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Aeneis.
Noto que mis piernas tiemblan, temo que vayan a
fallarme y que mis ojos, nublados por las lágrimas,
no vean dónde caigo. Esto es una pesadilla, y acabo
de darme cuenta de que, esta vez, no va a haber un
despertar.
Esa mujer trémula que ni siquiera me ha visto lo
ha causado todo. Provocó la ira de la Hélade al
desafiarla por un corazón caprichosamente
envenenado de amor por una vana disputa de diosas
que ahora está matando a todas las personas que
conocí, quemando todos los lugares que amé, en
una tormenta inédita de llamas, gritos y dolor. Casi
oigo el filo de Ulises atravesando a todos mis amigos,
mi familia, mis compañeros; puedo oír a Pirro, hijo de Aquiles, matar a Polites ante los ojos
de su padre, y le veo decapitar a mi rey, Príamo, le veo morir ante el terror de sus hijas y su
mujer, Hécuba.
Mi ciudad grita de dolor esta noche, arde por culpa de un caballo que nos ha matado a
todos, que vomitó hombres infames dispuestos a toda carnicería. Troya, nuestra Troya,
nuestro imperio, que sobrevivió a diez años de guerra para morir hoy, esta noche, por la
astucia de un hombre cruel. No, esto no es una épica victoria, esto es una matanza cruel,
indiscriminada. Esto no será cantado por los rapsodas: esta noche será llorada por la Luna y
las Náyades mucho más tiempo del que llegaremos a ver.
Juro que mataré a Ulises, pero ahora, ahora mis ojos se clavan en ella, en Helena. Y les
odio a todos ellos: a Paris, por enamorarse de Helena. A Afrodita, por hacerla rendirse a los
pies de nuestro príncipe. A Juno, por alentar a los griegos contra nosotros. A Menelao, por
sus celos por una mujer que nunca significó nada para él. A Ulises, ese malnacido rey que
nos ha costado un viaje sin retorno al Hades. A Venus, mi propia madre, por dejarnos acoger
una ofrenda a una Palas que también nos ha abandonado, vislumbrando en el horizonte
nuestra derrota teñida de carmesí.
Pero en medio de las lágrimas encuentro las fuerzas suficientes para sostenerme en pie,
porque antes de sucumbir tengo que enterrar mi corazón roto y ser el líder que los
malheridos necesitarán.
La ira, es la rabia homicida lo que me mantiene vivo, lo que hace latir a mi corazón
envenenado. Helena no se apagará esta noche entre mis manos. Los dioses serán los
verdugos de los griegos por este asesinato. Y yo, esta noche yo no moriré tampoco. Esta
noche, una parte de Eneas ha muerto, está muriendo en este preciso instante... pero mis
pies, quiero creer, son más fuertes, mi alma será capaz de serenarse aun en esta vorágine de
terror e incertidumbre. La cólera de los dioses extinguirá esta tierra, pero no mi aliento, y su
esencia con ella. Nosotros viviremos. Tendremos otros nombres, otras lenguas, viviremos
otros milenios.
Pero la sangre de Saturno seguirá corriendo por nuestras venas, portemos el nombre de
Troya, Alba, Roma, Bizancio, o cualquiera con que los nuevos vientos nos loen. Nuestras
hazañas serán cantadas por rapsodas y sirenas, desde Hesperia hasta Media, nuestras gestas
serán los nuevos himnos que blandirán los dioses. Ellos terminarán postrados ante nuestra
grandeza.
Yo moriré, quizá no esta noche, pero algún día. Lo que pasa es que yo he muerto hoy,
aunque tenga muchas gestas por hacer mañana. Ese ya no será Eneas. Mi espíritu y Troya
serán lamidos hasta la muerte por el fuego que ya los devora. Mi espíritu y el de Troya
perdurarán en mis descendientes y en los de todos los que me acompañen. Porque, de todas
formas, un ápice insustituible de Troya se convierte en cenizas aquí. Nuestra sangre
emponzoña para siempre esta tierra, pero será la sangre de los dioses que nos condenaron la
que envenene el Averno: que Caronte en persona tema cuando el sol tizne el cielo de
magenta, porque será el último que quedará en pie para huir de las ánimas de los troyanos
que perdieron la guerra, pero ganaron el mundo.
La única salvación para los vencidos es no esperar salvación alguna.