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R --------------IDEAS PARA S I R ÞL O DE RTO Umbeo Eco P rimera regla: nunca se juzga un siglo si no en la debida perspectiva histórica, y sobre todo no se hace diez años antes de que acabe. Imaginad lo que hubiera pensado un geógra del siglo XIV si le hubie- ran pedido una síntesis del siglo al final del 1490. O pensad más bien lo que habríamos con- testado cada uno de nosotros si nos hubieran pedido una síntesis del '89 un mes antes de la caída del Muro de Berlín y de la revolución ru- mana. Segunda regla: ¿quién juzga? El juicio de un ciudadano del mundo occidental es dirente al de un biaeño que se está muriendo de hambre. Y si esta regla es válida para todos los siglos, también lo es, aunque un poco menos, para el nuestro. El modelo occidental, tanto en lo bue- no como en lo malo, se está lentamente impo- niendo en una gran parte del planeta. Hoy en día, un campesino chino está más próximo, en lo bueno y en lo malo, a un campesino ancés de cuanto lo hubiese estado hace dos siglos. Con lo que inmediatamente surge, entre otras cosas, una consideración desconsoladora: en si- glos pasados, si no nos gustaba nuestro tiempo, nos podíamos desplazar en el espacio e ir a vivir a otra tierra con una historia, unos usos y unas costumbres direntes. Hoy es imposible, del si- glo (de su estilo) ya no se puede huir. Tercera regla: no se valora emocionalmente un siglo estando dentro de él ni sin las debidas comparaciones estadísticas. La cantidad de per- sonas que aún hoy mueren de hambre en el mundo es como para dejarnos horrorizados; pe- ro también nos tiene que horrorizar la cantidad de personas que se morían de hambre en el si- glo pasado, especialmente si lo comparamos con la población mundial de entonces. Según los inrmes de algunos legados ponti- ficios, el príncipe Vlad Tapies de Transilvania 6 (más tarde apodado Drácula), que empalaba a meres y a niños mientras celebraba banquetes con sus cortesanos, ordenó la matanza de cien mil personas en el año 1475. Considerando que su principado tenía quinientos mil habitantes, es como si hoy Andreotti ordenase la matanza de diez millones de italianos. Este siglo, que ya está llegando a su fin, es el siglo que vio el holocausto, Hiroshima, los regí- menes de los Grandes Hermanos y de los Pe- queños Padres, los estragos de Camboya, etcéte- ra. No es, desde luego, un balance tranquiliza- dor. Pero, como veremos, el horror de estos su- cesos no consiste sólo en la cantidad (por otra parte terrorífica), sino en algo más. En cuanto a la cantidad, y en una Europa que tenía pocas de- cenas de millones de habitantes, los pogroms de los Cruzados, los estragos de los albigenses y las ciudades saqueadas en el curso de la guerra de los treinta años, deberían cortarnos la respira- ción,· con sólo echar la cuenta. Y más aún si pensamos que a los responsables se les alababa como a héroes y que como tales quedaron in- mortalizados en los libros de historia, así como pomposamente retratados en la historia del arte. Se puede valorar un siglo por la direncia en- tre el sistema de valores y la práctica cotidiana. Es sabido que la hipocresía sirve de mediadora entre el reconocimiento teórico de los valores y su violación. Pues bien, probablemente nuestro siglo ha sido mucho menos hipócrita que otros: enunció unas reglas de convivencia, claramente las violó y, sin embargo, estableció y establece procesos públicos para su violación. Si esto no impide que se repitan las violaciones, tiene por lo menos cierta repercusión en nuestros com- portamientos cotidianos y en las posibilidades (que muchas personas tienen, y sobre todo los ciudadanos del mundo occidental) de vivir más y mor, salvando muchos obstáculos. Lo que yo pretendo hoy es ir por la calle, que nadie me mate por no cederle el lado derecho en la acera, que a mis hijos no les azoten con una vara para darle una lección psicológica al hi- jo del duque. Todavía hay desgraciados que pre- tenden echar a una mujer negra del autobús, pe- ro la opinión pública les condena; hace dos si-

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R --------------IDEAS PARA SIR DEL

SIGLO DE INFARTO

Umberto Eco

Primera regla: nunca se juzga un siglo si no en la debida perspectiva histórica, y sobre todo no se hace diez años antes de que acabe. Imaginad lo que hubiera

pensado un geógrafo del siglo XIV si le hubie­ran pedido una síntesis del siglo al final del 1490. O pensad más bien lo que habríamos con­testado cada uno de nosotros si nos hubieran pedido una síntesis del '89 un mes antes de la caída del Muro de Berlín y de la revolución ru­mana.

Segunda regla: ¿quién juzga? El juicio de un ciudadano del mundo occidental es diferente al de un biafreño que se está muriendo de hambre. Y si esta regla es válida para todos los siglos, también lo es, aunque un poco menos, para el nuestro. El modelo occidental, tanto en lo bue-

no como en lo malo, se está lentamente impo­niendo en una gran parte del planeta. Hoy en día, un campesino chino está más próximo, en lo bueno y en lo malo, a un campesino francés de cuanto lo hubiese estado hace dos siglos. Con lo que inmediatamente surge, entre otras cosas, una consideración desconsoladora: en si­glos pasados, si no nos gustaba nuestro tiempo, nos podíamos desplazar en el espacio e ir a vivir a otra tierra con una historia, unos usos y unas costumbres diferentes. Hoy es imposible, del si­glo ( de su estilo) ya no se puede huir.

Tercera regla: no se valora emocionalmente un siglo estando dentro de él ni sin las debidas comparaciones estadísticas. La cantidad de per­sonas que aún hoy mueren de hambre en el mundo es como para dejarnos horrorizados; pe­ro también nos tiene que horrorizar la cantidad de personas que se morían de hambre en el si­glo pasado, especialmente si lo comparamos con la población mundial de entonces.

Según los informes de algunos legados ponti­ficios, el príncipe Vlad Tapies de Transilvania

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(más tarde apodado Drácula), que empalaba a mujeres y a niños mientras celebraba banquetes con sus cortesanos, ordenó la matanza de cien mil personas en el año 1475. Considerando que su principado tenía quinientos mil habitantes, es como si hoy Andreotti ordenase la matanza de diez millones de italianos.

Este siglo, que ya está llegando a su fin, es el siglo que vio el holocausto, Hiroshima, los regí­menes de los Grandes Hermanos y de los Pe­queños Padres, los estragos de Camboya, etcéte­ra. No es, desde luego, un balance tranquiliza­dor. Pero, como veremos, el horror de estos su­cesos no consiste sólo en la cantidad (por otra parte terrorífica), sino en algo más. En cuanto a la cantidad, y en una Europa que tenía pocas de­cenas de millones de habitantes, los pogroms de los Cruzados, los estragos de los albigenses y las ciudades saqueadas en el curso de la guerra de los treinta años, deberían cortarnos la respira­ción,· con sólo echar la cuenta. Y más aún si pensamos que a los responsables se les alababa como a héroes y que como tales quedaron in­mortalizados en los libros de historia, así como

pomposamente retratados en la historia del arte. Se puede valorar un siglo por la diferencia en­

tre el sistema de valores y la práctica cotidiana. Es sabido que la hipocresía sirve de mediadora entre el reconocimiento teórico de los valores y su violación. Pues bien, probablemente nuestro siglo ha sido mucho menos hipócrita que otros: enunció unas reglas de convivencia, claramente las violó y, sin embargo, estableció y establece procesos públicos para su violación. Si esto no impide que se repitan las violaciones, tiene por lo menos cierta repercusión en nuestros com­portamientos cotidianos y en las posibilidades ( que muchas personas tienen, y sobre todo los ciudadanos del mundo occidental) de vivir más y mejor, salvando muchos obstáculos.

Lo que yo pretendo hoy es ir por la calle, que nadie me mate por no cederle el lado derecho en la acera, que a mis hijos no les azoten con una vara para darle una lección psicológica al hi­jo del duque. Todavía hay desgraciados que pre­tenden echar a una mujer negra del autobús, pe­ro la opinión pública les condena; hace dos si-

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glos, nosotros mismos nos habríamos considera­do ciudadanos incorruptibles por el hecho de in­vertir parte de nuestros bienes en una empresa que hubiera enviado a Luisiana a una mujer ne­gra para venderla como esclava. Parece haberle ocurrido a Voltaire.

Es verdad que actualmente hay gente que in­vierte sus ahorros en las acciones de sociedades dedicadas a fabricar ametralladoras con las que se matan a los ciudadanos del tercer mundo. Pe­ro en conjunto, tenemos una concepción distin­ta del bien y del mal, y gracias a esta concep­ción, muchas personas aún están vivas, mientras que en otros tiempos habrían sido eliminadas por el capricho de un poderoso. Protestamos porque expulsan con violencia a un grupo de marginados que ocupan una casa, pero en otros tiempos a esos mismos marginados se les habría capturado para quemarlos en la plaza pública, y todos allí viendo la hoguera. El otro día ojeaba el diario de Samuel Pepys: un digno funcionario inglés del siglo XVII, que cometía adulterio y se embolsaba sobres como tantos otros funciona­rios de hoy en día, pero que también contaba

inocentemente el esfuerzo que debía hacer si quería conseguir una invitación para que su mu­jer pudiera asistir a una ejecución en la plaza principal. Sigue habiendo personas a favor de la pena de muerte, pero cada vez son menos, y ya no queda ninguna señora Pepys que se muera de ganas por ver cómo achicharran a un hombre en la silla eléctrica. No será mucho, pero es bas­tante importante.

Hace menos de cien años, nos reíamos de las sufragistas: no digo que las mujeres hayan alcanza­do el pleno reconocimiento de sus derechos, pero actualmente se consideran bárbaros aquellos paí­ses en los que la mujer no tiene derecho al voto.

Y ya que estamos intentando ver lo bueno, nuestro siglo es el que más se ha interesado en prolongar la vida humana. Ya sé que alguien me hará una relación de todos los casos de cáncer que ha provocado la actual polución atmosféri­ca. Es cierto, me da miedo porque también me puede pasar a mí, y sin embargo no olvido a los millones de mujeres muertas por fiebre de par­to, hasta que el doctor Semmelweiss no nos con-

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venció de que bastaba con que la comadrona se desinfectara las manos. Esto sucedió hace menos de cuatrocientos años. Antes, durante milenios, las parturientas se morían como moscas.

En nuestro siglo se consume más papel im­preso que en ningún otro. Es verdad que un alto porcentaje de este papel se podría usar como pa­pel higiénico, pero durante siglos los utopistas pensaron que incitar a la gente a la lectura, ha­bría sido, cuando menos, un salto cualitativo. Seguramente, el hecho de que todos conozcan el teorema de Pitágoras no mejora la humani­dad, pero aquellos que no tienen la oportunidad de aprenderlo, viven una media de treinta años, y no es una coincidencia.

Resumiendo, hoy en día nos parece normal que no haya que matar a las personas que pien­san de una manera distinta que nosotros, que un rico no tenga que violar a la hija de un pobre, que quien tenga una religión distinta de la nues­tra no sea un bárbaro o un criminal, sino simple­mente alguien que ha sido educado de un modo diferente. Y no es que no se siga matando, vio­lando, agrediendo o negando la existencia: todas

estas cosas, según la conciencia común, se han convertido en delitos, y está bien claro que se hacen con menos maldad y sobre todo sin creer que se tiene derecho a hacerlas.

Y pasemos ahora a los aspectos ambiguos de este siglo. Este ha sido el siglo de las masas. Pa­ra bien y para mal. Se han reconocido los dere­chos de las masas; y el que un ciudadano sin propiedad privada o sin asignación eclesiástica pueda tener libertad de palabra y derecho al vo­to o a un cargo político, es algo muy importante, de cuyo valor ya no nos damos cuenta porque no hemos vivido en los siglos en los que era normal que un obrero viviera en un tugurio in­mundo y que un señor, sin dinero para pagarle tuviera el derecho de hacerle apalear por sus siervos. Probad a inflar a patadas a vuestro fon­tanero por exigir un crédito, y entenderéis que algo ha cambiado. Pero un intelectual apocalíp­tico os dirá que si en siglos pasados el gusto do­minante era el de los nobles, en nuestro siglo es el de los fontaneros. La figura retórica no es co­rrecta, porque conozco a fontaneros de buenas y

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aristocráticas lecturas y a nobles ignorantes co­mo cabras. Pero es fatal que el respeto por las masas (y la búsqueda de su consenso, condición inevitable para el triunfo de los valores demo­cráticos) lleve a una nivelación por lo bajo. Si en siglos pasados la cultura se medía por la capaci­dad del más culto, hoy se mide por la capacidad del menos erudito. Recordemos sin embargo que éste también podría ser un principio evan­gélico. La gran batalla, que ha enfrentado el Cristianismo a las corrientes gnóstico heréticas, es, que para el Cristianismo, la salvación (y la comprensión de los principios esenciales de la sabiduría, que salva) debe estar a disposición de todos, incluidos (y más bien exaltados) los hu­mildes. Una salvación sólo a disposición de unos pocos es una idea herética, y en esto no podemos negar que somos cristianos. Sin em­bargo podemos preguntarnos si la búsqueda del consenso de masa lleva a ver, como sabiduría y salvación, no ya la fácil comprensión de los difí­ciles misterios, sino la obviedad que consuela y no compromete. Esta es la herejía de nuestro si­glo, y aún no hemos saldado en activo las cuen-

tas con el triunfo de las masas. La conquista mo­ral y política, por la cual no se puede dejar impu­nemente embarazada a una campesina sólo por ser terrateniente, se paga hoy con el «star sys­tem», por el cual la misma que en otros tiempos hubiera sido una campesina indefensa, se deja tranquilamente embarazar con tal de aparecer en una prestigiosa revista a todo color.

En nuestro siglo la aceleración tecnológica y científica ha llegado y llega a ritmos antes incon­cebibles. Hicieron falta miles de años para pasar de la barca con timón lateral a la carabela con ti­món posterior articulado, o de la energía eólica al motor de explosión; y en pocos decenios se ha pasado del dirigible al avión, de la hélice al turborreactor, y de éste al cohete interplaneta­rio. En pocos decenios hemos asistido al triunfo de la revolución einsteniana y a su cuestiona­miento. Esta aceleración del descubrimiento se paga con la hiperespecialización. Estamos vi­viendo la tragedia de los saberes separados, se­parándolos cada vez más, con lo que la ciencia puede afirmarse, con más facilidad, en cómpu-

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tos de poder. Este fenómeno está estrechamen­te relacionado con el hecho de que éste es el si­glo en el que los hombres han puesto en duda, mucho más directamente, la supervivencia del planeta. Un químico perfecto puede imaginar un desodorante perfecto, pero ya no tiene la sa­biduría para percatarse de que este perfecto de­sodorante producirá un agujero en el ozono. Co­mo consuelo, de momento mínimo, el nuestro es el único siglo en que se ha desarrollado la ecología, o sea el estudio de cómo tantas inter­venciones científicas separadas pueden conde­nar a muerte a la Tierra. Nuestro siglo ha inven­tado los anticriptógamos, creyendo que eran al­go bueno, pero también se ha percatado de que eran un mal.

El equivalente tecnológico de la separación de los saberes fue la Cadena de Montaje. En la cade­na cada uno conoce sólo una fase del trabajo. Y cada uno, separado del disfrute del producto final, está también liberado de toda responsabilidad. Po­dría producir, y a menudo lo hace, venenos sin sa­berlo. Sin embargo la cadena también permite que se fabriquen aspirinas para todos. Y de prisa.

Nuestro siglo es el siglo de la velocidad (pienso en las teorizaciones de Virilio). Sistemas científi­cos, transportes de seres humanos, difusión de no­ticias, todo ocurre con una aceleración desconoci­da en siglos anteriores. Sin esta aceleración, el mu­ro de Berlín hubiera podido durar milenios, como la Gran Muralla China. Nos alegramos de que to­do se haya resuelto en el transcurso de treinta años, pero pagamos el precio de esta rapidez. Se podría destruir el planeta en un día.

Nuestro siglo ha sido el siglo de la comunica­ción instantánea. En los siglos anteriores, para saber las cosas, hacían falta siglos. Hernán Cor­tés pudo destruir una civilización, y entretanto hubo tiempo para elaborar sus justificaciones. Hoy las matanzas de la plaza Tien Anmen son noticia por el momento que ocurren y provocan la reacción de todo el mundo civil. Pero dema­siadas noticias, contemporáneamente, desde to­do el globo, crean hábito. El siglo de la Comuni­cación ha transformado toda comunicación en Espectáculo. Continuamente corremos el riesgo de confundir la actualidad con la diversión.

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Además, si un tirano del pasado condenaba a muerte a su enemigo, éste tenía la posibilidad de huir a una tierra lejana. Jomeini condena a muerte a Rushdie, pero para Rushdie no hay tie­rra de exilio; la contemporaneidad de la comuni­cación de masas le convierte en blanco de cual­quier fanático en cualquier parte del globo, y la rapidez y libertad de los transportes permite que sus potenciales asesinos le puedan alcanzar en todas partes. La Tierra -ahora pequeña y trans­parente- ya no ofrece escondites.

Nuestro siglo ha visto el triunfo de la Acción a Distancia. Durante milenios lo habían soñado los magos que pretendían destruir al enemigo clavando una aguja en su imagen, los físicos del siglo XVII que se entusiasmaban con las propie­dades del Imán y los primeros físicos de la Elec­tricidad. Ahora conseguimos la Acción a Distan­cia, desde el primer Sos que intentó Marconi. Apretamos un botón y nos comunicamos con Pequín. Apretamos un botón y un país entero salta por los aires. Apretamos un botón y un co­hete despega hacia Marte. La Acción a Distancia salva muchas vidas, pero desresponsabiliza el

crimen. Decíamos al principio que hoy somos teóricamente más buenos. Pero es más fácil ser malos. Cortar una cabeza es cortar una cabeza, y la sangre impresiona; pero apretar un botón y destruir un millón de vidas humanas es más fácil.

La ciencia, la tecnología, la comunicación, la acción a distancia y el principio de la cadena de montaje hicieron posible el Holocausto. Perse­cución racial y genocidio no han sido una inven­ción de nuestro siglo, y la práctica de configurar una conspiración hebraica, para dirigir en otras partes el descontento de los explotados, la he­mos heredado del pasado. Pero el genocidio na­zi resulta terrible porque fue rápido y tecnológi­camente eficiente, y porque buscó el consenso a través de las comunicaciones de masa y del pres­tigio de la Ciencia. Y fue fácil hacer pasar por ciencia a una teoría pseudo-científica porque, en un régimen de separación de saberes, el químico que ideaba gases asfixiantes no consideraba que debiera tener nociones sobre antropología física. El holocausto fue posible porque se podía acep-

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tar y justificar sin ver los resultados. Excepto un reducido número de responsables y sicarios di­rectos (sádicos y enloquecidos), muchos otros millones de personas pudieron colaborar a dis­tancia, haciendo un gesto nada terrible («lQué he hecho yo? Me he limitado a supervisar un modelo de expedición»).

De este modo, el siglo ha sabido transformar lo mejor de sí en lo peor de sí. Todo lo terrible que ocurrió después fue, en conjunto, una repe­tición poco innovadora.

El siglo del triunfo tecnológico ha sido tam­bién el siglo en el que, a partir de la tecnología, se ha descubierto la fragilidad. Un molino de viento se podía arreglar, pero el sistema de una computadora se queda indefenso ante la broma de un chaval precoz.

El siglo está estresado porque no sabe de quién defenderse ni cómo; somos demasiado potentes para poder evitar a nuestos enemigos. Hemos encontrado el modo de eliminar la su­ciedad, pero no encontramos el modo de elimi­nar la basura. Porque la suciedad nace de la indi­gencia, que se puede reducir, mientras que los

residuos (incluidos los radioactivos) nacen del bienestar, que a todos repugna reducir. Por eso nuestro siglo ha sido también el siglo de la An­gustia, y de la utopía de su curación. Con un Su­per Ego más fuerte, la humanidad se revuelve en torno al mal que conoce muy bien, hace pú­blica confesión de ello, busca purificaciones pe­nitenciales que implican a Iglesias y Gobiernos, vuelve a repetir el mal porque Acción a Distan­cia y Cadena de Montaje impiden reconocerlo al principio del proceso. Espacio, tiempo, informa­ción, delito, castigo, arrepentimiento, absolu­ción, indignación, olvido, descubrimiento, críti­ca, nacimiento, larga vida, muerte ... Todo muy veloz. A ritmo de stress. _......

Nuestro siglo ha sido un siglo de in- � farto. �