciencia, y lo mismo cabe decir respecto a las etapas por las que ha atravesado la formación de la superficie terrestre y la aparición de las especies animales. Estas cuestiones, y otras similares, motivaron que los intérpretes cristianos y el Magisterio de la Iglesia fueran precisando el verdadero sentido en que se han de entender las afirmaciones bíblicas sobre estos temas.

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a. El caso Galileo En el siglo XVII, cuando Galileo afirmaba que la tierra gira alrededor del sol, algunos de sus contemporáneos vieron en ello una contradicción con la Biblia. Pero no era ése el sentir de Galileo, que justificaba sus afirmaciones citando al Cardenal Baronio, cuando escribía que “el Espíritu Santo pretende enseñarnos cómo se va al cielo, no cómo va el cielo”. Esta afirmación de Galileo en realidad debería precisarse más en su contexto, pues la Escritura también enseña cómo va el cielo, pero lo enseña desde la perspectiva de los hagiógrafos, que, es evidente, no tenían los conocimientos y el universo mental de Galileo. Sería más precisa otra enseñanza de Galileo en la que afirmaba que como el mismo Espíritu Santo era el autor del libro de la naturaleza y del libro de la Iglesia, no podía habar contradicción entre ellos: lo necesario era aprender el lenguaje de cada uno de estos libros, para entenderlo (información on-line sobre Galileo, en cryf.org). b. Enseñanza del Magisterio de la Iglesia Al final del siglo XIX, ante las teorías evolucionistas y los descubrimientos arqueológicos de antiguas culturas contemporáneas, e incluso anteriores, a las reflejadas en la Biblia, el Papa León XIII enseñaba: “Se ha de considerar en primer lugar que los escritores sagrados, o mejor, el Espíritu Santo que hablaba por ellos, no quisieron enseñar a los hombres estas cosas (la íntima constitución o naturaleza de las cosas que se ven) puesto que no les habían de servir para su salvación; y así, más que intentar en sentido propio la explicación de la naturaleza, describen y tratan a veces las realidades en sentido figurado, o según la manera de hablar en aquellos tiempos, que aún hoy rige en muchos aspectos de la vida cotidiana, hasta entre los hombres más cultos” (Providentissimus Deus, EB, n. 121).

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Un ejemplo ya clásico. En la concepción cosmológica de la Biblia, como en la de todo el mundo antiguo, la tierra es considerada como el centro del universo en torno al que giran el sol, la luna y las estrellas. Hoy la ciencia dice que no es así, ciertamente, pero no podemos acusar a la Biblia de error en este tema, ya que, de un lado, no es ni pretende ser un tratado de astronomía que se proponga explicar científicamente tales cosas, y, por otra parte, el autor sagrado se expresa con arreglo a la cultura y forma de hablar de su tiempo que, tal como hacemos también hoy, se rige por lo que aparece a los sentidos. Y los sentidos realmente no se equivocan en aquello que perciben, aunque la explicación científica dé razones no captadas por ellos a primera vista. Dios ha dejado en manos de los hombres la tarea científica de explicar la constitución de la naturaleza y sus leyes. Sería por tanto una puerilidad achacar a la Biblia defectos o errores en este sentido. Pero el que la Biblia sea un libro religioso y no una enciclopedia científica, no quiere decir que cuando en ella se encuentran temas propios de las ciencias no goce también de la divina inspiración. Todo el contenido de la Sagrada Escritura está inspirado por Dios. I Ahora bien, al hablar a los hombres, Dios se acomoda a la forma del lenguaje y de la cultura humana, y, concretamente, a la de los hagiógrafos, que actúan como instrumentos para que llegue hasta nosotros la Revelación divina. Solamente así puede ser la Palabra de Dios al mismo tiempo palabra humana, inteligible por el hombre. “En la Escritura, escribía Santo Tomás, las cosas divinas se nos dan al modo que suelen usar los hombres” (Comentario sobre Heb, 1,4). Este “abajarse” de Dios a la situación del hombre es lo que se llama condescendencia divina, en griego synkatábasis. El principio de la condescendencia de Dios es importantísimo para poder comprender cómo se nos expresa la verdad en la Biblia. Este principio fue alabado, entre los Santos Padres, por San Juan Crisóstomo, y recogido en nuestro tiempo especialmente por el Papa Pío XII en la Encíclica Divino Afflante Spiritu: “Porque así como el Verbo substancial de Dios se hizo semejante a los hombres en todo, excepto el pecado, así también las palabras de Dios, expresadas en lenguas humanas, se hicieron semejantes en todo al lenguaje humano, excepto en el error” (Divino afflante Spiritu, n. 20). El Concilio Vaticano II propone de nuevo este principio, para que conozcamos la “admirable condescendencia de la sabiduría eterna” (DV 13). 4. La veracidad de la Biblia en temas históricos Los principios expuestos pueden aplicarse tanto a las cuestiones relacionadas con las ciencias de la naturaleza como a aquellas otras que afectan a los acontecimientos históricos. Pero se ha de tener en cuenta que, mientras el conocimiento de la explicación científica de la naturaleza y de sus leyes no afecta a la salvación eterna del hombre, sin embargo existen acontecimientos de orden histórico que son el fundamento de la fe bíblica, tanto para el pueblo hebreo como para la Iglesia de Jesucristo. Son todos los acontecimientos que entretejen la Historia de la Salvación, entre los que cabe señalar la creación del mundo y del hombre por Dios, la caída de los primeros padres, la elección divina del pueblo de Israel, la Alianza con Moisés, la Encarnación, Muerte y Resurrección de Jesucristo, la venida del Espíritu Santo en Pentecostés y el comienzo de la Iglesia. Si acerca de los fenómenos naturales se puede decir que la Sagrada Escritura los presenta según las apariencias y en ello no hay

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error, no sucede lo mismo con las afirmaciones de orden histórico, pues una historia según las apariencias y no según lo ocurrido en realidad no sería verdadera historia, tal como enseñaba el Papa Benedicto XV: “Es ley primaria en la historia que lo que se escribe debe ser conforme con los sucesos tal como realmente acaecieron” (Spiritus Paraclitus, EB, n. 457). a. Rasgos de la historia bíblica a.1. Historia religiosa Al estudiar la Historia de la Salvación, narrada en la Biblia, hay que tener en cuenta que sigue criterios distintos de los que seguiría, por ejemplo, un historiador de nuestros días. La historia bíblica es ante todo una historia de carácter religioso, contemplada desde la fe, y en la que entra un protagonista cuya acción trasciende los métodos de comprobación de la Historia, en el sentido moderno del término. Este protagonista es Dios. Los hagiógrafos que relatan la historia de Israel, o de Jesucristo, o de la Iglesia de los primeros tiempos, no sólo describen los acontecimientos como sucesos históricos, sino que los presentan dándoles una interpretación desde la fe en la acción de Dios. Un ejemplo puede aclarar esta idea. El origen del pueblo de Israel es objeto de la ciencia histórica actual, y los autores discrepan si se ha de situar hacia el siglo XII a.C. – cuando surge la unidad de las tribus en la tierra de Canaán–, o si el pueblo se configura ya antes bajo el liderazgo de Moisés y Josué a la salida de Egipto, o si hunde sus raíces en los clanes patriarcales hacia el siglo XIX a.C. La Biblia lo presenta desde otra perspectiva: Israel surge en la historia por una intervención especial de Dios, que quiere formar un pueblo distinto entre todos los demás. Este proyecto lo va realizando mediante intervenciones sucesivas, que se remontan hasta la llamada a Abrahán, y que están como preparándose en la misma creación del hombre. De esta manera, aunque la Biblia no responde de forma clara a la pregunta que se hacen los historiadores modernos sobre el origen de Israel, sin embargo presenta la verdad profunda del mismo: Israel surgió como pueblo por una iniciativa divina, y en su origen están implicados Abrahán, los Patriarcas, Moisés... y quienes ratificaron el pacto de Siquén, narrado en el libro de Josué, cap. 24. a.2. Historia interesada y selectiva La historia bíblica, por ser de carácter religioso, es ciertamente historia interesada. Pero no por ello deja de ser verdadera historia. La interpretación de los hechos a la luz de la fe no sólo no los falsea, sino que los presenta en su verdadera dimensión, dándoles la explicación correcta, aunque para ello resalte e incluso engrandezca algunos rasgos particulares. De ahí también que sea una historia selectiva. No cuenta todo, sino lo que es importante para mostrar la forma en que Dios ha intervenido, dejando entrever así cómo va a actuar Dios en el futuro. b. Diversas formas de narrar la historia b.1. La historiografía antigua Hemos señalado algunos rasgos de la historia bíblica, que se han de tener en cuenta para entenderla correctamente. Pero cada episodio particular y la forma en que es narrado presentan sus propias características, que se han de considerar atentamente en orden a descubrir la intención del hagiógrafo, es decir, lo que éste quiso transmitir. Porque no siempre se usa la misma forma

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de decir o de narrar, sino que depende del genio del autor, del contexto cultural en que se mueve y del género literario que emplea. Así, por ejemplo, es bien distinta la forma literaria en que se cuenta el origen del mundo y del hombre en los primeros capítulos del Génesis, que la que se emplea para narrar la salida de Egipto, teñida de rasgos épicos. Puesto que la verdad histórica no se presenta en cada pasaje de la misma forma, enseñaba el Papa Pío XII que “nadie que tenga recta inteligencia de la inspiración se debe admirar de que también entre los autores sagrados, como entre los otros de la antigüedad, se hallen ciertos artes de exponer y de narrar, ciertas peculiaridades, sobre todo propios de las lenguas semitas, que se llaman aproximaciones, y ciertos modos de hablar hiperbólicos; más aún, a veces, hasta paradojas para imprimir las cosas en la mente con más firmeza” (Divino afflante Spiritu, n. 20). Un poco más tarde, en 1948, en una carta –aprobada por el Papa– de la Pontificia Comisión Bíblica al Cardenal Suhard de Paris, se establecían unos principios muy fecundos después:

“La cuestión de las formas literarias de los once primeros capítulos del Génesis es mucho más oscura y compleja. Estas formas literarias no responden a ninguna de nuestras categorías clásicas y no pueden ser juzgadas a la luz de los géneros literarios grecolatinos o modernos. No puede consiguientemente negarse ni afirmarse en bloque la historicidad de estos capítulos sin aplicarles indebidamente las normas de un género literario bajo el cual no pueden ser clasificados. Si se admite que en estos capítulos no se encuentra historia en el sentido clásico y moderno, hay que confesar también que los datos científicos actuales no permiten dar una solución positiva a todos los problemas que plantea... Declarar a priori que sus relatos no contienen historia en el sentido moderno de la palabra, dejaría fácilmente entender que no la contienen en ningún sentido, cuando en realidad cuentan en lenguaje sencillo y figurado, adaptado a las inteligencias de una humanidad menos desarrollada, las verdades fundamentales presupuestas a la economía de la salvación, al mismo tiempo que la descripción popular de los orígenes del género humano y del pueblo escogido” (DH 3864).

b.2. La historiografía moderna Hay otro aspecto que conviene considerar a propósito de lo narrado en la Biblia. Se trata de los presupuestos metodológicos sobre los que descansa la historiografía moderna. Sucede, en efecto, en relación con las cuestiones de orden histórico que, entre los sucesos que narra la Biblia, algunos son comprobables por los métodos de la Historia-ciencia moderna, pero otros no. Si la ciencia dispone hoy día de datos suficientes para comprobar los asertos bíblicos, ocurridos algunos en épocas ya muy remotas, es una cuestión de metodología verificarlos. Sin embargo, algunos relatos de carácter histórico, no son, de suyo comprobables en todos sus aspectos por los métodos estrictamente históricos: así, es comprobable por la historia, la resurrección de Lázaro, o del hijo de la viuda de Naím, o el hecho del sepulcro vacío de Jesús, o el testimonio atendible científicamente de los testigos de las apariciones de Jesús Resucitado; pero el personaje mismo de Jesús Resucitado y glorioso trasciende a los métodos de la historia científica: Jesús Resucitado no puede, por ejemplo, ser sometido a un censo de población, como lo era antes de su muerte, o como lo era Lázaro después de ser resucitado, puesto que en Lázaro se opera la vuelta a la vida de antes, pero no así en la Resurrección de Jesús, que fue a la vida gloriosa.

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En realidad, la historiografía moderna se ha impuesto un límite a la hora de considerar algo histórico: para que algo sea histórico tiene que ser humano, y, en ese sentido, repetible. Así, por ejemplo, se puede considerar que entra dentro de la categoría de lo histórico la resurrección de Lázaro o del hijo de la viuda de Naím, porque se han dado casos en los que una persona que se tenía por muerta, de repente, vuelve a revivir. Pero existen otros sucesos que al no tener un análogo histórico se tienen por formas literarias. Así, por ejemplo, la multiplicación de los panes por parte de Jesús o el caminar sobre las aguas, en esta epistemología se despachan, sin más, como formas literarias con las que los autores de los evangelios quieren mostrar la divinidad de Jesús. Algunos estudiosos apuntan a que esta epistemología debe corregirse de alguna manera, porque, por esa ley de la analogía, fenómenos como el Holocausto son tan singulares aparecerían como inconcebibles si no hubieran tenido lugar. En todo caso, lo que parece claro es que estos sucesos de la Biblia que trascienden los métodos históricos –del que la resurrección de Jesús es el modelo ejemplar– no son menos verdad, ni menos históricos que los otros, pero lo son en un sentido que trasciende a los métodos en uso de la historia científica. Pueden ser llamados de diversas maneras: algunos autores modernos los denominan meta-históricos; la Iglesia no les ha dado oficialmente ningún calificativo específico para designar su verdad como realidad histórica. Al trascender los limitados métodos del método histórico moderno, entran en la certeza de la fe, que se apoya no sólo en los datos controlables por la investigación humana, sino principal y esencialmente en la autoridad de Dios que revela, que ha mostrado a unos testigos elegidos por El, el hecho histórico trascendente, pero no opuesto, a la ciencia meramente humana. En este punto incide la dificultad, a veces el escándalo, de los no creyentes, consistente en que la Biblia llegue a afirmar verdades de orden histórico que, sin embargo, trascienden los limitados métodos de investigación humana. La fe cristiana da al creyente la certeza absoluta de la verdad de esos relatos, bases necesarias para las verdades de salvación. El no creyente debe, razonablemente, mantener al menos una actitud de respeto hacia la seriedad de los testigos que afirman tales hechos, y hacia la Iglesia que conserva tales testimonios. Y ello por tres razones principales: por la honestidad de quienes mantienen dicha fe, por la imposibilidad de negar científica y moralmente lo que afirma la fe y, en tercer lugar, por la racionalidad de lo enunciado. 5. La verdad de la Biblia en cuestiones de orden moral a. La santidad bíblica Junto a la Historia de la Salvación, la Biblia enseña también verdades de orden moral, es decir, normas de conducta humana que responden verdaderamente a la dignidad del hombre y al proyecto de Dios sobre él. A este aspecto de la veracidad bíblica se le denomina santidad de la Biblia, en el sentido de que señala al hombre la conducta que ha de seguir ante Dios, y reprueba lo que está mal.

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b. Principios para solucionar las posibles dificultades También en este ámbito pueden surgir dificultades, sobre todo en lo referente a algunas leyes del Antiguo Testamento cuando se comparan con la moral del Nuevo. El principio fundamental que hay que tener en cuenta es el carácter progresivo de la revelación bíblica: Dios, como sabio pedagogo, no ha ido exigiendo a la humanidad más allá de lo que ésta podía ir dando; es otro aspecto del principio de la synkatábasis o condescendencia divina. Así, por ejemplo, ha de considerarse como un gran progreso en la moralidad social el principio del talión, introducido en la ley mosaica: el “ojo por ojo y diente por diente” limitaba los interminables desquites de la ley de la venganza, en uso entre los pueblos nómadas y seminómadas del antiguo Oriente Medio, de los cuales nació el pueblo de los patriarcas hebreos; la ley del talión constituía, pues, un gran avance en los modos de la justicia frente a la cruel costumbre de la venganza, al establecer que el castigo no podía ser mayor que el delito. Igualmente, las medidas muy restrictivas de la ley mosaica sobre el divorcio venían a proteger profundamente el estatuto social de la mujer en aquel entonces. Suprimiendo progresivamente la poligamia sin límites del régimen tribal, se preparaba el camino hacia la monogamia y la igualdad de derechos entre el hombre y la mujer. De este modo, desde los estados más primitivos de la moralidad israelítica hasta la santidad evangélica, la Revelación bíblica ha recorrido el largo camino que va desde las imperfecciones de los comienzos de la historia bíblica hasta la perfección final de la santidad moral vivida y enseñada por Jesucristo. Otra perspectiva importante a tener en cuenta es que la Biblia recoge la experiencia religiosa progresiva del pueblo elegido y de sus personajes principales, hasta llegar a Jesucristo. Pero ningún hombre es absolutamente santo, sólo Dios lo es, y por ello, aun los más grandes patriarcas, profetas y reyes de Israel tuvieron sus imperfecciones y hasta sus caídas. Dios nos enseña en la Biblia el camino de la santidad, no sólo con los ejemplos de virtud heroica de los hombres, sino también con la lección de sus debilidades, limitaciones y vicios. Y en la Sagrada Escritura aparecen todas estas actitudes humanas, calificándolas moralmente de modo explícito, las más de las veces, o colocando al lector en condiciones de dar con facilidad su propio juicio moral recto. También hay que colocarse en perspectiva histórica para entender en su justo valor ciertas formas de expresar los sentimientos de los personajes bíblicos: no en todos los tiempos y culturas la sensibilidad es la misma. Y así, ciertas manifestaciones que aparecen en los libros del AT podrían resultar ahora un tanto groseras o menos correctas, si no se sitúa el lector en el medio social antiguo en que fueron escritas. En este sentido, los “actos de crueldad” que aparecen como ordenados por Dios —p. ej., la ley del herem que mandaba aniquilar las ciudades conquistadas— se han de entender desde la tendencia de los autores sagrados de atribuir a Dios el origen de todas las costumbres, y como un medio para que el pueblo se preservase de la contaminación con los pueblos idólatras. 6. La verdad de la Biblia en cuestiones antropológicas Aunque la Sagrada Escritura no es un tratado de antropología, en el sentido de que intente directamente explicar qué es el ser humano, contiene sin

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embargo aquellos datos fundamentales que el hombre debe conocer en orden a su salvación. Tales verdades se presentan también ciertamente con los recursos culturales y literarios de que disponían en su tiempo los hagiógrafos, pero su enseñanza inspirada por Dios tiene valor perenne. Pensemos por ejemplo en la enseñanza sobre la dignidad del ser humano, creado por Dios a su imagen y semejanza, y puesto en el mundo como señor de la creación; en la igual dignidad del hombre y de la mujer, y en el carácter originario de la institución matrimonial; en la supervivencia del alma tras la muerte, y otras verdades que, de no conocerlas con la seguridad que da la Revelación divina, el hombre quedaría expuesto a múltiples obscuridades —e incluso degradaciones—, como ha ocurrido tantas veces a lo largo de la historia. En ciertos casos, algunas de estas verdades no aparecen claramente expresadas en las primeras etapas de la Revelación bíblica, o se encuentran también fuera de ella. Esto no significa, sin embargo, que sean únicamente fruto de unas épocas o de unas culturas determinadas. Cuando la Biblia las afirma realmente bajo una forma u otra, han de tenerse como verdad que Dios ha querido comunicarnos. 7. La verdad de la Biblia sobre Dios La verdad más importante de la Biblia es evidentemente su enseñanza sobre Dios y su relación con los hombres. A través de los escritos sagrados Dios habla de Sí mismo llamando al hombre a una vida de comunión con Él. También esta Palabra de Dios sobre Dios se ha expresado en lenguaje y formas culturales para poder ser comprendida por el hombre. Es similar, en algunos aspectos, a como hablan de Dios los hombres de otras religiones. No podría ser de otra forma si pensamos en el principio de la condescendencia divina que expusimos antes. De ahí que en alguna ocasión se encuentren antropomorfismos aplicados a Dios, o reaparezcan expresiones relacionadas con la forma más común de hablar de Dios en las religiones más antiguas, es decir, con los mitos. Aunque la expresión mítica sea una forma válida de hablar de Dios en otras latitudes, e incluso encierre también aspectos de verdad, la Biblia se aleja radicalmente de ese tipo de lenguaje, en cuanto que la fe en el Señor, el único Dios, llevaba al fiel israelita a alejarse de los dioses que adoraban los otros pueblos. La forma de hablar de Dios en la Biblia, y la verdad que enseña sobre Él, es totalmente original, como original es la manifestación que Dios hace de Sí mismo a Israel, y su culminación en Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre. La verdad sobre Dios que aparece en la Biblia no se sitúa al mismo nivel que los distintos aspectos de verdad contenidos en los mitos de otras religiones, fuera del tiempo y del espacio; sino que es una verdad que se inserta en la historia y deja unas huellas que la ciencia histórica puede indagar: el pueblo de Israel, la figura de Jesucristo, la aparición de la Iglesia. Este es el principal motivo de que exista un diálogo constante entre la verdad de la Biblia y lo que el hombre puede adquirir por la ciencia; en este caso, por la ciencia histórica. 8. La revelación de Dios en la Biblia: la Biblia, palabra de Dios La enseñanza bíblica sobre Dios no tiene su origen último en el descubrimiento que el hombre, con sus propias facultades, puede hacer de Dios, sino en la manifestación que Dios ha hecho de Sí mismo y en la

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aceptación del hombre mediante la fe. Los escritos bíblicos, surgidos bajo la inspiración divina en un momento concreto de la historia, constituyen el testimonio divino sobre dicho proceso de Revelación y fe, convirtiéndose así en la Palabra que Dios dirige al hombre para manifestarle la verdad sobre Sí mismo y, al mismo tiempo, pedirle una respuesta: la fe. Siguiendo la analogía entre la Sagrada Escritura y el Verbo Encarnado enseñada por el Concilio Vaticano II, podríamos entender la veracidad de la Biblia haciendo extensible a ella las palabras del Señor cuando dijo: “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Jn 14,6). Este último aspecto es el que tiene que entenderse adecuadamente. La verdad de la Biblia pertenece a la Biblia en su conjunto, cuando expresa a Jesucristo, verdad de Dios revelada a los hombres. Esto quiere decir que hay un rango entre los diversos libros y que unos libros interpretan a otros. En concreto los libros del NT, en cuanto sus autores han recibido la plenitud de la revelación que es Cristo, declaran el sentido correcto de los libros del AT. De la misma manera cualquier libro del NT debe componerse en cuanto a la verdad con cualquier otro, porque ninguno presenta la verdad completa. En este marco tienen sentido las explicaciones a propósito del carisma profético y del instinto profético de Santo Tomás que se apuntaban en el capítulo anterior. Los textos del AT caen perfectamente bajo el carisma de profecía imperfecta que se convierten en profecía perfecta cuando el Señor les abre la inteligencia a los discípulos para que entiendan su significado. La Biblia es Palabra de Dios, condescendiente con el modo de comprender de los hombres, cuando toda ella se interpreta en continuidad con los apóstoles como Evangelio anunciado y proclamado en la Iglesia según lo recibido en la tradición apostólica.

IV. CANON Y TEXTO DE LA BIBLIA TEMA 7. EL CANON DE LA BIBLIA. EL ANTIGUO TESTAMENTO Dice San Pablo en uno de sus primeros escritos:

“Os recuerdo, hermanos, el evangelio que os prediqué [...] Porque os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: Que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; y que se apareció a Cefas, y después a los doce…” (1Co 15,3-5).

El vocabulario, lo mismo que el contenido mismo del texto, indica que San Pablo no está proponiendo aquí una formulación original suya sino algo común en el kérigma cristiano, en la proclamación del Evangelio. Las acciones salvadoras de Jesús se entienden a la luz de las Escrituras sagradas. Se percibe así que la proclamación del Evangelio es el punto de partida para el establecimiento del canon bíblico en la Iglesia. Este canon incluye los libros apostólicos, en los que de una forma u otra se expone el evangelio (Nuevo Testamento), y las Escrituras de Israel conforme a las cuales se realizó la obra salvadora de Cristo (Antiguo Testamento).

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En Cristo y desde Cristo adquiere unidad y sentido el canon bíblico cristiano. La Iglesia recibe y asume las Escrituras del pueblo judío como primera parte de un único canon de Escrituras que culmina con los escritos apostólicos. 1. Concepto de Canon En la teología católica, “el canon bíblico designa la colección de libros inspirados que componen la Sagrada Escritura y conforman la regla de fe”. Según esta definición –común a los manuales católicos– hay tres notas que califican el Canon de la Sagrada Escritura: 1. Designa una “colección” de libros singulares, distintos de otros: son inspirados, 2. Esta colección compone un conjunto (cerrado) que se denomina Sagrada Escritura, 3. Esos libros conforman la “regla”, el canon, de la fe. Esta plurivocidad de significados –relacionados, sin embargo, entre ellos– se explica al ver con mayor detenimiento el origen, el desarrollo y el sentido de la formación de esta colección de libros. a. La palabra canon La palabra canon proviene del vocablo griego kanón, que a su vez deriva, según algunos autores, del término semita qaneh. Su significado original es el de vara o caña, pero servía también para designar una medida de longitud. De este concepto deriva el significado de medida o regla, es decir, ley o norma de conducta, de hablar o de hacer. Así se puede aplicar a la moral, a la literatura o al arte. En este sentido se habla de canon arquitectónico o musical. También puede significar índice, elenco, lista o catálogo. El sentido primero del término “canon” es el de vara de medir o “medida”; en el Nuevo Testamento aparece con el significado de norma a la que han de ajustarse la fe y la conducta cristianas. Así San Pablo en Ga 6,16: “Para todos los que sigan esta norma (kanón), paz y misericordia” (cf. también 2Co 10,13). En la Iglesia primitiva se utilizaba el término canon para designar “la regla de la fe” o de la tradición o el contenido de la Revelación. Esta regla de la fe, muchas veces no escrita, se componía de los artículos principales de la fe que se profesaban en el Bautismo: Dios creador, la encarnación del Verbo, la muerte y resurrección, la acción del Espíritu, la Iglesia. También se utilizó la palabra para las reglas eclesiásticas. Es práctica usual desde hace siglos que la palabra canon se aplique a las normas o principios emanados de la autoridad máxima de la Iglesia, como pueden ser los enunciados doctrinales de un Concilio o las disposiciones normativas que se formulan en el Código del Derecho de la Iglesia, llamado por ello Derecho Canónico. b. Canon y canónico referido a las Escrituras Aplicado a ciertos libros, el adjetivo “canónico” indica su carácter normativo dentro de una comunidad; “canon” indica el conjunto de tales libros. Pero cuando se llega a establecer la lista cerrada y completa de esos libros, “canon” viene a designar dicha lista, y “canónicos”, los libros incluidos en ella y diferenciados por eso mismo de todos los demás. En el caso del antiguo Israel, de la Iglesia y del judaísmo actual, se trata de comunidades arraigadas en una fe religiosa, y reciben por tanto los libros como canónicos en cuanto que en ellos ven reflejada su fe y su norma de conducta. La historia de la formación del canon refleja las diversas etapas vividas por la comunidad hasta

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su configuración definitiva en la que determina un canon en el sentido de lista cerrada. Este es el marco del canon cristiano de las Escrituras. La Sagrada Escritura ha sido considerada siempre como regla de fe y de vida para todos los cristianos. Por eso, desde muy pronto, comenzó a llamarse canon al conjunto de los libros inspirados, porque en ellos se contenían las normas fundamentales de la fe y la moral. Más adelante, desde el siglo IV aproximadamente, se comenzó a llamar canon bíblico al elenco de los libros sagrados. La Iglesia, asistida por el Espíritu Santo, determinó cuáles eran los libros santos que, como tales, habían de incluirse en el canon bíblico. Los libros que lo componen se denominan canónicos y poseen, por tanto, la característica de la canonicidad, esto es, de haber recibido el reconocimiento de que “están escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios por autor, y como tales han sido entregados a la Iglesia” (DV 11). c. El canon cristiano de la Biblia El establecimiento del canon bíblico en la Iglesia fue fruto de un largo proceso en el que ella misma, guiada por el Espíritu Santo, llegó a discernir y proponer qué libros hablan de ser tenidos como sagrados y canónicos, es decir, inspirados por Dios y norma para su fe. Ese proceso va acompañado de dos factores importantes:

a) La formulación armónica y condensada de la fe en los “símbolos de la fe”, que sirven a su vez de guía para el discernimiento de los libros; y

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b) la conciencia de la sucesión apostólica mediante el ministerio de los obispos, de forma que su autoridad magisterial pueda garantizar la legitimidad de la inclusión de un determinado libro en el canon y de proponer su lista cerrada.

De este modo, “discerniendo el canon de las Escrituras, la Iglesia discernía su propia identidad, de modo que las Escrituras son, a partir de ese momento, un espejo en el que la Iglesia puede redescubrir constantemente su identidad, y verificar, siglo tras siglo, el modo cómo ella responde sin cesar al evangelio, del que se dispone a ser el medio de transmisión” (PCB 1993, III B 1). 2. El canon del Antiguo Testamento a. Composición y recepción de los libros del Antiguo Testamento a.1. La formación del Pentateuco Las leyes por las que se regía Israel fueron llamadas “Ley de Moisés” (Dt 31,9; Jos 8,31- 35; 23,6; 25,25). Así, en Ex 34,28 se dice que Moisés, por mandato de Dios, escribió en unas tablas de piedra las palabras de la Alianza, los mandamientos; y, en el libro de Nehemías, se narra que a la vuelta del destierro de Babilonia fue leída públicamente la “ley de Moisés que el Señor había entregado a Israel” (Ne 8,1-8). Estos datos llevaron más tarde, poco antes de la época de Jesucristo, a considerar que había sido el mismo Moisés quien había escrito todo el Pentateuco. Con esa afirmación, que se refleja también en el Nuevo Testamento (cf. Mt 8,4; Mc 7,10; 12,26; Lc 24,44; Jn 1,45; 5,46; Hch 3,22; Rm 10,5.19; 1 Co 9,9; 2 Co 3,15), se venía a expresar la autoridad de los cinco libros como palabra escrita de parte de Dios por el gran profeta Moisés, y entregada a Israel. A partir de ahí, la autoría mosaica del Pentateuco vino a ser afirmada comúnmente en la tradición judía y cristiana. Sin embargo, San Jerónimo y otros estudiosos de la Biblia percibieron ya desde antiguo que el Pentateuco recibió su forma actual después de la vuelta del destierro de Babilonia (siglos VI-V a.C.). Pero ha sido en época más reciente, a partir del siglo XVII, cuando el estudio de las fuentes del Pentateuco se ha realizado de una manera sistemática, llegándose a la conclusión de que en la redacción final fueron recogidos diversos materiales de distintas épocas, algunos de ellos antiquísimos, que, reelaborados y reorganizados por los autores inspirados, llegaron a constituir ese conjunto de cinco libros sagrados tal como los recibió primero el pueblo judío y luego la Iglesia. En ellos se revela una doctrina central especialmente viva tras la experiencia del destierro: que Israel es el pueblo elegido de Dios, que ha recibido la Ley como un don, y que debe cumplirla para permanecer como tal pueblo en la tierra prometida. Dios se sirvió de quienes, en una época u otra, y de distintas maneras, colaboraron en la formación de estos libros, de modo que “obrando Él en ellos y por ellos, pusieron por escrito, como verdaderos autores, todo y sólo lo que Él quería”. No sabemos a ciencia cierta qué forma tenía anteriormente, o cuál fue la historia recorrida por el material recogido en el Pentateuco, pero sí parece seguro que las antiguas tradiciones en torno a los patriarcas, a Moisés y la salida de Egipto, y a la entrada y conquista de la tierra, fueron reunidas y ampliadas de diversas maneras en los momentos de florecimiento cultural y religioso del pueblo de Israel.

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En el Reino de Israel se acentuaban aspectos de sus tradiciones religiosas como la Alianza con Dios en el desierto, el cumplimiento de sus cláusulas y la trascendencia de Dios. La predicación de profetas como Amós y Oseas hizo profundizar en el significado religioso que esas antiguas tradiciones tenían para el pueblo. Es posible además que, cuando el Reino del Norte cayó en manos de los asirios (siglo VIII a.C.), muchos israelitas huyeran hacia el sur llevando sus tradiciones interpretadas con ese contenido teológico. A esta tradición del Norte se la ha denominado “Elohista” (E), porque en los relatos asociados a ella se designa a Dios con el nombre de Elohim. Durante el siglo VII a.C., bajo los reyes Ezequías y Josías, hubo en el Reino de Judá profundas reformas religiosas que propiciaron el desarrollo de un nuevo modo de entender los acontecimientos pasados y que están en el origen de un resurgir literario que más adelante, durante el destierro y después de él, tuvo como manifestación más importante la composición de una historia de Israel narrada a partir de la conquista de la tierra (libros de Josué, Jueces, Samuel y Reyes). Esa narración suele llamarse “Deuteronomista” (D), porque incluía el Deuteronomio, o parte de él, como introducción a la historia narrada en dichos libros. Expone la Ley de Moisés en forma de grandes discursos, y acentúa la elección gratuita de parte de Dios así como la exigencia de fidelidad y obediencia a sus mandamientos. Al mismo tiempo, aboga por la centralización del culto en un único santuario: el templo de Jerusalén. La actividad literaria emprendida por la reforma deuteronomista posiblemente no se limitó a la narración de la historia desde Josué a Reyes. Parece probable que sirviera de estímulo para ir dando forma a antiguos relatos tradicionales. Sobre la base de tales tradiciones, tanto escritas como orales, se irían componiendo algunos ciclos narrativos: la historia de los orígenes, los patriarcas, Israel en Egipto y su éxodo, e Israel en el desierto hasta la entrada en la tierra de Canaán. De este modo se irían poniendo las bases para la composición de un grandioso prólogo al Deuteronomio y a la historia que lo sigue, en el que se unificarían armoniosamente los antiguos datos sobre la historia de salvación, desde el origen del mundo hasta los albores del asentamiento estable de Israel en la tierra de Canaán. En esas narraciones se emplea en ocasiones el nombre de Yahwéh como nombre propio de Dios. Por eso, al referirse a la tradición que recoge esos pasajes se utiliza el término “Yahvista” (para designarla habitualmente se emplea la abreviatura J, del alemán Jahwist). El destierro en Babilonia (siglo VI a.C.) fue un momento importante de profundización religiosa para Israel. Allí los sacerdotes deportados desde Jerusalén hubieron de mantener la fe del pueblo frente a la religión babilónica cargada de mitos y prácticas rituales propios del paganismo. Para ello recordarían una vez más las tradiciones de los antepasados, mostrando cómo toda la historia de la humanidad y en especial la vida del pueblo de Israel se desarrollaron al hilo de sucesivas alianzas de Dios con los hombres. La actividad literaria de dichos círculos sacerdotales, que continúa a la vuelta del destierro, queda reflejada en grandes conjuntos de leyes por las que ha de regirse el culto y mantenerse la pureza de los sacerdotes y del pueblo. A tal actividad literaria se la designa en los estudios actuales como obra “Sacerdotal” (P, de Priester, sacerdote en alemán), obra que ha dejado una profunda huella en el texto definitivo del Pentateuco.

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Los libros de Esdras y Nehemías (cf. Neh 8,2ss) narran cómo, tras el destierro, hacia el año 458, Esdras, “un escriba experto en la Ley de Moisés” (Esd 7,6) consiguió un decreto del rey persa −es decir, del imperio que venció a Babilonia− para que la Ley de Moisés fuera ratificada como ley para Israel. Tras recibir el decreto, llegó a Jerusalén y promulgó como Ley con la aceptación por parte del pueblo. Es probable que, sobre la base de la tradición sacerdotal, bajo el impulso de Esdras, algunos escribas o sacerdotes ordenaran y pusieran por escrito otras tradiciones que se conservaban en Israel: sobre el origen del mundo y sobre los ancestros −los patriarcas− de Israel a los que Dios ya les había prometido la tierra (libro del Génesis); sobre la esclavitud en Egipto: las gestas salvadoras de Dios, la alianza en el Sinaí y el camino por el desierto hasta alcanzar la tierra prometida (libros del Éxodo, Levítico y Números), etc. En este contexto se dio un nuevo paso: el Deuteronomio, desgajado de la “historia deuteronomista”, se colocó como colofón de un nuevo conjunto de cinco libros: el Pentateuco que conforma lo que se denominó después la “Ley de Moisés”, o simplemente la “Ley”, la Torah. La narración comienza con el origen del mundo y llega hasta el lugar de Israel en el marco de todos los pueblos de la tierra (Génesis); después, cuenta la constitución del pueblo Israel –con la Ley que le dio el Señor– hasta la entrada en la tierra prometida (Éxodo, Levítico, Números). El libro del Deuteronomio, que consta de cuatro discursos pronunciados por Moisés a las puertas de la tierra prometida, cierra el conjunto: así el libro se puede de entender como una reinterpretación autoritativa por parte de Moisés de cuanto podía considerarse ininteligible, ambiguo o contradictorio en los libros que preceden. a.2. El grupo de los Profetas En Israel, los profetas proclaman autorizadamente la palabra de Dios para el pueblo. Moisés era un profeta (Dt 18,18), lo mismo que Samuel (1Sa 3,20) y otros profetas que aparecen en muchas páginas de la historia deuteronomista: Natán, Elías, Eliseo, etc. Pero al mismo tiempo, en las páginas de esta historia, aparecen otros profetas que, en contraste con los mencionados, que podrían denominarse institucionales, se podrían llamar profetas por vocación: Amós, que era un campesino y es llamado a predicar en el reino del norte (Am 7,14), Isaías que es un hombre de corte, pero que es llamado por Dios a proclamar su palabra (Is 6,1-9), etc. Estos hombres se saben llamados a proclamar la palabra autoritativa de Dios: “Palabra del Señor dirigida a Oseas”, o alguna expresión semejante, abre muchos de los libros dedicados a ellos (Os, 1,1; cf. Jr 1,1; Mi 1,1; etc.). Sus palabras se ponen por escrito, en ocasiones por mandato expreso del Señor, para que más adelante sirva de testimonio: “Vete ahora. Escribe ante ellos en una tablilla, grábalo en un libro, para que en el futuro sirva de estatuto, de testimonio perpetuo. Porque son un pueblo rebelde, unos hijos hipócritas, unos hijos que no quieren oír la Ley del Señor” (Is 30,8-9; cf. Jr 36,2.28; Hb 2,2; etc.). No es extraño pues que, con el tiempo, los oráculos de estos hombres, junto con su actividad, se recogiera en libros independientes de la historia deuteronomista. Se les conoce, quizás por metonimia, como “profetas escritores”. Estos libros sobre los profetas se coleccionaron y se copiaron porque su contenido tenía, obviamente, valor autoritativo. Así lo testimonia, por ejemplo, Daniel:

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“El año primero de Darío (...), yo, Daniel, indagué en los libros acerca del número de años que estableció la palabra del Señor dirigida al profeta Jeremías para que se cumpliera la ruina de Jerusalén” (Dn 9,1-2).

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El texto de Daniel se refiere al libro de Jeremías como uno de los “libros” en los que se puede buscar la palabra del Señor. La colección de “los profetas” tal como se ha conservado en la Biblia judía –no así en la Biblia cristiana donde los mismos libros aparecen en dos grupos distintos: libros históricos y proféticos– incluye la historia deuteronomista (Josué a Reyes), que denomina profetas anteriores (Nebihim rishonim) y los profetas posteriores, Nebihim aharonim: Is, Jer Ez y el rollo de los doce profetas menores. La crítica literaria e histórica de los textos supone que cuando se configuraron los cinco libros de la Ley de Moisés, los denominados profetas anteriores quedaron separados del Deuteronomio, pero conservando el espíritu deuteronomista. Probablemente, adquirieron entonces su forma definitiva, puesto que el texto de los profetas anteriores, que termina con la historia de la deportación a Babilonia, se conservó con más fijeza que el de los profetas posteriores que sufrieron reelaboraciones y que tenía un carácter más abierto. En cambio la forma de los libros de los profetas posteriores depende en cada caso de cómo fueron transmitidos sus oráculos –si puestos por escrito por el mismo profeta o por sus discípulos– y de las añadiduras que pudieran hacerse posteriormente. A los oráculos de los profetas puestos por escrito por ellos mismos o por sus discípulos se les incorporaron datos biográficos de los profetas, y se les añadieron oráculos de época posterior como encontramos, por ejemplo, en el libro de Isaías. Algunas expresiones de los últimos libros del Antiguo Testamento llevan a pensar que en el siglo II a.C. ya existía una colección de libros que se denominaba Profetas: así el Prólogo del Eclesiástico se refiere a “la Ley, los Profetas y otros escritos de los antepasados” (Sir. Prol. 8-10.24-25). También parece que este grupo de los Profetas tenía valor autoritativo, pues se colocan junto con la Ley, como se ve en esta expresión de 2 M 15,9: “Refiriéndoles las palabras de la Ley y de los Profetas...”. a.3. El grupo de los Escritos Existe un tercer grupo de libros que se denominan en la misma Biblia con diversos nombres. El Eclesiástico, como se ha señalado en el último párrafo habla de otros “Escritos”. San Lucas se refiere en un momento a unas palabras de Jesús: “es necesario que se cumpla todo lo que está escrito en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos acerca de mí” (Lc 24,44). Un escrito de Qumram, la llamada Carta haláquica (4QMMT), se refiere a: “el libro de Moisés y las palabras de los profetas y David y las palabras de los días (o Crónicas) de generación en generación”. Se trata pues de un grupo de libros sin una denominación precisa, pero también con valor autoritativo. Los textos más antiguos son probablemente los Salmos. Seguramente, iniciaron también la colección. A un antiguo grupo de poemas de tiempos de la monarquía, recogido en la Parte I del Salterio (Sal 2-41), se les añadieron otros grupos de cantos procedentes del norte que suelen denominarse “elohistas” por utilizar con frecuencia el nombre de Elohim para designar a Dios (Sal 42-83). A ellos se unieron otros compuestos a la vuelta del destierro dando a la colección una finalidad cultual. Finalmente, y bajo un influjo sapiencial, el libro adquirió una configuración en cinco libros. Pero el mismo

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número de salmos era fluctuante, como se ve en los textos de Qumram y en las versiones griega y etiópica.

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Un camino similar había recorrido el libro de los Proverbios. A una serie de dichos atribuidos a Salomón (Prov 10-22; 25-29) se fueron uniendo otras colecciones de proverbios atribuidas a otros sabios (Prov 22-24; 30-31), y se realizaron ampliaciones posteriores (Prov 1-9) que desembocaron en la forma actual del libro. Los otros libros del grupo de “los escritos” fueron apareciendo a medida que daba nuevos frutos la reflexión sapiencial (Job, Qohelet, Eclesiástico o Sirácide; Sabiduría), o se reescribía la historia antigua con nuevos intereses (1-2 Crónicas), o se narraba lo sucedido después (Esdras, Nehemías, 1-2 Macabeos), o se hicieron composiciones ejemplares (Ester, Judit, Tobías, etc.) o poéticas (Cantar de los Cantares), o surgieron obras de carácter apocalíptico, como Daniel. Por los datos que ofrece la Biblia y la literatura postbíblica, parece que este grupo no estaba todavía cerrado en el siglo I de nuestra era. Es precisamente en este grupo donde difiere la Biblia Hebrea (y con ella la Biblia de la Reforma) de la Biblia católica. Parece claro que en la época de los Macabeos (ca. 175 a.C.), los libros de la Ley se distinguían de todos los demás por su carácter normativo y sagrado, como se ve por la saña de los perseguidores en destruirlos (cf. 1M 2,13). Sin embargo, a los libros reunidos por Judas Macabeo en una biblioteca, a imitación, según se dice, de la que hiciera Nehemías (cf. 2M 2,13-14), no se les atribuye carácter canónico o sagrado, pues precisamente no se menciona la Ley. Sin duda en ese tiempo estaban también coleccionados los libros de los Profetas, ya que se creía que desde los tiempos de la vuelta del destierro no había más profetas en el pueblo (cf. 1M 4,46); pero en esa misma época se escriben libros con carácter de profecía que más tarde se tendrán como Profetas, así sucede con el de Daniel (cf. Mc 13,1-14; Mt 24,15; 4QFlor 2.3) o los de Henoc (cf. Judas 1,14-16). Esto indica que la colección de los Profetas no era aún para todos un conjunto cerrado, como afirman algunos autores. Hacia el año 130 a.C. el traductor al griego del Sirácida menciona los conjuntos de “la Ley, los Profetas y otros escritos de los antepasados”, pero no dice cuáles son los “profetas”, o los “escritos”, – entre los que cuenta sin duda el libro que él traduce–, ni en qué medida se trata de libros sagrados. Esos grupos de libros se encuentran también mencionados en otras obras judías o cristianas del siglo I a. y d.C. (cf. 4QMMT 86-103; Filón de Alejandría, De Vita contemplativa 3,25-26; Mt 5,17; 7,12; Lc 24,27.44; Hch 28,23), pero sin especificar su número que, en el caso de los Escritos, era fluctuante. En esa época no se plantea aún la cuestión de un canon cerrado de Escrituras, y, por otro lado, cada grupo dentro del judaísmo se atiene a distinto cuerpo de escritos. En efecto, junto con estos escritos, existían en el siglo I, otros de los más diversos géneros literarios. Es la llamada literatura apócrifa o extracanónica coetánea de los libros sagrados más recientes. Pueden citarse, a modo de ejemplo, el libro de Henoc, el Testamento de los Doce Patriarcas, la Asunción de Moisés, las Odas o Salmos de Salomón, el libro IV de Esdras, Apocalipsis de Baruc, etc. Próximos ya a la época del Nuevo Testamento aparecen los libros de Qumram, entre los que destacan la Regla de la Comunidad, los Himnos, la Guerra de los hijos de la Luz contra los hijos de las Tinieblas, el Documento de Damasco, Comentario de Habacuc, etc. Todos estos libros, lo mismo que toda la literatura judía antigua, aunque no han sido escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo, son de gran interés para el

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estudio de la Biblia, en cuanto que reflejan costumbres, tradiciones y enseñanzas que ayudan a la comprensión de los textos canónicos. b. Las colecciones del Antiguo Testamento cristiano y de la Biblia Hebrea (TaNaK) b.1. El Antiguo Testamento cristiano Siguiendo sin duda lo que ya hiciera Jesús (cf. Mc 14,19; Mt 5,17), los hagiógrafos del Nuevo Testamento asumen las Escrituras judías en su conjunto (PCB 2001). Apelan especialmente a ellas para justificar la muerte y resurrección de Cristo (cf. 1Co 15,3-5) y los acontecimientos de su vida (cf. Mt 1,22) según el plan preestablecido por Dios, y las ven ante todo como profecía sobre Cristo que ya se ha cumplido (cf. Lc 24,44-47; Hch 2,14-36) y como testimonio anticipado sobre Él (Jn 5,39). Esto, unido a la fe en que con Cristo había comenzado una “nueva etapa” en la economía salvífica (cf. Ga 4,4-5), implicaba, aunque no se dijera expresamente, que aquellas Escrituras se habían completado, es decir, que el conjunto de libros del Antiguo Testamento era ya un conjunto concluido, aunque no existiera una lista que enumerara todos los libros. Sin embargo, en algunos ambientes cristianos del siglo II, acentuando la tensión entre Ley y Gracia, señalada ya por san Pablo (cf. Ga 3,23-25), las Escrituras antiguas fueron rechazadas en bloque, como hizo, por ejemplo, Marción (ca. 140). Frente a estos autores, la Iglesia se reafirmó en su uso tal como venía haciendo, en la liturgia, en la exhortación y en la argumentación sobre la mesianidad de Jesús. La Iglesia en su misión al mundo grecorromano se sirvió de la versión griega de la Biblia, que contenía algunos libros más de los que se nos han transmitido en hebreo. Tal vez por eso, en la argumentación con los judíos sobre la mesianidad de Jesús, algunos escritores eclesiásticos sólo citan los libros admitidos por los judíos, por ejemplo Melitón de Sardes según Eusebio (Hist. Eccl. 4.26,13-14); pero, de hecho, se siguen utilizando algunos más, los que hoy llamamos deuterocanónicos, tal como se venía haciendo en la tradición de la Iglesia. Será apelando a esta tradición cómo en los Concilios de Laodicea (360) e Nipona (393) se determina ya la lista completa de los libros del Antiguo Testamento. Esta lista quedará definitivamente establecida como dogma de fe en el Concilio de Trento (1546). El criterio que se deduce bajo esa tradición para reconocer los libros es la utilidad y fuerza que tenían para la predicación y enseñanza cristianas. b.2. La Biblia Hebrea de los rabinos Después de la destrucción del Templo de Jerusalén en el año 70 d.C., comenzó entre los judíos sobre todo de origen fariseo la necesidad de determinar cuáles eran los libros sagrados, que leían como tales en la liturgia de la sinagoga. Contemporáneamente a los cristianos de los dos primeros siglos y probablemente en oposición a ellos, entre los rabinos judíos llamados tannaítas o transmisores de la enseñanza de maestros anteriores, se fue delimitando el número de libros que para ellos tenían carácter sagrado, o que “manchan las manos”, llegando finalmente a precisar en el Talmud cuáles eran en concreto (cf. bBaba Batra 14,14b-15) los que después integrarían la Biblia hebrea o Tanak. Así la Tanak de los judíos y el Antiguo Testamento de

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los cristianos coinciden en la gran mayoría de libros incluidos en ellos; pero ambos conjuntos canónicos se han formado con orientaciones muy diferentes: el Antiguo Testamento, mirando a Cristo y al Nuevo Testamento; la Tanak, centrada en la Ley de Moisés. El significado de que los Profetas en el canon cristiano estén situados al final del Antiguo Testamento es que anuncian de manera inmediata a Cristo. La historia común que subyace a ambos cánones comienza a diversificarse desde finales del siglo I d.C. a medida que judaísmo y cristianismo forman entidades religiosas diferentes y enfrentadas entre sí.

TEMA 8. EL CANON DEL NUEVO TESTAMENTO 1. Composición y recepción de los libros del Nuevo Testamento Jesús envió a sus discípulos a predicar (Mc 14,16ss y paralelos) el Evangelio. Sin embargo, la predicación del Evangelio encomendada por Jesús a los Apóstoles (cf. Mt 28,20) no tardó en plasmarse en escritos de diverso género que, dirigidos originariamente a comunidades particulares, pronto se extendieron a otras, aunque no todos alcanzaron el mismo prestigio ni expansión. Las palabras del Señor y las enseñanzas de los Apóstoles, transmitidas oralmente o por escrito, fueron tenidas como autoridad decisiva para la fe y la vida cristiana. Los escritos del NT más antiguos que conservamos son las cartas. Normalmente, responden a problemas que van surgiendo en las primeras comunidades cristianas. Ya entre los años 50 y 60 d.C., sabemos que san Pablo escribe diversas cartas a algunas de esas comunidades, exponiéndoles el Evangelio que predicaba y las consecuencias para la vida que se derivaban de él. En años siguientes, otras figuras apostólicas escribieron cartas para la instrucción de las comunidades (Pedro, Santiago, Juan, Judas). Muy pronto también debieron de ponerse por escrito los relatos de los acontecimientos más importantes de la vida de Jesús, especialmente la Pasión: la última cena, que se rememoraba en las celebraciones cristianas (1Co 11,23; Hch 2,42), y la muerte y resurrección que constituían el núcleo del Evangelio (1Co 15,3-5). También se fueron reuniendo colecciones de palabras de Jesús, que formaban un material excelente para los predicadores del Evangelio, y otros relatos –relatos de milagros o de actitudes ante Jesús– que tenían un gran valor para la enseñanza. Más tarde, probablemente con esta misma finalidad, se escribieron los evangelios, a modo de semblanzas de Jesús. En algún caso, como Lucas, el texto de la actividad de Jesús se siguió con la actividad del grupo apostólico guiado por el Espíritu Santo: así nació el libro de los Hechos. Tanto en las cartas de los apóstoles como en las palabras de Jesús recogidas en los evangelios, hay secciones que tienen forma de apocalipsis, de revelación consoladora de Dios. Al hilo de circunstancias difíciles para algunas comunidades cristianas, se compuso un escrito con ese nombre que contempla el misterio de Cristo desde la perspectiva profética, como clave para interpretar la historia.

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2. Recepción y valoración de esos escritos A finales del siglo I, los autores cristianos, obispos como san Clemente de Roma y san Ignacio de Antioquía, escribieron cartas a diversas iglesias imitando a san Pablo, o a los apóstoles. En ellas aluden a escritos de la generación anterior, la apostólica, atribuyéndoles una autoridad superior a suya propia. Sin embargo, sólo ocasionalmente, y no de manera directa, los califican de “Escrituras”, como hacen al referirse a los Profetas. Sin embargo, unos y otros, las Escrituras y los escritos recibidos de los apóstoles son considerados autoridad; es más, la autoridad de los apóstoles y de sus textos se considera superior a la de las Escrituras. En obras posteriores, como la Carta de Bernabé (cf. 4,14) hacia el año 120, y la Segunda Clemente (cf. 2,46) , hacia el 130, se aplica la expresión “como está escrito” a palabras de Jesús contenidas en los Evangelios canónicos. Hacia esa misma época, sin embargo, hay quienes como Papías, obispo de Hierápolis, manifiestan tener más confianza en la tradición oral que en los escritos (cf. Eusebio, Hist. Eccl. 3.39,4). Los escritos van adquiriendo relieve a medida que pasa el tiempo, y, sobre todo, al ser empleados en las celebraciones litúrgicas, como testimonia san Justino hacia el año 155, al decir que los domingos se reúnen los cristianos y leen las “memorias de los apóstoles” y “los profetas” (1 Apol. 67). Tales “memorias”, al parecer los evangelios, quedan así equiparadas a los Profetas en cuanto Escritura por su empleo litúrgico, aunque ciertamente gozan de mayor autoridad. 3. Discernimiento de los libros apostólicos en los siglos II y III Hacia el año 140, Marción, un influyente armador griego convertido al cristianismo, propuso como norma para sus comunidades el evangelio de Lucas, si bien mutilado y separado ya de los Hechos de los Apóstoles, y diez cartas de san Pablo. Su pretensión no era crear un canon cerrado de libros apostólicos, sino, más bien –malinterpretando a san Pablo y pensando que su “evangelio” (Rm 2,16) se refería a Lucas–, apartar radicalmente de la fe cristiana la imagen de Dios reflejada en las Escrituras judías. Aunque la propuesta de Marción refleja ciertamente que la forma de entender la fe cristiana y la identidad de la Iglesia va unida a la aceptación de ciertos libros y al rechazo de otros –en su caso expresamente al rechazo de los del Antiguo Testamento y no tanto al de otros evangelios que pudiera conocer–, no puede decirse, como han hecho algunos autores modernos, que el canon del Nuevo Testamento se debe a Marción y a la reacción de la Iglesia contra él. a. Los cuatro evangelios En la segunda mitad del siglo II eran muchas las obras que circulaban en las iglesias y se presentaban como de autoría apostólica o como relatos genuinos del evangelio. Bastantes de ellas respondían a tendencias discordantes con la tradición común, bien por su carácter extremadamente judaizante o por su propuesta gnóstica de salvación. Era preciso seleccionar y discernir en orden a mantener la identidad cristiana según la fe recibida y la conducta acorde con ella. Taciano, discípulo de san Justino, compuso hacia el año 160 una armonía de los cuatro evangelios (el Diatessaron) que fue usada sobre todo en las iglesias de Siria. Indica el relieve que se daba a esos textos por su antigüedad y fiabilidad; pero implicaba que se podía prescindir de ellos y atenerse a un único relato más reciente. Fue san Ireneo de Lyon hacia el año

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180 quien defendió vigorosamente mantener los cuatro evangelios, y sólo los cuatro, como pilares en los que se sostiene la Iglesia (Adv. Haer. 3.11.8-9). El propósito de san Ireneo era defender la fe tal como había llegado a la Iglesia desde los días de los Apóstoles (Adv. Haer. 3.22), Y ve la la garantía de ello en la sucesión de los obispos (Adv. Haer. 3.3.3). En el mismo sentido se pronuncian Tertuliano, Orígenes y otros escritores eclesiásticos. Aunque más tarde algunos de esos escritores recurrieron a veces a tradiciones contenidas en algún otro evangelio distinto de los cuatro –sobre todo al de Santiago para afirmar la virginidad de María–, siempre que se plantean cuáles son los evangelios autoritativos en la Iglesia remiten a los cuatro, que serán ya los únicos que aparecerán como canónicos en las listas posteriores. b. Los otros grupos de escritos Algo parecido sucede con la segunda parte de la obra de Lucas. Sólo ella es aceptada con el nombre de “Hechos de los Apóstoles”, frente a otras que se presentaban, ya desde finales del siglo II, como hechos de algún apóstol particular, sobre todo de Pedro y de Pablo. El cuerpo de cartas paulinas comenzó a formarse muy pronto, a medida que éstas eran transmitidas de una comunidad a otra. A las originales del apóstol se unieron otras que pudieron haberse escrito en su nombre, hasta alcanzar el número de catorce, incluida Hebreos de cuya autenticidad se dudaba. Junto a ellas se agruparon las cartas de otros apóstoles, algunas de las cuales tardaron más en ser reconocidas por todos, quizás debido a su brevedad. El Apocalipsis de san Juan, citado por autores de principios del siglo II, y calificado por san Justino como “uno de nuestros escritos” (Dial. Trif. 81,4), encontró algunas reticencias sobre su pertenencia al apóstol Juan. 4. Delimitación del cuerpo de los libros del Nuevo Testamento. Es a lo largo del siglo IV cuando en distintas áreas de la Iglesia se propone el canon del Nuevo Testamento en forma de lista de sus libros. Eusebio de Cesarea, que hacia el año 335 había recibido del emperador Constantino el encargo de hacer cincuenta copias de las Escrituras cristianas para las iglesias de Constantinopla (cf. Vit. Const. 4. 34-37), se ocupa expresamente del canon de libros del Nuevo Testamento en Historia Ecclesiastica 3.3.1-6.6. Su criterio de discernimiento es fundamentalmente la autoría apostólica; en lo que a ésta se refiere, distingue los contrastados (los cuatro evangelios, Hechos de los Apóstoles, las cartas de Pablo, 1Jn, 1P, y duda de si Ap), los discutidos (St, Jds y 2Jn), y los espúreos, y, dentro de éstos, los heréticos. El reconocimiento o no de la autoría apostólica lo basa en definitiva en la tradición. Quizás por la dudas de Eusebio, la lista que ofrece san Cirilo de Jerusalén hacia el año 350 omite el Apocalipsis (Catequesis 4.36); pero hacia el año 375 san Epifanio de Salamina (Panarion 76.5) trae la lista completa, lo mismo que san Jerónimo en De viris illustribus 2.4 en 394. De Alejandría proceden varias listas y los grandes códices Sinaitico y Vaticano; pero sólo la de san Atanasio en su 39 Carta Festal, escrita en Antioquía el año 367 como magisterio episcopal, da una relación primero de los libros del Antiguo Testamento y después de los del Nuevo coincidiendo éstos por vez primera con los que se aceptarán definitivamente. El criterio de discernimiento es la comunión eclesial: haberlos recibido así de la tradición de los Padres que, a su vez, dice, los recibieron de los primeros ministros del evangelio. Las listas propuestas en el norte de África en los concilios de Nipona (393) y Cartago

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(397 y 419) presentan la lista completa, lo mismo que san Agustín en De doctrina christiana 2,8.18a, y también las procedentes de Italia como la de Rufino hacia el año 400 (Symb. apostol. 37) y la del papa Inocencio I en su Carta a Exuperio (405). De esta forma se va creando en la Iglesia universal una unanimidad respecto al canon del Nuevo Testamento. Es la unanimidad que se refleja cuando se propone dogmáticamente el canon de las Escrituras en el Concilio de Trento. Responde a la tradición común, recogida y enseñada por un magisterio que se había ejercido en muchos casos por los obispos de las iglesias locales. Los lugares más comunes en los escritores cristianos antiguos en los que se manifiesta esa tradición eclesial son la lectura pública litúrgica –los herejes se referían a libros que ellos habían recibido de manera privada, en oculto, apócrifamente– la conformidad con la regla ortodoxa de la fe transmitida públicamente de manera oral en la Iglesia, y la tradición que los vinculaba a los apóstoles. Son los denominados tres criterios de canonicidad principales. 5. La definición del Concilio de Trento La definición dogmática sobre el canon es del Concilio de Trento (1546). Dice así, en las líneas principales para nuestro propósito:

“El sacrosanto, ecuménico y universal Concilio de Trento, legítimamente reunido en el Espíritu Santo (….) poniéndose perpetuamente ante sus ojos que, quitados los errores, se conserve en la Iglesia la pureza misma del Evangelio (puritas ipsa Evangelii) que, prometido antes por obra de los profetas en las Escrituras Santas, promulgó primero por su propia boca Nuestro Señor Jesucristo (… ), siguiendo los ejemplos de los Padres ortodoxos, con igual afecto de piedad e igual reverencia recibe y venera (pari pietatis affectu ac reverentia suscipit et veneratur) todos los libros, así del Antiguo como del Nuevo Testamento, como quiera que un solo Dios es autor de ambos, y también las tradiciones mismas que pertenecen ora a la fe ora a las costumbres, como oralmente por Cristo o por el Espíritu Santo dictadas y por continua sucesión conservadas en la Iglesia Católica. Ahora bien, creyó deber suyo escribir adjunto a este decreto una lista (indicem) de los libros sagrados, para que a nadie le pueda aparecer duda alguna sobre cuáles son los que por el mismo Concilio son recibidos (suscipiuntur). Son los que a continuación se escriben [aquí enumera los libros uno por uno]… Y si alguno no recibiere como sagrados y canónicos (sacris et canonicis) los libros mismos íntegros con todas sus partes, tal como se han acostumbrado leer en la Iglesia Católica y se contienen en la antigua edición Vulgata latina, y despreciare a ciencia y conciencia las tradiciones predichas, sea anatema. Entiendan, pues, todos, por qué orden y camino, después de echado el fundamento de la confesión de la fe, ha de avanzar el Concilio mismo (quo ordine et via ipsa synodus post iactum fidei confessionis fundamentum sit progressura) y de qué testimonios y auxilios se ha de valer principalmente para confirmar los dogmas y restaurar en la Iglesia las costumbres” (DH 1501- 1505).

Este Decreto sobre los libros canónicos tuvo lugar al comienzo del Concilio. La reunión conciliar tenía como fin proponer la verdad del Evangelio (la pureza del Evangelio) en aquellos puntos que habían sido puestos en duda o en discusión por la Reforma protestante. Como apunta explícitamente el último párrafo, antes comenzar las discusiones, los Padres conciliares confesaron la profesión de fe de Nicea y se pronunciaron sobre el canon de los libros sagrados. Ésa era la base con la que dirimir sobre determinar la verdad que se debe creer (dogma) y el modo con que se debe vivir (costumbres) el Evangelio.

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El Decreto señala también el camino para llegar a la pureza del Evangelio: la Iglesia que ha recibido los libros escritos y las tradiciones no escritas (unos y otras inspirados). Apunta un igual afecto y reverencia por las tradiciones y los libros, de la misma manera que por cada uno de los libros del AT y NT; con eso, salía también al paso de algunas expresiones de autores que, apoyándose en San Jerónimo, distinguían entre libros dogmáticos y libros disciplinares. El Concilio no recibe la sugerencia: con ello acentúa que lo que califica estos libros es la inspiración del Espíritu Santo (no el contenido revelado). Este pensamiento de San Jerónimo lo habían prolongado singularmente Lutero y diversos autores de la Reforma. Lutero, por ejemplo, al aplicarlo a los libros del NT afirmaba que unos libros no “conducen hacia Cristo” (was Christum treibet) de la misma manera que lo hacen otros y distinguía entre a) “privilegiados” o principales (Romanos y Gálatas); b) “ordinarios”, y c) “postergados” o lejanos del centro del canon (Hebreos, Judas, Santiago, Apocalipsis). Frente a este planteamiento, la Iglesia establece como principio la Tradición. Así lo dirá explícitamente DV 8: “Por esta Tradición conoce la Iglesia el Canon íntegro de los libros sagrados, y la misma Sagrada Escritura se va conociendo en ella más a fondo y se hace incesantemente operante”. En cuanto a la enumeración el Concilio, aunque dice que se contienen en la Vulgata, en realidad reproduce la lista del Concilio de Florencia. Es nuevamente la Tradición la fuente de conocimiento y el lugar en el que los libros son Evangelio.

TEMA 9. EL TEXTO DE LA BIBLIA 1. Canon y texto de la Biblia En la Iglesia, la Escritura inspirada la forman 72 libros –45 del Antiguo Testamento y 27 del Nuevo, en el cómputo de Trento– que se diferencian de otros libros que también tuvieron mucha estima en la Iglesia apostólica y post-apostólica. Se diferencian en que solo estos libros se tienen como portadores de la palabra de Dios. La razón teológica quiere descubrir por qué estos libros son singulares: cómo lo podemos conocer y qué consecuencias tiene esto para la interpretación de la Escritura. Es lo que se ha tratado en las cuestiones relativas al canon. Pero el Concilio de Trento afirma que estos libros se han de recibir “íntegros con todas sus partes”. Esto es una cuestión particular de los libros: se refiere a “textos concretos”, no al nombre de los libros. Y estas cuestiones se tratan más bien en el estudio del texto de la Biblia. No se ha conservado ninguno de los textos originales de la Biblia. Lo que está a nuestro alcance son copias manuscritas que, a su vez, copian textos anteriores. En consecuencia, presentan variaciones de unas a otras. Además, los manuscritos bíblicos nos han llegado en diversos idiomas antiguos: griego y hebreo, sobre todo, pero también en latín, arameo, siríaco, etc. También las copias de las versiones están llenas de variantes. A pesar de todo esto, el texto de la Biblia es, con mucha diferencia, el texto mejor conocido de la antigüedad. Veamos cómo, aunque sea superficialmente. 2. Las lenguas y la escritura de la Biblia “Si hubiera sido sacerdote, habría estudiado a fondo el hebreo y el griego para conocer el pensamiento divino tal como quiso Dios expresarlo en nuestra

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lengua humana” (Santa Teresa de Lissieux). El Antiguo Testamento se escribió en hebreo, excepto algunos fragmentos en arameo y algún libro tardío en griego. En el siglo I casi todo estaba traducido al griego y esta traducción era conocida y usada en Palestina y entre los judíos extendidos por el imperio, es decir, la diáspora. El hebreo era la lengua que se hablaba en Palestina cuando llegó allí el pueblo de Dios. Su escritura es consonántica. Las palabras tienen una raíz de tres letras a las que se añaden, con prefijos y sufijos, las preposiciones, los artículos, el género, el número, el tiempo verbal, el aspecto, etc. Es rico en el aspecto verbal. Además de la forma simple –por ejemplo, para el verbo qatal (matar)– tiene una forma intensiva intensiva, qittel (asesinar, matar con saña, con engaño) una causativa, hiqtil (hacer matar); además tiene las formas activa, pasiva y reflexiva. En otros aspectos de la gramática no es tan preciso: por ejemplo, para decir “santísimo” dice “tres veces santo”; el “Cantar de los cantares”, “el Santo de los santos”, para significar el cantar o el Santo por excelencia; “por los siglos de los siglos”, para decir eternamente. Las nociones abstractas, se hacen derivar de lo concreto: así “camino” es también el nombre de “conducta”. El hebreo fue sustituido por el arameo como lengua común en el s. VI a.C., de modo que en el siglo I era solamente la lengua de la lectura litúrgica. Desde el s. IV a.C., con las conquistas de Alejandro Magno y la implantación del helenismo, el griego se convirtió en lengua común (koiné) de Oriente. Aunque no desplazó completamente al arameo, su difusión y su influencia fueron enormes. Todo el Nuevo Testamento está escrito en griego y probablemente también algunos libros del Antiguo —como Sabiduría o 2 Macabeos— fueron escritos originariamente en griego. La mayor parte del Antiguo Testamento, si no todo, estaba ya traducido al griego en el siglo I de nuestra era. El hebreo adoptó los signos lingüísticos del arameo donde la escritura es cuadrada; se escribe de derecha a izquierda. La escritura griega de los manuscritos bíblicos antiguos es uncial (con mayúsculas). En los dos casos es continua (no tiene párrafos). Para escribir se utilizaban el papiro, un material barato pero efímero, y el pergamino, más caro pero más duradero. La escritura antigua se editaba en rollos. Desde el siglo I se utilizó mucho el códice, un predecesor de nuestro libro encuadernado. El codex fue muy utilizado por los cristianos pues permite unir varios libros. Es claro que incluso materialmente permitía subrayar la unidad de los libros de la Biblia. 3. El texto del Antiguo Testamento El texto del Antiguo Testamento se ha conservado en hebreo y en griego. Sus vicisitudes históricas se reconstruyeron en gran parte gracias a los manuscritos antiguos y tardo-medievales. Sin embargo, en 1945 se descubrieron en Qumram, cerca del Mar Muerto, bastantes manuscritos bíblicos de los tres siglos anteriores a Cristo. Esto ha supuesto un cambio en el planteamiento de la investigación, que está más o menos así. a. Variabilidad del texto hebreo hasta el 70 d.C. Antes de la destrucción del Templo, había varios textos hebreos que diferían entre sí. La mayor parte de los que se descubrieron en Qumram son del tipo denominado proto-masorético, es decir, el texto hebreo que sería después transmitido por los rabinos y los masoretas judíos. Pero también hay

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testimonios de textos en hebreo que están en la base de los manuscritos medievales del Pentateuco samaritano. Finalmente también hay bastantes testimonios de un texto hebreo que es el que traduce al griego la versión de los LXX (hasta que se descubrieron los manuscritos de Qumram se pensaba que esta traducción era parafrástica respecto del hebreo). b. Fijación del texto: consonántico (70-500 d.C.) y masorético Después de la destrucción de Jerusalén los rabinos, al mismo tiempo que tendieron a fijar el canon, editaron el texto hebreo que se ha denominado proto-masorético. Desde el siglo VI d.C., aproximadamente, el texto ha ido acompañado de un conjunto de notas que se llaman masora (tradición): una especie de valla que protege el texto. Arriba y abajo de cada página, y también al final del texto, se introducen un conjunto de anotaciones que ayudan a leer el texto y que aseguran que se ha copiado bien. También se introducen signos diacríticos en el texto para las indicar las vocales con las que hay que pronunciar las palabras, las secciones para las lecturas de la sinagoga, etc. Pero siempre sin corregir el texto consonántico. El resultado es el llamado texto masorético. Los manuscritos más antiguos que se nos han conservado son el códice de Leningrado (1008 d.C.), el códice del Cairo (895 d.C.) que sólo contiene Profetas, lo mismo que el Códice de Profetas de Petersburgo (916 d.C.) y el códice de Alepo (910-930 d.C.), que está por editar en su mayor parte. c. Los textos griegos del Antiguo Testamento Hacia el s. III a.C. comenzó a traducirse la Biblia hebrea al griego. Según una leyenda recogida en la carta de Aristeas, la realizaron setenta (y dos) sabios en setenta días, para que estuviera en la Biblioteca de Alejandría. De ahí el nombre de LXX. Lo cierto es que fue haciéndose poco a poco, pero en el siglo I de nuestra era estaba ya completa. Es la versión de la que se sirvieron los cristianos. Durante un tiempo se pensó que se usaba sólo en la diáspora, pero en los descubrimientos del Mar Muerto han aparecido bastantes textos griegos en la misma cuna del judaísmo de Palestina. Esta traducción, como se ha dicho, se realizó habitualmente desde un texto diferente del proto-masorético, de ahí que tenga variaciones. Por ejemplo, los libros de Daniel y de Ester son más largos en la versión griega; en cambio, los libros de Jeremías o Job son más largos en la versión masorética. Además, como se ha dicho al tratar del canon, la versión de los LXX incluye siete libros que no figuran en la hebrea (pero de los que se han encontrado también testimonios del siglo I en Palestina). En el siglo II d.C. los rabinos encargaron traducciones al griego para revisar el texto de LXX de acuerdo el texto proto-masorético: son las llamadas versiones de Aquila, Símaco y Teodoción. La versión griega del Antiguo Testamento se ha conservado en los códices cristianos que incluyen también el Nuevo Testamento. Los más importantes – el Vaticano (B 03), el el Sinaítico (S 01) y el Alejandrino (A 02)– son de los siglos IV-V. d. Ediciones críticas modernas del Antiguo Testamento La edición más corriente del texto hebreo es la Biblia Hebraica Stuttgartensia (eds. K. Elliger y W. Rudolph), de 1977. La base es el texto del Códice de

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Leningrado aunque en el aparato crítico recoge las variantes de los otros códices y de Qumrán. La edición moderna más corriente del texto griego es: Alfred Rahlfs, Septuaginta id est Vetus Testamentum Graece iuxta LXX interpretes (1935). Es una edición semicrítica con el aparato crítico reducido. La base es el códice Vaticano. 4. El texto del Nuevo Testamento Los testigos griegos del NT son más de 6000 y el número de copias que se descubren crece continuamente (se puede consultar la página actualizada de la Universidad de Bremen: uni-bremen). Se suelen distribuir del modo siguiente: a) Más de 100 fragmentos de papiro, b) Más de 300 manuscritos unciales, es decir, en mayúscula, con letras separadas y sin acentos, c) Alrededor de 3000 manuscritos en minúscula, d) Unos 2.500 leccionarios catalogados, para uso litúrgico público. Esto supone que no existe documento alguno de la antigüedad comparable al Nuevo Testamento en cuanto a la comprobación histórico-crítica de su texto. Ninguna otra obra de la antigüedad se acerca al millar de manuscritos conservados. Obviamente, en una obra copiada tantas veces las variantes textuales son muchísimas. Sin embargo, solo algunas tienen relevancia. Con la ayuda de la crítica textual se puede reconstruir con claridad un texto bastante cercano al original. Los testigos más importantes del NT son: a. Papiros 1) Papiro de Roberts o Rylands (p52). Está fechado en la primera mitad del siglo II y es el testigo más antiguo del NT. Contiene varios versículos de Jn 18. 2) Colección de Chester Beatty en Dublin: tres papiros designados p45

(comienzos del siglo III; unos 30 folios; contiene fragmentos de los cuatro Evangelios y Hechos, importante pues muestra que muy temprano los cuatro Evangelios estaban ya unidos en una única colección) p46 (del siglo III: 86 hojas con textos de las cartas paulinas), p47 (último tercio del siglo III: 10 hojas que contienen Ap 9,10-17,2) 3) Papiros de la Colección Bodmer II de Colonia-Ginebra: p66 (siglo III: Jn 1-4 casi completo y el resto del evangelio fragmentariamente) y p75 (siglo III: Lc 3-24 y Jn 1-15). 4) p67. Del siglo III. Contiene Mt 3,9.15; 5,20-22.25-28. Se conserva en la Fundación San Lucas Evangelista de Barcelona. b. Códices 1) Vaticano (B 03). Es el más valioso por su antigüedad. Fue copiado en Egipto en el siglo IV. Contiene casi todo el Antiguo Testamento –en versión de los Setenta– y todo el Nuevo Testamento, excepto algunos capítulos de Hebreos, las Epístolas a Timoteo, Tito y Filemón, y el Apocalipsis. Se encuentra en la Biblioteca Vaticana. Su origen puedo estar en el encargo de Constantino a Eusebio de Cesarea (331 d.C.) de componer 50 copias de la Biblia. Según los estudiosos, B puede ser una de ellas. Lo mismo piensan otros autores sobre el Sinaítico.

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2) Sinaítico (S 01). Escrito en el siglo IV ó V a partir de un manuscrito egipcio. Contiene el Antiguo Testamento y el Nuevo Testamento: incluye además la Carta de Bernabé y el Pastor de Hermas. Fue encontrado por Konstantin Von Tischendorf (1844) en el monasterio de Santa Catalina del monte Sinaí. Desde que se encontró, su historia ha sido un tanto rocambolesca. Dividido en varios trozos ha sido reconstruido (http://www.codexsinaiticus.org/en/). c) Alejandrino (A 02). Escrito en el siglo V en Egipto, contiene el Antiguo y el Nuevo Testamento –excepto Mt 1-26– prácticamente completos. Se conserva en la British Library. Incluye también las dos cartas de Clemente de Roma. d) Ephremi Rescriptus (C 04). De origen egipcio, fue escrito en el siglo V. En la edad media se rescató de un palimpsesto (pergamino en el que se ha borrado un escrito para escribir otro; con reactivos químicos se puede recuperar el texto primero). Contiene más de dos terceras partes del Nuevo Testamento y casi la mitad del Antiguo Testamento. Se encuentra en la Biblioteca Nacional de París. e) Beza o Cantabridgensis (D 05). Del siglo V. Teodoro Beza lo regaló a Cambridge, donde se conserva en la University Library. Bilingüe griego y latino, contiene Jn, Mt, Lc, Mc, Hch y fragmentos de las cartas católicas. Es el representante más significativo del llamado texto occidental. c. Otros testimonios Además de estos textos en griego, y de los manuscritos minúsculos más tardíos, se conservan más de 40.000 documentos, con versiones parciales o completas del Nuevo Testamento. Fueron hechas con fines litúrgicos, catequéticos, teológicos, etc., a medida que el Evangelio se difundía entre nuevos pueblos. Se cuentan entre las más importantes las traducciones al latín, siríaco, copto, armenio, etíope, eslavo, gótico, árabe, etc. También ayudan en la comprensión del texto las numerosísimas citas de la escritura en los Padres de la Iglesia y los escritores eclesiásticos antiguos. Todo ello se tiene presente en las ediciones críticas modernas. d. Recensiones y ediciones críticas modernas Por el modo con que se repiten las variantes, los textos se suelen clasificar en lo que las llamadas recensiones. Las más importantes son: 1. Texto alejandrino. Un conjunto de manuscritos en general muy antiguos y muy fiables ―los códices mayúsculos Vaticano (B), Sinaítico (S), y algunos papiros como el P45 P66 P75― provienen de Egipto. En general evitan las armonizaciones y las paráfrasis o explicaciones del texto. Suele ser considerado fiable y es la base de las ediciones críticas modernas. Bastante semejante es el texto cesariaense, aunque es un poco más elegante en las formas. Está muy cerca de los textos usados por Orígenes o Eusebio de Cesarea. 2. Texto occidental. Extendido por Italia, Galia y el Norte de África. Es muy antiguo, como el alejandrino, aunque de tendencia contraria: tiende a armonizar y a la paráfrasis; también, en ocasiones, evita lo que puede desconcertar, y añade algunos sucesos maravillosos. Representado por el códice D, el texto se reconoce también en la Vetus latina. Para muchos críticos el texto es importante porque no ha sido objeto de una “revisión” recensional como los otros.

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3. Texto bizantino o koiné. Es un texto tardío, del siglo VII, aunque su origen es anterior. Presenta un texto bastante uniforme, con muy pocas variantes, y a veces con notables diferencias con los códices más antiguos. Este texto se ha usado en la Iglesia oriental, y en la liturgia bizantina, desde el medievo hasta hoy. Tiende a la elegancia, a la armonización en los textos paralelos, y a la claridad, llegando incluso a la fusión de los textos. Es el texto que pasó a ser el texto recibido en las ediciones impresas de humanistas como Erasmo o R. Estienne. Ediciones críticas modernas asequibles –con una explicación de los principios que gobiernan el texto y el aparato crítico– para el lector castellano son: J. M. Bover y J. O'Callaghan, Nuevo Testamento Trilingüe, Madrid: BAC, 1999. Incluye el texto de la Neovulgata latina y una traducción castellana. Nestlé, E., Aland, K., Novum Testamentum Graece et Latine, Stuttgart: Sociedades Bíblicas, 1993. Además del texto griego con las variantes en el aparato crítico, incluye la Neovulgata con las variantes respecto de la Vulgata. 5. La Vulgata Ya desde el siglo III –antes, incluso, para el AT– hubo traducciones de los textos bíblicos a diversos idiomas: arameo, siríaco, etc. La más importante, sin duda, al latín: la Vetus latina. No se tradujo de golpe, sino de manera no homogénea, de modo que había muchas variaciones en las traducciones: San Jerónimo, San Agustín, y otros, se quejan de estas faltas. El Papa Dámaso I encargó a San Jerónimo una versión latina fiable de la Sagrada Escritura. El trabajo lo realizó entre el 383 y el 406. San Jerónimo revisó el Nuevo Testamento de la Vetus latina, corrigiéndola cuando se apartaba excesivamente del griego; los libros protocanónicos del Antiguo Testamento los tradujo ex novo desde el texto hebreo masorético; en cambio, los libros deuterocanónicos son los de la Vetus, excepto Tobías y Judit que provienen de una apresurada traducción de San Jerónimo desde el arameo. La traducción tuvo tanto éxito que se extendió enseguida por toda Europa. El uso fue tan constante que muchas estructuras gramaticales de las lenguas romances –las derivadas del latín– proceden del latín de la Vulgata. El nombre le viene precisamente de ahí, del uso común de esta versión. En el siglo XX, tras el descubrimiento de muchos manuscritos bíblicos desconocidos quince siglos atrás, se ha hecho una revisión de la Vulgata para usos litúrgicos: promulgada en 1985 es la Neovulgata. Pero en la Iglesia católica la Vulgata no sólo es importante por su difusión sino también porque en cierta manera formó parte de la definición de Trento a propósito de los libros canónicos. En efecto, el decreto concluía así:

“Y si alguno no recibiese como sagrados y canónicos los mismos libros [los que ha enumerado antes] íntegros con todas sus partes, tal como se han acostumbrado leer en la Iglesia Católica y se contienen en la antigua edición de la Vulgata latina, y despreciase conscientemente las tradiciones antes mencionadas, sea anatema” (EB 60). “La Iglesia, para saber claramente entre todas las ediciones latinas en circulación, cuál es la auténtica edición de los libros sagrados, establece y declara que la antigua edición de la Vulgata, aprobada en la misma Iglesia por todo un largo uso secular, debe tenerse como auténtica en la lectura pública, en las disputas, en la predicación y en las

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explicaciones. Nadie, por ninguna razón, puede tener la audacia o la presunción de rechazarla” (EB 61).

Con la expresión “íntegros y con todas sus partes”, el Concilio aludía a un conjunto de pasajes que no figuraban en algunos manuscritos, como los versículos finales de Marcos, o el pasaje de la mujer adúltera de Juan. A fortiori, se refiere también otros libros, por ejemplo Daniel o Ester, que en su forma hebrea, acogida por la reforma protestante, eran más breves. Pero en términos de texto, el Concilio toma partido por el texto que está debajo de la Vulgata y que es un texto con múltiples variantes. De hecho, la misma Vulgata vivía en variantes –San Jerónimo, por ejemplo, había realizado dos traducciones de los Salmos– y por eso el concilio estableció que se hiciera una “edición crítica” de la Vulgata. El principio que justifica la autenticidad de la Vulgata, como se ve claramente en los textos del Concilio, es la Tradición viva, el uso en la Iglesia. 6. La crítica textual La Iglesia católica se sirvió del principio de la autenticidad de la Vulgata y la usó como lugar de estudio y de fundamento de la doctrina. Sin embargo, en 1943 Pío XII hizo notar que esta autenticidad era “de derecho”, es decir, implicaba que no contenía errores doctrinales. Pero la autenticidad de hecho pertenecía a los textos inspirados y utilizados en la Iglesia. Por eso, animó a servirse de los textos originales griegos y hebreos y a practicar la crítica textual, para conocer mejor el texto original. La crítica textual nace, como se ha dicho, de que tenemos textos con variantes entre ellos. Las variaciones pueden ser:

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a) Variaciones involuntarias o accidentales de los copistas. Se trata de erratas materiales de copia, por error visual o auditivo. Por ejemplo, la diptografía, que es la repetición de una letra, una palabra o un grupo de palabras o la haplografía, que consiste en que el copista salta de una palabra a otra igual o parecida, pero omitiendo el texto que estaba entre las dos. Otras veces es la confusión de una letra por otra, por ejemplo una vocal larga por una corta en el dictado, o la trasposición de dos letras en una palabra, que pueden, en los dos casos, dar lugar a palabras distintas. b) Variaciones voluntarias de copistas cultos. Se producen al corregir el ejemplar por pensar que contiene error. Son de tipo lingüístico, cuando el copista, por ejemplo, sustituye una palabra que le parece arcaica por otra más comprensible; o cuando añade una palabra, a modo de glosa que evite la ambigüedad; o cuando descubre en los manuscritos variantes y copia las dos para no tener que elegir entre ellas. Otras veces son de tipo doctrinal, cuando, por ejemplo, se corrige el texto para adaptarlo a la capacidad del lector, y no desconcertarle con algo que le puede parecer un error teológico o moral; o cuando se armoniza el texto con los lugares paralelos.

La autenticidad textual ya está presente en textos de San Ireneo, Orígenes, etc. Con el tiempo, se han establecido unos principios básicos de crítica textual, que suelen tenerse en como criterios Estos principios son externos e internos. Los principios externos se deducen de las pruebas documentales y del valor que se asigna a cada una de ellas:

a) Es preferible la lección apoyada por mejores, más ancianos, y más variados textos y códices. No basta, sin embargo, un apoyo meramente cuantitativo. b) Ha de tenerse en cuenta el influjo de los textos paralelos. En el NT también hay que considerar la influencia de la versión de los LXX en las citas del Antiguo Testamento. En general se suele preferir la lección menos coincidente, porque podría haber existido armonización. c) Entre varias lecturas diferentes debe atenderse a su mutua relación, porque efectuada una corrección en el texto, el copista puede haber olvidado efectuar las demás variaciones exigidas (concordancias de sujeto y verbo, etc.).

Por ejemplo, en el caso del Antiguo Testamento, lo normal será partir del texto masorético, que se ha conservado entero, y con la crítica que puede derivarse de lo que se ha conservado en Qumram y en las versiones griegas y arameas, intentar acceder a la forma o las formas textuales del siglo I. En el caso del Nuevo Testamento, la crítica suele preferir los manuscritos de la familia alejandrina Principios internos, derivados de la experiencia, son:

a) La lectura más difícil se considera la más segura, porque el copista tiende a aclarar y simplificar las ideas. Sin embargo, no hay que confundir la dificultad con el descuido o el absurdo.

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b) La lección más breve es preferible, dada la tendencia a incluir en el texto notas marginales que alargan las frases.

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c) Parece más auténtica la lección, la variante, que mejor explica la aparición de las demás, cuando éstas aparecen fácilmente como corrección, aclaración o errata obvia de la primera. d) Es preferible, en general, la lección que difiere de los paralelos, pues es más fácil que el copista haya tendido a la armonización que lo contrario e) Sólo en casos extremos es admisible la conjetura, es decir, la corrección del texto no apoyada en prueba documental alguna. Una buena conjetura debe ser clara en sí misma y apta para esclarecer la verdadera lectura del texto.

Se suele afirmar que los principios de crítica textual son tan peligrosos como necesarios y que su aplicación tiene más de arte que de ciencia. Pero parece claro que es mejor tenerlos que prescindir de ellos. Otra cuestión derivada de la crítica textual es la que se refiere al resultado. Los críticos saben que el resultado de un trabajo de crítica textual de un texto bíblico normalmente no puede ofrecer el texto original sino un texto que probablemente nunca ha existido, sino que es “ecléctico”, es decir, es el texto, que según las reglas de la crítica textual, se parece más al texto que han copiado los manuscritos que tenemos. Por eso, sin prescindir de ese trabajo, y teniendo presente la historia del texto, los especialistas señalan que lo que más importante es tener presente que en el caso de la Biblia, el texto “vive en variantes” (C. Jódar). Esto tiene sus consecuencias. A propósito del texto del Antiguo Testamento afirmaba hace pocos años un conocido especialista: “Puesto que ahora el texto masorético ya no se ve necesariamente como la mejor forma del texto de cada libro, y puesto que no parece que el canon estuviera fijado en el primer siglo cristiano (...), se podría preguntar por qué los cristianos han de usar un texto establecido por los escribas judíos en los siglos VIII-IX d.C., (...) cuando incluso los judíos en la época del nacimiento del cristianismo no consideraban esos textos como superiores y cuando además tenemos manuscritos y traducciones alternativos que presentan lecturas superiores” (E. Ulrich). Otro, sugería una solución: “Me basta con proponer, con San Agustín, como forma del Antiguo Testamento cristiano una Biblia en dos columnas: una contendría la Septuaginta de los dos primeros siglos de nuestra era, la otra el texto hebreo tal como lo han canonizado los escribas de Israel” (D. Barthelemy O. P.). Los dos establecen, como se ve, el principio de la pluralidad de textos y el principio de la tradición como lugar de comprensión.

V. LA INTERPRETACIÓN DE LA BIBLIALa interpretación en general –la hermenéutica– es un asunto de gran importancia hoy en día, hasta el punto de que con los nihilistas hay quien llega a afirmar: no hay hechos sino interpretaciones. Desde el primer momento en que algo ocurre –un hecho bruto– éste toma forma de interpretación en quien(es) lo percibe(n), y toma otra forma –una forma que está determinada por los condicionantes previos o por las expectativas de futuro del receptor– en quienes comprenden el hecho y la interpretación que de él había hecho otro.

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Todo ello es cierto, pero no es toda la verdad. Los hombres tenemos la capacidad y los medios suficientes de proponer un sentido y comprender lo nuclear del sentido recibido. Este es un tema más propio de la Teoría del conocimiento; desviaría excesivamente nuestra atención si nos detuviéramos a explicarlo aquí. De todas formas, es necesario tenerlo presente a la hora de elaborar la hermenéutica de los textos sagrados.1. La hermenéutica del texto: tres actitudesGenéricamente los textos bíblicos se han interpretado con tres actitudes distintas a lo largo de la historia.

a. Interpretación en la Tradición. Es la manera habitual de interpretar el texto bíblico desde la antigüedad y en la teología medieval. La interpretación en la Tradición se hizo modelo de comprensión de los textos bíblicos en la Iglesia católica después del Concilio de Trento. Un texto, según el principio de la Tradición, viene ya interpretado desde su inicio: la tradición transmite ese sentido. Esto no supone desatender el estudio del texto para profundizar en su sentido, ni tampoco supone dejar de ser crítico con la tradición que lo transmite. Supone, por el contrario, confianza en la Tradición. En cambio, tiene el peligro de diluir el significado del texto en la Tradición, y en convertir a los textos bíblicos en una suerte de dicta probantia, meras pruebas de que lo que se afirma –por ejemplo, en el magisterio o en la teología– tiene una evidencia en el texto bíblico.

b. Interpretación positiva e historicista. Frente al principio de la Tradición católico, los hombres de la Reforma protestante propusieron la hermenéutica de la Sola Scriptura. Los textos se interpretan desde sí mismos, y con la sospecha de que la Tradición, especialmente la tradición de la Iglesia romana ha traicionado su sentido. Más adelante, en el siglo XIX, los protestantes liberales –influidos, obviamente, por los planteamientos de la Ilustración– propusieron una interpretación de los textos bíblicos, “liberada” del dogma, meramente secular. Los textos tenían el sentido –religioso, porque los textos bíblicos son religiosos– que su autor les quiso dar en el momento en que los compuso. Ir más allá de ese sentido es traicionar la condición histórica del hombre y, por tanto, también el significado del mismo texto. Las dificultades que tiene esta interpretación están a la vista en la descripción que hemos hecho. Sin embargo, salvados los prejuicios inmanentistas del planteamiento, una interpretación originaria del texto permite concederle la entidad que tiene como norma de la Tradición, sin diluirse en ella. Este modelo interpretativo ha sido común en la exégesis del siglo XX.

c. Finalmente, desde mediados del siglo XX, la filosofía hermenéutica ha puesto entre paréntesis la pretendida objetividad de la interpretación positivista de los textos del pasado. Interpretamos los textos desde nuestra pre-comprensión de los textos y de la vida. Es decir, interpretamos desde nuestros pre-juicios. La Ilustración, por ejemplo, interpretaba desde el prejuicio de no tener prejuicios; y se llenaba de ellos. Por eso, los autores que han seguido esta corriente han abogado por corregir los presupuestos de interpretación del positivismo: así, junto al examen positivo de carácter positivo, han realzado el valor de la tradición y la autoridad (la auctoritas, no la potestas), porque estas instancias también son críticas consigo mismas (Gadamer) o el valor

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sustantivo que tiene el mismo texto y que le permite distanciarse por su textualidad respecto de la interpretación (Ricoeur).

2. Orientaciones de la hermenéutica católicaCon estas actitudes presentes, en las que se descubre que todas tienen sus valores, la interpretación de la Biblia en la Iglesia tiene su charta magna en DV 12: Habiendo, pues, hablado Dios en la Sagrada Escritura por medio de hombres y a la manera humana, el intérprete de la Sagrada Escritura, para comprender lo que El quiso comunicarnos, debe investigar con atención qué pretendieron expresar realmente los hagiógrafos y plugo a Dios manifestar por sus palabras.Para descubrir la intención de los hagiógrafos, entre otras cosas hay que atender a “los géneros literarios”, porque la verdad se propone y se expresa de una manera o de otra en los textos de diverso modo históricos, proféticos, poéticos o en otras formas de hablar. Conviene, además, que el intérprete investigue el sentido que intentó expresar y expresó el hagiógrafo en cada circunstancia, según la condición de su tiempo y de su cultura, por medio de los géneros literarios usados en su época. Pues para entender rectamente lo que el autor sagrado quiso afirmar en sus escritos, hay que atender cuidadosamente tanto a las acostumbradas formas nativas de pensar, de hablar o de narrar vigentes en los tiempos del hagiógrafo, como a las que en aquella época solían usarse en el trato mutuo de los hombres.Y como hay que leer e interpretar la Sagrada Escritura con el mismo Espíritu con que se escribió para descubrir el correctamente el sentido de los textos sagrados, hay que atender con no menor diligencia al contenido y a la unidad de toda la Sagrada Escritura, teniendo en cuenta la Tradición viva de toda la Iglesia y la analogía de la fe. Toca a los exegetas esforzarse según estas reglas por entender y exponer más a fondo el sentido de la Sagrada Escritura, para que, como con un estudio previo, vaya madurando el juicio de la Iglesia. Porque todo lo que se refiere a la interpretación de la Sagrada Escritura está sometido en última instancia a la Iglesia, que tiene el mandato y el ministerio divino de conservar y de interpretar la palabra de DiosEl párrafo primero (DV 12a) expresa los principios generales de la interpretación de la Biblia, los otros dos párrafos los desglosan. El párrafo segundo (DV 12b) se dedica a los medios para investigar la “intención de los hagiógrafos”. El párrafo tercero (DV 12c) a los medios para proponer el “sentido” de los textos sagrados. Como todas estas afirmaciones tienen adjuntas una serie de nociones que están expresadas en DV y que se han tratado de proponer en estos apuntes, toca ahora desarrollarlas.TEMA 10. LA INTERPRETACIÓN Y LA INTERPRETACIÓN DE LA BIBLIA1. Los libros de la Sagrada EscrituraLos libros de la Biblia presentan unas características especiales. Son inspirados, tienen a Dios por autor. Esto significa en primer lugar que constituyen una “colección” de escritos que, como confiesa la fe cristiana, no son meras palabras de hombres sino la Palabra de Dios. Son libros sagrados que “escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios por autor y como tales han sido entregados a la Iglesia” (DV 11); esto quiere decir que Dios es autor de “toda” la Escritura.Además de ser autor de toda la Escritura, Dios es también autor de cada uno de los libros sagrados. Los libros han sido redactados por hombres determinados que han vivido en sus respectivas épocas, lejanas a la nuestra, y cuyos nombres no siempre conocemos. La fe nos enseña que sus autores, los hagiógrafos, escribieron “obrando Dios en ellos y por ellos”, de tal forma que “como verdaderos autores pusieron por escrito todo y sólo lo que Dios quería” (DV 11), hasta el punto de que “todo lo que los autores inspirados o

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hagiógrafos afirman debe tenerse como afirmado por el Espíritu Santo” (DV 11).Finalmente, el contenido de la Biblia, tal como la Iglesia la ha recibido del pueblo judío y de los Apóstoles, es humano y divino al mismo tiempo, comparable de algún modo al misterio de Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre. “Porque las palabras de Dios expresadas con lenguas humanas se han hecho semejantes al habla humana, como en otro tiempo el Verbo del Padre Eterno, tomada la carne de la debilidad humana, se hizo semejante a los hombres” (DV 13).Para comprender la figura de Jesucristo hay que partir de sus aspectos humanos que, una vez captados, nos invitan a reconocerle en la verdadera identidad de su Persona: Jesucristo es el Hijo de Dios hecho hombre. De una forma parecida, para comprender en profundidad la Sagrada Escritura, hay que ir más allá de sus concreciones humanas de orden histórico, literario, etc., y captar, a través de esos aspectos semejantes a los de los demás libros, el verdadero sentido de lo que Dios quiere manifestarnos en la Biblia. De ahí que, para interpretar la Sagrada Escritura, haya que tener en cuenta una serie de principios conformes con la naturaleza propia de los libros que la componen. Estos principios serán aplicados de forma coherente con la condición de estos escritos, si están informados y orientados por la fe en el carácter humano y divino de esos libros, de forma similar a como la consideración de cualquier aspecto humano de nuestro Señor Jesucristo –por ejemplo, su forma de hablar, su comportamiento social, etc.–, sólo adquiere la debida relevancia a la luz de la fe en su condición de Hijo de Dios hecho hombre.Esto no quiere decir que una persona sin fe no pueda captar aspectos verdaderos de la figura del Señor, o que no pueda aportar luz sobre cuestiones de orden literario, gramatical o histórico concernientes a los libros sagrados. Lo que se afirma es que sin una visión de fe no es posible integrar esos aspectos concretos en la verdad plena de Cristo Salvador, ni alcanzar la profundidad del mensaje que encierran, con sólo la utilización de recursos humanos: conocimiento de las lenguas bíblicas, origen y estructura de los escritos, etc. Por ello, aunque los principios para la verdadera interpretación de la Biblia sean de diversa índole, todos ellos se integran y son impulsados por la fe en el carácter divinamente inspirado de los libros. Esta fe da unidad a la variedad de principios que han de tenerse en cuenta en la interpretación de la Sagrada Escritura. El estudio sistemático de esos principios constituye el contenido de la ciencia denominada Heurística Bíblica, una parte de la Hermenéutica.2. Dos clases de principios para interpretar la BibliaEn el primer párrafo de DV 12 se apuntaba: “Habiendo hablado Dios en ella por hombres y a la manera humana, para que el intérprete de la Sagrada Escritura comprenda lo que El quiso comunicarnos, debe investigar con atención qué pretendieron expresar realmente los hagiógrafos y Dios quiso manifestar mediante sus palabras” (DV 12a).El objetivo, por tanto, de la interpretación bíblica no se alcanza con determinar solamente lo que los autores humanos tuvieron intención de transcribir y cómo lo transcribieron, sino que se logra al comprender lo que ahí se nos manifiesta de parte de Dios. Ambos aspectos son inseparables, pero no se identifican completamente. Con todo texto escrito sucede de hecho que se produce un cierto desglose entre lo que el autor quiere decir en él, y lo que el texto una vez escrito dice realmente al lector. Un escrito no expresa siempre todo lo que

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su autor pretende, debido a la limitación del lenguaje humano, y ciertamente escapa al autor la comprensión que el lector pueda tener de lo que él quiso decir. Por otra parte, un texto escrito, leído a larga distancia de su composición y tras repetidas interpretaciones, puede decir más que lo que el autor pretendió. Lo decía un conocido renovador de la Teoría literaria moderna: “Podemos decir que ni Shakespeare ni sus contemporáneos conocían al “gran Shakespeare” como nosotros lo conocemos. Comprimir a nuestro Shakespeare en la edad isabelina es absolutamente imposible” (M. Bajtin). O con un ejemplo más cercano: es posible que al leer El Quijote podamos descubrir ciertas dimensiones del carácter español que quizá Cervantes no quiso proponer de forma explícita. Pero siempre será una interpretación ajena al texto si se prescinde de lo que su autor quiso comunicar, si se distorsiona su verdadera intención. Como señalaba San Jerónimo, “es oficio del comentador no decir lo que a él se le antoje, sino exponer el sentir de aquel a quien interpreta” (Epist. ad Pammachium, 48,17). Aplicando esas consideraciones a la Sagrada Escritura, y teniendo al mismo tiempo en cuenta su carácter de libro divinamente inspirado, es lógico que los principios para su interpretación se sitúen a un doble nivel:

a. La investigación literaria e histórica sobre lo que los hagiógrafos quisieron expresar, y

b. La captación de lo que Dios quiere comunicar mediante las palabras de la Escritura tal como la Iglesia la lee en cada momento de su historia, profundizando en sus sentidos. Y esto, desde la recepción de un libro, hasta su reunión con otros en una colección y hasta el significado que ha tenido en la tradición viva de la Iglesia.

En el primer nivel se sitúan los llamados principios generales de interpretación; en el segundo los principios específicos de la hermenéutica bíblica. Pero estos niveles no son separables: lo que Dios ha querido comunicar en la Escritura no puede ser ajeno a la intención del hagiógrafo, sino que nos llega a través de ella y de su expresión en el escrito.3. Principios generales de interpretaciónSuelen llamarse también “reglas racionales de interpretación”, y son las comunes para todo estudio literario, histórico y crítico de cualquier texto. Implican todas las cuestiones filológicas y lingüísticas, con su cortejo de disciplinas colindantes: lexicografía, semántica, semiología, etc.; así como el instrumental para situar el texto en su marco histórico: historia, arqueología, circunstancias personales del autor y de su situación cultural, destinatarios inmediatos, fecha de composición del escrito, crítica histórico-literaria de sus fuentes, género literario en que puede encuadrarse, etc. Desde este punto de vista, el estudio crítico de la Biblia utiliza, en cada época de la historia, los mismos recursos culturales que para cualquier monumento literario. Un mínimo de sintonía entre el lector y el mundo del autor es imprescindible para entender lo que se lee. Por tanto, todas las disciplinas científicas que concurren en la interpretación de un texto cualquiera, pueden e incluso deben ser aplicadas a la interpretación de la Biblia, siempre que haya presunción de su utilidad. A ello hay que sumar otros elementos más subjetivos, como la sensibilidad del lector, desigual según su capacidad especulativa, artística, psicológica, espiritual, moral, etc. Las varias cualidades de los diversos intérpretes se complementan, y la historia de la exégesis bíblica se ha ido enriqueciendo con un verdadero tesoro de comentarios a los textos sagrados,

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que facilitan una variada y profunda comprensión de los libros de la Sagrada Escritura.La investigación escriturística contemporánea ha alcanzado un desarrollo considerable en cuanto a las técnicas de carácter racional, en especial por lo que atañe a los auxilios suministrados por la filología, lingüística y algunos métodos de crítica literaria.

a) En este ámbito hay que mencionar, en primer lugar, el mejor conocimiento de los géneros literarios de la Biblia, que es necesario tener muy en cuenta para descubrir la intención de los autores sagrados al escribir, pues “la verdad se presenta de modo diverso en obras de diversa índole histórica, en libros proféticos o poéticos o en otros géneros literarios” (DV 12b).

b) Junto al género literario de una obra es necesario también determinar con la mayor precisión posible “el modo de pensar, de expresarse y de narrar que se usaba en tiempos del escritor y las expresiones que entonces se empleaban más en la conversación ordinaria” (DV 12b). Así, la investigación se ha esforzado en aclarar cómo se han formado pasajes concretos dentro de los diversos libros, según formas de expresión utilizadas en diversos lugares y tiempos. El método denominado “Historia de las Formas”, aun descuidando a veces la unidad global de un libro, ha aportado luz para comprender el contexto vital concreto en que surgieron y se desarrollaron pequeñas unidades literarias, como cantos, bendiciones, oráculos, exhortaciones, himnos litúrgicos, etc.

c) Por otra parte, se estudia también la Historia de la Redacción de los diversos libros, intentando aclarar el proceso por el que se llegó a su formación definitiva, es decir, qué fuentes literarias ya existentes utilizó el autor, cómo las integró o reinterpretó al servicio del propósito que tenía al escribir su libro, cuál es su aportación original, etc.

Estos dos últimos métodos, aunque con ciertos prejuicios y errores históricos, filosóficos y teológicos en sus principios, han ido siendo depurados por los exegetas católicos, hasta ser empleados con utilidad para ahondar en el proceso de formación literaria de algunos libros o conjuntos de libros de la SE (especialmente el Pentateuco, los Salmos y los Evangelios Sinópticos), y en las peculiaridades del mensaje revelado en ellos (1 cf. por ejemplo la Instrucción Sancta Mater Ecclesia de la Pontificia Comisión Bíblica, publicada en 1964, sobre la formación de los Santos Evangelios. Las ideas se recogen después en DV

19 y CCE 126.).Sin embargo, el enorme esfuerzo de la investigación contemporánea, en los dominios de la crítica racional, no se ha visto coronado en general por un fruto paralelo desde el punto de vista de la profundización teológica (cf. Verbum Domini, n. 35). La causa de ello radica seguramente en no haber tenido en cuenta la fe, de modo suficiente, al interpretar los textos sagrados. Por esto se hace ahora especialmente necesario fijar de nuevo la atención en los criterios específicos de interpretación para la Biblia.

TEMA 11. PRINCIPIOS ESPECÍFICOS DE LA HERMENÉUTICA BÍBLICA Estos principios se fundamentan directamente en la fe en que es un libro inspirado por Dios y, como tal, entregado a la Iglesia. Sin embargo, no hay que perder de vista que se aplican a la Biblia precisamente en cuanto que ésta

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constituye un texto escrito, y, como tal, susceptible de diversas interpretaciones. Esta cuestión se hace más delicada si cabe por tratarse de libros como la Sagrada Escritura, compuestos en un pasado lejano, y con un contenido de capital trascendencia por versar sobre Dios, el hombre y el mundo. Precisamente para evitar interpretaciones arbitrarias, ajenas a lo que el autor quiso decir, es necesario el recurso a los principios específicos de la hermenéutica bíblica. En los tiempos modernos, el historicismo ha planteado la dificultad de discernir lo que pertenece a la verdad contenida en un escrito, de lo que no son más que representaciones de la cultura de la época en que fue compuesto, ya superadas por una visión más científica de las cosas. Este discernimiento va por tanto más allá de la averiguación de lo que quisieron decir los autores humanos de los libros bíblicos, y entra en el ámbito de lo que efectivamente Dios quiere manifestar por medio de esas palabras escritas. Por otra parte, a la hora de determinar cuál es la verdad profunda de un texto surge la cuestión de si el intérprete puede captar realmente esa verdad contenida en el escrito, o más bien proyecta inevitablemente sobre él su forma de pensar y de entender el mundo. En realidad, ambas cosas se dan al mismo tiempo. Toda interpretación de un texto está marcada por la condición del intérprete, que se enfrenta al texto desde su propia situación, con una actitud previa y un bagaje de experiencias de los que no puede prescindir y que van a incidir en el sentido que encuentra en el escrito (lo que en hermenéutica se ha llamado la “precomprensión”). Pero también es verdad que si está realmente abierto a escuchar lo que un texto le dice, éste puede enriquecer o modificar la visión previa que tenía el intérprete. Se establece así entre los dos una especie de circularidad: la comprensión total que el intérprete tiene previamente se proyecta sobre el texto concreto, y lo particular que éste aporta, revierte a su vez en la comprensión total del intérprete. 1. Principios católicos de interpretación de la Escritura Aplicados estos datos a la Sagrada Escritura, para interpretarla correctamente se ha de acceder desde una comprensión previa que esté en consonancia con la naturaleza de esos libros y la realidad que en ellos se contiene, y, al mismo tiempo, con una actitud de aceptación y obediencia por ser la Palabra de Dios. a. Principios especificados en Dei Verbum El Concilio Vaticano II enseña a este respecto que:

“Como la Sagrada Escritura hay que leerla e interpretarla con el mismo Espíritu con que se escribió, para sacar correctamente el sentido de los textos sagrados hay que atender no menos diligentemente (que a los principios generales) al contenido y unidad de toda la Sagrada Escritura, teniendo en cuenta la Tradición viva de toda la Iglesia y la analogía de la fe” (DV 12c).

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En este párrafo quedan señalados tres principios específicos para la interpretación de la Biblia: 1) la unidad de toda la Escritura, 2) la Tradición viva de la Iglesia y 3) la analogía de la fe. Utilizando estos principios, el intérprete se sitúa en la perspectiva adecuada para captar el verdadero sentido de los libros sagrados. De esta forma, entre hagiógrafo e intérprete se da una sintonía, no tanto en el ámbito cultural o en el mundo de las representaciones, cuanto a nivel espiritual, en el sentido de que ambos están abiertos a la acción del mismo Espíritu de Dios, que inspira a los hagiógrafos y asiste a la Iglesia para llegar a la comprensión de la verdad plena (cf. Jn 16,13). De ahí que estos principios específicos sólo sean comprensibles y aplicables desde la fe en el carácter sagrado de la Biblia y en que la Iglesia es la auténtica depositaria de tales libros. b. Descripción en PCB 1993 Al señalar las Dimensiones características de la interpretación católica de la Sagrada Escritura el documento de la PCB 1993, señala estos puntos: a. “La exégesis católica no procura distinguirse por un método científico particular. Ella reconoce que uno de los aspectos de los textos bíblicos es ser obra de autores humanos, que se han servido de sus propias capacidades de expresión y de medios que su tiempo y su medio social ponían a disposición… Lo que la caracteriza es que se sitúa conscientemente en la tradición viva de la Iglesia, cuya primera preocupación es la fidelidad a la revelación testimoniada por la Biblia”. b. Por ello propone un recorrido que consta de los varios pasos:

1. Interpretación en la Tradición bíblica. Incluye la interpretación de un libro en la tradición bíblica que le precede y le sigue (porque aceptar un libro en una colección también supone en cierta manera orientar la interpretación de los anteriores), y singularmente la interpretación del AT en el NT y viceversa. 2. Interpretación de la Biblia en la Tradición de la Iglesia. Incluye la interpretación de un libro en la totalidad del canon y la interpretación de los textos bíblicos en la Tradición viva de la Iglesia: Liturgia, Padres de la Iglesia, Magisterio. 3. Actitud correcta de la exégesis. Los exegetas católicos deben tomar verdaderamente en serio el carácter histórico de los textos bíblicos y tienen que explicar también el alcance cristológico, canónico y eclesial de los escritos bíblicos.

Estos presupuestos, tomados desde las orientaciones de DV 12c, podrían desglosarse en los apartados que proponemos a continuación. 2. La unidad de toda la Sagrada Escritura Este principio se fundamenta en que Dios es el Autor, junto con los hagiógrafos, de todos los libros de la Biblia, por lo que todos ellos tienen una profunda unidad, que puede no descubrirse a primera vista dada la variedad de autores humanos y la diferencia de tiempo en que se escribieron.

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a. De esa unidad se desprende la interna coherencia de las verdades religiosas contenidas en la Revelación escrita, coherencia que suele designarse con el nombre de “analogía de la fe bíblica”.

Esta regla ofrece un aspecto positivo: merced a la unidad y continuidad de la Revelación, unos textos proyectan luz sobre otros y ayudan al lector a una más honda inteligencia. Ofrece, a su vez, un enunciado negativo: ningún texto de la Sagrada Escritura puede verdaderamente contradecir a otro; cualquier apariencia de contradicción sería sólo efecto de la limitación del lector. Puede la Sagrada Escritura mostrar diversos acentos, subrayar aspectos diversos de un mismo objeto (sea éste un relato o un pasaje doctrinal), como consecuencia del desarrollo progresivo de la Revelación y de la distinta personalidad de sus respectivos autores humanos; se puede dar progreso, como por ejemplo, de ciertas imperfecciones morales de las leyes del Pentateuco hasta la perfección suma de la moral evangélica, predicada y vivida por Cristo: pero progreso y crecimiento no significan contradicción. Desde la unidad de toda la Sagrada Escritura se comprende el desarrollo progresivo y homogéneo de la Revelación. Dios no ha mostrado de una sola vez al hombre toda la verdad: usando de una divina pedagogía, ha ido desvelando nuevos contenidos, revelándose progresivamente a Sí mismo en acontecimientos de la historia bíblica y en palabras que explican el acontecimiento, hasta llegar a su Revelación suprema, Jesucristo, el Verbo Encarnado. Existen, pues, textos más antiguos que pueden ser mejor entendidos a la luz de textos posteriores.

b. Del principio básico de que Dios es el autor de toda la Biblia se desprende también un nuevo aspecto: la interna “armonía de los dos Testamentos”.

Es un principio que está íntimamente unido con los anteriores y fundamenta, a su vez, la “interpretación cristiana del Antiguo Testamento” y los sentidos “pleno” y “típico” de la Sagrada Escritura. Con arreglo a tal armonía, las nociones, acontecimientos, cosas y personas del Antiguo Testamento tienen una cierta correlación o “cumplimiento” en el Nuevo Testamento, de modo que, según fórmula feliz de San Agustín, Novum Testamentum in Vetere latet et Vetus in Novo patet: “El Nuevo Testamento está latente en el Antiguo y el Antiguo se hace patente en el Nuevo” (Quoest. in Hept., 2,73). Este modo de entender el Antiguo Testamento fue ya iniciado por Jesucristo y los Apóstoles, a quienes “abrió el entendimiento para que comprendiesen las Escrituras” (cf. Lc 24,44-45); y fue cultivado por la exégesis tipológica de los Santos Padres. Así, “los libros del Antiguo Testamento, recibidos íntegramente en la proclamación evangélica, adquieren y manifiestan su plena significación en el Nuevo Testamento (cf. Mt 5,17; Lc 24,27; Rom 16,25-26; 2 Cor 3,14-16), ilustrándolo y explicándolo al mismo tiempo” (DV 16).

3. La Tradición viva de toda la Iglesia La Sagrada Escritura es el testimonio divinamente inspirado de que Dios se revela para salvar al pueblo de Israel, y después a toda la humanidad, por

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medio de su Hijo hecho hombre, nuestro Señor Jesucristo. La salvación, realizada de una vez para siempre por la muerte y resurrección de Jesucristo, continúa actualizándose mediante la Iglesia. En efecto, “Jesucristo envió a los Apóstoles, llenos del Espíritu Santo, no sólo a predicar el Evangelio a toda criatura (...), sino también a realizar la obra de salvación que proclamaban, mediante el Sacrificio y los Sacramentos, en torno a los cuales gira toda la vida litúrgica” (SC 6). Todo ello constituye la Tradición viva, “cuyos tesoros van pasando a la práctica y a la vida de la Iglesia que cree y ora” (DV 8), y por la que la misma Sagrada Escritura se hace incesantemente operativa. La Iglesia recibe de Jesucristo y de los Apóstoles los libros del Antiguo Testamento, como cumplidos en Cristo, y recibe al mismo tiempo también el Evangelio, que, “prometido por los profetas, cumplió el mismo Cristo y promulgó con su boca” (DV 7). Y este Evangelio fue comunicado fielmente, por mandato de Cristo, por los Apóstoles, quienes “con su predicación, sus ejemplos, sus instituciones, transmitieron de palabra lo que habían aprendido de las obras y palabras de Cristo y lo que el Espíritu Santo les enseñó; además los mismos Apóstoles y otros varones de su generación pusieron por escrito el mensaje de la Salvación inspirados por el Espíritu Santo”. Así, pues, junto a los libros escritos, y aun antes de que se escribiesen, existía y siguió existiendo la Tradición, que incluye la fe, la predicación y la vida de la Iglesia. Esta tradición no es estática o inerte, sino que “derivada de los Apóstoles va creciendo en la Iglesia con la ayuda del Espíritu Santo; es decir, crece la comprensión de las palabras e instituciones transmitidas cuando los fieles las contemplan y estudian ponderándolas en su corazón (cf. Lc 2,19.51), cuando comprenden internamente los misterios que viven, cuando los proclaman los obispos, sucesores de los Apóstoles en el carisma de la verdad. La Iglesia camina a través de los siglos hacia la plenitud de la verdad, hasta que se cumplan en ella plenamente las palabras de Dios” (DV 8). En el Nuevo Testamento queda consignada por escrito, bajo la inspiración divina, la Traditio apostólica tal como se entregó y era vivida en los tiempos apostólicos. Pero por ser algo vivo va desplegando toda su riqueza a lo largo de la historia, con la fuerza del Espíritu Santo. Así, en aquel momento originario en que se escribieron los libros, no se hacían plenamente patentes todas las virtualidades que implicaba la Traditio. Por ello, para comprender el Nuevo Testamento, hay que contemplar el desarrollo y la vida de la Iglesia en toda su riqueza. Es necesario tener en cuenta, además, que para el desarrollo de la Iglesia y “para que el Evangelio se conservara siempre vivo e íntegro en la Iglesia, los Apóstoles nombraron como sucesores a los obispos, confiándoles su propio oficio de magisterio” (DV 7). El Magisterio de la Iglesia tiene, por tanto, una función propia y específica en la conservación y transmisión de la Tradición viva, que incluye el reconocimiento, la interpretación y la proclamación de la Sagrada Escritura, pues, en efecto, “los obispos han sucedido, por institución divina, a los Apóstoles como pastores de la Iglesia, de modo que quien los escucha, escucha a Cristo, y quien los desprecia, desprecia a Cristo y al que lo envió (cf. Lc 10,16)” (LG 20). Los criterios o reglas que el intérprete ha de tener en cuenta al aplicar este principio de la Tradición viva de la Iglesia, son los siguientes:

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a. Atender a la interpretación que hicieron los Santos Padres, pues “su enseñanza atestigua la presencia viva de esta Tradición, cuyos tesoros van pasando a la práctica y a la vida de la Iglesia que cree y ora” (DV 8).

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Al considerar la interpretación de la Sagrada Escritura hecha por los Santos Padres, hay que distinguir, como enseñaba el papa León XIII, entre su interpretación unánime acerca de un texto bíblico “como perteneciente a la doctrina de la fe y de las costumbres”, y la interpretación como doctores privados sin que coincidan entre ellos. En el primer caso su interpretación es de suma autoridad, en el segundo corresponde al intérprete hacer una elección inteligente, respetando siempre otras interpretaciones patrísticas.

b. Armonía con la enseñanza del Magisterio de la Iglesia. “Todo lo que se refiere a la interpretación de la Sagrada Escritura —enseña el Concilio Vaticano II—, está sometido en última instancia a la Iglesia, que tiene el mandato y el ministerio divino de conservar y de interpretar la Palabra de Dios (DV 12).

Y dentro de la Iglesia “el oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios escrita o transmitida, ha sido confiado únicamente al Magisterio vivo de la Iglesia, cuya autoridad se ejerce en el nombre de Jesucristo” (DV 10). Si bien el Magisterio sólo en contadas ocasiones se ha pronunciado solemnemente por la interpretación concreta de un texto, el uso habitual que hace de la Sagrada Escritura y su enseñanza ordinaria marcan el camino de la interpretación correcta.

c. El uso que la Sagrada Liturgia hace de la Biblia. Es especialmente en la Liturgia donde la Iglesia distribuye a sus hijos el alimento de la Palabra de Dios, al mismo tiempo que el del Cuerpo del Señor (DV 21). Es el momento en que la Palabra, al ser proclamada, se sitúa en su verdadero contexto. De ahí que el intérprete no deba pasar por alto la forma en que la Biblia es usada en la Liturgia.

d. La vida y enseñanzas de los santos. Los santos lo han sido por vivir según el Evangelio. Ellos han experimentado “la percepción íntima de las cosas espirituales” (DV 8), y la han manifestado en su forma de vida de manera práctica: con su palabra, sus escritos y su ejemplo interpretan la Escritura, acentuando unos aspectos u otros según el carisma que recibieron de Dios. El intérprete de la Biblia no puede dejar de fijarse en ellos para percibir la fuerza y la actualización de la Palabra de Dios.

4. La analogía de la fe Es el tercer gran principio específico de la hermenéutica bíblica. Significa que las verdades de la fe tienen entre sí conexión, más o menos inmediata. Por ello, ante un texto concreto, el intérprete debe poner en confrontación, de alguna manera, todo o parte del discurso general de la fe. En cualquier caso, ha de mantener el principio de la analogía de la fe católica: es decir, como es lógico, ninguna interpretación particular de la Sagrada Escritura puede estar en oposición con la doctrina católica; si tal contradicción se produjese, sería indicio de error, y el intérprete deberá reandar el camino de su investigación. 5. Tradición y Magisterio en la interpretación de la Biblia La fe cristiana se fundamenta en la Tradición apostólica, que incluye la predicación de los Apóstoles, su enseñanza, las instituciones con que dotaron

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a la Iglesia, y los escritos que ellos mismos, u otros de su generación, inspirados por el Espíritu Santo, nos dejaron: el Nuevo Testamento. Esta Tradición apostólica “va creciendo en la Iglesia con la ayuda del Espíritu Santo, es decir, crece la comprensión de las palabras e instituciones transmitidas cuando los fieles las contemplan y estudian repasándolas en su corazón (cf. Lc 2,19.51), cuando comprenden internamente los misterios que viven, cuando las proclaman los Obispos, sucesores de los Apóstoles en el carisma de la verdad” (DV 8). De esta forma, la Tradición y la Escritura “están estrechamente unidas y compenetradas; manan de la misma fuente, se unen en un mismo caudal y corren hacia el mismo fin” (DV 9). Por esa razón la interpretación de la Sagrada Escritura ha de realizarse en el seno de la Tradición eclesial. Cada uno de los fieles al leer la Biblia de forma personal y al aplicarla a su vida ha de recordar que: “en los libros sagrados, el Padre que está en los cielos sale amorosamente al encuentro de sus hijos para conversar con ellos” (DV 21), pero la comprensión de la Escritura, para ser acertada, ha de estar en consonancia con la interpretación auténtica que compete únicamente a la Iglesia. En efecto, la Iglesia recibe a través de nuestro Señor Jesucristo y los Apóstoles los libros del Antiguo Testamento y su verdadero sentido; en el seno de la Iglesia fueron inspirados por Dios los libros del Nuevo Testamento; y, con la asistencia del Espíritu Santo, la Iglesia pudo reconocer cuáles eran los libros sagrados y establecer el canon de las Escrituras. Es, por tanto, la Iglesia la depositaria de la Biblia, que se la ha entregado Dios para que la conserve, la medite y la entregue como alimento espiritual a los fieles. Los tesoros que la Biblia encierra, como Palabra de Dios, son inagotables. Para transmitir y exponer la fe, Cristo ha dotado a su Iglesia de un ministerio cualificado que es el Magisterio: “El mismo (Cristo) puso a unos como apóstoles, a otros como profetas, a otros como evangelizadores, a otros como pastores y maestros” (Eph 4,11). De esta suerte, sólo el Magisterio tiene, asistido por el Espíritu Santo, la función de interpretar auténticamente la Palabra de Dios, y por encargo divino la escucha con devoción, la custodia santamente y la expone con fidelidad. Las formas con las que el Magisterio interpreta la Sagrada Escritura son varias:

a. La primera y más importante la realiza al proponer solemnemente, con toda la autoridad que ha recibido de Cristo, la verdad de fe para ser creída, es decir, mediante los dogmas de la fe contenidos en el Credo. Este es como el resumen de la Sagrada Escritura y la clave para su correcta interpretación. Cualquier interpretación de la Biblia, por tanto, que esté en contradicción con el contenido del Credo, ha de tenerse por errónea. Por ejemplo, el Concilio de Calcedonia define a Jesucristo como perfecto Dios y perfecto hombre: esta definición se convierte en regla hermenéutica para interpretar los evangelios. b. La segunda forma de interpretar la Sagrada Escritura, la realiza el Magisterio cuando en su enseñanza ordinaria y universal acude a textos de la Biblia para mostrar la conformidad de lo que él enseña con la Palabra de Dios. Este es el procedimiento más habitual, reflejado en todos los documentos del Magisterio.

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c. Como forma extraordinaria, el Magisterio sale al paso de algunas interpretaciones erróneas de textos concretos, como ha sucedido especialmente frente a quienes negaban que algunas palabras del Señor o de los Apóstoles se refiriesen a determinados sacramentos. Pero en estos casos no cabe decir que el Magisterio coarte la libertad para interpretar la Biblia: lo único que hace es señalar que tal interpretación está en desacuerdo con el verdadero sentido del texto. Por ejemplo, el concilio de Trento condenó la interpretación calvinista que veía en la alusión al agua para el bautismo de Jn 3,5 una mera metáfora: lo que se indica es una interpretación errónea, al tiempo que muestra el camino para la recta interpretación de este texto. Pero es importante precisar que la Iglesia no define el sentido que le dio el hagiógrafo a las palabras, sino el sentido que tienen estas en el marco de la fe de la Iglesia. Otro ejemplo, también el Concilio de Trento dice que las palabras de nuestro Salvador (Jn 20,22ss) se han de entender referidas a la potestad de perdonar o retener los pecados en el sacramento de la Penitencia; la definición recae sobre el sentido de esas palabras en la Iglesia, no en si el evangelista pensó en un sacramento como tal. d. Finalmente, como forma extraordinaria también, en ciertas ocasiones el Magisterio ha ofrecido interpretaciones de carácter prudencial y disciplinar válidas para el momento en el que se propusieron, pero de carácter temporal. Es el caso de las respuestas de la Pontificia Comisión Bíblica y de otros documentos del Magisterio de comienzos del siglo XX.

El Magisterio de la Iglesia, por otra parte, ha impulsado con fuerza, sobre todo en los últimos siglos, los estudios bíblicos, dando en cada momento las orientaciones oportunas para realizarlos. 6. Métodos de interpretación La interpretación de los textos para poder ser compartida tiene que ser metódica, sujetarse a un camino que sea posible recorrer por muchos. Como se ha apuntado más arriba, con PCB 1993, IV, “la exégesis católica no procura distinguirse por un método científico particular... Utiliza, sin segundas intenciones, todos los métodos y acercamientos científicos que permiten captar mejor el sentido de los textos en su contexto lingüístico, literario, sociocultural, religioso e histórico”. Pero, al mismo tiempo, el carácter instrumental de cada método le permite vislumbrar unas cosas sólo a condición de esconder otras. Así por ejemplo, parece evidente que un microscopio sirve para ver las formas elementales de vida y un telescopio para ver las estructuras lejanas del cosmos. Evidentemente el objeto determina el método: no sirve para nada utilizar el microscopio para conocer las formas generales del cosmos. Pero, además, como advirtieron los medievales al distinguir entre el objeto formal quod y el objeto formal quo, también el método determina el conocimiento que se adquiere con él. Así tanto el microscopio como el telescopio exigen dejar de lado aspectos de la realidad cercana para obtener resultados relevantes. En estas condiciones, la tarea de la exégesis de acuerdo con el objeto que examina: 1. “La naturaleza misma de los textos bíblicos exige que, para interpretarlos, se continúe empleando el método histórico-crítico, al menos en sus

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operaciones principales. La Biblia, en efecto, no se presenta como una revelación directa de verdades atemporales, sino como el testimonio escrito de una serie de intervenciones por las cuales Dios se revela en la historia humana. A diferencia de doctrinas sagradas de otras religiones, el mensaje bíblico está sólidamente enraizado en la historia. Los escritos bíblicos no pueden, por tanto, ser correctamente comprendidos sin un examen de sus condicionamientos históricos” (PCB 1993, Conclusiones) El método histórico crítico, como se ha expuesto más arriba, es más bien una amalgama de metodologías –crítica textual, literaria, de las formas de comunicación del momento en que se compusieron los libros, de la manera de expresarse en contextos determinados, etc.– que intenta poner en claro el sentido de los textos en el momento en que se compuso cada uno de ellos. En cuanto examina también acontecimientos históricos, el método tiene que intentar también poner en claro el hecho histórico que se propone en un relato. 2. Pero por la misma naturaleza instrumental que tiene todo método, el método histórico sabe de sus límites (J. Ratzinger). Por eso, necesita ser complementado. Así, por ejemplo, el método histórico crítico es esencialmente diacrónico: trabaja sobre el presupuesto de que los libros bíblicos se han compuesto desde fragmentos anteriores, y, desde su origen, descuida el significado de los textos en su totalidad, en lo que tienen de significativos en su origen y también para el presente. Por eso tiene que ser complementado con otros métodos de análisis literario –como el narrativo, el retórico, etc.– más capacitados para analizar los textos como un todo. 3. Pero estos métodos de análisis literario, sean diacrónicos o sincrónicos, no son capaces de alcanzar el significado de los libros en la comunidad que los recibe: Israel y la Iglesia. Para esta labor, más que servirse de métodos de análisis, el exegeta se tiene que servir de acercamientos: es decir de propuestas metodológicas que no parten del texto mismo sino de perspectivas que poner de manifiesto una dimensión del texto. Los más importantes, en lo que se refiere a los textos bíblicos los acercamientos basados en la tradición. Los más significativos son: a. Acercamiento canónico. Se han dado dos acercamientos, la exégesis canónica y la lectura canónica. La exégesis canónica propuesta por J. A Sanders examina cómo un libro, al ser incluido en el canon, modifica ligeramente su significado, adaptándose al significado que ofrecen los libros ya canonizados antes, al tiempo que el significado del libro modifica el sentido de la tradición en la que se canoniza. Por ejemplo, cuando el evangelio de Lucas se une a la colección de los cuatro evangelios, se separa del libro de los Hechos y se lee como evangelio; al mismo tiempo supone una comprensión más polifónica de cada uno de los evangelios. La lectura canónica de B. S. Childs propone la comprensión de cada uno de los libros en el contexto del canon como literatura autoritativa. Por ejemplo, los cuatro evangelios en el orden canónico, con Lucas separado de Hechos, implica una lectura donde el final del Evangelio de San Juan –cuando Jesús entrega a su madre como madre de los discípulos– conecta con el comienzo del libro de los Hechos, donde los discípulos aparecen reunidos en torno a la madre de Jesús. De la misma manera, los apóstoles que aparecen en el libro de Hechos son los autores del

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resto del NT. El libro aparece así como un puente entre los evangelios y el resto del NT, entre la proclamación de Jesús y la proclamación del Evangelio.

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b. Acercamiento según la historia de los efectos del texto. La teoría de la recepción ha puesto de manifiesto los mecanismos por los que un texto se va llenando de significados a lo largo de su historia, después de ser publicado. Normalmente, estos significados nacen de potencialidades del texto y de necesidades de la sociedad en un momento determinado. Analizan así las preguntas a las que responde el texto originalmente y las preguntas a las que ha dado respuesta en la historia. Estamos ante una dialéctica entre el texto autoritativo y las necesidades de la historia. Las interpretaciones patrísticas y las interpretaciones magisteriales se pueden analizar desde esta perspectiva. PCB 1993 expone otros métodos y acercamientos, recalcando siempre que la “exégesis bíblica cumple, en la Iglesia y en el mundo una tarea indispensable. Querer prescindir de ella para comprender la Biblia supondría una ilusión y manifestaría una falta de respeto por la Escritura inspirada”.

TEMA 12. LOS SENTIDOS BÍBLICOS La Sagrada Escritura es la Palabra de Dios que nos llega por escrito, y, como todo documento escrito, puede ser susceptible de diversas interpretaciones. Ahora bien, no todas las interpretaciones penetran con la misma profundidad en la riqueza del texto bíblico, ni todas ellas son igualmente correctas. Cualquier texto escrito se ha de interpretar según su propia naturaleza, que viene marcada por una serie de factores como son el carácter de dicho escrito, la condición del autor y las formas que emplea para expresar su pensamiento, el contexto en que tal escrito surge y el ambiente en que se va a leer, etc. En el caso de la Biblia, estamos evidentemente ante un libro de carácter religioso, cuyo autor último, como enseña la fe común a judíos y cristianos, es el mismo Dios que ha inspirado a los hombres que lo escribieron. De ahí que la verdadera interpretación de la Sagrada Escritura deba estar orientada de forma ineludible por el hecho de que se trata de los libros inspirados por Dios, en los que, a través del lenguaje humano, Dios habla al hombre. Este dato, la divina inspiración de la Escritura, tiene consecuencias decisivas en orden a la interpretación. En primer lugar hay que señalar que la riqueza de significado de esa Palabra, que procede de Dios, es inagotable por parte del lector humano. Por ello puede decirse que la Biblia tiene pluralidad de sentidos, o como lo expresaban los rabinos del tiempo de nuestro Señor, que la Biblia tiene setenta caras. En segundo lugar, hay que partir de que si Dios en la Sagrada Escritura habla a través de hombres, de los hagiógrafos que la escribieron, la primera regla para interpretarla será tener en cuenta lo que los hagiógrafos quisieron decir en sus respectivos escritos, para no distorsionar sus afirmaciones. El sentido que los autores humanos, bajo distintas formas, quisieron reflejar al escribir, es el sentido literal o histórico. Comencemos por éste. 1. El sentido literal “Es el sentido significado por las palabras de la Escritura y descubierto por la exégesis que sigue las reglas de la justa interpretación. Omnes sensus (sc. sacrae Scripturae) fundentur super litteralem" (S. Tomás de Aquino., s.th. 1,1,10, ad 1). Todos los sentidos de la Sagrada Escritura se fundan sobre el sentido literal” (CCE 116). Sólo del sentido literal, seguía santo Tomás, se podían sacar los argumentos en teología.

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A esta definición, el documento PCB 1993, le añade unas precisiones muy significativas sobre cómo debe orientarse la investigación del sentido literal: a. “La tarea principal del exégeta es (…) definir el sentido literal de los textos bíblicos con la mayor exactitud posible (cf. Divino Afflante Spíritu, EB 550). Con este fin, el estudio de los géneros literarios antiguos es particularmente necesario (ibid. 560)”. b. Pero respecto de la manera de proceder en concreto, señala que sería una imprudencia limitar el sentido literal a lo que el intérprete mismo juzga que significó un texto en su origen: “Conviene en particular estar atento al aspecto dinámico de muchos textos. El sentido de los salmos reales, por ejemplo, no debería estar limitado estrechamente a las circunstancias históricas de su producción. Hablando del rey, el salmista evoca a la vez una institución concreta, y una visión ideal de la realeza, conforme al designio de Dios, de modo que su texto sobrepasa la institución monárquica tal como se había manifestado en la historia. La exégesis histórico-crítica ha tenido, con demasiada frecuencia, la tendencia a limitar el sentido de los textos, relacionándolos exclusivamente con circunstancias históricas precisas. Ella debería, más bien, procurar precisar la dirección de pensamiento expresada por el texto; dirección que, en lugar de invitar al exégeta a detener el sentido, le sugiere, al contrario, percibir las extensiones más o menos previsibles”. Con estos presupuestos se puede ya describir qué entendemos como sentido literal. El sentido comúnmente llamado literal es el sentido que se desprende del texto según el tenor de sus frases. Citemos un pasaje; por ejemplo, el que narra el paso de los israelitas por el Mar Rojo (cf. Ex 14,15 s.). ¿Cuál es el primer sentido de este texto? Los israelitas, al huir de los egipcios se enfrentan con el obstáculo del Mar; entonces Dios hace el milagro de secar un brazo de mar para que ellos puedan vadearlo, y cuando lo han cruzado vuelven las aguas otra vez a su situación normal, de modo que el ejército egipcio no puede continuar la persecución y de esta manera Dios salva. El sentido literal es el que, de por sí, tienen las palabras. Este sentido a su vez se divide en propio e impropio, pero esto es común a todos los libros de literatura. El literal propio se da cuando las palabras se emplean en su significación propia o precisa. E impropio es cuando se emplean según alguna fórmula literaria; cuando nosotros decimos, por ejemplo, que los “prados ríen”, no empleamos las palabras en sentido literal propio, sino impropio; estamos empleando una metáfora. Y, lo mismo sucede, por ejemplo, cuando se dice: “beber el cáliz”; aquí se ha tomado el continente por el contenido. Estas son figuras retóricas del lenguaje comunes a todos los idiomas y no ofrecen ninguna dificultad de interpretación. Hay que tener en cuenta que la Sagrada Escritura, como toda obra literaria, está sometida a los estilos literarios correspondientes a la época en que se escribió. Por ejemplo, los orientales emplean mucho la hipérbole, y por lo tanto, cuando San Juan dice que si fueran a relatarse todas las cosas que hizo Jesús no cabrían en el mundo los libros que habrían de escribirse (cf. Jn 21,25), está empleando una hipérbole literaria que no debe tomarse al pie de la letra.

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En resumen, en la Sagrada Escritura aparecen los diversos estilos que son corrientes en el lenguaje escrito, y que son propios de la lengua hebrea y griega: narraciones literarias, poesía, parábolas, hipérboles, etc. 2. Más allá del sentido literal de un texto Conociendo lo que los autores humanos querían decir, al leer la Biblia se ha de buscar también lo que Dios quería dar a conocer con tales palabras. Para ello hay que tener muy en cuenta “el contenido y unidad de toda la Escritura, la Tradición viva de toda la Iglesia y la analogía de la fe” (DV 12). Por tener un autor divino y también un autor humano, la Sagrada Escritura presenta peculiaridades respecto de los demás libros; en este caso particular nos enfrentamos con la posibilidad de que un autor humano, aunque guiado por Dios, no haya visto con toda claridad ciertas cosas que años más tarde, después de otros acontecimientos de la Revelación, aparecerán más claras. En general los autores del Antiguo Testamento tienen una visión incompleta de la Revelación, y esto se nota comparándolos con los del Nuevo Testamento. Por ejemplo, el concepto de Mesías que tuvieron los israelitas en el siglo VI antes de Cristo era muy imperfecto respecto de la idea de los evangelistas. Pero el problema es que cuando el escritor sagrado habla del Mesías, en unas frases que él entiende de manera no perfecta, Dios ha querido expresar algo que nosotros podemos ver una vez ocurridos los acontecimientos salvíficos que los antiguos anunciaban. Por este motivo la Iglesia interpreta pasajes del Antiguo Testamento con un sentido mesiánico; pero difícilmente podríamos pensar que el autor sagrado se dio cuenta de todo aquello que él había escrito. Y a la hora de interpretar el texto, podemos plantearnos la pregunta: ¿cómo es posible ver más de lo que dijo el autor humano del libro? Las palabras escritas por el hagiógrafo en un determinado momento, estaban abiertas a llenarse posteriormente de un sentido más profundo, pero que, de alguna forma, estaba ya contenido en ellas. Este sentido se percibe a la luz del contenido de la unidad de toda la Sagrada Escritura, como el sentido pleno de una frase pronunciada en el primer acto de una obra teatral se comprende al ver el desenlace. Algunos autores llaman a este sentido, sentido pleno. a. El sentido pleno Según la interpretación que da la Iglesia a determinados pasajes del Antiguo Testamento, la existencia de este sentido pleno parece una doctrina fundada en la propia Sagrada Escritura y coherente con la doctrina católica. Como Dios es el autor principal de las Sagradas Escrituras, Él puede insinuar una verdad en un momento determinado de la Revelación, y acabar de revelarla más tarde, aclarando así el sentido precedente. Pero este sentido no puede ser propuesto por el solo ingenio de cualquiera, sino que tiene que constar en la Revelación. Un ejemplo. En el capítulo III del Génesis, en el relato del pecado original, dice Dios a la serpiente: “Pondré enemistades entre ti y la mujer. Y entre tu linaje y el suyo. Éste (el linaje de la mujer) te hará una herida en la cabeza (una herida mortal), mientras que tú le harás una herida en el pie (herida leve) al linaje de la mujer”. El autor sagrado pudo no entender estas palabras misteriosas en toda su profundidad; Dios aludía, al inspirar al autor sagrado,

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al desarrollo posterior de la historia de la salvación. La interpretación, hecha por la Iglesia, ve que esas palabras contienen ya la Profecía Mesiánica; ese linaje de la mujer, es de modo eminente Cristo y de modo subordinado la Virgen María. No es necesario que el autor sagrado comprendiera de modo pleno todo el alcance de las palabras que escribía bajo la inspiración divina. ¿Cómo llega la Iglesia a la interpretación de un pasaje mesiánico? En el momento de escribirse el texto, solamente Dios podía tener ese conocimiento de él; la Iglesia descubre el sentido pleno de la Escritura a la luz de los acontecimientos posteriores de la Revelación, y apoyada en datos que constan en otros pasajes de la Biblia o de la Sagrada Tradición.

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Esto ocurre con muchísimas profecías mesiánicas; por este motivo es probable que los Profetas no acertaran a ver todo el alcance de lo que ellos mismos decían; y sin embargo, nosotros lo vemos con claridad a la luz de la Revelación posterior; los autores del Nuevo Testamento, con el carisma de la inspiración, han interpretado los textos del Antiguo y nos han facilitado así su comprensión. Algunos autores incluyen este sentido pleno en el sentido literal, aunque lo cierto es que las palabras encuentran ese sentido pleno no en el texto originario sino en la plenitud de la revelación, normalmente en el Nuevo Testamento. Por eso, a la luz de la los principios de la Encarnación y de la inspiración de la Sagrada Escritura esbozados más arriba de modo que los autores humanos son “verdaderos autores” de la Escritura, para muchos autores, este sentido pleno cae más bajo el paraguas del sentido espiritual. En uno o en otro caso, lo cierto es que la verdad de la revelación que se manifiesta en el Nuevo Testamento y en la Tradición de la Iglesia, se enriquece de significación con lo señalado por el texto del Antiguo Testamento. Por eso es un verdadero sentido bíblico. b. El sentido espiritual El Catecismo de la Iglesia Católica apunta a que la interpretación de la Biblia en la Tradición viva de la Iglesia ha encontrado una armonía de la Sagrada Escritura mediante la conjunción del sentido literal con el espiritual: “Según una antigua tradición, se pueden distinguir dos sentidos de la Escritura: el sentido literal y el sentido espiritual; este último se subdivide en sentido alegórico, moral y anagógico. La concordancia profunda de los cuatro sentidos asegura toda su riqueza a la lectura viva de la Escritura en la Iglesia” (CCE 115) Del sentido literal se ha tratado más arriba. El sentido espiritual se funda en que “gracias a la unidad del designio de Dios, no solamente el texto de la Escritura, sino también las realidades y los acontecimientos de que habla pueden ser signos”. El más importante de los sentidos espirituales, por el uso que ya el NT hace de ellos es el sentido alegórico, llamado también sentido típico, mediante el cual “podemos adquirir una comprensión más profunda de los acontecimientos reconociendo su significación en Cristo; así, el paso del Mar Rojo es un signo de la victoria de Cristo y por ello del Bautismo (cf. 1 Cor 10,2)” (CCE 117). b.1. El sentido típico o alegórico Más allá también del sentido del texto escrito, se puede percibir del mismo modo que las realidades descritas en él, es decir, las cosas, las personas o los acontecimientos narrados, además de la significación propia, tienen una significación figurada o “típica”. La palabra “tipo” significa figura, imagen, que representa una cosa. Así, el cordero pascual del Antiguo Testamento es tipo, es figura de una realidad que iba a venir después; el cordero es figura de Cristo; y Cristo es el antitipo, es la realidad prefigurada en el tipo. Estos símbolos no los podemos crear nosotros, sino que tienen que haber sido dados por la misma Revelación. En este caso, Juan el Bautista que es Profeta y que habla bajo la inspiración de Dios, afirma que el verdadero Cordero de Dios no era el que sacrificaban, sino Cristo.

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El sentido “típico” puede explicar una serie de profecías que narran los sufrimientos del Siervo del Señor; algunas de estas profecías afirman, por ejemplo, que es como un cordero que llevan al matadero (cf. Is 53,7), etc. Cristo acepta esa imagen, que significa que El es el Salvador, que muere víctima por los pecados de la humanidad, salvándola mediante su sacrificio. El paso del Mar Rojo en sentido típico significa la manifestación por antonomasia del deseo divino de salvación del hombre. Gracias a este suceso maravilloso el pueblo israelita consiguió la libertad, y de manera semejante el cristiano se salva a través del paso por las aguas del Bautismo. De este modo, las aguas del Mar Rojo adquieren un valor típico: representan las aguas del Bautismo cristiano que producen la salvación del hombre. Otro pasaje característico es el que relata el rito del cordero pascual (cf. Ex 12,1-28; Dt 16,1-8). En el Éxodo, antes de salir de Egipto, Dios manda que todas las familias israelitas sacrifiquen un cordero, que lo coman de un modo determinado y que con su sangre rocíen las jambas y el dintel de las puertas de su vivienda. Así, cuando pase el Ángel Exterminador a castigar a los habitantes de Egipto, al ver la sangre del cordero sobre las puertas, pasará de largo y se salvarán los israelitas. Pues bien, al comienzo del Evangelio de San Juan, hay una escena en la que Juan el Bautista ve acercarse a Jesús y dice: “Este es el Cordero de Dios, el que quita el pecado del mundo” (Jn 1,29). Lo mismo que el cordero pascual era sacrificado para salvar a los israelitas, Jesús muere para salvar a todo el pueblo (cf. Is 53,7). Así hemos visto que en el cordero pascual se superpone un sentido típico al sentido literal de la palabra. En resumen, el sentido típico representa la prefiguración que los acontecimientos, personas o cosas del Antiguo Testamento tienen respecto del Nuevo. Las aguas del Mar Rojo son “tipo” de las aguas del Bautismo cristiano; el cordero pascual del Antiguo Testamento es “tipo” de la realidad fundamental de salvación, que es Cristo, verdadero Cordero Pascual (cf. 1 Co 5,7). b.2. Otros sentidos espirituales Junto con el sentido alegórico o típico, la tradición se ha servido de otros dos: “El sentido moral. Los acontecimientos narrados en la Escritura pueden conducirnos a un obrar justo. Fueron escritos "para nuestra instrucción" (1 Cor 10,11; cf. Hb 3-4,11). El sentido anagógico. Podemos ver realidades y acontecimientos en su significación eterna, que nos conduce (en griego: "anagoge") hacia nuestra Patria. Así, la Iglesia en la tierra es signo de la Jerusalén celeste (cf. Ap 21,1-22,5)” (CCE 117) 3. El Espíritu Santo y la lectura de la Biblia Los sentidos mencionados –literal, pleno y espiritual– se encuentran en la misma Sagrada Escritura y nos muestran la perspectiva con que se ha de interpretar. El Concilio Vaticano II enseña que la “Escritura ha de leerse con el mismo Espíritu con que fue escrita” (DV 12c). Se refiere en último término al Espíritu Santo, ya que Él inspiró el Antiguo y el Nuevo Testamento, llevó a los Apóstoles a comprender la verdad acerca de Cristo, y anima y guía a la Iglesia a vivir y transmitir esa verdad. Cristo y los Apóstoles, sobre todo por lo que se refiere a la interpretación del Antiguo Testamento, nos enseñan el camino para llegar al sentido profundo de

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la Biblia. Un episodio de la vida de Jesús, relatado por San Lucas en su Evangelio puede mostrarnos cómo Jesucristo enseñaba el sentido del Antiguo Testamento, y cuáles son las bases de la doctrina cristiana sobre la interpretación de la Biblia. El pasaje dice así: “Vino (Jesús) a Nazaret... y entró en la sinagoga el día de sábado... Le entregaron el volumen del profeta Isaías, y... encontró el pasaje donde estaba escrito: El Espíritu del Señor está sobre mí, por lo cual me ha ungido; para evangelizar a los pobres... Enrollando el volumen..., comenzó a decirles: Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír” (Lc 4,16 ss.). La idea fundamental es que el Antiguo Testamento se ha cumplido en Jesús. Los tiempos se han cumplido (Jn 19,30). En los diversos acontecimientos de la vida de Jesús se cumplen las profecías y las figuras del AT (cf. Mt 1,22; 2,15; 4,14; etc.). Todo ello quiere decir que el sentido profundo no sólo de las profecías mesiánicas, sino de la Ley y de la historia sagrada, no se puede alcanzar sin Jesucristo. San Pablo distinguió la letra y el espíritu de la Escritura (cf. 2 Cor 3,45; Rm 2,29). La letra significa para él el sentido del AT, tal como lo entendían los judíos antes de la Revelación plena de Jesucristo. Por el espíritu en cambio, designaba la Escritura entendida a la luz de la fe en Jesucristo. Ese espíritu por tanto, no es perceptible sino dentro del ámbito de la fe cristiana. Una vez más “se han cumplido” las Escrituras y el Espíritu Santo abrió las inteligencias de los apóstoles para que “entendieran las Escrituras”. Jesús y sus Apóstoles fijaron, pues, definitivamente los principios básicos de la exégesis cristiana: Cristo es la clave de la Escritura, de su sentido, tanto del Antiguo Testamento que anuncia al Mesías, como del Nuevo que nos lo muestra en su realidad. Este principio se sitúa por encima de cualquier análisis racional de los textos, orientando tal análisis, juzgando de la idoneidad de su aplicación, y librando al lector de la Biblia de toda miopía exegética que se base en la pura letra. Por consiguiente, la interpretación de la Biblia, para ser verdaderamente cristiana, deberá conseguir que la razón y sus medios auxiliares humanos, filosofía, historia, filología, etc., queden informados y vitalizados por el Espíritu, o lo que viene a ser lo mismo, por la fe cristiana.

TEMA 13. LA BIBLIA EN LA VIDA DE LA IGLESIA “Desconocer la Escritura es desconocer a Cristo”: difícilmente se podrá expresar con mayor fuerza y con menos palabras la importancia de la Biblia en la vida de la Iglesia. La explicación de estas palabras de San Jerónimo, en su prólogo al libro de Isaías, señala la importancia que se ha dado a las Escrituras en la vida de la Iglesia. De una manera muy semejante lo expresaba Hugo de San Víctor, uno de los grandes teólogos medievales, que también es citado en CCE 134: “Toda la Escritura divina es un libro y este libro es Cristo, porque toda la Escritura divina habla de Cristo y [...] se cumple en Cristo”. 1. Aspectos generales El primer documento del magisterio que ha tratado de modo sistemático sobre la Biblia en la vida de la Iglesia es la Constitución dogmática Dei Verbum del Concilio Vaticano II. En su capítulo VI establece el primer estudio orgánico

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sobre la relación vital que une la Escritura al pueblo de Dios y puede ser calificado como auténtica charta magna del encuentro de cada cristiano con la divina revelación, contenida esencialmente en la Palabra escrita. Los fieles, al acercarse a la Biblia con actitud humilde, descubren en ella no solamente el conjunto de verdades en las que se debe creer, sino también el proceso histórico en el que se desarrolló la comunicación entre Dios y los hombres, fruto de la iniciativa divina de manifestarse al género humano. Al mismo tiempo descubren en la Palabra inspirada una fuente continua de meditación, de oración y especialmente de encuentro personal con Dios. 2. Lectura científica Como hay que interpretar correctamente el contenido de la Escritura, se debe fomentar una dinámica y armónica conjunción, un continuo intercambio entre el uso práctico de la Biblia en la Iglesia y su profundización científica en el campo de la exégesis y de la hermenéutica. a. Exégesis e Iglesia La lectura de la Escritura, en efecto, se hace hoy con la profunda conciencia de ser Iglesia, de formar parte de la comunidad de creyentes. En ella cada uno, en su propia situación y en diversos grados, recibe el mismo espíritu y participa de la misma fe. La Iglesia, en el ejercicio del munus docendi, nutre la unión entre pastores y fieles, entre sacerdotes y seglares, entre exegetas y lectores de la Biblia, ayudando a aclarar los pasajes difíciles, a resolver las dudas, a escuchar en definitiva con humildad la Palabra de Dios sin perderse en estériles disputas humanas, sabiendo que “no está sobre la Palabra de Dios, sino que la sirve” (DV 10). En el único cuerpo de Cristo confluyen las funciones del Pastor, del mistagogo, del filólogo, del historiador y del hermeneuta para profundizar en el conocimiento de la Palabra y acrecentar la vida divina en la Iglesia. La fe de la Iglesia acoge, custodia, interpreta y transmite la Palabra divina. A su vez, la Palabra suscita la fe y convoca a la Iglesia. De esta doble relación surgen los criterios de interpretación y de comprensión de la Sagrada Escritura que se apoyan, por una parte, en el carácter divino y humano del libro sagrado, y por otra, en su inserción vital en la totalidad de la fe de la Iglesia. La vida en el Espíritu dentro del Cuerpo místico de Cristo permite no pocas veces confrontar la propia interpretación del texto sagrado con aquella que surge, enriquecida, del sensus fidei. Se debe además tener en cuenta la profundización que proviene de las luces recibidas en el estudio atento de la Biblia. b. Exégesis y teología Por otra parte, la Teología se alimenta de la Palabra de Dios escrita junto con la sagrada Tradición, en la cual se consolida y rejuvenece, escrutando a la luz de la fe las verdades encerradas en el misterio de Cristo Las sagradas Escrituras, por ser inspiradas, contienen verdaderamente la Palabra de Dios y son Palabra de Dios. Por eso se entiende que la Iglesia haya indicado frecuentemente, a partir de León XIII, que el estudio de la Biblia debe ser como el alma de la teología. En fin, se puede afirmar que “es tanta la eficacia que radica en la Palabra de Dios que es, en verdad, apoyo y vigor de la Iglesia, fortaleza de la fe para sus hijos, alimento del alma, fuente pura y perenne de la vida Espiritual” (DV 21).

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Los principios que ayudan a comprender la Palabra de Dios y hacerla parte de la Propia vida, dentro de la legítima pluralidad metodológica que existe en la Iglesia, comportan los siguientes aspectos:

1) En primer lugar, contemplar el misterio de la Encarnación como modelo analógico para la Palabra escrita. Se propone en primer término el uso del sentido literal-histórico, aquel que los diversos autores bíblicos han querido comunicar. Para ello se hace necesaria una correcta exégesis que evite interpretaciones arbitrarias y tenga presente, al mismo tiempo, el misterio de Cristo y de la Iglesia.

2) En este aspecto, la búsqueda del sentido literal histórico, no se debe olvidar que Dios mismo ha querido intervenir en la historia humana con palabras y con hechos, que desde ese momento forman parte de la vida y de la historia de los hombres. Por tanto, forma parte de esta investigación descubrir, en la medida de lo posible la forma de los acontecimientos históricos evocados en el texto.

3) Después, hay que poner el pasaje estudiado frente a otros textos de la Biblia de modo que cada parte sea leída en el todo, y en particular que el Primer Testamento sea leído a la luz del Segundo, donde encuentra su sentido pleno, y a su vez que el Nuevo Testamento sea leído a la luz del Antiguo en orden a reconocer la pedagogía divina que guía a la humanidad por el camino histórico de la Salvación.

4) Leer el texto en el contexto eclesial y sacramental que permite compartir y vivir la fe de la Iglesia. Se puede decir que abriendo la Biblia encontramos al Padre que nos habla en Cristo mediante la fuerza del Espíritu. La actitud de fidelidad a la Palabra, al mismo tiempo, forma parte del misterio de la Iglesia, Cuerpo de Cristo y Esposa del Espíritu, que se origina en el decreto salvador de Dios Padre;

5) Además, hay que buscar en el texto la respuesta a los interrogantes de hoy; la Escritura es viva y eficaz (Hb 4,12) y por eso contemporánea a todos y a cada uno de los lectores, a los que llama, ilumina y conforta. Aunque generada en el pasado, la Palabra posee la fuerza del Espíritu que va dando respuesta a las inquietudes y problemas de nuestro tiempo.

3. Lectura eclesial El documento de la PCB 1993 reconoce que toda interpretación de la Escritura, aun cuando sea tarea particular del exegeta, comporta una serie de aspectos que tienen una repercusión eclesial. La Biblia no es sólo un conjunto de documentos que ponen de relieve la historia de la Salvación; es al mismo tiempo Palabra de Dios que se dirige a la Iglesia misma y a toda la humanidad en el tiempo presente, como lo ha hecho en el pasado. Esta convicción implica la actualización de la Palabra, la inculturación del mensaje bíblico y el uso que de él se hace en la Lectio divina y en otras acciones litúrgicas, en el ministerio pastoral y en el diálogo ecuménico.

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a. La actualización y las traducciones La actualización es posible y legítima porque la riqueza permanente del texto bíblico comporta un valor que no se limita a una determinada época o cultura. Cada generación de la historia humana puede ilustrar su situación particular y sus coordenadas de comportamiento por medio de las Escrituras que, “inspiradas por Dios, escritas de una vez para siempre, comunican inmutablemente la palabra del mismo Dios, y hacen resonar la voz del Espíritu Santo en las palabras de los Profetas y de los Apóstoles” (DV 21). Al mismo tiempo los libros están escritos dentro de un marco histórico condicionado por la cultura de otras épocas y corren el riesgo de convertirse en letra muerta; se hace necesario, por tanto, presentarlos en la corriente de la Tradición, en un lenguaje apto al tiempo presente. La actualización, que hace resonar la voz del Espíritu, tiene en cuenta tanto la relación Antiguo-Nuevo Testamento como el dinamismo de la Tradición en la comunidad de fe, en la cual la Sagrada Escritura ha nacido, se conserva y se transmite. Así se descubre en ella la luz perenne que se aplica a cada época de la humanidad. En el judaísmo, primero, y en la patrística después, aparecen no pocos ejemplos de métodos y esfuerzos por actualizar los textos bíblicos a la situación de los creyentes de su tiempo. La inculturación encierra cierta semejanza con la actualización, en cuanto que asegura la implantación del mensaje bíblico en las situaciones más variadas. Esto es posible, por una parte, porque “toda cultura auténtica es portadora, a su manera, de los valores universales establecidos por Dios” (La interpretación de la Biblia en la Iglesia, IV, B). El fundamento teológico de la inculturación es la convicción de que la Palabra de Dios trasciende las culturas en las que ha sido enunciada y tiene la capacidad de extenderse a todas las personas, en el contexto cultural en que viven. Un aspecto primordial del fenómeno de la inculturación es el de las traducciones, que permiten el acceso a la Biblia por parte de todos los cristianos. La traducción de un libro es, en cierto modo, su traspaso a otro contexto sociocultural. Esta realidad, sin embargo, sería insuficiente si no va acompañada de una interpretación que ponga el mensaje bíblico en una relación más estrecha y explícita con los modos de pensar, vivir y de expresarse propios de cada cultura local. De la interpretación se pasa a otras fases ulteriores de inculturación que comprenden las más variadas dimensiones de la existencia: trabajo, ciencia y arte, oración, principios filosóficos, vida social, etc. (PCB 1993 IV, B). La inculturación es, en fin, un proceso de enriquecimiento reciproco: las nuevas luces que se descubren en la Palabra de Dios iluminan, al mismo tiempo, las culturas en las que ella se integra, distinguiendo así valores útiles y nocivos. b. La liturgia y la catequesis La Biblia ha sido, desde los comienzos de la Iglesia, parte integrante del culto litúrgico: “la Iglesia ha venerado siempre las Sagradas Escrituras al igual que el mismo Cuerpo del Señor, no dejando de tomar de la mesa y de distribuir a los fieles el pan de vida, tanto de la Palabra de Dios como del Cuerpo de Cristo; además las ha considerado siempre, junto con la sagrada Tradición, como la regla suprema de su fe” (DV 21). En la Eucaristía, vértice del servicio sacramental, se proclaman los textos bíblicos en medio de la comunidad de

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creyentes reunida en tomo a Cristo, que habla a su Iglesia cuando se lee la Sagrada Escritura y ora con Ella en la recitación de la Liturgia de las Horas. Por ello, la proclamación de la Palabra ocupa un lugar especialísimo en todas las celebraciones litúrgicas; antes de partir el pan eucarístico, la Iglesia reparte el pan de la palabra. Y lo hace en forma de proclamación, manteniendo así el marco originario de bastantes textos de la Biblia, surgidos en la liturgia de Israel o de la Iglesia. En la liturgia, “Dios habla a su pueblo, Cristo sigue anunciando el evangelio, y el pueblo responde a Dios con el canto y la oración” (SC 33). Para ello, Concilio dispuso que en el marco de la liturgia se ofrecieran a los fieles con mayor abundancia las riquezas de la palabra de Dios, disponiendo para ello un aumento y diversificación notables de las lecturas bíblicas en todas las celebraciones litúrgicas. Además, animó a que en el marco litúrgico, las lecturas de la palabra de Dios se hicieran en las lenguas vernáculas. Por eso también siguiendo el ejemplo del pueblo de Israel y de la misma Iglesia desde los orígenes, el Concilio animó a “que se hagan traducciones exactas y adaptadas en diversas lenguas” (DV 22), porque sólo así se puede lograr que la palabra de Dios esté disponible en todas las edades y que los fieles puedan tener fácil acceso a ella. Como parte de la liturgia de la palabra está la homilía. La homilética ha representado, en la historia de la Iglesia, un punto de referencia importante en la edificación del Pueblo de Dios. Además, ya desde los primeros siglos del cristianismo la Biblia era el texto fundamental para la formación de los fieles. El De doctrina christiana de san Agustín es un buen ejemplo de instrucción teológica a partir de la Palabra inspirada. 4. Lectio divina o lectura orante de la Biblia La Biblia no pertenece a la Iglesia solamente como testimonio escrito y soporte de su fe o como realidad que –junto al Cuerpo de Cristo– ilustra el misterio salvífico, que se transforma ulteriormente en experiencia de vida y en testimonio de servicio y de caridad. Ella es también objeto de meditación y de anuncio, de Interpretación, de reflexión Espiritual y de comunicación. Uno de los modos de llevarlo a cabo es la Lectio divina, donde se suscita un amor constante y efectivo por la Palabra de Dios -fuente de vida Espiritual y de fecundidad apostólica- y una mejor profundización y conocimiento del misterio revelado. El documento “La Interpretación de la Biblia en la Iglesia” habla de ella como de una lectura, individual o comunitaria, de un pasaje más o menos largo de la Escritura, acogido como Palabra de Dios, y que se desarrolla bajo la moción y el impulso del Espíritu Santo en meditación, oración y contemplación” (La interpretación de la Biblia en la Iglesia, IV, C). La Lectio divina lleva a escuchar la Palabra de Dios en contacto directo con la Sagrada Escritura. Ella es al mismo tiempo el lugar fundamental en el que la exégesis científica se funde con el uso práctico de la Escritura en la Iglesia. El Concilio Vaticano II la describe como el ejercicio mediante el cual se aprende “el sublime conocimiento de Jesucristo, con la lectura frecuente de las divinas Escrituras” (DV 25). Es el momento en el que el contenido de una página bíblica llega a ser oración y transforma la vida. Es además un ejercicio metódico y ordenado, no casual, de escucha de la Palabra en el silencio del diálogo con Dios y que no excluye ninguna parte de la Biblia: toda ella lleva un mensaje salvífico.

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En definitiva la Lectio es divina no sólo porque se ejercita sobre la Palabra de Dios escrita, con la que se mantiene una especial relación; es sobre todo divina porque pone en contacto el espíritu del lector, su mente y su corazón, con el Padre, el Verbo y el Espíritu Santo. Ella nos coloca en una óptica trinitaria. Movidos por el Espíritu, buscamos a Cristo para contemplar al Padre. a. Historia Nacida en la antigüedad de los tiempos de la Biblia hebrea, la Lectio se consolidó en la primitiva comunidad cristiana y se difundió en la época medieval. En efecto, la preocupación de una lectura regular, más aún, cotidiana, de la Escritura, corresponde a una antigua práctica en la Iglesia. Ya Orígenes hacía la homilía a partir de un texto de la Escritura leído secuencialmente -lectura continua- durante la semana, en asambleas cotidianas de fieles consagradas a la lectura y a la explicación de la Escritura. La experiencia del maestro de Cesarea de Palestina se refleja en una carta a su discípulo, Gregorio Taumaturgo, donde dice: “Aplícate a la Lectio divina; busca con confianza y lealtad firmes en Dios el sentido de las divinas Escrituras que en ellas ampliamente se cela. Pero no te contentes con llamar y buscar; para comprender las cosas de Dios es necesaria la oración. El Salvador no sólo ha dicho: buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá, sino que ha añadido: pedid y se os dará (Mt 7,7; Lc 11,9)“ (SC 148, 192-194). Es aquí donde probablemente aparece por vez primera en el panorama de la Iglesia expresión Lectio divina. No es improbable que de allí pasara la expresión a la Iglesia latina a través de san Ambrosio, que aconseja nutrirse del Verbo celestial mediante la Lectio divina, de tal modo que se llegaría a olvidar el hambre corporal. b. Descripción En cuanto al proceso y al desarrollo de la Lectio divina en sí misma, se podría decir que se parte de la lectura atenta de un texto bíblico, seguida de un tiempo de reflexión sobre el alcance de ese pasaje para la vida cristiana (meditatio), tras el cual viene un tiempo de oración dirigida al Señor (oratio) y, finalmente, el momento de unión espiritual con Dios (contemplatio). A veces se completa el curso de la meditación con un propósito, un horizonte nuevo de vida que aparece: es la actio. La Lectio implica en primer lugar búsqueda de Dios. Para Gregorio de Nisa el seguimiento continuo del texto- es el hilo conductor que permitirá estar constantemente buscando al Señor a través de la Escritura. Bien consciente de la imposibilidad de conocer y penetrar en la esencia divina por medio de la razón, sabe, sin embargo, armonizar, en el ámbito de su meditación personal, los esfuerzos conjuntos de razón y fe en su indagar paciente y perseverante para alcanzar la verdad. Se establece así una relación entre la realidad divina y la capacidad receptiva del hombre en la lectura bíblica. Agustín y Gregorio Magno seguirán sus pasos al afirmar el primero que la vida del verdadero cristiano es toda un santo deseo de Dios, mientras que el segundo hace ver que a veces ese deseo se queda sin realizar para estimular el ardor de la caridad y dilatar el corazón. Esta lectura de la Escritura deben practicarla sobre todo los ministros de la palabra. El Vaticano II incluye entre los ministros tanto a los sacerdotes y

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diáconos como a los mismos catequistas; sobre todo ellos “han de leer y estudiar asiduamente la Sagrada Escritura” (DV 25), pues tienen el deber de ofrecerla al pueblo en la predicación pastoral, la catequesis, toda la instrucción cristiana y, en lugar privilegiado, la homilía” (DV 24). La necesidad de leer la Escritura alcanza de un modo especial a los religiosos, a la personas consagradas y, muy en particular, a los candidatos al sacerdocio, que, en su preparación para el ministerio de la Palabra, deben comprenderla mejor, buscar a Cristo meditándola y expresarla con la palabra y la conducta (Optatam totius 4 y 8) En definitiva, la renovación en la investigación teológica y en la misma enseñanza de la teología ha sido quizá el resultado más significativo del interés creciente de los fieles por conocer y meditar la palabra de Dios escrita. Por otra parte, el deseo de acompañar por medio de la oración la lectura frecuente de la Biblia ha ampliado el conocimiento del mensaje revelado y enriquecido el diálogo entre Dios y la persona humana. Éstos son, entre otros, dos aspectos que vale la pena subrayar, a modo de conclusión, como frutos de la fecunda relación entre la Sagrada Escritura y la comunidad creyente.

Fuente Principal: Este trabajo está tomado de los “Apuntes de la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra, por el profesor D. Pablo Edo.”BIBLIOGRAFÍA DOCUMENTOS

Concilio Vaticano II, Constitución Dogmática Dei Verbum (1965) Benedicto XVI, Exhortación Apostólica postsinodal Verbum Domini

(2010) Pontificia Comisión Bíblica, La interpretación de la Biblia en la Iglesia

(1993) Pontificia Comisión Bíblica, El pueblo judío y sus Sagradas Escrituras

en la Biblia cristiana (2001) Pontificia Comisión Bíblica, Inspiración y Verdad de la Sagrada

Escritura. La palabra que viene de Dios y que habla de Dios para salvar al mundo (2014)

Notas:

o La Pontificia Comisión Bíblica, conforme a su nueva estructura después del Vaticano II, establecida por Pablo VI con el “Motu proprio” Sedula cura (1971), “no es un órgano del Magisterio, sino una comisión de especialistas que, como exegetas creyentes, y conscientes de su responsabilidad científica y eclesial, toman posición frente a problemas esenciales de interpretación de la Escritura, apoyados por la plena confianza que deposita en ellos el Magisterio” (J. Card. Ratzinger, Prefecto de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe y, con ello, también Presidente de la Pontificia Comisión Bíblica, 1993). Los documentos aquí mencionados son bastante largos; en la

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práctica, son pequeños tratados de los temas que anuncian en el título.

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o Todos los Documentos citados se pueden encontrar en la página web del Vaticano [vatican.va]. Todos los documentos del Magisterio de la Iglesia, también los de la Pontificia Comisión Bíblica, anteriores a 2009, pueden encontrarse, con su traducción castellana, en C. Granados y L. Sánchez-Navarro (eds), Enquiridion Biblico. Documentos de la Iglesia sobre la Sagrada Escritura, BAC: Madrid, 2010. Los documentos posteriores también han sido publicados por esta misma editorial en castellano.

VOCES EN DICCIONARIOS Y ENCICLOPEDIAS 1. Muchos de los contenidos de estos apuntes coinciden con las voces incluidas en C. Izquierdo y otros, Diccionario de Teología, Pamplona: Eunsa, 2006, 1050 pp. Se señalan aquí los autores, las voces y las páginas.

Aranda, G., “Canon bíblico”, 97-102; “Inspiración de la Sagrada Escritura”, 506-511; Ausín, S., y Jódar, C., “Antiguo Testamento”, 12-29; Ausín, S., Jódar, C., Estrada, B., y Díaz-Rodelas, J.M., “Biblia”, 76-96; Balaguer, V., “Jesucristo (Sagrada Escritura)”, 512-519; Caballero, J.L., y Elders, L., “Verdad”, 990-998; Chapa, J., “Nuevo Testamento” 723-743;, García de Jalón, S., “Exégesis”, 377-382; Izquierdo, C., Tejerina, G., y Fisichella, R., “Revelación”, 864-887; Izquierdo, C., “Tradición”, 970-982.

2. Más extensos -aunque un poco más antiguos, sirven igualmente– son las voces de la Gran Enciclopedia Rialp (GER), especialmente las relativas a:

Inspiración y veracidad: Casciaro, J.M., “Biblia III. Introducción general”, vol. 4 (1971) 137-143; “Biblia IV. Inspiración divina”, vol. 4 (1971) 148-160; “Biblia V. Veracidad y Santidad”, vol. 4 (1971) 163-168.

Interpretación: Casciaro, J.M., “Heurística Bíblica”, vol. 11 (1972) 746-749; “Interpretación II. Hermenéutica bíblica”, vol. 12 (1973) 859-860; “Noemática”, vol. 16 (1973) 867-873; “Proforística vol. 19 (1974) 225-227; “Teología Bíblica”, vol. 22 (1975) 256-259.

MANUALES Manuales clásicos en castellano con un esquema semejante al

propuesto aquí son: Artola, A.M y Sánchez-Caro, J.M., Introducción al estudio de la Biblia,

v.2: Biblia y Palabra de Dios, Estella: Verbo Divino, 1992 Mannucci, V., La Biblia como Palabra de Dios. Introducción general a la

Sagrada Escritura, Bilbao: Desclée, 1985. Tábet, M.A., Introducción General a la Biblia, Madrid: Ediciones

Palabra, 2003. ESTUDIOS Algunos artículos que pueden dar una información más precisa sobre los temas tratados, así como una bibliografía actualizada (la mayoría pueden encontrarse en versión digitalizada en el repertorio de la Universidad de Navarra: dadun.unav.edu):

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Aranda, G., “Acerca de la verdad contenida en la Sagrada Escritura (una "quaestio" de Santo Tomás citada por la Constitución "Dei Verbum")”, Scripta Theologica 9 (1977) 393-424; “Magisterio de la Iglesia e interpretación de la Escritura”, en Casciaro, J. M., Biblia y hermenéutica, Barañáin (Navarra): Eunsa, 1986, 529-562; “Inspiración: autor, libro, lector-oyente como inspirados. Implicaciones teológicas”, Estudios Eclesiásticos 83 (2008) 271-304.

Balaguer, V., “El sentido literal y el sentido espiritual de la Sagrada Escritura”, Scripta Theologica 36 (2004) 509-563; “La ‘economía’ de la Palabra de Dios. A los 40 años de la Constitución Dogmática Dei Verbum”, Scripta Theologica 37 (2005) 407-439; “La ‘economía’ de la Sagrada Escritura en Dei Verbum”, Scripta Theologica 38 (2006) 893-939; “La constitución dogmática Dei Verbum”, Annuarium Historiae Conciliorum 43 (2011) 31-71.