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Encontrarán que arden Después que sigan solos, Y ya no podrán volver atrás, Déjenlos pasar con el éxito embriagador Confundiendo cualquier libre pensamiento. 1 encontrarán que arde también el aire Si yo me presentara tendría que verme con la risa disimulada que otros me miran, resistentes a la impresión de los necesitados, inmunes a sus plegarias y a sus maldiciones. Sin embargo, debo hacer un ejercicio de amabilidad si he de contar esta historia, resulta necesario desde el inicio que ustedes sepan que mis limitaciones físicas me han ayudado a estar sin ser visto, sin ser tenido en cuenta, y que ese menosprecio ha sido en todo este proceso un valioso aliado. 1

Un Gato Sin Lengua

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amor, dolor, belleza, muerte

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Encontrarán que ardenDespués que sigan solos, Y ya no podrán volver atrás,Déjenlos pasar con el éxito embriagadorConfundiendo cualquier libre pensamiento.

1 encontrarán que arde también el aire

Si yo me presentara tendría que verme con la risa disimulada que otros me miran, resistentes a la impresión de los necesitados, inmunes a sus plegarias y a sus maldiciones. Sin embargo, debo hacer un ejercicio de amabilidad si he de contar esta historia, resulta necesario desde el inicio que ustedes sepan que mis limitaciones físicas me han ayudado a estar sin ser visto, sin ser tenido en cuenta, y que ese menosprecio ha sido en todo este proceso un valioso aliado.

Querida Valehria, siempre pasa algo que nos hace estar de nuevo en contacto. Era más peligroso antes pero también más agradecido el mundo. Debe ser cierto el modo en que nombraste las corrientes de nuestro desfiladero, “las corrientes de fuego”, aunque las supusiera todo lo contrario, porque no hacían quemar sino calvarse como cuchillos helados. Y cuando decías que se trataba de sobrevivir una noche más al discurso del invierno, ¡qué razón tenías! Discurrimos entre vías sin trenes, en tejados sordos, en soportales y cajeros, formando grupos que no siempre acababan en lo mejor, pero que nos permitían dormir tranquilos durante algunas noches.

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¿Cómo me describirías? Por que tú tienes tu propia visión, eso siempre lo supe y nunca deseé enfrentarme a ella o cambiarla: no, a menos que quisiera enfrentarme con la cólera del ruiseñor sin dientes que representas. En vez de eso, prefiero oírte en una terraza entonando baladas a las que por fuerza, terminas por olvidar el final. Me es grato contarte mi sueño, una y otra vez, como si fuera real que hayas sido una mujer tan importante, y que cantabas en el Flamingo, que no sé como es por dentro, pero lo imagino con mesas muy pequeñas -para que la gente no se ponga demasiado cómoda, o para que pueda haber más mesas en el mismo espacio-, con grandes pinturas sobre terciopelo lila colgando de las paredes y el escenario con apenas un escalón para que pudieras bajar de un saltito gracioso y seguir cantando entre tu entregado público. Después te retirabas y te ibas a tu camerino, que en la puerta tenía pintado tu nombre y todos te seguían. Cerca de nuestras almas aún indiferentes, muchos se apretaban por verte, se estrechaban, se amontonaban, se pisaban y se insultaban. Yo intentaba protegerte, no podía mantenerme al margen, y rodaban cuerpos y perdían sus zapatos y algo te salpicaba.

Suena acabándose mi pierna derecha, como madera vieja. Pero una cojera nunca me dio un aire peor que la ternura, al contrario es el repente de los que huyen lo que veo. O no sea sólo eso, es que la piedad no siempre es lo mejor, y agradezco las reacciones más crueles porque al apartarse de mi me lo ponen fácil. La vida ha sido cuestión de dejarla rodar, y la de ellos, los que me han pasado sin mirar atrás, también. No duele el aspecto, duelen las contrariedades, y no puedo llamar de otra forma a las vértebras soldadas, a las cervicales royéndose unas a otras para buscarme el suelo. Se entrelazan nuestros destinos ahora que ya no soy nadie para existir, nos vamos comprendiendo como socios de celda, inseparables por nuestro cautiverio, tolerándonos por nuestras libertad, muñecos sin dueño, enfermos de humedad. Tenemos las riendas de nuestro destino hasta donde nos permite el sueño, escupimos gorriones después de una noche helada y nos incorporamos venciendo roturas, amanece una claridad deshilachada de otro día de amenazas.

La aspereza de los vencedores, el desprecio de su silencio me animó a contar mi historia que es la de todos, porque la historia final la cuentan los anónimos, testigos populares que se la van pasando como una rueda y formando una fantasía de la que ya lo único que quedará será una idea general y la sensación a conservar de que algo sí pasó. Los buenos sentimientos nos traicionan, y la apariencia de las cosas es, en ocasiones, muy retorcida y falsa. El deseo de posesión no siempre es diabólico, me

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hace sentir más humilde, si eso es posible, desear mujeres inalcanzables como tú Valehria.

Elogio de la frontera, el lugar donde las cosas suceden. No fue por casualidad que escogimos para dormir la calle más concurrida de Fontegiró, que no es un pueblo tan pequeño a pesar del mapa y la carretera que la abre al foco industrial de naves y camiones abandonados que a su vez, le dan nombre y prestigio ocasional. El pavimento termina por escombrar la distancia, y aún sin abrazarnos terminamos por darnos calor, derramados de una asperaza necesitada. Pero estas intimidades a nadie le importan, no tienen sentido más que para los que nos rodeamos de aparatos inservibles, aparatos que creemos poder reparar algún día y terminan formando parte de nuestro paisaje, tostadoras, radiadores, material de oficina, juguetes; unidos a la idea que nunca superé, de ser capaz de colocarle alguno de ellos al más distraído transeúnte, pero que nos rodeaban y nos servían con el sueño del robot alarmado por el silencio y vivientes a su manera. Sin pretender llegar mucho más lejos que al simbólico momento de la quietud, la señal de la catástrofe viene precedida de un silencio total, se puede identificar sin esfuerzo porque hasta las escolopendras detienen su marcha, y el viento deja de soplar, los árboles parecen de plástico y la respiración de los gorriones se vuelve irreal, nada más objetivamente identificable antes de un peligro inminente es que todo se detenga, los autos, el movimiento de las nubes y hasta las últimas ideas a las que nos dedicábamos, también desaparecen. Hacíamos hierba mientras el verano se retiraba, delante de una fuente susurrante y sentados como turistas, allí conocimos a Claus Trempete, alguien nos lo susurró al oído mientras el pasaba, esa fue la primera vez que lo vi y me dio miedo. Lo observaba, como es mi costumbre con los poderosos, con una mezcla de extrañeza y desagrado, y sin apenas poder disimular. La plaza estaba llena y tenía sueño, el sueño de los desocupados: no hay más que dejar volar la imaginación en la escalera de una fuente después de haber bebido algo y resistiéndose al sol del mediodía, para que resbale de nuevo el sueño. Cerraba los puños con insistencia, como si estuviese deseando golpear a alguien, así que me retraje y me hice el distraído. No podría explicar sus manos más que por el temor que comunicaban, por el temblor que expresan y por el azogue inquieto de sus interlocutores.

En aquella última semana yo había sentido un desahogo inmerecido, había comido mejor de lo que era habitual en mí, y me sentía como si me hubiesen transplantado el hígado y los pulmones, amanecía descansado, y en mi paciente desgracia, tenía la impresión de que mi piel estaba más tersa y brillante. Sólo se trataba de una sensación que servía a la condición

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humana del que repentinamente encuentra que aún hay cosas que le pueden sacar la ilusión de dentro, hacerla aflorar y dejarse mecer por la reconfortante compañía de una nueva amiga. Desde mi escalón, apoyado en uno de los codos, llegué a pensar que aquella imagen era irreal, después caí en la cuenta de que las elecciones estaban próximas y el candidato había salido para dejarse ver mezclado con el populacho. En otras ocasiones lo vería después de aquella y la sensación que me invadiría ya sólo sería de insondable tristeza, y a esas profundidades comprendería que la piel de sus manos no eran escamas sino cáscaras, como la protección cascuda de un insensible insecto trepador. Entre los pétalos de luz que aún iluminan a ratos el lugar donde guardo todos los recuerdos, sorprendo a algunos con la clara indagación del hombre preocupado que persigue el hilo de una primera imagen, me traslado dentro tras anunciar lo que creo que sucedió y rebusco en la verdad de cosas que nunca me pertenecieron, pero de las que aún hoy sigo siendo testigo.

Valeria, aquella noche tú no estabas porque te acogiste a un albergue que daba desayuno y ducha fría, y porque siempre te trataron bien allí. Reconocí a Tempete porque lo había visto ese mismo mediodía, y porque la gorra de béisbol no le tapaba completamente los ojos. Iban con ganas de juerga y posiblemente con una cuantas copas. La furia sólo se la permiten los que se creen dueños de todo lo que rompen, y esa noche iban dispuestos a arrebatarle a la ciudad la noche, a Fontegiró el sosiego. Nadie tuvo la culpa de que tropezara con otros pies dormidos, y de que lo insultaran sin haberle visto la cara, si reconocer el origen bruto y descuidado del choque, el atrevimiento deja de ser cobarde entre sueños. La cosa fue que se decidieron por el respeto, eso que siempre se expresa por el miedo, cuya razón de ser es proteger privilegios, virtudes o títulos, y al amparo de una razón superior termina por amputar cualquier derecho. En la verdad oscura de la somnolencia empezó el pateo y los golpes no cesaron hasta que lo dejaron por muerto. Pertenecer al anonimato de los que duermen en la calle no es un buen negocio, y cuando salieron corriendo otros como yo se levantaron y acudió una ambulancia, pero lo cierto es que nadie se atrevió con Tempete y sus cachorros y se fueron de rositas. Te lo cuento porque me muerde dentro, y porque no acudiría a la policía que aún me gusta menos.

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2 un gato sin lengua

La distancia de tus palabras yo no la mido,Ni cuando tiembles de esperanzas y compromisos,Ni cuando la marcha que las alumbraRecupera repetirse en un río extinguido.

Si poder acercarme al origen del miedo que se siente en situaciones similares simplificara le resultado de las próximas horas, si eso fuera posible, aceptaría seguir dándole vueltas a este misterio. De aquí al fragmento de mí que espero, no debería haber más inquietud que la que expresa la noche entre el yo y lo que se difumina más allá del cristal. Mi mujer ha desaparecido hace una media hora, tras la puerta automática de un montacargas, se la llevaron sobre una camilla tambaleante, pero sostuvo sus ojos sobre los míos hasta que se cerraron las hojas de un golpe; vidriosos, ofreciéndolos como un arañazo en mi costado. Desde la calle no llega el ruido, la altura es considerable, y a pesar de ello, sé que todas esas luces rodantes, suponen un particular estado de cosas que hace retumbar con sus destellos la vida a la que nos arrojamos cada día, esperando una recompensa que nunca llega. Porque para poder aliviar el peso de nuestros compromisos, necesitamos esa fácil recompensa, o al menos, creer que existió alguna vez. Ashlinn hace tiempo que no entra en mi estudio, intenta evitar la reacción que le supone ver esa falta de orden. En el último año he llegado a pasar allí un tiempo ilimitado, y en ese transcurso he llegado pensar que el mundo dejó de existir. Me llega muy cerca sentirme identificado con filmes

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que hablan de cosas parecidas, de mundos acabados y de hombres que pasan el resto de sus vidas en la heladora soledad de una tierra sin seres humanos, sobrevivir en la nada. Apenas noto el discurrir de las horas en lo cotidiano, desde el encierro al que me someto apenas soy consciente de los cambios, ni siquiera me siento aludido por el proceder discordante de algunos días que no aturden, pero otros, esos pueden suponer que deba rectificar algo en el futuro. Este es el caso en esta habitación de hospital, se trata de uno de esos días de cuya influencia no podría escapar aunque corriese más que cualquiera, más que el capeón del mundo de los cien metros lisos. Un trocito de nuestra anatomía llega, modelado con el deseo compartido de verlo respirar y abrir los ojos a la luz polvorienta de nuestro planeta. Puede llegar a ser uno de esos días dispuestos a perturbar, a cambiarlo todo, a ejercer su autoridad sobre nuestra pereza sin tener en cuenta el origen de otras necesidades, uno de esos días dispuesto a poner condiciones que debemos aceptar con la dignidad que podamos encontrar. Sin afluencia de un público innecesario acudiré para ver al bebé, ella lo tendrá entre sus brazos, y entre las matas que lo cubrirán hasta la cabeza, asomará una carita casi negra, arrugada y con los ojos apretados como puños. Últimamente distraigo cada momento de la espera más dilatada, en un momento así uno llega a pensar en los parientes, pero están lejos o están muertos, deberíamos haberlo tenido en cuenta cuando nos vinimos a vivir tan lejos. El endiablado espejo en que se convierte el cristal con la oscuridad al otro lado, reprime mi imagen hasta obligar a fijarse en detalles que no existen, si no fuera por eso aceptaría que no soy yo quien sostiene entre los brazos ese cosquilleo ahora mismo dependiente de nuestra absoluta atención. Se trata de alguien que ya ha pasado por esto, otro padre reincidente que se ha aproximado en silencio y estrecha instintivamente a su hijo. Ella ahora debe estar luchando, dolorida, cumpliendo con la exigencia de su deformidad para terminar de expulsarse y deshacer el nudo amado desde dentro de sí; un proceso al que no puede renunciar. Estará abriendo las piernas como una contorsionista con miedo a desprender una parte más grande de la necesaria, y asomando la cabeza para intentar mirar con la curiosidad propia de quien asiste a su propia reproducción, a la configuración de un nuevo modelo que si sale como se espera tiene que parecerse a las medidas que se le impusieron: nariz, ojos, mentón, orejas, frente, sonrisa. He debido doblegarme en algún momento, y he debido hacerlo sin tiempo y sin darme cuenta. Podría decir que me tiemblan hasta los dientes y no mentiría, pero no es lo que se espera de mí, y parece que ahora es más importante que nada. No he sabido gobernarme sacando los efectos del

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instinto que siempre me avisa, la democracia interior levanta el vuelo sin disimulos y acepto que el miedo no es falta de libertad sino el cambio que me abruma. No he podido predecirlo esta vez, mi sistema político es como un arma sin dueño, o lo era hasta un hace tanto.

El hecho innegable de ser doctor que expresan con su silencio, ya no me confunde con una bala blanca que se muda de cuerpo con periodicidad innegable, es una representación de sí mismo, de no crecer, de mostrarse incapaz de reír ni en los momentos más neutros, aunque fuera por empatía. Esto a lo que intento llamar política de organización interior tan sólo tiene que ver con la soledad y una versión de las emociones que provoca, a partir de donde mi relación con Ashlinn has sido distante. Nuestra común tolerancia nos conduce por una tierra fácil que no renuncia a las antiguas insatisfacciones, a las que van con el hombre desde que lo es, en su forma de enfrentarse al mundo y a sus tentaciones, por eso ella es también equilibrio; y más ahora que todo se vuelve más cerrado. Necesitamos crear las condiciones para sacar adelante un nuevo proyecto, una nueva vida.

Las manos del miedo me interrumpieron unas horas después, al tomar aquella carita llorona entre mis brazos. Si su piel hubiese sido de porcelana no hubiese temblado más al intentar sostenerlo, sin apretar para no quebrar la ideología de la fragilidad que lo entregaba, y sin poder aflojar del todos por el pánico a sentir que se deslizaba entre toda aquella ropa de cuna.

Me dijeron que me fuera a dormir, que me afeitara y me diera un baño, que descansara y así lo hice, abandoné el hospital de madrugada, justo cuando una luz levemente violeta apuntaba sobre los tejados, a partir de ahí ya sólo recuerdo la negación exigente a cualquier sosiego. Sí, dormí, pero imponiéndome el sueño ligero de los que tienen en mente el asunto de sus vidas y no lo pueden dejar pasar.

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3 al hilo de mi primera imagen

La “innoble” mayoría replicó al director de banca en confusa algarabía de mucho antes de Pentecostés. La normalidad de las clases populares, depende en demasiadas ocasiones de la revuelta, porque se les conduce a ello. Cuando uno de los convocantes se subió a una mesa y anunció la huelga, el júbilo fue aún mayor, y nada iba a solucionar de forma inmediata sus problemas, pero creerse en el camino de hacer algo, tener la posibilidad, deshacía por un instante la acuciante sensación de peligro que los había tenido en vilo durante los últimos meses, eso tranquilizaba y exacerbaba el espíritu al mismo tiempo. No había vuelta atrás y el director era empujado con desprecio hasta que se le relegó a un plano de inferioridad, entre la pared y los reunidos, de donde apenas se podía mover, allí donde las voces resonaban con más fuerza y no podía prestar atención al discurso que comenzaba. Fue un gasto de energía innecesario, todos sabían lo que había que hacer, no porque los hubieran convencido, se trataba de buscar una salida imposible, y no quedaban más opciones. Con toda la indignación concentrada en un único momento de euforia se fueron apagando los gritos, y pasaron los minutos, se relegaron las consignas para organizarse, y después de intentar hacer un poco de sitio llevando muebles a las cuatro esquinas de la oficina, todos llegaron a la conclusión de que eran demasiada gente para un encierro prolongado. Esta intranquilidad razonable ante una situación que se revelaba aplastantemente definitoria de la desesperación que vivían y condicionante de cualquier plan elaborado, pareció en poco tiempo ir pasando de unos a otros en murmullos, que se preguntaban cuánto tiempo podrían durar así y si habrían dado los pasos necesarios para que sus demandas llegasen a donde querían, el rango más alto de la cadena de mando de la entidad bancaria.

La perfección de un malentendido es lo único que lo puede mantener a salvo, pasan las horas y todo el mundo parece percatarse de que algo no era como nos habían prometido, o como creíamos que nos habían prometido. En su camino a la oficina bancaria cada día, Ebesto Grinder, pasaba delante de una casa vieja, tambaleante, de cristales protegidos por cartones y puerta de madera carcomida. Los inconformistas creerán que se trataba de un desafío, no reconocerán jamás a la señora viuda, completamente cubierta de negro, desde sus zapatillas hasta su pañoleta, y hasta el surco de sus arrugas, y cada vez menos decepcionada, porque ya nada la sorprende.

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Ebesto procuraba pasar por la parte de la acera que la evitaba, la parte más exterior y menos comprometida, y ya que creía saber con certeza, que aquella presencia lastimosa no le iba a aportar nada, pero si miraba al suelo, porque la señora se rodeaba de gatos, alrededor de quince gatos malolientes con los que temía tropezar. En una ocasión se dio la vuelta y llegó tarde a la oficina porque prefirió dar un rodeo que pasar por encima del suelo aceitoso. “Tuvieron que darse una buena cena anoche”, se dijo, y pensó que aunque aún no era navidad ya faltaba poco, y tal vez la señora disponía de algo de dinero para anchoas, leche y pan duro, y en la mentalidad de un banquero está siempre esa forma de pensar “cada uno se gasta el dinero en lo que quiere”. Algunos de sus trayectos eran bastante más sencillos, no tenía por costumbre salir de su rutina de lugares comunes a las más elevadas costumbres y refinamientos. Allí, en la parte residencial de caros adosados, al menos todo el mundo cumplía un mínimo de exigencias, como pagar los espacios comunes, piscinas y pistas de tenis, y además no aparcar los autos en lugares que pudieran ser un estorbo para otros miembros de la comunidad. Sabía muy bien, porque él se dedicaba a vender una marca aunque con forma de banco, que fuera de lo que conocía, cualquiera podría venderle cualquier cosa y convencerlo de que había hecho el negocio de su vida, sólo vería la parte que quisieran mostrarle. No salía mucho a pasear por otras partes de la ciudad que representaran algún conflicto para él, pero el camino al trabajo lo traía preocupado. Y fue unos días antes de Navidad cuando se lo comentó a Claus Tarsio. Allí donde los gatos se amontonaban como familia y se escurrían si dejarse tocar por nadie más que por la señora que les ponía comida, allí era donde debía decidir si cruzar y dejarse caer unos metros por una calle adyacente, o seguir haciendo como que no veía nada y tratar de invertir disimuladamente el desprecio que siempre había sentido por este tipo de animales. Claus tampoco le veía una solución fácil a su problema, y no se le ocurrió otra cosa que aconsejarle que se comprara un perro, un gran pero con aspecto desagradable y ladrido ronco, y pasear cada día con él por delante de la vieja casa en ruinas, según él no volvería a ver uno de aquellos gatos en su vida. Se mordía la manga de la chaquea, eso impedía que gritara. Todo el mundo parecía despeinado después de unas horas, y porque estuvieran moviéndose sin parar, descargaron comida de una camioneta, lo que le hizo suponer que iban quedarse bastante tiempo. Terminó por sentarse en el suelo, y creyó que el sabor del miedo tenía que ver con el fondo del estómago, la parte más turbia del pozo y donde el último desayuno siempre termina de macerar, de ahí pensó que debía venir ese mal sabor de boca. Algunos que pasaban a su lado aprovechaban para dar pataditas que hacían aparecer como fortuitas, como si al andar no se hubiesen percatado del

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bulto en el suelo y se tratara de un simple tropiezo: no decían nada, echaban una mirada distraída y seguían hacia la puerta acristalada o hacia el baño. Demasiada gente. Sí, pero lo creían necesario en el caso de que la policía decidiese intervenir. Bebía atardeceres sin preocuparse de nada más, sin leer la prensa, sin oír las noticias en el parte del mediodía las noticias radiadas que se empeñaban en hablar de un mundo que expiraba. Claro que le llegaban los susurros, pero tan remotamente que no iban a terminar de estropear una vacaciones solitarias. Esa fue la última vez que disfrutó realmente de su soledad sin echar de menos nada. La semana anterior, sin embargo, había vuelto a creer que todo lo que podía tener era porque lo merecía, llenó su cartera de un buen fajo de billetes y se fue directamente al hotel más caro que conocía. Ya había estado allí una vez y no se extrañarían de que no llevara equipaje, era sólo por unas horas. Pisó la alfombra desprendido y se dirigió directamente a la recepción, pidió una habitación del tercer piso y esperó las llaves. Después de ser reconocido pidió compañía.

-Me gusta este hotel, es un lugar que entiende las necesidades de la gente.

-Eso procuramos señor. Si el cliente está satisfecho, entonces nosotros también lo estamos.

-No sé si se acuerda de mí, estuve no hace mucho con una convención de directores de banca.

-Me temo que no señor.

-Bueno, no se trataba de un evento tan importante de todas formas –se le notaba que mentía al decir esto, porque si creía que todo lo que él hacía era lo más importante del mundo-, sólo éramos unas veinte personas y todos muy concentrados en sus problemas de cada día. Verá, el caso es que tengo unas horas libres y necesitaría una chica que me hiciera algo de compañía, usted me entiende.

-Ah ya, lo comprendo. Conozco una chica, pero usted tendrá que hablar directamente con ella.

Entonces llegaron otros clientes, una pareja con niños que querían la llave para acceder a su habitación y le pidió que esperara. Él se hizo el distraído y no dijo nada. Cuando se alejaron lo suficiente se dirigió de nuevo a él.

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-Decía que conozco una chica, pero tendrá que hablar de las condiciones directamente con ella. Creo que sí que me acuerdo de usted. Puede subir a su habitación e instalarse con toda confianza, en unos minutos la tendrá allí.

Ni remotamente le inspiró confianza aquel individuo y se deshizo de él dirigiéndose a su habitación todo lo rápido que podía. Se trataba de una situación de necesidad, se lo había repetido cientos de veces, y cada una de ellas salía más decepcionado de la clase de satisfacción que podía conseguir, porque el fondo de la cuestión se trataba de soledad, y la creencia de algunas chicas de que aquello era diversión, aún ampliaba más sus márgenes y la incredulidad que le producían. No se las creía, ese era el problema, todo era falso, el resultado de un vacío que admitía la posibilidad de ser llenado en las dosis pequeñas de un poquito de afecto cada año que pasara y que desde luego no aceptaba ser llenado con extrema diversión ni con prisas. Notó como se iba diluyendo y la realidad iba tomando un tono gris grasiento, como si las paredes gotearan y él se fuera haciendo más pequeño. La indefensión a la que se sometía le hacía perder la poca fe que tenía en la gente, y sin embargo creía en sí mismo como si el egoísmo que transpiraba, el egoísmo obvio y protegido que desprendía y todos podían notar, él fuera realmente capaz de sentirlo.

La decepción llegó con golpeteo de nudillos sobre la puerta. No tenía nada que ver con lo que había esperado, ni con el resultado de otras ocasiones, aunque también era posible que se estuviera precipitando. La invitó a pasar constatando que no era su mejor día, y que después de todo, no había manifestado ningún tipo de preferencia. Era todo lo que podía decir, nadie sabría que había bajado otro poco sus expectativas, abrió de nuevo la puerta para dejarla marchar una hora más tarde, después de haber bebido entre los dos una botella de brandy del más caro. Como en remolino, la idea de la chica acompañándolo volvía una y otra vez mientras encogía las piernas para no ser pisado. Era lo menos que podía haber echo por sí mismo unos días antes de navidad, eso y llenar la nevera de chorradas exóticas que costaban muy caras y que le devolverían la sensación de que verdaderamente festejaba algo en esas fechas.

Me acerqué a él aplicándome en la humildad de una sonrisa sin que apenas se percatara, dispuesto a conversar, después de todo ya no pensaba que siguiera siendo ni representando lo mismo, después del encierro nada volvería a ser igual y eso lo tenía muy en cuenta. Empezaba a estar cansado, ¿quién no? Ya habíamos contado con eso y se estaba decidiendo si dejarlo ir, era una conversación privada que “nunca había existido”; oficialmente nuestro argumento era claro, estaba dentro

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porque era un compañero más que se sumaba a la protesta, y eso debíamos creer todos.

-No somos secuestradores.

-Pues déjenme ir

-Claro, esa falta de solidaridad no nos extraña, pero hable sin que le oigan, algunos de los chicos no son tan comprensivos. Debe usted ser consciente de que se están jugando mucho.

-Pero lo único que quiero es irme a mi casa, yo no puedo solucionar nada.

-En este momento no se puede, se ha extraviado la llave. La están buscando. Están buscando una solución, en cuanto la encuentren le dejarán salir.

-Parece que hay mucha gente afuera. ¿Hay prensa?

-Son curiosos. No se preocupe, si tiene que salir le dejaremos que se arregle un poco antes. Le devolveremos su corbata y su chaqueta.

Allí donde nadie llegaba con sus preocupaciones, llegaba el interés absurdo por tener buena presencia. Más tarde me lo confesó, le tenía pánico a que las cámaras lo quitaran con el aspecto de un mártir, y nosotros, los “amotinados” tampoco lo deseábamos. No conseguimos nada más que llamar la atención, un poco de repercusión en prensa y que, tras una larga negociación, la policía se retirara y pudiéramos abandonar el banco libremente. Debería haber contado con ello, Ebesto Grinder cambió de opinión, se negó a salir cuando se lo pedimos, ocurre a veces que el motivo del nuestro odio cambia de pronto de bando y vuelve a hacerlo, nos deja de nuevo desorientados. Dejamos entrar a Claus Tarsio, su único y fiel amigo para que intentara convencerlo de que salir en aquel momento era lo mejor, pero no lo hizo. Para vivir conforme a la condición estrecha del superviviente es necesario pasar por alto lo estético, esta forma de pensar resultaba muy adecuada en tiempos de crisis, y tener conocimiento de que la vida se ha convertido en una crisis continuada de otra crisis para los trabajadores, nos obliga a pasar por alto nuestro aspecto, y la herencia de prendas de ropa de las que os negamos a desprendernos. Movernos en la llama de la necesidad no resulta agradable, y que ahora Ebesto Grinder llegara proponiéndose uno más, no resultaba agradable. Le permitimos ir al baño, habían pasado muchas horas desde que el comienzo del encierro y se le oyó desaguando y tirando de la

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cisterna, y después aprovechó para asearse porque apenas dejó jabón, traía el pelo mojado y olía como si se hubiera bañado. A pesar de la protesta la vida parecía discurrir normalmente en la calle, pasaban niños vestidos de Santa Klaus riendo y saltando, y la música empezó con los villancicos desde muy temprano. Nos llamaron de nuevo para decirnos que se trataba de algo muy “irregular” que no permitiéramos salir al director, y una y otra vez tuvimos que explicar que estaba dentro por su propia voluntad, se sostenía en la lucha como uno mas porque había comprendido la necesidad de nuestra protesta, y porque él también estaba decepcionado con la sociedad que sólo lo esperaba para desempeñar su tarea, como si se tratara de una máquina, además de eso su nombre estaba en la lista de recortes.

La idea del resultado decepcionante de su noche de hotel no dejaba de ir y venir, no había conseguido una erección. Había oído hablar de eso, pero en los términos de los que no llegan a rematar, a concluir ahogados en un desenfreno agotador, pero es su caso no había necesitado tanto tiempo para renunciar, estaba tan deprimido que enseguida reconoció su error, no había sido una buena idea y en ningún momento consiguió la más mínima excitación, otro fracaso que añadir a los de los últimos días. No iba a conseguir animarse en aquellas condiciones, y la chica no le hacía ninguna ilusión.

Esta muestra de amabilidad por mi parte no duró demasiado, la mala opinión que tenía de él había sido reprimida para poder hablarle, y ese contención terminó por quebrase cuando cambió de bando como quien cambia de camisa: solemos estar preparados contra este tipo de traiciones aunque suponga pasarse a nuestras filas, y los insultos comenzaron. Ocurría que la policía no se creía que por propia voluntad no quisiera salir, así que después de recibir algunos insultos, dos de los hombres más fornidos lo cogieron en por las solapas y lo pusieron en la puerta a empujones. En esta reacción confluían muchos sentimientos en su contra, el más sobresaliente una venganza contenida que podría haber terminado mucho peor. La llamó un oficial nada más cruzar la puerta y le dijo que se encontraba bien, y que lo único que quería era irse a su casa.

Lo llamaron algunos conocidos desde entonces, pero no consiguieron hablar con él, nunca más usó ese teléfono, era como si lo hubiese tirado al mar, o si se hubiese tirado él mismo con el teléfono en un bolsillo de la chaqueta. Esperaban que volviera, pero nunca lo hizo, su desaparición fue un misterio para casi todos, aunque corrió el rumor de que alguien lo había visto y que después de eso había salido de viaje. Las habladurías de la

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gente suelen tener un fundamento, aunque a veces las lleven a la exageración o se deformen por los elementos imaginativos que las acosan. Claus Tarsio sabía donde se encontraba porque habló con él antes de su partida y era cierto, se había ido de vacaciones a pasar la navidad a una playa lejana, y cuando las vacaciones terminaron aún siguió allí por tiempo indefinido, vagabundeando por las calles desconocidas de un país extranjero.

En nuestra defensa debo decir que el jamás perteneció a la clase de la que procedía, nunca se sintió directamente relacionado con los problemas de los trabajadores, el despreció al que se vio sometido en aquellos días, y que culminó con la expulsión de la oficina, no tuvo nada que ver con su depresión.

La señora que vivía al borde de la acera se murió por aquellos días, poco después de que por orden del consistorio alguien se llevara todos los gatos. Nadie disculpa a los que pasaron uno y otro día delante de su puerta abierta y no quisieron mirar, no había mala fe en ello, tal vez un inconsciente deseo de ahorrarse el espectáculo. Su cuerpo muerto, mordido por las ratas, no resulta agradable de imaginar, cuanto menos de ser descubierto, observado, minuciosamente calculado.

4 una medalla para acabar una guerra

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Para intentar disculparme siempre he puesto primero mi voz que aquella de los que me han amenazado. El soldado que acompañaba a Rupert era todavía más idiota de lo que parecía, por necesidad tenía que serlo, nunca se disculpaba ni disculpaba a otros, se figuraba que se merecía lo que le sucedía y hubiese sido mejor que nunca se hubiera prestado a aprender algo para lo que no estaba preparado. Me extraña que alguien en alguna parte, no haya intentado prevenirlo del error que cometía al alistarse, pero entonces era demasiado tarde, la última paliza de carácter militar la llevó hace una semana, cuando le ordenaron correr nueve kilómetros en territorio inseguro. La verdad que vivimos es diferente a todo lo que conocimos antes, y especialmente él ha pasado dos años siendo acosado como un animal y ahora, además, es exponía deliberadamente al fuego enemigo. Lo llamaban Gluke, sin que nadie sepa exactamente si responde a algún sobrenombre que se trajera de antes, es extraño que responda tan dócilmente a todo lo que se exige de él, si al fin todos se aprovechan. Su asociación ya duraba demasiado, pero Rupert no puede hacer nada por evitarlo, esto no es un concurso en el que se cambia de compañero a capricho, nos han comprometido y sólo la baja de uno de los dos evitará que esa situación se prolongue, y en ese caso, no habrá un compañero para ocupar el lugar del fallecido, no, en ese caso deberemos arreglárnoslas sin más ayuda. En su carrera a través de la espesa selva Rupert no dejó de maldecir, y mirarlo con el rencor propio del que esperaba que se estrellase, de que rodara por el suelo y se rompiera la crisma. Dejarlo que se muera no sería tan extraño en estas circunstancias, todos pensamos que es algo más corriente de lo que puede parecer a los que nunca han pasado por una situación parecida, cosa muy diferente sería, eso sí es considerado una falta muy grave, provocar su muerte, mismo de un disparo o provocando un accidente que pareciera fortuito. Renovamos nuestro juramento en el lugar exacto en el que nos encontramos, un campamento en medio de la nada, desde donde nos comunicamos con el mundo una vez por semana, si hay suerte y la atmósfera lo permite, a veces dos. Los aparatos de radio son modernos para el años que corren, seguro que en el futuro todo será muy diferente y no me excuso por tener la tecnología de un país tercermundista que se empeña en mantener campamentos en una selva ocupada por revolucionarios y contrabandistas. Nadie escucha cuando se les habla de nuestras condiciones, porque un campamento insuficiente no impide el descanso indisciplinado de los que deambulan como sombras sin saber a donde arrimarse para evitar el calor. Nos quejamos de lo que no tenemos, el congreso nos aplaude pero no concede crédito, y en el fondo, además de nuestra pereza habitual nada necesitamos. Son diferentes las patrullas, eso que hacemos de a dos, exigidos, correteando, respirando atropelladamente,

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enfrentándonos al sudor bajo la mochila, la refriega del miedo jadeante y la contra-reloj.

La superioridad abusiva de los que saben pelear se manifiesta en duelos prolongados, en apartarnos para permitir que ellos pasen o en recibir todo tipo de encargos humillantes sin que los superiores –que al fin juegan el mismo juego- sepan que sucede. Gluke siempre lleva las de perder y ha procurado mantenerse al margen, pero todos sabemos que se sigue considerando el mejor, y su figura insuficiente no le ayuda, pero es esa sonrisa, esa felicidad a pesar de todo, así que he concluido que los que se creen felices, o con derecho a la felicidad son los peores de todos. El derecho a la felicidad es una forma de fascismo que se mueve en el sigilo, y que termina por imponerse a los moribundos. Hemos encallado, y no se trata de camuflaje, ni de esos seres encerrados en un cuerpo extraño, aunque la sensación debe ser parecida, a veces creo que nunca saldremos de aquí.

Resultaba poco creíble verlos regresar una y otra vez, estrechando la lucha que mantenían con su propio cansancio, y sonriendo como si no hubiera sido nada. Era la diferencia, la calidad de su misión, el peligro, lo que me hacía tan difícil comprender esa sonrisa, y lo que aún fue peor en esa ocasión, creí notar que entre ellos, a pesar de su maldita asociación, empezaba a asomar un rastro de simpatía.

Yo no soy uno de los más fuertes, uno de los que tienen todo el poder, todos los recursos de la fuerza para hacerse respetar, pero esa noche me sentí tan agredido por su felicidad como si hubiese faltado a mi honor. Estaba delante de él cuando empezó la discusión y presencié los golpes que le dieron, cayó al suelo y lo patearon y seguía sonriendo, comprendí sin demasiado esfuerzo que eso era lo que no le perdonaban, eso era lo que no le perdonábamos. Fue la voluntad de Dios se repetía Rupert al día siguiente, unas horas después de que él mismo lo encontrara muerto, y entonces y sólo entonces, se planteó si sería mejor para él seguir, a partir de aquel momento, haciendo sus tareas sin un compañero. Es posible que para aquella noche hubiese un motivo de discusión más serio que de costumbre, pero yo no lo recuerdo, soy incapaz de recordar como empezó todo. Tampoco me pareció que los golpes fueran el motivo de la muerte, y durante un tiempo mantuve en mi interior, como un secreto, la idea de que alguien había vuelto en mitad de la noche, aprovechándose dela postración de Gluke y le había dado un golpe letal, o lo había asfixiado con ambas manos en el cuello, sin remordimiento alguno. Debió de tratarse de una noche sobrenatural, porque o lo soñé o la risa de un espíritu familiar nos anduvo rondando y todos tuvimos mal sueño.

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Le llamábamos Gluke, sí, así lo llamábamos, y nadie sabía nada de su vida anterior, de su familia ni de donde había salido, era un don nadie como muchos otros que rondan en la milicia, perros callejeros que son devueltos a la vida civil con la mirada perdida y sin ilusión alguna. Mandaron, así impersonalmente, sin que se supiera muy bien desde donde, que fuera enterrado sin hacer demasiado ruido, sin grandes concentraciones y que si alguien tenía que rezar algo que lo hiciera en silencio; desde luego era la postura más coherente con la vida que le habíamos dado, y todos nos incluimos en eso. En las conversaciones que surgieron en los días que siguieron a su entierro, todo el mundo reconoció haber escuchado esas risas nocturnas, y algunos las excusaban diciendo que podía tratarse de un animal, no es de extrañar que nos pasen algunas de las cosas que nos pasan, y que tengamos una milicia tan pobre, tardamos demasiado en reconocer nuestras amenazas.

-No debes lamentarte, no resulta agradable para nadie –le dije a Rupert que permanecía apartado del grupo.

-Por un momento creí, mientras corríamos en la selva que podría tomarle simpatía.

-Nadie lo quería, supongo porque nos hacía sentir incómodos, era incompatible con todos –intentaba darle ánimos.

Y no había retorno, ni en la costumbre de darle palizas a los novatos y a los inadaptados, ni en nuestra incomodidad grupal, había que hacerse con un sitio en la conversación, intuir las respuestas, saber lo que iba a decir cada uno antes de que sus palabras fueran pronunciadas, y sobre todo, saber cuando tenías que cerrar la boca, y aún eso no te aseguraba permanecer y ser aceptado –ni que decir tiene la severidad que se le aplicaba a los que intentaban intimar con los jefes, o se les descubría hablando con ellos de forma reservada. Pero nada de esto era nuevo para él, Gluke no era un novato, ni tan débil como parecía, ni intentaba granjearse la simpatía de la jefatura, al contrario, los peores destinos se los daban a él; era su felicidad, el tono interior de mantenerse siempre animado cuando todos estábamos bastante decepcionados con nosotros mismos. No era soportable aceptar su alegría encima de la dura carga de un campamento que nunca supusimos ni en nuestros peores sueños. En el fondo de la naturaleza humana está su capacidad para acostumbrarse a las situaciones más difíciles. No estábamos de vacaciones, no habíamos sido enviados tan lejos para creer que podíamos pasar el rato entretenidos en juegos de cartas, y labores rutinarias de mantenimiento,

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pero el comandante del puesto tampoco parecía animado a inmiscuirse en esos pormenores, estábamos para cuando él nos necesitara, acudíamos corriendo y eso era suficiente; nada que objetar. Pero ahora que lo pienso con una cierta distancia, en algún momento tuvimos que bajar la guardia, sentirnos confiados y terminar por creer que ya todo estaba hecho, que lo que vivíamos era la normalidad. Debimos entenderlo entonces, después del primer ataque, después de las primeras bajas; no nos habían mandado a aquel lugar para pelearnos con los insectos, eso era otra guerra, aunque también importante.

Nos inmovilizaron, nos replegamos dentro de los barracones, pudieron aniquilarnos pero no lo hicieron, una lluvia de metralla se colaba por la ventanas, la tierra donde minutos antes habíamos estado saltaba por los aires, y el repiqueteo de las armas automáticas no cesaba, creímos que todos moriríamos inevitablemente. No fue así, hubo algunas bajas, pero nos felicitamos de seguir con vida la mayoría porque sabíamos que nos habían permitido sobrevivir, por algún extraño motivo se retiraron y permitieron que viviéramos. Aquella noche, volvimos a oír la risa desagradable de Gluke creando la ilusión colectiva de estar siendo el objeto de una de las bromas que nunca se permitió hacer en vida. La felicidad de nuevo era suya, se sentía interiormente alegre, eso parecía, pues se trataba de una de esas risas tan satisfechas como indiferentes a su entorno y las antipatías que pudiera granjearse. Reforzamos las guardias, y creo que todos dormíamos con un ojo abierto. Esperábamos sobrevivir a la selva, nunca como en aquel momento nos hicimos tantas ilusiones, éramos nosotros los que buscábamos fugitivos y no tenía sentido que se invirtiera la situación; la esperanza de sobrevivir tomó fuerza mientras levantamos empalizadas y creamos pozos en el camino de acceso, y esa esperanza se mantuvo mientras duró la actividad, mientras hicimos algo que creímos útil para nuestra defensa. Y de nuevo una noche comenzaron los fuegos de artificio, y volvieron a volar trozos de metal buscando su recompensa en la carne que se agazapaba debajo de las camas, detrás de las puertas y los armarios. Los que salían disparando contra la maleza, los que se atrevían a salir por la puerta de los barracones formaban una pila sanguinolenta, a la que añadimos los cuerpos de la guardia que aparecían sin ojos en sus puestos.

Nuestros superiores fueron de los primeros en morir, así que no tuvimos que escuchar reproches ni exigencias vanas, y la moral cayó hasta el límite de considerar que íbamos a morir sin causar una sola baja en el enemigo. El caótico espacio de cuerpos y sangre, o mejor, despojos e insectos, no resultaba agradable. Los muertos no protestan y siguen impasible al silbido

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de las balas, ni siquiera hubiesen rechazado un baile sórdido en la recepción de embajadores con un traje de gala, si su cabeza estuviera abierta y sus sesos cayendo sobre los hombros. Todos morían, uno detrás de otro, hasta convertir en una excepción que Rupert y yo fuéramos quedando para el final, esperando nuestro turno, desconfiando de toda esperanza. Esa noche lo volvimos a oír reír, escandalosamente ya, sin decoro si alguna vez lo tuvo, estaba más feliz y antipático que nunca, y terminaríamos locos si no supiéramos que con la luz del día la risa de Gluke cesaba.

-¿Tú lo mataste no es cierto? Te vi salir el último aquella noche. Ahora ya no importa, moriremos los dos, puedes decírmelo. ¿Lo hiciste? –Rupert era la persona que más tenía que ganar con la muerte de su compañero, y ya nada iba a cambiar por confesar su crimen, o al menos eso parecía.

-Si, lo hice, cerré mis manos sobre su garganta y apreté hasta que se volvió azul –esta vez era Rupert el que empezaba una risa sin control, sacando fuerzas de algún lugar desconocido, y en el descargo de su confesión parecía querer compartir el odio y el rencor que aún conservaba, y por otra parte la satisfacción que le producía poder decirlo sin reservas; compartir una felicidad que nacía de nuestra simpatía hacia Gluke. Estamos en el centro del final, mordiendo la última muerte, del sabor acre de sus defensas y gemidos, estamos perdiendo, hemos perdido. Nos declaramos en contra de todas las guerras, pero es un poco tarde para eso, el hombre con el que hablaba sobre la felicidad agredida acaba también de recibir en sus carnes un cuerpo extraño, de dureza ilimitada y sin piedad aparente. Se ha echado a reír cuando lo ha recibido en su carne y después de quemar, la sangre ha saltado a borbotones, se ha puesto pálido y se ha atragantado. Llevamos un tiempo intentado descubrir la razón de esta muerte, de haber sido tan fácilmente aniquilados, de no haber resistido. No me queda más amigo que una radio que expone un silencio total al otro lado, todos han muerto. Creí que todos moriríamos o que alguien más lo haría si yo lo hacía, pero no, ni juntos lo superamos. Rupert no era tan mal tipo después de todo, no podría acusarlo por lo que hizo, además él ya ha pagado. Protegerse es la primera norma en la selva, las patrullas son de dos, pero eso también era demasiado para él, a veces caes en la cuenta que la persona que te ha tocado como compañero aún no se ha dado cuenta.

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5 Escándalo de luz y protesta

Mis órganos también me son extraños, sentirse viejo es extrañar. Guardar las formas me resulta cada vez más difícil, el gusto por el horror de saber hacia donde caminamos ya no lo puedo evitar, las palabras se resisten pero soy consciente de la peor de las realidades. El desagradable desinterés también por no ser capaz de diferenciar un día de otro, y a pesar de eso, mantener la presión de aire necesaria en mis pulmones, como si se tratara de las llantas de un auto, eso debe tener que ver con un instinto que siempre hemos tenido y al que nos cuesta renunciar llegado el momento. Siempre olvido bajar la persiana y pongo la mano sobre los ojos para poder dormir con esta luz de mediodía. Mi hija me ha traído un reloj, me lo he puesto –los voy dejando por ahí, por cualquier parte, los pierdo, como si el tiempo ya no importara-; me ve mejor y quiere que sepa que hora es. He llegado a ese momento en que se teme a la noche, creo que moriré mientras duermo. Es verdad que me acuesto y echo pequeñas cabezadas pero me despierto sobresaltado, y empiezo a pensar que puedo estar muerto: desearía no hacerlo pero suelo llamar a mi hija que duerme en la habitación contigua. No son buenas noches para nadie, pero verla acudir a mi llamada me demuestra que es mi garganta quien la llama, no un espíritu que custodia un cuerpo muerto reciente.

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Hemos sido barridos por el paso del tiempo sin apenas notarlo, no me arrepiento de haber vivido, desde que noto el cambio en mis fuerzas me resulta difícil asumirlo pero no me queda más remedio, así que adelante. Investigo la energía que se me niega y el hecho es que creo encontrar respuestas, absurdas razones de lo imposible de su vuelta, no hay retorno. La enfermedad deforme que me mantuvo en el hospital apenas me dio tregua, me hubiese lanzado cuerpo a tierra si fuera consciente de la explosión y desmembrado eso justificara permanecer sedado y encerrado entre los barrotes de una cama demasiado alta para un pobre viejo. No es noche, es negrura, es garra escamosa hurgándome la herida, la gasa, el hueso y la pérdida. Se esparce mi declaración de amor en aquello que me llama sin respeto, que lo indefinible no sabe de formas, de matices ni de permisos, es el alcance de lo grotesco y da igual la falta de composturas.

Hoy el tiempo ha pasado somnoliento, sin definición, expresándose como tantas veces en imágenes borrosas, detrás de una gris humareda, después reconocí la luz del día abriéndose paso tras la persiana a un palmo del final y por un momento me sentí aliviado de estar en casa, en el hospital todo resultaba aún peor. Insisto en la incomodidad que supuso permanecer allí sin importarme el dolor, hablo de sentirme atado y controlado también para morir. Me asombra ver la vitalidad con que a uno lo tratan sin dejar de molestarme, no los culpo por su rudeza, estaban trabajando, trayendo y llevando enfermos y a mi me movían una y otra vez para hacer curas o para sentarme en el sillón, o para devolverme a la cama, lo normal en estos casos, era yo que deseaba salir corriendo. He sido..., me he convencido de mi vida, nunca me he preguntado por la vida de otros ni me he comparado con ellos, llegados a este punto, cada uno se ha llevado lo suyo y todos han acabado torcidos y los que no lo están, es porque no han sobrevivido; bastante tengo con enfrentarme a este dolor sabiendo de antemano que no tiene solución.

Era un hospital ruidoso o a mí me lo pareció, como soy viejo pero no estoy gravemente enfermo, no había necesidad de postrarme en una planta donde se respirara la quietud de otros mundos, fue por eso que me quedó un andar de familiares y enfermos por el pasillo, hasta por la noche, habitaciones de puertas abiertas y conversación familiar y en el corredor idas y venidas al baño. Escucho cuando la habitación se sumerge en el brote de mi cansancio, pego la oreja y el mareo hace girar las paredes, como si no reconociera la insistencia de lo que me pasa, lo que no se cura en hospitales y que amenaza con seguir sumándose para cada gramo de tiempo.

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Estoy en la órbita del absurdo, nada me motiva, nada me interesa: estoy con vida porque puedo recordar, de lo contrario sería una carne más en fuga. Desciendo de dominios perdidos, de flotas hundidas con su coraza cuando todo deja de relucir y los huesos maldicen ser cascajo yo estoy en otra cosa. He perdido hasta tropezar contra las contrariedades de existir, de llevar una vida, de moverme, de intentar que las cosas funcionen. Me hablan de salir a la calle, de ver árboles encapuchados y conmoverme con la estructura del viento, de mover los pies como si fueran avenidas cuando mi aventura es volver a la cama portando una sola zapatilla.

Al menos he vuelto, por un momento creí que ya no saldría del hospital, todos eran demasiado amables conmigo, y las chicas que me ayudaban a levantarme parecían demasiado dulces y atentas. Tenía humor para decirles, que no se pusieran muy cariñosas que podía entrar alguien, y se reían como si fuera absurdo lo que decía, como si yo fuera absurdo en mí mismo. Perder la gana de vivir es morir primero, es morir de nuevo antes de que suceda. Entonces en medio del dolor de mi recuperación, entre las curas y los pañales, recuperé mi más preciado recuerdo, el amor de mi vida, del que siempre estuve separado y que siempre tuve presente.

Durante años conservé una imagen infantil pegada a un flujo de ternura que llegaba en los momentos más inesperados, una imagen de mi infancia corriendo por campos de hierba crecida acompañado de una prima a la que amé en secreto toda mi vida. Llega montada en un caballito de feria en la noche transparente y me sonríe sin pretender la distancia que crece, sin dejar de girar, sin la sorpresa de un nuevo tímpano perforado por la música del tiovivo.

Empezar a morir es no sentir interés por nada de este mundo, por el fútbol, por el sexo, por la comida, por el paisaje, por la gente, por los adelantos científicos o por la revoluciones, las cosas que excitan a la gente: pero el recuerdo de un amor que no pudo ser, pero que sigue conmoviéndonos aún llena los espacios en los que sueño con fábricas abandonadas, con grandes solares derruidos por máquinas bramadoras y obreros intolerantes, sueños de que todo lo que conocía se derrumba y sólo aquel amor sigue en pie.

Durante mis años de matrimonio, debo decirlo, amé en secreto el recuerdo de mi infancia y en ocasiones, la telefoneaba -ella nunca se casó-, contestaba desconfiada y yo permanecía en silencio unos segundos, sólo quería oír su voz, después colgaba. No sé si alguna vez imaginó que podía ser yo, ni siquiera vivíamos en la misma ciudad, había muchos kilómetros entre nosotros, una distancia real y notable.

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Nunca he sido bueno en salir sin dirección conocida y sin mirar atrás, como algunos hacen que ni siquiera se inquietan por la marcha de las cosas una vez que han desaparecido. No es de extrañar que sustraído del insomnio, haya llegado a tan terrible conclusión: no se muere al dejar de respirar, al apagarse el latido y todos los sentidos, no se muere al enfriarse el cerebro por completo, se empieza a morir mucho antes, morimos cuando dejamos de sentir interés por la vida y nos resulta mejor dejarnos ir. En cierto modo reconozco mis síntomas y como se ramifican buscando una luz que les es negada

Se expresan los armarios con olor a naftalina y espejos; la verdad es que apenas necesito insertarme entre sus reflejos, nunca mi imagen fue tan repetida y temerosa. Si al menos volviera mi devoción por estar limpio y perfumado, por afeitarme y llevar los zapatos lustrados hasta el despegue, por sentarme en una cafetería a leer la prensa o mirar a través del cristal, por sentirme en sociedad, lo que hacía hasta no hace tanto porque uno no se hace viejo de golpe, va abandonando hábitos y necesidades. Todo lo que me gustaba se ha ido perdiendo, hasta las mejores comidas. Ya no extraño los asados, ni la agilidad de una fiesta casera, copiosa y abundante, ya no extraño que me moleste la risa. Desde que mi mujer decidió dejarnos viudos, la soledad se agranda, y atrae absurdos y desganas. He llorado de impotencia mientras ella dormía en una silla enfrente de la cama, se parece tanto a su madre que en ocasiones creo que el tiempo me juega malas pasadas y no recuerdo lo más reciente, cuando se sentó ahí frente a mí, ni si mantuvimos una conversación antes de quedarnos dormidos. Para un anciano verse tan limitado y necesitar ayuda hasta para lo más elemental es reconocer la derrota, la humillación, la realidad que siempre conocimos y no terminamos de aceptar hasta que empezamos a mearnos en la cama, o renunciar a lavarnos porque el frío nos puede.

-¿Por qué no te arreglas? Ya te ha bajado la fiebre, y podías andar hasta la cocina –Marnie me mira con cara inexpresiva, quiere que todo vaya bien, que me sienta mejor, pero todo esto la deprime.

-No, tengo frío.

A veces llegaba de improviso e intentaba darme conversación, pero era consciente de que me fatigaba.

-Ha llamado el tío para ver como te encontrabas.

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Mi hermano, el pobre tiene todo lo que yo en una dimensión superior, y preocupándose de lo mío. Hacía tanto que no sabía de él que lo había olvidado.

-Es cuestión de cómo se mire, desde afuera puedo parecer ya casi listo para nuevas emociones –bromeé sin esperar respuesta.

La comunicación aún es posible aunque sé que digo cosas que no tienen que ver con el hilo de la conversación, me caen las palabras como unas gotas intrusas que no sé donde colocar. Se apagan hasta las linternas de mis viejas provocaciones, de mi mal humor y del descontento perenne que ha vivido conmigo por ir perdiendo todas mis facultades. Ya no busco ser entendido, ni siquiera cuando no me da tiempo de llegar al baño, y lo dejo todo hecho un asco. Decidió morirse porque me enfrentara a la vejez yo solo, eso tampoco se lo perdono, el rencor que tampoco anima porque es un rencor deshilachado y flojo. La engañe con un recuerdo toda la vida, y nunca lo supo, y eso me hacía inseguro, y poco fiable, ¡qué poco importa ahora! La realidad que nos trae aquí es mucho más inquietante. La depresión debe estar conectada directamente con la impotencia, siempre lo pensé y ahora me golpea más que nunca. No ser capaz de hacer las cosas más elementales, valerse por uno mismo, es la depresión más dolorosa e inaceptable. Huéspedes de las luciérnagas, poco a poco nos acercamos al estado perfecto de inmovilidad de una sábana sin arrugas, no más hombros recocidos ni luces inoportunas. Hasta la bruma nos parece amable ahora que reconocemos que el peso que hemos llevado toda nuestra vida, cuando nos faltan las fuerzas deja de ser una condena para aplastarnos, para inmovilizarnos, aunque los ancianos seamos legión de desheredados. La interrupción de la salud es el peor de los achaques, y sabíamos que llegarían los malos momentos, ¿pero qué si ella se murió? Sabíamos también que el amor dependía de cuidarnos, e intenté imaginarnos pasando por malos momentos, y la imagen no resultaba del todo incoherente. Ya lo había pensado antes con otras chicas, y me decía, ¿qué clase de malos momentos podré pasar con ella? La despedía sin demasiado ruido como hubiese querido, y entonces me di cuenta de que uno de los dos termina por quedarse solo, no tenía arreglo eso de tanto repensar y repensar. Los besos mal lavados, esos son los que me gustan, no puedo dejar de mirar su foto y representar que aún vivimos, ella murió y yo casi muerto. Los malvados momentos de traición casi ni los valoré como tales, eran una evasión necesaria, un escape incondicional, una huída de un mundo que termina por cercarnos y comprimirnos.

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-Es cuestión de ver las cosas con cierto optimismo – era la voz de mi hija en el pasillo que hablaba con alguien. Se abrió la puerta y ni siquiera levanté la cabeza. El sol entraba a través de la persiana y no podía dormir, abrí un ojo y la vi entrar acompañada de un muchacho de más o menos su edad. Se quedaron mirándome un momento.

-Este chico es Marc, se va a quedar unos días con nosotros –creo que él saludó con un hola lacónico, y después se ocultó detrás de ella.

-¡Oh vaya! Esto está hecho un desastre, vendré en un momento y lo recogeré todo.

Creo que se fueron para el salón y pusieron música, pero no me molestaban, aunque todo lo que consiguieron de mi fue un gruñido. No deseaba hablar con nadie, no quería saber como marchaba el mundo y mucho menos nada que tuviera que ver con la fisonomía familiar, la organización doméstica o la falta de recursos. Sé que una vez hubo una guerra civil y que yo era un niño, hijo de un obrero fusilado, nada más.

Adiós princesa, este rumor de olvidos ya no te molesta, dicen que porque tengo el azúcar muy alto no me cura la sangría, pero es la desmemoria que gotea más profunda que la gasa. Adiós princesa que ya se precipita el aliento, es tiempo senil, y me prenden, me envuelven las enredaderas de un millón de muertos.

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6 Pepitas de manzana

“Estoy comprometido con la pasión humanay con la certeza de que somos mucho másque lo que nos han dicho que somos”

E. Galeano

Si hubiesen repartido las medallas antes de la guerra, eso hubiese facilitado las cosas, no habría tanto oportunista buscando el honor de haber sido el que más mató. Me encontraba delante del lago, me había sentado en la última madera, con las piernas balanceándose sobre el agua, para poder empezar a ver las páginas de “Los héroes de la última batalla”, ilustradas a todo color por mi dibujante favorito, un tipo con nombre yankee, al que no había visto jamás pero al que adivinaba encerrado horas y horas para dar forma a escenas de cruda realidad, de sangrantes enfrentamientos y de verdugos en el “cumplimiento de su deber”. El secreto de abrirlo por el final dejaba claro desde el principio que no pretendía una primera lectura, era como una comunicación desinteresada, como esa mirada indiferente que se la hecha a algunas chicas con las que, en realidad, te mueres por decirles algo. Empezaba el cómic por el final porque sabía que volvería una y otra vez sobre él, hasta que sus páginas perdieran el color de tanto dejarse ver, y porque la historia empezaría a entenderse por sí sola cuando empezase a soñar todo lo que los personajes hacían en sus idas corrientes, y que no nadie había aun dibujado.

Al ir a recoger las notas había sentido un vacío nómada, pensé que en ese momento estaba allí, pero si mis aspiraciones de salir para dar la vuelta al mundo se cumplían, entonces las calificaciones escolares nadie me las pediría para justificar una aptitud profesional. Buscaba una justificación para aquel desastre y sabía que esperaban más de mí, y también un poco más en el fondo, sabía que les importaba hasta el punto que no les creara un compromiso. El fracaso de los otros nos importa mientras no nos implique, un poco de solidaridad y nuestra conciencia quedará al margen, supongo. Me extrañaba la fosa que habían ido cavando esos meses de curso, poco a

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poco, de forma inapreciable se iba abriendo el socavón que tomaba forma en el boletín de calificaciones.

Buscaba el espacio que me pertenecía, donde me sentía libre y donde nadie iba a decirme que todo lo que hiciera estaría mal, por eso demoré todo lo que pude mi estancia sobre las tablas del embarcadero. Me quedé dormido, cada cosa viene cuando el cuerpo lo necesita, sin avisar, y se ve que la noche anterior no había dormido muy bien. El calor empezaba a asomar entre los árboles, pero no había ni rastro de veraneantes, aún me dio tiempo para un chapuzón, y después mientras me secaba al sol, me quedé dormido y se me pasó la hora de la comida. Mi madre tenía que estar muy enfadada, pero Natec no llegaría a casa hasta la noche, así que olvidé lo de ser responsable y todo eso, y volví a dejar pasar el tiempo, como si nada importara.

Natec tenía el uniforme lleno de medallas consumiéndose en un armario, sólo lo sacaba para las ocasiones, el resto del tiempo andaba en traje de faena. Había encontrado trabajo en la fábrica del pueblo, un lugar que yo sólo había visto por fuera y que resultaba intimidante. Supongo que todos los muchachos de mi promoción pensábamos que estábamos destinados a acabar ahí, trabajando en la fábrica desde muy jóvenes, pero yo era realista, me habían enseñado a serlo desde niño, y sabía que sólo los que tuvieran unos resultados académicos estimables lo conseguirían. Lo de soñar lo dejaba para cuando leía algún cómic, o para cuando iba al cine a ver una película de extraterrestres. El veterano Natec, al que mi madre conoció en la fiesta de conmemoración de la victoria, me trata como a un exraño, declarando con semejante actitud que mi madre entraba en sus planes, pero hubiese sido mucho mejor que no tuviera un hijo de padre desconocido. Os mentiría si dijese que la parafernalia militar no me resultaba atrayente, y acercarme a aquel armario en su habitación, era casi un acto de subversión, de riesgo prohibido, y ese sentimiento de estar vulnerando la confianza que en mí ponían al dejarme solo en casa, hacía que me temblaran las piernas al abrir la puerta del armario.

Intenté descifrar cada una de aquellas medallas, bajo una tensión silenciosa llegué a rozarlas con mi uña, y a un segundo de retirarme descubrí que la caja donde guardaba su pistola estaba abierta, la había estado limpiando y se había olvidado de pasar la llave, así que esa fue mi oportunidad para tenerla entre mis manos, tomarle el peso, observarla con devoción y finalmente ensayar como un actor de Western, un disparo ficticio sobre el espejo. Me encontraba en el agujero del gusano, en la morada del rechazo, a punto de dejarme imbuir por el silencio sagrado de la

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habitación matrimonial, abismo e todas las prohibiciones, más allá de la cordillera borrascosa de mi conciencia, el lugar donde se desvanece la vida y el consciente se vuelve nebulosa, donde ella escucha sus mentiras y guarda silencio.

Me acerqué a la coqueta, el mueble donde mi madre en algún tiempo pasado se arreglaba antes de salir de casa, abrí los cajones superiores, y observé con curiosa parsimonia todo tipo de quincallería, joyas de imitación, tijeras, pinzas de depilar y plumas inservibles; la vieja caja de los tesoros también se encontraba allí, declarándose importante porque se ocultaba en el fondo del cajón y porque tenía cerradura. Me distraje en el tocador, pero no había cuidado nadie volvería hasta pasadas unas horas, con tiempo suficiente para atender las necesidades del mediodía, cosas como hacer la casa o la cocina, y aunque me sentía como un intruso en la misma casa en la que vivía, pero en la habitación ajena de mi madre y mi padrastro, seguí curioseando llevado por una inquietud que vulneraba cualquier razonamiento. Busqué la llave y la encontré y dentro del joyero además de algunas cosas más o menos valiosas, como anillos, pendientes, collares y pulseras, había una foto de mi hermanita, la que se murió antes de cumplir los tres años. Me llevé la foto conmigo y la tuve todo el día.

Al salir del agua, mientras me secaba tumbado sobre el pantalán, miraba la foto del bebé y trataba de calcular cuantos años tendría si hubiese vivido, y lo estupendo que sería que estuviera allí, preguntando sobre todas las cosas. En el punto de no moverme, la sangre aceptó la confortable apariencia de una piel tostada, empezando a templarse y adormecerse. Cerré los ojos, uno no rechaza un momento así aún en la edad de acabar la primaria, ni aún habiendo repetido y con las peores calificaciones. Me habría gustado ser el hijo deseado que todos se empeñan en llenar de atenciones, pero en casa había una lucha interior que se obstinaba en pasar más y más tiempo en la fábrica, como si de eso dependiera la felicidad que nunca tuvimos y que nunca tendríamos.

Compartir la tragedia de otros creadores es lo que hago ahora, hablar de ellos en una revista semanal que proporciona una distancia suficiente a mi ego para que no me aplaste cuando buscan mis palabras y razonamientos en el dominical. Nunca di la vuelta al mundo. En aquella adolescencia mal programada aún pervivía el sentido artístico de mi deseo. Cada página de los libros y tebeos que leía, me querían hacer comprender que mi mundo era irreal y en él debía sumergirme para entenderlo.

Hay cosas que nos marcan de por vida, experiencias dolorosas, imborrables imágenes que nos perseguirán siempre.

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La otra noche vino Leilía a pasar el sábado, no sé muy bien a qué con tanta disposición, hacía tiempo que no la veía. Me inquieta la búsqueda de información cuando observo un proceder poco habitual y nadie está dispuesto a decir que es lo que está pasando.

-¡Hola Cloes! –aquella voz sonaba ronca como la fiebre-. En el portal hay un hombre durmiendo, se ha instalado como si fuera su casa. Si consiguierais cobrarle algo, podrías ponerlo como inquilino y recibir una subvención para reparar y pintar.

En el sarcasmo de Leilía nunca había nada de sano, si lo decía era porque le importaba, y si le importaba era que lo quería fuera del portal, ¡pobre hombre! El día que recibí mis calificaciones también me dedicaba a recordar, entonces se trataba de escenas pasajeras que habían sucedido durante el curso, ahora recuerdo que después de haber perdido la oportunidad de comer a mi hora, como siempre, me volví a meter en el lago y después corrí, alocadamente, irrefrenablemente, inconscientemente, tal vez porque tenía frío, o tal vez porque temía la reprimenda que iba a llevar a volver a casa. Recuerdo que me caí y me golpee la cabeza, recuerdo que cuando volví de mi inconsciencia me encontraba en un lugar extraño, una cabaña en medio del bosque no había visto jamás.

Al acercarme al momento de mi cicatriz observo que ella no debió venir, yo hubiese seguido imaginando lo que pudo ser. Alguna vez se portó mal conmigo, yo deseaba tanto que las ilustraciones las hiciera Marcevic, se lo había pedido hasta llegar a la súplica, pero en los cauces de todo lo que organiza no se conduce dar explicaciones, así que cuando supe que ya trabajaba con otro imaginé que ella había tenido algo que ver en todo. Por eso reaccionaba enfadada a mis preguntas, y por su mala conciencia la llevaba a continuar poniéndome todo tipo de barreras y mostrar reacciones desagradables de enojo o malos gestos. Si renegamos de la parte de mentira que hay en todos nosotros, nos volvemos monstruos. Durante años he llevado este agujero en mi costado con dignidad, en eso nadie me supera. He asumido desde aquel accidente en el lago que sería para siempre una persona enferma y marcada, no podía ser de otra manera. Me ha lanzado a no sentir más sus desprecios, como quien se lanza de cabeza a un mar inmenso sin miedo al choque, estando seguro de la zambullida y del momento de recupera de nuevo la orilla.

Nos desnudamos en silencio, era rencor llevado al ritmo de la desgana. Mientras se quitaba la ropa no dejé de observar sus bragas, no se las había

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visto nunca y me parecieron muy feas, me dije que no la conocía en absoluto, o que me había engañado pensando que ella pudiera ser lo que yo necesitaba. Eran unas bragas como de franela, con aspecto de ser perfectas para climas fríos, y unos pequeños dibujos azules salpicaban un blanco impoluto. Me desagradaban, pero cuando se inclinó sobre mí la besé en el cuello y ella se dejó llevar, el resto lo pueden imaginar, no hubo demasiada pasión en ello, me sentí como si estuviera ensayando la parte más escabrosa de una obra de teatro en la que todos los actores iban completamente desnudos, sin mallas color carne ni nada que diese el efecto de la desnudez, sin nada más que su piel. La carne humana tiene un reflejo que sobrecoge, y no se trata de la piel iridiscente recién descubierta, se trata de algo que inspira piedad y respeto. Mientras dormía la acaricié con la mano mutilada y mis dos únicos dedos intentaron deslizarse consolidados como un ejército de ignorantes, torpemente vestidos y oliendo a tigre. El olor de nuestra carne tiene un reflejo que obedece.

Desperté en una cabaña que no sabía que existía en ese bosque, que nadie sabía que existiera, aunque por algún motivo la encontraron cuando me buscaron, y eso me salvó la vida. En mi carrera alrededor del lado, recibí un golpe que me dejó inconsciente, tal vez me lo dieron sin que pudiera ver de donde llegaba, o tal vez lo recibí de forma inesperada y fortuita, nunca lo supe. La vieja luz de un ángel que nos asiste se prendió en mí cuando comprobé que me habían atado a una silla y que el único brazo que tenía libre terminaba en una mano mutilada, una mano a la que le faltaban tres dedos y a la que habían enredado unos trapos sujetos con cinta adhesiva. Parece que volverá inevitablemente a esa escena cada noche, sin que pueda hacer nada por evitarlo, sin que pueda dominar al insomne que se rebela dentro de mi entraña. La agitación que se manifiesta ahora me lleva a abandonar toda caricia y dejarla dormir, me doy la vuelta y busco el borde de la cama, con los ojos muy abiertos, sin evitar las imágenes. Entre tu sed y mi deseo el veneno de la vida queda aislado y sin razones. La fuerza de mis caricias es, sin que pueda negarme a su obviedad, de menos intensidad, si para siempre han de faltarme los dedos y las traiciones. El horror ni tiene el mismo significado cuando uno lo imagina, la máscara del esqueleto desfavorece la realidad. Levanté lo suficiente el mentón para ver a aquel tipo comiéndose mis dedos, inclinado sobre la mesa como si fuera a lamer aquel trozo de madera mugrienta que tenía delante y sobre la que goteaba el caldo de carne humana que acababa de hacer. La vida es una cicatriz, una marca en el alma de hechos que hemos sufrido y que nos acompañan para que sigamos temiendo y torturándonos.

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La gente “normal” acepta sus fracasos, sus limitaciones y sus traumas, la gente “normal” aprende a tragar y a sobrevivir, y eso e intentado hacer. Aprender a tragar también es medir la capacidad de aguante que tenemos, cuanto dolor podemos soportar y asumir nuestra fragilidad. Estamos derrotados de antemano, la vida es una lucha perdida, por eso debemos apoyarnos.

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