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Revista 27 · Fracaso

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· 2 · Septiembre 2015

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SEPTIEMBRE 2015

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ntre muchas otras cosas, de fracasos estamos hechos: traspiés personales, malas decisiones, proyectos mancados. Algunos exitosos dicen que hasta la cima los llevaron sus fracasos, algunos pensadores dicen que fracasar es exitoso, algunos filósofos ase-guran que el éxito es un fracaso. Entonces, fracasar puede representar el hundimiento agónico o el punto de partida necesario para la salvación, según desde dónde se lo mire, según quién, según lo que se haga.

¿Es necesario fracasar? ¿Hace falta chocarse contra la pared para abrir un nuevo ca-mino de luces? ¿Fracasan los que pierden o fracasan los que no intentan? ¿No llegar al resultado deseado o propuesto es, en todos los casos, un fracaso? ¿Por qué se castiga la derrota con tanta vehemencia? ¿Dónde está escrito que equivocarse es una fatalidad? ¿Cómo puede modificarse la forma en la que abordamos un síntoma que compromete, golpea y condiciona la autoestima de muchas personas?

Veintisiete hombres y mujeres que fracasaron con insistencia intentan responder estas preguntas –y cada tanto lo consiguen. Los autores interpelan su propio archivo de logros y frustraciones para ayudarnos a pensar qué lugar ocupa el fracaso en la socie-dad. El resultado es un viaje entre veintisiete historias que sirven para reflexionar, eva-luar y repensar su significado, para mostrar que no hay éxitos implacables sin fracasos estrepitosos, y que peor que fracasar es vivir en la mediocridad de no encarar desafíos que puedan desembocar en derrotas indigeribles: cualquiera que asuma el reto de ga-nar todo, debe entender que en ese pasaje puede quedarse sin nada.

Fracasar es, de algún modo, la manera de reivindicarse.

Sueños descoloridos y derrotas heroicas construyen, quizá, el segundo tesoro lite-rario de 27.

Editorial

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Bobby Flores

Gillespi

Ignacio Porto

Román Ostrowski

Sebastián Schachtel

Juanchi Baleirón

Gustavo Salamié

Chapa Morata

Leonardo Oyola

Lío Trovato

Pato

Eduardo Fabregat

Carolina Miranda

Demian Rosales

Cristian Maluini

Franco Spinetta

Diego Blanco

Nacho Gerola

Lupita Rolón

Dany Jiménez

Pablo Colmegna

Clemente Cancela

Atilio Heidegger

Ariel Prat

Andrea Prodan

Litto Nebbia

Colaboraron en este número:

Tomás Gorrini / Dirección General Cristian Maluini / Dirección Editorial y Literaria

Francisco Bertotti / Dirección de Arte , Diseño Gráfico , Editorial y WebDaniel Stano / Dirección de Arte, Diseño Gráfico y Editorial

Gustavo Salamié / Dirección y Producción Fotográfica

Hacemos 27

Fernando Signorini, Ignacio Gobet, Cecilia Serrano, Rodrigo Dotti, Franco Spinetta, Florencia Garbini,

Pato, Ariel Scher, Já Ant, Juan Cruz Buenahora, Sebastián Pandolfelli, Juan Subirá, Florencio Aguilar,

Maru Cian, Riqui Gómez, Mariela Gouiric, Circe, Nadia Di Genaro, Aldana Saing, Sebastián Arias,

Juan Duacastella, Pablo D’Alio, Sole Gómez, Lúa Manguito, Cami Camila, Diego Golombek, Lucila

Rolón, Ariel Prat, Pancho Muñoz, Ignacio Belsito, ToPo, Ignacio Porto, Rodrigo Cardama,

Andrés Fuschetto, Callate, Ana Eva Iglesias, Lu Serrano y Norberto Verea.

Porque hicieron algunos aportes imprescindibles y porque queremos y los queremos, les agradecemos especialmente a las siguientes personas:

Fernando Perchivatti, Jano, Ciro y Pier Casemayor. Al Tiro al Segno. A Pancho Meritello, Nati Cabral,

Rosana y Diego. A Caras y Caretas. A Germán Amato. A la magia de Eimon y Seba Schvartzman. A Butti,

Goofy, Pinky, Ariel Goldberg, Pucho y al barrilete cósmico. A los portugueses y mexicanos de siempre. A la

familia 27.

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Prólogo Ruso Verea

l papa le dice “hagan lío” a los jóvenes: sumisos, entregados, jugando el juego del consumo. La derrota tiene la dignidad que el éxito no conoce.

Miren si será cruel la vida que permite que uno llegue mentalmente lucido para ver su deterioro, decía Emil Cioran, filósofo rumano.

El leitmotiv de Motorhead es:

Nací para perder, vivo para ganar.

Born to lose, live to win.

Qué lástima que para llegar a dios haya que pasar por la fe, decía, también, Cioran.

Veneramos la vida para enterarnos que la vida es el camino a la muerte.

No pensar en oscuridades, simplemente plantearnos desde la vida que hoy tenemos, hasta dónde es grotesco de entender que todo ha avanzado, que todo ha mejorado: la medicina, la tecnología, la ciencia en la medicina. Ni hablemos de todo lo que esté ligado a las comunicaciones y la electrónica. Lo que no ha mejorado es la vida de noso-tros, al contrario: todo lo que nos rodea parece ser mejor en función de una vida que está pura y exclusivamente pensada para ser serviles, para funcionar como al sistema le conviene y como el sistema decidió que nosotros tenemos que funcionar en él.

Este es el mayor fracaso, esta es la derrota más grande.

Les mando un abrazo.

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1-LOS MARTILLOS DE LUISA por Dani Stano

2-EL FRACASO por Fernando Signorini

3-UNA VIDA NORMAL por Ignacio Gobet - Ilustración: Florencia Garbini

4-EL TIEMPO Y EL INTENTO DE por Franco Spinetta

5-EL INSTANTE FUNESTO por Pato

6-BIELSA NO FRACASÓ por Ariel Scher - Ilustración: Já Ant

7-DERROTAS DEL ALMA por Rodrigo Dotti - Fotografía: Juan Cruz Buenahora

8-VAMOS LAS BANDAS por Sebastián Pandolfelli - Ilustración: Circe

9-TACHOS por Juan Subirá

10-CARTA DE BIENVENIDA por Maru Cian - Texto: Riqui Gómez

11-ESTAMPITA por Mariela Gouiric - Ilustración: Nadia Di Genaro

12-DÍA DE LA INDEPENDENCIA por Juan Duacastella - Ph: Francisco Bertotti y Gustavo Salamié

13-ENTRE MOCHILAS, PIEDRAS Y UN AMOR ETERNO por Sebastián Arias - Ilustración: Pablo E. D´Alio

14-EN BUSCA DE LA CLARIDAD por Cecilia Serrano - Ilustración: Lúa Manguito

15-LOS FRACASOS DE TODOS LOS DÍAS por Cami Camila

16-LAS PIEDRAS por Ana Eva Iglesias – Ilustración: Sole Gómez

17-LA CENA DE LEDISTOV por Florencio Aguilar

18-EL Bacalao por Francisco Bertotti - Ilustración: Rodrigo Cardama

19-EL FRACASO EN EL CUERPO por Diego Golombek

20-PASAJERO EN ESTE SHOW por Tomás Gorrini - Ph Gustavo Salamié

21-TODAS LAS COSAS ROTAS JUNTAS por Lucila Rolón

22-EL TIEMPO por Gustavo Salamié

23-LA CUENTA DE LAS PÉRDIDAS por Ariel Prat

24-AFORISMOS SOBRE EL FRACASO por Pancho Muñoz

25-DE CÓMO UN FRACASO SE TRANSFORMA EN UN… por Ignacio Belsito

Ilustración: Aldana Sainz

26-EL VUELO DE LAS MOSCAS por Cristian Maluini - Ilustración: ToPo

27- MANTO BLANCO por Ignacio Porto - Ilustración: Andrés Fuschetto

Sumario

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usca con una mirada alentadora y exhausta el reloj en la pared. Los engranajes de-licados y las agujas oxidadas lo miman por un momento gritando las diecisiete y cua-renta y ocho.

Baja una perilla de plástico negra, y otras dos más, sus oídos agradecen el gesto. Se quita las orejeras abriéndolas como si fueran un bandoneón y las cuelga de un gan-chito improvisado. El mismo procedimiento para las antiparras. Le grita algo a Jorge, quien destapa su oreja izquierda para captar mejor el mensaje. El torno todavía ruge como un león con apetito.

Con marcha lúgubre y cansina va dejando atrás el hipnotizante ruido de los moto-res de la fábrica que lo abruman por diez horas a diario.

Se hamaca hacia el locker, abre la puerta y recibe el beso que Danie-la Cardone le concede desde la gráfica pegada sobre el metal celeste. Toma un peine, se dirige al espejo y recibe la cruel realidad, Cardone ya no está allí. Se engomina el pelo y con tres pasadas, dos de izquierda a derecha y una del frente hacia atrás, conforma su look sanmartinezco. Retira de un botinero rojo, que lleva es-tampado el escudo de Independiente, el desodorante Axe Marine, el de color azulado, perfuma sus prendas y cuerpo camuflando el hedor que la ropa de seguridad produce sobre la piel luego de una noche de curda.

Camina por el pasillo, introduce la ficha de cartón en la máquina y abre la puerta

Los martillos de LuisaDani Stano

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empujando el barral con las dos manos como si fuera un carrito de supermercado. Recibe el frío soplido del invierno que tiene sede en Valentín Alsina, acorralándolo nuevamente hacia el portón que deja atrás hasta la mañana siguiente.

La calle está poco iluminada, comienzan a pasparse los labios y todo se tiñe de un sepia que achina los ojos. Camina dos cuadras por Florida hasta Perón, donde una cola de doce personas espera el 70 que ya viene un poco cargado. Consigue un asiento en el pasillo. No sabe si es el calor o la cuerina que le recuerdan al Volkswagen 1500 na-ranja que tuvo en su juventud, donde escuchaba AC/DC en sus comienzos. Se coloca los auriculares y desde el celular, que todavía tiene botones de plástico, logra subirse nuevamente al milqui.

Ya cruzando el puente Alsina, sobre la avenida Sáenz, sube una chica con un nene de unos dos años. No está dispuesto a entregar el trono, sus piernas le ruegan no ha-cerlo, sus rodillas reclaman clemencia, y en un movimiento digno de un delantero de área que recibe el córner en el punto penal, cabecea y cierra los ojos a la vez. Como si un francotirador lo hubiese tenido todo el tiempo en la mira y atinara el disparo justo en el instante en que la chica giraba su cabeza como agradeciendo el gesto de cederle su asiento, hecho que nunca iba a ocurrir, o por lo menos en esta aventura llamada el 70.

Recorre toda la ciudad y de tanto en tanto entreabre el ojo izquierdo para ubicarse; advierte que el francotirador falló su tiro dos filas más atrás y encuentra a la mujer con el nene dormido en su pecho.

El grueso del pasaje se pone de pie y como pingüinos dando pasos cortitos se van acercando al final del pasillo para descender. Ya llegaron a Retiro. Ruido de autos, motos y colectivos. Esquiva las mesas que sirven de exhibidor de fundas de teléfonos celulares y se adentra en el sector de la línea San Martín. En un coro a capella desafina-do ofrecen chocolates por precios módicos y combos de tres alfajores por diez pesos.

Busca con la mirada y encuentra un lugar libre en la barra del bar de la estación. Repite el menú de ayer y de antes de ayer. Las gotas caen sobre el amarronado vi-drio de la botella que refleja las lámparas del andén. Asesina la cerveza sin piedad en tres vasos que no le lleva más de diez minutos terminar. Repite la acción por tri-plicado. Vuelve a buscar con la mirada el reloj en la pared. Esta vez alcanza a ver un nublado diecinueve treinta.

Tres cadáveres de vidrio yacen sobre el acero inoxidable de la barra, tambalea pero se reincorpora y disimula su borrachera, da unos pasos más, unos treinta metros que sus cuádriceps sienten mil y llega al andén principal. ¡Pilar, parando en todas!, anuncia el guarda. Ingresa al ring de los que suben y bajan, mete un brazo y luego la espalda sujetando con fuerza el botinero hasta lograr subir al tren que lo llevará a la estación de José C. Paz, una hora y cuarto en su horizonte. Esta vez el asiento se le niega y decide acomodarse en el furgón como tantas veces. Siente olor a la marihuana que fuman unos muchachos que sostienen una bicicleta con rayos oxidados; el olor no le importa, está acostumbrado. Como un director de orquesta, el tren marca el compás en su cabe-za, retumban martillazos como si golpearan sobre una chapa. Las luces se ponen más brillantes y su vista no capta la morfología del espacio que lo rodea. Escucha chiflidos y gritos, la víctima: una cuarentona morena con un pantalón de jean ajustado que deja ver su sobrepeso.

Se acerca a la puerta y con el tren todavía en movimiento desciende dando pasos ligeros, es algo que aprendió de chico y no hay cantidad de alcohol que lo haya derri-bado jamás en este acto.

La calle está poco iluminada,

comienzan a pasparse los labios y todo se tiñe de un

sepia queachina los ojos.

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Divisa el banquito de siempre y con palabras entrecruzadas le dice un piropo de su repertorio de tres a Florencia, la chica del bar de la estación.

Pide una cerveza. Calienta motores, eleva su estima a ese punto en que se siente po-deroso, se sabe intelectual y explica las teorías económicas que salvarán el país. Avanza hacia la charla buscando una señal, una mirada que nunca llega:

–¿Vos sabés lo que hay que hacer en este país?

Ordena una cuarta cerveza que acompaña con maníes y la hace desaparecer rápi-damente sin dejar rastro.

Aturdido, pide la cuenta y enfila sus pies, uno delante del otro, el izquierdo encima del derecho, dos pasitos para un lateral, primer tropiezo con salticado hacia adelante. Enhebrando nombres de calles y señales que solo él es capaz de identificar por los matorrales o grafitis, logra llegar. Mete el pie en la zanja y no lo advierte, tambalea y lucha. Rasca la puerta con las llaves como si fuera un perro por la mañana, errante en su proceder no atina a la cerradura en tres intentos, el cuarto es el que le da acceso.

Levanta la perilla que está recubierta por un cartón haciendo las veces de tapa de enchufe, la luz tenue de la lamparita que cuelga de la viga del techo de chapas lo ubica, con movimientos bruscos producto de la ingesta llega hacia la heladera y retira el corcho de un vino tinto que reposa ya casi jubilado en la puerta debajo de dos huevos y un cubito de caldo. Se sienta en una de las sillas que acompañan a la mesa y aprieta el botón rojo de goma del control remoto repetidas veces. Parece tímido, en desnivel con sus compañeros y cuesta más que haga contacto.

Sintoniza el partido de fútbol y una especie de tranquilidad y euforia recorren su cuerpo.

Se considera un científico, un avanzado en materia deportiva y ante las malas deci-siones tomadas por sus alentados del glorioso Independiente de Avellaneda, su cuerpo reacciona con sensaciones contradictorias, ardidas, acaloradas.

Nota un fuego que le corre por la garganta y como un dragón necesita expul-sarlo en una catarata de insultos. Divisa la camiseta roja de sus amores contrastan-do con el verde fluorescente del césped del campo de juego. Comienza a inquietarse, y percibe que los jugadores están un tanto erráticos, no menos que el resto de los par-tidos, pero él, que jugó de octava a sexta en Talleres de Remedios de Escalada, tiene la facultad suficiente como para calificar esas acciones.

El juego se torna lento y eso lo exaspera, erran pases simples y no se preocupan por recuperar el balón. Aprieta el puño y golpea levemente la mesa haciendo temblar el vaso de vino que de vino solo conserva la aureola final.

Advierte la falta de bebida y busca en el modular un whisky que le regalaron en la fábrica a fin del año pasado. Tres toros en la etiqueta le guiñan el ojo con ánimo de seducción. Se sirve en el mismo vaso y el whisky amarillento toma un tinte colora-do. Poco importa. Estos muertos no hacen ni dos pasos seguidos.

El cuatro intenta salir jugando y lo que sería una simple entrega por la punta lo transforma en un pelotazo al alambrado perimetral. ¡Dale! ¡La puta que te parió!

Tres toros en la etiqueta le guiñan el ojo con ánimo de seducción. Se sirve en el mismo vaso y el whisky amarillento toma un tinte colorado.

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Otro pase sencillo que no encuentra receptor no hace esperar el insulto. ¡Daleeee, cagón! ¡Burro de mierda!

Se altera cada vez más y golpea vehemente la mesa que recibe toda su furia como un costal de arena. ¡A los de rojo, la consha de turmana! Suelta entre la lengua anudada.

El mal juego sigue y acrecienta la fogata interna. Está fuera de sí.

El nueve queda solo frente al arco y el arquero no es obstáculo, quedó tirado me-tros atrás. Se le traba la pelota entre las piernas, tarda, se les escapa hacia un costado pero sigue con la posibilidad de anotar ya que los defensores tampoco tienen su día y no encuentran el balón. Todos corren de una manera rara, parecen bailar en el área. Finalmente el nueve encuentra el cuero y con la punta del pie, en un tiro con muy poca fuerza la tira dos metros a la izquierda del arco. ¡Y ahora sí! ¡Hijo de mi puta! ¡Perro! ¡La consha tu madre! ¡Ojalá te mueras, sorete! ¡¿Quién carajo te enseñó a jugar al fubol burro del orto?!

Se escuchan gritos, ruidos de golpes, de vidrios rotos. Alaridos de endemoniado, furia, enojo y locura en esa habitación.

Advierte que el delantero se larga una carcajada y se tira al piso riéndose, lo que todavía lo vuelve más grave. Varios compañeros lo abrazan y ríen junto a él.

¡Fragasado hijo de mil puta, te vas a morí. Te mato yo, puto del orto!Los ladridos de los perros que entran por la puerta ya abierta interrumpen el listado

de insultos.

Ahí está Luisa, que recién llega de trabajar en la remisería. Su mirada firme y pro-funda lo devuelven a la realidad de un martillazo. ¿Qué hacés estúpido? ¿A quién pu-teas, tarado? ¡Borracho de mierda! Otra vez la misma historia, ni te das cuenta de lo que estás viendo.

Calibra la mirada y nota la leyenda del videograph: Un sol para los chicos.

Ve que el nueve no es Albertengo sino un chico con un avanzado síndrome de down a quien poco le importa el destino de la pelota y que el partido no es el de Inde-pendiente.

Comprende las risas del errático delantero y de sus compañeros.

No recuerda esa sensación de alegría, no sabe si la tuvo, y rompe en llanto.

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El fracasoFernando Signorini

Callate / Ilustración en acuarelas.

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on la intención de poder dejar en claro desde el inicio mi valoración acerca del fracaso, quiero asegurarles que, al llegar al final de esta especie de reflexión acerca de su significado, tendré la absoluta seguridad de estar a salvo de caer en ese temido abismo, ya que me prometí hacerlo de la mejor manera posible. En un principio, parecería ser este un argumento casi irrebatible en la búsqueda de su correcta definición. Así enten-dido, cualquier logro concretado tras haber puesto lo mejor de cada uno, quedaría a salvo de ser etiquetado bajo ese pesado rótulo… pero ¿será siempre así? ¡No! (al menos para mí). ¿Por qué? Pensemos: si adherimos a esta formulación, sólo quedarían com-prendidos en ella aquellas cosas que terminan por ser concretadas. ¡No estoy para nada de acuerdo! Y para dejar en claro el por qué, recurriré al siguiente ejemplo. No resulta-rá muy complicado entender que muchas veces logramos llevar a buen puerto nuestras iniciativas, sin tener para ello que recurrir al máximo de nuestras posibilidades, pero quien no obtiene la misma recompensa a pesar de haber puesto absolutamente todo de sí ¿debe valorar esa imposibilidad como un fracaso? Sin embargo, tengo para mí que tampoco alcanza el hecho de conseguir algo a base de todo el esfuerzo posible, si los medios utilizados para alcanzar los fines están preñados de recursos reñidos con valo-res éticos insoslayables (el ambiente del deporte está lleno de ejemplos). Todo aquello obtenido por medios ilícitos, configura un repudiable fracaso para su/s “exitoso/s” po-seedor/es, sentencia que también condena a todos aquéllos hechos aberrantes para la condición humana, que son pergeñados con el objetivo de beneficiarse a través de ellos y que pueden ser llevados a cabo por un individuo (Hitler), una empresa (Monsanto), o un país (EE.UU y las bombas sobre Hiroshima y Nagasaki). Para el diccionario de la Real Academia, la definición de fracaso queda reducida al simple hecho de “no con-seguir el resultado previsto”, en este estrecho reduccionismo, nada se explicita acerca de los contenidos éticos utilizados, tampoco distingue entre quienes fracasan a causa de su indolencia y los que, a pesar de esforzarse al máximo respetando sin concesiones los más altos postulados inherentes a la conducta virtuosa, no alcanzan a concretar su objetivo, de manera tal que unos y otros quedan estigmatizados (injustamente) bajo el mismo rótulo.

Por lo general, en aquellos países en que el sistema capitalista impone sus postula-dos, el temor al fracaso tiene un peso específico superior, toda vez que uno de sus argu-mentos más importantes, la sociedad de consumo, exacerba hasta el paroxismo el culto a la imagen. El temor a ser considerado “un fracasado” por el medio social, hace que el individuo tienda a comportarse de un modo “políticamente” correcto, renunciando muchas veces a su libre albedrío con tal de no violentar las dogmáticas usanzas del estandarizado rebaño, con lo que termina por vivir su vida como quieren los demás. Esta actitud pusilánime termina por aniquilar su creatividad, sumiéndolo a menudo en un estado de angustia e insatisfacción muy difíciles de superar. Mientras este estado de cosas siga reinando, mientras el individuo no tenga el coraje de rebelarse a esta perversidad, el sistema podrá seguir durmiendo a sus anchas, ya que el temido riesgo al fracaso controlará a muy bajo costo las temidas erupciones del descontento social.

Claro que estoy hablando de generalidades y que en esta (como en cualquiera) existen, afortunadamente, excepciones que confirman la regla, lo que para la gran mayoría es un pesado, insoportable lastre, es valorado por unos pocos como “una magnífica instancia de aprendizaje, potencialmente enriquecedora”. En esa estupenda actitud de “no darse por vencido, ni aún vencido” reside la gran esperanza de pro-yectarnos hacia un futuro mucho más optimista y luminoso que este preocupante y desalentador presente

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na vida normal, una vida social, el caparazón, ir a trabajar, sonreír, comprar un auto, sonreír, alquilar un departamento, comprar una casa, lo que se ajuste a tu situa-ción financiera, sonreír de nuevo, fingir interés en la vida de los demás; esporádicamen-te salir con una mujer, actuar, aparentar interés en lo que dice y mutar tu personalidad radicalmente para caerle bien y que suceda lo ansiado. Diplomacia, simpatía, meterte en facebook, twitter, instagram, “likear”, dejar comentarios estúpidos y vacíos, postear frases estúpidas y vacías, dar la imagen afable que exige la sociedad imbécil e hipócrita en la que vivimos. Mitigar tu potencial intelectual, con ayuda del alcohol o alguna droga, para encajar en discusiones efímeras, de baja estofa. Simular ignorancia para estimular el diálogo con ignorantes; más diplomacia, empatía, tanta empatía, saber cómo reaccionar, actuar, responder, antes de que los demás vean que sos un bicho raro, antes de que vean tu verdadera esencia. Aplaudir aparentando júbilo sobre cualquier suceso “feliz” que acaezca para algún conocido.

Otra mujer, ir al cine, hablar estupideces y evitar decirle lo único que le querés de-cir, simular no querer hacerle lo único que le querés hacer. Crecer, celebrar no sé qué, volver a tu casa, cocinar, dormir, levantarte nuevamente, ir al trabajo, tratar de ser un buen profesional y ejecutar esa tan apacible obsecuencia con tu jefe, ser apacible en general, fingir, fingir y fingir. Llegar a tu casa de nuevo, llorar, leer, mirar alguna pelí-

Una vida normalIgnacio Gobet

Florencia Garbini / Ilustración con fibras.

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cula que te sede un poco, que te desvíe un poco de la verdad. Ir a una fiesta, un boliche, bailar como un idiota, tomar algo; salir de shopping, gastar plata, comprar ropa, dar una imagen compatible con el protocolo, sabiendo que los que se jactan de tolerantes son los que más juzgan –por eso estás solo, al menos mentalmente–; son simpáticos, con esas caras estúpidas y esas frases estúpidas, hablando estupideces, caminando y simulando, una y otra vez, frenéticamente.

Ser eximio emulador de aptitudes sociales, fingir altruismo en el colectivo y en el tren. Hacer creer que preferís a la embarazada en el asiento que a vos mismo, con ese sueño y cansancio inútiles, porque la desesperación crece, no para la angustia, tener que pretender para encajar, actuar, sonreír de nuevo, tratar de no morir, aunque nun-ca estuviste vivo. Llegar a tu casa, hacerte una paja, dormir, desayunar comida sana, alguna mierda de arroz o cereal para mantener el caparazón intacto, sin importar que el núcleo apeste de hedor, de una ulceración inexorable suscitada de tanta falsedad.

Mantener el caparazón sano, sin importar que el precio sea lo que ella esconde, caminar, andar como un muerto vivo, contando con los dedos las veces que te sentiste vivo, que fuiste.

Más diplomacia, Dios, tanta diplomacia, fingir, actuar, sonreír, decir estupideces, cumplidos, la afable máscara del muerto vivo, no protestar, no quejarte, a la gente no le gusta eso; trabajar, trabajar y trabajar, disfrutar los 15 días de mierda que tenés de vacaciones, 21 si fuiste un buen esclavo, 28 si sos la encarnación del perfecto idiota.

Sacrificio, mucho sacrificio, las exigencias del mundo moderno, pensar en vos está mal, pensar en el otro es heroico.

¡Estudiar! Me olvidaba de eso. Las empresas no tienen tiempo de conocerte y el título reduce significativamente los procesos de selección, pues otorga una idea tem-prana sobre tu potencial. Superás el mínimo necesario, bienvenido.

Ahorrar, gastar, es lo mismo: una junta de idiotas con título imprime billetes frené-ticamente mientras tomás la decisión, no te preocupes, no van a dejar que los alcances. Repetí frases cuyo contenido es, como sabés, mentiroso, sonreí de nuevo, siempre son-reí, hasta parecer feliz: en charlas, fotos, videos, mostrá alegría, ¡el caparazón!, dejate llevar por el mar de imbecilidad o encerrate a llorar de nuevo, vos elegís.

Probá con un psicólogo, alguien certificado para aplacar tu adolescencia, seguro que por $300 al mes te salva la vida. Al menos el psiquiatra provee sedantes, esos que mitigan tus partes vivas para dar animosidad a tus partes muertas, la caparazón; seguí, seguí, seguí, nunca pares, nunca te detengas, el mundo no espera, la sociedad no per-dona a los rezagados, esto es un tren de hipocresía y tal es el precio para subirte y viajar, sin destino, hasta que el Dios de los condenados sea compasivo y te cierre los ojos, igual quedaba muy poco por matar.

El fracaso entre almuerzo y cena Exijome fracasar algunas veces al día, pues ¿qué sería la vida sin un par de golpes?

Entre el almuerzo y la cena pongo a prueba mi lado falente, practico lo personalmente impracticable para que algún día pierda dicha esencia.

Ya consumado el almuerzo, entre las últimas “piscas” de postre, emprendo mi aven-

Crecer, celebrar no sé qué, volver a tu casa, cocinar, dor-mir, levantarte nuevamente, ir al trabajo, tratar de ser un buen profesional y ejecutar esa tan apacible obsecuencia con tu jefe, ser apacible en general, fingir, fingir y fingir.

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tura, hablole a una dama imposible, juego a deportes para los que el buen señor eligió no dotarme o me la juego con un préstamo inverosímil. Entero doy sumisión al sabor amargo de una derrota inexorable, tomo nota de los resultados y me voy a casa, y des-pués de cenar ya juego seguro, tanto que al apoyar la cabeza en la almohada, antes de cerrar los ojos, cuento con la tristeza valedera de una recopilación productiva. Algún día dormiré virgen, con una sonrisa en la cara, una dama particular al costado, plata que no tengo y los pies con cicatrices goleadoras, recordando lo que otrora fueron fracasos, o más bien, ensayos.

AFORISMOS SOBRE EL FRACASO Sobre el fracaso esencial Sólo conociendo el fracaso se puede conocer el éxito. El segundo es la negación del

primero. De no haber fracasos no habría éxitos, se perdería todo objeto de admiración, personas admirables, actos admirables; sin percibir el fracaso no sabríamos cuán vale-dero y complicado es el éxito, y cuán admirable es el exitoso, sin querer sonar exitista. El fracaso es intrínseco a lo humano, es ontológicamente inherente a las personas: las personas fracasan. No obstante, siendo la regla lo percibimos como la excepción, por-que somos luchadores, somos hijos de un Dios que nos puso en el mundo y no nos dijo qué hacer, y esa incertidumbre es nuestro fracaso más grande. Seguimos pataleando para acotar el fracaso, para triunfar, para sobrevivir, para perpetuar el abolengo de una estirpe fracasada y descontenta, pero sumamente admirable.

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Del fracaso y la gloria Es evidente cuán necesario es percibir al fracaso para entender la gloria, para esti-

marla como ella lo merece.

El fracaso y el éxito

Los exitosos son los mayores fracasados, son los que más fracasos sufrieron, pues éxitos tan rotundos sólo se alcanzan tras centenares de tropezones. Con una lógica igual de irónica, afirmaríamos que los mayores fracasados son los que no fracasaron, pues evitaron el fracaso y sin darse cuenta se convirtieron en su encarnación.

El fracaso generacional

Podríamos decir, coyunturalmente, que muchos de nosotros pertenecemos a una generación de incertidumbre, que somos suspicaces respecto a lo que otrora se con-sideraba como fracaso o éxito, que replanteamos las cosas, que tiramos las barajas de nuevo, y reafirmamos esa inseguridad frente al objetivo de la vida. La casa, el auto, la familia, cuestiones dogmáticas hace 50 años, se han puesto en perspectiva: ya no sabe-

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mos qué queremos cómo lo sabían nuestros padres, esto ha puesto a prueba al tópico en cuestión, y si no me creen, sienten a un viejo de 70 y a un joven de 20 a ver “Into the Wild”, probablemente uno vea a un joven perdido mientras el otro conoce a su héroe.

Del sempiterno fracaso

Luego de miles de años de filosofía, de una exhaustiva indagatoria, no sólo no co-nocemos las respuestas, todavía no sabemos cuáles son las preguntas, ¿no es eso una demostración de cuán aparejados están la humanidad y el fracaso? Más importante: ¿es esto preocupante? A mí no me preocupa en absoluto.

Del fracaso como algo positivo

Un fracaso es un acercamiento al objetivo, pues nos otorga información que antes no teníamos, esto aplicaría a prácticamente todo campo posible, salvo a aquellos en donde el objeto de deseo se pierde con un número finito de fracasos. Un cirujano no puede tener esta mirada, por ejemplo: esperemos no la tenga.

Del fracaso esperado y no inusitado

Muy probablemente, las emprendas que consideren el fracaso de manera axiomática, obtengan mejores resultados que aquellas que otorgan al mismo un carácter excepcional.

Reconocer el fracaso

Reconocer el fracaso es la forma de aprovechar sus ventajas.

El fracaso y un buen intelecto

Un buen intelecto suele compartir sus fracasos y reírse de ellos. Un pobre intelecto suele esconderlos y pretender que no existen.

Apuesta

Si debo apostar entre el desempeño impoluto del ganador exclusivo, o la perseve-rancia del fracasado crónico, elijo al segundo, pues el primero no existe.

Pregunta

Si el fracaso es humano, ¿es fracaso el fracaso?

El fracaso es intrínseco a lo humano, es

ontológicamenteinherente a

las personas: las personas

fracasan.

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icen que los primeros filósofos se dividían (la grieta le dicen ahora) entre los que pensaban en que todo era permanente y los que, en cambio, apostaban por el eterno fluir de la realidad. Es probable que ambos tuvieran razón, ¿no? Más de allá de la teo-ría universalista y totalizadora que se pretendía entonces, me gusta bajarlo a un plano personal: durante nuestra existencia, tránsito terrestre, ¿no somos algo que fluye (el cuerpo en putrefacción avasallante) y algo que permanece (nuestra historia) al mismo tiempo?

Deberíamos convertir en conciencia nuestras memorias que nos convirtieron en lo

que somos: una sumatoria de gratitudes e infelicidades. Las taras, los miedos, los cayos. ¿De qué carajo estamos hechos? Digo, somos carne y hueso que envejece, se diluye, se desaparece. Languidecemos.

No podría, ni siquiera lo intentaría, realizar un análisis filosófico de la cuestión.

Pero se sabe que la angustia mayor, irresoluble, es la del paso del tiempo. Esto que estoy escribiendo ya pasó y no volverá a pasar. Este instante, tampoco. Y así sucesivamente. Es petrificante, demoledor. Dan ganas de ponerse en posición fetal, volver al origen de la dependencia absoluta. Y entonces, llego a la conclusión: no hay fracaso más rotundo que nuestra incapacidad de asimilar el paso del tiempo.

Entender (realmente entender) que nada se repite. Nada: ni la vida, ni la muerte,

ni el paso intermedio, el presente. Atahualpa Yupanqui solía repetir un mantra inape-lable, que el camino se compone de infinitas llegadas. Le agregamos finales, pequeñas victorias, grandes fracasos; horas acumuladas en un placard que no volveremos a abrir.

Pero nadie fracasa tanto y tan seguido como quien no intenta.

El tiempo y el intento deFranco Spinetta

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El instante funestoAriel ScherPato / Acrílico sobre placa radiográfica

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Bielsa no fracasóAriel ScherJá Ant / Ilustración con fibras.

i mamá me preguntó si había comido, mi papá me preguntó si había conocido, mi mujer me preguntó si la había extrañado, mis hijos me preguntaron si me acordaba de que tenía hijos. Y mi amigo Desiderio no me preguntó nada. No me preguntó nada y no bien parpadeó delante de lo que quedaba de mi cuerpo en el Aeropuerto Interna-cional de Ezeiza, me abrazó sin concentrarse, como se abraza a una suegra, y me dijo. No, no me dijo: me sentenció. No, no me sentenció: me proclamó. Sí, me proclamó. Me proclamó con las mejillas duras, con los ojos serios, con la voz agravada y con el corazón presionándole el tórax, la única frase que le importaba proclamarme y procla-marle a las galaxias desde que se enteró de que a esa hora de ese día del 2002 yo iba a volver de Japón:

–Bielsa no fracasó. “Bielsa no fracasó”, me repitió mi amigo Desiderio, después de mi sexto paso sobre

el suelo argentino, y antes del segundo regalo japonés que apoyé en las manos joven-císimas de mis hijos, y durante el primer beso que le di a mi mujer tras dos meses de labios secos, y mientras mi mamá, naturalmente, insistía en su inquietud sobre si había comido. “Bielsa no fracasó” reiteró como si ya no sólo pretendiera apropiarse de mis oídos sino, además, de los de un gordazo de dos metros de ancho y de alto que lo re-gistraba indignado, levantando presión en todo su ancho y en todo su alto. “Bielsa no fracasó” gritó, desencajado, con la misma ansiedad que yo sentía por jugar en la plaza con mis hijos o por devorar un asado argentinísimo, provocando el hervor de cada miligramo de protoplasma del gordo.

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Sólo cuando le respondí que estaba de acuerdo, dejó de proclamar. Y fue peor. Fue peor porque, con una constancia igual a la de los feligreses que balbucean

“amén”, a partir de ese hito aplicó el “Bielsa no fracasó” a todas las oraciones a las que apeló para fundamentarme eso, eso mismo, que Bielsa, el conductor de esa aventura sin buenos resultados para el fútbol nacional, no había fracasado. “Bielsa no fracasó”, reprodujo, una vez, dos veces, veinte o treinta, como si Ezeiza fuera Harvard y él an-duviera desplegando su tesis de doctorado. Disculpas: me quedo corto, muy corto. La defensa de una tesis doctoral en Harvard no retrata esa circunstancia. Mi amigo Desiderio exponía como si yo no fuera yo y como si mi familia no fuera una familia resignada a postergar toda aspiración de dialogar conmigo. Parecía otra cosa y de otra edad: un hombre parado frente al tribunal de la Inquisición al que sobre las espaldas y sobre la lengua le cabía la responsabilidad de rescatar a alguna víctima desde el umbral de la muerte hasta el sol de la vida.

“Bielsa no fracasó” vociferó, en el segundo en el que yo observaba cómo un mozo

del aeropuerto despegaba una banderita argentina de su bar y musitaba “somos una mierda”. “Bielsa no fracasó” aseguró con sus cuerdas vocales en estado de inflamación y, además, con un cartel que sacó desde adentro de un bolso saturado de papeles y que exhibió casi sobre los pies del gordazo. “Bielsa no fracasó” bramó, al tiempo en el que desgranaba conceptos como “fracasar es traicionar”, “fracasar es no intentar”, “fracasar es pasar por suerte y no por mérito”, “fracasar no es tropezar en un momento sino ha-ber hecho un mal camino”, “fracasar no es que la pelota no entre sino faltarle el respeto a la pelota”.

Ahí frenó. Eso significa que frenamos porque su desborde, su necesidad,

su condición de viento capaz de arrasar, obligaba a que, sin que lo conversáramos, todos aceptáramos subordinar mi regreso, los interrogantes de mis gentes más queridas, mi ambición de saciar mi hambre de besos y mi fe en paladear un asado argentinísimo a su sed de reivindicar a Bielsa. Mis hijos desparramaron sobre el piso de Ezeiza los dos regalos que había conseguido entregarles, mi papá esparció sus huesos de abuelo al lado de ellos y asumió que la existencia continuaba como si yo no hubiera retornado y mi mamá le confesó a mi mujer que me percibía flaco y que, seguro, había comido mal. Mi amigo Desiderio no reparó en nada de eso. De los fondos del bolso desde el que había emergido el cartel con la inscripción “Bielsa no fracasó”, extrajo más papeles, los distribuyó cerca de los obsequios desenvueltos de mis hijos y me dijo, o me sentenció, o, de nuevo, me proclamó: “Mirá, ahí está todo”.

Entonces, condenado, miré. Miré. Miré. Y no lo pude creer. Setecientos veintidós dibujos, o croquis, o ensayos gráficos futboleros,

o piezas dignas del Louvre pero extendidas sobre baldosas argentinas, mostraban los movimientos de la Selección de Bielsa a través de la breve experiencia japonesa que, tras sólo tres partidos, apagó la ilusión del Mundial. “Bielsa no fracasó”, me ametralló otra vez. Y, también otra vez, me indicó: “Mirá, ahí está todo”.

“Bielsa no fra-casó” vociferó, en el segundo en el que yo observaba cómo un mozo del aeropuerto despegaba una banderita argentina de su bar y musitaba “somos una mierda”.

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Mis hijos arruinaron uno de esos análisis bordados a mano limpia porque, hartos de esperarme, se abalanzaron sobre ese papel y moldearon una pelota para jugar un metegolentra con mi papá. Una lástima: era sobre un momento del primer tiempo frente a Inglaterra, esa derrota dura del segundo partido. Y una señora de tacos altos y horribles agujereó otro papel cuando le pasó por encima con una valija ancha en la que, ni dudarlo, cargaba una colección de porquerías tan feas como sus tacos pero compradas en Europa. A los setecientos veinte dibujos restantes los vi.

Los vi con todo el respeto que merece ese verbo: ver. Ver de verdad. Ver de verdad,

lo que implicó que mis hijos compartieran con mi papá unas tres horas de Ezeiza y de metegolentra y que mi mujer, si añoraba el vino de mis besos, permaneciera con la boca seca porque aún no podía complacerla. Es que tres horas me demandó desmenuzar el contenido riquísimo que emanaba de cada imagen, de cada documento labrado a lápiz, de cada esfuerzo por demostrar lo que mi amigo Desiderio, imparablemente, como un delirante en una noche de cuatro fiebres simultáneas, ya pronunciaba sin tragar aire entre vez y vez: “Bielsa no fracasó, Bielsa no fracasó, Bielsa no fracasó, Bielsa no fraca-só”. Sólo en una brevedad interrumpí esa labor al detectar las pupilas suplicantes de mi mamá. “Comí bien. Y te quiero”, le soplé. Y enseguida seguí viendo.

Cuando concluí, di por superado mi cansancio por el viaje largo, me agaché y junté

uno por uno los setecientos veinte testimonios de esa obra monumental. De inmedia-to, subí los ojos, le ofrendarle un abrazo a mi amigo Desiderio como los que requieren los amigos y no las suegras y dije, aunque en verdad no dije y sí sentencié, aunque por cierto no sentencié y sí proclamé. Proclamé: “Bielsa no fracasó”.

“Algún día este mundo discutirá, de verdad, qué es fracasar”, alcancé a añadirle,

con los labios de mi mujer, ahora sí, embutidos en mis labios y con mis hijos, ahora sí, alborotando el ambiente, uno aferrado a mi rodilla derecha, el otro colgado de mi índice zurdo y deletreando, como un himno, ese eco del que tanta nostalgia guardaba, o sea “papá, papá”. Mi amigo Desiderio, en cambio, transmitía extenuación y camina-ba despacito, en paz, con la garganta ya liberada de entonar “Bielsa no fracasó, Bielsa no fracasó”.

Pudimos así, por fin, trasponer el espacio del aeropuerto y, lo juro, yo atrapé los

aires de mi patria y hasta se me hizo que el tabique nasal completo se llenaba con el aroma de un asado argentinísimo. Apunté con las cejas hacia el cielo, me apropié de los fríos de ese invierno idéntico a los inviernos de mi infancia y casi lloré cuando, al pestañear de cara a mi horizonte recobrado, mi mujer, mis hijos, mi mamá y mi papá me rodearon felices. “Fracasar es no tenerlos a ellos”, medité, acaso todavía imbuido de las frases incesantes de mi amigo Desiderio.

–¿Y Desiderio? Lo pregunté de golpe, azorado, dándome cuenta de que lo había extraviado de mi

paisaje feliz. No necesité ni tiempo para localizarlo. Veinte metros más atrás, yacía ensangrentado y apretando su bolso. El gordazo, impiadoso, lo miraba erguido.

–Qué me venís con que no fracasó, tarado. Nos fue como el culo– dijo, senten-

ció, proclamó esa mole angustiada y enfurecida mientras dejaba a mi amigo Desiderio abandonado como se hace con los paraguas rotos o con los malos recuerdos.

Todos corrimos a ayudarlo, a levantarlo, a consolarlo.

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Mi amigo Desiderio capturó uno de los papeles de su bolso y se secó un hilito rojo que le brotaba desde el arco superciliar izquierdo. “Es el papel con el saque del medio del último partido, el que merecimos ganar y no empatar contra Suecia”, me detalló”. “No era un momento esencial”, agregó, esbozando una mueca a la que, con esfuerzo, podía evaluarse como una leve sonrisa.

Quise contentarlo argumentando que no todas las personas pueden pensar en to-

dos los momentos, que el fútbol suele acelerar demasiadas vísceras antes de poner en marcha el cerebro, que nos tocaba una cultura en la que, como había manifestado el propio Bielsa en alguna tarde, se confunde el éxito con la felicidad.

Quise largarle todo eso, pero los dientes me castañetearon, la voz se me descontro-

ló y las palabras me surgieron desde un sitio que yo no controlaba. Lo único que me oí emitir fue esto:

–Bielsa no fracasó. Sacudido, el mozo que había susurrado “somos una mierda” suspendió todas sus

actividades y se arrimó a auxiliarlo. Se esmeró pero no pudo evitar que, alterando el tono, se le escapara una exclamación:

–Uh, viejo, qué golpe te dieron. ¡Cómo perdiste! Doble derrota la tuya. Mi amigo Desiderio trató de enfocarlo. Tenía el ojo abollado, pero el alma inven-

cible. “Perder no es fracasar”, contestó con entereza, con la misma entereza con la que acarició su bolso lleno de papeles y, ahora sí, con una sonrisa nítida, dijo, sentenció y, al final, atisbando la inmensa figura de su agresor en un horizonte distante, proclamó. Proclamó con el alma:

–Gordo, el fracasado sos vos. Fracasados son lo que no aprenden que en la vida se

pierde y se gana. Después, indagó sobre nuestro rumbo para comer el asado argentinísimo. Cuando

logró erguirse para ir en busca de ese asado, el mozo del “somos una mierda” le escuchó una consideración más:

–Bielsa no fracasó. Y yo tampoco.

Setecientos veintidós dibu-

jos, o croquis, o ensayos gráficos

futboleros, o piezas dignas

del Louvre pero extendidas

sobre baldosas argentinas,

mostraban los movimientos de la Selección de Bielsa a través

de la breve experiencia

japonesa que, tras sólo tres

partidos, apagó la ilusión del

Mundial.

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#7

Derrotas del almaRodrigo Dotti

Juan Cruz Buenahora / Fotografía.

asi no tengo dudas, aunque sé que es sólo mi verdad relativa, pero decididamente el fracaso está sujeto a las expectativas, y estas últimas se van formando con la autoestima que forjamos desde chicos; esta jamás fue muy grande en mí, lo que generó que nunca haya sufrido grandes traspiés, así como tampoco grandes victorias. También a lo largo de mi historia me he dado cuenta que el fracaso va y viene, a veces lo hace rápido, en cuestión de horas o minutos, otras veces lo hace despacio, sin prisas, haciendo que nos pongamos ansiosos, en una mezcla entre pretender cambiar nuestra suerte y esa sed de venganza que a veces llevamos dentro.

Lomas del Mirador, Buenos Aires, luego de la mañana escolar y haber almorzado rápido, todos corremos a la placita del barrio a jugar a la pelota. A pesar de la alegría, dentro de mí corre una sensación extraña, sé que se aproxima el pan y queso y nada me salvará de ser el último elegido o en caso de que seamos jugadores impares, seré el refuerzo del equipo más débil para que por lo menos tengan uno más, de nada valdrán ya mis esfuerzos, ni tener la suerte de clavar la pelota justo donde el árbol que oficia de poste hace una curva, es decir en el ángulo, el estigma de ser de los peores ya ha hecho su trabajo y en caso de derrota la culpa será toda mía.

Tras lo inevitable, vuelvo a casa antes del anochecer como lo pidió la vieja, con la mirada perdida y la sensación del fracaso sobre mis espaldas por vez primera.

Las elecciones que hice en mi adolescencia no me ayudaron mucho, mientras to-dos buscaban comprarse su ropa de última moda o las mejores zapatillas, yo me paraba

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en la vereda opuesta con mis botitas Topper de lona negras, la campera de cuero y las remeras que chorreaban heavy metal. Por supuesto que las posibilidades que una pendeja te dé bola con esa facha eran prácticamente nulas, encima en los recitales eran todos huevos, un intolerable exceso de testosterona y las dos o tres féminas que había eran novias de los músicos o del dueño del local, todo esto llevaba a un gran fracaso se-xual que se satisfacía gracias a que siempre tuve manos largas y llegaban cómodamente a mi entrepierna. Un par de años me costó comprender que esa situación se resolvía rockeandola los viernes y careteándola los sábados en algún boliche. ¡Uff ! ¡Los boli-ches! Ya ni recuerdo cómo eran y a muchos les pasará igual, muchos padres de familia algún sábado a la noche podemos llegar a sentirnos fracasados, terminamos frente a la TV viendo fútbol y tapando nuestras arterias con pizzas y cervezas, mientras otros se están empilchando, perfumando para salir, a los bares, a las discos, a cazar. Pero basta que pasen apenas unas horas para que todo se dé vuelta, la mañana soleada del domin-go nos encuentra desayunando y felices en familia, mientras los cazadores no saben cómo hacer para que se convierta en una grande de muzzarella ese culo que ronca y se babea al lado de ellos y que ni siquiera recuerdan cómo se llama. En ese momento confirmamos que el fracaso va y viene y hasta alimenta nuestra sed cretina de venganza.

El tiempo pasa, y no sólo nos vamos poniendo viejos, sino que también se empieza a percibir un goteo de pequeños fracasos, tus hijos no te dan bola y cada vez tienen más confirmada la teoría de que sos un pelotudo, en el laburo de a poquito te van ha-ciendo entender, de forma amistosa o no, que ya no servís para nada, tu mujer te mira de costado porque siempre está blandita y encima ya no le podes hacer el chamuyo barato de que es la primera vez que te pasa. En fin, toda una lista de vicisitudes que ya sólo tendrán revancha si te toca un rápido desenlace a la hora de marchar, cosa que obviamente de seguro no sucederá.

Lomas del Mirador, Buenos Aires, calurosa tarde de enero, sólo funcionan mi ce-rebro y mi corazón, mis otras extremidades se encuentran entumecidas y rígidas, el olor es nauseabundo, harto de pañales y jeringas me pregunto: ¿cuándo moriré? Bah, en realidad eso se preguntan todos. También me pregunto: ¿iré al cielo o al infierno? No lo sé, es más, sin dudas que si voy al infierno el diablo me estará esperando con la campera de cuero y el heavy metal y todas esas pendejas que ni me miraban; sí, ya viejas por supuesto, pero con sus minis, tacos y portaligas, y en el cielo tal vez esté Dios ha-ciendo un pan y queso y eligiéndome primero que a nadie como capitán de su equipo. En fin, no lo creo, seguramente el mismo fracaso que me persiguió toda la vida, seguirá rondando en mi lecho de muerte y después de ella.

El tiempo pasa, y no sólo nos

vamos poniendo viejos, sino que también se em-pieza a percibir un goteo de pe-

queños fracasos, tus hijos no te

dan bola y cada vez tie-

nen más confir-mada la teoría

de que sos un pelotudo.

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En una canción de Spinettalandia el Flaco decía: “La memoria me resulta compli-cada y no me acuerdo ni de las cosas que leí”. En mi caso no es que recordar resulte algo complejo, pero las historias y las imágenes aparecen en random. A veces se superponen como capas y capas de fotogramas y sonidos que se remixan. Y así se arman las ficcio-nes de lo real. Trato de evocar alguna historia de fracasos y otras yerbas, algún relato que pudiera resultar medianamente entretenido y creo que estoy empezando a fracasar en el mismísimo intento. Bueno, quizá esta anécdota sea un mash-up de la original. Entre los recortes aparece una noche: un recital de “Disculpe la Molestia”, la banda que tenía junto a mi hermano y mi primo allá en la adolescencia. En los dorados 90. Los anestesiados 90. Nuestra era de la boludez. Teníamos unos diecipocos y éramos unos pendejos insolentes y caraduras. El club de los veintisiete estaba tan pero tan lejos que no nos importaba morir en la nuestra. Vivíamos haciendo cosas raras. Apenas logramos sacar algún tipo de sonido a los instrumentos y sin importar tempo ni afi-nación salimos a tocar. A comernos los escenarios como si fuéramos estrellas de rock. Esa noche la cosa fue en San Telmo. El boliche, mejor dicho el antro, se llamaba igual que el negro zurdo que le enseñó al mundo cómo se toca la guitarra: “Hendrix”. Por la baranda que flotaba en el ambiente era como si el cadáver del pobre Jimi estuviera guardado en el baño. Tal como era costumbre (y lamentablemente algunos bolicheros lo siguen haciendo), teníamos que pagar para tocar, o sea: vender 50 entradas anticipa-das para pagar el “sonido”, que venía a ser una consola hecha mierda y el par de amplis medio pelo más castigados de la historia del under. Pero... ¿cuánto vale ser la banda nueva? Primer fracaso: no vendimos ni una entrada y terminamos poniendo toda la

Vamos las bandasSebastían Pandolfelli

Circe / Ilustración.

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Teníamos unos diecipocos y éramos unos pendejos insolentes y caraduras. El club de los vein-tisiete estaba tan pero tan lejos que no nos importaba morir en la nuestra.

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tarasca nosotros. No me acuerdo, pero eran unos cuantos mangos. En la misma fecha nos programaron junto con tres bandas de Heavy Metal amigos del tipo que esa noche hacía de sonidista. Tremendo cabeza de tachuela. Con los pibes tocábamos reggae, ska y algo así como rock barrial, bastante malo, por cierto, por lo que el amo y señor de las perillas nos trató para el culo desde la prueba de sonido. Por supuesto: sus amigos sonaron bien y MUY fuerte. En el sorteo de lugares, nos tocó cerrar la noche. Eso no siempre quiere decir que sea bueno. El primer show de la fecha empezó tardísimo. Y los tachuelas no terminaban NUNCA. Pero nunca. Batas con doble bombo taladran-do cerebros. Amplificadores con los potes “todo a 11” como en Spinal Tap. Guitarras distorsionadas hasta el límite de lo posible y solos, solos y más solos de interminables escalas pentatónicas y supersónicas paseando por el mástil de las Ibanez con calaveras. Era un ritual. Humo, olor, cuero, tachas. Y gritos guturales. Nosotros, la bandita de los pendejos que hacen rock barrial, sapos de otro pozo a la espera de nuestro turno. Los integrantes del grupo humano que conformaba nuestro escaso público, de a poco, empezaron a huir. Mortalmente aburridos y con principio de sordera quedaron: mi mamá, mi hermana y cuatro amigos. Subimos a tocar a las cinco de la mañana. Enfure-cidos y con sueño, pero con unas cuantas cervezas encima fuimos a comernos el esce-nario. Mi primo, el cantante, algo “entonado” se mandó con una cháchara sobre el rock que no entendió nadie, pero remató con un “¡manga de putos!” que sonó como busca de roña. Al menos eso en el barrio es pelea. Al tercer tema empezó la discusión con el amo y señor de las perillas: “¡Che, Clemente subime los retornos!”, gritó el tecladista. “¿Que Clemente? ¡Gil! ¡Clemente sos vos como tocás ese pianito!”, saltó el otro desde atrás de la consola, y con él venían llegando los monos. Un ejército de gordos pelilar-gos envueltos en cuero y tachuelas. Las huestes del Metal suelen ser pacíficas, salvo que se las provoque. Alguno más saltó entre los cuatro gatos locos del público y nuestros amigos se fueron a las manos. El show terminó abruptamente al tercer tema. Mi vieja y mi hermana no lo podían creer. Rocanrol all night y aguante el aguante. Piñas van, piñas vienen. En dos minutos estábamos corriendo por el Pasaje San Lorenzo con los instrumentos colgando y sin las fundas. Para compensar, uno de los pibes se había agenciado un bolso lleno de cables y cuerdas. El recital de “Disculpe la Molestia” duró tres temas y medio. A ese boliche no volvimos más. La noche resultó un fiasco, pero fue un fracaso de esos que sirven de experiencia. La banda siguió ensayando durante un par de años y hasta aprendimos a tocar. Después cada uno hizo su propio camino musical. El arte de combinar sonidos y silencios se transformó en el arte de combinar los egos y los horarios. Ahora acá estamos. Mi primo dejó de cantar en bandas. Mi her-mano sigue con el bajo y armó un estudio de grabación, el saxofonista nos espera del otro lado de las nubes, ya nos reuniremos con él en una gran zapada cuando nos toque, el tecladista vive en Italia y tiene su banda y su estudio y yo acabo de editar mi primer disco con Los Barriletes Cósmicos. En definitiva, el futuro nos llegó hace rato pero no fue tan terrible. Ah, me olvidaba: al final de los 90, aquel boliche terminó ahogado en su propio vómito.

Por la baranda que flotaba en el ambiente era como si el ca-dáver del pobre Jimi estuviera guardado en el baño.

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n el transcurso del año ‘91 emprendí un desafío personal muy importante a nivel artístico. Basándome en un tema que siempre me impresionó y me interesó mucho: el linyerismo. Junto a un fotógrafo llamado Salvador Batalla fuimos recorriendo algunas zonas de la ciudad de Buenos Aires tomando fotos, haciendo una especie de releva-miento de personas que vivían en la calle. A veces conversando con alguno de ellos.

Así empecé a escribir una obra musical instrumental que incluía dos canciones y tres relatos. El desarrollo total duraba casi una hora; se llamaba Tachos.

Para la ejecución de la misma convoqué a unos diez músicos que ya conocía desde antes y comenzamos a experimentar sónicamente y a ensayar las diferentes partes que iba componiendo. En los primeros ensayos comprendí que íbamos a necesitar una voz para los textos, pero no era sólo decirlos. Me pareció que era necesario actuarlos. Por lo cual uno de los músicos se atrevió a dejar su instrumento y comenzó a ponerle el cuerpo a los textos en cuestión.

Mientras la música transcurría se iban a proyectar las imágenes fotográficas y de pronto aparecería este personaje. Imagen y teatro unidos por un hilo argumental que era la música. A fines del año ‘91 logramos llevar a escena esta obra sólo una vez, por-que se terminaba el año y la idea era continuar al año siguiente.

Después, escuchando algunos comentarios y críticas, observé que muchas personas

TachosJuan Subirá

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Nos juntábamos a ensayar

en un galpón las escenas

que yo iba escribiendo

cada semana, y a medida que

avanzábamos se complicaba

más la trama.

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lo habían visto lisa y llanamente como una obra de teatro, cosa que yo nunca me había imaginado, y a pesar de que el personaje del linyera aparecía muy poco en escena. Todo ese verano me lo pasé pensando en eso, hasta que decidí empezar todo de nuevo y re-escribirlo como una obra de teatro con dos personajes y un conflicto.

Nos juntábamos a ensayar en un galpón las escenas que yo iba escribiendo cada semana, y a medida que avanzábamos se complicaba más la trama.

En algún momento se me ocurrió invitar a un director de teatro, que observó lo que hacíamos con interés pero también con cierto estupor.

Al final del ensayo le pregunté qué le parecía lo que había visto.

–¿Quién dirige esto?

Yo nunca lo había pensado, pero le dije:

–Yo, aunque no sé nada de teatro.

–¿Y vos a qué te dedicas? –me preguntó.

–Soy músico, toco en Bersuit.

–¿En serio?, eso sí está bueno, seguí con la música…

Allí terminó mi corta experiencia en el mundo del teatro. Como experimento gru-pal y humano fue buenísimo y hasta me quedó el boceto de un posible libro, aunque artísticamente sea impresentable.

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staba tranqui parado contra la barra con la minita. El Seba pasó y me preguntó qué onda. Hacía banda que no nos saludábamos y que me pregunte qué onda no era un saludo, era una provocación. Un agite. Una invitación a irse a las manos. Pero la mano la tenía prohibida por el encargado de Samsara, un boliche bien cumbiero que se im-provisa en el salón de patín del club Olimpo, frente a la plaza del centro de la ciudad. Aunque improvisado lo recomiendo. Siempre se pone piola porque tiene todo lo que se necesita: las pibas bien dispuestas y el tomar barato.

Con el encargado teníamos la mejor porque nos conocíamos del Camino La Ca-rrindanga, cuando íbamos a picar con las Biz. Hace mil años. Él ya me la había expli-cado cuando le pagué la entrada:

–Mati, vos sos buen pibe pero te volvés a pelear y acá no entrás más. Me vas a traer más problemas de los que ya tengo.

Prometí que me iba a rescatar, le recomendé que se confíe.

Esa noche estaba contento. Ya casi ni me acordaba de la Cami y había podido sa-car el 307 de la concesionaria, después de todas las vueltas que me dieron. A mí los lujos me inspiran. Hermosa máquina de estreno. No era cero pero estaba hecha una joyita. También tenía a la butaquera al lado mío que me ronroneaba suave en el pecho de la camisa abierta y me besuqueaba la cruz de la cadena. Ni que fuese religiosa, fiel

EstampitaMariela Gouiric

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al Cristo. Y por sobre todo eso, como un manto salvador, estaba el ritmo contagioso sonando a todo trapo y la jarra recién llena, con poco hielo y un par de bártulos para que tire más. No valía la pena agitar ninguna. Eran las dos y el perfume del vicio, que son el Marlboro y el Fernet, el encierro y la máquina de humo; ya estaba ahí y llenaba la noche de promesas.

Nos habíamos juntado a hacer la previa en lo del Perla, con los muchachos de carga y descarga de Lucaioli, un local gigante que te vende de todo. Desde zapatillas hasta ca-lefones. Ahí con los pibes bajamos y subimos LCDs, calefones y heladeras con freezer a camiones que salen al sur o para los repartos locales. Los sábados siempre volver a casa a dormir la siesta, una buena ducha y salir para donde el Perla. Al Perla le llamamos así porque es de todos el más blanquito. En realidad el único blanco entre nosotros. Los sábados siempre somos una banda, porque a la joda siempre se nos suman los chicos de kick boxing y un par de choferes pendejos del puerto, que conocimos quemando parche en el micro de Moyano a Buenos Aires.

Qué onda me preguntó el Seba y como quería estar tranqui le advertí:

–¿Qué onda qué, pichón? Tomatelá.

El Seba me sonrió con la cara de lava tupper que lo vende de gil:

–Aguantá, chabón.

Pero como la última palabra es mía por más mano prohibida que tenga, porque sino después los giles vuelven, buitres de carne muerta, lo apuré:

–¿No entendés? Que te la tomés. To-ma-te-lá. Tomatelá, dale, dale. Caminá, cami-ná. Pega la vuelta, gato. Va, va, va.

Pareció que entendió porque se dio la vuelta, amagó retirada. Hermoso segundo en el que me relajé y puse mi cara bien cerca de la cara de la morocha que, butaquera, estaba acostumbrada a los bardos y ni preguntaba. Los bártulos ya hacían sus milagros. En una de mis manos su cinturita y en la otra la jarrita. Nos movimos los tres juntos dos compases preciosos en los que el vendepatria del Seba se dio vuelta y paaaaah: en seco me levantó la pera con el puño. ¡Hijo de puta! ¡Me abrió al medio! Sentí más cómo sonó que cómo dolió. El parlante estaba adentro de mi cabeza. Y vibraaaaba. Vibraaaaaba. Mareado largué la jarra y la minita y me quedé solo. En soledad me pude concentrar y me toqué la boca con la yema de los dedos ¡Me había bajado el diente! Con los agujeros de mi nariz inflados de bronca seguí tragando sangre. Las lágrimas se soltaron. Un reflejo. Con los bártulos encima no sentís nada.

Sebas miró arrepentido y asustado. Se le había ido la mano. Qué mal la había pues-to. Y antes de que pueda correr le salté encima y lo llené de arrebatos: ¡Paaah!, un arrebato. ¡Paaah!, otro arrebato. ¡Pah, pah, pah, pah!

–¡Así se aprende a contar vieja! ¡Puto!

El patova me agarró por la espalda y me palanqueó, pasando su brazo por mi cue-llo. Lo solté al Seba que corrió como cucaracha. Levanté las manos en alto, en obedien-cia, y me di vuelta despacio, abriendo la boca y mordiéndome los dientes, como un perro enjaulado, para que vea. Los flashes bolicheros me iluminaron la cara entrando

Mareado largué la jarra y la minita y me quedé solo. En soledad me pude concentrar y me toqué la boca con la yema de los dedos. ¡Me había bajado el diente!

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con ritmo por el hueco que dejó el diente que ahora estaba en mi estómago. Las luces se me salieron por los ojos vidriosos. El gorila me largó horrorizado. Tenía la jeta rota. La facha estropeada.

Corrimos a la calle con el Perla y el Covi a buscarlo. El Covi se fue a buscar la Biz y con el Perla nos subimos al auto. Me miré en el retrovisor:

–¡Hijo de re mil puta! ¡Concha de su madre! ¡Rastrero traidor!

Lo queríamos matar. Lo íbamos a matar.

Puse la reversa la cuadra entera hasta Zelarrayán y salí pisándolo. Un don que here-dé de mi viejo. El lamento del motor en reversa descansó cuando las ruedas patinaron para salir en tercera, cuarta, quinta por Zelarrayán. Le pedí al Perla que me alcance la franela de la guantera y me apreté el mentón, que de abierto parecía un churrasco.

–Estás hecho un carnicero del frigorífico – me deliró el Perla.

Le pegamos derecho hasta antes de cruzar el canal para esquivar las zonas boliche-ras que están llenas de canas a esa hora. Bordeé el canal bajando hasta Alem. Por el retrovisor se veían como dos cuadras atrás el Fiat uno de los pibes, la CG del Manu y la Yesi. Más atrás la Yamaha del Rulo, mi hermano, el gol del Ale y la biz del César, que venían a hacer bulto y ver cómo seguía la bronca. Pisé el acelerador más todavía para perderlos, sino íbamos a terminar todos presos. Peor, nos iban a secuestrar los autos.

Por la avenida quemamos llanta hasta el Cooperación dos. El plan de viviendas de casitas bajas, de calle de tierra. Dejé el 307 a la vuelta de la casa del Seba porque no quería que me lo fichen si caía la cana, como me había pasado con el Corsita. Y me fui caminando piola, sin levantar humo. El Perla se adelantó y golpeó las manos, metién-dolas entre las rejas adentro del porche.

El padre del Seba abrió la ventanita de la puerta:

–¿Qué pasa Perla?

–Buenas noches don. ¿El Seba está?

–No, Perla. El Seba no está.

El Perla saludó y se cruzó conmigo, que miraba la secuencia desde la vereda de enfrente, detrás de un árbol de esos de aceitunas. Escondido en los huecos oscuros que no alcanzan los faroles.

Reconocimos el Fiat Spazio que no tardó en aparecer despacito, casi punto muer-to. Muerto de hambre. Lo dejamos que suba el auto a la entrada del garaje. Que apa-gue el motor y que se baje. Que se confíe. Y me cruce pisando bajito, casi sin respirar. Cuando estaba a tres pasos el chabón me sintió. Me habrá olido la sangre. Y apenas se dio vuelta me suplicó:

–Pará, Mati, pará, fue un impulso, perdonáme –y se tiró al piso.

Este talento no es mío. “Te agarra una cosa más fuerte que vos”, decía mi viejo, cuando sabés que es justicia. Con esa cosa más fuerte que yo lo levanté del cuello y

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mostrándole las encías le di consejo:

–Miráme bien como me dejaste la cara porque no te la vas a olvidar más.

El padre del Seba escuchó y salió en pijama a la vereda. Me empujó y el Perla se le fue al humo. Y le grité:

–¡Pará, Perla, pará! Al viejo no lo toqués, al viejo no lo toqués, al viejo no lo toqués.

El Perla por bancar un código pierde otro. Por defender un amigo faja un viejo. La madre del Seba estaba ahora también en la vereda y lloraba. Lloraba en camisón y gritaba, como gritan las mujeres. Tenía un agujero y se le veía una teta penosa. Los pibes que nos siguieron empezaron a llegar. Sus luces ciegas iluminaron la oscuridad de la calle de tierra.

–¡PERLA, PARÁ! –y el Perla se rescató.

El Seba en el empujón del viejo se me soltó y corrió a la casa. Cerró la puerta y le dio llave. El cagón dejó a sus padres afuera. Me indigné:

–Mire don, mire doña… miren cómo me dejo la cara. Miren el hijo cagón que tienen.

La mujer lloraba como lloran las mujeres. El Seba desde la ventanita gritaba que iba a llamar a la policía. Le daba la razón a mis palabras.

Medio Samsara había arrimado a la cuadra. Sentí alarma por tanto quilombo y lástima por el cagón del Seba, papelonero. Por lo amigos que habíamos sido no se lo deseaba. Y los padres ahí, qué se yo, podían ser mis viejos. Sobre todo la madre, que lloraba.

–Ya fue –le dije a los pibes–. Ya lo vamos a agarrar. Le voy a dejar la cara igual.

Di las buenas noches a los viejos, pedí que disculpen. La imagen de ellos se fue ha-ciendo cada vez más pequeña en el retrovisor. El padre abrazaba a la doña acongojada, con su pecho todavía asomado por la tristeza de su camisón. Y se fueron achicando, volviéndose una estampita, hasta desaparecer. Agarramos Alem y en diferentes esqui-nas se fueron perdiendo los curiosos y los amigos. El Covi en Mallea. El Fiat uno en el canal. La CG se metió en el parque. El Gol, la Yamaha y la Biz pararon en el playón sobre la avenida Alem. El estacionamiento de la Universidad donde paramos todos los pibes siempre. Así nos fuimos separando, despidiéndonos con señas de luces. Nos fuimos quedando solos con el Perla hasta llegar al hospital.

En la guardia del municipal me hicieron esperar y me cosieron tres puntos.Cuando volví a casa tiré la camisa en el canasto de la ropa sucia. Cuando vea la

vieja, me bajoneé. Ojalá que salgan las manchas, estaba nueva. Pasé por el baño y me vi la jeta. Si me viera la Cami, me volví a bajonear. Entrado en la piecita prendí el ven-tilador y con el ronroneo del turbo me acordé de la minita que dejé en banda. No hay nada peor para una butaquera que volver parada. Eso me dio un toque de risa. Tapé la ventana con una frazada, me saqué los pantalones y me dormí tranqui, boca arriba. Las primeras luces calientes del día comenzaban a colarse por los agujeros que comieron las polillas.

Pisé el acelera-dor más todavía para perderlos, sino íbamos a terminar todos presos.

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#12

Día de la IndependenciaJuan DuacastellaFrancisco Bertotti - Gustavo Salamié / Ph

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“En una foto antigua encuentro juntos, por única vez

a mis abuelos,cenando en el Casino de Oficiales.

Mi abuela mira a cámara, y me doy cuentaque es la persona más joven del cuadro

y su brillo destacarodeada de militares en trajes de gala y señoras

que a su lado resultan mayores.Parece feliz

pienso,y tal vez lo sea,

después de todo nadie sabecuándo comienza un naufragio”.

uando tenía seis años, un vecino de enfrente me contó que había visto a su padre, la noche anterior, enterrando armas en el jardín, llorando, con su uniforme azul de poli-cía todavía puesto. Y después yo lo veía pasar al tipo, esperar el colectivo en la esquina, con su campera del grupo halcón y el arma en la cintura brillando como una sortija, y lo que más me costaba era imaginármelo llorando.

Eso fue en 1987 y pasaron años hasta que comprendí lo que mi vecino había visto. Durante mucho tiempo olvidé ese recuerdo, junto con muchos otros de la niñez, mer-ced a sofisticados procesos de clasificación de las memorias habidos en nuestra mente.

Olvidé el asado ese en el que jugando al truco mi abuelo se calentó y puso el arma sobre la mesa –un arma preciosa, plateada, como un revólver de la guerra civil ameri-cana– y todos se tiraron al suelo, cosa que los chicos interpretamos como una gracia, aunque luego el recuerdo me agregó las copas de whisky que el coronel había tomado, las discusiones previas con mis tíos políticos y la reacción de mi vieja que nos mandó a jugar a la vereda.

Muchos años más tarde, mi abuelo egresó de su cuarto divorcio –tendría uno más en su haber– y por una breve temporada se quedó en nuestra casa. Yo ya estaba yendo a la facultad y podía ver la cosa con otros ojos. Recuerdo que trajo su uniforme de gala; lo colgó en mi placard, y a mí me dio impresión, como si fuera un objeto maldito, ominoso, grave. Mis hermanos menores lo tomaban con gracia, después de todo era la novedad del verano. El tipo nunca había aparecido mucho por casa y hasta jodíamos con que apenas se sabía los nombres.

Por las mañanas se tomaba un sospechoso jugo de naranja que le duraba un par de horas, sentado en el jardín, tratando de entablar comunicación con esos desconocidos que éramos sus nietos.

Algunas tardes, si bebía mucho, se ponía a tocar el piano y la verdad es que no lo hacía mal. Tenía un repertorio de zambas y chamamés que mis hermanos más chicos celebraban, en ese borde entre la gracia y el nerviosismo que genera alguien que alguna vez causó miedo.

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La ciudad donde vivíamos quedaba frente a Campo de Mayo, y era muy común que los padres de mis amigos fueran militares, tanto como abogados, comerciantes, o cualquier otra profesión.

El tránsito por la ruta interior de Campo de Mayo era un atajo necesario para re-gresar de la capital y a mí me gustaba. Podías ver los tanques de guerra estacionados como adornos en las intersecciones de sus calles internas, los soldaditos de guardia con sus rifles controlando los ingresos, y mi parte preferida que era el campo de entre-namiento de los paracaidistas, señalizado con una tranquera de reja que tenía un di-seño de hierro con forma de paracaídas –o, mejor dicho, con la forma en que un niño dibujaría un paracaídas–, en sintonía con ese encanto pueril que siempre tuvo lo militar.

A veces, cuando había algún evento importante en la municipalidad, llovían los pa-racaidistas sobre la plaza, mientras la banda militar tocaba y yo me quedaba mirando los uniformes de los músicos, algo percudidos en relación al brillo de sus instrumentos, que resplandecían, y me fijaba en el detalle de sus guantes, perforados en las yemas de los dedos para poder tocar con más comodidad. Todos aplaudían y en ese momento no existía el conflicto.

Hubo una época en que incluso nos atendimos en el hospital militar, donde mi

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abuelo había llegado a ser director. Mis padres se habían quedado sin cobertura de salud, y en ese lugar nació mi hermana del medio. Recuerdo el día siguiente, cuan-do nos llevaron a conocerla, y lo primero que viene a la mente es la bandera gigante –la más grande que había visto hasta ese entonces– que ondeaba en el frente.

Una vez fui a lo de un amigo y me mostró las medallas que tenía su padre, ganadas en Malvinas algunas, y en otros enfrentamientos que en ese momento no significaron nada para mí. Las medallas eran un poco desilusionantes: mucho más finitas de lo que uno podía esperar de acuerdo con la experiencia televisiva que te-níamos sobre condecoraciones, medallas de honor del congreso de los Estados Unidos o medallas Corazón Púrpura al valor, que recibían los heridos en combate. También me mostró un arma, y me propuso desarmar una bala para ver cómo era la pólvora. Por dentro olía igual que un petardo, y se nos ocurrió hacer un cami-nito de pólvora en el jardín para prenderlo fuego. Estábamos repitiendo la operación con otra bala cuando apareció el padre de mi amigo y nos empezó a gritar que eso era un peligro, y luego lo hizo entrar a mi amigo a la casa, mientras yo me quedaba esperando en el jardín, hasta que el pibe salió con los ojos llorosos y me dijo que mejor me fuera, que me prestaba su bici si quería porque yo vivía lejos, pero que me fuera rápido. Cuando llegué a casa me di cuenta de que en el bolsillo tenía todavía una bala. La guardé en un cajón envuelta en un pañuelo, como si fuera una pieza delicada.

El verano siguiente me fui de vacaciones con ese amigo y su padre resultó ser un tipo macanudo, que se ocupaba de entretenernos y organizaba torneos de penales con todos los chicos del balneario. Creo que tendríamos unos once o doce años y ya nos interesábamos por salir de noche, cosa que el tipo nos permitía, y nos daba algo

Cuando llegué a casa me di cuenta de que en el bolsillo te-nía todavía una bala. La guardé en un cajón envuelta en un pañuelo, como si fuera una pieza delicada.

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de guita extra para gastar por la peatonal.Una mañana me levanté temprano, mi amigo aun dormía, y busqué el diario

para leer la sección deportiva. El padre de mi amigo estaba despierto y me hizo sentar con él en el porche de la casa que habían alquilado para las vacaciones. Me preguntó si tomaba el mate amargo, cosa que interpreté como un trato de adulto. Al rato, como si se hubiera decidido de pronto, abrió su camisa y me mostró una cicatriz que le surcaba unos cinco centímetros entre el cuello y el corazón. ¿Ves esto?, me dijo, fue una bala. Tu abuelo me operó y me salvó la vida.

Yo tenía once o doce años y ese detalle de la cicatriz pasó de largo sin ocuparme ni un segundo la mente, porque era el verano de dejar atrás la niñez, de tomar la primera cerveza y fumar cigarrillos en la peatonal, y todo eso era más importante que cualquier cicatriz del pasado de otras personas. Ese verano sentí la urgencia del amor por primera vez como algo real, y siempre lo recordé con felicidad, hasta el día en que me enteré que el padre de mi amigo estaba preso por haber participado en los vuelos de muerte.

Mi abuelo vivió con nosotros sólo unos meses, hasta que mis padres se hartaron y lograron que se fuera. En el medio, una noche en que volvía de la cancha y estaba entrando el auto, vi una figura en el jardín, haciendo un pozo. Era mi viejo y estaba enterrando las armas del abuelo. Es peligroso, me dijo, y yo lo ayudé sin preguntar nada más.

El día que se fue de casa el abuelo nos llamó y nos dio a cada uno un regalo. Pese al entusiasmo inicial en seguida nos dimos cuenta de que eran todas porquerías que se quería sacar de encima. A mí me tocó una medalla de esas finitas, que decía “El casino de oficiales, a los 25 años de servicio” o algo así. Era de oro y fue lo único que recibí jamás de su parte.

La fundí y me hice los anillos con los cuales me casé. Mi abuelo se fue a vivir a Mar del Plata, y me envió de regalo unas sábanas baratísimas, que seguramente habría com-prado en un supermercado. Todavía tuvo tiempo para casarse una vez más, la quinta, antes de que le llegara la acusación y la prisión domiciliaria por crímenes cometidos dentro del hospital.

Mientras tanto yo me separaba de mi esposa sólo cuatro años después y para todos –incluyéndome– era un gran fracaso.

Recuerdo que tomé coraje varios días hasta encarar el tema con mi mujer, que esa semana habíamos estado viendo Lost como locos, en silencio, sin hablarnos, que hacía un frío helado y hasta las plantas del jardín se habían recogido sobre sí mismas esa noche, para protegerse. Fue uno de los momentos más tristes de mi vida.

Al otro día me fui.

Tomé el tren a Retiro y me saqué el anillo, que se había puesto frío como un dia-mante. Apenas arrancó me di cuenta de que había empezado a nevar.

Era 9 de julio y la gente salía a la calle aprovechando el feriado, maravillada por ese pequeño milagro que les habían regalado.

Ese día, por unas horas, todos pensaron que la vida era hermosa.

Ese verano sentí la urgencia del amor por prime-ra vez como algo real, y siempre lo recordé con felicidad, hasta el día en que me enteré que el pa-dre de mi amigo estaba preso por haber participa-do en los vuelos de muerte.

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#13

Entre mochilas, piedras y un amor eterno

Sebastián AriasPablo E. D’Alio / Iustración tinta sobre papel.

lo largo de la vida acumulamos inevitablemente, fracasos. Algunos grandes, otros pequeños; muchos nos pegan en la cabeza, otros en el ego y muchísimos en el corazón. No importa el peso específico de cada uno. Por momentos los olvidamos, en otros bus-camos superarlos y en grandes y épicas batallas los llevamos a cuestas con elegante y fu-riosa dignidad. Convivimos con fracasos mientras caminamos nuestro largo camino.

Hubo un momento de mi vida en que los traspiés tuvieron pocas luces y cero flas-hes; un momento en donde quedaron detrás de la sombra más oscura, una función que los redujo al tamaño de una hormiga flaca y triste. Hubo un día donde los fantasmas del pasado se asustaron de mi presente. Fue ahí que me di cuenta que los fracasos que creía eternos tuvieron su fuga, un escape, un vuelo veloz de libertad.

30 de julio del 2015:

Un sol brillante que no llegaba a entibiar una fría mañana y una suave bri-sa fresca nos acompañaba. Un día más para muchos, un día único para mí. La rutina desaparecía entre nervios, ansiedad y una cuota de miedo. Mil dudas. El tránsito fluía lento pero constante y las charlas eran acerca de tema banales, todo estaba aun en su lugar.

Llegamos a la clínica, bolso en mano, papeleríos por hacer, una panza que explota-ba y una mezcla de curiosidad y miedos que se tapaban con el desconocimiento absolu-

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to de lo que realmente estaba por suceder. Habíamos entrado por la puerta grande y no metafóricamente: la puerta era realmente amplia y alta, el hall imponente y nosotros diminutos ante un universo nuevo.

Luego de llenar una serie de formularios infinitos, firmé donde decía nombre y puse el nombre donde decía firme, mi mujer pasó al recinto donde gobiernan los pro-fesionales de la salud mientras yo me disfrazaba mitad de doctor, mitad de partici-pante de una fiesta de disfraces: ambo, zapatos de una tela rara y gorrito en la cabeza eran mi atuendo para la ocasión. Haciendo memoria lucía bastante desalineado. Debo reconocer que no fue fácil ponerme todo eso, ya que no soy muy preciso y ágil en mo-mentos de pura tensión.

Luego de preparativos y espera frenética, comenzó lo que esperamos nueve meses.

En la sala de parto, ella como una leona intentaba traer al mundo a Lautaro, mi pri-mer hijo. Todo era muy raro, mi pareja estaba haciendo una fuerza inhumana, transpi-raba y el coraje le brotaba por los poros. Yo, en cambio, le daba aire con una carpeta y le agarraba la mano. Claramente mi función dentro de la escena era inútil. Los médicos trabajaban duro, una máquina que no sé bien para que era, hacía un pitido constante y yo ahí, siendo un espectador de lujo. Ilusión y energías rarísimas giraban por esa sala. Mi cabeza explotaba.

Lo que venía por caminos normales se desvió ante la negativa de Lauti de ponerle interés a la misteriosa experiencia de salir del vientre materno y conocer el mundo. Rebelde y con gran coraje, el bebé se aferraba a su voluntad de no conocer nada nue-vo. Fue allí donde se escuchó al obstetra gritar: ¡Vamos a Cesárea! En un segundo se fueron los doctores, corrió la partera y la camilla con mi mujer, agotada y con ojos de felina herida, se alejaba rápidamente.

Quedé solo con una carpetita, que segundos antes era mi herramienta de trabajo, y un asombro que no me dejaba reaccionar. ¿Ahora qué hacemos? ¿Mi pareja? ¿Mi hijo? ¿Salgo de acá? Muchas preguntas que ante la urgencia no tuvieron respuestas inmediatas. En el momento más importante de mi vida no era importante para nadie. Sólo miré la cama vacía mientras una ventana, entreabierta, daba una luz tenue que alumbraba mi desazón.

Una enfermera alta, con voz de ogro y cara de malvada de película de Disney me agarró del brazo y me dijo “vos esperá acá, cuando esté por salir te llamamos”. Y sin mediar más palabras me metió en un cuarto diminuto donde sólo podía compartir mi pánico y mi angustia con un bidón de agua que cada tanto hacía ruido de burbujas. Sólo había que esperar. Y justamente esperar es algo que no sé hacer muy bien. La ansiedad me comía el cuerpo. Me sentaba, me paraba y esperaba que alguien me dé un instructivo con los pasos a seguir. Todo sin desalinear mi traje de futuro padre que me habían dado un rato antes.

Los minutos pasaban y la incertidumbre crecía, me tomé 32 vasos de agua. Aun recuerdo que los vasos plásticos eran tan chicos que no llegaban a saciar mi sed. No recomiendo esos vasitos que para café son grandes y para agua chicos.

Me asomé por la puerta, con miedo al reto de la enfermera diabólica. Pero ya no aguantaba más, fue ahí donde otra enfermera un poco más delicada me dijo, al ver mi cabeza salir lentamente por el marco, “está todo bien, la están preparando, cuando esté todo perfecto te llamamos”. Aquella asistente tenía más aceitada la dinámica de

Llegamos a la clínica, bolso

en mano, pape-leríos por hacer,

una panza que explotaba y

una mezcla de curiosidad y

miedos que se tapaban con el

desconocimien-to absoluto

de lo que realmente esta-ba por suceder.

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controlar a futuros padres ansiosos y temerosos. Yo, con voz de locutor y de suficien-cia, respondí: “Gracias, espero a que me llamen”. Me tranquilicé, pero no lo suficiente como para sentarme sin pensar en otra cosa que no sea el parto.

El reloj clavado; las agujas no hacían esfuerzos para que el tiempo pase más rápido, el bidón ya me empezaba a molestar y yo ahí esperando nada más y nada menos que el nacimiento de mi hijo.

Cuando el sudor en mis manos crecía y el cuarto chico donde me sentía enjaulado se volvía más pequeño, comencé a escuchar pasos que se acercaban y, acto seguido, el ruido mágico de aquel picaporte redondo y metálico: “Vamos que ya está todo prepa-rado”, dijo la partera.

El pasillo que me llevaba al quirófano donde sería la cesárea era relativamente cor-to, con potentes luces blancas y limpio, muy limpio. Caminé a paso firme a pesar de que quería correr y nuevamente disimulando tranquilidad para que la guerrera de mi esposa no note que estaba re alterado y nervioso. Entré y había más de cinco personas haciendo su labor, nadie percibió ni se sintió interesado por mi ingreso triunfal. Me colocaron cerca de mi mujer con un biombo celeste que la dividía a ella en dos. No podía ver más allá de su pecho.

De repente y sin aviso, como un acto digno de un muy buen mago, bajaron la cor-tina del biombo y apareció Lautaro. El color era entre verde y azulado, no sabía si era mi hijo o el de un Avatar. Amor en estado puro. Lo miré eclipsado, perplejo. Hizo el gesto de un grito sin voz, hasta que pegó un alarido dejando en claro que había llegado a nuestras vidas con intensidad. Ese color poco perceptible fue tomando de a poco un tono humano. Creo que la mirada más tierna con mi mujer sin dudas fue en el mo-mento en que ya no éramos dos, sino tres en la familia.

Estaba ahí Lautaro, mi hijo, mi vida; en un segundo nos pusimos de acuer-do en que yo no lo iba a dejar solo jamás. Atrás quedaron los problemas menores, los proyectos que no pudieron ser. La mochila de fracasos se hizo más liviana. Des-de ese momento todo cambió. Lo que antes creía una cruz eterna, se transformó en una simple anécdota.

Aquel instante en donde nos conocimos con Lauti entendí que para llegar a él tuve que transitar espinas, desilusiones y frustraciones. Vendrán nuevos pasos en falso, pero seguramente al mirar a los ojos de mi hijo, éstos no me dejarán tirado o de rodillas.

Un camino, mil espinas, mil sonrisas, mil almas que nos rodean y una vida que nos

da más vida.

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En busca de la claridad

#14

Cecilia SerranoLúa Manguito / Ilustración en tinta sobre papel.

o tengo idea de cuántas veces repetí el poema. Lo dije en voz alta, en voz baja, con ademanes o quieto y siempre mal. La señorita Elena ya avisó que mañana vamos a ensayar y yo no consigo aprenderlo completo. Ahora me voy a parar en la silla como si fuera el escenario y lo voy a recitar bien fuerte así mamá lo oye en la cocina y papá en el dormitorio. Bajó un pajarito rojo, / una chispa en…, mamá interrumpe: Nico, pri-mero el título, ¿cómo se llama la poesía? Y papá desde su cama responde: dejalo, Sara, el pobre hace lo que puede. No me doy cuenta de si eso es una disculpa para mí o un reproche para ella. No entiendo bien si significa que “lo que puedo” es bastante o que no alcanza. Sé que cuanto mejor quiero decir los versos se me olvidan, me confundo o me trabo. Y me viene esa horrible idea de estar solo, entonces surge la pregunta ¿vas a ir a la fiesta, mami? Y la respuesta temida golpea, no, Nico, no puedo faltar a la oficina.

Papá no, porque está enfermo. Mamá no, porque trabaja. Yo en el escenario frente a la directora, a las maestras, a los chicos y a sus padres.

La de quinto dice y ahora Nicolás Feregotto, de segundo grado, va a recitar una poesía de Enrique Banchs. ¡Adelante! Veo a la señorita que me hace señas para que me acerque. El corazón golpea tan fuerte que creo que lo escuchan todos y me parece que no me va a salir la voz. No me olvido y digo el título “Bajó un pajarito rojo”. De mi boca brotan palabras que oigo como si no fuera yo quien las pronuncia. La poesía se deshoja. Bajó un pajarito rojo, / una chispa en cada ojo. / Pájaro rojo tan verde, /… la maestra me susurra: ¡más fuerte, más fuerte! Miro a los de séptimo que se ríen en la fila,

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me acuerdo de papá diciendo el pobre hace lo que puede y pienso que esta vez “lo que puedo” no es suficiente. Tiemblo, transpiro mientras balbuceo… que entre las hojas se pierde. / Un pajarito amarillo / redondo como un ovillo; / y la señorita Elena insiste: ¡no se oye, Nico, más alto!

Me pregunto por qué razón hoy estos recuerdos se presentan y hacen más difícil esto. Sé que no va a pasar nada que cambie la realidad. Depende de mí hacerlo. Pero no, seguramente no seré capaz ni hoy, ni mañana, ni nunca y por enésima vez insulto y blasfemo y maldigo en voz baja. Por enésima vez me siento ultrajado y al mismo tiempo me planteo la idea de mi contradicción. Produce un efecto raro reconocer que uno, sin ser directamente su propio verdugo, es el propiciador de aquello que lo daña.

Como tantas veces escucharé la voz de mi padre que, no sé desde dónde, me dirá no te lamentes, no te quejes, hay que hacerse cargo de lo que uno mismo elige. Es posible que tenga razón, nadie me obliga, pero el desencanto supera mi capacidad de análisis. Me cuesta admitir que mi fuerza espiritual, mi resistencia están endebles, resquebra-jadas.

Siento el calor en mi espalda y las pequeñas llagas arden. El fastidio, el ansia de que se termine pronto me devoran. No tendría que ser así, sin embargo ansío el momento en que el foco que está detrás de mí se apague, que ya no aparezca mi figura a contraluz.

Luché denodadamente para formar parte de la compañía. Nunca imaginé que lo conseguiría tan pronto. A la mayoría de mis amigos con los que estudié les ha costa-do mucho tiempo ingresar en otras aún de menor trascendencia. Por eso es que me atormenta padecer por aquello que debiera ser motivo de regocijo. Entiendo que las jerarquías deben respetarse y que la experiencia es importante pero no puedo evitar sentirme menospreciado, fracasado.

Ya inicia su monólogo el protagonista. De acuerdo al guión yo permanezco quieto y en silencio pendiendo del cable de acero que me mantiene suspendido durante la escena. Cumplo el rol de Luzbel con toda la magnificencia de su radiante luminosi-dad. No tengo que estudiar ningún parlamento. Sólo debo estar ahí, escuchando con atención las palabras del primer actor que se dirige al preferido de Dios antes de que se convierta en el ángel caído. Soy un símbolo mudo, estático, que ni siquiera es impor-tante en el contenido de la obra.

El arnés tiene unas tiras de cuero que me rodean el pecho y se cruzan en la espalda. Es-tán ajustadas bajo la túnica y, aunque llevo una fina camiseta, al transpirar por el calor del foco que alumbra desde atrás, me lastiman. Es difícil soportar inmóvil, sin hacer un gesto. Las alas no son tan pesadas pero incomodan. Si pudiera volaría hasta abajo y pisando firme el suelo del escenario caminaría hacia proscenio tal como me indicaba la señorita Elena y recitaría: Posiblemente la claridad esté en la espalda y gire conmigo /cuando me doy vuelta con rapidez por sorprenderla. / Posiblemente esta apariencia de jue-go / constituya la más grave condición fisiológica / y la claridad sea una parte mía, / la de atrás. Lo diría bien alto para que todos escucharan las palabras del poe-ta. Es como si hablara de mí aunque Juarroz nunca haya sabido de mi existencia. Haría mío este poema, no aquel de la infancia que me era ajeno, que no comprendía. Pero nada de eso ocurrirá y me voy a quedar aquí arriba hasta el final de la representación.

Cuando se baja el telón, me ayudan a desengancharme y quedo tan dolorido que no puedo salir a saludar con el resto del elenco. No importa, nadie nota mi ausencia.

Veo a la señorita que me hace señas para que me acerque. El corazón golpea tan fuerte que creo que lo escuchan todos y me parece que no me va a salir la voz.

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Es probable que algunos espectadores de las filas más alejadas ni siquiera imaginen que soy un actor, quizás crean que se trata de un maniquí.

Al retirarnos del teatro hay público en la puerta esperando por autógrafos. Nunca firmé uno, nadie me lo pidió. No saben quién soy. Entonces, al igual que durante la escena, vuelvo a insultar para mis adentros y me quejo y maldigo y me pregunto para qué.

Hoy la voz profunda y paternal señaló que si la claridad está a mi espalda, no es tan malo creer que es mi parte de atrás. Me recordó que el poeta también dice: Posible-mente todo tienda a abrir algo, / a ponernos las manos o los ojos / en la única claridad tangible, / en la espalda del otro, / enseñándonos a darnos vuelta en el otro. Agregó: después de todo, saber dónde está la propia claridad ya es una buena señal.

Me cuesta admitir que mi

fuerza espiritual, mi resistencia

están endebles, resquebrajadas.

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Las piedrasAna Eva IglesiasSole Gómez / Dibujo digital

uizás esta vida esté más llena de errores que de aciertos. Quizás sea eso lo que nos mueve a tratar de mejorar un poco más para no volver a caer.

Es probable que sea un fracaso constante, insistente y perseverante seguir inten-tando todos los días encontrarle los miles de colores brillantes que tiene un nuevo amanecer.

Es claramente concreto que esas piedras con las cuales me tropiezo durante el ca-mino, van creciendo, cambiando su forma y, en definitiva, es la misma. Diferente, pero la misma.

Tiene sentido. Todo el sentido. Porque las piedras tienen que ver con una, con ese ir y venir, las vueltas y ciclos que componen la vida. Las piedras no son más que eso que espeja todo lo que no puedo ver adentro mío y se materializa constantemente hasta que en un día iluminado decimos Eureka, acá está el quid de la question: el problema no son las piedras, sino yo.

Entonces observo cómo fueron cambiando de forma y todo lo que me mostraron a lo largo de este tiempo, tirano, según me han dicho algunos seres que he cruzado en el camino. Para mí el tiempo es tiempo, nosotros como humanos le queremos echar la culpa de todo aquello que no podemos resolver, en vez de hacernos responsables de vivir y disfrutar cada segundo que el tiempo de la vida nos regala.

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Un poco lo mismo nos sucede con los fracasos, les adjudicamos la responsabilidad de nuestra frustración, en vez de ver y entender que en realidad nos están ayudando a disfrutar un poco más cada momento de vida. Aprovechar el tiempo.

Las caídas han sido una constante en mi vida, desde chica me he enfrentado con esta situación de tener que decidir cosas que, probablemente, me perjudiquen o me hagan volar. Jugársela. Saltar al vacío sin red, sabiendo que en caída libre quizás no haya otra cosa que el piso en el fondo a donde caer y romperse, toda, entera, hasta el alma. Eso en el peor de los casos. El fracaso más oscuro y espantoso, que deviene en no saber qué hacer luego. ¿Cómo me levanto de ese pozo si me caigo y no veo la luz? ¿Se puede? ¿Soy capaz?

Claro que está también la otra opción: levantar vuelo, empezar a aletear y darme cuenta que puedo volar. Que el viento puede ser un salvavidas, si me dejo llevar por él, y así, en vez de caer en picada, puedo ir planeando de un lugar a otro una caída más amorosa. O tal vez ni siquiera llegar al fondo, sino posarme en estaciones para descan-sar y seguir.

De cualquier manera, la realidad es que si no hubiera vivido en algún momento esa sensación de frustración, desilusión, malherida, quebrada y deshecha que te produce el errar en una decisión, hoy no podría ver ese otro lado positivo. No podría entender realmente lo que significa renacer, volver a vivir, brillar y sentir que la vida es mucho más que un momento en caída libre y estampa sobre el piso profundo. Sin esa caída, sin esos momentos, no se puede brillar. De eso se trata.

También hay otro factor, vivimos en sociedad, comunidad, compartimos con otros. Entonces el fracaso es relativo, porque, como todo, depende de la óptica y pers-pectiva con la cual se mida ese hecho en concreto. De la misma situación, cuando hay más de un involucrado, uno puede sentir fracaso y el otro una victoria (por ponerle un nombre, claro).

A mi modo de ver, la vida está compuesta de un montón de tropiezos, y cada uno de ellos me ha ayudado a levantarme con más fuerza. A veces tengo esa sensación de que el mundo es una mierda, por supuesto, como a todos nos pasa, o a la mayoría, no sé. Lo real es que me cuestiono una y otra vez cada decisión que tomo. Es claro que no todas son las mejores (según el punto de vista de quien las juzgue), pero también es cierto que cada una de ellas salen de mi corazón. Entonces ahí tenemos otro punto, ¿erramos realmente cuando decidimos hacer lo que sentimos? ¿O lo hacemos para crecer un poco más cada día? Muchas veces las decisiones que tomamos lastiman a otros y, como consecuencia, a nosotros también. O viceversa: las decisiones de otros nos lastiman a nosotros. ¿Ahí cuál sería el fracaso? Quizá poner en otras manos lo que somos. Un poco por ahí también va la cosa. Confiamos en la capacidad de los demás, por falta de confianza en uno mismo. Me ha sucedido eso, bastante. Los fracasos más grandes han aparecido cuando me olvidé de confiar en mí misma, por creer que las demás personas son mejores que yo.

Volvemos a las piedras. No hay mejores ni peores. Van a aparecer para mostrarnos la cantidad de veces que sea necesario eso que no queremos ver. Los hechos, personas, o lo que fuere que representen las piedras, no son otra cosa que el aprendizaje de nues-tras vidas. De nosotros depende encariñarnos con ese mineral o ser como un río, en el cual existen, y en vez de quedarnos estancados en ellas, fluir, dejando ir aquello que nos lastimó y nos hizo sentir miserables, faltos de amor y sombríos.

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De eso se trata la vida y sus ciclos. Caer y levantarse. Descansar y seguir andando. Morir y volver a vivir. Es todo lo mismo. Sólo que una parte nos da miedo, nos paraliza y enfrenta con eso que desconocemos. La otra, nos pide a gritos que confiemos en lo que nos moviliza. Porque es justamente lo que nos mueve e inquieta, el móvil que nos va a hacer crecer. Es entonces ese momento en el cual sentimos que el mundo se derrumba, que ya nada podemos hacer, porque todo parece morir, oscuro y sin salida, cuando la luz aparece. La vida nos llama, nos grita. El corazón se acelera y una voz muy chiquitita, desde lo más profundo de tus entrañas empieza a hablar. La escuchas. Crees enloquecer, que eso no puede ser verdad. La sentís. Esa voz sos vos mismo empezando a levantar vuelo después de una caída libre. Después de sentir, vivir y vibrar lo que es un fracaso que te hunde y parece condenarte, levantas vuelo y agradeces su aparición. Abrazás la piedra, volvés a agradecer, sonreís y empezás a fluir de nuevo, como el río.

Es al decir Eureka, el momento en el cual comprendemos la importancia de los fracasos en nuestra vida y que sería prácticamente una ilusión pasar por este mundo sin haber sentido, al menos una vez, estrellarse o romperse en pedazos, la falta de aire y la oscuridad del mundo.

Son los fracasos las dulces derrotas que nos incentivan a volver a la vida.

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#17

La cena de LedistovFlorencio Aguilar

edistov llega a la cena con una parsimonia exagerada, posiblemente actuada. Cruza el salón principal con la mirada fija en su mesa del fondo. Lamenta, desde el primer día, que le hayan asignado ese lugar. Está demasiado lejos de la televisión donde cada noche pasan algún partido. Ahora, por ejemplo, Chicago contra Racing. Así que lo primero que hace Ledistov, una vez que se acomoda y rubrica un saludo amistoso con el mozo de turno, es arquear la cabeza para leer el recuadro apenas visible en el ángulo superior izquierdo de la pantalla: empatan cero a cero. Es un televisor amplio y eso a Ledistov lo reconforta, porque a pesar de la distancia puede ver. Van cinco minutos del segundo tiempo de un partido del fútbol alemán y las cuentas lo favorecen: llegará al café justo con el final. Apenas termine, cruzará el parque amplio y volverá a su habi-tación. Tal vez pueda terminar, antes de dormir, Vigilar y castigar, de Foucault, el libro que está leyendo.

Ledistov sonríe la aparición del mozo, que apoya sobre su mesa la botella de agua. Es una manera –por supuesto escueta– de decir gracias. Incluso, lo piensa.

A Ledistov no le interesa la locuacidad engañosa, ensayada, hija del compromiso. Prefiere mostrarse tal y como es: un señor callado, prudente, respetuoso pero distante. Por eso evita cualquier discurso demasiado ampuloso.

Cuando regresa el mozo, Ledistov, de nuevo, arma una sonrisa pasajera pero cor-dial. Y piensa que así está bien.

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Mientras mas-tica, Ledistov descubre algo, algo que supone importante, aunque ahora, en el preciso momento del descubrimien-to, no esté tan seguro de que lo sea.

Hay un gol de Chicago. Ledistov se sobresalta apenas. Entrecierra los ojos para mi-rar la repetición. Aprueba el movimiento del delantero: diagonal quirúrgica, se dice. Y vuelve a sonreír. A Ledistov lo divierten sus propios diálogos. Y eso de diagonal quirúrgica le causó gracia. No sabe bien por qué.

El mozo trae los ravioles. Ledistov, otra vez, sonríe. Una sonrisa armada para la ocasión: demostrativa. Porque Ledistov tiene hambre y no está demasiado interesado en disimularlo. El mozo aparece y Ledistov sonríe. El mozo apoya el plato en la mesa y, efectivamente, Ledistov sonríe. El mozo lo mira, antes de marcharse hacia la coci-na, y en ese fugaz pero decisivo instante en que las miradas se cruzan, Ledistov sigue sonriendo.

Mientras mastica, Ledistov descubre algo, algo que supone importante, aunque ahora, en el preciso momento del descubrimiento, no esté tan seguro de que lo sea. Ledistov se echa para atrás, sorprendido. Pincha un raviol, carraspea, hunde el tenedor en la boca, vuelve a la pantalla. Empata Racing. Y Ledistov se exalta. Alguien, cree Ledistov, lo mira, lo está mirando. Elige hacerse el desentendido. Por distracción o por miedo, no puede definirlo.

Buen cabezazo, sentencia Ledistov. Muy bueno, corrobora cuando repiten la juga-da.

El gol de Racing lo devuelve al partido. Falta poco y el uno a uno le agrega emoti-vidad a los últimos minutos. Ledistov también se entusiasma, mientras evalúa que el empate está bien. Racing hizo méritos, se dice Ledistov, la boca pastosa.

Hay un córner para Racing y Ledistov toma un trago corto de agua. Van cuarenta. Ledistov piensa que tal vez pueda terminar de leer, esa misma noche, Vigilar y castigar, de Foucault, el libro que está leyendo. Quizás salga a caminar, pondera, silencioso.

Cauto, casi tímido, levanta el índice, busca al mozo. Cuando lo visualiza, transfor-ma con la mano ese gesto vacío en un pocillo imaginario. El mozo asiente. Ledistov se desentiende, repentino.

Vuelve a levantar el vaso. Esta vez da un trago largo. Se seca con la servilleta, meti-culoso. La dobla al costado del plato, excesivamente prolijo. Ledistov ya no cree que lo estén mirando, y eso lo tranquiliza.

El mozo aparece con el café y pide permiso para agacharse sobre la mesa.

Cuando se incorpora, alegre, Ledistov clava los ojos en la espuma un instante pro-longado. Allí permanece, el mentón sobre las manos entrelazadas, los codos en la mesa. Echa un sobrecito de azúcar y se moja apenas los labios. Aprueba.

Cuando termina el partido, Ledistov ni se mosquea, el resultado no le cambia el ánimo ni las expectativas. Presta atención a la repetición de los goles, analítico.

El último sorbo de café viene acompañado por una mueca de conformismo. Sa-tisfecho, Ledistov se pone de pie, levanta una mano para saludar al mozo, tose dis-cretamente y camina entre las mesas hacia la puerta. Atraviesa el parque verde con las manos en los bolsillos y una sensación de calidez, de laxitud corporal.

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El recuerdo cae como un venda-

val de culpas: ese maldito

instante en el que dijo que sí,

que se animaba a probar, que era

guapo y que se la bancaba, que

al fin y al cabo un cigarrillo es

un cigarrillo y qué puede pasar.

Cuando llega a su cuarto, Ledistov recuerda que es la última noche. Al día siguien-te debe regresar a Buenos Aires. Está contento porque supone, pensativo, que todo salió bien. Su labor investigativa acerca de la frecuencia con que las ranas crujen por las noches, ha sido cuidadosamente consumada. Dos veladas con algunos aparatos téc-nicos útiles para reproducir los sonidos le bastaron a Ledistov para advertir algunos cambios sustanciales en relación a años anteriores. A Ledistov le apasiona el estudio sobre las ranas. Se considera, incluso, un rana maníaco, a costa de algunas burlas que desatiende por respeto a sus convicciones. Perdió una novia, incluso, a los veintipico, cuando contó su aspiración profesional de perseguir y estudiar diversos crujidos de diversas ranas. Falso amor, se despreocupó en ese momento.

A Las Verbenas, un monte a más de mil quinientos metros de altura en la provincia de San Luis, no volvía desde dos mil siete, ocasión de la primera evaluación seria que el CACRA (Centro Analítico del Comportamiento de la Rana argentina) le encomen-dó. Un viaje con hostería incluida, media pensión y todos los elementos necesarios para dedicar tres días a recoger infinidad de datos.

Antes de salir al parque a distraerse un rato, Ledistov levanta de la mesita de luz el último cigarrillo que le queda y mira el sensor de humo que está puesto sobre una pared de la habitación. Va hasta la ventana y la abre apenas. Enciende. Da una pitada larga y echa el humo hacia fuera. Después, otra más corta. Quirúrgica, como la diago-nal, piensa Ledistov, sonrisa a medio armar, el gol de Chicago en su cabeza.

Ledistov tiene claro que se está arruinando la vida y que su adicción irrefrenable es un atajo a la muerte. ¿Cómo es posible no conmoverse?, indaga Ledistov en su propia psiquis enmarañada y confundida. Sabe que el promedio de tres atados por día duran-te los últimos veinte años lo van a transformar en un cadáver mucho antes de lo que tiene proyectado.

El recuerdo cae como un vendaval de culpas: ese maldito instante en el que dijo que sí, que se animaba a probar, que era guapo y que se la bancaba, que al fin y al cabo un cigarrillo es un cigarrillo y qué puede pasar. La pitada bautismal, la tos, el asqueo, las risas contagiadas, las burlas. Y el cigarrillo bisagra, días después, con la excusa de abandonar la tensión de unas discusiones adolescentes.

Así como está, rehén del tabaco, no va a llegar muy lejos.

Si en la vida de Ledistov hay un fracaso, es ese, piensa Ledistov, en tercera persona.Con la carga en la espalda, decepcionado de sí mismo, va hasta la mesita de luz,

abre el primer cajón y saca Vigilar y castigar, de Foucault, el libro que está leyendo. Tal vez pueda terminarlo esa misma noche, piensa esperanzado.

Con el libro en la mano, sale al patio y mira al cielo, se sorprende, dice guau. Está lleno de estrellas y esos son los cielos que a Ledistov le gustan, los que están llenos de estrellas.

Ledistov tiene ganas de comerse un alfajor. Para eso debería bajar a la ciudad, bus-car un quiosco cercano que esté abierto a esa hora. Ledistov mira su reloj viejo, muy gastado. Se sobresalta, ni siquiera dan las once. Es temprano, cualquier quiosco está abierto. El descenso, en auto, le llevará una media hora, calcula. El alfajor puede espe-rar. Ledistov, de hecho, planifica: en cuarenta minutos va a comer un alfajor. De pron-to, en la vida de Ledistov, todo está prolijamente calculado. Y está bien que así sea.

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Ledistov contempla la personalidad de un cerro interminable. Sus secretos, tal vez, nunca sean revelados.

El cielo, el parque verde, extenso, le generan el deseo de lanzarse sin rumbo y empe-zar a correr. Que le vengan esas repentinas ganas de correr lo estremece. Ya antes había pasado, de estar en ese lugar, mirando al cielo, con ganas de comer un alfajor, que le vinieron unas ganas intensas de correr. No puede precisar cuándo. Tal vez haya suce-dido sólo en su imaginario. Eso tiene un nombre, sabe Ledistov. Aunque no recuerda cuál. Ledistov busca en su archivo. Pero no. No consigue recordar, cuando le vuelven las ganas de comerse ese alfajor que viene demorando. Mira la hora: las doce. El tiem-po, el maldito tiempo, se enfurece Ledistov. Hace un rato no eran ni las once. Quiere recordar esa palabra que se escapa de sus saberes. Quiere comer el alfajor, de chocolate, triple. Quiere terminar el libro que está leyendo, Vigilar y castigar, de Foucault.

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#18

El BacalaoFrancisco BertottiRodrigo Cardama / Ilustración digital

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migo mío: siento bronca, y mucha. Voy a hacer lo posible para que no condicione mi relato, pero va a resultar imposible.

Alguna vez me preguntaste sobre El Bacalao y hoy, recién hoy, puedo detallar cier-tas peculiaridades que me vienen a la cabeza. Espero ser claro y que te valga.

Antes que nada, El Bacalao es el jefe, razón suficiente para decidir sobre vos y tu entusiasmo. No importa tu opinión y menos tu camino, olvidate; él, por ser el Bacalao, va a dar la última condolencia.

El Bacalao en principio te agrada y hasta en ciertos momentos te simpatiza.

Pasan los días, las horas y en algunos casos extremos –tal vez inéditos–, los minu-tos. Y te das cuenta con las urgencias y sugerencias que El Bacalao es El Bacalao; no lo intentes ni menos aun te desilusiones: esto no va a cambiar.

Será así y está bien que así lo sea.

Pero escuchame bien: nunca bajes la cabeza.

El Bacalao seduce.

Ni un pálido llamado entre las tibias horas de la tarde, esas horas perdidas llenas de reflexión y angustia, esperando esa chance remota, ni posteriormente la endulzante suma, tan cautivadora como la misma sonrisa, pueden rebajarte a la seducción del Ba-calao. Sé que es muy difícil no dejarse llevar por la tentación, pero es imprescindible, en estos días, que lo tengas en cuenta.

El Bacalao es hipócrita.

Como te venía diciendo, mi amigo, por si lo olvidaste: al principio las muecas son cordiales.

¿No vas a negar un cálido, humeante y delicado pocillo del mejor café, no? Menos aun renegar de una fresca, cremosa y refinada masa dulce. ¿Y si encima el microclima artificial que inunda la sala te envuelve y te acobija maternalmente? Ni hablar de la seductora y riseuña presencia de su secretaria, ¿no? Las ofertas llueven como garúa fina que azota el conurbano: pausadas, sutiles y casi sin lastimar.

Pero también sabemos que esa garúa incesante, lenta pero penetrante, ha de sepul-tar las más colosales de las civilizaciones.

El Bacalao es egoísta.

No le interesan tus méritos, ni menos tus bondades. Él decide y su único objetivo es lograr su cometido, saciarse a sí mismo, complacerse y dejarte migajas a vos y tus ilusiones.

Este punto resulta crítico y levemente preocupante, ya que es de los pocos que en un futuro puede penetrarte, despacio pero mortalmente, así como lo hace el veneno más puro.

Pero también sa-bemos que esa garúa incesante, lenta pero pe-netrante, ha de sepultar las más colosales de las civilizaciones.

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El Bacalao condiciona.

Si te creíste que ibas a poder expresarte, fundamentar y planificar, desarrollar tus habilidades pescadas ahí muy cerquita del río, te voy avisando, mi amigo acongojado, que lo olvides.

El Bacalao siempre va a buscar lo que él quiere y no va a parar hasta encontrarlo. Nunca olvides esto: a él “no le gusta”. Al Bacalao “no le gusta”. No insistas, no busques más razones ni explicaciones, cuando al Bacalao “no le gusta”, tiralo al tacho, desécha-lo, y sin importar cómo, volvé a hacerlo. Y que sea rápido.

El Bacalao asfixia.

Todo es ayer. El Bacalao no tiene tiempo para perder, está urgido. Y yo te conozco amigo, estás sediento, necesitas una gota más, una ínfima gota más, fresca como agua de glaciar, pero El Bacalao no espera. Terminalo y punto.

El Bacalao irrumpe.

Desobedece y se entromete. Opina y decide. Acciona y manipula. ¿Pero qué cono-cimientos tiene El Bacalao sobre tu obra? Ni te lo preguntes. Es en vano, desgastante y, en ciertos casos, humillante. Propongo detallar de qué hablamos en este punto. El Bacalao, como tal, tiene la estimulante capacidad de saberlo todo: colores, letras y for-mas. Reduce su audaz y longevo conocimiento a significados banales, y encima vos, pobre iluso, lo aceptas.

El Bacalao ejecuta.

Hambriento por naturaleza, desestima la calidad y celebra la cantidad; y si el ban-quete no lo satisface, que la paciencia y la perseverancia sean tus más fieles compañeras en este incómodo festín, cuya sobremesa, por más que te esfuerces, vislumbra un inevi-table y oscuro desenlace.

El Bacalao podría hacerlo, es práctico.

Pero claro mi estimado, ¿te sorprende? Y yo una vez más te pregunto, ¿para qué tanto tiempo contando plateadas de 25 para el 28? Realmente te lo digo, ¿qué necesi-dad de echarle un ojo a la luna a eso de las tres? En serio amigo, te aconsejo, levemente tarde, que aquel sábado de mayo vos tendrías que haberte quedado soñando o salir bien de madrugada por aquel desolado Tía Cleo, y si era con Julita mejor.

Para qué tanto desgaste si es tan fácil a la manera del Bacalao, que tiene la notable capacidad de sintetizar y resume en tres palabras cómo fracasar:

No me gusta.

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#19

El fracaso en el cuerpoDiego Golombek

Ángel Mosquito / Tinta y color digital

e cometido el peor de los pecados: no puedo bailar. Bueno, no es para tanto: no será el peor de los peores, pero tampoco debe andar muy lejos.

Déjenme explicarlo un poco: cualquier intento por seguir mínimamente un ritmo que involucre más de una parte y media de mi cuerpo resulta un fracaso estrepitoso. No es que no tenga capacidad musical, no: mis dotes en ese sentido son francamente aceptables, pero cuando se llega al esqueleto y los músculos… es otra historia, cercana a la tragedia.

En los últimos años se ha llegado a identificar un estilo particular de danza, algo así como el “baile del científico” o, peor aún, “los pasos del biólogo”. A grandes ras-gos podría definirse como un movimiento en bloque, salpicado de algún salto a in-tervalos irregulares, intentando levantar los brazos o mover cabezas de manera grácil pero decididamente tosca, con las mejores intenciones de seguir una sección rítmica en una celebración de investigadores que, contrariamente a lo que suele pensarse, es cosa frecuente, y hasta hay risas, tragos, alegrías varias… pero poco parecido al lago de los cisnes, o la caminata lunar o el quebradero justo de cadera al compás de lo que esté sonando.

Pero en mi caso, ni siquiera eso: hasta el baile del científico me está vedado. Intenté varios caminos: el alcohol, el camuflaje en la oscuridad, la excusa de la fie-bre o de la rotura de ligamentos. Pero nada: llevo mi fracaso escrito en el cuerpo.

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e cometido el peor de los pecados: no puedo bailar. Bueno, no es para tanto: no será el peor de los peores, pero tampoco debe andar muy lejos.

Déjenme explicarlo un poco: cualquier intento por seguir mínimamente un ritmo que involucre más de una parte y media de mi cuerpo resulta un fracaso estrepitoso. No es que no tenga capacidad musical, no: mis dotes en ese sentido son francamente aceptables, pero cuando se llega al esqueleto y los músculos… es otra historia, cercana a la tragedia.

En los últimos años se ha llegado a identificar un estilo particular de danza, algo así como el “baile del científico” o, peor aún, “los pasos del biólogo”. A grandes ras-gos podría definirse como un movimiento en bloque, salpicado de algún salto a in-tervalos irregulares, intentando levantar los brazos o mover cabezas de manera grácil

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pero decididamente tosca, con las mejores intenciones de seguir una sección rítmica en una celebración de investigadores que, contrariamente a lo que suele pensarse, es cosa frecuente, y hasta hay risas, tragos, alegrías varias… pero poco parecido al lago de los cisnes, o la caminata lunar o el quebradero justo de cadera al compás de lo que esté sonando.

Pero en mi caso, ni siquiera eso: hasta el baile del científico me está vedado. Intenté varios caminos: el alcohol, el camuflaje en la oscuridad, la excusa de la fie-bre o de la rotura de ligamentos. Pero nada: llevo mi fracaso escrito en el cuerpo. En el movimiento del cuerpo, para ser más precisos.

Peor aun si se trata de seguir un paso, por simple que sea: mis piernas se niegan a tal tortura, me preguntan el porqué del sometimiento público al escarnio, aun si se trata de lo que otros mortales llamarían pasos simples, uno por aquí, dos por allá, cruzamos el pie y volvemos a empezar. Prefiero, sin dudarlo, la tortura china de las cosquillas, o aun el helado de crema del cielo.

Escondido bajo el anonimato de la vida en el extranjero, llegué a to-mar alguna que otra clase. De danzas latinas, para ser más precisos. El profe-sor era un cubano de aquellos odiosos que pueden destrabar su cuerpo en par-tes, los brazos por aquí, la cadera hacia el infinito, las piernas con sus volteretas autónomas. Lo odié desde el primer momento, pero había que intentarlo, y lo inten-té por dos clases completas, decidido a lograr al menos una mínima hazaña. Nada: al tercer paso de salsa, merengue, danzón o cualquiera de sus variantes me ma-reaba, perdía el sentido del tiempo, el espacio y la relatividad, el mundo se partía nuevamente entre los seguidores del ritmo y yo. Finalmente, el profesor cubano se apiadó de mis intentos y me echó sin mucha consideración, no sin antes acon-sejarme que intentara con clases individuales, intensivas, y a muy largo plazo.

Allí siguen acechándome el tren carioca de los casamientos, el pogo de los recita-les, el vals de los novios, el baile espontáneo de los cumpleaños, las murgas y hasta los cantos y pasos en las marchas políticas. Con mi mejor estampa de yolapasobienigual, nosepreocupen, sigo mi camino de a pasos perfectamente regulares, que no se permi-ten desvíos o espasmos musculares.

Pensarán que, puestos a elegir un fracaso personal, quizá el mío sea de los más su-tiles, llevaderos o, incluso, escondibles. Pero lo cierto es que cada uno carga con el fracaso que supo conseguir, y no hay con qué darle. Tengo mis consuelos, sí, como el baile con hijos a cuestas, en el que no valen tanto los pasos como el cariño y la alegría del momento. O enfrentarme a la música con otras armas: el canto, los instrumentos, hasta la composición. Pero yo no soy un bailarín (porque me gusta quedarme quieto en la tierra y sentir que mis pies tienen raíz).

La vida no es tan terrible, es verdad. Hasta pueden buscarme en fiestas o reuniones, en celebraciones, salones o livings con pistas improvisadas. Allí me encontrarán, vaso en mano, un poco detrás de una columna y asintiendo ligeramente con la cabeza al compás del rock o de lo que esté sonando. Eso sí… bastante a destiempo.

Intenté varios caminos: el alcohol, el camuflaje en la oscuridad, la ex-cusa de la fiebre o de la rotura de ligamentos. Pero nada: llevo mi fracaso escrito en el cuerpo. En el movimien-to del cuerpo, para ser más precisos.

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Pasajero en este show

#20

Entrevista a Fernando Pandolfi Tomás Gorrini Gustavo Salamié / Ph Polaroid

n el futuro todo el mundo será famoso durante 15 minutos”. El talento de Andy Warhol no empezaba ni terminaba en la punta de su lápiz. Su habilidad para desenvol-verse con los medios, su rol como gurú de la modernidad, garantizaban el éxito. Fue mucho más que esos 15 minutos de fama que inmortalizó en una entrevista para la televisión estadounidense.

Silvester Stallone nació con una parálisis en la parte inferior de su cara: un acciden-te que le ha dado una forma muy particular de hablar. A diferencia de Warhol, el ta-lento no le era innato. El esfuerzo y la dedicación lo llevaron a alcanzar los 15 minutos que lo catapultaron al éxito.

Se conocieron una noche en Studio 54, una legendaria discoteca neoyorquina que tuvo su apogeo entre los 70 y los 80, y se tomaron una foto que muchas marcas de ropa utilizaron para incrementar su fortuna. Todas las súper estrellas estaban ahí: desde Frank Sinatra hasta un jovencísimo Robert De Niro. La discoteca no distinguía entre el talento y el esfuerzo. El único derecho de admisión era ser exitoso.

Fernando Pandolfi está sentado en el Café La Poesía, en San Telmo, lleva puesta esa remera, y sospecho que debe saber algo de esa historia. Talentoso desde sus prime-ros años, logró cumplir el sueño de muchos jóvenes argentinos: ser jugador de futbol. El largo camino para llegar a jugar en primera división no sólo atraviesa al talento; sin esfuerzo resulta imposible finalizar el recorrido. Una fórmula matemáticamente

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pefecta para lograr el resultado tan anhelado: el éxito. Sin embargo, harto de las injus-ticias y los negociados que propone el futbol actual, a los 27 años (vaya paradoja con la revista) decidió ponerle fin a su carrera deportiva, y encontró en la música su lugar de felicidad. Los comentarios malintencionados no demoraron en aparecer, y el éxito conseguido quedó rápidamente opacado por otra fórmula, también, matemáticamen-te perfecta: sin éxito, sólo hay fracaso.

–¿Qué significado le das al fracaso?

–Para mí el fracaso es todo lo que te genera cierta disconformidad con tu ser. El ser humano vive constantemente en esa situación de sentirse un poco frustrado o fracasa-do, son palabras odiosas que se usan mucho, desde que sos chiquito. Cierta expectativa que no se logra cumplir. No sé si usé mucho la palabra fracaso, sí frustración. Cuando más fracasado me sentí es cuando estuve sin hacer lo que realmente tenía ganas; lo otro es frustración. Intentar algo, dar todo por eso y que no tenga el éxito o la recepción que esperabas no lo tomaría como un fracaso.

–¿Cuál es el fracaso?

–El fracaso es correrse del eje. Yo tenía une eje cuando era chico que era jugar al fútbol, ser feliz. Cuando creces, el sueño no sólo viene con el logro sino con un mon-tón de circunstancias que te tocan vivir: la envidia, los celos, la competencia insana; un montón de cosas que tiene el profesionalismo que te va amoldando de otra manera

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y ya no pensás lo mismo de la vida, entonces en cierto punto eso es como sentir que uno fracasó.

–¿Te sentías un fracasado? –Sentía que estaba de más. Las pocas peleas que tuve con algún técnico empeza-ban en mí, siempre tenía algo de que quejarme y creía que las cosas podían hacerse de otra manera, pero no podía cambiar nada. Cuando tenés veintidós años sos un pibe y ves las cosas desde tu punto de vista, es egoísta.

–¿El éxito es la felicidad?

–Es un mensaje cortamambo, y es lo que sufren un montón de futbolistas que van quedando en el camino. Es lo mismo que cualquier otro trabajo, más allá del dinero. Mi adolescencia la resigné, y cuando tenía mi independencia y en el club no me que-rían, se me fueron las ganas de jugar. Mi retiro tuvo un poco de todo: está el que dice qué boludo, el que dice qué maestro, el que dice se cagó todo… yo lo veo como una mezcla, hice lo que tenía ganas, y a su vez fue un poco de cobardía no saber superar los momentos malos, ir de fracaso en fracaso me llevó a decir basta. El único perjudicado siempre era yo. Nunca llegué a entender el juego del business, del show. En eso fracasé, sino hubiera seguido jugando. Ese fue mi gran fracaso.

–¿Hoy te arrepentís de la decisión que tomaste?

–Te juro que no. Al contrario, con los años y las cosas que pasan… No hay nada más lindo que el fútbol, que el juego, pero hay un montón de cosas que no van. Es-tamos educados en un país donde está bien protestar, está bien pedir amarilla para el rival, pegar una patada si estás enojado. Se festejan cosas de las cuales requiere el futbol. Necesitamos gente con garra, pero Mascherano es un tipo con mucha garra, que amonestan muy poco y no es mala leche. Un cero a cero es un fracaso, ¿sino para qué mierda jugamos?

–¿Notás que hay mucha gente que pregona alcanzar un determinado fin, sin

importar los medios que se utilicen?

–Hay una edad en la que el jugador o quiebra eso y se adapta, se hace el pelotudo para pasarla bien, que es lo más normal, o está el que se hace mucho problema por lo que sucede a su alrededor y eso le termina jugando en contra. El futbol no deja de ser una pieza más dentro de este show. Para jugar a la pelota por ganas, por placer, me jun-to con mis amigos. Si vamos a hablar de grandes equipos, grandes contratos y grande todo y vamos a ver un espectáculo y sale cero a cero, eso es un fracaso. Cada vez vemos menos a los jugadores que te hacen disfrutar. Por ahí lo ves en el barrio y lo disfrutas, pero los domingos se ven muy pocos. Por eso que lo critiquen a Messi es una locura.

–¿Cómo hay que tratar a los que critican a Messi?

–No lo veo tan grave, no le daría mucha importancia. Es difícil ser Messi y tener ganas de venir. Los jugadores le dan prestigio a la selección. Perdimos dos finales con dos equipos merecedores. Es muy normal que en esa lucha la mayoría fracasen porque el éxito lo logra uno solo, es una palabra muy cruel. Bielsa no deja de ser uno de los mejores técnicos del fútbol, a pesar de haberse vuelto en primera fase en el mundial

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del 2002. –¿Qué aprendiste de Marcelo Bielsa en su paso como director

técnico en Vélez?

–La convicción que tiene. Vino a un club que ya había ganado muchas cosas de una manera y cambió la mente. Nos convenció que podíamos seguir ganado. El que jugaba en un puesto, ponerlo en otro; el que no corría, que corra. Y sobre todo la igualdad: tratar a todos por igual. No había amiguismo. Igualmente, sé que sufre por su manera de ser. No se soporta mucho tiempo en un mismo lugar.

–Corriéndote del fútbol, ¿cuándo sentiste que alcanzaste un cierto éxito?

–No, yo creo que en todos los aspectos, si me analizo, fracasé en todos. Tuve negocios que me fueron bien, mal, me divorcié. Eso en la vida muchos se lo pueden tomar como su gran fracaso. Hay que saber transitarlo, vivirlo y superarlo. Ahora estoy en pareja de nuevo, otro fracaso para la soltería. Soy bastante autocrítico, no me creo nada. Hay que hacer como los muertos: si estas convencido de lo que haces, lo que digan de vos, te tiene que chupar un huevo. Para un tipo que lo único que le importa es progresar económicamente, quizás, yo fui un loco por retirarme a los 27 años.

–¿Sentiste felicidad cuando dejaste el fútbol?

–Sí, porque había corrido el eje. Venía enojado con la situación, empecé a tocar la guitarra y a escribir. No pensé en la plata, sólo en hacer lo que tenía ganas. Lo que viví después no me lo quita nadie, lo que me tocó a mí fue increíble. La pasé bien, mal, re-gular, desde otro lado mucho más humilde, más familiar; después es como todo, tiene un final. Lo que me haría feliz sería agarrar un micrófono, tener una banda ya armada y cantar.

–¿Qué estás haciendo ahora?

–Tenía un negocio que vendí, empecé el curso de técnico y estoy más cerca del fútbol que de la música por una cuestión de necesidad, de no sentirme un fracasado. Todavía no encontré mi lugar en el mundo. Nací, me crié y me iba a dormir con la pe-lota. Cuando cumplí el sueño de ser profesional me cambió la cabeza, empecé a verlo de otra manera, y se me fue la pasión por el deporte, aunque el placer de ver buenos futbolistas y buen fútbol me sigue asombrando.

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#21

Todas las cosas rotas juntasLucila Rolón

lquilé la habitacióndel Puede sery ahorame quiero echarboca arribasobre el ramaje de hierro de los balcones de Congresohoy tampoco desayunéy no soy menos feliz que la ninfa del colegio de monjas que no veo hace añosy que Facebook me cuentaque ya tiene más de treintay nunca negoció un sueldoo un intento más en el amor

hay un vacío en los recuerdostormenta tibia bajo la lenguay un zumbidode familiares

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que exigenque llamespara engañar al hambre

los edificios sin persianastampoco son negociola libertad de tapar el sol con la manose la quedaronlos arquitectos

y las madresno confiesancomo si fueran miembros de una organización secretade guerreras olvidadasque las tareas domésticassalen mejor cuando están urgidaspor algún tipode caosen el corazón

aplasto moscas con las pestañasasesiné decenas el viento me las trajo de frentecon puntería de terrorista

me paso el dedo por el borde del ojo como sime sacara una basuritay no el cadáver de un desconocido

un ratito de asco compartido esotra manera de amarseembarrarse y seguir avanzandohasta que se rompa el remo

todas las cosas rotasjuntaspodrían formar algo alguna vez un panal luminosoun casco de piel.

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#22

El tiempoGustavo Salamié / Fotografía y texto

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entado en el techo del viejo edificio, desde donde se ve gran parte de la ciudad, me encuentro pensando en el tiempo y en todo aquello a lo que está conectado. La muerte es sin duda amiga del tiempo, pero no es la muerte quién ocupa mi cabeza, sino el recorrido que el ser humano hace hasta llegar a ella.

Me acuerdo de una charla que tuvimos hace unos años sobre el sentido de la vida. Estábamos en una plaza compartiendo una cerveza, siempre íbamos a esa plaza al atar-decer, cuando el sol empieza a retirarse para darle paso a la luna; es ese momento má-gico en que parecen encontrarse y se cruzan por unos segundos eternos. Me acuerdo que vimos pasar a dos señoras caminando por la vereda y que ambos nos miramos y comentamos la tristeza que había en sus rostros.

Nos quedamos un rato en silencio, tomando la cerveza y mirando el cielo, vos te-nías la certeza de que algo mágico podía pasar en ese momento. Después seguimos hablando sobre cuál era la mejor manera de afrontar la vida, de cómo lograr llegar a viejos con la seguridad de que habíamos tenido una vida plena, sin arrepentimientos, sin cuentas que saldar.

Hablamos mucho del tiempo y de personajes y situaciones que detestábamos. Pen-samos en cómo habían envejecido algunas personas cercanas, parientes, vecinos y co-nocidos. Y sabíamos hacia dónde no queríamos ir.

El tiempo para algunos fue muy cruel, o quizás ellos fueron crueles con sus deci-siones, la cuestión es que nosotros veíamos en ellos todas las frustraciones por las que habían pasado. O lo suponíamos.

Para algunas cosas el tiempo es muy preciso. Sabemos cuánto dura un partido de fútbol o una película, sabemos a qué hora debería llegar el subte y sabemos a qué hora tenemos esa reunión de trabajo pautada días antes. Pero lo que no sabemos, aunque muchos piensen que sí, es cuánto dura una vida.

Una vida no puede medirse en años, no podemos tomar ese parámetro y de-cir fulano de tal vivió 77 años o 48 o 27. No podemos hacer eso y mucho menos podemos adivinar el tiempo que vamos a vivir. La cantidad del tiempo vivido es tan insuficiente, es tan subjetivo ante nuestra vida, que no resiste ningún tipo de análisis.

Sigo aquí, sentado en el techo de este viejo edificio, pensando en que el tiempo se acaba.

La mayoría de las palabras que lean acá van a estar de más, vengo escribiendo desde hace meses, y la mejor versión de este texto fue lo primero que escribí. Si hubiese teni-do menos tiempo lo hubiese hecho mejor.

Y es que no sabría cómo calcularlo ni cómo explicarlo científicamente, pero algo dentro de mí dice que el tiempo se agota. Es algo extraño que en un punto me suena contradictorio.

Me acuerdo de un día que hablamos sobre las cosas que queríamos hacer, sobre esas cosas que pensábamos que nos harían eternos. Queríamos dejar algo, no importaba el tiempo que estuviésemos aquí, queríamos que nos recuerden. Yo no pen-saba que para esta época todavía estaría aquí.

“Nos queda-mos un rato en silencio, toman-do la cerveza y mirando el cielo, vos tenías la certeza de que algo mágico podía pasar en ese momento”.

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Llevo años en este cuerpo, creo que más de un siglo esperando, y las imágenes son avasallantes. Más de una vida, ¿esperando qué? Vos te fuiste y me dejaste con tantas preguntas. Todas las tardes voy a la plaza, destapo una cerveza y te pregunto qué pasó.

Todos los planes que tenías ayer se desvanecieron con los años. El tiempo se acabó para ellos, y ya no tienen vuelta atrás: las excusas ya no sirven, pues el tiempo no per-mite distracciones, pensé.

Yo no escribo porque sí, ni escribo desde el conocimiento. Escribo porque me cues-ta decirte las cosas que siento, mirándote a los ojos, sin que me malinterpretes, escribo porque tengo miedo de que el tiempo pase, o acaso no le temen a ello. No lo ven en sus padres, en sus vecinos, en la gente que trabaja en las fábricas o en el puerto, no lo ven en aquellos que duermen en la calle –me pregunto si pasará el tiempo para ellos. Pare-ciera ser que siempre es igual, tan monótono y aburrido, como esos trajes grises que se mueven en autos importados, llenos de frío, envejeciendo superficialmente, dándose asco aunque intenten ocultarlo. Como esas señoras que caminan tristes por las calles.

Me acuerdo que también hablábamos de cambiar, de que no estaba mal cambiar de opinión o de vida. Decíamos que nuestras contradicciones nos ayudaban a entender.

¿Y sus contradicciones? Qué piensan de ellas, en qué momento algo se vuelve in-correcto o distinto, en qué momento cambiamos amor por odio, en qué momento re-nunciamos a comenzar nuevamente. Tienen que preguntarse esas cosas todo el tiempo para no caer en la fatalidad del tiempo, decías.

Me acuerdo una vez que estábamos en la placita, hamacándonos, y me dijiste: “Nada peor que repetir errores, nada peor que esperar que las cosas sucedan como por arte de magia y ver una y otra vez y otra vez y otra vez que cometemos el mismo error”. Y yo pensé que debías haber dicho eso por el movimiento que hacían nuestras hamacas, y dije que quizás para eso sirve el tiempo, para marcar aciertos y desacier-tos, para saber si es el camino correcto o si estamos vagando en círculos. Y entonces vos me miraste y me dijiste, recurriendo a eso de cambiar y de las contradicciones, que a veces cometer el mismo error era algo positivo, porque no siempre es el mismo error, no es posible cometer el mismo error decías, porque algo tendríamos que haber aprendido del primero y que teníamos que cometerlo las veces que sea necesario hasta sentirnos libres.

No lo sé, pero por más que siga escribiendo no logro detenerlo, y no puedo evitar salir a la calle y ver a toda esa gente con sus vidas malgastadas. Los veo caminar dor-midos, sin esperanzas, negados a despertar. Y cuanto más viejos más ciegos, veo en sus rostros el paso del tiempo, veo cómo la vida les pasó por encima, y veo como rehusaron a ver y lo mal que envejecieron.

Y te veo a vos ahí pidiéndome que no sea cruel, te veo sentado en la punta del tobo-gán, hablando como si nada hubiese pasado, diciéndome que les dé tiempo, ¿acaso no escuchaste nada de lo que dije? No te acordás de nada de lo que me dijiste, o también cambiaste de opinión sobre todas nuestras idealizaciones.

No lo sé, no sé qué pensás, pero no me pidas que no diga lo que siento, lo que pien-so de sus vidas, no me pidas que calle ante sus miedos; vos sabés, yo no te voy a juzgar, pero cuando pienses en todas las cosas que no hiciste por temor, o en toda esa gente a la que traicionaste, cuando pienses en todas las personas que ignoraste y cuando poco antes de tu muerte la sientas llegar y te des cuenta de que ya no queda tiempo, ni

“Queríamos dejar algo, no importaba el tiempo que estu-viésemos aquí, queríamos que nos recuerden”.

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siquiera para pedir perdón, y de que no importa cuántos años marque tu dni, no me pidas que no diga lo que siento.

Ya sé, ser viejo no es tan malo, no pienso que sea un crimen o un pecado, pero la vergüenza de una vida abandonada y de tantos años caminando ciegos sí lo es.

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#23

La cuenta de las pérdidasAriel Prat

ran los comienzos de una democracia tibia y desconocida para nosotros. Mis can-ciones que nunca estuvieron de moda, tenían el sello de las esquinas de los arrabales que iban de Urquiza hasta La Boca o a escaleras de los monoblocks de Soldati, destino adonde nos había mandado una ley de alquileres insensible y tan amarilla como los ti-pos que hoy defienden lo privado mayoritariamente desde una legislatura en la ciudad.

Tomé coraje y me lancé en hacer un teatro con músicos invitados más o menos estables y una buena lista de artistas amigos y afines, entre ellos Alberto Sava, Claudia Puyó y quien había estrenado un par de años atrás su faceta de monologuista a dúo conmigo por los lugares más disímiles de la ciudad y el conurbano (antes que con Los Redondos, un orgullo que nadie me quita): Enrique Symns.

La sala era un lujo, el viejo teatro Lassalle en la calle Perón. En esa época era Cangallo.

Elegí tres días, viernes, sábado y domingo, temerario y bastante inconsciente. En el medio tocaba en el teatro un músico instrumentista al que prefiero obviar, hoy deveni-do en tanguero, quien sin solidaridad se negó a compartir un sonido y no me dejó otra que usar el suyo que era imposible de pagarlo, para que no sea un quilombo el armado. Pero arreglamos con la empresa y a ver qué onda…

Yo tocaba en todo escenario en el cual se me convocaba, desde organismos de de-rechos humanos hasta comisiones internas o vecinales, allí donde los “consagrados”

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no se acercaban, estaba yo. Cuando la causa era mediática, me dejaban siempre para el final con mi guitarra en mano. No estaba en boga aquello de “todo preso es político” y yo cantaba para todos, incluido los “comunes”, desde los micrófonos compañeros de-dicaba mis actuaciones a los ñeris de los yompas, en algunos casos, amigos o parientes míos que purgaban sus penas. Alguna vez me boxeé por eso bajando del escenario, ante la queja de alguno que no estaba de acuerdo, yo era así.

La cuestión es que hubiera llenado un teatro posiblemente, pero ni ahí los tres. Salió muy lindo. La gente entusiasmada.

El domingo a la noche terminé cansado y deprimido, llorando sentado en la puerta del teatro, rodeado de amigos como el Bebe Ponti o mi hermano más chico, Jorge, quienes me animaban con abrazos y afecto. Tuve que hablar con los sonidistas en la vereda, una empresa en ascenso en aquellos años. Les podía pagar un cuarto de lo que habíamos quedado. Uno de ellos, no recuerdo hoy el nombre, me dijo “no te hagas drama, algún día te va a ir muy bien, lo presiento, y te vas a acordar de nosotros…”, palabras más, palabras menos. Me dio un abrazo y se subió al camión. No me dejó ni prometer pagar lo adeudado. Caballero.

Había quedado la deuda con el teatro, que era también gente muy sensible y de buena madera. Me aguantaban para que les pague sin drama. Unos días más tarde me llamaron para que pase por un diario muy popular en ese tiempo, en el cual a sus puer-tas yo había bancado a la comisión interna muchas noches cantando en un conflicto bravo y quedándome incluso a dormir con ellos. Era una compañera muy comprome-tida en la resistencia, de una familia que sufrió a la dictadura en varias de sus atroci-dades. Enterada no sé cómo, aunque sospecho de un par de amigos muy cercanos que trabajaban en el diario, me recibió en su oficina, no recuerdo su cargo pero estaba en lo administrativo. Luego de saludarnos, me agradeció el compromiso que tenía como ar-tista popular y que al haberse enterado de mi traspié teatral, le había tocado el corazón a un gran compañero (al que no voy a nombrar para no comprometer) cercano a ella y a la militancia peronista. Dicho esto, me puso en la mano un cheque con un poco más de lo que debía. No podía creerlo. La abracé entre lágrimas y agradecí a ese compañero con toda mi gratitud posible.

Al otro día, fui al teatro y llevé el cheque así nomás. Les pedí que me den en efecti-vo lo que sobraba, cosa que no fue problema. Al leer la firma del cheque, al tesorero le temblaba la mano. Era un gancho importante y pesado en la historia política.

De todo se aprende y si aprendí algo de ese “fracaso” en mi carrera, es en que uno cosecha lo que siembra a la larga y que la palabra perder no existe cuando se aprende.

Yo tocaba en todo escena-rio en el cual se me convocaba, des-de organismos de derechos humanos hasta comisiones internas o vecinales, allí donde los “consagrados” no se acercaban,estaba yo.

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#24

Aforismos sobre el fracasoPancho Muñoz

a cara del fracaso tiene mil caras, millones de caras cotidianas y conocidas.

02- Donde vaya hay fracaso y también fracasados: bajo los puentes de París, en las discotecas de Estambul y en esta mismísima ciudad de Buenos Aires.

03- Cada tanto y de manera secreta los fracasados tienen sus convenciones inter-nacionales y allí cuentan las suyas y cada tanto también estas reuniones fracasan.

04- El fracaso tiene su táctica y toda su estrategia.

05- No se fracasa porque sí; no hay capricho.

06- A veces se fracasa sin que nadie lo advierta, que es fracasar sin público, y otras veces el fracaso es deslumbrante; sintetizado en el fracaso épico y toda su actuación y su escenografía y su cotillón ad-hoc y su parafernalia de ópera y merluza y rock and roll.

07- A veces el fracaso se orquesta y otras somos sus víctimas.

08- Fracasar no es perder. No es errar un penal.

09- El tamaño del fracaso tiene que ver con el tamaño del deseo.

10- Entre los fracasados existen las categorías.

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11- Fracasar es no poder pasear al perro sin correa por la calle o ser plata en los juegos.

12- Hay fracasos guirnalda predispuestos a encenderse-apagarse a un ritmo vital y vertiginoso.

13- Los fracasos, como los augurios, se ven venir.

14- Fracasar es no acabar, en su más amplio sentido.

15- El fracaso es una interrupción.

16- El fracaso se mide.

17- El fracaso se reconoce.

18- En general los fracasados tienen la música siempre a favor, como los enamorados.

19- El fracaso se comercia.

20- El fracaso no enseña camino.

21- No hay experiencia en el fracaso. No hay curso de fracaso.

22- El fracaso no es ninguna posibilidad.

23- Las reflexiones alrededor del fracaso son un nuevo fracaso.

24- Jamás se fracasa en la tabla del 5.

25- Quien fracasa no está solo.

26- Lo peor del fracaso es siempre el otro.

27- En la política no hay fracaso posible.

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#25

Ignacio BelsitoAldana Sainz / Ilustración con puntas

De cómo un fracaso se transforma en un...

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uando escuché el ruido gigante, después entendí, todo había terminado. Antes de aquello, escuché los sonidos de siempre. Era temprano, pero la ciudad no sabe de silencios por esas horas. Hacía bastante calor y era verano. Pasaban los meses y seguía sin llegar a buenas conclusiones con respecto al problema, o mejor dicho a la solución. Unos discutían motivos abatidos por otros. Era una cadena de desvinculaciones que se sucedía formando metros y metros (y meses y meses) de cuestionamientos ajenos a la solución misma. Parecía un enredo porque, claro, lo era.

Un papel, establecía una causa; otro papel establecía la misma causa con otros sos-pechosos; otro papel establecía la misma causa, los mismos sospechosos, pero otras conclusiones. Aquellas conclusiones se desprendían de hipótesis variadas que no se desprendían de lo que dijeron los testigos. Todos los papeles, eso sí, viajaban a poca velocidad pero por muchos pasillos. Las familias, mientras tanto, esperaban sobre sus esperanzas.

Una vez como tantas otras pasé por el lugar en donde había escuchado aquel ruido gigante. Encima de una baldosa había una señora a la que los transeúntes veloces tro-pezaban. Parecía ida, pero concentrada. Pasados los minutos, me acerqué a ella porque consideré que necesitaba ayuda. Seguí pensando lo mismo, y hasta con más fuerza porque lloraba. Me dijo muy pocas palabras, pero fueron muy profundas.

–Parece que ese tren que viene ahí, ¿lo ve? Sí… va a parar, seguramente. Supongo que el otro, con el paso del tiempo, sí frenará.

¿Cómo podía ser que alguien buscara cambiar los momentos que ya habían trans-currido? Las imágenes se le aparecían siempre, pero sin embargo buscaba con sus es-peranzas cambiarle la forma, como si eso cambiara la historia. Es que esa repetición no cambiaría jamás. Yo seguía viajando en tren. Sin espacio para respirar. Chocando con la gente sin quererlo hacer realmente. Seguía criticando las ventanillas rotas. Po-día escuchar a la gente sin saber qué hacer. Podía ver las caras de cansancio, como si Berni estuviera trazando una obra, pero viéndola moverse. Casi con miedo, escuché de nuevo los frenos haciendo ruido y fuerza para frenar. Esta vez, el tren cumplió su cometido y se detuvo.

Las crónicas del día miércoles 22 de febrero del año 2012, en cambio, decían:

“A las 8:33 a.m. una formación del ferrocarril Sarmiento, compuesta por ocho vagones atestados de gente se estrelló contra el parachoques hidráulico de la Estación Once. 51 personas murieron, 701 resultaron heridas”.

La tragedia, tan anunciada como evitable, mostró la ineficacia de un sistema que se ocupa del dinero, pero no de la gente a la que se lo saca. Quise escribir cómo un fracaso se convirtió en un desastre, pero esta historia no tiene todavía un final.

¿Querés escribirlo vos?

Encima de una baldosa había una señora a la que los transeúntes veloces tropezaban. Parecía ida, pero concentrada. Pasados los minutos, me acerqué a ella porque consideré que necesitaba ayuda.

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#26

Cristian MaluiniToPo / Tinta sobre papel y retoque digital

irado en un rincón del bodegón, muy débil, alcanzó a divisar el tubo en el extremo opuesto, sobre el mantel mal puesto en una mesa de madera.

Entre los ojos y el vino, la desolación, un manto de oscuridad penetrante, zumbido silencioso del desasosiego.

La botella, visible gracias a una luz finita clavada en el piso, hilo resplandeciente.

El resto, penumbras.

Con la respiración entrecortada, atorándose en la garganta, tosió. Tenía sed.

Buscó una copa. La encontró, en la otra punta, muy alejada. Le impresionó la dis-tancia. Calculó una caminata larga. Intentó levantarse. No pudo. Pensó lo difícil que sería llegar hasta ahí. Al menos, el vino, más accesible, pensó.

La meta posible.

Lo trascendental de tener una meta posible.

Colgado contra la pared, un cuadro despintado de colores llamativos. Más abajo, un banderín polvoriento, tesoro inmortal. Miró a un costado, y encontró: el aban-dono, algunas sillas revolcadas en el piso, el cartón roto de una pizza que ya no era,

El vuelo de las moscas

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aplastado bajo la pata de otra mesa.

En el pico de la botella una gota, quizás la última, subida al borde: malabarista, sobreviviente. Debajo, el charco violeta espeso, síntesis del derrame.

Más allá, más botellas y más desconcierto: el vacío infinito, inabarcable. Muy de fondo, el goteo sutil de una canilla probablemente mal cerrada.

Se distrajo en el sonido. Carraspeó, iba a hablar. No lo hizo. No supo qué decir. No supo cómo. No supo a quién.

Estaba –ahora sí– asustado. Solo.

Más atrás, un cementerio de escombros: botellas, latas y basura, ratas inquietas, animales sospechosos muy amenazantes.

El mundo, ese mundo ensombrecido, estirado violento y prepotente, transformado en océano negro invencible, arrollador.

Volvió a ver la copa. Descubrió el brillo, la belleza de la base cilíndrica, alumbrada por la mancha de luz reflejada en el piso. Saboreó en el aire, creativo.

Probó otro movimiento, el despliegue de sus brazos y la prestancia de sus piernas: falló. Se sintió acorralado. Buscó más. Descubrió: otra botella cercana, sobre sus pies. En

el medio, entre la botella y los pies: otro charco, el corcho inmóvil. Vaciló, preocupa-

En el pico de la botella una gota, quizás la última, subida al borde: malabarista, sobreviviente.

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do. Quiso gritar, no pudo. Lo encegueció el reflejo de un cartel luminoso, muy lejano, en una pared ubicada a kilómetros incalculables. Notó estridencias de una lamparita moribunda.

Supuso que debía tener paciencia.

Alguien se acercó con paso lento y cuidadoso. Desde el suelo, vio la luz de un cuer-po en movimiento. Tal vez la ayuda. O la patriada heroica de una voluntad milagrosa.

De pronto, vestigios de un recuerdo: las corridas desesperadas, el calor creciente.

Sintió un rasguño tímido, caricia inverosímil.

Más arriba, sobre la izquierda, un tobogán iluminado: dibujo de un paisaje condi-cionado por el desvelo. Proyectó un salto, la ambición de escapar.

¿De quién? ¿De quiénes?

Valentía ingenua: no se movió, no pudo. No hacer nada, pensó, era abandonar, abandonarse. Intentó la arremetida, el pecho inflado, soporte del esfuerzo infructuoso.

Resopló para recomponerse. Volvería a intentarlo.

De pronto, vestigios de un

recuerdo: las corridas deses-

peradas, el calor creciente.

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Sintió un escalofrío. Detrás, persistente, una ráfaga intensa, aterida por la solem-nidad de un escenario caótico, vencido por el infierno. Eligió esperar. No estaba –lo sabía– preparado para la osadía de huir.

¿Un estallido? ¿Un terremoto?

Cimbronazo natural ajeno irreversible, concluyó.

O la invasión imprevista, el ataque fatal de un comando enemigo.

Descubrió –ahora lo sabía– su agonía: encubada en un pasado sin registro.

Giró la cabeza, se imaginó irreconocible. Había –debía haber– gente buscándolo: impaciente, desesperada, atropellándose en las escalinatas y la calle empedrada.

Lastimado, solitario, tirado al fondo del antro alborotado, esquirlas de un bodegón pintoresco, entendió: estaba casi a la deriva, en trance con un delirio insostenible.

Si alguien revisó pudo obviarlo, confundirlo o descartarlo: la instancia más irremontable.

Suspiró agitado, casi entregado a las manchas blancas, cada vez más, cada vez más amistosas.

La copa y su brillo inexpugnable.

El vino tan ajeno.

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#27

Ignacio PortoAndrés Fuschetto / Tinta sobre papel

Manto blanco

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(Extractos de un cuaderno encontrado en el Valle Beban, Ushuaia) esde la ventana de la cabaña se puede ver la reja casi desvencijada y los árboles que

sostienen en sus copas el peso de la nieve.

Huí de la ciudad cuando ocurrió el desastre; supuse que aquí, alejado de todo, lo-graría aislarme del caos. Creí que poniendo una enorme distancia y con la amenaza del frío, el peligro no me encontraría.

Por eso vine hasta aquí, al fin del mundo; como un aventurero de un cuento de London partí hacia el rincón más austral del planeta.

Quise llegar a las Islas; esperaba que alejándome de la masa continental EL MAL QUE CAMINA no pudiera alcanzarme.

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El último barco había zarpado hacía días, la última certeza de supervivencia se ha-bía ido con él.

Luego de la desesperación, utilicé todos mis recursos, todo mi dinero y conseguí esta cabaña alejada de todo.

En este rincón perdido del mundo todavía no creen lo que despertó el odio del hombre. Acá hay personas dispuestas a vender cosas útiles a cambio de algo tan inser-vible como el dinero; de esta manera es que conseguí este refugio.

El manto de nieve cubre todo el paisaje; tapa toda expresión de movimiento o

color, imponiéndole una quietud casi acordada, como si el frío, lo blanco y el silencio supieran de antemano que durante diez meses el mundo es suyo.

La vida espera agazapada, mientras tanto, si se la encuentra en algún rincón del valle, esta no se deja ver.

No me quedó dinero suficiente como para comprar un generador de electricidad, y las pilas de la radio se agotaron hace tiempo.

Siento como si hubiese viajado en el tiempo; lejos de las bondades de la vida que tuve, debo conseguir alimento y calor con el fruto de mi esfuerzo.

Las semanas se van convirtiendo en meses y voy acostumbrándome a esta nueva rutina; mi cuerpo se fue moldeando por los rigores del frío y del trabajo duro. El rifle que tengo en el cuarto es el único recordatorio del mundo al que pertenecí.

Encuentro cierta honradez en vivir de esta manera, cazando lo que pue-do y cortando leña; como si vivir de este tipo de esfuerzo fuera más acorde con la condición humana.

Procuro salir poco y muy temprano, exponerme lo menos posible al encuentro de

otros que puedan pretender las cosas que poseo; y sobretodo no dejar ningún indicio de mi paso por el valle que pueda atraer al MAL QUE CAMINA, esa maldición an-dante que todo lo devora.

El tiempo pasa y la soledad, poco a poco, se fue convirtiendo en un ruido blanco

que no me deja pensar con claridad. La ardua rutina que tengo me salva de añorar aun más la vida que perdí, y el miedo a la muerte me mantiene alerta; pero comienzo a sufrir la falta de contacto humano.

Creí escuchar un ruido mas allá de la reja, justo detrás de la línea de árboles, ¿serán otras personas?, ¿llegó el MAL hasta aquí? Temo salir y exponerme a un tiro o a la muerte; saber que puedo convertirme en uno de ellos tan fácilmente me da pavor.

Volvió el silencio pero ahora siento una presencia cerca; por las noches hay algunos

ruidos, me aferro a mi arma como último recurso... no me atraparán vivo.

Ayer me pareció ver una figura humana a lo lejos; unos ojos se escondieron ni bien miré con atención hacia allí.

El manto de nieve cubre todo

el paisaje; tapa toda expresión

de movimiento o color, imponién-dole una quietud

casi acordada, como si el frío,

lo blanco y el silencio supie-

ran de antemano que durante diez meses el mundo

es suyo.

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Sueño con carne putrefacta, con cadáveres andantes que vienen por mí. Sigo saliendo por las mañanas, buscando indicios del paso de otros, pero la nieve

nocturna cubre todo rastro.

Extraño estar con gente. Tengo una gran angustia en mi pecho, un dolor casi peor que la muerte.

Hace días que no salgo por temor a que me atrapen, intentaré sobrevivir con lo que

tengo, voy a tener que racionar todo. Estoy casi seguro de que hay algo esperándome detrás de los árboles, como escon-

dido justo detrás de donde no puedo ver.

La otra noche escuché el rasquetear en una ventana; me escondí lejos de la habita-ción y pasé sin dormir la velada.

Sé que están ahí fuera, esperando alguna señal de movimiento que denote la pre-

sencia de vida, para venir a devorarme; es por ello que hace dos días que me muevo lo menos posible, arrastrándome de un punto a otro del refugio. Hace tiempo que dejé de salir a procurarme alimento y leña.

El frío y el hambre me golpean como un martillo constantemente, y las noches en

vela me recuerdan la situación en la que estoy; soy un náufrago perdido en un mar de soledad. Esto, en lo que se convirtió mi supervivencia, no es vida; este frío, esta desola-ción de mi ser, este silencio maligno, es peor que la no vida que me espera, es peor que ese HAMBRE MÁS GRANDE QUE EL HAMBRE.

No puedo soportarlo más, salgo a su encuentro.

Soy un náufrago perdido en un

mar de soledad.

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