77
NOMBRAR LA TIERRA POLO GODOY ROJO (Aæo 1970) INDICE WOLFRAM .............................................................................................. 1 LA MUERTE LLEGA POR LA ESPALDA ............................................. 5 ANGELES ............................................................................................. 10 EL ENCANTAMIENTO ...................................................................... 15 EL VINO................................................................................................. 18 CRIAU DI AGELA .............................................................................. 23 LA TRAMOYA ....................................................................................... 26 UN DESCONOCIDO ............................................................................. 30 MEMORIAS DEL GUITARRERO ......................................................... 35 DONDE MUEREN LOS PAJAROS ...................................................... 40 HOMBRE ENTRETENIDO .................................................................... 47 NOMBRAR LA TIERRA........................................................................ 50 BRUJULA DE AMOR ........................................................................... 55 AMORES Y NO MATUASTOS ............................................................. 58 AMOR DE MONTONERO ..................................................................... 64 LOS OJOS INOLVIDABLES ................................................................ 71 WOLFRAM Pens que se haba salvado araæando. Acababa de salir de un boquern de sombras abierto entre un peæn y malezas donde entregara su bolsita conteniendo wolfram a cambio de un puæado de billetes que ni tan siquiera alcanzara a contar, cuando, como fantasmas, apenas si a dos metros, vio avanzar cautelosamente a dos sombras.

NOMBRAR LA TIERRA - biblioteca.sanluis.gov.ar:8383biblioteca.sanluis.gov.ar:8383/.../index/assoc/HASHecc0.dir/doc.pdf · de churquis y yerbajos, sobre la rugosidad de los peæones,

  • Upload
    hadiep

  • View
    214

  • Download
    0

Embed Size (px)

Citation preview

NOMBRAR LA

TIERRA

POLO GODOY ROJO

(Año 1970)

INDICE

WOLFRAM .............................................................................................. 1 LA MUERTE LLEGA POR LA ESPALDA ............................................. 5 ANGELES ............................................................................................. 10 �EL ENCANTAMIENTO�...................................................................... 15 EL VINO................................................................................................. 18 CRIAU DI�AGÜELA .............................................................................. 23 LA TRAMOYA....................................................................................... 26 UN DESCONOCIDO ............................................................................. 30 MEMORIAS DEL GUITARRERO ......................................................... 35 DONDE MUEREN LOS PAJAROS...................................................... 40 HOMBRE ENTRETENIDO.................................................................... 47 NOMBRAR LA TIERRA........................................................................ 50 BRUJULA DE AMOR ........................................................................... 55 AMORES Y NO MATUASTOS ............................................................. 58 AMOR DE MONTONERO..................................................................... 64 LOS OJOS INOLVIDABLES ................................................................ 71

WOLFRAM

Pensó que se había salvado arañando. Acababa de salir de un boquerón de sombras abierto entre un peñón y malezas donde entregara su bolsita conteniendo wolfram a cambio de un puñado de billetes que ni tan siquiera alcanzara a contar, cuando, como fantasmas, apenas si a dos metros, vio avanzar cautelosamente a dos sombras.

-Son los milicos que mi�andan cuidando-, se dijo guareciéndose tras el tronco de un grueso algarrobo. Los bultos no se detuvieron. Poco a poco oyó amortiguarse los pasos. Era más allá de la medianoche y un leve vislumbre dibujaba contra el cielo de borrosas estrellas los picachos que coronaban la sierra.

-Juna!- rezongó en voz baja- Por poco mi�agarran! Cuando los vio hundirse cuesta abajo, tomó para el otro lado y prendiéndose

de churquis y yerbajos, sobre la rugosidad de los peñones, se fue dejando caer. Ya en el plan del bajo se sintió a salvo, pero de todas maneras, pensando en

que tal vez lo hubieran conocido o fueran a buscarlo a su propia casa considerándolo sospechoso, apuró el regreso.

Cada día se hacía más difícil entregar el mineral; no había duda que desde un tiempo a esta parte, desconfiaban de él.

Todo esto había empezado un día, cuando en el túnel, a cientos de metros de profundidad, entre el ruido de perforadoras y el estallar ensordecedor de dinamitas, en un alto de la tarea, le había dado por quejarse ante uno de sus compañeros.

-Basura �e trabajo! -Duro. El agua chorreaba de los murallones negros, pringosos. La veta se abría

profunda, rica, como una gruesa y brillante yugular. -Riqueza pa� otros!- y con la punta del pie hizo rodar una pesada piedra de

puro mineral. Le pareció entonces que su protesta era amplificada por las galerías abiertas

hacia uno y otro lado y cobraba más fuerza y vida sobre el ir y venir de las zorras y el duro y silbante zumbar de los ascensores.

-Riqueza pa� otros!- Por largo rato oyó su voz que volvía entre la oscura y misteriosa maraña de sombras, con timbre desconocido de dolor y de odio. La luz de las lamparillas les iluminaban los rostros graves, sudorosos, sucios por el polvo flotante.

-La tierra lo entrega, pero así también se cobra! El otro tenía voz cansada, débil, como si más allá de su garganta ya no

quedara nada. -Vaya, no le digo? La tierra entrega sus tesoros, pero tiene un gusto y se lo

da; no se dio cuenta? Le gusta pitar en chala di�hombres. Lo miró de nuevo a su compañero y en aquella endeblez, en aquellos ojos

tristes que se oblicuaban a la luz, pensó que no quedaba en él más que el pucho de un �chala�.

-En qué ha quedau pensando?- Las palabras lo levantaron, comedidas. -En esto� en lo que estamos dando a cambio �e nada� en mis pichones. Tenía el corazón blando. Una lágrima se le fue por dentro rodando hasta el

socavón de su alma. Se había ilusionado en que ese trabajo le daría para tener a los suyos sin

tanta estrechez como la que habían soportado en el campo lejano, sin agua, sin nada. Por eso había dejado un día el rancho donde naciera. Pero se había engañado. Allá, en tanto, la casa se desmoronaba y los cercos se cubrían de yuyos. Y aquí, todo lo mismo, con el mismo hambre y sólo segura la multiplicación de los hijos.

Cuatro niñas y el Pascualito, el muchacho que tanto se hiciera esperar. Pensando en los ojitos llenos de gracia del niño, acordándose que ya le decía

papá con palabras frescas como recién venidas del cielo, más fuerte clavaba la piqueta, más hondo se le iba sobre la veta. Tenía que mejorar de posición.

-Pa� qué tanto! Pare!- Su compañero le contuvo el brazo �Pa� qué! Pa qué hacerse �e mala sangre!-, continuó. Estaban solos; el capataz se había alejado. Lumbraradas saltaban aquí y allá. De pronto, el remezón del estruendo hizo descolgar algunas piedras de la techumbre, las que tintinearon sobre los cascos protectores.

Tras unos minutos, sobre el silencio de catástrofe, retornaron las palabras. -No ve? Pa� eso! Un garrotazo di� arriba y a mano con todo el mundo! Luego miró hacia todos lados, se inclinó azorradamente, recogió un puñado

de piedras pequeñas allí desperdigadas y como un hábil escamoteador, las hizo desaparecer por la cintura.

-Pero a mí no m�embroman! Eso sí que no!- continuó diciendo. Solo entonces comprendió que el otro lo observaba con desconcierto.

-Y usté�?-, con la mirada expresó el resto. -Yo no. Nunca lu�haré-, respondió agriamente. -Cuándo va a escapar d�este infierno, entonces?- Se chupó los labios

secos.- Zoncera �e decencia! A mí no me vengan con esas! A más qu�esto lo da la tierra� comprenda, nu�es robar. No ve? La veta gorda pa� los gringos� pa� mi un puñaito �e polvo� qué le va hacer!- Otro estruendo le sepultó las palabras. Lamparitas de luz amarillenta iban y venían entre la sombra húmeda, caliente, sofocante.

-Yo no lu�haré nunca, amigo! Cada uno sabe sus cosas� pero acuérdese �e lo que le digo� un puñaito,

qué li�hace! Tómelo como un regalo �e la tierra. Después había añadido: -Así di�a poquito, entiende? El recibidor viene tales y tales noches a cuales parajes. Es hombre vivo pa� escabullir el bulto y paga bien.

-Un puñaito que li�hace!- La idea quedó prendida en su cerebro. Si lo hiciera podría volverse un día a su rancho, pero no como un vencido, no como un muerto de hambre; podría arreglar la casita, arar con ganas y comprar la semilla que necesitara, comprar también una vaquita para la leche y un petiso para Pascualito. Así sería lindo. Además aspiraría allá aire puro que aviva la llama de la vida. Y a reírse entonces de la tierra honda que le gusta pitar en chala de hombres! Soñaba despierto desde entonces, se desvelaba, le dolía ver a su pobre mujer arruinada, haciendo milagros para repartir entre tantas bocas hambrientas un miserable pedazo de pan.

-Un puñaito �e wolfram por día� lo pagan bien� haga la prueba!- Y tanto machacaron esas ideas que llegó el momento en que cayeron vencidos sus últimos escrúpulos. Para aliviarse en parte de su carga de culpa, se confesó ante su mujer. Ella se opuso al principio, pero pareció convencida al fin.

-Cuidesé mucho, oye?- Desde que vinieron a la mina, ella quedaba siempre temblando cuando su hombre salía con rumbo al túnel. Hasta que no lo veía regresar, todo embarrado, sucio, desteñida la cara, desalentado, no podía arrancar de su cabeza los pensamientos sombríos. Siempre sucedían desgracias. Pero desde que le dejó hacer su voluntad, aunque temblaba igual, tenía por lo menos una esperanza� algún día podrían escapar de ese tembladeral.

El hombre se daba maña para hacer pasar a la salida del pique ese puñadito de mineral que sacaba diariamente escondido en la vaina del cuchillo, que era un mocho puro cabo, en la tabaquera y en otra tira de cuero como vaina larga

que ataba cuidadosamente, bien arriba, en el músculo interior de una de sus piernas. Se sentía triunfante y en cada vuelta alzaba más coraje.

-No, a mí no me va a jumar la tierra! Faltaba más!� Tendría para sus hijos una vaca lechera, para su gauchito un petiso negro y para él, todo el aire del campo que ya le andaba faltando a sus pulmones.

-Ta güeno ya; dejese d�eso� lo pueden pillar, entiende?-, le había pedido suplicante su compañera la noche anterior.

-�Ta bien� ya nu�iré más, mujer. Esta noche entregaré lo juntau y listo� a volar cuantito antes.

Ella no quiso creerle. Se le acercó bondadosa, limpia, anhelante. -Digamé que no me engañará, Pascual! -Ciertito, pues!- Y había reído satisfecho alzando más en la alegría su figura

de hombre alto y fornido. -Qui�otros s�embromen aquí!-, había concluido diciendo. Cuando se hizo la noche, como en iguales circunstancias anteriores, anduvo

conversando con unos y otros para dejarse ver; después, cuando fue la hora convenida, despistando a todos, había hecho entrega de lo suyo al �turco� que bajaba del pueblo y recibido el importe correspondiente en un rollo de billetes. Un suspiro de alivio le expandió el pecho. Todo estaba terminado; en adelante iba a vivir como Dios mandaba. Ya le perecía verlos a todos contentos en la casita del campo; a su mujer ordeñando, a su hijo, montado en el petiso zaino, a todos los demás, felices.

Apretó más el paso recordando que a su muchacho lo había visto muy decaído durante el día. Acarició los billetes que le llenaban la mano. Ya terminaría, por fin, esa vida de ratas que llevaban. Con el otro poco que había reunido de igual manera, le alcanzaba para escapar. Lo de los milicos no había pasado de ser un susto.

Al asomar para el alto, sobre la baranda rocosa, le llamó la atención ver la luz encendida en el cuartucho. Se le enfrió la sangre. Lo esperaban los milicos o era que su hijo estaba enfermo? Se acercó con cautela, y antes de entrar, se detuvo a espiar. Su mujer estaba sola.

-Qué pasa, m�hija?- La vela hizo aletear las sombras. -�Ta quemando muy mucho!- Junto a un montoncito de colchas viejas, la

madre velaba. Pascual asentó su mano morena y grandota en la frente del niño y comprobó

que era cierto. -Pucha!- Se le llenaron los ojos de lágrimas. �Qué tiene, m�hijito!- El niño, al

oírlo, abrió los ojos de pupila vidriosa, se chupó los labios resecos y volvió a caer en su territorio de sueño y fiebre.

-Mire lo que l�hi tráido!-, añadió mostrándole el puñado de billetes. -Dejeló que duerma. Li�hará bien. El hombre se conformó. Depositó un poco de billetes bajo la almohada y

guardó el resto. Ya con las manos libres, sentado en la cama, se entretuvo en acariciar los cabellos del niño.

-Nadie vino?-, preguntó tras un largo silencio. -No� que lu�han visto? - El miedo se reflejaba en su rostro. -No� no si�asuste. - La noche siguió desgranando largos, silenciosos,

interminables minutos sobre el pecho agitado del niño. -Qui�haremos ¡Diga!- Le temblaba la voz, que tenía desconocido acento. -Ya si�ha�i componer; esperaré un poquito.

Sin poder escapar de su ansiedad, volvió enseguida a tocarle la frente. -No; qué voy a esperar! ¡Ta pior! Le llevaré la consulta al medico del pueblo. -Esperesé a qui�amanezca, siquiera. -No; puede ser tarde pa� entonces, nu�entiende? -Y en qué había d�ir a esta hora? -A pie nomás. P�al alba �taré de güelta. Di�allá me trairán. Ella quiso estirar otras razones para que se demorara, pero el hombre, luego

de besar a su hijo, ganó decididamente la puerta. Cortando camino por entre la sierra, apurando en paso más y más, no tardaría mucho.

-Mañana todo �tará listo -pensaba-. Con los remedios que le voy a tráir, se pondrá güenito. Y después, la casita linda, sin una piedra en el campo, la vaca lechera, el peti�

-Parate, Pascual! � Desde atrás de un tapial de sombras, sobre los churquis, dispara el grito.

-Los milicos! � El corazón le manda un golpe de sangre. Un aletazo de culpa le sube desde el inconciente y sin dejarlo asentar reflexiones, lo hecha a todo correr.

-Que te parés, te digo! � Pero el hombre corre más y más, dando vueltas, agachándose, esquivando el impacto que presiente.

-No ti�has d�ir, maula! � Pero el hombre sigue corriendo más y más, dando vueltas, como pretendiendo huir de su destino.

El fogonazo deja su rosa luz, suena el disparo y el plomo certero lo descuelga de la vida y lo deja estirado, abierto de brazos y piernas sobre un espinal, entre un desparramo de pensamientos felices.

* * *

A la mañana, todavía cabecea la madre junto a la cama del niño, y éste, disminuída la fiebre, juega con el puñado de billetes.

LA MUERTE LLEGA POR LA ESPALDA

-Levantá, sucio! � le grita mientras le apunta firmemente con el revólver, chispeantes los ojos en la cara crispada y barbuda.

-Vea, Díaz-, intenta alegar algo el otro que viste un uniforme marrón desteñido, con jinetas que algún tiempo fueron doradas, en tanto trata de levantarse trabajosamente sobre el camino cubierto de barro.

-Nada!-, lo ataja terminante. �Ha llegau tu hora, Barboza! Y como viniste a cáir mansito en mis manos!- agrega torciendo la boca.

Ahora de pie, inmóvil, lo mira desafiante, aunque sabe que todos los intentos que haga para zafarse de esa difícil situación, serán inútiles. Porque la crueldad del cuatrero Díaz no es simplemente cáscara. En más de una oportunidad, borracho, le ha cortado la punta de la lengua a un caballo vivo, nada más que por divertirse. Y en los entreveros, cuando ha despachado a alguno, lo ha hecho

con saña, como si gozara de ver cómo �se iban lentamente�. Además, para desgracia del cabo Barboza, desde hace tiempo que se la tiene bien jurada.

-Andá largando tus cosas! � Obediente a la orden, el cabo mete las manos a los bolsillos y saca un papel, unos pocos pesos arrugados y algunas monedas que alcanza a Díaz.

-Todo, t�hi dicho- le vuelve a gritar con voz ronca que sale de su pecho de oso.

Con resignación, de nuevo el cabo Barboza se hurga los bolsillos y no encuentra nada. Luego de una leve vacilación, alzando los brazos, desprende una cadenita que lleva al cuello y se la entrega junto con la medalla de oro que sostiene.

-Con que santulón el hombre! - Y suelta una risotada de fumador y alcoholista empedernido.

-Ahura hincate áhi! - sigue diciendo al recibírselas. � Te voy a dar un minuto pa� que encomendés tu alma a Dios� o al diablo qui�hay ser más amigo tuyo-, y continúa dejando caer como cascotazos su risa entrecortada.

Tal vez en ese minuto se descuide Díaz y pueda� pero no alcanza a esbozar una sola idea que no sea dar la patada traidora o el salto felino sobre el arma que el otro sostiene con los ojos bien abiertos. No; es imposible.

-Que t�hinqués, t�hi dicho! - El cabo se larga de rodillas sobre el barro, tal como se lo exigen, en tanto Díaz sin dejar de apuntarle, empieza a desenvolver el papel que le alcanzaba y a curiosear, miedo de reojo, lo que en él está escrito.

La alborada se deslíe oscuramente en una garúa insistente que forma gotas en la fina ramazón de los árboles.

Hasta hace un momento el silencio montesino del amanecer, demorado por la nubazón baja y cerrada, sólo había sido alterado por el monótono cantar de un gallo, hasta que fue trizado luego por dos galopes distantes, que al acercarse por la huella mojada, desierta y resbaladiza, se volvieron desenfrenada carrera.

-Date preso, Díaz!- gritaba el de atrás con el sable en alto. Pero el perseguido, echado hacia adelante el bultazo de su cuerpo, pegada la cara a la tabla del pescuezo de su flete, sólo atendía a exigirle más y más, hincándole con fiereza las espuelas, sin darle alivio.

-Tan luego el desgraciau de Barboza!-, razonaba amargado. �Tan luego él venir a agarrarme con las manos en la masa! Segurito que me va a charquiar! �Y buscando siempre campo afuera por el callejón, exige más y más a su caballo, esperando sacarle ventaja, esa pequeña ventaja que le permitirá llegar a un lugar donde sabe que el monte tupido y espinoso le facilitará la huida.

-Y monta en güeno, el desgraciau!-, murmura, sintiendo que se le encoge el cuero como nunca, cuando de reojo divisa que el cabo empieza a taparlo en la alocada persecución.

-Pero no se va dar en el gusto de hacerme podrir en la cárcel! Antes nos vamos a ver las caras! Se asegura el sombrero aludo, pesado por el agua de lluvia y guasquea con más fuerza a su caballo, tapado ya por la espuma. Saca el revólver y piensa que cuando lo tenga bien a tiro, le vaciará el cargador. �Alguna vez me tenía que pasar esto por burro! Y va a entrar a analizar cómo no se le ocurrió que de tan repetido el juego, para alguien que tuviera la paciencia de seguirlo, no le iba a resultar difícil dejarlo al descubierto. Porque todo era simple: cuando no andaba dando un golpe �gordo� con sus compinches, entonces, como para despuntar el vicio, robaba algún ternerito en campos

vecinos, se hacía seguir por la vaca hasta el esquinero, donde hábilmente ayudaba a la madre a salir sin dejar rastro y de inmediato la entregaba a alguno de sus socios que lo esperaba oculto en la espesura del monte� pero no le dan tiempo a seguir pensando, porque el golpeteo de los cascos se le viene encima, lo obliga a pensar tan sólo en que tiene que salvar el pellejo en ese momento y le da más y más fustazos a su cabalgadura, a la vez que, con prudencia, lo va levantando de la boca con las riendas, porque sabe que una costalada en ese terreno fangoso puede resultarle fatal.

El cuatrero Díaz va olvidado desde cuando se envició de esa manera que lo ha llevado a hacer del robo el oscuro oficio que le permite vivir sin más trabajo que el de aparentar una vida decente y que le ha dado, además, un prestigio de hombre de agallas, corajudo, brutal a veces, del que hay que cuidarse, hombre que pesa en el boliche que pise en muchas leguas a la redonda, en los que bebe y juega, grita, manda, se desboca y se da en el gusto siempre de imponer su fuerza bruta y su prepotencia. De él nadie se ríe ni tampoco nadie se le escapa. Porque no hay otro más vivo que él; y eso se le ha hecho carne desde que era muchacho. Por eso los tiene a todos, autoridades, amigos y enemigos, metidos en un puño.

-De Díaz no se ríe nadie!� acostumbra a decir pisando fuerte y atuzándose el largo bigote renegrido.

-Y ni se reirán�! finaliza diciendo siempre mientras acaricia el cabo negro de su revólver.

Hace mucho que aprendió a jugar con taba cargada y si alguien le estorba en sus intenciones, sabe bien como hacerlo a un lado de su huella. Porque es hábil para el cuchillo, de certera puntería con el revólver y más que todo eso, vivo para �primerear� y sin asco cuando hay que �dar�. Por eso todos lo miran con miedo o con el respeto que nace de eso mismo. Y unos y otros, encogiéndose por dentro, siempre lo andan apantallando. Y la adulación empieza con él, sigue con el flete y remata en la mujer. Que es linda, moza joven todavía, con más de un encanto, pero que fue mal ganada, y eso lo saben todos. Se la quitó, precisamente, con una zancadilla rastrera hace años a ese hombre de rostro fino y ojos penetrantes que ha largado tras del suyo un caballo más seguidor que perro leonero. Un hombre que no afloja nunca ni lo negro de la uña, que es bravo como el que más en los entreveros, difícil de madrugar y que, para más, no le va a andar con chicas justamente por �aquello�.

Sin embargo, no sabe que para el cabo Barboza aquella es historia pasada que no merece ni ser recordada por nadie y que si espolea más y más a su flete alazán es porque quiere darse en el gusto de cumplir una vez más con su deber y demostrar, de paso, que su recelo de que el tal Díaz no era un individuo de uñas cortas, no era un simple acto de venganza originado en cuestión de polleras, si no su buen olfato de guardián del orden que hacía algo más que tomar mate y dejar pasar el tiempo pitando en chala. Y ahora, aunque ya lo tiene al alcance de su revólver, no le va a disparar, porque quiere agarrarlo vivo, quiere tenerlo cara a cara para ver cómo se defiende cuando él le presente en la comisaría todas las pruebas que pacientemente le ha ido acumulando en contra y con las que piensa hacerle pagar todas las hechas y por hacer.

Aunque ya viene amaneciendo y sabe que eso lo favorece, no puede aflojarle a su montado ni un instante, porque, no lejos, el bosque se espesa más y más a orillas del callejón desde donde parten senderos escondidos que el otro conoce como a la palma de su propia mano. No, tiene que ser allí mismo donde

le de alcance; por eso le ajusta más las piernas a su alazán, que, respondedor hasta la muerte, entiende lo que le está pidiendo y en cien metros ya tapa a su perseguido.

-Entregate, Díaz- Es un clarín triunfal el grito del cabo Barboza. -Tu agüela!-, oye bien que le responde el cuatrero alzando el brazo

amenazador hacia atrás. Pero ya lo tiene, lo tiene. Se pasa la mano por los ojos para quitarse el agua

que lo molesta; lo va a descolgar del caballo como a un higo, con su sable. Busca la orilla de la huella para apareársele; ya está; lo principal está; lo demás será fácil. El caballo de Díaz pega una costalada, pero, atento, lo levanta de un violento tirón de riendas, cuando el suyo, a la vez, en ese pedazo donde el camino parece estar enjabonado, se le va y cae apretándole una pierna. El sable vuelta para un lado y el revólver para el otro. El cabo, mordiéndose, intenta escapar de esa trampa; patalea y se queja el alazán, pero en el esfuerzo, resbala hacia la cuneta y aprisiona firmemente al perseguidor. Díaz, al darse cuenta que algo raro ocurre, se da vuelta, observa aquello y como una luz regresa y cae sobre el cabo Barboza. Sin perder tiempo lo ayuda a zafarse del caballo, que, al fin, consigue también enderezarse y se sacude violentamente a un costado haciendo sonar las caronas.

Allí lo tiene ahora, pálido, derrotado. Rascándose el grueso bigote, el cuatrero lo mira pensando cual será la manera más divertida para sacarse de encima a ese individuo y de una vez para siempre; algo que lo haga sufrir, pero que a la vez lo lleve lentamente al desenlace, de manera que sea sólo esa idea la que le llene la cabeza martirizándolo, pensando que paso a paso, inexorablemente, va camino a la muerte, una muerte muy lenta, que no llega nunca, y que es él, Díaz nada menos, el que va a liberarlo de esa tortura, de una sola manera y de una vez para todas, cuando realmente se le antoje.

-Va estar güeno!- se sonríe jugando con la impotencia del cabo Barboza. �Ya rezaste?� le pregunta. Y trás de una pausa en la que los ojos burlones no se apartaban un instante de su vencido, añade: -levantá, no más� -Acabemos de una vez con esto, Díaz!� le pide rabioso el cabo en tanto se incorpora.

-Mirenló al mozo que m�iba a joder a mí! Cuando! �Y el odio parece quemarle el rostro mofletudo, de piel endurecida de iguana y en el que brillan como brasas sus ojos saltones.

-Te voy a despenar de un solo balazo, pero no así, te das cuenta? Te voy a despachar como a mí me gusta� despacito, Barboza, porque no me gusta ser cruel. El cabo mira como un hilo de agua chorrea del sombrero aludo a Díaz. Pareciera que el día va a aclarar un poco; pero no se oye ni un ruido; el silencio ha vuelto a ser hondo, pegajoso, como ensuciado por ese barro chirle que moja el camino. Barboza ya no espera; no tiene de quien esperar. Y eso que el aire mojado de la primavera lo está invitando a vivir y los pastos de la orilla llaman a retozar en ellos.

-Seguí caminando hasta donde yo te diga� andá contando� tal vez te deje llegar hasta diez� Ah! Y que no se te ocurra dar vuelta, no?

-Usté manda-, le responde el cabo con voz firme. Ya está todo resuelto; no hay defensa posible. Ni una fracción de segundo le han dado oportunidad para intentar, por lo menos, zafarse de sus garras. Salieron mal las cosas. A veces la taba se da vuelta. Paciencia!-, piensa derrotado.

-Andando, cabo!- oye que le grita.

Firme el montón y los pasos, inicia la marcha de espaldas al cuatrero sobre el callejón barroso, donde empieza a brillar el día, húmedas las botas, sintiendo que la llovizna le moja con su agua dulce los labios quemados.

Díaz, parado, como la sombra de un gigante en medio del camino, lo mira alejarse pesadamente; lo dejará avanzar otro poco; le estirará la angustia; probará que tal anda su puntería a media distancia; mientras tanto examina como al descuido las cosas que el cabo dejara en su poder. Ya ha arrojado el papel, una basura sin valor, piensa. �Estos milicos son unos pobres diablos! Y esto, ni pa�una caña alcanza�, se dice guardando en el bolsillo los arrugados billetes. En tanto continúa mirando lo que le queda en la mano izquierda, la derecha continúa firme apuntando a Barboza que avanza lentamente, haciendo cloquear las botas que se le pegan en el barro grumoso. Le queda la medalla. Va a arrojarla burlón, decidido ya a hacer el disparo, cuando alcanza a distinguir en ella esas iniciales� sí, son las de ella, las de su mujer cuando era soltera� le mintió entonces. Dos años atrás, como no se la veía puesta, al preguntarle le respondió que la había perdido; le mintió, claro que le mintió� cómo no dudó entonces, que se la podía haber regalado al canalla ese� ese que en un tiempo había sido su novio� De pronto se empezaba a explicar con la rapidez del relámpago muchísimas cosas; fue por eso sin duda que el Chueco Luna, que no tenía pelos en la lengua, se había atrevido a gritarle como le gritó delante de todos, aquella palabra infame que achica y abochorna a cualquier hombre por culpa de la mujer. Y por eso, sin duda también, porque andaba de boca en boca, aquellas sonrisas maliciosas de los otros cuando él se jactaba de la forma en que lo despachó de una sola vuelta al Chueco� Estaba claro; mientras él vivía fanfarroneando en los boliches durante el día u ocupando las noches en realizar sus fechorías, el cabo Barboza, tranquilamente aprovechaba sus horas de pesquisa para entenderse con su antigua novia a la que, bien sabía, no había podido olvidar. Y ella� ella� la mosca muerta!- Las venas del cuello se le habían hinchado ya hasta el punto de estallar y sentía endurecidos por la indignación los puños.

-Juna�! Barboza avanza. No intentará huir como un cobarde. Eso no irá a poder

decir jamás Díaz de él cuando cuente, sacando pecho en rueda de adulones, detalles de su muerte. No. Eso nunca. Además, le está agradecido, porque pudo haberlo degollado ya como a un peludo. Más de una vez lo hizo con otros. Piensa primero en su madre, luego en su mujer y una lágrima se le confunde con las gotas del cielo cuando recuerda a su hija de un puñadito de años, a la que no verá más. Se la encomienda a la virgen de la medallita, esa que encontró una vez en una olvidada calleja del pueblo y de la que no quiso separarse más diciendo que le había traído suerte.

En ese momento siente que pesan más las botas, a punto tal que le parece que no va a poder continuar echando el tranco y las piernas como muertas.

Pero ya todo pasará� pasará� el aire fresco con la lluvia, el llamado triste de un pájaro por las ramazones. Sólo quedará otra vez, el húmedo silencio, el cielo plomizo, todo el cielo encima. Después, más tarde, tal vez la mañana plena, que sembrará de diamantes las hojitas tiernas de los árboles. No hay tiempo para más� siete� ocho� nueve� seguro que ya le hará el disparo� apretará el gatillo� sí, oirá escapar el balazo y de inmediato sentirá un ligero dolor, un ardor quemante, nada más en la espalda� un instante más� se lo imagina ya cerrando un ojo para afinar la puntería� y después, el cabo Barboza

habrá terminado sus días� diez� once�-, le dijo hasta diez, pero sigue contando mecánicamente. Pero todavía no� todavía no� Por qué tanto! Las sienes se le vuelan sacudidas por la sangre, más se le pegan las botas en el barro. Está a punto de perder la serenidad� ya no da más� no puede seguir avanzando� se le ha secado la boca� le parece que empieza a asfixiarse� Pero ya! Ha sonado el disparo� ya sentirá el punzazo caliente� luego caerá, no verá más, no sabrá de nada ya� Pero no siente nada todavía a pesar de que el estampido ha hecho volar los pájaros del monte vecino� Sigue avanzando como un autómata� tal vez le haya errado� pero no ha oído silbar cerca suyo la bala� no, no� ya no soporta más� cualquier cosa es mejor que esa tortura� por eso, decididamente, dispuesto a todo, se da vuelta para enfrentar de una vez por todas a la muerte� y entonces lo ve al otro, al cuatrero Díaz, tendido, con un agujero en la sien, enterrada la cara en el barro blando, con el revólver, humeante todavía, caído a un costado de su gigantesco cuerpo de oso.

ANGELES

Los tres bultitos están acurrucados junto al fogón cascarudo. La noche anda afuera sembrando sueños encogidos de frío.

-No le vas a contar�-, le ruega la más grande. �Yo no robé� lu�hallé en el recreo�

-Mentira!� Al chico le brillan los grandes ojos y se pone de pie, con furia. -Te lo juro! Mi�acusaron porque sí�- Se le van a caer ya las lágrimas. -Es mío�!� La más niña alza el cuadernito resobado como baraja vieja y

junto con el lápiz entero, lo esconde tras la espalda como para defenderlos de algún zarpazo. Las lágrimas le llenan el pozo de los ojos.

-No te da lástima?� Otra vez la voz de la Paula intenta ser convincente. �No sólo a vos te gusta hacer deberes� a ella también y nunca tiene con qué.

-Qué m�importa! yo le voy a decir al papá en cuantito venga! La Purita llora. La mayor le pasa un brazo por sobre los hombros. -Por qué serás tan malo!-, añade mirándolo con resentimiento. -Qué m�importa! -Acordate que la mamá no te enseñó a ser así! Me vas a hacer pegar si

vos� -Mejor! -�Ta bien, Pedrito!� Y se sienta al lado de su hermana. El niño entreabre los

labios pulposos para replicar de nuevo, pero enmudece y lentamente se deja caer sobre el rústico banco, con las piernas flojas, revuelto el cabello retinto, arrebujándose mejor en el ponchito viejo que le cubre su desnudez. La vela entrecierra su ojo amarillo, ganosa también de irse a dormir. En el fogón, sobre las últimas brasas, la pava panzona bisbisea chismes antiguos. Inmerso en la soledad de la noche, el rancho es nada.

-Pedrito!� Lo zamarrea enseguida la Paula- No te durmás! Ya va a llegar!

-Mentira! Si ni�ha llorau el choco en la puerta! Apenas puede alzar la cabeza pesada de sueño; los ojos vuelven a cerrárseles solos.

-Ahura li�ha dau por entretenerse hasta la noche� ¡Niña, despabilate, vos!- Remece a su hermanita que ha dejado caer la cabeza en su falda e intenta enderezarla.

-Ya vamos a comer el zapallito asau� �Ta de rico! Tomás el olor?- De entre la ceniza escapa el dulce, invitante aroma del fruto asado.

-No quiero ¡Vamos a dormir, Paula!-, le clama la Purita. -Tengo frío!- Se estremece y queda encogida, más apegada a su hermana, pidiéndole calor.

-No se duerma� yo tengo miedo� puede venir algún borracho.- Los ojos puros, velados, buscan hacia fuera, desconfiados.

-Cuando él llegue-, continúa-, vos, Pedrito, decile� a vos ti�hace caso� no vis?

El niño sacude la cabeza apenas y deja oír una especie de gruñido. -Decile-, prosigue la chica-, que no se entretenga tanto en el boliche. -Yo no!-, refunfuña bajo el poncho. Paula, con los ojos agrandados, queda parapetada tras el miedo. Los más

chicos, poco a poco empiezan a respirar más y más pesadamente, ya pisando el agua liberadora del sueño. Está completamente sola. Por el agujero que hace las veces de ventana, divisa un pedazo de cielo estrellado. Nerviosa, sin saber qué hacer con las manos, se ajusta más el pañuelo a la cabeza.

-Jesús ¡Que noche fría! Y que no venga! �Todavía no ha llorado el perro chico en la tranquera anunciando la llegada de él; entonces se oirá el sulky, luego la bulla del hombre conversando con el moro y por fin, sus gritos, el pesado arrastrar de su pierna sobre el suelo petrificado por el hielo.

Abre más grande los ojos candorosos y siente que tiene frío en el corazón. Esa pierna tiesa golpeando con dureza en el suelo, la impresiona, la hace temblar, llorar silenciosamente.

Su madre le dijo que era un hombre bueno, que Purita y ella necesitaban un padre, que por eso� su madre era blanca, donosa, tenía grandes ojos verdes, una bondad y una guapeza� su madre�! Pero por qué sucedió todo aquello después? No puede borrar de su memoria la noche en que el hombre, ese hombre, apareciendo de entre las sombras, pasó el umbral, y ella lo vio, alto, grueso, un poco viejo, con un largo bigote y ojos de turbio mirar, que alzaba una pierna trabajosamente y la arrastraba después para dar el paso.

-Paula; abrázalo a tu papá!- No, no podía creer; tenía miedo. Temblaba sin poder dominarse.

-Paula!- Oyó que le volvía a decir a tiempo que con la mirada le daba una orden terminante.

Sólo entonces, cerrando los ojos para no ver eso que le producía pánico, se le arrimó con la humildad de un cuzco dominado a azotes. Pero aquel momento, todo aquello que sucedió entonces, no había muerto, por el contrario, había quedado vivo, vivo allí en su pecho, alzándose como un martillo, como un árbol que se desploma de repente sobre un indefenso insecto.

Después de un tiempo oyó decir: -Se jué a cargar el carro una tarde t�ando muy bebido� entonces, al caer, se clavó una espina en la rodilla y di áhi quedó así.

Le parece oír una pierna que se arrastra, sorda, odiosa, pisoteándole sus cantos, sus risas, su vida toda de criatura, persiguiéndola como si ella fuese una mujer que puede cargar con todo el peso de la casa y de la vida de todos ellos.

Su madre le comprendía ese miedo que le andaba por los ojos; por eso intentaban disculpase a veces, pero ella no alcanzaba a entenderle y huía llorando a refugiarse en su rincón preferido del monte. Después llegó el niño hijo de él. Por qué lo quería tanto su madre? Por qué las dejó a su hermanita y a ella, así, a un lado, como si no fueran nada? Desde lejos, Paula buscaba con los suyos los ojos claros de la madre, como si fuese imposible todo acercamiento, como si un tembladeral se hubiese interpuesto de repente entre una y otra.

Sacude la cabeza; no quiere recordar así a su madre. Prefiere añorarla bajo un paisaje lleno de cielo, de árboles florecidos y con su padre, su verdadero padre, riendo con ellos.

Se da vuelta. La pava resopla apenas. Se levanta; da unos pasos y el vestido se le engancha en un banco; todas las suyas son hilachas; no protesta. Se acerca al fogón y de un soplo hace volar la flor de la ceniza dejando al vivo el corazón de las brazas. Regresa y se sienta en el cajón petiso; sobre la falda le quedan las manos como muertas. Se las mira pequeñas y lastimadas. Desde que se la llevaron a su madre, con ellas ha cumplido todo el trabajo que realizaba la irremplazable. Sin embargo, ella, desde su pequeñez de hierba, comprende que le falta lo que a su madre la alentaba. El cariño de todos. Para ella, en cambio, sólo hay desprecio, mentiras, malas palabras del padre, miedo, sombra, por qué? La pregunta se le vuela en un murciélago que chilla satánicamente en la negrura del cielo. Los fantasmas que inventa la vela parece que van a abalanzárse encima.

Siente que la soledad, a la que mira como un oscuro pozo sin fondo, va a romperse en llanto en su pecho.

-Pedrito!- Llama buscando escapar de esos brazos infernales que intentan llevársela.

-Ah?- Abre grande los ojos el niño. Un perro llora lejos. Otros torean gozosos en la tranquera, que chirría al abrirse.

-Ya viene!-, exclama con susto, y poniéndose rápidamente de pie se despereza.

-Pedrito!- insiste la Paula acercándosele y bajando más la voz -No le cuente aquello, quiere? Y dígale que me deje ir mañana a l�escuela.

-Yo no! Decile vos. Qué tanto!-, responde de inmediato, sacando pecho, como si fuera un hombre, como si fuera su mismo padre, al que tanto se le parece en sus seis años.

-A usté li�hace caso� y a mi me gusta ir a l�escuela. -Ayer juiste! -Peru�hacía un mes que faltaba! Ya oyen el sulky que se aproxima rodando lentamente, trayendo siempre

como atado a las ruedas el alborozo de los perros. Yo voy a desatar solita el sulky cuando llegue, pero decile� decile que no

nos pegue más a la Purita y a mí. -Yo no�! Si ustedes se portan mal� qué!- Frunce los labios y queda con la

mirada perdida sobre la débil lumbre. -Cómo es usté, no? Nosotros tanto que lo queremos, pero usté� -Yo�- Se corta; queda pestañeando seguido. El silencio se cierra otra vez. La cocina estrecha parece más grande y vacía. Paula se queda mirándolo. A

pesar de todo lo que les hace, Paula no se explica por qué lo quiere tanto al niño. Tal vez porque al mirarlo halla siempre en los ojos aquellos de su querida

madre o tal vez, porque ella lo quería tanto que siempre le daba en todos los gustos.

-El papá me va a tráir un lápiz� mejor qu�el de la Pura. -No le vaya a contar eso, quiere?-, le ruega otra vez, acercándosele. -Y que no decís que se lo dio la Señorita? -Si, ella se lo dio al último,� pero mi�acusaron� yo no lo robé. -Si, que no� -Si usté le cuenta, le va a crecer y nos dará unos lazazos. No sea así! El sulky, rodando apenas, ya llega. Los tres, como vizcachitas, se estrechan

en la puerta, que da sobre el ancho patio. El viejo algarrobo seco, de implorante esqueleto, está florecido de titilantes estrellas.

-Huep�!- El grito grueso retumba como un trueno en la cocina en cuanto detiene su caballo. Pesadamente se descuelga y da unos pasos bamboleándose.

-Desatamos? -No!- La respuesta es una bofetada. -Desgraciau!- continúa -Yo le voy a

enseñar! Atau se va a quedar hasta mañana!- El moro se queda bajo la helada que cae, estirando los ojos, esperando inútilmente que lo alivien de sus arreos.

Entra primero que todos a la cocina y los niños le siguen antes que los perros.

-Va a tomar unos matecitos? -Mate�- dice ladeando la boca en una sonrisa despreciativa -Venime nomás

con mate�- añade sardónico, soltándose desde arriba sobre el banco y dejando extendida la pierna sin flexión.

-Papá�- Pedrito se le apega zalamero. -Me vas a engañar con mate!- lo interrumpe. Bajo la porra desordenada le

llamean los ojos alcoholizados al hombre. Paula siente que la Purita se le apega más, tiritando como un animalito. Qué estará por contarle Pedrito?

-Papá�- Otra vez. Vacila un instante, un instante que abre un suspenso de abismo; en medio de él. Sigue buscándole los ojos al niño para rogarle.

-No me trajo un lapicito?-, prosigue por fin. El pecho de las niñas se baja aliviadas de un gran suspiro.

-Lápiz? Hummm!- Las palabras nacen tartajosas, pesadas y gruñe como un cerdo.

-Quiere que� -No!� Grita con toda la boca. Paula queda detenida, tiritando sobre el hilo del

llanto. -Yo tengo qui�hablar con ustedes� mucho, muy mucho� y ustedes tiene

qui�hacer lo que yo les digo, caraspa, entienden?- Sube el tono de la voz hasta el último grado. Después de eso todos saben que llega la tormenta.

-Si, papá�-, apenas se oye el asentimiento. Pero la violencia no cede ante esa temblorosa ternura.

-A guascazos� si, señor� como que me llamo Jacinto Alturria! Los brazos que se han estado sacudiendo como cabos de hacha, se

sosiegan y dejan asentar por un momento las manos sobre la cara barbuda. -Papá�! -Callate!- Con fuerza aparta a un lado al niño y la rabia le sube caliente por

la cara, le asalta los ojos, le tuerce la boca y lo levanta.

-Y vos, Paula, has robau� has robau�!- Con el índice la encañona como con un revólver. La niña está pálida, rígida, apretada, deformada la cara por el miedo. La noche, afuera, sigue volcando segundos vacíos.

-Yo� yo no�!- Se desfibra la voz lastimada por el llanto. La Purita, buscando la protección de la sombra, cerca de los perros, siente que el miedo le licúa los ojos. Pedrito está de pie, mirando ansioso lo que sucede.

-La Señorita mi�ha dicho� ella mi�atajó esta mañana� has robau un lápiz� decí que no� decí que no�!- La furia le alza el brazo poderoso.

-No� yo no�!- La protesta se le deshace en la garganta. -Decí algo, ladrona de porquería�!- Y la pesada mano del hombre se

descarga sobre la cabeza de la chica y va a continuar enfurecido, cuando el grito lo detiene.

-No� yo jui� yo saqué el lápiz, papá!- Pedrito, con los labios carnosos, temblantes, encendidos a punto de estallar los mofletes, lo enfrenta de pie, firme, con los brazos a los costados como le han enseñado a pararse en la escuela.

El hombre gira la cabeza lentamente, como si en ese momento acabara de enterarse de que hay otro hombre allí. La vela, como si quisiera mezquinarle la toma de un rápido estado de conciencia, se lo escamotea al chico sorbiendo su propia lumbre.

-Vos? -Yo, papá. -Cómo! Que no te compro, acaso, todo lo que ti�hace falta? -Pero la Purita no tenía y� y a ella le gusta escribir. -La Purita?- Todavía no entiende. -Si, la Purita� Todos los ojos, todos los corazones están clavados en él. El viejo lo mira

detenidamente, extrañado, abriendo la boca como atontado. -Qui�usté, qui�usté, m�hijo, la quiere a la Purita?-, le pregunta sin terminar de

comprender. -Y a la Paula también-, agrega con voz gruesa, plantado allí, como un torito. Y el hombre, aquel hombre gigantesco, empieza a achicarse, a achicarse

cada vez más, a atiplársele la voz, a resumirse, constreñido por la emoción. -�Ta bien� �Ta bien� Vayan nomás a dormir� -Y el sulky? -Dejen. Yo lo voy a desatar �La noche se lleva a los tres bultitos al sueño.

Sobre la tierra helada, una pierna pareciera arrastrarse acariciándola. Después, los pasos de un caballo. Y el monólogo de siempre en la cocina

con los perros. -Vos Gaucho y vos Pastor, saben bien cómo era la finada. Y así han saliu los

hijos, no ven? Ese Pedrito vale oro, caray! Y seguirá dejando caer recuerdos y recuerdos entre los ojos adormilados de

los perros y el dulce olor a zapallo asado, hasta quedarse sin noche.

�EL ENCANTAMIENTO�

Nos quedamos inmóviles. El agua que bajaba del �alto� por los limpios senderos, nos cosquilleaba en los pies desnudos al arrastrar la arenilla. El arco iris que se levantaba desde el otro lado de las lomas, cruzaba todo el valle y el cielo hasta perderse en el confín.

Nos apretamos tiernamente las manos. En sus ojos, donde siempre amanecía el tiempo verde que traen las lluvias, parecía que de repente había caído la tarde, oscuramente.

Tras el rodar lejano del coche subiendo desde las barrancas del río, que era en partes de su carrera como un largo trueno subterráneo, todo quedó de nuevo en silencio.

Luego fue, sobre el finísimo destrenzarse de la lluvia, el grito llamándome desde las �casas�. No supe por qué, pero sentí como si el corazón me hubiera dado un golpe.

-Me voy-, dije apurado. -Volverás? -Claro. Cuantas veces pueda. Con la ropa y el flequillo mojados, corrí por el senderito arenoso que bajaba

rápidamente, lleno de agua, aspirando la fragancia de los poleos , sin saber si reír o llorar. Allá me esperaba mi madre que venía a llevarme; aquí estaba diciendo adiós a mi país de ensueño.

Me detuve por un instante y al volver la cabeza, la vi donde por última vez nos desprendiéramos las manos, inmóvil, con su corto delantalcito blanco y las cimbas negras echadas a la espalda, siguiéndome con los ojos. Creí escuchar que me llamaba, pero no podía ser, porque era seguro que se había quedado sin voz, sin su voz tan clara. Continué la marcha ya sin poder mirarla otra vez. Desde los álamos un pájaro cantaba deliciosamente y sus silbos cayeron como los hilos de la lluvia sobre mi corazón.

Divisé a lo lejos la casa de mi abuelita rodeada de algarrobos, achatada al lado del camino real y por primera vez la vi pequeñita. En el patio estaba el coche, como una caja grandota y negra. Tres caballos esperaban.

En ese coche habían llegado a buscarme. El coche que tanto había esperado, el que traía a mi madre, joven y hermosa, colmada de las mil cosas ricas con que siempre nos regalaba. Pero en ese momento sufría, me sentía como caminando al borde de algo que amenazaba peligro y deseaba que aún se hallara lejos, muy lejos aún ese tiempo. Tan siquiera un día más hubiera querido para despedirme de todo aquello que tenía encantado a mi corazón.

Aquella tarde, no bien cesó en parte la lluvia, habíamos salido con Mara por entre los senderos pedregosos que, arrancando desde la misma casa, subían y subían por entre los verdes y piedras de todos colores hasta perderse en el cielo. Era el aire juguetón, el aire de siempre bailando en las pichanas y en las

ramas tiernas, y el silencio dibujando todo a la perfección: el triángulo hecho a dedo en el desplayadito, el chillido del conejo entre las ramas, el tronco seco con cara de gnomo que siempre parecía prometernos que ya vendría a compartir nuestros juegos. Allá, más arriba, las tres piedras lisas, inclinadas, las �piedras refalosas�, por las que nos dejábamos caer llena la boca de risa y los ojos de emoción y, al fin, la casa, la gran casa, �El Encanto�, como la

llamábamos, que pertenecía a los más grandes y a la que tan sólo podíamos entrar con el permiso de ellos. Una cortina de árboles y enredaderas la rodeaba y en el medio estaban las grandes piedras cuadradas, inamovibles, que nos servían de mesa y sillas. El buen gusto de sus habitantes hacía lo demás, la limpieza perfecta, las flores, los adornos colgantes de frutas, plumas y huevos de aves, pedacitos de losa, vidrios de todos colores y caracoles.

Qué mundo distinto era ese, lejos de los mayores, en medio de la soledad y el silencio! Allí las voces parecían no pertenecernos y sobre nuestros pasos escuchábamos resonar otros que nunca terminaban de apagarse.

Y en cada piedra, en cada hueco, en cada árbol viejo, un rastro, una señal definida de que mucho antes alguien nos había precedido por esos lugares, gente a la que no alcanzábamos a imaginar, pero a la que presentíamos.

Piedras perfectamente redondas con molduras, puntas minúsculas de flechas que encontrábamos entre los alpatacos o pencales, donde las hormigas habían aflojado la tierra, y otras de formas y colores rarísimos. Después de la alegría primera por el hallazgo, sobrevenía la inquietud, el pensamiento fijo de que allí estaba el umbral de un misterio al que era inútil intentáramos transponer.

Seguimos aquella tarde con Mara el sendero que, subiendo y bajando, nos llevaría a otro lugar donde siempre parecía estar amaneciendo el día. Corriendo por entre las piedras y las matas espinosas, caímos de pronto a un lugar totalmente despejado; abajo se divisaba la cañadita que tenía en el medio un gran chañar que, para mí, siempre estaba florecido y en el cual vivían unas calandrias que no cesaban nunca de cantar. Atrás, más arriba, corría el arroyo entre juncos, totoras y fantásticos peñascos oscuros, entre los que, de vez en vez, se abrían cuevas que nos impresionaban. Los pumas y los �viejos de la bolsa� dejaban siempre algún rastro perdido en la arenisca, que nos cortaban el aliento la vez que , enfrentando a un desafío, nos animábamos a arriesgarnos hasta sus proximidades.

Faldeo abajo el sendero se abría en abanico y divisábamos en las mañanas, calentándose al sol, el rancho de la Patricia o el de doña Genara; después, el camino real y, otra vez, más allá de la acequia rumorosa, nuevamente el �alto�, las lomas pedregosas llenas de alpatacos, tomillos y misterios que nos atraían de día y espantaban de noche.

Todo era gozo para el corazón, un juego maravilloso la vida, con un cielo poblado de pájaros amigos, un burrito manso que nos llevaba sin sobresaltos, unos hombres y mujeres tan simples y buenos que nos llamaban �m�hijitos� y a los que nosotros saludábamos quitándonos el sombrero.

-Volvemos ya? -No, no-, me respondió Mara. �Bajemos por lo de tío Juan de Dios. Allí tengo

una cosa para darte. Cuando llegamos, las cabras se desparramaban por las verdes estribaciones

del arroyo y hacia el valle, señalando el rumbo de la acequia, los sauces coposos, desbordados por el verde claro, eran una gloria.

-Por aquí estaba-, dijo Mara observando cuidadosamente donde pisaban sus pies desnudos al apartarse de la senda. �La seguí con curiosidad.

-Aquí! Aquí está!-, gritó emocionada. Allí estaba la blanca flor del hachón y sin perder un segundo, sus dedos la

arrancaron con habilidad de entre las espinas y la dejaron en mi mano. -Te gusta?

-Mucho.� La fragancia de la lluvia me llenó el pecho. El día, la vida que me llegaba a raudales, así como esos caminillos que corrían llenos con el agua clarísima, estaba llegando a mi alma como un canto, con una fuerza vital que me hacía sentir flor, río, un pedazo mismo del cielo para siempre.

-No me dices nada?� Era cierto. Me había quedado mudo. Entré la mano al bolsillo del pantalón y saqué mi bolita de cristal, la �carcochita� de la que nunca me separaba, que era mi confidente, la que sabía de todos mis sueños, con la que me dormía en la mano apretándola bajo la almohada, contándole mis secretos.

-Ahora casi te perdí; pero no te voy a jugar más�- No, jamás hubiera soportado desprenderme de ella�

Allí la tenía en la mano; dudé todavía; hasta que por fin, la miré por última vez. Sus delicadas rayas azules contorneando su transparencia de agua, estaban casi borradas por los tincazos recibidos.

-Toma�-, se la alargué. -Me la das? -Sí� sí�- Se le encendieron las mejillas. Entonces escuchamos el llamado. Y de inmediato eché a correr. De nuevo,

todo lo que había sido mío empezó a quedar atrás: El hornito, en una rama seca, con sus dueños que alborotaban gozosos celebrando la lluvia, el árbol con la rama horizontal baja, en la que solíamos hacer una y mil pruebas, la playita de nuestros juegos, todo, todo.

Desde la punta primaveral de un gajo, me despedía con todos sus colores y bullanguería un viejo conocido.

-Adiós, querido pitojuán!-, le grité sin poder ocultar mi pena. Y otras voces seguían acompañándome y retazos de paisajes, de días y de

noches, en tanto avanzaba sobre el hilo de agua, pasaban increíblemente veloces por mi corazón. Oía voces suaves, desganadas, sufridas, amando, rezando, bendiciendo, disimulando humildemente pesares y dolores, me alcanzaba el rostro de don Tristán con su barbita blanca, una noche serena, los cascos de su mula golpeando en el patio de tosca, y luego, palabras dichas en voz baja, como rezos, que se perdían en el misterio de una noche larguísima; más allá, en otra noche sin gallos, la luna de verano llenando el patio y pintando la sombra de los algarrobos grandes y después, una guitarra suave, dulcísima, perdiendo maravillosas armonías que inútilmente he intentado recomponer.

Me seguían, Guadañín, orillando la tarde como siempre y dejando su canto raro, ininteligible, mi abuelita después, su rostro pulido, sus ojos bondadosos, su paciencia larga, su guapeza y sus cuentos a la hora de dormir. Y como si la viera en un espejo, allí, tendida junto a la acequia, la huerta de tía Delfina, un pequeño paraíso terrenal, un panal de fragancia donde maduraban todas las frutas, verde y rumoroso país de los pájaros a los que perseguía con el cristalino sonar de aquel cencerro.

Allí terminaba el sendero, lleno de agua fresca, en la que aún gozaban mis pies. Era el fin de una lluvia distinta, de una tarde como no volvería a haber otra, de unos aromas a lluvia, duraznos e hinojo, que allí quedarían en el tiempo.

Y la voz de Mara, presente, viva, alcanzándome todavía: -Volverás? -Cuántas veces pueda.

Tantas, como ahora en que el arco iris aquel me llena el corazón y su prisma de colores ilumina todas las cosas que en él están y tan encantadas como entonces.

EL VINO

-Porca, América!� La protesta sube desde los surcos polvorientos, desde el bautismo nuevo de las sendas, desde el estremecido retumbo del árbol que da con su vida violentamente contra el suelo.

Un cencerro vierte su nota musical, que es el alma misma de la tarde, cortando su última luz contra el filo de la sierra distante, y también de la lágrima materna nacida al sentir estrujado el seno por el figlio sin que baje a sus pezones la savia que le buscan mordiéndolos.

-Porca, América!� La tierra parece haber huido con el último cacique; les ha dado vuelta la cara, dejándoles sólo polvaderal, sequía y hambre.

-Gigi! Eh!� El grito pareciera levantarse desde el otro extremo del arco de la tierra; la mujer pisando sobre una desolación filosa de reverberante sol, mira avanzar la única cabra camino al sembrado.

-Cuesto, qué�?� La pregunta le nace a cada instante, cada vez que sus ojos miran esos cerros bajos, algún pájaro aventado como por mano secreta sobre la planicie azul, esas plantas mustias estacionadas en su crecimiento.

-Porco, maledetto!- Tiene que morderse los labios para que le duelan hasta la noche, así los siente en el momento de irse a dormir y entonces, sobreponiéndose al cansancio, reza y reza hasta borrar ese descreimiento que la persigue, debilitándola.

-Y el nonno?� El chiquilín cabeza de paja que acaba de regresar de alguna correría, no le da mayor importancia a la pregunta y continúa como una pititorra, entrando y saliendo de las estrechas habitaciones.

-Por ahí anda! Como perdido� viejo! No hace más que decir: eco� eco�!� y le remeda haciendo la cara fea, como la cosa más natural del mundo.

Pero Mariutti sabe, Mariutti sí, comprende. El viejo siente como nadie la desilusión, como en nadie ha clavado tan hondo ese dolor de ver que cada día las venas se han agitado inútilmente.

-Porca, América!� El estaba acostumbrado allá a un pasar modesto, a tener a mano el agua, a saber dónde iba a arrojar ciertas semillas para cosechar en abundancia, a tener un pequeña bodega con el vino más rico, para beber en cuanto su sed se lo pidiera. En cambio aquí� nada; sólo cruzar los días lastimándose las manos. Para qué? Qué daba esta tierra? Qué ayuda ese cielo? Ninguna. No quedaba más que mirar atrás y dejarse cubrir por una espesa niebla de nostalgia.

Era el abuelo el que más sufría. Cruzaba los días silencioso, cabizbajo, fastidiado por todo.

-Deca! Deca, oh�!� repetía protestándole a Gigi al verle quemando sus energías en esa tierra estéril, plagada de sequías y miserias.

-No ve? que no ve?� Y abría los brazos, encendido el rostro, con un brillo siniestro en los ojos, mirando cómo se morían las plantitas, o viéndolas desaparecer mordidas por la langosta.

-Espeta! Espeta�!- Gigi llevaba a dentro el filón de los estoicos, de los que saben golpear sin cansarse hasta que les abran. Y al sentimiento de tener que soportar todo lo que la tierra le negaba, debía añadir también la ira y el continuo descreimiento de su padre, que no le daba tregua. Era demasiado. Pero luchaba.

Temblorosa la barba blanca, nostalgioso al mirar, bajo la visera desgastada de la gorra, envolviéndose en las volutas de humo de su pipa siempre encendida, le rogaba.

-Piantemo di aquí, eh? Piantemo, hico�!-, casi le clamaba -Espeta� espeta�! -Allá si, Italia! Tierra, agua, cielo� bon vin!� y una lágrima se le escurría por

entre las arrugas. Claro que Gigi también la recordaba, pero no era el caso de regresar así.

Juntamente con muchos otros había llenado un buen día su bolsa con un montoncito de trapos, algunas herramientas y muchas, muchas ilusiones.

Y allí estaban, como clavados a la sed, en una tierra que vivía mintiéndoles, como puestos por la miseria entre la espada y la pared.

-No tendrá razón el nonno?� le preguntaba Mariutti en las noches cuando había añadido otra desazón más al ya largo rosario de cada día.

Gigi miraba a su gringa y le desconocía el rostro de manzana; estaba flaca, ennegrecida, y sólo en los ojos y en la voz reconocía a aquella hermosa ragazzina que se trajo de Italia, junto con el nonno, que no podía quedar solo allá.

-No� no� no, por Dios! Ya pasará esto! Tente, tente piano, quiere?�Las lágrimas humedecían el último remiendo que pegaba o caían sobre el cajón que hacía las veces de cuna del más pequeño. Porque eso si, Dios los bendecía con un hijo cada año.

La noche alta y profunda dejaba escapar raros sonidos que se entremezclaban con chillidos cortantes y lúgubres, quejumbrosos chapoteos de pájaros en el barrizal de las sombras.

-Porco! Cuándo?� También se desesperaba a veces; los senderitos entre el bosque intrincado se iban abriendo trabajosamente, pero a veces, cuando salía a buscar la noche para encajarle en sus grietas la amargura que lo desvelaba, le parecía que más allá, hacia donde fuera, las estrellas brillaban más. Por allí la tierra tendría que ser, seguramente, más buena.

-Má� qué! Ni yuyos, no ve, hico? Esperar, qué?� Siempre su padre con los brazos abiertos, los blancos cabellos desparramados por la desesperación, señalándole con los ojos descreídos, la verdad irrecusable.

Algún buey en último estado, un caballito, la cabra� Y para alimentarlos, sólo algún puñado de afrecho, alguna melizca y para ellos un pan duro que amasaban lejos, lejos, con salmuera de lágrimas.

Dos años se secó el maíz, otros tantos los porotos, todo, todo. Al tercero parecía que Dios sentía piedad mirando tanta miseria y empezaba a escucharlos. Hubo lluvias, los vientos no fueron borrascosos, la tierra india demostraba saber florecer.

-Bonito el maíz! Bonito� por fin!

Todo era una pintura, un solo colorido paisaje. Y los gringos se pasaban la esperanza de unos a otros, y el canto viejo, el canto con nostalgias de la tierra lejana, se alzaba emocionado, profundo, como si la tierra misma estuviera cantando:

�Vaya a trabajar la tierra, a trabajarla con los bueyes��

Y luego las risas rodaban por los senderos, aladas, como flores que hubieran aprendido a escaparse por el aire.

-Coesta volta� coesta volta�!� Y reían y cantaban. Gigi menea la cabeza. Le parece mentira. Aquella vez ordenaban ya las

cuentas que iban a pagar, las herramientas que comprarían, la ropa para las criaturas que andaban poco menos que envueltas en harapos.

Por su fuerte complexión ósea siente avanzar reptante el mismo hilo de sombra que se adueñó de su ser cuando vio, entonces, poco antes de mediodía, una nube oscura levantándose en el horizonte, que enseguida cubría por entero el sol.

-Langosta! -Eh! Langosta!� El cielo tordo. Y una chispa de esperanza primero de que

aquello pasara y nada más que el afán, de salvar por lo menos algunas plantitas queridas.

-Mariutti! Con las sábanas!� A la tarde todo era esqueleto, invierno nauseabundo. Ni sábanas!

-Porco! Porco!� El viejo maldecía en medio de su desesperación. -Mariutti! No importa! Ya verá!� En el corazón de la noche los sollozos de

ella seguían quebrando racimos de sueños. -No ve, hico? No ve?� Tenía que hacer un gran esfuerzo para soportar al

viejo que lo culpaba de todo, encima. Gigi, mirando a los hijos inocentes que se revolvían en la cama sin poder

conciliar un sueño profundo, no podía hacerse el ignorante. Sólo haciendo rechinar los dientes lograba despedazar las palabras que lo envenenaban.

-Si� piano, piano� espeta, vieco, espeta!� El no podía dudar ya. Sentía el calor bueno de la tierra que pisaba, y que cada semilla que sus manos iban arrojando, mordían su palma dulcemente como prometiéndole gratitud.

Gigi, con el sombrero un poco tirado para atrás, va por otras sendas, con el fresco de la tarde, tinaja llena de cantos el corazón, riendo porque sí.

-Ni una viña! Tierra porca!� Lo alcanza otra vez el recuerdo del viejo siempre protestón, con sus labios finos secos, añorando.

-Allá�! Allá, cuando no las hortalizas, eran las viñas, el vino después, el canto, la alegría, las monedas tintineantes, la vida�

-Tierra bruta, huera, ésta! No ve, hico? Sin embargo, Gigi, la quería ya. Por qué no podía dar, por qué no iba a

poder alzarse un día, verde, purísimamente verde, a la altura de una viña? Diez sarmientos le llegaron un día de la tierra distante. Se quedó con la

mitad, y el resto lo repartió entre sus amigos. -Bah, bah!� Chupando la pipa, paseando su fastidio con las manos cruzadas

atrás, se burlaba el nonno. -Allá� allá, así� Acá no� no capiche, hico?- Y parecía cierto. La sed, las

hormigas, el sol, todo. Las de los amigos, murieron. De las suyas una sola pasó el verano y allá por diciembre empezó a tomarle gusto al cielo.

-No, no�!- Meneaba la cabeza el viejo -Allá, allá, sí!- Y se le llenaban las verdes pupilas de vides y racimos y los labios de la flor de los lagares.

Gigi cruza la tarde sobre el campo oloroso; por lo menos ha habido buena cosecha de zapallos, que aroman gratamente el aire. Una tarde que no tiene ya las costas orilladas de miedo, que se fue limpiando de bosques, que conoce la lengua dulce del agua al modular canciones en los saltos de piedra. Pero algo más llena de gozo el corazón de Gigi. Racimos, no muchos, pero legítimos racimos de sus sufrida planta, que se decidió a vivir en una tierra extraña. Ese otoño, tras larga lucha con los pajaritos y con los niños, llenó sus manos con los racimos; y no cedió a la tentación de comerlos, sino que se propuso demostrar que también aquí podía prepararse un vino como aquel que vivía añorando su padre. Y los estrujó en sus manos, limpia, amorosamente, ocultó con cuidado el jugo y dejó que el tiempo madurara sobre el mosto. Una botella había alcanzado a llenar, una botella a la que dejó bien guardada para abrir un día, un día que él iba a elegir y que había llegado, que era precisamente ese que se extendía ya sobre el horizonte afilado de cerros.

-Ahora todos verán� probarán y sabrán. Ahora�!- Es contagiosa su alegría, como si todo el contenido de la botella estuviera en su espíritu.

-Si la tierra no quiere dar otra cosa, esto si ha de dar. Y cómo! Algún zorro hambriento lo sigue desde lejos, comiéndole el olor de los pasos.

Sigue; pasando una montañita de renuevos, su ranchito lo está esperando vestido de luz.

-Mariutti� y?- En el rostro se conoce que la mujer ha trajinado mucho, pero está bien lavada y peinada y luce el vestido de Italia.

-Ya está todo.- Sonríe también. La pieza limpia, los bancos en orden, la mesa con el mantel y los vasos, todo

está como para que lleguen los invitados. La lámpara, pendiendo del techo, da la claridad precisa.

-Vendrán? -Todos- Y ríe satisfecho, iluminados los ojos por la felicidad. El abuelo, sentado en un rincón semioscuro, con la mano en la mandíbula,

chupa su vieja pipa. -Tuto vendrá?- -Tuto� ¡Ya verás� vino, vino como el de allá! -Bah! Nunca�!- Allá por las hondas comisuras pareciera deslizársele una

contenida amargura pronta a estallar con violencia. -Está la botella, Mariutti? -Está�- La cara le esplende como una luna llena. -A verla?- Quiere estar plenamente seguro. -Oh, signorino desconfiato!- Y va al baúl donde la guarda escondida en un

rinconcito, entre todas las cosas que juzga valiosas. -Eh, eh�- grita feliz cuando ella la hace brillar a la luz. -A portarse

enseguida, comadre!-, añade riendo ruidosamente. -Qué olorcito tiene!- La mujer le pega la nariz a la tapa. -No, Mariutti ¡No le robes el olor! Ni eso. -Bah, bah! Nunca como allá� allá sí, bon vin�! Ah, qué bicheles!- Desde su

rincón, en medio de sombras, el nonno deja oír sus palabras de siempre. -Veremos� ya veremos! Guarda, Mariutti.- Ella se apresura a depositarla de

nuevo en su lugar. -Cuando esta tierra empiece a llenarse de viñas�

-Nunca� nunca será como allá!- Una bocanada de su fuerte humo, le esconde la boca al viejo, torcida de amenazas.

-Ay�!- Todos quedan en suspenso por un instante y luego, la risa de ella los vuelve a la realidad.

-Qué pasó? -Casi se me escapa. -Ah Mariutti!- Gigi la mira largamente y se rasca la cabeza juguetón. -Estoy nerviosa� como una niña. -Contenta, dirás- La observa; por primera vez desde que vinieron mira

aletearle en los ojos la alegría. -Ya vienen!- gritan los chicos desde afuera. Gigi se asoma. Es cierto. Por sobre las primeras sombras de la noche, se

aproxima la jarana. Vienen avasallando con todo, como si fuese ya seguro que nunca más el hambre les lamerá los rostros.

-A ver, Gigi! -Vamos, Gigi! -Tu bon vin!- Cascabelea la alegría, retumba en la habitación, refucila en los

ojos. Los niños de la casa se miran satisfechos, asombrados por la gracia y la picardía sana de esos hombres grandes, como pocas veces ellos han visto. El nonno se ha quedado apoyado en el marco de la puerta con un pie adentro y otro afuera, como si estuviera por partir.

-Venga, nonno! -Venga, venga!- Lo obligan a acercarse a la mesa y quedan todos

rodeándola. La lámpara ilumina el cuadro de la felicidad. -Aunque sea un traguito, Gigi! Porca, América! -Mariutti, trae!- le solicita a su mujer. -No, todavía no. Vamos a cantar, tuto fratello, tuto por el bon vin de Gigi. Y cantan a todo pulmón, alegres como, criaturas, relucientes los ojos. -Oh, Italia! Italia querida!- Con gritos y aplausos festejan la canzoneta. -Ahora sí, Mariutti! - la mujer obedece, ahuecada por la emoción y va en

busca de lo pedido, secándose los ojos; no tarda en regresar. -Trae, Mariutti. - El nonno, como si hubiese recuperado todos los años que

se le han ido, alarga la mano y recibe la botella. -EL nonno! El nonno! -Qué él la descorche! Biene! Bien�! - Aplauden festejando. Los ojos cansados miran amorosamente la botella que invita con su

contenido transparente. -Qué sed abuelo! -Eco! Eco! - Ríe. Los largos bigotes blancos le circuyen como espuma su

sonrisa. Las manos viejas introducen con dificultad el tirabuzón. Ansiosos, los demás lo contemplan. En cada mano, el vaso vacío, es un signo de impaciente espera.

-Forte� forte, nonno�! -Eco! -Y da el tirón esperado. Es el gran momento. Es una ansiedad entera

la que descorcha. Pero� la llama de la lámpara también se sacude junto con el cuerpo de todos los que observan.

-Eh! -Nonno�! - Allí está el viejo, tras dejar golpear la botella contra el borde de

la mesa, con el gollete en la mano, mirándolos estupefactos con su vieja sonrisa dolorosa.

-Porco! -Cómo! -No importa. Ese poquito! - grita uno y ávidas sus manos se tienden para

salvar el líquido que ha quedado en la parte inferior de la botella y de inmediato, lo reparte sin cumplidos.

-Ah, qué rico! - dice haciendo chasquear la lengua. -Qué paladar! -Por lo menos al olor lo tomamos todos. Ah, qué bueno! - Y entrecerrando

los ojos los demás lo aspiran con deleite. -Rico! Rico! - manifiestan. Un poco más atrás, abochornado, ha quedado el viejo. -No importa, nonno! - Mariutti, con los ojos mojados, se le acerca y lo abraza

intentando reanimarlo. El baja los ojos como para ocultar su vergüenza. -Pruebe este traguito, nonno - Le alcanzan un dedalito al que bebe sin

hesitar. Lo paladea entrecerrando los ojos. -Qué tal? -Qué tal, nonno? - Todos quedan en suspenso, pendientes de su respuesta.

El es el hombre que sabe. El es el entendido. Pero pasan los segundos y calla. Calla.

-Diga algo, nonno. No se quede así! -Rico, no? .Ma� qué�! - Allí se planta. Si fuera a hablar les diría que sin el buen poco

de agua que volcó en la botella para disimular los poquitos que se fue bebiendo a escondidas, ese vino es verdaderamente exquisito. Pero continúa con los ojos borrosos, encogido, conteniéndose en lucha tremenda. Le cuesta declararse vencido.

-Y� nonno? -Rico? -Eco�! Eco�! - estalla sinceramente, por fin. Lo ha derrotado la tierra

nueva. Y ríe, renovada su risa vieja, sin importarle nada ya de haber tenido que dar el brazo a torcer. Todos los ojos alargan hacia el futuro tenues guías prolongadas en sueños de viñas. Y el corazón se siente lagar para la cristalería de cantos nuevos que vendrán.

El futuro de Colonia Caroya está echado.

CRIAU DI�AGÜELA

Apenas si ha alcanzado a despuntar un sueñito, cuando ya el muchacho se le ha hecho humo. Inútilmente lo ha buscado por el ramadón y sus gritos han caído como pedradas en el huerto. No está. El día resplandece como un espejo a esa hora de la siesta. Y quema. Los árboles bostezan su desaliento, y en el silencio eterno que se acumula sobre las cosas, tan sólo unos moscardones zumban en la pared o carcomen pacientemente las gruesas varas del techo.

La anciana, acalorada, se sienta en la silla baja de cuero y empieza a ganar tiempo haciéndose las trenzas moras. Por lo bajo rezonga como siempre: -Ande si�habrá ganau! Y tan luego a esta hora! Qué muchacho! -Los ojos, achicados por el fuerte resplandor, se le van afuera. La preocupación va ganándole más y más el corazón.

-Nu�hay freno que lo sujete ya! Por atrás del rancho retumban de pronto unos pasos. Contiene la respiración

para escuchar con mayor claridad. El rostro arrugado como una pasa, se le enciende como si al lado tuviera una fogata. Pero no llega nadie. El pausado golpear ha callado repentinamente. No será él, entonces? Y entonces, quién? Todavía tiene tiempo de aumentar el fuego de su rabieta y suelta el grito: -Gualberto! - Sabe sacar un tiple que hasta la cabra más distante lo oye y se descuelga temblando desde el pedregal. -No decía? -Los pasos se acercan: ya están ahí. La figura alta y desgarbada del muchacho al recortarse en la puerta, echa sombra en el poquito de luz del rancho.

-Agüela? - Ahí está, con la cabeza gacha, haciendo girar entre los dedos el sombrero de copa puntuda. No es un niño, es un muchacho de gruesas cejas, piel curtida por los soles y cabello duro, liso.

-Tan humildoso que viene. P�ande anduvo, si puede saberse? -Ahicito nomás, agüela. - La voz es floja, le nace de arribita, no está

asentada en sus caracuses de hombre, por eso tiembla. -Segurito que ya ha andau haciendo un estropicio! - La sentencia es tajante y

además, le hunde los ojos hasta el pecho al muchacho, que empieza a perder el color.

-Agüela, si ahí nomás estuve, no le digo? -Bienhaiga, si lo conozco m�hijo! Cuando me viene así, flojo �e voz y se

queda con la cabeza gacha, hecho un zorro, ya sé qu�al laito nomás �ta la falta. -Agüela, no le digo? - Su sobresalto es grande; resopla acalorado y los ojos

chiquitos, duros, miran hacia un lado y otro. -Qu�en caso lo conozco di�un día? Qu�en caso no me lo dejó su mama aquí,

de meses? Y entó? -No hi hecho nada, agora, agüela� - sostiene inclinando la cabeza. -Veintiaños! Y la vieja ha subiu altos pedregones y ha cáido a bajos

espinudos, todo pa� sacarlo un hombre derecho, pero nu�hay caso: siempre es el mismo. Tienen razón� criau di�agüela, le dicen y eso es pa�ofenderme-, agrega bajando la voz con amargura. -Pero tienen razón, cómo no, tienen toda la razón del mundo� y sigue como en una letanía con su voz gruesa, baja.

-Agüela, si no� -Tenía razón el finaito, su agüelito qu�en la gloria sea, cuando me decía,

devolvé ese niño, devolvelo, tiene falsiada la cabeza y te va a sacar canas verdes� cabal, no ve?

-Si yo no� -Deje �e meter su cuchara puerca! Ta hablando su agüela, oye? - Al

enaltarse en la silla, un aire digno y antiguo la rodea. Es entonces cuando pareciera se le van aguas abajo unos cuantos años de esos que ya la vienen doblando.

-Pero cómo lu�iba a devolver si era ya como un pedacito mío? Devolvelo, ha naciu muy torciu ese niño y yo dele que no y no. Creí que con el amor que le daba lu�iba a enderezar. Y a más, quién m�iba a dar compañía? Pero ya �está bien visto. Usté nu�es más que un criau di�agüela. Cuando chico, hacía una

picardía y se ganaba entre los pliegues de mi falda. Ya �estaba perdonau. Ahura �e grande, se gana en mi sentimiento. Abuso! Si, es eso, criau di�agüela!

-Me dicen de malos que son , si yo� Y siguen sus manos callosas haciendo girar el sombrero.

-Sí, sí, santo! Pero m�hijo, si�ande usté pasa es como s�hiciera una cruzada el �pájaro�, algún daño li�ha de hacer a las cluecas! No se le entró, acaso, al frutal �e ño Nicomedes y le caló cinco sandías �e las mejores? Y el estropicio en las guertas? Mentiras, ah, mentiras? �Jue el Roque. -El Roque! Otro mosca muerta! No jué el Roque el que le puso a mi

compadre Nacianzeno, cuando si�había entreteniu en el boliche, un sartal de chunchulas que le colgaban del apero y por lo que casi lo comen los perros que lu�iban siguiendo. No jué el Roque el que en el boliche le cambió en la alforja el queso qui�había comprau pa� la Juana por un ataito bien ceñido �e retacas �e vaca! Ese no jué el Roque, no? - Sigue el muchacho con la vista baja haciendo sonar �las narices� de vez en vez. Los moscardones, arriba, en cada interrupción, dejan oír su taladreo sin pausas.

-Quién va a decir así, viéndolo tan humildoso, que sea un criau di�agüela! Nadie, pues; peru�estas canas me las ha sacau usté y ningún otro.

-Eso, cuando yo era chico, agüela. -Qué consuelo, no ven? Ahora �e grande, pior. No jué pa� l�última junción,

cuando iban pasando la Virgen qui�usté le tiró una gruesa �e cuetes al potro �e Romildo, que lu�andaba redomoniando? Usté no jué a los peñascales a ayudarlo a traer al pobre!

Agüela es que� -Nada, usté es un gran embrollón, esu�es todo. Si no juera que las juerzas no

me dan, todavía con el chicote cola �e víbora lu�iba a enderezar. -Mira la pared de donde cuelga el látigo de fina trenza, rematada en aguda cola, que lo hace parecerse a una víbora.

-� y a más, qui�usté se me vino muy alto�-, se confiesa vencida. -Agüela, déjeme echar una razón, siquiera. -Razón? Y qué maduras razones puede echar un mozo qu�es mozo y hace

cosas �e chico? Ande �estuvo eso quiero que me diga! -Sí eso le quiero contar, agüela, pues! -Y qui�hace que no canta di�una vez, cuando ha siu más hablador que loro �e

vieja! Ahí �ta muy de cumpliu! -Resulta que� agüela, p�arriba, cuando iba con los burros a bajar fruta�

allá� -En lo de Ramoncito� - Al muchacho se le anima un poco el rostro y sonríe

levemente. -Esu es, agüela� y sabe? L�hi visto a la Carmencita� -Qué, ya anda mirando mozas? Diga! - Los ojos viejos se agrandan como si

acabaran de ver al diablo. -Yo no, agüela, ella me miraba a mí� me miraba así, como debe mirar la

reinita del bosque a su pareja cuando anda eligiendo pa� formar su nido. No vio esos casalitos, agüela?

-Casalitos? - Los ojos le relampaguean y cuando los aparta de la figura del muchacho, que allí está, con su blusa descolorida y su bombacha vieja, es para mirar el �cola de víbora�. Siente el brazo cargado de energía.

-Usté� usté por formar casalito?

-Sí, agüela y por eso yo quería qui�usté juese ahora a pedir la mano �e la Carmencita.

-La mano? - Se le sacuden las trenzas como movidas por una descarga eléctrica. Se le frunce la boca y parece que ya va a estallar, por tanta insolencia. -Ah, se tiene qu�enderezar muy mucho todavía pa� que yo me moleste en pedir la mano di�una moza pa� usté.

-Qué lástima, agüela - Retuerce con más furia el sombrero desteñido. -Lástima qué! - Lo está fusilando con la mirada. -Que no lo supe antes� yo pensé que sería gustosa. -Gustosa? - Va de asombro en asombro. -Sí, porque juí a la siesta a cumplir con lo que tenía ya hablau. -Hablau? Qué, niño! -Que iba ir a buscarla, porque se quería venir conmigo, y ya la traje. -Jesús! - No duda de que es verdad. Esa misma sensación que está

sintiendo de que el mundo se viene abajo, la ha sentido toda vez que su nieto ha hecho una de las suyas. Es un fuego que siente en el estómago y que le sube abrasándole la cara. -Qui�ha hecho, diga!

-Y cumplí con la palabra� la traje. Ahí �ta en el ramadón esperando. -Cómo hizo eso! - Los brazos se le aflojan a la anciana. Y como ve que ha

quedado sin defensa, se ceba, contento: -Se la traje pa� que la acompañe y no esté tan sola-, agrega meloso al tiempo que se acerca y le rodea el cuello con sus brazos largos. A ella se le desprende una lágrima difícil de contener.

-Carmen! - Sale a pasos largos llamando el muchacho. Sabe ya que la partida está ganada.

La serranita donosa, humilde, se acerca a pasos lentos. -Güenas� -Balancean suavemente las manos enlazadas y allí se quedan

sin respirar, esperando el fallo. Al frente está la anciana, duras las comisuras, fijos los ojos en la pareja, sin decir palabra.

-Agüela� sea güenita-, le pide el muchacho mirándola con ese modo que él sabe la abuela no ha podido resistir jamás. Y así sucede. De pronto da tres pasos y se les cuelga del cuello y une su cara vieja a la fragante de vida de los jóvenes.

-Hijos! - A ellos no les cabe el corazón en el pecho de contentos. No dice nada más la anciana; se seca las lágrimas y entre suaves sollozos,

recoge el chalcito que está sobre la cama, se cubre la cabeza y sale al patio lleno de luz reverberante. Aspira el aire lleno de zumos cálidos. Unas mariposas blancas juguetean entre la azulidad del aire. Como un cascabel de niño, la risa se le va para adentro.

-Qué muchacho! Criau di�agüela, al fin! Lejos, en lo alto de la verde loma, se ven los álamos de la casa de

Carmencita.

LA TRAMOYA

Habíamos dejado atrás la hermosa quebrada, rica en pastos naturales y agua manantía. El sol se alejaba hacia el poniente y la sierra lucía esplendorosa sus tintes azulados. Veníamos en silencio; tan sólo el paso de las cabalgaduras se dejaba escuchar; dos o tres veces intenté iniciar el diálogo, pero el viejo que me acompañaba me había respondido tan sólo con monosílabos.

Muy de paso había oído contar que la hermosa propiedad que atravesábamos había sido de su pertenecía en un tiempo; de ahí que viniera pensando que ese mutismo suyo pudiera obedecer al peso de tantos recuerdos que lo traerían conmovido.

Acabábamos de transponerla cuando, deteniendo su cabalgadura, me dijo: -No quiere que demos un resuellito a los animales? Detuve mi caballo de inmediato al lado de un tala corpulento. El viejo

desmontó también; tenía los ojos lacrimosos y una emoción profunda parecía dominarlo.

-Viera usté lo que tengo que sufrir cada vez que paso por aquí! No sabía usté que todo esto jué de mi pertenencia? - Le respondí con vaguedad. El, como tratando de ganar tiempo para serenarse, le aflojó la cincha a su caballo.

-Esta hermosa propiedad qui�ha visto, jué mía y la tenía llena de sembrados y de animales que daba gusto ver; vivíamos en l�abundancia, y como eso nu�es todo, éramos también muy felices; que más podíamos pedir? Pero� cómo es la vida�!

Miré su blusa pobre y desteñida, su rostro flaco, avejentado por los sufrimientos, y recordando la pobreza del rancho en que vivía y su conmovedora soledad, quedé en suspenso.

-Baje un cojinillo y sientesé, si gusta, que le voy a contar de qué manera vine a quedar así, como usté m�está viendo.

Obedecí; a lo lejos los zorzales se embriagaban con sus propios trinos; un airecillo serrano jugueteaba despeinando el penacho blanco de mi compañero.

-Vivíamos en esa casa qui�usté vio al pasar, con mi mujer y diez hijos. Ya le dije que no nos faltaba nada. Pero perdone, sí, teníamos un motivo de sufrimiento; uno de los muchachos había naciu sordomudo; pero era tan entendido, tan bueno y respetuoso que a todos nos robaba el corazón� Era locura el cariño que sentía por su madre; hubiera visto usté cómo se afligía cuando la veía enferma o contrariada por algo! Angel se llamaba. -En ese tiempo -continuó diciendo- pa� la caza del lion y otros bichos dañinos tenía varias armas largas y ninguno había aprendido a manejarlas tan bien como m�hijo, como Ángel. Qué puntería! L�hubiera visto usté bajar águilas en la cumbre! Y no paraba en eso su habilidad. Era güen pialador y jinete como ninguno, ya le digo! Jué pa� ese tiempo que vino a vivir al sur de nuestra propiedá un vecino que se vino rico de la noche a la mañana. Decían qui�andaba en tratos con un �ave negra�, tipo pueblero muy listo y lleno de embrollos, al que no le faltaban zonzos pa� desplumar. - Hizo una pausa en el relato; me miró y sonrió con amargura; empezaba a comprender su dolor, toda esa pena que adivinaba en cada una de sus palabras.

-Una mañana -continuó- ya iba a salir cerro arriba a campiar unos animalitos, cuando oí que me decía la vieja: -Atienda, se mi�hace qu�estan hachando p�al bajo. Era cierto; un golpear de hachas se oía; no perdí tiempo y montando ahí nomás, le pegué al galope a ver que era lo que pasaba. Ese monte del bajo, bien sabían todos, nadie podía tocarlo; yo lo tenía por sagrado y por eso

mientras me acercaba, crecía mi rabia pensando que un don Juan de ajuera me viniera a pisotiar lo que yo respetaba y hacía respetar.

Desde lejos ya vi que cuatro individuos estaban hachando mis árboles y cercando al mismo tiempo con mucha prisa en mi propio campo, se da cuenta? Eche un vistazo y me volví sin llegar; ciego �e rabia volví a las casas en busca de alguna arma; les conté sin perder tiempo lo que había visto y todos los muchachos dispusieron acompañarme; eran cuatro y cargando sus armas salimos a averiguar quienes eran los intrusos y porque estaban ahí. Llegamos en un soplo; hice quedar en un reparo del monte a mis hijos y yo me adelanté. Entonces vi que al frente �e los hacheros estaba mi vecino dándoles órdenes.

-Por orden de quien �tan haciendo este cerco?-. Les grité mientras caminaba hasta el lugar donde ellos estaban.

-Por la mía, don-, me contestó secamente mi vecino, parado frente a sus peones que habían dejado el trabajo parea mirar lo que pasaba.

-Me va a hacer el servicio de salir ya mismo di�aquí - le dije con fuerza. Una sonrisa de burla se pintó en la cara de aquel pícaro. Era hombre joven

todavía, grandote y juerte, por eso se me quiso insolentar. -Y que piensa hacerse respetar usté? - me dijo mirándome con insolencia -

Yo no estaba pa� desafíos. -Sí, señor-, le contesté -Y ya mismo me deja libre el campo! - No había

terminau �e decir, cuando vi que los hacheros corrían a esconderse tras unos algarrobos grandes que había, en tanto mi vecino hacía lo mismo tras el anca de su caballo. Adivinando lo que estaba por ocurrir, me di vuelta como picau por una víbora hacia donde habían quedau los muchachos. Qué julepe! Lo primero que vi fue a Angel que les apuntaba ya con la carabina, al tiempo que les gritaba en su lengua más confusa todavía por la rabia: -Juera, guachos! Juera �e campo! - Yo sabía bien de lo qu�era capaz cuando alguien de ajuera nos ofendía o quería hacernos daño, por eso, sin pensarlo dos veces, me crucé adelante levantando los brazos y a señas pude hacerle entender que bajara la carabina. No sabe Ud. a lo que mi�había expuesto! Nadie dijo esta boca es mía; haciéndose los desentendidos, di�uno por uno jueron dejando la propiedá.

Ya estará pensando que ahí terminó el cuento, pero no� ya verá� -Se pasó las manos de piel dura y rugosa por la cara, como si quisiera quitarse esa máscara de años que le ensombrecía el recuerdo y luego de alargarme la tabaquera, continuó diciendo: -No me demoré en casa más qu�el tiempo necesario pa� cambiarme �e ropa y me juí a Larca a poner la denuncia. El comisario, qu�era un güen zorro, me atendió mejor que nunca y se puso a hablarme de güeyes perdidos, cosa que me llamó l�atención, pero al fin me dije, debe ser qu�el hombre �ta con la güena y nada más. Quedamos en que lo notificaría a mi vecino y risita va y risita viene, cuando acordé mi�había demorau más de la cuenta. Ya verá usté la cama que mi�habían tendido! Cuando al tranco de mi caballo volvía a casa pensando en todo aquello, se me cruzó en el camino un vecino que m�hizo una pregunta que me dejó helau: -No sabís p�ande va la policía a toda juria p�al lau �e tu casa? - Me dio como un golpe el corazón y le clavé las espuelitas al cebruno dudando si llegaría a tiempo. Acababa de maliciar todo. Pero jué inútil. Por más guasca que le di, lo mismo llegué tarde. Por mi hija Jesús supe después cómo habían sucedido las cosas. Acababan de sentarse a la mesa a l�hora �el almuerzo, bajo esos nogales que todavía están en el patio y qu�era lugar pa� todas las reuniones familiares, cuando di� un repente, a todo galope, rayó la patrulla en la puerta �e calle. Mire

cómo vinieron a suceder las cosas! El sinvergüenza aquel mi�había ganau de mano en hacer la denuncia y di� acuerdo con el comisario, los milicos iban p�arriar con todos mis muchachos y conmigo a donde me toparan. Y a m� ni palabra que me dijo!

Como le digo, al verlos llegar, salió m�hijo Juan, mansamente, como hombre de trabajo que era a ver qué sucedía; si él no tenía nada que temer, por el contrario y pa� esto que me lo recibieron con el grito de: Dése preso! �No se resistió, pa�qué! Mi vieja, con los ojos enormementes abiertos, me contaba Jesús, con el corazón que se le volaba, no atinaba a nada; todos habían quedau como mudos y paralíticos; el único que les tomó el tiempo jué Angel. Se ganó disimuladamente pa� la cocina, di�ahí pasó a una pieza que tenía una ventana que daba al patio y en una d�esas, cuando la milicada se disponía a arriar a todos como si jueran bandidos, Angel, ya con el arma montada, les pegó el grito desde la ventana: -Juera Juera, guachos! - Como un solo hombre todos se dieron vuelta y al ver aquello se quedaron del color de la cera! Señorcito mío, si nu�era pa�juguete ver a aquel muchacho con la cara encendida como una brasa por la rabia! Jesús comprendió bien lo qu�estaba por pasar y ahí nomás a señas y pa� que no si' arrebatara, le daba a entender que dejara el arma, porque la mamá se podía morir. El entendía todito y ya le dije que nada había en el mundo que quisiera más que a su madre. Lo convenció al fin la Jesús y todos lo vieron bajar el arma y quedarse ahí, afirmado, con los brazos cruzados, brillándole de rabia los ojos; les volvió el alma al cuerpo a los milicos y como los muchachos eran tan humildes, la vieron linda pa�seguirla y entonces sacaron las esposas y empezaron a engrillarlos, como si se tratara de criminales. Mi vieja, qui�a todo esto si�había venido haciendo la dura pa� no gritar, qu�estaba aguantando por demás, ya porque era floja �el corazón, al ver aquel atropellado no pudo con un sofocón y cayó como una lonja al suelo. Pegó un grito m�hija Jesús y corrió a socorrerla, pero ya la desgracia estaba encima.

De nuevo hizo otra pausa mi acompañante; la noche empezaba a rodearnos con su sombra silenciosa. Luego, con voz más apagada, como si hubiera restablecido fuerzas, continuó: -Cómo no himos de lamentarnos de tener que pasar a veces por este mundo desencontrado con todas las cosas, si no somos más que figuritas en manos de alguien que nos hace ir y venir a su entera voluntá? Yo pude haber llegau a casa un poco antes, los policías no podían haber usado los grillos porque sabían bien que nu�eramos personas di�hacer mal, pudieron haber desarmado a Angel, en fin, muchas cosas pudieron haber sucedido de otra manera y esta historia no la hubiera tenido que contar jamás. Pero se ve que todo estaba dispuesto así y así nomás tuvo que ser. Angel, como l�iba diciendo, había quedau empacau junto a la ventana mirando el cuadro aquel sin saber qué hacer. Era un muchachito pichón todavía y pa� él nada resultaría comprensible de todo ese aparato que veía! Pero cuando vio caer a su madre, ya todo debe haber sido muy claro; sin duda pensó que a su madre, esa madre a la que él siempre besaba hasta cansarse y con la que jugaba como si juese un niño, tal vez pensó, digo, qui�había sido muerta por aquella gente extraña que había llegau a pisotearlo todo. Y que podía hacer él? Sin saber cómo pedir razones, sin necesitarlas tampoco ya, alzó la carabina y en un segundo la bala jué a dar donde él había apuntado. Al llegar poco después, �taba el muerto en la patio y de los otros milicos no había ni rastro. Y ahí empezó el peregrinaje. Jui con los muchachos al pueblo y nos entregamos. Yo mismo entregué a mi pobre Angel, señor, yo lo llevé porque pensaba que los

hombres sabrían comprender lo que le cuento y harían pronta justicia! Pero no, no quisieron entender nada d�esto y me lo mandaron a que se pudriera en una cárcel de la ciudá. Cómo! Si el pobrecito nu�era pa� eso! A él le gustaba el campo, la libertá y sólo era feliz y podía pasar por la vida cargando su desgracia, allí en su casa, al lau�e su madrecita querida! Cómo iba a poder vivir entre cuatro estrechas paredes? No� no�! - Débilmente me llegaron sus últimas palabras. La emoción lo sofocaba. Luego en voz muy baja, agregó: -Al poco tiempo entregó allá su alma al Señor, sin que pudiera recibir ni siquiera el último beso de su madrecita! Y el juicio siguió adelante y la cadena �e tramoyas también. Ya todo s�estaba desmoronando. Y ya ve, anduvo el tiempo y me quedé a sufrir, solo en mi rancho, qu�es l�unico que me queda, esperando la justicia �e Dios qu�es la más alta y verdadera�.

La noche nos había tapado. De cada árbol, de las claras estrellas que nos iluminaban, se levantaba el recuerdo de Angel y de su calvario.

UN DESCONOCIDO No sin dificultades vadeó el arroyo y por la costa escarpada trepó a la última

mesilla. Los mismos algarrobos raquíticos, los mismos espinillos y hualanes parecieron salir a recibirlo. No lejos divisó la alameda que penduleaba contra el murallón grisácea del cerro. Más acá la hondonada del otro arroyo que atravesaba el huerto de su casa y de pronto, subiendo apenas, el rancho, su rancho. Y otra vez el recuerdo de siempre le salió al encuentro.

-No se demore, m�hijo. Arrie los güeyes qui�andan cerca �El Mogotito�. -Y él, hosco, levantando por primera vez la voz a su padre, que se encorvaba ya al peso de los años, dándole la respuesta cerrada, tajante: -No hi d�ir nada, sabe?

-Que n�oye que lo mando? - No oía nada; estaba con rabia aquel día; odiaba todo lo de su casa, todo lo del valle. Estaba cansado de esa vida y desde que le dieron la �papeleta� cada día que pasaba eran más grandes sus deseos de echarse a volar a donde fuera.

El padre acostumbrado a que le obedecieran, se le acercó. -Que no l�hi dicho que vaya a buscar los bueyes? Qui�hace que no sale? - Ni

contestó. Estaba duro como un palo. Luego, impelido por la rabia, agachó la cabeza y salió; pero no a buscar los bueyes. Caminó y caminó atragantándose con esa rabia, con ese resentimiento contra todo el mundo que lo dominaba.

-No� esto si�acabó ya� Hasta cuándo voy a ser el mismo zonzo�! Ya van a saber quien es Anselmo. Por mucho tiempo lu�han de llorar!

Aquél día anduvo y anduvo, caliente la cabeza, sin un cobre en el bolsillo, sin más capital que sus dieciocho años dispuesto a todo.

Al año, sin saber cómo, se encontró trabajando en la provincia de Córdoba. Quería ganar muchos pesos, no para volver, porque todavía quedaban en su alma resquemores que no sabía explicar, sino para llevar una vida mejor. Cuando el recuerdo le plañía añoranzas, le pegaba un sofrenón desde adentro al corazón y todo seguía como antes. No, regresar allá sería para lo de siempre,

trabajar mucho, no poder divertirse nunca, verse siempre encerrado por las sierras. Y de nuevo, ante ese pensamiento, se echaba sobre el surco o se aseguraba mejor la maleta para seguir juntando las espigas que le herían las manos y que tan lindas se daban en esa pampa sin fin. No le iba mal desde que había llegado a esa chacra de Laborde. El patrón lo quería y estaba contento.

-No te gusta ese pedacito?-, le preguntó un día -Aralo si te parece, ocupá la casita, no es mala� y caben dos. Yo tengo buena mano para hacer de padrino; te lo digo por si llego a hacerte falta.

Era linda la casita y él, en poco tiempo, la dejo mucho mejor. Compañera? Vaya� a lo mejor, claro, esa son cosas que no se disponen en un abrir y cerrar de ojos. Dos años cosechó muy lindo; en otro no le fue tan bien, pero no era para quejarse. Preparó de nuevo las parcelas. Gozaba con el olor húmedo de los terrones que los discos brillantes iban dando vueltas. Las yuntas tiraban parejas y con un silbo nada más, se iban, y tras ellas quedaba una siembra que no era sólo de esperanzas; pero también, en esos momentos, cuando no eran más que él, el cielo y la pampa, perdido en ese infinito de soledades y distancias , volvían los recuerdos distantes de una región colorida, perdida entre valles y serranías hermosas y llenas de pájaros cantores.

Ya terminaba la amelga aquella tarde, cuando un tapón de yuyos lo obligó a bajarse para desatorar el arado. Tironeó un poco la ramazón seca, hincado confiadamente adelante de los discos, cuando repentinamente vino el violento tirón de los percherones y no sintió más que un agudo dolor en el antebrazo. Se miró alelado; no podía salir de su asombro. Su mano derecha estaba tirada en el surco, vuelta hacia arriba como clamando a Dios por su dolor y del muñón le caía caliente la sangre sobre las alpargatas.

El suyo fue un caso grave; pero la providencia quiso que se salvara. Ahora, al recordarlo, un frío intenso le recorre todo el cuerpo.

Desde aquel día dejó de ser el más capaz, el indispensable para todo en las tareas de la chacra. Comprendía que no era más que un pobre inútil al que se le mantenía por favor; quedó a vivir gracias a la bondad del patrón que lo ocupaba en pequeños menesteres que no le demandaran mucho esfuerzo. Pero una noche también aquello se acabó al írsele para siempre el protector.

-Amigo-, le dijo al poco tiempo de aquello uno de los herederos. -Va a tener que disculpar, pero aquí ya no hay más trabajo para usted. -No protestó; antes le habían prometido pagarle el seguro que por ley le correspondía. Ahora ya no; por qué le iban a pagar; era un indefenso y con correrlo se acababa el cuento. Y así, Anselmo, de la noche a la mañana, se encontró en la calle, cara a cara con la miseria.

Cuando sintió el azote del desamparo, con los ojos empañados, pensó en volver. Es más, comprendía que había sido injusto con su padre y mucho más todavía con su madre. Había estado durante todo ese tiempo ciego, borracho, no se explicaba.

Desde entonces, no tuvo sosiego. Un día estaba en una chacra y poco después en otra y otra. Se había vuelto hosco y sentía como amarga la sangre.

-Quédese, amigo-, le decían a veces viéndolo tan capaz y servicial -Aquí siempre tendrá algo en que entretenerse. Pero él, se arreglaba su vieja gorra, levantaba un poco el brazo inútil y respondía con una sonrisa en la que iba diluído todo su sufrimiento.

-No, no puedo, disculpe; tengo que volverme, -mentía- Soy de otra provincia y allá m�esperan. Era cierto que lo martirizaba esa idea cada vez que le

asomaba en la cabeza, pero la desechaba con rabia porque ya le parecía estar viendo cómo se reían allá de su manquera, de su inutilidad, de su gran pobreza, de su idiota soberbia de muchacho. Por eso seguía y seguía los caminos. No deseaba tratos largos con nadie. En el afecto que se le brindaba, él descubría lástima y eso le dolía. No quería la conmiseración de nadie.

Al cabo de muchos años no tenía más compañero y amigo que un perro, por techo, todo el cielo, por enseres, unos tarritos, un cuchillo, una cuchara, un mate; yerba no le faltaba, azúcar tampoco ni un pedazo de pan duro. El perro era grandote, lanudo y siempre trotaba como pegado a su rastro.

-Nos iremos �Güen Amigo�, -le decía a veces-. Allá en �El Mollecito� la gente es más güena qui�aquí y me va a tratar como un hombre y no como a un enfermo. El perro lo miraba con ojos fieles, sacando la lengua y moviendo la cola sin cesar.

-Allá vamos a tener �e todo y nuestro, nuestrito, sabés? -Y seguía, pero a poco andar, sin saber por qué, torcía el rumbo y le volvía la espalda al pago otra vez.

Más de veinte años se habían ido por sendas y entre gente extraña, cuando una madrugada sacó de entre un largo desvelo su firme decisión de volver. No tenía nada que preparar. Salió al camino por donde pasa el ómnibus y lo detuvo. Pidió que le llevaran también el perro. Como lo dejaron con la gorra en la mano y con un �está loco�, dispuso seguir de a pie. Por ningún precio podía abandonar a su compañero. -Vamos, �Güen Amigo�; yo sé que algún día llegaremos. - El perro lo miraba y parecía alentarlo. Y caminaron buscando el norte. Trotaba adelante el can husmeando, sacudiendo de vez en vez las orejas manchadas, contento de marchar y marchar. Por la noche, había buen fuego y mate; para el perro, algún pedazo de galleta y carne siempre se conseguía.

Cruzaron leguas y leguas de verdeantes campos cordobeses hasta que fueron a dar a la sierra Comechingones, a la altura de Los Papagayos. Anselmo se preguntó si la podrían cruzar. Le tuvo miedo al principio porque la vio imponente, áspera, desafiante. Pero estaba dispuesto a volver y otra vez le daban ánimo las imágenes de sus padres, que ahora evocaba con frecuencia cariñosamente.

Subió y subió infatigablemente las afiladas cuchillas, por senderitos de cabra, entre molles y cocos seculares. Más arriba, caminillos borrados, agua gorgoteando lúgubremente, aullar, fúnebre del viento en cuevas y desfiladeros, parecían querer desgastarle el ánimo. Pero no, algún buen serrano que encontraba de tarde en tarde, lo orientaba de nuevo y le daba ánimo diciéndole que ya no faltaba mucho. Alguna baquía conservaba de sus tiempos de muchacho para trepar por las ásperas lomadas y gozaba rememorando otros tiempos pasados en la vecindad de la piedra , del agua cantarina, del silbo dulcísimo de los pájaros.

Y por fin un día descolgó entre colinas verdes y altozanos florecidos, al valle de Concarán, que él tan bien conocía; desde su altura entre tolvanera que se los volvía borrosos, fue ubicando en un amanecer a Larca, Concarán más allá, Santa Rosa� Ahora sí; aquello era el principio del mundo donde vivían sus padres, donde estaba su casa. Otras leguas más, siempre a pie y tras cruzar el valle, penetró en su sierra querida de Santa Bárbara. Le dolían mucho las piernas, pero su sed de volver iba a ser saciada, por fin. Ahora ya estaba en sus pagos y todo le hablaba en un lenguaje familiar: �El Algarrobito Ladiau�, �El Mogotito Solo�, todo, todo estaba lleno para él de evocaciones. En eso vio venir

descolgándose de una loma, un jinete en un burro, zangoloteando las piernas que casi tocaban el suelo; -Ah, Juan! �Ta lo mismito qui�antes! Qué gustazo va a tener! -Lo dejó que se acercara, brillándole los ojos, la boca llena de palabras alegres y con recuerdos de días compartidos. Pero el otro cuando estuvo a su lado, apenas si lo miró, dijo un �Güenas� de cortesía y pasó. -No mi�ha conociu! Si será chicato! -Rezongando todavía en voz baja, continuó la marcha. El rancho de don José fue el primero que le salió al paso. Quiso detenerse para conversar, para saber algo de los suyos antes de llegar. Una mujer tendía unos zarzos en el patio. Lentamente, sin hacer caso a unos cuzcos que lo acosaban, llegó a la puerta de bastidor.

-Guenas, doña- Un dulce olor a duraznos oreados, le trajo recuerdo de sus días de muchacho.

-Guenas-, le respondió mirándolo con desconfianza la mujer en tanto se aproximaba. Anselmo se hizo el que no conocía el lugar. Era la María Rosa. Cuándo no lo iba a conocer! Si apenitas hablara otra vez ya iba a saber que era él, el hijo de don Tobías, que estaba de vuelta! Y cómo se iban a reír!

-Queda lejos el rancho �e don Tobías, niña? -No, don, ya va llegando. Es ahicito nomás -Y se extendió el brazo

señalando un rancho que se parapetaba contra el cerro azulado por la luz en sombras del atardecer. Los ojillos de la mujer seguían mirándolo con curiosidad; iban al perro, luego al brazo amputado, a la bolsa vieja que desde un palo sostenía sobre el hombro.

Estuvo a punto de estallar en una carcajada. No lo había conocido todavía! Qué cosa! Pero ya lo haría, seguro.

-Y don José?-, preguntó. La mujer respondió extrañada. -El ya nu�está. José chico vive aquí ahora. Ya

mismito se lo voy a hablar si quiere. -Y sin dar tiempo a la respuesta, la mujer, dando media vuelta, enderezó para la casa.

-Si será zonza! -rezongó Anselmo rascándose la tupida barba que sólo le dejaba los ojos brillando en la oscura cerrazón. -Y él, me irá a conocer?-, se preguntó dudando ya. Lo esperó con una sonrisa.

El hombre, envejecido, se acercó calmosamente. Pero era él, el mismo, Pepito, como le decían cuando se correteaban por los cerros en tiempos en que salían a pastorear juntos las majadas. Contuvo las fuertes ganas que le vinieron de correr y apretarlo en un abrazo; pero quiso seguir la broma.

-Guenas, don� disculpe, no? Ando buscando un conchabito� supe conocer a don Tobías� y p�allá voy pasando, sabe?

-Ah, ah� sí -Lo miraba y miraba y parecía querer encontrarle la cara. Anselmo pensó que de un momento a otro iba a descubrirlo y pegando un grito iba a correr a abrazarlo.

-Sí-, continuó José tras una tosecita de circunstancias. Ahí viven todavía los viejitos. El ha quedau ciego y ella� -Una garra pareció ajustarle la garganta y no lo dejó hablar. Estaba ciego su padre, entonces ya no podría verlo; de qué se iba a alegrar! Volvía muy tarde. Se secó unas gruesas gotas de sudor que le corrieron por la frente.

-Ciego? -Sí, sí� pobre! Tan solos y muy pobres- José en tanto continuaba

observándolo con detenimiento: la manga del saco viejo de la que no aparecía la mano, la bolsa de linyera, esa tupida barba�

-Si usté gusta, puede hacer noche aquí. Hay una ramadita�- dijo atuzándose ligeramente el bigote.

-No, no� gracias �respondió sacudido por una honda emoción. -Gracias, don, muchas gracias, tengo que seguir. Adiós!

Más desganadamente que nunca, entró a repechar el sendero. Entre verdores, rumbo al cerro que iba ya borrando la tarde, divisó un manchón bayuzco de árboles secos, donde antes floreciera el huerto. Un gran desaliento le cavó repentinamente el pecho, por eso buscó un tronco y se sentó. Qué triste estaba todo aquello! Y su padre ciego y él convertido en un pobre linyera, inútil, pobre, al que nadie conocía ya en el pago. No, no debía seguir. No tenía para qué hacerlo. Masticaba en ese momento algo más amargo que nunca. Se sentía vencido, solo. La vida se había burlado de él y ahora se reía larga, interminablemente de su consentimiento, de sus tempranos aprontes de gallito. -No me conocen y me tienen lastima- se decía. -Soy una sombra, nada más que una sombra que anda todavía. Y de nuevo contemplaba todo aquello con los ojos llenos de lágrimas y tornaba a mirar ese brazo que tanto le dolía sin dolerle. Esperaría que la noche asentara en el valle para alejarse de allí con toda su tristeza, caliente la cabeza, lleno de rabia consigo mismo, con la vida, con todo. Entrecerrando los ojos, llorando en silencio su largo arrepentimiento, apretándose el pecho con la mano, al aire la cabellera desgreñada, rendido de pesares, se dejó hundir en su mundo tormentoso. Le parecía oír lejos muy lejos las esquilas que descolgaban como desde la punta de los cerros vecinos; después sólo un grito, el mismo grito que quedaba retumbando largamente con la última luz del día y que es la única señal de la existencia del hombre, a esa hora, en la solemnidad azul de paz y silencio donde reina Dios.

En ese momento todo aquello era una realidad que durante tanto tiempo no había sido más que un eco lejanísimo en su vida: la penumbra, el bajar de las cabras por los faldeos pastosos, el tierno susurro de las hojas. Un cencerro clarísimo pareció despertarle el corazón que de nuevo empezó a latirle con alegría. Cómo no asomarse a ver la casita, aunque más no fuera? Si, seguiría antes que llegara la noche y miraría todo aquello que tanto quería y luego se volvería lejos, lejos. No le quedaba otra cosa que seguir andando caminos. El perro, jadeante, como adivinando su propósito de llegar hasta la casa, se acercó saltándole alegremente. Siguió avanzando con lentitud; cruzó el arroyito saltando sobre las grandes piedras, que le parecieron ser las de antes y subió la última ladera. Desde allí, casi pisando el patio, se asomó con ansiedad; allí estaba la puerta de trancas, caída, deshecha y en lo alto del rancho, como divisando hacia los valles; a un costado, el horno era un montón de tierra, los árboles casi todos alargando sus viejos esqueletos y el rancho, sin alero ni galería, medio tapado por la oscuridad, semejaba una tapera. Quién iba a decir que allí viviera gente. Se le estrujó el corazón y se le volvió salada la boca. De pronto, desde ese montón de ruinas, asomó una figura encorvada y a lentos pasos se encaminó hacia el patio.

-Que nu�es Anselmo el qui�ha llegau? -preguntó alzando la voz cascada. El hombre, sorprendido, con torpeza, dio la media vuelta y fue a emprender

la marcha de regreso. -M�hijo! Dónde va? Dio vuelta la cara y quedó clavado, mudo, con la gorra en la única mano,

gacha la cabeza, escuchando que los pasos se acercaban más y más, leves, nerviosos.

-M�hijo! -Abrió los ojos con dolor. La voz de su madre, que escuchaba en ese momento, era el más repetido de sus sueños.

-Mama! -Y no supo más. Sólo sí, le parecía sentir que una luz nueva le entraba en el corazón borrándole todas las sombras.

Con el último trino de un zorzal que se apagaba a lo lejos, traspasados por la luz de la primera estrella, cantándoles los corazones, caminaron hacia el rancho.

MEMORIAS DEL GUITARRERO Era yo un muchacho chico cuando una tarde me mandaron a buscar unas

árganas a lo del padrino Juan. Mama estaba segura que no me iba a demorar porque tenía que cruzar un campo donde todos sabían qui�asustaban y yo nunca m�iba a animar a cruzarlo de noche. Clavau entonces que volvería temprano.

Cuando llegué vi atado al algarrobo grande dos caballos muy lindos, bien aperados, tapados en sudor. Yo no los había visto nunca ni las marcas que tenían era de las conocidas. Tenían que ser forasteros.

Me bajé, di el mensaje, me entregaron las árganas que iba a buscar y ya le mandaron recuerdos a toda la familia; pero yo, a todo esto, no despegaba el ojo �e las piezas, porque bulla se oía adentro y algo estaba pasando. Me quedé un ratito haciéndome el distraído, acomodando el aperito, sacando los abrojos �e la cola de mi Bayo, medio con ganas de irme porque la noche se venía encima y ya se me empezaba en encoger el cuerito de sólo pensar que tenía que cruzar el campo por la �Cruz del Descabezau� en medio de la oscuridad, pero también con ganas de saber quienes eran y que hacían esos hombres adentro. Esos cálculos estaba haciendo, cuando sonó una guitarra. Que bonito que sonó, la guasa! Fue como una bocanada de aire dulce, alegre, que me llenó el alma!

Como quien no quiere la cosa, me arrimé hasta la puerta donde había ya otros dos chicos y fue entonces cuando vi a ese hombre desconocido de larga melena renegrida y ojos hermosos haciendo correr sus dedos, como de seda, por las cuerdas de la guitarra. Quedé como si me hubieran hecho algo de brujería! Fue como si de pronto me hubieran llevado a otro país de maravillas donde las cosas que veía y pensaba no eran de este mundo. Eran aromas diferentes las que percibía, colores que nunca había visto ni imaginado, historias nunca oídas que me hacían apurar el corazón por sentimientos nuevos! Y aquel hombre muy blanco y de mirada ausente que la dejaba perder en la lejanía, ahora alumbrado apenas por la luz de una vela, seguía haciendo acordes, seguía sacando por la boca de la guitarra voces que parecían hacerme hervir la sangre y sentía el grito caliente que ya me reventaba la garganta!

Ni cuenta me di del tiempo que había pasado allí, cuando unos brazos comedidos me acomodaron las árganas en el caballo y pegándole un chirlo en el anca, me despacharon de vuelta. Nunca supe eso ni me acuerdo tampoco en qué momento pasé por el campo embrujado. Iba prendido de las estrellas y el

cielo de la noche se me imaginaba una gigantesca guitarra que soltaba sobre el campo su aire perfumado y lleno de sueños.

Desde entonces empecé a vivir como ausente de todas las cosas, de mama, de mi caballo regalón, de los deberes que tenía que cumplir. Vivía soñando con tener una guitarra. Y el día que la tuve y supe que era realmente mía porque el viejo Polonio me la había dado a cambio de muchos días de trabajo, sentí que allí encontraba de nuevo, enterito, al muchacho dichoso que naciera aquella noche, y que mi corazón estaba dentro de la guitarra y la guitarra en toda mi alma.

La dejaba caer mansita sobre mi pecho, la acostaba cuidadosamente, y empezaba a hacerle correr los dedos, acariciándola como había visto hacer al forastero aquella noche. Yo era el hombre y ella la tierra y el cielo y los dos nos juntábamos para cantar. Era el pasado y todo lo por venir, todas mis esperanzas y todos mis dolores y el de todos los hombres lo que mis dedos arrancaban como en un sueño distinto, de sus cuerdas.

Y nos hicimos compañeros, amigos hasta la muerte y anduvimos senderos estrellados y muchos amaneceres nos vieron todavía avivando estrellas, llena la boca de versos, estremecido el corazón de amor.

Si me habrá abierto puertas la guitarra, si me habrá ganado amigos, si habrá hecho caer lágrimas escondidas a más de una buena moza!

Tengo mil cosas para contar, mil versos para recordar. Y los dejaré ir cayendo despacito, de noche en noche, de esas noches claritas cuando las estrellas parecieran acercarse a conversar con uno.

Ahora me acuerdo que una vez dispuse ir a visitar a un primo que vivía en �El Realito�; era un día y medio de viaje a buena marcha del caballo por zonas poco menos que desiertas. Me puse las mejores pilchas, cargué las alforjas con algunas cositas que podía necesitar y salí poco antes de las doce. Como no era muy conocedor del camino, había pensado que me quedaría a hacer noche en �El Balde de Escudero�. Anduve y anduve y ya se hacía la noche y desde buen rato atrás que no encontraba ni un rancho para preguntar por qué mundos andaba, todos eran senderos borrados, campo desiertos y luego montes y montes. Me disponía a tirar los cueros bajo cualquier árbol, cuando alcancé a distinguir una luz. Llegué. Era un boliche. Me acuerdo que había tres o cuatro hombres afirmados a un mostrador destartalado. El candil apenas ardía. Vi que estaban tomando la vuelta y que uno era muy joven. Saludé y apenas si me contestaron. Se acercó luego el bolichero y me preguntó que se me ofrecía. Le pedí alojamiento, porque ya estaba viendo que no iba a encontrar otra casa donde hacer noche; me dice el patrón, que era un viejo grandote con cara de malo, no tenemos cama ni pasto ni nada. Le pedí entonces algo para comer, porque venía de lejos. No hay nada, me contestó. Deme dos kilos de maíz para el caballo, por lo menos. Tampoco hay, me volvió a decir. Bueno, dije mirando al grupo que estaba afirmado al mostrador, ahora sí que estamos bien. Yo y mi caballo vamos a tener que dormir al palo y a lo gallo. Ninguno dijo ni palabra. Estaba visto que el bolichero no quería saber nada conmigo. Me habría visto a lo mejor, cara de bandolero. Bastante ofendido me disponía a salir, cuando se me acercó el más joven de los parroquianos y me alcanzó su vaso con vino invitándome a tomar. Le di las gracias y me serví. A todo esto yo había notado mucho movimiento en la casa; entraban al despacho mujeres y chicos, buscaban cosas y salían apurados, se sentían pasos en las otras piezas, en la

galería, en el patio tropeles de caballos que llegaban, ruidos de muebles que cambiaban de un lugar a otro.

Entramos a conversar con el amigo este, en un aparte y ya me contó que había novios en la casa y que él no era invitado porque le arrastraba el ala a una de las niñas y que el patrón no era gustoso. En eso que estábamos, apareció de nuevo el dueño de casa y con cara más fiera todavía, dirigiéndose a mí, me dijo que disculpara, pero que tenía que cerrar el negocio. Me toqué el sombrero, di las buenas noches, como si nada hubiera pasado y salí como para seguir viaje. Nos quedamos conversando junto a la puerta con el amigo, cuando oímos un tropel por entre los montes y junto con pegado, aparecieron los novios a caballo y a todo galope entre los tiros al aire y el alegre reventar de los cuetes. Ya vimos que se bajaban muchas niñas y jóvenes. Entonces, viendo tanta alegría y bullicio, me di cuenta que era una tremenda injusticia que yo fuera a pasar ahí cerca la noche tirado en medio �e los campos teniendo mis habilidades. El asunto se había puesto lindo. La reunión se había armado en medio del patio y por supuesto, nos acercamos a mosquetear con mi amigo. En cuanto entraron los novios, ya les cantaron una canción dedicada, acompañados por una guitarra desafinada. Me dio pena, porque los cantores iban por un lado y la guitarra por el otro. Cuando terminaron, le digo al joven despreciado con el que estábamos del lado de afuera, pídase la guitarra y yo me comprometo a hacerlo llegar hasta la misma cabecera de los novios. Le pegó un brinco el corazón a mi amigo y dice, vea soy amigo del novio, pero claro, él� ahora, usté m�entiende, no? Pucha qui�había siu di�aguante corto mi amigo. Qué tanto ahora y qué mañana. Escríbale cuatro letras, dígale que quiere darle las buenas noches y que para eso precisa una guitarra. En eso pasó un chico a nuestro lado y le preguntó: -Sabís cuál es el novio? Y no?, me contestó. Ahí nomás hice las cuatro rayas y le digo, andá, llevale este papel y tomá estas monedas. El muchacho salió saltando en una pata y enseguida ya vi que el novio se levantaba, conseguí la guitarra y la mandó con un hermano de la novia. Riéndose le dice: así qui�has aprendido a cantar? No, si�atajó mi amigo. Es este mozo que les va a dar una música a los novios.

Era una guitarra negra, muy linda. La igualé haciéndola sonar apenas, la acomodé sobre mi pecho con cariño y ya la pulsé; daba gusto hacerla sonar. Era de esas guitarras que se entregan al alma del cantor y con las que puede decirse cosas que uno nunca pensó fuera capaz de decir.

Cuando la tuve a punto, le digo a mi cumpa, ahora me la va a sostener bien firme para poder hacerle las corridas en arpegio hasta la boca, sabe? Me miró como si no me hubiera entendido. Los novios estaban sentados en la cabecera, al lado los dueños de casa y padres del novio y más allá, otras señoras y niñas más donosas, que daba gusto mirar.

En cuanto hicieron un poco de silencio, arranqué haciendo una escala que le hizo abrir grandes los ojos. Algunos se pararon y otros empezaron a acercarse para el lado de la quincha; parecían no creer en lo que estaban escuchando. Canté el primer verso y me les largué con otro bordoneo distinto. Ya veía que todos estaban con los ojos pintados por la emoción. Ya me los metí en el bolsillo a estos viejos, pensé contento y seguí. Cuando iba por el segundo verso, ni uno solo había quedado en su lugar, tres o cuatro me sostenían la guitarra y otros me estaban pasando la mano sobre el hombro. Cuando terminé con los versos, estrujándome y medio en el aire, me pasaron hasta la cabecera donde estaban los novios que querían conocerme; a todo esto, ardían los cuetes y los tiros,

toriaban los perros, ululaba como indiada el negraje pasándose sus buenos tacos. Y de mi socio, qué les cuento, en medio de los remolinos, ya se había acomodado y estaba pegadito al lado de �su pior es nada�. Usté sí que aprovecha la guitarra, me dijo el novio. La toca desde las clavijas hasta la boca, caray! y me pasó un �potrillo� de vino. Nos hicieron sentar en el sitio de preferencia y me pidieron que cantara otro verso para los dueños de casa. Qué me iba a hacer rogar! Yo nu�era zonzo di�ahora. De tanto andar los caminos había aprendido versos que pegaban justito según juera la ocasión. Si se trataba de un viejo al que debía conquistar, ya me largaba con el �Concierto del jilguero y la calandria� o con �La historia del muchacho de la poca suerte� o con �La pluma del caburé�. De modo que entré a complacerlos. Arranqué despacito y le fui haciendo desgranar sonidos hasta cerca de la boca por la prima y la segunda.

Aquello parecía una lluvia de pajaritos, según yo me lo imaginaba. Y mirándoles la cara de asombro me decía: Ahora están sabiendo lo que es un criollo guitarrero! Apenas si les di tiempo para que aliviaran con un suspiro, cuando con todo sentimiento que cabía en mi pecho, les entoné la �No llorés mi alma�. Ahí aflojó todo el orgullo del dueño de casa, que hasta entonces había estado como empacau. No bien terminé el canto ya se acercó y me dijo: usté es el joven que esta noche me pidió alojamiento y pasto para el caballo? Sí, señor, le contesté. Bueno, ya tiene todo, sabe? Su caballo está comiendo y usté pase a la mesa, esta es su casa; y vaya sabiendo que de aquí no se va a ir hasta que no le aprendamos todos los versos que sabe, dijo abrazándome. No, señor, le va a salir muy caro, le contesté bromeando y él me respondió pegando una risotada y dándome otro abrazo: No importa; vamos a comer. Ya los cabritos estaban en la mesa y a mi compañero lo divisaba un poquito más allá hecho un caramelo al lado de una morocha que era una flor.

En cuanto terminó la comilona, se armó el baile. Estaba muy lindo aquello. Era gente tan buena, que enseguida parecía que todos nos habíamos criau juntos. En una de esas, oí comentar en una rueda lo linda que estaba María. Me arrimé al socio y le pregunté que cual era María. Es aquella gordita que está allí, me dijo. Esa es la chica que yo afilo. Ya me lamenté de mi mala suerte. Qué pasa, me preguntó con apuro. Nada, le contesté, sino que estaba pensando conquistarla. Le iba a cantar un verso, pero si es la tuya no le canto nada. No, me dice siguiendo la broma y medio en serio. Cantale que te la presto y si quiere irse esta noche con vos, que se vaya, total, mañana te vas del pago y chau. Y diciendo esto, se fue, trajo la guitarra y me la pasó. Como sabía un canto para cada nombre de mujer, ya le canté la �Despedida a María�: Adiós, María adorada/ este recuerdo te dejo/ vaya triste é idolatrada/yo en un instante pensaba/ no sufrir esta pasión/ pero mi fiel corazón/ piensa en ti, dulce María/ que sólo en la tumba fría/ te olvidará tu cantor�. Cuando terminé de cantar el último verso, la moza que había estado suspirando cortito no pudo más y se cubrió los ojos para esconder las lágrimas.

Linda fiesta fue esa que duró hasta el otro día a la noche. Nunca me voy a olvidar. Me halagaron con todo lo que yo quería. El lunes recién pude seguir mi camino entre los abrazos de la gente y pedidos de que volviera cuanto antes al �Balde de Escudero�.

Esa noche llegué a casa de mi hermano y no pensé más que en descansar. Al otro día, cuando quiero acordar, empezó a caer gente, despacito, como quien no quiere la cosa, de a pie, a caballo, en sulky, de a uno, de a dos. Malicié que

era para esa misma noche el fandango que había preparado mi primo por mi visita. Y esa tarde nomás se armó que daba gusto. Había algunos paisanos que tocaban la guitarra, otros que cantaban, pero yo me hacía el desentendido, seguía sentado haciéndome el ignorante, conversando con una tía vieja, pero eso sí, con el ojo a las criollas para ver a cual me la iba a apuntar más tarde. Cuando me preguntaron si sabía música, les dije que todavía no había tenido tiempo de aprender. Me estaba reservando, porque sabía que no bien les cantara la �No llorés mi alma� o cualquier otro canto, ya no me iban a dar respiro.

Cuando estaba la fiesta en lo mejor, como a eso de las diez de la noche, se oyó un tropel por el patio, luego alguien dijo son dos forasteros y ya se oyó que tocaban las manos. Cuando se asomó mi primo, oí una voz gruesa y conocida que daba las buenas noches y decía, soy el bolichero del �Balde� y vengo porque somos muy amigos con un mozo cantor que estuvo en la casa la otra noche y que ahora debe estar en esta reunión. Era nada menos que el bolichero que llegaba con otro amigo de él. Ya salí y dice el viejo con la cara llena �e risa: vengo siguiéndolo, amigo y usté disculpe, porque no puedo olvidarme �e lo lindo que canta usté y quiero escucharlo cantar otra vez. Ahí no más los que estaban presentes le capujaron las palabras y algunos se enderezaron diciéndome, ah, con que no sabía la música, no? Aquí lo vamos a ver. Y sin perder tiempo me alcanzaron la vigüela.

Antes de que me acomodara nomás, medio afirmado a la muralla, me dice el patrón, atuzándose los bigotes, cante, amigo, la �No llorés mi alma�, y bueno, qué se va a hacer, ya que estamos en el baile� La igualé como a mí me gustaba, la hice sonar con un bordoneo especial que tenía para hacer parar la oreja al más distraído. Fue suficiente. Cuando terminé la primera estrofa, se levantaron todos los que estaba adentro, los de afuera se estrecharon en la puerta y hasta los que estaban asando los chivos sacaban la cabeza por arriba. Ya me estaba faltando el aire cuando hice el acorde final. Lo mismo que en el boliche, todos querían saludarme, aplaudían como con rabia y tiraban cuetes y tiros que era aquello el mismo infierno.

Cuando pasó un poco el entrevero, se me acerca el otro mozo que había venido con el amigo de �Balde� y me dice entregándome un papelito, esto le manda María. Qué podía decirme? Si al final yo con ella había hablado muy poco; está bien que le había dedicado un verso y había bailado una pieza con ella, pero nada más. No hallaba qué hacer para sacarme la curiosidad, hasta que pude escabullirme a un rinconcito para leer. �Amigo, decía, no he podido olvidar sus versos ni sus palabras. Si estima en algo a su amiga, no deje de volver por aquí, como me prometió. Le haré saber, entonces, por qué se lo pido�. Escondí el papel y me quedé pensando en aquella linda mujer a la que yo, sin proponérmelo, había turbado, sin duda. Claro que me hubiera gustado muchísimo conversar otra vez con ella, porque era la flor codiciada en muchas leguas a la redonda, y más con la esperanza de merecer algo.

En ese momento me daba cuenta que tenía razón aquella vieja cada vez que me repetía: �Vea, mozo, cante lo que quiera y a quien quiera, pero no le cante a las chicas porque ellas sufren mientras usté se divierte�.

Siguió la fiesta ardiendo por las cuatro puntas. Canté toda la noche, como me lo pedían, y, aunque quería estar alegre, aquel mensaje me había producido una pena que no me era posible disimular; y era raro, porque pensaba y pensaba mucho más de lo que acostumbraba hacerlo por una mujer.

Al otro día temprano el camino me esperaba y busqué sendas nuevas para seguir, porque ya por �El Balde� no podía volver. María iba a quedarse esperando inútilmente. También el patrón, un buen hombre al fin y mi amigo al que no podía hacerle tan mala jugada. Aunque fuera por una mujer como la que él amaba.

Quedaban atrás muchos adioses, el compromiso de volver que difícilmente cumpliría. No me gustaba repetirme. Yo era así; me hacía de amigos, despertaba amor en las mujeres, conocía lugares y parajes y me iba lejos, en seguida, con mis sueños y mi guitarra. Ya sabía que en alguna hachada iba a ir a parar donde tendría que darle al hacha de sol a sol para parar la olla; pero también, que allí cerca, habría un sábado a la noche con otras manos amigas, copas a compartir con criollos nobles que entregaban su amistad hasta la muerte, otros ojos de mujer que se humedecieran cuando yo les dedicaba una canción de amor.

Olvidado de mis penurias, siempre yo con mi guitarra, la noche, el alba, la música en el alma y versos, muchos versos nuevos, que los caminos sin fin me iban enseñando.

DONDE MUEREN LOS PAJAROS

De nuevo oyó que los niños lloraban. Sus ojos, que desde largo rato atrás estaban perdidos divisando por el carril que se borraba en cenicientos jarillales, se asomaron al rancho vecino, ancho, petizo, castigado por el tiempo. Del otro lado del patio plomizo vio cuatro o cinco bultitos, con las manos en la boca, apretándose los sollozos.

La madre iba y venía adentro, como si estuviera acorralada entre cuatro paredes. Algo, que ella no alcanzaba a oír, les decía con voz que más parecía un sollozo plegado al coro doliente de sus hijos. Sin pensarlo, la �Señorita� miró el lavatorio grande donde derramara toda el agua que le quedaba al hacer entrega de sus vasijas. Un gran malestar le apretó el estómago. De nuevo se sintió fuertemente mareada.

Afuera empezaba a insinuarse ya un sol de fuego, el de todos los días, que aplastaba los árboles y ardía los pastos. Las vainas, aún verdes, de los algarrobos del patio, caían con el golpe seco de pájaros muertos. Como esos que ella veía llegar volando en cuanto la luz dibujaba el rancho y caer a su puerta dando el último aletazo. Tal vez adivinaban ese poquito de agua que escondía como un tesoro y en su terrible desesperación, se lanzaban tras ella sin tener ya más fuerza que para llegar a dejarse morir soñando con que sus picos resecos la alcanzaban. Nunca, antes, desde que estaba en ese lugar, había visto tales cosas. Era estremecedor verlos sobre la tierra dura y seca, estirada como un cuero yaguané, que parecía resollar rescoldo, inmóviles, abiertos los picos, destendidas las alas.

Sólo alguna perdiz lloraba en ese momento por los bajos desolados, pidiendo agua inútilmente o una vaca soltaba su postrer quejumbre en algún

desplayado, abriendo desmesuradamente la boca, para quedar, definitivamente, con los ojos dados vuelta, tras la inútil búsqueda de las aguadas del cielo.

No recordaba la �Señorita� cuanto tiempo hacía ya que no necesitaba abrir la puerta del rancho para dar clase. No concurría ningún niño. Habían quedado a pie y los que conservaban el burro o el caballito, diariamente pasaban por el callejón ayudando a sus padres a arrear la majadita de cabras o la última vaca hasta la represa o el pozo balde distante, donde pensaban conseguir, a precio de oro, un poco de agua para darles .

También ellos, todos los de la casa, desde muchos días atrás, venían bebiendo el agua turbia de la represa, esa agua que se pegaba a la garganta, hacía sentir sucio el paladar y despertaba un ansia mayor de beber y beber hasta conseguir que se despegara esa cáscara de tierra que allí se adhería fuertemente.

Dos días antes habían recogido en cuanto fue posible, hasta el último barro con mojarras que quedaba en el corazón de la represa. La esperanza de lluvia que viniera alimentando, era esa rama seca que desgajara el último viento. Se levantaban negras barras hacia el sur, anuncio fijo de lluvia en cualquier otro tiempo, pero que ahora eran sólo el trueno ensordecedor quebrándose más allá de los quebrachales y el largo ulular del viento desmenuzando las nubes en su tierra cenicienta.

Don Polonio, el dueño de casa, pasaba sobre ese suelo caliente, encorvado, silencioso, como cerrando la marcha de un cortejo fúnebre. No le quedaban con vida más que dos burros. Todo lo demás era un desparramo de osamentas. Pero no podía, ni pensar siquiera, en bajar los brazos. Allí en el rancho estaban su mujer y un montón de pichones.

Cuando al amanecer la �Señorita� escuchó golpes en la puerta, saltó de la cama a abrir, sobresaltada, pensando en las mil cosas que le acosaban sin tregua y en las que ya no alcanzaba a distinguir entre pesadillas nocturnas y realidades de cada día.

Al destrancar la puerta vio sorprendida a don Polonio, de pie, con el sombrero en la mano.

-Disculpe, �Señorita�, no? Pero resulta qu�hi dispuesto llegar hasta �El Hinojito� con los chicos a ver si consigo un poquito di�agua� Ya nu�hay nada más qu�esperar-, añadió desconsolado.

Ella alcanzó a divisar en el patio a los dos burros viejos, que apenas se sostenían en sus patas, ya atados al desvencijado carrito.

-Por eso vine a pedirle todas sus vasijas-, añadió suplicante. -Así traigo todo lo más que pueda.

No disponía más que de una jarra y un tarrito, en los que guardaba el agua turbia. Rápidamente lavó el lavatorio grande, derramó todo el contenido en él y se las alcanzó.

-No tiene otra? -La cara buena del hombre le rogaba. -No, no� es todo� Así es que� Y cuándo piensa volver? -La incertidumbre

la turbaba. -Al cáir la tadecita, si Dios quiere� no puede ser di�otra laya� si �tamos allá

sin un trago di�agua! -Y dándose vuelta, se alejó a paso lento, haciendo sonar las viejas bombachas.

-Qué les vaya bien, don Polonio! -Lo alcanzó con un saludo en su deseo ferviente.

Lo vio llegar al carro, cargar cuidadosamente sus vasijas junto al barril y baldes y tarros de su pertenencia y luego de ayudar a subir a sus hijos que andarían entre los nueve y diez años, haciendo chasquear el rebenque, puso en marcha los burros que salieron recostándose el uno contra el otro.

Cuando los perdió de vista tras los jarillales, quedó escuchando el traqueteo lento que se perdía a ratos y reaparecía de pronto, limpio, sonoro, entre la luz sofocante, como si estuvieran llegando de regreso. Caminó luego hasta el bordo alto de la represa que pegaba con el monte virgen y desde allí intentó todavía localizarlos, acompañarlos con el pensamiento, empujarlos. Lejos se perdía la tolvanera. Era lo único que quedaba de ellos. Regresó por el sendero que se estiraba esquivando churquis sobre el campo muerto. El sol ya parecía darse vuelta arriba como una gran bola de fuego. Y el silencio del espanto flotaba sobre las cosas.

Entró a su cuarto y quiso entretenerse dando vueltas cuadernos y revistas mil veces leídas. Pero no pudo concentrarse. El drama se levantaba de cuanto miraba o tocaba y venía a embestirla con furia. El sufrimiento de sus alumnos, las privaciones de todo orden de sus vecinos, las pérdidas que afligían y arruinaban a los más desamparados, las sentía castigándolos como en carne propia.

En los tres años que llevaba la maestra en el �Rincón de la Luna�, era la primera vez que las dificultades llegaban a extremos tales. Todos los otros inconvenientes de aclimatación, aislamiento y pobreza, había logrado superarlos; pero esta le abrumaba. Ya el invierno había sido excesivamente riguroso y los castigó con plagas despiadadas.

El recuerdo de aquellos días, aumenta su sofocación. Quiere arrancárselos de la memoria, pero viene a golpearla hasta lo más hondo, haciéndola estremecer. La epidemia fue pavorosa; contadas personas, unas pocas elegidas, pudieron escapar; ella, entre otras cuatro o cinco en todo el vecindario. Y sin la posibilidad de auxilio médico alguno. En el pueblo tan distante no había para qué pensar.

Recuerda que aquella fue una noche extremadamente fría. Toda la familia de don Polonio, inclusive él, estaban en cama atacados de gripe, con altísima fiebre y sin que tuvieran quien les arrimara un jarro con agua.

Ella había abandonado casi por completo su cuarto, que distaba unos cuatro metros, para consagrarle a la atención de los doce o trece enfermos, cuando no era que se hallara corriendo hacia otros vecinos para ofrecerles también su atención.

Esa noche ya les había hecho todas las fricciones que creyó conveniente y repartida la olla de te de yuyo que les preparara. Se disponía a retirarse a su cuarto, cuando de pronto, la madre, con desesperación, le alcanzó el niñito de pecho, que tenía a su lado, víctima de un ataque repentino que se lo llevaba. Cuando lo recibió en brazos, se le dieron vuelta los ojitos. Asustada, desconcertada, sólo atinó a frotarle fuertemente la cara y los brazos y luego corrió a abrigarlo con cuanto halló a mano; pero la criatura estaba rígida y sin respiración. Del pensamiento que ya había muerto, la sacó la desesperación de la madre.

-Hágale algo, por Dios, �Señorita�! -Sí� sí, ya� -Pero no atinaba a nada. Siguió corriendo desde un rincón a

otro del rancho, sobre los enfermos que estaban acostados en el suelo, totalmente aturdida.

-�Señorita��! -Le clamó de nuevo la mujer. Se quedó inmóvil, con el niño en brazos, mirando hacia arriba, buscando a Dios. Y fue entonces que, al ver las tortas de barro que asomaban entre las viejas cañas del techo, se acordó del �sahumerio de las cuatro esquinas� que había oído decir recomendaban las médicas del lugar en casos semejantes. Pero ni los cuatro palitos que indicaba la receta había en el rancho� allí no había nada de nada. Sacudida por los sollozos de la madre, por hacer algo, hurgó un tarrito en el que había unas ramitas de alhucema y sin perder un instante, desnudó totalmente al niño, echó las ramas sobre las brasas vivas del brasero, lo acercó y sosteniéndolo lo más cerca posible de ellas, le fue dando repetidas vueltas para que recibiera el humo sobre todas las partes del cuerpo. De inmediato lo envolvió lo mejor que pudo y cuando pensaba en la manera de eludir las preguntas clamantes de la madre, sintió un sacudón violento que estremecía de pies a cabeza a la criatura y al observarlo, vio con asombro que abría los ojos. Fue de no creer; pero así lo volvió a la vida.

Vaya si había sido cruel el invierno! Y ahora el verano con su sequía, con las necesidades multiplicadas, con la aflicción de todos, de las que ella participaba, haciéndole sentir todo lo suyo, pueblo, padres, amigos, lejos, muy lejos, y ella, allí, en medio de una salvaje soledad, en el centro de un cerco que iba cerrándose más y más� Entonces, un grito, un grito con el estallido de toda su desesperación, amenazaba con quebrar su garganta. Con gran esfuerzo, diciéndose cobarde una y mil veces, lograba aquietarlo, aunque sintiendo que corría por su espina dorsal destrozándole las vértebras.

No podía soportar esos pensamientos. Quedarse quieta, inmóvil, era dejar que la tapara la sombra.

A media mañana de ese día, vino la mujer a pedirle un poquito de agua. Llenó un jarro grande y se lo alcanzó.

-Vayan tomándolo de a poquito, porque se acaba� y después� -Disculpe, �Señorita�, pero usté sabe cómo son los chicos� cuando menos

hay, más quieren� y áhi s�echan a llorar, de nó� -Es que es así la sed� yo estoy sufriendo por no tomarme la que me queda,

de una sola vez. -Pero a l�oracioncita ya áhi venir él con l�agua. Y se fue llevando entre las dos manos el tesoro del jarro, entristecido el

rostro sudoroso y arruinado. Para preparar el almuerzo había gastado otro poco y después de comer no

pudo sufrir sin beber unos tragos largos de esa agua, dulce, pero con fuerte gusto a tierra.

A la tarde, de nuevo cruzó el patio la madre, acompañada por sus hijos llevando el jarro vacío.

-Discúlpeme, �Señorita�, pero ya n�hallo qui�hacer! Usté habrá oído como lloran! �Le llenó el jarro otra vez y luego, observando como a los cinco chicos se les iban los ojos hacia el lavatorio, llenó un vaso y le fue dando una cantidad igual de tragos a cada uno.

-Ya ha�i volver Polonio al cáir la tarde� y entonces sí que vamos a tomar agua rica� porque ponderan lo linda qu�es el agua del �Hinojito�. Dios ha de querer que vuelva cuanto antes. -Y se alejaron un poco más conformes.

El aire caldeaba la tierra y el cielo se extendía duramente gris. Algún desesperado balido lejano, el llanto conmovedor de alguna criatura más allá de

las cañadas secas, era todo lo que se derrumbaba en la tarde y caía sobre los seres sensibles con sus lanzas de desesperación.

Y después, nada más; ni el golpear de los bujes ni el traquetear de los burros ni un grito de los niños, nada�

Instintivamente, inquieta, fue a mirar por centésima vez el agua que le quedaba; cada vez que lo hacía, el miedo a quedarse sin una gota y que no regresara pronto don Polonio, le exprimía el estómago. Es que, a lo sumo, habría allí dos jarros, nada más.

Acercó el rostro al agua para olerla y aspiró profundamente. Qué ganas le dieron de bebérsela a toda, de terminar de una vez con esa sed que la mortificaba y después que sucediera cualquier cosa! El llanto de los niños, que otra vez, sin duda, eran víctimas de la misma tortura, la contuvo. Y si no regresaban con el agua esa tarde? Qué harían? -De nuevo estuvo al borde del grito cuando en la imagen borrosa que le daba el agua, se vio en el rostro una profunda marca que le dejaba el miedo.

Dando pasos apresurados, empezó a ir de uno a otro extremo de la pieza, pero el taconeo le traía siempre el mismo pensamiento que buscaba alejar.

-La sed� esta sed� la sed de ellos� mi sed� gran sed�! Cuando el sol cayó incendiando los montes, subió de nuevo al bordo de la

represa; los chicos la acompañaban. Ansiosos se le fueron los ojos para el norte, siguiendo el sendero que culebreaba entre corpulentos árboles y churquis agresivos.

-Ya se divisan, �Señorita�? -No distingo muy bien, pero me parece que allá lejos se mueve un bulto gris;

deben ser los burros. Puesta en punta de pie, alargando el cuello hermoso, mentía. No veía nada y lo peor era que, tampoco sobre ese silencio que tenía la tersura de un cristal, la sensibilidad de una fina caja de resonancia, no se percibiera ni un solo rumor, nada.

En tardes así, estaba acostumbrada a escuchar desde leguas los más variados ruidos y golpes� un hachazo, los mazazos en algún mortero, el grito de un pastor arreando muy lejos sus cabras. Pero ahora no, no�

-Ya vendrá el tatita? -había dejado de sollozar para hacer la pregunta. -No ha de tardar; segurito� -Qué rica l�agüita que nos trairá! Regresaron a la casa. Luego bebieron entre todos, con desesperación

creciente, otro jarro. Ya no pensaban en su hambre sino tan sólo en beber. Y empezó a pesar como una cruz la sombra que se hizo noche larga, sofocante, hondamente callada.

Veinte veces por lo menos prendió la vela. Cada vez tenía más seca la boca, más y más sentía hormiguearle la garganta. Hasta le pareció en un momento que se le apuraba el corazón. Un jarro de agua tal vez le quedaba, o poco menos para beber, pero la detenía el miedo de lo que les esperaba al otro día sin agua, y más todavía, esa segura desesperación de los niños, a la que no podía arrancar de su imaginación. Se quedaba despierta, anhelante, escuchando con el oído de un perro. Pero todo era en vano. Cuando de nuevo la vencía el sueño, era el carrito dado vuelta, con toda el agua derramada en el guadal lo que la hacía desesperar o, de inmediato, una gran creciente de agua negra, aceitosa, la que llegaba violentamente, la cubría un instante y la arrastraba luego, arrancándole ese grito horroroso que la despertaba al fin.

-Agua� un poco de agua!

El día amaneció igual. Al levantarse vio a los niños en la puerta, que lloraban chupándose las manos y a la madre, yendo y viniendo, desatinadamente, revueltos los cabellos, perdida la mirada. Corrió de inmediato a llevarles su consuelo.

-Y no llegaron, ya ve ¡Ya nu�hallo qué pensar! - le confesó desalentada la mujer.

-Ya llegarán. Habrán salido esta mañana de vuelta. -Uno poquito de agua �Señorita�-, le imploró una de las criaturas que todavía

no había terminado de vestirse. No le de, �Señorita�. Pide de mañoso. Sabía que no. Si ella también estaba muriéndose de sed. Se acordó del

poquito de agua que se había mezquinado pensando en ellos. Por eso no vaciló.

-Vamos a casa. -Se consolaron de inmediato. Al llegar miró ansiosa el lavatorio, al que imaginaba casi lleno� pero la realidad estaba allí, muda, descorazonadora.

-Y se las piensa dar? -Si. La guardé para ellos. -Y qui�haremos si Polonio no viene? -Ya lo pensaremos. Hay tiempo. �Sabía que no, que el momento definitivo

había llegado. Porque a dónde podían recurrir, hasta dónde llegar cargando esos pequeños que empezaban a enloquecerse ya, si todos los vecinos que vivían cerca se habían ido corridos por la necesidad y la sed? El puesto más cercano, donde tal vez pudieran conseguir, quedaba a dos leguas.

-Un traguito, �Señorita�. -Sí, sí� -Se había quedado pensando. Decididamente, al fin, vertió todo el

contenido en el jarro y se lo alargó. -¡No! �Intentó contenerla la mujer �Y después-, añadió-, me quiere decir qué

vamos a hacer? �Los chicos presenciaban la escena abriendo grandes los ojos, sin comprender.

-Si no llegan a venir pronto, me quiere decir qui�haremos?-, volvió a repetirle ansiosa, como perdida, seca la boca, torpe el gesto.

El miedo los inmovilizó. Fue como si súbitamente se hubieran convertido en bultos de piedra, expectantes, afinando el oído, pendientes de un remoto sonido, de un ruido que les revelara el regreso de la esperanza.

-Diga, ah? �continuó insistiendo la mujer. -No si�oye nada, mama? -Nada. -Ni se ven?-, preguntó el más petizo enaltándose en puntas de pie en

dirección al ojo que hacía la veces de ventana. -No� no� -Beban, chicos�-, y decididamente la �Señorita� le alargó el jarro al que

estaba más próximo. -Yo último-, discutió uno-, así me tomo hasta la borrita. -A todita va a dejar que se la tomen? �La mujer, desolada, no alcanzaba a

explicarse todavía aquello. -Déjelos. Tienen mucha sed. -Y usté y yo?-, se desesperó la mujer retorciéndose las manos. -Dios nos ha de mandar. -Sí, sí� tiene razón-, y suspiró hondo, como aliviada.

Como cabritas sedientas los niños bebieron hasta la última gota. -Me da la raspita �el lavatorio? -Pero hijo! �No necesitó de la respuesta para beberse, saboreando, hasta el

último barro que quedara asentado en él. -Y ahora, me quiere decir qui�haremos? �La acusaba ahora con rabia, como

si ella fuese la única culpable de todo lo que estaba ocurriendo. -Iré hasta �El Algarrobito�; ya lo he dispuesto. Cómo no me van a dar una

botella con agua, siquiera. -Si�anima ir? �Parecía no creerle. -Tengo que animarme. Aquí� -Entonces� bueno, �Señorita��-, pareció rejuvenecerse y se le alegraron

los ojos. -Voy a buscar otra botella para que lleve dos... dos botellas, �Señorita�. Y

que vaya Leandrito a acompañarla. No podía peder ni un segundo. Si la mañana avanzaba, le cortaría la salida o

la derrotaría muy cerca en medio del campo de guadales ardientes, en los que parecía llamear el sol.

-Volveremos a la tardecita. -Que Dios los ayude! �Salieron con el pequeño Leandro abrazando las dos

botellas. Ella hubiera querido bromear, hubiera querido aparentar alegría pero la preocupación le cerraba todos los caminos.

-Va triste, �Señorita�? -No, no� por qué. -Porque va tan callaita� -De nuevo intentaba disimular, pero otra vez las mil

vicisitudes de su vida de maestra campesina la acosaban y sentía desfallecer su ánimo.

-Me ha sucedido ahora lo último ya� después de esto, si termina bien, no soportaré un día más en este lugar� -Los pasos se ahogaban en la tierra encenizada, quemante, y el sudor les corría por los rostros encendidos. �Todo lo sufrido, un poco por la necesidad de trabajar, lo más por amor a estos niños, a esta gente tan buena, tan noble� pero no podré más, seguro que no. Cuando escape de este momento infernal, conseguiré un caballo, o, aunque sea a pie, haré las veinte leguas hasta el pueblo y me iré para no volver� no volveré jamás a esta tierra maldita�! �Y el dolor de los pensamientos le anegaba los ojos.

-�Señorita�� me voy cansando� mire, se mi�ha ampollau un pie.-Te lo ha quemado la tierra� Se mordió los labios. Era lo que faltaba; que no pudieran seguir.

-Nos sentamos en esta sombrita? �Accedió. Nunca había visto el cielo tan semejante a una laja gris. En un momento le pareció que se derrumbaba, aplastándolos.

Se habían quedado bajo el algarrobo de rala sombra, cada uno escuchando el clamor de su propia sed, mojándose los labios con la punta de la lengua, si hallar salida para sus pensamientos en medio del brasero del día que parecía llamear más y más.

-�Señorita��! �casi gritó enderezándose Leandro y levantando un dedito, añadió: ói�!

-Qué? �Ella no oía nada. -El carrito� -Aunque se puso de pie, ella seguía sin escuchar nada. -Son ellos! Son ellos! �gritó el niño tras un corto silencio dando saltos.

Ya no cabía duda que era el traqueteo del carrito lo que apenas alcanzaban a escuchar. Y sin pensarlo dos veces, dispuso emprender el regreso para dar la buena noticia a los que esperaban en la casa y lo hicieron sin sentir el cansancio que los llevaba aplastados. Y en la casa, todos juntos ya, quedaron bajo el ramadón, encendidos por la algarabía.

Pero en lo mejor, la señal del regreso, cesó repentinamente. -Ya ni s�oyen �comentó alarmado uno de los chicos. -Qué les puede haber pasau?-, interrogó angustiada la mujer. Sobre el

silencio tirante no se oía zumbar ni una mosca. -Iremos a averiguarlo-, opinó la �Señorita� y todos salieron por la huella

donde todavía se veían los rastros dejados por el carro el día anterior. Más de media legua caminaron y en un recodo del camino tuvieron la gran sorpresa que les hizo olvidar de la sed y le llenó de alborozo primero y de pena después: porque allí estaba el barril húmedo, oloroso a agua clara y las vasijas como invitando a beber, pero también los dos burros vencidos por el cansancio, chorreando sudor, arrodillados en el camino, gachas las cabezas, sin que hubiera poder de Dios que los hiciera seguir. Todo cuanto intentaban para reanimarlos, mojarles la cabeza, abanicarlos, ayudarles a enderezar, resultaba inútil.

-Animales �e Dios! Ahura sí que no dan más!- Y ya sin poder con su desaliento, son Polonio bajó los brazo. Afirmando el carro, contó que todo el viaje de ida y lo mismo el regreso, había sido una sola lucha con los animales que caían rendidos por la debilidad y la fatiga.

-Desátelos nomás, don Polonio. Cómo entre todos no vamos a poder arrastrar el carrito hasta las casas?

-Así si�hará, �Señorita� �respondió el hombre rascándose la cabeza. Y de inmediato unos se prendieron de las varas y otros se prepararon pera empujar de atrás como las atatangas. A la voz de mando de don Polonio, reiniciaron la marcha esperanzados. Cómo pesaba ese barril con agua!

Llegaron al patio sudorosos, jadeantes, cuando más insoportable se hacía el calor, con su carga preciosa. Y por fin los niños pudieron beber hasta hartarse.

-Aquí están sus vasijas, �Señorita�- Y de ese balde que le alcanzaba don Polonio, empezó a beber con la misma ansiedad con que lo hacían los niños, esa agua clarita, a la que imaginaba con una deliciosa frescura. Le pareció linda de nuevo la vida, buenísima toda la gente, amorosos más que nunca los niños, acogedor el árbol, alegres los senderos� y cubriéndose los ojos para ocultar sus lágrimas, sólo deseo ardientemente que lloviera de una vez para empezar de nuevo a dar clase en su olvidada escuelita.

HOMBRE ENTRETENIDO

Vaya si tiene años el viejo Nacho! Pero los lleva como si nada. Más allá de los setenta, todavía se da en el gusto de dormir en medio del patio y de levantarse junto con el lucero. Toma unos amargos lentamente, luego recorre el

gran patio y abriendo los brazos como un aguilucho, pega un silbido largo y penetrante. Al oírlo se ponen nerviosas las cabras, vuelan alto las palomas, patos, chingolos y chuñas, los terneros guachos se atropellan por escapar y, en fin, todo bicho que camina para la oreja porque conocen que ese silbido de la madrugada no es broma y que el que no obedece a este primer llamado de atención y se pone alerta para emprender la retirada de inmediato, habrá de pasarla muy mal. Saben que de quedarse merodeando por ahí será para vérselas con unos perrazos que tiene el viejo, que Dios me libre! Y porque lo tienen visto una infinidad de veces también, saben que por detrás de aquellos irá un muchacho para quitárselas a las presas, porque de lo contrario no hay más que echar a la olla o cuerear según sea el bicho, una vez que ellos le dan alcance.

Después que ha quedado el patio limpio, saca dos baldes con maíz y afrecho, pasa a los corrales de palo a pique y allí los reparte; luego, con silbidos cortos y suaves, en distintas escalas, va marcando diferentes llamados; a cada uno de ellos, empiezan a acercarse por grupos los animales, contentos todos y saboreándose.

Terminada esa faena, pareciera que don Nacho ha trabajado demasiado ya, porque luego de pasar atenta revista a sus cuadros, se sienta en un tronco caído, como fatigado, saca su guayaca de cuero overo, arma un cigarrito, chupa y chupa, y cuando lo arroja es porque ya en el mismo ha prendido otro y sigue, sigue echando humo, envolviendo con él sus pensamientos, dejándose ir. Después, cuando la ve tecleando a la tabaquera, regresa a las casas a corto paso, descuelga de un horcón una lonjita semisobada, la apretuja, la restriega otro poco, saca el cuchillo que lleva a la cintura, corta un tiento finito, cose algunas puntadas donde el recado necesita ayudándose con la lezna y se da por satisfecho. A todo esto, sigue mateando y cuando se le termina el agua de la pava, levanta un torzal, camina sin ningún apuro hasta donde dormita el machito de chacaneo y como si de pronto se le hubiera despertado una urgencia desconocida, le dice a su mujer: -Tengo qu�ir a buscar la vaca azuleja, que dende ayer no baja al agua.

Pero antes de irse, sale con las tijeras a la sombra del algarrobo, tusa el macho, vuelve al ramadón, saca el apero viejo, ensilla con prolijidad, coloca los guardamontes, vuelve al rancho y parando la nariz ñata como perro peludero, se deleita olfateando el asado; piensa que no se puede ir todavía; ya en la cocina, come lentamente, gustándolo, un buen pedazo de carne gorda rociada con abundante vino y vuelve a prendérsele a la bombilla sumido en hondas cavilaciones; cuando quiere acordar, como ve que ya es muy sol alto, deja la salida al campo para después de doce. Corta otra lonjita a la que afina con el cuchillo y arregla una rienda. Luego come su locrito siempre como si le hubieran comido la lengua los pájaros, sale después a la ramadita, fuma un buen rato y mirando el solazo de fuego que cae en el patio, se tiende feliz en una carona y ahí se queda, solito con sus pensamientos, en su propia isla interior, como si todos los demás de la casa no existieran.

Cuando le parece que el sol ha bajado, se levanta, empieza otra vez con el mate y sentado pierna arriba en su banquito petizo, fuma de nuevo hasta dejar boqueando la tabaquera. Si la cebadora se cansa o se aburre, cosa que siempre sucede porque él no abre la boca más que para chupar la bombilla, llena de nuevo la pava y sigue cebando él. Finalmente, con las piernas adormecidas se levanta, llega hasta el algarrobo grande, abre los brazos y pega

la misma serie de silbidos de la madrugada, se alborotan todos los alrededores, alza la cabeza el machito que dormía ensillado su siestita, se llega hasta el corral, abre una puerta, cierra otra, arrea algún animal hasta la represa, los mira por arriba y por abajo, se demora deleitosamente estudiando algún rastro, vuelve de allá, se prende de nuevo a la bombilla, arma unos cuantos cigarritos de chala a los que fuma parsimoniosamente con la mirada perdida en los últimos montes que se divisan a lo lejos y como a todo esto el sol ya va cayendo, desensilla el machito, lo lleva hasta la represa, le da de beber y lo deja en libertad.

Al otro día, por fin arranca para el campo en su macho viejo en busca de la vendita vaca azuleja y cuando lo va cruzando, escucha unos pasos de mula y se encuentra nada menos que con su compadre.

-Cómo le va, compadre! -Y� como a los viejos; ni d�esto ni di�aquello. -La comadre, los ahijados y los chicos? Con el saludo se pasan la guayaca de a caballo nomás y empiezan a

conversar, primero de enfermedades, de la sequía, de la hacienda flaca, del toro lindo del compadre, del caballo tal o cual, que es un mañoso y cómo vino a aprender tales mañas, luego pasan a los terneros embichados, del daño que anda haciendo el león y enseguida es la pregunta si no vio andar un animal, que no era de por ahí, que tenía una marca desconocida, más o menos así y entonces ya desmontan, uno para dibujarla con el pie medio descalzo en el desplayadito donde están, y el otro para verla más de cerca; después siguen con cuentos de perros cimarrones y de borracheras memorables y en eso se acuerdan de aquella vez que estuvieron ocho días farreando juntos y ríen con picardía de niños.

-Y si�acuerda, compadre, del Lisandro? Cuando ya nu�habíamos dejau ni kerosén pa�tomar, buscamos la puerta y nos dimos con el Lisandro atravesau en el umbral durmiendo la mona, si�acuerda? Lo quisimos sacar a la rastra, pero el bolichero dijo, y dejelón, pues, total aquí ya nu�ha quedau en qui�haga daño� Qué güen tomador era Lisandro, no?

-Pues, compadre. -Y si�acuerda qui� allá por la madrugada, contó el bolichero, despierta el

Lisandro y pide que li�abran la puerta pa� ir a otra parte donde hubiera vino, aguardiente o kerosén o cualquier otra cosa pa� destorcer?

Festeja el compadre tan lindo recuerdo y de nuevo la guayaca empieza a pasar de mano en mano. Si quedan en silencio por un momento, los dos, es porque cada uno está pensando la historia que va a acollarar con la otra en cuantito le toque el turno.

-Pero si�ha fijau, compadre, como vienen los muchachos di�ahura? -dice ya tomando el hilo del nuevo relato que va a hacer. Los otros días �taba en los de Félix y en eso ve que se están saliendo los machos del corral.

-Loncho!-, lo llama a uno de sus muchachos y nada. Lo llama otra vez y nada� Ve?, dice y le grita más juerte. A las cansadas, el otro como si s�estuviera despertando, dice en medio del humo de la cocina: -Ou�-Levantá, andá, atajá los machos que si�han saliu. No puedo, le contesta el Loncho. Y que �tais haciendo, ah? ��Toy pitando; que n�oye? � No le digo! Los muchachos di�ahura� una basura -Y se rasca con la uña la barbilla morena.

El compadre asiente bajando la cabeza y dice como desde muy lejos: -No valen un pucho, no?

Y siguen contando cuentos y mentiritas, en contrapunto y ya cansados de estar parados, se han sentado en cuclillas, después cruzando las piernas y con las asentaderas en el suelo más tarde, han ido corriéndose sobre la sombra del monte que se les iba y tras de ellos, los perros y los machitos que están con las riendas en el suelo. Así han llegado las doce, la media tarde, la tarde y ya cuando el aire fresco les avisa que la oración se les viene encima, dice el compadre Nacho:

-Eh, báchiro, compadre, qu�es tarde! Mire! -Ah, ah! Vamos, compadre? -y acomodándose el sombrerito sudoroso y

descolorido y fingiendo susto como los chicos raboneros cuando están a punto de ser descubiertos, se ponen de pie.

Los machitos al ver que se han levantado, por fin, se ponen contentos, los perros se sacuden dejando la cueva que han hecho buscando la frescura y en el suelo queda el pucherío en una larga lista como langosta muerta.

Regresan muertos de sed y con la guayaca seca y la lengua dolorida de tanto menearla.

Ya la mujer que no ha hecho más que pensar en todo el día, pobre Nacho, dónde andará con semejante sol, al verlo llegar le sale al encuentro con la pregunta: -Cómo si�ha entreteniu tanto, hombre!

No le contesta o contesta con un ademán vago, desmonta el machito y avanza adormecido, encorvado, hurgando porque sí su tabaquera vacía.

-Y halló la vaca? -lo sigue la mujer. -Y� güen� un rastro l�hi cortau más allá �el �Pejecito�� -Rastro, dice?- Le resplandece de picardía el rostro� -si la vaca �taba al lau

�e la represa y el chico l�arrió pa� las casas. Se agacha un poco más para dejar pasar. Lo ha tocado fiero. En silencio,

sobre el ruido de las usutas cascarudas, se acerca al cántaro, descuelga el porongo y se le prende al agua, muerto de sed. Y en tanto lo hace, piensa que al fin, eso no importa, porque ha pasado uno de sus días más felices, un día de esos que a él más le gustan.

NOMBRAR LA TIERRA Entre la espada y la pared; a su padre le había oído repetir esa frase muchas

veces. Pero ella entonces era chica y no entendía muy bien su significado. Ahora lo comprendía. Ahora sí sabía muy bien que era estar entre la espada y la pared. Y lo sabía dolorosamente, porque ella misma se encontraba en esa situación, sin salida posible. Necesitaba escapar, zafarse del cerco que se estrechaba más y más.

Sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas otra vez en tanto la llama de la vela seguía bailoteando en su solo pie. Mirándola viva, movediza, se le figura en ese instante un gnomo y absorta en esa idea, escapa con él como llevada de la mano y llega de nuevo a la estación de la alegría. Vuelve a aquella ventana de su casa campesina que daba a un sendero verde, como nacido en la primavera

y a un buen mozo que va cantando por él. Le siguen sus ojos, curiosos primero por saber quién es ese forastero, ansiosos después, deseosos de detenerlo, de conseguir la manera de hacerlo retornar hasta su soledad de niña campesina. Piensa que de tonto se le apura el corazón. Y en ir y venir ocupará el día, pero aquella figura y aquella linda canción, estarán presentes en la continuidad de los instantes. Se encuentra diferente, sedienta, gozosa, esperanzada sin saber por qué, presintiendo claridades nunca imaginadas; y cuando ese mismo sendero va entrando en la noche, le devuelve el viajero, el mismo viajero con la misma canción y luego, sin salir de su asombro, lo ve golpeando las manos en la misma tranquera de su casa. Enseguida le oye hablar con su padre. Si, es joven y buen mozo y viene en busca de trabajo.

Se arremolinan los días y hay hojas frescas y abejas zumbadoras, canciones enamoradas y un beso y otro y un mirarse profundamente los ojos hasta encontrarse con el claro arroyo del alma; un óvalo surge entre el reventar de blancos racimos de acacias y ve la casita recién levantada, el primer árbol, el horno, todo lo suyo. La hicieron como la hormiga, de un palito, de una simple fibra de paja y otra, amasada con barro y mucho, muchísimo amor.

Después, su hombre fuerte, su Juan, regresando por los senderos en el linde de la noche, con las manos doloridas, sí, pero cargadas de esperanzas.

Cuando las hachadas quedaron lejos, se hizo labriego y del arado que hería los árboles, pasó a empuñar la reja del arado que hería la tierra pero que le alimentaba, a cambio, las semillas.

De la venta de aquellos frutos y del pasto, alcanzaba para pagar las libretas de los proveedores y todavía sobraba para comprar un arado más, para agregar otra lonjita de tierra a la que ya tenían, algo para los chicos y también, para que ella luciera su donosura de soltera, un bonito pañuelo para la cabeza, un lindo par de zapatos. Les bastaba en aquel tiempo nombrarse, �Juan�, �María�, para sentir que seguían estado, estrechamente, uno al lado del otro. Y en medio de ellos, sus dos hijitos, con sus risas, con las primeras travesuras, llenando de alegría la sucesión de los días.

Con los ojos enormemente abiertos, continúa mirando la llamada de la vela que sigue y sigue bailando en su solo pie.

Un gruñido la sobresalta y desde un bulto que se mueve en una silla junto a la puerta, escucha al hombre que barbota palabras ininteligibles entre dientes, preso en su mundo de infierno y alcohol. Está a punto de gritar el espanto que le ha subido como un terremoto desde las mismas entrañas, pero alcanza a contenerse. Como si con eso fuera posible escapar de todo aquello, sopla con fuerzas la vela y queda arrinconada hacia la otra orilla de la cama, cubriéndose los ojos con la mano, respirando apenas, queriendo no despertar más bultos de ese mundo de pesadillas que la rodea.

Se había desvelado esa noche esperándolo, cuando oyó los cascos de dos cabalgaduras que avanzaban hasta detenerse en la misma puerta y la bulla de una conversación larga e incoherente. Más tarde los abrazos, la despedida interminable, las promesas de amistad eterna y por último los pasos tambaleantes del hombre, su Juan, la voz babosa, el fuerte vaho a alcohol.

-María�!- Ella, al escuchar morder su nombre, tembló hasta las lágrimas. Pero el hombre volvió a decir María con más fuerza y de inmediato empezó a descargar su rencor, ya sin importarle si lo escuchaban o no.

-Buen canalla tu padrino, el don José ése! Como si yo no li�hubiera matau el hambre� Me traicionó, te das cuenta? María�! Cuando llegué al boliche me

recibió de lo más zalamero. Si será zaino!- Por un momento se calla. Con un ojo que saca desde debajo de la colcha, lo ve afirmado a la puerta, sosteniéndose apenas y chupando desazonado un pucho.

-Adentro ya estaban a �punto caramelo� unos cuantos haciéndose el dormido, �El Ñato�, te das cuenta, María? No sé por qué será que a donde vaya, me tengo que encontrar con ese tipo. Empecé a �tomar� con rabia, me escuchás, María? porque ya había dispuesto qu�esa noche uno de los dos nu�iba a salir vivo del boliche.

-Qui�hizo, Juan! Diga!- soltó la pregunta enderezándose, sin poder contenerse ya.

La miró con desprecio, como para pisotearla, y el grito áspero le dio en la cara con la bocanada de alcohol: -Callesé, le digo!

-Juan!- gimió como perro azotado. -Mujeres! Cobardes, caray! Es mejor no contarles nada. Pero conmigo nadie

juega, sabís? Yo no soy barrilete �e nadie. Si� áhi s�iba a ver quién era más hombre. Y l�entramos a poner al clarete. El Ñato me buscaba la boca, pero yo decía, esperate, nomás, negro, ya te voy a servir con agua florida y de la guena, dejame nomás que cargue otro kilová más. Y ya cuando me tocó derecho, llegó como convidau a las casas, sabís, María? Maricas! Son cuerudos en la casa d�ellos, pero cuando yo les muestre mi cabo negro, es mejor que s�hinquen a rezar! Ya sabís, María, no ti�asustés si algún día te vienen con la noticia de que lo hi despenau al Ñato y a sus lindos cumpas!

No sabe si se ha callado o no, pero entre sollozos se dormita. Le seguirá oyendo hablar, sin embargo, cada vez que se despierte de nuevo, de sus peleas, de viejos resquemores que le llenan el pecho.

Nunca ha podido darse cuenta cuando empezó su calvario. Tal vez fue para el tiempo en que se acabaron las hachadas; entonces, recuerda, lo vio llegar ebrio por primera vez.

Otra vez lo vio llegar como perdido. Fue cuando soñaban con segar el trigo, un día lunes, se acuerda bien, y el domingo a la noche una manga de piedra barrió con todo.

Desde entonces, cualquier cosa que le salía mal era un motivo para hacer largas estaciones al regresar en �El Tropezón� o en el boliche que viniera.

La miseria empezó a estrecharlos. Todo parecía juntarse: malas cosechas, precios que no alcanzaban ni para pagar las semillas a veces, pero que enriquecían a los acopiadores. Juan parecía no darse cuenta de nada, no comprender que entregaba su vida a cambio de nada. Pero ella se desesperaba viendo como todo el fruto de sus sueños y esfuerzos, empezaba a escapárseles. Un arado este mes, una vaca el otro para cubrir las deudas y así a lo largo del año, sin esperanza de recuperación. Otros vecinos huían del lugar acosados por la pobreza, pero ella se rebelaba. No era posible. Tan sólo allá, muy de vez en cuando, Juan parecía asomar a la superficie, escapar de ese submundo de rencores y frustración en que vivía sumido.

-María, le dijo una tarde con su voz lenta y gruesa, -me doy cuenta que me estoy enviciando más y más y que vamos de mal en peor. Usté ve que la plata no nos dura en el bolsillo lo que un pollo gordo en la casa de un pobre. Algo tendremos que hacer, por eso�

-Irnos a Buenos Aires?-, quedó helada al oírle hacer la propuesta y como él insistiera con la humildad de los que ansían hacerse perdonar, empezó a alegar en contra de tal idea.

-Que no le da pena, Juan, pensar tan sólo que tengamos que dejar tirado lo poco que nos queda? No se acuerda cuánto sacrificio nos costó hacer la casita, regar a balde los árboles para que no se nos secaran? No se acuerda de todo eso, Juan?- El hombre callaba, se tumbaba para adentro, enmudecía. Otro día, retornaba con la idea, con la misma humildad, y al firme alegato de ella, le respondía: -No vamos a tirar las cosas, María, vamos a venderlas-. En vano esperaba respuesta. Ella no agregaba palabra y como si estuviera muy ofendida, ni tan siquiera lo miraba después. Así, cada vez más, las palabras parecían chocar contra un muro y se iban volviendo más y más escasas. Y Juan, entonces, desaparecía por días de su casa y de todo el vecindario.

A veces al regresar de sus largas farras, buscaba acercársele, intentaba hablar con ella y sus ojos de perro fiel la miraban como pidiéndole perdón. En su turbación la mujer no comprendía ni quería comprender nada de lo que él explicaba. Y más se endurecía en su empeño, por eso desde el alba a la noche, arañaba con rabia la tierra, quería meterse en ella, salvarla para salvar su felicidad.

Sin embargo, más de una noche se despertó sobresaltada sintiendo que un gran sentimiento de culpa la mortificaba sin sosiego; pero una y otra vez luchó por desecharla, porque no podía imaginarse siquiera viviendo lejos de su casa, trajinando día y noche entre ómnibus y trenes veloces, entre estrépitos y apurones, codeándose, empujándose todo el día con gente sin rostro. No alcanzaba a imaginar todo eso sin sentirse enferma, sin pensar que sus hijos, que todos ellos eran amenazados por oscuros peligros.

Esa noche, oyéndolo delirar a Juan, el fantasma del miedo se le enrosca de nuevo como una víbora devoradora en la boca del estómago; otro ronquido, otros murmullos lóbregos del bulto que sigue tumbado en la silla, la estremecen. Sabe que ya no hay escapada posible. Así no puede continuar más. Debe encontrar una salida, sea como sea, desde su soledad, por entre esa oscuridad que se le ha vuelto espesa, agresiva, irrespirable.

Pasan y pasan los segundos por su cabeza como un vendaval oscuro. Cuando ya parece decidida a consentir en favor de los ruegos de Juan, flaquea de nuevo y se encuentra donde estaba antes: defendiendo a muerte su idea, con la noche que sigue pasando afuera y por su alma. Es una ciudad oscura y tenebrosa la que se le hecha encima como un gigante monstruoso escapado de sus cuentos de niña; tiembla de nuevo y apenas alcanza a contener el grito cuando ya el horror va a partirle la garganta. Logra escapar y se refugia en sus árboles, en el horizonte lleno de luz, en sus gallinas, en el patio donde juegan todo el día sus hijos. Por un momento descansa. Cómo dejar todo eso que tanto le ha ayudado a soportar toda clase de penurias para poder seguir! Pero allí están de nuevo los ojos de Juan, no los del borracho, sino los del hombre bueno y guapo que es Juan, rogándole que lo saque de ese tembladeral, que volverá a ser el que fue si lo arranca de las aguas infectas en que ha caído. Y de nuevo siente la tortura que la cerca, que la lleva al borde de la locura y luego la arrastra� va dando tumbos y tumbos sobre los minutos y allá por el alba se da cuenta que ha alcanzado esa resolución y se prende de ella como de un hierro candente, con toda su alma, decidida a todo.

Hay otro corto remolino de días y de hojas secas, de figuras que se van quedando inertes y a las que derriba con solo soplar.

-Juan, nos iremos de aquí.

-Qué dice?- Los ojos desmesuradamente abiertos dicen más que las palabras.

-Si, nos iremos. -Se lo pedí tantas veces! Gracias, María! Yo sé que allá será distinto. Hay

mucho trabajo y estaré lejos de las malas juntas; aquí no se piensa más que en jugar y beber.

Continúa apretando fuertemente la decisión, temerosa de que en cualquier momento su fidelidad a la tierra la traicione.

-Si� allá será distinto. -Sí, María-, le responde entusiasmado y es de nuevo el mismo hombre aquél

que respondía con dulzura �María�, vibrando entero cuando ella lo buscaba con los ojos y toda su donosura diciéndole: �Juan� -Allá, -continúa-, no nos faltará agua por lo menos� y además, usté sabe, hay mucha riqueza.

-Sí, sí-, asiente con las manos juntas, mordiéndose los labios para no gritar� �todo será distinto, sí, distinto, días y noches llenas de rostros extraños, de miedos, entre ruidos y gritos y neblinas. Sí, y mucha riqueza, muchísima riqueza, aunque siempre seguirá siendo riqueza ajena�. Agua de ajenjo le llena la boca.

-Apurate, mamá! -Los chicos le gritan en ese momento desde el molinete de la puerta que da al patio, ese molinete que hicieron cuando la vaquita mocha se entraba a pisotear el jardín.

-Vamos, vamos, mamá-, vuelven a llamar los niños y están contentos y apurados por salir de una vez a tomar el tren, pero ella no, mirando las dos piezas que han quedado vacías, el patio desierto, los árboles solitarios, se siente a cada instante más y más desolada. Sobre su negro silencio canturrea el agua de la acequia evocándole los días felices y aunque está haciendo lo posible por salir, por arrancarse de allí de una vez por todas, la retiene todavía el álamo, esa varillita que ellos plantaron el primer día que llegaron y que ahora acaricia las nubes y sus ojos se quedan como pegados a los senderos estrechos que la llevaban a todas partes. �Ya voy�, �ya voy�, quiere gritar, pero no puede y sigue allí clavada, sintiendo cómo va muriéndose, cómo va derrumbándose su vida segundo tras segundo, quedándose en ese pedazo de tierra, con todo eso que era pedazo de ellos mismos: la quintita, el ciruelo, el hornito para asar el pan. Le sudan las manos y siente sed. �María�!, �María�!, le parece que la nombran los árboles, la esquina de la casa, el viejo palenque de atar los terneros.

-Mamá, que llegaremos tarde. -El grito de los chicos que la arranca finalmente, le cortan aquel cordón umbilical que la sujeta a su casa. Se afirma a un horcón de la ramada, cierra los ojos y nombra en voz baja su tierra por última vez, suave, lentamente, acariciando las sílabas, despidiéndose para siempre de lo que ya ha dejado de pertenecerles: �El Duraznito�!

Dos lágrimas le hacen arder los ojos al desprenderse de su tierra. En ese mismo momento, al dar el primer paso, siente que ya no es más que una mitad de sí misma, la mitad que marcha en busca de Juan, de ese hombre bueno y honesto que debe seguir estando en alguna parte de Juan, al que intentará recuperar más allá de todos sus miedos, de ese fantasma terrible que se levanta entre humos renegridos y ruidos de una ciudad a la que imagina cada vez más monstruosa.

La otra mitad suya queda allí, con la frente afirmada al horcón, repitiendo como un rezo el nombre de la tierra querida: �El Duraznito�!

BRUJULA DE AMOR No había podido pegar los ojos en toda la noche. Tres veces cantaron los

gallos. Los oía cuando empezaban a prender su canto, lejos, por el alto y bajar como una candela sonora encendida en el pico de los de más abajo hasta llegar a distinguir claramente ya uno de otro en las casas vecinas: el chillón de los Olmedo, el canto ronco y desabrido del gallo de la Adelma. Estaba inquieta; no podía más.

Oscuro todavía, se levantó tratando de no hacer ruido. Quebró unas ramitas, destapó las brasas de la ceniza, prendió fuego en un soplido y puso la pava. Apenas había doblado las rodillas, oyó temblar suavemente el patio a los pasos de su hijo.

-Qué, ya se levantó, mamá? -Y qué quiere que m�esté haciendo en la cama? No me prendía el sueño,

niño. Se chupó los labios secos y su mano vieja le pasó el pañuelo por los ojos lacrimosos.

-No me diga que �ta por llorar! -No, no� -Hizo una pausa; pareció que se le había cortado la respiración. -Le quería dar unos mates� antes de� por eso. Y lo miró y tenía en el

rostro esa sonrisa triste con la que él siempre la recordaba al tenerla lejos. -Antes de qué, mamá? -Aunque usté no mi ha dicho nada, ha�i saber que los viejos adivinamos las

cosas. -Es que� -La voz ronca muere como tragada por un arenal. -Lo oí revolver sus cosas, anoche; ya se lo qui�ha dispuesto. No me diga

nada. El hombre carraspea con fuerza, monta una pierna sobre la otra y junta las

manos como en un acto de contrición: -No me queda más qui�hacer, mamá� -Mezquinándole los ojos, encajándolos en las jarillas ennegrecidas del techo, la anciana suelta la pregunta resentida: -Ha�i saber por lo menos ande se va.

-No sé� donde Dios diga. -P�al �norte�, acaso? Asiente con la cabeza, suelta el cuello y queda en silencio, mirando el suelo. -El �norte�� -Le brillaron los ojos a ella, como si en ese momento le fuera

dado ver y oler otra vez, ya en los últimos tramos de su vida, aquel pedazo de tierra que últimamente ha venido soñando sin descanso.

Se contorsionaban en el fogón las llamas, cincelando como a punta de fuego los dos rostros. Y el �norte� distante, en el alma de los dos se hacía recuerdo surgente, con todas las armonías del agua que canta entre las piedras, que baja jugueteando las pequeñas compuertas y del verde que se alza desde la punta de los álamos poniéndole sus pinceladas de vida al cielo.

Callando, chupando ahora pausadamente su cigarro, el hombre miraba el rostro descarnado, de trizada piel de su madre, ahí, chiquita, como un atadito de

sombras y la ubicaba de nuevo, allá, en la que fuera su casa del �norte�, con su figura joven y el espíritu invencible, luchador, alegre, alentándolos a todos a no aflojarle ni tranco de gallo a las tareas del campo, por más duras que fuesen.

Muchas veces, en esa misma cocina le había oído decir, alzándose su espíritu de entre su ceniza, de años, como un pájaro en primavera: -Hi siu más alegre qui�una golondrina, pa� que sepan� Y ahura, si si�ofrece entuavía, mi�han de ver revoliar el pañuelo y dejar la polvadera, nomás, en el patio!

Con sus ojos de niño la ve de nuevo, allá en el patio fragante, rodeado de nardos, recién regado con el agua de la acequia que pasaba achicándolo, armando la rueda familiar en las tardes de fiesta, donde todos bailan y cantan y donde ella no se da respiro en ir atizando la algazara con sus dichos y �salidas�.

-Apurala con los remedios, muchacho! No te dejis basuriar! �La música criolla los une y apega más a la tierra. El aire, en esas noches de verano, jugaba en los álamos altos, por la acequia se estiraba con su verde aromoso la veramota y el silencio escuchaba caer cantando el agua desde los saltos de piedra.

O si no, era un cuento que le hacía a su viejo, cosas que se le ocurrían para hacer reír a los de la reunión: -El nunca ha siu un hombre di�armas llevar. Ni cuando s�iba al sur a la cosecha, conseguía que llevara ni siquiera un palo pa� defenderse. Pero resultó que dos o tres años seguidos, en un paso muy estrecho qui�había en la sierra, empezaron a decir que salían en la noche unos gauchos que les dejaban limpitos los tiradores a los pasajeros. Güeno, pa� que no te vas a dejar desplumar, le digo un día que �taba ya en preparativos �e viaje, voy a vender la �música� y te voy a comprar un revólver. Dicho y hecho. Güeno, pues, se jueron. Y él muy contento con su revólver. Han llegau, señor, han cosechau, si�han rinchiu los tiradores �e plata y han pegau la güelta. Al llegar a la estrechura d�ese paso en medio �e la sierra, ya iban con el cuero medio encogiu por el miedo, que nu�es zonzo. Mi viejo por cogotiar con el revólver, había dejau que su macho hiciera la punta. En eso si�oyó algo como un ruido muy raro y les pareció ver un �jueguito� medio apagau en l�oscuro. Güeno, han pensau� estos son los gauchos� con el alma en un hilo han seguiu, porque juera pato o gallareta, había que cruzar por ahí nomás� y siempre mi viejo haciendo la punta. En eso, al dar güelta unos peñones muy grandes, alcanzó a �devisar� unos bultos que parecía se le venían encima resollando, Señorcito! Ahí nomás el hombre peló el bufoso, pero con el julepe que tenía, en vez de gatillar, se los tiró de pedrada y encaró cerrando los ojos! Qué les cuento! N�hubo gauchos ni nada� nu�era más qui�un burro viejo que ya nu�agarraba ni el sueño� pero la pasmadura había siu tan grande que ni a mirar p�atrás si� animaron después. Así jué� yo lo supe. Cuando el muy señor llegó acá y m�enteré �e l�hazaña, me dio tanta rabia que quería hacerlo montar otra vez en el macho pa�que juera a buscarme el revólver. Qué viejo éste! Ande si�habrá visto otro gaucho igual!� Y todos le festejaban sus bromas.

Ahora era otra cosa. La había arrinconado fiero la vida, que barrió con todo lo que era de ellos. Aquella propiedad con álamos, alfalfares y carros, su viejo, sus hijas, que se fueron jóvenes, como esas estrellas nuevas que se apagan de repente� Le quedaba a su lado el más chico y lo remontaba como a un barrilete bonito, hasta que un día, cuando ya era un jovencito, cuando más necesitaba que la ayudaran, cortó el hilo y se fue, lo mismo, lo mismo que los barriletes, quién sabe dónde.

Cuando murió la mayor de sus hijas, su soledad y necesidad la llevaron lejos, a acompañar a su yerno, a ayudarle a criar sus nietos, allí, entre unas sierras bajas, unos algarrobos de troncos gruesos y un silencio primitivo, indígena.

-Aquí nada le va a faltar� -Era cierto; ni comida ni ropa, pero todo lo demás, sí. Se encogía como para que no le dolieran los lazazos de la vida. Y así había llegado para ella esa madrugada, en que estaba guardándose las palabras y alargándole el mate al muchacho, viejo ya de años y sufrimientos, pero siempre el niño, el único de los diez que le quedaba.

Lo está mirando allí, con su vieja camisa, rotoso, medio desnudo, llena de canas la cabeza, con sus hondas ojeras de trasnochador, sueltos los brazos, chupando el mate en doloroso silencio.

Si se habrá floreado con su muchacho, allá, en las fiestas criollas! Donde él pisaba se habían de arremolinar las chinitas más buena bailarinas y, elegida la mejor, no había más que pedirle a los guitarreros que arrancaran con una zamba, para que toda la mosquetería supiera, entonces, lo que era sentir y lucir en un baile de los de la tierra!

Ninguno como él, que era un chico todavía, en el acompasado golpeteo de sus botitas gauchas, en el intencionado y gracioso decir del pañuelo, en la sonrisa donosa donde pareciera revivir pujante una raza que se negaba a desaparecer.

Después� para él, también, la vida abrió otros caminos, le ofreció una muchacha para querer hasta la muerte, como la quiso, como se quisieron. Ella lo supo bien, porque lo vio como trabajaba para alhajar el rancho, para llenarlo con todo lo más lindo. Pero un día, porque sí, se le quedó hecha sombra. Cosas de la vida! Ya nada quedaba de todo aquello en el �norte�. Nada. Cuando se vio así, sólo y manoteando como un chico, se acordó de su madre, que estaba lejos. Por eso, cuando su cuñado le dijo que podía ir a trabajar a su lado y vivir con ellos, se decidió a abandonar ese lugar tan poblado de tristes recuerdos. Además, estar al lado de su �vieja� siempre iba a ser una gloria.

-Nada le va a faltar allá� -Cierto. No le faltar nada. Sólo aquello que le había quitado traidoramente el tiempo y que le había dejado en el pecho una sed, un escozor una angustia que no se iba con nada.

Intentó olvidar trabajando como un bruto, primero; pero no duró mucho su empeño. Se lo fue viendo más y más aniquilado y después empezaron a encontrarlo a cualquier hora como adormilado en los boliches, al lado de un vaso con vino al que miraba fijamente como si de su contenido fuera a salir el alivio que andaba buscando; y así se estaba horas y horas, ausente, lejos. Y los yuyales crecían en su sembradío; y en su cuñado el fastidio. Hasta que vinieron las primeras recriminaciones. Otras después. La tarde anterior, la última.

Ella lo sabe, aunque nada haya oído ni le hayan dicho, porque lo ha leído en los ojos de su muchacho, que siguen siendo los mismos de cuando era chico y se lucía con él en los patios criollos. Después, lo ha oído hurgar toda la noche en el cuarto, como si fuera una rata, juntando sus cosas.

Le devuelve el mate y quebrando ese largo silencio que los ha estado dejando mirar en el mismo espejo, antes de salir, apenas le dice: -Ya vuelvo.

Ella, de memoria, ceba otro mate y lo chupa con lentitud. Algún cabrito bala lejos, lastimeramente. Ya quiere irse la noche. La rama nueva del día se arquea levemente al peso del último rocío sonoro que cae del pico de los gallos.

Apenas ha terminado el mate, cuando de nuevo lo ve aparecer a su hijo trayendo un atadito bajo el brazo. Le parece abultado todavía para lo tan poco que tiene. Ella sabe que se irá con una mano atrás y otra adelante, como cuando vino.

-Ya mismo se va? -Ya� voy a agarrar el ómnibus en el cruce. Casi no se anima a mirarla a los

ojos. Es seguro que se echará a llorar. Y entonces, más duro se le hará arrancar.

-Güeno, vamos. -En el acto, le ha saltado con su decisión, a tiempo que se acomoda un poco los cabellos viejos y se los cubre bien con el rebozo desteñido.

-Pero� cómo! -Lo dicho. Me voy con usté! -Pero, mama� si no sé ni�ande me voy! -Nu�importa: vamos! -Di�aquí no la dejarían ir nunca! -protesta intentando convencerla todavía,

seguro que por nada del mundo los nietos, que la adoran, la dejarán marcharse si se enteran.

-Y qui�usté les va ir con el cuento �e que me voy? Lo qu�es yo ni pienso decirles-, replica con terquedad.

-No mama� pero� -A más� qu�ellos me mandan, acaso? Di�ande! Y encara con su porfía,

tiesa, gachita su figura delgaducha, hacia la puerta alumbrada por el leve resplandor de las brasas.

-Y no va a llevar nada? -le pregunta sin salir de su asombro todavía. -Y qué más qu�el rebozo y mi persona! Le parece poco? -El aire fresco de

afuera, le aviva la decisión. Y agrega, sin poder contenerse: -Y vamos ligerito, pues! A ver si todavía llegamos tarde al cruce! Ya nada tiene que oponerle. El hombre le da el brazo y salen tropezando

entre los perros que duermen tirados en el patio. El lucero, arriba, con su último resplandor, anda despertando pájaros en el monte. Los dos bultos caen, sin alzar una bullita, al estrecho carril. Y se van, se van sin nada en las manos, alentados por el pensamiento de que esa misma noche ya estarán respirando las claras estrellas del �norte� querido, que es lo más fragante que hay en sus almas.

AMORES Y NO MATUASTOS El rancho se hunde entre los cardos rusos y �uñas �e gato�. Espinas arriba y

abajo. Un viento caliente del norte bosteza sostenidamente su pereza. Sentado en su silla petisa de cuero, chupando su cigarrito junto a la puerta

que mira al norte, el viejo, pierna arriba, se deja adormecer por sus pensamientos.

-Agüelo� pu�allá viene una.

-Qué dice su chico �e porra? �Fastidiado sacude la mano con dureza, como para espantar una mosca.

La criatura ha interrumpido en el patio el acarreo de tierra que llevaba en una cadena de latas de sardina y continúa mirando a lo lejos.

-Que más allá del desplayaito viene una-, repite pasándose las manos sucias por el pelo largo y lacio que le adelgaza la cara sumida y paliducha.

-Déjese �e joder!, -masculla el viejo y vuelve a caer en el remolino de pensamientos que lo arrastran.

-Vida perra esta� y ya van� qué sé yo! Como cuatro días van ya que me tienen di�aquí p�allá como maleta �e loco! Pero me la van a pagar, como qui�hay Dios, los Arce! Trompetas! La vez que consigo agarrar una changa pa� ganarme un rial, mi�han de robar las dos ruedas del carro petiso! Qui�ñau �e gente! Y pa� qué buscar un rastrito siquiera� no dejan nunca ni seña� Y dar cuenta a la polecía? Güeno� es perder el tiempo� entre ellos s�entienden, Basuras! Y yu�aquí con las manos cruzadas y sin cinco. Pa� mí? Es lo de menos� me las aguanto� No mi�hace ni la tos pasarme dos o tres días sin probar bocau� un charquisito �e zapallo, un caldito con el �gustador�, ya está� me sustenta. Pero el otro no� es delicau. Ah, no� pa� él, lo güeno, lo mejor� si no, áhi nomás ya monta el picazo, Y todo por culpa �e la finada que lo malcrió�De balde yo le decía: -No li�haga en todos los gustos� es un perjudico� pero no� cada antojo de él, era una orden y áhi �ta! Y a más, el chico precisa pan, li�hacen falta unos tragos �e leche� el sí, es chico todavía, qué embromar! Ablandan el corazón los güérfanos� Pero a quién se le puede ocurrir, carasta, asentar una vela encendida en un tambor lleno �e nafta? Sólo a un borracho� sólo al padre d�él� y es claro� tenían que volar todos como una chalita con rancho y todo. Y bendito sea Dios! El pobrecito que tuvo que salvarse! Qué cosas tiene la vida! Güeno� a m�hija, la pobre, que Dios li�haya dau su santo descanso! -En un suspiro largo se le va muy lejos el recuerdo.

-Agüelo� se viene, nomás. Qu�en será, Agüelo? Como si lo levantaran desde el fono de un pozo, vuelve a abrir los ojos y se incomoda.

-Que me deje di�amolar, l�hi dicho, amigo! -P�acá viene� bata amarilla� a lo menos. -Si viene áhi llegar. Levante d�ese resplandor que li�ha di�hacer mal. En

seguida me va a venir con que le duele la barriga. Ya puso agua en la tinaja? -No, agüelito. -Eso había di�hacer más bien antes d�estar bolaciando. -Uff! Si es barro nomás lo qui�hay en la represita! -En cualquier rato áhi llover. -Bah! Si no se levanta ni una nubecita, no ve? Los ojos tristes del niño suben

hasta el cielo barrido duramente por el viento. -Pero qué sabe usté, me quiere decir? Ya lo conoce; deja pasar y luego le pregunta: -Hago un jueguito, agüelo? -Y qué va a poné, ah? -L�oyita petisa� -Los ojos agrandados por las ojeras, se alegran como si

fuera cierto lo que está soñando. -Como si hubiera algo qu�echarle� Y entienda que ya l�hi dicho que se deje

d�embromar� qué tantas polkas y mazulcas ralas�! El chico se coloca de espaldas a la pared de adobe y se queda distante,

hurgando adentro su resentimiento. Al quedarse quieto siente que el hambre le

raspa la barriga. Las piernas débiles, morenitas y sucias, parecen viejas raíces de algarrobo que lo están apuntalando. El viejo se acomoda mejor en la silla, se pasa suavemente la mano por el pelo canoso y grasiento, sacude la cabeza y vuelve a entrecerrar los ojos. El viento norte, cada vez más cargoso, le desparrama los pensamientos, aventándole el recuerdo de sus últimos animalitos muertos de sed, del tiempo cuando podía arar el día de punta a punta. Vuelan los cardos, arañan el techo algunos, corren dándose vuelta por el patio otros, entre una polvareda cenicienta y cálida.

Los recuerdos ingratos siguen machacándole el corazón; vuelve de nuevo atrás y se ve llegando a la policía el día aquel, para denunciar a los Arce y se encuentra con que los otros le habían ganado de mano acusándolo del robo de un novillo; más que suficiente para que sin decirle �agua va�, lo pasaran a la �capacha�.

-�Y allá el rancho sólo y el chico abandonau, mientras el otro compadrón quién sabe por dónde andaría en ese momento, con su gran pañuelo al cuello, las alpargatas floriadas y oliendo a agua florida, haciéndole los bajos a la chinita �el agrandau �e Lucero y cortando grande él también, como li�había gustau toda la vida. Qué sacaría con eso? �Ta �el zonzo! Si no digo? Novillito maniau y de noche� Yo� yo, que mi�acuesto todos los días con las gallinas�Güeno, esto es un decir, porque gallina no me queda ni �una pa� remedio� ni el gallo viejo� el hambre m�hizo barrer con todo, qué se va a hacer! Ve? Y la chinita que no llega? Güeno, si�habrá vuelto� o habrá agarrau pa� otro lau� mejor! -Sus ojos chiquitos la buscan más allá de los cardales, entre la polvadera y el sol que resquebraja la tierra, pero no la encuentran. Se acomoda el bigote y vuelve, sin querer, a seguir espulgando esos mismos recuerdos.

-�Menos mal que don Ciriaco me dio una manito y el comisario se dio güelta, gracias al voto� tendré que darle el voto esta güelta, total� Ahí ya pude saber que todas eran matufias �e los Arce� ¡Trompetas! Ellos nomás se lu�habían comiu al novillo, no les digo? Y áhi cerca me tenían escondidas las ruedas �el carro petiso! Se valen de qui�uno es viejo y no tiene horcón ande arrimarse pa� cargarle los muertos. Por suerte que ya mañana podré empezar a trabajar� pero� y ahura� pa� comé este día, di�ande saco un rial? Porque también hay que comer en este día� no se lo puede saltar� esa es la macana! A lo mejor si voy y lo encuentro con la güena al �Turco�, me fía una yerbita, aunque más no sea� El otro compadrón podría andar trabajando p�ayudar con algo, en vez de pasársela pechando mostradores en los boliches y ponderando sus grandezas� vistas en otro poder� Pero, y la chinita? Qué s�hizo la chinita?

-Agüelo�! -La voz finita sale como desde adentro de una cueva de ratas. -�Ta el día �e miéchica! Si ya lu�ahuga a uno! -Una olada polvorienta le vuela

el mechón blanco-. Qué dice? -Agüelito� veya� veya� ya viene yegando esa�! -La manita negra y sucia

se alarga señalando. -Cuál, m�hijo? -Ufff! Agüelo� usté ya no ve ni cabras ensilladas! Pero véala� si viene

como una ternera asoliada. -Se mi�hace qu�es la chinita �e Lucero. -Muy aparente es� Lástima nu�estar el Juan, agüelo! -Se muerde los labios

y le bailan los ojitos. -Qué va estar, ese compadrón! Salga y espántele los perro no seya que

l�hagan hilachita y la tengamos que pagar por güena!

El viento arenoso recibe los gritos del niño y los castiga lejos, sombríos, traspasados como por una flecha de hambre tras los montes que desfallecen más allá del rancho chupados por la sed.

-Gaucho! Escopeta�! Tigre�! -Los ojos asustados de la muchacha se asoman al alma del viejo.

-Nu�está Juan, don Barroso? -La ansiedad le vuelve más bonito el rostro. -No, m�hija; pase más adelante. Qué me la trái por acá� -Resulta que� -Se retuerce las manos; tiene la cara morada; con los dientes

sostiene las dos puntas del pañuelo blanco que le cubre el cabello retinto. Gruesas gotas de sudor le humedecen la frente joven.

-Qui�anda haciendo por estos desamparos, m�hija, -insiste quejoso. -Resulta que� como le decía� güeno, vengo juída, don! -El viejo, al oírla,

pega un salto como picado por una araña y queda en pie, tenso, sostenido por su asombro.

-Qué m�está diciendo? -Que me vine �e casa; tata no quiso darme el consentimiento pa�casarme con

Juan� y como él me dijo que s�iba ir del todo al sur si no� -Y usté sabe ande se jué ese trompeta? -P�al lau �el pueblo agarró anoche. -Juna! Pero cómo se li�ocurre venirse así nomás, m�hija! No se da cuenta en

el compromiso que me pone? Lo que me faltaba�! -Chupa con fuerzas el pucho y las mejillas hundidas no le dejan más cosa viva que los ojos.

-Es que lo quiero a Juan, por eso� disculpe, don� A más, que ya nu�es vida la que me da tata� siempre borracho� siempre insultando�!

-Y qué va a hacer aquí? Nu�hay ni en qué cáirse muerto, no ve? Lo que el otro gana no li�alcanza ni pa�los vicios. Como p�alimentar mujer�

-El me dijo� -Mentiras, perras mentiras, esu�es lo que li�ha dicho! -Se le han encendido

los ojos por la rabia. -Que no se da cuenta? Mire� asomesé� -Con la mano le descubre toda la miseria que hay adentro. La muchacha pasea la mirada por el rancho semioscuro, donde tan sólo alcanza a distinguir un cajón sostenido por cuatro patas que hace las veces de mesa y un viejo catre de tientos. Aprieta con fuerza los labios para no reventar en llanto y saca fuerzas para insistir.

-Esu�es lo de menos� yu�hi de trabajar aquí en lo que sea, sabe? -Se afirma a la pared sosteniendo con una mano la pollera a la que el viento quiere arrebatársela.

-Bendito sea Dios! Qué bicho porfiau es la mujer! Cuando iba a tener paz, yo! Si nu�es por roto es por descosiu! Ahura l�único que falta es que venga su tata, le dé a usté una güena soba y a mí una golpiadura �e mi flor! -El pensamiento le arquea la osamenta y le echa la cabeza hacia delante, con la mirada fija en el suelo.

-No, don� si él nu�está en las casas, -le dice como si hubiera acertado con la solución.

-Ve, qui�antojo! Peru ha�i volver, pues. -Yu�estaba sola con la Panchita. -Y tuvo alma pa� dejarla tirada? Angelito �e Dios! -Es que� sabe? Yu�hi pensau que, después, si Juan quiere, la voy a trair

también� es chica, pobrecita� qué gasto va a hacer� y a mí solamente es pegota� Ande voy me sigue como pollito huérfano� -Dos gruesas lágrimas se le descuelgan calientes por las mejillas.

-Claro, sí�-, duro por dentro, se atuza el bigote el viejo y añade burlón con voz pastoza: -Y después va y lo busca a su hermano, el que sigue, después al otro, al otro y al otro y al fin a su tata también, si gusta� total� somos poquitos aquí, y ya ve, el rancho es grande� ufff! muy grande y la plata entra a paladas, no ve? Tenimos �e todo: yerba, harina, carne, galleta� �e todo, no le digo?

-Deme galleta, agüelo?- Por una rotura de la pared de chorizo, desde adentro asoman los ojos suplicantes que gritan el pedido.

-Cállate! Si no digo, su chico �e porra! La muchacha sigue inmóvil, buscando la sombra de la pared, con una mano

en la amplia cadera saliente, brillantes sus ojos de enamorada, vistosa con su blusa amarilla, aunque no alcanza a esconderle los pies, cuyos dedos asoman impertinentes desde las zapatillas rotas.

-Esta rama no se me va a atar, carasta!-, masculla de repente el viejo, tras masticar mil pensamientos en un segundo y se levanta como disparado por un resorte de la silla y sale al patio.

-Ande va, don? A buscar un testigo pa� cuando llegue la polecía a buscarla� por qui� ha�i

venir� usté es menor de edá� -No, don, si� -No, no� a mi no me vengan con estos bailes- protesta alzando un brazo

yéndose a las chuequeadas. -Nu�haga eso, don!-, le suplica ella siguiéndolo hasta el patio que quema

como un horno. -No me venga con lloros� yo sé bien lo qui´hago!- Y todavía rezonga

sacudiendo más fuerte el brazo como para aventar su fastidio: -Con las necesidades qui�andamos pasando y todavía esto� una arrimada�! Si no digo! -Bajo el algarrobo de rala sombra, monta en su flaco, se asegura el sombrero, le pega unos talonazos con rabia y se aleja royendo amargos pensamientos.

-Si será�! Justamente ahora que nu�hallo ni�un rial pa� comer nosotros si�ha�i venir una allegada! Juna! Juro que si llego a agarrar una gallina a tiro, aunque sea ajena, me la traigo. Ya nu�es vida esto �e no darle nunca el gusto al diente! Caldito y charqui� charqui y caldito� Jué perra�! Pasteles nunca! Y tanto que si�ha golpiau uno pa� llegar a esto!

EL resentimiento y la rabia le hacen morderse fuertemente los labios. Va por un sendero estrecho entre cardos, cruzando el solazo de enero. La sombra, chiquita, se le pega al lado. El overo viejo, gacha la cabeza, la levanta sólo cuando una matadura del lomo lo quema de dolor. Los cuatro perros van trotando adelante, largas las lenguas, como puestas al trasluz las costillas. El viento arrastrado, le llena los ojos al viejo y se le mete entre el bigote y la barba rala por la boca reseca.

-La pluma esta� güena cosa había siu ¡Tierra irán a comer con el Juan! -Tata! Ande va�! -Lo sujeta saliendo de entre los yuyales una voz agria y

deshilachada. -Di�ande salis áhi, loco! -El overo viejo se ha detenido sin necesidad que lo

sujeten. -Y no ve? Me pilló el día� -Y la risotada le hace brillar la cara redonda y

morena. -No sabís qui�ha llegau l�Aurora a casa? -Quiere retarlo, avergonzarlo con

sus palabras llenas de rabia.

-Se vino nomás? Ah, viejo ¡Esos son amores y no matuastos! -Hace roncha su hijo ande pisa�! -Y echándose para atrás se quiebra en la cintura y suelta un alarido interminable: -Piujuuuuuuuuuuuu! Se queda después, inmóvil, como para que lo miren, la cara llena de risa, petiso, con el sombrero aludo y ceniciento tirado a la nuca, volándosele el pañuelo blanco con grandes manchas moradas, colorados los ojos, babosa la boca y abrazando con cariño dos botellas con vino y sosteniendo la maleta que le cuelga al hombro, hasta la boca de mercadería.

-Y p�ande va yendo, si se puede saber? -Con Juan trastabilla la pregunta. -A buscar un testigo y después a la polecía pa�dar cuenta d�esto! -Pero hombre� ¡Déjese �e macanas! Venga. -Le toma las riendas del

caballo y se lo da vuelta de un sólo tirón, dejándolo de cara al rancho. -Yo nu�hallo por bien hechas esas cosas, ya lo sabís! -Pero no s�enoje, hom� si no vamos a vivir arrimaus� nos vamos a

acollarar con cura, padrino y todo� qué le parece, ah?- Y lo mira, alegres los ojos, haciendo pie para que no lo arrastre el viento que le infla las bombachas.

-Linda l�has hecho-, se le oye la protesta al viejo, en medio de una olada de viento que por poco no se le va con la blusa.

-Güeno� qué tantas pulgas ariscas! Los gustos son gustos, dijo una vieja y�

Más vivamente le resplandece todavía el aire de fiesta en la cara del muchacho -Y ahura mesmo vamos a empezar a festejar, no le parece?

-Como festejo te va a dar el viejo Lucero en cuanto ti�agarre!-, reniega el viejo en voz más baja, aflojando.

-Si puede� m�empresta un peso!- Y da dos saltitos de zamba para atrás, tambaleándose -Tome un trago y Santas Pascuas!-, agrega alcanzándole una botella. �Linda l�Aurora, no? Qui�ojos tiene la china! Como p�andar a oscura con ella� con esos faroles, no?

El viejo le ha capujado la botella y le hace unos gorgoritos como si estuviera muerto de sed. Después, con el dorso de la mano se seca los labios y se saborea arrugando la cara.

-Cosa linda l�Aurora�! Y respondedora, ah? En cuanto l�hice una señita áhi nomás se vino. Ah, muchacho! Nu�es así, tata? Es o nu�es�

-Cada uno sabe sus cosas-, le responde lentamente. Los tragos de vino ya lo han dejado por dentro más blando que corazón de penca.

-Eso� Y a mí me gusta� y mi�ha respondiu� y sobre el pucho, como se precisa! Linda l�Aurora, ah?- Y tras interrogarlo insistentemente con la mirada, apura antes de la respuesta el contenido de la botella hasta dejarla tecleando.

-Y qué llevás áhi, en la maleta?- La curiosidad del estómago salta, olfateando con los ojos, al saco de lona.

-Harina, pimienta y pasa di�uva pa� los pasteles� qué si�ha créido! Ya va a saber qué mano tiene l�Aurora pa� los pasteles!

-Y qui�acaso ya sabías que s�iba a venir la chica esa? -Y no? Cuando el viejo me la negó, l�hice creer a ella que si no se venía a

vivir conmigo, m�iba ir pa� siempre �el pago� y se vino nomás! Hay que saberle la güelta a las mujeres, viejo! Y su hijo se las sabe� ah? Zoncito le salió su hijo, no? -Y de nuevo lo obliga con la botella. Por el garguero del viejo pasa el vino caliente como si fuera agua manando de helada vertiente.

-Así es que va a ser con pasteles la cosa?- Una risita le sube ahora del estómago, luego de dejar vacía la botella, y los ojos se le dilatan ansiosos.

-Y claro! Qué si�ha pensau! Que soy un cualquiera? No, no, caracho! Con pasteles y todo áhi ser mi�acollare, que pa� eso el Turco fía!

Se le hace agua otra vez la boca al viejo pensando en semejante banquete. -Y qué vamos a estar haciendo aquí. Vamos, nomás, entonces, pues- Habla

ahora como si lo hubieran descargado de muchos kilos de cansancio, y, rejuvenecido se quiebra el ala del sombrero en cuanto el otro le da el consentimiento con la cabeza, le encaja un talerazo al overo viejo y empieza a medir por leguas los metros que faltan para llegar al rancho.

-Linda l�Aurora! Y con pasteles� piujujuuuuuuu! -El grito del muchacho se enreda entre los cardos que siguen volando con violencia aventados por el viento norte y se desbanda sobre la dolorosa soledad del descampado inmenso. Un perro, muy lejos, parece responderle llorando.

Antes que alcancen a pisar el patio con su promesa de fiesta, les sale al encuentro la sombra flaca del chico, sujetándose con las dos manos las tiras del pantalón abolsado, al que ya se lo despega el viento.

-Se jué l�Aurora!-, les grita. No han oído bien y siguen avanzando. -L�Aurora se jué�!-, insiste con más fuerza el chico y entonces sí, se

detienen de sopetón y uno a otro se miran desconcertados. -Se jué?-, preguntan tras un instante al unísono. -Sí. -Ande. -Y a la casa d�ella, pues. -Pero� cómo�!- Los ojos de Juan, que la siguen buscando asombrados por

el rancho, no comprenden. -Dijo que pa� pasar una vida �e perros acá, que más bien s�iba a pasar

hambre allá, junto a la Panchita� así dijo ella� yo que sé�! -Perra!- La rabia de Juan aplasta contra el suelo la botella con vino. -Se dio cuenta? Si será�- razona el viejo ofendido. -Pu�alláaaaaaa va�- continúa el niño alargando las sílabas y levantando el

brazo a la altura del horizonte polvoriento. Borrándose lejos, se ve el bultito amarillo culebreando entre los cardos.

Atrás del rancho, el charquito de la represa da las últimas boqueadas muriendo de sed.

AMOR DE MONTONERO El viento frío que bajaba de las cumbres, silbaba por los tabaquillos. Leves

copos caían cadenciosamente, se arremolinaban y como pelusillas, pasaban flotando al bajo profundo, que se ahumaba con una nubazón pegadiza, negra, agorera.

El jinete, encogido bajo el grueso poncho, con las manos ateridas, dejaba avanzar a voluntad su caballo, que lo hacía muy lentamente. Ni un rastro alcanzaba a percibir ni una senda entre la cerrazón y ya la noche se le venía encima.

El deseo de ver a su madre cuanto antes, lo había tentado a cortar camino por una serranía abrupta, totalmente desconocida para él. Por referencias, a media tarde debía dar, en una bajada, con un rancho de piedra en el lugar llamado �La Tinajita�, pero hasta esa hora, no lo había localizado. Dudando, se detuvo y parándose en los estribos, oteó detenidamente el panorama. Lejos le pareció distinguir un hilo de humo que se encumbraba y un manchón verdinegro como trepando el altozano.

-Por áhi� por áhi puede ser� -Y ya más conforme, extrajo de sus alforjas el chifle y tras echar un grueso trago de aguardiente, animó nuevamente a su caballo. No había andado mucho bajando el pelado pedregal, cuando percibió un apagado campanilleo de cencerro.

-Ah, ah!-, dijo como para oírse y ya con la esperanza de un tibio refugio brillándole en los ojos, se dejó llevar por el caballo entre la nieve y la oscuridad que se tupían más y más.

Un ojo de luz le ubicó el rancho contra el cerro y le aventó toda duda la perrada que se le vino encima como para achurarlo.

Defendiéndose como pudo, sujetó su caballo en el patio resbaladizo. -Ave María Purísima! -Sin pecau concebida! Apiése, forastero! Sin hacerse repetir la invitación, se descolgó pesadamente. Estaba como

pegado al apero después del traqueteo de todo un día sin parar. -Qué noche p�a campiar sendas! -Doy gracias que topé con el rancho di�un criollo! -dijo sacudiéndose el

poncho. Tenía los pies congelados. A la leve claridad, podía ver a su interlocutor, un hombre ya entrado en años, de voz y modales suaves, que iba y venía llevando al ramadón las piezas de su recado.

-Dentre, mozo� dentre sin cumplius� vaya calentándose! Cuando pisó en la galería alta y estrecha, la luz del mechero descubrió su

rostro curtido, de rasgos firmes. Al entrar, su estatura llenó de sombras el humilde aposento.

-Esta es m�hija. -Gracias, don.- Y adelantándose fue a saludar a la joven. -Haga sin cumplius, como en su casa- lo instó el anciano- Deje por áhi el

poncho y caliéntese. En una conana grande había depositado ya la niña un montón de vivísimas

brasas. Al quitarse el poncho el forastero dejó al descubierto una chaquetilla

descolorida y toscamente zurcida en varias partes. -L�hi de acomodar el flete y enseguidita vuelvo. Mientras, usté, m�hija,

prepárele algo sustanciosos �e comer, sabe?-, y salió de inmediato sin hacerle asco a la mala noche.

-Ta� güeno esto!- Acercó sus manos a las brasas y una agradable sensación de bienestar le recorrió el cuerpo. Al echar un ligero vistazo a la habitación, sus ojos, de paso, se detuvieron en el rostro de la niña, que lo miraba, a su vez, de reojo, sin poder disimular la desconfianza. Era jovencita y aunque vestía con humildad, resaltaba lo proporcionado del cuerpo, las mejillas rosadas, los ojos negros de criolla, el cutis que tenía la pureza de la nieve.

-Qué prenda me vine a encontrar! Esto me viene como anillo al dedo! Pensó haciéndosele agua la boca al tiempo que hacía un recuento de los meses que llevaba sin ver siquiera ni una pollera tendida a secar.

-Sírvase�- El mate le entibió las manos y la proximidad de la niña le hizo correr un cálido estremecimiento.

-Vale la pena perderse si mielcitas como estas si�han di�hallar al final!-, continuó pensando al ver que se alejaba con el mate, a tiempo que, algo fuerte, como un aguardiente, sentía abrazándole las venas.

-Fiera la noche, no?-, dijo por comentar algo. -Ah, ah� Es baquiano usté? -Di�ande! Nunca corté estas sendas! -Tatita dice que sólo un güen baquiano es capaz �e dar con nuestro rancho

en noches como ésta. -O de no, la mano �e Dios puede acercarlo a un perdido a su salvación, no le

parece?- Al clavarle sus ojos relampagueantes, descubrió que las mejillas de la dueña de casa se habían coloreado fuertemente.

Afuera, entre un apagado roce de seda, la nieve seguía cayendo y cayendo desde un cielo borrascoso. Un perro se sacudió repetidamente en el ramadón y sobre eso se oyeron temblar los pasos del dueño de casa.

-Ya �ta bien seguro su flete-, le aseguró restregándose con fuerza las manos y escudriñando al forastero con sus ojos chiquitos.

-Lo contento qu�estará mi pingo con haber dau con su rancho!- ponderó riendo bajo. Aunque faltaban las palabras, la cordialidad estaba presente en los rostros y acercaba los corazones. El dueño de casa se desvivía por servir con lo mejor a su huésped, y éste, entre plato y plato, y luego entre un mate y otro, iba sintiéndose más y más ganado por la bondad de los pobladores del ranchito de piedra. Le parecía encontrarse descargado de armas, empezando en ese momento una vida nueva, borrada de su existencia todo carrerear angustioso, sendas y más sendas oscuras, emboscadas, gritos de venganza y de odio, que eran parte de su vida, a la que jugaba minuto a minuto.

-Otro mate? -Hace muy mucho que no los tomaba tan ricos� Transcurría la noche y el montonero liberado de su fiereza combativa,

sintiendo allí un desconocido sosiego, sentía ganas de confesarse. -Qui�hacerle! El Chacho pa� mí es como un padre. El hace y deshace de mi

vida. A un grito d�él, ahi tiene qui�andar mi lanza buscando ande clavarse.- Y luego de un corto respiro, seguía y seguía hablando como un borracho: -Aunque ustedes me ven metiu en semejante baile, le juro que nunca hago mal a nadie� me tengo por hombre güeno�- Se le empalideció el rostro moreno y la voz, entonces, le tembló ligeramente en tanto una de sus manos le acomodaba el bigote renegrido.

-Pero algún día m�hi de sosegar� Mama me lo pide siempre y ya �ta muy vieja la pobre!- El alma del niño que añoraba a la madre distante con el pedazo manso del hombre, le brilló en los ojos.

-Y claro� sufre muy mucho.- El anciano estaba pendiente de sus palabras y la niña, siempre de reojo, buscándolo desde la distancia, hacía las cosas rápidamente para no perderse una coma de su conversación.

-Es una desgracia ir a la guerra teniendo atrás madre o mujer que lo llore. Libre áhi ser el hombre mientras anda jugando su vida por defender una idea� solita d�él, no le parece?- Hablaba con voz profunda y lenta, con la fuerza del que expresa pensamientos largamente madurados en la estación del dolor; y entonces, una cicatriz reciente, que le cruzaba la mejilla derecha, perecía avivársele.

El dueño de casa poco dijo después de su vida de pastor serrano. Cuando la niña se fue a dormir, acercándose el forastero, le habló en tono de confidencia.

-Es l�único que tengo en la vida. Si no la tuviera, pa� qué iba a vivir yo! Di�un año me la dejó la finada. Y ya van pa�veinte� De lo demás no me importa nada� sólo ella! - En el rostro una sonrisa ancha y triste le desplisaba arrugas- Güena y alentada es m�hija�

No dijeron más. Uno y otro se quedaron encendiendo sueño en el candil tembloroso.

-Mañana al alba�- La voz gruesa del montonero quedó resonando en la noche. Y al asomar el día le tomó la palabra y lo llevó con el corazón reverdecido, sobre el pingo que se hundía hasta las ranillas en la nieve.

-�Ta a su entera disposición mi rancho-, le había repetido el viejo al despedirlo y llevaba en los suyos grabados los ojos de la niña, que parecían rogarle un pronto retorno. Pero cuando subió la cuesta, divisando el rancho enmantado de blanco, comprendió que era de hombre no volver más a �La Tinajita� si no quería sufrir y hacer sufrir lo nunca sufrido.

* * * Pero la primavera había traído pájaros nuevos y en el campamento se

habían multiplicado las tonadas de amor. Después de meses venía atravesando el campo a media tarde y al llegar a

aquel cruce de senderos, se encontró sin saber qué hacer. Muchas cosas pasaban tumultuosamente por su corazón. Cuando echó pie a tierra, sintió que la primavera quemaba abajo. Por no perder la costumbre, apuró del chifle unos tragos largos; luego fumó un chala y enseguida otro más tratando de despejar sus ideas. El recuerdo de la serranita lo tironeaba con fuerza hacia ese rumbo.

-Paloma! Cada vez me gustás más!- Pero pensaba a la vez que si llegaba a aflojar por darle gusto al corazón, muchas cosas podían suceder y todas tendrían su parte dolorosa: abrírsele al Chacho, que había sido como un padre, por ese amor que lo punzaba insistentemente. Casarse y llevarla consigo, lo que significaría matar al viejo de pesadumbre y soledad; o tener que dejarla quien sabe en medio de qué desolaciones si esos ideales a los que no podría renunciar jamás, lo llevaban de nuevo a guerrear. Aquello era para pensarlo largo, muy largo. Pero hasta ese momento todo era inútil. Y cuando se declaró vencido halló la solución: - Que sea mi pangaré el que disponga.- Montó y dejándole las riendas sueltas, lo animó. Recordando tal vez los buenos morrales de maíz que el dueño del rancho de piedra le diera la vez anterior, decididamente el animal encaminó sus pasos hacia �La Tinajita�.

Fue más linda esa noche todavía. La primavera le había hermoseado aún más el rostro a la serrana, su voz sonaba más cariñosa y lucía un vestido floreado, como otra primavera que se le ofrecía para ver y oler toda la vida.

-Lu�esperábamos-, le dijo el anciano al verlo llegar tendiéndole las manos llenas de afecto.

-Nunca podría olvidarme �e los buenos amigos- Al desmontar comprendía que allí estaba la paz, esa felicidad hogareña que desde tanto tiempo desconocía totalmente.

-M�hija también lu�esperaba-, se acercó a secretearle no bien llegó. Tal vez con la primavera vuelva, mi�anunciaba� y ya ve, justito!

Un perfume desconocido le llenó el alma: -Será que me quiere?-, se peguntó sobresaltado. Pero no pudo continuar escuchando sus propios pensamientos porque ella se hacía presente de nuevo con el primer mate.

Los ojos del hombre, que la buscaban como muertos de sed, encontraron por fin los de la niña con su pregunta y la respuesta fue firme. Bastó el instante en que se cruzaron las dos miradas; luego la niña bajó de inmediato la cabeza, ruborizado el rostro. Otra vez se acusó de cobarde, de estar buscando lo que nunca podría ser. Pero cómo no mirarle el rostro gracioso, ese hechizo que le venía del dulce mirar, de su alma que parecía asomarse por ellos?

-Soy hombre �e respeto-, había dicho la vez anterior y ahora se escuchaba repitiendo lo mismo.

-Si mi�habrá puesto hoyos la vida para rodar! Pero hombre soy pa� saber cuerpiarlos!- reflexionaba con voz profunda. Y lo hacía para escuchar mejor las palabras que no lo dejaran flaquear. Porque los ojos de la serrana ya le habían dado a entender que todos los senderos estaban abiertos para ella, si quería llevarla. Qué tentación! El era un hombre, todo un hombre, estaban en primavera y además, su caballo era de ancas y tenía un andar como para pasear reinas si es que se le ofrecía!

-Linda condición �e mozo! Así áhi ser el hombre quí�un día se lleve la mano �e m�hija!- comentó el viejo chupando su cigarrito y los ojos se le llenaron de un agua tibia.

Calló el montonero. Desde el fondo de sus recuerdos se alzaron otra vez entre densa polvadera, gritos, insultos, olor a sangre y a sudor, y el tropel de pingos desbocados huyendo enloquecidos por los montes.

-Yo nunca podré tener mi rancho�-, se lamentó dejando caer la cabeza. -Esto pasará�, -intentó consolarlo el viejo-. El Chacho ya si�ha de sosegar,

qué tanto! -Pero mientras, ya ve! Qué vida, caracho! Di�aquí p�allá siempre, sin un

rancho, sin un amor� sin nada- Repentinamente se puso de pie y abrió grandes los ojos con la fiereza del montonero en acción. Adentro, el corazón acorralado, golpeaba como en un largo galope.

-Pero mi tierra lo manda! La voz de la serrana lo serenó: -Qui�acaso va tan apurau, otra vez? -Tengo pocos días pa� ver a mama� la pobre m�espera! �Ta poco menos

que tirada allá en los llanos� Nada más qui�un ratito la veré� nu�hay tiempo pa�más! Si nu�hay alce pa�nadie, no le digo? Di�un hilo �ta colgau nuestro pellejo! Y tenimos que defenderlo de día y de noche, si no�

Jamás hasta entonces había sentido tan brutal necesidad de desahogarse. Le parecía que en ese momento acababa de descubrir que la muerte noche y día venía pisándole los talones.

-Pero un día siquiera podía quedarse con nosotros, no le parece, tatita? -Y�, si él así lo dispone� Pero ya estaba irguiéndose con la resolución tomada: -Son ustedes muy

buenos, pero no puedo. Tendré que marcharme y será al alba, otra vez. Y el amanecer, rebosante de trinos, le tomó la palabra. -Volverá?- más que los labios, los ojos de la niña formularon ansiosos la

pregunta al despedirlo. -Volveré,- le respondió sin firmeza. Estaba como en el aire y lo demudó en

seguida la rabia pensando que había sido tan poco hombre. Se alejó al tranco lento, mirando todas las cosas que iba dejando atrás como si alguna vez

hubieran sido suyas. El sendero bordeado de verbenillas, el viejo coco abanicando el rancho, las cabras que trepaban retozando las ásperas laderas; cuando el caracol pedregoso lo dejó arriba, asomó la pampa rocosa con toda su desolación y sintió como si el alma se le escapara. Detuvo el pingo y se dio vuelta; abajo el rancho se encendía en verdes tonalidades. Qué ganas tuvo de divisarla por última vez! De todas maneras ya la había perdido para siempre. Jamás volvería a ese lugar. Por eso no pudo negarse a ese sentimiento y se apeó. Enseguida la vería trajinar, como todos los días, por el patio rodeado de enredaderas y de vides que trepaban por las ramas altas del coco. Se había empeñado en descubrirla, cuando por el sendero que escondían los hualanes, oyó resbalar piedras, como si alguien subiese corriendo.

Y ella apareció de pronto allí, en el alto, desde donde él la buscaba ansioso. -Usté?- preguntó sofocada. Cantaban en el bajo los zorzales, aromaban las

piedras y el molle florecido ponía su corazón en toda la amplitud de la copa para que se sirvieran de su miel a voluntad las abejas.

-Se da cuenta?, se me cansó el pangaré,- comentó riendo, en tanto ya desmontando, buscaba sediento las manos de ella.

____________

Un año y medio se había ido. Quién sabe por qué, se preguntaba el

montonero, la muerte que más emboscadas le tendía, lo había respetado. Y eso que él era siempre de los primeros en arriesgar el cuero, en salir como ciego dando y recibiendo.

-Vamos a defender nuestro suelo �e los intrusos hasta dejar los huesos!-gritaba el �Chacho� que nunca se andaba con chicas y tras sus palabras, el tropel de los cascos rebotando en la lejanía y la humareda y el fuego, el rejón afilado, la gritería infernal iba otra vez con ellos.

Cuántos quedaban tirados como perros en la soledad de los campos! Y no faltó tampoco el que acobardado por el hambre y el acoso incesante de la muerte, huyera como enloquecido alguna noche, desertando.

Ahora que regresaba sobre campos yermos, cabizbajo, rotoso, quebradas todas sus fuerzas por la brutal noticia que lo había alcanzado desde �Olta�, se avivaba amargamente en su memoria la desaparición de su compañero Maidana. Quién sabe en qué montes oscuros lo había barajado la noche o qué ideas lo condujeron a abandonar a sus jefes y amigos sin decirles una sola palabra. Pero no, no era hombre para esto; si había sido siempre de los más resueltos y corajudos. Ahora, en esa soledad sin orillas, lo extrañaba más que nunca. Había sido tan buen amigo, tan de confianza, que solamente a él había llegado a confiarle cosas de su vida, sentimientos y esperanzas que a nadie contara. Cómo no iba a extrañarlo si había sido un amigo sin vueltas!

-Maidana�!- Al final de todo no lo tenía a él ni a su madre tampoco; ella no había podido soportar tanto tiempo de soledad y zozobras.

En ese andar desazonado y sin rumbo, se había levantado el recuerdo del beso de la serranita en aquel día de despedida en el rancho faldero, cuando a duras penas venció su intención de cargarla en ancas de su pingo para siempre. Ahora, como una brasa muy débil, su esperanza parecía querer revivir, alumbrar de nuevo; y era el rostro de la donosa de �La Tinajita� la que lo acompañaba pintándole días dorados. Y así, sintiendo que su corazón endurecido empezaba a despertar, entró a bajar la escarpada cuesta siguiendo ese rumbo a la hora en

que las estrellas empezaban a desvelarse. Cuando divisó la lucecita del rancho, relinchó con alborozo el caballo y sintió temblar su corazón.

Al pisar el patio los perros lo recibieron con fiestas; le extrañó, en cambio, ver que el dueño de casa se quedaba plantado como un poste, sin decir palabra. Pensó que era por la emoción de verlo de nuevo, de saber que venía a cumplir la palabra empeñada y lo apretó en un abrazo largo. Aspiró hondamente el olor a membrillos con que el otoño endulzaba el aire.

-Usté?- atinó por fin a decir el viejo, observándolo con detenimiento a la débil luz que escapaba de la habitación a tiempo que se apartaba de él como si estuviera mirando una aparición.

-Sí, soy yo� aquí estoy� he vuelto.- Intentaba con su alegría borrarle aquella perplejidad.

-Sí, sí, me doy cuenta, pero, es que, sabe?- Se rascaba la barba el anciano, pero continuaba permaneciendo con los ojos enormemente abiertos, inmóvil, pétreo.

-Y María?- preguntó sin poder sujetar más su ansiedad en tanto daba unos pasos hacia la galería presintiendo ya algo grave.

-Oiga, no, no� atienda!- lo contuvo la voz ronca, angustiada. -Qué pasa! Me quiere decir de una vez?- Era ya un rugido su voz y los

músculos tensos, nuevamente vivos, le hacían sentir todas las espinas de la tierra que pisaba otra vez.

-Es que� justamente, hay algo que le debo contar. -Quiero saber tan sólo donde está María! -Sí, sí, a eso iba. Le voy a contar� resulta qui�a poco d�irse usté la última

vez, nos llegaron mentas �e su muerte. -Que yo�? Y quién trajo ese infundio?- Le saltaron en borbollón las

palabras, ardieron sus ojos como en lo más vivo de la batalla y hasta el pelo largo y la barba negra y sucia parecieron encresparse por la indignación.

-Maidana� Jacinto Maidana,- susurró el viejo. -Maidana? Maidana mintió eso?- Sintió que las manos se le convertían en

garras. -M�hija lo sintió mucho� y resulta qui�ahora� -Pero ella dónde está? Sólo eso quiero saber ahora! -Pa� qué! Ya nada tiene remedio! Se jueron� son felices, entiende? A usté le

tocó en esta güelta la parte más mala de la guerra. -Con Maidana� con Maidana�! -Sí, sí� quién iba a pensar! -Sí, tiene razón. Son cosas �e la guerra, y me tocó perder.- Un aire fino y frío

le silbó por los huesos y le obligó a soltar la cabeza sobre el pecho. Claro que se daba cuenta; cosas de querer como nadie a su suelo nativo, de defender con uñas y dientes un ideal� por eso estaba así, agonizando por fuera y por dentro! Claro que sí, cosas de la guerra!, pensó en tanto sentía que un gran vacío lo iba llenando por entero.

Como dos postes huecos, sin decir palabra, se abrazaron las sombras. Luego montó en el pangaré que fue dejando sobre las piedras el lúgrube golpear de los cascos.

LOS OJOS INOLVIDABLES -Juan! -La voz opaca de la mujer expresaba asombro. -Sí, soy yo. -Siéntate; gracias por haber venido; mamá lleva ya muchas noches sin

dormir, por eso te mandé rogar vinieras a acompañarme esta noche. Prende la luz, Juan.

-Sí, sí� -El hombre dio unos pasos y cuidadosamente, como si la silla fuera de cristal, la acomodó para sentarse. No dijo nada, pero se fijó que el velador volcaba su tenue luz. La joven estaba semisentada en la cama, con las manos blancas apretadas contra el pecho; a momentos se las llevaba instintivamente a los ojos cubiertos por un tupido vendaje.

-Pensé que no ibas a querer venir. -Acerca la silla, Juan. Necesito contarte todo lo que me pasó. -Y para qué? Lo principal ya lo sé. Me olvidaste; lo demás� -Calló con

amargura. -No, Juan, por Dios. No lo digas así. Pareciera que hablas con odio. Las

cosas resultan a veces de cierta manera y uno no puede explicárselas. -En esto sí� yo sé. -A la voz ronca del hombre le costaba encontrar las

palabras que andaba buscando. -Yo era un pobre muchacho -prosiguió- y me enamoré de tus ojos que me prometían, qué sé yo� -Al recordarlos de nuevo, grandes, negros, luminosos, llenos de amor, se sintió como pisando al borde de un abismo y se le cortó la voz.

-Sabes muy bien que te quise, Juan. Pero no hablemos más de aquello. -Una pausa quedó flotando. Luego se quejó la voz suave, monocorde de la joven: -No vas a creerme, pero a veces no duermo en toda la noche� es un punzazo terrible el que siento en medio de la frente� por momentos pienso que voy a enloquecerme! Ahora estoy un poco aliviada y siento unas ganas tremendas de contarte todo aquello, Juan. Te fuiste ya?

-Estoy escuchándote. -Ah! Está frío, no? Este sanatorio es muy frío. O será que yo� -La sacudió

un estremecimiento. -Pero no tengas miedo; esto que asusta a los médicos no es más que una gran pesadilla de la que todavía no puedo escapar. Pero podré. En cuanto me saquen las vendas correré a verlo y estaré curada.

-Me alegro de que así sea. -Sigues disgustado, Juan. Te ruego me comprendas. Con el único que

puedo hablar de estas cosas es con vos. -Soltó las manos y pareció fundirse en un suspiro.

-Está bien; te escucho. -Prendió un cigarro y bajó la cabeza. -Te empezaré contando desde el día de mi viaje a �Agua Dorada�; con qué

ilusiones iba a hacerme cargo de mi puesto de maestra, te acuerdas? Como desde un sueño pareció oírse la respuesta: -Al partir juraste que me

ibas a querer siempre. -Fue un largo y alegre viaje, muy alegre, como si mi risa por todo fuese ya

anunciándome la felicidad que me esperaba en aquel lugar, en la escuelita perdida entre verdes lomadas� todo era verde azulino, fresco, limpio, lleno de espejos de agua, vieras� había un tero� sí, recuerdo muy bien el grito

alertando en una tarde luminosa, un tero que desde la cañada hacía escuchar su clarinada, como saludándome cuando lo conocí� Ah, no! Me confundo� la verdad es que para entonces, cuando oí el tero aquel, ya lo había conocido. Fue un día a llevar a su hijito a la escuela, montaba un hermoso caballo negro� su primera mirada al verme, fue de asombro� y yo sentí, no te miento, como si me hubiera tocado� como si así, a la distancia a que nos hallábamos, me hubiera acariciado� Fue una sensación tan hermosa� Qué misterio hay en los ojos, qué ocultas trasparencias, que nos abre a veces mundos que nunca pudimos imaginar! Sólo sé que desde ese mismo momento me sentí diferente. Era una alegría porque sí, unas ganas de cantar, una ansiedad por volver a encontrarme con él. -Los labios finos, pálidos, de la mujer, temblaban ligeramente en la desolada sonrisa.

-Todavía no te has olvidado de tu costumbre de contar los sueños. -No es un sueño, te lo juro, Juan! Pero déjame seguir, -le pidió teniéndole las

manos ansiosas-. Como te digo, un día se animó y me dijo lo que yo vivía esperando. No, miento, me dijo mucho más. Era un hombre de campo, joven, bien puesto y hablaba con un tonito tan suave; yo vivía fascinada por sus ojos, por su voz.

-No entiendo nada de la historia que estás haciendo. -No importa, pero debes dejarme seguir. Nunca me habían dicho cosas tan

bonitas de mis ojos, nadie me había alabado con tanta dulzura las manos, ninguno como él ponderado las gracias de mi cuerpo, porque, sabés? las cosas valen, no tanto por lo que digan, sino por la forma como son dichas� Por él, me sentía transfigurada, hermosísima, así, así tal como él me decía que era. Y por qué iba a mentirme, no te parece?

-Y por qué tienes necesidad de contarme esto, tan luego a mí? �Se había enderezado en la silla y con la mirada buscaba inútilmente los ojos de la mujer.

-Lo hago, porque ya te dije, Juan, que esta noche quiero contarte todo. Antes de que amanezca debes saber todo lo que sucedió.

-Pero no te das cuenta que me estás hablando de otro amor, tan luego a mí, que todavía no he podido olvidarte? -Inclinó la cabeza y apretó los puños.

-Tienes que escucharme, te lo ruego, estoy desesperada; y tras una pausa continuó hablando: -Ya no podía evitar, como te digo, que todos mis pensamientos, que toda mi vida, fueran íntegramente de él! Cómo esperaba la hora de largar los niños de clase para quedarme sola a disponer de todos mis pensamientos para dedicárselos, soñando despierta, mirando hacia la lejanía que se esfumaba en verdes de piedra y álamos, que él se me acercaba, que me hablaba, que me besaba los ojos! Cómo esperaba las noches para quedarme con todo el silencio del mundo por almohada y él, distante, pero allí, a mi lado, quemándome con su aliento!

-No, no puedo más! �protestó el hombre y fue a levantarse. -Se bueno, Juan, no seas así� Cómo era de feliz, entonces! Yo no podía

callarla, no, por qué, yo no debía guardarla para mí sola, porque me desbordaba la boca y los ojos! Por qué iba a callarla si la vida auténtica es amor y yo estaba en gracia de amor? Unicamente así puede vivírsela, Juan, lo comprendía mejor que nunca! Yo amaba hasta el límite del placer y del dolor!

-Amabas lo que no debías! -Cuando se ama así, eso no se pregunta, porque nada está negado. La

palabra pecado no existe, no te das cuenta? Escribía su nombre como una

chiquilina en cualquier desplayado, me iba por las sendas pedregosas hasta la loma con peperina haciendo de su nombre el canto más hermoso.

-No entiendo nada de lo que estás diciendo. -Ya vas a entenderme, no seas malo; escucháme. De nuevo le buscó las

manos y cuando pudo apretarlas entre las suya, se quedó en silencio, levantando la cabeza como si mirara a la lejanía. A mí no me importaba que todos lo supieran-, continuó diciendo-, por eso empezaron a cercarme� pero yo era muy feliz y nadie iba a despojarme de esa felicidad. No sé quién escribió enterando de esto a los de la casa. Por eso fue Rita, mi hermana, a acompañarme, a vigilarme para que no lo viera; pero no, nunca iba a poder. Amaba tanto, Juan, que cualquiera podía decir que yo era una mujer que estaba loca. Y tenían razón, porque nada debe parecerse tanto a la locura como el amor, el verdadero amor! Cómo iba a poder mi hermana separarme de él? No, nunca! Y aquella noche por fin íbamos a encontrarnos en medio del campo, en una cruz de senderos que conocía� yo había perdido ya todo el miedo a la soledad y a las sombras. Eran mis amigas. El revólver que había llevado la primera vez que fui, lo tenía olvidado en la mesa de luz. Para qué podía necesitarlo! Como te decía, era una preciosa noche de luna� qué sed tenía de él! Después de esa noche estaba segura de no volver más a la escuela. Nos iríamos lejos, si él me lo pedía. Cuando iba a mitad del camino hacia la lomada, que para mí había estado siempre llena de milagros, supe que él se acercaba ya por el otro lado. Sonaban lejos los cascos del caballo, como si viniera pisando sobre una alfombra de pasto. Avancé sintiendo que se me volaba el corazón de dicha, llena la boca de besos� Fue, entonces, al empezar a subir el repecho, que él cayó al sendero de piedra� no sé como fue. De repente oí los cascos golpeando duramente sobre los pedernales y el terror me paralizó las piernas y de pronto vi que el caballo negro se me abalanzaba como un gran fantasma, abriendo como enloquecido los belfos, enseñándome sus enormes dientes.

-Esa es otra pesadilla �la interrumpió el muchacho con fastidio. -No me interrumpas, por favor. Creo que pronto empezará a amanecer. -Sí, te hará bien descansar. Me quedaré aquí hasta que llegue tu madre. -No, tengo que seguir; sí, tienes razón, lo del caballo negro era un sueño,

ahora lo sé, pero estaba en mi memoria y en ese momento se alzaba como un viento oscuro. �Se llevó las manos a los ojos cubiertos y por momento tan sólo se oyó su respiración agitada. �Luego continuó: -Yo era chica, entonces, tendría nueve o diez años y estaba enamorada de mi primo, que también había ido ese verano a la estancia del abuelo� Era joven y buen mozo mi primo y había ido a despedirse porque lo llevaban a hacer el servicio militar. Me enamoré de él, como te digo, aunque después supe que eso fue porque todas las otras chicas más grandes lo estaban y tan sólo de él hablaban en sus conversaciones secretas. Aquella tarde, me acuerdo como si fuera ahora, el abuelo le había prestado su caballo negro, que era un animal hermoso y regalonísimo, que a nadie lo prestaba jamás; pero a mi primo no se lo negó, porque lo quería mucho y se sentía feliz de que saliera a lucirse aquella tarde de su despedida. Hubieras visto a aquel buen mozo montado en tan soberbio caballo! Cuando arrancó al galope, bien sentado y presumiéndole al grupo de chicas que lo miraba, yo que andaba jugando descalza por el patio, lo seguí corriendo, riendo y palmoteando, dejando volar al aire mis cimbas negras. Te juro que yo no le hice nada! Yo no tuve la culpa! De pronto, porque sí, el �Negro� pegó una espantada y arrojó al

suelo a mi primo� después, bueno, me veo envuelta en una nube de polvo, con la furia de los cascos golpeándome encima, los gritos de horror de mi primo, que iba a la rastra, con el pie encajado en el estribo, colgando, hecho un bulto sin forma, cubierto de tierra. Era una pesadilla atroz! Quería despertar y no podía� Después, con el corazón temblando, ya dentro de la noche, escuché gritos desgarradores, pasos atenuados, sollozos� después, otra vez los cascos del �Negro� que se acercaban lentamente, como si lo trajesen tirando� si, yo los conocía perfectamente a los pasos del �Negro�� era como si acariciaran la tierra, como si la hicieran vibrar tiernamente con su manera liviana de asentar los cascos en ella� y me parecía estarle viendo los ojos vivos, esos ojos de amigo bueno que tenía� pero fue de pronto, rapidísimo, el estampido seco, fulminante, que hizo temblar las ventanas altas de la casa y después cavando mi llanto, penetrándome, frases entrecortadas por sollozos que al fin pude hilvanar trabajosamente: �le pegó un tiro en la frente� él mismo le dio muerte al regalón�� el abuelo�! Pobre �Negro�! Te das cuenta? Y otro sollozo y otra vez la noche, los rostros deformes viniéndoseme encima y el miedo haciéndome temblar y dejando escapar el grito� Después, entonces, cuando ya me había olvidado de aquella pesadilla�

-Qué pasadilla! Eso sucedió así. Tu primo murió entonces. �La voz seca del hombre cortó como con un cuchillo las palabras doloridas de la mujer.

-Bueno, sí, como te digo-, continuó vacilando- yo no sabría decirte por qué aquello se levantó de pronto como un remolino tan luego en esa noche en que íbamos a encontrarnos con él� el caballo negro, lustroso, volvía en aquel momento y me embestía violentamente y sus grandes ojos llenos de espanto y la patas que crecían altísimas y los cascos agarrándose más y más y yo que, por el contrario, me empequeñecía hasta no ser más que un insecto� Por eso no pude seguir adelante aquella noche� todos mis caminos habían quedado cortados� el miedo� aquella pesadilla, todo me atajaba y dejaba indefensa para poder cruzar el trecho que faltaba� Qué momento, Juan! �De nuevo se llevó la mano a los ojos y pareció que iba a estallar en sollozos. Respiró profundamente y tras una pausa retomó el hilo del relato: -Pero la imagen de él volvía� sus ojos me llamaban, me nombraban acariciándome� No, cómo no iba a ir, Juan� tenía que hacerlo� Por eso dí un rodeo pensando que así me sería posible serenarme y llegar al lugar convenido� quería olvidarme de aquel caballo negro que yo veía esperándome a su lado� y entonces, no me animaba de nuevo, no podía avanzar otra vez imaginándomelo� las piernas se negaban a llevarme� Por lo menos debía sacar fuerzas de donde fuera para acercarme hasta divisarlo siquiera� Necesitaba saber, desesperadamente, que me había sido fiel, aunque no llegáramos a reunirnos, que estaba allí en la cruz de senderos esperándome, aunque mi cobardía no me permitiera llegar, Te das cuenta? Había vivido soñando con ese momento y mi cobardía no me dejaba llegar a verlo! No, tenía que poder, por eso seguí cruzando. Yo, como te decía, quise divisarlo de lejos aunque fuera, porque viéndolo sabía que ya nada podría atajarme� nadie podría interponerse entre nosotros ni el miedo ni el pasado ni los que les importaba las vidas ajenas y querían destruir nuestra felicidad porque no saben, porque no han sentido nunca bien adentro ese dolor, esa desesperación que nace desde la alegría de amar hasta la locura! Al llegar a lo más alto de la lomada, encontré un árbol grande y a él me trepé con esfuerzo�creo que era un tala gigantesco; me estorbaban las ramas� no alcanzaba a distinguir bien el lugar donde íbamos a encontrarnos� la luna iba

mostrándome todo ese mundo escondido como a mitad del día� pero no veía bien, no podía ver, como te digo por unas ramas y de repente, al querer atraparlas, me caí� te juro que me caí, que sentí la cara lastimada por las espinas, dolorida toda la cabeza; y tuve rabia y me vi perdida porque todo lo perdería, porque toda mi felicidad caería también hecha pedazos� y desesperada, ciega, corrí como una loca a quemarme de una vez en su llamarada�! Qué terrible fue aquello! Yo no quería pensar en aquel enorme caballo negro, furioso, al que sentía acechándome desde la polvadera oscura y sus relinchos, pronto a desparramar coces enloquecido y por eso corría y corría, apretándome el pecho, sediento de él, hirviendo de vida mi corazón por él, cuando otra vez, como te digo, se alzó de pronto tras de mi aquel fantasma en medio de relinchos y golpes que hacían temblar la tierra y sollozos largos, desgarradores, como entonces� después fue, no sé, creo que un silencio muy largo y de pronto algo como un tajo en la carne viva, el grito otra vez y el estampido, seco, seco, partiéndole la frente�!

-No sigas; aquella noche llevabas el revólver; estaba a tu lado cuando te encontraron.

-No, no fue así; debo terminar de contarte, porque estoy segura que antes del amanecer él me llamará y no podré negarme�

-Te hará bien descansar ahora; estás muy agitada. -No importa; debes saber que entonces lo busqué afiebrada, porque tenía

que encontrarlo� y de repente vi que todo estaba hecho pedazos, todo� Con la cabeza inclinada y las manos juntas, pareció caer en un pozo de sueño.

-Vos misma lo hiciste; pero haz mezclado lo cierto con tus pesadillas. -Todo fue real, Juan, todo. Sólo que en este punto se corta aquello como si

fuera un hilo tendido del que no me ha quedado más que un extremo en la mano� por más que busco y busco, no hallo la otra punta, Juan �Hubo un largo silencio por el que siguió pasando la noche.

-Te interesa muy mucho encontrarlo? �El hombre se retorció las manos y miró hacia uno y otro lado como con desconfianza.

-No ves que te estoy clamando por eso? -Pensé que no sabía nada de esa historia; pero tal vez lo que voy a contarte

te sirva para completarla. -Lo único que te pido es que sea corta; me parece oír risas en la calle y

tengo que ir a buscarlo antes que amanezca. -Locuras tuyas! No irás a ninguna parte. -Cómo no! Me sacaré las vendas y correré a buscarlo. Ahora no sé como

soporto este dolor en la frente! -Si, voy a contarte rápido; hace poco, no lejos del pueblo, en una isleta de

monte uno paisanos que cruzaban, encontraron un caballo negro, bien aperado, con las riendas anudadas en lo alto de un algarrobo. En la rama quebrada de un chañar estaba la fusta. Por el aspecto del animal y por el pisoteo de los cascos, calcularon que haría unos dos días que estaba allí; la policía empezó las averiguaciones, pero nadie lo conocía en el lugar ni tampoco pudieron orientarse por la marca del animal. Aquello era un misterio. Recuerdo que a los dos o tres días, acertaron a pasar unos forasteros y dijeron que tiempo atrás habían visto a un fulano en el paraje tal, montado en ese caballo negro. Los milicos fueron allá y efectivamente llegaron a averiguar que al dueño de ese caballo lo habían visto pasar una noche con un rumbo que indicaron y que después de eso nada más se había sabido de él. Pasaron varios días y la

policía y la gente del pueblo se empezaban a olvidar ya del asunto, cuando en medio de un monte que estaba a una legua del lugar donde encontraron el caballo, dieron con el cadáver de un hombre joven caído junto a unas vizcacheras. El médico dijo que ese hombre había muerto envenenado; y se probó que así fue.

-Juan! Me has contado una terrible pesadilla! -Quiero seguir, aunque no estoy muy seguro que tu cabeza pueda juntar las

dos historias� -Eso no ha sucedido jamás; es una mentira tuya para hacerme sufrir, lo sé. -Por qué había de ser mentira. Con mis propios ojos vi el caballo negro

cuando lo llevaron a la policía-, dijo secamente. -No mientas, Juan, por favor! �Las manos de la mujer se alargaron

temblorosas, implorando. Luego inclinó la cabeza y se apretó con fuerza los ojos. Tras un largo silencio, como si le buscara los ojos, preguntó si sabía cómo se llamaba ese hombre.

-Y qué importancia puede tener? Sólo he querido contarte esa historia para acortar la noche, para entretenerte, no pienses�

-No, no� quiero que me digas todo� Acaso se llamaba Angel ese hombre, Angel? �La ansiedad se le escapaba por la punta de los dedos.

Tras la pausa que necesitó para enroscarse como un reptil, soltó con voz cavernosa le respuesta envenenada: -Sí, Angel se llamaba.

-Angel Vizcaya? �Volvió a preguntar sobresaltado pareciendo que la pregunta le destrozaba el pecho.

-Sí, así� Angel Vizcaya �respondió remarcando las sílabas, tragó una saliva espesa y amarga y mirándola desconfiado, como si temiera ser atacado de repente, se enderezó y empezó a alejarse en puntas de pie.

-No, Juan, gritó la mujer enderezándose-, dime que todo ha sido una broma tuya!

-Te aseguro que no-, afirmó con voz gruesa desde más lejos. -Dime que lo has hecho por burlarte, nada más! �Como si tras largo esfuerzo

alcanzara a calmarse a sí misma, siguió diciendo en voz baja �Juan, querido Juan, no te quedes callado porque me asustas� habla pronto que sigue la noche y este dolor en la frente no me da descanso! Juan por qué no respondes? �Y como si tras la inútil espera alcanzara a descubrir la verdad, clamó casi gimiendo: -Juan, que estoy sola y tengo que irme, si, ya siento que me llama� yo sé que no está muerto� no, mentiras tuyas� no puedo quedarme más en este sanatorio helado� dame la mano, Juan� Juan, te fuiste? Me sacaré las vendas� ya no me hacen falta� y correré a verlo, porque sé que me espera� Pero no, cómo! No sé por donde camino� no veo nada, Dios mío! Y todo lo que toco es sombra! Juan, ayúdame, Juan! �Los golpes de los pasos se encajaban en uno y otro lado y los gritos, más y más vivos, desgarradores, quedaba entre las cuatro paredes, sin poder escapar, como pájaros enjaulados.

La encontraron entre sillas tumbadas, con las vendas arrancadas,

aterrorizado el rostro. Algunos contaron que al alba oyeron un endiablado galope por el peñascal

de salida del pueblo. Alguien creyó haber visto un soberbio potro negro cruzando como una exhalación.

A la salida del sol, Juan galopaba todavía por las sierras sin dar resuello a su montado y con asco aún masticaba las letras amargas de un nombre que por primera vez oyera pronunciar aquella noche y a las que repitiera sedienta de venganza su boca.

En tanto unos ojos negros de mujer, enamorados, vivos, clavados en su

alma, no los ciegos que dejara atrás, le seguían enajenando el corazón.

*** FIN ***